Emboscaduras y resistencias
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Emboscaduras y resistencias - Miguel Sánchez-Ostiz
A MODO DE PRÓLOGO
No tengo por originales los breves aquí reunidos, al menos en lo que a mi escritura se refiere, porque tratan de asuntos a los que he dado bastantes vueltas en los últimos años: el retiro, la soledad, la rebeldía y el emboscamiento están meramente apuntados o desarrollados de diferente manera, ya están presentes en otros libros míos recientes. Para mí son motivos de reflexión recurrentes, suscitados en buena parte por la vida pública que padecemos, y no están escritos tan a salto de mata como parece, sino que, en mi opinión, guardan una necesaria coherencia.
He escritor estos breves al margen de otros trabajos y mezclados con anotaciones que nada o muy poco tienen que ver con las que hoy reúno, referidas sobre todo a una detestable actualidad política que si bien un día nos enciende, al siguiente es humo o menos que eso. La apabullante hiperinformación de la que gozamos y que a la vez padecemos, conduce a descampados mentales. No se repara lo suficiente en este extremo. Las indignaciones se consumen en sí mismas expresadas en terrenos de control remoto, como son las redes sociales. Hemos tenido oportunidades sobradas de comprobarlo estos años de enconos políticos y malestares sociales, y de una indefensión difusa que más que a la rebelión, ha llevado a una sumisión fatalista. ¿Qué hacer? No lo sé. Ignoro cómo te puedes sustraer con eficacia a los empujones de la cosa pública y a sus zarandeos.
Por otra parte, los dos últimos han sido años de retiro inesperado, entre forzoso, por confinamiento obligatorio, y al final por gusto y elección, al menos para algunos entre los que me encuentro, con trazas de ir para largo por haberse creado una situación nueva, cambiante, insegura y violenta que aconseja algo parecido al poco original batirse en retirada. Hay un tiempo para todo. Y a mí, cuando me temo que estoy en el otoño de mi vida, ya muy prolongado –si pienso en la primera vez que un periodista me colgó el cartel–, me resulta grato el retiro suavizado y precavido de ahora mismo, entre la atención a lo que de verdad cuenta y el olvido, como empeño, de lo insignificante. No es lo mismo haber estado encerrado entre cuatro paredes que estar por gusto en tu casa y poder moverte fuera de ella por un lugar como en el que ahora mismo me encuentro, teniendo el monte y los bosques a la puerta. No echo en falta la bulla callejera que se ha convertido en el paradigma de la libertad nacional. Abrevaderos y comederos, del precio que sean, hace tiempo que me resultan antipáticos. No negaré que lo público, al margen de la pandemia vírica, me resulta tan enojoso que, aunque no me desentienda del todo de ello, prefiero darle la espalda todo lo que pueda, al menos en este espacio, como se verá en estos breves.
Zamarrenea, de Arizkun,
en el solsticio de invierno de 2021.
Escenario/Argumento
Casa, bosque, apartamiento, escritura, memoria, ocasionales molestias del trato humano, lecturas, otoño... mucho de lo que para mí cuenta ahora mismo y con urgencia. La gallera nacional queda menos lejos de lo que me gustaría, como un enojoso telón de fondo, porque por mucho que empuje y zarandee, no puedes desentenderte de ella del todo. Es tu época, vives en ella y sus borrascas te tienen agarrado de las solapas y te sacuden; y te sorben el seso más a menudo de lo que sería prudente, reaccionas contra ellas, resistes y sobrevives con los medios que tienes al alcance de la mano, a más no puedes llegar: ojalá pudieras de verdad emboscarte e ir a lo tuyo, si es que lo tienes, o perderte en una senda hasta desaparecer en ella.
Viaje y tornaviaje
Nuestra vida es un viaje en el invierno y en la noche…
Notre vie est un voyage
Dans l’Hiver et dans la Nuit,
Nous cherchons notre passage
Dans le Ciel où rien ne luit.*
Estos son unos versos de la canción de los Guardias Suizos, con la que Céline epigrafía su Viaje al final de la noche. No es apócrifa, como yo creía; pero se trata de un error por parte de Céline porque la fechó en 1793, año de la masacre de las Tullerías, cuando en realidad es de 1812. Su autor fue el teniente coronel Thomas Léger, originario del cantón suizo de Glarus, que mandaba un regimiento de la Guardia Suiza en el ejército napoleónico. Tras la desastrosa invasión de Rusia, ese regimiento protagonizó la más penosa de las retiradas, en el famoso paso del río Berézina, con pérdidas masivas de hombres, tanto entre los combatientes directos como entre los soldados franceses a la desbandada o abandonados a su suerte, a manos de los rusos, pese a que muchos de ellos consiguieran atravesar el río y ponerse a salvo.
El 28 de noviembre de 1812, Léger escribió esta canción tratando de reanimar de algún modo a sus propios soldados en derrota. No fue así, sino que su poema se convirtió de inmediato en un terrible canto de furia y desesperación. Una canción que los soldados suizos cantaron en el momento de cruzar el río, seguros de perecer en esa acción: de los cuatro regimientos suizos, quedaron trescientos sobrevivientes. Esta al menos es la leyenda; y tal y como la he leído, la cuento.
No estamos frente a los puentes tendidos por los zapadores sobre el Berézina para facilitar la retirada. Lo nuestro no tiene épica alguna, no hacemos sino intentar sobrevivir en las mejores condiciones posibles frente a una amenaza que, a la postre, resulta fantasmal, procurar no contagiarnos del virus que circula por el aire y, si lo hacemos, salir con bien, aunque los efectos secundarios que se van descubriendo poco a poco nos den pavor. Caminamos como ciegos y al encierro protector nos acogemos de buen grado y, al final, al retraimiento en lo social y personal; no solo por la amenaza de la pandemia, sino porque los nuevos usos sociales que se pretendían de una nueva edad dorada de la fraternidad humana (algo que ahora mismo da más vergüenza que otra cosa), contribuyen a ese apartamiento, junto con la incertidumbre de un futuro que se sabe frágil.
Canción, la de los Guardias Suizos y muchas más, para sobrevivientes, para amenazados, para jugadores a una ruleta en la que les va, si no la vida, sí un golpe que puede cambiársela por las bravas… Una canción para atravesar la selva oscura en la que, engaño sobre engaño o sobre certezas débiles, nos movemos. Casi mejor no percibirlo, no hacer caso, no echarse en brazos del miedo que no sea compartido de manera casi festiva… por hablar de algo y espantar el canguelo. No, el miedo es real, el miedo ataca en soledad, ataca cuando la amenaza es cercana, ataca cuando menos te lo esperas. Lugares comunes, cierto, pero ¿cómo escapar de ellos?
Nada va a ser igual ni parecido a aquel antes cada día más desfigurado tras haber cruzado ese puente metafórico sobre el Berézina y caído en un después que, en parte, se parece demasiado a lo peor del antes. Tú mismo no crees haber cambiado mucho tras haber cruzado ese puente y caído en una tierra baldada.
C’est la Bérézina! puedes exclamar tú o alguno de los tuyos, como equivalente a derrota, a fracaso o a vivir una situación comprometida o mala, pero conviene no exagerar, que ese es, al menos para mí, otro de los descubrimientos del encierro padecido: de no haberte contagiado ni haber padecido en los tuyos los rigores de la pandemia, tienes más suerte de lo que crees y admites de ordinario. ¿Suena cínico? Tal vez, pero si algo ha tenido de bueno la pandemia, ha sido que nos ha desenmascarado, otra cosa es que lo hayamos o no admitido: mucho peores de lo que pensábamos, y solo unos pocos, unos miles mejor, se han comportado con auténtica heroicidad, algo que fue advertido y premiado con aplausos al comienzo de la plaga y olvidado luego... «Era su obligación», decían los más granujas para quitarse la admiración de encima o el reconocimiento del valor ajeno, sí, cierto, pero también podían haberse escaqueado, que ese es otro de los deportes nacionales… Una baja por enfermedad se la coge cualquiera, ¿no? A esa gente, a los sanitarios me refiero y a otros trabajadores del sector, les esperaban los despidos, no los reconocimientos... y también el contagio y la muerte.
C’est la Bérézina!... No solo invoca Céline a los guardias suizos del Berézina en Viaje al final de la noche, sino que en su novela Muerte a crédito bautiza el pasaje de París, donde vivió en su adolescencia con su familia, como Passage de Bérésinas, en realidad el Passage Choiseul del distrito 2e. No tendría nada de extraordinario el nombre celiniano si en sus páginas el pasaje, hoy lujoso, no fuera escenario de la maldad, la miseria, la ramplonería, la asfixia vital y social, la mezquindad, la mala intención, las hipocresías, una campana de gas asfixiante (de educación por asfixia habla Céline), una peste, una alcantarilla, una guarida infecta donde todo el mundo se espiaba y calumniaba con furia, un meadero de gentes al paso:
Hay que reconocer que el pasaje, como mugre, es de no creer. Está hecho para que uno la palme, lento pero seguro, entre la orina de los perros falderos, las cagadas, los lapos, las fugas de gas. Es más infecto que una cárcel.
Cómo no vas a exorcizar y a escapar de un lugar así y de todos los que se le parecen de cerca o de lejos. No son pocos los que en su educación sentimental tienen un Passage Bérésinas, más o menos visible, identificado, dañino, como escenario poblado de habitantes dañinos.
Ni buena ni mala época esta para atravesar cuando menos el puente metafórico del Berézina y pasar del otro lado, por muy baldado que estés, por muy baldío que lo encuentres, en la medida en que, insisto, es del dominio público que ha habido un antes y un después, y hay un ahora enfangado, oscuro, de ventaja sin escrúpulos. Puedes atravesar ese puente cantando lo que se te ocurra, tu propia canción de los guardias suizos, sin pegar un tiro y sin riesgo de recibirlo, si te has compuesto la letra, o cualquier otro himno de enardecimiento, o incluso silbando, como los poetas chinos en sus bosques de bambú, con una jarra de vino (opcional) en la mano que parece ser el imprescindible frasco de tinta de los poetas chinos. Aquí Wang Wei en «Retirado entre bambúes»:
Sentado solitario en el espeso campo de bambúes,
toco el laúd y silbo,
y en la espesura del bosque nadie sabe que estoy aquí,
solo la brillante luna me envía sus reflejos.**
Puedes, puedes, quién sabe lo que puedes o no cantar en tu soledad, en tu desamparo y en tu miedo, ni tú mismo lo sabes, escucha a los poetas, escucha, no lo olvides, canta, berrea en tu noche y en tu camino oscuro con Léo Ferré:
Les plus beaux chants sont des chants de revendication.***
También puedes atravesar ese puente y seguir tu camino del otro lado en silencio, despidiéndote de ese todo que no es nada o poca cosa, y de todos, pero sobre todo de ti mismo, a la francesa, emprendiendo la última andadura más o menos en solitario, sin exagerar. Pero sí, conviene hacerte invisible, no para que no te alcance pandemia alguna, sino para no contagiarte, hasta por inadvertencia, de un ambiente de cosa pública que emporcó lo privado, cada día más tóxico, tanto que, como escribía Thoreau de sus periódicos, es como si las columnas de los que tú puedes leer fueran tuberías porosas de las letrinas… A cada cual las suyas, en eso no me engaño, mi prensa es la verdad revelada, la tuya algo escrementicio: «La Voz de la Cloaca».
No es fácil sustraerse al alcance de la mentira como arma política, como sistema social, como ideología agresiva, de combate digamos, como herramienta de discordia. No es fácil sustraerse al aluvión de noticias falsas, dudosas, medio verdades, silencios y manipulaciones de una información avasalladora sin la que no parece que podamos vivir, sin la que te hacen creer que no puedes vivir porque es un negocio y tú eres necesario para que florezca.
* Nuestra vida es un viaje / En el Invierno y en la Noche / Buscamos nuestro camino / En un Cielo en el que nada luce.
** Pauline Huang y Carlos del Saz-Orozco, Poetas de la Dinastía T’ang, 1983, p. 77
*** «Los cantos más hermosos son cantos de reivindicación», Léo Ferré en Préface (1956).
El viaje de otoño
Hay un cuadro de Caravaggio que me gusta mucho. Es el titulado Cesto con frutas, pintado muy a finales del siglo xvi. No me canso