El Dios del jardín
Por Andrew Peterson
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El galardonado autor y compositor Andrew Peterson, siendo lo más honesto posible, comparte una historia de infancia, dolor, redención y paz, caminando a través de un bosque de recuerdos: "Confío en que al contar mi historia, te encontrarás con la tuya. Con suerte, como yo, verás que el Dios del Jardín está y siempre ha estado presente, trabajando y manteniendo lo que ama". A veces planta, a veces poda, pero en su bondad tiene la intención de cosechar una cosecha de justicia.
There’s a strong biblical connection between people and trees. They both come from dirt. They’re both told to bear fruit. In fact, arboreal language is so often applied to humans that it’s easy to miss, whether we're talking about family trees, passing along our seed, cutting someone off like a branch, being rooted to a place, or bearing the fruit of the Spirit. It’s hard to deny that trees mean something, theologically speaking.
This book is in many ways a memoir, but it’s also an attempt to wake up the reader to the glory of God shining through his creation.
One of the first commands to Adam and Eve was to “work and keep” the garden. Award-winning author and songwriter Andrew Peterson, being as honest as possible, shares a story of childhood, grief, redemption, and peace, by walking through a forest of memories: “I trust that by telling my story, you’ll encounter yours. Hopefully, like me, you’ll see that the God of the Garden is and has always been present, working and keeping what he loves.”
Sometimes he plants, sometimes he prunes, but in his goodness he intends to reap a harvest of righteousness.
Andrew Peterson
Andrew Peterson is a licensed therapist and writer with a Doctor of Education in Counseling and an MFA in Creative Writing. He maintains a counseling practice in Missoula Montana and has taught graduate level classes in psychotherapy. He is a published author of numerous articles and reviews and has an established credibility in his field. In addition to his clinical and academic work, Dr. Peterson is a composer with several short film scores and the musical soundtrack to the Simon and Schuster audio book Her Last Death to his credit.
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El Dios del jardín - Andrew Peterson
Tabla de contenido
I: BIENVENIDO A «CHAPTER HOUSE»
II: DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR
III: LOS ENTS DEL SUR
IV: ÁRBOLES GENEALÓGICOS
V: CAVAR HONDO
VI: EL CONSOLADOR ME HA HALLADO EN EL CAMINO
VII: LA ARBOLEDA ENCANTADA
VIII: SEREMOS GUIADOS EN PAZ
IX: SENDAS
X: EL QUE LLORABA EN LOS ÁRBOLES
XI: LUGARES Y NO LUGARES
XII: A UN TIRO DE PIEDRA DE JERUSALÉN
EPÍLOGO
CONCLUSIÓN
RECONOCIMIENTOS
SOBRE EL AUTOR
titlepageEl Dios del jardín: Reflexiones sobre la creación, la cultura y el reino
Copyright © 2023 por Andrew Peterson
Todos los derechos reservados.
Derechos internacionales registrados.
B&H Publishing Group
Brentwood, TN 37027
Diseño de portada e ilustración: Stephen Crotts
Ilustraciones en los capítulos: Andrew Peterson
Director editorial: Giancarlo Montemayor
Editor de proyectos: Joel Rosario
Coordinadora de proyectos: Cristina O’Shee
Clasificación Decimal Dewey: B
Clasifíquese: PETERSON, ANDREW / VIDA CRISTIANA/ DIOS / CREACIÓN
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida ni distribuida de manera alguna ni por ningún medio electrónico o mecánico, incluidos el fotocopiado, la grabación y cualquier otro sistema de archivo y recuperación de datos, sin el consentimiento escrito del autor.
A menos que se indique de otra manera, las citas bíblicas (RVA-2015) corresponden a la versión Reina Valera Actualizada, Copyright © 2015 por la Editorial Mundo Hispano. Usada con permiso.
La cita de William Wordsworth al principio de cada capítulo está tomada del poema «Oda: Insinuaciones
de inmortalidad de temprana infancia».
Los poemas de Shigé Clark (págs. 156-157) y Pete Peterson (págs. 157-160) están usados con permiso del escritor.
ISBN: 978-1-0877-6029-2
1 2 3 4 5 * 26 25 24 23
Para Art y Janis Peterson
Ellos imprimieron sobre mí las palabras del Señor, hablaron de ellas sentados en casa, andando por el camino, cuando se acostaban y cuando se levantaban. Además, plantaron árboles.
Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: —De cierto les digo que si no se vuelven y se hacen como los niños, jamás entrarán en el reino de los cielos.
—Mateo 18:2-3
– I –
BIENVENIDO A «CHAPTER HOUSE»
El niño es padre del hombre; y desearía que mis días estuvieran conectados uno al otro por una piedad natural.
—William Wordsworth
Esta es una historia sobre el lugar. Entonces, es apropiado que todo este libro se haya escrito en un solo lugar, rodeado de las mismas paredes, los mismos aromas, los mismos chirridos, peculiaridades y comodidades. Debido a mi trabajo, he tenido que viajar mucho, así que la mayoría de mis canciones e historias se escribieron en toda clase de lugares: cafeterías, salones de adoración en iglesias, salones de fiesta, bancos en un parque y salas de grabación. He pasado gran parte de los últimos veinticinco años en movimiento. Debido al COVID-19, a principios de 2020 tuve que quedarme varado (de manera literal y figurativa), de una manera que me permitió —me obligó — a trabajar en un lugar: en forma lenta, rítmica, sin el paso frenético al cual me había acostumbrado. Tuve que ejercitar mi imaginación y arrojar pensamientos por todas partes, pensamientos que trepaban como la hiedra más allá de los confines de este lugar a otros lugares en el pasado y el futuro distantes, y viajar no solo en avión o en un autobús de gira, sino en las páginas de libros y en los recuerdos conservados en fotografías.
A las pocas semanas del aislamiento primaveral, cuando Jamie y yo nos fuimos a dormir, me di cuenta de que había pasado más noches consecutivas en mi propia cama que en más de veinte años. Estaba feliz. Sí, había inquietudes económicas; sí, había una ansiedad hirviente provocada por aquel virus espantoso; sí, la muerte y la tragedia parecían estar despedazando al mundo; sí, había cosas que queríamos hacer pero que no podíamos. Pero, desde 1997 cuando nos mudamos a Nashville, nunca había estado en casa con mi esposa una primavera entera. Nunca había visto desde casa cómo la Cuaresma florecía hasta transformarse en la Pascua. Tampoco había estado presente para cada día embriagante de verano, o para ver cómo se marchitaba entre las llamas del otoño. Ciertas aves venían al comedero en ciertos momentos. En mis caminatas por pastizales bajos llegué a esperar el destello blanco de los conejos que saltaban hacia las malezas en ciertos lugares. Entre los muchos ciervos que pasaban por allí, un cervatillo huérfano se quedó durante semanas, apacentándose descaradamente en el huerto de maíz apenas más allá de nuestro auto. Aprendí a detectar a las tortugas de caja que estaban congeladas entre las malezas y me contemplaban con sus severos iris amarillos cerca del arroyo estacional. El campo de flores silvestres atraía mariposas y jilgueros. Las abejas proveían veintitrés kilos (cincuenta libras) de miel. El peral por fin produjo exactamente una pera comestible. Nos cansamos de llenar tazones de arándanos, frambuesas y frutillas, cosechadas durante las mañanas cubiertas de rocío, mientras el sol se asomaba por la colina. Las gallinas ponían huevos; los canteros elevados proporcionaban kale, cebollas y pepinos. Y como había alguien que lo cuidara a diario, el jardín del frente de la cabaña explotaba en un arcoíris de tulipanes, jacintos, dedaleras, achileas, echinaceas, delfinios, nepetas, salvia rusa, alceas, geranios, lupines y ásteres. Toda la casa parecía disfrutar el cuidado de un jardinero aficionado en el lugar. Respondía favorablemente a mí, y yo a ella. En fin, nunca antes había sentido una conexión tan íntima con un Lugar: con este lugar al que llamamos «The Warren», absolutamente único en todo el mundo.
Cuando nos mudamos aquí hace unos catorce años, soñaba con que un día encontraría la manera de construir una cabañita de escritura. Educamos en casa a nuestros hijos (lo que en realidad significa que Jamie educó en casa a nuestros hijos), así que era difícil encontrar un lugar tranquilo para escribir. La vida era ajetreada y el presupuesto ajustado, así que era imposible pensar en construir algo. Me las arreglaba trabajando en mis libros en alguna cafetería local y escribía canciones en nuestra sala de estar ya tarde por la noche, después de que todos se habían ido a dormir. De las canciones que escribí en casa con el correr de los años, compuse el 99 % entre la medianoche y las cuatro de la mañana. Entonces, hace unos cinco años, vino a visitarnos una amiga de otra ciudad. Le hicimos una visita guiada de la propiedad, y al final, ella me preguntó: «Pero ¿dónde trabajas tú?». Nos reímos. Le dije que tenía la esperanza de construir un lugar algún día, pero que no podíamos costearlo. Me di cuenta de que estaba maquinando algo en su cabeza. Unas semanas más tarde, recibimos un cheque por correo, junto con una nota que decía: «Esto es para los cimientos. Manos a la obra».
Ella sabía que, si tan solo podía dar el salto y ponía los cimientos, encontraría la manera de terminar. Tenía razón. Gracias a la ayuda de varias personas generosas, alrededor de un año más tarde, terminé la construcción de esta cabañita de escritura, a la cual llamé «Chapter House» [Casa del capítulo]. Encontré un viejo piano de 400 dólares en línea y lo coloqué en una esquina, y el primer día que me senté a trabajar en una canción, incliné la cabeza y lloré lleno de gratitud. En este lugar llamado Nashville, hay un lugar que se llama The Warren. Y aquí en The Warren, apenas más allá del arco de piedra y del cantero de tulipanes, hay un lugar llamado Chapter House. Ahí fue donde se escribió cada frase de este libro.
Chapter_House_Plans002_bmp_no_designerLas paredes están aisladas con libros y decoradas con cuadros. Está el cuadro que compré en Nome, Alaska. También la acuarela de St. Francis que mi hijo hizo para mí. Sobre el piano, hay una estatuilla de Janner y Kalmar Wingfeather, un regalo de mi amigo escultor, Scott. En una esquina, hay una mesa donde dibujo árboles. Junto al piano, una guitarra con bellísimas incrustaciones cuelga de la pared. Debajo de la ventana, hay un reclinatorio antiguo de roble de Inglaterra, donde enciendo una vela y oro en mis mejores días. No pasa un día sin que dé gracias a Dios por este lugar dentro de un lugar, dentro de otro lugar que amo.
La mayor parte de Chapter House está hecha de árboles. El techo, el suelo, la puerta de entrada, las estanterías, la mesa para dibujar, la repisa y el marco de la chimenea solían ser árboles vivos. Eso tiene un gran significado. Otra cosa que hace que una casa sea significativa son las historias que alberga. Nuestros cuerpos necesitan un lugar para vivir, y los lugares donde vivimos necesitan cuerpos que los habiten. Los humanos fuimos creados para cuidar el mundo, y el mundo fue creado para ser cuidado. Esta historia sobre el lugar está enmarcada de árboles, pero no se trata tan solo de árboles. Los árboles son el marco mediante el cual estas historias se escribieron y se entienden… y si no se entienden, al menos, se exploran. Los troncos de varios de los árboles grandes aquí en The Warren tienen tablas de 5x10 cm (2x4 pulgadas) que mis hijos clavaron, una sobre otra, para poder alcanzar las ramas de más arriba. Los capítulos de este libro son como esas tablas, hechos de árboles y fijados a los árboles para alcanzar el mundo asombroso del estrato superior, y también para obtener una perspectiva nueva e iluminadora del suelo.
Los árboles tienen que estar quietos para poder crecer. Nosotros necesitamos estar quietos para ver que la obra de Dios en nosotros y a nuestro alrededor suele ser lenta y tranquila, paciente y constante. Fue en esa tranquilidad que me senté aquí en Chapter House, observando por sus ventanas cómo la creación cambia de ciclo, para indagar en el suelo del pasado, para ramificarme al aire del presente y estirarme hacia los cielos del reino venidero.
Así que todo empieza con una semilla de arce atrapada en una ráfaga de viento, que se eleva por encima de los aleros de Chapter House, va más allá del río Cumberland, sobrevuela las praderas de caballos de Kentucky y se dirige a las amplias planicies del centro de Illinois. La semilla baja haciendo un molinete y descansa en el patio de una pequeña casa de ladrillos donde un muchachito juega con sus hermanos.
No son conscientes de todo lo bueno que tienen.
– II –
DOS ARCES, UN CORNEJO Y UN ÁRBOL PARA PENSAR
Todo prado, arboleda y arroyo pequeño
La tierra, y toda cuestión general,
En un tiempo parecían ataviados de luz celestial,
La gloria y la frescura de un sueño.
—William Wordsworth
Dos arces.
Uno grande y uno pequeño.
Es lo primero que recuerdo de mi infancia en Monticello, Illinois. Si estuvieras buscando un lugar donde filmar una película que se desarrolla en la versión más pintoresca e idílica del típico pueblito estadounidense, Monticello sería el lugar ideal. Había una plaza con una heladería y una pizzería en la otra esquina. En verano había luciérnagas y quitanieves en invierno, había juegos de softball en el parque y bravucones en el patio de juegos. Incluso teníamos tornados de vez en cuando que arrasaban con kilómetros y kilómetros de campos de maíz y astillaban los viejos graneros.
Nuestra familia vivía en la casa parroquial, una casita humilde que pertenecía a la iglesia, y donde el predicador vivía sin pagar alquiler. Si mirabas la pequeña casa de ladrillos desde la calle State, veías a la derecha un maizal que bordeaba el patio del costado y se extendía hacia atrás varios cientos de metros. El borde del maizal giraba a la izquierda y rodeaba el patio y el edificio de la iglesia, después se inclinaba hacia el camino a la izquierda y más allá de la iglesia, y nos cercaba todo el verano con una pared verde que se mecía. En el patio, entre la casa y el maíz, había dos arces: uno grande y otro pequeño. No sé si los habían plantado en momentos diferentes, o si quizás uno habría perdido sus ramas superiores en alguna tormenta, pero tengo el vago recuerdo de referirnos a esos árboles como «grande» y «pequeño».
Probablemente nunca lo haya dicho en voz alta, pero después de todos estos años y kilómetros de distancia, si cierro los ojos y pienso en Monticello, lo primero que veo es aquellos dos árboles frondosos en primer plano frente a un mar de maíz alto y verde, y maíz que se extendía hacia el infinito debajo de una bóveda de un azul brillante. Otro recuerdo borroso: trepar por una escalera de madera entre las ramas sombrías para maravillarme ante cuatro huevos azules como el cielo, contenidos en su nido de ramitas. Era el año 1980. Yo tenía siete años.
Maíz. Cielo azul. Dos arces, uno grande y uno pequeño. Esas cuatro cosas encapsulan gran parte de mis recuerdos de la infancia. Nunca me enteré de quién plantó esos árboles, pero si lo supiera, se lo agradecería. Son una parte tan importante de mi historia como aquella casita y las personas que vivían en ella. En la película Qué bello es vivir, hay una escena en la que un George Bailey borracho estrella el auto contra un árbol. El dueño de la casa le grita: «¡Mi abuelo plantó ese árbol!». Es un momento pequeño en una gran historia, pero siempre me encantó. Era como si hubiera dicho: «Estoy arraigado a este lugar. Soy parte de una historia más grande. Me importan las cosas duraderas, y lo que se transmite de generación en generación. Me importa lo que crece y da sombra, la creación y el gran alcance de las épocas». Estos árboles no eran míos, pero ojalá lo hubieran sido.
Desde una distancia de cuarenta años, veo a ese niño trepando por las ramas de los arces para mirar los huevos y quiero abrazarlo. Incluso ahora, mi corazón se conmueve y me cuesta contener las lágrimas por la tristeza de lo que se perdió, y de lo que se perdió tan pronto. El dolor llegaría pronto, pero todavía no lo sabía.
Recuerdo un movimiento pasivo, casi automático, a través de los días, tomar nota de momentos que ahora me parecen preciosos e inmaculados, pero que en ese entonces se consideraban un hecho práctico aunque no menos maravilloso por eso: un conejo que se desvanecía en las sombras verdes que proyectaba la frondosa pared de maíz, la luz del sol que calentaba el campo de frutillas, la gata que daba a luz sobre una pila de ropa para lavar, la conversación incesante de los miembros de la iglesia en el aire limpio del estacionamiento después de la reunión del domingo, el camino silencioso hasta la escuela primaria Lincoln en el mundo sereno de una mañana nevada. Ese capítulo de mi niñez acunaba una profunda inocencia, por lo cual ahora me resulta desconcertante que haya invitado con tanto entusiasmo semejante pecado a mi corazón un día en la escuela, cuando el Día del Libro, mi amigo llevó de contrabando una de las revistas de su papá desde su casa; desconcertante que haya pasado el primer y segundo grado con el miserable terror de que me llamaran o incluso me miraran; desconcertante que el muchachito dorado que era pudiera deslustrarse con tanta facilidad y de forma tan voluntaria.
¿Qué pasó? Por más que me esfuerce, no puedo encontrar nada en el paisaje de recuerdos de Monticello que lo explique. Los días veraniegos brillaban con azul y verde y dorado, las noches, con luciérnagas, y los inviernos, con la nieve bañada de luz de luna. Los dos arces enmarcaban el patio y ofrecían su sombra en junio, su gloria en octubre, sus contornos austeros en febrero y sus pimpollos bermejos en abril. Eran centinelas benevolentes, que observaban cómo el niño y sus hermanos se escapaban a las filas de maíz, perseguían al cocker spaniel y se deslizaban por la pila de nieve en el estacionamiento. Siempre presentes, arraigados al suelo de una manera que sugiere permanencia, los arces aun así siempre estaban cambiando, siempre ahondando sus raíces, extendiendo sus ramas