Kwame Anthony Appiah, La Ética de La Identidad (Fragmento)
Kwame Anthony Appiah, La Ética de La Identidad (Fragmento)
Kwame Anthony Appiah, La Ética de La Identidad (Fragmento)
conocimiento
Appiah, Kwame Anthony
La ética de la identidad - 1a ed. - Buenos Aires : Katz,
2007.
404 p. ; 23x15 cm.
Traducido por: Lilia Mosconi
ISBN 978-987-1283-36-1
1. Identidad Cultural. I. Mosconi, Lilia, trad. II. Título
CDD 306
© Katz Editores
Sinclair 2949, 5º B
1425, Buenos Aires
www.katzeditores.com
Agradecimientos
Prefacio
. La ética de la individualidad
. La autonomía y sus críticos
. Las exigencias de la identidad
. El problema con la cultura
. La formación del alma
. El cosmopolitismo arraigado
muy general). Pero, por supuesto, muchos de los teóricos que se han ocu-
pado de esos problemas se inclinan a verlos como un desafío al liberalismo.
Les preocupa que el liberalismo nos haya mostrado una imagen del mundo
que omite demasiados aspectos. Que los fundadores del canon liberal, tal
como lo hemos conformado, no se hayan percatado de las diferencias entre
las formas de vida, o simplemente no se hayan interesado por ellas. En espe-
cial, se nos ha instado a que desconfiemos del hábito de la abstracción:
del discurso que, por carecer de declinaciones para los individuos, no se
refiere a seres singulares y situados. Así, se ha afirmado a veces que John
Locke y los otros teóricos fundadores de lo que podría llamarse “democra-
cia liberal” vivían en un mundo caracterizado por la homogeneidad, que
sus nociones no eran apropiadas para nuestra modernidad multiética.
Ahora bien, puede aprenderse mucho del enfrentamiento contemporáneo
entre “excluyentes” e “incluyentes”: existe algo así como la claridad del
campo de batalla. Pero también existe algo así como la confusión de la gue-
rra. En cuanto a mí, sospecho que los recursos conceptuales de lo que se
entiende por teoría liberal no están tan empobrecidos. Y que, de todos
modos, no toda omisión constituye un pecado.
Porque, claro está, Locke escribía en las postrimerías de una lucha
sectaria prolongada y sangrienta; su abstracción no derivaba de la inad-
vertencia o de la inconciencia o de una mera vanidad étnica. En los orí-
genes de la filosofía política moderna, la cuestión de la diversidad estaba
lejos de ser marginal: era un asunto prioritario. La exclusión tenía un
propósito claro, y ese propósito no era insignificante, sino que apuntaba
a hacer posible algo acerca de lo cual los liberales hablan mucho: el respeto
por las personas. Y es precisamente en el ámbito del “respeto” donde el
hábito de la abstracción que caracteriza al pensamiento liberal muestra
su mayor fuerza. El yo lastrado, cargado con la especificidad de sus múl-
tiples lealtades, no es algo que estemos, por regla general, obligados a res-
petar. No soy el único que duda del imperativo de respetar culturas,
entendidas como algo opuesto a las personas; y creo que sólo podemos res-
petar a las personas en tanto las consideramos portadoras abstractas de
derechos. Muchos de nuestros avances en el campo de la moral han depen-
dido de esta tendencia a la abstracción. Tal como observa Peter Railton,
“amplias tendencias históricas han impulsado el desarrollo de la genera-
lización en el pensamiento moral”, y lo que fomentó tal generalización
fue precisamente la serie de desafíos que presenta la diversidad interna.“La
tolerancia religiosa, por ejemplo, requiere que veamos las concepciones de
los otros como religiones, y no como meras herejías. Ello requiere tomar
cierta distancia crítica, no sólo de las convicciones de los demás, sino
| LA ÉTICA DE LA IDENTIDAD
también de las propias.” Decir estas cosas no equivale, por cierto, a dudar
del valor de incluir: simplemente equivale a decir que la inclusión debe lle-
varse a cabo con cautela, y que “más” no significa necesariamente “mejor”:
si la exclusión era estratégica, la inclusión debe serlo también.
Y es por eso que yo no escribo ni como amigo ni como enemigo de la
exclusión. Ninguna de las dos posiciones encierra demasiadas posibili-
dades de traer a la memoria aquella apasionada declaración de la trascen-
dentalista estadounidense Margaret Fuller: “¡Acepto el universo!”, ni la
célebre réplica de Carlyle: “¡Caramba! ¡Más le vale!”. Igual que con la
gravedad, uno puede tener buenas relaciones con el universo, pero no tiene
sentido hacerle la corte. En realidad, y en el espíritu de esas advertencias
sobre los efectos secundarios que aparecen en los anuncios de medica-
mentos –esos caracteres microscópicos que causan la misma visión borrosa
sobre la cual advierten–, quisiera presentar un descargo. A menudo he
hallado útil suplantar el discurso sobre la “raza” o la “cultura” con el dis-
curso sobre la identidad. Sin embargo, debo admitir –a modo de preven-
ción– que el discurso sobre la identidad también puede conllevar una
tendencia a la cosificación. Cuando se desarrolla dentro del discurso de
la psicología, puede contaminarse de la noción espuria de integridad
psicológica (de la que se hacen eco perogrulladas tales como la “crisis de
identidad”, el “encontrarse a sí mismo” y cosas por el estilo). Cuando se
desarrolla dentro del discurso de la etnografía, puede endurecerse hasta
convertirse en algo fijo y determinado, una homogeneidad de la Diferencia.
De todos modos, no sé muy bien qué hacer respecto de esos peligros, salvo
señalarlos e intentar evitarlos.
una tradición política: pero lo hice porque creo que algunos de los supues-
tos éticos de esa tradición son profundamente correctos, y no porque mi
preocupación principal sea la política.
Sin embargo, el último descargo que presento –y quizás el más con-
tundente– está dirigido a aquellos que buscan orientación práctica, reco-
mendaciones específicas acerca de qué leyes o qué instituciones serían las
más apropiadas para sanar nuestras dolencias sociales y políticas.
Desafortunadamente, soy un pésimo médico: me interesan los diagnósti-
cos –la etiología y la nosología– pero no las curas. Si lo que el lector nece-
sita es un programa, una lista de acciones para llevar a cabo, mi consejo
práctico es que busque en otra parte.
En efecto, lo que ofrezco aquí tiene más espíritu de exploración que de
conclusiones. Una de las grandes figuras de la economía de principios
del siglo –¿no lo fue acaso Arthur Cecil Pigou?– admitió que el pro-
pósito de su disciplina no era brindar luz, sino calor. Con ello quiso decir
que su disciplina, más que limitarse a ser esclarecedora, era útil. A pesar
de que me gustaría iniciar alguna que otra discusión, no se puede contar
con que las exploraciones que siguen brinden demasiado calor, si es que
brindan alguno: mi propósito ha sido arrojar alguna luz, aunque no sea
potente ni plena. Invariablemente, la filosofía es más eficaz en la formula-
ción de preguntas que en la de políticas. No apunto a ganar conversos, y
no me preocupa demasiado que el lector concuerde con todas las opinio-
nes que aventuro: ni siquiera podría asegurar que yo lo hago. Determinar
de qué manera extraeremos algún sentido de la relación entre identidad e
individualidad –entre el qué y el quién– es, como ya he señalado, el tema
de una conversación que ha atravesado media historia. Simpatice o no el
lector con mi enfoque, abrigo la esperanza, al menos, de lograr conven-
cerlo de que se trata de una conversación en la que vale la pena participar.