Bach: El músico de Dios
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Desde su infancia en la pequeña ciudad de Eisenach hasta sus últimos días enfrentando la ceguera, Bach vivió en un constante vaivén entre la adversidad y la genialidad. Huérfano a temprana edad, su vida estuvo marcada por pérdidas personales y desafíos profesionales que pondrían a prueba su fe y determinación. A pesar de todo, Bach encontró en la música no solo un medio de subsistencia, sino también una forma de conectarse con lo divino y de dejar un legado imperecedero. Esta biografía novelada no solo revela hechos cruciales en la vida de este músico, sino que también explora las emociones y la pasión que impulsaron su creatividad. Cómo superó cada obstáculo con inquebrantable devoción y talento. Sus composiciones, nacidas del dolor y la esperanza, se convirtieron en himnos de una espiritualidad profunda y universal.
Con prosa fluida y evocadora, esta novela de Elizabeth Subercaseaux invita al lector a una reflexión sobre el impacto duradero de su música y su capacidad para comunicar emociones universales. Rinde tributo al legado de Bach como una de las figuras más influyentes de la música occidental que sigue siendo hasta hoy un faro de constante inspiración. Una lectura indispensable para amantes de la música y la narrativa histórica.
Elizabeth Subercaseaux
Elizabeth Subercaseaux (Santiago de Chile, 1945) es periodista y escritora. En la actualidad vive en Pensilvania, Estados Unidos. Ha sido profesora de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile y ha trabajado como reportera, corresponsal y columnista para diversos medios chilenos y extranjeros. Ha publicado una veintena de libros, entre los que destacan Una semana de octubre (Premio alemán Liberaturpreis 2009), Un hombre en la vereda, Asesinato en La Moneda, la biografía de la primera presidenta de Chile Michelle y Evo Morales. El presidente indígena de Bolivia.
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Bach - Elizabeth Subercaseaux
Diseño de portada: Guarulo & Aloms
Corrección de textos: Genaro Hayden Gallo
Diagramación interior: Salgó Ltda.
Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco
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Primera edición: junio, 2024
ISBN: 978-956-415-099-4
ISBN epub: 978-956-415-100-7
RPI: trámite qg769w (17/06/2024)
© Elizabeth Subercaseaux, 2024
© Editorial Catalonia Ltda. 2024
Santa Isabel 1235, Providencia
Santiago de Chile
www.catalonia.cl - @catalonialibros
Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
A mi querido hermano, Martín.
1
Me dicen que el cielo se está poniendo negro, que va a llover. Hace un frío que cala los huesos, advierte Karl Philipp, (como si fuera algo extraordinario en esta parte del mundo), tiene que abrigarse mejor, padre, usted no se cuida, no hace caso, no se toma en serio este problema… y de pronto entra Anna Magdalena a la pieza, me acomoda los almohadones detrás de la espalda, estira la frazada de lana que cubre mi vientre, me acaricia la cabeza.
—¡Pero si no estoy enfermo de nada! He gozado de espléndida salud toda mi vida y ahora me tratan como si estuviera muriendo.
No alcanzo a pescar lo último que dice Karl Philipp entre dientes, mas no ha de ser algo simpático.
—Mira, hijo, las cosas no son nada simples; yo sé que esto es un problema serio, ¡cómo no voy a saberlo, yo, si estoy perdiendo la vista! No me tomo esta situación a la ligera, como crees, además todavía veo, veo borroso, es cierto y sin embargo, alcanzo a distinguir. Pero hay algo más; déjame decirte que hay otros ojos; están los ojos de la imaginación, los ojos del corazón, los ojos de la memoria, otras maneras de ver. Está la música que no necesita ser vista. Y está Dios, que son los ojos del universo.
Karl Philipp no responde, Anna Magdalena se va a la cocina. ¿Es que no me escucharon? Tal vez Karl Philipp tenga toda la razón y yo esté negando la gravedad del mal que me aqueja. Entiendo que mi hijo tiene la mejor voluntad y lo hace por mi bien, pero no me gusta que me lo recuerde a cada rato. No me gusta la palabra ciego
, ni la palabra ceguera
; tengo la sensación de que si las pronuncio, lo único que haré será atraerlas.
—Padre, se está quedando ciego —mi hijo insiste—, es necesario hacer algo, no es posible que se niegue a ser examinado por el doctor Taylor. Debemos aprovechar la oportunidad. John Taylor estará aquí mismo, en Leipzig. Me han dicho que llegará dentro de una semana. Usted no pretenderá quedarse así, no está viendo casi nada, no distingue bien los objetos, ayer se cayó y pudo haberse quebrado algún hueso, ¿no quiere darse cuenta?
¿Cómo no voy a darme cuenta? ¿Cómo no voy a saber lo que veo o no veo y cuánto veo de lo que hay que ver? ¡Por supuesto que me perturba esta situación! Esta constante penumbra. Esta niebla cerrándose en mi cerebro como una noche. ¡Qué no daría por no andar con temor a tropezar con una piedra y caer al suelo! Como ayer. Como antes de ayer. Solo que antes de ayer nadie me vio y a nadie se lo dije, pero tuve una mala caída. También me molesta no ver lo que está en mi plato antes de echármelo a la boca, y ni decir cuánto me aflige no distinguir bien las facciones de mi esposa… pero hay cegueras peores que la mía.
Cuando mis ojos estaban sanos y me miraba al espejo, el espejo devolvía un rostro de facciones duras, una nariz grande y saliente, una gruesa barbilla bajo las mejillas infladas y el ceño siempre fruncido; es como si estuvieras perpetuamente enojado
me dice Anna Magdalena, riéndose… ella sabe que no es verdad. Y bien, mi cara será dura y mi expresión voluntariosa, hasta enojada, pero en el fondo soy un hombre alegre. No deberían fijarse tanto en lo negativo habiendo otras cosas de las cuales hablar. ¿Acaso he sido un mal padre, un mal esposo? ¿Acaso no he dejado los ojos en esas noches copiando música a la luz de un cebo para ganarme el sustento y traer buenos alimentos y frazadas? Dicen que soy tozudo, que mi carácter es impetuoso. Confunden tenacidad con tozudez. ¡Cómo estaría mi extensa familia si yo no hubiera sido tenaz, si no me hubiese empeñado en aprender de quienes saben más, si mi oficio de músico no nos hubiese alcanzado para comer? ¿Qué habría sido de mí si no hubiese perseverado ante estas ignorantes autoridades de Leipzig, que nunca han entendido mi música y han llegado a llamarla profana y carnavalesca? ¿Profana una música creada para ensalzar a Dios? ¿Carnavalesca una música que les recuerda a los fieles el sufrimiento de Cristo en la cruz? Han llegado a los extremos de calificar mi música de teatral
, y decirme en la cara que solo sirve para que yo me exhiba. Cuando propuse dos orquestas y dos coros, de modo de acercarnos a la supremacía de la fe en Cristo, casi pierdo el puesto. Amenazaron con expulsarme si no encontraba una forma apropiada de afirmar el valor único de las escrituras. ¡Aj! Y luego me hablan a mí de ceguera.
Bueno, vamos a dejarlo así.
2
Las alegrías que me ha proporcionado la vida son directamente proporcionales a los dolores que me ha proporcionado la muerte. Es que la nuestra es una realidad imposible de esquivar. Somos las únicas criaturas que vivimos sabiendo que vamos a morir, que van a morir los seres que queremos, que la muerte es el otro lado de la vida y sin una, la otra no existiría. Somos los únicos que conocemos nuestra fecha de nacer y sabemos que en alguna parte está escrita nuestra fecha de morir. Esos son nuestros límites. Vivimos en una jaula y yo creo que de allí ha de provenir la inquietud que nunca nos abandona, la que algunos convierten en rabia y otros en la esperanza de Dios.
La muerte me ha rondado desde que era un niño. Nos ha rondado, mejor dicho, pues si en algo no estoy solo, es justamente en esto. Las huellas de la guerra, el frío, la pobreza, las enfermedades y las pestes han dejado una marca indeleble en todos nosotros, los turingios. Somos un pueblo de sobrevivientes. No pasaba un día sin que llegara la noticia de otra muerte, de otro niño que no alcanzaba el año, de otra mujer que se iba del mundo en el momento en que daba a luz. Tu primo ha muerto. Ha muerto nuestra prima. Tu hermano ya no está entre nosotros. Su hijo nos ha abandonado… Oh Dios, ¿para qué mandar un niño al mundo si no le permites quedarse más de un par de días, tal vez un mes y a lo más un año? La muerte se ha llevado a once de mis hijos y con cada entierro de mis niños yo mismo he muerto un poco, me he ido llenando de dolor. Hago el esfuerzo por ver a la muerte como parte de Dios, y en ese sentido como una promesa, mas a menudo me encuentro atrapado en la amargura y entonces recurro a mi único refugio que es la música.
Yo no hablo de estas cosas con nadie, mas adivino el miedo que siente Anna Magdalena sin necesidad de que ella me lo diga, y lo suyo no es miedo a que yo muera sino a que yo quiera morir. Un temor infundado porque siento un gran amor por la vida, pero ¿acaso no se vive más tranquilo haciéndose amigo de la idea de la muerte, hasta cantándole, aceptándola como un hecho irremediable?
Cuando yo nací habían pasado veintisiete años desde el fin de la guerra de los Treinta Años. Católicos y protestantes se enfrentaron en una guerra que acabó siendo una siembra de miserias. Se dijo que la guerra tenía un origen religioso, mas a juicio de mi padre, lo que realmente buscaban todos era la hegemonía de Europa. No hace falta decir cómo quedó Alemania después de ese terrible periodo de nuestra historia. Las epidemias, los pozos insalubres, la escasez de alimentos, el agua conducida en troncos de árboles vaciados, la pobreza, el fuerte olor de las curtidurías. También debo mencionar el frío, el hielo, esos días en que la nieve lo sumía todo en un silencio blanco. ¡Cuántos no morían helados en las puertas de sus casas o buscando algo de comer en las praderas congeladas! La muerte era una asidua visitante en nuestro vecindario y esa lucha por la supervivencia afectaba muy negativamente el ánimo de las gentes.
La región donde nací, la bella Turingia, quedó reducida a un cuarto. Fue necesario cerrar muchas capillas musicales, las Cortes redujeron sus gastos al máximo, cundía el hambre, la desolación, y en ese ambiente de desdichas, la religión y la música fueron la única esperanza de un mundo mejor, los únicos valores que prevalecieron.
Turingia había quedado herida por la guerra, pero los turingios sabían que no existe equilibrio de espíritu y de cuerpo sin amor a la música. Todo el mundo afanaba en torno a la música. Desde entonces que los gobernantes locales, a la cabeza de los estados, ducados y principados, hacen alarde de sus orquestas. También pueden ser increíblemente estúpidos y ciegos, como son las autoridades en Leipzig, pero eso es otro cuento. Mi padre nos hablaba del papel que jugó la música en la salvación del alma, en el reencuentro con la vida después de la tragedia que asoló a Europa durante treinta años. Era necesario dar gracias a Dios por lo que había quedado en pie, alabar a Cristo, y para hacerlo no existía nada como la música. —Cristo es la cabeza de nuestra Iglesia y la única manera de expresar la grandeza de Dios es con música —nos decía mi padre. Y nos contaba de los instrumentos que se construían, los clavicémbalos, espinetas y violines. Los órganos que se instalaban en las iglesias. El oficio de organista era un buen oficio y mejor aún si lo practicabas para honrar al Señor.
Turingia y la música emprendieron juntas el camino a Dios. Y yo tengo el honor de contarme entre una de las familias que han promovido la musica en la región. Los Linderman, los Alentur, los Ahle, los Brigen y nosotros, los Bach. Cuando yo era niño, en mi familia había cinco músicos, cuatro organistas, tres cantores, dos maestros de escuela, un profesor de música, un abarrotero, un jurista y un borracho.
Si bien es cierto que la música era el alimento espiritual que ayudaba a limar la ambigüedad y los errores del ser humano, las condiciones de vida no estaban dadas como para que un niño creciera con alegría y sin embargo, yo crecí sintiéndome dichoso. Es que a pesar de las nefastas condiciones en que quedó toda la región, Alemania entera, y si vamos más allá, toda Europa, la nuestra era una casa alegre. Nunca nos faltó la comida. Éramos frugales, nos contentábamos con poco, y siempre tuvimos buenas frazadas y algo que echarnos a la boca. Había muchos niños. Correteábamos por la escalera y los pasillos. Llegaban los tíos. Se hacía música y cantábamos. La música era el lazo que unía a la familia, y como no vivíamos todos en el mismo pueblo, la familia se juntaba una vez al año.
Recuerdo que siendo muy niño —no puedo haber tenido más de siete años—, fuimos con mis padres y mis hermanos caminando hasta Schweinfurt, para celebrar los cuarenta años de su hermano mayor. ¡Qué gran emoción me embarga al recordar esa fiesta! Entre tíos, hermanos, primos y sobrinos éramos unos ochenta Bach. Mi padre y su hermano gemelo cantaban: ¡Oh, cómo es agradable, cómo es dulce estar vivos y estar juntos! Cierro los ojos y vuelvo a verlos. Serenos y conmovidos. Eran casi todos músicos. Recuerdo seis violines, más de cinco violas de gamba y un coro formado por nosotros, los niños. Había cantores, organistas, músicos instrumentales, todos al servicio de la Iglesia. Partimos con un coral religioso, pero pronto nos pasamos a las bufonadas, canciones populares cuyos motivos eran cómicos y hasta burlones. ¡Qué manera de gozar! Nos unía no solamente el que todos llevásemos la misma sangre, sino el haber hecho de la música la principal ocupación de la vida.
Esa bachiada
, que así llamábamos nuestra reunión anual, la recuerdo especialmente porque fue la primera vez que vi a Maria Barbara. Tenía más o menos mi edad, yo hubiera dicho que un par de años más, pero éramos de la misma altura, yo un poco más