Judas Iscariote
Judas Iscariote
Judas Iscariote
La luz de un nuevo y a la vez siniestro día se colaba por uno de los ventanucos
que iluminaban la lúgubre taberna, proyectándose sobre su rostro desaliñado y haciendo
más visible la suciedad de su piel y su larga y descuidada barba. Dormía plácidamente,
con la cara apoyada sobre una de las mesas y la boca entreabierta. De sus labios resecos
colgaba un hilo de saliva que se iba acumulando en una pequeña oquedad de la madera.
Al lado de su cabeza había una jarra de barro vacía que su mano derecha aún no había
soltado y cuyo contenido se había vertido sobre la mesa que le servía de lecho.
Una voz dulce y serena le sacó de su profundo sueño. Se incorporó, abrió los
ojos y logró, una vez acostumbrado a la luz, reconocer la figura de Rebeca.
He vuelto a ser lo que fui, aunque me temo que esta vez he caído más bajo que
nunca.
‘Si ha sido prendido, como quería el pueblo y como lo exigían los sacerdotes, ¿a
qué se debe tanto ruido? Lo tendrán bien encerrado para que no siga causando más
confusión… En unos días todo volverá a su normalidad, lo soltarán y se marchará a otra
ciudad’
‘No, no lo van a soltar. He oído que el Sanedrín ha pedido que sea condenado a
morir en la cruz… Y así lo van a hacer…’
1
Se puso en pie de un salto, arrojando la mesa violentamente contra el suelo. La
jarra de barro vacía se hizo pedazos pero el ruido no consiguió despertar a ninguno de
los que dormían. Corrió hasta la puerta de la taberna y se asomó a la calle, justo cuando
una recua de soldados romanos pasaba por delante. Reconoció a uno de ellos, que se
encontraba entre los que había guiado pocas horas antes hasta el huerto en el que Jesús
estaba con el resto de discípulos. Al verlo prefirió esconderse y cerrar la puerta. Cuando
Rebeca reparó en su rostro desencajado y sus ojos, saliéndosele de las órbitas, le
preguntó:
‘¿Quién te ha dicho que van a crucificarlo? ¿Quién?’, gritó Judas, sujetando los
brazos de Rebeca y zarandeando su cuerpo.
‘Un grupo de mujeres que pasaba por aquí… Algunas iban llorando…’
‘¡No puede ser! ¡Ese hombre es inocente! ¿De qué se le acusa?’, gritó.
Judas Iscariote agachó la cabeza y cerró los ojos. De nuevo se vio a sí mismo
frente al Sumo Sacerdote, diciendo:
Treinta sucias monedas de plata. Ese fue el precio que recibió a cambio.
2
Al coger las monedas sintió que, a pesar de su larga lista de delitos, nunca había
caído tan bajo. Sí, había sido un ladrón, pero nunca le hizo verdadero daño a nadie.
Aunque se pasaba la vida huyendo jamás padeció necesidad, no solía faltarle algo que
llevarse a la boca. Es más, se le daba bien robar, no tenía madera para otra cosa. Sin
embargo esta vez había sido muy distinto. Hasta entonces nunca había hecho uso de tan
malas artes.
Empezaba a adivinar que esta fechoría iba a superar la suma de todas las
demás…
‘Vosotros sí sois los falsos profetas. ¡Malditos seáis…!’, fue lo último que pudo
decir antes de que los soldados le condujeran hasta la puerta del templo.
Salió de allí y sólo halló cobijo en una oscura taberna, en la que empapó de vino
su arrepentimiento, al abrigo de los brazos de Rebeca.
En su mente las imágenes y las palabras se sucedían una tras otra. La última de
ellas fue la señal que había dado a los soldados para que pudieran reconocer a
Jesucristo, en el Huerto de los Olivos.
3
No pudo resistirlo más…
‘Sí, yo era uno de los que le seguían’, admitió, ‘Corres un serio peligro si te
quedas conmigo’
Tenía razón. Judas se había considerado dichoso al ser elegido por Cristo como
uno de los doce. Desde ese momento había decidido abandonar para siempre su vida
furtiva e inició un nuevo camino. Todo fue muy fácil al principio, su firme voluntad de
llevar una vida honesta le llevó a convertirse en el tesorero de los discípulos, tarea que
desempeñó sin sentirse jamás inclinado a robar una sola moneda. ¿Qué pasó después?
¿Qué quedó del Judas apóstol?
‘Sucedió muy cerca del mercado de Jerusalén’, siguió Rebeca, ‘Él hablaba con
unos niños, yo quise acercarme pero no me atreví. Pensé que una pecadora como yo no
era digna de su trato así que me mantuve a distancia. Pasado un instante se percató de
que le estaba mirando y sus ojos se fijaron en mí. No pude soportar su mirada durante
mucho tiempo, aparté la vista y me alejé de allí, sintiendo que, sin haber dicho una sola
palabra, había colmado mi corazón…’
Todo esto escuchaba Judas mezclándolo con sus lágrimas y sus propios
pensamientos.
Ojalá pudiera volver a los días en que yo era un simple ladrón que robaba para
sobrevivir. Un ladrón nada más, no un cómplice de asesinato. Si pudiera siquiera
retroceder unas horas y volver a sentarme a la mesa con el resto de discípulos…
‘Te costará creerme, pero tus pecados no pueden igualarse con los míos y tu
corazón está mucho más limpio. Tú aún puedes salvarte, yo estoy completamente
perdido’, dijo Judas, una vez que consiguió serenar su llanto.
Se puso en pie, alzó la vista y miró a Rebeca fijamente. Palpó la bolsa de dinero
que aún llevaba colgada a la cintura y se la entregó.
‘Toma este dinero y las pocas cosas que te queden y huye de aquí, comienza una
nueva vida. Recuerda su mirada y Él guiará tu camino’, dijo Judas, erigiéndose de
nuevo en el apóstol que había dejado de considerarse.
4
‘Huyamos juntos’, dijo.
‘Si supieras realmente quién soy no osarías siquiera acercarte a mí’, contestó él,
apartándose de ella.
‘No me importa lo que tú seas. ¿Qué soy yo…? Una ramera… Llévame
contigo…’
La luz del día le era dañina a los ojos, que parecían verlo todo de forma confusa,
como a través de una densa bruma. Todas las miradas de la gente con la que se cruzaba
las percibía como una acusación. Caminó buscando las callejas menos transitadas de
Jerusalén, sin saber exactamente dónde ir.
5
Para Judas sólo había un camino. Un camino sin retorno. Sólo había una forma
posible de acallar el clamor de su conciencia. Aún le faltaba un último objeto que robar
y en esta ocasión no se trataba de comida ni de joyas. Ladrón era y nunca había dejado
de serlo, volvían los viejos tiempos. Le costó muy poco tiempo trazar un plan, que
decidió llevar a cabo más allá de las murallas de Jerusalén. La muchedumbre se
agolpaba por las calles y tenía que abrirse camino a empujones, ya que estaba
caminando en contra de la corriente. Todo el mundo hablaba de lo mismo y su deshonra
y vergüenza crecían hasta límites insospechados, lo cual le hacía reafirmarse cada vez
más en su determinación.
‘Fue entregado por uno de los suyos’, oyó decir Rebeca a sus espaldas.
Una vez en las afueras de la ciudad, al otro lado de las murallas, Judas se coló en
un establo y encontró una mula atada a un poste de madera. Comprobó la dureza de la
soga, que era cuanto necesitaba para llevar a cabo su plan. Estaba desatando al animal
cuando le sorprendió una voz procedente de la parte superior del establo.
Un ladrón, y un asesino, se dijo para sí Judas, pues eso era exactamente lo que
se consideraba.
6
‘Esa mula da de comer a mi familia. Si intentas robármela te atravieso el
pecho…’
No sintió el más mínimo temor, sino que habló con una voz pausada y tranquila.
‘No es la mula lo que quiero, sólo la soga. De todos modos, si quieres matarme,
adelante. No voy a defenderme’
Judas quiso ponerle a prueba y empezó a caminar hacia la salida del establo. El
dueño de la mula hizo un ademán de atacarle con la horca, pero, valorando la situación,
supo contenerse y le dejó pasar a su lado sin hacer nada. Lo vio alejarse por el camino,
preguntándose qué utilidad iba a darle a la soga que acababa de robarle.
‘A un tipo extraño sin miedo a morir… Ha entrado aquí sólo para robarnos la
soga’
‘Tal vez se trataba de ese loco del que tanto hablan, o de alguno de sus
discípulos…’, respondió, ajena a los últimos acontecimientos.
Avanzando con paso rápido y decidido por el camino que llevaba a Jope, pronto
se encontró lo bastante lejos que deseaba de la ciudad de Jerusalén, aunque no lo
suficiente como para perderla de vista. Ahora se encontraba solo y empezó a sentir un
extraño temblor que le nacía en el pecho y se extendía hasta todas las extremidades. El
momento se acercaba pero no era tan fácil como se le antojaba en un principio, estaba
aturdido con tantos pensamientos que le rondaban por la cabeza y con la resaca de una
borrachera de la que había despertado tan bruscamente. Si Jesús en verdad era el hijo
de Dios, tal vez pueda perdonarme por el pecado que he cometido contra Él. Su firme
determinación mostró los primeros síntomas de debilidad. Se acercó al arroyo que corría
paralelo al camino y, clavando las rodillas en la orilla, agachó la cabeza y sumergió su
rostro en el agua para refrescarse y para beber. Le costaba asimilar que esa era la última
vez que bebía, que su existencia en el mundo estaba a punto de terminar. Contempló su
rostro deformado en la superficie del agua, cuya imagen se asemejaba a la de un
monstruo, y se odió a sí mismo una vez más. Se sintió el ser más ruin y miserable de la
raza humana.
No, yo no merezco ser perdonado. La sangre del cordero no se verterá por mí.
Lo único que tendremos Cristo y yo en común será la fecha de nuestra muerte. Se
acabó el vivir escondiéndome, siempre huyendo.
No muy lejos de allí Jesús caía por segunda vez bajo el peso de la cruz, y muy
cerca de Él, una mujer encapuchada le observaba mientras dejaba rodar lágrimas
abrasadoras por su rostro.
7
Se irguió y fue a sentarse bajo un alto sicomoro sobre cuyo tronco apoyó su
espalda. Notó que algo le molestaba, y era la soga de esparto, que seguía colgada de su
hombro. Se la descolgó y la colocó a su lado. Miró hacia arriba y contempló las ramas
retorcidas del árbol, de las que pendían hojas alargadas con forma de corazón y alguna
flor de color rosa. Más allá, un cielo que se iba oscureciendo cada vez más. Suspiró
profundamente, cerró los ojos apretando los párpados con fuerza. Por unos momentos
su mente viajó en el tiempo hasta su niñez y dibujó el rostro de su madre abrigándole en
la cama y besándole la frente. La visión le hizo entrar en un estado de semilucidez en el
que sus sentidos no le transmitían ninguna sensación. Por un espacio de tiempo del que
perdió la noción no sintió frío ni calor, remordimiento ni dolor, tristeza ni alegría, sólo
una tremenda calma, como si se estuviera quedando dormido. No escuchaba nada, no
llegaba a su nariz fragancia alguna, ni sentía en su boca la sequedad que le había dejado
la borrachera de la noche anterior. Su respiración recuperó su ritmo normal y su cuerpo
dejó de temblar. Abrió los ojos, llenos de lágrimas, y tampoco veía las murallas de la
ciudad de Jerusalén, ni las colinas que la rodeaban, ni el monte que llamaban Gólgota,
en el que se ejecutaba a los malhechores. Todo cuanto pasó a continuación lo hizo de la
mejor forma que podía suceder, muy rápidamente. Se puso en pie de un salto y trepó
con gran habilidad por el tronco del árbol. Una vez elegida la rama, miró hacia el suelo,
que le pareció estar a una distancia adecuada. Sabía que para consumar el acto le era
preciso pensar en cualquier otra cosa distinta a lo que estaba haciendo, pues de lo
contrario no se atrevería a hacerlo. Así, mientras preparaba los lazos de la cuerda su
memoria visualizó la imagen de Rebeca, la última persona con la que había hablado, la
última que había tenido un gesto amable con él. Recordó el beso de despedida que le
había dado en la frente, tan diferente al que había dado horas antes a Cristo en el huerto
de los olivos, a cambio del cual había recibido treinta monedas de plata que acabaron
chocando contra el suelo del templo. Las vio de nuevo, rodando sobre las losas de
piedra. El eco del sonido tintineante resonó en sus oídos por última vez. En ese
momento sintió un golpe seco en la nuca, seguido de una fortísima presión alrededor del
cuello, y pocos segundos después su cuerpo sin vida estaba balanceándose bajo una de
las ramas más gruesas del sicomoro.