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Paso a paso
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Paso a paso

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El ser humano es el único mamífero que camina sobre dos patas en lugar de cuatro, una locomoción conocida como bipedismo. Nos esforzamos por ser ciudadanos íntegros, honramos a quienes se mantienen erguidos y orgullosos y nos oponemos a las injusticias. Seguimos los pasos de los demás y celebramos que un niño empiece a andar. Pero, ¿por qué y cómo, exactamente, dimos nuestros primeros pasos? ¿Y a qué precio? El bipedismo tiene sus inconvenientes: dar a luz es más difícil y peligroso; nuestra velocidad al correr es mucho menor que la de otros animales; y sufrimos diversas dolencias, desde hernias a problemas de sinusitis.



En'Paso a paso, el paleoantropólogo Jeremy DeSilva explora lo inusual y extraordinario de esta capacidad aparentemente ordinaria. En un viaje de siete millones de años a los orígenes mismos del linaje humano, 'Paso a paso' muestra cómo la marcha erguida fue una puerta de entrada a muchos de los demás atributos que nos hacen humanos -desde nuestras capacidades tecnológicas, nuestra sed de exploración, nuestro uso del lenguaje- y puede haber sentado las bases de los rasgos de compasión, empatía y altruismo de nuestra especie. Desde los laboratorios de psicología del desarrollo hasta los antiguos yacimientos fósiles de África y Eurasia, DeSilva da vida a nuestra aventura de caminar sobre dos piernas.



Profundizando en la historia de nuestro pasado y en los nuevos descubrimientos que reescriben nuestra comprensión de la evolución humana, 'Paso a paso' examina cómo caminar erguidos nos ayudó a elevarnos por encima de todas las demás especies del planeta.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2024
ISBN9788412878691
Paso a paso
Autor

Jeremy Desilva

Antropólogo del Dartmouth College. Forma parte del equipo de investigación que descubrió y describió a dos antiguos miembros de la familia humana: Australopithecus sediba y Homo naledi. Ha estudiado chimpancés salvajes en Uganda occidental y fósiles humanos primitivos en museos de África oriental y meridional. De 1998 a 2003 trabajó como educador en el Museo de Ciencias de Boston. Sigue siendo un apasionado de la educación científica y viaja por toda Nueva Inglaterra dando conferencias sobre la evolución humana. Es morfólogo funcional, interesado en reconstruir los hábitos locomotores de los primeros simios y los primeros antepasados humanos (homininos). Su especialidad anatómica es la evolución del pie y el tobillo humanos, y ha contribuido al actual debate sobre la locomoción de los australopitecos. Su especialización anatómica -el pie y el tobillo humanos- ha contribuido a nuestra comprensión de los orígenes y la evolución de la marcha erguida en el linaje humano.

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    Paso a paso - Jeremy Desilva

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    Nota del autor

    Mientras redacto estas líneas en mi casa de Norwich, Vermont, circula una encuesta en las redes sociales en la que la gente informa de cuál es su profesión actual en comparación con lo que soñaba hacer a los seis, diez, catorce, dieciséis y dieciocho años. He aquí mis respuestas:

    La paleoantropología es el estudio de los fósiles (paleo) humanos (antropología). Es una ciencia que se plantea algunas de las preguntas más importantes y audaces que los humanos nos hemos atrevido a formular acerca de nosotros mismos y de nuestro mundo: ¿por qué estamos aquí?, ¿por qué somos como somos?, ¿de dónde venimos?… Pero no siempre ha sido este mi camino. Ni siquiera descubrí esta ciencia hasta el año 2000.

    Ese año trabajaba como educador científico en el Museo de Ciencias de Boston. Ganaba once dólares la hora, George W. Bush había sido elegido nuevo presidente de Estados Unidos y los Red Sox habían concluido la que era su temporada número 82 desde la última vez que habían ganado un campeonato de la Serie Mundial. Mi compañera de trabajo en el museo era una brillante educadora científica con la risa más bonita y contagiosa que había oído jamás. Cuatro años después me diría que sí al pedirle que se casara conmigo.

    A finales del año 2000, sin embargo, yo no pensaba en el amor, sino en una terrible pifia que se había cometido en una de las salas del museo. Entre las paredes de la exposición de los dinosaurios, demasiado cerca de un Tyrannosaurus rex de tamaño natural, había una réplica en fibra de vidrio de las huellas (pisadas) que unos antiguos humanos dejaron hace 3,6 millones de años en Laetoli, Tanzania.

    Como en los juegos infantiles de animales prehistóricos, que incluyen de manera simultánea figuras de dinosaurios, mamuts lanudos y hombres de las cavernas, la colocación de aquellas huellas junto a fósiles de dinosaurios que eran veinte veces más antiguos podía fomentar involuntariamente la idea errónea de que los antiguos humanos y los dinosaurios coexistieron. Había que hacer algo al respecto.

    Acudí a mi jefa —la gran divulgadora científica Lucy Kirshner— y ella aceptó que las antiguas huellas se expusieran en la recién reconstruida exposición de biología humana. Pero antes quería que yo fuera a la biblioteca del museo y aprendiera todo lo que pudiera sobre las huellas de Laetoli y la evolución humana. Devoré varios libros sobre el tema, y no tardé en engancharme. Como suele decirse, me había «picado el gusanillo» de los homininos (el término con el que designamos a los parientes y antepasados humanos extintos). El momento no podría haber sido más idóneo: en los dos años siguientes se descubrieron los miembros más antiguos del árbol genealógico humano, misteriosos antepasados simiescos con nombres como Ardipithecus, Orrorin y Sahelanthropus.

    En julio de 2002, en una presentación celebrada en el museo, compartí el estrado con la doctora Laura MacLatchy, por entonces paleoantropóloga de la Universidad de Boston, y debatí con los fascinados asistentes las implicaciones del reciente descubrimiento en el Chad de un cráneo de hominino de siete millones de años de antigüedad. Yo sentía vértigo: allí estaba una auténtica paleoantropóloga hablando conmigo sobre el fósil humano más antiguo jamás hallado.

    Para mí, los fósiles de homininos no solo revelaban las pruebas físicas de nuestra historia evolutiva humana; también contenían extraordinarias historias personales de vidas pasadas. Las huellas de Laetoli, por ejemplo, constituían una instantánea de la vida de unos seres que caminaban erguidos, respiraban, pensaban, reían, lloraban, vivían y morían. Yo quería descubrir cómo los científicos obtenían información de aquellos antiguos huesos. Deseaba contar historias sobre nuestros antepasados que tuvieran una base empírica. Quería ser paleoantropólogo. Poco más de un año después de compartir estrado en el museo con Laura MacLatchy, inicié mis estudios de posgrado en su laboratorio de paleoantropología de la Universidad de Boston y, algo más tarde, en la Universidad de Míchigan.

    En la actualidad doy clases en el Departamento de Antropología del Dartmouth College, en los bosques de Nuevo Hampshire, y viajo a África para realizar allí mis investigaciones. Durante casi dos décadas, he buscado fósiles en las cuevas de Sudáfrica y en los páramos ancestrales de Uganda y Kenia. He excavado en la antigua ceniza volcánica de Laetoli en busca de nuevas improntas de nuestros antepasados erguidos de hace millones de años. He seguido a chimpancés salvajes por su hábitat selvático. En diversos museos africanos, he examinado de cerca los fósiles de los pies y las piernas de parientes y antepasados humanos extintos. Y me he planteado muchas preguntas.

    Me he preguntado por nuestros grandes cerebros, nuestra sofisticada cultura y nuestros conocimientos tecnológicos. Me he preguntado por qué hablamos. Me he preguntado por qué hace falta toda una aldea para criar a un niño, y si siempre ha sido así. Me he preguntado por qué el parto resulta tan dificultoso y a veces incluso peligroso para las mujeres. Me he preguntado por la naturaleza humana, y cómo podemos ser virtuosos en un momento dado y violentos al siguiente. Pero, sobre todo, me he preguntado por qué los humanos caminamos sobre dos piernas en lugar de desplazarnos a cuatro patas.

    Al hacerlo, me he dado cuenta de que todas esas cosas sobre las que he querido indagar están conectadas, y la raíz de todo ello reside en nuestra inusual forma de desplazarnos. Nuestra locomoción bípeda fue la puerta de entrada a muchos de los rasgos únicos que nos hacen humanos. Es nuestra seña de identidad. Comprender estas conexiones requiere justamente el enfoque del mundo natural inspirado en preguntas y basado en pruebas que he adoptado desde que tenía seis años: la ciencia.

    He aquí la historia de cómo caminar erguidos nos hizo humanos.

    Una interpretación del árbol genealógico humano

    Los paleoantropólogos han descubierto y dado nombre a más de veinticinco clases distintas de fósiles de antepasados y parientes extintos de los humanos (homininos). En este libro, el lector tendrá ocasión de conocer a muchos de ellos, presentados aquí por sus nombres y sus fósiles más representativos. Aunque sabemos en qué época vivieron estos homininos (tal como se indica en el eje vertical rotulado «Millones de años atrás»), todavía no conocemos con certeza cómo están emparentados unos con otros. En este árbol se proponen posibles parentescos, aunque diversas pruebas fósiles y genéticas recientes han revelado que algunas partes del árbol genealógico humano forman una compleja maraña de ramas interconectadas. Los descubrimientos que se hagan en el futuro sin duda complicarán esta imagen en algunos aspectos, a la vez que la simplificarán en otros.

    Introducción

    «Hay una vieja historia sobre un ciempiés al que le preguntaron exactamente qué patas solía usar para echar a andar. La pregunta le cogió por sorpresa. Lo que parecía un medio de progresión perfectamente normal se convirtió en un problema absolutamente desconcertante, y ahora apenas podía moverse. Yo me enfrento a una dificultad similar cuando intento explicar no cómo camino, sino por qué».

    John Hillaby

    , explorador[1]

    En 2016 se batió el récord de muertes en la cacería anual para controlar la creciente población de osos negros que campan a sus anchas por las zonas rurales y periféricas de Nueva Jersey. De los 636 ejemplares abatidos, 635 fueron despachados con solo unos pocos gritos de protesta por parte de los animalistas.[2] Pero cuando se supo que había muerto un oso en concreto, se armó un escándalo.[3]

    La muerte se calificó de «asesinato». El cazador considerado responsable recibió amenazas de muerte. Algunos incluso defendían que se le persiguiera y matara también a él. Otros pedían que se le castrara. ¿A qué venía tanta furia por un oso muerto?

    La razón era que el oso en cuestión caminaba sobre dos patas.

    Desde 2014, los residentes de Nueva Jersey veían ocasionalmente al joven oso macho deambulando por las calles y jardines traseros de la periferia erguido sobre dos patas (una forma de locomoción que llamamos bipedación, bipedismo o bipedalismo).[4] Aunque se alimentaba a cuatro patas, una lesión le impedía apoyar el peso en las extremidades delanteras, por lo que, para desplazarse, se alzaba sobre las patas traseras y caminaba erguido.

    Le llamaban Pedals (Pedales).

    Nunca vi caminar a Pedals cuando estaba vivo, pero, como científico fascinado por la marcha erguida en mi propia especie, desearía haberlo hecho. Por fortuna, hay vídeos de él en YouTube. Uno de ellos tiene más de un millón de visitas en el momento de redactar estas líneas;[5] otro, más de cuatro millones.[6]

    A primera vista parecía un hombre disfrazado de oso, pero en cuanto empezaba a moverse, las diferencias entre su forma de andar y la de un humano se hacían evidentes. Las patas traseras de Pedals eran mucho más cortas que mis piernas. Arrastraba los pies con pasos rápidos y cortos, manteniéndose rígido desde las caderas hasta los hombros mientras sus garras apenas rozaban el suelo. Me recordaba a una persona presa del pánico buscando desesperadamente un retrete. Pedals no podía caminar erguido durante mucho rato antes de dejarse caer a cuatro patas.

    Nos sentimos especialmente atraídos por los animales cuando se comportan como nosotros. Publicamos vídeos de cabras gritando como humanos y de huskies siberianos aullando «te quiero», y nos asombramos al ver imágenes de cuervos deslizándose en «trineo» por los tejados y de chimpancés dando abrazos.[7] Todo ello nos recuerda nuestro parentesco con el resto del mundo natural. Pero lo que probablemente nos impresiona más que ningún otro comportamiento son los episodios de bipedación. Muchos animales se yerguen sobre dos patas para otear el horizonte o adoptar una pose intimidatoria, pero el ser humano es el único mamífero que camina siempre de forma bípeda. Y cuando vemos hacerlo a otro mamífero, no podemos menos que quedar hipnotizados.

    En 2011 se difundió la noticia de que un macho espalda plateada de gorila de llanura llamado Ambam, que vivía en el Palacio de los Simios del Parque de Port Lympne (situado en el condado de Kent, en el Reino Unido), se desplazaba ocasionalmente sobre dos patas por su recinto;[8] no tardó en aparecer en la CBS, la NBC y la BBC. La pasión por los gorilas que andan erguidos resurgió a principios de 2018, cuando Louis, un gorila macho de gran tamaño, comenzó a caminar sobre dos patas por su recinto del Zoológico de Filadelfia porque, al decir de muchos, no le gustaba «ensuciarse las manos».[9]

    La perrita Faith nació sin una de sus patas delanteras, y cuando tenía siete meses le amputaron la otra. Gracias a la dedicación de una familia que le daba golosinas para incitarla a saltar, se convirtió en una hábil perrita bípeda. Visitó a miles de soldados heridos, y apareció en el famoso programa de Oprah.[10]

    En 2018 circuló por las redes sociales un vídeo de un pulpo también bípedo: utilizaba solo dos de sus patas para impulsarse por el fondo marino arenoso.[11]

    Con nuestras asombradas reacciones ante la marcha erguida de osos, perros, gorilas y hasta pulpos, revelamos cuán humano resulta este comportamiento. Cuando lo hacemos los humanos es algo normal; se podría calificar —y nunca mejor dicho— de «pedestre». Somos los únicos mamíferos bípedos de la Tierra capaces de andar a zancadas, y no sin buenas razones.

    En las páginas que siguen esas razones quedarán patentes. Haremos un viaje extraordinario, que he organizado siguiendo las pautas que describo a continuación.

    En la parte I investigaremos lo que nos dice el registro fósil acerca del origen de la marcha erguida en la estirpe humana. En la parte II explicaremos cómo esta fue un requisito previo para los peculiares cambios que definen a nuestra especie, desde nuestros grandes cerebros hasta la forma en que criamos a nuestros hijos, y cómo esos cambios nos permitieron expandirnos desde nuestra ancestral patria africana para poblar la Tierra. En la parte III exploraremos cómo los cambios anatómicos necesarios para caminar erguidos de forma eficiente afectan a la vida de los humanos actuales, desde nuestros primeros pasos como bebés hasta los dolores y molestias que experimentamos al envejecer. Finalmente, en la conclusión, examinaremos cómo nuestra especie logró sobrevivir y prosperar pese a los numerosos inconvenientes de desplazarse sobre dos piernas en lugar de hacerlo a cuatro patas.

    Le invito, pues, estimado lector, a caminar conmigo.

    [1] Duncan Minshull, The Vintage Book of Walking, Londres: Vintage, 2000, p. 1.

    [2] New Jersey Division of Fish & Wildlife, «2016 Black Bear Season Harvest Information», https://nj.gov/dep/fgw/bearseas16_harvest.htm [añadimos enlaces abreviados para facilitar la consulta al lector; aquí: tinyurl.com/4atzvyc5].

    [3] Daniel Bates, «EXCLUSIVE: Hunter Who Shot Pedals the Walking Bear with Crossbow Bolt to the Chest Is Given Anonymity over Death Threats», Daily Mail, 3 de noviembre de 2016, https://www.dailymail.co.uk/news/article-3898930/Hunter-shot-Pedals-bear-crossbow-bolt-chest-boasting-three-year-mission-given-anonymity-death-threats.html [tinyurl.com/2nyrvbzm].

    [4] Optamos aquí por bipedación, que es la forma preferida por la RAE, aunque también es frecuente el uso de los otros dos términos. Es importante, sin embargo, no confundir bipedación con bipedestación, que alude simplemente al hecho de estar de pie sobre dos extremidades. (N. del T.).

    [5] «Pedals Bipedal Bear Sighting», 22 de junio de 2016, https://www.youtube.com/watch?v=Mk-HHyGRSRw [tinyurl.com/yyfjcm3b].

    [6] «New Jersey’s Walking Bear Mystery Solved», 8 de agosto de 2014, https://www.youtube.com/watch?v=kcIkQaLJ9r8&t=3s [tinyurl.com/3c7rk425].

    [7] Véase Frans de Waal, Mama’s Last Hug: Animal Emotions and What They Tell Us About Ourselves, Nueva York: W.W. Norton, 2019 [trad. cast.: El último abrazo. Las emociones de los animales y lo que nos cuentan de nosotros, Barcelona: Planeta, 2019]. El vídeo del encuentro está en https://www.youtube.com/watch?v=INa-oOAexno [tinyurl.com/4k8ffhm2].

    [8] «Gorilla Walks Upright», CBS, 28 de enero de 2011, https://www.youtube.com/watch?v=B3nhz0FBHXs [tinyurl.com/52tthpf3]. «Gorilla Strolls on Hind Legs», NBC, 27 de enero de 2011, https://www.nbcnews.com/id/wbna41292533 [tinyurl.com/398ettb3]. «Walking Gorilla Is a YouTube Hit», BBC News, 27 de enero de 2011, https://www.bbc.co.uk/news/uk-england-12303651 [tinyurl.com/2h3rjzky].

    [9] «Strange Sight: Gorilla Named Louis Walks like a Human at Philadelphia Zoo», CBS News, 18 de marzo de 2018, https://www.youtube.com/watch?v=TD25aORZjmc [tinyurl.com/3yp2wwdp]. Tuve ocasión de ver a Ambam en febrero de 2019, y a Louis en octubre del mismo año. Sus cuidadores eran muy amables y buenos conocedores de los gorilas, y disfruté mucho observando a aquellos magníficos parientes nuestros. Durante las varias horas de las mañanas en que estuve observándolos, ambos gorilas caminaron apoyándose en los nudillos de un punto a otro de su recinto, y en ningún momento los vi andar sobre dos patas. Incluso los primates individuales que se sienten más cómodos desplazándose sobre las patas traseras solo lo hacen de forma ocasional.

    [10] «Oprah Winfrey & Faith: The Two-Legged Dog (2006)», 9 de enero de 2018, https://www.youtube.com/watch?v=QsT0TkKyLnw [tinyurl.com/2p8stnar].

    [11] «Bipedal Walking Octopus», 28 de enero de 2007, https://www.youtube.com/watch?v=E1iWzYMYyGE [tinyurl.com/bdh2fj5j].

    PARTE I

    El origen de la marcha erguida

    Por qué la conocida secuencia de la evolución bípeda del chimpancé al humano no responde a la realidad

    «Porque cuando los demás animales llevan siempre inclinada la cabeza a la tierra, [al hombre] concedió el semblante erguido, y le mandó contemplar el cielo».

    Ovidio, Metamorfosis, 8 d. C.[12]

    [12] Ovidio, Metamorfosis, libro I, trad. de Francisco Crivell en Proyecto Gutenberg, tinyurl.com/4ux2j426.

    01

    Cómo caminamos

    «Caminar es caer hacia delante. Cada paso que damos es una caída detenida, un desplome evitado, una catástrofe frenada. De ese modo, caminar se convierte en un acto de fe».

    Paul Salopek

    , periodista, al inicio de su viaje de diez años y treinta mil kilómetros tras las huellas de nuestros antiguos ancestros desde su africana tierra natal hasta los confines de la Tierra, diciembre de 2013[13]

    Admitámoslo: los humanos somos raros. Aunque somos mamíferos, tenemos relativamente poco vello corporal. Mientras otros animales solo se comunican por diversos medios, nosotros hablamos. Otros animales resuellan, pero nosotros sudamos. Tenemos un cerebro excepcionalmente grande para el tamaño de nuestro cuerpo, y hemos desarrollado culturas complejas. Pero probablemente lo más extraño de todo sea que transitamos por el mundo alzados sobre nuestras extremidades traseras completamente extendidas.

    Los registros fósiles indican que nuestros antepasados empezaron a caminar sobre dos piernas mucho antes de que desarrollaran otros rasgos exclusivamente humanos, como nuestro cerebro de gran tamaño y el lenguaje. La marcha bípeda a ras de tierra inició el peculiar camino de nuestra estirpe poco después de que nuestros simiescos antepasados se separaran del linaje de los chimpancés.

    Es sabido que el propio Platón reconoció la singularidad y la importancia de caminar erguido, definiendo al ser humano como un «bípedo implume».[14] Cuenta la leyenda que a Diógenes el Cínico no le gustó aquella descripción, cogió un gallo, lo desplumó y declaró despectivamente: «Este es el hombre de Platón». Este último respondió modificando ligeramente su definición de los humanos para añadir «con uñas anchas», pero se mantuvo en sus trece con respecto a la parte bípeda.

    Desde entonces la bipedación se ha hecho un hueco en nuestras palabras, expresiones y entretenimientos.[15] Pensemos en las numerosas formas como describimos nuestra manera de caminar: decimos que paseamos, damos zancadas, andamos con paso lento y cansino, pateamos las calles, vagamos ociosos, deambulamos con aire despreocupado, arrastramos los pies, caminamos de puntillas, trotamos, trastabillamos, renqueamos, avanzamos a trompicones, andamos a paso ligero, a saltitos o pavoneándonos. La literatura nos habla de caballeros andantes, mientras que calificamos a los genios de enciclopedias ambulantes. Asimismo, para humanizar a los personajes de los dibujos animados, se los suele representar erguidos y caminando sobre dos piernas: Mickey Mouse, Bugs Bunny, Goofy, Snoopy, Winnie the Pooh, Bob Esponja o Brian, el perro de Padre de familia, se yerguen todos ellos sobre sus extremidades traseras.

    A lo largo de su vida, un ciudadano medio sin discapacidad da unos 150 millones de pasos, suficientes para dar tres vueltas a la Tierra.[16]

    Pero ¿qué es la bipedación? Y ¿cómo funciona?

    Los investigadores suelen definir la marcha bípeda como una «caída controlada». Cuando levantamos una pierna, la gravedad toma el control y nos empuja hacia delante y hacia abajo. Obviamente, no queremos caernos de bruces, así que frenamos la caída extendiendo la otra pierna hacia delante y apoyando el pie en el suelo. En ese momento nuestro cuerpo está físicamente más bajo de lo que estaba al iniciar el movimiento, así que tenemos que alzarnos de nuevo. Los músculos de las pantorrillas se contraen y elevan el centro de gravedad de nuestro cuerpo. Entonces levantamos la otra pierna, la balanceamos hacia delante y volvemos a caer. Como escribió el primatólogo John Napier en 1967: «La marcha humana es una actividad única durante la cual el cuerpo, paso a paso, se tambalea al borde de la catástrofe».[17]

    La próxima vez que observe a una persona de perfil mientras camina, fíjese en cómo la cabeza se hunde y luego se eleva con cada paso que da. Este patrón «ondulatorio» es característico de nuestra peculiar forma de andar estilo caída controlada.

    Obviamente, caminar no es algo tan tosco ni tan sencillo. Para ponernos técnicos por un momento, digamos que, cuando elevamos nuestro centro de masas contrayendo los músculos de las piernas, almacenamos energía potencial. Cuando la gravedad toma el relevo y nos empuja hacia delante, convierte la energía potencial almacenada en energía cinética, o movimiento. Al aprovechar la gravedad ahorramos el 65 por ciento de la energía que emplearíamos en caso contrario.[18] Así, alternando entre energía potencial y cinética, es justamente como funcionan los péndulos. Podemos concebir la ambulación humana de manera similar: como una especie de péndulo invertido, algo parecido a un metrónomo.

    Pero ¿acaso se diferencia esto en algo de la forma de caminar de otros animales cuando se yerguen sobre sus patas traseras? Pues resulta que sí.

    Cuando era estudiante de doctorado, pasé un mes observando a los chimpancés salvajes del Parque Nacional de la Selva de Kibale, en el suroeste de Uganda. Allí conocí a Berg. Era un macho de gran tamaño de la comunidad de chimpancés Ngogo, que contaba con unos ciento cincuenta miembros, un grupo de simios inusualmente grande. Él era uno de los de mayor tamaño, tenía el pelo de la cabeza algo ralo y el pelaje negro salpicado de manchas grises en la parte baja de la espalda y en las pantorrillas. Berg no era un macho de alto rango, pero de vez en cuando experimentaba un subidón de testosterona, se le erizaba el pelo y emitía una estruendosa llamada que resonaba por toda la selva. Cuando hacía eso, lo mejor para cualquier humano era apartarse de su camino.

    Berg cogía una rama del suelo o la arrancaba de un árbol cercano, se erguía y caminaba por el sotobosque con solo dos patas. Pero no se movía como yo lo hago. Lejos de ello, mantenía las rodillas flexionadas y la espalda encorvada, de manera similar a esa cómica forma de andar medio en cuclillas a la que recurría Groucho en Un día en las carreras y otras películas de los hermanos Marx. Incapaz de mantener el equilibrio sobre una sola pierna, Berg oscilaba de un lado a otro mientras recorría torpemente la selva. Era una forma de desplazarse enérgicamente costosa, y no tardaba en cansarse, cayendo a cuatro patas tras una docena de pasos.

    Los humanos, en cambio, no andamos agachados. Nos erguimos con las piernas extendidas y la espalda recta. Nuestros cuádriceps no tienen que hacer tanto trabajo como los de un chimpancé cuando camina con las patas dobladas, y los músculos situados a ambos lados de la cadera nos permiten mantener el equilibrio sobre una sola pierna sin caernos. Caminamos con más garbo y mucha más eficiencia energética que Berg.

    Pero ¿por qué se produjeron esos cambios en nuestra anatomía? ¿Por qué evolucionó esta inusual forma de locomoción?

    Empecemos nuestro viaje examinando la bipedación en el ser humano más rápido del planeta. En 2009, el velocista jamaicano Usain Bolt estableció el récord mundial masculino de los cien metros lisos en 9,58 segundos[19]. Entre los 60 y los 80 metros mantuvo una velocidad máxima de casi 45 kilómetros por hora durante aproximadamente 1,5 segundos. Sin embargo, en comparación con otros mamíferos del reino animal, este relámpago humano resulta ser patéticamente lento.

    Los guepardos, los mamíferos terrestres más veloces, pueden superar los cien kilómetros por hora.[20] Los guepardos no suelen cazar humanos, pero los leones y los leopardos, que ocasionalmente lo hacen, pueden llegar a alcanzar entre sesenta y ochenta kilómetros por hora. Incluso sus presas, como las cebras y los antílopes, pueden escapar de sus potentes mandíbulas a velocidades de entre ochenta y noventa kilómetros por hora. En otras palabras: actualmente en África la carrera armamentística entre depredadores y presas se libra nada menos que en torno a los ochenta kilómetros por hora. Así de rápido corren la mayoría de los depredadores, y así de rápido intentan escapar de ellos la mayoría de las presas. Salvo nosotros.

    Usain Bolt no solo no podría huir de un leopardo, sino que ni siquiera podría atrapar un conejo. El más rápido de nosotros corre a la mitad de la velocidad de un antílope. Al desplazarnos sobre dos piernas, en lugar de hacerlo a cuatro patas, hemos perdido la capacidad de galopar, lo que nos hace excepcionalmente lentos y vulnerables.

    La bipedación también hace que nuestro andar resulte un tanto inestable. A veces no controlamos en absoluto nuestra elegante «caída controlada». En Estados Unidos, por ejemplo, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, más de 35.000 personas mueren cada año por caídas, casi la misma cifra de las que fallecen en accidentes de tráfico.[21] Pero pregúntese cuándo fue la última vez que vio a un animal de cuatro patas —una ardilla, un perro o un gato— tropezar y caerse.

    Ser lento e inestable parece una fórmula infalible para la extinción, sobre todo teniendo en cuenta que nuestros antepasados compartían el paisaje con los grandes, veloces y hambrientos ancestros de los leones, leopardos y hienas actuales. Sin embargo, aquí estamos, de manera que seguramente la bipedación debe de tener ventajas que contrarresten sus costes. El gran director de cine Stanley Kubrick creía saber cuáles eran.

    En la película de Kubrick 2001: Una odisea del espacio, estrenada en 1968, un grupo de simios peludos se reúne en torno a un abrevadero en una árida sabana africana. Uno de ellos observa curioso un largo hueso tirado en el suelo. Lo coge, lo sostiene como si fuera un garrote y golpea suavemente los otros huesos esparcidos a su alrededor. Suenan los primeros compases de Así habló Zaratustra, el poema sinfónico compuesto por Richard Strauss en 1896. Trompas: chan, chaan, chaaan, TA-CHAN. Bombo: bum-bum, bum-bum, bum-bum, bum… El simio se imagina empuñando el hueso como una herramienta; una herramienta para matar. La peluda bestia se alza sobre sus patas traseras y golpea el arma contra el suelo, destrozando huesos y aporreando simbólicamente a una presa, o a un enemigo, hasta la muerte. Así imaginó Kubrick el albor de la humanidad. Él y su coguionista Arthur C. Clarke dramatizaban lo que por entonces era un modelo teórico ampliamente aceptado sobre los orígenes humanos y el comienzo de la marcha erguida.

    Este modelo sigue presente entre nosotros, y casi con toda seguridad es erróneo. Postula que la bipedación evolucionó en un paisaje de sabana de forma que liberó las manos para llevar armas. Afirma que los humanos son, y siempre han sido, violentos. Tales ideas se remontan a Darwin.

    El origen de las especies (1859), de Charles Darwin, es uno de los libros más influyentes jamás escritos. Darwin no inventó la evolución: los naturalistas llevaban décadas hablando de la mutabilidad de las especies. Su gran aportación consistió en presentar un mecanismo verificable para explicar cómo las poblaciones habían cambiado y siguen cambiando con el tiempo. Llamó a este mecanismo «selección natural», aunque la mayoría lo conocemos como la «supervivencia de los más aptos». Más de ciento cincuenta años después, existen abundantes evidencias de que la selección natural es un potente motor del cambio evolutivo.

    Casi desde un primer momento, los escépticos pusieron el grito en el cielo ante la insinuación de que los seres humanos descendían de los simios,[22] pero lo cierto es que, en El origen, Darwin no había escrito casi nada sobre la evolución de su propia especie. Se limitó a escribir en la penúltima página del libro que «se proyectará mucha luz sobre el origen del hombre y sobre su historia».[23]

    Sin embargo, Darwin pensaba de hecho en los seres humanos. Doce años después, en El origen del hombre (1871), postuló que los humanos poseen diversos rasgos característicos interrelacionados. Afirmó que somos los únicos primates que utilizan herramientas. Hoy sabemos que se equivocaba, pero todavía faltaban noventa años para que Jane Goodall observara que los chimpancés del Parque Nacional Gombe Stream, en Tanzania, fabricaban y empleaban herramientas como nosotros. Sin embargo, Darwin acertó al plantear que los humanos somos los únicos primates completamente bípedos y que tenemos unos dientes caninos, o colmillos, inusualmente pequeños.

    Para Darwin, estos tres atributos humanos —uso de herramientas, bipedación y caninos de pequeño tamaño— guardaban una relación. Tal como él lo veía, unos individuos que se desplazaban sobre dos piernas podían liberar las manos para usar herramientas. Gracias a estas, ya no necesitaban grandes caninos para competir con sus rivales. Y en última instancia —pensó—, este conjunto de cambios condujo a un aumento del tamaño del cerebro.

    Pero Darwin trabajaba con una desventaja. No tenía acceso a testimonios de primera mano sobre el comportamiento de los simios salvajes, ya que este tipo de datos no empezarían a llegar hasta un siglo después. Además, en 1871 no se conocía ni un solo fósil humano primitivo procedente del continente africano, el lugar de origen de nuestra estirpe tal como lo concebimos hoy, y tal como predijo el propio Darwin hace siglo y medio.[24] Los únicos fósiles humanos premodernos que Darwin conocía eran unos pocos huesos de neandertales de Alemania que algunos estudiosos de la época identificaron erróneamente como ejemplares de Homo sapiens enfermos.[25]

    Sin la ventaja de disponer de un registro fósil ni de observaciones precisas del comportamiento de nuestros parientes primates vivos más cercanos, Darwin hizo todo lo que estaba en su mano para postular una hipótesis científica verificable acerca de por qué los humanos caminamos sobre dos piernas.

    Los datos necesarios para contrastar su idea empezaron a aflorar en 1924, cuando un joven profesor australiano llamado Raymond Dart,[26] un experto en el estudio del cerebro que trabajaba en la Universidad del Witwatersrand, en Sudáfrica, consiguió una caja de rocas de una explotación minera próxima a la población de Taung, a casi quinientos kilómetros al suroeste de Johannesburgo. Al abrir la caja, observó que una de las rocas contenía el cráneo fosilizado de un primate joven. Dart utilizó las agujas de tejer de su mujer para extraer el cráneo de la piedra caliza que lo rodeaba. Cuando lo hizo, vio que el cráneo pertenecía de hecho a un extraño tipo de primate. Para empezar, el Niño de Taung —como pasaría a conocerse— tenía unos diminutos dientes caninos muy distintos de los de los babuinos y los simios. Pero las verdaderas pistas sobre su naturaleza se ocultaban en el cerebro fosilizado del niño.

    El foco principal de mi investigación son los huesos de los pies y las piernas de nuestros antepasados, pero tanto desde un punto de vista histórico como estético, ningún otro fósil puede compararse al cráneo del Niño de Taung. En 2007 viajé a la ciudad sudafricana de Johannesburgo para poder examinarlo. El conservador encargado de su custodia es mi amigo Bernhard Zipfel, un antiguo podólogo reconvertido en paleoantropólogo cuando se hartó «de arreglarle los juanetes a la gente». Una mañana, sacó una pequeña cajita de madera de una cámara acorazada.[27] Era la misma caja que había utilizado Dart para guardar su preciado Niño de Taung casi un siglo antes. Zipfel sacó con cuidado el cerebro fosilizado y lo puso en mis manos.

    Tras la muerte de este pequeño hominino, el cerebro se descompuso y el barro llenó el cráneo. Con el paso de los milenios, el sedimento se endureció hasta convertirse en lo que se conoce como un endomolde, una réplica del cerebro. Este reproduce fielmente el tamaño y la forma del cerebro original, e incluso conserva detalles de los pliegues, las fisuras y las arterias craneales externas. Su nivel de detalle anatómico es exquisito. Le di la vuelta con cuidado para descubrir una gruesa capa de brillante calcita, que reflejaba la luz como si fuera una geoda y no un antiguo fósil humano. No esperaba que el Niño de Taung fuera tan hermoso.

    La conservación de los pliegues y fisuras del cerebro supuso un extraordinario golpe de suerte, porque Dart conocía la anatomía cerebral como nadie en el mundo; al fin y al cabo, era neuroanatomista. Sus estudios revelaron que el cerebro del Niño de Taung tenía aproximadamente el tamaño del de un simio adulto, pero la disposición de sus lóbulos era más parecida al de un ser humano.

    El endomolde encajaba perfectamente, como una pieza de rompecabezas, en la parte posterior del cráneo. Le di la vuelta poco a poco para observar las cuencas oculares de aquel niño de 2,5 millones de años, aprovechando que era el momento que más cerca había podido estar de ver a un antiguo hominino cara a cara.[28] Cuando giré el cráneo para examinar la parte inferior, vi lo que Dart había observado en 1924. El foramen magno —el orificio por el que pasa la médula espinal— estaba situado directamente bajo el cráneo, como en los humanos. Cuando vivía, el pequeño Taung sostenía su cabeza sobre una columna vertebral vertical.

    En otras palabras, Taung era bípedo. En 1925, Dart anunció que el cráneo fosilizado pertenecía a una especie completamente nueva para la ciencia. La llamó Australopithecus africanus,[29] que significa «mono del sur de África». Con ello seguía la forma tradicional en que los científicos clasifican y nombran a los animales por género y especie. Los perros domésticos, por ejemplo, son todos ellos miembros de una misma especie, pero también forman parte de un grupo mayor —o «género»— de animales emparentados, como los lobos, coyotes y chacales; a su vez, todos los miembros de este género forman parte de un grupo aún mayor y con un parentesco más distante —o «familia»—, que incluye a los perros salvajes, los zorros y muchas especies de carnívoros extintos parecidos a los lobos.

    Nosotros y nuestros antepasados estamos clasificados de la misma manera. Los humanos modernos pertenecemos todos a la misma especie, pero también somos los únicos supervivientes de un género que antaño incluía a otros grupos humanoides, como los neandertales. Nuestro género, Homo, que surgió hace unos 2,5 millones de años, evolucionó a partir de una especie que formaba parte de otro género llamado Australopithecus. A su vez, todos los miembros de los géneros Homo y Australopithecus (estos últimos conocidos también como australopitecos) son homínidos, nombre de una familia de animales emparentados que incluye a muchos de los grandes simios existentes y extintos, como los chimpancés, los bonobos y los gorilas.

    Los nombres científicos de los animales están formados por el género seguido de la especie. Por ejemplo, el de los humanos es Homo sapiens, y el de los perros, Canis familiaris. Siguiendo este patrón, pues, se clasificó al Niño de Taung como Australopithecus africanus.

    Pero más importante que el nombre que le dio fue la interpretación que hizo Dart de este fósil, en cuanto postuló que no se trataba de un chimpancé o un gorila ancestral, sino de un pariente extinto de los humanos.

    Mientras la comunidad científica debatía la importancia del descubrimiento de Taung, otro paleontólogo sudafricano, Robert Broom, buscaba más fósiles de australopitecos en unas cuevas situadas al noroeste de Johannesburgo, en una zona conocida hoy como la Cuna de la Humanidad. En la década de 1930 y finales de la de 1940 utilizó dinamita para volar las duras paredes de las cuevas, y luego rebuscó entre los escombros los restos de nuestros antepasados. Actualmente todavía hay grandes pilas de escombros —muchos de ellos con restos fósiles— en las entradas de las cuevas. Se conocen coloquialmente como «pilas de Broom».[30]

    Aunque hoy en día los paleoantropólogos se avergüenzan de su tosca metodología, Broom descubrió docenas de fósiles de dos tipos de homininos distintos. Uno de ellos, al que denominó Paranthropus robustus, tenía grandes dientes y unas inserciones óseas correspondientes a enormes músculos masticatorios. El otro, una versión más esbelta, con dientes y músculos masticatorios más pequeños, parecía encajar con el Australopithecus africanus de Dart.

    En un conjunto de cuevas conocido como Sterkfontein, Broom recuperó los fósiles de una columna vertebral, una pelvis y dos huesos de rodilla que demostraban que Australopithecus africanus caminaba sobre dos piernas. Hoy sabemos, por las técnicas de datación radiométrica del uranio atrapado en la piedra caliza de la cueva, que estos fósiles tienen entre 2,0 y 2,6 millones de años de antigüedad.[31]

    Mientras tanto, Dart excavaba en busca de fósiles en una cueva de Makapansgat, en la zona nororiental de la Cuna de la Humanidad. Allí descubrió un pequeño número de antiguos fósiles humanos que consideró lo bastante distintos de su preciado Niño de Taung para bautizarlos como una nueva especie. Llamó al hominino de Makapansgat Australopithecus prometheus en honor a Prometeo, el titán griego responsable de llevar el fuego a la humanidad, porque muchos de los huesos fosilizados de animales que descubrió junto a los fósiles humanos estaban carbonizados y parecía que los hubieran quemado deliberadamente.[32]

    Además, Dart descubrió un peculiar patrón de daños en aquellos fósiles animales: se habían partido a trozos. Había huesos de patas de grandes antílopes rotos de tal forma que parecían puñales afilados, y mandíbulas partidas de un modo que hacía fácil imaginar que podrían haberse utilizado como herramientas de corte. Dart encontró también cuernos de antílope que podían esgrimirse y usarse como armas. Dispersos por toda la cueva de Makapansgat había decenas de cráneos de antílopes y babuinos destrozados, aparentemente víctimas de violentos encuentros con australopitecos.

    En 1949, Dart publicó sus hallazgos, al tiempo que postulaba que los australopitecos habían desarrollado una cultura propia a la que acabaría llamando osteodontoquerática, un término basado en la combinación de tres palabras griegas que significan respectivamente «hueso», «diente» y «cuerno».[33] Partiendo de las ideas de Darwin, argumentó que los inventores de esta cultura utilizaban aquellas armas tanto para atacar a otros animales como para atacarse mutuamente.

    Antes de incorporarse al cuerpo docente de la Universidad del Witwatersrand, Dart había sido médico del Ejército australiano. Había pasado gran parte de 1918

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