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Todas están locas
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Libro electrónico184 páginas2 horas

Todas están locas

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Todas están locas es la segunda novela de esta joven escritora valenciana. En ella nos cuenta la vida de una familia donde la protagonista principal (Grisalda) tiene una importante noticia que comunicar a sus seres queridos. La obra puede considerarse como una tragicomedia que transcurre en casa de la protagonista. La variedad y disparidad de los personajes se va presentando en un entramado caracterizado por el realismo cómico, que en ocasiones roza lo mágico e incluso lo surrealista. Al adentrarse en la lectura de Todas están locas, los lectores van a encontrarse con un texto ágil y fluido apto para todos los públicos. Disfrutarán de una historia diversa e inclusiva cargada de humor y altas dosis de amor.
IdiomaEspañol
EditorialLa Calle
Fecha de lanzamiento25 may 2016
ISBN9788416164479

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    Todas están locas - Eley Grey

    lean.

    JUEVES, 8 DE MAYO DE 2015

    Grisalda.

    — Hola tía, ¡qué alegría que te hayas acordado de venir! — me confesó Salvador.

    — ¿Acaso pensabas que me iba a olvidar de mi cita con mi sobrino favorito?

    No necesité esperar su respuesta. Me había soltado del brazo de Laura y, sin esperar una invitación formal, me había plantado en mitad del pasillo.

    — ¿No tendrás un vasito de agua para tu tía? Estoy seca, parece mentira que todavía estemos a mayo. Cualquier día pega un petardazo todo y nos vamos a freír espárragos. Dichoso cambio climático. Por cierto, esta chica tan mona es Laura — no me giré para ver sus reacciones porque ya estaba acomodándome en el sillón del salón.

    Escuché cómo Salvador y Laura se saludaban con dos besos. A veces no hace falta conocer mucho a alguien para saber si te va a caer bien o mal. Sentí que en aquella ocasión la primera impresión fue positiva para ambos.

    Salvador no me preguntó por Álex, pero intuí que ocultaba las ganas por saber de su prima. Hacía tiempo que no hablaban por teléfono, o al menos hacía tiempo que yo no les escuchaba hacerlo. Tampoco sé si conocía los detalles más personales de Álex, no podía exigírselo, ni tan siquiera yo los conocía. Me hubiera gustado saberlos, pero no podía obligarle a hablar. Lleva rara desde hace tres meses. Algo le ha hecho estar enferma y triste. Aunque lleva semanas de mejor humor, sigo notando un resentimiento en ella, como si un dolor profundo se hubiera instalado en cada rincón de su cuerpo.

    Salva nos ofreció una bebida a Laura y a mí y a los pocos segundos comenzamos la conversación.

    —Ay, hijo, tienes que ir a ver a tu prima. Ella no me cuenta mucho, pero yo creo que te echa de menos. Y con su madre otra vez aquí… no sé, creo que le está afectando. ¿Has probado a llamarla? — le pregunté.

    —Sí, tía, varias veces. Pero no da señal. Puede que tenga el móvil estropeado. Además, he estado muy liado con los encargos, pero justo esta semana voy un poco más tranquilo, me pasaré una tarde.

    —Muy bien, hijo. ¿Y tú cómo estás? ¿No hay novedades?

    —Pues la verdad es que no, tía. Sigo con lo mío. Casi todos los días tengo faena, así que no me puedo quejar.

    — ¿Y tus padres? ¿Qué se cuentan? — La madre de Salvador, Marga, es mi única cuñada—. No he podido pasarme a verlos en semanas. Desde que ha vuelto Pilar tengo que estar más pendiente que nunca en casa. Me da más miedo que un trueno. Y además hemos estado arreglando la parte de abajo para que se instale.

    —Claro, es lógico. No te preocupes. Mi madre está como siempre, con sus achaques y sus cosas, ya la conoces. Y para mi padre parece que no pase el tiempo, sigue saliendo todas las mañanas bien pronto para arreglar el campo de alcachofas. Ahora dice que va a plantar tomates. Por mí como si planta mangos. Todavía está empeñado en que vaya con él a ayudarle. ¡Pues sí señor, con lo cansado que vengo de trabajar... ni harto de vino, vamos!

    —Es normal que tenga ilusión, el pobre. Toda la vida ha querido compartir contigo ese trozo de tierra y no has hecho más que menospreciarlo.

    —Eso no es cierto, tía. Sabes que me he pasado veranos enteros levantándome con él para acompañarlo. ¡No sabes cómo lo odiaba! — Mi sobrino se ha sentido incomprendido siempre—. ¿Has trabajado tú alguna vez en el campo? —preguntó a Laura, quien no esperaba ser interrogada.

    —Ehhh… mmm… pues no, la verdad —contestó vacilando.

    Como parecía que no tenía nada más que añadir, Salvador y yo seguimos hablando un poco más, sobre sus compañeras de piso, los vecinos y lo caro que se ha puesto todo últimamente.

    Después de bebernos el té y compartir los últimos cotilleos, nos levantamos para despedirnos de él.

    —Álex estará a punto de llegar y quiero calentar la comida para que esté lista —Miré por última vez a Salvador y volví a insistirle—. Por favor, ven a verla, creo que le vendrá bien desahogarse, a mí no me cuenta nada.

    Laura me acompañó hasta casa e inició su despedida. Antes de terminar su intervención tuve una idea y, sin pensármelo dos veces se la propuse:

    —Oye, Laura, ¿por qué no vienes hoy a merendar? En el horno de la esquina hacen unas milhojas buenísimas y voy a comprar unas cuantas. Es el pastel favorito de Álex. Será bueno que conozca a alguien, lleva demasiado tiempo sin salir. ¿Qué me dices?

    Laura pareció dudar durante unos segundos. Quizá tenía faena, siempre me habla de sus trabajos para la universidad y pensé que esta vez también estaría ocupada. Sin embargo, tras parpadear unas cuantas veces, aceptó la invitación con una sonrisa de oreja a oreja. Es un encanto de chica, me alegré de que aceptara.

    — ¡Qué bien! Pues nos vemos a las seis aquí mismo —le dije.

    Miré el reloj mientras movía por última vez el guiso, antes de apagar el fuego. Eran las dos y media y estaba segura de que Álex ya estaba bajando del metro y se dirigía de vuelta a casa por las intrincadas calles del casco antiguo del pueblo. Alguna vez me ha contado que, cuando era más pequeña, le fascinaban los muros de las casas en esa zona. Me confesaba que cuando los veía no podía evitar pensar en las historias de las que habrían sido testigos aquellas piedras.

    Seguramente de camino para casa Álex iría pensando en la clase de repaso del próximo lunes. Había sido todo un descubrimiento para ella. Cuando la señora Matilde me habló de los problemas que su nieto tenía con las matemáticas enseguida pensé que Álex podría ayudarle. Lógico, ¿quién mejor que ella que está terminando la carrera de matemáticas? Pero, como siempre, Álex se enfadó conmigo porque hablé por ella sin consultarle. Recuerdo perfectamente sus palabras aquel día:

    — ¿Cómo se te ocurre decirle que yo le daré clases particulares? Por lo menos podrías habérmelo preguntado, ¡vamos, digo yo!

    El cabreo le duró poco, menos mal, porque con la fuerza que tiene, no podría soportar una bronca como las que tiene con su madre. Yo ya no estoy para esos trotes.

    Fue toda una suerte conocer a la señora Matilde, a quien se le iluminaron los ojos cuando el nieto llegó con un ocho en el siguiente examen. Desde entonces se dedicó a hablar del milagro que Álex había conseguido con su nieto a todas las vecinas del barrio. Yo pienso que a ella le gusta este trabajo, parece que se siente útil y tener esa responsabilidad le ayuda a valorarse más. Creo que ayudar a otros niños puede venirle bien. La pobre, con lo que ha tenido que pasar.

    — ¡Ya estoy en casa! —escuché el gritó Álex, al tiempo que cerraba la puerta de la calle tras de sí.

    — ¡Sube a comer que la mesa ya está lista! —siempre intento tenerlo todo preparado para cuando ella llega. Por fortuna, esta vez no se me había quemado la olla con la comida dentro. A veces pasan esas cosas.

    —Hola, yaya —se acercó y me dio un beso en la mejilla—. ¿Y mi madre? ¿Ya ha comido?

    — ¡Qué va! Si todavía no ha venido. A saber dónde está. Algún día nos llevamos otro susto, ya verás. Estoy en un sin vivir con ella, parece que no escarmienta. Yo ya no sé qué hacer, seguro que llega borracha. ¡Y todavía es jueves… !

    —Por favor, yaya, no me apetece escuchar ese tipo de comentarios, ¿vale? —me reprochó mientras acercaba su silla a la mesa, acomodándose frente a mí.

    —Está bien, disculpa —pinché un trozo de tomate de la ensalada y seguí con la conversación—. ¿Cómo ha ido el día, cariño?

    —Pues bien, muy bien. Tengo un poco de sueño, pero el día ha ido de maravilla, la verdad.

    —Me alegro mucho. Después de comer te acuestas y descansas un rato. Yo coseré un poco —seguí comiendo el estupendo guiso. Realmente me había quedado buenísimo—. ¡Ah, por cierto!, madre mía cómo tengo la cabeza, casi lo olvido. Esta tarde he invitado a Laura a merendar. Voy a comprar milhojas, ¿te apetecen?

    Álex guardó silencio. Pensé que no me había escuchado y le volví a preguntar:

    — ¿Te apetecen o no?

    —Sí, yaya, me apetecen mucho las milhojas, pero, ¿se puede saber por qué has invitado a esta chica? No la conozco de nada y ya sabes que yo con la gente nueva no…

    No la dejé terminar la frase:

    —Te he hablado mucho de Laura. Es casi como si ya la conocieras, Álex.

    —Perdona, yaya, permíteme que discrepe. La experiencia me demuestra que tus comentarios no son siempre de fiar.

    Ahogué un gemido de disgusto por la mala intención de sus palabras, aunque ella pareció no notarlo porque siguió con sus acusaciones sin fundamento:

    —Vamos, yaya, no sería la primera vez que pasa.

    — ¿Qué quieres decir, cariño? —traté de tranquilizarme.

    — ¿Tengo que recordarte cuando me contaste que Vicentica, la de la calle Teulellat, se había roto la cadera?, en realidad se había tropezado y se había torcido un tobillo, la mujer estaba de maravilla. ¿O cuando me juraste que el nieto de doña Blasa estaba en el Clínico por una infección de plumón?, a los días me enteré de que había tenido un constipado de lo más común y ni siquiera había visitado el ambulatorio. ¿O cuando, rebosante de orgullo, clamabas a los cuatro vientos que yo, tu única nieta, había sacado la mejor nota de toda la comunidad en el examen de selectividad? —En este punto me miró torciendo los labios, se me antojó una niña pequeña—, pero si te lo tuve que escribir en un cartel y colgarlo en el espejo del baño porque me cansé de repetirte que no, que tan sólo estaba entre los diez primeros del instituto.

    Guardé silencio ante semejantes acusaciones. Cualquiera que la hubiera escuchado podría haber pensado que yo era una mentirosa, o cuanto menos, una exagerada. Me sentí indignada y seguí comiendo. A los pocos segundos, Álex pareció arrepentirse de su actitud, por fortuna, y me repitió que sí, que le apetecían mucho los pasteles y que tenía muchas ganas de merendar conmigo. Le sonreí y seguimos con la comida en el silencio y la calma que otorga el amor de las personas que se entienden sin hablar.

    Los golpes en la puerta de la calle me devolvieron a la pantalla de la televisión que, como en susurros, me enviaba las palabras del periodista que estaba dando las noticas. Álex había subido a su habitación a descansar y yo estaba cosiendo los botones en una de las chaquetas que había rescatado del baúl de la ropa de Manolo. Estaba segura de que a Álex le encantaría. Pilar gritaba desde la calle. Ese acento latino que se le había pegado tras su estancia en Estados Unidos era inconfundible. Deshizo el momento de paz en el acto. Con suerte, se iría a hacer la siesta después de comer. Tuve que bajar a abrirle porque mi hija es capaz de romper la cerradura a golpes, la muy burra.

    Tras los últimos seis años en la cárcel ha vuelto con nosotras y aún estamos tratando de adaptarnos a la nueva situación. Recuerdo el día que me llamaron los abogados para decirme que la soltaban. Me puse tan nerviosa que no sabía cómo decírselo a mi nieta:

    —A tu madre le han dado el alta.

    —Querrás decir que la sueltan, yaya —me replicó casi en un susurro.

    —Bueno, eso. Tú me entiendes. Que va a salir de la cárcel.

    —No sé si alegrarme o no.

    —Buen comportamiento, me ha dicho el abogado.

    —Ya, claro. ¿Y tú te lo crees?

    —Hombre, tu madre no es mala persona. Es una fresca, pero no es mala persona, Álex.

    —Claro, ahora va a resultar que es una santa, ¿verdad?

    —Yo no he dicho eso, cariño.

    Hace tres semanas de aquella conversación, pero es que mi pobre Álex ha tenido que pasar tantas cosas, ha tenido que ver a su madre tantas veces bebida y drogada que en ocasiones entiendo su mal humor.

    Era sólo una niña cuando se vino a vivir conmigo, doce años es una edad complicada. Parecía tan indefensa y tan vulnerable que daba miedo hasta tocarla por si se rompía. En aquel momento mi hija Pilar acababa de ingresar por primera vez en prisión. Le cayeron dieciocho meses. La condenaron por tráfico de estupefacientes y robos menores.

    Cuando en marzo de 2007 le concedieron la condicional, tuvo que venirse a vivir con Álex y conmigo. La liberación de su madre fue recibida por la niña con una alegría inmensa. Estaba muy ilusionada por volver a tenerla cerca. Aún tenía la esperanza de que permanecería siempre aquí, junto a nosotras, y seríamos una familia normal, como las familias de sus amigas. Aún se reflejaba la esperanza en su mirada, mi pobre niña. Habían pasado casi dos cursos completos y Álex estaba entrando en la adolescencia casi como una niña más. Quise creer que Pilar intentaba ganarse

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