Una Vida Después - Shimon Markish
Una Vida Después - Shimon Markish
Una Vida Después - Shimon Markish
CÓMO SUCEDIÓ
Perets Markish (nacido el 25 de noviembre de 1895 en la aldea Polónnoye, región de Volynia)
fue unos de los escritores más célebres en lengua yiddish, practicó todos los géneros sin
excepción, aunque sobre todo fue poeta.
Durante la guerra ingresó, como es natural, en la dirección del Comité Antifascista Judío,
creado, junto a otros organismos --al igual que el Comité Eslavo, el de las Mujeres soviéticas,
etc.) del Sovinformburó (Oficina Soviética de Información-- para establecer relaciones con el
extranjero, es decir, para hacer propaganda y recoger donativos. En los “años negros” de la
1 A principios de diciembre 2003 murió en Ginebra Shimon Markish, entre otras muchas cosas, conocedor de
la obra de Isaac Bábel y de Vasili Grossman, interesado en el mestizaje ruso-judío y sobre todo en la
literatura judía de expresión rusa
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posguerra, cuando reinaba el terror y la paranoia estalinista multiplicada por el antisemitismo
del cada vez más decrépito caudillo y de su entorno –tanto próximo como lejano--, el Comité
Judío Antifascista se convirtió, a los ojos, en las mentes y en los corazones de los dirigentes
(¡oh, este hedor nauseabundo de la terminología!) en un nido de espías, en el centro de la
conspiración judía internacional, sobre cuyos detalles entrar aquí sería superfluo.
La represión ya comenzó a principios del otoño de 1948, con el arresto en Kíev del poeta
David Gorshtein. En noviembre el ministro de Interior encabezó personalmente la operación
de liquidar aquel nido de espías y, al mismo tiempo, las editoriales e imprentas a su servicio.
Se trató de una auténtica operación militar, con la participación de tropas armadas, con
archivos sellados y trasladados, y con verdaderos “pogroms” en las imprentas.
En diciembre-enero prosiguieron los arrestos de los miembros de la presidencia y de los
colaboradores del secretariado. Los agentes de KGB no se daban prisa en la cacería,
atrapaban a la gente de uno en uno o de a dos por noche, para así prolongar el tormento de la
espera de los que seguían en libertad. Cuando se supo que habían detenido a Lev Kvitko, un
poeta para niños, persona de una bondad y una entrega poco comunes, amigo de juventud y
compañero de Markish en Kíev durante los años 1919-1920, mi padre comprendió que le
había llegado el turno y que no podía confiar en los milagros. “Si le ha tocado a Kvitko, el
hombre más bueno que conozco y a quien no se le ocurriría ni en sueños un exceso,
entonces...” – dijo y me entregó a mí, que era su hijo mayor cuando faltaban dos meses para
que yo cumpliera los dieciocho años, dos carpetas voluminosas--. “Esto no debe perderse” –
añadió. Éstas fueron las únicas palabras que pronunció sobre la catástrofe que se avecinaba.
Me pasé el día entero deambulando con las dos carpetas por la helada Moscú de enero. Y
creo que fue entonces cuando nació mi odio hacia la ciudad que más quería, hacia el lugar en
el que había nacido y que tan dolorosamente había echado de menos durante la evacuación
en Chístopol, en Kazán, en Tashkent entre 1941 y 1943. Una animadversión que unas veces
crecería y otras se debilitaría, pero que a fin de cuentas fraguaría en una repulsión
insuperable, en el deseo de librarme, de romper para siempre con ella. “¡Fuera de Moscú!..” Y,
ya más cerca de nuestros tiempos, de nuestros tres y mil veces malditos tiempos: “En Moscú
no hay que vivir. Razón llevaba el Transfigurador...”2
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No me atrevo a afirmar que esto sea siempre así. De la historia de los judíos en la diáspora
se sabe con bastante exactitud que, a pesar de que se los expulsaba con oprobio y con
sangre, a veces con muchísima sangre, de diferentes ciudades y de toda Europa, no
obstante, ellos se obstinaban en retornar, y regresaban en cuanto cambiaba el soberano, en
cuanto el siguiente hacía con un dedo el ademán de invitarlos a volver. Pero también había
ejemplos de lo contrario. Después de la Catástrofe de 1492 en la Península Ibérica, tras el
horror que consistía en elegir entre la conversión forzosa y la hoguera, al abandonar el país
que había sido su patria y la patria de muchas generaciones de sus antepasados, los judíos
juraban no volver nunca más a España.
También a mí durante muchos años me parecía que el hitlerismo y el estalinismo imponían
a los supervivientes una obligación parecida. ¡¿Conviene hoy arrepentirse de nuestra propia
profundísima estupidez?!
Y sin embargo, a pesar de todo, con arrepentimiento o sin él, sigo creyendo que los
orígenes de los hechos de finales de los 60 y principios de los 70 y, siquiera en parte, de lo
sucedido más tarde, han tenido algo que ver con el sacrificio de mi padre y de sus
compañeros.
El registro duró casi un día. Fue un registro como otro: los oficiales analfabetos de siempre,
que no sólo no sabían yiddish, sino, se diría, ni siquiera su propia lengua, el ruso, incapaces
de aclararse lo más mínimo en los papeles que estaban revolviendo, ni de tan siquiera
levantar acta del registro y de lo que se llevaban, unos tipos que parecían quedarse dormidos,
muertos de aburrimiento. Por fin los llamaron por teléfono y, al parecer, les mandaron (¿o les
dejaron?) acabar. Entonces parecieron despertar, agarraron al azar varias carpetas con
manuscritos y hojas mecanografiadas, una carpeta con fotografías; con el resto del archivo
hicieron en una pila en una de las dos habitaciones y acto seguido las precintaron.
Pasados tres años y medio, cuando a todos los que estábamos empadronados en la casa
nos deportaron a Kazajstán como miembros de la familia de un traidor a la patria, los guardias
del KGB arrojaron toda aquella pila a la basura.
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Finalmente se fueron. Había oscurecido. La vida nos mostró al instante que no conoce ni
paradas ni respiros. Me entraron unas ganas locas de comer, de beber, de dormir. Me
mandaron a por pan. De camino a la panadería se encontraba un mural con el periódico
“Pravda”. Por mucha prisa que tuviera, me paré: la costumbre de seguir las noticias de los
periódicos en un estudiante de la facultad de filología era, al parecer, más fuerte que el
cansancio. Y más cuando el título del editorial me miraba directamente desde el mural: “Sobre
un grupo antipatriótico de críticos teatrales”. El editorial no llevaba firma. Leí el texto en
diagonal, sin entender demasiado de qué se trataba, pero señalando detenidamente para mi
fuero interno la presencia de un procedimiento estilístico antes nunca visto, el del
“descubrimiento de los paréntesis”, como por ejemplo: B. Yákovlev (Goltsman). Al regresar a
casa con el pan se lo conté a mi madre, pero ella no quiso hacerme caso: no estaba para
tonterías, como la de descubrir los seudónimos de no sé qué críticos teatrales que resultaron
ser antipatriotas. Por supuesto, tampoco yo entendí nada entonces, pero más tarde me paré a
menudo a pensar en esta coincidencia “entre lo privado y lo público”, como diría un marxista
consumado refiriéndose a esta doble llamada (¿reclamo, lamento?) del destino.
El artículo en el “Pravda”, aparecido simultáneamente con la desaparición de mi padre, era
la señal dada para desencadenar la primera campaña abiertamente antisemita en el período
soviético de la historia de Rusia. El tiempo de las insinuaciones y de los guiños cómplices
había acabado, las cosas se empezaron a llamar por su nombre. Por un lado, el patriotismo
ruso soviético, y por el otro, la cara opuesta: los gurvich, los yuzovski, los pseudo-yákovlev,
es decir los goltsman.
Según las reglas de juego de entonces, los nombre de los detenidos no aparecían en los
medios de información. O bien eran los calabozos de torturas de la Lubianka, Lefórtovo,
Sujánovo, o bien los insultos públicos y las descalificaciones en la prensa, las radio y las
reuniones, pero no las dos cosas a la vez. Sin embargo, sólo los ciegos podían no ver la
relación entre la campaña anti-cosmopolita y los arrestos de gente de la cultura en lengua
yiddish. ¿Era yo uno de esos ciegos? Me temo que sí.
El descubrimiento me llegó más tarde. No dudo que las generaciones mayores de la
intelliguentsia fueran más perspicaces y clarividentes. Nunca olvidaré la enorme valentía,
increíble para aquellos tiempos, de mi profesora predilecta, Yustina Severínovna
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Pokróvskaya, la viuda del académico Mijaíl Mijáilovich Pokrovski, que me daba clases de latín
y griego. Cuando se encontró conmigo en el pasillo de la universidad justo después del 13 de
enero de 1953, el día en que se publicó la noticia de la agencia de noticias TASS (o del
Ministerio del Interior, lo que viene a ser lo mismo) sobre los “médicos asesinos”, la mujer con
voz marcadamente alta, “urbi et orbi”, pronunció: ¡¿Pero qué está pasando? ¡Esto es peor
que el caso Beilis!” Bendita sea su memoria.
Hubo, por descontado, también reacciones distintas, inversas, triunfales: “huele menos a
ajo”... Pero no daré nombres, como manda la tradición judía: “para que desparezcan por los
siglos y se borren de la memoria de los vivos”.
He dicho al principio que no quiero dar lecciones para el futuro. Y no las voy a dar. Pero
diré algo más sobre el pasado. Ahora que ya rondo los setenta años, no me resigno a aceptar
el pasado y nunca llegaré a resignarme a aceptarlo del todo, a aceptar a aquellos que lo ha
hecho realidad y lo ha forjado, a aceptar los símbolos y los emblemas de este pasado, como
los rascacielos soviéticos, a aceptar la atmósfera que este pasado creó y a sus héroes, no
sólo a los ficticios, sino también a los de verdad.
Nunca.
Shimon Markish
Budapest