En Un Mundo de Grises 2013 I
En Un Mundo de Grises 2013 I
En Un Mundo de Grises 2013 I
Sergio Carrión
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Se marchó una noche, y el portazo que dio fue tan fuerte que me
desmontó por completo, y desde entonces tengo insomnio. No
sabría deciros cómo se superan esas resacas que sufres el día
después de emborracharte con falsas esperanzas, sólo sabría
deciros que pueden durar demasiado, lo suficiente como para
hacerte perder la noción del tiempo. Un día, de madrugada, miras
la vida pasar, y las manecillas del reloj matarte. Y ni siquiera
puedes sonreír. No, no puedes, sólo puedes cerrar los ojos e
intentar no dejar de respirar demasiado.
Supongo, ojalá, que algún día nos enamoraremos de alguien
que no quiera irse nunca. Supongo que algún día empezaremos a
ser felices para siempre. Yo qué sé. Sólo os digo lo que sería bonito
que sucediese, pero yo de cosas bonitas sólo sé la forma que tenía
de hacerme sonreír como un tonto. La forma con la que aprendió
de romperme con estilo. Yo ni me daba cuenta, y casi que ni me
hubiese importado. El amor, qué queréis que os diga, siempre me
ha convertido en masoquista.
Recuerdo los últimos minutos que pasamos juntos. Fueron
graciosos. Y mientras ella me cantaba "Knockin' On Heaven's
Door" al oído, yo simplemente me rompía como sólo las personas
que están enamoradas saben hacerlo. Me rompía sonriendo. Me
rompía cuando le dije "Cariño, sólo tú sabes hacerme el amor ha-
ciéndome daño". Y luego se marchó. Y, de repente, era demasiado
tarde. Como siempre.
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Y allí estábamos los dos, un poquito sin saber cómo decir que aún
nos queríamos. No, espera, no queríamos decirlo; sólo queríamos
dejar de sentirlo. Cerrar los ojos y escapar, como siempre. Y es que
no podemos cicatrizar tan rápido las heridas del corazón, supongo.
No podemos despertarnos una mañana y cambiarnos los senti-
mientos mientras nos quemamos con el café. Y ese, quizá, es el
problema: que a veces la razón dice sí muy fuerte, y el corazón nie-
ga con la cabeza. No preguntes quién termina cediendo, lo sabes
muy bien; ayer te besé con la mirada sin que te dieras cuenta. Y me
gustaría que no me tentasen tus esquemas, oye. Y es que esos besos
que algún día fueron míos, habiéndolos perdido, es un poco como
notar un vacío en mi boca. No podría encontrarle otras palabras a
ese querer, pero no quererte. A ese tren que me lleva de vuelta a
donde ya fui y de donde escapé hace algún tiempo: a tus brazos. A
tu ese algo que me enamoró un día, y que seguirá ahí, supongo,
pero yo, ya, no quiero. Yo ya sólo sonreír como un tonto y esperar
que me consideres curado del amor, que de repente empezó a
matarnos sin llamar a la puerta. Y ni triste ni bonito, como la vida
misma, el tiempo sigue pasando sin nosotros saber muy bien por
qué pasa, y que probablemente no pase por nada en concreto. Ya
ves que sigo sin saber escribirle finales a las historias tristes. A
nuestra historia. Y así es un poquito toda mi vida.
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Y así se fue, sin decir adiós, sin decir que volvería pronto, sin llorar,
sin gritar, sin sonreír, sin fumar, sin mirar, sin querer irse, sin que-
rer volver, sin esperar, sin desesperarse, sin encontrar, sin perder-
se, sin correr, sin mirar atrás, sin cerrar la puerta, sin pegar porta-
zos, sin llamar al ascensor, sin bajar, sin saltar, sin moverse, sin
andar, sin latir, sin ser, sin sentir. Sin vivir, sin morir.
Se fue, y cuando quiso darse cuenta, y cuando la gente le miraba
sin verle, y cuando le escuchaban sin oírle, y cuando le abrazaban el
vacío que tenía dentro; se dio cuenta, y ya ni se horrorizó, de que se
había convertido en un maniquí. Y qué puede esperar, de la vida,
un maniquí. Qué.
Recuerdo que sonaba de fondo "Ocho y medio" de Nacho Vegas.
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Y comprendió que hay personas que brillan sin ser estrella, y que
hay silencios que separan, sin ser kilómetros. Que la vida es un
poquito así, sin sentido, pero que nos desesperamos por darle uno.
Un sentido, con nombre y apellidos, a ser posible. Un sentido que
nos abrace por las noches y que no se vaya al vernos las cicatrices:
que las comparta con nosotros.
Comprendió que enamorarse era una necesidad tan importante
como respirar, y que, al igual que moría si no respiraba, también lo
hacía, aunque de distinta forma, si no amaba. Pensaba eso del
amor. Y también pensaba que las personas se habían acostumbrado
a maquillarse los sentimientos, porque tenían miedo de que alguien
llegase y les hiciese daño. Y es que no hay nada peor que alguien te
rompa lo más bonito que tienes, es decir, las razones de sonreír, los
sueños, las esperanzas. Que te quite las ganas. Así que nos vestimos
con un poquito de orgullo, y lo miramos todo desde la distancia,
tanteando el precipicio antes de saltar, porque si vamos a morir,
queremos morir por alguien que sepa llorarnos.
Y sobre el desamor (o cuando sientes cosas bonitas por alguien
que ya está sintiendo cosas bonitas por otro) pensaba que, a veces,
es inevitable. Y que, ojalá, pudiésemos elegir de quién enamorar-
nos, y hacerlo de aquella persona que supiese querernos. Pero las
cosas, por desgracia, no son así. Y muchas veces (más de las que me
gustaría) terminamos padeciendo insomnio por alguien que, ade-
más, e irónicamente, nos hace soñar.
Y luego terminó hablando sobre la capacidad de olvidarnos de
las personas, y sobre la naturaleza de los recuerdos, diciendo que la
mejor forma de olvidar a alguien que nos duele recordar es llegan-
do a la conclusión de que no merecemos eso, de que merecemos
algo más. De que merecemos sangrar por alguien que, luego, venga
a curarnos. De que la vida no es tan larga, ni dura tanto, como para
estar perdiendo el tiempo esperando trenes que ya han pasado. De
que hay que sonreírle a los amaneceres, independientemente de
que llueva e independientemente de que compartamos cama con la
soledad. Que las cosas llegan cuando menos las esperas, y que si
siempre las estás esperando, sólo tardan en llegar un poquito más.
Pero llegan, tarde o temprano.
Y entonces dijo: "Sigo queriendo a toda la gente a la que he
querido en mi vida, pero sólo amo con esa urgencia en la mirada a
la esperanza de que, un día, y qué más da cuándo, amaré a alguien
y será para siempre".
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Y que cada vez que suena el teléfono una parte de mí espera que
seas tú, y que cuando llaman a la puerta, sólo espero que estés al
otro lado, y que quieras entrar a mi vida, y quedarte, y ser felices
juntos. Soy un romántico, vale, es una putada, pero no puedo hacer
nada, se me va de las manos intentar controlar lo que siento, y yo
no tengo ganas de luchar contra lo que soy.
Pero, bueno, la verdad es que ni siquiera compartimos llamadas
perdidas, y ni siquiera sabes donde vivo, así que todo se reduce a
un montón de esperanzas que miro de reojo, sin saber muy bien
dónde meterlas; sin saber muy bien si terminarán jodiéndome la
vida. Estoy en una fase de transición, de indecisión, de no saber si
romper el hielo y decirte "Oye, qué es de tu vida, de la mía, sin ti,
no demasiado". No, no, no creo que rompa el hielo, soy de esos que
esperan a que el hielo les rompa a ellos, por dentro, que es la forma
más horrible de romperse.
Voy a resignarme a andar de puntillas, para no hacer ruido, y a
espiarte desde esta puta distancia que no cree en el amor. Y, cada
mañana, despertaré con legañas en los ojos y quizás en la mirada,
siempre puede ser o no ser el día de cruzarnos, ojalá el destino ten-
ga un poco de empatía, el muy hijo de puta últimamente no piensa
en mí. Y, nada más, necesito fumar, es el único vicio que puedo sa-
tisfacer por el momento, si quieres, te invito a que seas el próximo,
cariño.
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Estaba recordando aquella vez que andaba perdido por las calles de
Londres y me crucé con una anciana bastante peculiar. Recuerdo
que llevaba una pamela a juego con su vestido y que, de una de sus
manos, vestidas en guantes de lino blanco, colgaba un pequeño
bolso. También recuerdo que caminaba muy despacio y que hice lo
imposible por no adelantarla. No sabría explicaros por qué, pero
tuve la sensación de que aquella mujer tenía más cosas que ense-
ñarme de Londres que los típicos sitios turísticos que había pensa-
do visitar aquella mañana. No podía dejar de sonreír al pensar en
todo lo que habría vivido aquella señora; en todas las cosas que ha-
bría visto; o a dónde iba o de dónde venía, y qué le había llevado a
vestirse de forma tan elegante aquel día.
La historia terminó ahí, claro, y yo me quedé con ganas de
decirle algo, pero ni las circunstancias ni mi inglés estaban a la al-
tura de satisfacer aquel deseo. Recuerdo que la dejé atrás y que me
giré un instante a sonreírle, pero diría que no me vio. Y, ¿sabéis?,
tampoco importa demasiado. Supongo que para aquella anciana la
mañana del 11 de febrero no fue más que una mañana como otra
cualquiera en Londres.
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Y, sin ti, como bien dijo Sabina, la vida siguió como siguen las cosas
que no tienen mucho sentido. Todo sigue. Todo excepto yo. Yo me
quedo, aquí, tirado en la cama, sufriendo este eterno domingo en el
que tengo demasiado tiempo libre para recordar que estoy perdido.
Que te he perdido. Y que somos una horrible causa perdida. No
quiero abrir los ojos. Para qué. Y tampoco quiero salir de mi habi-
tación. No me aviséis cuando la cena esté lista. Dejadme un poquito
solo, en silencio, mientras escribo y desvivo por encontrar una Sali-
da antes de que empiece a gustarme demasiado todo este decaden-
te estilo de vida. Todo este arañarme la herida preguntándome si
estarás siendo feliz sin mí, y sé que sí, así que, ya no sólo me hiero,
sino que sangro, pero no grito. No, no grito. No quiero llamar la
atención, ni gritar auxilio ni enviarte por WhatsApp ese "Rescáta-
me, joder" que termino siempre borrando. Estoy seguro de que
destrozarme un poquito más contra el suelo, por tropezar con la
misma puta piedra de siempre, me enseñará algún día que hay
veces que no merece la pena quedarse mucho tiempo en el mismo
lugar. Aquí sólo hay precipicios, cariño. Precipicios y fotografías
nuestras. Que, en realidad, vienen a ser lo mismo. Así que, te expli-
co, y atenta: la próxima vez que nos veamos nos sonreiremos, y
nadie sabrá que, en realidad, nos estamos apuñalando el alma. Nos
preguntaremos qué tal estamos y diremos que bien, aunque tú
sepas que yo estoy jodido y aunque yo ignore si has conseguido ser
feliz. No hablaremos de nuestros sentimientos, para qué, hablar de
sentimientos es de personas valientes, de personas fuertes; y
nosotros sólo somos un par de gilipollas; yo, un gilipollas que escri-
be cosas bonitas sobre el amor, y tú, una gilipollas que sabe desor-
denarme el ciclo de sueño demasiado bien. Y no dejaremos de
sonreír en todo momento, será nuestra forma de gritar. Acuérdate
de lo que te digo. Y luego nos iremos y querremos quedarnos un
poquito más. Querremos jugar a ese juego de sentir que le importa-
mos a alguien. Un juego peligroso, vaya. Pero no jugaremos. Como
decía, nos iremos y ni siquiera nos giraremos para mirar atrás,
quizá ni dos besos de despedida, quizá ni un "hasta pronto". Quizá
lo más conveniente, sería despedirse con un "Descanse en paz".
Con un punto y final. Con un "Ni vivieron felices ni comieron perdi-
ces, se emborracharon como un día de fiesta cualquiera y siguieron
deseando que alguien les rescatase esa noche, y todas las demás
noches. Siguieron creyendo en el amor, aunque doliese. Siguieron
esperando, aunque ya fuese demasiado tarde. Y así toda la vida". Sí,
creo que ese sería un final bastante adecuado. ¿No crees? Y qué
triste.
Quedaron en un bar para despedirse, y mientras se tomaban un
café, esto fue lo que sucedió:
—Dime, ¿volverás algún día?
—Nunca. Nunca volveré y, en el fondo, qué coño, sé que nunca
me iré del todo. Tú también lo sabes. Sabes que hay algunas heri-
das que van a marcarnos la piel el resto de nuestra vida. Así que, de
alguna forma, siempre estaremos juntos. Las cicatrices no entien-
den de kilómetros, cariño.
—No, las cicatrices no, pero si la piel. No volveré a tocarte, ni a
besarte, ni a abrazarte, ni a enredar mis dedos en tu pelo cuando
hagamos el amor. Y tampoco volveremos a hacer el amor...
—Créeme, es lo mejor.
—¿Para quién?
—Para mí, y juraría que para ti también.
—No me jodas, Sergio, no me jodas. No hables por mí, ¿vale?,
¡no tienes ni puta idea de lo que es mejor para mí!
—Y por eso me voy.
—¡Eso es exactamente lo que no es bueno para mí: que te vayas!
—¿Sabes?, ojalá me hubieses dicho eso hace algún tiempo,
cuando aún te esperaba sin importarme que tardases en llegar, o
que directamente no llegases nunca. Ojalá me hubieses dicho eso
cuando aún, al verte como besabas a otros, pensaba que lo hacías
para darme celos, o porque aún no te habías dado cuenta de que
me moría por besarte. Pero has llegado demasiado tarde, cariño.
Demasiado tarde.
—Una vez me dijiste que hasta las causas perdidas merecen
segundas oportunidades, ¿lo recuerdas?
—Lo recuerdo perfectamente.
—¿Entonces?
—Entonces me equivocaba cuando dije eso, aunque me hubiese
gustado que fuese cierto. Por aquel entonces me gustaba pensar
que estábamos predestinados y que nada ni nadie podría joder lo
nuestro. Pero ya te he dicho que estaba equivocado. Un día te
levantas por la mañana y te has cansado de luchar, y de seguir
sonriéndole a tu cama medio vacía.
—No te vayas, por favor. Por favor...
—No lo entiendes, yo ya me fui, nosotros ya nos fuimos, hace
tiempo. Nos fuimos en el mismo momento en el que esperamos a
perdernos para necesitarnos más que nunca.
—Yo... te echaré de menos, Sergio, lo sabes.
—Lo sé. Pero terminarás olvidándome, ¿eso también lo sabrás,
no?
—Me temo que sí. Me temo que los sentimientos, por desgracia,
terminan cansándose de no ser correspondidos. Algún día.
—¿Sabes qué?
—Dime.
—Creo que tenemos que encontrar una forma de salvarnos
menos dolorosa que amar.
Y aquella mañana el café no fue lo único que se les enfrío. No sé
si me explico.
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—Has vuelto.
—Me he olvidado una cosa.
—¿El qué?
—A ti.
• —A mí... es demasiado tarde.
—No digas eso, cariño. Nunca es tarde para las personas que
aún se aman.
—¿Aún?
—Aún.
—Y deberías añadir un "pese a todo". Pese a toda esa mierda
de... de rompernos. Pese a toda esa mierda de no decir "te quiero" a
tiempo. Pese a toda esa mierda de no saber querernos sin hacernos
un poquito de daño. Pese a todo ese necesitarnos por encima de
nuestras posibilidades...
—Voy a llevarte conmigo.
—No, no lo hagas. Déjame aquí, estoy desintoxicándome.
—¿De mí?
—Deja de hacer preguntas cuyas respuestas nos dolerán a los
dos, por favor.
—Y tú deja de estar tan lejos. Deja de irte. Cada palabra que
dices te aleja más.
—¿Sabes?, aún sigo acostándome muy tarde con la esperanza de
que alguien venga a arreglarme la vida. Y luego me pongo una
canción triste y subo el volumen cuando sé que eso no va a pasar.
—Esta noche estaremos juntos, y voy a arreglarte. Voy a hacerte
sonreír, ¿me entiendes? Voy a salvarte.
—A veces creo que lo único que nos queda es hundirnos un
poquito más. Hasta el fondo.
—¿Por qué no me dejas ayudarte?
—¿Por qué? Porque la última vez que permití que alguien me
ayudase terminó jodiéndome más. Me gustaría mostrarte algunas
cicatrices de aquello, para que vieses lo mal que terminaron las
cosas, pero me temo que sólo me han marcado por dentro.
—Y temes que vuelva a suceder.
—Lo que temo es que vaya a suceder siempre.
• —Pero yo no...
—Tú no qué. No puedes prometerme que no me harás daño,
¿verdad?
—No puedo.
—Es tan terrorífica la incapacidad del ser humano a la hora de
elegir a quién hacer o no hacer daño...
—No son buenos tiempos para las personas profundas.
—Lo sé, y lo estoy pagando muy caro.
—¿Vas a venir conmigo: sí o... Te quiero.
—Ay, Sergio... creo que llevamos toda la vida confundiendo el
amor con la necesidad. Y no creo que sea sano.
—¿No vas a venir conmigo?
—La cuestión es, me temo, si podré dejar pronto de querer irme
contigo. Si me curaré algún día. Si llegaré a entender que la vida es
mucho más que morir por alguien.
—Te odio.
—No me extraña. ¿Te queda tabaco?
—Sí.
—Invítame a un cigarro, creo que esta noche voy a volver a
fumar.
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Y mañana de resaca,
meteré en la lavadora los trapos sucios,
las miradas grises
la distancia, que tus pasos,
alejándose de mis brazos,
ocasiona un precipicio aquí,
en mi cama.
¡Tranquila!,
te llamaré después del desayuno,
quizá no hable,
quizá sólo te escuche.
"Está viva", pensaré,
y haré la digestión de todos aquellos amaneceres que nos hemos
perdido.
Ya no te entiendo, cariño,
y escribo con un cigarro entre los labios
porque no tengo tu boca."
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"Cógeme de la mano
fuerte, muy fuerte...", le dije.
"...y ayúdame a que, nada de esto,
tenga sentido. Y a que tampoco me importe."
Y lo hizo, pero no durante tanto como quería.
Hay gente que sigue sin entender que las ruinas, en algún
momento, fueron dos personas que se querían. De la misma forma,
supongo, que yo sigo esperándote a sabiendas de que ya estarás
buscándote a otro que te folle por las noches y te prepare el mejor
desayuno cuando despiertes, es decir, que te abrace como si, de
alguna forma, tú fueses todas las respuestas. Y a lo mejor me
equivoco, pero sé que aún te quiero porque no me importa lo que
pase mañana, con tal de que me pase contigo. Ojalá me equivoque.
Ojalá todo forme parte del periodo de desintoxicación de estas
ganas de ser feliz que a veces confundo con tu mirada. Voy a
hablarte por WhatsApp para preguntarte cómo ha ido tu día, y
espero que me respondas que ya no quieres saber nada más de mí,
porque en el fondo es lo que necesito: un empujón. Un pequeño
empujón que lo termine todo, estoy en el borde de un precipicio,
entiéndeme. Ayúdame: termínanos. Y mañana más, porque no
amanece a gusto de todos, y me va a repetir el sabor de esos besos
que nunca nos dimos. Ya ves que estás empezando a doler incluso
antes de haberme herido, todo sea por mi estúpida manía de creer
que cuando le digo "Te quiero" a alguien, voy a terminar con otra
cicatriz más en el cuerpo. Y empieza a faltarme espacio.
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