Elizabeth Finch
Por Julian Barnes
4.5/5
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Hay personas que nos marcan para siempre: al narrador de esta novela le dejó una huella indeleble su maestra Elizabeth Finch.
Neil, el narrador, es un hombre de mediana edad al que no le ha ido demasiado bien ni en lo personal ni en lo profesional. Si hay algo que recuerda con entusiasmo son las clases de Cultura y Civilización que recibió de una profesora excepcional: Elizabeth Finch. Inteligente e inalcanzable, llena de elegancia, esta mujer admiradora del mundo clásico consideraba que el mundo había tomado el camino equivocado el día en que el Imperio romano decidió abrazar el monoteísmo cristiano. Por eso su héroe era el último emperador pagano: Juliano el Apóstata.
Cuando dejó de ser su alumno, Neil mantuvo el contacto con Elizabeth, y comían juntos periódicamente. Ahora la maestra admirada ha muerto, y su antiguo discípulo emprende una doble tarea: escribir un ensayo sobre Juliano a partir de las notas y preguntas que ella dejó, e indagar en la biografía de esa mujer enigmática a través de los cuadernos que le ha legado y del testimonio que le brinda su hermano, tan diferente a ella.
¿Quién fue en realidad la elusiva y fascinante Elizabeth Finch? ¿Qué misterios escondía su personalidad? ¿Dónde termina la admiración y empieza el amor? ¿Qué podemos aprender de la historia y la cultura? ¿Qué es lo que da sentido a nuestras vidas? Jugando una vez más con los géneros y sus límites, Julian Barnes ha escrito una novela que es también una elucubración filosófica y una reconstrucción biográfica a través de la cual homenajea, de forma más o menos velada, a una queridísima amiga, una escritora inglesa fallecida hace unos años.
Julian Barnes
Julian Barnes (Leicester, 1946) se educó en Londres y Oxford. Está considerado como una de las mayores revelaciones de la narrativa inglesa de las últimas décadas. Entre muchos otros galardones, ha recibio el premio E.M. Forster de la American Academy of Arts and Letters, el William Shakespeare de la Fundación FvS de Hamburgo y es Chevalier de l'Ordre des Arts et des Lettres.
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Comentarios para Elizabeth Finch
2 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Es un libro entretenido, tiene un contenido muy bueno del cristianismo yo si lo recomiendo me gusto mucho
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Elizabeth Finch - Inga Pellisa
Índice
Portada
Uno
Dos
Tres
Agradecimientos
Bibliografía de obras citadas en la traducción
Créditos
Para Rachel
Uno
Se plantó frente a nosotros, sin apuntes, libros ni nervios. El atril lo ocupó su bolso. Echó un vistazo alrededor, sonrió, en silencio, y comenzó.
–Habrán observado que el título de este curso es «Cultura y civilización». No se alarmen. No los voy a acribillar a gráficos circulares. No voy a intentar embucharles datos como a un ganso cebado; lo único que se consigue con eso es una hipertrofia en el hígado, lo cual no sería sano. La próxima semana les proporcionaré una selección de lecturas totalmente opcional; ni perderán nota por ignorarla, ni la ganarán por estudiarla sin descanso. Les daré clase como a los adultos que sin duda son. La mejor forma de educar, como sabían los griegos, es la colaborativa. Pero ni yo soy Sócrates, ni ustedes una clase de Platones, si es que es ese el plural correcto. No obstante, dialogaremos. Por otro lado, dado que ya no están en el colegio, no me dedicaré a dispensar blandos gestos de aliento y flojas palmaditas en la espalda. Para algunos de ustedes, puede que yo no sea la mejor profesora, en el sentido de la más adecuada a su temperamento y mentalidad. Vaya esto por delante para quien corresponda. Lógicamente, espero que el curso les parezca interesante y, de hecho, divertido. Divertido con rigor, claro está. No son términos incompatibles. Y esperaré también rigor por su parte. No bastará con improvisar. Me llamo Elizabeth Finch. Gracias.
Y volvió a sonreír.
Nadie había tomado un solo apunte. Le devolvimos la mirada, algunos impresionados, varios con una perplejidad que rayaba la irritación, otros ya medio enamorados.
No recuerdo qué nos enseñó en aquella primera clase. Pero supe, de un modo difuso, que por una vez en la vida había llegado al lugar correcto.
La ropa. Empecemos por lo básico. Llevaba brogues, negros en invierno, de ante marrón en otoño y primavera. Medias o pantis: no verías nunca a Elizabeth Finch con las piernas al aire (y, desde luego, era imposible imaginársela en bañador). Faldas justo por debajo de la rodilla; se resistía a la tiranía anual del bajo. Lo cierto era que parecía haberse instalado en ese estilo hacía algún tiempo. Aún se le podía llamar elegante; una década más y tal vez pasaría a ser antiguo, o vintage. En verano, una falda plisada, normalmente azul marino; en invierno, de tweed. A veces optaba por un look de cuadros, o escocés, con un gran imperdible de plata (que seguro que en Escocia tiene algún nombre). Se dejaba un buen dinero en blusas, de seda o fino algodón, a menudo de rayas, sin ningún tipo de transparencias. Algún que otro broche, siempre pequeño y, como se suele decir, discreto, pero refulgente. Rara vez llevaba pendientes. (¿Tenía agujeros siquiera? Buena pregunta.) En el meñique de la mano izquierda, un anillo de plata que dábamos por hecho que era heredado, y no comprado o regalado. El pelo, de un rubio grisáceo, arreglado y de largo invariable. Yo imaginaba una cita periódica quincenal. En fin, ella creía en el artificio, como nos dijo más de una vez. Y el artificio, señalaba también, no era incompatible con la verdad.
Pese a que andábamos todos –sus alumnos– entre los veintimuchos y los cuarenta y pocos, en un primer momento reaccionamos a su presencia como niños de vuelta al colegio. Nos intrigaban sus orígenes y su vida privada, si y por qué nunca –que nosotros supiésemos– había estado casada. Qué hacía por las noches. ¿Se preparaba una tortilla perfecta aux fines herbes y tomaba una sola copa de vino (¿borracha, Elizabeth Finch? ¡El mundo al revés!) mientras leía el último fascículo de Goethe Studies? Ya se ve lo fácil que era caer en la fantasía, incluso en la sátira.
Fumó todos los años que yo la conocí. Y, para variar, no fumaba como ninguna otra persona. Hay fumadores que disfrutan a todas luces de cada ráfaga de nicotina; otros que inhalan con un sentimiento de autodesprecio; algunos que lo exhiben como un hábito estético; aun otros que aseguran, irritantes, que fuman «solo uno o dos al día», como si tuviesen controlada su adicción. Y, dado que todos los fumadores mienten, «uno o dos» resultan ser siempre tres o cuatro, incluso medio paquete. EF, por su parte, no lo vestía con ninguna pose. Fumar era algo que hacía sin necesidad de explicación ni ornamentación. Traspasaba los cigarrillos a una pitillera de carey, y nos dejaba jugando a Adivinar la Marca. Fumaba como si fumar le fuese indiferente. ¿Me explico? Y si hubieses osado preguntarle, no habría recurrido a excusas. Sí, habría dicho, pues claro que estaba enganchada; y sí, ya sabía que era malo, y antisocial, además. Pero no, no tenía pensado dejarlo, ni se iba a poner a contar cuántos se fumaba al día; esas cosas estaban a la cola de su lista de preocupaciones. Y como –esto es una deducción personal o, más bien, una conjetura–, como no le tenía miedo a la muerte y consideraba que la vida, actualmente, estaba algo sobrevalorada, la verdad era que el tema no tenía ningún interés para ella y, por tanto, no debía tenerlo tampoco para ti.
Como es natural, padecía de migrañas.
En mi mente –en mi recuerdo, que es el único sitio en el que puedo verla– está de pie frente a nosotros, con una quietud sobrenatural. No tenía ninguno de esos tics y trucos de los profesores, pensados para seducir, distraer o denotar carácter. Nunca meneaba los brazos ni apoyaba la barbilla en la mano. Puede que pusiera una diapositiva de vez en cuando para ilustrar alguna cuestión, pero casi siempre era innecesario. Se ganaba la atención con su calma y con su voz. Una voz clara, serena, enriquecida por décadas de tabaquismo. No era como esos profesores que solo conectan con sus alumnos cuando levantan la vista de los apuntes, porque, como he dicho, no daba la lección siguiendo apuntes. Lo tenía todo en la cabeza, plenamente desarrollado, plenamente procesado. Eso también se ganaba nuestra atención, acortaba la distancia entre ella y nosotros.
Su dicción era formal, la estructura de las frases enteramente gramatical: de hecho, casi podías oír las comas, los punto y coma y los puntos. Jamás comenzaba una frase sin saber cómo y cuándo terminaba. Y, sin embargo, no parecía nunca un libro con patas. Sacaba su vocabulario del mismo cajón de palabras que usaba tanto para la escritura como para una conversación general. Pero el efecto no resultaba arcaico en modo alguno, sino de una intensa viveza. Y le gustaba lanzar aquí y allá –quizás para divertirse, o para sorprendernos– alguna expresión de una tonalidad distinta.
Por ejemplo, una semana nos estuvo hablando de La leyenda dorada, esa compilación medieval de milagros y martirios. Milagros chillones y martirios instructivos. Había escogido a santa Úrsula.
–Proyecten sus mentes, por así decirlo, al año 400 después de Cristo, una época previa al establecimiento de la hegemonía cristiana en nuestros lares. Úrsula era una princesa británica, hija del rey cristiano Noto. Era sabia, solícita, devota y virtuosa: todos los aditamentos morales de costumbre en este tipo de princesas. Y hermosa, también, ese otro aditamento algo más problemático. El príncipe Etéreo, hijo del rey de Inglaterra, se enamoró de ella y pidió su mano. Aquello puso al padre de Úrsula en un dilema, dado que los anglos no solo eran muy poderosos, sino que también adoraban a los ídolos.
»Úrsula era una novia con la que hacer trueque, como tantas antes y después; y siendo como era sabia, virtuosa, etcétera, era también ingeniosa. Acepte la oferta del hijo del Poder, le dijo a su padre; pero añada condiciones que impongan demora. Se pidió la concesión de tres años de gracia para que Úrsula pudiera peregrinar a Roma, en el transcurso de los cuales el joven Etéreo habría de instruirse en la fe verdadera y recibir el bautismo. A algunos esto los llevaría a una ruptura de las negociaciones; no así al prendadísimo Etéreo. De la opinión del rey de Inglaterra no ha quedado constancia.
»Cuando se conoció la noticia de la escapada espiritual que planeaba Úrsula, otras vírgenes de ideas afines se congregaron en torno a ella. Y aquí topamos con un nudo textual. Como sabrán muchos de ustedes, a Úrsula la acompañaron once mil vírgenes; los que conozcan Venecia tal vez recuerden la representación secuencial de la historia que pintó Carpaccio. No sería fácil gestionar semejante paquete turístico, y el señor Thomas Cook no había nacido todavía. El nudo textual que mencionaba atañe a la letra M, y a lo que quiso decir con ella el escriba original. ¿Era una M de Mille, mil
, o una M de Martyr? Es posible que a algunos la segunda interpretación nos parezca más plausible. Además, Úrsula y once mártires vírgenes suman doce, que es también el número de los apóstoles de Jesucristo.
»Pero, en fin, dejemos que la historia avance en technicolor y cinemascope, técnicas que Carpaccio tanto contribuyó a popularizar. Once mil vírgenes zarparon de Bretaña. Cuando llegaron a Colonia, un ángel del Señor se le apareció a Úrsula y le comunicó que, una vez partiesen de Roma, ella y su cortejo debían regresar vía Colonia, donde recibirían la santa corona del martirio. La nueva de este desenlace se propagó entre las once mil, que la recibieron con éxtasis devoto. Entretanto, en Bretaña, otro de los ángeles ubicuos del Señor se le apareció a Etéreo, y le ordenó que se reuniese con su futura novia en Colonia, donde también él recibiría la palma del martirio.
»Allá adonde iba, Úrsula no dejaba de atraer a más y más seguidores, aunque no se conoce el total. En Roma, el mismísimo papa se unió a esta hueste femenina, y se granjeó con ello la calumnia y la excomunión. Mientras tanto, dos malvados comandantes romanos, temerosos de que el éxito histérico de la expedición fomentara la difusión del cristianismo, dispusieron que un ejército huno masacrara a las peregrinas a su regreso. De manera muy oportuna, resultó que las tropas hunas tenían sitiada la ciudad de Colonia en ese mismo momento. Hay que aceptar estas coincidencias narrativas y angélicas intervenciones: esto no es, a fin de cuentas, una novela del diecinueve. Aunque, ahora que lo pienso, las novelas del diecinueve están llenas de casualidades.
»Y así Úrsula y su extenso séquito llegaron a Colonia, donde las tropas hunas abandonaron su maquinaria de asedio y (esta descripción era una banalidad ya en el 400 después de Cristo) como lobos carniceros se arrojaron sobre aquel rebaño de ovejas
hasta aniquilar a las Once Mil y Pico.
Elizabeth Finch hizo una pausa, pasó revista al aula y preguntó:
–¿Qué conclusión extraemos de todo esto? –Y lanzó al silencio su respuesta–: Yo propongo: suicidio asistido policial.
Elizabeth Finch no era en absoluto una figura pública. No sacaréis gran cosa de buscarla en Google. Si me pidieran que la describiese en términos profesionales, diría que era una académica independiente. Puede que parezca un eufemismo; una perogrullada, incluso. Pero antes de que el conocimiento se alojase de manera oficial en la academia, había hombres y mujeres de la mayor inteligencia que se dedicaban en privado a sus propios intereses. La mayoría, por descontado, tenían dinero; algunos eran gente excéntrica; unos pocos estaban para encerrarlos. Pero el dinero les permitía viajar e investigar lo que quisieran y donde quisieran, sin la presión de publicar, ni colegas a los que superar o directores de departamento a los que satisfacer.
No llegué a conocer nunca la posición económica de Elizabeth Finch. Imaginaba que vendría de una familia de dinero, o que habría recibido alguna herencia. Tenía un piso en el West London que yo jamás pisé; daba la impresión de que llevaba una vida frugal; suponía que organizaba las clases de manera que le dejasen tiempo para sus estudios independientes y personales. Había publicado dos libros: Mujeres explosivas, sobre las anarquistas de Londres entre 1890 y 1910, y Nuestros mitos necesarios, sobre nacionalismo, religión y familia. Ambos breves, y ambos descatalogados. A según quién, una estudiosa independiente cuyas obras no estaban disponibles tal vez le pareciese una figura risible; a diferencia de esa panda de idiotas y pelmazos numerarios a los que más les habría valido quedarse callados.
Algunos alumnos suyos se labraron un nombre con el tiempo. Aparece en los agradecimientos de varios libros sobre historia medieval y pensamiento femenino. Aun así, no la conocía nadie que no la conociera. Quizás suena obvio, pero hoy en día, en el contexto digital, amigos y seguidores han pasado a ser cosas distintas, diluidas. Mucha gente se conoce sin conocerse para nada. Y están todos encantados con esa superficialidad.
Puede que os parezca anticuado (aunque mi caso no es relevante). Y puede que Elizabeth Finch os parezca igual de anticuada, si no más; pero de ser así, no lo era a la manera habitual, la de encarnar a una generación anterior cuyas verdades han quedado ya mustias y descoloridas. ¿Cómo decirlo? Ella manejaba verdades, no de generaciones anteriores, sino de eras anteriores; verdades que mantenía con vida, pero que otros habían abandonado. Y con esto no me refiero a nada en plan «era una tory/progresista/socialista de la vieja escuela». Ella se movía al margen de su época en muchos aspectos. «No se dejen engañar por el tiempo», nos dijo una vez, «y no vayan a imaginar que la historia, y especialmente la historia intelectual, es lineal.» Era noble, independiente, europea. Y mientras escribo estas palabras me detengo, porque oigo en la cabeza algo que nos enseñó una vez en clase: «Recuerden, siempre que vean un personaje en una novela, no digamos ya en una biografía o un libro de historia, reducido y adecuado a tres adjetivos, desconfíen de la descripción». Es una regla de oro que he intentado acatar.
La clase no tardó en organizarse en grupos y camarillas mediante el método habitual de intención y casualidad. Se basó en parte en la elección de bebida al salir de clase: cerveza, vino, cerveza y/o vino y/o cualquier cosa en botella, zumo de fruta o nada de nada. Mi grupo, que se movía con facilidad entre la cerveza y el vino, lo formaban Neil (o sea, yo), Anna (holandesa, y por tanto escandalizada de vez en cuando ante la frivolidad inglesa), Geoff (provocador), Linda (lábil en el plano emocional, ya fuese en los estudios o en la vida misma) y Stevie (urbanista en busca de algo más). Uno de nuestros vínculos era, aunque suene paradójico, que pocas veces estábamos de acuerdo en algo, salvo en que gobernase quien gobernase no servía para nada, en que Dios casi seguro que no existía, en que la vida estaba para vivirla y en que, por muchas bolsitas ruidosas de aperitivos que comieras, nunca eran suficientes. Eran los tiempos anteriores a los portátiles en el aula y las redes sociales fuera de ella; cuando las noticias salían de los periódicos, y el conocimiento, de los libros. ¿Fue una época más sencilla, o más aburrida? ¿Ambas cosas o ninguna?
–Monoteísmo –dijo Elizabeth Finch–. Monomanía. Monogamia. Monotonía. No hay nada bueno que empiece así. –Hizo una pausa–. Monograma: un signo de vanidad. Monóculo: ídem. Monocultivo: un precursor de la muerte de la Europa rural. Estoy dispuesta a reconocer la utilidad del monorraíl. Hay muchos términos científicos neutros que también estoy dispuesta a aceptar. Pero cuando el prefijo se