La Caverna del Ave y la Nada
Por Paula Correa
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La oscuridad iguala y también oculta.
Es verano y casi no llueve. En un barrio en las afueras de una gran ciudad se produce un apagón. Los celulares no responden, no tienen señal.
Eva y su madre están regresando a su casa. En la radio los programas hablan del gran apagón, de la falta de información, de un hecho sin precedentes. La noche las agarra en la ruta. Toman un atajo y se desvían. La mamá hace una mala maniobra intentando zafar de un asalto, vuelcan y terminan en una pequeña clínica de barrio.
Sin comunicación, sin información, el orden social comienza a alterarse. No hay ley, no hay control. La gente se ve obligada a salir de sus casas a buscar alimentos y agua. Ahora son todos iguales. ¿Lo son? ¿Cuál es la verdadera naturaleza humana? ¿El humano es solidario o egoísta? ¿Qué pasa cuando el dinero ya no tiene valor y solo valen los alimentos, el agua, los medicamentos? ¿Qué sería capaz de hacer cada uno para conseguirlo? ¿El corte de luz es accidental o hay algo más detrás de todo el caos?
Sin luz, cada uno comienza a salir de su caverna y el mundo no volverá a ser el mismo, tampoco la vida de Eva.
Paula Correa
Paula Correa nació en Buenos Aires. Es licenciada en Comunicación (UCES), tiene un certificado en Marketing en Nueva York (NYU) y de Business en Loyola University (Chicago). Actualmente cursa Escritura Narrativa (Casa de Letras). Cursó Filosofía Moderna, Media y Contemporánea en la UBA. La Caverna del Ave y la Nada es su primera obra publicada.
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La Caverna del Ave y la Nada - Paula Correa
I
Fue todo culpa de unos zapatos. Eva los miraba abatida mientras las lágrimas rodaban por sus piernas llenas de moretones. Las gotas saladas se alargaban hasta caer en la gamuza roja una y otra vez, como un acto de castigo.
Miró los zapatos con bronca. Unas horas atrás habría dado cualquier cosa por tenerlos en sus pies. Ahora los odiaba. Si no hubiese sido por su actitud de nena malcriada, estarían en su casa en ese momento.
Escuchó la respiración de su madre. No sonaba bien. Cada tanto hacía un ruido como buscando aire. Era su culpa. Por ella su querida mamá estaba allí postrada conectada a tubos por todas partes, irreconocible. Sintió una mano invisible que le estrujaba el corazón hasta hacerlo reventar. Ojalá, pensó. Su adorada mamá, que hace solo unas horas se reía. No podía ser real. Estaba convencida de que en cualquier momento iba a despertar y sonreiría aliviada.
—¡Mamá, por favor, despertate! —le gritó.
El grito rebotó vacío contra las paredes sucias. Le dolía la cabeza por dentro y por fuera, el pie que la hacía renguear, le dolía todo.
Cuando llegaron con la ambulancia, Eva ya había recuperado la consciencia. Le realizaron un chequeo rápido. Los médicos decidieron que estaba bien, más allá de los golpes y una herida en la espalda que tratarían más tarde. Su madre no había corrido la misma suerte. A ella la habían llevado de urgencia seguida por varios médicos que intentaban mantenerla con vida. La clínica era precaria, la acomodaron en una de las últimas camas disponibles.
Se acercó a la madre y acariciándole la cabeza le volvió a rogar:
—Ma, por favor, despertate de una vez. Por favor…
¿Qué podía hacer? Chequeó otra vez el celular, como lo venía haciendo a cada segundo desde que habían llegado allí. Seguía sin señal. Un reloj oxidado que colgaba en la pared marcaba casi la medianoche. Le habían informado que la gente de la clínica se comunicaría de alguna manera con su padre. Necesitaba hablar con él. Lo necesitaba tanto. Supuestamente, una ambulancia llegaría en cualquier momento para trasladar a la madre a otro lugar mejor. Al menos, eso le habían dicho en la recepción, luego de que Eva les gritara todo tipo de amenazas en un ataque de histeria. La verdad era que nadie sabía nada.
Falta poco para irnos de esta pocilga, pensó, intentando animarse mientras recorría con la vista las paredes descascaradas y cubiertas de manchas de humedad. Las camas de hierro estaban corroídas por el óxido y los colchones vencidos dejaban ver su relleno de gomaespuma. El olor fétido, mezcla de pis y medicamentos, estaba en esos colchones, en las paredes, tan intenso que podía masticarlo. Una vez más se cubrió la nariz con el pañuelo de la madre. Inspiró profundo hasta que el perfume hizo su efecto. Siempre lograba relajarla el olor a su mamá.
—Ma, perdón, —murmuró.
La voz se le quebró. Volvió a inspirar. Debía mantener la calma. Sentía una piedra en la cabeza, el dolor la aturdía. Necesitaba una aspirina. Necesitaba pensar. Los últimos eventos se mezclaban en su mente como un torbellino.
II
Solo unas horas atrás se encontraba en su casa saltando de alegría cuando la madre, luego de varias insistencias, había aceptado acompañarla al shopping para comprar esos zapatos que, según Eva, eran los más lindos del mundo. Eva estaba cursando el último año de colegio y había sido invitada a una fiesta importante. Estaba emocionada y ansiosa. Ma, esos zapatos son la clave de la noche, los tengo que tener. La madre había revoleado los ojos con una sonrisa cómplice, una expresión típica de ella cuando estaba de buen humor. Organizaron una salida exclusiva madre-hija.
Silvia no había protestado. Nunca protestaba. Prefería quedarse estudiando para la universidad. La carrera de Ingeniería le demandaba mucho tiempo y le quitaba toda la energía y, sobre todo, el buen humor. Eva extrañaba a esa hermana mayor con la que se la pasaba jugando e inventando aventuras. Se había vuelto una amargada. Siempre seria, con la nariz metida en los libros.
Ese tipo de vida no era para ella, eso estaba claro. No tenía idea de la carrera que iba a elegir el año entrante al terminar la secundaria; lo que sí sabía era que su vida no iba a estar entregada al sacrificio. Demasiado curiosa para sentar la cola mucho tiempo. Los deportes extremos le fascinaban, ya había probado kárate y acrobacia. Su especialidad era disfrutar, divertirse y pasarla bien.
Silvia saldría junto a la madre en otro momento. Los padres intentaban ser equitativos en ese sentido. Pero, para Eva, nunca era suficiente. Sentía que la hermana era, decididamente, la preferida. ¿Cómo no quererla más? Silvia era perfecta, inteligente, y no les daba dolores de cabeza.
Eva disfrutaba mucho de esas salidas exclusivas. Le encantaba contarle a la madre sobre sus amigas, las peleas, las materias, los profesores y, por supuesto, los chicos que le gustaban, mientras comían hamburguesas y helado. Sentía que era la única en el mundo que realmente la entendía.
Estaba feliz, tenía los zapatos rojos tan esperados. No pudo esperar. No importaba el uniforme del colegio ni su madre diciéndole que era una ridícula. Igual se los había probado con las medias del colegio tres cuartos verdes y se había puesto a caminar haciéndose la modelo por el centro comercial. No te conozco, le había dicho la madre mientras lloraba de risa. Sos un papelón, hija. Recordaba haberse parado frente a un espejo e imaginar los zapatos combinados con el vestido que habían comprado la semana anterior. La madre la había envuelto en sus brazos, con esos abrazos únicos y fuertes que daba ella, mientras le decía como siempre: Cuánto te quiero, mi princesa de azúcar. Eva recordaba ver a su mamá reflejada en el espejo, abrazándola, mientras la sacudía suavemente de lado a lado. Pensar lo linda que era. Decían que se parecían.
Ahora la miraba postrada, cubierta de heridas y tubos conectados por todos lados. Se secó las lágrimas, le ardía la piel y la impotencia.
Todo había cambiado en unos segundos. Como si fuera parte de una broma de mal gusto, las luces del centro comercial completo se habían apagado al mismo tiempo. Era un viernes por la tarde y el shopping estaba colmado de gente. La primera reacción del público había sido un, ahhhh al unísono. Mezcla de sorpresa y estupor. Siguieron risas nerviosas, comentarios, corridas. De inmediato se escucharon los motores de los generadores y se prendieron las luces de emergencia. La gente festejó aliviada.
Una voz engolada agradecía a los clientes visitar el centro comercial, pedía disculpas por los inconvenientes causados y aseguraba que el desperfecto eléctrico iba a ser resuelto lo antes posible. También aclaraban que, por cuestiones de seguridad, estaban suspendidas las ventas. Rogaban mantener la tranquilidad.
Eva y su madre se miraron sorprendidas.
—¡Ay, qué desastre! ¡Todavía ni empecé con las compras! —se quejó una señora con cara de lagarto tostado y pelo platinado.
—Uy, ma, me faltan los aros —dijo Eva.
—Dale, vamos rápido al segundo piso, donde compramos la última vez.
La gente se agolpaba haciendo malabares en las escaleras mecánicas. Un matrimonio intentaba bajar a su hijo en silla de ruedas; el padre del chico caminaba hacia atrás agachado pidiendo permiso, mientras que la madre sostenía el otro lado. El hijo se bamboleaba de un lado a otro. Con cada movimiento lanzaba un grito, mezcla de festejo y nervios.
—Vamos por la otra escalera, Eva.
Sin esperar la respuesta, encaró para allí. Finalmente, llegaron al local. Las empleadas estaban en la puerta comentando la situación.
—Está cerrado por el momento. No funciona el Posnet, señora. Las luces son solo de emergencia —dijo la que parecía de mayor jerarquía, mascando vistosamente un chicle.
—Pero pago en efectivo —se apuró a responder la madre comenzando a protestar.
—No, no. No se puede pasar. Es por seguridad —insistió la vendedora, claramente disfrutando su momento de autoridad y agregó—: Si no vuelve la luz, seguramente, vamos a cerrar.
La voz del altoparlante repetía el mensaje en un loop crispante. Pedían disculpas y agradecían la colaboración. No podían restablecer el servicio para atender normalmente.
Una señora con andador y cara de pergamino se había detenido en medio del pasillo, aturdida, indignada. A su lado, la acompañante intentaba persuadirla para que continuase. La vieja le escupía palabras y su cara arrugada se volvía oscura. La acompañante se inclinaba hacia ella intentando escucharla, y con sus ojos vidriosos intentaba una sonrisa que le costaba sostener. En ese momento, dos señoras distraídas, cargadas con bolsas, se las llevaron puestas. La vieja les dijo algo y se desquitó con la acompañante. Esta, desesperada, tomó a la anciana casi a upa, con andador y todo, y la corrió hacia un costado.
La gente se había amontonado en las puertas como ganado. Una señora arrastraba un cochecito con un bebé de meses y pedía permiso intentando abrirse paso. Del otro lado del carrito, otra nena de unos cinco años seguía a la madre aferrada al manubrio.
—No te vayas a soltar, Elena —le decía la madre.
Cada tanto la madre frenaba de golpe y volvía a pedir permiso esperando a que la gente la dejase pasar. En cada frenada, la chiquita golpeaba su boca con el filo del carro. Con cada golpe su expresión de dolor aumentaba y también las lágrimas que inundaban su vista, pero seguía sin soltarse, demasiado asustada como para emitir queja.
—¡Dejen pasar a la señora! —dijo la madre de Eva, sumándose al reclamo de varios.
—Esto es típico de un atentado —disparó una mujer regordeta con tono jocoso.
—O de un asalto comando —acotaba otro señor a unos metros, siguiendo la broma.
Algunos rieron celebrando la exageración. A Eva, lejos de resultarle gracioso, le preocupó el comentario. Buscó la mirada de su mamá, que ya estaba revoleando sus ojos desestimando la idea. No tenía que hablar para que Eva supiese lo que estaba pensando: Esta gente mediocre que está aburrida e inventa cosas.
La voz del altoparlante insistía en que no estaban pudiendo solucionar el desperfecto y que se iban a ver forzados a cerrar el centro comercial por el día. Pedían disculpas. Agradecían la paciencia y la colaboración.
Cada vez se sumaban más personas en los egresos intentando salir. En unos minutos, Eva y la mamá se encontraron a la deriva, a merced de la marea humana. Señoras con hijos pequeños al borde de la desesperación gritaban para poder abrirse paso. La gente las ayudaba alzando a los chicos. Los más chiquitos lloraban al ser separados de sus madres, mientras que pasaban de brazos en brazos. Los viejos trastabillaban y las sillas de ruedas entorpecían la circulación.
Eva recordó el último recital en el que había estado. La sensación de pogo le trajo alivio. Sonrió imaginando la cara de sus amigas cuando les contase esa aventura. Sacó el celular, se sacó una selfie y pulsó enviar. Sintió la mano de su madre sobre la suya.
—¡Dejá eso, por favor, Eva! Dame la mano, así no nos separamos.
La marea las expulsó hacia el playón del estacionamiento.
—Ya está. Nada grave. Por suerte, fue rápido —dijo la madre aliviada, emprolijándose el pelo.
Aún quedaban los últimos rayos de sol. El clima era cálido y corría un viento placentero. Desde el último piso podían apreciar bien los alrededores. El apagón parecía extenderse por kilómetros. El cielo tenía un color rosado bien oscuro, atravesado por un arcoíris casi desvanecido.
—¡Uy, mirá, Evita, el arcoíris roto! —comentó la mamá.
Eva sintió que exageraba para distraerla del mal momento que acaban de atravesar. Típico de ella.
—¿Nunca te conté la leyenda del arcoíris roto?
Eva abrió la boca para responder, pero Camila, la mamá, siguió sin esperar respuesta. Sabía la fascinación que tenía su madre por los arcoíris. Hasta tenía una frase que usaba seguido: Al final del arcoíris, todo tiene un sentido.
La mamá hizo una pausa y cambiando a tono de misterio comenzó el relato:
—Cuenta la leyenda que, en un pueblo perdido de la Antigüedad, los arcoíris eran considerados mensajeros de los dioses. Cuando se dibujaba uno en el cielo, era un buen motivo para celebrar una gran fiesta en el pueblo. Pero…
Hizo otra pausa intentando generar suspenso. Eva la miró impaciente. Se deshizo el rodete, que últimamente era el peinado que elegía para domar sus bucles. Rápidamente, se lo volvió a armar sin olvidarse de atarlo con la cinta de varios colores que siempre le colgaba a un costado y servía las veces de ansiolítico.
—Cuando estaba roto, o sea, incompleto, el significado de ese arcoíris era otro. El arcoíris roto significaba la llegada de algo nuevo. Que podía ser bueno o ser malo.
Eva, entre curiosa y desconfiada, observó el cielo con mayor detenimiento. Un simple arcoíris esfumado, pensó. Dejando entrever un tanto de ironía, preguntó:
—¿Y cómo sabían si era bueno o malo, digo, lo que venía?
La madre, sin sacar la mirada del arcoíris, agregó:
—Cuando estaba roto, convocaban a las pitonisas, que eran ‘jóvenes vírgenes, muy poderosas, que tenían contacto con las deidades’. La misión de estas mujeres era leer e interpretar los mensajes ocultos en estos fenómenos cósmicos. Estas vírgenes representaban un comienzo limpio. Pero, para que los poderes funcionasen, era necesario alimentarlas.
Eva la miró extrañada.
—¿Alimentarlas? ¿Qué tenía que ver?
—No, no alimentarlas con comida. El ritual no era simple. Las ninfas debían ser encerradas por días en una gran caverna. Luego de tomar unas pócimas y entrar en un estado de trance, los mancebos, o sea, los jóvenes más apuestos y preparados, comenzaban a visitarlas. Uno tras otro entraban en la cueva, pero no todos salían. Nadie sabía con exactitud qué era lo que pasaba ahí dentro, ya que los que salían, simplemente, no recordaban ni siquiera haber entrado.
Tomó aire y continuó:
—Finalmente, la pitonisa hacía su salida triunfal de la cueva y transmitía las profecías a los jefes del pueblo. Estas diosas se comunicaban con símbolos que debían ser interpretados. Ellas advertían que los mensajes podían leerse al derecho y al revés. La elegida salía portando un Ave blanca sobre la palma de su mano. Otras veces, las manos sostenían un Ave negra y, en ocasiones, en sus manos no traía nada. El Ave o la Nada. El futuro necesitaba de ambos y no necesariamente uno era negativo. Los resultados podían leerse del principio al final o del final al principio. El Ave partía en vuelo y trazaba en el cielo una estela con un mensaje escrito. La Nada, en cambio, podía representar un nuevo comienzo, abierto. Había que saber leerlo.
Eva escuchaba con fascinación cómplice. Desde chica, su madre se apasionaba contándole a ella y a su hermana historias fantásticas y de suspenso. Ambas se escondían bajo las sábanas, aterrorizadas, para no seguir escuchando, a la vez que le rogaban a la madre que no detuviese el relato. Esas niñas habían quedado atrás, pero la madre parecía no haberse dado cuenta e insistía con sus historias. Se apretujó a la madre, dándole un beso en la mejilla, y le dijo entre risas:
—Yo seguro que no soy ninguna pitonisa, porque lo miro y veo un simple arcoíris —y agregó—: Gracias, ma, por los zapatos y por el vestido, te quiero mucho.
—Yo también, preciosa, mi princesa de azúcar.
III
Un bocinazo a sus espaldas las sacó del trance. Se dieron vuelta sobresaltadas y vieron que se habían formado filas infinitas de autos en todas las salidas.
Apuraron el paso y subieron a la camioneta.
—Esto va a ser eterno —comentó la madre, cambiando el tono de voz a uno impaciente—. Llamá a tu papá y explicale lo que pasó, decile que estamos retrasadas. —Hizo una pausa y dijo—: Por favor, que vaya calentando la cena. ¡Ah! Y que tu hermana ponga la mesa.
Adiós al lindo momento de paz, pensó Eva.
La señal de teléfono iba y venía. Luego de varios intentos, la voz del padre apareció al otro lado de la línea. Se escuchaba entrecortada.
—Qué raro —dijo Eva al cortar—. Papá dice que por casa tampoco hay luz.
Cruzaron miradas. Eva vio una mueca de preocupación en su madre.
—Ma, ¿qué está pasando? Esto es raro, ¿no? —dijo un tanto alarmada.
—Sí, mmm, sí, un poco raro es, pero seguro que ya se va a resolver —dijo la madre intentando un tono tranquilizador.
Encendieron la radio. Muchas de las estaciones parecían estar con interferencia o, simplemente, no se escuchaban. Finalmente, pudieron captar una con la transmisión entrecortada. El periodista hablaba del gran apagón. Ellos, como otras radios, tampoco tenían luz y debían transmitir con generadores eléctricos. Esperaban que la situación se normalizara lo antes posible, decían. Definitivamente, se hallaban ante una emergencia eléctrica mayúscula, una situación que parecía extenderse a nivel nacional. Se desconocían las causas. El conductor del programa agregó que estaban intentando comunicarse con los movileros que cubrían notas en la calle, pero les resultaba casi imposible dar con ellos. Pedían disculpas por no poder brindar las últimas novedades. Prometían que sus servicios se restablecerían en el corto plazo. La situación excedía sus