Antología
Por Ramón Gaya y Andrés Trapiello
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El escritor e investigador Andrés Trapiello prologó este volumen de la Colección Obra Fundamental y seleccionó las obras que lo integran. Se trata de ensayos, poemas, cuadernos de viaje, cartas, críticas o fragmentos de su diario que demuestran la solidez narrativa y la profundidad de pensamiento de este polifacético artista.
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Antología - Ramón Gaya
VELÁZQUEZ, PÁJARO SOLITARIO
Una buena parte del primer escrito, «Velázquez, pájaro solitario», es de 1963, y en forma incompleta obtuvo por entonces en Italia el Premio Inedito, pero sólo unos años después, en 1967, lo completaría y daría por terminado. Las «Anotaciones» son de 1962 y 1968, y lo que llamo «Otras anotaciones» constituía en un principio mi aportación —que no llegué a leer— al congreso que se celebró en Málaga, en 1961, con ocasión del tercer centenario de la muerte del gran sevillano.
R. G.
HACE ALGÚN TIEMPO, el poeta y crítico de pintura J. X., entre burlas y veras, había ido componiendo una serie de poemillas dedicados a los viejos pintores en donde se adjudicaba a cada uno el color que, más o menos, le podía caracterizar o cuadrar. La colección, sin grandes tropiezos, avanzaba buenamente —el «carmín» para Tiziano, el «ocre de oro» para Rembrandt, el «gris» para Goya…—, cuando, de pronto, al llegar a la figura de Velázquez, mi buen amigo se atascó. No lograba encontrar el color correspondiente; pasaba revista una y otra vez al iris extenso de la pintura y ninguno de los colores o matices le parecía bastante significativo. Dada mi antigua y decidida inclinación por la obra singular del gran sevillano (mi primer escrito sobre Velázquez se publicaría hacia 1931, pero el pasmo mío inicial es muy anterior, es decir, de cuando entrara en el Prado por vez primera; hasta entonces, casi un niño aún, y guiándome tan sólo por las láminas de los libros, no era en Velázquez en quien tenía puesta la atención, sino en el Greco y en Goya, infantilmente deslumbrado y embaucado por sus gesticulantes genios), J. X. decidió consultarme; a sus ojos, por lo visto, yo empezaba a tener una cierta autoridad de especialista. Le dije que no me sorprendían nada sus apuros, ya que Velázquez no tiene, propiamente, color, colores en su pintura, y que lo más justo sería dedicarle un soneto (creo que era el soneto la forma escogida por él), no descolorido, sino incoloro, vivamente incoloro, como el aire de la sierra madrileña. No sé si mis palabras le resultaron útiles, pues no volví a verle más, pero sirvieron al menos para despertarme en la memoria un escrito mío inédito que perdiera definitivamente en la guerra de España contra ella misma, y que siempre me ha faltado. Se trataba allí, sobre todo, de esta extraña particularidad velazqueña que consiste (sin dejar por ello de pintar y de pintar como nunca) en prescindir de todas esas propiedades que desde Leonardo hasta nuestros días (o, más exactamente, hasta los días del cubismo, que es en donde, históricamente, ha quedado interrumpida la Pintura) vienen siendo consideradas como ineludibles y básicas de lo pictórico: el color, el dibujo, la composición, la luz, el claroscuro… Las páginas que siguen no son una reconstrucción de aquel escrito, pues en él sólo se advertía, se registraba ese extraño fenómeno, y nada más; ahora, provocado por el versificante juego de mi buen amigo, y ayudado sin duda por la insistencia, creo haber ido mucho más lejos en esa misteriosa cuestión.
VELÁZQUEZ, PÁJARO SOLITARIO
Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.
SAN JUAN DE LA CRUZ
Dichos de Luz y Amor
ES SABIDO QUE EN LA PINTURA de Velázquez no hay color, colores. Velázquez no es un «colorista», se dice, y con ello se le quiere culpar y justificar a la vez, se le quiere perdonar de no ser un pintor, digamos, como el Greco, que sí sabe teñir, entintar, embadurnar genialmente la superficie de sus cuadros. Otras veces, por parte de gustadores más concienzudos, esa ausencia de color, de colores, puede ser atribuida a una austeridad personal, cejijunta, triste, y también de raza, muy severa, muy digna, muy española, con cierto dejo portugués. Pero es un error suponerle, en uno y otro caso, como caído en una inclinación natural de su temperamento, en un gusto innato, en una característica de su ser.
Es cierto que en la pintura de Velázquez no hay, propiamente, colores, pero no se trata de una carencia, sino de una… elevación, de una purificación. El color, en efecto, no está, o no está ya en el lienzo, pero no ha sido suprimido, evitado, sino transfigurado —no trocado ni confundido con otra cosa—; ha sido llevado a esa diáfana totalidad en que Velázquez desemboca siempre.
El color hasta entonces había sido utilizado como un excitante, como un excitante de lo real, del mundo real que la pintura pretendía darnos, expresarnos, aunque también, y al mismo tiempo, había sido puesto sobre la superficie del cuadro como un manjar pictórico puro. Siempre se había visto en el color, en la fuerte fascinación del color, una especie de virtud doble o de dos cabezas: su valor expresivo de un lado, y su valor en sí de otro, o sea, su palabra activa y su decorativa mudez. Al color se le había asignado, desde mucho, ese papel intenso, rico, decisivo, que con tanta petulancia luciría a lo largo de la historia del arte, y que, al llegar a Van Gogh, parece alcanzar como un exasperado toque último, heroico. Nunca se había dudado de su importancia, de su poder; es más, en esos momentos de miseria, de vacío, de puritanismo elemental en que suele, de tanto en tanto, caer la pintura, el color consigue casi siempre adueñarse de la tan famosa superficie plana del cuadro y reinar allí de una manera absoluta, aunque también un tanto vacua, estéril, decorativa. No será, naturalmente, el caso de Van Gogh, sino el caso del Veronés, por ejemplo; porque visto a la ligera, Van Gogh puede parecer el prototipo del colorista, pero la verdad es que no le gusta el color, no se goza en el color, sino que lo sufre dramáticamente, se arroja en él, se quema en él; dentro de su pintura el color no es lo que a simple vista parece —un placer desencadenado, una libertad enloquecida, un gran festín—, sino que encierra una terrible agitación trágica, una provisionalidad dolorosa, yesos bermellones, esos amarillos, esos azules suyos extremosos que, en un primer momento y desde fuera, podrían muy bien tomarse por un capricho delirante, por una hermosa intemperancia, por una alegre cantata, no son otra cosa que lamentos, quejas, algo así como los ayes de un mendigo, de un herido. El Veronés, en cambio, sí se complace, como colorista de nacimiento que es, en el color, y cuida muy bien de rellenar su obra, las inmensas e inanimadas extensiones de su obra, con esplendorosas tintas vacías. El Veronés supone, con mucha cordura, que el color es simplemente color, es decir, que es una delgada y superficial capa de luz —un tanto ilusoria— con que han sido embellecidas las cosas reales; Van Gogh, en cambio, como caído en un desatino genial, en una confusión creadora y fértil, supone que los colores no son simples colores, sino seres completos y expresivos, incluso con un alma en acción; no podemos, pues, considerarlo un colorista —pese a la violencia y terquedad de sus bermellones, amarillos y azules—, ya que, precisamente, del color equivoca su misma índole, confundiéndolo, tomándolo por lo que no es, por una energía, cuando es tan sólo como una materia oscilante, con su vagar, aparecer y desaparecer de fantasma, de espectro, de espectro solar. Por eso, mientras el Veronés cultiva muy tranquilo su coloreado jardín, Van Gogh parece como si se moviera temerariamente en una zona infernal, y de ahí que su color no sea color, sino… desesperación.
Velázquez, claro, está tan lejos del Veronés como de Van Gogh, o sea, del vacuo colorista efectivo como del patético colorista supuesto. Ni siquiera es colorista en un cierto grado o en una cierta forma; en sus lienzos, el color, o mejor dicho, lo que ha quedado de él, las cenizas, las limpias cenizas de él, no quieren decir nada ni ser nada. Pero este hombre que se mantiene siempre, diríamos, tan apartado del color y, sobre todo, tan indiferente a sus encantos y suculencias, la verdad es que, por otra parte, tampoco lo olvida nunca. Dejará que aparezcan en sus cuadros —con ocasión de una cortina, de un lazo de terciopelo, de una banda de seda, de una faja— algunas porciones muy brillantes de color, algunos toques de almagra viva, de carmín frío, de azul cobalto tibio; pero de pronto caeremos en la cuenta de que todos esos colores están allí, en tal o cual punto determinado de su pintura, sin pertenecer realmente a ella, no como componentes de ella, sino como invitados suyos ocasionales. Velázquez los ha dejado entrar, hacer acto de presencia, incluso tomar parte, pero no ser parte, no ser carne de su obra límpida, clara como el agua, incolora como el agua. Esos colores no han partido de su paleta —Velázquez no tiene, en realidad, paleta alguna, y no deja de ser curioso que la que aparece en su autorretrato de Las Meninas resulte tan falsa, acaso la única cosa fingida, vacía, infecunda, que podemos encontrar en ese cuadro sin semejante, solo en el mundo—; las manchas de color decidido con que nos tropezamos en la pintura de Velázquez no se deben jamás a su paleta ni a sus pinceles, ni a su temperamento, ni a su gusto; están allí más bien por… indulgencia pura. Velázquez no cree en el color; pero, claro, puesto a invocar la verdad, la verdad de la realidad, ha querido que ésta acudiese completa, incluso con sus máscaras de luz, con sus figuraciones, con sus mentiras luminosas; de ahí que ese mismo color del cual desconfía no quiera, por otra parte, olvidarlo, desdeñarlo nunca. Velázquez desconfía del color, pero lo acoge, lo acoge caritativamente, es decir, sin debilidad, sin voluptuosidad.
Velázquez no cede a nada, pero lo acoge todo, y no para quedárselo, ni siquiera para dárnoslo, sino para salvarlo; por eso les ha ido quitando el veneno a los colores, lo que hay de tinta venenosa en cada uno de los colores, dejándolos, pues, inermes, sin dañosidad, sin hechizo. Lo prodigioso es que esa operación ha sido hecha sin sentir, o sea, sin violencia; Velázquez se ha librado del color, se ha librado de los colores, pero sin combatirlos —ni esquivarlos con la cobarde solución de la monocromía—, sin rebajarse a destruirlos, pues él no viene a luchar, a guerrear, ya que nada le parece verdaderamente contrario, enemigo suyo, enemigo nuestro, y cuando se encuentra delante de un problema —el color no es más que eso: uno de tantos problemas técnicos de lo pictórico, y no, como tontamente suele pensarse, el impulso mismo de la pintura—, cuando tropieza con un problema, con un conflicto, con una cuestión, no se afana, ni trata, como sería de esperar, de resolverlos, sino que los redime, los limpia, los eleva milagrosamente hasta fundirlos en el aire.
Su conducta respecto al color, como respecto a tantos otros consabidos problemas técnicos de la pintura —el dibujo, la composición, la perspectiva, el claroscuro, el estilo—, es, desde luego, insólita. Así como los demás pintores suelen plantarse delante del lienzo como delante de una pizarra —y es allí, una vez reunidos todos aquellos elementos que según parece constituyen las premisas de un cuadro, donde empiezan a trajinar, a plantear, a operar—, Velázquez pasa dulcemente de largo y se desentiende de todo. Se diría que lo suyo es libertarlo, disolverlo todo en la inmensa caja del aire, es decir, hacer desaparecer, como por encanto y de un soplo invisible, las reglas del juego, pero sin el subversivo propósito de cambiar unas reglas por otras, sin condenar nada, sin imponer nada. Lo suyo sería, pues, como una vigorosa conducta que no fuera propiamente hacer, sino estar, estarse en una quietud fecunda, una quietud que se apodera de todo, sí, pero sin sombra de aprovechamiento, de avaricia, sino que se apodera de todo para… irradiarlo.
La actitud de Velázquez es siempre una y la misma, ya sea que se encuentre ante el misterioso espectáculo de lo real o ante el intrincado problema de lo pictórico, y tiene para con todo una especie de amorosa desdeñosidad, casi de olvido.
Lo que decididamente hace de la pintura de Velázquez algo tan difícil —pese a su sencilla apariencia— es esa rara inclinación suya a no ser obra, a no ser corpórea. Todos hemos sentido que Velázquez no quiere trabajar, pintar, hacer cuadros; que se resiste al ejercicio de la pintura, que se mueve en algo que recuerda mucho a la pereza. Pero no estamos, como supone la teoría orteguiana, ante un artista vergonzante, renegante de su plebeya condición de pintor por ansia de señorío. Aquí Ortega se equivoca, no porque no entienda de pintura —como críticos y demás especialistas se apresurarían a pensar—, sino más bien porque entendiendo bastante y siendo muy sensible a ella, se abandona con gusto a magníficas observaciones y a juicios casi siempre muy certeros, es decir, se abandona a eso que llamamos crítica, a esa debilidad que es la crítica, olvidando en cambio preguntarse por la índole central, medular, inicial, original, del misterio creador. Y sin esa pregunta, más aún, sin estar constantemente, incansablemente, haciéndonos esa pregunta, nada de cuanto podamos encontrar en una obra viene a tener sentido. De aquí que la crítica de arte, incluso la mejor —esa que en su transcurso puede muy bien haber encontrado verdades—, sea siempre como un… hablar por hablar; un hablar de verdades sin sentido, separadas de su sentido. Y cuando no es un simple hablar, resulta que tampoco es ya crítica, sino filosofía, o acaso creación. Ortega, que no suele criticar, sino filosofar, que no suele tener una actitud respondona, sino preguntadora, veremos que cuando, de pronto, tropieza con el arte, cambia inesperadamente de manera de ser, y se arroja entonces en el ahogado patio de vecindad de la crítica como cualquier otro hijo de vecino. Sobre pintura, música y novela nos dejará señalaciones y adivinaciones muy valiosas, muy agudas, de muy buen amador y entendedor, pero todo ello como cortado, separado de su génesis natural, de su raíz, de su porqué primero. Al toparse, de tanto en tanto, con el arte, Ortega caerá una y otra vez en la desdichada tentación de la crítica artística, sin advertir el error y la viciosidad que hay en ella, que habita sin remedio en ella: confundir lo que sucede en arte con el ser del arte; confundir lo que es simple historia con lo que ha de ser naturaleza, lo que es simple acción con lo que ha de ser vida. No se tratará, claro, de una confusión de Ortega, sino de una confusión que forma parte, que es parte congénita de la crítica, y que él, al ceder a sus gracias, se echará encima de sí sin querer, sin deber. Pero en su caso no es tanto que confunda lo uno con lo otro, como que se salta lo uno para caer enamoriscado de lo otro. Algo le sucede, pues, de muy especial, con el tema del arte; algo, me atreveré a decir, entre obscuro y… frívolo, que lo enamorisca y lo distrae, lo aparta distraídamente de su instintivo centro filosófico, amoroso; algo que lo enamorisca perdidamente, es decir, que lo aleja del amor; cuando tropieza con el tema del arte Ortega lo acoge en seguida con una especie de inocentona voluptuosidad, tomándolo de allí donde lo encuentra y en el estado en que lo encuentra, interesándose, sobre todo, por su «circunstancia» y por su azaroso vaivén mundanal y social; lo veremos, por lo tanto, muy embebecido en las peripecias y vicisitudes del arte, pero completamente desentendido de su ser, de su ser animal, de su fondo animal, de su alma antigua de animal presente, viviente, viejo como el hombre. Y desentendido, distraído de ese punto, es ya muy fácil caer en la idea impensada de que el arte es cosa, cosa mentale, algo que se proyecta y se construye; algo que aparece, de cuando en cuando, como una bonita ocurrencia del hombre, en medio de la atareada sociedad; algo que puede ser un mérito, que puede ser justo motivo de orgullo. Claro que eso que se supone ser el arte existe, ¡y de qué manera! —por ejemplo, absolutamente todo el arte francés, gran parte del esplendoroso Renacimiento italiano, una buena porción del forzado Siglo de Oro español—; todo eso que se da por sentado ser el arte existe, y existe con toda legitimidad, con toda validez: viene a darnos testimonio, prueba constante de la fuerza activa del espíritu, del poderoso y hacendoso espíritu humano. Pero ¿qué estoy diciendo?, es muy posible, incluso, que eso que tan alegre y descuidadamente pasa por ser el arte sea, en efecto, el arte, pero entonces habría que añadir que es… el Arte nada más. Porque, claro, tenemos conocimiento de una fuerza mucho mayor y de otra especie, de otro reino, creadora, paridora de unas criaturas completas, naturales, reales, de carne y sangre, libres; es ésa, precisamente, la energía vital, animal, que ha ido dándonos tal figura del Partenón, o tal viejo paisaje chino, o la Divina comedia, o El Crepúsculo de Miguel Ángel, o Las Meninas, o la Betsabé de Rembrandt, o Don Quijote, o Hamlet, o La flauta mágica, o Ana Karenina, o Fortunata y Jacinta de Galdós: unas obras que no son obras, un arte que no es arte. Porque no se trata, como pensáramos, de una simple superioridad; no se trata de obras de arte superiores, de obras maestras, máximas, cumbres, de un arte convenido, de un juego espiritual convenido, sino de auténticas criaturas vivas, desligadas, emancipadas por completo del arte, del recinto cerrado y riguroso del arte.
No se trata de una superioridad, sino de