ISABEL LA CRUZADA - William Thomas Walsh PDF
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WALSH
Isabel
La Cruzada
1945
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ADVERTENCIA DEL AUTOR
W. T. W.
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ÍNDICE
CAPÍTULO I...................................................................................................... 6
CAPÍTULO II................................................................................................... 14
CAPÍTULO III.................................................................................................. 19
CAPÍTULO IV.................................................................................................. 25
CAPÍTULO V................................................................................................... 31
CAPÍTULO VI.................................................................................................. 37
CAPÍTULO VII................................................................................................. 44
CAPÍTULO VIII................................................................................................ 51
CAPÍTULO IX.................................................................................................. 58
CAPÍTULO X................................................................................................... 64
CAPÍTULO XI.................................................................................................. 70
CAPÍTULO XII................................................................................................. 79
CAPÍTULO XIII................................................................................................ 84
CAPÍTULO XIV................................................................................................ 90
CAPÍTULO XV................................................................................................. 97
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CAPÍTULO XXIII............................................................................................ 145
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CAPÍTULO I
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Doña Isabel escuchaba con serena gravedad, rara en una
niña, la charla de Beatriz. Más que de hablar, gustaba de escuchar,
y cuando hablaba lo hacía con pocas palabras. Aun a esa edad
conservaba una majestuosa prestancia que no sorprendía si se
tenía en cuenta que descendía de Alfredo el Grande, Guillermo el
Conquistador, los reyes ingleses Plantagenet, San Luis, rey de
Francia, y San Fernando, rey de Castilla. No obstante, parecía
inverosímil que un día llegara a ser reina. Su hermano Alfonso
tenía mayores probabilidades que ella. Pero eran inmensos los
obstáculos que se oponían a que cualquiera de ellos ascendiera al
trono.
Mucho tenía que hablar Beatriz aquel día. Su padre, el go-
bernador, las había llevado a Medina del Campo, donde tres veces
al año se realizaba la feria más importante de España. Habían visto
mercaderes de todo el sur de Europa comprando las mejores lanas
y granos de Castilla, novillos, caballos y mulas de Andalucía;
caballeros de Aragón, marinos de las costas del este de Cataluña,
montañeses del Norte, moros de Granada con sus turbantes,
barbudos judíos envueltos en sus gabardinas, campesinos de
Provenza y del Languedoc, y alguno que otro alemán o inglés.
Ahora volvían a Arévalo a seguir la vida rutinaria impuesta por la
reina viuda.
Isabel recibía la educación de los nobles de aquella época de
España, a pesar del negligente abandono del rey y las apremiantes
necesidades de dinero que hacían que ella y su madre carecieran
de alimento y vestido, al punto de verse obligadas a vivir como
campesinas.
Había aprendido a hablar castellano con armoniosa elegancia
y a escribirlo con cierta distinción. Estudiaba gramática, retórica,
pintura, poesía, historia y filosofía. Bordaba intrincados dibujos en
telas de oro y terciopelo. Con extraordinaria habilidad ilustraba en
caracteres góticos oraciones sobre pergaminos. Todavía se
encuentran en la catedral de Granada un misal que ella ilustró y
estandartes y ornamentos que confeccionó para el altar de su
capilla. Heredó de su padre un apasionado amor por la música y la
poesía; sin duda, había leído los trabajos de su poeta favorito, Juan
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de Mena, y probablemente una traducción española de Dante. De
sus preceptores, que habían estudiado en la Universidad de
Salamanca, a la que después se llamó la Atenas de España,
aprendió la filosofía de Aristóteles y de Tomás de Aquino. Si leyó la
Visión deleitable, escrita especialmente en esa época, para la
educación del príncipe Carlos de Viana, al que estaba prometida
por el rey, sabría que el movimiento es la causa del calor, y por qué
sopla el viento, y por qué difieren los climas, y por qué los
minerales son distintos, y cuáles son las causas de las sensaciones
del olfato, del gusto y del oído, y por qué algunas plantas son
grandes y otras pequeñas, y las propiedades de las medicinas;
todo esto, presentado amenamente como una novela, para inculcar
en el joven cerebro real la ciencia de la época de la manera más
agradable posible. Las traducciones españolas de La Odisea y de
La Eneida eran comunes en la corte del hermano de Isabel.
Mostraba ella especial interés por los cantos o cancioneros, tan
queridos por su padre, y así aprendió la heroica historia de sus
antepasados los cruzados.
Aun en la soñolienta Arévalo se sabía que toda Europa estaba
amenazada por la invasión de los desalmados bárbaros que habían
perturbado la paz y prosperidad de los hombres de Occidente
durante más de mil años. En realidad, cerca de ocho siglos luchó la
cristiandad por su existencia. Durante la niñez de Isabel, los
fanáticos musulmanes habían llegado al Danubio, invadido el Asia
Menor, alcanzado la Baja Hungría, gran parte de los Balcanes y
devastado Grecia, después de abrirse camino a Constantinopla,
llave de Occidente. En una Europa donde a menudo los reyes y
príncipes anteponían sus propios intereses a los de la cristiandad,
sólo el papa podía hablar con universal autoridad moral. Pero
aunque un pontífice después de otro instara a los cristianos a
unirse en defensa de sus hogares, nadie escuchaba esas
amonestaciones, salvo los desdichados pueblos que se hallaban
en la primera línea de defensa. El emperador Federico III, que
gobernaba toda la Europa central, se ocupaba afanosamente en
cultivar su jardín o en cazar pájaros; Inglaterra estaba en vísperas
de la guerra de las Dos Rosas, y cuando el pueblo de Dinamarca
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contribuyó con su dinero a costear la cruzada, el rey lo robó de la
sacristía de la catedral de Roskilde. Entretanto, el terrible Mohamed
II, conocido con el nombre de Gran Turco, y cuya sola mención
provocaba terror en las aldeas europeas, se abría camino a través
de Italia, amenazando el corazón de nuestra civilización.
Isabel sabía demasiado bien que España se había
desangrado durante más de setecientos años bajo la opresión
musulmana. Algunos judíos españoles que odiaban a la cristiandad
y deseaban ver destruida su influencia, indujeron a los berberiscos
a cruzar el angosto estrecho de África y apoderarse de las tierras
de los cristianos. La incitación fue escuchada. Pronto la Península
fue arrasada por el fuego y la espada del infiel. Unos judíos abrían
las puertas de las ciudades al invasor, mientras otros luchaban en
los ejércitos de los visigodos cristianos. Los berberiscos
conquistaron toda España, excepto unas desguarnecidas,
montañas en el Norte, donde se refugió el resto de los cristianos.
Pero no se detuvieron los invasores en los Pirineos. Invadieron
Francia, y habrían conquistado toda Europa si Carlos Martel no los
hubiese rechazado en una sangrienta batalla que duró ocho días,
cerca de Tours, en 732. Siete siglos de lucha fueron necesarios
para recuperar, paso a paso, del poder invasor, las tierras
conquistadas. Año tras año, siglo tras siglo, habían ido empujando
a los enemigos de Cristo hacia el Mediterráneo.
Aprendió Isabel en los cancioneros cómo un apóstol de Cristo,
caballero en un caballo blanco, se apareció a los destruidos
ejércitos cristianos cerca de Clavijo y los condujo a la victoria sobre
las irresistibles hordas musulmanas. Éste era Jacobo el Mayor, o,
como se le llama en España, Santiago, el apóstol, que predicó allí
el Evangelio, y cuyo cuerpo, después de su martirio en Jerusalén,
fue llevado a España por quienes lo acompañaron, de acuerdo con
la tradición española, y, después de perdido durante ocho siglos,
fue encontrado milagrosamente y venerado en el célebre sepulcro
de Compostela. Desde entonces, Santiago fue el patrón de
España, y los cruzados corrían a la victoria al grito de guerra «¡Por
Dios y Santiago!», hasta que todo el poder político de los
musulmanes quedó reducido al rico y poderoso reino de Granada,
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a lo largo de la costa del Sur. Allí permanecieron como constante
amenaza de los reinos cristianos de Castilla y Aragón, ya que en
cualquier momento podían traer de África nuevas hordas de
fanáticos y reconquistar toda España.
Era urgente, por lo tanto, la necesidad de un rey fuerte y hábil
que uniera los estados cristianos y finalizara la reconquista.
Desgraciadamente, el cetro de San Fernando había caído en
manos de un incapaz. El medio hermano de Isabel era un
degenerado, conocido en toda Europa con el nombre do Enrique el
Impotente.
Cuando la pequeña caravana de Medina llegaba esa noche a
Arévalo, las niñas y el gobernador encontraron el tranquilo castillo y
el pueblo en un extraño estado de excitación. El rey —el rey de
Castilla— había llegado inesperadamente a visitar a sus parientes
pobres.
Enrique tenía un triste aspecto, más bien repulsivo; era in-
dolente, alto y desgarbado. Vestía un largo manto de lana que caía
en desaliñados pliegues; sus pies, demasiado pequeños para su
estatura, no calzaban botas a la usanza castellana, sino borceguíes
como los de los moros, cubiertos siempre de barro, lo que los hacía
aparecer más extraños aún en los extremos de sus largas piernas.
Sus ojos eran azules, más grandes que lo común; la nariz, ancha,
chata y torcida. Surcaba su frente dos arrugas verticales, en las
que sus pobladas cejas se enroscaban extrañamente. Su barba
lanosa, a manchas de color castaño oscuro, hacía resaltar su cara,
que de perfil parecía cóncava. Un cortesano escribía que el rey
«tenía el aspecto feroz de un león, que con su sola mirada infundía
espanto a los que lo miraban». Otro cronista de la época decía que
sus ojos eran inquietos como los de un mono.
La madre de Isabel, que era una princesa portuguesa, tenía
una profunda aversión y desconfianza hacia Enrique. Era mujer de
sólidos principios y voluntad enérgica. Años atrás, valiéndose de su
hermosura, reconocida en toda España, influyó en el ánimo de su
débil esposo Juan II para liberar a Castilla de la tiranía de su
favorito, el encantador pero disoluto e inescrupuloso caballero don
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Alvaro de Luna, haciéndolo decapitar. Desde la muerte del rey
Juan sufrió una melancolía crónica, que culminó en un estado de
locura apacible y tranquila.
Al igual que la mayoría de la nobleza, la reina viuda lamentaba
que Enrique, a quien el pueblo creía el indicado para liberarlo de la
amenaza mahometana, no fuera más que un cristiano tibio e
indiferente. Sus compañeros preferidos, moros, judíos y cristianos
renegados, eran enemigos de la fe católica. Se decía que su
pasatiempo favorito en la mesa era la invención de nuevas
blasfemias y bromas obscenas sobre la Sagrada Eucaristía, la
Santísima Virgen y los santos. El rey asistía a misa, pero nunca
confesaba ni recibía la comunión. Su guardia era mora, y la
retribuía más generosamente que a sus soldados cristianos. Y
cuando, ante el clamor popular, se puso al frente de una cruzada,
en 1457, dirigió a su ejército de treinta mil hombres a través de las
hermosas regiones del sur del país de una manera tan inoperante,
que sus súbditos cristianos llegaron a pensar si no habría
asegurado a los moros que no les haría ningún daño.
Enrique se declaraba pacifista. Aborrecía todo derramamiento
de sangre. Sin embargo, tenía a su lado a un borracho salteador de
caminos, llamado Barrasa, que con otro asaltante conocido por
Alfonso el Horrible, había asesinado a un viajante, al que le
arrancaron la piel del rostro para evitar su identificación, y dio una
plaza en su guardia mora a un renegado que había participado en
el asesinato de cuarenta cristianos. De ahí que la nobleza católica
se inclinara a ver en el pacifismo del rey un síntoma de
degeneración, más que una virtud.
La fastuosa generosidad de éste con sus favoritos había lle-
vado al país a la bancarrota y a la anarquía. Concedió al rabino
José de Segovia el privilegio de recaudar impuestos, y a Diego de
Ávila, judío converso, le otorgó las más amplias facultades, incluso
el derecho de desterrar a aquellos vecinos que no pagaran los
impuestos y hasta a darles muerte sin juicio previo. Los nobles,
despreciando la autoridad real, comenzaron a luchar unos contra
otros, llegando a acuñar su propia moneda. Los usureros
arrancaban a los agricultores y comerciantes hasta el último
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maravedí, mientras los nobles, salteadores de caminos y bandidos
les quemaban sus casas y violaban sus mujeres. En Sevilla,
preciosa ciudad del Sur con gran población judía, otorgó el rey el
privilegio de recaudar ciertos impuestos a Xamardal, Rodrigo de
Marchena y otros voraces extorsionadores. La civilización parecía
destinada a sucumbir bajo el reinado de un monarca cuyos vicios
anormales constituían el escándalo de Europa y cuya corte
causaba náuseas a toda persona decente.
Los amigos más íntimos del rey eran en esta época don Juan
Pacheco, marqués de Villena, y su hermano don Pedro Girón,
quienes eran, por lo tanto, las personas más poderosas del reino.
Su alarde y ostentación de riquezas empañaban la figura del
monarca. Usaban finas sedas bordadas de oro y espléndidas joyas
primorosamente cinceladas por artífices de Córdoba. Los
periodistas de nuestros días los habrían denominado el self-made-
men, porque del origen más oscuro se habían encumbrado al más
alto poder. Descendían, por ambas ramas, de un judío llamado Ruy
Capón, pero, como muchos otros de la numerosa población judía
de España, públicamente se declaraban católicos. El marqués de
Villena fue paje de la casa de don Alvaro de Luna, quien lo
introdujo en la corte, donde se granjeó el favor del príncipe Enrique.
Era un hombre encantador cuando quería serlo. Había en sus ojos
vivaces un guiño simpático, usaba barba y bigotes ingeniosamente
rizados y andaba deliciosamente perfumado de ámbar. Existe un
retrato de él en el que aparece postrado en oración con la
expresión más piadosa. Su nariz larga y aguileña, afilada en la
punta, y su boca estrecha y de labios pronunciados, muy cerca de
aquélla, daban a su semblante una curiosa expresión ligeramente
angelical. A ambos lados de la boca, el bigote, cuidadosamente
esmerado y enroscado, caía para elevarse luego en dos puntas
airosas y altaneras. Era el más íntimo consejero y compañero del
rey.
Su hermano don Pedro Girón era un hombre meloso y za-
lamero, de naturaleza sensual y de muy mala reputación. Aunque
profesaba el culto católico, los católicos no veían en él un hombre
que hiciera honor a su religión. No obstante, había obtenido el
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honroso cargo de gran maestre de la Orden de Calatrava. Su renta,
como la de su hermano, alcanzaba sumas fabulosas. Era uno de
esos hombres en cuya presencia las mujeres se sienten
incómodas. Se permitía posar su penetrante y morbosa mirada
sobre la blanca piel y la rubia cabellera de la pequeña princesa
Isabel. Si alguien había en el mundo a quien la madre de Isabel
despreciara más que al rey, éste era don Pedro Girón, quien,
según las habladurías de la corte, instigado por el cínico Enrique, le
había hecho una proposición indecorosa. No es extraño, pues, que
ella hubiera preferido ver a su hija muerta antes que casada con
este libertino. El rey, a pesar de todo, había comenzado a trazar
sus planes sobre el futuro de Isabel.
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CAPÍTULO II
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padres acudieron al rey reclamando venganza, los hizo azotar en
las calles, alegando que tenían pensamientos endemoniados y que
estaban locos. Los vicios anormales de los moros y los del mismo
rey y de algunos de sus cortesanos, eran objeto de comentarios
públicos. Ninguna madre podía desear que su hija viviera en tan
execrable compañía. Con todo, la autoridad real era absoluta.
Isabel y su hermano abandonaron con tristeza a su inconso-
lable madre, y tristemente, rodeados de hombres armados, ca-
balgaron por el camino de Madrid, que los llevaba al rey.
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CAPÍTULO III
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hubieran llevado a su afligida madre al último grado de
desesperación. Debían enterarse de la nueva blasfemia inventada
por don Beltrán cada día, de las indiscreciones de la reina y de las
locuras del rey. Es generalmente aceptado como cierto que Isabel
y Alfonso vivieron en medio de la perniciosa atmósfera de esa loca
corte sin contaminarse y que salieron de ella con un odio, para toda
su vida, contra la inmoralidad reinante y sus causas, entre las
cuales reconocían la influencia de los moros y judíos. Cuando la
reina Juana instó a Isabel poco tiempo después —«tenía entonces
dieciséis años»— a participar del libertinaje de la corte, la pequeña
princesa rompió a llorar con su hermano. Alfonso, aunque sólo
contaba catorce años, se dirigió resueltamente al departamento de
la reina y le prohibió que en lo sucesivo causara daño alguno a su
hermana. Después increpó a algunas damas de la reina,
amenazándolas de muerte si en adelante intentaban corromperla.
Entretanto, el rey no había sido del todo negligente. A Isabel
se le enseñó música, poesía, pintura, gramática y labores de aguja,
y Alfonso aprendió todo lo concerniente a un caballero, que
consistía principalmente en ejercicios a caballo con la lanza y la
espada. También estudió con un preceptor, de quien se dice que
realizó, sin éxito, esfuerzos para corromperlo. Durante todo este
tiempo, los niños desempeñaban un inconsciente papel en la
política de intriga. A medida que aumentaba el descontento entre la
nobleza católica y la gente del pueblo contra el rey incapaz y el
impío don Beltrán, comenzaba a vislumbrarse la posibilidad de
oponer a Isabel y Alfonso contra la Beltraneja, cuya legitimidad era
por todos puesta en duda. La situación del rey se hizo aún más
difícil cuando removió al príncipe Alfonso del cargo de gran
maestre de la Orden de Santiago, reemplazándolo por don Beltrán,
pues ese cargo, de tanto poder y riqueza, se había reservado
siempre para los miembros de la familia real. Villena se encolerizó,
porque deseaba ese honor para él. Mayor aún fue su enojo cuando
se enteró de que el rey, en compañía de la reina y don Beltrán,
habían llevado a doña Isabel a Gibraltar para entrevistarse con el
rey Alfonso V de Portugal, quien los recibió con gran pompa y
magnificencia. Alfonso era un obeso caballero entrado en años,
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conocido por su valor y escaso juicio. Quedó tan prendado de la
lozana belleza y buen sentido de la princesa de doce años, que le
ofreció ser reina de Portugal.
Isabel, agradeciéndole el honor que le hacía, le contestó há-
bilmente que, de acuerdo con las leyes de Castilla y el mandato del
rey su padre, ahora en la gloria, no podía contraer matrimonio sin la
aprobación de los tres estados castellanos reunidos en cortes.
A su regreso a Madrid tuvo la desagradable sorpresa de
enterarse de que, por orden del rey, su hermano había sido
secuestrado y encerrado en un cuarto secreto del Alcázar. Todas
las tentativas del príncipe para comunicarse con ella fracasaron,
pero se ingenió para pedir ayuda al arzobispo de Toledo, que le
prometió ayudarlo. Carrillo era un hombre de su época, quizá más
capacitado para ser guerrero que sacerdote, y cumplió su palabra.
Acudió montando en un gran caballo negro de guerra, armado de
pies a cabeza, vistiendo una reluciente cota de malla, y sobre la
coraza una túnica carmesí con la gran cruz blanca de su blasón. Se
unió en Burgos a otros nobles descontentos, redactando una serie
de célebres y memorables representaciones dirigidas públicamente
al rey. Se censuraba a éste crudamente por sus opiniones y su
conducta poco cristianas y por sus blasfemos e infieles
compañeros, a cuya influencia atribuían «la abominación y
corrupción de pecados tan detestables que no se pueden
comprobar, porque corrompen la atmósfera y son una mancha de
locura en la naturaleza humana»; pecados «tan notorios, que al no
ser castigados, hacen temer por la ruina de los reinos; y muchos
otros pecados e injusticias y tiranías —se agregaba— apestan
vuestros reinos y no se conocían en los pasados». Declaraban que
la guardia mora del rey y otros a quienes él había dado poder,
habían «forzado mujeres casadas y violado doncellas y hombres y
muchachas contra natura; y los buenos cristianos que se atrevieron
a quejarse fueron públicamente azotados». Lo acusaban de
permitir públicamente en su corte las blasfemias y mofas contra las
cosas santas y los sacramentos..., especialmente el sacramento
del cuerpo de nuestro Dios y todopoderoso Señor... Esto es gran
carga en vuestra conciencia, porque tales ejemplos hacen que
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innumerables almas hayan ido y vayan a su perdición». Acusaban
también al soberano de haber destruido la prosperidad de las
clases trabajadoras cristianas al permitir a los moros y judíos
explotarlas, lo que había ocasionado la injustificada subida de los
precios al desvalorizarse la moneda; que había permitido a sus
funcionarios cohechos y sobornos en gran escala; que se había
mofado de la justicia y del gobierno al hacer malos nombramientos
y permitir que quedaran sin castigo horrendos crímenes; que había
corrompido a la Iglesia al remover de sus sedes a buenos obispos,
reemplazándolos por hipócritas y políticos. También denunciaban
la influencia de don Beltrán, y abiertamente decían al rey: «Doña
Juana, la que llaman la princesa, no es vuestra hija.»
Finalmente, le hacían el grave cargo de que don Beltrán había
usado de la autoridad real para tener ascendiente sobre las
personas de la princesa y su hermano Alfonso, y que estaba
conspirando para asesinarlos y asegurar la ascensión al trono de
su hija la Beltraneja.
El rey, terriblemente asustado, convocó a una reunión de sus
partidarios, y muchos de ellos, no obstante despreciarlo, se
mantuvieron leales a la autoridad legítima. El anciano obispo de
Cuenca, que había sido consejero del rey Juan II, declaró que un
rey no podía tener con rebeldes que lo desafiaban otro trato que la
guerra.
Enrique respondió despreciativamente: «Los que no necesitan
combatir ni piensan poner sus manos en un sable, siempre están
prontos para disponer de las vidas de los otros.»
El viejo obispo alzó su voz, temblando de cólera: «¡De aquí en
adelante se os dirá el más inepto rey que España ha conocido
jamás; y os arrepentiréis de esto, señor, cuando sea ya demasiado
tarde!»
A pesar de todo, el rey pacifista llamó secretamente a su
antiguo favorito, el marqués de Villena, y este hábil conspirador,
pronto para reparar en la ventaja que podía sacar de ello, se
ofreció para hacer la paz entre los dos bandos. En un tratado
conocido por Acuerdo de Medina del Campo, Enrique repudiaba
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virtualmente a la Beltraneja al reconocer a Alfonso corno príncipe
de Asturias y legítimo heredero del trono de Castilla, y se
comprometía a confesar sus pecados y recibir la sagrada comunión
por lo menos una vez al año.
El hermano de Isabel se había convertido de pronto en un
personaje. El rey, con una sorprendente ceguera, se lo entregó
para su custodia al marqués. Esto dio a Villena una enorme
ventaja. Con el arzobispo Carrillo y el almirante Enríquez, hizo
proclamar a Alfonso rey de Castilla en Valladolid.
A principios de julio los rebeldes, con el pequeño príncipe a la
cabeza, se dirigieron hacia Ávila. A medida que la larga caravana
cruzaba la ciudad en dirección a la llanura, el populacho la seguía,
gritando: «¡Larga vida tenga el rey Alfonso!»
Cruzaron una región desierta y árida, donde todo era gris —
las sombras, la tierra, las rocas—; aun el sol, dondequiera que
penetraran sus rayos, tenía un tinte grisáceo. Continuaron por el
antiguo lecho del río. A su lado se amontonaban grandes moles de
granito pulidas por las crecidas de siglos. Afuera, a lo lejos, en el
espacio abierto y sin árboles, se divisaba un árido desierto en el
que las sombras se proyectaban como grandes olas grises que a
veces parecían levantarse como las aguas de un océano sin fin,
elevándose de la oscuridad. Más allá surgían las montañas de
nevados picos.
En medio de la vega, sobre una plataforma, se levantaba un
trono ocupado por una efigie de trapo del rey Enrique IV vestida
con una capa rayada que caía sobre un negro traje de luto, con la
corona y el cetro y la gran espada de justicia de los reyes de
Castilla. Después que el arzobispo de Toledo hubo rezado la misa,
un grupo de conspiradores quitó al espantajo su corona, el cetro y
la espada, y de un puntapié hizo rodar por el suelo el endeble
cuerpo. Alfonso fue conducido hasta el trono vacío y coronado rey
de Castilla.
Cuando Enrique tuvo conocimiento de los ultrajes de que
había sido objeto, repitió tristemente las palabras de Job: «Des-
nudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré a la tierra», y,
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alejado de todos, cantaba tristes canciones acompañándose de su
laúd. Se dolía ahora de haber ofendido al marqués de Villena.
Se operó entonces una gran reacción a favor del desgraciado
rey, porque, a pesar de todo, el pueblo de Castilla reverenciaba a la
monarquía y entendía que los rebeldes hablan ido demasiado lejos.
Villena ofreció ponerse al lado del monarca y proveerlo de dinero y
soldados, además de mantener custodiado al príncipe Alfonso,
siempre que el rey desterrara de la corte a don Beltrán y casara a
la princesa Isabel con su hermano el marqués don Pedro Girón. El
rey escuchó fríamente esta propuesta del marrano de pésima
reputación que quería unirse a la realeza castellana, y dio su
consentimiento.
Isabel estaba acostumbrada a desempeñar el papel principal
en los proyectos de casamiento de la real familia. Había sido
prometida en varias oportunidades a Fernando de Aragón, a Carlos
de Viana, a Alfonso V de Portugal; y en cierta ocasión se había
hablado de casarla con el hermano de Eduardo IV de Inglaterra,
probablemente aquel conde de Gloucester que más tarde sería el
tan famoso rey Ricardo III. Pero todos estos pretendientes tenían
sangre real y cualidades respetables. Don Pedro Girón no tenía
ninguna. La princesa se desesperó y recurrió como siempre a Dios,
pidiéndole su ayuda. Se encerró en su cuarto, ayunando durante
tres días; y durante los tres días y sus noches siguientes
permaneció postrada de rodillas ante un crucifijo, suplicando
fervorosamente a Dios que le mandara la muerte a ella o a don
Pedro Girón.
Beatriz de Bobadilla, a quien la princesa había participado su
cuita, resolvió tomar el asunto en sus manos. Blandiendo una daga,
proclamó que antes mataría a don Pedro que permitir que se
casara con la princesa. «¡Dios no lo ha de permitir —dijo—, ni
tampoco yo!»
Mientras, llegaba un correo de don Pedro diciendo que las
instrucciones del rey le llenaban de gozo y que partía de su castillo.
24
CAPÍTULO IV
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es posible que muriese víctima de la fiebre de verano, que causó
entonces muchos estragos en Castilla, o que hubiera ingerido
algún alimento putrefacto.
Isabel volvió a Ávila después del funeral y se retiró al convento
cisterciense de Santa Ana. De allí trató de sacarla el arzobispo de
Toledo para ofrecerle la adhesión de los rebeldes y el apoyo de
éstos en su pretensión al trono de Castilla contra Enrique. La joven
princesa contestó que su hermano Enrique era el legítimo rey, por
haber recibido el cetro de su padre Juan II, y aunque no condenaba
a su hermano don Alfonso por lo que hubiera hecho, ella nunca
intentarla llegar al trono por medios ilegítimos: no fuera que
haciéndolo perdiera la gracia y la bendición de Dios. A los ruegos
de Carrillo respondió con una suave pero firme negativa.
Sin jefe, los nobles rebeldes se vieron obligados a hacer la
paz con el rey. Con todo, los términos del pacto de Toros de
Guisando eran muy favorables para Isabel, porque el voluble rey la
reconocía como su heredera, comprometiéndose a convocar a
Cortes dentro del plazo de cuarenta días para ratificar su título, y
prometía no obligarla jamás a casarse sin el consentimiento de ella.
Después de firmar el acuerdo, abrazó afectuosamente a Isabel, y
todos los nobles se adelantaron a besarle la mano.
Pronto, sin embargo, se advirtió que el rey, instigado por,
Villena, estaba haciendo un doble juego. Convocó a Cortes, como
lo había prometido, pero las disolvió sin ratificar el pacto. Y decidió
casar a la princesa, tan pronto como fuera posible, con Alfonso V
de Portugal. Alfonso envió una embajada presidida por el arzobispo
de Lisboa para obtener el consentimiento de Isabel.
La princesa tenía ahora dos pretendientes, además de Alfonso
V —el duque de Guyena, hermano y presunto heredero de Luis XI
de Francia, y el príncipe Fernando de Aragón, a quien había sido
prometida en su niñez—, y secretamente envió a su capellán a
París y a Zaragoza para que los observara desde cerca. Éste
volvió, después de varias semanas, informando que el duque
francés era «un príncipe débil, afeminado, de miembros tan flacos,
que parecían deformes, y de ojos tan débiles y llorosos, que le
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hacían inepto para toda empresa caballeresca». Don Fernando, en
cambio, era «de mediana estatura, bien proporcionado en sus
miembros, en las facciones, de su rostro bien compuesto, los ojos
rientes, los cabellos prietos e llanos e hombre bien complisionado».
¿Qué niña de dieciséis años podía dudar en esa elección?
Isabel deseaba casarse con el príncipe Fernando, y en esta
decisión se vio fuertemente apoyada por el arzobispo. Carrillo,
quien preveía que un casamiento con Fernando haría de los
grandes reinos de Castilla y Aragón una de las más poderosas
naciones de Europa. Era evidente, sin duda, que Enrique jamás
permitiría ese matrimonio. Por consiguiente, Isabel contemporizó
con el embajador portugués, diciendo al arzobispo de Lisboa que
se casaría con el rey Alfonso siempre que el parentesco no
constituyera uno de los impedimentos establecidos por la Iglesia.
Enrique se vio obligado a pedir a Roma una dispensa, lo que
significaba una gran demora que convenía a los intereses de
Isabel. Ésta, siguiendo el consejo del arzobispo y de otros, envió a
Aragón dos mensajeros secretos, haciendo saber al príncipe
Fernando que otorgaba su consentimiento.
Villena se enteró, por algún medio, de la partida de los men-
sajeros de Isabel, y el rey ordenó inmediatamente que fuera
arrestada la princesa.
Isabel estaba entonces en Ocaña, y, enterado, el pueblo se
opuso con las armas a que las tropas reales la arrestaran. Hasta
los niños tomaron parte en aquella manifestación popular,
enarbolando en las calles los pendones de Castilla y Aragón,
porque la causa del príncipe Fernando era popular, y cantaban:
¡Flores de Aragón
dentro Castilla son!
¡Pendón de Aragón!
¡Pendón de Aragón!
Isabel huyó de Ocaña a Madrigal, lugar de su nacimiento. Allí
permaneció hasta que regresaron de Aragón sus dos enviados,
que le informaron que la situación reinante era tan incierta, que el
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príncipe Fernando no podía por el momento venir a casarse con
ella. Su anciano padre se había quedado ciego, su madre estaba
enferma de cáncer, y los catalanes, envalentonados por Luis XI de
Francia, habían vuelto a sublevarse. No obstante, Fernando había
firmado su compromiso matrimonial y enviado a Isabel como dote y
prueba de sinceridad un collar de perlas y rubíes valuado en
cuarenta mil florines de oro, y además ocho mil florines en
monedas. El collar, que era de su madre, había sido empeñado,
pero Fernando, para rescatarlo, obtuvo dinero de algunos de los
ricos judíos de Aragón.
Durante todo este tiempo los espías de Villena y el rey habían
vigilado a Isabel en Madrigal, y allí también volvieron a entrevistarla
los mensajeros del rey de Portugal. Una vez más, ella les
respondió evasivamente diciendo: «Antes que nada, debo rogar a
Dios en todos mis negocios, especialmente en éste que me toca
tan de cerca, que muestre su voluntad y me haga seguir aquello
que sea en su servicio y bien de esto nos.»
Los espías del marqués enviaron a éste una descripción del
collar que Isabel había recibido de Aragón. Villena estaba furioso.
Se lo comunicó inmediatamente al rey. Enrique envió fuerzas de
caballería a Madrigal para que arrestaran a la princesa.
Isabel esperó profundamente preocupada. ¿Dónde estaba el
arzobispo? Él le había prometido protegerla, y, a pesar de todo, se
había ido, y ella no sabía dónde se encontraba. De algún sitio de la
ciudad llegaban gritos y el ruido de corridas y el galope de los
caballos sobre el empedrado. Ella calló de rodillas y oró.
30
CAPÍTULO V
32
El alcaide del castillo bajó a abrir las puertas, dando toda
clase de explicaciones; había confundido a los viajeros con
ladrones.
Temprano, a la mañana siguiente, el alcaide condujo al
príncipe por el camino de Valladolid, donde Isabel lo esperaba en el
palacio de Juan de Vivero. La princesa tenía entonces dieciocho
años; era once meses mayor que Fernando y tal vez una pulgada
más alta; y, aunque actualmente no existe ningún retrato auténtico
de ella, todos los que la conocieron coinciden en las finas
proporciones de su robusto cuerpo, su gracia y distinción, la clásica
pureza de sus rasgos, la belleza y armonía de sus gestos, la
música de su suave y clara voz, los reflejos cobrizos de su cabello
y la suavidad de su colorido que habría desesperado a cualquier
pintor. Como Fernando, su primo segundo, descendía por ambos
lados de la casa inglesa de Lancaster a través de Juan de Gante.
Las responsabilidades que pesaban sobre el príncipe le ha-
cían representar más edad que la de sus diecisiete años. Tenía
amplia frente, acentuada por una prematura calvicie, y ojos vivos y
penetrantes bajo pobladas cejas. Era sencillo en el vestir, sobrio en
los gustos, siempre dueño de sí mismo en todas las circunstancias:
siempre el príncipe. Tenía dientes un poco irregulares, que
mostraba agradablemente cuando sonreía. Su voz era
habitualmente dura y autoritaria, pero se hacía agradable con
aquellos a quienes quería o deseaba satisfacer. Parece que Isabel
amó a Fernando desde el primer momento y continuó enamorada
de él durante toda su vida.
Era el 11 de octubre. Al día siguiente, la princesa escribió al
rey Enrique anunciándole su intención de casarse con Fernando y
pidiéndole su real bendición. Estaba decidida a casarse con el
príncipe de cualquier modo, pero prefería hacerlo con el
consentimiento del rey. Para ella era un obstáculo más serio la
necesidad de la dispensa. En este trance, el abuelo de Fernando,
el almirante, exhibió una bula otorgada en blanco por el papa, cinco
años antes, por la que se autorizaba al príncipe a contraer
matrimonio con cualquiera persona dentro del cuarto grado de
parentesco. Se supo después que este documento era fraguado,
33
como lo eran en esa época muchos breves papeles, y cuando
Isabel descubrió el engaño, no descansó hasta obtener una
auténtica dispensa de Roma. Pero el documento falso, ideado por
el astuto padre de Fernando, cumplió sus fines en su oportunidad
venciendo los escrúpulos de Isabel, y el arzobispo procedió a
celebrar el matrimonio el 18 de octubre. Para proteger su reino de
Castilla de la posibilidad de una agresión de los aragoneses, Isabel
insistió en que Fernando firmara bajo juramento el compromiso de
respetar todas las leyes y costumbres de Castilla, fijar allí su
residencia y no abandonarla sin su consentimiento; no hacer
nombramientos sin su aprobación, dejar en manos de ella los
nombramientos de beneficios eclesiásticos, continuar la guerra
santa contra los moros de Granada, proveer de lo necesario a la
madre de Isabel, que se encontraba en Arévalo, y tratar al rey
Enrique con respeto y devoción, como legal gobernante de Castilla.
Todas las ordenanzas reales debían ser firmadas conjuntamente
por Isabel y Fernando, y si Isabel sucedía a Enrique, ella sería la
indiscutida soberana de Castilla, usando, por cortesía, Fernando el
titulo de rey. Era característico del recto y lúcido entendimiento de
Isabel dejar claramente establecidas las cosas desde el principio.
Aunque se amaban tiernamente, existían diferencias entre
Fernando e Isabel.
Isabel era mejor educada que su esposo y tenía un espíritu
más elevado y magnánimo. Era persona de sólidas e inflexibles
convicciones. Odiaba los naipes y todos los juegos de azar y, como
el erudito Lucio Marineo, que vivió en su corte durante algunos
años, consideraba a los jugadores profesionales de la misma
condición que los blasfemos. Apreciaba a las personas graves,
dignas y modestas. Aborrecía a los libertinos, charlatanes,
importunos y veleidosos; «y no gustaba de ver ni oír embusteros,
fatuos, bribones, adivinos, magos, estafadores, a los que predecían
el porvenir, a los que leían en la palma de la mano, a los acróbatas,
escaladores y otros vulgares fulleros». Tuvo que constituir una dura
prueba para Isabel el enterarse de que a Fernando le gustaban
mucho los naipes. En su juventud jugaba también a la pelota,
aunque más tarde era más aficionado al ajedrez y al chaquete. Su
34
esposa, por el contrario, prefería la poesía y la música, montar y
cazar y sostener serias conversaciones sobre literatura, filosofía y
teología. Fernando comía frugalmente y bebía con moderación,
pero Isabel jamás tomaba vino. Los dos eran sinceros creyentes, lo
que les servía para allanar todas sus diferencias. Fernando nunca
rompía el ayuno antes de oír misa, aun estando de viaje. Isabel no
sólo oía misa todos los días, sino que rezaba diariamente sus
oraciones en el breviario, como un sacerdote o una monja, además
de muchas privadas y extraordinarias devociones.
Pasaron el invierno de 1469 en Valladolid, esperando el
consentimiento de Enrique. Pero no llegó palabra alguna de la
corte, excepto una breve carta del rey diciendo que Isabel le había
desobedecido y que, habiendo roto el tratado de Toros de
Guisando, merecía el tratamiento de cualquier rebelde. Por más
que Isabel le escribió repetidas veces justificando su actitud, no se
dignó contestarle.
A fines de ese verano, Isabel se trasladaba a Dueñas, y el 1
de octubre de 1470 dio a luz su primera hija, una niña rubia que
también se llamó Isabel. Algunos días después la joven madre se
sentó en la cama y dictó una larga carta al rey, en la que
nuevamente le ofrecía su lealtad, pero le manifestaba que si
persistía tratándola como enemiga, tomaría todas las medidas que
creyera convenientes, apelando a la justicia de Dios.
Enrique resolvió hacer la guerra a la princesa y su esposo.
Ordenó a su hija de ocho años que se trasladara a Lozoya, donde
el marqués de Villena y varios otros fieles al rey le prestaron
juramento de lealtad, después del cual fue solemnemente
prometida al duque de Guyena. Se ponía ahora de manifiesto que
el poderoso Luis XI de Francia se unía al rey Enrique contra Isabel.
El papa Pablo II también se ponía del lado de Enrique como
legítimo soberano. El futuro de Isabel era oscuro e incierto.
Hubo hambre aquel invierno en Castilla. Los caminos estaban
poblados de salteadores y asesinos. La moneda casi había
desaparecido, y las mercancías se adquirían por el primitivo
sistema del trueque. Todas las mañanas se encontraban cadáveres
35
en las calles de la ciudad, de estrangulados o muertos de hambre.
La peste se extendía y en todas partes se oía el repiqueteo de las
campanas doblando a muerto y el cavar de las fosas.
Fue un largo y cruel invierno.
Por fin llegó la primavera y dio un vuelco la fortuna de Isabel.
Dos provincias se pronunciaron en favor de ella contra el rey. La
gente de Aranda de Duero echó a las autoridades de la reina Juana
y aclamó a Isabel como soberana. Otras ciudades se adhirieron a
su causa. El duque de Guyena murió repentinamente, rompiendo la
fuerte unión de Enrique y Francia. Y en el verano de 1471 llegaron
noticias de la muerte de Pablo II. Isabel y sus amigos miraron con
renovadas esperanzas la ascensión de su sucesor el papa Sixto IV,
un sabio y devoto monje franciscano.
36
CAPÍTULO VI
37
prisioneros de los reyes franceses.
Sólo en 1337 Gregorio XI volvió a Roma, para encontrarse
con la corrupción moral dentro de la Iglesia y el Estado, imperando
en ambos toda clase de abusos. Uno de los más deplorables
efectos del exilio de Aviñón fue el gran cisma. Los cristianos
contemplaban azorados el espectáculo de dos y aun tres
pretendientes a la silla de San Pedro. Y todavía, a pesar de todas
sus pruebas, la Iglesia continuó transmitiendo, siglo tras siglo, el
tesoro de la fe confiado a ella por Cristo; promoviendo la educación
y fomentando las artes y las ciencias; reprimiendo los impulsos
perversos de los reyes tiranos; dando a todos los hombres una
norma de verdad y justicia a la que debían acomodarse y que
debía regular sus vidas. Proporcionó a toda Europa una civilización
y cultura comunes, que en el siglo XIII llegaron a un nivel nunca
sobrepasado hasta entonces. El papa era el único que podía hablar
con autoridad más que humana. Gobernaba como príncipe a Roma
y a otros Estados papales de Italia, pero su autoridad moral llegaba
a los confines del mundo civilizado, y cuando hablaba en lo tocante
a la fe o a la moral, los hombres sentían que podían confiar en él
como representante de Cristo en la tierra, por su sabiduría y
dirección. Era, por lo general, un hombre viejo y agobiado por
terribles problemas. Reyes ambiciosos trataron de hacerlo servir a
sus propios intereses; estuvo constantemente en lucha contra ellos,
defendiendo la independencia espiritual de la Iglesia.
Durante todo este tiempo, mientras Europa corría el peligro de
ser conquistada por sucesivas arremetidas de los invasores
mahometanos, sólo la potente voz de San Pedro tronaba por
encima de las locuras y pasiones de los hombres egoístas, in-
citando a los príncipes a dejar a un lado sus insignificantes
querellas y unirse en defensa de su común civilización. Entretanto,
los turcos irrumpían en Servia, arrasaban Hungría, y en 1453
tomaban por asalto a Constantinopla. El papa español Calixto III
vendió sus tesoros de arte y su vajilla con el objeto de conseguir
dinero para la cruzada y reconquistar la gran puerta del Oeste; pero
aunque su flota logró expulsar al enemigo de Lemnos y otros
lugares, fracasó finalmente, porque los príncipes europeos eran
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demasiado estúpidos o demasiado egoístas para comprender el
peligro que amenazaba a todos. El papa Pío II, en su vejez, declaró
que si los reyes europeos no organizaban una cruzada para salvar
a Europa, la dirigiría él personalmente, y el santo anciano, que
había sido un frívolo estudiante en su juventud, se puso a la
cabeza de una flota y murió en la expedición.
Cuando Isabel tenía diecinueve años de edad, toda Italia y
España estaban consternadas con la noticia de que Mohamed II, el
Gran Turco, había lanzado una flota de cuatrocientos barcos contra
Negroponte, avanzada veneciana en la isla de Eubea, que se
suponía inexpugnable. El papa Pablo II logró unir
momentáneamente a los príncipes; pero cuando murió, en el
verano siguiente, dejó a la cristiandad en una situación angustiosa,
transmitiendo a su sucesor dos graves problemas: la creciente
corrupción de la Iglesia y la invasión de los turcos. Cada uno de
estos problemas contribuía a perpetuar el otro. La relajación de la
disciplina eclesiástica y la vida escandalosa de muchos prelados
políticos hacía más difícil para el papa organizar a Europa contra el
enemigo; y las imperiosas necesidades de la cruzada no le dejaban
tiempo ni energías para llevar a cabo la completa limpieza que era
necesaria.
Para romper el círculo vicioso, los tiempos clamaban por un
papa de vida irreprochable y santa, que al mismo tiempo fuese un
estadista de genio extraordinario.
Cuando Sixto IV, devoto monje franciscano, fue coronado
papa el 25 de agosto de 1471, se creyó que comenzaría in-
mediatamente la reforma de la Iglesia. Pero la defensa de la
cristiandad era aún más urgente que su reforma, y las victorias de
los turcos en el Este hicieron necesaria una acción inmediata. El
papa envió cinco cardenales a varias partes de Europa para
reorganizar la cruzada. Al cardenal español Rodrigo Borgia lo envió
a su país natal.
Cuando Borgia (destinado a reinar más tarde como papa
Alejandro VI) se embarcó en Ostia, en mayo de 1472, tenía
justamente cuarenta y dos años; era alto y de fuerte contextura, de
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figura dominante y majestuosa y penetrantes ojos negros. Era un
caballero de maneras corteses, conversador agradable y
gobernante de condiciones excepcionales. Su tío el papa Calisto III
lo había nombrado cardenal a la edad de veintitrés años.
Borgia obtuvo un éxito extraordinario en su misión en España.
Encontró al país a punto de morir de hambre por la pérdida de las
cosechas y al borde de la guerra civil. Después de celebrar varias
conferencias diplomáticas con el arzobispo Carrillo, el marqués de
Villena y otras personas, logró la reconciliación de Isabel con el rey
Enrique. Beatriz de Bobadilla se dirigió a Segovia, disfrazada, para
obtener la conformidad del rey con los proyectos del cardenal.
Enrique invitó a Segovia a su media hermana para darle su
bendición y a besar su mano de hermano. La recibió cortésmente,
obsequiándola con honores reales. Cuando el rey, después de un
gran banquete público, tuvo una fuerte puntada en el costado,
corrieron los usuales rumores de envenenamiento, pero todo el
resto de su vida el rey sufrió de algo que se creía una enfermedad
del hígado. Probablemente tenía lo que ahora llamaríamos apen-
dicitis.
Isabel y el cardenal Borgia fueron después agasajados por el
arzobispo Carrillo en Alcalá. Estando ella allí, se enteró con horror
de una terrible matanza de conversos o judíos encubiertos en
Córdoba. Hacía tiempo que tales hechos constituían una desgracia
para su país, y decidió que si alguna vez tenía autoridad, pondría
fin a ello. Parece que un domingo de Cuaresma los cristianos de
Córdoba habían organizado una solemne procesión a la catedral.
Los judíos convertidos (cristianos nuevos o conversos) fueron
excluidos, posiblemente porque se sentían éstos tan seguros en
Córdoba, que abiertamente concurrían a las sinagogas, mofándose
de la religión cristiana. Sea como fuere, cuando la procesión pasó
por la casa de uno de los conversos más ricos, una niña arrojó
desde una de las ventanas un recipiente lleno de líquido
asqueroso, que cayó sobre la imagen de la bendita Virgen María,
que encabezaba la procesión. Ésta fue la señal de una sangrienta
matanza de judíos encubiertos.
Sin embargo, éstos encontraron en Córdoba un poderoso
40
campeón: don Alonso de Aguilar, que había casado con una mujer
descendiente de judíos hija del marqués de Villena. Él y su
hermano Gonzalo de Córdoba, que más tarde ganaría fama en
Italia con el sobrenombre de Gran Capitán, defendieron a los
conversos. Los cristianos viejos (cristianos de buena fe), dirigidos
por el conde de Cabra, los sitiaron en el Alcázar. De ahí resultó un
estado de guerra que duró casi cuatro años. Desgraciadamente,
también el periódico frenesí contra los cristianos nuevos o judíos
convertidos (llamados asimismo marranos), prendió en una docena
de otros lugares. Una de las matanzas más brutales ocurrió en
Segovia, el 16 de mayo de 1474, y el hombre más responsable de
ella fue el marqués de Villena, descendiente de judíos.
En Segovia fue siempre muy intenso el odio entre judíos y
cristianos. En 1405, un médico llamado Mair Alguadés y otros
judíos eminentes, acusados de haber robado de la catedral una
hostia consagrada, fueron ejecutados, mientras otros judíos,
acusados del intento de envenenar en represalia al obispo, fueron
ahogados y descuartizados. Y cuando Isabel tenía siete años de
edad, dieciséis judíos, incluyendo a un rabino, fueron acusados de
haber robado un niño cristiano en Semana Santa y de haberlo
crucificado como afrenta a la memoria de Jesús. Que los judíos
cometieran crímenes o fueran inocentes víctimas del prejuicio (y
sabemos que han sido acusados falsamente en otros lugares de lo
que se llama «asesinato ritual»), nadie puede decirlo hoy con
certidumbre. Colmenares recuerda en su Historia de Segovia que
los judíos eran sentenciados a muerte por el obispo de Segovia,
don Juan Arias de Ávila, hijo él mismo de un judío convertido, y
eran ahogados y colgados.
El gobernador de Segovia en 1474 era Cabrera, un converso
muy hábil que había casado con Beatriz de Bobadilla, amiga de la
infancia de la princesa Isabel. Villena tenía una gran inquina contra
este hombre, y, sabiendo que los cristianos viejos de Segovia lo
odiaban, envió tropas para provocar una matanza de todos los
conversos, durante la cual esperaba desembarazarse de su
enemigo.
El domingo 16 de mayo, los conversos, al despertar, hallaron
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la ciudad llena de hombres armados que pedían a gritos su sangre.
Sonaban los cascos de los caballos, las espadas chocaban, las
balas llovían contra las paredes, y las llamas remontaban la colina
devorando una casa tras otra. Los cuerpos se amontonaban en las
calles confusamente apilados.
Afortunadamente, las noticias de la cobarde conspiración lle-
garon hasta el cardenal Borgia, que se encontraba en Guadalajara.
Éste envió inmediatamente un aviso al rey, quien lo comunicó a
Cabrera. El gobernador tuvo apenas el tiempo indispensable para
reunir algunas de sus tropas y correr en auxilio de los conversos.
Con sus hombres, dejó limpias las calles de los parciales de
Villana. El marqués y sus secuaces huyeron de la ciudad.
Cuando Isabel y Fernando llegaron a Segovia, el lugar hedía
aun a madera carbonizada, a carne putrefacta, a carnicería y
pestilencia. Isabel felicitó a Cabrera por su valor, acogiendo
cariñosamente a su esposa Beatriz, y censuró a los extraviados o
fanáticos instrumentos de Villena que habían tomado parte en el
exterminio. Poco tiempo antes había evitado una matanza de
conversos en Valladolid, aunque ello le había acarreado la pérdida
de muchos de sus partidarios y la necesidad de huir de la ciudad
con su marido y el arzobispo. Ahora se le presentaba la
oportunidad de contemplar desde cerca las espantosas
consecuencias del odio entre los cristianos y los judíos. ¿Cómo
podría salvarse el país de su completa ruina y de una segunda
conquista mahometana, deseada por judíos y conversos? ¿Cómo
podría lograrse que los hijos de Israel no explotaran más a los
cristianos, haciendo prosélitos aun entre los cristianos para destruir
a la cristiandad? ¿Qué se podía hacer para que los cristianos o
cristianos nominales cesaran en sus matanzas de marranos a la
menor provocación? Isabel y Fernando llegaron a la conclusión de
que Castilla necesitaba imperiosamente un gobierno
suficientemente fuerte para ser temido y respetado por todas las
clases.
Los acontecimientos se conciliaban para darles la oportunidad
que deseaban. El marqués de Villena, su implacable enemigo,
murió el 4 de octubre de 1474. El rey Enrique, abandonado y sin
42
amigos, enfermó rápidamente, y el 12 de diciembre, después de
confesar sus pecados durante una larga hora con el prior del
monasterio que había hecho construir en conmemoración de las
hazañas de don Beltrán, expiró él también, negándose
inflexiblemente hasta el fin a declarar si la Beltraneja era o no su
hija.
Isabel recibió la noticia en Segovia. Su primer acto fue vestir
luto e ir inmediatamente a la iglesia de San Miguel para rezar por el
descanso del alma del rey. Cuando volvió al castillo, Cabrera y los
hombres importantes de Segovia le hicieron saber que sería
coronada reina de Castilla al día siguiente, festividad de Santa
Lucía.
De un modo extraño, el destino había puesto en las manos de
una niña el poder que ésta soñara usar. La Edad Media había
pasado e iba a nacer una moderna España.
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CAPÍTULO VII
44
el populacho.
«¡Viva la reina! ¡Castilla por la reina doña Isabel!», gritaba el
pueblo.
Al llegar a la plaza, la reina se apeó, subió a una alta plata-
forma adornada con tapices de ricos colores y se sentó en un
trono. Entre gritos y toques de trompetas, le colocaron sobre el
claro cabello castaño la gran corona de sus antepasados. Las
campanas de todas las iglesias y conventos de la ciudad co-
menzaron a sonar alegremente; desde la guardia del Alcázar
disparaban mosquetes y arcabuces y tronaban pesadas lombardas
desde las murallas de la ciudad.
Isabel era por fin reina.
Después que todos los nobles presentes besaron su mano y
le prestaron juramento de fidelidad, Isabel se dirigió a la catedral,
donde se prosternó humildemente ante el altar mayor, dando
gracias a Dios por haberla salvado de tantos peligros y pidiéndole
la gracia necesaria para gobernar con arreglo a la voluntad divina.
Pocos días después tuvo noticias de que su marido venía del
Norte tan rápidamente como sus caballos podían traerle. La nueva
de la muerte de Enrique y de la coronación de Isabel le alcanzó en
Perpiñán, adonde había ido a principios del otoño para salvar a su
padre de ser capturado por sus enemigos. Luego de socorrer al
viejo rey, Fernando comenzó a restablecer el orden en Aragón en
la forma que él e Isabel consideraban necesaria en aquellos
tiempos anormales. Encontró a la ciudad de Zaragoza en estado de
anarquía, intimidada y explotada por Jiménez Gordo, rico converso
que había tomado el mando de las tropas de la villa imponiendo su
arbitraria voluntad sobre el pueblo. A su llegada, el joven príncipe
invitó al tirano a visitarlo, y cuando Gordo llegó, lo detuvo,
entregándolo en manos de un sacerdote y de un verdugo. El
cadáver fue expuesto en la plaza aquella misma tarde.
Cuando Fernando se enteró, por una carta de Carrillo, de la
coronación de su mujer, se indignó porque la espada de justicia
había sido llevada delante de la reina. No era costumbre en Aragón
ni en Castilla llevar la espada delante de las reinas. En Aragón,
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además, estaba en vigencia una ley sálica que excluía del trono a
las mujeres. Fernando pensó, evidentemente, a pesar de los
términos de su convención matrimonial con Isabel, que él sería el
verdadero rey de Castilla después de la muerte de Enrique, y se
enteró con desagradable sorpresa de que la gentil dama con quien
se había casado intentaba tomar las riendas del gobierno. Las
murmuraciones, discusiones e intrigas de los nobles tornaron la
situación más difícil, y cuando Fernando llegó a Segovia, la corte
estaba dividida en dos bandos que disputaban duramente sobre los
méritos del marido y la mujer.
La reconciliación, no obstante, fue posible gracias a los es-
fuerzos de don Pedro González de Mendoza, cardenal de España,
que representó a la reina, y del arzobispo Carrillo, que lo hizo por el
rey Fernando. Pero fue Isabel misma quien, con su tacto y
dignidad, colocó a su marido en una posición tan decorosa, que no
tuvo más remedio que aceptarla. Como dice su secretario Pulgar,
ella le habló en estos términos:
«Señor, no fuera necesario mover esta materia: porque do hay
la conformidad que por la gracia de Dios entre vos e mí es, ninguna
diferencia puede haber. Lo cual, como quier que se haya
determinado, todavía vos como mi marido sois rey de Castilla, e se
ha de facer en ella lo que mandáredes; y estos reinos, placiendo a
la voluntad de Dios, después de nuestros días, a vuestros hijos e
míos han de quedar. Pero pues plugo a estos caballeros que esta
plática se oviese, bien es que la duda que en esto había se
aclarase, según el derecho destos nuestros reinos dispone. Esto,
señor, digo, porque, como vedes, a Dios no ha placido fasta aquí
darnos otro heredero sino a la princesa doña Isabel nuestra fija; e
podría acaecer que después de nuestros días viniese alguno que
por ser varón descendiente de la casa real de Castilla, alegase
pertenecerle estos reinos, aunque fuese por línea transversal, e no
a vuestra fija la princesa, por ser mujer, en caso que es heredera
dellos por derecha línea: de lo que vedes bien, señor, cuán gran in-
conveniente se seguiría a nuestros descendientes. E acerca de la
gobernación destos reinos, debemos considerar que, placiendo a la
voluntad de Dios, la princesa nuestra fija ha de casar con príncipe
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extranjero, el cual apropiaría a sí la gobernación destos reinos, e
querría apoderar en las fortalezas e patrimonios reales otras gentes
de su nación que no sean castellanas, do se podría seguir que el
reino viniese en poder de generación extraña; lo que sería en gran
cargo de nuestras conciencias, y en deservicio de Dios, e perdición
grande de nuestros sucesores e de nuestros súbditos e naturales, y
es bien que esta declaración se haya fecho por excusar los
inconvenientes que podrían acaecer.»
Indudablemente, Fernando no podía replicar. «Oídas las ra-
zones de la reina, porque conoció el rey ser verdaderas, plúgole
mucho —dice el cronista—, e dende en adelante él y ella mandaron
que no se fablase más en esta materia.»
Fernando había disgustado a Isabel más de una vez desde su
casamiento. Había ella sufrido profundamente cuando conoció la
verdad sobre la dispensa falsificada que su padre envió desde
Aragón. Aún se sintió más profundamente herida cuando se enteró
de que él tenía un hijo ilegítimo nacido al tiempo de su casamiento.
Además iba a conocer el tormento de los celos, al que Fernando a
menudo daba ocasión, porque tenía cuatro hijos nacidos fuera del
matrimonio. No obstante, ella lo amó hasta el día de su muerte.
Nunca más, con una sola excepción, volverían a tener diferencias
de opinión. De ahí en adelante, en la mayor parte de los negocios
públicos, iban a actuar como una sola persona: ambas firmas en
todos los documentos, ambas caras en todas las monedas. «Aun
cuando la necesidad los separaba, el amor mantenía sus volun-
tades unidas... Muchos trataron de separarlos, pero ellos estaban
resueltos a no disentir.»
No podían permitirse discrepar entre sí sin exponerse a dejar
incumplida la gigantesca obra que los esperaba: convertir la
anarquía en orden; restablecer el prestigio de la corona; recobrar
de manos de los nobles usurpadores las tierras de la corona
ilegalmente entregadas por Enrique; sanear la moneda; restablecer
la prosperidad de la agricultura y de las industrias; resolver el
problema de los judíos, el de los moriscos y el de los conversos,
tarea ésta que parecía imposible para un hombre y una mujer
jóvenes, sin tropas ni dinero. Francia y Portugal eran sus
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enemigos. Castilla vivía en el caos.
La joven reina comenzó su gobierno resueltamente, a pesar
de todo, alejando a los peores parásitos que habían desprestigiado
a la corte de su hermano. Designó a hombres capaces y fieles para
los cargos más importantes: Mendoza, el cardenal de España, fue
nombrado canciller; el conde de Haro, condestable de Castilla;
Gutiérrez de Cárdenas, tesorero, y ella y Fernando hicieron
ejecutar ladrones y asesinos a diestra y siniestra, hasta que «los
homes cibdadanos e labradores e toda la gente común deseosos
de paz, estaban alegres, e daban gracias a Dios, porque veían
tiempo en que le placía haber piedad destos reyes... E allende de
la afición que los pueblos tenían al rey e a la reina, con esta justicia
que administraban ganaron los corazones de todos de tal manera,
que los buenos les habían amor e los malos temor.»
Los poderosos nobles que se habían repartido el país bajo el
débil Enrique, no estaban dispuestos a perder su situación sin
defenderse. El joven marqués de Villana amenazaba con proclamar
a Juana la Beltraneja reina de Castilla si Isabel no le otorgaba el
gran maestrazgo de la Orden de Santiago y varias ciudades. El
arzobispo Carrillo se encolerizó porque Fernando le había dado
ciertas tierras que no eran las que le prometiera; abandonando
enfadado la corte y recluyéndose en su casa de Alcalá de Henares,
se entregó a los experimentos de alquimia con su amigo el doctor
Alarcón. Se decía que el arzobispo y el joven Villana mantenían
correspondencia con Alfonso V de Portugal.
El cardenal Mendoza, cuya elevación al primado y su cre-
ciente influencia con Isabel y Fernando habían excitado la envidia
del anciano arzobispo, se dirigió a Alcalá intentando conciliar al
viejo guerrero, para lo cual se ofreció a eclipsarse a fin de que
Carrillo ocupara el primer puesto en unas nuevas Cortes que serían
convocadas en Segovia en la primavera.
El arzobispo dio una contestación evasiva, demasiado cere-
moniosa para ser tranquilizadora. Mendoza, desilusionado, volvió
para informar a los jóvenes soberanos que temía que algo
estuviera tramándose entre Carrillo, Villana y Alfonso V de
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Portugal. Para colmo de desdichas, habían estallado varias pe-
queñas guerras entre los nobles. Tres de ellos se disputaban el
gran maestrazgo de Santiago. Dos se hacían la guerra por la
posesión de Sevilla, y otros dos luchaban en Córdoba.
En este trance, Isabel y Fernando, que se encontraban en
Valladolid, recibieron una carta del rey Alfonso de Portugal en la
que les anunciaba que iba a casarse con la Beltraneja, y que, por lo
tanto, tenía títulos para llamarse rey de Castilla y León. Agregaba
que muchos de los principales nobles de Castilla, incluyendo al
arzobispo de Toledo, estaban dispuestos a unírsele.
Isabel no podía creer que su viejo amigo Carrillo se hubiera
pasado a sus enemigos. Hizo escribir a su secretario una apa-
sionada carta llamándole. El arzobispo no contestó. La gente decía
en toda Castilla: «El que tenga de su lado al arzobispo, ése
ganará.»
La reina resolvió, contra la opinión de sus consejeros, dirigirse
a Alcalá y requerir el apoyo del arzobispo. Envió al conde de Haro
que la precediera, a fin de convenir la entrevista. Carrillo recibió al
conde con engolada cortesía, y evidentemente le conmovió la
apelación que el noble hacía a su generosidad y lealtad. No
obstante, se mantuvo firme después de haber consultado a ciertos
amigos que debían de ser emisarios de Villena y de Portugal.
Manifestó entonces que si la reina entraba por una puerta de
Alcalá, él saldría por la otra. «La quité de la rueca y le di un cetro;
ahora le quitaré el cetro y la volveré a la rueca», dijo.
El de Haro regresó a Colmenar, donde la reina se encontraba
orando en la iglesia mientras esperaba su vuelta.
No recibió a su enviado hasta que terminó la misa. Cuando
escuchó su informe, dice Pulgar que se puso pálida, llevando las
manos a sus cabellos como para concentrar sus pensamientos.
Cerrando los ojos, permaneció en silencio hasta recobrar el
dominio sobre sí misma. Entonces, mirando al cielo, dijo: «Señor
mío Jesucristo, en vuestras manos pongo todos mis fechos y de
vos me defienda el favor y ayuda». Luego montó a caballo y siguió
su camino hacia Toledo.
49
Allí le dijeron que Alfonso V, con veinte mil hombres, había
cruzado la frontera de Portugal, penetrado en Extremadura el 25 de
mayo y marchado hacia Palencia, donde se le unieron sus aliados
castellanos, y que se había casado públicamente con la Beltraneja,
proclamándose él y su novia, de quince años, rey y reina de
Castilla y León.
Fernando cabalgó frenéticamente al Norte reclutando un
ejército. Sin duda se había hecho impopular en Castilla, después
de su intento de usurpar la corona, y era evidente que cualquier
llamamiento que quisiera hacerse al país debía partir de Isabel.
Parecía claro que, de todos modos, Alfonso se apoderaría pronto
de ella y del reino.
La reina Isabel, vistiendo coraza de acero sobre su sencillo
vestido de brocado, apretaba silenciosa los labios mientras mon-
taba a caballo y emprendía el camino del Norte.
50
CAPÍTULO VIII
52
acumulada en concepto de donaciones y herencias durante siglos
en varias iglesias. De esta manera se reunieron treinta millones de
maravedíes. La ayuda de la Iglesia permitió a Isabel pagar a sus
tropas, alistar nuevos reclutas, traer de Italia y de Alemania pólvora
y pesadas bombardas y comprar alimentos y vestuario. El 1 de
diciembre, menos de cinco meses después de la retirada de Toro,
un nuevo ejército estaba preparado para la lucha. Constaba sólo de
quince mil hombres, pero bien armados y adiestrados.
Fernando se dirigió otra vez hacia Toro. Alfonso ofreció re-
tirarse a condición de que le entregara Toro y Zamora, el reino de
Galicia y una suma de dinero. Pero Isabel respondió que jamás
entregaría una sola almena de los reinos de su padre. Fernando se
vio obligado a dejar su ejército frente a Toro y cabalgar hacia
Burgos, en el Norte, para ayudar a sus partidarios. Entretanto,
Isabel, después de establecer guardias en todos los caminos,
galopó en dirección a Toledo, a ciento treinta millas al Sur, para
hacer nuevas levas y traer refuerzos. Después hizo una amplia y
rápida corrida hasta León, a más de doscientas millas al Norte,
para rescatar la provincia de manos de un gobernador traidor.
De vuelta, envió al conde de Benavente para que llevara a
cabo un ataque nocturno contra los portugueses. Alfonso y su
ejército se retiraron veinte millas hasta Zamora, fuerte edificado
sobre una elevada roca inaccesible excepto por un puente po-
derosamente fortificado sobre el Duero.
Una noche, Isabel supo que el gobernador del puente de-
seaba entregárselo, siempre que ella enviara tropas para que lo
tomaran. Remitió entonces un mensaje a Fernando a fin de que
abandonara Burgos en secreto y viniera inmediatamente.
Fernando, simulando estar enfermo, abandonó sus cuarteles y
cabalgó de noche sesenta millas a través de un país enemigo,
llegando a Valladolid antes de amanecer. Allí le tenía preparado ya
Isabel un piquete de caballería. Zamora se hallaba a cincuenta
millas de distancia. A la noche siguiente llegó al puente, tomando
posesión de él. Debía mantenerlo hasta que Isabel trajera
refuerzos y artillería. Ella había puesto en camino sus grandes
cañones antes del amanecer.
53
Cuando Alfonso despertó, su posición se hallaba dominada
por los cañones castellanos, y hubo de retirar su ejército al campo
abierto. Fernando ocupó la ciudad.
Al día siguiente, Alfonso recibió el refuerzo de veinte mil
hombres de su hijo don Juan. Se hallaba ahora en condiciones de
acosar a Fernando, y así lo hizo. Durante dos semanas Fernando y
su ejército estuvieron copados en Zamora.
Isabel, ante la amenaza de la derrota, se entregó a una ac-
tividad sobrehumana. Como todos los grandes soldados, advirtió la
conveniencia del ataque. Si las fuerzas enemigas eran superiores
en número a las de ella, debían ser divididas. Envió tropas para
atacar la base de Toro. Lanzó a otras contra el flanco derecho.
Finalmente, descubrió que una ciudad de la retaguardia que
dominaba su línea de comunicaciones, estaba débilmente
defendida. Envió dos mil hombres de caballería para que la
tomasen.
Alfonso se vio, a su vez, obligado a retirarse. Una noche fría,
mientras sus hombres se quejaban de la falta de alimentos, levantó
el campamento y partió hacia Toro a lo largo de la ribera.
Cuando Fernando descubrió que el enemigo se había esfu-
mado, lo persiguió sin pérdida de tiempo y lo alcanzó a media
tarde. El cardenal Mendoza, que se había adelantado para hacer
un reconocimiento, volvió hasta donde estaba el rey, para
informarle que los portugueses se encontraban desplegados en
orden de batalla, justamente debajo de una pequeña elevación.
Fernando dio la orden de avanzar. Lentamente las huestes
castellanas subieron por el terreno montañoso y descendieron al
llano. En el Oeste, el sol, muy bajo ya, brillaba lúgubremente a sus
espaldas, sobre una espesa cortina de nubes, dando en los ojos de
los portugueses. En ese momento una fina y fría llovizna comenzó
a caer.
Se oyó un largo y estrepitoso crujido cuando las huestes cho-
caron trabándose en lucha... Quebrábanse las lanzas entre el
chocar de las armaduras y el golpear de los caballos; los jinetes
eran lanzados al suelo para quedar allí o levantarse y desnudar sus
54
espadas; entre ellos corrían los infantes, con dagas y hachas... Y
en esta espantosa confusión, todo eran golpes y empellones.
«¡Fernando!», gritaban los castellanos. «¡Alfonso!», gritaban los
portugueses.
Allí donde los estandartes de los reyes rivales flameaban entre
las olas de aceros, la lucha era más feroz, más fuertes los gritos y
mayores el derramamiento de sangre y el amontonamiento de los
heridos. A la izquierda, el cardenal de España, cuyo roquete de
obispo, desgarrado y salpicado de sangre, parecía casi negro,
peleaba en la batalla con la furia de un tigre, derribando a izquierda
y derecha a los hombres de las filas portuguesas. A la derecha
tronaba la artillería de don Juan; su eco retumbaba desde el rio
hasta los peñascos, seguido del vivo estampido de la mosquetería.
Los seis escuadrones de la caballería de gallegos y asturianos de
Fernando fueron destrozados y puestos en fuga, perseguidos por
los alaridos de los portugueses.
Mezclados en la batalla, ni Fernando ni el cardenal podían ir
en ayuda del ala derecha; y para colmo, don Juan volvió atrás,
después de una breve persecución de los asombrados
montañeses, y cayó sobre su flanco. Se luchó desesperadamente y
a muerte. Atrás y adelante, arriba y abajo, refluían en la fría lluvia
crepuscular, mientras se hacían cada vez más broncos y
frecuentes los gritos y lamentos de los heridos pisoteados. La
oscuridad llegaba velozmente del negruzco cielo, y todavía ningún
bando había obtenido la victoria. Así, durante tres horas, el triunfo
de la batalla fue indeciso. Ahora luchaban jadeantes y silenciosos.
Mendoza se abrió camino entre los portugueses, en dirección
a donde a duras penas podría divisar en la penumbra,
levantándose y cayendo, el estandarte del rey Alfonso. El por-
taestandarte de Alfonso, Duarte de Almeida, hacía esfuerzos
heroicos para alzarlo al viento. Herido en el brazo derecho,
sostenía la bandera con el izquierdo. Cuando una flecha castellana
le atravesó el brazo izquierdo, sostuvo el trapo con los dientes,
hasta que cayó con el cuerpo acribillado, mientras el cardenal de
España se apoderaba de la bandera portuguesa, arrancándola. El
obeso Alfonso cayó al suelo luchando valientemente. Con su
55
bandera perdida y el rey caído, una gran incertidumbre, como una
lenta niebla, comenzó a extenderse sobre la masa de los cansados
portugueses, que no habían probado bocado desde que salieron de
Zamora al amanecer. Unos se rindieron y otros huyeron. La
oscuridad era ya completa.
De pronto, con un poderoso grito, los seis batallones de jine-
tes montañeses que habían huido al principio del ataque de la
artillería de don Juan, pero que, avergonzados, se reagruparon
lentamente junto a la montaña, cayeron sobre los desorganizados
portugueses. Todo el frente comenzó a retroceder. Al mismo
tiempo, el cardenal de España y el duque de Alba los empujaban
desde el flanco hacia el río. En vano Alfonso y don Juan proferían
sus gritos de guerra. En vano el valeroso Carrillo, ensangrentado
de pies a cabeza, rota desde la espalda su capa colorada, instaba
al ataque mientras luchaba como un héroe homérico en la noche
opaca.
La huida se transformó en pánico. «¡Santiago!», gritaban los
vencedores. «¡Castilla! ¡Castilla para el rey Fernando y la reina
Isabel!» Los desgraciados portugueses se herían unos a otros por
error, trepaban a las montañas, se arrojaban al río y sucumbían
bajo el peso de las armaduras en las frías aguas. Muchos de ellos
se precipitaban salvajemente buscando a su rey, y gritando
«¡Fernando! ¡Fernando!» para evitar que los matasen.
Por la noche ordenó Fernando a sus hombres que cesara 'a
matanza de los vencidos y que dejaran de hacer prisioneras. La
furia de los castellanos era tal que durante varios días quisieron
matar a los cautivos portugueses. Y lo habrían hecho así a no
mediar la resuelta oposición del cardenal Mendoza, quien dijo:
«Jamás quiera Dios se pueda decir tal cosa, o tal ejemplo de
nosotros quedar en la memoria de los vivos. Esforcémonos en
conquistar, y no pensemos en venganza, porque la conquista es de
hombres fuertes, y la venganza, de débil u mujeres.»
Al amanecer, envió Fernando un breve y afectuoso mensaje a
Isabel comunicándole su victoria. Ella recibió la noticia con gran
alegría en Tordesillas. Y ordenó a todo el clero de la ciudad que se
56
reuniera y marchara por las calles cantando el Te Deum. Entre las
aclamaciones del pueblo, la joven reina salió del palacio descalza,
y de este modo marchó sobre las toscas piedras de las calles hasta
el monasterio de San Pablo, donde silenciosamente llegó, por entre
el murmullo de la multitud, al altar mayor, y postrándose con gran
devoción y humildad, dio gracias al Dios de las batallas.
57
CAPÍTULO IX
58
buenas razones para apelar obteniendo una rápida absolución, la
menor pena que podía esperar era la pérdida de una oreja o de
una mano. A un ladronzuelo lo aliviaron de uno de sus pies, para
tener la seguridad de que no volvería a sus andanzas. La pena
más común era la de muerte. Pronunciada la sentencia, se llevaba
un sacerdote al prisionero para que lo oyera en confesión y le
administrara los últimos sacramentos. Atado al árbol más próximo,
el condenado era ultimado a flechazos por la Hermandad.
Evidentemente, los autores de las ordenanzas de la Hermandad
eran escépticos con respecto a la duración de cualquier reforma
moral impuesta por la necesidad a los criminales, porque
ordenaban que la ejecución siguiera a la absolución «lo más ligero
posible, para que el alma salga del cuerpo con la mayor seguridad
de salvarse».
Para Isabel y Fernando y sus contemporáneos, esta justicia
dura y rápida era cosa natural. La simpatía que Enrique el
Impotente había prodigado a los asesinos la reservaban Isabel y
Fernando para la víctima, su viuda y sus hijos, para la mujer
violada, para la familia que había muerto quemada en medio de la
noche por los bandidos o los nobles ladrones. No significaba esto
que los españoles fueran más crueles que otros pueblos
occidentales. El valor de la vida era increíblemente insignificante en
Inglaterra, por ejemplo, en esa época. Aun un siglo después,
leemos en el informe de un cronista inglés que todos los años eran
colgados de trescientos a cuatrocientos bandidos, entre los que se
incluían ladronzuelos, y que durante el reinado del rey Enrique VIII
murieron setenta y dos mil en la horca, solamente por haber
robado.
Isabel y su marido anduvieron de ciudad en ciudad, algunas
veces juntos y otras separados, administrando al pueblo justicia
rápida y gratuita. La joven reina oía demandas, procuraba re-
conciliaciones y restituciones, condenaba a muerte al culpable y
cabalgaba luego hasta el próximo lugar. En poco tiempo su justicia
había llenado el país de consternación. Era más terrible porque se
la sabia imparcial e incorruptible.
Aunque desesperadamente necesitada de dinero, Isabel
59
rehusó siempre aceptar sobornos de los criminales ricos. Un
poderoso noble llamado Álvar Yáñez, que había asesinado a un
notario, ofreció a la reina la enorme suma de cuarenta mil ducados
si le perdonaba la vida. Algunos de sus consejeros, sabiendo cuán
escaso estaba el tesoro real, le aconsejaron que aceptara. Pero la
reina «prefería la justicia al dinero». Hizo cortar la cabeza de Yáñez
el mismo día y, para evitar la sospecha de motivos interesados,
distribuyó sus bienes entre los hijos del ajusticiado, aunque muchos
precedentes la autorizaban a confiscarlos.
Un día, mientras descansaba en Tordesillas después de arro-
jar a los portugueses que aún quedaban en Toro, se enteró de que
había estallado una revuelta en Segovia y que los insurrectos
estaban atacando la torre del Alcázar en la que se refugiaba su
pequeña hija Isabel, protegida por un puñado de leales.
Beatriz de Bobadilla, a quien se encomendara el cuidado de la
criatura, había venido a Tordesillas para conferenciar con la reina.
Cabrera, el gobernador, se hallaba a la sazón ausente de la ciudad.
Aprovechando estas circunstancias, algunos de sus enemigos,
ocultas las armas bajo sus ropas de labradores, habían entrado al
Alcázar tomando posesión del castillo después de matar a la
guardia de la puerta. Los defensores de la infanta retrocedieron a la
torre, donde se encontraba la niña con su niñera, resistiéndose
furiosamente. Todos los hombres de la ciudad tensaron las armas,
uniéndose a uno o a otro de los bandos en lucha. Pero la mayoría
se unió a los rebeldes, por odio al converso Cabrera. Hasta el
obispo de Segovia, don Juan Arias de Ávila, se plegó a ellos,
aunque él mismo era un Converso.
La reina Isabel se encontraba en ese momento acompañada
sólo por el cardenal Mendoza, su amiga Beatriz y el conde de
Benavente. No había tiempo para reunir tropas, y, por lo demás,
podía viajar más rápidamente sin ellas. Montó a caballo y, seguida
de sus tres amigos, cabalgó enloquecidamente a Segovia, que se
hallaba a sesenta millas de distancia.
El sol brillaba sobre el camino blanco, caliente como las are-
nas del Sahara. Un polvo de seis pulgadas de espesor se elevaba
60
en nubarrones alrededor de la reina y su caballo, cubriéndolos de
blanco, cegándolos y secándoles los labios.
La reina perdió el camino, tratando de acortarlo a través de un
bosque de pinos. Volvió sus pasos hasta el camino, dejó descansar
un rato a sus caballos en Coca, y durante la noche, cuando se
levantó un viento fresco, con la luna de agosto siguió a Segovia. Al
amanecer divisó la torre de Alcázar levantándose sobre la cima de
una roca proyectada sobre la planicie gris como la proa de una
galera. Alrededor de ellos, desierta y sin árboles, se extendía la
campiña de aquel país árido e inescrutable. ¿Estaría aún la
princesa en la torre, o sería demasiado tarde?
Cuando la reina se acercó a la puerta de San Juan, el obispo
y varios de los ciudadanos importantes se adelantaron y le pidieron
que no entrara, porque muy cerca se combatía violentamente.
Además el obispo le rogó que dejara fuera de las murallas a la
esposa de Cabrera y a su amigo el conde de Benavente, porque el
populacho iba a enfurecerse si los veía. La joven reina, con fría
furia, cortó en seco sus ceremoniosas palabras diciendo: «Decid
vosotros a esos caballeros y cibdadanos de Segovia que yo soy
reina de Castilla, y esta cibdad es mía, e me la dejó el rey mi padre,
e para entrar en lo mío no son menester leyes ni condiciones
algunas de las que ellos me pusieren. Yo entraré en la cibdad por
la puerta que quisiere, y entrará conmigo el conde de Benavente, e
todos los otros que entendiere ser cumplidero a mi servicio.
Decidles ansí mesmo, que vengan todos a mí, e fagan lo que yo les
mandare, como leales súbditos, e se dejen de facer alborotos y
escándalos en mi cibdad, porque dello les puede seguir daño en
sus personas a bienes.»
Así diciendo, Isabel clavó sus espuelas a su cansado caballo y
galopó al frente de sus tres amigos. Atravesó la puerta de San
Juan por entre el populacho rugiente. Sin temor a las espadas y
lanzas que al sol de la mañana relampagueaban a su alrededor,
avanzó hasta el pequeño patio próximo a la torre. El obispo la
siguió, tratando vanamente de aquietar al pueblo. El populacho se
agitaba en torno del pequeño grupo como un oleaje.
61
«¡A matarlos a todos! —gritaban—. ¡Hay que acuchillar a los
amigos del mayordomo! ¡Abajo Cabrera! ¡Tomad la torre y
matadlos a todos!»
La reina, silenciosa, con el macilento rostro lleno de polvo,
sobre su caballo blanco les hacía frente. El cardenal se le acercó.
Le pidió que con toda urgencia hiciera cerrar la puerta del Alcázar
para que no entrara más populacho al patio. La reina sacudió su
cabeza: «abrid más las puertas —dijo— y pedid a todos que
entren.»
Las puertas crujieron.
«Amigos —gritó un caballero—, la reina ordena que entren
cuantos puedan.»
Un murmullo sacudió a la muchedumbre. ¡La reina! Después
de un momento de duda, el mar humano avanzó desbordante en el
patio. La reina esperó a que se hiciera silencio. El cardenal la
contemplaba con una mezcla de admiración y temor, sin pensar en
su propia salvación. Sus palabras, claras y sonoras, caían como
flechas sobre las cabezas de la apretujada y descontenta
muchedumbre: «Decid agora, vosotros mis vasallos e servidores, lo
que queréis, porque lo que a vosotros viene bien, aquello es mi
servicio o me place que se faga, porque es bien común de toda la
cibdad.»
Un cabecilla de la muchedumbre pidió silencio y se adelantó
en representación de todos para exponer sus quejas: «Señora —
comenzó—, tenemos varias súplicas que hacer. La primera, que el
mayordomo Andrés de Cabrera no continúe por más tiempo a
cargo del Alcázar. La segunda...»
«Eso que queréis vosotros quiero yo —interrumpió la reina—.
El mayordomo está destituido. Tomaré posesión de estas torres y
muros y las confiaré a un leal caballero de los míos, que las
guardará con lealtad hacia mí y honor para vosotros.»
Un rugido brotó de la multitud, un rugido de triunfo y de
aprobación: «¡Viva la reina!» La gente que estaba del otro lado de
la puerta coreó el grito. Era la misma multitud abigarrada y
emocionada que había gritado esas palabras aquella mañana de
62
invierno, tres años antes, cuando ella salió de ese mismo patio
para ser coronada. En un instante, los hombres que maldecían a
Cabrera pedían la sangre de sus enemigos. Los jefes de los
rebeldes huyeron para salvar sus vidas. Hacia mediodía, las torres
y murallas quedaban libres de ellos, e Isabel se encontraba en
plena posesión del Alcázar. Su primer pensamiento fue abrazar a la
princesa, de la que había estado separada tanto tiempo. Después
cabalgó triunfalmente, a través de las calles, al palacio próximo a la
iglesia de San Martín, seguida por una multitud que la asfixiaba en
su entusiasmo y admiración. Desde las gradas del palacio les
dirigió un breve discurso prometiendo protegerlos contra la tiranía
de Cabrera o de cualquier otro y pidiéndoles que regresaran pacífi-
camente a sus casas. Les prometió, además, poner remedio a sus
quejas si le enviaban una delegación que le expusiera sus motivos
de agravio. La multitud se disolvió. La reina entró al palacio, se tiró
sobre una cama y durmió.
Posteriormente, cuando examinó las reclamaciones que le
hizo la delegación y las investigó a fondo, repuso a Cabrera, por
encontrarlo inocente de los cargos que se le hacían, aunque
algunos de sus subordinados habían cometido pequeñas
arbitrariedades, y por considerar que gran parte de la animosidad
existente contra él debía atribuirse a la envidia de los que
deseaban ocupar su puesto, o al fuerte prejuicio de los cristianos
viejos, que le malquerían por ser un converso influyente. El otro
converso, don Juan Arias, se arrepintió de su participación en el
hecho, pensando que la reina tenía una larga memoria y un largo
brazo. Iba a llegar el tiempo, aunque no lo sospechaba, en que él
necesitaría particularmente de su amistad.
63
CAPÍTULO X
66
públicas gracias a Dios y construiría una iglesia en honor de San
Juan Evangelista, a quien ella había orado durante los peligrosos
días de la guerra contra los portugueses. Cuando entraron, por la
tarde, a la ciudad, los esperaba una magnífica procesión de
prelados, canónigos y sacerdotes, nobles y ciudadanos que
marchaban, precedidos por un crucifijo, en dirección a la gran
catedral. Allí, en el vasto bosque de mármol y granito, los ricos
colores de los últimos rayos del sol se filtraban a través de los
vidrios policromos, mezclándose con las sombras, alrededor del
joven rey y la espléndida reina, que se arrodillaron en silencio ante
el altar mayor dando gracias a Dios.
Al día siguiente se celebró una segunda y aún más espléndida
procesión a la catedral. Esta vez el rey y la reina entraron por la
puerta de su antepasado San Fernando, que libertó a Andalucía del
yugo de los moros capturando a Córdoba en 1235. Isabel lucía la
corona de oro del santo rey, reluciente de piedras preciosas, y una
larga capa de armiño caía sobre su traje de blanco brocado
adornado de castillos y leones de oro, y alrededor del cuello
centelleaban el famoso collar de perlas y el de rubíes balajes, el
mayor de los cuales se suponía haber pertenecido al rey Salomón,
que lo envió a España, la antigua Tarsis de los judíos, a cambio de
su oro y su plata, su marfil, sus monos y sus pavos reales.
Después de oír misa cantada se encaminaron a la tumba de
su antepasado Juan I de Castilla, vencido por los portugueses en
Aljubarrota, aproximadamente cien años antes. En el lugar donde
descansaban sus restos, Isabel colgó el roto y sangriento
estandarte ganado a Alfonso V en Toro.
Antes de dejar Toledo, Isabel compró varias casas situadas
entre las dos puertas, las hizo demoler y después ordenó que se
desmontara el terreno para levantar allí el monasterio franciscano
de San Juan de los Reyes, en cuya construcción iba a emplear
varios años. Sus cuatro bóvedas, talladas con el delicado y variado
encaje de piedra, se conservan aún como un monumento a su
amor de toda la vida por Fernando. Nunca se cansó de enviar
cálices de oro, alhajas, trofeos, tapicerías y pinturas a la iglesia, y
en cada uno de esos objetos pueden encontrarse las armas de
67
Castilla y Aragón y las iniciales de Isabel y Fernando entrelazadas.
De Toledo, los soberanos siguieron a Madrid. Allí les es-
paraban varias noticias inquietantes. El nuevo rey de Granada,
Muley Abul Hasán, se había negado a enviarles el acostumbrado
tributo exigido por ellos, y se creía que estaba preparándose para
la guerra. Esto hubiera agradado mucho a Isabel y Fernando más
adelante, porque una de sus principales ambiciones era librar a
España de la dominación árabe. Pero no había llegado todavía la
hora en que podrían afrontar una lucha tan costosa. Entretanto, un
nuevo ejército portugués invadía el oeste de Castilla, y se decía
que Alfonso V había ido a París para obtener la ayuda de Francia y
que había sido recibido con grandes honores por Luis XI. En las
ciudades del Sur todavía reinaba la más salvaje anarquía.
Isabel propuso que, mientras Fernando aplastaba a los re-
beldes que aún quedaban en el oeste de Castilla y Cárdenas iba a
enfrentarse a los portugueses, ella se dirigiría al sur de
Extremadura para pacificar el país. A esto el rey y el consejo se
opusieron enérgicamente. Decían que no había ciudad o pueblo
que ella pudiera usar como base de operaciones, porque todas las
fortalezas estaban en manos de algún tiranuelo cuyos crímenes
eran tan notorios, que no se atrevería a someterse por miedo de
ser colgado. Proponían que ella permaneciera en algún lugar
seguro, como Toledo, hasta que el rey y Cárdenas volvieran.
La reina escuchó su consejo, y, como de costumbre, serena-
mente anunció su propia decisión: «Siempre he oído decir que la
sangre, como una buena ama de casa, acude a reparar la parte del
cuerpo que recibe algún daño. Los reyes que quieren reinar deben
trabajar, y no puede un buen rey sufrir con paciencia el oír
continuamente que los portugueses combaten como enemigos y
los castellanos como tiranos. Creo que mi señor debe ir a esos
lugares al otro lado de las montañas y yo a Extremadura... Es cierto
que hay algunos obstáculos para mi idea, como bien decís. Pero en
todos los negocios humanos hay cosas ciertas y dudosas, y ambas
están en las manos de Dios, que acostumbra llevar a buen fin las
causas que son justas y en las que se trabaja con diligencia.»
68
El rey y el consejo accedieron, sabiendo bien que cuando la
reina hablaba de tal manera, cualquier otro argumento era inútil.
Mientras Fernando se dirigía al Oeste, Isabel vestía nuevamente su
armadura y marchaba hacia el Sur, al país de sus enemigos los
nobles ladrones.
69
CAPÍTULO XI
75
tomaron parte la corte, los embajadores extranjeros, las
autoridades de Sevilla y los grandes prelados y nobles del Sur. A la
cabeza iba el cardenal Mendoza, seguido por los distinguidos
padrinos, el legado papal, el embajador de Venecia, el condestable
de Castilla y el conde de Benavente, con acompañamiento de
música de cuernos de muchísimas clases, desde el más agudo
hasta el bajo más profundo. Luego se realizó una gran fiesta,
durante la cual la madrina del niño, la duquesa de Medinasidonia,
dio su tabardo a Alegre, el enano favorito de Fernando.
Un mes después, Isabel fue a misa para presentar el príncipe
a Dios, como el niño Jesús había sido presentado por su madre en
Jerusalén. Montó sobre un caballito blanco con deslumbrante silla
de montar y gualdrapas de oro y plata. Su vestido de seda estaba
bordado con perlas. El rey cabalgaba delante de ella, en un
pequeño tordillo con jaeces de oro y terciopelo negro, y tocado de
un sombrero bordado con oro.
Tres semanas más tarde hubo un eclipse total de Sol. La
gente dio rienda suelta a toda clase de conjeturas sobre las causas
del fenómeno. Algunos temían que presagiara daño para el
pequeño príncipe Juan.
En esta época, el obispo de Cádiz entregó su informe sobre la
investigación que había hecho acerca de las actividades de los
conversos en Sevilla. Se confirmaban las sospechas de la reina en
el sentido de que la mayoría de ellos eran judíos encubiertos que
constantemente ganaban a los cristianos a las prácticas judías y
llegaban «hasta predicar la ley de Moisés» desde los púlpitos
católicos. El obispo veía que los tribunales ordinarios del Estado no
podían distinguir entre los hipócritas conversos, que estaban
minando la Iglesia y el Estado, y los judíos sinceros cristianos.
Siendo tan graves los efectos de estos crímenes contra la fe en sus
consecuencias para la moral pública y privada, eran tan ocultos,
que se hacía difícil probarlos. Un juez común no siempre estaba en
condiciones de dictar un fallo justo sobre el acusado desde el punto
de vista religioso. Era necesario un tribunal compuesto de hombres
instruidos en teología para juzgar sobre su ortodoxia, antes de que
el Estado pudiera proceder contra él. El obispo aconsejaba que se
76
estableciera en Castilla la Inquisición, que había servido en una
crisis parecida, tiempo atrás, en el sur de Francia.
Para comprender el rencor de los cristianos españoles contra
los judíos encubiertos, que se hacían pasar por cristianos, es
necesario recordar que España sostuvo una guerra contra los
moros durante cientos de años, y que a los judíos, que habían
incitado a los mahometanos a entrar en el país, se los había
considerado siempre como enemigos internos, aliados y auxiliares
constantes de los odiados moros. Y está fuera de cuestión que los
judíos y los mahometanos compartían un odio común a Cristo y a
su Iglesia. Dondequiera se inflamara nuevamente la guerra mora,
los judíos se transformaban al punto en especial objeto de
sospechas, lo mismo que los simpatizantes con los alemanes en
los Estados Unidos durante la guerra mundial eran objeto de
sospecha y a menudo perseguidos. Y, desgraciadamente para los
judíos, era demasiado evidente que Isabel y Fernando estaban en
vísperas de otro largo y peligroso conflicto con el gobierno moro de
Granada.
Muley Abul Hasán acababa de negarse a pagar tributo: «Los
reyes de Granada que pagaron tributo han muerto, y así están los
reyes que lo recibieron.»
Isabel y Fernando, careciendo de dinero y de hombres para
compelerlo a pagar, se vieron obligados a concertar con él una
tregua de tres años. Apenas se había secado la tinta del tratado,
cuando Muley irrumpió con cuatro mil hombres de caballería y
cinco mil infantes en la Murcia cristiana, destruyó las cosechas, se
apoderó de los ganados y, tomando la ciudad cristiana de Cieza
después de un sitio, pasó a cuchillo a todos sus habitantes,
hombres, mujeres y niños.
Isabel y Fernando tuvieron que sufrir pacientemente estas
atrocidades. Pero solemnemente renovaron la promesa que habían
contraído cuando se casaron, nueve años antes, de no descansar
mientras los moros mantuvieran algún poder en España, y estaban
resueltos, si era posible, a comenzar en 1481, cuando expirara el
término del tratado, la guerra a muerte por la reconquista de la
77
España cristiana.
Era evidente que cuando comenzara la guerra las dos bases
más importantes de las operaciones serían Sevilla y Córdoba. En
ambos lugares los conversos eran tan numerosos, ricos y
poderosos, que se sabía que su influencia sería desastrosa para la
cruzada. Isabel, por lo tanto, pensó que antes de emprende la
guerra era necesario hallar algún medio que asegurara la lealtad de
los judíos encubiertos. Se propuso esforzarse en ser aún más justa
y misericordiosa. Cuando el cardenal Mendoza le sugirió que
muchos de los conversos carecían de la oportunidad de ser
debidamente instruidos en la doctrina cristiana, le autorizó a
escribir un catecismo que él hizo leer y explicar en todas las
iglesias de Sevilla y lugares inmediatos, en la esperanza de atraer
nuevamente a la fe a los conversos que habían vuelto al judaísmo.
Esta tarea tuvo ocupado a su eminencia durante dos años.
Entretanto, la reina solicitó secretamente del papa Sixto
autorización para establecer en Sevilla un tribunal inquisitorial, con
inquisidores nombrados por la corona, que sería conveniente tener
para el caso de que ella resolviera establecer la Inquisición.
78
CAPÍTULO XII
79
sostener que como gobernante de un país cristiano estaba
obligada también a tener en cuenta lo que los judíos habían hecho
y estaban haciendo a su pueblo. No podría creer que la versión
judía de la historia de una civilización que ellos odiaban fuera
aceptada como expresión imparcial y definitiva. En cuanto cristiana,
repudiaba la persecución, pero en cuanto monarca, debía hacerlo
por sus súbditos, para protegerlo de todos sus enemigos internos o
externos. Y entre estos enemigos contaba a los judíos. La misma
ceguera espiritual que los había llevado a negar y crucificar al
Mesías, los había impulsado después, en su aberración, a hacer lo
posible por destruir la Iglesia que Él había fundado y llevar a la
ruina y a la esclavitud a toda sociedad que se basara en sus
enseñanzas. Fueran donde fueran, estos infelices, como
sentenciados a repetir los mismos errores hasta que reconocieran
a Jesús como el Cristo, probaban la verdad de las profecías: «No
vine a traeros la paz, sino la espada... Aquel que no está conmigo,
está contra mí.» Adondequiera que fueron, en todos los tiempos,
cumplieron el mismo ciclo de experiencia: tolerancia, prosperidad,
persecución. Siempre hicieron causa común con los enemigos de
la Iglesia católica y de la paz y el orden cristianos. Intentaron dar
muerte a los primeros cristianos, que eran judíos. Apedrearon a
San Esteban hasta matarlo, clamaron por la sangre de San Pablo y
pidieron la cabeza de Santiago. A causa de las violencias que
emplearon contra los primeros cristianos de Roma, el emperador
Claudio los expulsó de la ciudad (1). Asesinaron a noventa mil
cristianos cuando los persas tomaron Jerusalén, y fueron la causa
1
La primera persecución de cristianos bajo el Imperio romano fue seguramente instigada por los
judíos. Hasta hace pocos años, los historiadores aceptaban afirmaciones de Tácito, en el sentido de que
Nerón arrojaba a los discípulos de Cristo a los leones para desviar las sospeche que recaían sobre él,
después de haber incendiado a Roma. Pero la erudición moderna, sirviéndose de otras fuentes (Suetonio.
Clemente di Roma. Tertuliano). ha demostrado que la persecución nada tenía que ver con el Incendio. Se
sabe que Popea, la mujer de Nerón, protegía a los judíos, y que probablemente era judía. Varios
historiadores recientes, dignos de crédito, sostienen que los judíos de Roma, valiéndose de ella y de otros
de su misma religión en la norte imperial, dirigieron la atención de Nerón hacia los cristianos. y lo
persuadieron de que eran culpables de diversos crímenes. Véase: León Hardy Canfield. The Early
Persecution of the Christians. Nueva York. 1913; J. F. Bacchus. The Neronian Persecution, en Dublin
Review, 1908, págs. 287 y sigs.; Allard, Histoire des persécutions pendant les deux premières siècles, París.
1903, págs. 42 y sigs.; E. Tb. Klette, Die Christenkatastrophe unter Nero, Tubinga, 1907, pág. 18; y las otras
referencias dadas por Canfield en su interesante y erudito estudio. Los eruditos judíos admiten la
animosidad de los judíos contra los cristianos y la extraordinaria preferencia de Popea hacia los primeros:
por ejemplo: Véase Ismar Elbogen, History of the Jews, Berlín, traducción inglesa, Cincinnati, 1926.
80
de que otros treinta y cinco mil fueran arrastrados a la esclavitud. Y
en todos los países —hecho del que los escritores judíos todavía
se jactan— fomentaban entre los cristianos estas divisiones
llamadas herejías. Fue entre los judíos de la Meca y Medina donde
Mahoma desarrolló la nueva secta que iba a ser el azote de la
cristiandad durante mil años. Y fueron los judíos de España, como
lo hace constar la Jewish Encyclopedia, quienes instaron a los
mahometanos a introducirse en la Península y apoderarse de las
propiedades y vidas de los cristianos. «Bajo la dominación tolerante
de los mahometanos —escribe Lewis Browne, judío de nuestra
época— los judíos comenzaron a prosperar. Los que durante siglos
habían sido ultrajados mendigos, fueron luego mercaderes ricos y
poderosos, e iban por todas partes, de Inglaterra a la India, de
Bohemia a Egipto. La mercancía que con más frecuencia
explotaban en esos días eran los esclavos. En las grandes vías, en
los grandes ríos y en el mar se veía siempre a los mercaderes
judíos llevando convoyes de prisioneros engrillados.»
Pero, como es natural, para los judíos nunca debió existir una
Inquisición. La herejía albigense, cuyo propósito de destruir la
Iglesia católica, en el caso de haber tenido éxito, habría corrompido
y demolido toda la estructura social de Europa, había surgido en la
parte sur de Francia, que se llamó segunda Judea porque su
población judía era sumamente numerosa e influyente. «Si se
conociese bien la verdad —dice Lewis Browne—, probablemente
se sabría que los instruidos judíos de Provenza eran en gran parte
responsables de la existencia de esta secta de librepensadores.
Las doctrinas que los judíos habían estado esparciendo por el país
durante años, no podían menos de minar el poder de la Iglesia. Fue
para hacer frente a las cuestiones promovidas por los albigenses o
cátaros para lo que se estableció en un principio la Inquisición.»
Estos sectarios eran maniqueos pesimistas que enseñaban
que la vida era una cosa diabólica, siendo una creación del diablo y
no de Dios; que el matrimonio, por lo tanto, era una cosa
endemoniada, ya que propagaba la vida, y que una mujer
embarazada estaba poseída por el demonio. Enseñando y prac-
ticando el suicidio como dogma, frecuentemente se ahogaban o se
81
dejaban morir de hambre, llegando al extremo de matar criaturas.
Tales ideas y prácticas suponían una seria amenaza para la Iglesia
y el Estado. Y como los tribunales ordinarios del Estado no podían
poner término al peligro, el papa Gregorio IX, uno de los estadistas
más grandes de todos los tiempos, permitió el establecimiento de
los tribunales de la Inquisición, en los cuales los dominicos, bien
versados en teología, resolvían si las opiniones de los acusados
eran o no contrarias a las enseñanzas de Cristo y su Iglesia y si
pertenecían al peculiarmente siniestro y antisocial grupo de los
cátaros. En cuanto a los judíos, que habían fomentado la formación
de la secta, se mantenían alejados de ella, y así escapaban al
castigo de la Inquisición, pero no a la cruel venganza del populacho
enfurecido, que de tiempo en tiempo caía sobre ellos.
La Inquisición propiamente dicha nunca condenó a nadie a
muerte. Cuando los inquisidores iban a alguna ciudad, conminaban
a todos los herejes a confesar dentro de un plazo fijado,
comúnmente de treinta días. Todos aquellos que se presentaban y
abjuraban de sus creencias y prácticas antisociales, eran tratados
benignamente. Se necesitaban dos testigos para declararlos
culpables de herejía. El acusado no tenía testigos de descargo,
porque nadie se atrevía a declarar en favor de un sospechoso de
herejía, por temor a que sospecharan también de él. El acusado
estaba autorizado a denunciar a todos sus enemigos, y si entre los
nombres de sus acusadores estaba alguno de aquéllos, su
testimonio era rechazado. El detenido declarado culpable que
rehusaba abjurar, era entregado por los inquisidores al Estado, que
procedía entonces con él como si se tratara de un traidor. En la
práctica, de cada cien acusados eran condenados a muerte dos
personas. A otros se les daban penitencias. Algunos eran
encarcelados. Otros salían en libertad. La tortura era usada como
último recurso —el estrapado o el potro, ambos crueles tormentos
—, pero se hicieron esfuerzos para restringir su uso. Eymeric, uno
de los más famosos inquisidores, decía que la tortura era un
procedimiento inseguro e ineficaz para descubrir la verdad, y
recomendaba que fuera usada con extrema prudencia y sólo
después de cuidadosas consideraciones. Los tribunales de la
82
Inquisición eran generalmente más humanos que los tribunales
civiles, todos los cuales empleaban la tortura. Evidentemente, en
algunos casos, personas inocentes fueron obligadas a confesar por
medio de la tortura. Y hombres crueles y fanáticos, sin lugar a
dudas, cometieron algunas atrocidades. Pero, en general, los
jueces de la Inquisición eran elegidos con gran cuidado y probable-
mente resultaban ser más inteligentes y escrupulosos que los
jueces de los tribunales del Estado.
Isabel se preguntaba si la Inquisición tendría éxito en Castilla,
donde tantos judíos, haciéndose pasar por católicos, trataban, en
forma más o menos secreta, de minar y destruir la fe católica. Daba
vueltas en su cabeza al problema, mientras andaba a lo largo del
río, entre Sevilla y Córdoba.
83
CAPÍTULO XIII
Con las mismas medidas drásticas que habían dado tan buen
resultado en Sevilla, la reina puso fin a la anarquía dominante en
Córdoba, y luego dedicó su atención a otros asuntos. Se la informó
que Carrillo estaba incitando a Alfonso V para que llevara a cabo
una segunda invasión de Castilla. Isabel, en represalia, embargó
sus rentas y manifestó que pensaba pedir al papa que lo
destituyera. Carrillo, traicionado por sus amigos, se vio obligado a
pedir perdón a la reina, quien una vez más lo perdonó,
permitiéndole que se retirara a sus estados.
Alfonso V ya no era una seria amenaza para Castilla. Habla
ido a Francia con la esperanza de obtener la ayuda de Luis XI, pero
el Rey Araña había sido ya ganado a la causa de Fernando e
Isabel, cediendo a las proposiciones que le había formulado aquel
hábil hombre de Estado que era el cardenal Mendoza, y en 1479
terminó un tratado de paz en San Juan de Luz. Cuando Alfonso se
enteró de que Luis lo había traicionado, escribió a Portugal
abdicando el trono y declarando que iba a ingresar en un
monasterio. Cambió de parecer y llegó a su país a tiempo de ver a
su pueblo celebrando la coronación de su hijo. Pero don Juan,
respetuosamente, permitió a su padre que ascendiera nuevamente
al trono.
El orgullo de Alfonso habría prolongado la lucha con Castilla
indefinidamente de no haber sido persuadido por su cuñada, doña
Beatriz, de que debía entrar a negociar la paz. Alentada en su
proyecto por el papa Sixto, doña Beatriz escribió secretamente a
Isabel, pidiéndole una entrevista, en la que tal vez «con la ayuda de
Dios y de la gloriosa Virgen su madre, encontrarían un medio para
restablecer la paz y la concordia» para los dos reinos. Isabel,
84
aunque tenía un hijo de ocho meses de edad y esperaba un tercer
hijo en noviembre, y a pesar de que las tropas de Alfonso invadían
nuevamente su territorio matando a sus súbditos, fue a Alcántara
para entrevistarse con su tía. Después de varios días de
conversaciones, las dos inteligentes mujeres redactaron un tratado
en el que se establecía que Alfonso abandonaba sus pretensiones
sobre Castilla, renunciando para siempre a casarse con la
Beltraneja, quien debía consentir en casarse con el príncipe Juan
cuando éste tuviera edad suficiente, o entrar en un convento. El
príncipe Alfonso, el menor de los hijos del rey de Portugal, casaría
con la princesa Isabel, entonces de nueve años de edad. Doña
Beatriz necesitó nueve meses para persuadir a Alfonso a que
aceptara tan humillante documento, lo que pudo hacer con la
ayuda de don Juan, quien llanamente dijo a su padre que la guerra
contra Castilla había sido injusta y que todas sus desgracias eran
un castigo de Dios. La paz fue concluida, al fin, e Isabel no tuvo
más que temer del lado del Oeste.
Aún constituían un motivo de preocupación para ella sus
enemigos del Sur y la situación general de Europa. Era per-
fectamente evidente que los mahometanos estaban resueltos a
llevar a cabo su intento de conquistar toda Europa. En 1479,
Mohamed II, el Gran Turco, atacó desde el mar la isla de Rodas,
desolándola. Nadie sabía sobre qué punto llevaría a cabo su
próximo ataque. Y cuando la tregua con Granada expiró, en 1481,
los moros de ella probablemente habrían de unirse a la general
ofensiva contra la cristiandad. Isabel comprendió que no había
tiempo que perder. Después del nacimiento de su tercera hija, la
desventurada Juana la Loca, en noviembre de 1479, se dirigió a
Toledo, y allí, en unas Cortes que se reunieron en la primavera de
1480, concentró en sus propias manos los últimos hilos del poder e
hizo todopoderosa a la corona. Reorganizó el Consejo Real,
introduciendo letrados y otros representantes de la clase media
para restringir el poder de los grandes nobles. Dividió su gobierno
en cinco departamentos, que mantenían contacto con funcionarios
locales, unificando la administración en todas partes. Además, hizo
compilar un nuevo y más completo cuerpo de leyes, que significó
85
un gran adelanto con relación a los promulgados por sus
antepasados.
Luego se propuso llevar a cabo la tarea más impopular: la de
recobrar las últimas tierras y beneficios ilegalmente otorgados a los
nobles por el rey Enrique. Confió esta desagradable tarea a fray
Hernando de Talavera, quien procedió en forma tan imparcial, que
incluso gravó con pesados impuestos a los parientes del rey
Fernando, enriqueciendo así el tesoro real en cerca de treinta
millones de maravedíes. Cinco años atrás, una medida de esa
naturaleza habría sido la señal para una revolución, pero Fernando
e Isabel se habían convertido en monarcas absolutos.
En su vida privada, Isabel era humilde y devota. Siguiendo el
consejo del cardenal Mendoza, eligió confesor a Talavera. Era éste
el prior del convento de Santa Maria, un hombre santo e ilustrado,
cuyos abuelos habían sido judíos conversos. Cuando por primera
vez fue a confesarse con él, éste se sentó en una silla e indicó a la
reina que se arrodillara a su lado. Esto era algo nuevo para Isabel,
cuyos confesores, en prueba de respeto, se habían siempre
arrodillado al lado de ella, y dijo sorprendida: «Reverendo padre, es
costumbre que ambos nos arrodillemos.»
«Hija mía —replicó fray Hernando—, el confesonario es el
tribunal de Dios, en el que no hay reyes o reinas, sino hombres
pecadores; y yo, aunque indigno, soy su ministro. Es justo, por lo
tanto, que yo esté sentado y vos arrodillada.»
La reina se arrodilló y confesó sus pecados. Luego dijo: «Éste
es el confesor que yo buscaba.» Y durante muchos años fue
Talavera su director espiritual.
No obstante, en su actuación pública, insistía sobre el respeto
a que era acreedora la corona, tanto para ella como para el rey
Fernando. Una noche en que se había retirado temprano, mientras
el rey, en la habitación contigua jugaba una larga partida de ajedrez
con su tío el almirante don Fadrique, la reina oyó exclamar al
hidalgo: «¡Ajá!, he ganado a mi sobrino.»
Echándose rápidamente un manto sobre sí y desde detrás de
los tapices de la puerta, Isabel dijo fríamente: «Don Fadrique, mi
86
señor el rey no tiene ni parientes ni amigos, sino simplemente
siervos y vasallos.»
Y cuando el hijo del almirante, que llevaba su mismo nombre,
tuvo una disputa en el palacio de la reina con el joven Ramiro
Núñez de Guzmán, fue tan severa con él como si no hubiera
estado emparentado con la familia real, ordenándole que
permaneciera en casa de su padre y no saliera de ella sin su
permiso. Mientras tanto, daba a don Ramiro un salvoconducto.
Pocos días después, don Ramiro fue atacado por hombres
enmascarados y rudamente golpeado. Convencida la reina de la
culpabilidad del joven don Fadrique, montó a caballo, a pesar de la
copiosa lluvia, y anduvo veinte millas hasta Simancas, donde exigió
al almirante la entrega del reo. Cuando éste le explicó que su hijo
no se encontraba allí, la enfadada reina le sacó las llaves de su
propio castillo y volvió a Valladolid. Al día siguiente, la reina se
sintió tan mal, que no pudo levantarse de la cama, pero persistió en
la búsqueda de don Fadrique, y cuando fue encontrado, lo hizo
conducir por las calles y encerrarlo incomunicado, como a un
vulgar criminal. La única concesión que hizo al rey Fernando, quien
intercedió en favor de su pariente, fue la de desterrar a don
Fadrique a Sicilia.
Isabel y Fernando terminaron exactamente a punto la orga-
nización de su gobierno, pues, luego de expulsado de Rodas, en
1480, Mohamed II, gracias al valor de los caballeros de San Juan,
aquél consternó a toda Europa desembarcando en las costas de
Italia y asolando sus huestes las costas de Apulia, hasta tomar por
asalto, el 11 de agosto, a la ciudad de Otranto, en el reino de
Nápoles. De sus veintidós mil habitantes, se apoderaron de doce
mil, a los que, después de amarrarlos con sogas, los asesinaron,
así indefensos, en medio de terribles torturas. Mataron a todos los
sacerdotes de la ciudad. Cortaron en dos al viejo arzobispo de
Otranto, a quien encontraron rezando frente al altar. En una colina
de las afueras de la ciudad, hoy conocida con el nombre de Colina
del Martirio, hicieron una carnicería de muchos cautivos que
rehusaron convertirse a la religión mahometana, arrojando sus
cadáveres a los perros.
87
El papa Sixto hizo un llamamiento a los príncipes italianos en
estos solemnes términos:
«Si los creyentes, especialmente los italianos, quieren pre-
servar sus tierras, sus casas, sus mujeres, sus hijos, su libertad y
sus vidas; si desean conservar la fe en la que hemos sido
bautizados y por la que somos salvados, dejadlos por lo menos
creer en nuestra palabra, dejadlos tomar sus armas y luchar.» La
apatía de los príncipes italianos era increíble. El rey Fernando de
Nápoles estaba en guerra con Florencia, y su hijo Alfonso, duque
de Calalesia, se hallaba a ciento cincuenta leguas de distancia,
luchando en la guerra de Toscana. Alfonso se arrojó
frenéticamente a la defensa de sus dominios, y casi sin ayuda,
excepto la del papa Sixto, que había fundido sus vasos sagrados a
fin de obtener dinero para la cruzada, sitió a los turcos en Otranto y
reconquistó la ciudad.
Enterada Isabel de las atrocidades de Italia, inmediatamente
envió toda la flota de Castilla, compuesta de veintidós barcos, a las
aguas italianas para colaborar en la reconquista de Otranto y
proteger el reino de Sicilia, perteneciente al rey Fernando. Después
envió comisionados reales a las ciudades del Norte, con el objeto
de crear una flota suficientemente poderosa para expulsar a los
turcos de los mares.
El pánico comenzó a propagarse por los reinos españoles. La
gente se preguntaba qué sucedería si los turcos venían del Este y
los moros de Granada tomaban la ofensiva en el Sur contra
Andalucía. Evidentemente, Castilla estaba en vísperas de la
guerra. Iba a ser una guerra en la que se haría necesario recurrir a
todas sus energías. Y todavía había enemigos secretos dentro de
sus puertas, que se habían enriquecido a costa de su abundancia y
demostrado en el pasado su simpatía hacia los odiados y temidos
mahometanos. Isabel comprendía que había llegado el momento
de establecer aquella unidad que toda nación en estado de guerra
considera indispensable. El desembarco de los turcos en Italia
había sellado la suerte de los conversos de Castilla, que
constituían una nación dentro de otra nación. No habían
transcurrido aún seis semanas desde la caída de Otranto, cuando
88
la reina Isabel decidió valerse del permiso que le había otorgado el
papa Sixto, dos años antes, para establecer la Inquisición, y el 26
de septiembre de 1480, ella y Fernando dieron un decreto
haciéndola efectiva. La doble signatura. «Yo, el rey, yo, la reina»,
marcó el comienzo del último capítulo de la lenta resurrección de la
España cristiana, y de uno nuevo y triste en los desgraciados
anales de los hijos de Israel.
89
CAPÍTULO XIV
90
condenados a la esclavitud, y aun luego de liberados fueron
reprimidos con crueles disposiciones por el código visigodo. A
pesar de todo esto, prosperaron, y al comenzar el siglo VIII eran
tan ricos y poderosos en todas las principales ciudades, que
cuando en 709 los sarracenos llegaron, finalmente, incitados por
ellos, de África, los judíos españoles abrieron sus puertas a los
conquistadores y fueron recompensados con el cargo de
gobernadores en Granada, Sevilla y Córdoba. En el nuevo Estado
musulmán alcanzaron un alto grado de prosperidad y cultura. La
gradual reconquista de la Península por los cristianos, que desde
tiempo atrás habían vuelto al redil católico con la desaparición de la
vieja herejía arriana, no molestaba a los judíos. Cuando San
Fernando reconquistó Sevilla en 1224, les entregó cuatro
mezquitas moras para que las convirtieran en sinagogas,
autorizándolos a establecerse en los mejores lugares y
exigiéndoles sólo que se abstuvieran de insultar a la religión
cristiana y de propagar su culto entre los cristianos. Los judíos no
cumplieron ninguna de esas condiciones; más aún: varios de los
últimos reyes, especialmente aquellos de fe tibia o los necesitados
de dinero, se mostraron con ellos muy condescendientes, y Alfonso
VIII nombró a uno de ellos su tesorero.
Al final del siglo XIII, los judíos eran tan poderosos en los
reinos cristianos, que casi habían paralizado la Reconquista. Su
número era importante respecto a la población total anterior a
1348: cerca de cincuenta mil en la Corona de Aragón, de un millón
de habitantes, y unos doscientos mil en Castilla, de cinco a seis
millones de almas. Tan grande era su influencia, que las leyes
contra los blasfemos no podían hacerse efectivas contra ellos. Era
tan notorio que se encontraban por encima de la ley, que algunos
de los albigenses, llegados del sur de Francia a España, se hacían
circuncidar para predicar libremente como judíos la herejía por la
cual habían sido castigados como cristianos.
En una Europa donde se repudiaba la usura como un pecado,
porque como tal la Iglesia católica la había considerado siempre,
los judíos eran los únicos banqueros y prestamistas, y poco a poco
el capital y el comercio del país pasó a sus manos. Generalmente
91
cobraban el 20 por 100 en Aragón y el 33 % por 100 en Castilla, y
durante el hambre de 1326 exigieron el 40 por 100 de interés en un
préstamo de dinero concedido a la ciudad de Cuenca para comprar
trigo. Los ciudadanos que debían pagar impuestos, los agricultores
que carecían de dinero para comprar semilla para sus siembras, y
los ciudadanos presos por la avaricia de un noble, caían desespe-
rados en manos de prestamistas judíos, transformándose en sus
esclavos económicamente. Los judíos llegaron también a me-
diatizar el gobierno, prestando dinero a los reyes. El pueblo los
odiaba, porque a menudo compraban a los reyes el privilegio de
cobrar los impuestos y despojaban a los ciudadanos de todo lo que
podían. De cuando en cuando ocurría una matanza. Para evitar
esos males, la Iglesia trataba de impedir el empleo de judíos en las
oficinas públicas, pero a menudo era en vano, porque ciertos reyes
encontraban más conveniente pedir prestado a los judíos que
escuchar al pueblo o a la Iglesia. Durante el reinado de Pedro el
Cruel de Castilla, denunciado por el papa Urbano I como amigo de
judíos y moros y asesino de cristianos, los judíos tenían en sus
manos la intervención de cuentas del gobierno, que conservaron
hasta que Pedro fue muerto por Enrique de Trastámara,
tatarabuelo de la reina Isabel.
Cuando la peste negra diezmó en dos años la mitad de la
población de Europa, los judíos sufrieron más que el resto, porque
el populacho, enloquecido, los acusó de haber ocasionado la peste
envenenando los pozos, y comenzó en toda Europa a darles
muerte. El papa Clemente VI denunció como calumniosas las
acusaciones contra los judíos, destacando el hecho de que la plaga
había sido igualmente mortal donde no vivía ningún judío, y
severamente amenazó con la excomunión a los fanáticos. Pero las
turbas continuaron la matanza de judíos.
En Castilla, en 1391, varios miles de judíos fueron asesinados.
Como consecuencia, muchos se convirtieron al cristianismo,
llamándoseles conversos o marranos. Treinta y cinco mil fueron
convertidos por la maravillosa elocuencia de San Vicente Ferrer,
que viajó a través de España predicando. Después de uno de sus
sermones, cuatro mil fueron bautizados en Toledo en un solo día.
92
De ese modo se transformaron en una nueva clase de judíos
cristianas, alguno de los cuales fueron sinceros, pero gran número
de ellos, aunque oían misa el domingo, secretamente continuaban
yendo a las sinagogas y comiendo carne al uso judío.
Como cristianos profesos, los judíos encubiertos se hallaban
ahora libres de las restricciones impuestas a sus hermanos de la
Sinagoga y podían contraer matrimonio con las familias principales
de España. Además, se les abría un nuevo y muy importante
campo, porque como «cristianos» podían hacerse sacerdotes o
consagrar sus hijos a la Iglesia para probar su lealtad a su nueva
religión, con el resultado de que en la época de Isabel, dominaban
y explotaban la Iglesia católica de España en grado asombroso.
Muchos de los obispos eran descendientes de judíos. Había en
España muchos sacerdotes católicos que secretamente eran judíos
y que hacían mofa de la misa y de los sacramentos que pretendían
administrar. Uno de esos sacerdotes no daba jamás la absolución
cuando confesaba. Naturalmente, los católicos se indignaban frente
a estos sacrilegios, y algunos culpaban exclusivamente a los judíos
de la corrupción que sufría la Iglesia, ignorando otros factores,
como la muerte negra y el exilio de los papas en Aviñón.
Por cruel ironía, los conversos eran ahora los jefes de la
persecución de los pobres y desgraciados judíos que vivían so-
metidos a la ley de Moisés con peligro de sus vidas. Las más
crueles y duras leyes fueron obra de los legisladores dominados
por estos nuevos cristianos. Los conversos eran todavía más
odiados por los cristianos viejos que los propios judíos de la
Sinagoga. Ellos ofendían a sus vecinos, conservando varias
costumbres judías, como cocinar la carne en aceite en vez de
grasa. Muchos hacían mofa de los sacramentos, y cuando, obli-
gados por la opinión pública, iban a confesar, mentían gene-
ralmente al confesor. «Y comúnmente, por la mayor parte eran
gentes logreras, e de muchas artes y engaños —escribe Bernáldez
—, porque todos vivían de oficios holgados, y en comprar y vender
no tenían conciencia para con los cristianos. Nunca quisieron tomar
oficios de arar ni cavar, ni andar por los campos criando ganados,
ni lo enseñaron a sus fijos, salvo oficios de poblados, y de estar
93
asentados ganando de comer con poco trabajo. Muchos de ellos,
en estos reinos, en pocos tiempos allegaron muy grandes caudales
e haciendas, porque de logros e usuras no hacían conciencia,
diciendo que lo ganaban con sus enemigos, atándose al dicho que
Dios mandó en la salida del pueblo de Israel, robar a Egipto. La
reina Isabel, previendo una larga y peligrosa guerra con Granada,
sintió que había llegado el momento de destruir el poder de los ju-
díos encubiertos, que constituían un reino dentro de otro reino. El
catecismo del cardenal Mendoza no había logrado las con-
versiones esperadas; sólo había incitado a los conversos a nuevas
burlas y nuevas blasfemias. Por último, un frío día de septiembre,
la reina abrió uno de los hábilmente tallados cofres de madera
donde guardaba sus papeles de Estado, y sacó de él un
documento que reservaba allí en profundo secreto desde los
últimos días de 1478. Era un rollo de pergamino con un sello de
plomo que colgaba de unas cintas de colores, y llevaba la firma del
papa Sixto IV.
Tomaba nota de la intención del rey y la reina de completar la
liberación de España de los moros. Observaba que muchos judíos
que voluntariamente se habían hecho cristianos habían vuelto a los
«principios y ritos de la superstición y falsedad judía», y «no
contentos con su propia ceguera, infectaban a otros en los mismos
errores», de manera que, a causa de sus crímenes, España había
sido llevada a un estado cercano a la anarquía. El papa, por lo
tanto, autorizaba al rey y a la reina a designar dos o tres obispos u
otros hombres bien instruidos y de buena reputación en cada
ciudad o diócesis, para inquirir las opiniones de los judíos
cristianos, con el fin de llevar a la verdadera fe a aquellos que
habían reincidido en el judaísmo. Se deducía del texto de la carta
del papa que su intención era la de que la Inquisición sirviera a
España de protección temporaria durante la cruzada contra los
moros, sin que contuviera la idea de que ella pudiera convertirse en
instrumento de la supremacía real durante tres siglos. El papa Sixto
se quejó más tarde de que el embajador de España en Roma le
hubiera engañado para obtener de él la bula falseando la situación
de Castilla. Si hubiese sabido hasta dónde iban a llegar Isabel y
94
Fernando, probablemente jamás les hubiera autorizado a nombrar
los inquisidores y a gobernar sus actividades.
Pero Isabel y Fernando estaban tan resueltos a lograr el
completo dominio de sus reinos, que dieron un decreto nombrando
dos inquisidores, fray Juan de San Martín, bachiller en teología, y
fray Miguel de Morillo, doctor en teología, insinuándose que eran
responsables ante la real corona y no ante el papa. La Inquisición,
tal como la planearon, era religiosa sólo en su forma. Sus jueces
debían ser monjes dominicos, pero estos monjes debían servir al
Estado y no a la Iglesia.
Así, la reina Isabel, aunque toda su vida fue una devota ca-
tólica, se vio llevada por la fuerza de los acontecimientos hacia un
peligroso banco de arena, en el que muchos reyes habían hallado
su ruina. Acaso su proceder para con los judíos fue inevitable. Era,
después de todo, la hija de aquella inescrupulosa reina portuguesa
que persiguió a Luna, el amigo de judíos y conversos, hasta
precipitarlo en la desgracia. Era la niña que había rechazado con
disgusto las inmoralidades de la corte de Enrique, donde medraban
los conversos; que se había estremecido de terror ante la sola idea
de verse abrazada por aquel lascivo converso don Pedro Girón;
que no había podido disimular su repugnancia al oír acusar a otro
converso, Villena, de envenenar a su hermano Alfonso. Y, como
sus antepasados Guillermo el Conquistador y Enrique II, estaba
dotada de una voluntad de hierro, al punto que una vez fijado su
objetivo, no era fácil torcerla. Ella, que había ordenado la ejecución
de tantos ladrones y asesinos en la judaizada ciudad de Sevilla,
difícilmente vacilaría en matar a algunos de los que socavaban la
existencia del Estado en las mismas vísperas de una lucha a vida o
muerte por la independencia. No había olvidado que después de
las matanzas de 1473, los conversos de Córdoba intentaron
arrebatar Gibraltar al rey Enrique, con la intención, generalmente
aceptada, de usarlo como base para traer nuevas hordas de moros
de África y reconquistar toda España. Creía también que
persiguiendo a los conversos reemplazaba con un procedimiento
legal las crueles matanzas con que el populacho periódicamente
los castigaba, y protegía así a los cristianos sinceros de injustas
95
sospechas y persecuciones.
Faltaba ver si la reina tenía suficiente poder para imponer su
voluntad. Su corte estaba llena de poderosos conversos. Su mejor
amiga, Beatriz, se había casado con uno de ellos. Su confesor era
descendiente de judíos. Casi todos sus consejeros privados y
secretarios tenían antepasados judíos, por un lado o por otro, y en
la corte de Fernando, en Aragón, los judíos encubiertos dominaban
aún más. De hecho, su gobierno, como lo había heredado de su
padre, estaba en manos de los conversos, tales como el millonario
abogado Luis de Santángel, descendiente del rabino Azarías
Zinello. Habría de resultar extraño que estos astutos y poderosos
políticos no pusieran todo su empeño en disuadir a los reyes del
paso que pensaban dar, y poner secretamente en su camino todos
los obstáculos posibles.
96
CAPÍTULO XV
97
un ardiente discurso, que se resistiera a la Inquisición con la fuerza:
«Nosotros, ¿no somos los principales desta cibdad en tener, e
bienquistos del pueblo? Fagamos gente; e si nos viniesen a
prender, con la gente e con el pueblo meteremos a bollicio las
cosas; casi los mataremos e nos vengaremos de nuestros
enemigos.»
Todos aplaudieron, y se formaron comisiones para juntar
dinero, comprar armas y alistar soldados.
Susan era padre de una hija, una de las mujeres más her-
mosas de Sevilla, que tenía un amante cristiano. Le confió a éste el
secreto, y él lo comunicó a los inquisidores. Los jefes de la
conspiración fueron apresados. En la casa de uno de ellos, el
mayordomo de la catedral, se encontraron escondidas armas
suficientes para equipar a cien hombres. Susan y sus ricos
cómplices fueron condenados por un tribunal de letrados. A varios
de ellos, que confesaron, se les aplicaron penitencias de acuerdo
con la gravedad del delito. Seis hombres y mujeres cabecillas
fueron declarados impenitentes herejes y entregados por los
inquisidores a los funcionarios seculares de la corona. En Castilla
el primer auto de fe se efectuó el 6 de febrero de 1481. El tiempo
era húmedo y sólo un grupo rezagado seguía la procesión porque
la peste había reaparecido y la gente temía el contagio. De dos en
dos marchaban los funcionarios civiles y los frailes, seguidos por
los conspiradores, custodiados por soldados. Cruzaron el
Guadalquivir sobre el puente hasta la plaza de Sevilla, y, después
de oír misa en la catedral, los judaizantes recibieron sus
penitencias, reconciliándose con la Iglesia. La asamblea dejó la
catedral, y el auto de fe se dio por terminado.
Luego los seis impenitentes conspiradores fueron llevados por
los funcionarios seculares al campo de Tablada, fuera de las
murallas, y quemados allí amarrados a las estacas. Susan fue
ejecutado tres días después; se dice que se reconcilió con la
Iglesia exactamente antes de su muerte. Su propiedad fue
confiscada por la corona, junto con la de varios conspiradores. Al
parecer, Isabel y su astuto marido usaban de sus nuevos poderes
para quitar a los judíos encubiertos el dinero que habían ganado,
98
en parte al menos, por la explotación y la usura a expensas de los
cristianos, empleándolo en la preparación de la última cruzada
cristiana. Pero si el final de Susan y sus amigos parece bárbaro,
debe recordarse que en otros países donde no existía la
Inquisición, cualquiera conspiración para resistir la autoridad real
hubiera sido reprimida con una cruel ejecución.
Miles de conversos huían, presas del pánico, en todas di-
recciones; algunos a Portugal, otros a Italia, donde los judíos, en
tiempo de persecución, jamás habían dejado de encontrar la
protección del papa. Muchos de ellos fueron capturados al
abandonar Sevilla, pero setecientos que confesaron y se recon-
ciliaron con la Iglesia marcharon como penitentes en una gran
procesión.
La epidemia atacaba ahora con violencia, aunque quizá de
una manera menos virulenta que la muerte negra. En cierto modo,
la enfermedad se asemejaba a lo que nosotros conocemos por
peste bubónica. El primer síntoma era un furúnculo morado debajo
de las axilas o en la palma de la mano, seguido de dolor de
cabeza, vértigos, sorderas, dolores y convulsiones, inflamación de
las glándulas, formación de bubones y expectoraciones de sangre.
Generalmente la víctima moría al cabo de diez días. A las primeras
señales del terrible mal, todo el que podía hacerlo huía de la
ciudad. Los que tenían que quedarse levantaban grandes hogueras
en las plazas públicas y otros lugares abiertos, para purificar el
aire, porque suponían que así impedían la propagación de la
enfermedad. La gente celebraba procesiones en las ciudades,
haciendo pública penitencia de sus pecados. Los muertos eran
enterrados por monjes o miembros de sociedades de entierro
organizadas por piadosos católicos seglares, pues ningún otro se
hubiera atrevido a tocar los cadáveres, y hasta los más próximos
parientes huían con terror de los negros despojos de las víctimas.
En ese verano, sólo en Sevilla murieron quince mil personas a
consecuencia de la plaga. Hasta la Inquisición debió de parecer, en
tales circunstancias, poco más que un incidente. Desde las blancas
casas de un solo piso llegaban los gemidos de los desgraciados;
ninguna mujer reía en sus balcones, las alegres flores se
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marchitaban sin que nadie las cortara, las naranjas se perdían en
los árboles. Todos los días, silenciosas y tristes procesiones de
penitentes tocados de capuchas negras, con paso majestuoso
llevaban sobre literas los cadáveres, a través de las sinuosas
calles.
Los conversos suplicaron a Diego de Merlo, uno de los
miembros de la Inquisición, les permitiera abandonar la ciudad
hasta que la peste disminuyera. Caritativamente accedió éste a la
petición, y ocho mil conversos huyeron. Los inquisidores se
trasladaron entonces a Aracena, donde veintitrés herejes fueron,
poco después, entregados al brazo secular y quemados por la
corona. Cuando volvieron a Sevilla, concedieron un término de
gracia de dos meses, durante el cual todo hereje que
voluntariamente confesara sería perdonado, imponiéndosele una
benigna penitencia si denunciaba cuanto sabía de otros judaizantes
o apóstatas. Centenares de conversos se apresuraban a confesar.
Algunos, atemorizados, traicionaban a sus amigos y parientes, y
hasta a sus madres, padres, hermanos, hermanas, hijos e hijas. En
un solo auto de fe se reconciliaron con la Iglesia nada menos que
mil quinientos. Cada uno llevaba una vestidura amarilla con una
cruz escarlata.
Los propios inquisidores quedaron asombrados del gran nú-
mero de conversos comprometidos en la tarea de socavar la
religión cristiana, que exteriormente profesaban, y sugirieron a los
reyes la extensión de la Inquisición a otras ciudades dondequiera
que la influencia judía fuera poderosa. Cuatro inquisidores
comenzaron sus investigaciones en Córdoba, en 1482. El primer
auto de fe se celebró allí en 1483, y en febrero del siguiente año el
tesorero de la catedral fue quemado en la hoguera porque sus
sirvientes habían dado muerte a un oficial de la Inquisición en el
momento de ser arrestado. A finas de 1484 se habían establecido
cuatro tribunales de la Inquisición. Más tarde se estableció un
tribunal en Segovia, a pesar de las vigorosas protestas del obispo
Juan Arias de Ávila, el mismo que condenara a dieciséis judíos a
morir quemados algunos años antes y había esperado a la reina
Isabel a las puertas de la ciudad en aquel memorable día de 1476.
100
Uno de los primeros actos de los inquisidores fue condenar a los
padres del obispo, ya muertos, como judíos encubiertos y herejes.
El obispo expulsó de su diócesis a los inquisidores y envió una
acerba queja a la reina Isabel. Cuando ella se negó a intervenir, el
obispo, temiendo que los restos de sus antepasados pudieran ser
quemados públicamente, los desenterró, escondiéndolos. Después
huyó a Roma, poniéndose bajo la protección del papa Sixto, a
quien, según parece, manifestó que el principal propósito de la
reina al establecer la Inquisición había sido el de obtener dinero,
porque ella escribió a sus embajadores es Roma negando este
cargo e instruyéndoles sobre lo que debían decir a Su Santidad
para neutralizar las quejas del obispo.
Escritores enemigos de España y de la Iglesia católica han
hecho circular, durante los cuatro últimos siglos, exagerado relatos
acerca del salvajismo de la Inquisición española. La verdad es que
durante todo el reinado de Isabel, en España entera, fueron
quemadas aproximadamente dos mil personas, contando no sólo a
los judíos encubiertos, sino también a los bígamos, blasfemos,
ladrones de iglesias, falsos místicos y otros delincuentes, y mil
quinientos aceptaron penitencias y se reconciliaron con la Iglesia.
En Andalucía, desde 1481 hasta el final de 1488, fueron quemados
setecientos, incluyendo tres sacerdotes, tres o cuatro frailes y un
doctor en teología, que era judío encubierto e implacable enemigo
de la Iglesia a la que había prometido servir.
Se recolectaron considerables sumas en concepto de multas y
confiscaciones. Fernando e Isabel ordenaron que este dinero se
destinara exclusivamente a la próxima guerra contra los moros.
Indudablemente, la opinión pública aprobaba la Inquisición.
Los cronistas de la época la tenían como cosa natural, dándole
poca importancia y dedicándole pocas páginas. La reina misma
creía que era un instrumento necesario para la salvación de su
país, y, lejos de avergonzarse, se refería siempre a ella con orgullo.
Grande sería su asombro si hubiera vislumbrado que en épocas
futuras la gente llegaría a acusarla de haber provocado la
decadencia intelectual de España. Esta acusación la habría
ofendido, y no sin alguna razón. Porque la vida intelectual de
101
España nunca fue más esplendorosa que durante el siglo que
siguió a la instalación del Santo Oficio. Fue el período de sus tres
grandes poetas: Cervantes, Lope de Vega y Calderón: el siglo de
oro de su literatura. Fue el periodo en que se establecieron sus
mejores colegios y universidades, mientras los estudiantes
extranjeros iban a España y eran bien recibidos, y la medicina y
otras ciencias realizaron sus más notables adelantos; nunca fueron
más prósperos los comercios y las industrias de la Península,
nunca se mantuvo mejor el orden en el interior del país y el
prestigio en el extranjero. Durante el siglo XVI España constituyó la
cabeza de un nuevo imperio que ensombreció a toda Europa y a
las Américas. Sería ridículo atribuir todos estos resultados a la
Inquisición. Pero la Inquisición no evitó que se realizaran, e hizo
posible la unidad política que permitió a la nueva nación sacar par-
tido de las oportunidades de aquel mundo que se transformaba. La
reina Isabel trató, en cierto momento, de convencer al rey de
Inglaterra, Enrique VII, de que extendiera el Santo Oficio a su país,
y Enrique prometió que lo haría. No cumplió, sin embargo, su
promesa, y la Inquisición fue así una institución enteramente
española.
102
CAPÍTULO XVI
104
Oeste, rodeada de macizos baluartes y torres, y el único medio de
llegar a ella era un estrecho y empinado sendero, tan escarpado
que parecía una escalera cortada en el granito. Empero, protegidos
por la tormenta, los moros treparon por las húmedas murallas con
escalas de sitio, entraron en la ciudad, mataron a sus defensores y
arrastraron a Granada a las mujeres y niños como esclavos,
matando a los que caían agotados en el camino. Un contempo-
ráneo afirma que los moros dieron muerte a todas las mujeres y
niños.
Isabel y Fernando, que se hallaban a trescientas millas de
distancia al Norte, recibieron las atroces noticias, días más tarde,
mientras oían misa. La reina Isabel, cuyos reinos estaban más
cerca de Granada que los de Fernando, afrontó una de las más
grandes crisis de su vida. Mientras ordenaba a los gobernadores
de los castillos de las fronteras que reforzaran sus guarniciones y
extremaran la vigilancia, se entregó a una tarea que sabía difícil y
larga. Se propuso conquistar un rico y fértil reino de unos tres
millones de moros, en cuyo centro, a más de media milla sobre el
nivel del mar, se levantaba la amurallada ciudad de Granada en la
escarpada cuesta de la Sierra Nevada. Estaba casi completamente
protegida por altas montañas guarnecidas de poderosas ciudades
fortificadas, muchas de ellas consideradas inconquistables. Nadie
podía poner sitio a Granada sin antes destruir una línea de
amuralladas fortalezas. Era indudable que la guerra requeriría
meses y tal vez años de esfuerzos heroicos.
No obstante, Isabel estaba resuelta a terminar con la do-
minación árabe en el Sur, sin tener en cuenta el tiempo que ello
demandaría. Lo que todos los buenos reyes de Castilla soñaron
hacer, la empresa en que su padre había fracasado y que los reyes
débiles, como su medio hermano, habían descuidado, se proponía
ella llevarla a cabo con la ayuda de Dios y de Fernando. El rey, al
frente del ejército cristiano, dirigiría la cruzada, y ella, en su madura
y magnífica belleza de los treinta años, sería simultáneamente
agente de reclutamiento, comisaria, proveedora de municiones,
enfermera de campaña, proveedora de los hospitales y agente de
propaganda. Sus trabajos en la guerra de Portugal le servirían de
105
experiencia para llevar a cabo la tarea que tenía delante.
106
CAPÍTULO XVII
108
segura, a no ser que llegara ayuda antes de pocos días.
Cuando Isabel y Fernando tuvieron noticias de la desesperada
situación de don Rodrigo a trescientas millas de distancia, el rey
montó a caballo y galopó día y noche para ponerse al frente del
ejército cristiano que estaba reclutando en Andalucía. Pero fue la
esposa de don Rodrigo quien envió las primeras fuerzas en ayuda
de Alhama. En su desesperación, apeló al mortal enemigo de su
esposo, el duque de Medinasidonia, que se hallaba en el estado
vecino, y el duque, caballerosamente, dejó a un lado su viejo
rencor, reunió cinco mil caballeros y partió con increíble rapidez en
socorro de Alhama.
Muley emprendió un decisivo ataque, pero, viendo que el
duque de Medinasidonia se acercaba por el otro lado, se retiró
durante la noche; porque los moros no luchaban en campo abierto.
Al día siguiente, el duque entró en Alhama con un gran estrépito de
trompetas, mientras don Rodrigo, con lágrimas en los ojos,
avanzaba para abrazar al hombre a quien una vez había jurado
matar. Desde ese momento, el marqués y el duque fueron amigos
y hermanos de armas, y durante los diez años que duró la guerra
fueron dos de los más eficaces generales del ejército cristiano.
Otros grandes señores que habían luchado unos contra otros
durante el reinado del rey Enrique, sumaban ahora sus energías en
la causa común de Castilla y de la cristiandad, y la reina Isabel no
tenía por qué deplorar su tacto y cordura en el trato con tales
gallardos caballeros.
Isabel, a la cabeza de las tropas de Castilla la Vieja, llegó a
Córdoba, a fines de marzo. Se celebró un consejo de guerra para
resolver si Alhama, situada en un lugar tan peligroso, debía
conservarse o ser abandonada después de destruida. Aunque los
viejas guerreros de las fronteras dijeron que no debía conservarse,
la reina declaró que nunca había soñado entregar la primera plaza
que conquistara, y que si costaba trabajo, dinero y sangre
conservarla, era lo único que podía esperarse en época de guerra.
En lugar de abandonar Alhama, debían extender ahora sus
conquistas al corazón del país enemigo. Prevaleció el consejo de la
reina y se decidió que el rey lanzarla un ejército contra Loja, la
109
ciudad mora de importancia más cercana a Alhama.
Mientras tanto, como durante la guerra portuguesa, Isabel
pidió a todas las ciudades de sus reinos, tropas, dinero y víveres y
ordenó a la flota vuelta de Italia que fuera al estrecho de Gibraltar
para evitar que llegaran refuerzos a Granada desde las costas de
los bárbaros. No estaba en condiciones de andar de campamento
en campamento a caballo o en mula, pero continuó ocupándose de
una gran cantidad de asuntos oficiales en el palacio de Córdoba
hasta el mismo día del nacimiento de su cuarta hija, María.
El rey Fernando estaba destinado, en el curso de la guerra
mora, a transformarse en el más grande y más capaz rey de su
tiempo, tanto en el campo de batalla como en los consejos de
Estado. Pero durante este período se inclinaba a ser tan impetuoso
como en la guerra portuguesa. Contra el consejo de don Rodrigo y
de otros, avanzó demasiado lejos en un campo cortado, donde se
vio obligado a desparramar sus tropas en diferentes elevaciones
separadas por hondonadas, sin espacio para que pudiera actuar la
caballería o la artillería. Para colmo, los moros mantenían en su
poder una altura desde la cual podían dominar el campo cristiano.
El marqués de Cádiz se apoderó de esta elevación, emplazando
allí veinte cañones. Los moros se apoderaron de ella, pero don
Rodrigo la reconquistó, luchando cuesta arriba, con terrible pérdida
de vidas.
El rey Fernando reconoció entonces que el marqués había
tenido razón, y consintió en retirarse de Loja. Cuando los cristianos
comenzaban a retirarse, los moros salieron apresuradamente de la
ciudad para atacarlos, y sólo los más heroicos esfuerzos de
Fernando, de don Rodrigo y de otros caballeros, luchando cuerpo a
cuerpo en lo más arduo del encuentro, evitaron un completo
desastre. Fue una derrota para el cabizbajo Fernando, que condujo
el resto de su ejército de regreso a Córdoba. A pesar de la gloria
alcanzada por don Rodrigo en Alhama, el primer año de guerra fue
desastroso.
Isabel y Fernando veían ya claramente que no les sería fácil
apoderarse de Granada y que no sería suficiente contar con
110
guerreros cristianos dueños de fornidos brazos y valientes
corazones. Necesitarían artillería pesada, que debía traerse de
Francia, Alemania e Italia. Las municiones y otros pertrechos de
guerra exigían dinero. Pero para la Inquisición y sus fines, la no
prosecución de la guerra habría significado un fracaso. Aquel
invierno, mientras esperaba la llegada de los grandes cañones, la
reina Isabel comenzó a estudiar latín para poder entenderse sin
intérpretes con los diplomáticos extranjeros. Fiel a su idiosincrasia,
llegó en un año a hablarlo y escribirlo correctamente, aunque sin
elegancia. Después de Navidad fue a Madrid, para cazar lobos y
jabalíes en los bosques de los alrededores. En la primavera volvió
a Córdoba, restablecida su salud, para ayudar al rey en el segundo
año de la campaña. Pero, antes de que Fernando pudiera reunir
todo su ejército, otro desastre imprevisto puso fin a las esperanzas
cristianas de ese año.
Al comenzar la primavera, el marqués de Cádiz y otros de los
grandes señores del Sur decidieron hacer una incursión en la
Ajarquía de Málaga, un sinuoso valle rico en ganados y viñedos.
Creían poder adueñarse de un enorme botín en el valle y después
tomar por asalto la rica ciudad de Málaga. Emprendieron la
campaña contando con el entusiasmo de la flor de la caballería
andaluza. Pero los moros, que habían tenido noticias de sus
propósitos, les prepararon una emboscada aprovechando la
oscuridad de la noche, y dieron muerte a casi todos, al punto de
que sólo don Rodrigo y un puñado de hombres lograron abrirse
camino, volviendo a Córdoba para informar de la tragedia a la
afligida y agobiada reina. «Toda Andalucía —escribe Bernáldez—
estaba en gran tristeza, y no había ojo que no llorara, así como en
gran parte de Castilla.» La reina Isabel se fue a su capilla y allí
permaneció en silencio orando largo rato.
111
112
CAPÍTULO XVIII
114
Isabel y Fernando se encontraron en Vitoria cuando recibieron
la noticia de este triunfo. Ordenaron que se cantara el Te Deum en
las iglesias y se celebraran procesiones y fiestas en acción de
gracias, y a su regreso a Córdoba, ofrecieron una recepción
magnífica en honor del conde de Cabra, quien había capturado a
Boabdil y se había distinguido también e otras ocasiones. Cuando
el conde llegó a las puertas de la ciudad, le esperaba el cardenal
Mendoza con purpuradas vestiduras y el hermano del rey, el duque
de Villahermosa, que lo condujeron al palacio, donde el rey y la
reina lo esperaban sentados en un elevado sitial recubierto con
telas de oro. El rey se levantó, adelantándose cinco pasos para
salir al encuentro del conde, quien se arrodilló y besó su mano. La
reina Isabel dio dos pasos hacia adelante y dio su mano al conde
para que la besase.
Se trajeron almohadones, y el conde fue invitado a sentarse
—raro privilegio en presencia de los reyes de Castilla—, mientras
sus altezas ocupaban nuevamente sus lugares en el trono. Música
de instrumentos nunca oídos sonaban en la sala, y veinte doncellas
de la reina, con magníficos vestidos de variados colores,
comenzaron una majestuosa contradanza con veinte caballeros.
Después del baile, el rey y la reina se retiraron a comer, mientras el
conde, despedido amablemente, se marchaba al palacio del
cardenal de España, donde se servía en su honor un gran
banquete. Una semana después, el rey y la reina lo invitaban a
cenar, y en esa ocasión la reina Isabel bailó con el rey Fernando, y
el conde lo hizo con la infanta Isabel.
Isabel, aunque sencilla en sus gustos y en su vida privada,
sabía bien que muchos de los castellanos, tal vez como conse-
cuencia del largo contacto con los moros, amaban el esplendor de
la corte y las ceremonias majestuosas. Resuelta a hacer respetar el
trono por todas las clases, ella llevaba los más magníficos vestidos
en las funciones públicas y no ahorraba esfuerzos por deslumbrar
al pueblo. Su política consistía en conceder los grandes honores
con parsimonia, pero cuando lo hacía, sus gratificaciones eran
verdaderamente espléndidas, como de mujer a quien no agradaban
los términos medios. Jamás se cansaba de prodigar honores y
115
riquezas a hombres que, como el conde de Cabra, habían
realizado hazañas que los distinguían.
El tercer año de la guerra terminaba en forma mucho más
brillante que los dos primeros. A fines de octubre, el marqués de
Cádiz reconquistó Zahara mediante un golpe de sorpresa en pleno
día, sin perder un solo hombre. La reina Isabel, que había
comenzado a recibir gran cantidad de artillería pesada desde el
extranjero, veía llena de esperanzas las perspectivas futuras de
hacer la guerra en forma más efectiva, una moderna guerra de
sitio, para 1485.
Por entonces murió el rey Luis XI de Francia, dejando el trono
a su débil hijo Carlos VIII, un afable joven algo megalómano,
completamente dominado por su tía, la regente Ana de Beaujeu. El
rey Fernando entrevió allí una oportunidad para recobrar las
provincias de su padre, el Rosellón y Cerdaña, que durante tiempo
había retenido Luis ilegalmente. Con este fin propuso suspender
por un año la guerra contra los moros, empleando las tropas y
artillería en extender su reino hacia el Norte.
Cuando la reina Isabel se opuso, él le contestó que su guerra
contra Francia era eminentemente justa.
«Señor —dijo Isabel—, es muy cierto que vuestra guerra es
justa, pero mi guerra no sólo es justa, sino que es una guerra
santa.» Ella recordó a su señor el rey, como le llamaba, que en su
contrato de casamiento él había prometido proseguir la cruzada
contra los moros y que ella rehusaba resueltamente modificar su
propósito.
Fernando sintió que la razón estaba de su lado. Si alguna vez
iba a luchar por sus provincias perdidas, debía hacerlo ahora,
mientras Carlos VIII era un niño. Cuando Carlos fuera mayor, sería
demasiado tarde. Resolvió entonces luchar contra Francia sin la
ayuda de Isabel.
La reina, en consecuencia, con el cardenal Mendoza y otros
nobles castellanos, dejó Tarragona y se dirigió a Córdoba, a
cuatrocientas millas de distancia, y luego de pasar la pascua en
Toledo, recorrió rápidamente Andalucía, reclutando gente. En abril
116
tenía reunido en Antequera un ejército de seis mil hombres de
caballería y doce mil infantes, bien equipados, con artillería y
municiones, bajo la dirección de maestros cañoneros e ingenieros
de Alemania y Francia. Tenía médicos para cuidar de los enfermos
y heridos, y, tres siglos antes de la Cruz Roja, estableció el primer
hospital militar de la historia, que consistía en seis grandes tiendas
equipadas con camas y medicamentos y otros objetos
hospitalarios, conocido por el admirado ejército con el nombre de
hospital de la reina. Montada sobre un caballo de guerra,
observaba el desfile de su ejército hacia las llanuras, al mando de
don Alfonso de Aguilar, el marqués de Cádiz, el gran maestre de
Santiago, Cárdenas, y Gonzalo de Córdoba, quien en esta ocasión
tenía uno de los principales mandos: además del duque de
Medinasidonia y el conde de Cabra. Las fuerzas marcharon hacia
la costa, cerca de Málaga, derrotaron a los moros que salieron a su
encuentro, quemaron aldeas, destruyeron cosechas y volvieron
después de haber asolado a Antequera. No sitiaron a Málaga.
Quizá la reina Isabel quería que nadie, salvo su señor el rey,
tuviese esta gloria.
Fernando se había quedado en Aragón reclamando en vano
de los testarudos catalanes el dinero necesario para costear la
guerra contra Francia. Su negativa no le dejó otra alternativa que
volver a Castilla y colocarse a la cabeza del ejército de Isabel, que,
por supuesto, era exactamente lo que ella deseaba.
Marchando sobre Mora, se abrió paso hasta allí en nueve
días, saqueando la comarca hasta las puertas de Granada, y volvió
a Córdoba. En una segunda campaña, llegó ese mismo verano
hasta la poderosa fortaleza de Setenil, causando grandes
destrozos. La nueva artillería de la reina justificaba ampliamente su
decisión de obtenerla, al tiempo que su marido estaba justificando
la fe que ella había depositado en él como general. Cuando volvió
victorioso a Córdoba, tuvieron una afectuosa reconciliación y juntos
fueron a Sevilla a pasar el invierno.
Ningún historiador nos ha dicho si Fernando admitió que se
había equivocado o si Isabel alguna vez le dijo: «Yo os lo había ya
dicho.» Sin embargo, en una carta sin fecha, escrita de puño y letra
117
del monarca, y que debió de escribirla durante la tormentosa
primavera, cuando Isabel marchó a Toledo a continuar la cruzada,
le decía: «Mi señora: Ahora se ve claramente quién de nosotros
ama más. Juzgando por lo que habéis ordenado se me escriba,
veo que podéis ser feliz, mientras yo no puedo conciliar el sueño,
porque vienen mensajeros y mensajeros y no me traen letra de
vos. La razón por la que no me escribís no es que no tengáis a
mano papel, ni que no sepáis hacerlo, sino que no me amáis y sois
orgullosa. Vivís en Toledo y yo en pequeñas aldeas. ¡Bien! Un día
volveréis a vuestro antiguo afecto. Si no, yo moriría y vos seríais la
culpable. Escribidme y hacedme saber cómo estáis. No tengo nada
que deciros sobre los asuntos que me retienen aquí, excepto lo que
Silva os comunicará y lo que Fernando del Pulgar os ha dicho. Te
ruego des fe a Silva. Escribidme. No olvidéis darme noticias de la
princesa. Por el amor de Dios, recuérdala, lo mismo que a su
padre, quien besa vuestras manos y es vuestro siervo. El rey.»
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CAPÍTULO XIX
119
que los judíos encubiertos huidos a Roma le habían engañado, con
su acostumbrada duplicidad, en lo tocante a su propia conducta y a
la situación dominante en Castilla. El papa había estado recibiendo
apelaciones de los fallos de la Inquisición y otorgando perdones y
remisiones muy liberalmente. La reina, entonces, sugirió la
conveniencia de que el tribunal de apelaciones tuviera su asiento
en España y no en Roma, para que los jueces estuvieran en
contacto con la peculiar situación local.
El papa Sixto respondió en términos afectuosos, manifestando
cuánto le complacía tener la seguridad de que la reina cumplía sus
deseos de ser justa y misericordiosa con los conversos y que en
modo alguno había sido engañado por sus enemigos en Roma.
Prometía discutir con los cardenales su petición acerca de la
instalación de un tribunal en España, y seguir, además, sus
consejos. Entretanto, aunque no culpaba al rey ni a la reina,
personalmente, de las irregularidades de la Inquisición, estaba lejos
de creer que todas las quejas de los nuevos cristianos fueran
infundadas. Agregaba que sus funcionarios, «habiendo dejado a un
lado todo temor de Dios, no vacilaban en emplear la guadaña en
una cosecha indigna, menospreciando nuestras instrucciones y los
mandatos apostólicos... sin detenerse ni retroceder por temor a
nuestras censuras», y que esto importaba una gran ofensa para él.
«Por eso os recomendamos vivamente y requerimos que evitéis
cuidadosamente censuras de esta clase, que deben temer los
fieles, ni que sufráis que se inflijan ofensas a Nos y a la Santa
Sede... Para esto, el Señor, en cuyas manos está el poder de los
reyes, dirigirá vuestros deseos y os ayudará en favor de la Sede
Apostólica. Él hará que vuestra posteridad y vuestros asuntos
prosperen, y que todo suceda con bien a vuestra alteza, siguiendo
el camino recto, de acuerdo con vuestro deseo.»
Después de consultar a los cardenales, el papa permitió el
establecimiento de un tribunal de apelación en España, depen-
diente del arzobispo de Sevilla, y al mismo tiempo removió del
cargo al inquisidor Gálvez.
El nuevo tribunal no tuvo éxito. Los fugitivos de Sevilla con-
tinuaron dirigiéndose a Roma para mendigar misericordia al papa.
120
Sixto pasaba por momentos difíciles, porque los venecianos
estaban tratando de introducir nuevamente a los turcos en Italia.
A pesar de todo, parece que continuó observando con vivo in-
terés el curso de los asuntos en España, y finalmente, el 2 de
agosto de 1489, dio una extensa bula, dirigida, no a los soberanos
españoles, sino a la posteridad, condenando el nuevo tribunal de
Sevilla y censurando en ciertos aspectos a la Inquisición española.
Declaraba que algunos funcionarios de la corona negaban a las
personas acusadas el acceso al tribunal de apelación, y que las
cartas de perdón otorgadas por el papa eran menospreciadas en
España. Ordenaba que en el futuro debía garantizarse la completa
libertad de apelación a todas las personas acusadas, y que todos
los penitentes, fueran herejes o judaizantes, debían ser
perdonados, permitiéndoseles que cumplieran las penas
secretamente y en forma circunspecta. Los conversos cuyas
apelaciones estaban pendientes de resolución en la curia romana,
habían de ser tratados y considerados como verdaderos católicos.
«Es solamente la misericordia lo que nos hace semejantes a
Dios», escribía el papa Sixto. «Por eso pedimos y exhortamos a los
dichos reyes, en el corazón de Nuestro Señor Jesucristo, para que,
imitándole a Él, que siempre está dispuesto a la misericordia y al
perdón, perdonen a los ciudadanos de Sevilla y a los naturales de
aquella diócesis que reconozcan su error e imploren misericordia;
así que si ellos —los penitentes— quieren vivir, según lo prometen,
de acuerdo con la verdadera fe ortodoxa, deben obtener de sus
altezas indulgencias como ellas la reciben de Dios... y quedar
libres, con sus bienes y familias, viviendo sanos y salvos tan
libremente como antes de que fueran acusados de los crímenes de
herejía y apostasía.»
En conclusión, Sixto amenazaba con la ira de Dios y las penas
de la Iglesia a los que se opusieran a sus deseos. Aunque el papa
suspendió la aplicación de esta bula durante diez días para
considerar ciertas objeciones que se le habían hecho, sabemos
que fue recibida y publicada por el obispo de Évora en Portugal,
cinco meses después, y que el mismo Sixto y los dos papas que le
sucedieron aplicaron su letra y espíritu en sus relaciones con la
121
Inquisición española.
La controversia entre la Santa Sede y la corona española
había llegado a una situación crítica. Sixto creía que, con la
información que obraba en su poder, había seguido, como jefe de
la Iglesia, el único camino posible. Pero Isabel y Fernando
pensaban aún que Su Santidad no comprendía bien la gravedad
del problema judío en España. Se sugirió la conveniencia de llegar
a un arreglo, y la reina Isabel propuso, parece que insinuado por el
cardenal Mendoza, que el papa nombrara inquisidor general a uno
de los ocho inquisidores por él designados, hombre cuyas dotes
habían quedado bien patentes durante año y medio de actuación, y
que se había revelado como poseedor de todas las condiciones de
un juez bueno y recto. Sixto consintió, y en agosto de 1483 nombró
a fray Tomás de Torquemada inquisidor general de Castilla y León,
y pocos días después, de Aragón, Cataluña y Valencia.
Torquemada jamás había deseado ser inquisidor. Era un
hombre de sesenta y tres años, que durante veinte había dirigido
silenciosamente un devoto monasterio, dando a sus frailes el
ejemplo de una vida bondadosa, desinteresada y consagrada al
estudio. Insistía en la disciplina, pero era aún más estricto con él
mismo que con los otros; nunca comía carne, dormía sobre una
tabla desnuda, y no usaba prendas de lino sobre sus carnes. Era
valiente e incorruptible, de manera que los judíos encubiertos no
podían tener esperanzas de amedrentarlo o sobornarlo para que
dejara de cumplir con su deber. Anteriormente se le había ofrecido
un obispado, que rechazó, porque no ambicionaba honores ni
gloria. Cualquier dinero que recibía en calidad de donación, lo
gastaba en los pobres y en organizaciones religiosas y de caridad,
y fue él quien construyó el monasterio de Santo Tomás de Aquino
en Ávila y quien amplió el de Santa Cruz de Segovia. Parece que
Torquemada aceptó el cargo de inquisidor como un penoso deber,
porque estaba convencido de que sólo la Inquisición podía evitar
que los judíos encubiertos destruyeran la religión cristiana y su
civilización en España. No había olvidado que el Cristo que bendijo
los lirios del campo y a los pequeñuelos, perdonado a la mujer
adúltera y predicado el sermón de la montaña, era el mismo Cristo
122
que anunció con ardientes palabras la destrucción de Jerusalén y
el castigo de los judíos por negarle, y quien, al expulsar a los
mercaderes del templo, recordó a los judíos que «la piedra
desechada por los que edificaron, iba a ser la clave de la bóveda»,
agregando: «Por eso os digo que el reino de Dios os será quitado y
será dado a una nación que produzca en adelante frutos más abun-
dantes. Y quien tropezare con esta piedra, se romperá, y contra
quien ella caiga, será reducido a polvo.»
Para un hombre que había vivido tanto tiempo en Segovia,
donde los judíos y conversos se mofaban abiertamente y blas-
femaban del Cristo crucificado, tratando por todos los medios
posibles de destruir su obra, era natural que se formara una idea
bien clara del problema de la cristiandad frente a esa raza cuyos
antepasados gritaron el día de la Crucifixión: «Caiga su sangre
sobre nosotros y nuestros hijos.» Quizá Torquemada, la reina
Isabel y el rey Fernando cometían el mismo error que cometió San
Pedro cuando cortó con su espada la oreja del siervo del sumo
sacerdote, en el huerto de Getsemaní, para ser después censurado
por su Maestro. Es muy posible que al fin España pagara con la
pérdida de su imperio la Inquisición y la seguridad que ésta le dio,
pero, sea como fuere, debemos recordar que Torquemada y sus
reales señores eran tan sinceros como San Pedro, y como éste, lo
que hicieron, bien o mal, lo hicieron por amor.
Todos los cronistas de la época que mencionan a Torque-
mada, rinden tributo a su extraordinario carácter, a su eficiencia
administrativa y a la confianza que inspiraba a los reyes. Dos
papas, Sixto IV y Alejandro VI, ponderaron su celo y sabiduría. Se
inició en sus funciones con enérgica serenidad, afrontando la
reforma y reorganización de la Inquisición. Relevó inquisidores
injustos o incapaces, designando a otros de su confianza. Hizo
que, en general, los tribunales procedieran en forma más
indulgente, y parece que se esforzó, por todos los medios a su
alcance, para evitar los horrores y abusos de los primitivos
inquisidores franceses. Se preocupó por que las prisiones fueran
limpias y bien ventiladas, las que, por lo demás, eran mucho
mejores que las mantenidas por las autoridades civiles de toda
123
Europa. Ordenó que se hicieran todos los esfuerzos necesarios a
fin de poner a salvo los derechos del acusado, a quien se le
autorizaba a nombrar un defensor y cuyos enemigos eran
eliminados de la lista de testigos. Se hacía uso de la tortura sólo
cuando todos los otros medios fracasaban, para obtener la
confesión del acusado contra quien existían pruebas fidedignas. Si
recordamos que el delito de herejía era considerado como el de la
alta traición, y que la alta traición era castigada en toda Europa, no
sólo con la muerte más cruel, sino con la confiscación de los bienes
del condenado, la actuación de Isabel y Fernando y su Inquisición
parece, por contraste, moderada. Si se comparan los juicios de
Torquemada con algunos de los juicios seguidos por alta traición
en Inglaterra durante el reinado de Enrique VII, Enrique VIII y la
reina Isabel, la ventaja está toda del lado de la Inquisición. Y si
debemos juzgar una institución, como dice De Maistre, no sólo por
los daños que ocasionó, sino también por los que evitó, debemos
admitir que, en ciertos aspectos, la Inquisición fue una bendición
para España, porque durante su larga existencia salvó más vidas
que las que destruyó. No solamente se salvó España de las
terribles guerras de religión, que costaron cientos de miles de vidas
en las regiones donde imperó el protestantismo, sino que se vio
casi por completo libre de los horrores de la quema de brujos, que
causó cien mil víctimas en Alemania y treinta mil en Inglaterra.
Cuando la fiebre por cazar brujos estalló en la Europa protestante,
España no se vio libre del terrible impulso de persecución, pero los
inquisidores hicieron valer su jurisdicción sobre los casos de
brujería, y después de una prolija investigación declararon que todo
ello no pasaba de ser una simple fantasía. Algún incurso en la
magia negra fue de cuando en cuando azotado u obligado a hacer
penitencia, pero pocas fueron las vidas que se perdieron por esa
causa, si es que se perdió alguna.
Durante los últimos veintitrés años del reinado de Isabel, cien
mil personas fueron sometidas a juicio, de las cuales
aproximadamente el dos por ciento, o sea dos mil personas, fueron
condenadas a muerte, y esto, no sólo incluyendo a los herejes, sino
a los bígamos, blasfemos, ladrones de iglesias, sacerdotes que se
124
casaban engañando a las mujeres sobre su verdadero estado,
usureros, empleados de la Inquisición que violaban a las mujeres
prisioneras, y otros delincuentes.
Después que Torquemada reformó la Inquisición en Castilla,
procedió a hacerlo en Aragón, y en este último reino designó
inquisidores al dominico fray Gaspar Juglar y al maestre Pedro
Arbúes, de Épila, miembro de la orden de canónigos regulares
agregados a la iglesia metropolitana de Zaragoza. En el primer
auto de fe, cuatro mil personas se reconciliaron recibiendo
penitencias. No hubo ejecuciones. Los penitentes fueron multados,
no obstante; y los conversos, advirtiendo que el rey y la reina se
proponían hacer una importante recaudación a sus expensas para
la prosecución de la guerra mora, comenzaron a organizarse, como
en Castilla, para evitar las temidas confiscaciones. La mayor parte
de los miembros de las Cortes, de los jueces y de los abogados
eran judíos encubiertos, como lo era asimismo el gobernador de
Aragón.
Cuando sus protestas no consiguieron conmover a Fernando
e Isabel, intentaron sobornarlos. Y cuando los soberanos rehusaron
aceptar el dinero, los judíos millonarios que aparentemente
profesaban el cristianismo resolvieron usar de la fuerza. Gran
número de ellos se reunieron en la casa de Luis de Santángel para
recolectar dinero y alquilar una banda de asesinos a fin de dar
muerte a los inquisidores. Se dice que Juglar fue envenenado con
unas rosquillas que le dieron algunos de los judíos encubiertos.
Se realizaron varios intentos para asesinar al otro inquisidor,
Pedro Arbués. Todas las referencias coinciden en que era un
hombre virtuoso e instruido, amigo de la soledad, que había
aceptado el oficio de inquisidor, por mandato real, con el mayor
disgusto. Era elocuente predicador, y se dice que tenía también el
don de la profecía. Sus actividades como inquisidor consistieron,
según se cree, meramente en la obtención de pruebas.
En la noche del 14 de septiembre de 1485, los asesinos se
escondieron en la iglesia en que Pedro Arbués acostumbraba orar.
A medianoche entró éste en la iglesia, y, arrodillándose ante el
125
Santo Sacramento, pronto quedó arrobado en su oración. Los
asesinos se deslizaron lentamente hacia él. Durango, un judío
francés, lo hirió en la nuca, mientras otro rufián le atravesó con una
espada dos veces el cuerpo. Pedro Andrés Arbués lanzó un grito:
«¡Loado sea Jesucristo, que yo muero por su santa fe!», y cayó,
mientras los asesinos huían.
Antes de amanecer, las calles estaban llenas de hombres
enfurecidos que clamaban por la sangre de los conversos, y sin
duda habría ocurrido una de las tradicionales matanzas a no ser
por el joven arzobispo de Zaragoza, hijo bastardo del rey Fernando,
que, cabalgando entre la muchedumbre, aseguró que se haría
justicia.
Pedro Arbués murió a la medianoche del día siguiente. Du-
rante las veinticuatro horas transcurridas desde el atentado, no dijo
una sola palabra contra sus asesinos, «pero siempre glorificó a
Nuestro Señor hasta que su alma le dejó». Cuando el sábado
siguiente fue enterrado en presencia de una gran multitud, testigos
oculares declararon que parte de su sangre caída en los escalones,
y que allí se había secado, se licuó de pronto y comenzó a
burbujear. Fue venerado como un mártir, y pocos años después,
Fernando e Isabel hicieron levantar una estatua suya sobre su
tumba. El papa Pío IX lo canonizó en 1867.
Lejos de producir el efecto que los judíos esperaban, el
asesinato de Pedro Arbúes dio a los inquisidores libertad de acción
en Aragón. Los jefes de la conspiración fueron aprehendidos y
cruelmente ejecutados. Y en una serie de inexorables juicios,
durante los cuales todos los intentos de soborno y corrupción
fracasaron, Torquemada procedió a quebrantar el poder de la gran
plutocracia de Aragón y volcó los beneficios en el tesoro de guerra
de la cruzada.
126
CAPÍTULO XX
127
plata. El púlpito era de marfil, con incrustaciones de oro y piedras
preciosas. Por todas partes colgaban millares de linternas
trabajadas en filigranas de encaje.
Como norma, la reina prefería oír misa en su capilla privada,
que a pesar de su riqueza, era de una gran sencillez. Sus
ornamentos eran todos de oro y plata, y sus vestiduras ce sedas
escogidas o de raso. El altar estaba recubierto de brocado y de
raso bordado con piedras preciosas y perlas de gran valor, y ante
él, sobre las multicolores alfombras de seda que cubrían el suelo,
se alzaban macizos candelabros de plata primorosamente
trabajados. La reina Isabel escuchaba con tanta atención, que si
cualquiera de los sacerdotes o corista que cantaban la hermosa
liturgia de la Iglesia llegaba a pronunciar mal una palabra latina u
omitía una sola sílaba, notaba nota de ello y después corregía e
instruía al culpable.
Isabel tenía entonces treinta y cuatro años. Era serena y de
semblante pensativo, todavía bien parecida, como en el de su
coronación. Se vestía a la moda. Una dama de calidad llevaba
largos trajes de graciosas líneas. El vestido, con un apretado corsé
y un cinturón enlazado al frente, caía obre los tobillos hasta el
suelo, dejando ver solamente las puntas cuadradas de los zapatos.
Sobre él se usaba un manto cruzado sobre la figura desde la
izquierda y recogido bajo el brazo derecho, cayendo a los lados
grandes pliegues. Era costumbre usar un velo y sobre éste una
cofia que se sujetaba bajo la barbilla y que formaba sobre el pecho
pequeños pliegue horizontales. La reina lucía muy pocas joyas,
excepto en los actos oficiales.
Cuando el rey Fernando se encontraba allí, la reina
desayunaba generalmente con él después de misa, mientras
ambos abrían su correspondencia y montaban luego a caballo
atravesando la ciudad para dirigirse a inspeccionar el campamento.
Ahora que él se hallaba en el campo de batalla, ella quedaba sola
para rezar y enviar abastecimientos al ejército. Al principio todas
las noticias que llegaban de la frontera mora eran favorables. El rey
había tomado por asalto tres plazas de gran importancia y
destruido setenta ciudades moras de menor renombre. Luego
128
probó su nueva artillería contra los anchos muros de Ronda, que
era llamada la ciudad judía. El pueblo se rindió, y los que prefirieron
marcharse al África o a cualquier otro lugar, fueron autorizados a
abandonar la ciudad, mientras a los que permanecieron el rey les
asignó tierra, permitiéndoles practicar libremente su culto, fueran
moros o judíos. Cientos de prisioneros cristianos liberados de las
mazmorras de Ronda fueron enviados a Córdoba. Allí los recibió la
reina Isabel en las escaleras de la catedral y ordenó que fueran
alimentados y vestidos, como asimismo se proveyera de dinero a
los hambrientos y casi desnudos infieles que, con sus
enmarañadas barbas y cabelleras, caían de rodillas llorando a sus
pies.
La reina estaba enferma y nerviosa y esperaba su quinto hijo.
Sabía que el rey Fernando y el conde de Cabra estaban realizando
una difícil maniobra para tomar la ciudad de Moclín, plaza fuerte
que dominaba, por el Norte, la entrada a Granada; y deseando
estar cerca de la escena, fue a Baena con el cardenal Mendoza y
el pequeño príncipe Juan. Allí se instaló en la torre del castillo y
esperó noticias de la victoria.
Un día oyó los sollozos de las mujeres que subían desde las
calles, y se enteró de que habían llegado correos portadores de
malas noticias. El conde de Cabra, que conducía una gran parte
del ejército del rey para sitiar a Moclín, había caído en una
emboscada tendida por el Zagal, hermano de Muley, siendo
derrotado tras terrible mortandad.
Por primera vez en su vida, Isabel se sintió tentada por la
desesperación. Comenzó a apoderarse de ella una silenciosa me-
lancolía, algo semejante a la de su madre. Durante unas horas le
pareció que todos los trabajos de su vida habían sido hechos en
vano; y como si la derrota del conde no fuera suficiente, la situación
de Castilla no era muy tranquilizadora. En junio de ese mismo año,
los judíos y conversos de Toledo se propusieron apoderarse de las
puertas de la ciudad mientras se realizaba una procesión con
motivo de la festividad de Corpus Christi, asesinando a todos los
principales cristianos para apoderarse del gobierno.
Afortunadamente, la conspiración fue descubierta y reprimida por la
129
Inquisición, pero la reina no dejaba de pensar que lo que había
ocurrido en Toledo podía ocurrir en cualquier otra parte con mejor
éxito. Pasó muchas horas tristes, que empeoraron su estado físico.
Pero Mendoza, el gran cardenal de España, la consoló y reanimó,
hasta que se repuso y abandonó sus tristes pensamientos,
adquiriendo nuevos bríos para un renovado esfuerzo.
Isabel reunió un consejo de guerra.
Cartas del rey decían que mientras éste se encontraba camino
hacia Moclín, para atacarla desde el otro lado, se enteró de la
derrota del conde, y dudaba entre retirarse o atacar a Moclín y
arriesgarlo todo en un ataque desesperado. Durante la discusión, el
obispo de Jaén, uno de los consejeros de la reina, dijo que sería
más conveniente que el rey se apodera de los castillos de Cambil y
Alhabar antes de atacar a Moclín pues de no hacerlo quedarían a
sus espaldas esas dos plazas enemigas. La reina y el cardenal
consideraron excelente el plan y se envió un correo al rey, quien lo
puso en práctica. Mientras Fernando avanzaba contra los castillos,
Isabel y su corte se trasladaron a Jaén para esperar los
acontecimientos.
Todo marchó bien hasta que el rey, una vez que instaló su
campamento en las alturas situadas entre Cambil y Alhabar, hizo el
alarmante descubrimiento de que no era posible llevar sus pesados
cañones a través del sinuoso sendero que conducía a las alturas
donde se había asentado.
El nuevo peligro obligó a la reina a emplear hasta sus últimas
energías en forma tal, que hacía recordar a sus lugartenientes a la
invencible señora doña Isabel de la guerra contra Portugal. Pidió un
caballo y se dirigió a las montañas para inspeccionar el terreno.
Comprobó que una montaña se interponía en el camino de sus
nuevos cañones. Entonces pensó que había que quitar la montaña.
Bajo la dirección de la reina y del obispo de Jaén, seis
zapadores y hombres con palas comenzaron a cavar y volar un
nuevo camino en la falda de la montaña, tan alto y empinado que
«un pájaro se podía mantener allí con dificultad». Día y noche
trabajaron rellenando valles, rompiendo rocas, cortando árboles, en
130
una palabra, nivelando toda una montaña. Cuando se acabaron los
fondos reales, el cardenal pagó a los trabajadores. Nueve millas de
camino fueron construidas en doce días, y los moros, que tanto
habían reído ante la contrariedad de los cristianos, vieron asomar
una mañana los negros hocicos de las pesadas bombardas que
avanzaban lentamente, arrastradas por grandes bueyes, por la
falda de la montaña.
La artillería de Fernando comenzó entonces a batir las torres y
murallas de los dos castillos, que pronto se rindieron,
autorizándose a los moros a recogerse en Granada. Era el mes de
septiembre, y la corte volvió a Córdoba.
Ese año llovió casi continuamente desde el 11 de noviembre
hasta la Navidad. Córdoba y Sevilla se vieron amenazadas por el
peligro de las inundaciones, y la reina, aceptando la invitación del
cardenal Mendoza, fue con su familia a pasar el invierno en su
palacio de Alcalá de Henares.
Revisando su correspondencia, justamente antes de su par-
tida, la reina encontró una carta de Rota con el sello del duque de
Medinaceli, en la que éste le recomendaba a un individuo llamado
Cristóbal Colón, llegado de Portugal en viaje hacia Francia para
pedir al rey francés tres o cuatro naves a fin de navegar a través
del océano oeste y encontrar ciertas islas. El duque entendía que si
había algunas islas que descubrir, la gloria debía pertenecer a
Castilla y no a Francia, y estaba reteniendo a Colón hasta tener
noticias de la reina.
Isabel no disponía de dinero para barcos mientras la guerra
contra los moros se hallara en una etapa tan incierta, pero ella no
quería que el mérito de cualquier descubrimiento fuera para
Francia o para un rico caballero como el duque de Medinaceli. Por
lo tanto, ordenó al duque que enviara a Colón a Córdoba,
prometiéndole escucharle a su vuelta.
Ella siguió hacia Alcalá, donde, en el palacio que había per-
tenecido en una época al arzobispo Carrillo, trajo al mundo, el 15
de diciembre, su quinto y último hijo. Fue una niña que se llamó
Catalina, destinada a ser conocida en la historia como Catalina de
131
Aragón, la primera mujer de Enrique VIII.
132
CAPÍTULO XXI
133
mujeres de España.
Sus primeros años han quedado ocultos en el misterio, y hay
historias contradictorias acerca de ellos, pero de sus documentos y
de los de su hijo resulta que era italiano, nacido en una de las
pequeñas villas de las afueras de Génova, probablemente hacia
1451, año del nacimiento de la reina Isabel. Su padre era un
cardador de lana, y Cristóbal fue probablemente tejedor en Savona,
donde nació su padre y vivió él hasta 1472, fecha en que se dedicó
a la navegación, realizando un viaje a Quíos y más tarde otros a
Inglaterra, Islandia y Guinea. Se casó en Portugal, y allí nació su
hijo Diego en 1480. Poco después concibió Colón la idea de
navegar hacia el Oeste para llegar a las Indias y a las tierras
descritas por Marco Polo y Juan Mandeville. Como todos los
hombres instruidos e informados de aquella época, tenía que saber
que la Tierra era redonda, porque había leído la opinión de
Aristóteles en el Imago Mundi del cardenal Pedro de Ailly. En su
misma época, el notable erudito que más tarde fue el papa Pío II,
escribió: «Casi todos están de acuerdo en que la Tierra es
redonda.» Se creía, sin embargo, que la Tierra era mayor de lo que
es.
Colón solicitó el apoyo de don Juan, rey de Portugal, quien
designó una comisión de dos obispos y dos doctores para estudiar
el caso, informando éstos al rey que Colón era sólo un visionario.
Colón atribuyó después la negativa a «ese judío José», el médico y
astrólogo Vecinho. En Castilla, no obstante, tenía razón para estar
agradecido a muchos judíos, y uno de ellos iba a contribuir en
forma decisiva a su éxito.
Desahuciado en Portugal, Colón se embarcó para España con
la intención de seguir desde allí a Francia, pero una tormenta hizo
embarrancar a la carabela en Palos, donde pidió alimento y
albergue, para él y el pequeño Diego, en el monasterio franciscano
de La Rábida. Expuso sus proyectos a fray Antonio Marchena,
hombre instruido en astronomía y cosmografía, y fray Juan Pérez,
prior del monasterio, que había sido en un tiempo confesor de la
reina. Ambos eran súbditos de Castilla y rogaron a Colón que
ofreciera a la reina Isabel la oportunidad de recoger la gloria de sus
134
descubrimientos. Es probable que fueran ellos quienes le sugirieron
que viera al duque de Medinaceli.
Cuando Isabel y Fernando regresaron a Córdoba, recibieron a
Colón en el gran salón del Alcázar, y escucharon el desarrollo de
su plan. Parece que les causó una impresión favorable desde el
comienzo. Tenía una cara alargada que enrojecía fácilmente
cuando hablaba. Sus pequeños ojos grises brillaban como los de
un hombre que tiene una visión. Su nariz aguileña reflejaba una
naturaleza inquisitiva y dominante. El padre Bernáldez, el
sacerdote historiador de quien fuera huésped unos años más tarde,
lo definía como «hombre de muy alto ingenio, pero sin instrucción».
Con todo, por mucho que interesaran al rey y a la reina el ligur y
sus planes, dudaban si sería prudente gastar dos millones de
maravedíes —cerca de siete mil libras de nuestra moneda— en
una expedición hacia tierras que podían no existir, cuando se
encontraban empeñados en una larga y costosa guerra y
necesitaban dinero para cañones y municiones, y barcos para
bloquear las ciudades moras del Mediterráneo. Creyeron
conveniente retener a Colón en la corte hasta que terminara la
guerra. El rey Fernando, con el consentimiento de la reina, designó
una comisión presidida por fray Hernando para que dictaminara
sobre los proyectos de Colón. Entretanto, asignaron al navegante
una pensión de tres mil maravedíes mensuales. Después de esto
se olvidaron de él durante un tiempo.
En ese año era cuando movilizaban hasta el último recurso
para precipitar el final de la guerra. Su heroico esfuerzo reclamaba
la colaboración de los hombres de Europa entera, y habían llegado
soldados de todas las naciones cristianas para luchar bajo el
plateado estandarte de la Santa Cruz, que el papa Sixto IV les
enviara con su especial bendición. Había hasta ingleses e
irlandeses en la hueste de cincuenta y dos mil hombres que el rey
Fernando lanzó ese verano contra los moros. El soberano marchó
sobre Loja, donde sufrió su primera humillación en la guerra, y,
después de muchos días de larga y sangrienta lucha, echó abajo
las murallas y entró en la ciudad triunfalmente, mientras todo el
ejército gritaba: «¡Castilla! ¡Castilla!» y, arrodillado, cantaba el Te
135
Deum. Fernando envió la buena nueva a Isabel, que se encontraba
en Córdoba, rogándole que visitara el campamento, porque su
presencia surtía sobre las tropas un efecto notable. Así lo hizo, y
los cincuenta mil guerreros cristianos desfilaron ante ella, que los
revistó. Cada batallón inclinaba sus estandartes, en homenaje, al
pasar frente a ella. Montaba una mula zaina, con magnífica silla
recamada de incrustaciones de plata. Cuando el rey se adelantó
para recibirla, ella le hizo tres reverencias, y él le contestó con otras
tres. Entonces ella se quitó el sombrero, luciendo sobre el pelo
castaño una malla de seda o chal que dejaba las mejillas al
descubierto. El rey Fernando la abrazó y la besó en la mejilla.
Después abrazó a la princesa Isabel, la besó en la boca y le dio su
bendición.
Uno de los nobles extranjeros que llegaron a presentar sus
saludos a la reina fue lord Scales, conde de Rivers, cuñado del rey
Enrique VII, quien trajo cien arqueros ingleses y doscientos
hacendados para luchar en la cruzada. En el sitio de Loja, una gran
piedra arrojada por un moro le había destrozado los dientes. La
reina Isabel expresó su pesar por la pérdida.
«Es cosa pequeña —dijo el inglés— perder unos pocos dien-
tes en el servicio de Aquel que me los dio todos. Nuestro Santísimo
Señor, que ha construido toda esta casa, sólo ha abierto una
ventana en ella, para ver más fácilmente lo que pasa dentro.»
La reina quedó tan encantada con este caballero, que le envió
al día siguiente, de, regalo, doce magníficos caballos andaluces,
dos camas con cobertores de brocado de oro, alguna ropa blanca
fina y soberbias tiendas de campaña para sus hombres.
Fernando tomó por asalto a Moclín. Cuando él e Isabel
entraron triunfantes a la cabeza de una larga procesión, con el coro
de la real capilla cantando el Te Deum oyeron débilmente, como si'
llegara de bajo tierra, un coro de voces que cantaba estáticamente:
«Benedictus qui venit in nomine Domini». Las voces venían de las
mazmorras donde se guardaba a los cristianos cautivos. Los
pobres desgraciados fueron llevados a su presencia, medio
desnudos y medio muertos de hambre, pero todavía cantando
136
histéricamente y sollozando.
La reina siguió a su victorioso ejército casi hasta las murallas
de Granada, y luego volvió a Córdoba. Había sido un año de
grandes éxitos. Pero nuevos y tal vez más graves peligros se
vislumbraban en el Mediterráneo, pues Granada era sólo un
pequeño segmento del largo campo de batalla del islam, cuyo
inquebrantable imperio se extendía desde Gibraltar hasta la China.
Alarmados por el éxito de Fernando e Isabel, el sultán de Egipto y
el emperador de Turquía, Bayaceto II, olvidando sus diferencias,
habían resuelto iniciar una nueva ofensiva contra la Europa
cristiana. Y convinieron que mientras Bayaceto lanzaría una gran
flota contra el reino siciliano de Fernando, el sultán enviaría un
fuerte ejército desde África a España, para reforzar a los moros en
Granada.
Fue la crisis más grave de la cristiandad desde la calda de
Otranto en 1480. El papa Inocencio VIII, hombre amable y
caritativo, de cincuenta y cuatro años de edad, con vista débil y
salud enfermiza, dio una bula llamando a todas las naciones
cristianas a la cruzada de los soberanos españoles, pero en
general el llamamiento cayó en oídos que el egoísmo había hecho
sordos.
137
138
CAPÍTULO XXII
140
ocasionando más muertes que los mismos enemigos. Además, las
provisiones disminuían y se corría el peligro de sufrir hambre. El
rey Fernando, como de costumbre, recurrió a la reina, quien se
dirigió en seguida al campamento, acompañada del cardenal
Mendoza y la princesa Isabel. Poco después de su llegada fue
capturado un moro, que dijo ser un profeta a quien Alá había
revelado cuándo y cómo Málaga sería tomada; pero que él no
confiaría su secreto más que al rey Fernando y a la reina Isabel. El
marqués de Cádiz envió al hombre a la tienda real, pensando que
podría tener interés su información. El rey se encontraba dur-
miendo la siesta, e Isabel decidió esperar a que despertara, para
interrogar juntos al prisionero. Mientras, el moro fue llevado a una
tienda cercana, donde la amiga de la reina, doña Beatriz de
Bobadilla, jugaba al ajedrez con el príncipe portugués don Alvaro.
El moro creyó que aquellos eran el rey y la reina. Pidió un vaso de
agua para beber, y mientras sus guardias se dirigían a buscarlo
sacó una cimitarra que tenia oculta bajo su albornoz y se arrojó
sobre los inocentes jugadores. Don Alvaro cayó sin sentido con una
herida en la cabeza, y el derviche hubiera muerto a doña Beatriz a
no ser por los guardias, que ya habían regresado. Los soldados
despedazaron pronto al asesino y sus restos fueron arrojados por
medio de una catapulta contra las murallas de Málaga. Isabel
ofreció devotas oraciones en acción de gracias por la salvación de
su marido.
Su presencia, según ocurría siempre, levantó el espíritu en el
campamento. Los españoles tenían casi la supersticiosa convicción
de que adondequiera ella fuera, la victoria la acompañaba, y hasta
los mismos moros empezaron a inquietarse con esta creencia. La
reina montó en su cabalgadura e inspeccionó las tiendas utilizadas
como hospitales, consolando a los enfermos y vendando con sus
propias manos a los heridos. Bajo su influencia, un nuevo y
saludable espíritu reinaba en el campamento. Mientras permaneció
allí, no se oyeron maldiciones ni alborotos. Sacerdotes celebraban
misa todas las mañanas como en una gran ciudad y predicaban
«tanto a los que estaban sanos como también a los enfermos», y
los cantores de la capilla de la reina cantaban diariamente las
141
vísperas y marchaban, cantando, en solemnes procesiones. Sobre
la dilatada ciudad de seda y lino brillaba la cruz de plata del papa
Sixto, y cuarenta grandes campanas de plata de variable tono
daban armoniosamente las horas del día y de la noche. Los moros,
cuyo Corán prohíbe el uso de campanas, odiaba el sonido, y
acostumbraban gritar sobre las murallas: «¿Cómo no tienes las
vacas y traes los cencerros?»
Celebrando la llegada de la reina, Fernando ordenó que
cesara el fuego y ofreció a los habitantes de Málaga respetar sus
vidas, libertad y propiedades si se rendían, pero ellos, bajo el
mando del fanático el Zegrí, rehusaron aceptar. Cuando, al fin, se
vieron obligados a rendirse, Fernando e Isabel entraron en la
ciudad como conquistadores, después de un sitio de tres meses y
once días, y libertaron a seiscientos cristianos de las mazmorras,
muchos de ellos nobles castellanos que habían permanecido
enterrados vivos por espacio de quince o veinte años. El rey
Fernando procedió a tratar duramente a aquellos que le habían
costado tanto dinero y sangre. Ordenó que todos fueren vendidos
como esclavos, excepto los que pudieran pagar un rescate de
treinta doblas de oro. Les concedió ocho meses para juntar el
dinero, y pasado ese tiempo, once mil de ellos, que no pudieron
cumplir sus condiciones, fueron vendidos.
Cuatrocientos cincuenta moros judíos que vivían mi Málaga
fueron rescatados por Abrahán Senior, jefe de los rabinos de
Castilla, un millonario que había prestado dinero a Isabel y
Fernando y a quien habían enajenado algunos de sus impuestos a
fin de obtener dinero para la cruzada.
El rey y la reina se marcharon a Aragón a pasar el invierno,
volviendo al Sur en primavera.
El año 1488 fue desgraciado, principalmente porque Fernando
cometió el error de enviar tropas en ayuda del duque de Bretaña,
sublevado contra la corona de Francia.
La reina Isabel dio probablemente al rey su consentimiento en
aquella ocasión, quizá en un momento de gratitud por sus éxitos y
la casi milagrosa forma en que se salvó de la muerte. Los
142
resultados confirmaron sus recelos. Los franceses rebeldes fueron
derrotados y más de mil españoles fueron muertos. Esto le restó
hombres a Fernando en el año en que la ofensiva tanto tiempo
preparada por los mahometanos cayó sobre Europa.
Una flota turca de cincuenta y cinco galeras se hizo a la mar,
llevando un ejército de cien mil hombres, para atacar el reino de
Sicilia de Fernando, con la intención de usarlo como base para
traer fuerzas y abastecimientos de África, conquistar Italia y desde
allí lanzarse sobre Europa.
Afortunadamente, el propósito fracasó, porque el papa
Inocencio VIII reunió suficientes fuerzas para defender Malta de los
turcos, no pudiendo éstos tomar a Sicilia sin tomar antes a Malta.
Pero Fernando disponía solamente de diecinueve mil hombres
y muy pocos recursos para seguir la cruzada, y cuando atacó a
Almería no pudo tomarla, viéndose obligado a retirarse. Dejando su
ejército, se encaminó a la famosa cruz de Caravaca, en las
montañas de Murcia, y allí, corno el rey David, se arrodilló en el
polvo para hacer penitencia por sus pecados y para pedir a Dios
que le diera mejor suerte.
Los moros, animados por la retirada de Fernando, empren-
dieron la ofensiva a todo lo largo de la frontera, se apoderaron de
ciudades cristianas y de rebaños de ganados y se llevaron
hombres, mujeres y niños que redujeron a la esclavitud. Llevaron el
hierro y fuego hasta Murcia, en el Este: y en el frente del Oeste
muchas ciudades moras tomadas por Fernando volvieron al yugo
musulmán, comenzando la matanza de cristianos.
Como si Dios y la naturaleza se hubieran vuelto contra don
Fernando por haber dejado la cruzada por una guerra privada, el
año terminó con inundaciones, tormentas y pestes. A lo largo de las
costas de España se veían esparcidos los restos de los buques
náufragos; los tejados eran arrancados de las casas por los
vientos; torres de piedra se derrumbaron; el Guadalquivir rodeó a
Sevilla con un abrazo enfurecido, rompiendo contra las casas bajas
sus barrosas aguas amarillas, al extremo que los habitantes
temieron su total destrucción. En Córdoba, ese año murió de peste
143
más gente que en 1481.
El rey y la reina pasaron el invierno reclutando un nuevo
ejército, y tras enérgicos esfuerzos reunieron cincuenta y tres mil
hombres, que Fernando lanzó contra Baza. Ésta era una plaza
extraordinariamente poderosa, protegida en la parte posterior por
una montaña y en el frente por murallas macizas y torres.
Parecía evidente, apenas acampó Fernando junto a la mura-
lla, que el precio de su conquista iba a ser tremendo. Muchos de
los capitanees del rey, incluyendo al marqués de Cádiz, acon-
sejaron que se abandonara el sitio hasta el año próximo. Una vez
más, Fernando requirió el consejo de Isabel. Su respuesta fue
característica. Baza debía ser tomada a cualquier precio. Otra
retirada sería fatal para el espíritu del pueblo y para la cruzada. Si
el rey y su ejército continuaban el sitio, ella prometía por su parte,
con la ayuda de Dios, enviarles alimentos, municiones y dinero
para pagar a las tropas.
Con el objeto de obtener fondos para cumplir su promesa,
empeñó su oro y su plata, valiosa herencia de sus antepasados y
envió todas sus alhajas con veloces mensajeros a Valencia y
Barcelona para empeñarlas a los judíos prestamistas; su collar de
perlas, sus rubíes, hasta la engarzada corona de San Fernando. El
dinero obtenido de este modo salvó la cruzada en su momento más
crítico.
144
CAPÍTULO XXIII
Cuando Isabel llegó al lugar del sitio de Baza, hasta los moros
se apiñaban en las murallas y torres para ver a la poderosa reina a
cuya belleza, bondad y sentido de la justicia aun sus propios
trovadores rendían culto. Su llegada infundió nuevos bríos al
ejército cristiano y llenó de desesperación al enemigo. Al día
siguiente los musulmanes pidieron condiciones de paz, y el 4 de
diciembre se rindieron.
Mientras el rey y la reina estaban en Baza fueron visitados par
dos frailes franciscanos, enviados desde Jerusalén por el sultán de
Egipto para advertirles que si no cesaban la guerra contra
Granada, mataría a todos los cristianos en Palestina, destruiría
todas las iglesias y la del Santo Sepulcro de Jerusalén. Isabel
recibió a los monjes con gran amabilidad, les concedió un donativo
anual de mil ducados para su convento y les encargó que llevaran
un rico bordado, trabajado por sus propias manos para ser colgado
en la iglesia del Santo Sepulcro. Harían saber al sultán que más
adelante ella enviaría un embajador para tratar detalladamente las
cuestiones que él planteaba. De ese modo la reina ganaba tiempo,
y finalmente despachó a Pedro Mártir, erudito italiano, para hacer la
paz con él.
Un tercer hombre, vestido de hábito marrón, tenía por
entonces concedida una audiencia con el rey y la reina. Era Cris-
tóbal Colón, quien todavía abrigaba la esperanza de obtener tres
barcos para navegar a las Indias. Como todo hombre dominado por
una idea, consideraba secundario o fútil cualquier otro problema;
no podía entender o tolerar la menor oposición, y su sensibilidad
frente a toda crítica llegaba a ser como una manía persecutoria.
Estaba dispuesto a culpar a cualquiera menos a sí mismo de su
145
desgracia. En un momento de amargura escribió que todos en
Castilla se habían puesto contra él. En cambio, había sido tratado
con gran cariño. La pensión que Isabel le otorgó era casi
equivalente al salario de uno de los más importantes profesores de
la Universidad de Alcalá, y cuando, careciendo de dinero, se vio
obligada la reina a suspender su pensión, en 1489, ordenó a todos
los dueños de mesones y hoteles que alimentaran y vistieran a él y
a sus dos hijos.
Es cierto que fray Hernando de Talavera y la otra comisión de
sabios y marinos nombrados por el rey Fernando para estudiar la
propuesta de Colón en 1486 informaron desfavorablemente su
proyecto. Pero fue el propio Colón el culpable de este hecho,
porque no explicó íntegramente su plan, temiendo que pudieran
robarle sus documentos y hacer uso secreto de ellos, como creía
que lo habían hecho los portugueses. Su actitud suspicaz y su falta
de franqueza debió, así, producir una desfavorable impresión en el
ánimo de los comisionados.
Inmediatamente después de esta repulsa, Colón recibió, no
obstante, una cordial invitación de los monjes dominicos —que
eran profesores de la Universidad de Salamanca— para que lo
visitara y discutiera con ellos sus planes. Esta muestra de atención
se debía principalmente a fray Diego de Deza —un converso—,
confesor antes de la reina y preceptor del príncipe Juan y ahora
obispo de Salamanca y profesor de teología en la Universidad.
Colón permaneció varios meses en calidad de huésped en el
Colegio Dominicano de San Esteban de Salamanca. Por aquel
entonces, la Universidad contaba con seis mil estudiantes. La
mayor parte de los grandes nobles enviaban allí a sus hijos A los
muchachos pobres, si revelaban méritos para ello, se les enseñaba
gratuitamente. Fue allí donde Colón defendió vigorosamente su
proyecto. Repetía textos de las profecías de Isaías y otros pasajes
de la Biblia y declaraba que Dios le había elegido expresamente
para «abrir las puertas de los mares del Oeste». Éste no podía ser
un argumento muy convincente para monjes que eran también
hombres de ciencia y que, piadosos como debían serlo, no
admitían que se basara una discusión científica en citas de los
146
padres de la Iglesia. Pero, con todo, pensaban que los proyectos
del italiano eran dignos de consideración, y de ahí que fueran sus
más adictos defensores ante el rey y la reina.
No era la intención de Isabel abandonar la ambición principal
de su vida enviando a un poético aventurero, como aparecía ante
muchos, a través del Atlántico. Una vez más lo despidió con
cariñosas palabras, y él salió de Baza sin que se tuvieran noticias
suyas durante los dos años siguientes.
Fernando se dirigió el 7 de diciembre hacia Almería, en la
Costa sur.
Isabel siguió con la retaguardia. El invierno había llegado ya
sobre las agrestes montañas, cuando emprendió su arriesgado
viaje por la más desolada y salvaje región de la extensa sierra.
Rodeada de escalofriantes caballeros cubiertos con mantos, escaló
a caballo los picos helados que emergían de entre las nubes, y
descendió a los valles donde nunca penetraba el sol. Le había
costado veinte mil vidas la conquista de Baza. Centenares más
murieron en el camino al Mediterráneo.
Almería se rindió sin lucha, y la corte pasó la Navidad muy
alegremente en las playas con olor de sal, cazando jabalíes a lo
largo de los vecinos bosques montañosos. Ahora se tenía la
seguridad de que la guerra contra Granada se ganaría. Con un
suspiro de alivio, volverían Isabel y Fernando de batallas y sitios a
ocuparse de la educación de sus hijos y a proyectar sus ca-
samientos. Buscaron una alianza con el emperador alemán
Maximiliano, o, como se le llamaba, el rey de los romanos,
negociando el casamiento del príncipe Juan con su hija Margarita y
el de la estrafalaria princesa Juana con su hijo Felipe el Hermoso.
Para asegurar contra Francia una alianza con Inglaterra, habían
accedido recientemente a que su hija menor, Catalina, se casara
con el príncipe Arturo de Gales tan pronto como ambos tuvieran la
edad suficiente.
En ocasión de firmarse el tratado con Inglaterra, se celebraron
torneos y fiestas en Medina del Campo. Fernando vestía «un gran
hábito de tela de oro, bordado por completo de oro, guarnecido con
147
costosa orla de cibellina», e Isabel lucia un «rico traje de la misma
tela de oro y sobre él una capita de terciopelo negro con grandes
calados». Y «cruzado hábilmente sobre su lado izquierdo, llevaba
un corto manta de fino satén carmesí, forrado de armiño». Su collar
era de oro y en su pecho ostentaba una cinta adornada con
diamantes, perlas y rubíes. Un inglés escribió a su país que la
bolsa de su ceñidor de cuero tenía «un gran rubí balaje del tamaño
de una pelota de tenis entre cinco magníficos brillantes y otras
piedras del tamaño de una habichuela». Esto sucedía en marzo de
1489, antes del sitio de Baza. Las joyas estaban ahora en los
cofres de los prestamistas de Valencia y Barcelona.
Para arreglar las condiciones con Enrique VII, Isabel y
Fernando enviaron a Inglaterra al doctor Puebla, de quien se dice
era cojo, tacaño, de mal genio, vanidoso y falso, y que, según
parece, víctima de las adulaciones del astuto rey Enrique, traicionó
a sus mandantes. Escribió que había visto al pequeño príncipe
Arturo durmiendo y que lo encontró «grueso y rubio, pero pequeño
para su edad» de veinte meses.
En 1479, Isabel y Fernando consintieron en los esponsales de
la princesa Isabel con don Alfonso, heredero del trono de Portugal.
En 1486 los vemos ofreciendo a la princesa al joven Carlos VIII de
Francia, pero la regente Ana de Beaujeu rehusó el ofrecimiento.
Fernando e Isabel parecen haber sido algunas veces poco
escrupulosos en los tratados con los inescrupulosos monarcas de
aquellos tiempos. De todos modos, mantuvieron su compromiso
con Portugal, y la princesa se casó por poder el domingo de
Resurrección de 1490, siendo la novia enviada a Portugal en
noviembre. Tenía setenta damas de honor y cien pajes, y las
fiestas y torneos que se realizaron con motivo de su casamiento
duraron dos semanas.
El particular orgullo del corazón de la reina Isabel por el pe-
queño príncipe rubio hacía que le llamara «mi ángel». A causa de
que éste parecía destinado a gobernar sobre toda España,
prestaba ella la mayor atención a su salud, porque era delicado,
como también a su educación. La reina escogió diez niños para
que fuerais sus compañeros, cinco de su misma edad y cinco
148
mayores, con quienes estaba obligado a competir de igual a igual
en sus estudios y deportes; todos vivían en un pequeño palacio
exclusivamente destinado para ellos, como si fuera, un rey con sus
cortesanos, para que el príncipe se ejercitara anticipadamente en
sus futuras tareas.
Fue un día memorable para el príncipe Juan aquel en que se
le permitió montar a caballo, armado de pies a cabeza, al lado de
su padre, cuando el rey salió a luchar con un ejército de veinticinco
mil hombres en 1490. Marcharon a través de territorios moros,
quemando las huertas y los campos, hasta que llegaron a la vista
de las rojas torres de Granada, y allí el rey armó caballero al
príncipe Juan, quien tuvo por padrinos al marqués de Cádiz y al
duque de Medinasidonia, dos viejos enemigos, ahora amigos.
Los soberanos se propusieron, si era posible, dar término a la
guerra en 1490, y mediante un gran esfuerzo pusieron en acción un
ejército de cincuenta mil hombres, que marchó hacia Los Ojos de
Huécar, a cuatro millas de Granada, donde instalaron y fortificaron
un gran campamento rectangular. Cuando Isabel y las infantas
llegaron, el marqués de Cádiz ofreció a la reina su propia tienda, en
la que ella se instaló.
Una noche de julio, mientras la reina dormía, su tienda se
incendió con la llama vacilante de una candela. El fuego se
propagó de tienda en tienda hasta que el campamento de seda y
brocado se convirtió en una hoguera. Despertada la reina por los
gritos de los soldados, se precipitó a la tienda contigua, donde
dormía profundamente el rey, y lo despertó. Salvaron al príncipe y
a las infantas, que dormían en tiendas vecinas, y luego,
escasamente vestidos, cruzaron a caballo el campamento en
llamas, tratando de tranquilizar a sus hombres y detener el pánico.
El fuego había llegado ya a las barracas de madera, y en muy poco
tiempo todo el campamento quedó reducido a cenizas.
Cuando se supo que el guardarropa de la reina había sido
destruido por el fuego, el apuesto caballero Gonzalo de Córdoba,
conocido como el príncipe de la juventud, le ofreció el de su
esposa. Isabel, agradeciéndoselo, le dijo: «Vuestra casa ha perdido
149
más en el desastre que la mía», a lo que el caballero respondió:
«No es un desastre el que a mi esposa y a mí concede el privilegio
de servir a vuestra alteza».
Fernando ordenó a sus tropas que atacaran las murallas de
Granada para mantener su moral y evitar que los moros sacaran
ventaja de la desgracia. Isabel, por su parte, en lugar de
descorazonarse, ordenó al ejército que trabajara en la recons-
trucción del campamento, pero no en madera y seda, sino en
piedra. Se trajeron piedras de las montañas cercanas, y día tras día
fueron alzándose las nuevas construcciones ante la mirada de los
asombrados árabes. En tres meses, el ejército levantó una ciudad
completa en medio de la llanura. Tenía torres y murallas
almenadas, y sus dos principales calles formaban una gran cruz.
Los caballeros quisieron llamarla con el nombre de la reina, pero
ella insistió en llamarla Santa Fe.
Un día de agosto, en circunstancias en que la reina se había
alejado con sus hijas y el marqués de Cádiz, a caballo, seguida de
una gran escolta de tropas, para ver a Granada desde una
montaña, los moros los atacaron, e Isabel tuvo la oportunidad de
observar a sus hombres en acción desde poca distancia. Ella se
arrodilló para orar, mientras el marqués y sus caballeros
espoleaban sus caballos, lanzándose a la lucha. Después de la
batalla, en la que las tropas cristianas capturaron dos mil moros a
costa de algunos hombres, ordenó que se levantara en el lugar un
monasterio en honor de San Francisco, a cuya intercesión atribuía
la victoria. Los moros rindieron la plaza, al fin, cuando llegó el
otoño. Fernando e Isabel les otorgaron condiciones magnánimas,
permitiéndoles que practicaran su propia religión y que conservaran
sus mezquitas, sus leyes, su idioma, sus costumbres y sus
propiedades, con la exención de pagar impuestos durante tres
años. Boabdil se adelantó para rendirse el 2 de enero de 1492,
entregando las llaves de Granada al rey Fernando, quien a su vez
las entregó a la reina, y ésta lo hizo al príncipe Juan.
Poco después, sobre la torre más alta de la ciudad apareció la
cruz de plata de la cruzada y al lado el estandarte de Santiago. El
rey y la reina con todo el ejército se arrodillaron, dando gracias a
150
Dios por la victoria; y los cruzados gritaron: «¡Santiago! ¡Santiago!
¡Castilla! ¡Castilla por los invencibles monarcas don Fernando y
doña Isabel!»
Cuatro días después, en la fiesta de la Epifanía, los monarcas
entraron en la ciudad, y después de dar gracias a Dios otra vez y
oír misa solemne, fueron a la Alhambra y se sentaron en los sitiales
de los emires. Era la primera vez, después de setecientos setenta y
siete años, que los cristianos volvían a ejercer su autoridad en
aquel lugar.
Entre los hombres más destacados que presenciaban el triun-
fo se encontraban: fray Hernando de Talavera, que iba a ser
arzobispo de Granada; el invariable amigo de la reina, cardenal
Mendoza; el inquisidor general, fray Tomás de Torquemada;
Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán; el marqués de Cádiz y
Cristóbal Colón. Fue ése uno de los días más felices de la vida de
la reina Isabel.
151
CAPÍTULO XXIV
154
reina le contestó que no disponía del dinero necesario para
comprar los barcos, fue él quien le mostró un camino. Como él
sabía que la Santa Hermandad, de la cual era uno de sus
tesoreros, disponía de abundantes fondos provenientes de los
impuestos, sabía también que era posible adelantar un millón
ciento cuarenta mil maravedíes de esos fondos públicos al
arzobispo de Talavera para equipar la expedición de Colón. De ahí
que la fuerza de policía que Isabel y Fernando restablecieran años
atrás para dar fin al crimen en sus reinos les sirviera entonces para
extender su acción hacia el Oeste, hacia un mundo desconocido.
Conviene hacer notar que ello se debió a la sugestión inteligente y
constante de un judío cristiano. Accedieron a todas las exigencias
de Colón. El contrato se firmó el 17 de abril, y el almirante, ahora
don Cristóbal Colón, grande de Castilla, se dirigió a Palos para
organizar su flota. Como castigo por una ofensa inferida a la
corona, el pueblo de Palos fue condenado a proveer al descubridor
de dos carabelas completamente equipadas para dos meses de
navegación, mientras el rey y la reina accedieron a costear los
gastos de una tercera.
La reina Isabel permaneció en Granada hasta Pentecostés,
estudiando ciertos informes del inquisidor general relativos a los
judíos. Aunque la Inquisición había reprimido a los judíos
encubiertos y financiado con su dinero la guerra contra los moros,
no había conseguido terminar con las maniobras de los judíos de la
Sinagoga, que todavía intentaban atraer a aquellos que se habían
convertido al cristianismo. En marzo de ese año, la reina tomó una
resolución trascendental.
155
CAPÍTULO XXV
156
Para el espíritu español, inflamado durante siglos de guerra en
el odio a los judíos por amigos de sus enemigos, no resultó difícil
creerlos culpables de los más atroces crímenes. Setenta judíos de
Segovia fueron declarados culpables en 1468, el año de la muerte
del hermano de Isabel, de haber crucificado a un niño cristiano. Y
fue el obispo Juan. Arias de Ávila, hijo de un judío converso, quien
dictó la sentencia de muerte contra ellos, fuera justa o injusta.
La creencia en la crueldad que se les imputaba estaba tan
arraigada, que había encontrado su expresión en una ley pro-
mulgada por uno de los antepasados de Isabel, Alfonso el Sabio:
«Y porque hemos oído decir que en algunos lugares los judíos han
hecho y hacen memoria de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo
en una forma escandalosa, robando niños y crucificándolos, o
haciendo imágenes de cera y crucificándolas cuando no pueden
obtener niños, ordenamos que si tales cosas vuelven a suceder en
cualquier lugar de nuestros señoríos, si pueden descubrirse, todos
los que estén complicados deben ser detenidos y conducidos en
presencia del rey, y cuando se descubra la verdad, ordenamos se
les dé muerte ignominiosamente, tantos como sean.»
Si los judíos ejecutados fueron o no culpables de los crímenes
que se les atribuían o de cualquier otro crimen, es imposible
juzgarlo ahora. Lo mismo podemos decir del juicio de Ávila en los
últimos meses de la guerra contra los moros.
Un converso llamado Benito García fue detenido, en junio de
1490, porque unos hombres que le arrebataron su alforja en una
posada encontraron en ella una hostia del altar de una iglesia.
Torturado, admitió que, aunque cristiano profeso, había sido judío
encubierto durante muchos años y que nunca había recibido la
sagrada comunión y había hecho falsas confesiones al sacerdote.
Un mes más tarde, como resultado de la confesión de Benito y de
sus amigos, un viejo judío llamado Ça Franco y su hijo Yucé, un
joven de veinte años, fueron arrestados y conducidos a la prisión
de la Inquisición en Segovia, que antes había sido la casa de
Beatriz, la amiga de la reina, y que su esposo, ahora marqués de
Moya, la había donado al Santo Oficio. El uso de tal casa como
prisión demuestra cómo Torquemada se había esforzado por
157
humanizar a la Inquisición. A los pocos días el joven judío cayó
enfermo y se temió por su vida. Los inquisidores enviaron un
médico para que lo atendiera. Yucé suplicó a éste que le enviaran
a un judío que pudiera darle la consolación de los moribundos. Los
inquisidores no creyeron que Yucé se hallara en trance de muerte,
pero enviaron a éste a un judío converso que era un instruido
profesor de teología, fray Alonso Enríquez, disfrazado de rabino.
Durante la conversación, el «rabino» preguntó a Yucé por qué
había sido detenido, y Yucé, de acuerdo con la declaración jurada
de fray Alonso y la del médico que estaba oyendo, dijo que suponía
«que había sido arrestado por la muerte de un niño semejante a
aquel hombre». «Aquel hombre» era un término usado por los ju-
díos para referirse a Nuestro Señor.
Los inquisidores se sintieron tan impresionados, que llevaron
sus pruebas a Torquemada, quien se encontraba en Segovia en el
convento de Santa Cruz, y éste designó a tres jueces de su
confianza para que se hicieran cargo de la causa, ordenándoles
que castigaran al culpable y pusieran en libertad al inocente.
Fueron arrestados otros cinco conversos.
Tres meses antes del arresto, Yucé dijo a los inquisidores que
aproximadamente tres años antes uno de los conversos, llamado
Alonso Franco, le había dicho que un Viernes Santo él y sus tres
hermanos habían crucificado a un niño.
Dos meses después, Yucé fue formalmente acusado y some-
tido a juicio por haber crucificado a un niño cristiano en Viernes
Santo con la cooperación de otras personas y de haber tomado
parte en el ultraje de una hostia consagrada, con la intención de
destruir a los cristianos de España. El acusador fiscal pedía la
sentencia de muerte, diciendo: «Y juro ante Dios y ante esta cruz
sobre la cual pongo mi mano derecha, que no demando ni acuso al
llamado Yucé Franco maliciosamente, sino creyendo que ha
cometido todo lo que he dicho. «Es la mayor falsedad del mundo»,
replicó Yucé.
Los inquisidores le designaron entonces dos letrados para que
lo representaran, y a petición suya le concedieron una tercera
158
apelación, a su libre elección, unos pocos días después. Sus
letrados negaron los cargos que se le hacían y pidieron que se
recibieran algunas declaraciones. En el siguiente mes de abril,
Yucé admitió que su hermano, ya muerto, le había contado que él y
un médico judío llamado Tasarte y cinco conversos habían tomado
parte en una ceremonia de magia negra, usando una hostia
consagrada, para causar la muerte de los cristianos. Después de
haber permanecido en prisión por espacio de un año, se le hizo
jurar de acuerdo con los ritos judíos que él se había hallado
presente, con otros prisioneros, en una caverna situada cerca de
La Guardia, y que uno de los conversos le había enseñado el
corazón de un niño cristiano y una hostia consagrada, con todo lo
cual Tasarte iba a hacer un hechizo para provocar la locura de los
inquisidores y su muerte antes de un año, si ellos intentaban hacer
algo contra los conspiradores.
Todos habían prometido guardar silencio durante un año. El
año había transcurrido y Yucé hizo su confesión. La misma tarde
declaró que había estado presente en una caverna cuando un niño
cristiano de tres o cuatro años de edad, secuestrado por un
converso, fue crucificado en una cruz de madera y amordazado,
abofeteado, golpeado, escupido y coronado de espinas. Dijo que
finalmente los conversos abrieron con un cuchillo el costado de la
pequeña víctima y le arrancaron el corazón. Yucé y su padre
asistían como inocentes espectadores.
Como era natural, los inquisidores se dedicaron entonces a
los otros prisioneros, quienes comprometieron a Yucé y a su padre.
Todos confesaron, sometidos a la prueba de la tortura, haber
tomado parte en el crimen, y, careados entre ellos, ratificaron sus
confesiones.
Las declaraciones concordaban en todos los puntos impor-
tantes, y Juan Franco confesó ser él quien había arrancado el
corazón del niño.
Benito se vengó entonces de Yucé declarando que éste había
arrancado los cabellos del niño y lo habían azotado entre todos, y
otro converso dijo que Yucé había hecho salir sangre de un brazo
159
del niño con un cuchillo.
Se desconoce hasta estos días cuál fue el niño que cayó ase-
sinado. Confesaron los conversos y judíos, y judíos eruditos
insisten en afirmar que los cargos fueron inventados por los
inquisidores.
Por otra parte, alrededor de ciento cincuenta páginas de
testimonios han sido encontradas y gran parte de ellas tienen el
sello real. Hasta que el resto del testimonio se descubra, será
imposible asegurar, después de tanto tiempo, si los acusados
fueron o no culpables. Sabemos, a pesar de todo, que los in-
quisidores llevaron todas las pruebas al monasterio de San
Esteban, donde Colón fue recibido con tanto cariño, y sometido allí
a un jurado de siete de los profesos más distinguidos de la
Universidad de Salamanca. Después de tres días, los siete eruditos
entregaron un veredicto que unánimemente declaraba culpable a
Yucé.
Yucé fue sometido a la tortura de la «cura de agua», y con el
temor de ser atado a una escalera y de ser medio ahogado por el
agua derramada lentamente en su boca a través de un trapo, hizo
una confesión amplia, repitiendo algunos de los detestables y
blasfemos insultos dichos al niño, pero dirigidos a la persona de
Jesucristo. Al día siguiente, el padre de Yucé, sometido también a
la tortura, confirmó las declaraciones de su hijo, y los conversos
interrogados separadamente la confirmaron.
El 11 de noviembre de 1491, los inquisidores expusieron sus
conclusiones a un segundo jurado, compuesto por los hombres
más ilustrados de Avila. Eran cinco, y ellos también dieron un
veredicto de culpabilidad.
Es posible, naturalmente, que los doce jueces se equivocaran,
pero parece poco probable que tantos eruditos y sacerdotes
estuvieran de acuerdo en mandar a la muerte a seis hombres de
cuya culpabilidad no estuvieran convencidos. No deja de ser
menos probable que los dos judíos y los cuatro judíos encubiertos,
juntamente con sus cómplices muertos, hubieran cometido un
crimen de ignorancia y superstición. La publicidad de las pruebas
160
fue quizá urdida con un fin de propaganda; resultaría más plausible
que el juicio se hubiera dado a conocer, pero parece que se tuvo
secreto en los archivos de la Inquisición y sólo fue dado a luz
cuatro siglos después, en 1887. Culpables o inocentes, los seis
hombres fueron ejecutados el mismo mes que se rindió Granada, y
todos ratificaron sus confesiones antes de morir. La noticia se
divulgó rápidamente de villa en villa. Se produjeron tumultos en
todas partes, y un judío de Avila fue cruelmente muerto a pedradas
por el populacho enardecido. Los judíos de Avila, temiendo por sus
vidas, enviaron a Granada una demanda de protección al rey y a la
reina. Isabel y Fernando les hicieron llegar un salvoconducto el 16
de diciembre de 1491, prohibiendo a todos hacer daño a los judíos
o a sus propiedades, bajo distintas penas, escalonadas desde una
multa de diez mil maravedíes hasta la de muerte.
Parece que Torquemada sometió al rey y a la reina las evi-
dencias y la sentencia del tribunal en el caso de La Guardia,
porque dos días antes de la entrada triunfal en la capital de los
moros dieron un edicto ordenando y autorizando «al devoto padre
fray Tomás de Torquemada, prior del monasterio de Santa Cruz de
Segovia, nuestro confesor y de nuestro consejo», y a los
inquisidores de Ávila, a quienes se habían delegado algunos
poderes judiciales, a usar de las propiedades confiscadas a los
condenados para los gastos del Santo Oficio. Se cree que cuando
Torquemada fue a la Alhambra a principios de 1492, urgió al rey y
a la reina a atacar al corazón del problema judío expulsando a
todos los judíos de España. El caso de La Guardia había
demostrado con qué persistencia los judíos trabajaban a fin de
destruir la influencia de la cristiandad sobre los conversos y cómo
influían éstos sobre los cristianos entre quienes vivían, mientras
permanecieran los judíos en España. Aquélla era la situación
reinante, y la obra de toda la vida de Isabel y Fernando podía ser
destruida. Si fue o no Torquemada quien empleó este argumento,
no lo sabemos; no existen pruebas fehacientes, y debemos creer
que la posterior leyenda de la extraordinaria influencia de
Torquemada sobre los reyes es exagerada. Ninguno de los dos
necesitaba que los hostigaran contra los judíos. En realidad, habían
161
estado estudiando la expulsión de los judíos durante varios años.
En 1482 dieron un edicto expulsando a los judíos de Andalucía,
pero más tarde, por alguna razón, suspendieron su ejecución.
El rey Fernando, en 1486, hizo expulsar a todos los judíos del
arzobispado de Zaragoza. La opinión pública de España pensaba
que esta trágica medida obedecía a una petición del joven príncipe
don Juan. Según el Libro verde de Aragón, el rey Fernando tenía
un médico judío, el maestre Rivas Altas, quien acostumbraba llevar
alrededor de su cuello una cadena de la que colgaba una bola de
oro. Un día que fue llamado para atender al príncipe Juan, que a
menudo estaba enfermo, el príncipe abrió la bola y encontró dentro
un pequeño pedazo de pergamino en el que estaba pintada una
imagen de Cristo crucificado, con uno de los médicos en una
postura de innombrable e insultante obscenidad. El pequeño
príncipe quedó tan perturbado y disgustado, que se agravó y no
mejoró hasta que su padre le prometió expulsar a todos los judíos.
Muchos historiadores modernos se burlan de este relato, pero la
verdad es que el rey y la reina permitieron que su médico personal
Rivas Altas fuera quemado en la hoguera. Nadie puede decir con
certidumbre si su ejecución tenía relación con la expulsión de los
judíos. Pero no hay duda de que, cualesquiera fueran sus razones,
Isabel y Fernando estaban dispuestos desde hacía varios años a
proceder de acuerdo con los hechos, y esperaban probablemente
el fin de la guerra contra los moros para seguirlos. El juicio y
ejecución de los judíos y conversos en Ávila y la indignación que
provocó ese episodio adelantaron su decisión, o a lo menos les dio
la ocasión de llevar a cabo los propósitos que tenían en su mente.
El último día de marzo de 1492 dieron un edicto ordenando a todos
los judíos abandonar sus reinos antes del 1 de julio, no pudiendo
llevar consigo oro, plata, ni moneda acuñada. Alegaban que, a
pesar de la Inquisición, «persiste y es notorio el daño que se sigue
a los cristianos de las conversaciones y comunicaciones que tienen
con los judíos, los cuales han demostrado que tratan siempre, por
todos los medios y maneras posibles, de pervertir y apartar a los
cristianos fieles de nuestra fe católica, y atraerlos a su malvada
opinión».
162
Se había comprobado plenamente que los crímenes y ofensas
de los judíos contra la fe aumentaban diariamente y que ninguna
otra medida que no fuera la expulsión podía modificar ese estado
de cosas. Algunas veces se cerraba un colegio a causa de algún
serio y detestable crimen, y el inocente sufría con el culpable. Se
hacía, pues, necesario que «aquellos que pervierten la buena y
honesta vida de las ciudades y villas, por la contaminación que
puedan causar a otros, sean expulsados de entre pueblos». Por
esta razón, Isabel y Fernando, «después de consultar a muchos
prelados y nobles y caballeros de nuestros reinos y a otras
personas de ciencia, y en nuestro Consejo habiendo deliberado
mucho sobre el tema, hemos decidido ordenar a los mencionados
judíos, hombres y mujeres, abandonar nuestros reinos y no volver
más a ellos». Solamente a los judíos que se bautizaran antes del 1
de julio se les permitiría quedarse. Pero más tarde el plazo fue
prorrogado hasta el 2 de agosto. Se dice que Abrahán Senior, jefe
rabí de Castilla, ofreció a los soberanos treinta mil ducados para
que revocaran el dicto. Cuando ellos se negaron, recibió el
bautismo junto con su hijo y tomó el nombre de Fernán Pérez
Coronel. La mayor parte de los judíos, a pesar de todo,
comenzaron a vender sus bienes, preparándose para partir.
Cuando el rey y la reina les enviaron sacerdotes para predicarles el
Evangelio, sus rabinos le dijeron que todo aquello era falso y les
aseguraron que si permanecían firmes y dejaban la ciudad, Dios
los favorecería con milagros y les daría salud, bienestar y honor,
como lo había hecho al pueblo de Israel cuando huyó de Egipto.
«Estaban heredados en las mejores ciudades —escribía Bernáldez
—, y en las tierras más gruesas y mejores..., y todos eran merca-
deres e vendedores e arrendadores de alcabalas e rentas de
achaques y hacedores de señores, tundidores, sastres, zapateros,
curtidores, zurradores, tejedores, especieros, buhoneros, sederos,
plateros y de otros semejantes oficios; que ninguno rompía la tierra,
ni era labrador, ni carpintero, ni albañil, sino todos buscaban oficios
holgados, e de modo de ganar con poco trabajo; era gente muy
sotil, y gente que vivía comúnmente de muchos logros e usuras
con los cristianos, y en poco tiempo muchos pobres dellos eran
163
ricos. Eran entre sí muy caritativos los unos con los otros. Aunque
pagaban sus tributos a los señores y reyes de las tierras de donde
vivían, nunca de ello venían en mucha necesidad, porque los
concejos dellos, que llamaban alijamos, suplían por los
necesitados... Había entre ellos muy ricos hombres, que tenían
muy grandes faciendas y riquezas que valían un cuento y dos
cuentos y tres; personas de diez cuentos, donde eran, así como
Abrahán Señor que arrendaba la masa de Castilla.»
Cuando se aproximó la época en que tenían que marcharse,
los judíos ricos sufragaron los gastos de los judíos pobres, de tal
manera que sólo unos pocos se convirtieron al cristianismo y
permanecieron en España. Los restantes vendieron sus pro-
piedades con grandes pérdidas. Un judío daba una casa por un
asno y una viña por un tapiz o un trozo de lienzo. Sin embargo, se
afirma que consiguieron llevar con ellos una gran cantidad de oro y
plata. Se hizo común la historia de que abollaban con los dientes
piezas de oro que luego tragaban, llevándolas en sus vientres, y se
cree que una mujer judía se tragó treinta ducados. Todos los niños
y niñas mayores de doce años fueron casados, para poder así
cada niña viajar bajo la protección de su marido. Y de esta manera,
«dejando toda su gloria detrás de ellos y confiando en las vanas
esperanzas de la ceguedad —escribe el cura de Los Palacios—, se
metieron al trabajo del camino y salieron de las tierras de sus
nacimientos, chicos e grandes, viejos e niños, a pie y en caballos o
asnos y otras bestias, y en carretas, y continuaron sus viajes cada
uno a los puertos que habían de ir; e iban por los caminos y
campos, por donde iban con muchos trabajos y fortunas, unos
cayendo, otros levantando, otros moriendo, otros naciendo, otros
enfermando, que no había cristiano que no oviese dolor de ellos, y
siempre por do iban les convidaban al baptismo..., y los rabíes les
iban esforzando y facían cantar a las mujeres y mancebos, y tañer
panderos y adujos para alegrar la gente.»
Por fin se hicieron a la mar en veinticinco navíos, pero tuvieron
que sobornar con diez mil ducados al pirata Frogosa para que les
permitiera salir de Cartagena. Evidentemente, habían encontrado
algún medio para burlar la real orden en lo relativo al dinero.
164
Sin embargo, algunos volvieron a Castilla y fueron bautizados.
Pero la mayor parte pasaron a Argelia y de allí a Fez. Otros se
dirigieron a Portugal, donde se les permitió la entrada mediante el
pago de un fuerte impuesto. Algunos fueron a Navarra; otros se
dirigieron a los Balcanes, donde aún hoy sus descendientes hablan
un dialecto salpicado de palabras españolas del siglo XV. Los
judíos que fueron al África tuvieron que padecer la crueldad y
codicia de los moros. Pagaron al rey de Fez para que los
protegiera, pero éste recibió el dinero que le dieron, y después
ordenó que les robaran. Soldados musulmanes violaban a las
mujeres y jóvenes judías ante los propios ojos de los esposos y
hermanos, matando a los que se atrevían a protestar.
Evidentemente, estos bárbaros creían también que las mujeres
judías habían tragado oro, porque después de deshonrarlas
rasgaban sus vientres con cimitarras para buscar los ducados.
Algunos de los sobrevivientes llegaron a Fez tambaleantes,
desnudos, muertos de hambre, con enjambres de asquerosos
bichos; otros volvieron a España, convencidos de que sus su-
frimientos eran el castigo merecido por haber rechazado a Cristo, y
rogaron que se les bautizara. Entre ellos había varios rabinos, y
Bernáldez declara haber bautizado a diez o doce, que confesaron
que sus ojos se abrieron al fin a las verdades de las profecías de
Isaías relacionadas con el nacimiento, pasión y resurrección de
Cristo, «el cual confesaban que verdaderamente era el Mesías, del
cual decían que habían estado ignorantes por impedimento de sus
antepasados, que les habían prohibido, bajo la pena de
excomunión, leer u oír las Escrituras de los cristianos».
Se cree que ciento sesenta mil judíos abandonaron España.
Quedó, por supuesto, un gran número de descendientes de judíos,
probablemente entre tres y cuatro millones, que habían recibido el
bautismo cristiano.
Isabel y Fernando comprendieron que al fin habían librado a
sus reinos de la influencia judía, haciendo posible una permanente
prosperidad, aunque era indudable que obligando a los judíos a
bautizarse violaban un principio fundamental del cristianismo, sobre
el cual la Iglesia católica siempre había insistido. Estaban
165
sumamente disgustados con el papa Alejandro VI, porque recibió
en Roma a algunos de los judíos refugiados. Varios de éstos
habían sido atacados de peste en los barcos. Los judíos de Roma,
temiendo tal vez que los contagiasen, ofrecieron al papa una gran
cantidad de dinero si les prohibía desembarcar. Alejandro
necesitaba dinero, pero rehusó indignado el ofrecimiento de los
judíos romanos y autorizó a los judíos españoles a desembarcar y
los recibió con paternal benevolencia. Por esta causa, aunque era
un Borgia nacido en España, en su país nativo se referían a él
desdeñosamente, llamándole «el marrano» y «el judío».
166
CAPÍTULO XXVI
172
CAPÍTULO XXVII
174
creencia de que una cosa ocurrirá, a su experiencia concreta. Y
como el rey, mi señor, ha visto la muerte a su mano, la experiencia
ha sido más real y más duradera que si yo misma hubiera estado a
punto de morir; que ni en el momento de dejar mi alma el cuerpo
sufra nada semejante. No puedo decir ni explicar lo que sufrí.
Realmente, antes de que vea la muerte tan cerca de nuevo —y
quiera Dios que no sea en un modo semejante—, quisiera estar en
otras disposiciones que en las que estaba en ese momento,
particularmente respecto a mis obligaciones. Informaos de todos
los casos en que parezca que debe darse restitución o satisfacción
a personas interesadas, y cómo puede efectuarse esto; enviadme
un memorándum de ello, y será para mí la mayor paz del mundo el
tenerlo. Y teniéndolo, y conociendo mis deudas, trabajaré para
pagarlas.»
En una carta posterior corrige ciertos datos de su primitiva
versión del atentado contra el rey:
«La herida no era tan grande como el doctor Guadalupe dijo
—porque no tuve valor para mirarla—, de que penetraba cuatro
pulgadas, y tenía doce de largo. Mi corazón tiembla al hablar de
ello... Pero Dios, en su misericordia, decretó que la herida no fuese
en un sitio donde fuera mortal, dejando sin tocar los nervios y la
espina, quedando pronto evidente que no había peligro de muerte.
Después, la fiebre y el temor de una hemorragia nos alarmaron; al
séptimo día, estaba tan bien, que os envié una carta por un correo,
aunque se hallaba muy cansado por falta de sueño. Y después del
séptimo día tuvo un acceso de fiebre tan grande, que sufrió los
mayores tormentos que padeciera. Y eso duró un día y una noche,
de la que no diré lo que San Gregorio dice en su oficio del Sábado
Santo, sino que fue una noche de infierno; podéis creer, padre, que
nunca se vio tan claro el amor que le tenía el pueblo, porque los
oficiales cesaron sus trabajos y nadie hablaba entre sí. Por todas
partes había peregrinaciones y procesiones, limosnas y más
confesiones que en Semana Santa; y eso sin que nadie lo pidiera.
Y en las iglesias, y en los monasterios, noche y día sin cesar,
rezaban diez o doce frailes; no puede contar uno todo lo que
sucedió.
175
»Dios, en su bondad, quiso compadecerse de nos, porque
cuando Herrera nos dejó, llevándoos otra carta mía, su señoría
estaba muy bien, como os lo dije. Y continúa así, gracias sean
dadas a Dios, y ya puede levantarse e ir de un lado a otro. Mañana,
si Dios quiere, estará ya presto para montar a caballo, e ir por la
ciudad a visitar la casa donde vamos a ir a vivir. Y fue tan grande
nuestro placer al verlo, como lo fuera nuestra tristeza antes; ¡ya
hemos vuelto todos a la vida! Y todo el mundo llora de alegría.
»No sé cómo dar las gracias a Dios por tal beneficio; muchas
virtudes no serían suficientes para hacerlo. ¿Y qué haré yo que no
tengo ninguna? Quiera Dios que en adelante le sirva como deba.
Vuestras oraciones y vuestros consuelos me ayudarán en esto,
como siempre lo he esperado.»
Después de varios días, Fernando se restableció, y declaró
que su dolencia era un castigo de sus pecados. Se podía ver a la
buena gente de Barcelona caminando descalza por las calles; y
algunos fueron de rodillas a varias iglesias y santuarios, como lo
habían prometido durante la enfermedad El claro conocimiento que
Isabel tenia de sus pecados parece ser la consecuencia de una
conciencia muy humilde y sensible, porque todos los investigadores
están de acuerdo en que Washington lrving tenía razón al llamarla
«uno de los más puros y hermosos caracteres de las páginas de la
historia». Cuán humildemente se juzgaba a sí misma esta
autocrática reina podemos inferirlo de una de sus cartas a
Talavera, justificándose de permitir a las damas y caballeros comer
a la mesa juntos, y autorizar corridas de toros contra su mejor
parecer. Más aún: cuando el viejo arzobispo le escribió que había
oído murmurar de la riqueza del vestido que luciera en ciertas
ocasiones, ella se defendió con vigor, aduciendo que su vestido no
era nuevo, y que en realidad estaba hecho «de seda con tres
bandas de oro, lo más sencillo posible», y lo había llevado otra vez
en presencia de los mismos embajadores franceses, lo cual no
dejaba de ser humillante para una dama. Admitía que algunos de
los trajes de los hombres eran extravagantes, pero no se habían
hecho por orden suya, ni ella había dado el ejemplo. Con todo su
coraje y determinación, Isabel era muy femenina.
176
Poco tiempo después del restablecimiento del rey, dos de los
más poderosos conversos de la corte, Luis de Santángel y Gabriel
Sánchez, recibieron cartas de Cristóbal Colón, de quien no se
tenían noticias desde su salida de Palos ocho meses antes. Por
qué razón el almirante escribió primero a estos judíos que al rey o
la reina, es cosa todavía no averiguada. Quizá escribiera a los
soberanos y sus cartas se perdieran de algún modo. En la que
escribió a Sánchez manifestaba que a los treinta y tres días de su
partida había llegado al mar de la India y descubierto varias islas, a
la primera de las cuales había llamado San Salvador.
«Estas islas son hermosas en apariencia, y presentan gran
diversidad de paisajes. Pueden atravesarse por todas partes y
están adornadas con gran variedad de frondosos árboles, que
cuando los vi estaban tan verdes y florecientes como en España en
el mes de mayo, algunos cubiertos de flores, otros cargados de
fruto, según las diferentes especies y su tiempo de fructificación...
El ruiseñor y muchos otros pájaros estaban cantando, aunque era
el mes de noviembre cuando yo visité aquella deliciosa región.»
Colón agregaba que los habitantes estaban desnudos, eran
tímidos, pacíficos, honestos y tan generosos, que «dan su algodón
y oro, como idiotas, por un pedazo de vidrio, herraduras, cascos y
naderías», al extremo que prohibió «tal tráfico por razón de su
injusticia».
Decía que en otras islas cercanas habitaban indios caníbales,
y que había oído hablar de otra isla donde la gente no tenía pelo y
poseía una gran cantidad de oro. Finalmente aseguraba que él
podría proveer a sus altezas de cualquier cantidad de oro, drogas,
algodón y otras mercaderías, y de tantos esclavos para el servicio
de la marina como fueran necesarios. Todavía se mantiene en el
misterio la razón por la cual Colón subrayó en sus cartas a los dos
conversos la posibilidad de obtener ganancias comerciales y de
realizar un floreciente comercio de esclavos, cuando en sus tratos
con el rey y la reina había recalcado su altísimo propósito de
convertir a todo el mundo al catolicismo. Pero las intenciones de los
hombres aparecen algunas veces mezcladas. No obstante el hecho
de que los judíos se habían beneficiado durante siglos con el tráfico
177
de esclavos en Europa, no existe prueba alguna de la moderna
aseveración de que Santángel ayudó a Colón con la esperanza de
obtener grandes ganancias en el tráfico de esclavos y que Colón
era también de origen judío. De todos modos, la sinceridad de la fe
en Cristo del gran descubridor está por encima de toda cuestión.
Poco tiempo después, llegaron cartas a la corte desde Por-
tugal, dejando constancia de que el almirante, arrojado por una
tormenta, se encontraba en el puerto de Lisboa, donde había sido
recibido con honores reales por el rey Juan. Luego emprendió el
camino de Barcelona, para informar personalmente a sus altezas.
178
CAPÍTULO XXVIII
182
Juan se mostró especialmente interesado por los indios, y Colón le
dio uno para que fuera su sirviente, pero el clima español era
demasiado duro para éste y pronto murió. Cuando fueron
bautizados los seis aborígenes, los reyes los apadrinaron.
Durante todo un mes, Colón fue el héroe de la corte. Se le
veía a caballo, en el parque, con el rey Fernando y el príncipe. Fue
invitado por el cardenal a cenar. Era objeto de alabanzas en
Londres, París, Viena y especialmente en Génova. La primera
persona a quien Isabel y Fernando dieron cuenta de los
descubrimientos fue al papa Alejandro VI. Hubo gran júbilo en
Roma, porque casi todos creían que Colón había llegado al Asia y
que su descubrimiento iba a hacer posible que se ganaran muchas
almas para Cristo. Aproximadamente un año después, cuando se
planteó un conflicto entre España y Portugal sobre los nuevos
descubrimientos, que los portugueses sostenían se encontraban en
aguas pertenecientes a ellos, el papa Alejandro evitó una guerra
trazando una línea imaginaria que dividía el Atlántico para proteger
los derechos de cada nación en sus descubrimientos. Todos los
descubrimientos al oeste de esa línea pertenecerían a España,
puesto que Colón había navegado hacia el Oeste. Las tierras
situadas al Este pertenecerían a Portugal, ya que sus actividades
se habían desarrollado a lo largo de la costa de África. Por
supuesto, el papa Alejandro no tenía la menor idea de que existiera
el continente americano. Posteriormente, para satisfacer a don
Juan, el papa corrió la línea imaginaria a trescientas setenta leguas
al oeste de las islas de Cabo Verde, y en 1499 las dos naciones
concluyeron un tratado que daría más tarde a Portugal sus títulos
sobre el Brasil.
En septiembre de 1493, Isabel había organizado una segunda
expedición para Colón, que constaba de diecisiete barcos y unos
mil quinientos hombres, incluyendo soldados, labradores,
artesanos, sacerdotes misioneros y monjes y jóvenes caballeros
ansiosos de oro y aventuras. Como las Indias carecían de animales
domésticos y productos agrícolas útiles a los hombres civilizados,
había provisto a la flota de toda clase de semillas, trigo, cebada,
naranjas, limones, bergamotas, melones y otros frutas y vegetales,
183
y de toda clase de bestias, vacas, toros, caballos, cerdos, gallinas y
conejos. Su genio preveía que todo el continente virgen, tan rico en
tierras cuanto pobre en productos, sería capaz de sustentar a la
humanidad.
A cambio de estos beneficios, el Nuevo Mundo regalaba al
Viejo «una raíz que parecía una zanahoria y sabía a castañas»: la
patata, un producto originario de América, irlandés sólo por
adopción. Y Luis de Torres, judío converso que acompañó a Colón
como intérprete, volvió imitando a los salvajes al quemar ciertas
hierbas, que ellos llamaban «tabaco», en una pipa con forma de Y.
Él había visto a los indios sahumándose con esta pipa, para lo cual
se insertaban los dos tubos agujereados de la Y en sus narices e
inhalaban el humo por ellas. Torres fue el primer europeo que fumó
tabaco. Colón informó que había encontrado unas animales muy
peculiares que parecían «como grandes ratones, y son como entre
ratones e conejos, y que son muy buenos y sabrosos de comer y
tienen pies y manos como de ratón y suben por los árboles». Sin
lugar a dudas, el oposun isleño.
En octubre de 1493 emprendió Colón su segundo viaje hacia
las costas de Catay.
Entretanto, Carlos VIII había hecho saber al rey Fernando que
comenzaba su cruzada contra los turcos, y casualmente
mencionaba, como si se tratara de un hecho sin importancia, que
en el camino se apoderaría de Nápoles.
Salió con un ejército de treinta y un mil seiscientos hombres y
mucha artillería; pero como necesitaba dinero y caballería, recordó
a Fernando el tratado de Barcelona y le pidió ayuda, requiriéndole
autorización para utilizar los puertos de Sicilia.
Fernando e Isabel le enviaron un embajador para que felicitara
a Carlos por el celo que demostraba hacia la fe, prometiéndole toda
la ayuda posible contra los turcos. Pero se sentían en el deber de
hacerle notar que el derecho de conquista de África había sido
reservado a Castilla por decisión papal y no podían aprobar las
intenciones de Carlos contra Nápoles, porque ese reino era un
feudo de la Santa Sede, y se habían comprometido en Barcelona a
184
no llevar a cabo nada contrario al papa.
Carlos se dio cuenta de que había sido engañado por Fer-
nando, y se puso furioso. Pero, habiendo ido demasiado lejos en
sus planes, resolvió continuarlos sin la ayuda de España. Cruzó los
Alpes y comenzó la conquista de Italia. No le resultó difícil. Todas
las ciudades le abrían sus puertas. Los ejércitos mercenarios de los
Estados italianos, dirigidos por los condotieros, se desvanecían
como sombras. Eran, en realidad, poco más que apariencias de
ejércitos, que solían hacer simulacros de batallas. Se dice que en
una batalla cuya furia duró todo un día, murió un solo hombre, que
fue aplastado por el peso de su armadura; y a menudo los bandos
en lucha declaraban feriado y se dedicaban al juego. Naturalmente,
tales tropas huyeron sin ofrecer resistencia a los franceses y
suizos, bien adiestrados, de Carlos. La verdad es que los Estados
italianos se habían ultracivilizado y relajado por la vida fácil y el
lujo, por los libros y el arte, que habían olvidado las virtudes
guerreras y confiado su defensa a tropas mercenarias cuya única
ocupación era la de cobrar su paga.
Roma era presa del pánico. Mientras el papa Alejandro y los
cardenales se refugiaban en el castillo de Sant'Angelo, el joven rey
francés, como un moderno César, entró triunfalmente en la ciudad,
a la cabeza de su caballería.
185
CAPÍTULO XXIX
186
italianos contra el invasor. Garcilaso fue de un príncipe italiano a
otro, reprochando a algunos su maldad, apelando a la fe y
patriotismo de unos y a los propios intereses de otros.
Mientras Carlos continuaba su marcha para apoderarse de
Nápoles, el enviado español preparaba cuidadosamente una
alianza del papa, Venecia, Milán, el emperador de Alemania y
España para hacerle frente, organizando así, en muchas con-
ferencias nocturnas, la Liga de Venecia. Los Estados italianos
prometieron reunir una fuerza de veinticuatro mil caballeros y veinte
mil infantes para defender a la Santa Sede contra Carlos. Cuarenta
galeras venecianas esperaban a las fuerzas francesas en la costa
napolitana. El duque de Milán, aliado de Carlos, prometió
abandonarlo y cortar la línea de abastecimiento de Francia. El rey
Fernando ofreció su flota y su ejército, y estuvo de acuerdo en
invadir a Francia.
Carlos no descubrió la existencia de la liga formada contra él
hasta después que entró triunfalmente en Nápoles, vestido de
armiño y púrpura, con la corona imperial sobre la cabeza. Se
enfureció cuando se enteró de cómo había sido burlado por los
soberanos españoles, pero ya no podía hacer otra cosa que
regresar apresuradamente a sus reinos para defenderlos de la
amenazante invasión de las fuerzas de Aragón. Se abrió paso
hacia el Norte, luchando con grandes pérdidas, y se retiró cruzando
los Alpes.
Entretanto, Gonzalo de Córdoba pasó calladamente de Sicilia
a Calabria, que conquistó después de una brillante campaña en la
que se reveló como uno de los grandes militares de su época.
Después de apoderarse de Atella, marchó sobre Ostia, donde la
guarnición francesa, capitaneada por un famoso bandido, había
cortado los abastecimientos de Roma y destruido su comercio, y la
tomó por asalto. Después se dirigió a Roma, donde fue aclamado
como libertador. El papa Alejandro le otorgó públicamente la rosa
de oro. Así, España, en vez de Francia, se convirtió en la fuerza
política dominante de Italia, y todo con muy pocos sacrificios. En
realidad, cuando el Gran Capitán escribió a España pidiendo
víveres y ropas para sus hombres, el rey Fernando le contestó:
187
«Que vivan del país.» Fernando, con todos sus defectos, se
transformó en uno de los más poderosos reyes de su época. «Si
consideráis sus acciones —dice Maquiavelo—, las encontraréis
siempre grandes y extraordinarias.»
Comenzó entonces a soñar en un nuevo imperio ganado y
conquistado por armas y por casamientos diplomáticos, que seria
gobernado algún día por el príncipe Juan.
Tanto Isabel como Fernando eran lo suficientemente hábiles
para jugar a Inglaterra contra Francia. Iniciaron así un largo periodo
de negociaciones con Enrique VII sobre el futuro casamiento de su
hija Catalina con Arturo, príncipe de Gales. Finalmente firmaron un
pacto en virtud del cual Enrique se comprometía a hacer la guerra
a Francia en el momento que Fernando lo hiciera. Se convino
también que la dote de Catalina sería de doscientos mil escudos
(cada escudo equivalía a cuatro chelines y dos peniques), la mitad
pagadera en el momento del casamiento y el resto dentro del
término de dos años. La dote de la princesa consistirla en una
tercera parte de las rentas de Gales, Cornualles y Exeter.
Cuando Carlos VIII entró en Roma, Isabel y Fernando trataron
de inducir a Enrique VII a que ingresara en la liga formada en
defensa del papa. Enrique contestó que no existía en el mundo un
más celoso cristiano, ni nadie más dispuesto que él a ayudar a la
Santa Sede. Pero no podía creer que el papa se hallara realmente
en peligro, porque en ningún momento se lo había hecho saber. El
doctor Puebla les escribió que, efectivamente, no había llegado
ninguna petición del papa a Inglaterra, y esto le asombraba,
«porque la autoridad del papa es muy grande en Inglaterra y su
carta hubiera producido un gran efecto».
La princesa Isabel, que había casado con el príncipe por-
tugués Alfonso, enviudó después de seis meses de casamiento y
había vuelto junto a sus padres, para llevar virtualmente la vida de
una monja en palacio. Cuando el hermano de su marido, don
Manuel, llegó a ser rey de Portugal, en 1495, pidió su mano, pero la
hermosa viuda ni aún quiso considerar la posibilidad de un
segundo casamiento en ese momento, ni sus padres insistieron en
188
ello. La reina Isabel comenzó a pensar en la posibilidad de enviar a
la princesa María a Portugal. Esto resultaba complicado, porque el
rey Jacobo de Escocia había pedido a una de sus hijas y querían
complacerle, porque estaban usándolo como arma para forzar a
Enrique, que le temía, a hacer la guerra a Francia. La reina Isabel
salvó la dificultad escribiendo a Inglaterra al doctor Puebla, que de
tener una quinta hija, con mucho gusto la daría al rey de Escocia,
pero siendo solamente cuatro, estaba por enviar un embajador a
Jacobo «para entretenerle el mayor tiempo posible».
El principal propósito de la política exterior de Isabel y
Fernando en esta época era el de mantener aislada a Francia para
evitar que Carlos invadiera Europa. Deseaban ardientemente que
se desatara la guerra entre Francia y España en Italia, y con este
objeto hicieron todo lo posible por envolver a Francia en una guerra
con su «hermano» Enrique. Las cartas de Isabel, en este tiempo,
son a veces nerviosas y tensas, y ocasionalmente justifican el juicio
de su secretario: «De su natural inclinación era verdadera e quería
mantener su palabra; como quiera que en los movimientos de las
guerras e otros grandes fechos que en sus reinos acaecieron en
aquellos tiempos, e algunas mudanzas fechas por algunas
personas, la ficieron algunas veces variar.»
Isabel tenía entonces cuarenta y cinco años —edad crítica—y
sus cartas reflejaban algunas veces rasgos de histerismo, aunque
la franqueza y buena fe de la antigua Isabel se manifiestan
frecuentemente y hay como un latido vigoroso característico en
ella, de que carece la correspondencia firmada por «Fernando e
Isabel». En las cartas que ella sola escribió, hay una frescura de
epítetos y una tendencia a las metáforas y símiles: en resumen,
mucho del encanto, del poder y la personalidad de una mujer de
genio...
En su ansiedad abandona a Puebla, del que comienza a
sospechar que servía con mayor devoción a los intereses de
Enrique que a los de ella, no obstante le adularía en una de sus
cartas llamándole «mi consejero y embajador», y en otra «virtuoso
e íntimo amigo». Ella escribió a Enrique diciéndole que haría un
favor al rey Carlos si le declaraba la guerra. «Si el rey de Francia
189
continúa llevando así sus asuntos, dando de lado toda razón,
entonces sería hacerle buen servicio el evitar que continúe en
aquel camino de ruina que ha emprendido. Para esto no
encontramos cosa mejor que el rey de Inglaterra le haga la
guerra.» Isabel insiste que en tal caso Carlos abandonaría su plan,
haría la paz, y así «se restauraría la paz en la cristiandad sin
perjuicio de nadie, y además se beneficiaría grandemente el rey de
Inglaterra, nuestro primo». Haciendo la guerra, agrega, Enrique
«remataría una obra de la que se seguirían inmensos y universales
beneficios». ¡Y acto seguido hizo la ridícula promesa de que si
Enrique movía guerra a Francia, ella intercedería ante el papa para
que le concediera una bula de cruzado permitiéndole reservar al
tercio o la mitad de cuanto conquistara!
Para reforzar su poder frente a Francia, desde tiempo atrás
Isabel y Fernando habían planeado el matrimonio de Juana, su
segunda hija, con el archiduque Felipe el Hermoso, hijo del
emperador Maximiliano, y el del príncipe Juan con la archiduquesa
Margarita. Llegó el momento de estos casamientos, y la reina
Isabel se dirigió a la costa del Norte para presenciar la partida de
su segunda hija. Juana tenía entonces dieciséis años; era delgada
y morena, y tan parecida a su abuela Juana Enríquez, que la reina,
por broma, la llamaba suegra. A pesar de todo, en su
temperamento Juana se parecía más a su abuela materna de
Arévalo. Era irascible y melancólica, propensa a ataques de mal
humor e inexplicable depresión. De las cuatro hijas, ella era la
única que carecía de encantos físicos, y tenía celos de las otras. Le
dolía la disciplina de su madre, y alguna vez demostró su desvío
ante la instrucción religiosa y sus prácticas. Tal era la infortunada
niña que iba a ser enviada a Flandes como novia de un muchacho
atolondrado, sensual y mujeriego.
Juana no demostró emoción alguna, ni pesar tampoco, al
dejar a su madre. Parecía más interesada por el tiempo y el barco,
cosas ambas que detestaba. Realmente, no puede censurársela
por esto, porque el tiempo era malo, y aun con cielo despejado, el
viaje estaba expuesto a peligros e incomodidades en un barco de
cuatro mástiles, ancha proa y doble torre en la estrecha popa, todo
190
rodando como un corcho bajo el viento pesado. El cielo estaba
cubierto de nubes y el mar agitado cuando se hizo a la vela, y la
reina la vio partir con el corazón oprimido y lleno de malos
presentimientos. No tuvo noticias de su hija por espacio de varios
meses, durante los cuales las nuevas que llegaban de restos de
naufragios arrojados sobre las costas de Vizcaya la mantuvieron en
un estado de continua alarma y remordimientos. Por fin supo que la
flota que enviara con Juana había sido dispersada por una
tormenta y llegado a Portland para reparar las naves, pero que
después había arribado a Flandes. Estas noticias llegaron
indirectamente, no por intermedio de Juana, que no contestaba las
cartas de su madre. Felipe estaba cazando en Luxemburgo cuando
ella llegó, y no se tomó el trabajo de ir a verla hasta un mes
después de su desembarco. Ella se enamoró inmediatamente de
él, pero él no se ocupaba en absoluto de ella.
La flota que llevó a Juana a su destino trajo de vuelta a una
hermosa princesa que iba a contraer matrimonio con Juan.
Margarita había sido enviada a Paris a la edad de cuatro años para
desposarse con Carlos VIII, y fue educada cuidadosamente por la
regente de Carlos, Ana de Beaujeu. Pero, en definitiva, Carlos la
repudió por orden de su hermana, para casar con Ana de Bretaña y
facilitar así la unión de aquella provincia con Francia. El pueblo
aclamó a Margarita cuando dejó la costa francesa, porque se había
hecho muy popular. Era encantadora, inteligente y atractiva, y la
reina Isabel esperaba que resultase una esposa ideal para el
delicado y sensible muchacho de pelo rubio a quien ella llamaba
«mi ángel».
191
CAPÍTULO XXX
194
cuatro meses, durante los cuales escasearon el agua y los ali-
mentos. Llevaba una tripulación de hombres extenuados, medio
muertos de hambre, estremecidos por la fiebre, pobres des-
graciados que convertidos en sombras desembarcaron de las
carabelas en Cádiz. El último de todos, con su hábito castaño,
venía el almirante. Su popularidad se había desvanecido; todo el
mundo le llamaba el Embaucador. Isabel veía todavía en él un gran
hombre, y anunció que, de todos modos, ella se proponía
encomendarle una tercera expedición.
La reina se encontraba entonces en Burgos, esperando a la
princesa Margarita, a la sazón en alta mar. Colón predijo que
Margarita llegaría a Santander y probó estar en lo cierto. Arribó la
princesa unos días después, desembarcando al son de la música y
los gritos del pueblo.
Tenía ésta cierta gracia francesa; era ingeniosa y alegre. Su
pelo rubio era lo suficientemente largo para llegar, suelto, a sus
pies. Cabalgando hacia Burgos entre el rey y el príncipe, la
princesa hizo un divertido relato de su viaje y de la tormenta que
había arrojado su barca al puerto de Southampton. En lo más
fuerte de la tempestad, cuando los marineros esperaban que el
barco se hundiera, Margarita escribió su propio epitafio en verso y
lo cosió en una cinta a su muñeca para ser identificada si su cuerpo
era arrojado a la orilla:
196
El rey, según cuenta Bernáldez, consoló tiernamente al prín-
cipe cuando le llegaba la última hora, diciéndole: «Fijo mucho
amado, habed paciencia, pues que vos llama Dios, que es mayor
rey que ninguno otro, y tiene otros reinos e señoríos mayores e
mejores que non este que vos teníades y esperábades, para vos
dar, que os durarán para siempre jamás, y tened corazón para
recibir la muerte, que es forzoso a cada uno recibirla una vez, con
la esperanza que es para siempre inmortal y vivir en gloria.» En
estos términos le habló, y cuando el príncipe exhaló su último
suspiro, el padre, cerrando piadosamente sus ojos, pensó quizá por
qué la muerte, que había perdonado a él en tantas peligrosas
batallas, tronchaba la existencia de un joven feliz en el umbral de la
vida. El príncipe murió el 3 de octubre de 1497, y con él «así fue
que se perdieron las esperanzas de toda España», escribió
tristemente Pedro Mártir, su preceptor.
El rey había enviado correo tras correo a Alcántara dando
cuenta del más mínimo síntoma que pudiera interpretarse favo-
rablemente, para mantener vivas las esperanzas de la reina hasta
el último momento, tal vez en la creencia de que todavía pudiera
operarse un milagro. Y apenas el cuerpo de Juan fue
pomposamente depositado en la catedral de Salamanca, entre las
lamentaciones de los estudiantes y el pueblo, Fernando quiso ser
el primero en llevar la triste nueva a la reina.
Isabel, al verle, dio un grito de alivio, porque pensó que su
llegada significaba que el príncipe estaba fuera de peligro. Pero la
cara del rey la desilusionó antes de que hablara.
«¡Decidme la verdad, señor!», le exigió.
«Él está con Dios», contestó Fernando.
La gran reina palideció. «Éste fue el primero cuchillo de dolor
—dijo Bernáldez— que atravesó su corazón.» Después, inclinando
la cabeza, dijo: «Dios nos lo dio y Dios se lo ha llevado. ¡Bendito
sea su santo nombre!»
El rey y la reina se encerraron con su dolor durante varios
días, mientras las campanas de las iglesias de toda España do-
blaban por el príncipe y la gente toda guardaba luto, cubriendo de
197
negro los muros y puertas de las ciudades y suspendiendo las
actividades públicas y privadas durante varios días.
Cuando, al fin, los soberanos salieron de su retiro, hicieron
frente al mundo con tanta fortaleza, que todos se maravillaron de
su valor, Pedro Mártir escribió: «Los soberanos se esfuerzan en
ocultar su dolor, y logran hacerlo. Cuando los contemplamos,
atormentados por la debilidad de nuestra alma, ellos miran
serenamente, fijamente, a los que les rodean. ¿Dónde encuentran
fuerzas para ocultar sus dolores? Parece como si, vistiendo como
hombres, no fuesen de carne humana, y que su naturaleza, más
fuerte que el diamante, no conociera el dolor.» Pero bajo el sereno
exterior de la reina Isabel sangraba su herida; el mundo nunca
volvería a ser para ella lo que había sido, porque había aprendido,
al fin, el significado de la palabra imposible.
198
CAPÍTULO XXXI
199
aquel que lo persiguiera era enemigo de Cristo. A principios de
1498 escribió al emperador y a los reyes de Francia, España,
Inglaterra y Hungría: «La hora de la venganza ha llegado: Dios
desea que yo revele su secreto designio, y anuncie a todo el
mundo los peligros a que está expuesta la barca de Pedro a causa
de nuestra debilidad... Yo os aseguro, in verbo Domine, que este
Alejandro no es en absoluto papa y no debe ser tratado como tal.»
Llegó a sostener que el papa había comprado su elección a la silla
de San Pedro y que ni aun creía en la existencia de Dios. Esto
parece ser falso, pues Alejandro, no obstante todos sus pecados,
tenía fe, y manifestaba una especial devoción por la Virgen bendita.
Sus enemigos políticos le acusaban de haber obtenido su elección
mediante simonía, pero no hay prueba alguna de este aserto; por el
contrario, fue elegido por unanimidad después de haber servido
durante varios años como hábil y eficaz canciller del papa. Hizo
vigorosos esfuerzos para unir a Europa contra los turcos, que
habían asolado Polonia y aun el territorio de Venecia. El año
anterior había nombrado una comisión encargada de redactar un
programa para la reforma de la Iglesia. Uno de sus mayores
pecados parece haber sido el de que, en su ardiente afecto por su
propia familia, antepuso a menudo sus intereses a los de la Iglesia,
o al menos dio lugar a los celos y la malevolencia de los nobles,
que eran sus enemigos o enemigos de la Iglesia. Había sido
severamente criticado por convertir a César Borgia en confaloniero
de las tropas del papado y conquistador de una gran parte de Italia.
Pero a este respecto debe recordarse que Alejandro y César sólo
llevaban a cabo el plan de unificación y centralización del poder
que se generalizaba en toda Europa. A una época algo semejante
a la anarquía sucedía otra de poderosos reyes que reprimían a la
nobleza egoísta, la que había estado oprimiendo al pueblo y lu-
chando dentro de sí misma, mientras detentaba en sus manos toda
la autoridad. Luis XI había hecho esto en Francia, Enrique VII
estaba haciéndolo en Inglaterra, Fernando e Isabel lo juzgaron
necesario para la reconstrucción de España, y Alejandro y César
intentaban algo similar en Italia. Naturalmente, los nobles ladrones
y los reyezuelos a quienes César, con su gran genio, había
200
tronchado su poder, tenían otro punto de vista, y nada creían ellos
demasiado vil para decir del papa, César y Lucrecia, la que, según
la historia y memorias dignas de fe, era en su época una de las
mujeres más virtuosas dignas de alabanza.
Savonarola, evidentemente, creía todo lo que los enemigos
del papa decían en Florencia, y continuó tronando contra éste y su
familia. Pero los florentinos se volvieron contra el monje cuando
comprendieron que muchas de sus profecías eran falsas, y
después de un juicio por herejía y sedición, fue cruelmente azotado
y colgado con otros dos frailes, en abril de 1498. Es un error
considerar a Savonarola como el precursor de Lutero. Aquél estaba
convencido de que la Iglesia católica era la única Iglesia verdadera
instituida por Cristo, y vivió y murió en la obediencia de sus
enseñanzas, a pesar de que discutió el título del papa entonces
reinante. Muchos católicos, incluyendo a San Felipe Neri, lo han
venerado como a un santo.
El nuevo rey francés Luis XII anunció su intención de orga-
nizar una nueva cruzada contra los turcos, y el papa, obligado
entonces por distintas circunstancias, reanudó las relaciones con
él. César, que había sido nombrado cardenal, pero que nunca fue
sacerdote, deseaba colgar su manto purpurado y casarse con una
princesa para llegar a ser un gran señor secular; y el rey Luis, en
agradecimiento posiblemente por la anulación de su casamiento
con la princesa Juana, nunca consumado y que más tarde fue
canonizada como Santa Juana de Valois, hizo a César duque de
Valentinois.
Fernando e Isabel, que deseaban mantener a los franceses
fuera de Italia, se disgustaron con Alejandro por su nueva política
francesa, y de acuerdo con Portugal, intentaron atemorizarlo,
amenazándolo con la reunión de un concilio general para
deponerlo. Enviaron embajadores que, si debemos creer a Zurita
—cronista español que escribió más tarde, cuando los prejuicios
contra Alejandro se habían fortalecido—, le hicieron saber «que él
no era legalmente papa». El anciano pontífice contestó que había
sido elegido sin una sola oposición y que tenía derecho a su titulo,
mientras Fernando e Isabel eran usurpadores que se habían
201
adueñado en España del poder que por derecho pertenecía a
Juana la Beltraneja. Evidentemente, Alejandro se defendió con
vigor y acusó a Garcilaso de la Vega, que se hallaba presente, de
haber enviado informes falsos sobre él. Agregó que la muerte del
príncipe Juan, que había dejado a Fernando e Isabel sin
descendientes directos, era un castigo de Dios por sus
intromisiones en los derechos de la Iglesia. Es cierto que una
extraña fatalidad parece haber seguido a los hijos de los monarcas
españoles, sea cual fuere la causa. Margarita estaba encinta
cuando don Juan murió, pero el niño nació muerto, y la joven
princesa volvió finalmente a la corte de su padre. La sucesión al
trono de Castilla recaía ahora en la joven reina de Portugal, que dio
a luz un hijo en el verano de 1498, muriendo ella una hora más
tarde. La criatura, bautizada con el nombre de Miguel, era el centro
de todas las esperanzas y afectos de Isabel, la que soñó que algún
día gobernaría él a toda España y Portugal. Pero ¡adiós las
esperanzas de la reina! En el plazo de dos años, el niño siguió a su
madre a la tumba. «El primero cuchillo de dolor que traspasó el áni-
mo de la reina Isabel —escribió Bernáldez— fue la muerte del
príncipe, el segundo fue la muerte de doña Isabel, su primera hija,
reina de Portugal; el tercero cuchillo de dolor fue la muerte de don
Miguel, su nieto, que ya con él se consolaba, y desde entonces
vivió sin placer la ínclita y muy virtuosísima y muy ilustre reina doña
Isabel, en Castilla, y se acortó su vida y su salud.»
María, la más afortunada de todas las hijas de Isabel, vivió
hasta los treinta y cinco años. En 1500 se casó con el rey de
Portugal, dándole seis hijos y dos hijas.
La pobre Juana era muy desgraciada en Flandes, y constante
fuente de ansiedad de su madre. Juana era salvajemente celosa de
su marido. Felipe no le daba dinero, y los españoles que habían ido
a Flandes con ella vivían en la pobreza. En la festividad de San
Matías, en 1500, dio a luz un niño llamado Carlos, que estaba
destinado a heredar, a través de ella, un vasto imperio, incluyendo
toda España, Nápoles, Sicilia, Alemania, Austria y Flandes, con el
nombre de emperador Carlos V, y luego, en la cumbre de su poder,
a renunciarlo todo y entrar a un monasterio.
202
De todas las hijas de la reina, sólo Catalina permanecía con
ella, pero el comienzo de su largo martirio estaba próximo. El día
de Pentecostés de 1499 se casaba por poder con el príncipe Arturo
de Gales. La reina Isabel difirió cuanto pudo el envío de Catalina a
Inglaterra, porque la princesa tenía entonces sólo trece años y
también porque desconfiaba del mezquino Enrique, de quien su
embajador había escrito: «Si una moneda de oro entra una vez en
sus arcas, no vuelve a salir más. Siempre paga en moneda
depreciada... Todos sus servidores son como él, y tienen una
habilidad maravillosa para hacerse con el dinero de los otros.»
Mientras las cortes de los dos países regateaban sobre el
viaje de la princesa, su dinero, sus alhajas, su recepción y su
estado legal en Inglaterra, los negocios de Colón renovaban di-
ficultades al rey y a la reina. El almirante había comenzado su
tercer viaje golpeando y dando de puntapiés en el puerto de Cádiz
a un tal Jiménez de Briviesca, converso empleado en las oficinas
de Indias, quien le había irritado sobremanera.
El almirante descubrió Trinidad, y al día siguiente, el 1 de
agosto de 1498, vio el continente americano desde su cubierta y lo
llamó Isla Santa, pensando, naturalmente, que era otra isla. Su
tripulación desembarcó, pero a él le fue imposible hacerlo por
encontrarse enfermo. Descubrió Venezuela, que llamó Gracia.
Cuando llegó a La Española encontró a los colonos alzados contra
su hermano, a quien dejara al frente de ella. Como Colón y sus
enemigos habían remitido un informe a España sobre el conflicto,
Fernando e Isabel enviaron a Francisco de Bobadilla, que había
actuado como jefe de un ala del ejército en la guerra contra los
moros, para que investigara y arrestara a los promotores del
desorden.
Parece ser que Bobadilla llegó a la conclusión, tal vez apre-
surada, de que la incapacidad del almirante como administrador
era la causa de los disturbios, por lo cual lo arrestó y lo hizo llevar a
bordo encadenado, enviándolo a España. Cuando el capitán del
barco le ofreció librarlo de sus cadenas, Colón insistió en seguir
llevándolas, y de esa manera desembarcó en Cádiz, en noviembre
de 1500, amargado por la gota, con el pelo blanco y muy
203
envejecido por las enfermedades y los sufrimientos. Pero, en
cualquier situación, con derecho o sin él, enfermo o sano, rico o
pobre, nunca le abandonaron su compostura majestuosa y la
grandeza de su discurso. A pesar de todo lo que se ha dicho o
pueda decirse contra él, era un hombre heroico, una gran figura.
De ser Colón un ladrón, habría robado carteras con aire de gran
señor; de ser un mendigo, habría tendido su mano con el ademán
de un emperador. A bordo escribió una carta a la vieja aya del
príncipe Juan, que siempre había sido su amiga; una carta llena de
indignación: «Dios es justo, y Él querrá en su tiempo hacer saber
por quién y cómo se han hecho todas las cosas. Él no me juzgará
como un gobernador que ha sido enviado a una provincia o ciudad
sometida a un gobierno regular, y donde las leyes pueden
ejecutarse sin temor ni peligro de la felicidad pública ni sujeción a
una gran injusticia. Yo debo ser juzgado como un capitán enviado
de España a las Indias a conquistar un pueblo numeroso y
guerrero, cuyas costumbres y religión son por completo diferentes
a las nuestras. Un pueblo que mora en las montañas, sin
habitaciones decentes para ellos ni para nosotros. Y donde debo
someter a todo un mundo al dominio de los reyes nuestros
soberanos, a causa de lo cual España, a la que usualmente se
calificaba de pobre, es hoy el más rico de los reinos. Yo debo ser
juzgado como un capitán que durante tantos años ha empuñado
las armas, no dejándolas por un instante. Yo debo ser juzgado por
caballeros que hayan conquistado ellos mismos el premio de la
victoria; por caballeros de la espada y no por charlatanes.»
Cuando el almirante atravesó encadenado las calles de Cádiz,
un murmullo de piedad e indignación corrió por el pueblo, y desde
allí a través de toda España, y cuando compareció ante el rey y la
reina en Granada, la simpatía pública había vuelto a ponerse de su
lado y fue recibido con cariño, vindicándosele públicamente y
permitiéndosele retener todos sus títulos y privilegios. A pesar de
ello, un nuevo gobernador, Ovando, fue enviado a La Española en
su lugar. Parece que Bobadilla continuó gozando del favor de la
corte.
Es posible que Colón estuviera algo insano en esta época,
204
porque publicó un libro de profecías en el que predecía el fin del
mundo antes de ciento cincuenta y cinco años. Con todo, la reina
consintió en que realizara un cuarto viaje, siempre que se
mantuviera alejado de La Española. Así lo hizo, y una vez más
fracasó gloriosamente. Naufragó, y durante ocho meses anduvo
entre hostiles indios en la isla de Jamaica, enfermo, traicionado,
negándosele la entrada al puerto que él había descubierto. Él, a
pesar de todo, mantuvo su espíritu invencible. Y no pueden leerse
sus cartas sin sentir simpatía y admiración.
205
CAPÍTULO XXXII
206
cuarenta y un cardenales de Roma dieron un total de cuarenta y
cinco mil trescientos setenta y seis ducados para la causa, y el
papa contribuyó con cuarenta mil ducados de su peculio.
Gonzalo contestó al llamamiento del Padre Santo uniéndose a
la flota veneciana y atacando a Cefalonia, que reconquistaron de
manos de los turcos después de un sitio de cincuenta días. El papa
Alejandro, en prueba de agradecimiento, otorgó al rey Fernando el
título de defensor de la fe. Gonzalo, cuya victoria había salvado a
Venecia y tal vez a Europa entera, fue recibido en todas partes con
aplauso y regalos principescos, que él distribuyó entre sus tropas
con su habitual magnificencia, siguiendo a Nápoles para tomar
posesión de la mitad que correspondía a su señor.
Hasta este momento el rey Fernando podía sostener que
había actuado principalmente movido de su celo hacia la Iglesia,
pero desde entonces comienza a evidenciarse que lo mueven sus
intereses personales. Gonzalo, probablemente de acuerdo con las
instrucciones de su señor, pronto riñó con los franceses, y procedió
en seguida a expulsarlos de Nápoles, en una de las más brillantes
campañas de la historia bélica. Gracias a las condiciones de
estadista del rey Fernando y al genio militar del Gran Capitán, fue
España y no Francia la que dominó en Italia.
Por aquel entonces la reina Isabel estaba muy interesada en
su intento de convertir al cristianismo a los moros de Granada,
porque veía el peligro de que, continuando en la religión
mahometana, conspirasen con los musulmanes de África para
deshacer la unidad de España, que tanto había costado. Su viejo
confesor, Talavera, había hecho como arzobispo grandes
progresos entre los moros, porque su infinita caridad y la pureza y
nobleza de su vida los atraía tan poderosamente, que muchos de
ellos se convirtieron voluntariamente al cristianismo. Pero cuando
Jiménez de Cisneros, arzobispo de Toledo, fue a Granada para
ayudar a Talavera, en 1499, no se conformó con las lentas aunque
seguras conquistas del anterior, y decidió adoptar procedimientos
más enérgicos. Comenzó invitando a los jefes de los moros a su
palacio para que discutieran de religión con él, y a muchos de ellos
impresionaron tanto sus argumentos, que se hicieron cristianos. En
207
un solo día bautizó a cuatro mil moros.
El resultado fue que los enemigos más encarnizados del
cristianismo provocaron entre los musulmanes una rebelión que se
propagó a muchas ciudades. Cisneros la reprimió con su
característico vigor, aprisionando a los cabecillas. En su
exasperación ordenó que los prisioneros fueran instruidos en la
religión cristiana por los capellanes, y cuando algunos de ellos se
negaron los castigó severamente. Hizo quemar en la plaza pública
varios miles de ejemplares del Corán y otros libros mahometanos y
obligó a que se bautizaran los descendientes de los renegados,
aun en contra de la voluntad de sus padres. De este modo, por su
indiscreto celo e intolerancia, el eficaz Cisneros traicionó el
principio tradicional de la Iglesia de no forzar a nadie a convertirse
al cristianismo, y el resultado fue el que debía esperarse. Los
moros de Granada tomaron las armas contra los cristianos y los
sitiaron durante nueve días y sus noches. Parecía ya que todos los
cristianos iban a ser asesinados, cuando el santo arzobispo
Talavera, precedido por un capellán que llevaba una cruz, se
adelantó a pie hacia la hirviente muchedumbre de los
mahometanos. Levantó su mano pidiendo silencio y les habló en
árabe. Tan grande era el afecto que le profesaban y el poder de su
santidad, que los moros más próximos cayeron de rodillas y
besaron el ruedo de su hábito; y mediante sus buenos oficios se
restableció una vez más la paz. Todavía la Inquisición, más tarde,
se atrevería a atacar a este santo varón, sólo porque sus padres
habían sido judíos.
El rey Fernando, a quien nunca le había gustado Cisneros,
estaba enfurecido contra él.
«¡Ah! —gritó a la reina—, ¿no os parece, señora, que vuestro
arzobispo en una sola hora ha puesto en peligro todo lo que los
reyes nuestros antepasados y nosotros mismos hemos ganado en
tanto tiempo y con tan grande costo y fatigas y derramamiento de
sangre?»
Isabel pidió cuentas a Cisneros. Éste fue inmediatamente a
Sevilla y obtuvo tanto éxito en la defensa de su proceder,
208
probablemente sosteniendo que si no se tomaban las medidas
precisas los moros podrían conquistar España por segunda vez,
que los soberanos siguieron su sugestión de dar a elegir a aquéllos
entre ser perseguidos por alta traición o bautizarse.
Casi todos los moros de Granada prefirieron ser bautizados.
Pero el año siguiente estalló una nueva revuelta en las Alpujarras,
las montañas que corren al sudeste de Granada, y muchos de los
frailes que hablan sido enviados a predicar al pueblo fueron
asesinados. Mujeres y niños moros dieron muerte a pedradas a
dos sacerdotes que previamente habían sido atados con lianas a
los árboles. Fuerzas mahometanas navegaron de noche, desde el
África, diez millas a través del estrecho, para quemar los caseríos
de los cristianos próximos al mar y matar a sus pobladores. El rey
Fernando se puso al frente de un ejército e irrumpió en el territorio
moro. Cuando los mahometanos pidieron la paz, él les dio a elegir
entre el exilio al África y el bautismo. La mayor parte de ellos prefi-
rieron convertirse al cristianismo.
Así nació esa clase de descontentos cristianos llamados mo-
riscos, de los cuales medio millón fueron finalmente expulsados
durante el reinado de Felipe III, en 1609. Su éxodo representó una
sensible pérdida económica, porque eran excelentes campesinos
que conocían la importancia de la irrigación. No obstante, durante
todo un siglo, después de la muerte de la reina Isabel, sus
dominadores aprovecharían de su industriosa prosperidad.
La posterior decadencia de España se debió más a los des-
cubrimientos de Cristóbal Colón que al éxodo de algunos judíos o
moros. España se agotó en el estupendo esfuerzo de colonizar y
civilizar el Nuevo Mundo. Y en el siglo XVII, los judíos encubiertos
en Holanda, Italia, e Inglaterra, descendientes de los castigados
por la Inquisición o expulsados del país, usaron de su gran poder
para desviar el comercio de España hacia esas naciones y obtener
informaciones sobre las actividades navales de España de los
conversos españoles, especialmente en beneficio de Inglaterra.
Aun en el tiempo de Cromwell, los judíos que pretendían ser
españoles católicos proporcionaban al gobierno inglés
informaciones sobre secretos militares y comerciales de España.
209
CAPÍTULO XXXIII
210
desembarcaba en el puerto de Portsmouth.
Los príncipes se casaron el 14 de noviembre de 1501 ante el
altar de la catedral de San Pablo de Londres, en presencia de una
numerosa concurrencia. Catalina tenía catorce años y su marido
dieciséis.
El príncipe Arturo hizo saber a los parientes de su esposa que
«nunca había experimentado mayor goce en su vida que cuando
admiró el bellísimo rostro de su novia».
Seis meses después, el príncipe había muerto. Fernando e
Isabel, alarmados por los informes acerca de la indiferencia que
demostraba el rey Enrique en la atención de su hija, escribían
frenéticas súplicas a la corte inglesa para que la enviasen
inmediatamente a España. Pedían a Enrique los cien mil escudos
que se habían pagado como primer pago del aporte matrimonial de
la princesa, exigían la entrega de las ciudades y tierras asignadas a
ella como dote, y rogaban a su «hermano» que, la enviara a
España «del mejor y más rápido modo posible». Al mismo tiempo
autorizaban al duque de Estrada, su embajador, a negociar un
segundo matrimonio entre Catalina y Enrique, príncipe de Gales,
desde que la joven viuda declaraba que su matrimonio con Arturo
nunca se había consumado.
Era el comienzo de largos años de sufrimiento, que termi-
narían con su divorcio de Enrique VIII y con el rompimiento de la
mitad de la cristiandad europea, a la que Fernando e Isabel habían
ofrecido sus vidas y las de sus hijos. Isabel escribió a Puebla que la
muerte del príncipe Arturo revivía en ella la aflicción causada por
pérdidas anteriores, «pero la voluntad de Dios debía cumplirse».
Dos semanas después, en mayo de 1502, los soberanos es-
pañoles escribían con la mayor urgencia a Puebla. Decían que
esperaban confiadamente que Enrique cumpliera sus obligaciones
para con su hija. Sabían que Catalina se había visto obligada a
pedir dinero prestado, porque el rey de Inglaterra no proveía a sus
necesidades. Si esto fuera cierto, redundaría en gran deshonor de
Enrique. Puebla debía decir a la princesa y a sus consejeros que
no pidieran dinero prestado. «Tal cosa no debe siquiera
211
mencionarse.» Cuando su hija la reina de Portugal enviudó, recibió
todo lo necesario del nuevo rey de Portugal, y no tuvieron que
enviarle lo más mínimo. Cuando la princesa Margarita enviudó en
España, proveyeron a todas sus necesidades como si hubiese sido
su propia hija. Ni su padre ni su hermano Felipe le enviaron la
menor suma de dinero; y si lo hubiesen hecho, Fernando e Isabel
lo habrían considerado una ofensa y no la habrían aceptado.
En junio escribieron que algunas personas habían aconsejado
a la princesa de Gales que no aceptara lo que el rey de Inglaterra
le ofreciera, quizá porque era tan poco. «El consejo es malo. Debe
aceptar lo que le den.»
La reina Isabel de Inglaterra había tratado con afecto a
Catalina, y después de la muerte de Arturo le envió una litera negra
tirada por dos caballos, para buscarla, a Croydon Palace, pero
Isabel murió el invierno siguiente, de sobreparto. La misma carta de
Puebla que notificaba su muerte a la corte española decía que el
rey Enrique «no se manifestaba reacio a casarse con la princesa
de Gales». La reina Isabel escribió, el 11 de abril de 1503, al duque
de Estrada, dándole su opinión al respecto: «El doctor nos ha
escrito del matrimonio del rey de Inglaterra con la princesa de
Gales, nuestra hija, diciendo que se habló de él en Inglaterra. Pero
como sería una cosa diabólica, nunca vista, y sólo el hablar de ello
ofende nuestros oídos, no deseamos por nada del mundo que tal
cosa ocurra. En adelante, si algo se os habla de ello, decid que es
una cosa que no puede tolerarse.»
En los siete años siguientes, Catalina fue condenada a la más
desgraciada vida, mientras su padre y Enrique regateaban sobre su
dote, su vajilla y su casa, y sobre los largos y causadores detalles
del convenio por el cual finalmente se casó con el príncipe Enrique.
Fernando le envió muy poco dinero, en la creencia, evidentemente,
de que haciéndolo así, Enrique se vería obligado —por vergüenza,
si no por generosidad— a velar por ella. Pero Enrique, cuya
posición en el trono era ahora segura, no se turbaba por vergüenza
ni por generosidad. Algunos años después la princesa escribía a su
padre que sus sirvientas y doncellas carecían del dinero necesario
para comprar ropas. Ella misma se vio obligada algunas veces a
212
pedir dinero prestado para comer. Durante este tiempo, Fernando
la utilizaba como embajador especial. Era astuta y digna de toda
confianza y sabía informarle bien.
La reina Isabel también ha sido acusada de emplear a su hija
con fines políticos y de abandonarla a la fría caridad de Enrique.
Los hechos difícilmente justifican un juicio tan severo. Isabel
sobrevivió al príncipe Arturo solamente dos años: dos de
enfermedad, ansiedad y descorazonamiento. Sus cartas a
Inglaterra prueban sus vivos deseos de que Catalina volviera al
hogar, a no ser que su posición se normalizase mediante su
casamiento con el príncipe Enrique. Los esponsales de Catalina
con el príncipe de Gales, realizados poco antes de la muerte de
Isabel, pusieron término a toda conversación sobre su regreso. Si
la gran reina hubiera adivinado las consecuencias de este
casamiento, sus últimos momentos habrían sido muy amargos.
Enrique había apremiado a los soberanos españoles para que
enviara a Catalina a Inglaterra, prometiendo ser un padre para con
ella. Pero su conducta era fría, mezquina y carente de cariño,
excepto cuando entreveía obtener un beneficio con un regalo
accidental. Aun después de sus esponsales con el príncipe
Enrique, en 1503, la situación de la princesa no mejoró en lo más
mínimo. Para colmo de males, estaba casi siempre enferma,
porque el clima inglés no le sentaba, y en 1504 casi fue
desahuciada por los médicos que la habían sangrado y purgado
repetidamente con la intención de curarla de un resfriado y unas
fiebres.
Como Catalina no podía sin dispensa contraer matrimonio con
el hermano de su marido, el rey Fernando escribió a Roma
solicitándosela a Alejandro VI. Pero el papa Alejandro murió en el
verano de 1503, y le sucedió el irreprochable y altamente
respetado Pío III. La reina Isabel celebró este acontecimiento con
gran pompa considerándolo como la aurora de la grande y
esperada reforma que la Iglesia necesitaba para purificarse de las
manchas que una civilización decadente le había echado encima.
Por ese año de 1503 era universalmente sabido en Europa
213
que la gran reina se hallaba al final de su carrera, pero los últimos
meses de su, vida iban a ser todavía más amargos a causa de la
actuación de Juana, y pronto encontraría la paz en la muerte. La
archiduquesa vino a España con su esposo en 1501 para ser
reconocida como heredera del trono de Castilla. Cuando Felipe
volvió a Flandes, Juana enloqueció de celos. Su segundo hijo,
Fernando, nació en marzo de 1503. Ella quiso regresar a su casa
inmediatamente, pero como la guerra con Francia había
comenzado en las fronteras del Norte, se vio obligada a quedarse
con su madre y «rabió como una leona», según la expresión de
Pedro Mártir, y acusó a todo el mundo de haber tramado una
monstruosa conjura para tenerla alejada de su marido. El pueblo
comenzó a llamarla Juana la Loca.
Entretanto, el rey Luis, encolerizado al verse engañado por
Fernando, lanzó una gran ofensiva contra España. Un ejército
debía invadir Italia, otro cruzar las fronteras de Fuenterrabía y un
tercero, de veinte mil hombres, penetrar en el Rosellón y
reconquistarlo.
El rey Fernando reunió apresuradamente un ejército en Ara-
gón para defender su territorio. En pleno reclutamiento, se enteró
de que Isabel estaba muriendo en Segovia, a trescientas millas de
distancia. Abandonó todo y cabalgó día y noche hasta que llegó a
su lado.
La reina estaba enferma, pero no tan seriamente como los
rumores decían. Y cuando el rey volvió a Aragón para lanzar su
ejército contra los invasores, ella se levantó para ayudarlo, por
última vez, a reclutar tropas y pertrechos, mientras su gente
ayunaba, rezaba y visitaba todas las iglesias de la ciudad.
Fernando salió otra vez victorioso, pero cuando la reina supo que el
peligro había pasado y que los franceses se retiraban en desorden
hacia el Norte, envió al rey una Carta rogándole que recordase que
Francia era una nación cristiana y que no los llevara a la
desesperación cortándoles la retirada a su propio país. Fernando,
respondiendo al ruego de la reina y a otro del segundo inquisidor
general, prohibió todo innecesario derramamiento de sangre, y ni
aun hizo prisioneros a los franceses fugitivos, conformándose con
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que abandonase el territorio. Algunos creen que si la reina y el
inquisidor no hubieran intervenido, Fernando podría haber invadido
y conquistado a Francia.
El esfuerzo había dejado a Isabel débil y casi extenuada. Pero
sus preocupaciones no habían terminado aún. Juana, a quien dejó
bajo el cuidado del obispo en Medina del Campo, huyó medio
desnuda del palacio en un frío y tormentoso atardecer de
noviembre, intentando escapar por las puertas de la ciudad, que ya
se hallaban cerradas. El obispo le suplicó en vano. No quiso volver
al palacio, y pasó toda la noche colgándose de los barrotes de
hierro, chillando, llorando y amenazando a los guardianes si no la
dejaban unirse a su marido. Cuando la reina Isabel se enteró de
ello, a cuarenta millas de distancia; estaba demasiado enferma
para montar a caballo, pero resolvió dejar Segovia al día siguiente
y se encaminó apresuradamente a Medina. Juana continuaba
trepada a la puerta, y se dirigió a la real madre con furia y
amargura. Fue una prueba severa para la ceremoniosa reina, sobre
todo delante de una multitud de ciudadanos y campesinos curiosos,
pero triunfó su entereza, y Juana tornó al palacio en silencio. Más
tarde, cuando volvió a Flandes, en la primavera de 1504, estaba
reconciliada con Felipe, pero bien pronto abofeteó a la amante de
éste y le cortó su preciosa cabellera en presencia de toda la corte.
El archiduque la maldijo y juró que nunca volvería a tener
relaciones con ella.
La noticia circuló pronto por todas las capitales de Europa, y la
reina Isabel, herida en su corazón, con dolor y vergüenza, decayó
rápidamente. Cuando el tiempo lo permitió, fue llevada a Medina
del Campo, donde flotaban tantos alegres recuerdos de su niñez, y
allí se preparó para morir.
Las gentes decían que alguna desgracia iba a caer sobre
Castilla. El Jueves Santo fueron llevados a palacio doce por-
dioseros de la calle, y el rey Fernando, siguiendo el ejemplo de
nuestro Señor, se arrodilló humildemente delante de aquellos
harapientos despojos de la humanidad y lavó sus pies, como tenían
por costumbre hacerlo los reyes de España. Al día siguiente,
Viernes Santo, el rey y la reina ayunaron y rezaron con su
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acostumbrado rigor; y ese día ocurrió un acontecimiento que
sobrecogió de terror a todos los corazones. Un violento temblor de
tierra acompañado por un fuerte y peculiar ruido en el aire, se hizo
sentir en Andalucía y parte de Castilla.
Ese verano, el rey y la reina padecieron las fiebres que in-
festaban la región. Fernando sanó; pero Isabel, más preocupada
por él que por ella misma, manifestó síntomas de hidropesía, y
desde ese instante no abrigó esperanzas de seguir viviendo, ni
tenía, por lo demás, deseo alguno de permanecer más tiempo en
un mundo que parecía ser tan vano. Sabiendo que el pueblo
celebraba procesiones y hacía peregrinaciones en toda España por
su salud, pidió que no se rezara por la salud de su cuerpo, sino por
la salvación de su alma. Y el 12 de octubre, duodécimo aniversario
del desembarco de su almirante en San Salvador, firmó su última
disposición y testamento.
Deseaba que su cuerpo fuera llevado a Granada y colocado,
sin ostentación ni expensas innecesarias, en una sencilla tumba de
humilde construcción. El dinero que de otro modo se hubiera
gastado en un extravagante funeral, debía ser empleado para dotar
a doce doncellas pobres (la caridad favorita de Isabel) y en el
rescate de cristianos, cautivos de los moros africanos. Ni aun se
permitía la vanidad de que su cuerpo fuera embalsamado, pues
debía volver cuanto antes a la tierra.
Su amor por el rey Fernando, que parecía haber aumentado y
ahondádose, a pesar de ocasionales celos, desde aquel día en que
lo vio por primera vez con una joven princesa de Valladolid, brilla a
través de su testamento con característica franqueza y calor. «Si el
rey, mi señor, eligiera sepultura en otra cualquier iglesia o
monasterio de cualquier otra parte o lugar de estos mis reinos, que
mi cuerpo sea allí trasladado e sepultado junto al cuerpo de su
señoría, porque el ayuntamiento que tuvimos viviendo, y en
nuestras almas, espero, en la misericordia de Dios, tornar a que en
el cielo lo tengan, e representen nuestros cuerpos en el suelo.»
Dispuso para el personal mantenimiento del rey una cantidad:
«aunque no puede ser tanto como su señoría merece e yo deseo,
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es mi merced e voluntad e mando que, por obligación e deuda que
estos mis reinos deben e son obligados a su señoría por tantos
bienes e mercedes que su señoría tiene e ha de tener por su vida,
haya e lleve e le sean dados e pagados cada año por toda su vida,
para sustentación de su estado real, la mitad de las rentas netas de
los descubrimientos de las Indias y 10.000.000 de maravedís por
año asignados sobre las alcabalas (un impuesto de diez por ciento)
sobre las órdenes militares.» Para el caso de que su hija Juana
fuera, por cualquier razón, incapaz de gobernar, la reina deseaba
que Fernando actuara como regente hasta la mayoridad de su
nieto Carlos.
Por último: «Suplico al rey, mi señor, se quiera servir de todas
las dichas joyas e cosas o de las que más a su señoría agradaren,
porque viéndolas pueda tener más continua memoria del singular
amor que a su señoría siempre tuve y aun porque siempre se
acuerde que ha de morir y que lo espero en el otro siglo, y con esta
memoria pueda más santa e justamente vivir.»
Hasta en sus últimos momentos vio Isabel con toda claridad
los peligros que acechaban a Castilla después de su muerte y trató
de evitarlos. Seis semanas después de firmar su testamento y sólo
tres días antes de su muerte escribió un codicilo. Nombraba una
comisión para hacer una nueva codificación de las leyes, reforma
que dos veces había acometido, pero que nunca la había
satisfecho por completo. Recomendaba que se investigara la
legalidad de las alcabalas, impuesto del diez por ciento sobre el
comercio, que ella entendía que no debía ser perpetuo, y no podía
ser así sin el consentimiento del pueblo, demostrando que después
de haber cumplido sus propósitos mediante la necesaria
concentración del poder, su sentido de justicia la llevaba a
recordar, mirando hacia atrás, las libres instituciones de sus
antepasados. Más adelante, con un tono aún más encarecido,
rogaba a sus sucesores que trataran a los indios de las nuevas
posesiones de allende los mares con el mayor cariño y
benevolencia, corrigiendo cualquier error que hubieran cometido,
para llevar adelante el sagrado deber de civilizarlos y convertirlos al
cristianismo. Con peculiar visión, insistía en que Gibraltar era
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indispensable para la seguridad de España y que nunca debía
perderse.
Cumplido este deber, la reina volvió a sus oraciones. Vestida
de hábito franciscano, confesó y recibió la sagrada comunión,
consolando a sus amigos que llegaban llorando a rendirle su último
homenaje. El arzobispo Jiménez de Cisneros, ocupado entonces
en la construcción de la Universidad y en la preparación de su
Biblia Políglota, acudió presurosamente desde Alcalá para darle su
último consuelo. Próspero Colonna, uno de los visitantes llegados
de Italia, dijo al rey que había venido a España «para ver a una
mujer que desde su lecho de enferma gobierna el mundo».
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