La Voz

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La voz (*)

Guy Rosolato

(Tomado del sitio: http://www.con-versiones.com.ar/nota0808.htm Muchas


gracias!)

El que se decide a leer un texto en público, en especial si es autor del mismo, no hace
sino doblegarse a los estilos de un género literario. Y si alimenta la ilusión de precaverse
contra cualquier resbalón, más le hubiera valido no ignorar que lo que expresa queda a
merced de un lapsus y que el horror, perdón, el error quería decir, no se conjura sin su
verdad. En esa lectura se descubre no obstante un rodeo. Cuando se ha tomado una
distancia, por la escritura llevada a término, cuando el descanso ha concluido en un
punto final, se vuelve sobre las palabras trazadas en una nueva proximidad. Esto está
lejos de un salto: el que en este momento, ante mi máquina de escribir, solicito.

Que exista ese texto detrás de la lectura, y sin recurrir a una simulación mantenida, por
ejemplo, aprendiéndolo de memoria, indica la decisión de remitirse a la suerte de ese
fragmento, de admitir que pueda sucumbir o torcerse, apartarse de un saber siempre
insistente y siempre atraído por una escisión.
Pero leer así, ¿es una vuelta a lo conocido, un modo de adherirse a ello nuevamente? No
se trata, sin embargo, de empezar un desarrollo; para eso sería necesario un comentario
y no tenemos tiempo: las letras deben seguirse en el orden prescrito por el escrito.

Esta voz que hace alzarse a las palabras, que las anima, ¿es únicamente un
instrumento? No obstante, el que escucha sólo se fía de ella y el sentido brota
sólo de esos fonemas y de esa voz que los profiere.

Intentad leer una partitura musical que no sea monofónica -lo que es raro en nuestra
cultura-: pronto os desalentaríais, como el sobrino de Rameau -mientras que aquí yo
agoto mi texto. Lo acabo por completo. Mas, ¿no os estoy desorientando? Incluso una
melodía para una sola voz, la que sigue el violín en una partitura de Bach, expone
únicamente por la remanencia, o digamos por el recuerdo obligado de las notas pasadas,
una sucesión de voces: el arpegio induce al acorde. Una metáfora no se basta con las
palabras emitidas: retiene en ella la condensación de otra palabra, pasada hace ya
mucho tiempo, quizá lejana, pero ausente y, no obstante, ahí paralelamente.

Y además no estoy seguro de que mi voz sea esa fiel sirviente. En este instante pienso
en una carretera pesada por la lluvia, los Apeninos, abandono Urbino, la Flagelación.
Pero allí, ahora, yo no escribo, yo leo y pienso. Así se puede traducir de una lengua a
otra sin detenerse en el sentido de las palabras, a no ser para su valor de sustitución. Mi
lectura sería, pues, mi impertinente ausencia. ¿Sería la lectura un ejercicio de ubicuidad?
Por otra parte, os dais cuenta de que leyendo este texto especialmente escrito para una
conferencia, y por tanto pensado para una cierta ausencia de voz puesto que ni siquiera
puede simular la improvisación, o resultaría más falso aún, esa voz no puede más que
ser ficticia. Existen máquinas para leer textos: el tono, los sonidos elegidos, se derivan
de una media estadística, de lo que conviene oír según la palabra y la circunstancia. Pero
entonces, ¿la voz es sólo un sonido?

Busquemos, pues, a qué dominio, del fantasma o del mito, pertenece la Voz;
preocupándonos a la vez de hallar su inserción en la cuestión de las
alucinaciones y, en especial, de las alucinaciones acústico - verbales.

Lo que decimos no corresponde exactamente a lo que está escrito. Se distingue


un código hablado y un código gráfico. A partir de ahí, un lingüista, Jean Dubois,
en una Grammaire structurale du français (1965)siguió inteligentemente ese paralelo.
He aquí el principio de partida: «Las condiciones de la transcripción gráfica de un
mensaje tienen como consecuencia una sensible pérdida de información» (p. 15).
Señalemos ya esto: si hay transcripción, es que el «sistema del código hablado» va
en primer lugar. Se trata, pues, de compensar lo que pertenece a la palabra, las
entonaciones expresivas y significativas (intonemas y prosodemas), la referencia al
contexto hablado, pero sobre todo, se dice, a la situación tal como puede ser
aprehendida por otros medios aparte del lenguaje, por la vista, por ejemplo, o por otros
signos, tales como los gestos. El sistema del código gráfico deberá suplirlos para
amplificar la única referencia disponible, la del texto: es la función de las marcas las
cuales, por medio de las letras, precisan al máximo los acordes de número o de género.
Dichas marcas permiten también distinguir inmediatamente las homonimias por una
multigrafía -por ortografías diferentes. Igualmente, los espacios que separan las
palabras, los signos de puntuación, sirven en ese sentido. Se puede comprobar, por
tanto, que una frase como «Leurs secrétaires seraient venues» no permite en el código
hablado informar ni sobre el sexo ni sobre el número; mientras que la frase escrita no
contiene ambigüedad alguna (**). Esta suplencia mediante las «marcas» constituye lo
que ha sido llamado la redundancia. La disimetría entre el código hablado y el código
gráfico se representa por la fórmula m > n que significa que en francés «el número de
marcas en el lenguaje escrito es mayor o por lo menos igual al número de marcas de la
forma hablada» (p. 21). De esto derivan varias consecuencias. Visto el menor número de
marcas del código hablado, cuando se encuentra en él una redundancia, se nos aparece
ésta, por el hecho de su relativa rareza, como más preciosa para la comprehensión, está
cargada de mayor cantidad de información.

La redundancia de marca tiene dos funciones: la de conservar la información en las


expansiones de la frase, y la de asegurar la cohesión sintagmática. De manera que esa
cohesión es menos fuerte para el lenguaje hablado.

Llegados a este punto, tenemos que hacer dos observaciones: si bien esa disparidad
aparece en francés de manera patente, no sucede lo mismo en otros idiomas. Traducid
al inglés la frase citada anteriormente y lo comprobaréis: el número pasa. Además, el
hecho de que las marcas atribuidas al género, y que tienen gran importancia en francés,
estén reducidas en inglés (según el sexo y no afectando más que a la tercera persona
del singular), o no existan en otro idioma, demuestra claramente que no se trata de una
necesidad de significación sino de cohesión: como una especie de armadura, o de trama,
que duplicaría la coherencia significativa de la frase. Hasta tal punto que en turco, donde
el género no existe, el cerrojo está asegurado por una regla muy particular, llamada de
armonía vocálica –naturalmente desconocida para las lenguas no aglutinantes-, regla
que exige que todas las adiciones de sufijos correspondientes, por sus vocales, al tipo de
las que están contenidas en la raíz de la palabra, se efectúe según dos órdenes: vocales
anteriores y vocales posteriores. Podríamos decir, por lo tanto, que el francés asegura
una separación entre el código hablado y el código gráfico y que, además, las
redundancias de éste sitúan en el lugar de la escritura la memoria de un origen, puesto
que esas marcas gráficas son de tipo etimológico, tradicionales. Habría, pues, un
recuerdo de un origen acusado igualmente por la escritura.

Volvamos al principio del lingüísta: transcripción del mensaje hablado (o pensado);


supone eso una anterioridad fónica y una imperfección en la transcripción
gráfica que debe ser compensada. Esa manera de concebir las relaciones no es
indispensable y puede proseguirse la comparación prescindiendo de ella. Pero a nosotros
nos interesa apuntar el mito del origen a partir del cual sólo podría haber disminución.
Origen, o sea, perfección de una unidad original que no puede sino, secundariamente,
romperse.

Son conocidos los argumentos que se invocan para esa sucesión temporal y para esa
supremacía. En primer lugar parece indiscutible que el niño aprende a hablar
antes que a escribir. Esto daría a la Palabra y a la Voz una anterioridad que
explicaría el recurso a la transcripción. Pero habría que emprender ya una
discusión: ¿no hay que preguntarse si la escritura está en curso desde el principio, en
una especie de perfección de un lenguaje ejemplar, el de los padres, y si no avanza para
aparecer en la edad en que el lenguaje del niño se hace precisamente menos
aproximativo?
Pero sobre todo la relación entre el niño y sus padres, por la Palabra y la Voz,
fija el sentido sobre la transmisión y, por tanto, sobre una diferencia en cuanto
a una perfección primera. De manera que se podría ver en la experiencia infantil, con
la idealización que la sobrecarga, la referencia a una perfección, a una unidad deseada, a
una anterioridad que acusaría la de la palabra.

Prosigamos en ese sentido, es decir, según las premisas señaladas. Acusemos la


digresión de manera que obtengamos, por un movimiento mental, la depuración de los
términos de la dicotomía: si la escritura se convierte, en último extremo, en un
res¡duo laborioso, una representación, siempre imperfecta y que exige unas
correcciones, la Palabra, por otra parte, cede el paso a la Voz que se separa de
ella para no ser ya más que un vector, una abstracción que emana de un origen,
de una unidad primera y de una original adhesión al sentido del sentido. Para
nuestro propósito designaremos así a la Voz: como remitiendo, en el mito, al
origen, y de modo más general como pregunta implícitamente planteada a éste
y, por tanto, pudiendo ser captada por los fantasmas correspondientes.

Se hace necesaria una precisión: al hablar del mito no se trata de negar la importancia
real de la anterioridad del lenguaje parental o de la aparición primera de la palabra en el
niño. El mito estaría más bien en la nostalgia idealizada de una unidad original
que mantiene el fantasma infantil de la Escena Original. El remontamiento de
las confluencias hacia lo alto, exige, en este caso, la vuelta a una fuente exacta,
en la que se funden (y se fundan) las generaciones, la diferencia de los sexos,
el amor y el odio y en especial los tres polos edípicos, estando el niño presente
no sólo en la unión de sus padres sino también en su propia concepción. Este
fantasma está, pues, en los antípodas de la resolución edípica de la separación,
de la diferencia de los sexos adquirida y de la correlativa castración.

Decimos mito porque esa invocación de una unidad originaria y original tiende a
disimular la diferencia, la huella que, cualquiera que sea el lenguaje, gráfico o fónico,
existe obligatoriamente para toda la organización, todo instante y todo nivel de
lenguaje: huella de lo que se ha perdido y del objeto, huella en tanto que
presenta la ausencia, en todo caso huella como separación originaria. Al decir la
huella decimos el lenguaje y su separación. Esto sería, pues, el reverso del mito en
la medida en que la huella fuera originaria y no original y permanente para el lenguaje;
un inconsciente no primero, sino doble del consciente. Y como lo que describimos está
dentro del orden de la memoria, esa huella no sería más que lo que Freud llama una
huella mnémica: fuera del tiempo lineal; también por eso se dice que el inconsciente no
puede tomar en consideración al tiempo, y no en el sentido de que no pueda figurarlo.
(El menor sueño, por otra parte, lo deja ver no sólo intrínsicamente sino también con
relación a la elaboración de la víspera y de sueño a sueño.)

Por consiguiente, la Voz, más que la Palabra, contiene la cuestión del origen; en
este sentido no es más que un sonido. Y las onomatopeyas, los neologismos
aislados, electivos, que pueden surgir en un análisis no son sino etapa, o
pantalla, con relación a la Escena Original; incluso dicen que son, en lugar del
fantasma, un don ofrecido al analista.

Esa Voz, Palabra depurada, viene de lo único y une a aquel que no está dividido,
el individuo, con su origen. La unión de sentido es entonces inmediata, de completa
intuición. Se comprenderá que la Voz en ese refinamiento desborde la particularidad de
los fonemas: idealmente no sería más que el vector del sentido, y sentido como vector.
Hemos visto que el lingüísta nos enseñaba que el código hablado se caracteriza por una
menor cohesión y que sus redundancias, más raras, eran más informativas: parecería,
pues, que hubieran concentraciones, digamos «cuánticas», de información y de fases de
fading relativo. Llevemos esto al extremo: la Voz sería entonces el fragor o el
silencio -su sucesión.

El fragor: lo tendremos en el trueno de la revelación, pero también en el grito. Notad


que cuando hablamos de origen encontramos el grito: el niño que nace, la pérdida
irreparable, el nuevo encuentro como de una dicha inefable. El grito es esa plena Voz, la
explosión en la negación, lo arcaico que será llamado regresión. ¿Qué podría servir de
complemento al Grito? Ante esa llamada, ¿quién puede responder de los orígenes?

Ese fragor, ese ruido humano, no sabe qué hacer con las redundancias de los lingüístas;
es la anti-redundancia que expresa. Ahora bien, existe como una singular ilustración de
esa Voz anterior a la Palabra en la que el hombre se despoja de las palabras y recluta
sus ilusiones para una última imploración.
Pero también al grito puede faltarle todo sonido: todo recuerdo del sentido y del fonema
se borra en la sideración del cuerpo, en la boca tetanizada por el dolor. Ved la obra de
Eduard Munch. Recordad también al Presidente Schreber cuando ya no sostenía un
lenguaje interior que le unía con su Dios: el vacío resultante se convertía en el suspenso
de un mudo alarido.

Ese aliento que se exhala es, en su forma pura, la Voz. Y si fisiológicamente ese
aliento es la Voz misma, modulando los sonidos, se reduce en la extrema
pequeñez del hombre, en esa alma silenciosa, como el ánima de un cañón,
rendida en sus últimos instantes -de último aliento. Así el mito ha realizado la
separación del alma y del cuerpo, del neuma y del soma, en función de la
unidad original.
La Revelación se hará según ese resultado de la Voz: en el fragor o en el silencio, o más
exactamente en el silencio que sucede al fragor.

Cuando Moisés está en el Sinaí en presencia de Dios, los judíos al pie de la montaña
oyen un estrépito y el sonido retumbante del cuerno de carnero (Jobel) (Exodo, 20, 18).
Una interesante exégesis de Th. Reik ha demostrado (1) que no podía tratarse más que
de la Voz de Dios, en medio del ruido anunciado, en el fragor del cuerno donde se
revelan por primera vez los diez mandamientos. Después Moisés, en el Sinaí todavía,
separado de los judíos durante cuarenta días, para ellos en el silencio, recoge de Dios las
prescripciones litúrgicas y las Tablas de la Ley, la escritura divina (Ex., 24, 12 a 31, 18).

En la misma línea, el exergo a un libro de Roger Laporte sirve de introducción al relato


detallado de una aproximación a la escritura y a la obra mediante una larga
promiscuidad con el silencio. El texto está sacado del Primer Libro de los Reyes: «Y he
aquí que va a pasar Yavé. Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía
los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yavé en el viento. Y vino tras el viento
un terremoto, pero no estaba Yavé en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego,
pero no estaba Yavé en el fuego. Tras el fuego vino un ligero y blando susurro (***).
Cuando lo oyó Elías, cubrióse el rostro con su manto y, saliendo, se puso en pie a la
entrada de la caverna» (I Reyes, 19, 11-13). (Esta traducción es de Nácar-Colunga
(****). Ese «ligero y blando susurro» (2) cuyo eco teológico es patente aquí, sirve de
llamada a lo que ha sido siempre designado como inspiración -esa concentración del
aliento que adquiere su consistencia de Voz, emitida a su vez en una prueba, o un
juego, cuya preocupación es la Escritura.

La fuente para una procedencia, pero también para un retorno o para el exilio, es pues el
orden mismo de la Voz. Cuando decimos que se diferencia de la Palabra tenemos que
hacer también sitio aparte para las múltiples Voces de ésta.

En una correspondencia con la música, quizás empleada ya, la acepción que retenemos
para esa Voz nos llevaría a una nueva comparación. Si nos hemos detenido con
Saussure sobre la linealidad de la Palabra y de la escritura, el error consistiría
en precipitar la confrontación con la melodía. ¿No se dice la voz para cada una de
las partes musicales? Pero lo que parece flagrante es la posibilidad, en la música, de una
progresión de varias voces al mismo tiempo, sin que haya destrucción o ruido: al
contrario la polifonía, como la armonía, necesita ese escalonamiento, ese despliegue,
incluso extendidos virtualmente, por ejemplo con una sola melodía o con un acorde al
que le faltara la fundamental. Que quede bien entendido que no se trata, con la Voz en
el sentido que le damos, de una cualquiera de esas líneas que se puedan superponer y
que constituirían la Palabra significante, ni tampoco de la ausencia de una u otra, o de
una nota, percibidas sin embargo e implicadas irresistiblemente; actualmente se conoce
el aspecto polifónico del lenguaje, a propósito del inconsciente.

Lo que la Voz permite alcanzar es el soporte sistemático, o la combinación de


todas las voces como un eje que no tenga sentido ni sonidos actuales y que por
ello plantea la cuestión del origen. En la correspondencia musical esa especie de reja
se podría, representar por medio de lo que sostienen las voces y su sucesión de acordes;
se designará así el alcance musical, distinto de las notas, diferente, y de mayor alcance;
y estoporque dicho «alcance musical» precede en el principio (o el origen) a los mismos
sonidos y cuando estos se interrumpen, cuando se ve afectado por los signos del
suspiro, del silencio, o de la pausa, se confunde con esa Voz de «ligero y blando
susurro» que se oye todavía. Sería, pues, relación, y en su trato con el origen tomaría
sobre sí la carga de transmisión -o su pregunta.

Ahora bien, no podemos considerar la transmisión sin tener en cuenta un trasfondo


fantasmático sexual, trasfondo que, en nuestra cultura, está en función del orden y la
sucesión patrilineal dando testimonio de la Ley que rige las relaciones sexuales, a saber,
la de la prohibición del incesto que conjuga las dos prescripciones relativas a los deseos
edípicos: para ambos sexos el tener que separarse de la madre; y en cuanto al nombre,
para la hija, del padre; para el chico el acceder a una sucesión, lo que supone la
superación de los fantasmas según el Padre. Es, pues, la Ley de la prohibición del incesto
la que da paso a lo simbólico por una sucesión fálica.
Comprobamos que cualquier otra transmisión espiritual, cultural, se copia de lo que es
propiamente el sistema, la sucesión patrilineal, porque pertenece a lo simbólico.

No hace falta decir que ese esquema puede ser interpretado según las características
propias de cada estructura psicopatológica. Así, en el perverso se descubre el fantasma
de haber nacido únicamente del padre, de haber sido fecundado por él y de darle un hijo
a costa de su virilidad, fantasma en el que, dice Freud (en «El hombre de los lobos»), «la
homosexualidad encuentra su expresión suprema y más íntima».
Igualmente el paranoico puede hallar ahí su sistema genealógico narcisista. Pero son
estas unas cuestiones que ya hemos expuesto en otra parte (cf. más arriba).

Entraría también en nuestro propósito el buscar el eje de la Voz en el mito religioso;


puede presentarse éste según una doble polaridad: ser una representación de la Ley (la
de la prohibición del incesto) pero también, como representación que es, poder
satisfacer los distintos temas fantasmáticos según la estructura de cada uno,
ocupándose de la cuestión del origen.

Ernest Jones, en su estudio sobre «La concepción de la Madona por la oreja» (1914)
(3), ha investigado en la mitología hindú y en la griega, en la tradición cristiana de los
Padres de la Iglesia, las modalidades de una transmisión, de una fecundación que no
fuera hecha por las vías sexuales «naturales». El origen es el de una Potencia Paterna
que crea: a veces con la mediación de un ángel o de un pájaro, a veces directamente.
Jones indica la existencia ahí de un fantasma ligado a una «teoría sexual infantil» en la
que el padre fecunda por medio de un gas intestinal. Semejante teoría, reforzada por la
observación clínica, permanece unida al tema digestivo de la sexualidad tanto en lo
concerniente al nacimiento anal como a la fecundación.
Y, como ya hemos podido ver con anterioridad, la Voz se halla situada en una escala
cuyos grados se alejan progresivamente de la idea original tal como está representada,
por ejemplo, en la literatura védica (Satapatha Brahmana) en donde Prajapati crea a los
dioses con su aliento respiratorio y a la raza humana con una ventosidad de su ano.
Sucesivamente, el olor, el ruido y la música, la palabra, la voz, el aliento y el neuma, el
fuego conducen a la inmaterialidad del alma y del espíritu.

Para Jones, esta manera de ver la fecundación refleja una actitud ambivalente respecto
al Padre: por un lado se afirma su superioridad (como de una omnipotencia fecundante
del mismo pensamiento) y, por el otro, se niega el acto sexual propiamente dicho; la
oreja reemplaza al sexo de la mujer; el ángel o la paloma del Espíritu Santo se presenta
bajo un aspecto «afeminado»; hasta la transposición olfativa está indicada mediante el
lirio que lleva el ángel (Jones se refiere precisamente a una Anunciación de Simone
Martini). Y la potencia paterna se encuentra reemplazada por unos intermediarios.

Hay que situar también a los emisarios: si el tema aéreo es patente en el folklore
corriente, el Angel y la Paloma del Espíritu Santo conservan su representación fálica; lo
que emana de ellos, Voz, aliento, en la inspiración, corresponde al semen.Pero la
sustitución de la imagen femenina por el Espíritu Santo de la Trinidad, y por la imagen
de la Paloma, «el más afeminado de los símbolos fálicos» dice Jones en su Etude
Psychanalytique sur le concept de St. Esprit (1922),hace, según él, «más complicada la
cuestión», puesto que «de la unión de la Madre con el agente creador del Padre se
desvanece toda feminidad y la figura se convierte en indiscutiblemente masculina».
De manera que si esa representación mitológica de la fecundación sigue los
fantasmas homosexuales de androginia, convendría señalar que el mito religioso
ofrece, como escribe Jones, el proyecto de renuncia a los deseos edípicos, sustituidos
por una atadura mayor al Padre; pero a esto hay que añadir la figuración de las
posiciones contradictorias de las dos formas del Edipo, positivo y negativo, y, en los
mitos religiosos, de sacrificio -en el judeo-cristianismo por ejemplo-, la trayectoria que
conduce al Padre Muerto y a las superaciones, virtuales al menos.
Sería un error fijar el aura significante de la Voz en un determinado fantasma.
Igualmente, el mito, especialmente cuando se trata del sacrificio, debe ser presentado
en su forma «dogmática» para mostrar cómo se injertan en él las vueltas fantasmáticas
correspondientes.
Indiquemos simplemente que esa depuración, o ese vaciado de la Voz, puede, en
ciertas circunstancias, tener la carga de un contexto homosexual según la explicación de
Jones.

Pero el polo original hacia el que conduce la Voz lo hallamos siguiendo el texto de Th.
Reik sobre el Shofar (4).
Muestra, mediante una exégesis bíblica muy interesante, las relaciones entre la música
en sus formas iníciales arcaicas y los temas religiosos del sacrificio.
El empleo ritual judaico del shofar, del cuerno del carnero, es una conmemoración,
entre otros significados adquiridos por la tradición, del sacrificio de Abraham: el
carnero, en efecto, como lo demuestra Reik, viene a ocupar el sitio del hijo, de Isaac,
pero también representa, hasta en el sacrificio, a Dios-Padre. De manera que los
primeros usos rituales de los sonidos, en relación con el grito de muerte del
animal que sirve de víctima, serían una imitación ancestral de la Voz del Padre.

Esto explica que ese timbre pueda tener tanta influencia emocional, influencia
que encontramos, por otra parte, en toda la música y que guarda una doble
impresión: de queja, de aflicción y de inmensa alegría. El término de Aleluya
tenía en su origen sentido de lamentación. Se puede adivinar su origen: por la
referencia a la victoria sobre el Padre Muerto y al mismo tiempo por la tristeza
de un duelo a través de una conmemoración del sacrificio simbólico.

Podríamos decir que ambas vertientes se volverían a encontrar en los dos modos de la
música occidental, el mayor y el menor, y los efectos de paso de un modo al otro que se
conocen, que mantienen un sentimiento de extrañeza deliciosa en la incertidumbre
modal en cuanto a la tercera de la tónica.
Pero lo que habría que resaltar especialmente, a propósito de la música, es la fascinante
superposición o, si se quiere, la superdeterminación de la progresión simbólica; desde el
abandono o el asesinato de la cosa, la filtración de sentido al dejar el verbo por los
sonidos y las voces, con el transcurso temporal de la frase musical, todo concurre a
ese juego simbólico en el recuerdo de un sacrificio para el cual el de la Alianza
sostiene irresistiblemente la invocación de la Voz del Padre Muerto: ¿cómo no
percibir que se eleva el gran encantamiento?La música se convierte entonces
en representación no ya del contenido de la ley, como el mito, sino de su mismo
principio: la relación como pacto.

Parece que hay una singular manifestación de la Voz en el mito estético.


Es así como intenté definir (coloquio de Johns Hopkins en Baltimore, 1966), la función
de la Voz en el mito literario. Se trataba, en efecto, de rodear un mito que
circula en la corriente actual de la cosa literaria a propósito de la creación. La
obra sometida a la lectura podría servir para desnudar esa singular
independencia de la Voz, en el sentido que se ha desprendido, en la medida en
que permanece exterior, en «off» con relación a cualquier voz, sea la de los
protagonistas del relato, del autor, del narrador o del lector si éste se imagina hablando.

Este acercamiento parecía más directo, en primer lugar porque los personajes y los
sujetos gramaticales, por el uso de la lengua, parecen ser más claramente localizados en
literatura. Pero también porque se revela de modo más eficaz la marcha estética que
nos obliga a un movimiento continuo, una oscilación entre una función de
continuidad, lineal (pero habría tanto que hablar sobre este tema) -función
metonímica-, y unafunción de ruptura, de sustitución, de efecto secante y, por
tanto, de articulación multilineal (polifónica) -en resumen: función metafórica.

Entre ambas funciones, a considerar, desde luego, a nivel del lenguaje, y cuya
asociación es indispensable para el goce estético, aparece la Voz como un médium, o
más bien como el testigo o el indicio de una serie de oposiciones gracias a las
cuales el sujeto, en relación al discurso, ejerce su movimiento de desaparición y
de retorno, de pulsación.

Dichas oposiciones son evidentemente de orden lingüístico. Y de una manera sugestiva


encontramos en ellas precisamente lo que los lingüistas llaman «la voz», en dos
sentidos exactos que no se encubren. Estos órdenes de oposiciones se detienen en el
número tres.

1. Entre las primeras nos detendremos en los pronombres, sujetos gramaticales: con la
tercera persona por una parte, la impersona (il) (*****) y porotra las dos primeras
personas (yo-tú). Se ve claramente que el poner en entredicho al «Yo» es lo que
permite el paso del enunciado a la enunciación. Es notable que la voz haya sido
definida como la relación que une el proceso del enunciado con sus protagonistas, pero
en la exclusión, en la marginación de la enunciación (cf. Jakobson) (5). El estatuto del
«se» permanece no obstante marcado por la sustitución y por la característica de lo
«animado».
La linealidad estaría del lado del enunciado y especialmente del «il», del «on» (se), de la
vertiente metonímica (y las formas de escritura, de estilo, podrían corroborar este
concepto); mientras que la vertiente metafórica estaría del lado de los articuladores
(yo-tú) y del yo que permite precisamente esa deslinealización por el recurso a la
enunciación (que conduciría, en definitiva, a una reflexión sobre el nombre propio).
La Voz sería, pues, la posibilidad de circulación en todo el sistema mediante la
cual toda voz particular, atribuida a tal o cual protagonista, corre el riesgo de
sucumbir como parcial.

2. La segunda oposición es la relativa, también, al estatuto del sujeto (yo) en la


comparación que hace Benveniste (con J.-L. Austin) entre el constativo y el performativo
(6).
Esta categoría, la del performativo, es, por excelencia, la del sujeto: pues en ella la
enunciación denomina el acto performado; así cuando se dice «Yo juro; yo digo; yo
declaro», se indica, en la palabra, el origen del pacto, de la Ley, de la relación simbólica
que funda y une por la palabra misma. Por el contrario, el constativo permanece en el
plano descriptivo, en el orden, diríamos, metonímico. No es menos cierto que un texto
constativo pueda ponerse entre paréntesis, para que aparezca lo que asegura lo
expuesto, en una especie de «Yo digo que ...», como en las recetas médicas, haciendo
resaltar así, por el reconocimiento de una escucha, y de un acorde, el performativo, o
sea, el orden metafórico (7). La Voz recogería de ese modo esta nueva oposición.

3. La tercera confrontación se aplica al verbo, pero precisa también la articulación del


sujeto con el proceso: se trata, precisamente, de las voces en el sentido gramatical.
Sabéis que como categorías se pueden distinguir tres voces: según la acción sea ejercida
por el sujeto (activa), sufrida por él (pasiva) o que se vuelva y repercuta sobre sí mismo
(voz media o pronominal) (8).

Benveniste, además, hace notar que en indoeuropeo la oposición se concentra entre el


activo y el medio, según se realice el proceso a partir del sujeto y fuera de él (activo), o
que el sujeto sea interno al proceso constituyendo éste su asiento (medio) (9). Esto
querría decir que parece existir una correlación entre el interior y el medio-pasivo, y el
exterior y el activo. Es fácil ver el interés que esto puede tener para las alucinaciones.
Pero lo que debe atraer nuestra atención especialmente son las
transformaciones, los deslizamientos entre esas voces, para intentar descubrir
las condiciones que las hacen posibles.
Consideremos, por ejemplo, la frase mínima: «Yo hablo». Podemos imaginar una serie
de transformaciones: «yo te hablo»; «yo soy hablador»; «yo soy hablado»; «se habla»;
«eso habla»; «me hablan»; «él me habla», etc. Fórmulas que, si no son corrientes,
pueden convenir a unas situaciones patológicas, al pertenecer a una de las tres voces.
Pero además, en su forma mínima, es decir en una forma suspendida, interrumpida, «Yo
hablo» puede adquirir una orientación pasiva o activa: así «Yo hablo», como se diría «itú
hablas!» pasivamente, sin extensión; o, en la conciencia de ser oído, declarando en
activo: «Yo hablo».
Pero convendría confrontar el «Yo hablo» con el «Yo oigo». Se comprobará que la misma
potencialidad entre pasivo y activo se vuelve a encontrar con «yo oigo»; ya que oír
puede estar entre lo pasivo de percibir el sonido y lo más activo de una comprensión que
permita la comunicación.

Hay que señalar aquí cómo se articulan el «yo hablo» con el «yo oigo» para
poner en evidencia el importante carácter de su simultaneidad, en una
problemática disociación: el que habla se oye -en principio.
Ahora bien, por poco que se interrogue esa simultaneidad, la balanza se podrá
inclinar hacia el pasivo: el del «yo oigo» que adquiere ventaja en el balance
final. He ahí una interesante comprobación para las alucinaciones verbales: sobre
todo si observamos que ese fenómeno se favorece tanto más cuanto que se reduce la
frase a su estructura mínima, por ejemplo en «yo hablo»; o sea, subrayémoslo, si dicho
fenómeno se centra en los articuladores y, por lo tanto, si comienza el juego de las
oposiciones, precedentemente indicado.

Pero volvamos al mito literario. Supone una sucesión parecida a la de la patrilinealidad


y a la del mito religioso representado. La Voz relativa sirve entonces de relación entre
una Voz anterior y una Voz consiguiente, entre la antecedencia de tradición y la
sucesión como contestación. Mas esta Voz de la obra no aparece, o no es percibida más
que cuando mantiene el mito literario de la creación, es decir cuando de éste se separa
la ficción. Por lo tanto hay que definir la ficción.

En el mito religioso la ficción se halla sometida, o subordinada, hasta el punto de ser


indiscernible, que es lo mismo que decir inexistente, para el que la padece. La Voz
relativa no podría tener autonomía, cubierta como está por la Voz de Dios.
En consecuencia, la ficción no se desprende, incluso históricamente hablando, sino a
partir del momento en el cual el proyecto de un decirlo todopuede concebirse y
mantenerse. Desde entonces, para cualquiera y para el autor, la figuración de la ficción
se ofrecerá en una extremada fragilidad, oscilando entre el extremo de la fascinación,
como en el mito, y la ilusión siempre dispuesta a ser denunciada, como la misma nada.
Pero el mito no se hace más sutil por ello: reaparece con la creación literaria. De
manera que la Voz, inasimilable a las otras Voces, de una sola tesitura, depende de esa
separación entre mito y ficción: en esa división, con Sade antaño, Bataille hace poco,
Genet hoy, la Voz halla su tenor de decirlo-todo -su tonalidad propia (10).
Pero si el mito literario toma el relevo de cualquier otro mito religioso, hasta tal
punto que podríamos anticipar que los deseos edípicos inconscientes son al mito
religioso como el contenido de la ficción es al mito literario, habría motivos
para encontrar en él lo que constituye el nudo de los grandes mitos religiosos:
el sacrificio en función de una genealogía. A partir de entonces se presenta una
alternativa en la que aparece el destino trágico del creador: si la obra inscribe al autor
en una genealogía, en el triunfo de la Voz relativa, lo que cae, diríamos, en la pública
notoriedad es la misma obra. El autor preserva así su división como sujeto. Si prevalece
el fracaso, si la obra y el decirlo-todo no encuentran salida, una imposible unidad de
sujeto se pondrá en entredicho en función de una radical división –de vida y de
muerte- haciendo que el autor sea la víctima del sacrificio. ¿Es necesario decir que el
romanticismo y nuestra época han sido particularmente sensibles a esa alternativa, a
esa frágil Voz, venga de Sade, o de Novalis, de Hölderlin, de Van Gogh o de Artaud?

Tras esta exposición de lo que podríamos llamar los avatares de la Voz, tenemos que
considerar una objeción que seguramente, tendréis en la punta de la lengua. Así, pues,
la Voz que nos indica un origen, ¿no nos conduce más que de mito en mito, de fantasma
en fantasma? ¿Es eso todo lo que podemos comprobar: un perpetuo remitir?

Indudablemente así es. Pero hay que añadir que al hacernos caminar por ese
itinerario obligado, la Voz nos conduce, mediante las oposiciones que sirven de
etapas, a la pulsación del sujeto.
Siguiendo la huella del mito y del fantasma, se llega a la extremidad donde se
revelan las huellas mnémicas, la Escena Original y, en el resultado de las
metamorfosis fantasmáticas del Padre, al Falo, última diferencia. Se alcanzan,
así, las Leyes de la Realidad psíquica, el Inconsciente, y,según la segunda
tópica, las instancias inconscientes: el Superyó, como heredero de la relación
edípica con el Padre; el Ideal del Yo, como eje fálico (permitidme esa
expresión); y, sobre todo, la instancia inconsciente por excelencia, el Ello. Si el
Ello es para Freud la reliquia ancestral, si tiene una relación con los instintos es en la
medida en que es cementerio de todas las mitologías -descubiertas como tales mediante
el análisis. El Ello sería, por tanto, esa zona de abolición que se produce cuando todas
las ilusiones se han remitido a la prehistoria y queda libre ese lugar que lastra nuestra
realidad psíquica. Ahí, en ese Ello, Freud señaló el límite que destaca, sobre el fondo de
las mitologías, al psicoanálisis como Ciencia: el origen, el otro lugar, en ese Ello
indicado.

De manera que la Voz, aparecida en un primer argumento como emanación, aura


corporal, puede ser considerada como un «objeto intermediario», el cual, en relación con
un origen, conduce, a través del mito y el fantasma, hacia el Superyó -en sus juicios de
Voz «interior»- y, a través de él, hacia el Ello -en sus instintos.

Al abordar ahora las alucinaciones, convendrá aprovechar lo que hayamos podido


evidenciar hasta aquí. Naturalmente se tratará sólo de algunas indicaciones para una
teoría futura.
Las alucinaciones que nos interesan en primer lugar son las alucinaciones
acústico-verbales: no sólo porque corresponden a unas formas de psicosis más sutiles,
de evolución subaguda o crónica, sino también porque, a semejanza del delirio mismo,
pueden ser consideradas como procesos de restauración, de cicatrización.
Efectivamente, ya se sabe que las psicosis agudas van acompañadas frecuentemente de
alucinaciones visuales que corresponderían a la sideración simbólica primera, a la
adherencia con el fantasma original.
Las alucinaciones acústico-verbales permiten además un paralelismo más exacto de
la corriente fantasmática con unas alteraciones o unas particularidades patológicas vistas
bajo su ángulo lingüístico.

Corresponde a Séglas el mérito de haber insistido en un aspecto muy especial de las


alucinaciones, la participación corporal de lo que se llama, desde entonces, las
alucinaciones psico-motrices verbales. Séglas daba un origen motriz incluso a las
alucinaciones psíquicas descritas por Baillarger. Decía que «el elemento motor que
encierran hace de ellas una poderosa causa de desdoblamiento de la personalidad»
(11). Esa motricidad, cuya importancia tenemos que subrayar, es de tipo articulatorio;
se han descrito sus infinitas particularidades; pero sobre todo se presenta en la
ambigüedad de una confrontación con el «Yo hablo» y el «yo oigo». Se puede decir que
es un intento de «paso a la actuación» que conservaría incluso sobre otra escena la
expansión del lenguaje en un esfuerzo por borrar las significaciones. Así, ese ejercicio
mudo sería un proyecto de decir sin poder ser oído y sin comportar significación, y, por
tanto, en la rareza de un decir sin fonemas, sería, en último caso, un fenómeno
articulatorio que reduciría la Voz a su más simple «expresión». Así, el «Yo hablo»,
mecanizado, automático, reforzaría la pasividad o más bien la posibilidad de ser afectado
propia del «yo oigo». Esta especie de voz reconcentrada que da testimonio,
naturalmente, de una imposibilidad de decir, siendo a la vez una tentativa de
recuperación de la palabra, opera por la sumisión del lenguaje que se traduce por una
desaparición de una parte de la frase posible, como bajo un embozo, no dejando
aparecer más que fragmentos, segmentos intermitentes todavía más enigmáticos.

Esto explica que para el alucinado la Voz sea sentida como un cuerpo extraño en su
pensamiento, es decir en el relato de su discurso. Ese quiste verbal, limitado, puesto
entre paréntesis, impregna sin embargo todo el discurso y se sumerge en la expresión
de la perplejidad.
La singular colusión entre el Vector Voz y el origen adquiere, sobre todo durante una
experiencia delirante primaria, una forma de bloqueo que se resuelve únicamente por la
escisión psicótica: en efecto, la Escena Original no se desliga en la diferencia de
los sexos; la confrontación con el Padre no conduce a la Ley, ni a la diferencia
del Falo; el soporte de las huellas originarias no ocasiona una metáfora del
objeto perdido.

La Voz mantiene, pues, los fantasmas que hemos considerado en relación con la
depuración, la tenuidad de una unidad, de una ambosexualidad, voz que se vuelve a sí
misma representación instintiva. Y la materialidad de dicha Voz, externa al decir, no
puede ser sino la de la dureza, imposible de atacar, de un objeto imposible de perder:
esa Voz se convierte entonces en el objeto no-perdido.
Únicamente la escisión psicótica compensa la insostenible unidad original, también en
este caso como intento de curación.
Ahora bien, ¿qué dicen las Voces? Precisamente lo inadmisible. Para Freud «lo
interiormente reprimido retorna desde el exterior» (12).

No obstante hay que señalar que en el alucinado, que sitúa sus voces en esta o aquella
parte de su cuerpo, se manifiesta un efecto de retención, de filtración que acusa un
límite, pero subrayando a la vez «la exterioridad» del cuerpo: en su cabeza, donde se
supone se asientan los pensamientos; en su corazón, lugar de los sentimientos todavía
propios y que se observan «al exterior»; en su laringe o en su lengua, cuyos
movimientos domina todavía, aunque ya en la frontera entre la Voz y la Palabra.
Pero si la Voz es arrastrada, como ya hemos visto, hacia el ruido, el fragor, y hacia el
silencio, se convierte entonces en el «hacer silencio» para la abolición de las
significaciones.
Mantendría el relajamiento de la cohesión gramatical que, como hemos visto, no tiene
una necesidad semántica directa, sino que se ofrece como la presencia permanente de la
Ley, ya conservando el acorde del género, la regla de los participios, como, en otra
parte -en una escritura considerada como fonética-, la regla de la armonía vocálica. El
código fónico favorecería este relajamiento de la cohesión gramatical, de la Ley en su
principio.

Ahora bien, el contenido verbal de la alucinación revela una ruptura a nivel


lingüístico por la interrupción semántica (y la perplejidad consiguiente) y por la
suspensión de la cohesión gramatical. Esa ruptura es flagrante en la alucinación reducida
a un segmento de frase: el aislamiento de dicho fragmento podría ser llamado, tomando
los términos de Clérambault, «la emancipación de los abstractos».
Como si el Ello, obturado por el fantasma, al no ejercer ya su efecto de
exclusión, de escisión, como de péndulo (por los instintos de Muerte de los que
se dice es el asiento), debiera encontrar en el discurso una ruptura de
compensación.
Esto parece obtenerse por la reducción, el aislamiento, la suspensión de los términos
alucinados. De ese modo se ocasiona la ambigüedad de juego de los articuladores
siguiendo, por lo menos, las tres series de oposiciones indicadas antes: entre el
enunciado y la enunciación, entre el preformativo y el constativo, entre las
voces activa y media o pasiva.

El poner entre paréntesis propio de la alucinación podría compararse con el ensamblaje


de las voces de una polifonía -la del inconsciente- que corrige, así, la intolerable
simultaneidad, para el psicótico, de lo que oye, o que se le oye cuando habla.
Se imagina, en el extremo opuesto, la movilidad de la intención estética, o del humor,
que se sirve de varios caminos y que ha podido ser evocada, en el descenso del delirio
descrito por Jensen, con la fácil marcha de la Gradiva, cuando, bajo las miradas
soñadoras de Hanold, a pleno sol, pasó a la otra parte de la calle. (******)

De la ambigüedad de semejante retorno, dan cuenta las palabras de un paciente cuyo


episodio psicótico agudo, alucinatorio, ha cedido. Hablando de sus extraños
pensamientos, dice, en un idioma que conoce perfectamente (aunque no sea su lengua
«materna»): «Thoughts that I don't meam» llevando la deseada negación a un posible
significado de esos pensamientos (to meam), pero además a su querer decir, o también
a esos mismos pensamientos o al Yo que correría el riesgo de decirlos.
Es él quien declarará: «No me sucede nada que no piense», en donde la negación hace
mal -o demasiado bien- la división entre la irrupción del pensamiento parásito y el otro
pensamiento posible, el pensamiento no pensado -si se puede decir así-, inconsciente o
por venir.
Así vemos en la alucinación la proximidad de la Voz con el silencio de las
significaciones que no es de ningún modo la represión.

***

Notas:

(*) Texto redactado para una conferencia pronunciada en Sainte-Anne, el 16 de enero


de 1967.
(**) Nota Ramón García. - Ladiscordancia, a la que se refiere el texto, entre el código
hablado y el código gráfico es extraordinariamente frecuente en lenguas como la
francesa, de ahí que dejemos la frase-ejemplo en su original francés. En castellano, y
dada la casi total similitud entre el lenguaje escrito y su pronunciación, la aludida
discordancia es mínima (en castellano, podemos pensar en la ambigüedad que
proporciona la pronunciación de ciertas letras: v y b, por ejemplo). Por otra parte, en las
páginas siguientes Rosolato apunta hacia estas diferencias en diversos idiomas.
(1) T. Reik, Ritual, edit. 1962.

(***) Nota R. G. - En la traducción francesa de E. Levinas que ha recogido Rosolato el


«ligero y blando susurro» se corresponde con «une voix de fin silence».
(****) Nota R. G. - Nos hemos servido de la traducción castellana de Nácar-Colunga tal
como Rosolato se ha servido de la de E. Levinas en la versión francesa de El Libro de los
reyes.

(2) El título del libro es La Voix de Fin silence, Gallimard, 1967. Nota R. G.: recuérdese
que «ligero y blando susurro» es la versión castellana de «la voix de fin silence».
(3) E. Jones Essays in Applied Psychoanalysis, II,Hogarth, 1951, páginas 366-367.

(*****) Nota R. G. - Mantenemos el pronombre en su forma francesa («il») por cuanto


no tiene correspondencia en castellano en su uso gramatical como impersonal.

(4) T. Reik, El ritual (cuatro estudios psicoanalíticos), cf, The shofar, 1946, Grove Press,
1962.
(5) R. Jakobson, «Les embrayeurs, les catégories verbales et le verbe russe», en los
Essais de linguistique générale, Ed. Minuit, 1963, páginas 176-206.
(6) E. Benveniste, «La philosophie analytique et le langage», en Problèmes de
linguistique général, Gallimard, 1966, págs. 267-276.
(7) El pacto sería aquí la inscripción, fuera de toda huella material.

(8) En francés hay que volver a considerar esta cuestión: si se admite que la «forma»
«media» no existe (al contrario del griego) (cf. Grammaire de l'Academie Française),
algunos autores reconocen los tres aspectos categóricos (como A. Dauzat en su
Grammaire raisonnée de la langue française); la discusión debería tener por objeto las
relaciones entre el transitivo, el pronominal, el complemento, el sentido del verbo; ha
sido iniciada por Damourette y Pichon con las distinciones entre lo reflejo-mutuo, lo
reflejo-respectivo y lo reflejo-reversivo; pero, al parecer, eso ha provocado objeciones
(por parte de Vendryes, cf. art. 2022 del Essai de Grammaire). Ver también los
comentarios de Grévisse (Le Bon Usage). Y sobre todo G. Guillaume, «Existe-t-il un
déponent en français?», Langage et science du langage, Nizet Presses de la Univ. Laval.,
1964. Lo que sigue adquiriría completa claridad si esta cuestión quedase puntualizada.

(9) E. Benveniste, «Actif et moyen dans le verbe», en Problèmes de linguistique


générale. Gallimard, 1966, págs. 168-175.
(10) Guiando hacia la irreducible preponderancia del sistema significante.
(11) Citado por H. Ey en Hallucinations et délire, F. Alcan, 1934. J. Séglas,
«Dédoublement de la personnalité et hallucinations verbales psychomotrices», Soc. Méd.
psychol., 1889. Ver: J. Séglas: «Les hallucinations et le dédoublement de la
personnalité», A. M. P., 1894, págs. 5-43.
(******) Nota R.G. - VerFreud, «El delirio y los sueños en la "Gradiva" de W. Jensen»,
en O.C., ed. cit., T. I, págs. 583-626. La referencia concreta se encontrará en las págs.
587 y 588.
(12) S. Freud, Schreber.

***

Texto extraído de “Ensayos sobre lo simbólico”, Guy Rosolato, págs. 334-356,


Editorial Anagrama, Barcelona, España, 1974.
Edición original: Gallimard, París, 1969.

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