Yourcenar, El Tiempo Gran Escultor
Yourcenar, El Tiempo Gran Escultor
Yourcenar, El Tiempo Gran Escultor
Margaret Yourcenar
II. Sixtina
GHERARDO PERINI
El Maestro me dijo:
-Este es el hito que seala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la
Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten,
cargados de recuerdos, cuando llegan aqu ya se han olvidado de Roma. Pues la
memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen
en el camino, van deshacindose de unos cuantos trastos intiles, de suerte que llegan al
lugar en donde van a dormir con las manos vacas, desnudos, y se encontrarn, cuando
llegue el da del gran despertar, como nios que nada saben del ayer. Gherardo, aqu
est el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos rboles que hay por el campo
como miliares de Dios; cerca de aqu hay un ciprs cuyas races se hallan al descubierto
y al que le cuesta vivir. Hay tambin una posada, y a ella acuden las gentes a beber.
Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrn aqu entre semana
para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres
considerarn una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en
todas partes ocurre lo mismo.
No voy a ir ms lejos, Gherardo. No te acompaar ms porque el trabajo apremia y yo
soy un hombre viejo. Soy un viejo, Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser
conmigo ms tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos.
Jams encontr a una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una
mujer que pudiera permanecer inmvil durante horas, sin hablar, como algo necesario
que no precisa actuar para ser, que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que
ella sigue ah. Una mujer que se dejara mirar sin sonrer ni ruborizarse, por haber
comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son ms castas que las
otras y sobre todo ms fieles, slo que son estriles. No hay fisura por donde pueda
introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso son menos
frgiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de
mrmol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extrao entra en ellas para hacer
que les estalle el corazn. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan para
complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del
hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Y s muy bien que la mayor parte de los hombres
tampoco tienen de verdad un hijo: tienen a Tito, o a Cayo, o a Pietro, y no es la misma
alegra. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecera a la imagen que me habra
formado de l antes de que existiera. De ah que las estatuas que yo hago sean diferentes
de las que haba soado en un principio. Pero Dios se ha reservado para s el ser creador
conscientemente.
Si t fueras mi hijo, Gherardo, no te amara ms de lo que te amo, slo que no tendra
que preguntarme el porqu. Durante toda mi vida busqu respuestas a unas preguntas
que quiz no tengan contestacin, y excavaba en el mrmol como si la verdad se
encontrara en el corazn de las piedras, y extenda unos colores para pintar unas
paredes, como si se tratara de tocar simultneamente unos acordes con un fondo de
silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros
no omos.
As que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separacin,
aunque sea definitiva. Demasiado bien s que los seres a quienes amamos y que ms nos
aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y as es como
se separan de s mismos. An ests sentado en ese mojn, y crees estar todava aqu pero
tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha
comenzado ya. Ciertamente, comprendo que todo esto no es sino una ilusin, como todo
lo dems, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han
inventado despus la eternidad como contraste, pero la negacin del tiempo es tan vana
como l. No hay ni pasado ni futuro, tan slo una serie de presentes sucesivos, un
camino perpetuamente destruido y continuado por el que avanzamos todos. T ests
sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de
inquietud, como si iniciaran ya un camino. Ests vestido con esas ropas de nuestra
poca que resultarn horrorosas o simplemente extraas cuando haya pasado este siglo,
pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don
de ver, a travs de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera
vern los santos a las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son
hermosos, es un suplicio tambin pero diferente. T eres hermoso, con esa belleza frgil
asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarn por apoderarse de ti, pero
en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguir siendo en la bveda de la iglesia
donde pint tu imagen. Incluso si algn da, slo te presentara tu espejo un retrato
deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habr, en algn sitio, un
reflejo inmvil que se te parecer. Y de esa misma manera inmovilizar yo tu alma. Ya
no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser
indulgente con aquellos a quienes pensamos abandonar. T me ataste y ahora me
desatas. No te censuro, Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan
poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No
estoy inquieto por los que an no conoces y hacia los cuales vas, que quiz te estn
esperando: el hombre a quien ellos van a conocer ser distinto del que crea conocer yo
y al que imagino amar. Nadie posee a nadie (ni siquiera los que pecan llegan a
conseguirlo) y al ser el arte la nica posesin verdadera, es menos gratificante
apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lgrimas:
ms vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando an nos es posible llorarlos.
Si te quedaras, puede que tu presencia, al superponerse, debilitara la imagen que deseo
conservar de ti. As como tus ropajes no son ms que la envoltura de tu cuerpo, t no
eres para m sino la envoltura del otro, del que yo he extraido de ti y que te sobrevivir.
Gherardo, t eres ahora ms hermoso que t mismo.
Slo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.
vez humillado y feliz. Finalmente, am a una mujer. Murieron mis padres; mis amigos,
mis amados se fueron: unos me dejaron para vivir y los otros quiz me traicionaron con
el sepulcro. De los que an me quedan dudo; y aunque mis sospechas puede que no
estn justificadas, sufro tanto como si lo estuvieran, ya que dentro de nuestro espritu es
donde todo sucede. La mujer a quien amaba se march tambin de este mundo, al igual
que una extranjera cuando se percata de que se ha confundido y de que su casa est en
otro lugar. Entonces volv a amar nicamente a mis sueos porque ya no me quedaba
nada ms. Pero los sueos tambin pueden traicionarnos y ahora estoy solo.
Amamos porque no somos capaces de soportar la soledad. Y es por esa misma razn por
lo que le tenemos miedo a la muerte. Cuando alguna vez dije en voz alta el amor que me
inspiraba una criatura, vi a mi alrededor guios y meneos de cabeza, como si los que me
escuchaban se creyeran mis cmplices o se permitieran ser mis jueces. Y los que no nos
acusan tratan de encontrarnos alguna disculpa, lo que es todavia ms triste. Por ejemplo,
yo am a una mujer. Cuando digo no haber amado ms que a una sola mujer, no hablo
de las otras, las de paso, que no son mujeres sino nicamente la mujer y la carne. Am a
una sola mujer a quien no deseaba e ignoro -cuando lo pienso- si era debido a que no
fuera lo suficientemente hermosa o bien porque lo era con exceso. Pero la gente no
entiende que la belleza pueda ser un obstculo y colme por anticipado el deseo. Incluso
aquellos a quienes amamos no lo entienden, o no quieren entenderlo. Se sorprenden,
sufren, se resignan. Despus mueren. Entonces, nosotros empezamos a temer que
nuestra renuncia haya pecado contra nosotros mismos y nuestro deseo, ahora sin
remedio, transformado en irreal y obsesivo como un fantasma, adquiere el aspecto
monstruoso de todo lo que no ha sido. De todos los remordimientos del hombre, tal vez
el ms cruel sea el de lo no realizado.
Amar a alguien no es slo interesarse porque viva, sino tambin sorprenderse porque
deje de vivir, como si no fuera natural morir. Y sin embargo, el existir es un milagro ms
sorprendente que el no existir; pensndolo bien, es ante los que viven ante quienes
debiramos descubrirnos y arrodillarnos como ante un altar. La naturaleza, supongo, se
cansa de oponerse a la nada, como el hombre de oponerse a las solicitaciones del caos.
En mi existencia, sumida a medida que voy hacindome ms viejo en unos perodos
cada vez ms crepusculares, he visto continuamente formas de vida perfectas propender
a borrarse ante otras, ms sencillas, ms cerca de la humildad primitiva, a la manera en
que el barro es ms antiguo que el granito; y el que talla unas estatuas no hace, despus
de todo, sino apresurar el desmenuzamiento de las montaas. El bronce de la tumba de
mi padre se est llenando de cardenillo en el patio de una iglesia de pueblo; la imagen
del joven florentino se ir descamando en las bvedas que yo pint; los poemas que
escrib para la mujer que amaba dentro de pocos aos, nadie los entender, lo que, para
los poemas, es una manera de morir. Querer inmovilizar la vida es la condena del
escultor. Y es por lo cual, quiz, toda mi obra va contra naturaleza. El mrmol, en donde
creemos fijar una forma de la vida perecedera, vuelve a ocupar a cada instante su puesto
en la naturaleza, mediante la erosin, la ptina y los juegos de luz y de sombra sobre
unos planos que se creyeron abstractos pero que son, sin embargo, la superficie de una
piedra. As es como la eterna movilidad del universo constituye sin duda el asombro del
Creador. Bes, antes de que la metieran en el atad, la mano de la nica mujer que, para
m, daba un sentido a toda la vida, pero no bes sus labios y ahora lo siento, como si sus
labios hubieran podido ensearme algo. Ni tampoco bes al joven de Florencia, ni sus
manos, ni su blanco rostro. Slo que no lo siento. Era demasiado hermoso. Era perfecto
como aquellos a los que nada puede conmover, pues los muertos son todos impasibles.
Y he visto a muchos muertos. Mi padre, devuelto a su raza, no era ms que un
Buonarroti annimo: haba depositado la carga de ser l; desapareca, en la humildad del
bito, hasta no ser ms que un nombre en una larga serie de hombres; su linaje ya no
terminaba en l, sino en m, su sucesor, pues los muertos no son ms que los trminos
de un problema que se plantean, alternativamente, cada uno de sus continuadores vivos.
La mujer a quien yo amaba, tras la agona que la sacudi como para arrancarle el alma,
conservaba en los labios una dura y triunfal sonrisa como si, victoriosa de la vida,
despreciara en silencio a su adversaria vencida, y yo la vi enorgullecerse de haber
cruzado el umbral de la muerte. Cecchino dei Bracchi, mi amigo, era simplemente
hermoso. Su belleza, a la que tantos gestos y pensamientos haban despedazado en vivo
para convertirla en expresiones o en movimientos, volva a estar intacta, a ser absoluta y
eterna: se hubiera dicho que, antes de abandonarlo, haba recompuesto su cuerpo. He
visto sonrisas que levantaban las comisuras de unos labios exanges, que se filtraban
bajo los prpados cerrados, que ponan en un semblante lo equivalente a la luz. Los
muertos descansan, satisfechos, en una certidumbre a la que nada puede destruir porque
ella misma se va anulando a medida que se realiza. Y por haber ellos superado a la
ciencia, yo supuse que saban.
Pero tal vez los muertos no sepan que ellos saben.