Conan el cimerio - El extranjero negro
Por Robert E. Howard
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Robert E. Howard
Robert E. Howard (1906–1936) was an American author of pulp fiction, who made a name for himself by publishing numerous short stories in pulp magazines. Known as the “Father of Sword and Sorcery,” Howard helped create this subgenre of fiction. He is best known for his character Conan the Barbarian, who has inspired numerous film and television adaptations. Howard committed suicide at the age of thirty.
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Conan el cimerio - El extranjero negro - Robert E. Howard
Conan el cimerio - El extranjero negro
Translated by Rodolfo Martínez
Original title: The Black Stranger
Original language: English
Copyright © 2023 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728322901
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
1
Los hombres pintados
El claro estaba vacío; de pronto, alguien asomó con precaución al borde de los arbustos. No había hecho el menor ruido que alertara a las ardillas de su llegada, pero los pájaros multicolores que revoloteaban bajo el sol en el espacio abierto se asustaron ante la repentina aparición y escaparon en una nube ruidosa. El recién llegado frunció el ceño y echó un rápido vistazo al lugar por donde había venido, como si temiera que el vuelo de los pájaros hubiera traicionado su posición a algún perseguidor invisible. Luego se aventuró al interior del claro, pisando con precaución. Pese a su cuerpo enorme y musculoso se movía con la seguridad elegante de una pantera. Estaba desnudo excepto por un trapo enrollado en torno a las caderas, y tenía los brazos cubiertos de barro seco y cruzados de arañazos producidos por los brezos. Llevaba una venda cubierta de una costra marrón anudada alrededor de su musculoso brazo izquierdo. Bajo la enmarañada melena negra, el rostro estaba demacrado y macilento y los ojos ardían como los de una pantera herida. Cojeaba ligeramente mientras seguía el borroso sendero que cruzaba el claro.
A mitad de camino se detuvo de repente y dio media vuelta con un salto felino, quedando encarado al lugar del que había salido; en ese momento, una llamada prolongada y temblorosa cruzó la jungla. Para cualquier otro habría sido simplemente el gañido de un lobo, pero él sabía que no se trataba de lobo alguno. Era cimerio y conocía las voces de la selva tan bien como un urbanita habría conocido las de sus amigos.
La rabia ardió rojiza en sus ojos inyectados en sangre mientras se daba media vuelta de nuevo y echaba a correr por el sendero que, una vez dejado atrás el claro, bordeaba un denso matorral que formaba un sólido manchón de verdor entre árboles y arbustos. Un enorme leño, medio enterrado en la tierra cubierta de hierba, corría paralelo al matorral, entre este y el sendero. Al verlo, el cimerio se detuvo y miró hacia atrás en dirección al claro. Cualquier otro no habría visto rastro alguno de que nadie hubiera pasado por allí, pero había indicios que saltaban a sus ojos fieros y aguzados y los habría, por tanto, para aquellos igualmente agudos que lo perseguían. Maldijo en voz baja y la roja rabia se intensificó en sus ojos, la furia enloquecida de una bestia acosada que está preparada para lo que sea. Recorrió el sendero de un modo descuidado, aplastando aquí y allá las hierbas con el pie. Luego, una vez hubo alcanzado el extremo más alejado del enorme leño, saltó sobre él, dio media vuelta y corrió con ligereza por encima. La corteza había sido arrancada por los elementos, así que ni el ojo más agudo de la selva habría visto en la superficie huella alguna de que hubiera desandado el camino. Cuando llegó al punto más denso del matorral se desvaneció en su interior como una sombra y sin que ni siquiera una hoja temblorosa diera señales de su paso.
Los minutos pasaron arrastrándose. Las ardillas grises parloteaban de nuevo en las ramas, pero se detuvieron de repente y enmudecieron. De nuevo alguien invadía el claro. Tan silenciosamente como lo había hecho el primer hombre, otros tres aparecieron por el extremo oriental. Eran bajos y de piel morena, de pecho y brazos densamente musculados. Vestían taparrabos de piel de gamo y cada uno llevaba una pluma de águila en el pelo. Tenían el cuerpo pintado con aterradores diseños e iban armados hasta los dientes.
Habían examinado cuidadosamente el claro antes de salir con extrema cautela, pues aparecieron entre los arbustos de repente, sin vacilar, en fila de a uno. Caminaban silenciosos como leopardos e iban inclinados con la mirada fija en el sendero. Seguían el rastro del cimerio, tarea nada fácil ni siquiera para aquellos sabuesos humanos. Fueron cruzando el claro muy despacio y, de pronto, uno de ellos se puso rígido y señaló con su lanza de ancha hoja una brizna de hierba aplastada allí donde el sendero se internaba de nuevo en la selva. Todos se quedaron quietos al instante, los ojos entrecerrados clavados en el muro de árboles. Pero su presa estaba bien oculta y no vieron nada que despertase sus sospechas, así que siguieron su camino, ahora más rápido, en pos de las débiles marcas que parecían indicar que su presa se iba volviendo más descuidada a causa de la debilidad o la desesperación.
Acababan de pasar el lugar donde el camino se acercaba más al matorral cuando el cimerio saltó justo tras ellos y clavó el cuchillo entre los hombros del último. El ataque fue tan veloz e inesperado que el picto no tuvo la menor posibilidad de salvarse. La hoja le había atravesado el corazón antes de que fuera consciente de que estaba en peligro. Los otros dos se volvieron al instante con la velocidad increíble de los salvajes, pero sin haber acabado siquiera de clavar el cuchillo, el cimerio lanzó un golpe bestial con el hacha de combate que empuñaba en la mano derecha. El segundo picto se había vuelto a medias cuando el hacha golpeó y le abrió el cráneo hasta los dientes. El picto que quedaba, un caudillo a juzgar por la punta escarlata de su pluma de águila, se lanzó feroz al ataque. Tiró una puñalada al pecho del cimerio mientras este arrancaba el hacha de la cabeza del muerto. El cimerio lanzó el cadáver contra el caudillo y embistió con la furia y la desesperación de un tigre herido. El picto, que se tambaleó ante el impacto del muerto, no hizo ningún intento de detener el hacha goteante. El instinto de matar superaba incluso al de supervivencia y empujó con rabia la lanza contra el amplio pecho de su enemigo. El cimerio tenía a su favor una inteligencia superior y un arma en cada mano. El hacha, en un barrido descendente, partió el asta de la lanza, y el cuchillo en la mano izquierda del cimerio se enterró en el vientre pintado.
Un bramido terrible se escapó de los labios del picto mientras se tambaleaba, eviscerado. No era un grito de miedo o dolor, sino de una rabia bestial, desconcertada, el aullido de muerte de una pantera. Le respondió un coro salvaje de gritos a cierta distancia al este del claro. El cimerio se puso en pie con un estremecimiento y dio media vuelta, agachándose como un animal acorralado y mostrando los dientes. Se sacudió el sudor del rostro. La sangre manaba del vendaje y le goteaba por el antebrazo.
Con una imprecación incoherente y jadeante dio media vuelta y huyó hacia el oeste. No se molestó en elegir un camino, sino que corrió a la máxima velocidad que le permitían las largas piernas, sacando fuerzas de ese depósito profundo pero inagotable de resistencia con que la naturaleza compensa la existencia salvaje. A su espalda, la selva quedó en silencio por un instante. De repente, un aullido demoniaco se alzó desde el lugar que acababa de dejar, y el cimerio supo que sus perseguidores habían encontrado los cuerpos de sus víctimas. No tenía aliento para malgastarlo en maldecir las gotas de sangre que salpicaban el suelo desde la herida reabierta y que dejaban un rastro que hasta un niño habría podido seguir. Había pensado que tal vez aquellos tres pictos eran todo lo que quedaba de la gran hueste que llevaba persiguiéndolo más de veinte leguas, pero debería haber supuesto que aquellos lobos humanos jamás abandonarían un rastro de sangre.
La selva guardaba silencio otra vez, lo que implicaba que estaban de nuevo tras su rastro, marcado por las traicioneras gotas de sangre que no podía contener. Un viento del oeste le llegó al rostro, cargado de una humedad salada que le era familiar. Sorprendido, comprendió que, si estaba tan cerca de la costa, la larga cacería había durado incluso más de lo que había creído. Pero estaba a punto de terminar; incluso su lobuna vitalidad empezaba a agotarse tras tanto esfuerzo. Jadeó en busca de aire y sintió un agudo dolor en el costado. Las piernas le temblaban, cada vez más débiles, y la que tenía herida protestaba como si le cortasen los tendones cada vez que la posaba en el suelo. Había seguido sus instintos salvajes y había sacado fuerzas de cada nervio y músculo, aguantando más allá del límite con tal de sobrevivir. Ahora, tan cerca del final, era otro instinto el que lo guiaba, uno que buscaba un lugar donde plantar cara y vender la vida a un precio sangriento.
No abandonó el sendero ni se internó en los profundos matorrales que había a cada lado. Sabía de la futilidad de