Cronicas de Ciencia Improbable - Pierre Barthelemy
Cronicas de Ciencia Improbable - Pierre Barthelemy
Cronicas de Ciencia Improbable - Pierre Barthelemy
Reseña
¿Qué conexión hay entre el Big Bang y las tostadas que caen del lado de la
mantequilla?
¿Es perjudicial para la salud leer en el retrete?
¿Por qué elegimos siempre la fila más lenta del supermercado?
¿Son las vacas magnéticas?
¿A qué velocidad camina la muerte?
¿Es contagioso el bostezo de una tortuga? ¿Y el nuestro?
¿Viven más los ganadores de un Oscar que los nominados?
¿Puede un susto encanecer toda la cabellera en un instante?
Las preguntas más tontas suelen exigir las respuestas más inteligentes. Ese es el
campo de estudio de la ciencia improbable, una forma cómica y poética de
interrogar el método científico. Pierre Barthélémy, autor del blog científico más
popular de Francia, escribe la crónica de los experimentos que dan al fin respuesta
a preguntas que siempre (o nunca) nos hemos hecho.
Índice
A mi hijo Éloi,
tan a menudo mi primer lector
Acaba usted de dejar caer su tostada matinal al suelo y, evidentemente, el lado con
mantequilla es el que se ha aplastado contra el embaldosado | alfombra persa | lomo
del perro. No suelte un taco. Debería usted saber que las leyes del Universo están
contra nosotros y que la ley de la tostada-con-mantequilla-que-cae-por-el-lado-
malo constituye la prueba más evidente. Y también debería saber que un
investigador lo examinó realmente y publicó realmente su informe al respecto. Y si
lo ignoraba, este libro es para usted, pues propone un curso de recuperación en
ciencia improbable.
Pero ¿qué es, de hecho, la ciencia improbable? Hay dos maneras de definir ese
particularísimo campo. La primera, ácida e incluso maligna, comprende los trabajos
y las investigaciones aparentemente grotescas que jamás hubieran debido
emprenderse ni publicarse. Y que no deben reproducirse bajo ningún pretexto.
Como si se tratara de una pérdida de tiempo y una caricatura de ciencia que,
recordémoslo, solo debe responder a preguntas serias. No, no y no, los
investigadores no deben investigar en los clubes de striptease si las hembras de la
especie Homo sapiens tienen, igual que otros animales, un período de celo, ni
deben intentar comprender por qué Hernández y Fernández dan vueltas y más
vueltas por el desierto, ni deben gastar energía calculando la temperatura del
paraíso y del infierno. ¡No deben!
Pero también se puede pretender que todas las preguntas, incluso las más estúpidas
en apariencia, se pueden hacer y que la ciencia improbable sirve precisamente para
responder a estas preguntas. La rebanada cae más a menudo por el lado con
mantequilla porque hay una razón para ello y ésta es mucho más profunda de lo que
usted cree… Prefiero esta segunda definición y contemplar la ciencia improbable
como una cómica manera de interrogar el método científico.
Cada año desde 1991, la entrega de los premios Ig Nobel es, para la ciencia
improbable, lo que el Goncourt para la literatura francófona y el trofeo al mayor
comedor de salchichas en el camping de Villaperdiz de Mar: una ocasión para
consagrarse. La ceremonia se celebra en el marco del teatro Sanders, en el seno de
la prestigiosa Universidad de Harvard. Aunque hubo un tiempo en el que se temía
recibir un innoble Ig Nobel, por la parte de ridículo que lleva aparejado, el sentido
del humor ha acabado prevaleciendo y, hoy en día, los afortunados elegidos suben
de buen grado al escenario para ser aclamados (y, a veces, también para exponer las
razones profundas de sus trabajos). La cosecha de 2012 nos ofreció, en un revoltijo,
la física de la cola de caballo (Ig Nobel de física), una máquina que te obliga a
callar reenviándote tus últimas palabras (acústico), un estudio que intenta
comprender por qué, cuando se anda con una taza, el café se derrama (dinámica de
los fluidos), el modo en que los chimpancés identifican a sus congéneres
contemplando fotos de sus posaderas (anatomía) o un artículo que explica que la
torre Eiffel parece más pequeña cuando uno la mira inclinándose hacia la izquierda
(psicología)…
Los laureados en la categoría de las neurociencias ilustran a las mil maravillas la
manera humorístico-poética en que prefiero contemplar la ciencia improbable. En
un artículo publicado en el año 2010 por el Journal of Serendipitous and
Unexpected Results, un equipo estadounidense afirmó haber sometido a un salmón
muerto a una IRM funcional. El examen consiste en detectar las zonas del cerebro
que son estimuladas por un ejercicio, midiendo las variaciones del flujo sanguíneo
en el encéfalo. Por lo general, la cosa funciona mejor con los seres humanos vivos
que con los peces muertos… No importa. Para ese experimento, a guisa de
estimulación, le mostraban al pez fotos de seres humanos y se le pedía que
determinara qué emociones expresaban los rostros. Resultado de la prueba: en las
imágenes que se obtuvieron del cerebro, una pequeña zona se «encendió»,
efectivamente, en la cabeza del salmón fallecido. Y los autores llegan a la siguiente
conclusión: o su trabajo ha puesto de relieve un fenómeno que revolucionará la
PIERRE BARTHÉLÉMY
¿La mujer ha perdido el estro? Mientras que las hembras de las demás especies de
mamíferos tienen lo que suele llamarse «el celo», que indica que están dispuestas a
ser fecundadas, se considera que este período de atractivo sexual ha desaparecido
en el Homo sapiens a lo largo de su evolución. O que esa parte de bestialidad que
convierte a las damas en emisoras de señales y a los caballeros en receptores de
dichas señales está muy escondida en lo más profundo de nosotros.
En lo que se ha convertido en un pequeño monumento a la ciencia improbable,
término que engloba los estudios en apariencia excéntricos pero que hacen pensar
una vez que ha pasado el momento de la carcajada, tres investigadores
estadounidenses de la Universidad de Nuevo México fueron a buscar el estro donde
más oportunidades había de encontrarlo, es decir, en los clubes para hombres donde
unas azafatas casi desnudas practican el lap dance. Para ponerlo de relieve, a esos
científicos se les ocurrió relacionar las ganancias de las bailarinas con su ciclo
menstrual. En Estados Unidos la mujer en celo se mide forzosamente en dólares.
El experimento apareció descrito en 2007 en la revista Evolution and Human
Behavior en términos muy sabrosos a veces.
Como preámbulo, los autores escribieron lo siguiente: «Dado que las universitarias
pueden no estar familiarizadas con la subcultura de los clubes masculinos, serán
bienvenidos, sin duda, algunos elementos de contexto para comprender por qué se
trata de un marco ideal para investigar los efectos del atractivo del estro femenino
en el mundo real», es decir, fuera de cualquier laboratorio. Los investigadores
añaden, evocando las señales enviadas a los clientes de los clubes, que las azafatas
«se perfuman muy poco pero a menudo llevan implantes mamarios, se tiñen el
pelo, se recortan el vello púbico, se depilan las piernas y las axilas y adoptan
“nombres artísticos” distintos a los reales». Y otros tantos detalles que raramente se
encuentran en los informes de una investigación.
La propina se recibe con una lap dance, es decir, una ‘danza de contacto’, durante
la cual la mujer, con los pechos desnudos, se sienta y se agita, de cara o de
espaldas, sobre los muslos y el bajo vientre de su cliente, que no tiene derecho a
tocarla. Las dieciocho voluntarias del experimento proporcionaron, en total,
información sobre 296 sesiones de trabajo (es decir, aproximadamente 5.300
danzas de contacto), extendidas a lo largo de dos ciclos menstruales. Según los
investigadores, los resultados muestran que el estro no ha desaparecido. En ciclos
medios de veintiocho días, se registra un flagrante aumento de propinas en los días
que preceden a la ovulación, durante los cuales las bailarinas cobran por término
medio 354 dólares por cada sesión de cinco horas (bastante para que a ciertas
investigadoras se les ocurra reconvertirse). Es decir, 170 dólares más que durante la
regla y 90 dólares más que durante la fase lútea, que sigue a la ovulación. Por otra
parte, los investigadores constataron que si las bailarinas tomaban la píldora (que
evita la ovulación), presentaban una curva de remuneración más estable… y una
clara disminución de las ganancias.
Para ellos, se trata de la primera prueba por medio de la economía de que el estro
sigue presente en la especie humana. Nos queda por saber cómo se manifiesta.
Otros estudios de psicología sugieren que algunos cambios en la silueta, el olor
corporal, el atractivo del rostro, la creatividad verbal y la volubilidad revelan esa
fase de «celo».
«El embarque comenzará por los pasajeros de las filas 18 a 24». Ha perdido usted
en la lotería de los billetes de avión y le ha correspondido un asiento al fondo del
aparato. Una vez en la cabina, se dirige hacia su lugar pero resulta que se queda
bloqueado. En el pasillo central se levanta la inevitable dama cuya estatura es
inferior a la circunferencia de sus caderas y que intenta, desesperadamente, meter
en el compartimento del equipaje una bolsa de viaje que contiene el yunque para su
primo el manitas. Como le han confiscado la palanqueta cuando ha pasado por el
arco detector de metales, no puede usted abrirse camino hasta su asiento y se ve
obligado a esperar o —peor aún— a ayudar a la matrona. A sus espaldas se
acumulan los pasajeros, la dama acaba embutiéndose en el asiento del centro y, en
ese momento, advierte usted que, en teoría, debe ocupar el asiento contiguo, el de
la ventanilla. En vez de pensar en cargarse a la pobre mujer, debería dirigir su enojo
contra quien inventó el embarque por bloques. Al menos eso se deduce de un
experimento realizado por el estadounidense Jason Steffen, publicada en agosto por
la web arXiv y ofrecida al Journal of Air Transport Management. Astrofísico en el
célebre Fermilab, Steffen parece haber soñado toda su vida con ser una azafata
aérea pues, desde 2008, en sus horas muertas, se apasiona por el problema de cómo
llenar los aviones, hasta el punto de haber inventado una técnica de embarque que
ha comparado con las que utilizan las compañías aéreas. Para ello, se sirvió de una
carlinga de avión empleada como estudio para rodar películas en Hollywood. Doce
hileras de seis asientos por un lado y 72 voluntarios sin armas pero con equipaje
por el otro.
Cinco juegos de billetes distribuidos entre los pseudo-pasajeros para poner a prueba
cinco tipos de embarque: el método de los bloques; el de la pirámide invertida, en
el que los pasajeros situados junto a la ventanilla de la última fila entran los
primeros, seguidos por sus vecinos del centro y por los viajeros del lado del pasillo,
prosiguiendo así la colocación de los cuerpos, fila tras fila; el método Wilma, en el
que todos los pasajeros de las ventanillas se instalan al mismo tiempo, precediendo
a los del centro y a los del pasillo; el embarque sin orden alguno; y el método
Steffen, un cruce entre la pirámide invertida y Wilma, en el que primero entran los
pasajeros de las ventanillas del lado izquierdo del avión y de las filas pares —
separados unos de los otros por una fila de asientos, todos tienen suficiente espacio
para colocar su equipaje— y luego entran los pasajeros del lado derecho, los de las
filas impares, los del centro, etc. El objetivo es limitar al máximo las interferencias
entre seres humanos.
El cronómetro habló. La estrategia de bloques que emplean la mayoría de las
compañías aéreas es, evidentemente, la más lenta. Hasta el embarque al azar es más
eficaz. Por lo que se refiere al método Steffen, se demuestra el más rápido, incluso
añadiendo el tiempo de clasificación de los viajeros en la sala de embarque. En un
pequeño avión de setenta y dos plazas, permite ganar tres minutos y dieciséis
segundos respecto a los bloques. ¿Y todo ello para qué? El resultado no es tan
irrisorio. En 2010, treinta millones de vuelos comerciales surcaron los cielos.
Sabiendo que un minuto de más en el suelo cuesta treinta dólares por avión, esos
tres minutos y dieciséis segundos representan, al cabo de un año, casi tres mil
millones de dólares.
«Un buen bostezador hace que bostecen dos», afirma el refrán francés. En el ser
humano, varios estudios han demostrado que, para al menos una persona de cada
dos, ver bostezar a alguien o imaginar un bostezo basta para provocar el fenómeno
(póngase la mano delante de la boca, le estoy viendo). De momento, se han
formulado tres hipótesis para explicar este contagio. La primera afirma que se trata
de un automatismo, una especie de reflejo mecánico provocado por la observación
de un bostezo. La segunda, más sutil, alude a un efecto camaleón, un mimetismo
inconsciente; por lo que a la tercera se refiere, pone en juego la empatía, esa aptitud
que tienen algunos para ponerse en el lugar de los demás y sentir lo mismo que
ellos.
Puesto que el papel del bostezo no es más comprensible que su comunicación,
nadamos en un mar de incertidumbre, algo del todo intolerable para cualquier
científico normalmente constituido. Un equipo europeo no pudo soportarlo, así que
realizó un estudio que, el 29 de septiembre de 2011, recibió un Ig Nobel, paródico
premio destinado a laurear las más improbables investigaciones. El artículo en
cuestión acababa de ser publicado en el número de agosto de la revista Current
Zoology pero, atendiendo a los niveles de improbablología que alcanza, hubiera
sido injusto no recompensarlo ipso facto. Sus autores partieron del principio de que
si el bostezo era contagioso en una especie cuya restringida capacidad cerebral no
permite ni el mimetismo ni la empatía, la primera hipótesis se vería verificada.
Solo faltaba encontrar la especie adecuada. El bostezo comunicativo se ha
observado en los chimpancés y también en algunos macacos y babuinos. Por lo
tanto, era preciso fijarse en un cerebro más rudimentario que el de estos monos,
asegurándose, al mismo tiempo, de que el animal seleccionado fuera capaz de
observar atentamente a sus congéneres. Así se eligió a la tortuga carbonaria de
patas rojas. Este reptil recurre mucho a su sistema visual y cuando bosteza adopta
una postura que no se puede confundir con ninguna otra: la boca abierta de par en
par, la cabeza echada hacia atrás, el cuello estirado.
limitado por los fondos destinados a esta investigación». El entorno elegido fue un
suelo embaldosado representativo del lugar donde se producen buen número de
fracturas (en huesos verdaderos). Habían dejado los dulces durante ocho horas a
temperatura ambiente, de manera que se encontraban en equilibrio térmico con la
estancia. En este tipo de pruebas no hay que dejar nada al azar. El experimento
consistió en dejar caer las chocolatinas desde una altura cada vez mayor (añadiendo
30 centímetros en cada prueba) y evaluar los daños.
Enseguida hubo que rendirse a la evidencia: a pesar de su estructura, más densa en
apariencia, el Crunchie resultó mucho más frágil que su homólogo lleno de
burbujas. A partir de 1,2 metros de altura, todos los Crunchies se rompieron
sistemáticamente mientras que el 40% de los Aeros aguantó el golpe hasta una
altura de 2,1 metros, que señaló el final del experimento. La resistencia de las
chocolatinas, al igual que la de los huesos, no depende solo de su densidad. Es
probable que el hecho de que los Aeros tengan una proporción mayor de chocolate
y proteínas les confiera una mejor absorción de los choques. Queda claro que la
metáfora no era adecuada, así que habrá que encontrar otra cosa. ¿El scone y el
muffin?
«Si algo puede ir mal, irá mal». Establecida de modo empírico a finales de la
década de 1940 por un ingeniero de la US Air Forcé que le dio su nombre, la ley de
Murphy o ley del máximo gafe posee divertidas extensiones, la más célebre de las
cuales es, sin duda alguna, la ley de la tostada con mantequilla, que se enuncia así:
«La tostada cae siempre del lado de la mantequilla». Algunos explican
instintivamente el fenómeno diciendo que la capa de materia grasa provoca una
disimetría del momento de inercia de la tostada o de su aerodinámica. En realidad,
en un estudio tan lleno de ciencia como de humor británico, publicado en 1995 por
el European Journal of Physics, Robert Matthews demostró que la mantequilla, tan
determinante para el sabor, era una cantidad desdeñable en esa historia: si la tostada
aterriza del lado malo es, simplemente, como prueba este artículo, porque las leyes
de la naturaleza están en nuestra contra. El examen de la caída de la tostada con
mantequilla evidencia el carácter profundamente maléfico del Universo. Lo
sospechábamos al ver el telediario, pero una prueba científica vale más que
cualquier suputación.
Robert Matthews somete a criba la dinámica de la tostada cayendo de una mesa:
deslizamiento, fricción, rotación, todo está ahí. La primera conclusión es que la
rebanada de pan (sea de barra o de hogaza, se estudian ambas) no suele tener
tiempo de dar una vuelta completa. Habríamos podido detenernos ahí y pasar al
corolario de la ley, a saber: «La probabilidad de que la tostada caiga del lado de la
mantequilla es directamente proporcional al precio de la alfombra». Pero Robert
Matthews se interesa por la física y no por la economía y, está claro, le gusta llegar
al fondo de los problemas.
Como podemos advertir al leer las fórmulas que salpican su artículo, el elemento
principal que provoca el drama de la tostada, si dejamos a un lado su torpeza o el
hecho de que no debería usted haber soplado tanto vodka ayer por la noche, es la
altura de la mesa. Ahora bien, ésta está directamente determinada por la estatura del
ser humano medio, que a su vez es el resultado de la evolución. La bipedia que
De los confines del Universo a los clubes de alterne, ningún lugar escapa a la
ciencia. Los retretes no son una excepción. Allí donde el rey cree estar solo, lo
acompañan los investigadores. Así, se han explorado numerosos aspectos de las
costumbres defecatorias para determinar su impacto sobre ciertos problemas de
salud como el estreñimiento y las hemorroides. Pero durante mucho tiempo una de
estas costumbres ha sufrido un déficit de atención por parte del mundo científico:
leer en los lugares donde uno se alivia. En 1989, un breve debate ocupó las
columnas de la célebre revista médica The Lancet. Un artículo acusaba a la lectura
de dificultar el esfuerzo de empuje. El intelecto no debe interferir en los actos
físicos primarios: no hay que leer en la mesa, en el lavabo, haciendo el amor o
jugando al fútbol. Otro artículo afirmaba lo contrario.
Un estudio israelí aparecido en 2009 en Neurogastroenterology & Motility quiso
aclarar las cosas. El equipo de seis médicos envió un cuestionario a una muestra
representativa de la población israelí que comprendía unos quinientos adultos. Se
les preguntaba si leían en el retrete, el tiempo que pasaban sentados en el trono, el
número de veces que iban, el vigor de su tránsito, el estado de su ano y una
caracterización de sus deposiciones, esto último gracias a la célebre escala de
Bristol, que evalúa del 1 al 7 la forma y la consistencia de la producción intestinal,
desde la grava al aguachirle pasando por lo bien moldeado.
El resultado de este sondeo tan peculiar es de una extremada banalidad. La mitad
de la muestra considera el retrete como un gabinete de lectura. El retrato robot del
bibliófilo de cagadero describe a un hombre más bien joven, diplomado y laico. En
cambio, las mujeres, las personas de edad, los agricultores, los obreros y los
fervientes creyentes están menos inclinados a leer en ese lugar. Pero tal vez solo
sea el trivial reflejo de los hábitos de lectura de unos y otros… Volviendo a la
pregunta «¿Leer en el retrete es bueno para la salud?», el estudio debe concluir con
un «ni sí, ni no». Una pizca menos de estreñimiento para los lectores, pero un
poquito más de hemorroides. Nada significativo para gran decepción de los autores,
¡Maldita sea! Acaba de fallar usted: 1) la volea más fácil de su vida; 2) un penalti
ante un portero ciego y manco; 3) un putt de 9,5 centímetros. Y resulta que ahora
está inspeccionando, furibundo(a), su raqueta de tenis, la punta de sus botas de
fútbol o ese maléfico palo de golf que, sin embargo, le costó el salario medio de un
chino. Tiene usted razón, no es que sea nulo(a), la culpa es del material. No porque
usted no lo haya pagado suficientemente caro, sino porque no ha sido bendecido
por los dioses del estadio… En efecto, el mejor modo de mejorar rápidamente sus
marcas consistiría en utilizar material que haya pertenecido a un campeón. Ésa es,
al menos, la conclusión a la que se llega tras la lectura de un estudio
estadounidense publicado el 20 de octubre de 2011 por PLoS ONE. Sus autores
quisieron saber si era posible trasladar al deporte el concepto de «contagio
positivo», esa creencia según la cual algunas propiedades benéficas se pueden
transmitir de un objeto a una persona. ¿Tienen un efecto placebo las reliquias
deportivas? ¿Calzarse los tacos de Zinedine Zidane le convertirá a usted en el rey
del regateo, del túnel al contrario y del cabezazo?
Para responder a ello, los investigadores reclutaron a cuarenta estudiantes de la
Universidad de Virginia, todos golfistas aficionados, que respondieron a un
cuestionario sobre su práctica deportiva y con los que se formaron dos grupos de
veinte personas. La prueba consistía en colocarlos sobre una alfombra de
entrenamiento, a algo más de dos metros del agujero, hacerles evaluar el diámetro
de dicho agujero dibujándolo en un ordenador, decirles que calentaran con tres
intentos y, luego, hacerles puttear diez veces a cada uno. Los veinte primeros
jugadores servían de grupo testigo mientras que los otros veinte eran, sin saberlo,
los «cobayas».
El investigador explicaba a estos últimos, antes de empezar la prueba, que iban a
utilizar un palo que había pertenecido a Ben Curtis, golfista profesional
estadounidense, vencedor en 2003 del British Open, uno de los torneos del grand
chelem. Evidentemente, el palo nunca había pertenecido al jugador, pero ¿cómo
adelantas tanto como eres adelantado. No obstante, estos dos fenómenos no son
simétricos en su distribución temporal. Durante los diez minutos, se pasa menos
tiempo adelantando que siendo adelantado. Eso se debe a la distancia entre los
vehículos. Cuando están parados, parachoques contra parachoques, los afortunados
de la fila contigua pueden adelantar a tres en un segundo. En cambio, como los
automóviles que circulan están separados por cierta distancia, nunca podrán
adelantarte tres vehículos en un segundo. Adelantar es un placer breve; ser
adelantado, una larga tortura.
La impresión de que la otra fila es más rápida se debe por tanto a esta disimetría.
Lo confirmó el segundo experimento, en el cual se proyectó a ciento veinte
personas una película de cuatro minutos filmada a través de la ventanilla de un
coche durante un embotellamiento. Aunque, en realidad, la fila contigua había
circulado más lentamente, el 70% de los «cobayas» estimaron lo contrario y el 60%
habrían cambiado de buena gana de carril para colocarse… ¡del lado de los
perdedores!
Por lo tanto, la maldición de la autopista no es más que una ilusión. La cuestión
sería saber si eso también explica por qué, en el supermercado, la cola avanza
siempre más deprisa en la caja de al lado precisamente cuando su hija de cinco años
le pregunta: « ¿Cuándo vamos a casa?»
Están los amigos de los animales. Y están sus amantes. Puesto que la ciencia
improbable —y esta crónica, que lo es tanto o más— prescinde de los tabúes,
debemos dar cuenta de un estudio brasileño, aparecido el 24 de octubre de 2011 en
The Journal of Sexual Medicine, consagrado a las prácticas zoófilas masculinas. El
artículo no se escribió con fines sensacionalistas: con las mejores intenciones, los
veinte médicos que lo firmaron se interesaron por el vínculo que puede existir entre
dicha práctica sexual y el cáncer de pene, mucho más frecuente en Brasil que en
Europa.
Para su estudio, los autores sometieron a 492 hombres de entre dieciocho y ochenta
años, procedentes de las regiones rurales y pobres del país, a un exhaustivo
interrogatorio sobre su vida sexual. De entre ellos, ciento dieciocho padecían
cáncer de pene, y los demás ejercían de grupo de control.
Los resultados de estas entrevistas son un buen golpe para quienes creen que lo que
antaño se llamaba bestialidad constituye una práctica que se aleja de la norma. Casi
el 35% de los hombres interrogados reconoció haber fornicado con un animal o con
varios. El asunto empieza, por lo general, en la adolescencia, hacia los trece o
catorce años, y cesa aproximadamente cuatro años más tarde, puesto que la
mayoría de los zoófilos deja de abusar de los animales cuando obtiene los favores
de individuos pertenecientes a la especie humana. Existen sin embargo
encaprichamientos más duraderos: uno de los sujetos del estudio experimentó el
amor bestial durante veintiséis años…
Raros son los hombres que se contentan con un solo polvo o alegan el error de una
noche. Casi el 40% de los que han probado la cosa cumplen por lo menos una vez a
la semana sus deberes de corral. Por lo visto granja rima con harén. En el orden de
favorito(a)s, encontramos en primer lugar a las yeguas, seguidas por las burras, los
mulos, las cabras, las gallinas, las terneras, las vacas, los perros y las perras, los
corderos y las ovejas, los cerdos y las gorrinas. El estudio dibuja un mapa de la
Se trata de una controversia científica casi tan importante como la que opuso a
Galileo y a la Iglesia por el ordenamiento de los cielos: ¿perciben las vacas el
campo magnético terrestre hasta el punto de alinearse con él cuando pastan o
reposan? Los ganaderos observaron hace ya mucho tiempo que sus animales
tienden a moverse en paralelo los unos con los otros. Según se cree, es cosa de
ofrecer la menor resistencia posible al viento o de aprovechar el sol al máximo los
días fríos o, por el contrario, de minimizar la superficie expuesta a los rayos de
Helios los días cálidos.
Nanay de la China, afirmó en 2008 un estudio germano-checo publicado en los
Proceedings de la Academia de Ciencias estadounidense. Analizando algunas
imágenes de Google Earth que muestran rebaños de bóvidos, sus autores
advirtieron una notable preferencia, fuera cual fuese la estación, por una alineación
acorde con el campo magnético terrestre. Las vacas se comportaban como brújulas,
unas indicando con los cuernos, otras con la cola, los polos magnéticos norte y sur.
Se obtuvo la confirmación al descubrir en el bosque las huellas dejadas por otros
rumiantes, gamuzas y ciervos al tenderse en la nieve. Aunque ya se había
documentado la orientación de numerosos animales (tortugas marinas, pichones,
abejas, murciélagos, etc.) en función del campo magnético terrestre, era la primera
vez que un estudio la ponía de relieve en los grandes mamíferos. Eso podía
conducir a evaluar de nuevo la peligrosidad de los campos magnéticos para un
animal como el hombre.
Al siguiente año, el mismo equipo remachó el clavo al constatar, también gracias a
Google Earth, nueva herramienta de la ciencia, que la alineación norte-sur se
deshacía cuando los rebaños pasaban bajo las líneas de alta tensión: el campo
magnético creado por el paso de la corriente perturbaba a los animales, que
entonces tendían a colocarse perpendicularmente a las líneas eléctricas. Por un pelo
no se encontró allí, por fin, la explicación de un fenómeno universal: el de las vacas
que contemplan el paso de los trenes. En realidad, a las vacas les importan un bledo
las locomotoras y los vagones: solo procuran formar un ángulo recto con las vías
electrificadas…
Pero, puesto que cada descubrimiento importante en la historia de la humanidad va
acompañado de críticas, en febrero de 2011 estalló una polémica sobre las brújulas
internas bovinas: en un estudio publicado en el Journal of Comparative Physiology,
otro equipo, éste cien por cien checo, echó abajo el hermoso edificio. Al interesarse
no ya por la dirección general de los rebaños sino por la de cada individuo en
particular, los investigadores no descubrieron, en un nuevo juego de fotografías,
ninguna dirección preferente en la posición de los rumiantes, así que denunciaron
un sesgo experimental en el artículo de 2008. La respuesta no se hizo esperar. Para
el primer equipo, la mitad de las imágenes utilizadas por sus detractores no eran
pertinentes al estar tomadas en terrenos demasiado empinados o demasiado
cercanos a líneas de alta tensión. Además, el primer equipo acusaba al segundo de
que los negativos seleccionados a veces eran tan difusos que no se podía determinar
con precisión la orientación de los animales, que en ocasiones eran corderos o, peor
aún, ¡pacas de paja!
De momento, pues, el misterio de las vacas magnéticas sigue sin resolverse.
Amigos ganaderos, esperen todavía un poco más antes de construir establos feng
shui para mejorar la calidad de la leche.
Si su cónyuge le llama «minino» o «gatita», tal vez esta crónica le cambie la vida.
Usted no lo sabe, pero la ciencia le tiende la mano a través de Gary Pickering. En
un artículo publicado en 2008 por el Journal of Animal Physiology and Animal
Nutrition, este biólogo especializado en la ciencia del gusto y del vino, en el buen
beber y el buen comer, se interesó por la comida para gatos. Así, pues, las
numerosas pruebas realizadas por la industria del Jalagato —cuya cifra de negocio
anual se calcula en miles de millones de dólares— para mejorar el atractivo de sus
productos ante los consumidores de cuatro patas, pruebas costosas en tiempo y en
dinero, a menudo no son concluyentes. Los gatos se muestran caprichosos por lo
que se refiere a la comida y, sobre todo, advierte Gary Pickering, si exceptuamos al
gato de Cheshire y a Silvestre, el enemigo del canario Piolín, tienen el gran defecto
de no verbalizar ni sus deseos ni las razones de sus repugnancias.
Ahí es donde interviene usted, señor Minino, señora Gatita, pues se necesita un
animal que hable para llevar a cabo los ensayos gastronómicos. La guía Michelin
del paté, el Gault & Millau de la croqueta. Y como en el plano de la degustación el
Homo sapiens funciona más o menos como el Felis catus, ahí tenemos una salida
adecuada para estos tiempos de crisis y de paro: catador para gatos. Pero no lo es
quien quiere. Para elaborar un protocolo fiable, Gary Pickering sometió a sus
candidatos a una implacable selección, eliminando a los que tenían los senos
obstruidos (pues apreciar el alimento requiere unas fosas nasales muy despejadas),
problemas de visión de los colores o alergias alimentarias, a quienes no eran lo
bastante sensibles a los sabores primarios y a la dureza de los alimentos, y, por
último, a los que, demasiado asqueados, no querían prestar su lengua a los gatos.
Seleccionaron once candidatos que comenzaron su formación con seis sesiones de
una hora y media, durante las cuales se entrenaron para describir y clasificar los
alimentos según dieciocho criterios de aroma —dulce, salado, picante, con hierbas,
caramelo, quemado, rancio, amargo, gambas, menudillos, etc. — y cuatro criterios
de textura —dureza, facilidad para masticar, viscosidad (en las salsas y gelatinas) y
carácter rijoso (en el sentido prístino del término) —. Luego llegó la hora de la
degustación de trece alimentos comercializados, de acuerdo con un protocolo muy
preciso: «1) enjuagar la boca con agua; 2) colocar de media a una cucharada de
café de muestra en la boca; 3) desplazar la muestra por la boca y masticarla entre
diez y quince segundos; 4) tragar una porción de la muestra y escupir el resto en
una escupidera; 5) evaluar la intensidad de cada criterio en una escala de 15
centímetros; 6) enjuague de la boca con agua. Además, era obligatorio hacer una
pausa de uno o dos minutos entre las muestras». Para vomitar, dirán… las malas
lenguas.
La prueba pedía también a los caballeros de la Mesa Ronroneo que anotaran,
siguiendo una escala del uno al nueve (uno, me encanta; nueve, lo detesto), su
apreciación personal. La nota media de los trece alimentos fue de 4,97, lo que
coloca el cursor entre el «no me gusta especialmente pero tampoco me asquea» y el
«me gusta un poco». Nuestros Félix de dos patas prefirieron el plato de pescado
(una nota de 2,73 que envidiarían muchos restauradores) e hicieron una mueca ante
un paté homogéneo (con nota de 6,59). Vamos, vamos, caprichosillos.
Luego se entraba en el meollo de la cuestión. Los cobayas del primer grupo, con la
culpabilidad a tope, debían meter la mano en un cubo con hielo (cuya temperatura
estaba comprendida entre 0°C y 2°C) y mantenerla allí el mayor tiempo posible,
siendo imitados por el grupo testigo. En cuanto a las personas del segundo grupo,
introducían la mano en agua a temperatura agradable (de 36°C a 38°C) y después
cada uno de ellos expresaba sus sensaciones en una escala de sufrimiento graduada
de cero a cinco (cero, casi ni me duele; cinco, ¡ay, uy, ayayay!) y hacía un nuevo
test de personalidad para evaluar dónde quedaba el sentimiento de culpabilidad.
Por término medio, el primer grupo mantuvo la mano en el hielo durante 87
segundos, frente a los 64 segundos del grupo testigo (que no tenía nada que
reprocharse), demostrando así que sentirse en falta incita a buscar la catarsis por
medio de un castigo físico mayor. Con un tiempo de inmersión equivalente, el
dolor sentido era mucho mayor en el primer grupo. Quedaba por responder la
pregunta más importante: ¿cómo había evolucionado el sentimiento de culpa?
Quienes habían soportado el hielo habían experimentado una reducción de ese
sentimiento dos veces mayor que quienes no habían sufrido metiendo las manitas
en agua caliente. Como si el dolor fuera, efectivamente, la moneda de cambio de la
expiación. Pecadores, ¿no os apetecería un poco de látigo?
pequeña que los otros dos grupos, como si la diferencia entre la propia estatura y la
pértiga no fuera tan importante.
En el segundo experimento, otros participantes se agruparon por parejas para un
juego de rol. Previamente, habían realizado un test para determinar quién ejercería
de jefe y quién de empleado. En realidad, los puestos se asignaron al azar, pero
todos los participantes creyeron haberlo «merecido». Antes del juego de rol, que no
tenía la menor importancia en el experimento, todos rellenaron un cuestionario
sobre sí mismos, en el cual debían indicar particularmente su altura. Los «jefes»
tendían a añadirse uno o dos centímetros, mientras que los «empleados» no hacían
trampas. En el último experimento se recuperó el mismo protocolo pero, además
del cuestionario, invitaron a los cobayas a crearse el avatar «que mejor los
representase», pues el juego de rol sería virtual. También en esa ocasión los
«jefes», en el «abanico de las siete alturas posibles», eligieron por término medio
una altura mayor que sus «subalternos».
La expresión según la cual la gente que se siente importante «estira el cuello»
parece encontrar aquí una resonante confirmación. Queda por saber si los
poderosos empequeñecen a aquellos que les parecen insignificantes. Un indicio: la
prensa publicó que Nicolás Sarkozy (1,65 metros) apodaba a François Hollande,
que le supera por varios centímetros, «el pequeño».
oso pardo a los pies de su litera lamiendo la sangre que emanaba de su vendaje. Al
día siguiente, el hombre tenía el pelo de un blanco inmaculado.
A medida que pasan los decenios y la ciencia se vuelve más precisa, parece que los
investigadores cada vez creen menos en todas esas historias cogidas por los pelos,
pero no hasta el punto de renunciar al síndrome de María Antonieta. Así, en 1972,
un profesor de dermatología estadounidense publicó una recensión muy completa
de los principales casos históricos, con el título: «Súbito blanqueo del cabello». En
el año 2008, en el Journal of the Royal Society of Medicine, un equipo británico
retoma el mismo enfoque y casi el mismo título, añadiendo una pequeña dosis de
escepticismo: «Blanqueamiento repentino del cabello: ¿una ficción histórica?».
Con el transcurso de los siglos, se ha pasado de la simple constatación a la
búsqueda de la causa. Partiendo del principio de que el fenómeno es real, las dos
hipótesis consideradas son las siguientes: o las María Antonietas y los Tomás
Moro, una vez encarcelados, ya no podían aplicarse tinte y se veían obligados a
lucir su verdadero color de pelo, o una alopecia selectiva había hecho caer de
pronto todos sus cabellos pigmentados, dejando solo los blancos sobre la cabeza.
Que a su vez iba también a caer muy pronto.
con el suelo, de modo que la cuerda no tirara de toda su masa. Por último, pasó al
ahorcamiento «completo». Como un deportista que calienta antes de un esfuerzo
violento, efectuó una primera sesión, aunque no con una cuerda sino con una toalla
tensada: «Realicé seis o siete ahorcamientos de cuatro o cinco segundos para poder
acostumbrarme a ello. Durante todo ese tiempo, el cuerpo se encontraba a uno o
dos metros por encima del suelo».
Enardecido por la prueba, Minovici se lanzó, a la mañana siguiente, a una sesión
más seria. Con gran desesperación por su parte, no pudo aguantar más de veintiséis
segundos. Démosle la palabra: «En cuanto los pies abandonan el suelo, los
párpados se contraen violentamente; además el cierre de las vías respiratorias es tan
hermético que resulta imposible respirar. Ni siquiera oía la voz de uno de mis
empleados que se encargaba de tirar de la cuerda y de contar el número de
segundos. Los oídos me silbaban y los dolores, así como la necesidad de respirar,
no me permitieron soportar más tiempo el experimento». Muy escrupuloso, el
médico anotó las heridas que le había infligido la prueba. Después lo intentó con
una cuerda de verdad. El dolor fue tal que interrumpió el experimento antes incluso
de que sus pies hubieran abandonado el suelo.
La pena de muerte por ahorcamiento todavía está en vigor en algunos países, entre
ellos la India y Japón.
completo los eventuales rastros de una trompa precedente. Día 3: comienzo de las
operaciones. En cuatro horas, el candidato al viaje absorbe aproximadamente
medio litro de bourbon de 43o, de modo que ingiere 2,4 gramos de alcohol puro por
kilo de masa corporal. Cada media hora se llevan a cabo algunas pruebas. Se le
enseña primero un juguete cuyo nombre se le pregunta dos minutos y media hora
más tarde. Asimismo, se le muestra (para verificar los recuerdos «emocionales»)
una escena de una película erótica. Ponen a prueba también su memoria a largo
plazo preguntándole sobre su escolaridad y le piden que resuelva algunas
operaciones matemáticas sencillas (¿cuánto es una botella menos tres vasos?). En el
día 4, se comprueba qué recuerda tras veinticuatro horas y se compara el resultado
con el obtenido en sujetos sobrios.
Cinco de los diez cobayas cayeron en el agujero negro durante el experimento, y no
«fijaron» en su memoria ni los juguetes mostrados ni las escenas picantes de la
película (y ninguno vio a la señora desnuda jugando con un pato de plástico
amarillo). Los autores del estudio descubren que los amnésicos eran los que
asimilaban más lentamente el alcohol, y eso parecía indicar que la hipótesis
fisiológica era la más verosímil. Sugirieron, pues, que se llevaran a cabo tareas
complementarias en ese sentido. ¡Hip!
también algunos intrusos sobre los que no haremos comentario alguno, como
cabellos o un pelo de animal… En el 17% de los casos se detectaron una o varias
transferencias, y los investigadores advirtieron un claro desequilibrio entre los
sexos: las damas eran más generosas, y se desprendían de vello dos veces más a
menudo que los caballeros. Se trata de un dato importante, pues, aunque la
frecuencia de las transferencias es bastante débil, los violadores, sin saberlo,
podrían llevarse consigo uno o varios pelos de su víctima capaces de incriminarlos.
En la conclusión de su artículo, los autores reconocían que una muestra de seis
parejas, todas ellas compuestas por blancos, no era demasiado representativa. No se
pudo obtener ninguna correlación significativa entre las transferencias pilosas y los
datos recogidos, como la duración de las relaciones sexuales o la postura adoptada.
De ahí que pidieran, con la mayor seriedad del mundo, que se lleven a cabo otros
experimentos que impliquen a más sujetos. ¿Una fiesta en el Carlton, querida?
Trae un peine, lo haremos por la ciencia… Además, precisaban también que la
participación de los doce voluntarios en las pruebas «estuvo motivada únicamente
por el deseo altruista de hacer avanzar la investigación». Tal vez las últimas seis
palabras sobren.
Si por ventura Jean Dujardin lee este libro, a él le dedicamos esta crónica.
Galardonado con el Oscar al mejor actor por su papel en The Artist, el 26 de febrero
de 2012 el actor francés hubiera podido obtener, en aquella ceremonia, algo más
que un enésimo premio: algunos años más de vida. Eso es lo que dice, al menos, un
estudio publicado en 2001 en Annals of Infernal Medicine. Sus autores, dos
investigadores canadienses, partiendo del principio de que el estatus social es un
factor determinante en la esperanza de vida, se interesaron por la mortalidad de las
estrellas de cine. Más concretamente, quisieron ver si el acceso al último peldaño
del star system que representa la «oscarización» tenía un impacto cuantificable en
el número de años que actores y actrices pasan en la Tierra.
Recorrieron, pues, pacientemente, las listas de actores nominados a los Academy
Awards (nombre oficial de la ceremonia de los Oscar), de 1929 al año 2000, en las
cuatro categorías, es decir, las de mejor actor y mejor actriz en un papel
protagonista o secundario. A continuación, los investigadores formaron un grupo
testigo eligiendo, para cada actor nominado, un colega del mismo sexo y
aproximadamente de la misma edad, que actuara en la misma película. Eso fue
posible la mayoría de las veces, con la notable excepción de Katharine Hepburn,
nominada en 1952 por su papel en La reina de África, película en la que era la
única mujer del reparto, pero como la actriz estadounidense fue nominada doce
veces a los Oscar, con cuatro victorias, ese incidente no tuvo demasiada
importancia. Se formaron tres grupos: laureados (235 personas), actores nominados
pero nunca premiados (527) y actores del grupo de control, que jamás fueron objeto
de nominación alguna (887); y, como en todo estudio sobre la esperanza de vida,
fue necesario darse una vuelta por los cementerios y por las reseñas necrológicas
para saber cuáles de esos 1649 individuos permanecían aún en este mundo y cuáles
habían estirado ya la pata. En total, 772 actores se habían marchado ya al otro lado
de Sunset Boulevard. Triste…, pero excelente para las estadísticas. Los resultados
confirman que a los oscarizados, aunque no sean dioses vivientes, se les concede
una fracción de eternidad suplementaria. Los premiados han vivido, de media, 3,9
años más que los miembros del grupo de control, y 3,6 años más que los actores
nominados pero que no fueron premiados. Esta significativa ganancia es análoga a
la que se observaría en la población normal si desapareciera el cáncer. La famosa
estatuilla dorada resulta ser una garantía de larga vida, y el hecho de que se haya
recibido por un papel principal o uno secundario no supone ninguna diferencia. Es
más: cuantos más Oscar se coleccionen, más tiempo de vida se obtiene. ¡Los
repetidores ganan hasta seis años de existencia con respecto al grupo testigo!
¿Hay algún hechizo en la estatuilla? Sin duda, no. Según los autores, si el éxito da
ventaja en la supervivencia, es preciso buscar las razones en otra parte. En primer
lugar, las estrellas están mejor alimentadas y cuidadas que la mayoría de los
actores. Además, debido a los medios de comunicación, se ven sometidas a un
permanente control de su vida, incluso de la privada, por lo que deben preservar
siempre su imagen y evitar comportamientos irracionales. Sin olvidar una
protección suplementaria, la de los agentes, representantes y otros asesores que
sirven de carabina a los oscarizados y los miman como a la gallina de los huevos de
oro…
distintos: tres para conocer su metabolismo basal —tendidos, sentados sin hacer
nada o caminando sobre una cinta de correr a 4,8 kilómetros por hora— y dos «en
situación» —es decir, sentados durante una hora mirando la televisión y, también
durante una hora, levantándose en cada corte publicitario para andar, sin moverse
del sitio, al ritmo de un centenar de pasos por minuto y procurando levantar el pie
unos quince centímetros cada vez—. Sabiendo que los anuncios duraban veintiún
minutos cada hora, los cobayas, por término medio, gastaron 67 calorías más (148
por 81) andando sin moverse frente a la pantalla que permaneciendo en el sofá. Un
resultado muy convincente. Por lo tanto, ¡a levantarse todos durante la
publicidad…!
¿Por qué, en vez de abogar por esa improbable ocupación, los investigadores no
recomendaron sencillamente a los estadounidenses que apagaran el televisor y
salieran a dar un paseo? Dado que, por desgracia, conocen la «reticencia» de sus
compatriotas «a abandonar de modo permanente una parte de su tiempo de
pantalla», prefirieron este enfoque que asocia el ejercicio físico y la pequeña
pantalla. Con toda lógica ya solo nos queda, por evidentes razones sanitarias, exigir
la multiplicación de los anuncios. De resultas, los programas servirán para respirar
un poco entre dos pausas publicitarias.
Dios le dijo a Eva: «Parirás a tus hijos con dolor». Desde entonces, dos inventores
estadounidenses se han permitido modernizar la fórmula divina: «Parirás a tus hijos
con dolor y sobre una centrifugadora». En efecto, en 1965, George y Charlotte
Blonsky registraron una patente (número 3 216 423) que ocupa un lugar destacado
en el panteón de la improbablología: una mesa de parto rotativa que facilita los
nacimientos por efecto de la fuerza centrífuga. Bastaba con pensar en ello.
Para comprender su funcionamiento es preciso ponerse a la vez en la piel de los
pobres bebés —obligados a avanzar por un estrecho conducto, como soldados
arrastrándose por la pista americana— y en la de sus madres. Citemos el texto de la
patente: «Es sabido que, a causa de las condiciones anatómicas naturales, el feto
necesita una fuerza considerable para apartar las paredes vaginales que lo
envuelven, superar la fricción de las superficies uterinas y vaginales y contrarrestar
la presión atmosférica que se opone a su salida». Por lo que se refiere a la
parturienta, sus esfuerzos no resultan menos considerables: «A la mujer que ha
desarrollado una buena musculatura y ha hecho bastante ejercicio físico a lo largo
del embarazo, como sucede en todos los pueblos primitivos, la Naturaleza le ha
otorgado el equipamiento y la potencia necesarios para un parto normal y rápido.
Sin embargo, no es el caso de las mujeres más civilizadas, que a menudo no han
tenido ocasión de desarrollar la musculatura requerida para parir» [sic].
Pero que las blandengues a punto de dar a luz no se hagan mala sangre, ahí están
George, Charlotte y su centrifugadora para ayudarlas. Todo está previsto, ésa es la
consigna de la patente. La parturienta se tiende en la mesa de trabajo con la cabeza
a la altura del eje de rotación. Para evitar el despegue, debe abrocharse bien los
cinturones: con los pies bien calados en unos estribos, la pelvis atrapada en una
especie de estuche que la mantiene paralela a la mesa, unas correas a la altura de
los muslos, otra debajo del pecho y la última sobre el cuello. Una panoplia
necesaria en caso de desvanecimiento. No obstante, quisiera hacer una pequeña
crítica: falta un distribuidor de bolsas para vomitar. Por razones de seguridad, la
centrifugadora está rodeada por un perímetro circular para que el personal médico
no sea partido en dos por la máquina en plena acción. Y en caso de que fuera
necesario detener urgentemente la rotación, ahí está el freno de mano. Ya nos lo
han dicho: ¡todo está previsto!
Todo está calculado, también, para evitar que el bebé sufra un desgraciado
accidente. Delante de la vagina de la futura madre se ha colocado una red elástica
(aunque no demasiado), con un cómodo receptáculo de algodón en el fondo, para
recibir suavemente al retoño y evitar que acabe su cortísima existencia
espachurrándose contra las paredes de protección. Conviene precisar que, según las
cifras facilitadas en la patente, la mesa puede, a su máxima potencia, efectuar más
de ochenta vueltas por minuto. Bastante para expulsar sin dificultad a un bebé, su
placenta, y, por añadidura, algunos órganos maternos.
Todo está previsto, pues. Incluso la futura carrera del recién nacido. Tras este
precoz entrenamiento en la centrifugadora, donde habrás sufrido una aceleración de
7g durante el nacimiento, es decir, mayor que en las atracciones más espectaculares
de las ferias, serás piloto de caza o astronauta, hijo mío.
Como relata en un artículo del año 2008, publicado por el Journal of Forensic and
Legal Medicine, un equipo suizo del departamento de medicina forense de la
Universidad de Berna, acostumbrado a obtener candidatos a la autopsia tras las
peleas de bar, vio como un tribunal le ponía en un aprieto: ¿golpear a un ser
humano en la cabeza con la ayuda de una botella de cerveza de medio litro, puede
hundir el cráneo del humano en cuestión, o la botella se romperá antes?
No se preocupe, señoría. Haremos un pequeño experimento y le daremos la
respuesta. Tomemos de entrada una botella de cerveza a la que, de acuerdo con el
procedimiento puesto a punto por el científico improbable que fue Pierre
Desproges, «llamaremos Catalina, en homenaje a Catalina de Médicis, cuya
capacidad pasmó a su época». Tomemos luego un asiduo a la barra, al que
llamaremos John, en referencia a John Wayne, que en las innumerables peleas de
saloon que rodó recibió en la cocorota más botellazos que cualquier otro.
Aplastemos a Catalina contra la… ¿Perdón? ¿Que no es deontológico hacer estos
experimentos con un cobaya vivo? Pues eso nos complicará la tarea.
Nuestros investigadores suizos tuvieron que estudiar de otro modo las propiedades
físicas de Catalina y, en primer lugar, la más importante de todas ellas: ¿qué botella
es más difícil de romper y, por lo tanto, más peligrosa, la llena o la vacía? Tras
haber medido por medio de tomografías los distintos grosores de la pared de vidrio
y haber determinado qué parte era la más frágil, los investigadores pegaron allí, con
pasta para modelar, una pequeña tablilla de madera. Esta simulaba el hueso del
cráneo, mientras que la pasta para modelar desempeñaba el papel de los tejidos
blandos de la cabeza. Luego, bastó con colocarlo todo al pie de una torre de
impacto —una máquina destinada a probar la resistencia de objetos y materiales—
y hacer caer encima, desde distintas alturas, una bola de acero de un kilogramo.
Resultado: era necesaria una energía de treinta julios para romper las botellas llenas
y se necesitaban cuarenta para las vacías. Según los investigadores, esta notable
diferencia se explica por una buena razón: siendo la cerveza un fluido casi
unos de los otros que la mayor parte de los textos no obtienen la mayoría suficiente
para ser aprobados. Eficacia casi nula.
Los partidos políticos tienen, pues, algo bueno. Pero es necesario arreglárselas para
que ninguno de ellos —o para que ninguna coalición— posea la mayoría absoluta,
ya que si sucede así, los proyectos de ley ya no pretenderán resolver los problemas
colectivos sino, más bien, satisfacer intereses clientelistas o corporativistas. El
truco consiste en reservar a los diputados elegidos a suerte, que deberían tener una
visión más altruista de la política, una porción de los escaños suficiente para que
los políticos profesionales se vean obligados a cambiar el rumbo de su acción
legislativa hacia el interés general.
Este estudio sobre los méritos de la «lotocracia» es una repetición. En 20X0, el
mismo equipo había demostrado que, a causa del principio de Peter —que afirma
que, en una empresa o una administración, todo empleado acaba alcanzando,
gracias al juego de los ascensos, su nivel de incompetencia—, era más eficaz,
cuando un cargo de responsabilidad quedaba vacante, nombrar a su titular por
sorteo. Sugerimos a Loterías y Apuestas del Estado que cree unos nuevos boletos:
director general por rasca y gana, diputado por sorteo…
«¡No bizquees: si pasa una corriente de aire, te quedarás así!» «Deja ya de tocarte o
te volverás sordo» (o ciego, o calvo, depende del país…). Si estableciéramos un
palmarés de los tópicos ineptos, los padres se llevarían de largo la medalla de oro
en la categoría «Medicina». Sin duda alguna, es preciso ser muy indulgente y sentir
cierta inquietud por la salud de los niños a través de esas frases hechas, de las que
una de las más célebres es: «Cómete las espinacas, tienen mucho hierro». Por
mucho que sepamos, desde la década de 1930, que se trata de una leyenda debida a
una coma errónea, mal colocada, que multiplicó por diez el contenido en hierro de
esta planta hortícola, el ejemplo de Popeye —que, para lograr su dosis, habría
hecho mejor masticando las latas de conserva antes que su contenido— sigue
teniendo repercusiones en el círculo familiar…
Si existe un médico profundamente marcado por la influencia de su parentela, ése
probablemente sea Donald Ungen Nacido a finales de la década de 1920, este
alergólogo californiano escuchó durante mucho tiempo la cantinela de «No hagas
crujir las articulaciones de los dedos, produce artrosis». Como explicó en una
correspondencia publicada en 1998 por la revista especializada Arthritis and
Rheumatism, escuchó la advertencia sucesivamente de su madre, sus tías y, por
último, su suegra, hasta el punto de renunciar para siempre a hacer estallar las
pequeñas burbujas de gas que se forman cuando uno se retuerce los dedos. Pero
Donald Unger es un investigador de corazón. ¿Había algo que fuera científico o —
como mínimo— acertado en ese consejo de buena mujer?
Desde luego, lo mejor era probarlo. Consigo mismo. He aquí el protocolo que puso
en marcha nuestro médico estadounidense, tal y como lo describe en la carta:
«Durante cincuenta años el autor ha hecho crujir las articulaciones de los dedos de
su mano izquierda al menos dos veces al día, sin tocar las de su mano derecha para
que sirviera de testigo. Por consiguiente, las articulaciones de mi mano izquierda
han crujido, por lo menos, 36 500 veces, mientras que las de la derecha, soto unas
pocas veces y de modo espontáneo. Cincuenta años después, se compararon las
En el año 2011, el mundo de la física celebró los cien años del descubrimiento de la
superconductividad, esa sorprendente propiedad que tienen algunos materiales de
conducir la corriente eléctrica sin resistencia alguna. El fenómeno, que permite
esperar que algún día se pueda transportar la electricidad sin pérdidas, es de
evidente interés industrial, pero la superconductividad solo funciona con
temperaturas muy bajas y numerosos laboratorios en todo el mundo buscan
materiales que faciliten este procedimiento. Un equipo japonés, sin duda para
brindar por el centenario, exploró un camino inesperado al tratar de determinar si el
hecho de empapar aleaciones con bebidas alcohólicas podía «dopar» la aparición de
la superconductividad. Por desgracia, el artículo que recoge sus experimentos,
publicado en marzo de 2011 en la revista Superconductor Science and Technology,
no precisa el número de botellas que el equipo sopló antes de poner a punto este
improbable proyecto de investigación.
He aquí el detalle de su protocolo experimental: tras haber fabricado unos
granulados a base de hierro, de telurio y de azufre, el equipo los zambulló durante
veinticuatro horas en varias bebidas alcohólicas comercializadas, cuya temperatura
se elevó hasta los 70°C. Las pastillas dieron la vuelta al bar —a todas luces bien
provisto— del laboratorio, «probando» la cerveza, el vino blanco, el vino tinto, el
whisky, el sake y el shochu, un aguardiente japonés que se destila a partir de
diversos ingredientes como el arroz, la cebada o la batata. Los investigadores
sometieron también sus granulados al agua y al etanol puro, así como a distintas
mezclas de ambos, para saber si el grado de alcohol desempeñaba algún papel.
El resultado de esas degustaciones fue pasmoso, como explican los autores del
estudio: «Averiguamos que las bebidas alcohólicas que se pueden adquirir en las
tiendas, una vez calentadas, eran eficaces para inducir la superconductividad,
comparadas con el agua pura, el etanol y las mezclas de agua y etanol». La
concentración en alcohol no es una nadería en el asunto, puesto que, en este
concurso de empinar el codo, el vino tinto ganó ampliamente, mientras que el
shochu fue el farolillo de cola a pesar de sus 35ode graduación alcohólica. Pero los
investigadores nipones no podían limitarse a esta simple constatación. Necesitaban
saber qué elemento del vino tinto favorece la superconductividad.
De ahí el segundo experimento. ¡Otra ronda, camarero! Esta vez, el equipo se
centró en el buen tinto que mancha: se pusieron a prueba seis vinos procedentes de
distintas cepas (cuatro vinos franceses, uno italiano y otro japonés…), como relata
el estudio, que acaba de publicarse en la página web de pre-publicaciones
científicas arXiv. El misterioso compuesto que contribuye a la superconductividad
es el ácido tártrico y la medalla de oro del experimento correspondió a… ¡el
beaujolais! Aunque estemos aún lejos de empapar las líneas eléctricas con tintorro,
el caso es que se abren insospechadas perspectivas para la viticultura francesa. Si la
ciencia improbable sigue metiéndose en eso, pronto habrá que elegir entre beber y
superconducir.
En Tintín en el país del oro negro, los dos inenarrables policías Hernández y
Fernández van al desierto en busca de Tintín. Al cabo de unos días de camino,
extraviados, acaban encontrando las roderas de un vehículo y las siguen, sin
advertir que se trata de… las de su propio jeep. La misma desventura les sucede en
Aterrizaje en la Luna, cuando, tras haber brincado sobre nuestro satélite, dan con
una doble serie de huellas de pasos… Al igual que había hecho antes Tolstoi,
quien, en su novela breve Amo y criado, ya había hecho que su protagonista diera
vueltas atrapado en una tormenta de nieve, Hergé aceptó ese refrán popular según
el cual las personas perdidas vuelven sin saberlo sobre sus propios pasos.
En el año 2009, un equipo de investigadores, invitado por una cadena de televisión
alemana, quiso verificar si esta creencia tenía un fundamento real, pues la literatura
científica parecía muda al respecto. Así, pusieron a prueba la capacidad humana
para avanzar en línea recta por terrenos desconocidos y en dos entornos distintos:
un gran bosque alemán y el desierto del Sahara. Los participantes en las pruebas
tenían que andar varias horas seguidas intentando seguir un rumbo definido al
principio por los investigadores. La trayectoria de los cobayas era grabada por
medio de un aparato de posicionamiento por satélite.
Primera enseñanza del estudio: mientras ven el Sol, nuestros amigos Homo sapiens
consiguen seguir sin dificultades una trayectoria más o menos rectilínea. En
cambio, si el astro del día se oculta detrás de las nubes o se pone, el camino que
dibuja el paseante solitario se tuerce y se retuerce, se curva y se entrecruza. De este
modo, de los seis experimentos forestales, los cuatro realizados con el cielo
cubierto produjeron unos atormentados trazados. Tres de los cobayas incluso
volvieron sobre sus pasos sin darse cuenta. Por lo que se refiere al único valiente
que anduvo de noche por el Sahara, logró arreglárselas mientras la Luna era visible,
pero luego dio una enorme e inconsciente media vuelta…
Pero ¿qué nos hace cambiar de rumbo cuando la brújula solar desaparece del
paisaje? La segunda enseñanza del estudio es que las asimetrías corporales (por
ejemplo, ser diestro o zurdo del pie, o tener una pierna más fuerte o más corta que
la otra) nada tienen que ver. Para excluir esa posibilidad, los autores del estudio
llevaron a cabo una segunda serie de experimentos en los que los participantes, con
los ojos vendados, debían andar en línea recta durante cincuenta minutos por un
terreno sin árboles. Al cabo de unos pocos decámetros, la trayectoria de todos ellos
se volvió absolutamente caótica, sin que pudiera establecerse una correlación entre
las curvas que trazaban algunos y sus asimetrías corporales.
Según los investigadores, la hipótesis más plausible para explicar el hecho de que
el hombre privado de un sólido punto de orientación visual o sonora empiece a dar
vueltas en redondo cuando anda es que su sistema interno de gestión del
desplazamiento enseguida queda saturado de información y ya no sabe resolver la
situación. No obstante, se trata de una simple hipótesis y, como el estudio advierte,
hay una cierta ironía en el hecho de que, en esta época en la que la geolocalización
ultra precisa está en todas partes —en los aviones, los coches y los teléfonos
móviles—, sepamos tan poco sobre cómo funciona nuestro propio sentido de la
orientación.
A menos que hayamos pasado los últimos años en coma, en una isla desierta o en
un simulador de misión espacial en el planeta Marte, es difícil ignorar que 2012 fue
un año de elecciones presidenciales en Rusia, en Francia y en Estados Unidos, por
citar solo algunos países. Mientras los franceses se disponían a acudir a las urnas, el
domingo 22 de abril de 2012, para elegir a aquél o aquélla que iba a convertirse en
inquilino del Palacio del Elíseo durante los siguientes cinco años, el deber de la
ciencia improbable (y de quien se ha convertido en su cronista) era advertirles: al
igual que cumplir con el deber electoral es un saludable ejercicio para la
democracia, quienes lo cumplen se juegan la vida. Desde luego, no es cuestión de
inscribir votar mata en cada papeleta pero, según un estudio publicado en 2008 por
el Journal of the American Medical Association (JAMA), la Huesuda aprovecha
cada elección presidencial para cobrarse una tasa suplementaria entre los vivos.
Los dos autores del artículo, Donald Redelmeier (de la Universidad de Toronto,
Canadá) y Robert Tibshirani (de la Universidad de Stanford, en California),
partieron de la siguiente constatación: «Los resultados de las elecciones
presidenciales estadounidenses tienen graves consecuencias en la salud pública, por
su influencia en la política de sanidad, en la economía, y por medio de diversas
decisiones políticas. No tenemos conocimiento de estudios que examinen si,
durante el escrutinio, el propio proceso electoral tiene un efecto directo en la salud
pública. Emitimos la hipótesis de que la movilización del aproximadamente 50 o
55% de la población, acompañada por la dependencia de los estadounidenses del
automóvil, podría conducir a un aumento de fatales accidentes de circulación
durante las elecciones presidenciales en Estados Unidos».
Y los dos investigadores recuperaron todos los datos referentes a las muertes en
carretera durante los ocho escrutinios presidenciales que se celebraron de 1976
(elección de Jimmy Cárter, partido Demócrata) a 2004 (reelección de George W.
Bush, partido Republicano). Puesto que la elección siempre tiene lugar un martes,
compararon el número de muertos de aquellos días con los martes anteriores a las
En 1937, el psicólogo estadounidense Gordon Allport sugirió que los apellidos son
un elemento importante en la constitución de nuestra personalidad a causa de sus
connotaciones, ya sean físicas (Calvo, Grande, Delgado, Blanco…), psicológicas
(Bueno, Bravo) o den indicios sobre el origen geográfico o étnico del linaje.
Aunque solo seamos lejanos herederos de los primeros en llevar nuestro
patronímico, los demás miembros de la sociedad utilizan esos indicios, de forma
más o menos consciente, para hacerse una idea de nosotros. Varios estudios han
puesto de manifiesto que activamos estereotipos negativos cuando se evocan
apellidos de origen extranjero. Por el contrario, cuanto más frecuente es un
apellido, más se beneficia de un a priori positivo.
Nicolás Guéguen, investigador en ciencias del comportamiento en la Universidad
de Bretagne-Sud, es especialista en descifrar esos detalles en apariencia
descabellados pero que son muy elocuentes sobre la psicología del ser humano.
Tras haber investigado el éxito de las autoestopistas en función de su contorno
pectoral o del color de su camiseta, y tras haber demostrado que se gasta más
dinero en la floristería cuando suenan de fondo canciones de amor, se preguntó,
junto con su colega Alexandre Pascual (de la Universidad de Bordeaux Segalen) si
tener un apellido vinculado a la propia profesión era una ventaja.
Como resulta un poco difícil saber si los clientes del señor Panadero creen que su
pan es mejor que el de la competencia o si la señora Mercader es una comerciante
especialmente efectiva, los investigadores idearon un pequeño y divertido
experimento. Publicaron varios anuncios por palabras de clases particulares de
matemáticas impartidas por un profesor ficticio que tenía apellidos distintos, según
el caso se llamaba Maestro, Bueno, Grande (para probar con una característica
física), García (para descubrir si el más corriente de los patronímicos tenía mayor
capital-simpatía), Maestre y Bono (para evaluar apellidos algo menos comunes
pero con una estructura análoga a la de los dos primeros). Como demuestran los
resultados publicados en 2011 en la Revue Internationale de psychologie sociale, el
bien llamado señor Maestro y, en menor medida, el señor Bueno fueron los más
solicitados por los padres que deseaban reforzar los conocimientos —o colmar las
lagunas— de sus retoños.
En un segundo experimento muy parecido, publicado el mismo año por la revista
Ñames, los señores Guéguen y Pascual fueron más lejos: los profesores de
matemáticas de sus anuncios por palabras se llamaban Pi, Mir (por semejanza con
el primero) y Vidal. ¿A quién eligieron? Al homónimo del número pi, claro está,
con casi la mitad de llamadas telefónicas —el 45,4% exactamente pues, incluso
siendo imaginario, al señor Pi le gustan los resultados precisos—. Los autores del
estudio suponen que ese apellido «fue probablemente interpretado como una
especie de predestinación a ser un matemático y, sin duda, un buen matemático».
Las recientes elecciones presidenciales habrían podido proporcionarnos ciertas
aclaraciones al respecto. Pero, por desgracia, nunca sabremos si con Zapatero en el
poder los españoles iban mejor calzados o si con la señora Santamaría la Santa
Virgen acabará protegiéndonos de la que está cayendo. Bueno, dejemos ya los
chistes porque el texto está en francés y adaptarlo (puesto que traducirlo no basta)
comienza a ser un viacrucis…
zoo local, a excepción de las del Homo sapiens, cuya procedencia no detalla el
artículo. Por otra parte, los investigadores reconocieron que era «difícil encontrar
voluntarios para estudios de este tipo», así que se sobreentiende que tuvieron que
contribuir personalmente. Los excrementos se colocaban en unas cincuenta trampas
diseminadas por un rancho de cuatro mil hectáreas. Cada día se renovaban esas
urnas de estilo algo particular y los investigadores contaban e identificaban los
insectos capturados, que luego soltaban a un kilómetro de allí. El estudio prosiguió
durante los años 2010 y 2011 y participaron en él más de nueve mil escarabajos
peloteros.
Resultado del escrutinio al cierre de los colegios electorales: la cagarruta de
chimpancé y la del hombre van ampliamente en cabeza y codo con codo, algo que
se explica por el hecho de que las deyecciones de omnívoros son muy olorosas. El
tercer lugar lo ocupa la carroña de rata, que, con su nauseabundo olorcillo, tiene un
indiscutible atractivo. El otro omnívoro del grupo, el cerdo, ocupa el cuarto lugar.
Los investigadores comprueban así que los insectos manifiestan un pronunciado
interés por la novedad fecal; las boñigas de bisonte, a las que están acostumbrados
desde hace decenas de miles de años, ocuparon el último lugar.
Cualquier parecido con las elecciones legislativas es pura coincidencia.
Aunque algunos científicos las crean capaces de alinearse según las líneas del
campo magnético terrestre, las vacas no tienen forzosamente sentido de la
orientación. La última prueba de ello se dio durante el invierno de 2011-2012 en las
Montañas Rocosas, donde una parte de un rebaño que pastaba no lejos de Aspen, el
Chamonix de Colorado, se extravió en la ventisca. Los pobres animales intentaron
encontrar refugio en una cabaña de guarda forestal, a tres mil cuatrocientos metros
de altitud, pero el frío fue más fuerte. Media docena murió en la choza y el resto
fuera. Sus cadáveres congelados se hallaron a finales del mes de marzo de 2012.
Enseguida surgió la cuestión de cómo librarse de ellos. El lugar forma parte de una
reserva natural protegida y se encuentra cerca de manantiales de agua caliente muy
apreciados por los excursionistas. Era inviable dejar que las vacas se descongelaran
y, luego, se descompusieran: eso podía contaminar el suelo y los manantiales, y
también atraer a algunos osos a las inmediaciones de los paseantes. Ni hablar,
tampoco, de quemarlos, ni de descuartizarlos con una tronzadora: la estricta
reglamentación de estas reservas prohíbe la utilización de artilugios con motor. Así
que, solo quedaba el método que, en la película Les Tontons flingueurs, preconiza
Raoul Volfoni, interpretado por Bernard Blier, para eliminar al molesto —y vivo—
señor Fernand, alias Lino Ventura: «voy a demostrarle quién es Raoul. Van a
encontrarlo diseminado en pedacitos, como un rompecabezas, en las cuatro
esquinas de París. Yo, cuanto más me la juegan, más castigo: ¡dinamito, disperso,
ventilo!».
El método badabum, vaya. La cosa viene al pelo: existe en la documentación del
perfecto guardabosques estadounidense una sabrosa y pequeña ficha técnica
titulada «Aniquilar cadáveres de animales con explosivos», muy útil cuando
grandes mamíferos como caballos, alces o vacas extraviadas han tenido la mala
idea de fallecer en terrenos impracticables para los vehículos. La ficha, que es
digna de figurar en el Manual de los jóvenes castores, propone dos soluciones: el
troceado o la desintegración. La primera solución es más económica en explosivos
y casi todas las costillas, sin que fuera posible determinar si las fracturas se debían
a la colisión o al tratamiento post mórtem que le había hecho padecer su pimpante
congénere.
Al final de la primavera, las persecuciones entre patos son frecuentes, los machos
acosan a las escasas hembras no fecundadas para intentar, casi, violarlas. Por otra
parte, no es raro ver comportamientos homosexuales entre los patos salvajes (entre
el 2% y el 19% de las parejas, según las poblaciones), aunque por lo general solo se
trata de aproximaciones. Kees Moeliker comparó ambos fenómenos y supuso que,
en esa ocasión, el pato había llegado hasta el final porque su compañero no podía
más.
El neerlandés tardó seis años en dejarse convencer y publicar ese primer caso de
necrofilia homosexual en el pato salvaje. A veces la ciencia se toma su tiempo,
pero su progreso es inexorable. El artículo apareció en el año 2001 y le valió a su
autor un Ig Nobel, que recompensa una hazaña de la ciencia improbable. Kees
Moeliker se lo tomó bien, él que, además de pájaros, colecciona murciélagos,
gemelos (instrumentos de óptica, no personas) y también sus propios órganos. Esta
última colección todavía no es muy rica porque solo cuenta con un espécimen, su
vesícula biliar.
durante las cuatro sesiones de una hora. Su alcoholemia variaría de o a 1,2 gramos
por litro de sangre.
Los cobayas se colocaron tras unas pantallas opacas y recibieron la consigna de
estar en silencio, con el objetivo de que los policías no dispusieran de signo exterior
alguno de borrachera —como el color del rostro, la pérdida de equilibrio, la
torpeza, el pelo y la ropa en desorden o una elocución defectuosa— y tan solo
basaran su juicio en indicios olfativos. Los sujetos soplaban en un largo tubo de
plástico en el otro extremo del cual se encontraba la nariz de los agentes
husmeadores. En cada sesión, cada uno de los veinte policías (el estudio no precisa
qué habían bebido ellos, por su parte) olfateó el aliento de seis sujetos, con la
misión de detectar, o no, la presencia de alcohol, caracterizarla y, si era posible,
determinar la bebida ingerida.
En total, el porcentaje de éxito coqueteó con el 80% mientras no se permitió comer
a los sujetos. Los errores afectaron más a los alcoholizados no detectados que a los
sobrios detectados por error. Después de la comida, los resultados de los policías se
derrumbaron, pues los olorcillos de los alimentos interfirieron con los aromas de la
bebida… Como conclusión de su estudio, los investigadores sugieren
prudentemente a las fuerzas del orden que no confíen demasiado en su olfato, al
menos no para ese tipo de encuesta.
comprender por qué vías se propaga el dolor desde el testículo a las regiones
contiguas, en cada una de las pruebas se desactivaron distintos nervios de la zona
genital del sujeto con inyecciones de novocaína. Una vez «dormido» el testículo, lo
colocaron bajo una pequeña bandeja que iba llenándose progresivamente de pesas.
Con cada pesa añadida, el sujeto describía lo que sentía. Por lo general, la cosa
empezaba a partir de trescientos gramos, por una difusa molestia inguinal del lado
del testículo comprimido (cuya masa no supera la veintena de gramos). Luego, a
medida que las pesas se acumulaban, hasta un kilogramo, el dolor se volvía cada
vez más intenso. Según estuvieran o no anestesiados los nervios, el dolor podía
llegar al testículo respetado o subir hasta el centro de la espalda. Pero el sujeto
nunca perdía su flema británica.
Sin duda, la anestesia local tuvo mucho que ver en ello. En abril de 2012, en la
ciudad china de Haikou, el propietario de una tienda reprochó a una mujer haber
estacionado su motocicleta delante de su tenderete. La disputa degeneró en pelea y
la dama agarró con presteza los testículos de su adversario antes de aplastarlos. El
hombre murió. Somos unos chirimbolos muy frágiles.
Para aclarar de una vez las cosas y saber si los vieneses bailan o no el vals en el
mismo sentido que los patagones, los investigadores colgaron en Internet un
cuestionario al que respondieron 1526 voluntarios de 97 países y de ambos
hemisferios. Además de contestar a las preguntas clásicas —con qué mano tira
usted una pelota, en qué sentido remueve el café, qué pierna mete primero en los
pantalones, etc.—, los internautas efectuaban una sencilla prueba para determinar
su sentido preferido de rotación sobre sí mismos y, sobre todo, debían decir dónde
habían crecido y dónde vivían desde hacía cinco años.
A fin de cuentas, el mejor modo de predecir en qué sentido le gusta a fulano hacer
la peonza (o hacer que gire una) es saber si es diestro o zurdo. Las correlaciones
más claras que el estudio puso de relieve se refieren, en efecto, a la mano y al pie.
Y en cuanto a la fuerza de Coriolis, nada parece vincularla al sentido de rotación
preferido. Los autores propusieron, como posible explicación para este resultado
negativo, el hecho de que dicha fuerza es «demasiado pequeña para tener influencia
alguna sobre los animales». Un buen investigador siempre acaba siendo lúcido.
Queridos émulos de Ben Johnson que buscáis el grial deportivo por medio de las
hormonas esteroideas, sabed que tal vez exista un modo de abandonar la jeringa en
beneficio… del vídeo. En efecto, es sabido que algunas imágenes tienen el poder de
hacer secretar testosterona, substancia que mejora tanto la musculación como la
resistencia al esfuerzo y el deseo de superarse. Así, en 1974, un estudio alemán
demostró que el visionado de una película pornográfica aumentaba en los
espectadores masculinos, y en el transcurso de unos pocos minutos, la producción
de esa hormona, fabricada sobre todo por los testículos. En 2010, otro estudio llegó
al mismo resultado proyectando a un equipo de jugadores profesionales de hockey
el vídeo de uno de sus éxitos anteriores. Ya se sabe: vencer es excitante.
Pero quedaba por demostrar que el aumento de la testosterona, relativamente
modesto, provocado por las imágenes excitantes se plasmaba en una notable
mejoría de los resultados deportivos. Esta es la hipótesis que pusieron a prueba dos
investigadores británicos en un artículo publicado por la revista Hormones and
Behaviour. Para llevar a cabo su experimento, Christian Cook y Blair Crewther
reclutaron a doce jugadores profesionales de rugby. De media, 1,90 metros y 99
kilos. Dado su oficio, esos bebés tan guapos eran habituales de las salas de
musculación y conocían el squat, ejercicio que consiste en doblar las piernas
llevando sobre los hombros una haltera bien provista, para fortalecer los muslos y
las nalgas.
El experimento consistió en organizar, durante varios días, seis sesiones en las que
los deportistas empezaban dando una muestra de su saliva (a fin de conocer su tasa
de testosterona), veían un vídeo corto, esperaban unos diez minutos antes de que se
les tomara una segunda muestra de saliva y, luego, se lanzaban a una sesión de
squat en la que un entrenador los animaba a llegar a su máximo. He aquí lo que
vieron los jugadores de rugby en las seis sesiones, en un orden aleatorio: un gag
sacado de una comedia, un reportaje triste —hasta el punto de lograr que se les
saltaran las lágrimas— sobre unos niños africanos que morían de hambre, un vídeo
Si hay un campo en el que el nombre de Jean Louis Geneviéve Guyon debe pasar a
la posteridad, es el de la «improbablología», en la sección de los aventureros de la
ciencia que practican horrendos experimentos con su propio cuerpo. Nacido en
1794, este francés ocupó en 1822 el puesto de cirujano mayor en el batallón de
infantería de línea de la Martinica. A comienzos del siglo XIX, las Antillas sufrían
frecuentes epidemias de fiebre amarilla, uno de cuyos síntomas es la materia negra
que vomitan los pacientes, sangre coagulada procedente de hemorragias digestivas.
Los médicos se preguntaban cómo se contraía la enfermedad, a menudo mortal, y si
era contagiosa entre humanos; los «anticontagionistas» no vacilaban en arriesgar la
propia vida para apuntalar sus tesis.
Guyon era uno de ellos. Antes que él, otros habían corrido ciertos riesgos,
especialmente degustando ese extraño vómito negro, pero en el verano de 1822, el
francés los dejó a todos atónitos. Como resumió al año siguiente su colega Pierre
Lefort —primer médico en jefe de la Marina en la Martinica— en su Memoria
sobre el no contagio de la fiebre amarilla, Guyon llegó «al último extremo de la
audacia y la abnegación», probando consigo mismo y ante testigos todas las formas
imaginables de inoculación. ¡Agárrense el estómago!
Todo empezó el 28 de junio. El cirujano mayor se puso la camisa de Yvon —un
soldado enfermo de fiebre amarilla— empapada todavía en su sudor y no se la
quitó durante veinticuatro horas. Al mismo tiempo, le inyectaron en los brazos «la
materia amarillenta de las vesicatorias supurantes», según la descripción de Lefort.
No ocurrió nada. Solo eran los entremeses. El 30 de junio, «el señor Guyon bebe un
vasito de unas dos onzas de la materia negra vomitada por el señor Framery
d’Ambrucq, ayudante de cocina en la Marina; y tras haberse frotado ambos brazos
con la misma materia, se la inoculan». Media hora después de haber absorbido el
brebaje, que le pareció «excesivamente amargo», el temerario cirujano sintió
«algunos cólicos que no le impiden almorzar después».
Por muy físico que uno sea, no deja de tener su alma. Y, por lo tanto, ganas de
saber lo que le espera en el más allá. ¿Realmente acudirá a la cita la dulzura del
paraíso? ¿Y los condenados se asan verdaderamente en el infierno? Puesto que los
testimonios de los que han regresado del otro mundo no son demasiado
concluyentes, mejor será utilizar las leyes de la física para calcular la temperatura
que reina en las dos parcelas post mórtem. Eso es precisamente lo que hizo un
investigador anónimo en una célebre correspondencia publicada por la revista
Applied Optics en 1972.
Para recabar indicios objetivos, el autor recurrió a las mejores fuentes en la materia,
es decir, la Biblia. Descubrió así, en el Libro de Isaías, un pasaje que describe la
atmósfera del paraíso. Según su interpretación, la Luna brilla allí como el Sol en la
Tierra, y la luz que recibimos de nuestra estrella es cuarenta y nueve veces más
brillante que la que cae sobre la superficie de nuestro planeta. Por consiguiente, en
los cielos, la irradiación es cincuenta veces más alta que en el suelo. Tras aplicar la
ley de Stefan-Boltzmann, dedujo que la temperatura en el paraíso es de… ¡525°C!
Sin duda, las alas de los ángeles son ignífugas.
¿Pero qué ocurre en el infierno? El Apocalipsis nos procura algún indicio al afirmar
que el lugar de los cobardes, los infieles, los mentirosos, los seres abominables, los
asesinos, las personas inmorales, las que practican magia o adoran a los ídolos está
«en el lago de azufre en llamas, que es la segunda muerte». Ahora bien, la ciencia
nos dice que el punto de ebullición del azufre se encuentra en los 444,61°C. Más
allá, este elemento se vuelve gaseoso. ¡La conclusión, por lo tanto, es que hace
menos calor en el infierno que en el paraíso!
Este descubrimiento armó un buen jaleo en 1972, pero en los años siguientes se
demostró que el anónimo físico se había equivocado en sus dos estimaciones. La
primera corrección llegó en 1979, a través del Journal of Irreproducible Results,
una revista consagrada a la ciencia humorística. Ésta recordó que el punto de
ebullición de un elemento depende de la presión del entorno. La Gehena, lugar
He aquí una gran pregunta de biología que realmente no tiene respuesta: entre los
animales, ¿copular aumenta el riesgo de ser devorado por un depredador? Los
científicos presienten que la respuesta es «sí», porque echar un buen polvo acumula
tres desventajas: estás algo ocupado y la vigilancia desciende; aunque pegados el
uno al otro, dos son más visibles que uno solo; y una vez que el macho ha trepado
sobre la hembra, enseguida las estrategias de huida se vuelven menos eficaces…
Eso por lo que se refiere a los argumentos teóricos. Pero los biólogos deben
reconocer que carecen de ejemplos concretos para probarlo.
En un número de julio de 2012 de la revista Current Biology, un equipo alemán
aportó una confirmación a esta hipótesis al tiempo que resolvía un enigma, el de la
mosca y el vespertilio de Natterer. Tan conocida es la primera bestezuela como la
segunda merece una descripción. Se trata de un pequeño murciélago insectívoro de
nuestras regiones que solo pesa un puñado de gramos. Y es un enigma pues,
aunque se sabe que las moscas constituyen su plato favorito, hasta hoy se ignoraba
cómo las descubría. En efecto, detectarlas gracias al sistema de ecolocación de los
vespertilios resulta una misión imposible: el débil eco devuelto por una mosca
posada parece un parásito en el sonar de los murciélagos. Ni siquiera cuando los
dípteros andan, su desplazamiento provoca el ataque de los quirópteros. Los
investigadores alemanes tuvieron una prueba de ello al equipar con cámaras
infrarrojas un establo poblado de vespertilios. Durante trece noches, distribuidas en
cuatro años, contaron 8.986 moscas andando por el techo —en ciencia hay que ser
preciso y paciente— y ninguna sirvió de diana.
Si las moscas no hicieran otra cosa que andar, todo iría bien para ellas. Su problema
es que fornican. Y, según este estudio, una vez de cada veinte, precisamente en ese
momento los mamíferos alados caen sobre ellas, con una precisión y una eficacia
muy impresionantes puesto que, en casi el 60% de los casos, el señor y la señora
Mosca son devorados en un bonito doble golpe.
huesos del animal. Unas horas después de tan frugal comida, vuelva a darle una
ración de maíz y sésamo, para crear un marcador fecal de fin del experimento (a los
arqueólogos les gustan las estratificaciones de toda clase). Déjele digerir. Durante
tres días, recupere las heces del investigador, póngalas en una cacerola de agua
caliente y remuévalas despacio para disolverlas. Fíltrelo todo con un tamiz. Lave el
resto. Recupere minuciosamente los huesecitos y sumérjalos en alcohol para
conservarlos antes del examen. Por último, observe los restos a través del
microscopio.
Al cabo de tres días, ya no salió ningún hueso del investigador y, sin embargo,
faltaban muchos. Casi todos los dientes habían desaparecido, así como numerosos
huesos del extremo de las patas. Tan solo había «sobrevivido» una vértebra de
treinta y una. Como conclusión del estudio, los autores ya tienen respuesta a la
pregunta: el entorno ácido del estómago humano desintegra los esqueletos de los
animalitos tragados por las buenas. No obstante, Crandall y Stahl se preguntan
cómo pudieron ser digeridos unos huesos bastante sólidos, como son los fémures, y
sugieren que otros investigadores se interesen por la cuestión. ¿Quién quiere
comerse unas patas de rata?
El autor