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El tiempo del fuego
El tiempo del fuego
El tiempo del fuego
Libro electrónico596 páginas9 horas

El tiempo del fuego

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En mayo de 2016, Fort McMurray, el centro neurálgico de la industria petrolera canadiense y el mayor proveedor extranjero de Estados Unidos, fue arrasado por un colosal incendio forestal. La catástrofe, valorada en miles de millones de dólares, derritió vehículos, convirtió barrios enteros en bombas incendiarias y expulsó a 88.000 personas de sus hogares en una sola tarde. A través de esta conflagración apocalíptica —equivalente al huracán Katrina—, Vaillant advierte que no se trató de un acontecimiento único, sino de un aviso de que debemos prepararnos para un mundo cada vez más caliente e inflamable. El fuego ha participado en nuestra evolución durante cientos de milenios, moldeando la cultura y la civilización. Nos ha permitido cocinar los alimentos, defender y calentar nuestros hogares y alimentar las máquinas que mueven nuestra titánica economía. Sin embargo, esta volátil fuente de energía siempre ha amenazado con eludir nuestro control, y en esta era de intensificación del cambio climático, estamos viendo cómo se desata su poder destructivo de formas antes inimaginables. El tiempo del fuego es un fascinante viaje a través de las historias entrelazadas de la industria petrolera norteamericana y el nacimiento de la ciencia climática, hasta la devastación sin precedentes provocada por los incendios forestales modernos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2024
ISBN9788412875775
El tiempo del fuego
Autor

John Vaillant

Escritor y periodista estadounidense-canadiense cuyo trabajo ha aparecido en The New Yorker, The Atlantic, National Geographic y Outside. Ha escrito varios libros de ficción y no ficción. SU primer libro, The Golden Spruce, trataba de la tala del abeto dorado o Kiidk'yaas en Haida Gwaii por Grant Hadwin. Fue un éxito de ventas y ganó varios premios. En 2010 publicó The Tiger: A True Story of Vengeance and Survival sobre un incidente con un tigre devorador de hombres que tuvo lugar en 1997 en la región rusa de Primorsky Krai, donde vive la mayoría de los tigres de Amur del mundo. Fue un bestseller y ganó varios premios antes de ser traducido a 16 idiomas. En 2015, Vaillant publicó The Jaguar’s Children, una novela sobre un inmigrante mexicano indocumentado atrapado en el depósito vacío de un camión de agua que ha sido abandonado en el desierto por contrabandistas de personas. Fue finalista del Premio IMPAC de Dublín y del Premio Kirkus de Ficción y preseleccionada para el Rogers Writers' Trust Fiction Prize. Su último libro es 'El tiempo del fuego', que ha recibido el Premio Baillie Gifford de No Ficción y fue finalista de National Book Award y el Pulitzer de no ficción.

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    El tiempo del fuego - John Vaillant

    PARTE I

    HISTORIAS

    DEL ORIGEN

    «El Servicio Meteorológico Nacional lanza una

    alerta por condiciones incendiarias cuando las características

    del combustible a disposición y las condiciones meteorológicas

    —el tiempo del fuego— pueden facilitar un incremento

    dramático de incendios forestales».

    «En esta gran cadena de causas y efectos,

    no hay un solo hecho que pueda considerarse

    de manera aislada».[1]

    ALEXANDER VON HUMBOLDT

    [1] Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland, Essay on the Geography of Plants, Chicago: University of Chicago Press, 2009, p. 79 (salvo que se indique lo contrario, todas las notas son del autor).

    Prólogo

    Una cálida tarde de mayo de 2016, a ocho kilómetros de la joven ciudad petrolera de Fort McMurray, en la provincia canadiense de Alberta, un pequeño incendio forestal se originó y comenzó a propagarse por un territorio de bosque mixto que no había ardido en décadas. El fuego, a más distancia que los demás, se desarrolló durante las primeras horas como lo hacen la mayoría de los incendios provocados por el hombre: avanzó desde el punto de ignición por la hierba, el suelo del bosque y la hojarasca, equivalentes ígneos de la comida para bebés. Junto a las condiciones meteorológicas, el combustible disponible es lo que determina el tipo de incendio en que se convertirá: puede que no llegue a ser más que una combustión sin llama que no levanta del suelo, condenada a extinguirse bajo el rocío denso de una noche primaveral fresca y sin viento, o que se vuelva algo más grande, más duradero y dinámico. Un incendio descontrolado y voraz, capaz de convertir la noche en día, capaz de poner el mundo a sus pies.

    La temporada de incendios acababa de comenzar, pero las brigadas de la División de Incendios del Ministerio de Bosques y Agricultura de Alberta se encontraban en alerta. Los bomberos forestales partieron en cuanto se divisó el humo, con el apoyo de un helicóptero y varios camiones autobomba. Al llegar a la escena, los primeros agentes se quedaron impactados: para cuando el helicóptero con la cesta cargada de agua se situó sobre el incendio, el humo era ya negro, furioso, señal de una intensidad poco habitual. Pese a la oportuna intervención de los bomberos, el área del incendio pasó de una hectárea y media a sesenta hectáreas en dos horas. Lo habitual es que los incendios forestales se estabilicen durante la noche, cuando el aire se enfría y cae el rocío, pero al día siguiente, a mediodía, este había arrasado ya ochocientas hectáreas. Su rápida expansión coincidió con unas temperaturas nunca vistas por toda la región subártica de Norteamérica, que alcanzaron los 33 °C el 3 de mayo, cuando las máximas de la región suelen oscilar entre los 15 °C y los 20 °C. Ese día, martes, la inversión térmica que frenaba el viento y el humo se retiró, los vientos alcanzaron velocidades de treinta y siete kilómetros por hora y un monstruo cruzó el río Athabasca.

    En unas pocas horas, Fort McMurray quedó sumida en un apocalipsis regional que lanzó tormentas de fuego sobre la ciudad durante los días que siguieron. Barrios enteros ardieron hasta los cimientos bajo las torres de los pirocúmulos, el mismo tipo de nube que suele aparecer cuando los volcanes entran en erupción. El sistema meteorológico generado por el fuego fue de tal dimensión y potencia que se desencadenaron vientos huracanados y rayos que provocaron nuevos incendios a muchos kilómetros de distancia. Casi cien mil personas se vieron obligadas a huir de la ciudad en un solo día, en lo que sigue siendo la evacuación más numerosa y veloz de la historia de los incendios modernos. Durante toda la tarde, los teléfonos y las cámaras de los salpicaderos grabaron a los ciudadanos que maldecían, rezaban y lloraban mientras trataban de escapar de un mundo repentinamente devastador. El calor golpeaba las ventanas, una lluvia de fuego caía del cielo y el aire se convirtió en una llamarada con vida propia. Ese día, las opciones eran escasas y extremas: había que elegir entre el Ahora o el Nunca.

    Una semana después, los estragos del fuego parecían los de una explosión nuclear: no eran solo «daños» lo que había dejado a su paso, se trataba de una devastación absoluta. Al tratar de poner en palabras lo que había contemplado mientras recorría las zonas afectadas, una policía dijo: «Vas a donde había una casa y ¿qué te encuentras? Clavos. Montañas y montañas de clavos».[2] Más de 2.500 viviendas y otras estructuras quedaron destruidas; miles más se vieron dañadas; ardieron 600.000 hectáreas de bosque. Cuando aparecieron las primeras fotos, el fuego ya había arrojado cien millones de toneladas de dióxido de carbono a la atmósfera, en gran parte debido a la combustión de coches y viviendas. El incendio de Fort McMurray, que se convertiría en la catástrofe natural más gravosa de la historia de Canadá, siguió ardiendo durante meses. No se declararía extinguido por completo hasta agosto del año siguiente.

    Los incendios viven y mueren con el tiempo meteorológico, pero ese «tiempo» ya no es el mismo que en 1990 o que hace una década. Si el incendio de Fort McMurray recorrió los informativos de todo el mundo en mayo de 2016 no fue solo por lo terrorífico de sus dimensiones y su ferocidad, sino también porque golpeó directamente —como el huracán Katrina en Nueva Orleans— la industria petrolera de Canadá, valorada en miles de millones de dólares. Dicha industria y dicho incendio son la representación extrema de dos tendencias que han avanzado de la mano en el último siglo y medio. Juntas, encarnan la espiral de sinergias que se conjuga del impulso temerario de aprovechar los hidrocarburos a cualquier precio y el correspondiente aumento de gases de efecto invernadero, que atrapan el calor y alteran la atmósfera en tiempo real. En la primavera de 2016, transcurrida la mitad del año más cálido de la década más cálida desde que se tienen registros, un nuevo tipo de incendio hacía su aparición ante el mundo.

    «Nadie ha visto nunca algo parecido —dijo en televisión nacional el jefe de bomberos de Fort McMurray, exhausto y afligido—. La forma en que se originan, se expanden y se comportan… Se están rescribiendo las normas».[3]

    [2] Dean Bennett, «Alberta Premier Notley to Greet Evacuees; Recalls Early Days of Wildfire», Canadian Press, 31 de mayo de 2016.

    [3] Global News, 9 de mayo de 2016.

    01

    «Si un árbol arde en el bosque,

    pero nadie puede verlo…».

    En Canadá, este problema no es mera especulación filosófica. En su territorio se encuentra el 10 por ciento de la masa forestal de todo el mundo, dentro de la cual hay inmensas extensiones deshabitadas. En realidad, al referirnos a Canadá, a sus bosques o a sus incendios, «inmenso» no es un descriptor eficaz. Quien quiera comprender la magnitud de este país, puede subirse a un coche en Great Falls, Montana, y conducir por la I-15 hasta Sweetgrass, en la frontera con Canadá. Al pasar a Coutts, Alberta, puede poner a cero el cuentakilómetros, girar hacia el norte y, entonces, acomodarse en el asiento un par de días. La carretera deja las Montañas Rocosas a la izquierda y recorre el límite occidental de las praderas canadienses, pasando por Lethbridge, Calgary y Red Deer, tierra de trigo y ganado. Pasada la urbe septentrional de Edmonton, el viajero se encontrará cada vez más solo en la carretera, rodeado por enormes extensiones de raquíticas praderas subárticas: campos congelados o medio inundados en los que el ganado apenas puede avanzar.

    En la carretera principal, que a esas alturas será ya poco más ancha que una calle residencial, una luz intermitente y una estación de servicio señalarán la presencia de alguna minúscula población. No habrá otra en ochenta kilómetros. A este y oeste, saldrán caminos agrícolas de grava, que continuarán hasta perderse de vista. Las estructuras creadas por el hombre se volverán hitos cada vez más escasos: una iglesia ucraniana del tamaño de una escuela, con la cúpula de cebolla recubierta de estaño, se erguirá exenta contra el viento y una soledad tan profunda que se diría que está en la estepa rusa; a lo lejos se derrumbará un cobertizo asimétrico, bajo el peso de cien onerosos años, la mitad de ellos en las garras del invierno. Nadie se habrá ocupado de él desde hace tiempo. Más allá, relucirá el azul de un lago de cuatro hectáreas, tan deslumbrante que ni siquiera el reflejo del cielo de Alberta basta para explicarlo. En algún lugar del camino, el viajero atravesará la frontera, no señalada, a partir de la cual los ciervos darán paso a los alces, los cuervos americanos a los cuervos grandes y los coyotes a los lobos. Al pasar North Star, los enormes espacios abiertos típicos de la provincia empezarán a llenarse de bosque bajo y turberas, un paisaje muy parecido al de Siberia. Cuando el conductor detenga el coche y baje a tomar café en un remoto lugar llamado Indian Cabins, ya será el día siguiente y el cuentakilómetros estará cerca de alcanzar los mil seiscientos kilómetros. Y aún no habrá salido de Alberta.

    Aquí arriba, en el subártico interior, las cosas parecen sobredimensionadas: los lagos pueden tener el tamaño de mares interiores y las truchas que los habitan llegan a pesar cuarenta y cinco kilos; la población de grandes animales salvajes, entre los que se encuentra el bisonte más grande del continente, es mayor que la de los humanos. El Parque Nacional de Wood Buffalo es el segundo parque nacional más extenso del mundo y en él se encuentra la presa de castores más extensa del mundo. Fue hallada en 2007 con la ayuda de un satélite, mide el doble que la presa Hoover y todo hace pensar que sigue creciendo. Rob Mark, un aventurero de Nueva Jersey, fue a visitarla en 2010. Es probable que fuera la primera persona en hacerlo, y no le resultó fácil. «La vegetación es tan densa —le contó Mark a la CBC— que tu campo de visión es limitado […], después se vuelve una turbera, por la que resulta difícil avanzar. Y termina convertido en muskeg».[4] Eso explica por qué son pocos los forasteros que frecuentan la zona durante los meses cálidos y que el invierno sea la estación preferida para atravesar la región. «Los mosquitos —añadía Mark— son absolutamente horribles».[5]

    Una excepción al gigantismo generalizado se encuentra en los árboles, que no suelen superar los dieciocho metros de altura ni los cien años de edad. Estos bosques, una mezcla variable de pinos, píceas, álamos y abedules, se conocen colectivamente como bosque boreal,[6] y lo que pueda faltarles en tamaño individual lo compensan en extensión. El bosque boreal, un anillo circumpolar que rodea todo el hemisferio norte, es el ecosistema terrestre más extenso del planeta y comprende casi un tercio de su área forestal total (más de 1.500 millones de hectáreas, superando la extensión de los 50 estados de Estados Unidos).[7] Un tercio de Canadá —y la mitad de Alberta— está cubierto de bosque boreal. Hacia el oeste, cruzando las Montañas Rocosas, pasando por la Columbia Británica, el Yukón y Alaska, el bosque boreal atraviesa el estrecho de Bering en dirección a Rusia (donde se conoce como taiga) y se extiende de una punta a otra del país hasta Escandinavia, para, a continuación, sin retroceder ante el océano Atlántico, aterrizar en Islandia y resurgir de nuevo en Terranova, desde donde prosigue hacia el oeste y completa el círculo, una guirnalda verde coronando el globo.

    Desde la carretera, lo que se ve es un bosque de gran densidad de arbolado, pero el interior resulta mucho más anfibio y contiene más fuentes de agua dulce que cualquier otro bioma del planeta. En este sentido, el bosque circumboreal se asemeja a una esponja hemisférica cubierta de árboles como por azar, cuyos miles de millones de raíces entretejen el subsuelo del continente, formando una urdimbre y una trama subterráneas. Aunque no son tan porosos como los humedales de los Everglades, en Florida, los incontables lagos, lagunas, ciénagas, ríos y arroyos boreales desempeñan una función similar a la de aquellos: recoger, almacenar, filtrar y verter agua dulce. Miles de millones de pájaros, de cientos de especies diferentes, viven en este ecosistema y migran a él.

    Una de las razones por las que estos árboles nunca crecen demasiado ni viven muchos años es que, a pesar de la cantidad de agua que los rodea, arden de manera regular. Están diseñados para ello. En este sentido, el bosque circumboreal es, entre todos los ecosistemas, un auténtico fénix que renace tras el fuego, que debe arder para regenerarse. Lo hace por zonas, formando un mosaico, cada cincuenta o cien años. Constituye un bioma colosal que almacena tanto carbono como todos los bosques tropicales juntos, si no más, y cuando arde, explota como una bomba de carbono. En Norteamérica, el epicentro de tales explosiones estratosféricas es la región septentrional de Alberta, y es por eso por lo que todos los municipios de la zona, grandes o pequeños, se enfrentan al mismo dilema: allí donde terminan las casas, empieza el bosque. En él se esconden osos, lobos, alces y hasta bisontes, pero nada es tan peligroso como el fuego. Si las condiciones son propicias, un gran incendio boreal puede convertirse en una versión ardiente e imparable del fin del mundo. Puede quemar cientos de miles de hectáreas de bosque, con todo lo que encuentre en él, y seguir fuera de control.

    El incendio de Chinchaga de 1950, prácticamente desconocido y, en la época, visto únicamente por un puñado de personas, es el mayor incendio jamás registrado en Norteamérica. Comenzó en la frontera de la Columbia Británica con Alberta en junio de ese año, ardió hacia el este por el territorio septentrional de Alberta durante más de cuatro meses y afectó aproximadamente a 1.600.000 hectáreas de bosque (más o menos, el área de Connecticut y Rhode Island juntos, o tres veces el tamaño de la Isla del Príncipe Eduardo). El incendio generó una columna de humo tan extensa que se la conoció como la «Gran Cortina de Humo» de 1950.[8] Se elevó doce kilómetros, alcanzando la estratosfera, y su sombra colosal redujo en varios grados las temperaturas medias, hizo que las aves se fueran al nido en mitad del día y, al rodear el hemisferio norte, generó extraños efectos visuales, como avistamientos masivos de soles lavanda y lunas azules.[9] Antes del incendio de Chinchaga, los últimos testimonios de estos mismos fenómenos a una escala semejante databan de la erupción del Krakatoa en 1883.[10] Carl Sagan, impresionado por las consecuencias del incendio, llegó a preguntarse si serían similares a las de un invierno nuclear.[11]

    * * *

    Cada año, la Oficina Nacional de Administración Oceánica y Atmosférica (NOAA, por sus siglas en inglés), en colaboración con científicos canadienses y mexicanos especializados en la lucha contra los incendios, publica un documento llamado North American Seasonal Fire Assessment and Outlook (Evaluación y perspectiva del fuego estacional en Norteamérica), que trata de predecir la probabilidad de que se produzcan incendios forestales en el continente. El Outlook incluye mapas para cada mes de la temporada de alto riesgo con un código por colores, donde el rojo indica mayor probabilidad de incendios y el verde, menor.[12] Igual que en 2015, los mapas de 2016 presentaban más rojo que verde y el mapa de mayo era el más rojo de todos. Este color se extendía por grandes franjas de México, el Medio Oeste estadounidense, la totalidad de Hawái y gran parte del sur de Canadá, desde los Grandes Lagos hasta las Montañas Rocosas. Era un área enorme, que incluía la mayoría de los campos petrolíferos activos de Alberta. En el centro de esa zona amenazada, en medio del bosque, se encontraba Fort McMurray.

    Fort McMurray es una anomalía en Norteamérica. Ubicada a mil kilómetros al norte de la frontera con Estados Unidos y a mil kilómetros al sur del círculo polar ártico, la ciudad es una isla industrial en un océano de árboles. Sin el atractivo del petróleo, esta parte de Alberta se parecería aún más a Siberia: estaría prácticamente deshabitada, surcada por ríos que giran como las agujas de una brújula en busca del océano Ártico, cubierta de árboles de poca altura, escasa esperanza de vida y propensos a los incendios. Media docena de asentamientos permanentes se dispersan en una región del tamaño de Kentucky y solo uno de ellos supera los ochocientos habitantes: en 2016, en Fort McMurray y sus localidades satélite residía una población internacional de casi noventa mil personas, en unas veinticinco mil casas y edificios que iban de viviendas móviles y bloques bajos de pisos a mansiones idénticas entre sí y rascacielos de hormigón. El «área de servicio urbano» —la zona en la que operan los servicios de recogida de basura y de bomberos— cubre quince mil hectáreas de terreno irregular, atravesado por arroyos y quebradas y dividido por dos grandes ríos y dos afluentes. Juntos, rodean la ciudad y se entrelazan en ella, retorciéndose como los tentáculos de un pulpo.

    Diseminada en campamentos semipermanentes de los alrededores, había una población flotante de unos cuarenta mil trabajadores indocumentados, un número que variaba en función del precio del petróleo, el ritmo de construcción y los ciclos de mantenimiento rutinario de las refinerías. Como dijo un habitante de toda la vida, «no somos más que una colonia de las empresas petrolíferas».[13] Canadá es el cuarto país que más petróleo produce y el tercero que más exporta. Casi la mitad del petróleo que importa Estados Unidos —unos cuatro millones de barriles al día—, procede de allí, lo que equivale al cargamento de un inmenso petrolero cada veinticuatro horas.[14] De esa cantidad, casi el 90 por ciento procede de Fort McMurray.[15]

    Pese a que es prácticamente desconocida fuera de Canadá y de la industria petrolífera, Fort McMurray se ha convertido, en las últimas dos décadas, en la cuarta ciudad más grande del subártico norteamericano, después de Edmonton, Anchorage y Fairbanks. En términos de horas extra registradas y dinero ganado es, sin ninguna duda, la localidad más trabajadora y mejor pagada del continente. En 2016, dos años después del boom económico que había durado una década y terminado súbitamente con la caída del precio global del crudo, la media de ingresos por hogar era aún de casi doscientos mil dólares al año. Uno de los múltiples apelativos por los que se ha conocido a Fort McMurray a lo largo de los años es el de Fort McMoney.[16]

    El 3 de mayo de 2016 amaneció de manera distinta para cada habitante, pero terminó igual para todos. Shandra Linder, por ejemplo, comenzó el día con un rito primaveral. Linder trabajaba como consultora de relaciones laborales para Syncrude (compuesto de «crudo sintético»), una de las empresas que soportaban la economía local. Su marido, Corey, era ingeniero y trabajaba para la misma empresa, como muchos de sus amigos. La pareja tenía su puesto lejos de las oficinas centrales, en el complejo de Mildred Lake, a media hora en coche al norte de la ciudad. Hacía veinte años que Shandra Linder consideraba «Fort Mac» su hogar; rubia, con un corte pixie, era una mujer cariñosa, en buena forma, con poca paciencia para las tonterías. Resulta lógico, cuando uno la conoce y descubre a qué se dedica, pero al forastero puede resultarle sorprendente ver a una mujer tan refinada —y tan femenina— en un lugar como ese, aislado y entregado a la industria. En las «Obras» (el término que sirve para referirse indistintamente a los yacimientos o a cualquier otro lugar de trabajo relacionado con el petróleo en los alrededores de Fort McMurray), la ratio es de veinticinco hombres por cada mujer. Los días de diario, Linder se vestía acorde a la situación: maquillaje mínimo, cuellos altos, pantalones oscuros, nada de tacones; la indumentaria apropiada para subirse y bajarse de una camioneta o de un todocamino, para desenvolverse en un mundo de hombres. No es alguien que necesite levantar la voz para mostrar seguridad, en parte porque trabajar a tiempo completo para Syncrude, o para Suncor, su empresa matriz, confiere a los empleados un estatus superior. Es el equivalente boreal a trabajar para Exxon o Shell, una distinción que lo impregna todo, una suerte de cóctel de feromonas. Alguien de dentro lo dejó claro: «Yo soy de Syncrude y tú no».[17] Los trabajadores especializados y los operadores de maquinaria llevan siempre visible la identificación de la empresa como si fuera la camiseta de su equipo, incluso en bares, donde, durante el último boom, la exhibían ante las mujeres disponibles como si se tratara del plumaje de un pájaro. Similar a la carta platino de un corredor de bolsa, la placa de identificación de la compañía deja a la vista una serie de cantidades: salario de seis cifras, camioneta de cinco, presupuesto para fiestas de cuatro, habilidades fungibles. A cambio, la empresa, conocida también como «la Dueña», o «Madre Syncrude», es exigente, a la manera de Wall Street o Silicon Valley: quedarse hasta tarde y trabajar los fines de semana forma parte del puesto. Es ahí donde está el dinero: en Fort McMurray, las mejores horas son las horas extra.

    Shandra Linder ya había visto la columna de humo al sudoeste de la ciudad. Todo el mundo la había visto, en realidad. Llevaba varios días ahí, mutando en el horizonte, una coliflor de masas hinchadas, grises y marrones, agitadas por el viento. Parecía haber brotado del bosque, ya en plena forma, el domingo por la tarde. No había parado de crecer desde entonces, pero se encontraba aún a muchos kilómetros y, además, no era la única. Durante el fin de semana, los Linder habían acogido a unos amigos evacuados por culpa de otro incendio que ardía en las proximidades de la nueva urbanización de Stonecreek, al norte de la ciudad. Estos incendios eran casi motivo de chanza: los amigos habían pasado juntos el domingo 1 de mayo, bebiendo cócteles en el patio trasero de su casa en Timberlea, uno de los múltiples vecindarios levantados sobre las colinas del norte y el oeste. Allí, con el vaso en la mano, un hoyo de golf y una fuente en el jardín a sus pies, sacaron fotos de la gran columna que crecía al otro lado del río, como si se tratara de un atardecer o un arcoíris. Comieron arroz y pollo y disfrutaron de un ambiente distendido y amigable: la vida sonreía en Fort McMurray. Los amigos volvieron a su casa al día siguiente.

    Sabían que los servicios de extinción estaban ocupándose del problema: las botas pisaban el suelo y los chorros de agua atravesaban el aire. Para los Linder y sus invitados, el problema, fuera el que fuera, no tardaría en resolverse. Al fin y al cabo, eso es lo que hace la gente en Fort McMurray: se encarga de las cosas. No muchas regiones seleccionan a su población con los rigores de la Alberta septentrional. Fort McMurray también elige a sus trabajadores: gente dura, intrépida, capaz de trabajar en equipo; gente extremadamente motivada para hacer lo que haga falta y prosperar. Eso incluye a los bomberos forestales: las brigadas del servicio forestal de Alberta —en cuyo territorio se encuentran praderas de hierbas altas con las Montañas Rocosas y el bosque boreal— están consideradas entre las más preparadas del mundo. En privado, algunos de sus miembros aseguran serlo, ser los mejores. Es cierto que principios de mayo era aún pronto para los incendios —en las riberas quedaban todavía bloques de hielo invernal del tamaño de coches y algunos lagos de la zona no se habían deshelado—, pero, aparte de eso, no había nada fuera de lo normal. Los incendios nublan el horizonte cada primavera y cada otoño; aquí arriba, el humo es un rasgo más del paisaje boreal. Como comentaron Shandra y Corey Linder, casi al unísono, «es lo mismo todos los años».[18]

    Era cierto, hasta que dejó de serlo.

    * * *

    En el bosque, sin que nadie lo viera, las cosas estaban cambiando. Había caído mucha menos nieve que la media durante dos años seguidos y, aunque la primavera acababa de empezar en el norte, las hojas y las piñas crujían ya bajo los pies como si fueran los últimos días del verano. Entre eso, el calor impropio y el hecho de que ese mismo fin de semana se habían producido cinco incendios diferentes alrededor de la ciudad, parece difícil comprender la despreocupación que reinaba entre los habitantes de Fort McMurray. Sin embargo, si uno se hubiera levantado el 3 de mayo al amanecer, igual que Shandra Linder, y hubiera observado el cielo, como hizo ella, tal vez lo habría entendido. La luz de esa mañana era tan excepcional, incluso para el norte de Alberta, que, tras la rutina matinal de pasear al perro, responder correos electrónicos con un café, fumar un cigarro y darse una ducha, Linder hizo algo que no había hecho en mucho tiempo: sacó una camisa, su traje azul marino favorito, eligió unos zapatos de tacón medio que le iban bien y dejó los calcetines en el cajón. Así vestida, contempló las diversas opciones que tenía en el garaje para ir a las oficinas de Syncrude de Mildred Lake. Acorde con su atuendo y su estado de ánimo, eligió el que ella llama «el pequeño», un Porsche negro que no había visto la luz del día en seis meses. Los inviernos son largos y oscuros en Fort McMurray, pero este se había terminado, la primavera estaba ahí y Linder se sentía tan hermosa y llena de esperanza como el mismo día.

    No era la única; en las últimas semanas, los vecinos también habían salido a la luz, como las flores primaverales que se habían adelantado varias semanas. Guardaban los abrigos y las botas que vestían como una segunda piel desde octubre y empezaban a arreglar los jardines, a los que nadie había prestado atención en medio año. Los garajes, donde gran parte de Fort McMurray socializa activamente, entre mesas de trabajo, neveras de cerveza, quads y proyectos de bricolaje, comenzaban a abrirse al aire, al sol y a los visitantes. La gente se sonreía en la parada de autobús, dirigían la cara al sol como girasoles, o como rusos, y el cuerpo recordaba la extraña sensación del calor en la piel desnuda.

    [4] Muskeg es el término con el que se conoce el ecosistema de turberas típico de Alaska y el oeste de Canadá. (N. del T.).

    [5] «World’s Largest Beaver Dam Explored by Rob Mark», CBC News, 19 de septiembre de 2014.

    [6] «Boreal», que significa «septentrional», deriva de Bóreas, el dios griego del viento del norte.

    [7] Hanna Corona, «World Boreal Forests —Largest Biome Taiga», Boreal Forest, 30 de agosto de 2022.

    [8] Tymstra, The Chinchaga Firestorm, p. 67; Harry Wexler, «The Great Smoke Pall—September 24-30, 1950», Weatherwise 3, 1950.

    [9] Tymstra, p. 70; ibid., p. 72.

    [10] Ibid., p. 66.

    [11] Ibid., p. 90.

    [12] Véase cpo.noaa.gov/.

    [13] Entrevista con Rick Kirschner, 6 de febrero de 2017.

    [14] Canada Energy Regulator, «Crude Oil Export Summary», neb-one.gc.ca/. El petróleo de Canadá constituye en torno al 40 por ciento de las importaciones diarias de Estados Unidos. Pese a lo que se tiende a creer, Arabia Saudí constituye en la actualidad menos del 10 por ciento de las importaciones de petróleo en Estados Unidos. Véase nrcan.gc.ca/.

    [15] «Crude Oil Export Summary».

    [16] «Median Total Income of Households in 2015» (195.656,00 dólares canadienses) y «Census Profile, 2016 Census, Fort McMurray, Alberta», Statistics Canada, www12.statcan.gc.ca/.

    [17] No quiere que aparezca su nombre.

    [18] Entrevista con Shandra y Corey Linder, 4 de noviembre de 2016 (todas las citas posteriores de Shandra Linder proceden de esta entrevista).

    02

    «Es lógico que la idea de desarrollar las arenas bituminosas genere considerables reparos. No se aviene al orden establecido de las cosas».[19]

    Karl A. Clark

    , The Bituminous Sands of Alberta, 1929

    Para empezar a comprender Alberta, hay que darse cuenta de la fuerza del sol y del cielo, que aquí parecen ocupar un espacio desproporcionado. No hay muchos lugares en los que, en menos de doce horas, puedas divisar la aurora boreal en todo su esplendor y un arcoíris tan grande y vívido que los siete colores parecen vibrar en arcos de neón concéntricos, cada franja perfectamente distinguible de la siguiente. La región es tan amplia y abierta, y el cielo tan claro y dominante, que estos fenómenos pueden acompañarte durante horas mientras viajas a toda velocidad por la autopista.

    Alberta se encuentra al norte de Montana, en Estados Unidos, y al sur de los Territorios del Noroeste; tiene aproximadamente el tamaño de Texas y, en realidad, guarda bastantes semejanzas con este estado. Como él, Alberta es una especie de vórtice energético: junto con los enormes espacios abiertos y una lealtad patriótica a la industria petrolífera, comparte con su homólogo estadounidense una dolorosa familiaridad con los desastres naturales, entre los que hay tornados, granizadas, inundaciones e incendios. Trabajadora y de mentalidad independiente, Alberta también se enorgullece de un pasado mítico construido en torno al ganado vacuno, los caballos, los vaqueros y el petróleo, y vigorizado por mentalidades que hunden sus raíces en los pozos profundos del «cumple la misión», el tú puedes hacerlo, el cristianismo evangélico y la marginación atrabiliaria de la capital del país. Para hacerse una idea de hasta qué punto Alberta ha estado aislada del gobierno federal, valga la escultura de nieve que se erigió en el patio del campus durante el festival invernal de la Universidad de Alberta de 1981: en respuesta al programa del primer ministro, Pierre Trudeau, para compartir los ingresos del petróleo de Alberta con las provincias menos ricas, se le representó de rodillas, haciéndole una felación a la grúa petrolífera que surgía de la entrepierna del primer ministro de Alberta. Delante de esta tonificante escena se encontraba la leyenda, también esculpida en la nieve, «TRUDEAU QUIERE HASTA LA ÚLTIMA GOTA».[20]

    Aunque no tanto como la quiere Alberta. Esos dos hombres se han convertido en meros recuerdos, pero el resentimiento persiste y el número de pozos de gas y petróleo en la provincia se ha multiplicado hasta los cientos de miles.[21] La provincia entera está atravesada de líneas de exploración sísmica con las que se intenta localizar cualquier yacimiento de crudo. Hoy van de un horizonte al otro, como meridianos en el globo. Estos caminos a ninguna parte, aparentemente aleatorios, que los geólogos que evaluaban la existencia potencial de minerales e hidrocarburos en el subsuelo abrieron con excavadoras o explosivos, solo se ven interrumpidos por ríos, presas de castor y las ocasionales carreteras, pozos de prueba o perforaciones. En ciertos lugares, incluidos los alrededores de Fort McMurray, la densidad de las vías abiertas por los buldóceres es tal que, desde el aire, los bosques parecen gofres de tierra. Una extensión ajedrezada, dividida en ángulos oblicuos por ríos artificiales de petróleo y gas, oleoductos y gasoductos que trazan, también, el arco de la tierra, atravesando el continente sin ser vistos. Si todos los oleoductos que hay en Alberta se colocaran uno detrás de otro, cubrirían la distancia entre Fort McMurray y la luna, y aún se podría darle la vuelta al ecuador.[22] Algunos de estos oleoductos tienen cuatro metros de diámetro y buena parte del petróleo que fluye por ellos se extrae mediante métodos poco convencionales, como la fracturación hidráulica (fracking), el drenaje gravitacional asistido con vapor o la minería a cielo abierto.

    David Carruthers / PlanLab Ltd.

    Más de trescientos mil oleoductos y gasoductos sirven a la industria de los combustibles fósiles en Alberta.

    Fort McMurray desempeña una función esencial en esta operación y, para optimizarla, se ha convertido en una ciudad monoindustrial. La industria en cuestión gira en torno a la recuperación, el refino y el transporte del bitumen. Sin analizar este material y su estatus provisional en la jerarquía de los combustibles fósiles, no se puede entender el fenómeno de Fort McMurray. El bitumen (que allí pronuncian BITCH-amin) es una especie de primo corrupto del petróleo crudo, también llamado betún o asfalto. Bajo el suelo de los bosques que rodean Fort McMurray hay un depósito de bitumen del tamaño del estado de Nueva York. En ocasiones se lo conoce como las arenas de brea de Alberta, o las arenas petrolíferas, y es uno de los yacimientos de petróleo conocidos más grandes del mundo. En términos de volumen potencial de barriles puede competir con Arabia Saudí, Venezuela e Irán. Pero, pese a esa abundancia, tiene una trampa: el bitumen no es petróleo. Ni siquiera es, si hablamos con propiedad, bitumen; es lo que los geólogos llaman «arenas bituminosas». Las arenas bituminosas son al barril de petróleo lo que un cajón de arena empapado de melaza a una botella de ron. Aunque se saquen de la tierra y se separen de su matriz arenosa, cualquier forma de energía viable quedará aún lejos. Lo que se obtendrá en ese caso es bitumen: excelente para cubrir los tejados y pavimentar las carreteras, pero tan poco inflamable que puedes apagar una hoguera con él.

    Aunque es posible encontrar depósitos de bitumen puro a lo largo del río Athabasca, la mayor parte se da dentro de un conglomerado mineral muy complejo. Según la Oil Sands Magazine, «unas arenas petroleras típicas contienen en torno a un 10 por ciento de bitumen, 5 por ciento de agua y 85 por ciento de sólidos».[23] Los sólidos son fundamentalmente cuarcita, uno de los minerales más duros de la tierra. La arena de cuarcita es extremadamente abrasiva y dañina para la maquinaria, las palas, las cajas de los camiones volquetes y los oleoductos, por no hablar de la pintura de la camioneta o del suelo de la cocina. El proceso de excavar, separar y, por último, «refinar» esta sustancia, semejante al pavimento de las carreteras, conlleva técnicas de minería a cielo abierto, destrucción de rocas y limpieza por vapor, el equivalente petroquímico a exprimir sangre de las piedras. Por ese motivo, la industria petrolífera del norte de Alberta no puede compararse con las industrias de Texas, Arabia Saudí o cualquier otro lugar, terrestres o marítimas, donde se utilicen métodos convencionales para extraer el petróleo de la tierra.

    Una mina de bitumen no es un lugar donde dejarías que tu hijo jugara, pero cualquier niño de cuatro años al que le gusten las máquinas de juguete sabría identificar el equipo necesario para extraerlo. Y compartiría la grandiosidad de esa ambición. Para acceder al bitumen, lo primero es eliminar el bosque que crece en la superficie. En la jerga industrial, toda esta materia viva se conoce como «sobrecarga» y la máquina que se utiliza para retirarla es un buldócer Caterpillar D11. El D11 pesa más de cien toneladas y tiene una pala de más de seis metros y medio; puede arrasar bosques enteros como quien corta el césped. Esa es la escala a la que funcionan las cosas aquí; junto a los D11 hay varios Komatsu D575, que son aún más grandes. Una vez que se ha eliminado el bosque, enormes palas eléctricas extraen bloques de arena bituminosa que pueden pesar cien toneladas y que en ocasiones contienen fósiles completos de dinosaurios del periodo cretáceo. Estas cargas, del tamaño de un garaje, se echan en camiones de transporte como el Caterpillar T797, uno de los más grandes del mundo. Mide tres pisos de altura y pesa, sin carga, cuatrocientas toneladas. Hay cientos de máquinas como esta operando en las minas al norte de Fort McMurray. Como son demasiado grandes para las autopistas ordinarias, hay que transportarlas por piezas al norte. Hacen falta doce camiones articulados más grandes de lo normal, con sus correspondientes coches piloto, para mover todas las partes que componen un solo camión de transporte. Por sí solas, las ruedas miden ya 4 metros y cuestan 85.000 dólares cada una. Cuando una de ellas arde —algo que sucede con más frecuencia de lo que cabría esperar, debido a la tremenda fricción que generan sus cargas—, hay que desinflarla disparando un fusil desde una distancia de seguridad. Si cualquiera de estas ruedas de seis toneladas explotara, provocaría en el entorno un daño similar al de una bomba de gran potencia. La misión del camión es transportar las arenas bituminosas extraídas a la «trituradora», una especie de agujero negro mecánico compuesto de dos cilindros tachonados gigantes que giran constantemente. Para explicar la voracidad inexorable de este aparato, un empleado me dijo que «puede devorar un autobús urbano en tres segundos».[24]

    Andrew Wright.

    Camiones de transporte trabajando en una mina al norte de Fort McMurray.

    El paisaje que estos behemots destrozan es en la actualidad un inframundo helado, un paisaje salido de los ojos de Sebastião Salgado, Edward Burtynsky o J. M. W. Turner: kilómetro tras kilómetro de tierra negra, desvalijada, agujereada por pozos que podrían tragarse estadios enteros y lagos muertos, decolorados, protegidos por espantapájaros vestidos con chubasqueros usados y vigilados por las antorchas encendidas y el humo de las refinerías. Todo ello unido por una laberíntica red de pistas de tierra y tuberías y patrullado por máquinas del tamaño de edificios que, pese a sus dimensiones, parecen enanas frente a las tierras baldías que dejan a su paso. Los depósitos de relave cubren más de veinticinco mil hectáreas y contienen más de un billón de litros de aguas residuales, contaminadas en el proceso de mejora del bitumen.[25] Un lodo tóxico que solo puede dirigirse a la tierra, al aire o, si una de las inmensas presas de tierra falla, al río Athabasca. Durante décadas, los niveles de cáncer han sido excepcionalmente altos en la comunidad de Fort Chipewyan, río abajo. Incluso aquellos para quienes las minas son más lucrativas las comparan con Mordor. Congregados alrededor de la planta de mejora de Syncrude, como un antiguo complejo de templos, hay zigurats de azufre sólido, de un amarillo brillante, más grandes que las pirámides de Guiza. Y que aún parecen pequeños en comparación con la antorcha de gas de Syncrude, que se eleva ciento ochenta metros hacia el cielo. Suncor, a pocos kilómetros de allí, también tiene una. En 2016, esta suerte de gnómones llameantes eran los objetos creados por el hombre más altos en miles de kilómetros a la redonda.[26]

    A tal escala, los humanos desaparecen.

    En el sur, la mayoría de nosotros no conseguimos darnos cuenta de que todo esto —hombres y máquinas por igual— tiene que funcionar todo el año, veinticuatro horas al día, en condiciones de variación de temperaturas que están entre las más extremas del mundo. El gasóleo no tratado comienza a coagular a −9 °C y las palas de los buldóceres pueden resquebrajarse a −37 °C, pero Fort McMurray está sometido a temperaturas de −40 °C todos los inviernos y ha alcanzado los −50 °C. Los camiones autobomba del cuerpo de bomberos tienen sistemas internos de calefacción para impedir que el agua se congele cuando salen a un aviso. Al mismo tiempo, es cada vez más frecuente que las máximas estivales de la región alcancen los 30 °C. Temperaturas tan extremas generan una presión excesiva sobre los metales, pero también en mangueras hidráulicas, engranajes lubricados y cualquier fluido que deba mantenerse a una viscosidad constante. Evidentemente, resulta especialmente duro para los humanos; en todas las plantas hay brigadas dedicadas exclusivamente a construir andamios, con frecuencia en el exterior, sean cuales sean las condiciones meteorológicas. Allí, cuando el céfiro sopla a cinco nudos, los −25 °C, una temperatura habitual en Fort McMurray, provocan una sensación térmica de −40 °C, a la que la carne y los globos oculares tardan escasos minutos en congelarse. Los turnos suelen durar entre diez y doce horas y en invierno el sol solo se deja ver siete horas al día. En esa época, además, cuando oscurece en el horizonte, no ha dejado rastro alguno de calor sensible, ni siquiera a mediodía.

    No obstante, cuando un viento implacable del norte empuja el humo de las unidades de coquización por el río y este penetra en la ciudad, no se oyen muchas quejas. La mayoría olfatea el aire y dice: «Huele a dinero».

    El Gobierno de Alberta ha trabajado siempre mano a mano con la industria de los combustibles fósiles, hasta el punto de que es difícil saber dónde termina uno y empieza la otra. Juntos, llevan un siglo buscando el lema que aglutine todo el potencial enterrado bajo el suelo del bosque. En los años veinte propusieron «El regalo supremo de la naturaleza a la industria», pero no cuajó.[27] Otro intento reseñable fue la campaña de «La montaña de arena mágica», un anuncio dirigido a inversores e inventores estadounidenses aparecido en 1947 en un número de la revista Fortune, con el eslogan «ALBERTA tiene LO QUE TU EMPRESA necesita» (impuestos bajos, subvenciones generosas y una supervisión mínima, atractivos que hoy se conocen como «Las ventajas de Alberta»). El anuncio no era otra cosa que una llamada a empresarios e industriales.

    Una doble promesa de libertad en un lenguaje seductor. Sin embargo, la idea de que hubiera algo casi alquímico enterrado en un montón de arena mágica a mil kilómetros al norte de Great Falls resultaba excesiva, incluso para los capitalistas e ingenieros estadounidenses.[28] Además, más al sur quedaban aún inmensas reservas de petróleo de verdad por descubrir, y no solo en Texas, Oklahoma o California, también en el sur de Alberta. Hacia 1930, más de 160.000 kilómetros de oleoductos atravesaban ya Estados Unidos, por los que corrían 1.000 millones de barriles de petróleo al año.[29]

    En el oeste de Canadá, una de las estrategias básicas de supervivencia ha consistido en reinventar y cambiar la imagen de algo que nadie quiere. Hasta la fecha, la mayor proeza ha sido vestir con la seda de la Syncrude Sweet Blend la mona de las arenas bituminosas. En un lenguaje que parece salido de un anuncio de Starbucks, la página de una empresa petrolífera describe «este crudo sintético, típico y dulce, [como] una mezcla infinita de partes de nafta hidrotratada, destilado y gasoil».[30] E, igual que la conversión de algo tan imbebible como los granos de café en un Moca con Chocolate Negro y Trufa Fundida, el proceso de extraer de algo tan ignífugo como las arenas bituminosas derivados sintéticos como el Syncrude Sweet Blend, el Western Canadian Select o el Albian Premium requiere grandes cantidades de calor y presión.

    Fortune Magazine, septiembre de 1947, p. 172.

    Sea cual sea el nombre que le demos al material que hay bajo Fort McMurray, no es petróleo. Ya no. Si la industria hubiera descubierto el yacimiento hace cincuenta millones de años, habrían encontrado más de un billón de barriles de petróleo crudo, una cantidad que haría palidecer las reservas de Arabia Saudí.[31] Sin embargo, a lo largo de miles de milenios, gran parte de este petróleo dulce se vio afectado por fuerzas naturales inexorables que lo hicieron viajar hacia la superficie y hacia el este a través de una enorme depresión geológica conocida como la cuenca sedimentaria del oeste de Canadá. Esta reserva continental, que en otra época fue un mar interior, contiene espléndidos depósitos de petróleo, gas y bitumen, que conforman buena parte de la geología entre las Montañas Rocosas y el escudo precámbrico (una franja larga y ancha de tierra al oeste de los Grandes Lagos).

    En realidad, este depósito de petróleo caprichoso ya se había descubierto cuando se abrió paso hasta una capa de arenisca del tamaño de Inglaterra conocida como la formación McMurray, bajo las llanuras del Athabasca. No por los británicos ni los americanos, sino por las bacterias. Como una plaga de ratones en una despensa de queso, el nanoejército saqueó la mayor reserva de petróleo del continente y no dejó a su paso más que cortezas y envoltorios. Estos depredadores improbables, de varios géneros diferentes, son criaturas casi sobrenaturales que se alimentan de hidrocarburos, sobreviven sin oxígeno y liberan gas metano (la única característica que compartimos con ellas, además del gusto por el petróleo crudo). Son diminutas, pero parecen haberse adueñado de un reino poco conocido que los geoquímicos llaman la «biosfera profunda». Esta se encuentra en los límites inferiores de la habitabilidad, entre las profundidades sin vida de la corteza terrestre y los reinos superiores a los que llegan la luz del sol y el oxígeno.[32] Algunos de sus habitantes han aparecido a más de kilómetro y medio de profundidad, a temperaturas que superaban el punto de ebullición. Al parecer, este bioma no es solo inmenso, sino que está repleto de vida. Como escribió en 2014 Steve Larter, miembro de la Royal Society, que ocupa la Cátedra Canadiense de Investigación Geoquímica en la Universidad de Calgary, «las arenas bituminosas y los cinturones de petróleo pesado del mundo representan el punto de acceso más viable a la biosfera profunda, que, desde la perspectiva del equilibrio celular, es el mayor bioma del planeta».[33]

    Cuando Larter trató de calcular cuántos de estos «extremófilos» comedores de hidrocarburos habitaban los depósitos de bitumen alrededor de Fort McMurray, le salió un número «bastante superior a diez elevado a veintitrés», billones y trillones y cuatrillones de criaturas hambrientas desarrollándose en uno de los entornos más hostiles del planeta.[34] Teniendo en cuenta su población y su impacto, sorprende que sepamos tan poco sobre ellos; su única necesidad que nos resulta familiar es el agua. No obstante, han hecho estragos. Al acercarse al vetusto petróleo con la diligencia y el buen criterio de un ingeniero petroquímico, estas diminutas multitudes seleccionaron los hidrocarburos más sencillos, «más dulces», más comercializables, e ignoraron las moléculas más largas y complejas cargadas con asfaltenos alquitranados, resinas, sales, metales pesados y compuestos de azufre complejos, entre otras impurezas de mal gusto. Cincuenta millones de años después, los frutos más apetitosos hace tiempo que desaparecieron y Alberta ha heredado las sobras, que tienen el mismo atractivo para las refinerías que para los audaces microbios.

    Para lograr que este residuo de hidrocarburo se parezca a algo susceptible de ser procesado por las actuales refinerías de petróleo, y que interese a los mercados extranjeros, ha de restaurarse artificialmente el estado previo a la degradación; es decir, hacer que viaje al pasado. Se ha dicho que los helicópteros no vuelan, que lo que hacen es golpear el aire hasta someterlo. Lo mismo puede aplicarse al proceso necesario para convertir el bitumen en un combustible útil y comercializable. Para obtener un solo barril de bitumen son necesarias dos toneladas de arenas bituminosas. A temperatura ambiente, además, el bitumen fluye tan bien como

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