Maestros de la Prosa - O. Henry
Por O. Henry y August Nemo
()
Información de este libro electrónico
O. Henry
O. Henry (1862–1910) was the pseudonym of American author William Sidney Porter. Arrested for embezzlement in 1895, he escaped the police and fled to Honduras, where he wrote Cabbages and Kings (1904). On his return to the United States, he was caught, and served three years before being released. He became one of the most popular short story authors in history, known for his wit, surprise endings, and relatable, everyman characters.
Relacionado con Maestros de la Prosa - O. Henry
Títulos en esta serie (21)
Maestros de la Prosa - Arthur Conan Doyle Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Bram Stoker Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Antón Chéjov Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Franz Kafka Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - H. P. Lovecraft Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Edgar Allan Poe Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Julio Verne Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Émile Zola Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - H. G. Wells Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - León Tolstói Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - James Joyce Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Katherine Mansfield Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Joseph Conrad Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - O. Henry Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Saki Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Louisa May Alcott Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Mark Twain Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Rudyard Kipling Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Virginia Woolf Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Guy de Maupassant Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Robert L. Stevenson Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Libros electrónicos relacionados
Historias de Nueva York Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - León Tolstói Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEntre gallos y medianoche Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Arthur Conan Doyle Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesViajes por Rusia e Italia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones7 mejores cuentos de Enrique Hernández Miyares Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCabezas: Pensadores y Artistas, Políticos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Saki Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesIngenuidad y Creación Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Niña de la Calle del Arenal Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDafnis y Cloe Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Novelistas Imprescindibles - Jane Austen Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl imperio jesuítico: ensayo histórico Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEdith Södergran y Karin Boye: Un encuentro entre dos poetas suecas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMaestros de la Prosa - Rudyard Kipling Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCartas confidenciales sobre Italia Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesNarraciones (1892-1924) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl carnaval de Roma Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesCartas de mi molino Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEstampas de caballeretes y de parejitas. Estampas de señoritas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl cielo robado Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl improvisador Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSeñor de los balcones: Antología poética 1991-2010 Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa casa del orgullo Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Sirenas en el campo de golf Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Pasé por México un día Calificación: 2 de 5 estrellas2/5Viaje a contrapelo por Inglaterra y Escocia Calificación: 3 de 5 estrellas3/5En vísperas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesAndanzas y recuerdos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMiguel Strogoff Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones
Relatos cortos para usted
Cuentos infantiles de ayer y de hoy Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Periferia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El profeta Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Perras de reserva Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Vamos a tener sexo juntos - Historias de sexo: Historias eróticas Novela erótica Romance erótico sin censura español Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Hechizos de pasión, amor y magia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5EL GATO NEGRO Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El reino de los cielos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Los peligros de fumar en la cama Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El ruiseñor y la rosa Calificación: 5 de 5 estrellas5/5A las dos serán las tres Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las cosas que perdimos en el fuego Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cuentos de horror Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El césped Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Desayuno en Tiffany's Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cuentos para niños (y no tan niños) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cuentos de Canterbury: Clásicos de la literatura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5¿Buscando sexo? - novela erótica: Historias de sexo español sin censura erotismo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Donantes de sueño Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Taller de otoño Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSobrevivientes: 10 relatos para no rendirte Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Cuentos. Antón Chéjov Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Chistes judíos que me contó mi padre Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Sopita de fideo Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las campanas no doblan por nadie Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Me encanta el sexo - mujeres hermosas y eroticas calientes: Kinky historias eróticas Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Verraco Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUn lugar soleado para gente sombría Calificación: 4 de 5 estrellas4/5El huésped y otros relatos siniestros Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Los divagantes Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Categorías relacionadas
Comentarios para Maestros de la Prosa - O. Henry
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
Maestros de la Prosa - O. Henry - O. Henry
El Autor
Nacido William Sydney Porter, el 11 de septiembre de 1862, en Greensboro, Carolina del Norte. El escritor de cuentos americano, que escribió bajo el seudónimo de O. Henry, fue pionero en imaginar la vida de los neoyorquinos de clase baja y media.
A la edad de 20 años William Sydney Porter se fue a Texas, trabajando primero en un rancho y más tarde como cajero de un banco. En 1887 se casó y comenzó a escribir bocetos independientes. Se convirtió en reportero y columnista del Houston Post.
En febrero de 1896 fue acusado de malversación de fondos del First National Bank de Austin, Texas, donde había trabajado recientemente. En julio de ese año, en lugar de regresar a Austin para ser juzgado, Porter se subió a un tren hacia Nueva Orleans dejando atrás a su esposa, Athol, y a su joven hija, Margaret. Se especula que Porter era sólo un peón en el esquema del banco y que fue incriminado por el crimen.
Cuando le llegó la noticia de la grave enfermedad de su esposa, regresó a Texas. Después de su muerte William Sydney Porter fue encarcelado en Columbus, Ohio. Durante sus tres años de encarcelamiento, escribió historias de aventuras ambientadas en Texas y América Central que rápidamente se hicieron populares y fueron recogidas en Coles y Reyes.
Liberado de la prisión en 1902, Porter fue a la ciudad de Nueva York, su hogar y el escenario de la mayor parte de su ficción por el resto de su vida. Escribiendo prodigiosamente bajo el seudónimo de O. Henry, completó una historia a la semana para un periódico, además de otras historias para revistas.
Porter era un bebedor empedernido, y para 1908, su salud, que se deterioraba notablemente, afectó a su escritura. En 1909, Sarah lo dejó, y murió el 5 de junio de 1910, de cirrosis hepática, complicaciones de diabetes, y un corazón agrandado. Después de los servicios funerarios en la ciudad de Nueva York, fue enterrado en el cementerio de Riverside en Asheville, Carolina del Norte.
El regalo de los Reyes Magos
Un dólar y ochenta y siete centavos. Eso era todo. Y setenta centavos estaban en céntimos. Céntimos ahorrados, uno por uno, discutiendo con el almacenero y el verdulero y el carnicero hasta que las mejillas de uno se ponían rojas de vergüenza ante la silenciosa acusación de avaricia que implicaba un regateo tan obstinado. Delia los contó tres veces. Un dólar y ochenta y siete centavos. Y al día siguiente era Navidad.
Evidentemente no había nada que hacer fuera de echarse al miserable lecho y llorar. Y Delia lo hizo. Lo que conduce a la reflexión moral de que la vida se compone de sollozos, lloriqueos y sonrisas, con predominio de los lloriqueos.
Mientras la dueña de casa se va calmando, pasando de la primera a la segunda etapa, echemos una mirada a su hogar, uno de esos departamentos de ocho dólares a la semana. No era exactamente un lugar para alojar mendigos, pero ciertamente la policía lo habría descrito como tal.
Abajo, en la entrada, había un buzón al cual no llegaba carta alguna, Y un timbre eléctrico al cual no se acercaría jamás un dedo mortal. También pertenecía al departamento una tarjeta con el nombre de Señor James Dillingham Young
.
La palabra Dillingham
había llegado hasta allí volando en la brisa de un anterior período de prosperidad de su dueño, cuando ganaba treinta dólares semanales. Pero ahora que sus entradas habían bajado a veinte dólares, las letras de Dillingham
se veían borrosas, como si estuvieran pensando seriamente en reducirse a una modesta y humilde D
. Pero cuando el señor James Dillingham Young llegaba a su casa y subía a su departamento, le decían Jim
y era cariñosamente abrazado por la señora Delia Dillingham Young, a quien hemos presentado al lector como Delia. Todo lo cual está muy bien.
Delia dejó de llorar y se empolvó las mejillas con el cisne de plumas. Se quedó de pie junto a la ventana y miró hacia afuera, apenada, y vio un gato gris que caminaba sobre una verja gris en un patio gris. Al día siguiente era Navidad y ella tenía solamente un dólar y ochenta y siete centavos para comprarle un regalo a Jim. Había estado ahorrando cada centavo, mes a mes, y éste era el resultado. Con veinte dólares a la semana no se va muy lejos. Los gastos habían sido mayores de lo que había calculado. Siempre lo eran. Sólo un dólar con ochenta y siete centavos para comprar un regalo a Jim. Su Jim. Había pasado muchas horas felices imaginando algo bonito para él. Algo fino y especial y de calidad -algo que tuviera justamente ese mínimo de condiciones para que fuera digno de pertenecer a Jim. Entre las ventanas de la habitación había un espejo de cuerpo entero. Quizás alguna vez hayan visto ustedes un espejo de cuerpo entero en un departamento de ocho dólares. Una persona muy delgada y ágil podría, al mirarse en él, tener su imagen rápida y en franjas longitudinales. Como Delia era esbelta, lo hacía con absoluto dominio técnico. De repente se alejó de la ventana y se paró ante el espejo. Sus ojos brillaban intensamente, pero su rostro perdió su color antes de veinte segundos. Soltó con urgencia sus cabellera y la dejó caer cuan larga era.
Los Dillingham eran dueños de dos cosas que les provocaban un inmenso orgullo. Una era el reloj de oro que había sido del padre de Jim y antes de su abuelo. La otra era la cabellera de Delia. Si la Reina de Saba hubiera vivido en el departamento frente al suyo, algún día Delia habría dejado colgar su cabellera fuera de la ventana nada más que para demostrar su desprecio por las joyas y los regalos de Su Majestad. Si el rey Salomón hubiera sido el portero, con todos sus tesoros apilados en el sótano, Jim hubiera sacado su reloj cada vez que hubiera pasado delante de él nada más que para verlo mesándose su barba de envidia.
La hermosa cabellera de Delia cayó sobre sus hombros y brilló como una cascada de pardas aguas. Llegó hasta más abajo de sus rodillas y la envolvió como una vestidura. Y entonces ella la recogió de nuevo, nerviosa y rápidamente. Por un minuto se sintió desfallecer y permaneció de pie mientras un par de lágrimas caían a la raída alfombra roja.
Se puso su vieja y oscura chaqueta; se puso su viejo sombrero. Con un revuelo de faldas y con el brillo todavía en los ojos, abrió nerviosamente la puerta, salió y bajó las escaleras para salir a la calle.
Donde se detuvo se leía un cartel: Mme. Sofronie. Cabellos de todas clases
. Delia subió rápidamente Y, jadeando, trató de controlarse. Madame, grande, demasiado blanca, fría, no parecía la Sofronie
indicada en la puerta.
-¿Quiere comprar mi pelo? -preguntó Delia.
-Compro pelo -dijo Madame-. Sáquese el sombrero y déjeme mirar el suyo.
La áurea cascada cayó libremente.
-Veinte dólares -dijo Madame, sopesando la masa con manos expertas.
-Démelos inmediatamente -dijo Delia.
Oh, y las dos horas siguientes transcurrieron volando en alas rosadas. Perdón por la metáfora, tan vulgar. Y Delia empezó a mirar los negocios en busca del regalo para Jim.
Al fin lo encontró. Estaba hecho para Jim, para nadie más. En ningún negocio había otro regalo como ése. Y ella los había inspeccionado todos. Era una cadena de reloj, de platino, de diseño sencillo y puro, que proclamaba su valor sólo por el material mismo y no por alguna ornamentación inútil y de mal gusto... tal como ocurre siempre con las cosas de verdadero valor. Era digna del reloj. Apenas la vio se dio cuenta de que era exactamente lo que buscaba para Jim. Era como Jim: valioso y sin aspavientos. La descripción podía aplicarse a ambos. Pagó por ella veintiún dólares y regresó rápidamente a casa con ochenta y siete centavos. Con esa cadena en su reloj, Jim iba a vivir ansioso de mirar la hora en compañía de cualquiera. Porque, aunque el reloj era estupendo, Jim se veía obligado a mirar la hora a hurtadillas a causa de la gastada correa que usaba en vez de una cadena.
Cuando Delia llegó a casa, su excitación cedió el paso a una cierta prudencia y sensatez. Sacó sus tenacillas para el pelo, encendió el gas y empezó a reparar los estragos hechos por la generosidad sumada al amor. Lo cual es una tarea tremenda, amigos míos, una tarea gigantesca.
A los cuarenta minutos su cabeza estaba cubierta por unos rizos pequeños y apretados que la hacían parecerse a un encantador estudiante holgazán. Miró su imagen en el espejo con ojos críticos, largamente.
Si Jim no me mata, se dijo, antes de que me mire por segunda vez, dirá que parezco una corista de Coney Island. Pero, ¿qué otra cosa podría haber hecho? ¡Oh! ¿Qué podría haber hecho con un dólar y ochenta y siete centavos?.
A las siete de la noche el café estaba ya preparado y la sartén lista en la estufa para recibir la carne.
Jim no se retrasaba nunca. Delia apretó la cadena en su mano y se sentó en la punta de la mesa que quedaba cerca de la puerta por donde Jim entraba siempre. Entonces escuchó sus pasos en el primer rellano de la escalera y, por un momento, se puso pálida. Tenía la costumbre de decir pequeñas plegarias por las pequeñas cosas cotidianas y ahora murmuró: Dios mío, que Jim piense que sigo siendo bonita
.
La puerta se abrió, Jim entró y la cerró. Se le veía delgado y serio. Pobre muchacho, sólo tenía veintidós años y ¡ya con una familia que mantener! Necesitaba evidentemente un abrigo nuevo y no tenía guantes.
Jim franqueó el umbral y allí permaneció inmóvil como un perdiguero que ha descubierto una codorniz. Sus ojos se fijaron en Delia con una expresión que su mujer no pudo interpretar, pero que la aterró. No era de enojo ni de sorpresa ni de desaprobación ni de horror ni de ningún otro sentimiento para los que que ella hubiera estado preparada. Él la miraba simplemente, con fijeza, con una expresión extraña.
Delia se levantó nerviosamente y se acercó a él.
-Jim, querido -exclamó- no me mires así. Me corté el pelo y lo vendí porque no podía pasar la Navidad sin hacerte un regalo. Crecerá de nuevo ¿no te importa, verdad? No podía dejar de hacerlo. Mi pelo crece rápidamente. Dime Feliz Navidad
y seamos felices. ¡No te imaginas qué regalo, qué regalo tan lindo te tengo!
-¿Te cortaste el pelo? -preguntó Jim, con gran trabajo, como si no pudiera darse cuenta de un hecho tan evidente aunque hiciera un enorme esfuerzo mental.
-Me lo corté y lo vendí -dijo Delia-. De todos modos te gusto lo mismo, ¿no es cierto? Sigo siendo la misma aún sin mi pelo, ¿no es así?
Jim pasó su mirada por la habitación con curiosidad.
-¿Dices que tu pelo ha desaparecido? -dijo con aire casi idiota.
-No pierdas el tiempo buscándolo -dijo Delia-. Lo vendí, ya te lo dije, lo vendí, eso es todo. Es Nochebuena, muchacho. Lo hice por ti, perdóname. Quizás alguien podría haber contado mi pelo, uno por uno -continuó con una súbita y seria dulzura-, pero nadie podría haber contado mi amor por ti. ¿Pongo la carne al fuego? -preguntó.
Pasada la primera sorpresa, Jim pareció despertar rápidamente. Abrazó a Delia. Durante diez segundos miremos con discreción en otra dirección, hacia algún objeto sin importancia. Ocho dólares a la semana o un millón en un año, ¿cuál es la diferencia? Un matemático o algún hombre sabio podrían darnos una respuesta equivocada. Los Reyes Magos trajeron al Niño regalos de gran valor, pero aquél no estaba entre ellos. Este oscuro acertijo será explicado más adelante.
Jim sacó un paquete del bolsillo de su abrigo y lo puso sobre la