El Patito Feo

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El patito feo

Era una preciosa mañana de verano en el estanque.


Todos los animales que allí vivían se sentían felices
bajo el cálido sol, en especial una pata que de un
momento a otro, esperaba que sus patitos vinieran al
mundo.
– ¡Hace un día maravilloso! – pensaba la pata mientras
reposaba sobre los huevos para darles calor – Sería
ideal que hoy nacieran mis hijitos. Estoy deseando
verlos porque seguro que serán los más bonitos del
mundo.
Y parece que se cumplieron sus deseos, porque a
media tarde, cuando todo el campo estaba en
silencio, se oyeron unos crujidos que despertaron a la
futura madre.
¡Sí, había llegado la hora! Los cascarones comenzaron
a romperse y muy despacio, fueron asomando una a
una las cabecitas de los pollitos.
– ¡Pero qué preciosos sois, hijos míos! – exclamó la
orgullosa madre – Así de lindos os había imaginado.
Sólo faltaba un pollito por salir. Se ve que no era tan
hábil y le costaba romper el cascarón con su pequeño
pico. Al final también él consiguió estirar el cuello y
asomar su enorme cabeza fuera del cascarón.
– ¡Mami, mami! – dijo el extraño pollito con voz
chillona.
¡La pata, cuando le vio, se quedó espantada! No era un
patito amarillo y regordete como los demás, sino un
pato grande, gordo y blanco que no se parecía nada a
sus hermanos.
– ¿Mami?… ¡Tú no puedes ser mi hijo! ¿De dónde
habrá salido una cosa tan fea? – le increpó – ¡Vete de
aquí, impostor!
Y el pobre patito, con la cabeza gacha, se alejó del
estanque mientras de fondo oía las risas de sus
hermanos, burlándose de él.
Durante días, el patito feo deambuló de un lado para
otro sin saber a dónde ir. Todos los animales con los
que se iba encontrando le rechazaban y nadie quería
ser su amigo.
Un día llegó a una granja y se encontró con una mujer
que estaba barriendo el establo. El patito pensó que allí
podría encontrar cobijo, aunque fuera durante una
temporada.
– Señora – dijo con voz trémula- ¿Sería posible
quedarme aquí unos días? Necesito comida y un techo
bajo el que vivir.
La mujer le miró de reojo y aceptó, así que durante un
tiempo, al pequeño pato no le faltó de nada. A decir
verdad, siempre tenía mucha comida a su disposición.
Todo parecía ir sobre ruedas hasta que un día, escuchó
a la mujer decirle a su marido:
– ¿Has visto cómo ha engordado ese pato? Ya está
bastante grande y lustroso ¡Creo que ha llegado la hora
de que nos lo comamos!
El patito se llevó tal susto que salió corriendo, atravesó
el cercado de madera y se alejó de la granja. Durante
quince días y quince noches vagó por el campo y
comió lo poco que pudo encontrar. Ya no sabía qué
hacer ni a donde dirigirse. Nadie le quería y se sentía
muy desdichado.
¡Pero un día su suerte cambió! Llegó por casualidad a
una laguna de aguas cristalinas y allí, deslizándose
sobre la superficie, vio una familia de preciosos cisnes.
Unos eran blancos, otros negros, pero todos esbeltos y
majestuosos. Nunca había visto animales tan bellos.
Un poco avergonzado, alzó la voz y les dijo:
– ¡Hola! ¿Puedo darme un chapuzón en vuestra
laguna? Llevo días caminando y necesito refrescarme
un poco.
-¡Claro que sí! Aquí eres bienvenido ¡Eres uno de los
nuestros! – dijo uno que parecía ser el más anciano.
– ¿Uno de los vuestros? No entiendo…
– Sí, uno de los nuestros ¿Acaso no conoces tu propio
aspecto? Agáchate y mírate en el agua. Hoy está tan
limpia que parece un espejo.
Y así hizo el patito. Se inclinó sobre la orilla y… ¡No
se lo podía creer! Lo que vio le dejó boquiabierto. Ya
no era un pato gordo y chato, sino que en los últimos
días se había transformado en un hermoso cisne negro
de largo cuello y bello plumaje.
¡Su corazón saltaba de alegría! Nunca había vivido un
momento tan mágico. Comprendió que nunca había
sido un patito feo, sino que había nacido cisne y ahora
lucía en todo su esplendor.
– Únete a nosotros – le invitaron sus nuevos amigos –
A partir de ahora, te cuidaremos y serás uno más de
nuestro clan.
Y feliz, muy feliz, el pato que era cisne, se metió en la
laguna y compartió el paseo con aquellos que le
querían de verdad.

FIN

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