Ruiz
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II
Tal vez resulte conveniente para aclarar toda esta parafernalia exponer ciertas
ideas de fondo que son las que le insuflan sentido. No es necesario que las artes como
tales desaparezcan para que el arte como fenmeno pierda completamente su vigencia.
Si hay algo que nos ensea la evolucin y la sucesin de los fenmenos de la cultura es
que en pocas de crisis agudas resulta perfectamente normal que convivan expresiones
agnicas de realidades hasta entonces predominantes con emergencias inditas que se
van definiendo lentamente en el tiempo: probablemente una realidad nueva no deja de
ser reconocida en su verdadera novedad hasta que comienza a dejar de serlo. As pues,
no debe causar extraeza que esas etapas de, por as llamarlas, indefinicin histrica
sean perfectamente susceptibles de que fenmenos de una naturaleza radicalmente
diferente (e, incluso, incompatibles) sean apreciados como expresiones de una misma
realidad. Tal es lo que a nuestro juicio ha ocurrido de forma eminente en el siglo XX en
el campo de la consideracin esttica, integrando dentro del mismo saco analtico
formas de expresin virtualmente dispares e, incluso, inconmensurables, y
estableciendo, por ejemplo, idnticos parmetros de valoracin a la hora de enfocar el
arte de Rohtko o Chillida, por un lado, y las producciones de un Jeff Coon o nuestro
Dal, por otro, obviando con ello que la forma de creatividad de estos ltimo ya casi no
guarda relacin alguna o slo tangencialmente con la de los primeros. En este sentido, la
definicin de Danto de arte poshistricoii para este tipo de manifestaciones se nos
revela como profundamente desacertada: si son arte no pueden ser post-histricos,
mientras que en el caso hipottico de que efectivamente fueran post-histricos es
precisamente porque ya habran dejado de ser arte. Esperemos, no obstante, que en los
prximos epgrafes, con el pretexto de analizar el papel de precursor que significa la
figura de Dal con relacin a estas manifestaciones, puedan ir definindose con mayor
nitidez este conjunto de ideas.
III
Continuemos para ello sirvindonos de ese insuperable diagnstico sobre la
irrupcin de las vanguardias estticas que es La deshumanizacin del arte. Uno de los
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formal de las artes, que jams lleg a consumar aquella radical transformacin cultural a
que aspiraba. Para entendernos: el carcter transgresor de las vanguardias no slo no
logra desintegrar el mbito semntico en el que se insertan, sino que ms bien lo
fortalecen y vivifican con la novedad formal que suponen sus propuestas. Por este
motivo, se impone entre los tericos del arte la imprescindible tarea de desbrozar, de
entre la enorme diversidad de emergencias artsticas que se producen en los albores del
siglo XX, aquellas que an se inscriben, si bien con transformaciones substanciales,
dentro de lo que an cabra denominar como mundo del Arte, de aquellas otras que
comienzan ya a trascenderlo y a situarse en un mbito indito, para el cual an no
disponemos de nombre y al que slo por un parecido de familia continuamos
designando con el nombre de obra de arte.
Cules seran las notas que nos permitiran distinguir entre fenmenos que
comparten caractersticas formales idnticas y que pertenecen, sin embargo, a universos
sustancialmente diferentes? Dal, por ejemplo, puede pasar por un mero surrealista,
cuando, como intentaremos demostrar, su forma de entender la creacin se sita, al
menos a partir de la dcada de los treinta, en un enfoque histrico que apenas guarda
relacin con el de sus compaeros de generacin. Desde esta perspectiva, la muerte del
arte, que ya vaticinara Hegel, no tiene por qu significar, tal y como defiende Felix de
Aza, la desaparicin de las realizaciones artsticas concretasiv: la novela, por ejemplo,
que parece haber agotado hasta la extenuacin sus propias posibilidades de desarrollo y
evolucin internas y que, consecuentemente, repite cansinamente unos esquemas
completamente estriles, goza, sin embargo, de una salud social y econmica realmente
envidiable. Creemos, en este sentido, que para ello no slo es preceptiva la conciencia
de inanidad del artista sobre sus propias producciones, sino una lcida autoconciencia
de la propia inutilidad que supone su tarea en un mundo en el que el aura sagrada de las
cosas, tal y como vaticinara Benjamin, se consume y, por tanto, desaparece de forma
instantnea. Las vanguardias no seran, desde esta perspectiva, sino el luminoso y
desgarrado estertor de una realidad que se resiste a morir, puesto que no hay ninguna
otra que la sustituya: frente a la imparable desacralizacin del mundo, frente a la
inexorable prdida del aura de las producciones estticas, las vanguardias suponen un
postrero y agnico estremecimiento romntico que se abre ante el abismo de un vaco
racional en el que ya slo predomina aquello que es capaz de sugestionar las
capacidades del entendimiento. Dos eminentes artistas, representativos ambos de
tendencias diferentes del mundo de las vanguardias, nos van a ayudar a entender el
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valor de Dal como precursor de una fenomenologa que supone, sta s, una verdadera
ruptura con lo que podramos designar, parafraseando a Heidegger como la poca de la
obra de arte. Esos artistas son Picasso y Duchamp.
IV
Entre el primero de ellos y Dal se han establecido numerosas comparaciones
crticas, con una casi unnime consideracin de la relevancia artstica de Picasso frente
a la inanidad de las realizaciones del artista ampurdans. An resuena aquella
apreciacin que consideraba que una sola lnea de Picasso albergara mayor valor
artstico que toda la obra de Dal. En ello se plasma un equvoco que se ha perpetuado
hasta nuestros das en los crticos de arte y el pblico en general: la valoracin desde los
mismos parmetros estticos de realizaciones que, por ser de naturaleza esencialmente
distintas, escapan ya a la posibilidad de comparaciones unilineales. En este sentido,
mientras la mayor parte de la obra de Dal difcilmente puede ser valorada en funcin de
patrones relativos al mundo del arte, la de Picasso, por el contrario, no slo se integra
perfectamente dentro de esos contenidos, sino que se alza como la ltima manifestacin
realmente genial y creativa de ese mundo. Resulta, por ello, perfectamente legtima la
aplicacin de la anacrnica categora de genialidad a la figura y a la obra de Picasso,
pero slo como burla creativa o parodia de s misma a la de Dal. De hecho, uno de los
rasgos ms significativos en la propuesta rupturista de Dal consiste precisamente en la
exhibicin impdica de un comportamiento que no es sino la caricaturizacin y la
parodia de la figura del genio como personaje imbuido de una ridcula conciencia de su
propia importancia. Piccasso no se vi nunca obligado a representar el papel de genio
precisamente porque lo era verdaderamente, y perteneca a una poca en donde el
trmino genio an reviste una significacin que se corresponde a una realidad social.
Dal, sin embargo, que aunque prcticamente coetneo de Picasso, pertenece ya a un
universo distinto, ms prximo al nuestro, representa de forma estentrea la parodia de
una figura histricamente incongruente, cuya privilegiada escucha del ser le
proporcionara el derecho a una extravagancia que de sublime, por arte y magia de los
birlibirloques del tiempo, devendra en simplemente ridcula. Las constantes alusiones y
referencias de Dal a Picasso pueden albergar en este sentido una ambivalencia
psicoanalticamente interesante: por un lado, constituyen una evidencia de admiracin
por una creatividad realmente potente y original; y por otro, la conciencia de que esa
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V
El caso de Duchamp es ms complejo y, cabe decir, ms interesante, ya que,
desde nuestra perspectiva, l constituira la verdadera mediacin entre el arte y el noarte, el definitivo callejn sin salida en el que desembocan las propuestas radicales de
renovacin esttica: mas all de l comienza ya un continente indito. As pues, si
Picasso representa la ltima extensin del territorio del arte, Duchamp representa
especficamente su frontera, la lnea en la que desemboca un ms ac, que ya no es, y en
donde comienza un ms all, que es ya otra cosa. La figura de Duchamp opera
efectivamente una verdadera subversin sobre los elementos tradicionales que
determinan a una obra como obra de arte. Con Duchamp se produce una ruptura sin
precedentes en los cdigos bsicos tradicionales y sus propuestas suponen siempre
ataques implacables contra los dogmas ms sagrados de la religin esttica y de la
esttica entendida como religin. Ahora bien, como ocurre en muchas ocasiones, las
subversiones operan nicamente sobre aspectos positivos, pero continan compartiendo
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una esencial identidad de pertenencia con el fenmeno contra el que se rebelan. En este
sentido, Duchamp sigue siendo un creyente: no ya en los contenidos dogmticos del arte
moderno, pero s en una suerte de sacralidad que determina la superioridad de unos
objetos sobre otros, en funcin del mero acto salvfico del artista: una democratizacin
(esto es, desacralizacin) del estatuto ontolgico de los objetos llevada hasta sus ltimas
consecuencias devendra inevitablemente en una desaparicin del arte como forma
privilegiada o aristocrtica de la realidad. Para que exista arte se ha de dar la
consideracin de que un determinado tipo de silla, por ejemplo, es por su significacin
superior a otro tipo de sillas de naturaleza ms plebeya. Es cierto que con Duchamp se
produce una determinada desacralizacin del objeto hasta entonces considerado como
artstico, pero detrs de esa desacralizacin no alienta un espritu laico sino el alma de
un mstico que desarrolla una suerte de teologa negativa. Podra decirse, empleando la
tan a menudo incomprendida expresin de Benjamn, que con las propuestas de
Duchamp se opera una ostensible prdida del aura de la obra de arte, pero slo para
trasladarla, por obra y arte del artista, a los objetos cotidianos. Con ello, Duchamp,
perpetra efectivamente una verdadera revolucin ontolgico-esttica, en la que el
proletariado de las cosas mudas toma los palacios de invierno de los museos. Ahora
bien, como ocurre a menudo en las revoluciones, la mera transferencia del poder no
implica necesariamente la modificacin de la naturaleza del mismo. En efecto, el arte
(pues an puede continuar hablndose de arte) de Duchamp encarna perfectamente esa
forma de subjetividad moderna que nace con Descartes y que alcanza con el
superhombre nietzscheano su ms alto grado de locura: igual que ste se configura
como el sentido de la tierra, el artista se erige, en virtud de su simple capricho, en
dueo y seor del sentido esttico de las cosas. La tragedia, no obstante, de este
superhombre consiste en que, al desbaratar la realidad del arte para trasladar todo su
poder de sugestin a la figura omnipotente del artista, termina advirtiendo que dicha
omnipotencia no es sino el trasunto prctico de una impotencia efectiva de la accin, en
un mundo que lo relega al papel de mero bufn del poder. En ese sentido, ese desprecio
final que se opera en Duchamp con respecto al arte y la sustitucin de ste por las
rgidas estipulaciones del tablero de ajedrez viene a revelar con suma claridad la
nostalgia del superhombre por la realidad que suponen las normas frente a las ficciones
ilimitadas pero estriles que le ofrece su recin conquistado absoluto. De esta forma, el
arte, consumado en su ntimo sueo de absoluto y despojado finalmente de todos los
lmites,
termina
derramndose
indiferenciadamente
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sobre
toda
la
realidad,
VI
La pregunta que se impone llegados a este punto es si existe vida ms all de la
muerte. Hemos visto, sin embargo, que esa muerte no se produce de forma sbita y
categrica, sino que se extiende lentamente en un proceso de tenaces reverberaciones
que llena todo el siglo XX: muchas de las corrientes y producciones concretas del arte
no son sino las fulguraciones finales de una realidad que se resiste a desaparecer. Pues
bien, desde nuestra perspectiva, Dal, si bien emerge desde las profundidades de este
magma moribundo, representa ya una realidad sustancialmente nueva y diferente, una
realidad que no slo asume la inanidad del arte sino, por vez primera, la irrelevancia
histrica del artista. Al contrario que Duchamp, cuya elevacin ontolgica del objeto
contina, como hemos visto, subrayando la omnipotencia esttica del artista, Dal, por
medio de la evidente ramplonera de sus propuestas materiales y la burda dramatizacin
de la genialidad que exhibe su personaje, evidencia el definitivo traspaso a lo conceptual
en el mundo de la creacin. Ello supone no slo una inversin material de una audacia y
ambigedad inauditas, en la que, para entendernos, la presencia fsica de la obra de arte
es imprescindible para su propia negacin, sino, en el plano de los contenidos, una
verdadera transubstanciacin de todos los valores. Dal se convierte en el primer
militante de una esttica estrictamente laica y, en ese sentido, en una no-esttica, en la
que la sacralidad de la obra de arte queda definitivamente abolida, sin la necesidad, no
obstante, de optar por la alienacin sustitutoria de la propia reproductibilidad tcnica.
Para empezar, la lcida apreciacin del papel absolutamente determinante del
dinero (esto es, del poder) en el mundo de la creacin le van a llevar a convertir su
consecucin no slo en parte fundamental del papel del creador, sino en el elemento
determinante del proceso creativo. Hacer dinero es hacer arte en modo supremo. En este
sentido, la imposicin, a partir de los aos treinta, del apelativo de Avida Dollars, por
parte de sus antiguos camaradas surrealistas, revela, por un lado, la profunda
incomprensin de stos de los nuevos retos expresivos que exigen realidades
virtualmente inditas y, por otro, la insufrible hipocresa de un idealismo estrictamente
romntico frente a la realidad material que representa el dinero (y, por extensin, de
cualquier otra realidad material). Por eso, pensamos que si bien el papel de Gala puede
ser, como se ha sealado en numerosas ocasiones, el detonante biogrfico de este
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proceso de subversin definitiva no es, sin embargo, la causa de que se produzca, la cual
responde, a nuestro entender, a razones y anlisis de carcter ms bien estticos e
incluso filosficos.
Por otra parte, Dal advierte como nadie las consecuencias que en el mbito de la
creacin supone la irrupcin imperativa de las masas, adoptando, al igual que le ocurre
con el dinero, una posicin puramente creativa, esto es, amoral, frente a los enfoques
(baste recordar los de Ortega o los de Adorno, por ejemplo) velada o explcitamente
reaccionarios con respecto al fenmeno. Es significativo, en este sentido, cmo Ortega
casi lo primero que detecta como carcter distintivo de las nuevas manifestaciones
artsticas de las vanguardias es precisamente su marcado carcter elitista. Es un arte, nos
dice, no slo destinado a una forma de hombre substancialmente (casi ontolgicamente)
diferente del hombre-masa, sino que por sus propias determinaciones obliga al hombre
medio a enfrentarse y a aceptar su propia vulgaridad e incapacidad de comprensin de
fenmenos destinados a espritus superiores. El arte nuevo no es un arte democrtico.
Pues bien, contra estas determinaciones se va a rebelar un Dal, que no regresa, sin
embargo, a cualidades estticas retrgradas, sino que aprovecha las virtualidades que le
ofrecen las formas de reproductibilidad tcnica para imponer un equvoco que ya slo es
arte para quien carece de ningn inters por el mismo.
Tal vez, el desencadenante de esta revolucin radical en la naturaleza de la
creacin deba buscarse paradjicamente en la exquisita sensibilidad esttica que
caracteriza a Dal, de la cual el famoso incidente con los profesores de la Escuela de
Bellas Artes en su poca de estudiante no es sino una muestra proftica. Nadie como
Dal es capaz de apreciar la verdadera excelencia de una obra de arte. Como buen artista
es perfectamente insuperable en sus juicios sobre las realizaciones de los grandes
maestros, frente a los cuales se sabe slo apto para la parodia. La genialidad de Dal
(esto es, su ingenialidad) no estriba, pues, en su arte sino en su exceso de
autoconciencia. Frente al gran arte del pasado, Dal comprende que el arte de su tiempo
no es sino, nunca mejor dicho, un mero pasatiempo individual, un entretenimiento con
imposibles pretensiones trascendentes. Ello es doblemente cierto y, tal vez, teniendo en
cuenta la lucidez con la que se enfrenta a la obra de arte, particularmente trgico, en lo
que concierte a su propia produccin artstica. Consciente, pues, de que la perpetuacin
de la voluntad artstica en un tiempo que ya no la admite no es sino un verdadero fraude
histrico, acaba asumiendo que slo el fraude verdadero puede sustituir el vaco dejado
por la muerte del arte. Consecuentemente, se aplica a una incesante reproduccin de
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obras que slo por un remoto parecido de familia pueden seguir denominndose como
obras de arte y que, sin embargo, extraen de esta confusin todo su valor como
producciones que pertenecen ya a una nueva realidad: el fraude perfecto es
precisamente aquel que pasa desapercibido como tal y sobre el que, sin embargo, planea
incesantemente un cierto aire de sospecha. No se puede determinar de un modo
incuestionable que efectivamente nos encontremos frente a un fraude, pero no es
posible, sin embargo, desasirse de la sensacin de que efectivamente lo estamos. Tal es
la impresin que suscita toda la obra del que podramos designar como segundo Dal:
aqul que despus de los aos treinta abandona la creencia en una actividad que se le
haba revelado no slo como anacrnica sino, asimismo, como imposible y emprende el
camino de un juego que, tal vez, slo podamos comprender en toda su profundidad a
partir de los muchos epgonos que lo llevarn (en algunos casos hasta la extenuacin)
hasta sus ltimas consecuencias.
i
Jos Ortega y Gasset, La deshumanizacin del arte y otros ensayos, Espasa-Calpe, Madrid, 1997, p. 50.
Arthur C. Danto, Despus del fin del arte. El arte contemporneo y el linde de la historia, Paids,
Barcelona, 1999.
iii
Jos Ortega y Gasset, op.cit., p. 90.
iv
Flix de Aza, Diccionario de las artes, Planeta, Barcelona, 1995.
ii
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