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Jules Michelet
Jules Michelet, né le 21 août 1798 à Paris et mort le 9 février 1874 à Hyères, est un historien français. Libéral et anticlérical, il est considéré comme étant l'un des grands historiens du XIXe siècle bien qu'aujourd'hui controversé, notamment pour avoir donné naissance à travers ses ouvrages historiques à une grande partie du « roman national», républicain et partisan, remis en cause par le développement historiographique de la fin du xxe siècle. Il a également écrit différents essais et ouvrages de moeurs dont certains lui valent des ennuis avec l'Église et le pouvoir politique. Parmi ses oeuvres les plus célèbres de l'époque, Histoire de France, qui sera suivie d'Histoire de la Révolution.
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El pueblo - Jules Michelet
El pueblo
Jules Michelet
Traducción de Odile Guilpain
Primera edición, 1846
La primera edición del FCE fue publicada en 1991
Edición conmemorativa 70 Aniversario, 2005
Primera edición electrónica, 2010
Título original: Le peuple
D. R. © 2005, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
Comentarios:
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ISBN 978-607-16-0470-5
Hecho en México - Made in Mexico
A Edgar Quinet
Este libro es más que un libro: es yo mismo. Por eso os pertenece.
Es yo y es vos, amigo mío; me atrevo a decirlo. Lo habéis observado con razón: nuestros pensamientos, comunicándonoslos o no, concuerdan siempre. Vivimos de un mismo corazón… ¡Bella armonía que podría sorprender! ¿Pero acaso no es natural? Toda la diversidad de nuestros trabajos germinó desde una misma raíz viva: el sentimiento de la Francia y la idea de la Patria. Recibid pues este libro del Pueblo porque él es vos y él es yo. Por vuestros orígenes militares y por el mío, obrero industrial, representamos, no menos que otros quizá, las dos caras modernas del pueblo, y su reciente advenimiento.
Este libro surge de mí mismo, de mi vida, de mi corazón. Ha salido de mi experiencia, mucho más que de mi estudio. Lo extraje de mi observación, de mis relaciones de amistad y de vecindad. Lo fui recogiendo en los caminos. El azar se complace en servir al que persigue tenazmente un solo pensamiento. En fin, lo encontré sobre todo en los recuerdos de mi juventud. Para conocer la vida del pueblo, sus trabajos, sus sufrimientos, me bastaba con interrogar mis recuerdos.
Puesto que yo también, amigo mío, he trabajado con mis manos, el verdadero nombre del hombre moderno, el de trabajador, me corresponde en más de un sentido. Antes de hacer libros los compuse materialmente: ensamblé letras antes de ensamblar ideas; no ignoro las tristezas del taller, el tedio de las largas horas…
¡Triste época! Eran los últimos años del Imperio; todo parecía hundirse para mí: la familia, la fortuna y la patria.
Lo mejor que tengo se lo debo, sin duda alguna, a esas pruebas; lo poco que vale el hombre y el historiador que soy es preciso atribuírselo a ellas. De ello he guardado, sobre todo, un sentido profundo de lo que es el pueblo, y un conocimiento del tesoro que posee: la virtud del sacrificio, el suave recuerdo de aquellas almas de oro que conocí en las más humildes condiciones.
A nadie debe extrañar que conociendo como nadie los antecedentes históricos de este pueblo, y habiendo además compartido su vida, sienta yo una necesidad imperiosa de veracidad cuando se me habla de él. Cuando los adelantos de mi Historia me condujeron a ocuparme de cuestiones actuales, y a echar una mirada a los libros en que eran debatidas, confieso que me sorprendió descubrir que casi todos contradecían mis recuerdos. Entonces cerré los libros y retorné al pueblo hasta donde me fue posible: el escritor solitario se volvió a zambullir en la multitud, escuchó de ella los ruidos, tomó nota de sus voces… Ciertamente era el mismo pueblo; los cambios sólo eran externos; mi memoria no me engañaba… Fui a consultar a los hombres, a escucharlos hablar de su propia suerte, a oír de sus propios labios lo que no se encuentra a menudo en los escritores de mayor brillo: palabras llenas de sentido común.
Esta investigación, comenzada en Lyon hace unos diez años, la proseguí en otras ciudades estudiando con hombres prácticos y espíritus positivos la verdadera situación del campo, tan poco examinada por nuestros economistas. Cuesta trabajo creer todo lo que he reunido en materia de información que no se halla en ningún libro. Después de la conversación con hombres de genio y con sabios especialistas, la del pueblo es ciertamente la más instructiva. Si no se puede conversar con Béranger, Lamennais o Lamartine, hay que ir al campo y hablar con los campesinos. Porque ¿qué se puede aprender con los que están en medio? Por lo que respecta a los salones, jamás he salido de uno sin sentir el corazón encogido y frío.
Mis diversos estudios de historia me revelaron hechos del mayor interés, que los historiadores callan; por ejemplo, las etapas y las posibilidades de la pequeña propiedad antes de la Revolución. Mi investigación en vivo me enseñó igualmente muchas cosas que no figuran en absoluto en las estadísticas. Sólo citaré una que acaso se juzgue insignificante pero que para mí resulta importante y digna de toda atención; a saber, la inmensa adquisición de ropa blanca de algodón que hicieron los hogares pobres hacia 1842, a pesar de que los salarios habían bajado o al menos disminuido de valor por la baja natural del precio de la moneda. Este hecho, significativo de por sí como progreso en favor de la limpieza que está ligada a otras tantas virtudes, lo es más aún en cuanto prueba la estabilidad creciente del hogar y la familia, y la influencia, sobre todo de la mujer, que, ganando poco, no pudo hacer este gasto más que dedicando a él una parte del salario del hombre. En estos hogares la mujer es la economía, el orden y la providencia. Cualquier influencia que ella gane es un progreso en la moralidad.[1]
Este ejemplo no carece de utilidad para mostrar hasta dónde los documentos recogidos en las estadísticas y otras obras de economía, aun suponiendo que fueran exactos, son insuficientes para comprender lo que es el pueblo, porque ofrecen resultados parciales y artificiales, enfocados desde una perspectiva estrecha que se presta a interpretaciones equivocadas.
Los escritores y los artistas, cuyos procedimientos son completamente opuestos a estos métodos abstractos, parecen aportar al estudio del pueblo el sentimiento de la vida. Muchos de ellos, los más eminentes, han abordado este gran tema, y no les ha faltado talento: sus éxitos han sido inmensos. Europa, que desde hace mucho tiene poca inventiva, recibe con avidez los productos de nuestra literatura. Porque los ingleses apenas producen artículos de revistas; y en cuanto a los libros alemanes, ¿dónde se leen sino en Alemania?
Sería bueno examinar si los libros franceses que tienen tanta popularidad y autoridad en Europa representan verdaderamente a Francia; si no han mostrado ciertas facetas excepcionales, muy desfavorables; si estas pinturas donde casi no se encuentran sino nuestros vicios y fealdades no le han hecho a nuestro país un inmenso daño ante las naciones extranjeras. Porque el talento, la buena fe de los autores, la conocida liberalidad de sus principios, han dado a sus palabras un peso abrumador. De modo que el mundo ha recibido sus libros como un juicio terrible de Francia sobre sí misma.
Francia tiene algo grave contra sí misma: que se muestra desnuda frente a las demás naciones. Éstas, de alguna manera, se mantienen vestidas. Con todo y sus encuestas, con todo y su publicidad, Alemania y aun Inglaterra son comparativamente poco conocidas, y no pueden verse a sí mismas, puesto que no se hallan al centro.
Lo que más se nota en una persona desnuda es tal o cual defecto. Esto es lo primero que salta a la vista, más aún si una mano complaciente coloca sobre él una lente de aumento que lo agiganta, que lo ilumina con una luz atroz, implacable, a tal punto que los accidentes más naturales de la piel resaltan a la vista asombrada.
Esto precisamente le ha ocurrido a Francia. Sus innegables defectos, que la actividad creciente y el choque de los intereses y de las ideas explican suficientemente, han crecido bajo la pluma de sus grandes escritores y se han convertido en monstruos. Por ello Europa la concibe como un monstruo.
Nada sirve tanto, en el mundo político, como el acuerdo de la gente decente. Todas las aristocracias: la inglesa, la rusa, la alemana, no tienen más que mostrar una cosa como testimonio contra Francia; los retratos que hace de sí misma por mano de sus grandes escritores (en su mayoría amigos del pueblo y partidarios del progreso). El pueblo que se pinta así, ¿no es el terror del mundo? ¿Hay suficientes ejércitos, fortalezas, para mantenerlo cercado, bajo vigilancia, hasta que se presente el momento favorable para abatirlo?
Las novelas clásicas, inmortales, que revelan las tragedias domésticas de las clases ricas y acomodadas, han establecido muy sólidamente en el pensamiento de Europa que ya no existe la familia en Francia.
Otros, con un gran talento y fantasmagoría terrible, han dado, como lo que fuera la vida común de nuestras ciudades, la vida de un lugar donde la policía concentra bajo su control a los criminales reincidentes y a los forzados liberados.
Un escritor costumbrista, admirable por su genialidad en el detalle, se entretiene pintando una horrible fonda rural, una taberna astrosa de ladrones, y, bajo este trazo repugnante, escribe atrevidamente una palabra que es el nombre de la mayor parte de los habitantes de Francia.[2]
Europa nos lee con avidez, nos admira, y nos reconoce tal o cual detalle, y de un pequeño motivo concluye que todo es verdad.
Ningún pueblo resistiría una prueba semejante. Esta manía singular de autodenigrarse, de exponer las propias llagas, de ir a buscar la propia vergüenza, les resultaría mortal a la larga. Muchos, lo sé, maldicen de esta manera el presente para desear un porvenir mejor; exageran los males para hacernos gozar más pronto de la felicidad que sus teorías nos auguran.[3] ¡Cuidaos, sin embargo, cuidaos! ¡Ese juego es peligroso! Por lo demás, Europa no se percata de estas astucias. Si nosotros mismos nos decimos despreciables, ella muy bien puede creernos. Italia tenía aún mucha fuerza en el siglo XVI. El país de Miguel Ángel y de Cristóbal Colón no carecía de energía. Pero cuando se proclamó miserable, infame, por la voz de Maquiavelo, el mundo la concibió de acuerdo con su palabra, y marchó sobre ella.
Nosotros, gracias a Dios, no somos Italia, y el día en que el mundo llegara a ponerse de acuerdo para venir a ver de cerca a Francia, sería saludado por nuestros soldados como el más hermoso de ellos. Que les baste a las naciones saber que este pueblo no corresponde en absoluto con sus pretendidas imágenes. No es que nuestros grandes pintores hayan sido siempre infieles, sino que han pintado generalmente detalles excepcionales, aleatorios, el lado oculto de las cosas. Los hechos comunes les parecían demasiado conocidos, triviales, vulgares. Necesitaban causar otros efectos, y a menudo los buscaron en lo que se apartaba de la vida normal. Nacidos en la agitación, en la revuelta, tuvieron la fuerza de la tormenta, de la pasión; emplearon tanto el toque verdadero como el fino y fuerte, pero les faltó, en general, el sentido de la armonía.
Los románticos creyeron que el arte debía nutrirse sobre todo de lo feo. Creían en la efectividad de la fealdad moral en el arte. Les pareció más poético el amor errante que la familia, el robo que el trabajo, y el presidio que el taller. Si hubieran descendido con sus sufrimientos personales a las profundas realidades de la vida de aquella época, habrían visto que la familia, el trabajo y la vida humilde del pueblo, poseen de suyo una poesía santa. No se trata de sentir y mostrar la realidad ocultándose tras bambalinas; allí no hace falta multiplicar los efectos teatrales. Pero sí hay que tener los ojos abiertos a esta dulce luz para ver en lo oscuro, en lo pequeño, en lo humilde. El corazón también ayuda a ver en estos rincones del hogar y en estas penumbras de Rembrandt.
Mientras nuestros grandes escritores dirigieron sus miradas hacia allá, fueron admirables. Pero, generalmente, desviaron su atención hacia lo fantástico, lo violento, lo bizarro, lo excepcional. No se dignaron advertir a los demás que describían lo inusual. Por ello los lectores, sobre todo los extranjeros, creyeron que pintaban lo que era la norma, y pensaron que este pueblo era así.
Y yo, que salí de él, que he vivido con él, que he trabajado y sufrido con él; que más que ningún otro me he ganado el derecho de decir que lo conozco, me propongo exponer aquí, contra todos, su verdadera personalidad.
Esta personalidad no la he captado de lo superficial, de sus aspectos pintorescos o dramáticos; no la he visto desde afuera, sino que la he experimentado desde adentro. Y en esta experiencia, he comprendido más de una cosa íntima del pueblo que él no comprende. ¿Por qué? Porque estaba en condiciones de rastrearla desde sus orígenes históricos, y de contemplarla desde los tiempos más remotos. Quien se limite al examen del presente, a lo actual, nunca lo comprenderá. Quien se contente con ver lo exterior, con pintar la forma, no podrá siquiera verla, porque para verla realmente, para traducirla con fidelidad, es necesario saber lo que ella encubre. No hay pintura sin anatomía.
No es en este pequeño libro donde puedo enseñar una ciencia semejante. Me bastará ofrecer, suprimiendo todo detalle de método, de erudición y de trabajo preparatorio, algunas observaciones esenciales sobre el estado de nuestras costumbres, así como algunos resultados generales.
Una palabra más sobre esto. El rasgo eminente, capital, que más me impresionó durante el tiempo en que realicé mi largo estudio sobre el pueblo, fue que, más allá de los desórdenes del abandono y los vicios de la miseria, encontraba una riqueza de sentimientos y una calidad humana muy raras en las clases adineradas. Por lo demás, todo el mundo pudo observarlo cuando el cólera: fueron los pobres quienes adoptaron a los niños huérfanos. La facultad de abnegación, la capacidad de sacrificio, es, lo confieso, mi medida para clasificar a los hombres. Quien las posee en más alto grado, es el que más cerca está del heroísmo. Las virtudes superiores del espíritu, que en parte son resultado de la cultura, no pueden jamás parangonarse con estos atributos soberanos.
A lo anterior suele replicarse que la gente del pueblo es generalmente poco previsora, y que sigue el instinto de la bondad, el impulso ciego del corazón, porque no mide las consecuencias que acarrea esta actitud
. La observación, aun si fuera justa, no destruye en modo alguno lo que se puede observar también de la abnegación constante, del sacrificio infatigable del cual a menudo dan ejemplo las familias trabajadoras, abnegación que no se agota ni con la entera inmolación de una vida, sino que se preserva, frecuentemente, de una generación a otra.
Yo podría contar sobre esto bellas y numerosas historias, pero no viene al caso hacerlo. Sin embargo, amigo mío, la tentación es demasiado fuerte para dejar de contaros una sola: la de mi propia familia. Vosotros no la conocéis, puesto que hablamos más de materias filosóficas o políticas que de nuestra vida personal. Pero ahora cederé a esta tentación. Para mí, rara vez se presenta la ocasión de dar testimonio de los sacrificios heroicos que mi familia ha hecho por mí, y de agradecer a mis antecesores, gente modesta, que guardaron en las sombras sus dones superiores, y que no quisieron vivir sino en mí.
Las dos familias de las que procedo, una picarda y otra de las Ardenas, eran originariamente familias campesinas que alternaban el trabajo del campo con un poco de industria. Siendo muy numerosas (12 y 19 hijos, respectivamente), gran parte de los hermanos y hermanas de mi padre y de mi madre no quisieron casarse para facilitar la educación de algunos de los varones que mandaban al colegio. Éste es un primer sacrificio que debe destacarse.
Particularmente en mi familia materna, las mujeres, todas ellas notables por su sentido del ahorro, su seriedad y su austeridad, se hacían humildes sirvientas de sus hermanos, y para subvencionar los gastos de ellos, permanecían eternamente en la aldea. Y, a pesar de que algunas de ellas no se cultivaron y de que vivían en la soledad a la orilla de los bosques, no por ello dejaban de tener un espíritu muy fino y delicado. Escuché a una de ellas, ya entrada en años, que contaba las antiguas historias de la frontera tan bien como Walter Scott. Lo que tenían en común era una extrema claridad de espíritu y de razonamiento. Entre la parentela había muchos sacerdotes de toda clase: mundanos o fanáticos, pero que carecían de influencia. Nuestras juiciosas y severas señoritas no les daban la menor oportunidad de ejercerla. Les gustaba contar que uno de nuestros tíos abuelos (de nombre Michaud o Paillart) había sido quemado por haber escrito un libro prohibido. El padre de mi padre, que era maestro de música en Laon, juntó sus pequeños ahorros, después del Terror, y se vino a París, donde mi padre era empleado en la imprenta que hacía los billetes. En vez de comprar tierra, como hacían entonces tantos otros, confió lo que tenía a la suerte de mi padre, su hijo mayor, e invirtió todo en una imprenta en medio de las turbulencias de la Revolución. Un hermano y una hermana de mi padre no se casaron para facilitar el arreglo, pero mi padre se casó con una de esas serias señoritas ardenesas de las que acabo de hablar. Yo nací en 1798, en el coro de una iglesia de religiosas, ocupada entonces por nuestra imprenta; ocupada, y no profanada: ¿qué es la prensa, sino el nuevo templo de los tiempos modernos?
Al principio esta imprenta prosperó, alimentada por los debates de nuestras asambleas, por las noticias de las campañas militares y por la vida agitada de aquel tiempo. Pero hacia 1800 sufrió el golpe de la gran supresión de los periódicos. A mi padre sólo se le permitió sacar un diario eclesiástico; pero a esta empresa, iniciada con tantos gastos, se le retiró bruscamente la licencia para otorgársela a un cura a quien Napoleón juzgó seguro y que pronto lo traicionó.
Es muy sabido que este gran hombre fue castigado por los mismos sacerdotes por haber creído que la consagración de Roma era mejor que la de Francia, cosa que resultaba clara en 1810. ¿Y sobre quién recayó su despecho…? Sobre la prensa, a la que golpeó con 16 decretos en dos años. Mi padre, semiarruinado en beneficio de los curas, terminó arruinado del todo, expiando la culpa de éstos.
Una mañana recibimos la visita de un señor más comedido de lo que eran generalmente los agentes imperiales, quien nos informó que Su Majestad el emperador había reducido a sesenta el número de los impresores: los más grandes fueron conservados, los pequeños suprimidos, pero con una buena indemnización (la que se redujo en definitiva a nada). Nosotros éramos de los pequeños: no se podía sino resignarse, morirse de hambre. Pero, además, teníamos deudas. El emperador no nos otorgaba prórrogas contra los judíos, como lo había hecho con Alsacia. Sólo encontramos un medio: imprimir para nuestros acreedores algunas obras que pertenecían a mi padre. No teníamos obreros, por lo que este trabajo lo hicimos nosotros mismos. Mi padre, que se dedicaba a la gestión exterior del negocio, no podía ayudarnos. Mi madre, enferma, se hizo encuadernadora, y cortó y dobló. Yo, niño aún, componía el texto. Mi abuelo, muy débil y viejo, se dedicó a la dura tarea de la prensa, y con sus manos temblorosas imprimía.
Estos libros que imprimíamos, y que se vendían bastante bien, contrastaban singularmente, por su futilidad, con esos años trágicos de inmensas destrucciones. No eran sino cosas para pasar el rato: juegos, charadas, entretenimientos, acrósticos. No había nada que nutriera el alma de un joven tipógrafo. Pero la esterilidad y el vacío de estas tristes producciones me otorgaban mayor libertad. Creo que jamás he viajado tanto con la imaginación como entonces mientras, inmóvil, trabajaba frente a la caja tipográfica. Cuanto más se animaban mis fantasías espirituales, más rápida era mi mano, más pronto se levantaba la letra… Comprendí desde entonces que los trabajos manuales que no exigen una delicadeza extrema ni gran empleo de fuerza, no son de ninguna manera trabas para el vuelo de la imaginación. He conocido a muchas mujeres distinguidas que decían no poder pensar bien, ni conversar bien, sino bordando.
Yo tenía 12 años y nada sabía aún, salvo cuatro palabras del latín aprendidas de un viejo librero, ex magister de pueblo apasionado por la gramática, hombre de anticuadas costumbres y ardiente revolucionario, que no por ello había dejado de salvar, arriesgando su vida, a los emigrados que detestaba. Al morir, me dejó todo lo que tenía en el mundo: un manuscrito, una notable gramática que quedó incompleta, por no haber podido consagrarle más que 30 o 40 años.
Libre y solitario, entregado a mi albedrío por la indulgencia excesiva de mis padres, era yo pura imaginación. Había leído algunos volúmenes que habían caído en mis manos: una mitología, un libro de Boileau, algunas páginas de la Imitación de Cristo.
Ante los problemas extremos, incesantes, de mi familia, con mi madre enferma y mi padre ocupado y alejado, yo no había recibido aún ninguna idea religiosa… ¡Y he aquí que en esas páginas percibí de pronto, en el fondo de este triste mundo, lo que emancipaba de la muerte: la otra vida y la esperanza! La religión así recibida, sin intermediarios humanos, fue decisiva para mí, permaneciendo en mi interior como algo propio, libre y vivo; tan estrechamente mezclado a mi vida, que se alimentó de todo, fortificándose poco a poco con muchísimas cosas dulces y santas, en el arte y en la poesía que equivocadamente se cree le son ajenas.
¿Cómo describir el estado de ensoñación a que me lanzaron esas primeras palabras de la Imitación? Yo no leía, yo oía… Como si esa voz dulce y paternal se hubiera dirigido a mí… Veo todavía el gran aposento frío y desamueblado, que de veras me pareció alumbrado por un fulgor misterioso… No pude ir muy lejos en el libro; no comprendí a Cristo, pero sentí a Dios.
La impresión más fuerte de mi infancia, después de ésta, la tuve en el Museo de los Monumentos Franceses, hoy desgraciadamente destruidos. Fue allí, y en ninguna otra parte, donde recibí primero la viva impresión