Peter Pan
Por J.M. Barrie
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J.M. Barrie
J. M. Barrie (1860-1937) was a Scottish playwright and novelist best remembered for creating the character Peter Pan. The mischievous boy first appeared in Barrie's novel The Little White Bird in 1902 and then later in Barrie's most famous work, Peter Pan, or The Boy Who Wouldn't Grow Up, which premiered on stage in 1904 and was later adapted into a novel in 1911. An imaginative tale about a boy who can fly and never ages, the story of Peter Pan continues to delight generations around the world and has become one of the most beloved children's stories of all time. Peter's magical adventures with Tinker Bell, the Darling children, and Captain Hook have been adapted into a variety of films, television shows, and musicals.
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Peter Pan - J.M. Barrie
Peter irrumpe
Todos los niños, menos uno, crecen. No tardan en descubrirlo, y así fue como Wendy lo descubrió. Un día, cuando tenía dos años, estaba jugando en un jardín y arrancó una última flor, que le llevó corriendo a su madre. Supongo que a la Sra. Darling le debió parecer de lo más adorable, pues se llevó la mano al pecho y exclamó: Ay, ¿no podrías quedarte así para siempre?
. Nunca se habló más del asunto, pero desde entonces Wendy supo que tendría que crecer. Uno siempre lo sabe a partir de los dos años. Los dos son el comienzo del fin.
Aunque, claro, ellas vivían en la 14, y hasta la llegada de Wendy, su madre era la única. Era una mujer encantadora, de mente romántica y una boca dulce y burlona. Su mente romántica era como esas cajas diminutas, una dentro de otra, provenientes del enigmático Oriente, en las que siempre hay una más por muchas que uno descubra, y en la boca dulce y burlona guardaba un beso que Wendy nunca pudo obtener, a pesar de que allí estaba, perfectamente visible en la comisura derecha.
Así fue como el Sr. Darling la cautivó: los muchos señores que habían sido niños cuando ella era una niña descubrieron al mismo tiempo que la amaban, y corrieron hasta su casa para proponerle matrimonio, todos salvo el Sr. Darling, que tomó un coche y, por ser el primero en llegar, la conquistó. Lo conquistó todo de ella, salvo la caja más profunda y el beso. Nunca supo siquiera sobre la caja, y con el tiempo desistió de obtener el beso. Wendy creía que Napoleón habría podido obtenerlo, pero me lo imagino enfadado, dando un portazo al salir por no haberlo conseguido.
El Sr. Darling solía presumirle a Wendy que su madre no solo lo amaba, sino que también lo respetaba. Era uno de esos hombres versados que saben de títulos y acciones. Por supuesto que nadie sabe de eso realmente, pero él sí parecía saber bastante y, a menudo, decía que los títulos estaban al alza y las acciones a la baja, de una forma que le habría valido el respeto de cualquier mujer.
La Sra. Darling se casó de blanco y, al principio, llevaba las cuentas con rigor, casi jovial, como si fuera un juego, y ni una col de Bruselas se le escapaba, pero poco a poco fueron refundiéndose coliflores enteras y, en su lugar, aparecían retratos de bebés sin rostro. Ella los dibujaba en vez de estar sacando el total. No eran más que presentimientos de la Sra. Darling.
Wendy llegó primero, luego John y luego Michael.
Tras la llegada de Wendy, por una semana o dos, no estaban seguros de que fueran capaces de quedársela, pues era una boca más que alimentar. El Sr. Darling estaba sumamente orgulloso de ella, pero, como era un hombre honesto, se sentó al borde de la cama de la Sra. Darling, tomó su mano y calculó los gastos, mientras ella lo miraba suplicante. Quería que corrieran el riesgo, pasara lo que pasara, pero él no era así. Él era de lápiz y papel, y si ella lo distraía con ideas, él debía comenzar de ceros.
—Esta vez no me interrumpas —le rogaba—. Aquí tengo una libra con diecisiete y, en la oficina, dos con seis. Puedo bajarle al café de la oficina, digamos diez chelines, para que sean dos, nueve y seis, más tus dieciocho con tres serían tres, nueve, siete, más cinco, cero, cero en mi chequera serían ocho, nueve, siete. ¿Quién anda por ahí? Ocho, nueve, siete, coma y llevo siete. No hables, querida. Y la libra que le prestaste a ese hombre que nos tocó a la puerta. Silencio, niña. Coma y llevo niña. ¡Ves, lo hiciste de nuevo! ¿Dije nueve, nueve, siete? Sí, dije nueve, nueve, siete. La cuestión es: ¿podemos intentarlo por un año con nueve, nueve, siete?
—Claro que podemos, George —increpó. Ella estaba a favor de que se quedaran con Wendy, pero él era, en últimas, quien tenía el carácter más firme de los dos.
—No olvides las paperas —le advirtió casi amenazándola, y prosiguió—: Paperas, una libra, eso fue lo que anoté, pero me atrevería a decir más bien unos treinta chelines. No hables. Sarampión, una con cinco; rubeola, media guinea; serían dos, quince, seis. No sacudas el dedo. Tos ferina, digamos quince chelines —y así siguió, y cada vez le daba un total diferente, pero al final Wendy simplemente salió adelante, con las paperas reducidas a doce, seis, y el sarampión y la rubeola tratados como lo mismo.
Con John hubo igual conmoción, y Michael se salvó por un pelo, pero al final se quedaron con ambos. Y pronto se les vería a los tres, en fila, yendo al jardín infantil de la Srta. Fulsom, acompañados de su niñera.
A la Sra. Darling le encantaba tener todo en orden, y el Sr. Darling se empecinaba en ser exactamente como sus vecinos, así que, desde luego, tenían una niñera. Como eran pobres, dada la cantidad de leche que los niños bebían, esta niñera era una remilgada perrita de Terranova llamada Nana, que no había pertenecido a nadie en particular hasta que los Darling la contrataron. Sin embargo siempre había creído que los niños eran importantes, y los Darling la habían conocido en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo libre fisgoneando los coches de bebés, odiada por las institutrices negligentes, a las que seguía hasta sus casas para quejarse de ellas con sus amas. Demostró ser una niñera excepcional. Era sumamente meticulosa a la hora del baño y, por la noche, se levantaba en cualquier momento si uno de los niños a su cargo lanzaba el más mínimo chillido. En efecto, su perrera estaba en la habitación de los niños. Era un genio a la hora de distinguir entre una tos que no daba tregua y una que solo requería enrollarse una media en el cuello. Hasta el último de sus días creyó en los remedios anticuados, como las hojas de ruibarbo, y gruñía desdeñando todas las conversaciones de moda sobre gérmenes y demás. Era una lección de decoro verla acompañar a los niños a la escuela: caminaba serena junto a ellos cuando se comportaban, pero los embestía de vuelta a la fila si se desviaban. Los días en que John jugaba fútbol, jamás olvidaba su suéter y, por lo general, cargaba un paraguas entre la boca por si llovía. Hay una habitación en el sótano de la escuela de la Srta. Fulsom donde las niñeras aguardan. Solían sentarse en bancas mientras que Nana se extendía en el piso, pero esa era la única diferencia. Fingían ignorarla, como si la creyeran de un estatus social inferior, y ella despreciaba sus conversaciones ligeras. Le molestaba que las amigas de la Sra. Darling vinieran a la habitación a saludar a los niños, pero cuando lo hacían, primero le quitaba rápidamente el mandil a Michael y le ponía el azul trenzado, y le alisaba el vestido a Wendy y al instante peinaba a John.
Ninguna habitación de un niño podría haberse dirigido mejor, y el Sr. Darling lo sabía, aunque a veces le inquietaba lo que sus vecinos pudieran estar diciendo.
Tenía un estatus que cuidar en la ciudad.
Nana también le preocupaba de otra forma. A veces tenía la sensación de que ella no lo admiraba. Sé que te admira enormemente, George
, le aseguraba la Sra. Darling, que luego hacía señas a los niños para que fueran especialmente amables con su padre. Luego solían bailar animados y en ocasiones permitían que Liza, la única otra sirvienta, se uniera. Parecía una enana con su falda larga y la cofia de criada, así hubiera jurado, cuando la contrataron, que ya estaba muy por encima de los diez. ¡Qué alegres eran esos bailoteos! Y la más alegre de todas era la Sra. Darling, que hacía piruetas tan salvajes que todo lo que se le veía era el beso, y si alguien se hubiera abalanzado sobre ella, quizá lo habría obtenido. Jamás hubo una familia más sencilla y feliz, hasta la llegada de Peter Pan.
La Sra. Darling oyó de Peter por primera vez cuando estaba ordenando la mente de sus hijos. Toda buena madre tiene por costumbre, después de que sus hijos se han dormido, hurgar cada noche en su mente y ponerlo todo en orden para la mañana siguiente, empacando de nuevo y en el lugar indicado todas las cosas que se han extraviado durante el día. Si ustedes pudieran quedarse despiertos (pero evidentemente no pueden), verían a su propia madre haciendo todo esto y les parecería muy interesante observarla. Es como ordenar cajones. La verían merodear ridículamente, me imagino, y husmear de rodillas por algunos de sus contenidos, o preguntarse de dónde diablos han sacado tal cosa, hacer descubrimientos dulces y otros no tan dulces, presionarse esto contra la mejilla como si fuera un tierno gatito y rápidamente esconder eso otro. Cada vez que se despiertan en la mañana, la necedad y las pasiones nocivas con las que se han acostado han sido dobladas en fardos pequeños y colocadas al fondo de la mente mientras que, encima, bellamente aireados, están extendidos sus pensamientos más hermosos, listos para que se los pongan.
No sé si alguna vez han visto el mapa de la mente de una persona. Los doctores a menudo dibujan mapas de otras partes de uno, y el mapa de uno mismo puede resultar muy interesante, pero otra cosa es que dibujen el mapa de la mente de un niño, la cual no solo es confusa, sino que da vueltas todo el tiempo. Tiene líneas en zigzag, así como un diagrama de temperatura, que a lo mejor son carreteras en la isla, pues el País de Nunca Jamás siempre es más o menos una isla, con extraordinarias manchas de color aquí y allá, y arrecifes de coral y navíos de aspecto elegante en el horizonte, y madrigueras salvajes y solitarias, y gnomos que son casi todos sastres, y cuevas por las que corre un río, y príncipes con seis hermanos mayores, y una cabaña que rápidamente se descompone y una anciana muy pequeña de nariz aguileña. Sería un mapa sencillo si eso fuera todo, pero también está el primer día de colegio, la religión, los padres, el estanque redondo, la costura, los asesinatos, los ahorcamientos, los verbos en dativo, el día en que se sirve pudín de chocolate, ponerse frenillos, decir treinta y tres en el médico, tres peniques por sacarse el diente uno mismo y así sucesivamente, y estas cosas o forman parte de la isla o forman otro mapa que se transluce, y todo es bastante confuso, sobre todo porque nada se detiene.
Evidentemente los Países de Nunca Jamás varían muchísimo. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que la cruzaban volando. John vivía en un bote volcado en la arena, Michael en una tienda india, Wendy en una casa de hojas cosidas con destreza. John no tenía amigos, Michael tenía amigos de noche, Wendy tenía por mascota un lobo abandonado por sus padres, pero en general los Países de Nunca Jamás tienen un aire familiar, y, si se quedaran quietos en fila, uno podría decir que tienen la misma nariz, entre otras cosas. Los niños que juegan en estas costas mágicas siempre están encallando sus barquillas de cuero. Nosotros también hemos estado allí y aún podemos oír el oleaje, así nunca más hayamos de desembarcar.
De todas las islas placenteras, la del País de Nunca Jamás es la más acogedora y más compacta, pues no es grande ni dispersa, ya saben, de distancias tediosas entre una aventura y otra, sino agradablemente repleta. Si juegan allí de día con las sillas y el mantel, no hay nada de qué preocuparse, pero luego, en ese par de minutos antes de dormirse, se vuelve muy real. Para eso es la lámpara en la mesa de noche.
Al viajar por la mente de sus hijos, de vez en cuando la Sra. Darling encontraba cosas que no podía comprender, y entre todas ellas la más desconcertante era la palabra Peter. A pesar de que no conocía a ningún Peter, la veía aquí y allá en la mente de John y Michael, y la de Wendy comenzó a garabatearla por todas partes. El nombre sobresalía en letras más gruesas que las de cualquier otra palabra, y cuanto la Sra. Darling más lo contemplaba, tanto más curioso y arrogante le parecía.
—Sí, él es bien arrogante —admitió Wendy con remordimiento. Su madre la había estado interrogando.
—Pero ¿quién es, cariño?
—Es Peter Pan. Ya lo conoces, ¿no?
En un principio, la Sra. Darling creyó que no lo conocía, pero al rememorar su infancia de repente recordó a Peter Pan, de quien se decía que vivía con las hadas. Había historias extrañas acerca de él, como que recorría, junto a los niños que morían, parte del camino para que no sintieran miedo. En ese entonces ella creía en él, pero ahora que estaba casada y era sensata dudaba mucho que una persona así existiera.
—Además —le dijo a Wendy—, a estas alturas ya sería un adulto.
—Ah, no, él no es adulto —Wendy le aseguró confiada—, y es de mi mismo tamaño.
Lo que quería decir es que él era de su mismo tamaño mental y físico. No podía saber cómo lo sabía, pero simplemente lo sabía.
La Sra. Darling consultó con el Sr. Darling, pero él desestimó el asunto sonriendo.
—Escúchame bien —dijo—, son tonterías que Nana les ha estado metiendo en la cabeza. Es la clase de idea que se le ocurriría a un perro. Déjalo, que ya se les pasará.
Pero no se les pasó, y pronto ese niño fastidioso le daría a la Sra. Darling un susto tremendo.
Los niños viven las aventuras más extrañas sin que estas les preocupen. Por ejemplo, puede que, una semana después de que les haya ocurrido, recuerden mencionar que en el bosque encontraron a su padre fallecido y jugaron con él. Del mismo modo casual, una mañana Wendy hizo una revelación perturbadora. Unas cuantas hojas de un árbol aparecieron en el piso de su habitación, y con seguridad no estaban allí cuando los niños se habían acostado,