El corazón de una estrella
Por Noelia Amarillo
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Noelia Amarillo
Nací en Madrid la noche de Halloween de 1972 y resido en Alcorcón con mis hijas, con quienes convivo democráticamente (yo sugiero/ordeno y ellas hacen lo que les viene en gana). Nos acompañan en esta locura que es la vida dos tortugas, dos periquitos y cuatro gatos. Trabajo como secretaria/chica para todo en la empresa familiar, disfruto de mi tiempo libre con mi familia y mis amigas, y lo que más me gusta en el mundo es leer y escribir novela romántica. Encontrarás más información sobre mí, mi obra y mis proyectos en: Blog: https://noeliaamarillo.wordpress.com Facebook: Noelia Amarillo Instagram: @noeliaamarillo Twitter: @Noelia_Amarillo
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El corazón de una estrella - Noelia Amarillo
Capítulo 1
Un regalo inesperado
Deneb miró con disimulo la hora en el reloj de su muñeca. Eran más de las seis de la tarde y la fiesta de Navidad no tenía visos de terminar. Apretó los dientes para contener un bostezo y bosquejó, no sin esfuerzo, la sonrisa de rubia tonta que era su seña de identidad desde hacía tres meses. Echó un vistazo a su alrededor y llegó a la conclusión de que ya iba siendo hora de desaparecer del evento.
Sus compañeros de trabajo estaban reunidos en pequeños grupos y se aseguraban de comentar, cuando los directivos pasaban cerca de ellos y en voz bien alta, por supuesto, las delicias de trabajar en esa empresa. Claro que, en cuanto tenían vía libre, susurraban con saña las miserias del sueldo y el trabajo de esclavos que realizaban. A ella le habría gustado formar parte de alguno de esos grupitos cerrados, habría despotricado más que nadie contra los jefazos. Pero los mismos compañeros que criticaban a los directores y gerentes le vetaban la entrada a sus círculos de amistad. Tampoco le extrañaba mucho, al fin y al cabo era la asistente personal del jefe más cabrón, esclavista y ególatra de la empresa.
Asistente personal..., ¡y un cuerno!
Deneb era en realidad la «tía buena» del departamento de producción y su único cometido en éste era, ni más ni menos, que llevar el café y las pastas a don Ernesto, eso sí, meneando bien el culo y poniendo cara de niña tonta y lasciva. ¡Un asco!
Odiaba su trabajo. Lo detestaba hasta límites insospechados, pero era el único que había podido conseguir.
Se había pateado sin tregua las calles durante meses y meses, había esgrimido su estupendo curriculum vitae ante cada director de recursos humanos con el que logró entrevistarse, había expuesto su lado más perfeccionista y emprendedor. En definitiva, se había mostrado tal y como era, y en todas partes le habían dicho lo mismo: «No hay trabajo para ti».
Por tanto, cuatro meses atrás, harta ya de dejarse la piel sin conseguir nada, decidió cambiar de estrategia.
Eliminó las licenciaturas en Filología inglesa y alemana y suprimió, no sin cierto pesar, sus trabajos como intérprete y traductora. Necesidad manda. Y así, su currículum pasó de ser inmejorable a ser una birria. Justo lo que necesitaba. Inventó un par de trabajos de poca monta para no verlo tan vacío y a continuación, y sin pensarlo dos veces por temor a dar marcha atrás, salió de compras e hizo una remodelación completa de su vestuario. De formal y elegante a sensual y atrevido.
El plan dio resultado. En menos de una semana había conseguido trabajo.
Y ahí estaba ahora, vestida como una putita, aburrida como una ostra y deseando largarse a casa lo más rápido posible. Giró sobre sus altísimos tacones de aguja, se bajó con disimulo la escasa minifalda que apenas le tapaba el trasero, cogió la inútil chaqueta de polipiel que ni por asomo la resguardaba del frío pero que era supersexy e intentó abandonar el salón de reuniones de la empresa sin que nadie se diera cuenta.
No pudo ser.
—¡Deneb! —gritó su querido y adorable jefe. Las miradas de todos los presentes se centraron en ella. ¡Genial!—. No estarás pensando en abandonarnos, ¿verdad? —le preguntó Ernesto con la voz gangosa de un borracho y la mirada lasciva de un cerdo, y con esto no pretendo ofender al pobre animal, que de nada tiene culpa.
—No. Claro que no —negó ella con una sonrisita estúpida mientras sus pestañas subían y bajaban a mil parpadeos por segundo—. Sólo iba a llenarme la copa. La noche es joven y quiero ¡fiesta! —exclamó meneando las caderas y poniendo morritos.
—¡Estupendo! —asintió satisfecho el gordinflón a la vez que le guiñaba un ojo—. Y ahora, amigos y compañeros de fatigas, ha llegado el momento de… ¡El regalo de Navidad! —gritó.
Todos los allí reunidos lo miraron alucinados. Era la primera vez que la empresa les iba a dar algo gratis (aparte de disgustos).
Ernesto permaneció expectante unos segundos, hasta que por fin se dio cuenta de que nadie iba a decir nada; entonces carraspeó y dedicó a sus trabajadores una afiladísima mirada. Todos prorrumpieron en gritos, aplausos y hurras.
—¡Bien, bien! Me alegra que os entusiasme la sorpresa —comentó complacido—. Según os vaya nombrando, pasaréis por mi despacho para recoger vuestro regalo y darme las gracias —ordenó.
Y así fue cómo uno a uno todos los empleados entraron en la cueva del ogro, para salir al cabo de pocos segundos con un diminuto paquete en las manos y la decepción pintada en el rostro.
Deneb, tal y como había intuido, porque de tonta, a pesar de fingirlo, no tenía un pelo, fue la última en ser llamada.
—Deneb, querida, espero que no te haya molestado que te nombrara al final, quería deshacerme de todos esos patanes para poder darte tu regalo en la intimidad y sin riesgos de ser molestados. —Ernesto se acercó a ella para pasarle un brazo por los hombros, atrapándola contra él—. Estoy seguro de que te va a encantar. —Se chupó los labios con evidente lascivia y acto seguido intentó lamer el cuello de la joven.
Y Deneb, como no podía ser de otra manera, interpretó a conciencia el papel de rubia tonta. Tropezó sin querer con la carísima alfombra del despacho, dio dos pasitos para recuperar el equilibrio y, como colofón final, clavó con precisión uno de sus afiladísimos tacones sobre el empeine del carísimo y brillante zapato del baboso de su jefe.
—¡Uy! ¡No sabe cuánto lo siento! ¿Le he hecho daño? Ay, qué torpe soy.
—Tranquila —la disculpó él con la voz estrangulada y los ojos fijos en su dolorido y destrozado pie izquierdo—. Un tropezón lo tiene cualquiera. Deja que me siente para que me recupere y, mientras tanto, abre tu regalo —ordenó derrumbándose en su cómodo sillón de oficina, giratorio y con ruedas, a la vez que señalaba el paquete largo y estrecho envuelto en un hortera papel rojo chillón.
Deneb caminó hasta la mesa sin olvidarse de menear el culo y cogió la caja con ambas manos. Se mordió los labios, pestañeó varias veces, dio saltitos entusiastas, sacudió el paquete con unos ojos como platos y dio por finalizada su actuación abriéndolo con una enorme e ilusionada sonrisa en los labios.
La sonrisa se borró de su cara un segundo después.
—¿He acertado con la talla? —oyó preguntar al idiota libidinoso que tenía por jefe.
Deneb cerró la boca, que se le había quedado abierta en una mueca alucinada, pestañeó sin coquetería por primera vez en tres meses y sacudió la cabeza para aclararse las ideas antes de contestar con voz ronca y sensual.
—Ups, pues no lo sé, tendría que probármelo —afirmó sacando un diminuto tanga rojo, que parecía más un trozo de hilo dental que una prenda íntima.
—Sigue buscando, todavía hay más —informó salivando el jefe.
—¡Ay! ¡Qué ilu! —exclamó Deneb llevándose las manos a sus prominentes pechos con ánimo exagerado—. ¡Un sujetador a juego! —gritó cogiendo un sostén al que le faltaban dos círculos de tela situados justo en el lugar en el que irían los pezones—. ¡Es