Una Noche Mas - Libertad Moran
Una Noche Mas - Libertad Moran
Una Noche Mas - Libertad Moran
distintos puntos de vista, Una noche más nos cuenta los avatares y
sinsentidos del día a día de Ruth tras dejar a Sara, a la que todo el mundo
consideraba como la mujer perfecta para ella. Pero la historia no se queda
ahí, en la mera narración del descenso a los infiernos de la heroína de esta
trilogía, sino que dibuja con trazo preciso el microcosmos particular de las
personas que rodean a ambas, ahondando en sus problemas, miedos, dudas
e incertidumbres. La sutil disección del amor y la dificultad de mantenerlo se
deja ver en momentos como este: “¿Qué hace que nos enamoremos de las
personas? ¿Qué estúpida sustancia química segrega nuestro estúpido
cerebro para que consideremos extraordinario a alguien que no pasa de
mediocre? El amor es un chute, no un acto racional. Muchas veces
encontramos a personas que parecen perfectas, hechas a nuestra medida.
Con intereses, gustos, caracteres parecidos a los nuestros. Afinidad lo
llaman. Sin embargo no nos enamoramos. Puede que hasta nos resulten
indiferentes. En cambio sucumbimos a personas con las que no tenemos
nada en común, con opiniones y modos de ver la vida que no encuentran eco
en nosotros. Que, incluso, son diametralmente opuestos y nos llevan a caer
en conflicto con nuestros propios principios. Pero nos enamoramos sin
remedio. (…) Es irracional. Es químico. Pero también psicológico. O
simplemente una dependencia tan absurda y atroz como la que se tiene con
una droga. Nos mata poco a poco y con saña pero no podemos prescindir de
ella”.
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Libertad Morán
ePUB v1.1
Polifemo7 25.04.12
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Título original: Una noche más
Libertad Morán, 2007.
Ilustraciones: Bill Ling
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A las del barrio…
A las de la intuición…
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Me acerco más a ti
y advierto que
estás llorando, ¿por qué?
Si la noche nos ha ido bien,
si estamos vivos y aún somos jóvenes.
No me digas nada
porque escucharé
mis propias palabras
y el espejo tendré que romper.
Fascinado - Sidonie
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DESPERTANDO
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conseguían llenarlo. Muchas de ellas ya habían desistido de unos disfraces de los
cuales tan sólo quedaban algunos vestigios. Si acaso restos de pintura por la cara o
algunos complementos comprados en tiendas de chinos como espadas y pistolas de
juguete con los que bromeaban entre ellas. «Voy a la cocina a por unas copas», le
susurró al oído su acompañante. Ruth se quedó quieta junto a la puerta del salón,
observando a las chicas que bailaban en medio de la estancia o se besaban las unas a
las otras visiblemente borrachas. Incluso se fijó en que la fiesta ya había dejado
víctimas. Una de las chicas, con un disfraz de monja aún puesto, dormitaba
profundamente en uno de los sofás, totalmente ajena a la algarabía reinante. Ruth se
preguntó cómo podría dormir con todo el jaleo que había pero en ese instante ella
misma sintió un sueño arrebatador y supo que aquella chica probablemente estaría
demasiado borracha como para tenerse en pie. Su acompañante regresó portando dos
copas. Ruth cogió la que le ofrecía con gesto mecánico y se la llevó a los labios. No
era lo que solía beber pero a esas alturas de la noche ya le daba igual lo que le cayera
en el estómago. Sacó el paquete de tabaco pensando que un cigarrillo la despejaría.
«Sólo se puede fumar en los balcones», dijo una voz frente a ella. Ruth alzó la mirada
y se encontró con una chica morena de ojos rasgados —¿verdes, quizá?— algo más
joven que ella, vestida con un traje masculino de corte clásico y un sombrero de
fieltro. Lo dijo en tono afable pero con la suficiente autoridad como para que Ruth
pudiera adivinar que era la anfitriona. A continuación ella y su acompañante se
abrazaron y se la presentaron, confirmando así sus suposiciones. «Ruth, esta es Lola,
la que ha montado la fiesta». Ruth asintió y le dio la enhorabuena a falta de algo
mejor que decir. Luego la observó con más atención y se percató de que
probablemente fuera más joven de lo que pensó un momento antes. Mucho más
joven. A duras penas sobrepasaría los veinte. «¿De qué vas disfrazada?», le preguntó
Ruth con una ironía que no creyó que su interlocutora pudiera captar. Lola se lanzó a
sí misma un satisfecho vistazo y a continuación la miró retadora. «¿A que no lo
adivinas? Y no me digas que de gangster…». Ruth, a su vez, la miró de arriba abajo,
como si necesitara hacerlo cuando desde que la vio tuvo muy claro cuál era su
disfraz. «De Clyde», sentenció. «De Clyde de 'Bonnie & Clyde', por supuesto». Lola
trató de ocultar su sorpresa. Hizo un mohín con la boca y ladeó la cabeza en un gesto
entre coqueto y ofendido. «Hace un par de años yo también me disfracé de Clyde», le
explicó Ruth. «Veo que no soy la única mitómana por aquí», añadió lanzando una
mirada a unos retratos de Audrey Hepburn y Marilyn Monroe que colgaban de una de
las paredes. Lola contestó algo pero Ruth ya había desconectado. Al recordar cuando
ella misma se disfrazó como uno de los fugitivos más perseguidos de los años treinta
se le vino encima el pasado. Aquel momento pretérito en que su vida todavía estaba
bajo control, cuando todo lo que hacía era desenfadado e informal, cuando no
arrastraba la constante sensación de estar herida. Cuando todo le resultaba mucho
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más fácil de lo que le estaba resultando ahora.
No supo en qué momento Lola se alejó de ellas en pos de la charla o el coqueteo
con cualquiera de las otras asistentes a la fiesta. Los recuerdos de Ruth empezaron a
difuminarse definitivamente entonces. Su acompañante, aquella chica de la que no
recordaba el nombre o, siquiera, si en algún momento lo había sabido, se entretuvo en
acorralarla contra la pared para besarla. Los siguientes minutos o, quizá, horas
pasaron en una sucesión de besos y magreos contra las paredes, en el sofá que
quedaba libre, en uno y otro balcón, en atisbos fugaces del resto de chicas que, poco a
poco, iban desapareciendo, en vistazos a la pared en la que se proyectaban los vídeos,
en miradas perdidas a una bola de espejos que había en un rincón del techo iluminada
por un foco. Ruth cree que todavía no había amanecido cuando la chica con la que
llevaba gran parte de la noche la fue arrastrando, sin dejar de besarla, a través de la
casa hasta una puerta cerrada situada en el otro extremo del piso. Ruth intuyó que
sería el dormitorio y se dejó conducir hasta él sin oponer resistencia porque tampoco
sabía qué otra cosa podría hacer.
Lo que Ruth no esperaba al traspasar el umbral de la puerta e introducirse en la
oscuridad de la habitación era que no iban a estar solas allí dentro. La chica la empujó
suavemente sobre la cama y la espalda de Ruth topó con cuerpos ajenos que se
revolvían los unos sobre los otros. Por encima del rumor sordo de la música que
sonaba en el salón y que perdía fuerza a medida que avanzaba por el pasillo, Ruth
empezó a distinguir con claridad el chasquido inconfundible de los besos, el
murmullo de los gemidos, las respiraciones agitadas de quienes compartían cama en
ese momento. Aunque sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad gracias a
la velada luz que se filtraba por la ventana, Ruth no supo cuántas mujeres habría en
aquella habitación. Lo que estaba claro es que a ninguna parecía haberle molestado la
intrusión de ella y su acompañante. Más bien al contrario, con una coreografía que
casi parecía ensayada, fueron haciendo hueco en la cama para esos dos nuevos
cuerpos que se unían a la improvisada orgía. La chica sin nombre comenzó a
desnudarla pero pronto sintió que no sólo eran sus manos las que lo hacían ni sus
labios los únicos que rozaban su piel. Vislumbró rostros desconocidos con los que tal
vez se hubiera cruzado un rato antes en el salón. El único que fue capaz de reconocer
fue el de Lola. Sus miradas se cruzaron un breve instante. La de Ruth totalmente
perdida, la de Lola inquisitiva y satisfecha, magnética y misteriosa, pueril y
experimentada a la vez. Incluso cuando Lola desvió su mirada para besar a una chica
salida de entre las tinieblas de la habitación, Ruth aún sintió esos ojos rasgados,
lánguidos e indolentes, clavándose en ella durante varios segundos más. Luego cerró
los suyos y decidió entregarse a la inconsciencia.
Ahora Ruth vuelve a abrir los ojos. Se pregunta cuáles de esas instantáneas que
reproduce su recuerdo pertenecen a la realidad y cuáles a su imaginación. Al escaso
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tiempo de sueño que ha tenido. Sacude la cabeza como si así pudiera conseguir
expulsarlas de su pensamiento. Se incorpora. Al hacerlo oye un gemido. Se gira para
descubrir en la otra punta de la cama, una cama que ahora parece mucho más grande
de lo que recordaba, un bulto que se revuelve agitadamente entre sueños y Ruth se
pregunta si esa chica fue con la que llegó a la fiesta o es otra que ahora mismo no
recuerda. Como un ladrón que quiere escapar del lugar del crimen cuanto antes, se
levanta, va recogiendo su ropa desperdigada por el suelo y comienza a vestirse. Sale
de la habitación y, sin hacer ruido, cierra la puerta tras de sí.
Aún junto a la puerta acaba de vestirse. Se está agachando para atarse las
zapatillas cuando escucha un tímido repiqueteo sobre la tarima del suelo. Alza la
cabeza y su mirada se encuentra con la de un perro, uno de esos bulldogs franceses
que tan de moda están, de color blanco con manchas y antifaz negro, que la observa
con curiosidad ladeando la cabeza. Por el tamaño no debe ser más que un cachorro.
Ruth le dedica una sonrisa cansina y le rasca detrás de las orejas. Justo cuando está a
punto de levantarse escucha una voz femenina en el otro extremo de la casa:
—¡Paaaacoooo! —grita la voz y, por un momento, Ruth se pregunta si habrá un
hombre en la casa. No recuerda haber visto más puertas que pudieran pertenecer a
otras habitaciones. Y aquél no parecía ser el típico piso compartido—.
¡¡¡Paaaacoooo!!! ¡Ven aquí! ¡No enredes! —añade la voz y Ruth se percata entonces
de que el tal Paco no es otro sino el cachorro.
Paco acude raudo a la llamada y retrocede sobre sus pasos, trotando alegremente
a través del pasillo en pos de su dueña. Ruth, guiada por la inercia, le sigue. En el
gran salón que acogió la fiesta unas horas antes apenas queda rastro alguno del
desfase del que Ruth fue testigo. La mesa ha sido recogida y el suelo barrido y
fregado. Lo único que no ha cambiado ha sido la chica disfrazada de monja que sigue
dormitando en el mismo sofá, aunque algún alma caritativa le ha echado una liviana
manta de color naranja por encima. Tumbada en el otro sofá, ataviada con un
pantalón de deporte gris y una sudadera, está Lola tecleando frenéticamente en un
Mac blanco. Paco llega hasta ella y Lola, agarrándolo por la piel del cuello, lo sube al
sofá acomodándolo junto a sus piernas. En el momento en que Ruth divisa su bolso
sobre una mesa en la que hay otro ordenador y un proyector de vídeo, Lola parece
percatarse de su presencia allí. Gira la cabeza, la ve y, al reconocerla, sus labios
dibujan una sonrisa franca pero no por ello menos enigmática.
—¡Hola! Veo que ya has conocido a Paco… —dice acariciando el lomo del perro.
—Sí… —contesta Ruth dubitativa—. ¿Anoche también estaba por aquí con el
jaleo que había?
—No —Lola menea la cabeza—. Le dejé encerrado en el cuarto de baño de la
habitación. No lo hubiera pasado muy bien en la fiesta… —dice lanzando una mirada
dulce al animal. Luego, en un segundo, sus ojos cambian, se tornan picaros y los
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dirige a Ruth—. ¿Y tú? ¿Lo pasaste bien? —pregunta frunciendo los labios en una
mueca irónica.
—¿Yo? —Ruth fuerza media sonrisa—. Bien, bien,… —y añade en tono esquivo
—: No estuvo mal.
—Me alegro —dice Lola complacida.
Un móvil comienza a sonar sobre la mesa del ordenador. Lola y Ruth lo miran
extrañadas sin hacer nada. Lo miran y se miran entre ellas.
—¿Es tuyo? —pregunta Lola.
—¿No es tuyo? —pregunta a su vez Ruth.
La chica disfrazada de monja se revuelve en el sofá, pareciendo despertar —o
más bien resucitar— al fin. Ruth y Lola la miran conteniendo la risa a duras penas.
—¡Jooodeeer! Ese es mi móvil… ¿Alguien me lo puede acercar? —Ruth toma el
móvil y se lo lleva a la chica que lo descuelga sin ni siquiera mirar la pantalla—. ¿Sí?
… ¿Y cómo coño sabéis que sigo aquí?… —mira a Lola aguzando los ojos— ¡Serás
cabrona! ¿Ya lo has colgado en Internet? —Ruth mira a Lola encogerse de hombros
con actitud inocente—. No sé… Cuando se me pase la resaca… Sí, me quedé
dormida en mitad de la fiesta… Vale, luego hablamos. Adiós —la chica cuelga la
llamada, aferra el móvil contra su pecho y parece dispuesta a seguir durmiendo pero
con los ojos ya cerrados murmura—: Lola, cariño, cuando vuelva a ser persona te vas
a enterar. Al menos espero que no hayas colgado ninguna foto mía…
Lola se ríe, maliciosa, y echa un vistazo a la pantalla de su portátil. Ruth suspira,
se acerca a la mesa y recoge su bolso.
—Bueno, yo me voy —anuncia.
—Bien. Ya nos veremos por ahí —le dice Lola sin mirarla—. En la próxima
fiesta, quizá.
—Sí, en la próxima fiesta… —corrobora Ruth en voz muy baja, deseando salir
cuanto antes de allí.
Llega hasta la puerta del piso y, tras un par de intentos infructuosos, consigue
abrirla y salir. Mientras baja las escaleras hasta la planta baja, su móvil comienza a
berrear dentro del bolso. Comprueba la pantalla antes de contestar. Es Juan.
—Hola —contesta lacónicamente Ruth parándose en medio del portal, sin salir a
la calle.
—¿Dónde coño estabas? Llevo llamándote toda la mañana…
—Por ahí —responde ella en tono esquivo.
—¿Y adonde vas ahora?
—A casa.
—A casa… —repite Juan—. ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿Comes conmigo?
Conmigo y con Diego, quiero decir…
—No sé… —dice en tono como de fastidio—. Mejor no, Juan. Me apetece estar
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en casa. Sola.
—¿Ni siquiera un café? —le inquiere su amigo—. Tú y yo, si lo prefieres.
—No, de verdad —dice Ruth meneando la cabeza aunque Juan no pueda verla.
—¿Estás bien? —pregunta en tono preocupado.
—Estoy como tengo que estar. No hay más —abre la puerta del portal y sale a la
calle—. Mira, ahora me voy a casa, voy a ver si duermo, como o hago algo útil. Ya te
llamaré, ¿vale?
—Bueno, si es lo que tú…
—Pues eso —le corta—, ya te llamo yo en otro momento, ¿vale? Venga, un
besito. Hablamos.
Ruth cuelga la llamada y cierra los ojos. No se siente con fuerzas de enfrentarse a
la mirada de Juan. Ni a de la de nadie, en realidad. Durante las últimas semanas ha
escuchado demasiadas voces ajenas. Y en todas ellas subyacía, aunque no llegaran a
formularla, esa insidiosa pregunta de cómo ha sido capaz de dejar a Sara del modo en
que lo ha hecho. Y a Ruth se le acaban las excusas y las justificaciones. Por eso
prefiere esquivar las preguntas antes de que se produzcan. No espera que nadie la
entienda porque tampoco ella misma se entiende. Pero ha sido su decisión y ahora le
toca cargar con las consecuencias. No necesita que nadie le recuerde lo mal que lo ha
hecho.
A diez metros del portal de Lola está la calle Fuencarral, cerca del mercado del
mismo nombre. Decide ir caminando a casa. Quince o veinte minutos andando sin
prisa para despejarse y pensar en qué puede gastar lo que queda de ese día festivo.
Como quedar con alguien queda descartado por los mismos motivos por los que no
ha querido ver a Juan, Ruth piensa que pasará el rato haciendo limpieza en el piso.
Dicen que cuando organizas lo material también se organiza tu interior. Pues eso
hará. Un poco de limpieza, otro poco de poner orden y otro poco de tirar lo que de
inservible pueda haber en su casa (que, sin duda, será mucho). Y quizá después,
cuando caiga la noche, se ponga una película para evadirse y dejar de pensar durante
el par de horas que la ficción dure.
Cuando llega a la altura del Vips de Fuencarral se detiene y entra en su interior.
Su instinto consumista la obliga a comprar algo. Algo de comer, algo que leer, algo
con lo que llenar su tiempo durante lo que quede de día. Coge un pack de seis
Coronitas mientras se pregunta mentalmente si en casa tendrá limones. Cierra la
puerta de la cámara frigorífica y está a punto de darse la vuelta para dirigirse a pagar
a caja cuando se da de bruces con ellos. Ali y David. David y Ali. Tanto monta,
monta tanto. Esa pareja inseparable e impensable hasta hace tan sólo unos meses
cuando Ali se definía como una lesbiana con pedigrí y un tanto hostil con todo aquel
que perteneciera al género masculino. Ambos la miran con la misma sorpresa con la
que Ruth les mira a ellos. Y también con cierta incomodidad. Como todo el mundo a
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raíz de su ruptura con Sara. Incómodos, dubitativos y de maneras forzadas.
—Hola —les dice Ruth en tono quedo.
—Hola —replican ellos casi a la vez—. ¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí? —
pregunta Ali mirando a Ruth y luego a David con algo de nerviosismo.
Ruth se encoge de hombros.
—Ya veis —alza el pack de Coronitas—. Haciendo acopio de reservas para la
tarde—. ¿Y vosotros? ¿Vais a comer a casa de tus madres? —pregunta al acordarse
de que las madres de Ali viven por la zona.
—¿Eh? —Ali se muestra repentinamente nerviosa—. Sí, sí, vamos a comer con
ellas ahora…
Ruth mira a Ali como si dudara de lo que acaba de decir. Pero en el fondo poco le
importa lo que vaya a hacer ahora ni si le está mintiendo o diciendo la verdad. Ella,
como otros muchos, ya ha demostrado de qué parte está en esta historia. Y no es de la
suya, por supuesto.
—Bueno, chicos, yo os dejo. Que hace mucho que no voy por mi casa y tendré
que comprobar que sigue en el mismo sitio… Nos vemos.
Se despide con un gesto y se dirige a la caja. Paga, coge la bolsa en la que le han
metido las cervezas y sale del establecimiento sin mirar atrás. Dejando a Ali y David
plantados en el mismo sitio en que los encontró.
Ali y David se miran el uno al otro. Ali suspira cerrando los ojos. Se siente como
si Ruth la hubiera pillado traicionándola. Aunque Ruth no tenga por qué saber que
con quien realmente van a comer David y ella es con Sara. Y sabe que no debería
sentirse así. Que no está traicionando a nadie. Que sólo está ofreciendo su apoyo a
quien más parece necesitarlo. Porque Ruth lo ha rechazado. Ha rechazado el apoyo de
todos. En el último mes se ha negado a ver a aquellos que la rodean, a los que se
suponía que consideraba sus amigos. Y Ali sabe que, con el tiempo, Ruth convertirá
eso en un arma arrojadiza. Les dirá que la traicionaron, que no estuvieron a su lado
cuando lo necesitaba. Pero Ali está cansada de recibir negativas cada vez que llama a
Ruth y le propone quedar a tomar algo. Ruth siempre argumenta que no puede, que
no es el momento, que tiene muchas cosas que hacer. Y Ali se siente impotente
sabiendo que no puede hacer nada, que Ruth ya ha cerrado la puerta y que no piensa
dejar pasar a nadie. Y eso no sería del todo malo (al fin y al cabo es su decisión y
contra eso no se podría hacer nada) si Ali no supiera que es sólo un mecanismo de
Ruth para quedar como la auténtica víctima de la historia. A la que todo el mundo
abandona y nadie comprende. A la que dan la espalda por los errores cometidos. La
que no obtiene el perdón.
—Nena… —le dice David rodeándole los hombros con su brazo. Ali aparta sus
pensamientos y le mira.
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—Ya, ya. Venga, vamos a pillar el periódico de una vez…
Cogen un ejemplar de El País, la excusa por la que habían entrado en el Vips y
que les había llevado a dirigirse al fondo del local cuando Ali creyó ver a Ruth junto
a las cámaras de las bebidas. Salen de la tienda con el ánimo torcido. Al menos Ali.
Sobre todo Ali. Caminan calle abajo sin cruzar palabra y casi sin tocarse. Al llegar a
la plazuela que hay junto al Mercado de Fuencarral avistan en la puerta del
restaurante a Sara, que les ve aparecer y les hace un gesto con la cabeza mientras
espera que lleguen hasta ella.
—Hola, chiqui. ¿Cómo estás? —pregunta Ali al darle dos besos. La pregunta,
obviamente, es retórica. Salta a la vista cuál es el estado de Sara. Ha perdido bastante
peso durante el último mes, tiene la cara demacrada y luce unas ojeras que ya las
quisiera para sí un oso panda.
—Bien, bien. ¿Cómo voy a estar? —contesta Sara encogiéndose de hombros
antes de dar dos besos también a David— . ¿Entramos? He llegado un poco antes y
he reservado mesa porque me olía que iba a haber jaleo…
Los tres penetran en el interior del restaurante. Uno de esos de diseño en los que
la cantidad de comida servida es inversamente proporcional a su precio. Mientras
echan un vistazo a la carta Ali se pregunta si deberían contarle el encuentro de un rato
antes. Sabe que desde que Sara sacó sus cosas de la casa de Ruth no han tenido más
contacto que un par de llamadas telefónicas y algunos e-mails. No sabe cómo podría
reaccionar Sara al saber que la acaban de ver. Podría no importarle o podría hundirla
más. Sobre todo si le dijeran que Ruth debía de volver, a esas horas y a tenor de lo
poco que les ha dicho, de una noche de juerga. Como si a Ruth le resbalara lo que
hubiera pasado con Sara y se dedicara a salir de marcha sin percatarse de que ha
destrozado a una persona a la que decía querer.
Pero Sara se lo pone fácil y sin levantar la vista de la carta le pregunta
directamente por Ruth.
—Bueno… ¿Ruth sigue sin dar señales de vida?
Ali abre mucho los ojos ante la pregunta. Mira a David que se remueve incómodo
en su asiento y que la mira a su vez.
—Más o menos. De vez en cuando la llamo a ver si quiere quedar a tomar algo y
siempre dice que no pero…
—¿Pero qué? —inquiere Sara levantando la mirada de la carta y clavándola en los
ojos de Ali cuando nota que tarda en contestar.
—Pero nos la acabamos de encontrar cuando veníamos para acá… —explica Ali
incapaz de mentir. Luego traga saliva esperando la reacción de su amiga.
Sara, por su parte, asiente y retorna la vista a la carta. Pasan varios segundos en
un completo silencio que sólo es roto con la aparición del camarero para tomarles
nota. Sara le hace su pedido con decisión. Ali y David la imitan. El camarero recoge
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las cartas y les deja de nuevo a solas con su silencio.
—Seguramente volvería de juerga —afirma Sara rompiendo la mudez al fin—. O
de casa de alguna. No creo que un día de fiesta se levante a mediodía para dar una
vuelta…
—No sé —se apresura a decir Ali—. No ha dicho de donde venía—explica
aunque omita la parte en la que Ruth les ha dicho que se iba a su casa dando a
entender que llevaba mucho tiempo fuera de ella.
—Conozco a Ruth, Ali. Quizá no tanto como pensaba pero sé cómo funciona su
cabeza. Probablemente haya vuelto a su tónica de salidas y juergas como si nada
pasara. Y seguro que se estará tirando a todas las que pueda para olvidarse cuanto
antes de lo que ha pasado.
—No creo que sea tan fría, Sara… —apunta David, atreviéndose a hablar por
primera vez desde que se sentara.
—¡No seas ingenuo, David! —exclama Sara en un conato de violencia—. Ruth
puede ser muy fría cuando quiere. Y esta es una de esas situaciones en las que Ruth
sólo sabe reaccionar con frialdad. Haciendo ver que nada le importa. O a lo mejor es
que nada le importa realmente. Salvo ella misma, claro…
—Yo creo que David tiene razón. No creo que lo esté pasando bien— interviene
Ali.
—Y si no lo está, ¿por qué no se apoya en sus amigos? ¿Eh? ¿Por qué? —les mira
inquisitivamente y le da una calada al cigarrillo—. Primero porque sabe que ha
actuado mal y como es una puta cobarde no quiere ver cómo sus propios amigos le
echan la culpa. Y segundo porque es mucho más cómodo volver a su vida de
despreocupación que reflexionar acerca de lo que ha hecho y por qué.
Sara enciende un cigarro al ver que les traen las bebidas, agua para ellas dos,
cerveza para David. Su ira es palpable y Ali lamenta haber mencionado el encuentro
con Ruth. Le resulta dolorosa esa situación. Porque Sara lleva su parte de razón y no
puede negársela. Pero Ali sabe que también Ruth lo está pasando mal. Aunque su
reacción lleve a pensar otra cosa. Pero es que Ruth reacciona así ante el dolor.
Huyendo. Escondiéndose. Y sí, creyendo que por irse de copas con simples
conocidos va a sentirse mejor y las cosas se solucionarán solas.
El camarero comienza a traer lo que han pedido. No son platos normales sino
pequeñas bandejitas de cerámica y cristal sobre las que hay unas supuestas tapas de
diseño. Comen casi sin hablar, apenas unas pocas trivialidades. Ali se siente más y
más impotente a cada minuto. Como cada vez que queda con Sara. Como cada vez
que intenta hablar con Ruth. Si bien es más fácil apoyar a la primera porque es la
única que accede a verla, no deja de ser descorazonador para Ali no poder hacer nada,
no poder aliviar ni paliar el dolor que está sintiendo Sara desde que Ruth la
abandonó.
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A Ali todavía le sorprende que Sara no se haya vuelto a Barcelona. Al fin y al
cabo se había trasladado a Madrid por Ruth. Lo lógico sería que, puesto que Ruth ya
no es el motivo de permanecer allí, se hubiera marchado al lugar en donde tenía su
vida montada antes de conocerla. Donde estaban sus amigos, la gente que la conocía
desde hacía mucho más tiempo que ellos. Los que estarían de su lado de un modo
natural puesto que no conocerían a la otra parte implicada. Los que le darían la razón
simplemente porque son sus amigos y no le deben nada a la persona que le ha hecho
daño. Ali intuye que si Sara no se ha ido es porque en el fondo, en algún lugar
recóndito de su cabeza o de su corazón, aún confía en que lo de Ruth sólo sea una
mala racha pasajera, que es algo que todavía puede arreglarse. Por mucho que Sara se
empeñe en decir que no quiere verla, ni hablar con ella ni saber qué puede estar
haciendo. La esperanza es lo último que se pierde. Y tras las rupturas la esperanza en
lo imposible es casi lo único a lo que las personas se agarran desesperadamente.
—¿Qué tal te va en el trabajo? —se atreve a preguntarle Ali a Sara.
La aludida se está llevando el tenedor a la boca en ese momento. Mastica la
comida deprisa para contestar. Antes de hacerlo da un sorbo a su vaso de agua.
—Bien. Normal. Ya sabes que no es gran cosa. Sólo es un trabajo para cobrar a
fin de mes. Es básicamente lo mismo que tenía en Barcelona.
—Ya… —dice Ali llevándose también comida a la boca.
—¿Y tus clases? ¿Las compaginas bien con el curro? —pregunta a su vez Sara,
quizá por corresponder.
—Sí. Bueno, ya sabes, ahora no hay mucho ajetreo. En febrero ya veremos…
—¿Y tú, David? ¿Todo bien?
David asiente contundentemente con la cabeza.
—Todo como siempre. Mi trabajo es bastante tranquilo…
Ali sabe que cada vez que Ruth sale en alguna conversación consigue que los
ánimos se tensen hasta extremos insospechados. Le gustaría servir de más ayuda,
decirle algo que ayudase a Sara a empezar a superar la historia. Porque Ali no tiene
mucha confianza en que Ruth recule. Ruth nunca intenta algo dos veces. Para ella no
existen las segundas oportunidades. Si algo falla a la primera es que no tenía visos de
funcionar desde el principio. Ali lo sabe. Se lo ha escuchado decir a Ruth en muchas
ocasiones. Y no quisiera ver que Sara se aferra a una difusa expectativa de
reconciliación. Porque intuye que, de ocurrir, Ruth acabaría destrozándola por
completo. Porque las segundas partes son posibles si las dos personas quieren y
ponen todo su empeño. Pero Ruth nunca pondría empeño en ello. Se dejaría llevar y
la volvería a fastidiar. Decir después que el problema vino por volverlo a intentar es
una forma de lavarse las manos porque, en el fondo, no se ha intentado de verdad
hacer que las cosas funcionen.
Terminan de comer con el silencio instaurado de nuevo entre los tres. Tras dar el
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último bocado es Sara la que lo rompe de nuevo.
—¿Nos tomamos un café en otro sitio? —pregunta en tono despreocupado.
Fingidamente despreocupado.
Ali y David asienten y los tres comienzan a preparar el dinero para pagar la
comida.
Sara camina por delante de Ali y David hundida en sus pensamientos. Desde hace
un mes su cabeza se ha convertido en una olla a presión que no para de bullir. Cada
día, cuando se despierta, durante el primer nanosegundo de conciencia, su mente está
completamente en blanco. Como si no pasara nada, como si nada la preocupara. Pero
tras ese breve instante —siempre demasiado breve— la realidad la golpea sin piedad.
Entonces todo acude en cascadas descontroladas. Una punzada de dolor le atraviesa
el estómago. Y el pecho. Un dolor sordo alojado en las entrañas que le impide hasta
respirar con normalidad. A menudo siente que se ahoga. Y a menudo piensa que no
podrá soportarlo. Pero lo soporta. A duras penas pero lo hace. Día tras día, semana
tras semana. Se acostumbra al dolor hasta el punto de no recordar cómo era la vida
sin él. Como si siempre hubiera estado ahí, punzando, desgarrando, palpitando dentro
de ella.
Cada día es un suplicio mayor que el anterior. No hay momento en que no piense
en Ruth y en lo que ha pasado, analizando hasta el último detalle en un vano intento
de comprender y racionalizar, de buscar una explicación lógica, algo que haga que
duela menos. Pero cuanto más lo piensa más se da cuenta de lo mucho que le duele,
de que no puede comprenderlo, de que no lo superará fácilmente, de que pasará
mucho tiempo antes de que pueda decir que está bien.
Le cuesta un mundo ir a trabajar. Muchas mañanas está tentada de quedarse en la
cama y no levantarse en todo el día. Es algo que le apetece mucho. Permanecer
tumbada en la cama y revolverse en su propia mierda sería mucho más fácil que salir
de casa y enfrentarse a la rutina cotidiana porque esa misma rutina la hastía y le
recuerda inevitablemente lo sucedido. Porque, además, su trabajo lo consiguió gracias
a los contactos de Ruth y, de vez en cuando, su jefa le pregunta por ella. Sara no sabe
si está al corriente de qué tipo de relación la unía con Ruth pero, conociendo el
carácter indiscreto de su ex novia, no le extrañaría nada que esa mujer estuviera al
cabo de la calle en lo concerniente a Ruth y ella. Y eso le hace sentirse todavía más
incómoda en la oficina. Porque el carácter de Sara a ese respecto es totalmente
opuesto. En el trabajo, en ninguno de los trabajos por los que ha pasado, nunca ha
hablado de su vida privada. Ni de sus relaciones con hombres ni de sus relaciones con
mujeres. Al trabajo siempre ha ido a trabajar, no a hacer amigos ni confidencias. Por
mucho tiempo que pase con sus compañeros y compañeras. Su vida privada es algo
que empieza cuando sale por la puerta de la oficina y termina cuando vuelve a entrar
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por ella.
Sin embargo, en esta ocasión le está resultando más complicado que nunca
mantener oculto lo que le sucede. Han sido varias las personas que le han
preguntando si le pasa algo. Y es que no es sólo su apariencia física en continuo
declive o el brillo de sus ojos totalmente apagado. Cada vez más se da cuenta de que
no rinde lo que debiera, que se le olvidan cosas, que no está a lo que tiene que estar.
Y eso le provoca aún más inquietud y ansiedad. Ya tiene suficientes cosas en la
cabeza como para encima preocuparse de que la despidan. Aunque, ¿qué podría
importar un golpe más?
Se detiene en la puerta del Baires. Mira hacia atrás y les pregunta a Ali y David
con la mirada si les parece bien entrar ahí. Ambos asienten con la cabeza sin decir
nada. Sara entra en la cafetería seguida por la pareja. Una mesa queda libre junto a
uno de los ventanales y Sara se apresura a sentarse. El camarero acude cuando Ali y
David aún no se han sentado. Sara y Ali piden café con leche, David un café bombón.
Y de nuevo el silencio.
Sara sabe que para sus amigos la situación es incómoda.
Sobre todo porque se supone que eran amigos de Ruth antes de ser también los
suyos. Y agradece que no hayan tomado la postura fácil de ponerse de parte de Ruth
por comodidad, porque es a la que conocen desde hace más tiempo y ella el elemento
desconocido que entró en sus vidas a través de su amiga. Sara supone que si han
hecho todo lo contrario es porque han visto que la que se lo ha montado mal ha sido
Ruth y no ella. Pero tampoco eso le supone un gran alivio. No quiere que le den la
razón. Lo que quiere es dejar de sentirse como una mierda. Dividir a la gente en
bandos es lo último que le apetece y lo último que le interesa.
Si no habla mucho no es porque no tenga nada que decir. Es que ya está cansada
de tener la misma conversación una y otra vez. Nunca llegan a ningún sitio. Es dar
vueltas una y otra vez sobre el mismo eje, como los ponis de las ferias. Y el eje es
Ruth. Siempre Ruth. ¿Y de qué sirve seguir hablando de Ruth a esas alturas? De
nada. No sirve de nada. Pero aún así…
Aún así no puede evitarlo. Y que Ali y David le acaben de decir que se han
encontrado con ella mientras venían hacia el restaurante no mejora las cosas. Al
contrario. Le da a Sara más razones para seguir martirizándose. Porque sabe que si
Ruth, un día de fiesta, estaba en la calle a mediodía es porque aún no se había
acostado. O, al menos, que no lo ha hecho en su casa. Y eso a Sara tan sólo le trae la
dolorosa certeza de lo poco que le ha importado siempre a Ruth. De que ahora le
importa aún menos. Que ella se ha pasado la noche de juerga sin importarle que Sara
no pudiera dormir por su culpa. Que ella ya estará acostándose con otras como si el
último año a su lado no hubiera existido. Y no es que eso duela. La palabra dolor se
queda pequeña para lo que siente Sara al tomar conciencia de la actitud de Ruth. Es
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algo más lacerante. Es su dignidad, su autoestima diluyéndose en el lodo. Es ella
misma desvaneciéndose poco a poco y sin remedio.
Le da un sorbo a su café y mira a Ali y David. Los dos la miran expectantes,
como si quisieran decir algo pero no supieran el qué. Sara sonríe sin ganas sólo para
aliviar la tensión. Agarra su paquete de tabaco y saca un cigarrillo. Tras encenderlo
les pregunta qué van a hacer esa tarde.
—Pues no sé, poca cosa —responde Ali mirando a David. El muchacho se encoge
de hombros—. ¿Qué vas a hacer tú? —le pregunta a su vez Ali mirándola de nuevo.
—Creo que me voy a ir casa. No me apetece mucho pasarme la tarde danzando
por ahí…
Ali asiente pareciendo comprender. Sara apura su café de un trago. La afirmación
que acaba de hacer ha hecho que le entrara prisa por cumplirla. Siente un deseo
incontrolable de estar ya sola en casa, en su habitación, el único lugar en el que ahora
mismo se puede sentir segura aunque sus fantasmas la acechen desde cada rincón. Se
levanta del asiento. Ali y David la imitan. Se dirigen a la barra para pagar sin tener
que esperar que el camarero les haga caso. En la puerta de la cafetería se despiden.
Sus amigos van otra vez hacia la calle Fuencarral, Sara prefiere ir a coger el metro en
la plaza de Chueca. Le da dos besos a David y cuando le va a dar otros dos a Ali, esta
la abraza por sorpresa.
—Ya te lo he dicho pero te lo vuelvo a decir. Sabes que puedes contar conmigo,
¿verdad? —le susurra al oído.
Sara asiente con la cabeza cuando se separa de ella. Se miran a los ojos. Sara
esboza una tímida sonrisa. Comienza a alejarse de ellos sin dejar de mirarlos y sin
acabar de darse la vuelta. Ellos la sonríen con algo que ella interpreta como
compasión. Y es esa mirada la que, por alguna razón que ni ella misma comprende,
consigue que su ánimo se venga abajo definitivamente. Por fin se gira y les deja atrás,
encaminándose Gravina abajo hasta la plaza.
Un primero de noviembre a media tarde no es de esperar que haya mucha gente
por la calle. Y eso es lo que Sara se encuentra al llegar a la plaza de Chueca, apenas
unas pocas personas que van y vienen. Mientras se encamina a la boca de metro Sara
se fija en una chica que juega con un perro en la mitad misma de la plaza. En realidad
lo de que está jugando es una forma de hablar porque el animal, que no debe ser más
que un cachorro, está despanzurrado en el suelo y se niega a moverse mientras su
dueña trata de hacerle caminar. Al llegar junto a ellos, Sara no puede evitar agacharse
junto al perro y acariciarle. Le resulta gracioso. Y también tierno.
—No se quiere mover, ¿eh? —le dice Sara a la desconocida.
—No, no le da la gana —rezonga ella—. Prefiere ir limpiando el suelo con la
panza…
La chica se agacha también, de modo que ambas quedan a la misma altura. Una
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vaharada de su olor llega hasta Sara. Una mezcla de perfume y crema hidratante
quizá, no es capaz de describirlo con exactitud. Pero con los sentidos agudizados por
el dolor Sara lo percibe con una intensidad inusitada. Le resulta evocador, tal vez
tranquilizador. Dan ganas de refugiarse en el hueco de su cuello y llorar todas esas
amargas lágrimas que se esconden tras sus ojos y que día tras día empapan sus
mejillas. Pero no está bien visto tirarse a los brazos de las desconocidas por lo que
Sara continúa acariciando al animal. El perro saca la lengua con satisfacción al
notarse protagonista del momento y recibir caricias por partida doble. Sara se atreve a
observar a la chica con más atención. Es joven, probablemente no más de veintiuno o
veintidós. Y también guapa. Cabello moreno y unos bonitos ojos verdes. Pero su
mirada perdida no denota juventud sino hastío. Y ver que alguien tan joven parece tan
cansado de todo merma todavía más su ánimo. La vida no sólo es una mierda para
ella. Lo es para todos.
Se pone en pie. La chica la imita y vuelve a tirar del perro para que camine. Sara
murmura una despedida a la que la chica responde cuando ella ya está bajando las
escaleras hacia el metro. Con prisa. Sólo tiene ganas de llegar a casa y refugiarse
entre las cuatro paredes de su habitación. Para llorar. Para hacerse preguntas. Para
sentir a solas ese inmenso dolor que la acompaña incansablemente.
A duras penas Lola consigue que Paco camine. A sus tres meses el perro está en la
fase cabezota de no obedecer a las órdenes de su dueña. Si a eso se le une el hecho de
que un cachorro siempre llama la atención de los viandantes que se paran a hacerle
cucamonas y de que él, en cuanto oye un «Ooooh» por parte de cualquiera que se
encuentre cerca, se planta, encantadísimo de haberse conocido, para ser adulado,
halagado y acariciado, cualquier paseo de no más de trescientos metros se convierte
en un calvario de una hora con continuas paradas cada diez pasos.
Y hoy Lola no está de humor para aguantar a desconocidos haciéndole las
preguntas de rigor —«¿Y cómo se llama?», «¿Cuánto tiempo tiene?», «¿Dónde lo has
conseguido?»—. Su ánimo ciclotímico, que esa mañana la había hecho estar animada
y risueña, satisfecha del éxito de la fiesta de la noche anterior, ha conseguido que en
unas pocas horas sea incapaz de contemplar su reflejo en ventanales y escaparates por
temor a enzarzarse en una agria discusión consigo misma. Así que, tras mucho
intentarlo, decide coger a Paco en brazos para recorrer el trecho que la separa de su
casa con mayor rapidez. Sabe que no debería hacerlo porque es mal acostumbrar al
perro pero en ese momento poco le importa.
Al llegar al piso siente un momentáneo alivio. Suelta al perro y cierra la puerta. El
animal se pierde por el pasillo, en dirección a la cocina, para beber agua. Lola le
sigue por inercia. Aunque las últimas en marcharse se empeñaron en recoger el salón,
barriéndolo y fregándolo, todavía quedan restos de la fiesta. Sobre todo allí, en la
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cocina. Botellas vacías o medio vacías, el barreño aún con sangría, vasos de plástico
desperdigados por todas partes, manchas inclasificables en cualquier superficie…
Sabe que debería limpiarlo pero sólo con verlo se le quitan las ganas y una gran
apatía comienza a invadirla. Y piensa lo mismo que siempre tras hacer una fiesta.
Que no volverá a hacer otra. Que no le compensa el esfuerzo previo y posterior por
tan solo unas pocas horas de satisfacción. Pero sabe que siempre habrá otra fiesta
cuando menos se lo espere, cuando ya se le haya olvidado lo que siente en momentos
como ese, cuando le vuelva a parecer buena idea llenar su casa de gente, ser la
anfitriona, sentirse querida por las que afirman ser sus amigas. No obstante ese
momento aún no ha llegado y ahora mismo sólo siente rabia contenida al ver los
restos del naufragio recordándole lo fugaz de los buenos momentos.
Observa cómo bebe Paco. Con esa fruición que tienen los perros que resulta hasta
placentera de ver. Sintiéndose vigilado, Paco deja de beber y alza la cabeza mirándola
con ojos interrogantes, quizá buscando su aprobación. Lola deja entonces de mirarle
y se aleja de la cocina, volviendo a atravesar el pasillo en dirección al salón mientras
se quita la cazadora. La deja caer sobre una silla. Se sienta en uno de los sofás y coge
el portátil que descansa entre los cojines. Lo enciende y abre su correo electrónico.
Algunas de sus amigas ya le han enviado fotos de la fiesta. Las descarga en el
disco duro para después ir mirándolas una por una con atención. Lleva ya como un
par de docenas cuando su mirada se detiene en una de las chicas que aparece en las
imágenes. Esa chica que trajo Laura ya de madrugada, la que se fue del piso a
mediodía. Ruth se llamaba si Lola ahora no recuerda mal. Notando la misma punzada
de interés que sintió la noche anterior al llamar su atención cuando la vio sacando su
paquete de tabaco, dispuesta a encender un cigarrillo, Lola comienza a mirar las fotos
desde el principio buscándola en ellas. Apenas sí aparece por casualidad en dos o
tres. Al fondo, en una esquina u otra de la foto, siempre en segundo plano, como si no
se hubiera dado cuenta de que alguien estaba disparando la cámara. Hace zoom varias
veces sobre su figura para ampliarla. La imagen se distorsiona, se desdibuja pero
sigue siendo reconocible. Lola se fija en el semblante de Ruth. Perdido, fuera de
lugar, angustiado. Quizá desolado. Se fija también en sus ojos, en la tristeza y el
desamparo que destilan. Lola reconoce esos ojos sin dudarlo. Esa mirada le resulta
demasiado familiar. Todos los días se encuentra con ella cuando se mira en el espejo.
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TIEMPO
L ola está sola en casa. Algo inaudito si tenemos en cuenta que la mayoría de sus
amigas y conocidas han adoptado su piso como base de las más variopintas
operaciones con la excusa —acertada excusa, lo admite— de que viviendo al lado de
Chueca es lo más lógico. Todo pilla a mano. Quedan allí los viernes y sábados por la
tarde para proyectar las noches de fiesta que les esperan. En ocasiones piden comida
a domicilio para salir ya cenadas. En otras deciden aún allí a qué restaurante de
económico menú acudirán en esa ocasión para saciar su apetito. Y salen del piso con
el plan perfilado sabiendo que sólo dos calles les separan de su primera parada. Es
como si su casa fuera la línea de salida de una carrera con tantas metas como
participantes.
Pero también acuden allí entre semana, a menudo interrumpiendo una soledad
deseada y buscada por ella, con la excusa de que pasaban por allí, que han quedado
con alguien un rato después y tienen que hacer tiempo, que han salido del trabajo que,
por supuesto, también está en el centro y han pensado en hacerle una visita o que
necesitan urgentemente un ordenador con conexión a Internet porque están esperando
un e-mail muy importante. Cualquier motivo es bueno para llamar a su puerta,
esbozar una sonrisa, agacharse a acariciar a Paco y entrar en el piso antes de que ella
haya llegado a apartarse de la puerta. En circunstancias normales no le suele importar.
Si la pillan haciendo algo, lo aplaza para más tarde. Por suerte, tiempo es de lo que
más dispone Lola. Aunque técnicamente es una estudiante universitaria que acudió a
la capital desde una remota provincia norteña para cursar Comunicación Audiovisual
la realidad es que, tras tres cursos con resultados nefastos, la única vez en que sus
pies han pisado el campus durante el último año fue para hacer la matrícula del curso
académico vigente. En los últimos meses se ha encontrado teniendo más tiempo libre
del que nunca hubiera pensado que dispondría. Tanto tiempo libre, vacío, muerto,
agravado por el hecho de que apenas duerme cuatro o cinco horas cada día gracias a
un inexplicable insomnio que crece en lugar de desaparecer, ha convertido su vida en
una masa informe de días que se parecen unos a otros cuya vacuidad y sin sentido la
va anestesiando de un modo imparable.
Por eso hay días como hoy en los que agradece estar sola, en los que esquiva lo
mejor que puede la posibilidad de que alguien se acerque a verla, llegando incluso a
no contestar al teléfono o no abrir la puerta si llaman. Esos días en los que no quiere
ver a nadie, en los que lo único que quiere es regodearse en su propio dolor y soledad.
Días en los que no está para nadie porque ni siquiera está para ella misma. Días en los
que mirarse en el espejo es un auténtico ejercicio de autocontrol porque en cuanto
posa la mirada en su reflejo siente el deseo de huir despavorida. No, no es que se odie
a sí misma. Es que se le hace incómodo comprobar que cuando debería estar en lo
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mejor de su juventud su vida ha llegado a un punto muerto. Nada consigue motivarla,
ilusionarla, esperanzarla. Su actitud se vuelve cínica y descreída de un modo tan
radical que a veces la asusta. Porque ella no era así antes y no es capaz de recordar el
momento en que algo cambió en su interior y la obligó a adoptar esa postura tan
desconocida para ella hasta entonces. Porque sólo tiene veintiún años aunque le
queden poco más de tres meses para cumplir veintidós. Porque es demasiado joven
para sentirse ya tan cansada de todo.
En días como ese se acerca al Starbucks a por café y regresa rauda y veloz a
refugiarse de nuevo en su piso. Navega sin rumbo por Internet durante horas, se traga
sesiones dobles y triples de películas antiguas sentada frente a la persiana del
proyector o se agazapa en un rincón a ver pasar el tiempo con la mirada perdida y la
cabeza bullendo de una tensión que hasta ahora no conocía. Una agitación interna que
no acaba de explotar, que no suele exteriorizar hasta que, por la causa más nimia,
algo se rompe en su interior y estalla en un desconsolado llanto. Le gustaría decir que
eso sólo sucede cuando está a solas pero ya han sido varias las ocasiones en las que
alguna de sus amigas ha sido testigo y paño de lágrimas de esos arranques
emocionales que la dominan cuando siente que no puede más. A su orgullo le duele
mostrarse tan vulnerable pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando las lágrimas
afloran a sus ojos no puede pararlas por mucho que lo intente.
Su día en soledad transcurre lento y tedioso. Apenas come pero eso es lo habitual
en ella. Su alimentación se compone básicamente de café y helado. Tampoco su
estómago le pide algo más sólido. Vegeta durante varias horas frente al ordenador con
Paco enredando a sus pies. Tiene que apartarle constantemente de los cables del
equipo para que no los muerda. Y hoy está especialmente pesadito en su empeño de
roer todo lo que encuentra en su camino. Tanto que Lola empieza a agobiarse.
Mucho. Y la misantropía con la que se ha levantado esa mañana comienza a
transformarse en claustrofobia. Agarra su móvil para mirar qué hora es. Se sorprende
al descubrir que sólo son las siete y diez de la tarde. Entonces decide dejar de
comportarse como un animal enjaulado que, nervioso y angustiado, da vueltas sin
parar por el perímetro de su celda y piensa que salir a la calle no le vendrá mal del
todo. Apaga el monitor de ese ordenador que nunca descansa y agarra a Paco para
sacarle del salón y cerrar la puerta tras ella. Al soltarle en el suelo del recibidor el
perro le lanza una mirada ilusionada pensando que es hora de uno de sus paseos pero
Lola avanza decidida hasta su dormitorio para coger una cazadora y su bolso y
regresa junto a él sin hacer el menor atisbo de ponerle la correa. Sale del piso y baja
las escaleras a buen ritmo. Al llegar a la calle piensa en las posibles opciones que
tiene. Laura y las demás le dijeron que estarían esa tarde tomando café por Chueca.
No las llama porque sabe perfectamente dónde estarán así que, con paso ligero,
callejea dejando atrás Fuencarral y Hortaleza y llega hasta la puerta del Baires. Nada
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más entrar en el local se queda plantada en medio mirando en derredor. Uno de los
camareros la saluda con una sonrisa. Algo normal teniendo en cuenta que es una
habitual de la cafetería y que al venir con Paco siempre termina llamando la atención
de la concurrencia a causa de las monerías del perro. Pronto encuentra a sus amigas
con la mirada, sentadas en la entreplanta del fondo del local, en la misma mesa de
siempre, junto al ventanal. Se dirige hacia ellas esbozando una sonrisa guasona.
Laura es la primera en percatarse de su presencia. Su cara esboza una mueca de
sorpresa y abre mucho los ojos al ver cómo se acerca a donde están sentadas.
—¡Anda! ¿Pero tú no decías que no querías ver a nadie hoy? —le pregunta.
—Ya ves. Me apetecía que me diera un poco el aire —responde Lola cogiendo
una silla de la vacía mesa contigua y haciéndose hueco entre sus amigas.
—¿Y cómo es que has cambiado de idea? —le inquiere mordaz Blanca, otra de
las chicas del grupo.
Lola se limita a repantigarse en la silla y encogerse de hombros sin perder un
ápice de la socarronería que impregna su sonrisa.
—¿Entonces sales con nosotras esta noche? —le pregunta Laura con un brillo
picaro en la mirada.
—Depende. ¿Qué plan tenéis?
Lola observa a su grupo de amigas y las escucha mientras le desgranan las
alternativas que están barajando. Entretanto el camarero que la ha saludado al entrar
se acerca a tomarle nota. Pide una cerveza con limón que el muchacho le trae
enseguida no sin antes preguntarle que cómo es que no ha traído a Paco con ella. Da
un sorbo a la jarra de cerveza y trata de prestar atención a lo que cuentan sus amigas.
Se esfuerza en ello. Pero sabe que se muestra ausente. Ajena. Asiente con la cabeza
como si de verdad le importara lo que dicen. Vence a duras penas sus deseos de
levantarse y volver sobre sus pasos hasta su seguro y cómodo sofá. Sabe que debe
resistir, que no puede ser bueno encerrarse tanto en sí misma.
Pero le cuesta. Al cabo de diez minutos su mente ya está divagando por parajes
muy lejanos. Su mirada se pierde, posándose como una mariposa inquieta en las
diferentes personas que se reúnen en torno a las mesas del local. Algunas caras le
resultan vagamente conocidas, probablemente de cruzarse con ellas en los bares de
madrugada. Le resulta curioso que, queriendo huir de la familiaridad y la mirada
censuradora de los habitantes de un pequeño pueblo norteño en pos del anonimato de
la gran ciudad, se haya instalado en un centro neurálgico gay en donde todo el mundo
acaba conociéndose a golpe de cubata, mirada y saludo superficial. Igual que un
pueblo. Un pequeño pueblo ubicado en pleno centro de la capital por donde a menudo
pasear es un no parar de manos alzadas, miradas de reconocimiento y altos en el
camino para hablar con los conocidos.
La puerta del local se abre dejando paso a un hombre y una mujer que vienen
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juntos. Una expresión de melancolía y desolación se dibuja en sus rostros. Lola
piensa que tal vez sean pareja y que hayan decidido entrar a tomar un café para
aclarar su relación. O para dejarla, quien sabe. Les ve acercarse y subir los tres
escalones que llevan a la entreplanta. Se sientan en una mesa contigua. La mujer se
coloca casi enfrente de Lola justo en el momento en que ella se da cuenta de que la
conoce. Es la mujer que el otro día se detuvo junto a ella para acariciar a Paco. Le
llamó la atención en aquél momento porque fue una de las pocas personas que no
hizo aspavientos exagerados al verle ni formuló ninguna de las aburridas y tópicas
preguntas que suele hacer el resto de la gente. Se limitó a dejar caer un breve
comentario, rascarle las orejas al perro y marcharse. No obstante hubo algo en su
actitud, en su semblante, que la intrigó. El mismo semblante y la misma actitud que
luce hoy mientras le pide al camarero un café con leche y, a continuación, saca un
paquete de tabaco y un mechero de su bolso. Lola la mira fijamente, a sabiendas de
que una mirada continuada siempre es respondida con otra. Sea por las ondas
cerebrales o por cualquier otra razón es algo que no suele fallar. El observado siempre
acaba buscando los ojos que le observan. Pero a esta chica le cuesta captar sus ondas,
enfrascada como está en una intensa conversación con su acompañante en la que el
pesar parece ser la nota predominante. Sin embargo al final lo hace. Desorientada,
mira alrededor como si no supiera qué está buscando y sus ojos se encuentran con los
de Lola que continúan mirándola impertérritos. Durante el par de segundos en que se
observan mutuamente la mujer parece querer reconocer a Lola y, aunque ella le
sostiene la mirada sin inmutarse, no llega a saber con seguridad si habrá conseguido
ubicarla en su memoria porque la desconocida, súbitamente incómoda, aparta la
mirada de ella y vuelve a dirigirla al hombre con el que comparte mesa. Lola
continúa mirándola todavía unos instantes más, como si quisiera memorizar sus
facciones y su mueca de infinito desconsuelo. Pero una llamada de atención por parte
de sus amigas hace que retorne a su realidad, a la mesa de la que ella forma parte, a
los planes que se han estado gestando y que ahora necesitan de su aprobación.
Sara lanza una mirada desvalida a Juan. No deja de ser llamativo que tras la
ruptura con Ruth la persona en la que más haya encontrado consuelo sea el mejor
amigo de su ex novia. La persona que posiblemente lo tuviera más fácil para tomar
partido y apartarse del fuego cruzado que conlleva toda relación rota. Él fue la
primera persona en darse cuenta, sin que nadie le dijera nada, de que lo suyo con
Ruth había terminado. Del mismo modo que él fue la primera persona que la abrazó
tratando de confortarla cuando todo ocurrió, aquel fatídico día de la boda de Pilar y
Pitu en que la actitud y el comportamiento de Ruth acabaron de destrozarla. Desde
entonces Juan le ha mostrado todo su apoyo, quedando con ella habitualmente para
hablar y analizar a Ruth de cabeza a pies, de alma a corazón pasando por ese cerebro
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complejo e inescrutable del que es dueña. Sara sabe que para él no es nada fácil
porque también intenta hacer lo mismo con Ruth, apoyarla y hablar con ella. Aunque
se cuida muy mucho de hacer de correveidile. No es su estilo. Y eso le gusta a Sara.
La templanza de Juan, su sensatez, su honesta imparcialidad que nada tiene que ver
con la supuesta y falsa neutralidad de algunas personas que se ven en situaciones
semejantes. Hablar con él es casi lo único que le procura algo de consuelo. Porque,
además, él es quien mejor conoce a Ruth, quien le puede aclarar los aspectos más
oscuros de su carácter, quien siempre le ofrece un punto de vista distinto y la anima a
racionalizar las cosas y no dejar llevarse por la visceralidad que provoca el dolor
lacerante de haber perdido a la persona que amaba. Que sigue amando.
—¿Y tú qué crees que se le puede estar pasando por la cabeza? —le pregunta,
desconsolada, a Juan. Una pregunta con tintes cada vez más desesperados que va
perdiendo el sentido a medida que la formula una y otra vez.
Juan esboza una sonrisa abatida y deja caer levemente la cabeza hacia delante. Se
encoge de hombros un instante para tomar aire a continuación y soltar la inevitable
respuesta que siempre sucede a la pregunta de Sara.
—No lo sé. Cuanto más intento hablar con ella, más se cierra.
—Porque sabe que se ha portado como una cabrona. Por eso no es capaz de
hablar y dar la cara —espeta Sara en un tono repleto de amargura y resentimiento—.
Muy típico de ella pensar que se puede ir de rositas y no afrontar las consecuencias
de lo que ha hecho… En el fondo no es más que una cría que juega a ser adulta…
Juan asiente y baja la mirada. No responde. Y antes de que pueda hacerlo, Sara
arremete de nuevo:
—Es que es verdad, Juan. Todavía no me ha dado una explicación coherente para
dejarme. La he tenido que configurar yo a base de frases sueltas y cosas que recuerdo
de conversaciones que hemos tenido. Se hace la pobrecita por lo que le pasó con la
dichosa Olga pero ella se ha comportado del mismo modo. En el fondo es igual que
ella y ha acabado haciendo lo que le hizo la otra. En lugar de superarlo se ha quedado
anclada en su papel de víctima… —Sara hace una pausa para tomar aire y encender
un cigarrillo—. ¿Qué pretende que haga yo después de un año de relación? ¿Después
de haber dejado mi casa, mi trabajo, mi vida en Barcelona por venirme aquí? Porque
claro, nunca barajé la posibilidad de que ella se fuera allí. No lo habría hecho ni a
punta de pistola. Así que era venirme aquí o seguir con viajecitos para arriba y para
abajo hasta agotarnos y dejarlo por imposible. ¿Cómo espera que me sienta cuando al
mes de llegar aquí me planta y me da la patada? ¿Acaso piensa que voy a aceptarlo
sin más, pelillos a la mar, poner buena cara y saludarla como si nada pasara cuando
me la encuentre? ¡Eso es impensable, por el amor de Dios! Me ha jodido la vida. Y si
para ella no he significado nada al menos debería saber o intuir o suponer que ella
para mí sí lo ha hecho… —Sara se detiene. Se altera demasiado cuando habla de
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Ruth y su interlocutor no la interrumpe. Se embala y acaba dejándose llevar por la
rabia. Nota los ojos vidriosos y se sabe a punto de llorar. Respira hondo y fija la
mirada en su vacía taza de café.
Juan le coge la mano con delicadeza pero aún así Sara da un respingo al notar el
contacto de su amigo. Le mira indefensa un instante y vuelve a bajar sus ojos hasta la
taza.
—Tienes que empezar a calmarte, Sara. Si sigues alterándote así te va a dar un
ataque de nervios… —le advierte con un tono tierno y casi paternal.
—Ya lo sé… Pero no puedo evitarlo. Cada vez que pienso en ella se me retuerce
todo por dentro…
—¿Has ido al médico? —le pregunta Juan como si fuera algo obvio que tuviera
que haber hecho sin falta. Sara le mira confundida.
—No. ¿Para qué voy a ir al médico?
—¿Cómo que para qué? Para que te recete algo para la ansiedad y los nervios. Te
vendría bien. En ese estado no puedes pensar con claridad y el dolor se intensifica.
No es que unas pastillas vayan a ser el remedio de todo pero te pueden ayudar…
—No quiero tomar pastillas. Ni quiero contarle mis miserias a ningún médico. No
me hace falta. No es la primera ruptura por la que paso. Sobreviviré —sentencia con
aplomo fingido.
—Que no sea la primera no tiene nada que ver con la forma en que te está
afectando. Si quieres puedo acompañarte…
Sara menea la cabeza negativamente con decisión.
—No, no creo que sea una buena idea. Ya pasará… Espero —hace una pausa y se
remueve incómoda en su asiento—. Voy un momento al baño, ¿vale?
Juan asiente y se recuesta en su silla al tiempo que Sara se pone en pie y se dirige
a los servicios. Cierra la puerta al entrar y se planta frente al espejo. Observa su rostro
demacrado con lástima y resentimiento al comprobar de lo que Ruth ha sido capaz.
Luego abre el grifo del lavabo y se inclina para lavarse la cara. Vuelve a observar su
rostro, ahora mojado. Podría estar llorando pero el agua le impediría ver sus propias
lágrimas. Y qué podría importar eso, al fin y al cabo, cuando las lágrimas son una
constante en su vida. Vuelve a echarse agua en la cara una y otra vez, encontrando
una somera satisfacción al sentir el frío líquido sobre su piel. Cuando se da cuenta de
que por mucho que se lave la cara no borrará la tristeza que la adorna, cierra el grifo y
coge papel higiénico del cubículo para secarse. Aún frente al espejo se arregla un
poco el pelo con los dedos para recomponer su aspecto antes de salir.
Está dando el primer paso hacia la puerta cuando alguien al otro lado la empuja
para entrar, dándose casi de bruces con Sara. Por un instante los dos cuerpos quedan
muy cerca el uno del otro y es el instante que Sara emplea en darse cuenta de que es
la chica que la estaba observando un rato antes desde la mesa de al lado. El mismo
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instante también en que la reconoce. Pero no es su rostro lo que hace refrescar su
memoria sino su olor. Ese olor suave pero penetrante que se le quedó grabado como
una promesa prendida en los labios que nadie se atreve a pronunciar. La desconocida
dueña de aquel perro con la que se encontró días atrás en la plaza de Chueca no
oculta que hace rato que la ha reconocido. La mira fijamente y suelta un escueto
«Hola» que parece esperar algo más que el murmullo de Sara devolviéndole un
saludo similar, fingiendo sorpresa e incomodidad, desviando rápidamente la mirada
de sus ojos y saliendo de los servicios con paso firme sin detenerse en ningún
momento ni, mucho menos, mirar atrás.
Regresa a la mesa en la que Juan la espera absorto en su móvil y tecleando
rápidamente lo que Sara supone que será un mensaje de texto. Al verla aparecer,
teclea aún más apresuradamente y envía el sms. Deja el teléfono sobre la mesa y la
mira expectante. Pero Sara ya no tiene fuerzas para continuar hablando de Ruth. Al
menos no esa tarde. Echa un vistazo a su reloj de pulsera con despreocupación y a
continuación anuncia que se va a casa.
—Como quieras —es lo que único que dice Juan ante su decisión.
Al despedirse de Sara en la puerta de la cafetería, Juan siente un leve acceso de
culpabilidad en la boca del estómago mientras sube hasta Fuencarral y enfila la calle
en dirección a la Glorieta de Quevedo. Es algo involuntario y visceral porque sabe
que no tiene nada de lo que sentirse culpable. Sin embargo que la casualidad haya
querido que, en la misma tarde en la que ha quedado con Sara, Ruth haya accedido a
que se pase a verla a su casa no es algo que él pueda controlar. Sara necesitaba hablar
y no podía decirle que no. Y Ruth… En los últimos dos meses ha sido tan complicado
ver a Ruth que siente que no puede desperdiciar ninguna oportunidad que le ofrezca.
Porque por mucho que le duela ver a Sara destrozada por la ruptura, le duele tanto o
más ver a Ruth en ese limbo de sinsentido en el que se ha instalado. O puede que no
le duela más pero se trata de un dolor distinto.
Conoce a Ruth desde que ella tenía veinte años y él veintiocho. Para Ruth él ha
sido un báculo en su proceso de madurez, la persona en la que más ha confiado
siempre, a quien ha acudido cuando ha tenido algún problema. Su relación se ha
cimentado sólidamente con el paso de los años y de las vivencias en común. Ha visto
a Ruth ser una niña feliz y enamorada cuando convivía con Olga. Luego la vio
hundirse en un oscuro pozo cuando Olga la echó de la casa de ambas sin motivo (o a
causa de ocultos motivos de los que se enteraron años después). Estuvo a su lado
cuando, para contrarrestar el dolor, su amiga se lanzó en picado al caos, sobrevolando
durante las noches de juerga sobre el sexo anónimo y el más que ocasional consumo
de drogas que la ayudaban a conjugar el ritmo de un trabajo que le pedía una excesiva
responsabilidad con el del desenfreno nocturno. Y fue testigo escéptico, durante los
últimos años, de su interpretación de mujer fría y cínica, indiferente con los asuntos
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del corazón, que salía con unas y con otras como quien picotea en un buffet sin
acabar de decidirse nunca por un plato en particular.
Juan conoce a Ruth. La conoce bien. Todo lo bien que se pueden llegar a conocer
dos personas teniendo en cuenta que siempre habrá cosas que sorprendan por mucho
tiempo que haya pasado. La ha visto sufrir y ser feliz, cometer equivocaciones y
aprender de sus errores. Ruth puede llegar a ser muchas cosas pero nunca se le
hubiera pasado por la cabeza calificarla de inmadura. Ni que llegaría el día en el que
en lugar de afrontar las consecuencias de sus actos, huiría y escondería la cabeza
como una avestruz asustada. Ruth no es así. O, al menos, no lo era. Y Juan no acaba
de entender cómo su amiga ha llegado a sufrir esta regresión a la inmadurez
adolescente que está demostrando ahora. No entiende cómo, después de haber
elucubrado y descrito en innumerables ocasiones a la mujer que la haría feliz durante
esas conversaciones a solas que tenían ambos en las que Ruth, poco a poco y con
esfuerzo, se abría a él y le confesaba sus anhelos y temores más ocultos, cuando esa
mujer parece materializarse en alguien de carne y hueso la única reacción que es
capaz de tener es la de huir despavorida y sacudirse la responsabilidad contraída con
esa persona como quien se quita una pelusilla del hombro.
Sobre todo le choca que eso haya ocurrido cuando la relación cumplía un año y
no al principio, cuando hubiera resultado más fácil e, incluso, más lógico hacer lo que
ha hecho ahora. Pero no. Ruth aguantó meses de idas y venidas, de puente aéreo y de
trenes de alta velocidad, meses de dudas, de incertidumbres, de ausencia de
cotidianeidad, de apurar y estirar al máximo los momentos compartidos… No es
comprensible que cuando la situación daba un giro hacia la opción más cómoda (y
aunque Ruth no quisiera convivir con Sara, ya la tenía viviendo en su misma ciudad
lo cual daba al asunto un giro sustancial), Ruth se empequeñeció, se asustó y cerró las
puertas de su vida dando un fuerte y sonoro portazo. Juan no puede entenderlo. Y no
es el único. Nadie consigue entender a Ruth.
Al llegar frente a su portal siente por un momento algo de irreal en la estampa que
ofrece. Se ve a sí mismo plantado frente al edificio de su amiga, llamando al timbre
sin obtener respuesta. Aunque la ha visitado en dos o tres ocasiones durante las
últimas semanas, cada vez que acude a verla piensa que en el último momento Ruth
habrá cambiado de idea y no querrá verle. Conteniendo la respiración alza la mano
hacia el tablero del portero automático y pulsa el botón que corresponde a su piso.
Por toda respuesta sólo obtiene, al cabo de unos segundos que se le hacen eternos, el
sordo ruido que indica que bastará empujar la puerta para entrar en el edificio. Exhala
un leve suspiro de alivio y penetra en el portal. Medio minuto después sale del
ascensor en la planta del piso de su amiga encontrándose con la puerta entreabierta,
invitándole a entrar sin decir nada.
Juan cierra con cuidado y camina con sigilo hasta el salón. En la estancia domina
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la penumbra y cierto caos sonoro. El televisor permanece encendido pero Ruth está
sentada al ordenador mirando la pantalla fijamente mientras fuma un cigarrillo. Los
altavoces del equipo despiden música electrónica a un volumen demasiado alto para
su gusto. La única iluminación procede de las dos pantallas lo que confiere a la
escena un aire espectral. Juan apaga el televisor y enciende una lamparita de pie que
hay junto al sofá, devolviendo un poco de realidad al ambiente. Ruth no se inmuta
hasta que su amigo se acerca a ella, alarga la mano hacia la base de uno de los
altavoces y baja la música hasta que sólo queda un tenue murmullo. Sólo entonces
Ruth levanta la vista para mirar a Juan con cierta indiferencia, como si encontrarle a
su lado fuera algo tan habitual que no merece la pena darle mucha importancia.
—Hola —le dice volviendo a mirar la pantalla del ordenador.
—Hola —responde Juan en tono guasón por si así consigue despertar a Ruth.
Pero no obtiene ninguna reacción por su parte. Juan se dirige entonces hacia el
ventanal para abrirlo y ventilar un poco la habitación cargada de humo. Luego coge
una silla, la coloca junto a Ruth y se sienta.
—Bueno, ¿qué? —le pregunta casi un minuto después.
—¿Qué de qué? —masculla Ruth con gesto hosco.
—Que si me vas a decir algo o vamos a jugar a los mimos.
Ruth se encoge de hombros.
—No tengo gran cosa que contar. De casa al curro, del curro a casa, algunas
noches de juerga… Lo de siempre. No hay mucho más.
Juan suspira visiblemente crispado.
—¿Cuándo coño piensas dejar de fingir que no te importa lo que ha pasado?
Ruth le mira con una angelical cara de sorpresa.
—No ha pasado nada, Juan. Sólo es una ruptura. Sara lo superará. Y yo también.
Nadie se muere por amor —sentencia con sorna.
—O sea que no piensas hablar, es eso, ¿no?
—Si quieres hablar, Pilar debe estar a punto de llegar —anuncia señalando a un
punto inconcluso, como si Pilar fuera a aparecer por arte de magia—. Pregúntale
cómo va su vida de casada. Seguro que estará encantadísima de enumerarte las
virtudes de su flamante esposa.
Juan nota la impotencia y la ira pugnando dentro de él por manifestarse. Ruth
puede ser tan exasperante que le entran ganas de darle de bofetadas si así consiguiera
hacer que entrara en razón. O que reaccionara al menos. Se siente perdido. No sabe
cómo acercarse a ella. Ruth se ha convertido en un muro infranqueable y le ha
despojado de escaleras y cuerdas con las que saltar por encima. Al principio pensó
que sólo era cuestión de tiempo, que en cuanto pasara el shock inicial Ruth
claudicaría consigo misma y, al menos, se abriría con él. Pero no, no se abre sino que
se cierra por momentos. No habla de lo que piensa ni de lo que siente. Su rostro, en
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contraposición al de Sara, demacrado y ojeroso, permanece impasible pese a
mostrarse sombrío. No transmite ninguna emoción. Juan mira a Ruth con lástima y
piensa que su amiga ha muerto por dentro.
El timbre del portero automático suena por segunda vez esa tarde. Ruth se levanta
de la silla ergonómica desde la que preside su escritorio y se acerca al telefonillo para
abrir el portal. Luego lleva a cabo la misma operación que un rato antes y entreabre la
puerta del piso para que Pilar entre. Sin mediar palabra regresa a su silla y a su
pantalla. Poco después su amiga irrumpe en el salón. Por el rabillo del ojo la ve llegar
y poner cara de grata sorpresa al ver a Juan junto a ella.
—Llegas justo a tiempo —exclama Ruth—. Ahora que estamos los tres seguro
que Juan querrá que haga terapia de grupo con vosotros… —se burla agarrando su
paquete de tabaco.
Por el rabillo del otro ojo ve cómo Juan pone los ojos en blanco. Se lleva un
cigarrillo a los labios y hace girar la silla ciento ochenta grados de modo que Pilar
queda a su derecha y Juan a su izquierda. Enciende el pitillo y mira a ambos
alternativamente.
—Chicos, os veo preocupados —se mofa levantándose de la silla y yendo hacia la
cocina—. ¿Queréis una cervecita o algo?
Sin esperar respuesta trae tres botellines de Coronita ya abiertos y las deja sobre
la mesita baja que hay frente al sofá. Luego coge la suya y regresa a sentarse en su
silla ergonómica.
—Lo siento, me he quedado sin limones —se disculpa tras dar el primer trago.
Juan y Pilar cogen sus cervezas. Pilar se sienta en el sofá. Juan permanece en la
misma silla. Durante un par de minutos los tres beben en silencio sin decir nada. Pilar
imita a Ruth encendiéndose también un cigarrillo de un paquete que saca de su bolso.
—Bueno, ¿qué te cuentas? —dice esta última rompiendo el silencio.
Ruth se encoge de hombros.
—Lo mismo que le contaba a Juan. De casa al curro y del curro a casa. Con
alguna juerguecita de por medio, ¿para qué te voy a engañar? —explica guiñándole
un ojo a su amiga.
Ruth se siente acorralada pero ya comienza a acostumbrarse al acoso de sus
amigos. Entiende que estén preocupados pero no logra compartir esa preocupación.
Todo es mucho más fácil de lo que ellos pretenden aparentar. Sólo es cuestión de
tiempo. El tiempo lo cura todo. El tiempo hará que Sara la olvide y ese mismo tiempo
seguirá anestesiándola a ella. No deberían darle tanta importancia a lo que ha pasado.
No ha ocurrido nada extraordinario. Todos los días hay rupturas, parejas que se
rompen, personas que se hunden a causa de ello. Y el mundo no deja de girar. Ruth se
limita a afrontar con estoicismo su decisión. No quiere pensar en ello. No quiere
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pensar en Sara. No quiere pensar en sí misma. Sólo quiere que todo pase y que nadie
se empeñe en hurgar en su subconsciente para hacerle psicoanálisis barato.
Aunque por otro lado intuye que todo esto supondrá un punto de inflexión en su
vida. Ahora sabrá quiénes son de verdad sus amigos. No le molesta que apoyen a
Sara (porque sabe que lo están haciendo aunque se cuiden de no hacérselo saber). Lo
que le escuece es que parece que a Sara la comprenden mucho mejor que a ella.
Incluso a Juan y Pilar, que son los que más tiempo llevan a su lado, les cuesta
entender su decisión. Y para Ruth todo está muy claro. Meridianamente claro. Ella
dejó a Sara para no destrozarla del todo. Ahora puede estarlo, sí, por supuesto, pero
de haber seguido juntas Ruth sabe que su actitud la hubiera acabado haciendo más
daño. Y más vale un dolor agudo y puntual que ir mermando día a día el corazón de
Sara hasta despedazarlo por completo. Ella ha hecho lo que debía. Por mucho que le
pueda doler a su ex novia. O a ella misma.
—¿Salís esta noche? —pregunta Ruth a sus amigos. Ambos menean
negativamente la cabeza.
—¿Y tú? —le pregunta Pilar a su vez.
—Puede que sí, puede que no. Según me dé —responde ella con lasitud e
indiferencia dando un nuevo trago a su cerveza.
Ruth está segura de que todos sus amigos piensan que para ella dejar a Sara ha
sido muy fácil. Que no le ha dolido, que no le ha importado. Y claro que lo ha hecho.
Pero no podía continuar. No podía. Era algo superior a sus fuerzas. Sabe que por
mucho que se hubiera esforzado no hubiera conseguido salvar nada. Su relación
estaba sentenciada aunque no sabría decir por qué. O quizá sí. Porque ella no puede
cambiar aunque lo intente. Ya es demasiado tarde para hacerlo.
Muchas noches recuerda aquel momento en que Sara verbalizó lo que Ruth aún
no había sabido cómo decir. La mañana en que Pilar se casaba y ellas estaban
esperando a Juan y Diego para dirigirse al lugar del evento. La mirada de Sara se le
quedó grabada en la memoria. Esa mirada que la asustó aún más de lo que estaba
justamente por lo que representaba. Una mirada dolida y resentida, indefensa y
desamparada que la acusaba de estar hiriéndola con saña, alevosía y premeditación.
Que sin palabras le estaba diciendo que era una mala persona. Ella no quería que
hubiera sucedido así. Pensaba dejarlo para otra ocasión. Aunque ya llevase mucho
dejándolo para otra ocasión. Sólo estaba buscando el momento más oportuno. Y, sin
duda, el día de la boda de Pilar y Pitu no lo era. Pero Sara quiso que fuera entonces.
Fue ella la que puso las cartas sobre la mesa y Ruth sintió que no podía seguir
fingiendo que no pasaba nada. Porque sí pasaba y no creía que mentirle en aquel
instante fuera lo mejor. Sólo habría servido para enredarlo todo más. Para darle a Sara
una esperanza momentánea que haría que cuando la verdad saltase a la luz fuese aún
más dolorosa. Y se lo dijo. Bueno, en realidad se limitó a actuar por omisión. La
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actitud taxativa de Sara, su firmeza al dar por sentada la decisión de Ruth, no admitía
discusión posible.
Algunos podrían decir —y quizá lo hayan hecho— que Sara se lo puso fácil. Y no
lo fue en absoluto. Sara no quiso hablar después. Y Ruth temía lo que pudieran
decirse si comenzaban a discutir. Así que cargó con la culpa, con el peso de ser la
mala de la película y dejó que Sara se irguiera en el papel de víctima. Así era mucho
más fácil para todos. Sus amigos comunes podrían consolar a Sara y machacarla a
ella. Compadecerían a una en su tragedia y tratarían con acritud a la otra en un
completo acto teatral en el que cada miembro del elenco de personajes estaba
definido por su bondad o por su perversidad. Una obra en la que ella era la zorra
malvada de la que se esperaba una pronta redención o de lo contrario se la desterraría
para siempre de El País de Nunca Jamás. Curioso que ella siempre se hubiera
identificado más con Peter Pan…
De repente se da cuenta de que Juan y Pilar están hablando entre ellos y se
descubre asintiendo por inercia a lo que dicen, como si realmente lo hubiera estado
escuchando. No hablan de Sara y de ella sino de cosas triviales. Hace girar la silla
para mirar qué hora es en el ordenador. Todavía es pronto. Esperará a que sus amigos
se vayan, se dará una ducha y saldrá a dar una vuelta por los bares. Eso es fácil. Eso
no requiere mucho esfuerzo. Y la exime de pensar demasiado.
En esta ocasión no es como cuando Olga la dejó. No se ha lanzado como una
suicida al desenfreno. No se emborracha hasta caer redonda. Ni se deja medio sueldo
en polvos mágicos. Bebe lo mismo que antes de la ruptura —mucho en cualquier
caso, lo sabe, pero al menos no es más que antes— y no siente la tentación de
introducir en su organismo otras sustancias aparte del alcohol y el tabaco. Todo está
como siempre. Pero cuando sale no se relaciona con la gente de siempre sino con
simples conocidos, esas personas que sólo la han tratado en nocturnas circunstancias,
que no saben nada acerca de la ruptura o que, incluso, ni siquiera están al corriente de
la existencia de Sara. Pasar tiempo con esas personas consigue que durante un rato
pueda evitar pensar en toda la historia. Ellos no le hacen preguntas, ni le hablan como
si quisieran obligarla a darse cuenta de una verdad incontestable o admitir algo de lo
que no se hubiera percatado. Son relaciones tan superficiales que hasta le procuran un
retorcido placer al convertirla en una persona casi sin pasado. Y que mientras vaya
pasando el tiempo. Eso es lo único que espera.
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definitiva, ella no tiene tan claro que sea así. Es como si los demás, de estar tan
ocupados consolando a una y otra parte, hubieran obviado cualquier otra posibilidad.
Pero Pilar, desde que Ruth mencionara por primera vez a Sara al volver de aquellas
vacaciones en Baleares, conociendo a su amiga como la conocía, supo que era el
comienzo de una de esas clásicas historias de ni contigo ni sin ti que tanto gustan en
las películas y tantos quebraderos de cabeza traen en la vida real. Y esa repentina
ruptura cuando la relación parecía encauzarse hacia los típicos derroteros de
normalidad y cotidianeidad no hacía sino confirmar sus suposiciones. Tal vez se
equivoque pero a Ruth y Sara aún les quedan actos por interpretar.
Y es que Pilar, gracias a su condición de amiga, confidente, comparsa, secundaria
y figurante en la vida de los demás ha visto muchas historias como esa. Y a la
experiencia vicaria se le une la suya propia que, aunque escasa y habitualmente
negativa, le ha enseñado también mucho acerca del comportamiento humano. Las
cosas nunca son lo que parecen. Las parejas perfectas ocultan rencores y odios. Las
parejas por las que nadie apuesta sobreviven justamente a causa de un enfrentamiento
constante que se traduce en una dependencia mutua que les obliga a continuar. Los
más honestos y valientes mienten y actúan cobardemente. Los que parecen malas
personas sorprenden comportándose de un modo mucho más coherente que los que
esgrimen esa virtud para sí mismos. Nunca nadie es de un modo u otro sino de
muchos que a menudo se contradicen. Y las mismas personas que no pueden evitar
hacerse daño tampoco pueden evitar quererse.
Juan la acompaña hasta la boca de metro de Bilbao. Aunque al principio él
también iba a cogerlo con ella según se van acercando le dice que le duele mucho la
cabeza y que prefiere tomar un taxi. Se despiden al borde de las escaleras. Juan le da
dos besos y saludos para Pitu. Ella le corresponde del mismo modo mandándole
saludos a Diego. Baja las escaleras sintiéndose extraña por esa situación tan poco
habitual. La de pertenecer a una pareja estable. Tan, tan estable que hasta está
vinculada mediante un contrato civil. Aunque lleva con Pitu más de un año todavía
no se acostumbra a no ser ya la eterna soltera con mala suerte en las relaciones.
En más de una ocasión llegó a creer que nunca tendría a su lado a una persona a
la que poder considerar su pareja. Y eso que ella siempre había pensado que era la
típica chica que una vez se empareja lo hace para siempre. De hecho incluso cree
firmemente que si hubiera tenido algún novio en el pueblo antes de tomar la decisión
de venirse a Madrid para descubrir si realmente la atracción que sentía por las
mujeres era de verdad y no producto de una pasajera confusión adolescente, aún
seguiría con ese hipotético novio que, posiblemente, se hubiera convertido en
hipotético marido ya. Porque en el fondo lo único que había querido Pilar siempre era
que alguien la quisiera. Dejar de ser esa amiga, confidente, comparsa, secundaria y
figurante en la vida de los demás y convertirse en alguien importante e
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imprescindible para otra persona. Ser protagonista en otra vida aparte de en la suya.
Formar parte de algo, ser tenida en cuenta, sentirse querida y no constantemente
despreciada y abandonada por aquellas personas que llegaban a importarle.
El metro llega a Plaza de Castilla y sale del vagón junto a una riada de gente que,
probablemente como ella, van a tomar alguna de las múltiples líneas de autobuses
interurbanos del intercambiador que se ubica en la superficie. Pilar se deja llevar
dentro de esa marea humana que la envuelve mientras escucha la música a todo
volumen en ese mp3 que la aisla de los ruidos de la urbe. Al llegar a la dársena
correspondiente comprueba que su autobús aún no ha llegado pero que ya se ha
formado una nutrida cola. Se coloca tras la última persona, convirtiéndose así ella
misma en la última durante unos momentos antes de que más gente se coloque detrás
suyo. La música sigue sonando mientras su mente continúa divagando. El autobús
llega y, pasados unos minutos, abre sus puertas para que los pasajeros comiencen a
entrar. Cuando lo hace ella aún quedan bastantes asientos libres por lo que se sienta al
fondo, junto a la ventanilla. Le gusta ver el paisaje, aunque sea nocturno e industrial
como el que le espera hasta llegar a casa. La relaja y le evita posibles mareos. Y le
ayuda a pensar.
Y no es que tenga mucho en lo que pensar pero lleva unas semanas haciendo una
personal recapitulación de lo que han sido los últimos doce años en Madrid y de lo
que ha vivido desde que puso el pie en la ciudad. Quiere reflexionar sobre ello y
valorar su evolución aunque a priori ésta parezca positiva. Una persona nunca debería
olvidar lo que ha vivido si quiere valorar lo que tiene en el momento presente.
Pilar siempre se ha considerado una persona bastante mediocre. Incluso más
mediocre que la mayoría. Tampoco se considera una persona culta ni inteligente ya
que nunca llegó a cursar una carrera universitaria y a duras penas logró acabar el
instituto. Nunca tendrá un trabajo importante. Ni siquiera un trabajo que le guste.
Desde que entró en el mundo laboral siempre se ha limitado a realizar aburridas
tareas administrativas de bajo nivel que lo único que le reportan es un mísero sueldo a
final de mes. Tampoco su vida social y sentimental fue, durante una época, para tirar
cohetes. De adolescente era enfermizamente tímida y nunca llegó a tener grandes
amistades, mucho menos una pandilla con la que salir. Su condición de hija única
tampoco ayudaba mucho a su sociabilidad. Descubrir a esa edad una incipiente
atracción por las chicas pudo haberle supuesto un duro golpe acrecentando su
introspección y su sensación de desamparo. Por suerte supo hacerle frente tomando la
primera decisión importante de su vida: salir del pueblo e irse vivir a la gran ciudad
más cercana, en su caso, Madrid. Y nunca ha estado tan satisfecha de algo como de lo
que hizo en aquel momento. Porque empezar de cero en un entorno distinto al que la
había acogido siempre hizo que sintiera que nacía de nuevo. Que podía aprender a ser
una persona diferente. Que aún tenía mucho por descubrir y aún mucho más que
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vivir.
Y no es que sus comienzos fueran fáciles. Con dieciocho años y sin formación de
ningún tipo tuvo que aceptar toda clase de trabajos, legales y bajo cuerda, si quería
pagar el alquiler y comer todos los días. Lo que sí resultó fácil fue comenzar a
conocer gente y establecer relaciones de amistad con las personas que iban entrando
en su vida. Haciéndolo se dio cuenta de lo limitada que había estado su vida en un
pueblo dónde toda la gente estaba cortada por el mismo patrón y se veía con malos
ojos a aquel o aquella que sacaba un poco los pies del tiesto, ya no digamos que
manifestara poseer una sexualidad distinta a la norma. Llegar a Madrid le hizo ver la
cantidad de gente distinta e interesante que había en el mundo.
Ruth fue una de las primeras personas que conoció gracias a que, al poco de
llegar, Pilar se dejó caer por un colectivo gay. Siendo sincera, Pilar tenía poco de
activista pero acudir allí se le antojaba una opción más fácil y viable que ir sola a
probar suerte a un barrio de Chueca que por aquel entonces no era lo que la gente
conoce hoy sino algo mucho más sórdido y clandestino. En el colectivo conoció a
Ruth, una muchacha de poco más de veinte años, alegre y divertida, felizmente
emparejada con Olga, una superactivista algo más mayor que ella, que coordinaba
varios equipos de trabajo dentro de la asociación. Entre ellas surgió una espontánea
amistad afianzada por, además de ser de las pocas mujeres que allí había, tener una
edad similar y unas circunstancias vitales parecidas. No hacía mucho que Ruth se
había independizado de su familia para irse a vivir con Olga y mientras cursaba a
trancas y barrancas su carrera de Publicidad, bregaba en trabajos basura tan inestables
como los que Pilar empezaba a conseguir.
Ese fue el comienzo de una estrecha amistad que ha venido durando hasta ahora.
Pero si bien el carácter de Pilar se ha mantenido más o menos intacto con el paso del
tiempo, modificándose lo lógico y esperable en alguien que está madurando, los
cambios de Ruth han sido mucho más radicales y siempre provocados por factores
externos. No es que Ruth cambie, es que sufre auténticas metamorfosis cuando las
circunstancias le son adversas. A menudo Pilar la compara en su cabeza con un erizo
que, cuando se asusta, hace una bola con su propio cuerpo y sólo deja que se vean las
espinas. Y lo peor es que no le importa a quién pueda herir con ellas.
No puede dejar de darse cuenta que el cambio más brutal se produjo tras la
ruptura con Olga. Algo en el interior de Ruth murió entonces. Perdió la inocencia y la
ilusión cambiándolas por un desmedido cinismo. Perdió también la capacidad de
confiar en la gente. Al menos en la gente que iba conociendo. Los únicos que se
salvaban de la criba eran ella, Juan, Diego y pocos más. De cualquier otra persona
que pudiera acercarse a su vida de nuevas siempre acababa poniendo en entredicho la
bondad de sus intenciones. Continuó siendo una chica medianamente alegre y
divertida pero se recubrió de una más que sutil pátina de recelo y suspicacia.
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Después de Olga no volvió a tener relaciones estables. Se limitó a picotear aquí y
allá. De vez en cuando aparecía alguna que daba la sensación de que se quedaría en la
vida de Ruth más tiempo del inicialmente previsto pero pronto ella se encargaba de
sacarla. Y mientras tanto adoptaba a Pilar como fiel escudera y acompañante en sus
noches de juerga. A Pilar le gustaba ir con Ruth a bares y discotecas pese a que era
consciente de que así sus posibilidades de que alguna chica se fijara en ella eran
sumamente escasas. Su amiga era quien atraía al noventa por ciento de las miradas y
al diez por ciento restante no solía interesarle ni Ruth ni ella misma. Aún así era
divertido. Hablaban entre ellas y conocían a mucha gente, lo cual ayudaba a la
patológica timidez de Pilar hasta el punto de convertirla en una persona mucho más
sociable de lo que ella llegó a pensar que pudiera ser algún día.
Embebida en sus pensamientos Pilar no se da cuenta de que el autobús ha llegado
a su parada. Da un brinco y se levanta del asiento justo cuando la última persona está
saliendo por las portezuelas. Portezuelas que se cierran en sus narices y que la
obligan a llamar la atención del conductor para que vuelva a abrirlas. El aludido
masculla un juramento pero las abre igualmente y Pilar puede salir al exterior del
vehículo. Luego echa a andar. Desde la parada de autobús hasta su casa hay una
caminata de diez minutos. Se sube la cremallera del abrigo hasta más arriba del cuello
notando que la temperatura allí es mucho más baja que en la capital. La piel de las
mejillas se le pone tirante y los oídos le duelen pese a llevarlos protegidos por los
auriculares del mp3. Aprieta el paso para llegar cuanto antes y cuando por fin entra
en el portal siente un gran alivio al saberse ya en casa.
Al abrir la puerta del piso, antes de traspasar el umbral, se da cuenta de la quietud
que lo invade. Instintivamente mira su reloj de pulsera y se encuentra con que es casi
medianoche. Sabe que Pitu ya se habrá acostado porque a las cinco de la mañana
tiene que levantarse. Esa semana tiene turno de día. Había declinado acompañarla
hasta Madrid porque quería pasarse a ver a su hermana, su cuñado y sus sobrinos
pero en el fondo Pilar sabe que también lo ha hecho porque Pitu no acaba de tragar a
Ruth. No por nada en particular pero ya desde el día de la boda notó que ellas dos
nunca pasarían de un trato cordial propiciado por el hecho de tenerla a ella en medio.
Camina con sigilo a través del piso. Enciende una pequeña lamparita del salón y
ya con mejor visibilidad se dirige al dormitorio. Pitu duerme profundamente con una
respiración acompasada y sonora. Pilar se sienta junto a su cuerpo tendido y la mira.
Con la tenue luz que llega del salón observa sus rasgos, su expresión relajada y casi
diría que una leve sonrisa que le tensa la comisura de los labios. Una súbita ternura la
domina y Pilar también sonríe. La besa en la sien y a continuación se levanta del
borde de la cama. Piensa en hacerse algo ligero de cena y comérsela mientras mira un
rato la televisión. Más tarde se acostará. Aún quiere estar un rato más a solas consigo
misma.
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CUÁNTAS VUELTAS
E l timbre del horno suena indicándole a Juan que el soufflé está listo. Protegiendo
sus manos con sendas manoplas acolchadas, saca la bandeja y la coloca sobre
una tabla de madera. Mientras lleva a cabo toda la operación su hombro izquierdo
sostiene contra su oreja el teléfono inalámbrico. Está hablando con Sara. Como casi
todas las noches. Aunque nunca digan nada nuevo. Aunque sigan dando vueltas a lo
mismo, como quien se empeña en resolver un cubo de Rubik al que le han cambiado
las pegatinas de sitio convirtiéndolo en algo imposible de solucionar. Lo mejor que a
Juan se le ocurre decir a estas alturas es que deje pasar el tiempo. No es que quiera
darle esperanzas a Sara en el sentido de que Ruth pueda recapacitar y tratar de volver
con ella —la verdad es que Juan no lo cree en absoluto, sabe que su amiga es muy
tajante con sus decisiones— pero piensa que lo peor que puede hacer Sara es seguir
dándole vueltas a algo que ni comprende ni, posiblemente, llegue a comprender algún
día.
Mientras lleva la ensalada a la mesa del salón, ya cogiendo el teléfono con la
mano, ve que Diego sale del baño duchado y vestido y se encamina directo a la mesa.
—Nena, te dejo, que Diego acaba de salir de la ducha y vamos a cenar, que se
tiene que ir a currar en un rato. Mañana hablamos, ¿vale? —le exhorta volviendo
sobre sus pasos para coger el resto de las cosas de la cena.
—Vale, vale —responde Sara un tanto apurada—. Dale un beso de mi parte.
—¡Un beso de parte de Sara! —grita a Diego desde la cocina.
—¡Otro para ella! —responde el interpelado también alzando la voz.
—Ya lo has oído, ¿no?
—Sí, sí. Bueno, no te entretengo más. Ya hablaremos.
—Cuídate, haz el favor. Y no le des muchas más vueltas de las imprescindibles.
—Como si fuera tan fácil… —Sara suspira al otro lado de la línea—. En fin…
Venga, que te dejo. Un beso. Ciao.
Y cuelga súbitamente. Juan mira el teléfono con aire circunspecto. Luego lo deja
sobre la encimera de la cocina, coge los platos en los que ha servido la cena y los
lleva al salón donde Diego le espera ya sentado a la mesa haciendo zapping con el
mando a distancia del televisor.
—¿Cómo anda? —le pregunta sin desviar la mirada de la pantalla.
—Jodida. Y cada vez peor —responde Juan sentándose— ¿No podrías intentar
hablar con ella? —le inquiere Juan mirándole directamente a los ojos en cuanto
Diego posa su mirada en él—. En calidad de psicólogo, quiero decir…
Diego se encoge de hombros.
—Puedo intentarlo. Siempre que saque un hueco, claro… Pero no deberías
preocuparte tanto. Es normal que esté así. Está en plena fase de duelo. Es posible,
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incluso, que aún no haya aceptado la ruptura… Acuérdate de Ruth cuando pasó lo de
Olga. Su duelo fue mucho peor y lo acabó superando. Aunque para ello tuviera que
quemar Madrid y beberse hasta el agua de los floreros…
Juan frunce el ceño al mirar a su novio.
—No creo que sea apropiado poner como ejemplo de superación a la misma
persona que le ha provocado todo esto. Las circunstancias son distintas, además. Por
no hablar de que Sara es muy diferente a Ruth. Sara al menos dice lo que siente. Ruth
no debe de hablar ni con su almohada…
—Las mujeres son más emocionales que los hombres. Para bien y para mal… Y
ellas dos son las dos caras de la misma moneda. Ruth se lo traga y Sara lo expulsa
hacia fuera pero el origen es el mismo, un conflicto emocional que ninguna de las dos
es capaz de resolver…
Juan mira a Diego estupefacto. A menudo le sorprende la frialdad científica con la
que su novio encara las emociones. Siempre acaba reduciendo los sentimientos a
meras sustancias químicas segregadas por el cerebro. Como si el amor y todo lo que
conlleva no fuera más que un chute combinado de serotonina, dopamina y oxitocina
que todo el mundo pudiese controlar a voluntad y dejarlo a un lado cuando lo desee.
Y puede que esa sea su explicación racional pero Juan nunca ha sido capaz de adoptar
semejante grado de displicencia a la hora de encarar esas cuestiones. Y Diego
tampoco. Al menos no en su vida personal. El siempre ha sido tan emocional como
ahora acusa a Sara de ser. Y todas las crisis por las que han pasado en sus casi dos
décadas de relación las ha vivido con la misma angustia que domina ahora a su
común amiga.
—Cuando te pones en plan analítico me alucinas… —murmura empezando a
comer.
—Será que me hago viejo… Con el tiempo aprendes a priorizar lo realmente
importante y no preocuparte por cosas que no tienen solución —sentencia Diego sin
mirarle.
Juan se pregunta si sería capaz de reaccionar con la misma frialdad si algún día él
decidiera dejarle. Pero no dice nada. No está muy seguro de recibir una respuesta
agradable en ese momento. Ni de ser capaz de encajarla. Acaban de cenar en silencio
mientras miran el telediario. Diego recoge la mesa y deja los platos en el fregadero.
—No friegues. Ya lo haré yo mañana —le insta preparándose un café.
—Ajá —murmura Juan todavía acabando con los restos de un yogur.
Diego se toma el café sólo y sin azúcar casi de un trago. Deja el vaso en el
fregadero junto a los platos de la cena. Luego se acerca a Juan y le da un beso a modo
de despedida dejándole el regusto amargo del café en los labios. Coge su chaqueta, su
bolsa bandolera y sale por la puerta del piso lanzando al aire un lánguido «Hasta
luego». Durante varios minutos Juan permanece sentado en la silla, con el envase
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vacío de yogur aún en la mano y la cucharilla en la otra. La quietud del piso sólo es
rota por el presentador del informativo que, impasible, sigue desgranando las noticias
del día para un espectador que no le presta atención. Juan sacude la cabeza para
quitarse de encima el sopor y se levanta de la silla. Lleva el envase del yogur a la
cocina. Tras tirarlo al cubo de reciclado y dejar la cucharilla en el fregadero piensa en
que lavará él mismo los platos sucios sin esperar a que lo haga Diego a la mañana
siguiente. O cuando se levante. Porque duda mucho que su novio a primera hora de la
mañana, después de pasar toda la noche trabajando, tenga muchas ganas o mucho
humor de fregar. Además, a él le relaja poner las cosas en orden. Así que empieza a
llenar uno de los senos del fregadero con agua jabonosa, se remanga y comienza a
fregar.
Al principio no piensa en nada. Tiene la mente casi en blanco, sólo concentrada
en el plato o cubierto que tiene entre las manos. Más tarde su mente comienza a
divagar y se da cuenta de que es viernes noche y no tiene nada que hacer.
Absolutamente nada. Por no tener no tiene ni planes para el fin de semana. Claro que
puede contar con que Sara le llame y le proponga quedar para seguir charlando de lo
incomprensible. O con volver a hacerle a Ruth una visita en su mazmorra. Pero no
tiene planes propios. Ya ni con Diego puede contar. Desde que aceptó el puesto de
psicólogo en el Samur Social se ha vuelto a acostumbrar a que pase las noches fuera.
Cuando se destaparon todos los chanchullos del GYLA y el GYLIS y Diego
abandonó su puesto de trabajador social aceptando un puesto similar en la asociación
de rehabilitación de toxicómanos Juan llegó a pensar que podrían empezar a llevar
una vida más normal y no ese descontrol horario que hasta entonces estaban llevando.
No es que le hiciera mucha gracia que su novio pasara el día entre drogadictos pero al
menos era un trabajo de día y lo hacía en un entorno seguro. Un trabajo en el que
regresaba a casa a media tarde en lugar de estar como antes, pasando la mitad de las
noches en las zonas de chaperas dando información sobre el VIH, haciendo
seguimientos y tentando a la suerte de que algún día se viera envuelto en un lío.
Durante aquella época trató de no manifestarlo pero en el fondo vivía con el alma en
vilo cada noche que salía por la puerta. Y no lograba descansar hasta que le oía llegar
de madrugada y tumbarse a su lado con el frío metido en el cuerpo.
Pero a Diego le propusieron el puesto de psicólogo en el Samur Social y ni
siquiera se lo planteó. Para él resulta mucho más fascinante que pasar el día con
drogodependientes. Con ese trabajo puede atender a todo tipo de personas que se
encuentren en los márgenes de la sociedad. Desde un punto de vista profesional es
mucho más enriquecedor, qué duda cabe, pero para Juan es multiplicar por mil el
peligro que puede correr. Por no hablar de que vuelve a sufrir la misma inquietud de
antaño cada vez que Diego tiene turno de noche. Y que de nuevo están sufriendo un
distanciamiento paulatino.
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No es que Juan piense que su relación esté en la cuerda floja. Aunque ellos sean
tan susceptibles como cualquier otra pareja de sufrir una ruptura están demasiado
acostumbrados el uno al otro. Como también están acostumbrados a pasar por etapas
como esa. Juan siempre ha sido optimista y prefiere pensar que las crisis se superan
con diálogo y buena voluntad. Y hasta la fecha ha comprobado que ninguno de los
dos carece de esas virtudes. Aún así se le hace duro seguir pasando por una cada
cierto tiempo.
Acaba de fregar los platos y de recoger la cocina y de nuevo se da de bruces con
su ausencia de actividad. Regresa al salón para encontrarse con la televisión
encendida. La apaga directamente en el frontal del aparato. Al hacerse el silencio una
claustrofóbica sensación se apodera de él. Desde donde está plantado puede ver el
espejo de la entrada ofreciéndole un distorsionado reflejo que le cuesta reconocer
como suyo. Es entonces cuando siente la apremiante necesidad de salir del piso.
Animado repentinamente con esa idea se encamina al baño donde permanece los
minutos necesarios para darse una rápida ducha. Cuando sale, ya en plena
desaceleración de ánimo, se da cuenta de que lo que no quiere es salir en solitario,
como quien busca un ligue rápido y anónimo aprovechando la circunstancia de un
novio ausente. Odiaría dar esa impresión porque, entre otras cosas, es completamente
errónea. Entonces se acuerda de su amigo Nando y de que sigue siendo un
noctámbulo de pro que continúa recorriendo cada fin de semana el vía crucis de los
bares con el mismo fervor de cuando tenía veinte años, aunque ya doble esa edad.
Agarra el móvil con premura y busca su nombre en la agenda confiando en que
esté en algún lugar con cobertura. Por suerte para él, Nando descuelga al tercer tono
adoptando un tono de exagerada sorpresa en su tono de voz.
—¡Dichosos los oídos! —exclama al otro lado de la línea—. ¡Juanita in person
llamándome un viernes por la noche! ¿A qué debo este honor?
—Pues a que estaba acordándome de ti y preguntándome qué estarías haciendo…
—¿Todavía no me conoces lo suficiente como para imaginarte qué estoy haciendo
un viernes por la noche? —le pregunta Nando medio guasón, medio escéptico.
—Me lo imagino. Por eso te llamo. Porque me muero por una ginebra con limón
y un poco de tu apasionante conversación. ¿Dónde estás?
—Pues ahora voy al LL pero a eso de la medianoche estaré en el Rick's, ¿quieres
que nos veamos allí?
—Por mí perfecto. ¿Te espero dentro?
—Claro que sí, rey. No querrás congelarte fuera con el frío que hace, ¿verdad?
—Bien. Pues nos vemos a las doce en el Rick's.
Finaliza la llamada con una boba sonrisa de satisfacción dibujándose en sus labios
y se dispone a vestirse. Con la toalla aún anudada a la cintura comienza a abrir
cajones y pasar perchas en el armario. Hay ropa que hace meses, incluso años, que no
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se pone. La ropa que llevaba antes cuando Diego y él salían más habitualmente.
Comienza a desinflarse cuando cae en la cuenta de que ponerse esos pantalones que
tan bien le sentaban y tan buen culo le hacían puede convertirse en misión imposible
debido a que hace meses que no pone un pie en el gimnasio y es posible que ahora lo
único que le marquen sea una impresentable lorza sobresaliendo por encima de la
cintura. Sintiendo desfallecer su ánimo se decide por uno de los vaqueros discretitos
que suele ponerse para ir a trabajar y un suéter no demasiado ceñido. Se mira en el
espejo. Después de todo, pese a las incipientes lorzas, el resultado final no está del
todo mal. Se da un último y satisfecho vistazo, coge su chaqueta de cuero y sale del
piso.
Son las once cuando llega a Chueca. Sabe que llega antes de su hora pero no
habría podido quedarse en casa esperando a que llegase el momento de salir para
llegar justo a medianoche al Rick's. De todas formas, Nando le dijo que estaría en el
LL y hacía allí dirige sus pasos. El local anda ya medio lleno y hay un espectáculo de
drag-queens en el pequeño escenario. Da una vuelta por el reducido local buscando a
su amigo sin resultado. Ha debido de irse ya. O a lo mejor no llegó a entrar. Sale de
allí y piensa que lo mejor será meterse en el Rick's y hacer tiempo tomándose la
primera, aunque sea solo.
Camina Pelayo abajo, gira una esquina y llega hasta Vázquez de Mella. Cruza la
plaza en diagonal sorteando a algunos adolescentes que, pese a la persecución
policial, se empeñan en seguir haciendo botellón en lugares tan poco discretos como
ese. A la altura de la entrada del parking distingue, entre un nutrido grupo de chicas, a
Pilar. Se detiene y llama su atención. La chica también se detiene y busca la voz que
acaba de pronunciar su nombre. Al verle esboza una gran sonrisa y se acerca a él.
—¡Coño, Juan! ¿Qué haces tú por aquí? —le pregunta a sabiendas de que es muy
poco habitual verle un viernes a esas horas en pleno territorio comanche.
—Pues nada, que a Diego le tocaba otra vez turno de noche, no tenía nada que
hacer en casa y me apetecía tomarme una copa con un amigo al que hace mucho que
no veo —explica Juan con sonrisa de circunstancias— ¿Y Pitu? ¿No ha venido
contigo? —le pregunta mirando por encima de su hombro y comprobando que
ninguna de sus acompañantes es su mujer.
—También tiene turno de noche —le dice Pilar con un mohín de tristeza
encogiéndose de hombros—. Y a mí también me apetecía tomarme una copa con
algunas amigas…
Ambos se miran fijamente a los ojos un instante. Comprendiéndose el uno al otro
sin necesidad de dar más explicaciones. Sabiéndose en la misma situación.
Empatizando sin esfuerzo porque lo que puede sentir uno es lo mismo que siente el
otro.
—En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, ¿no? —sentencia Pilar volviendo a
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encogerse de hombros. Juan se ríe abiertamente y asiente con la cabeza—. ¿Has
sabido algo de estas dos? —pregunta ya con un tono más contenido.
—No, no. Vamos, nada nuevo —Juan menea la cabeza con hastío—. Por favor,
démonos un respiro, que ya hasta parece que somos nosotros los que estamos
atravesando una ruptura. Y quiero pasar una noche sin tener que escuchar los
nombres de Ruth y Sara, para variar… —Juan vuelve a mirar por encima del hombro
de Pilar. Sus amigas cuchichean entre sí visiblemente inquietas mientras ella se ríe de
lo que él acaba de decir.
—¡Mari Pili, chata, abrevia! —le grita a Pilar una de sus amigas.
—Bueno, me voy antes de que sigan lanzándome improperios —anuncia la
aludida.
—Sí, yo también me voy, que he quedado en el Rick's —explica Juan señalando
con el pulgar por encima de su hombro en dirección al citado local—. Hablamos la
semana que viene, ¿vale?
—Vale. Pásalo bien. Hasta luego —se despide Pilar ya alejándose de él.
—Hasta luego —dice él también antes de darse la vuelta.
Apenas diez metros le separan de la puerta del local. Al plantarse frente a ella, el
portero la abre cediéndole el paso. Por un momento se siente raro acudiendo solo a un
bar de copas. Sensación que se acentúa al encontrarse dentro rodeado de las decenas
de hombres que ya comienzan a llenar el lugar. Con el primer vistazo no parece que
Nando haya llegado así que se dirige a pedirse la primera copa.
—Un Beefeater con limón —le pide al jovencito que atiende tras la barra.
Lo que Pilar no acaba de entender de sus amigas es el empeño por entrar a Long
Play tan pronto un viernes por la noche cuando apenas hay gente en la discoteca. En
la entrada no hay cola y cuando llegan a la planta de abajo, la de house, apenas sí hay
una docena de personas pululando por allí. Dejan los abrigos sobre unos sillones y se
quedan plantadas en medio de la pista con cara de desorientación. Algunas, Pilar
entre ellas, aprovechan para encender cigarrillos y fumar puesto que esa es la única
planta en la que se permite. En la otra planta, la de funky y pachangueo, no está
permitido aunque todo el mundo sabe que se hace la vista gorda, sobre todo cuando
hay mucha gente (y, ciertamente, en la planta de arriba puede llegar a haber mucha,
mucha gente). Pero de momento no se atreven a aventurarse a ir allí ya que intuyen
que el panorama no será muy distinto del de esa planta y no podrían fumar con la
misma libertad.
Abandonan el centro de la pista de baile para cambiarlo por la barra. Se
apelotonan junto a ella mientras deciden qué van a tomar. A Pilar, de momento, no le
apetece beber nada, así que contesta con un ligero meneo de cabeza cuando le
preguntan. Se aparta a un lado instintivamente cuando sus amigas se dirigen a la
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camarera para pedirle sus copas. Mientras las sirven, ella se dedica a observar a su
alrededor. Al igual que a Juan, a ella tampoco es muy habitual, en los últimos
tiempos, verla en ese tipo de lugares de ocio nocturno. Ya desde antes de casarse dejó
de salir para no gastar tanto y ahorrar para lo que se le avecinaba. Después de casarse
lo ha hecho en contadas ocasiones porque Pitu y ella a duras penas consiguen llegar a
final de mes. Y también porque ya ha dejado de atraerle tanto como antes lo de salir
por las noches. Todo lo que puede apetecerle lo tiene en casa.
Hasta conocer a Pitu, Pilar nunca había tenido suerte con las mujeres. Desde que
con dieciocho años comenzara a salir y tontear con unas y otras hasta casi los treinta,
cuando se había casado, su vida sentimental se podía definir con un único pero
suficientemente esclarecedor calificativo: nefasta. No sabe si es que justo a ella le
había tocado la china de topar con todas las sinvergüenzas que pululaban por el
ambiente o es que directamente a todas las mujeres lesbianas les faltaba un tornillo.
Demasiado a menudo tuvo la sensación de que se reían de ella o de que la tomaban
por el pito del sereno. O, simplemente, que había supuesto la transición, el punto de
sutura o el divertimento en la vida de las mujeres con las que se relacionaba. Durante
todos esos años Pilar procuró tomárselo con la mayor dosis de humor posible. Era eso
o ir encadenando depresión tras depresión al comprobar que cada nueva mujer que se
acercaba a su vida se largaba antes de haber llegado siquiera a entrar.
Durante más de una década no tuvo una relación que durase más de tres o cuatro
meses. Todas terminaban cuando Pilar aún estaba en pleno subidón, cuando creía que
todo marchaba bien, cuando más enamorada se sentía. Pero de Pilar nunca se
enamoraba nadie. A ninguna de sus eventuales parejas parecía suponerle un problema
dejarla atrás. Es más, casi puede decir, ahora, en la distancia, que si acaso lo que les
producía era alivio al sacarla de sus vidas. Y eso, en más de una ocasión, estuvo a
punto de mermar su autoestima hasta límites devastadores. Ella nunca ha sido una
persona demasiado segura de sí misma. A menudo, durante esas rachas de aversión a
sí misma que la asolaban con cada nueva ruptura, se miraba al espejo y pensaba que
era lógico que nadie quisiera permanecer a su lado. Ella no era ni de esas andróginas
medio anoréxicas que tanto éxito tenían ni una de esas otras niñas bien tan
hiperfemeninas que hacían preguntarse a todo el mundo si realmente entendían pero
que aún así arrancaban suspiros a su paso. No, Pilar era tan normal que rozaba lo
anodino. Su rostro, de rasgos demasiado comunes, no tenía nada de especial, era
perfectamente confundible con otros tantos rostros anodinos que podían moverse en
la noche madrileña. Su aspecto de mujerona, con grandes pechos y caderas, su larga
melena que recortó con el tiempo y los consejos de Ruth, su forma convencional de
vestir y tantas otras cosas mediocres y aburridas de ella misma no la convertían en
alguien especialmente atractivo. En el ambiente se llevaba el uniforme, el pertenecer
a un estilo determinado, adoptar una pose. Y eso Pilar nunca había sabido ni podido
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hacerlo.
Al principio, cuando llegó a Madrid, vivió una especie de segunda adolescencia.
Se dejaba llevar por los juegos y cortejos de seducción con las chicas que iba
conociendo. Todo era demasiado lento y ambiguo. Pilar ahora mira a las chicas de
diecisiete y dieciocho años, tan experimentadas y desenvueltas, comentando en voz
alta y sin pudor alguno que están hartas de polvos de una noche, de hacer tríos y
orgías y no puede por menos que alucinar al darse cuenta de lo mucho que han
cambiado las cosas. Cuando ella tenía esa edad no era muy habitual ver gente tan
joven en los bares de Chueca. Y no es que las chicas no follasen pero, cuanto menos,
a Pilar le daba la impresión de que no se hacía tanto alarde de ello. Por entonces las
chicas se perdían en el viejo cortejo de conocer a otra chica, conseguir su teléfono
(algo complicado puesto que lo de tener móvil era un privilegio que muy poca gente
tenía y dar el número de casa de papá y mamá a una completa desconocida se tornaba
arriesgado), quedar a tomar un café para charlar, robar algún que otro beso, comenzar
a salir y, una vez completada esa extenuante yincana, acabar en la cama. Y es que en
la conciencia femenina todavía estaba anclada la premisa de que la mujer nunca debía
dar el primer paso así que, aunque en una relación entre dos mujeres esa premisa no
resultara práctica en absoluto, la realidad era que se cumplía más a menudo de lo que
se pensaba. O esa era la sensación que Pilar tenía.
Durante los primeros dos años se sucedieron en su vida chicas que tonteaban con
ella, con las que se enrollaba en los bares, que la mareaban, que la hacían creer cosas
que no eran ciertas y que se alejaban sin dar explicaciones. Otras decían que no
estaban preparadas para dar ese último paso que era acabar en la cama. Curiosamente
eran las mismas que, poco después, acababan acostándose con la mitad de las mujeres
que salían por Chueca. Pero cuando se había tratado de Pilar, nunca estaban
preparadas.
Pilar sonríe con ironía para sí misma apoyada en una de las columnas de la
discoteca mientras fuma un cigarrillo. Dos años fue lo que tardó ella en acostarse con
otra mujer. Y fue del modo más frío que pudiera haber imaginado. Una chica de fuera
de Madrid que conoció una noche, una chica que buscaba lo que buscaba y que le
daba igual encontrarlo en ella que en cualquiera de las que estaban en aquel bar. Una
chica que de madrugada la llevó a su hostal sólo para tener sexo. Pilar se cuidó de no
decirle que era la primera vez que se acostaba con alguien. Si la desconocida se dio
cuenta, no hizo comentario alguno, y si Pilar accedió a sus requerimientos fue más
por hartazgo que por verdadero deseo. Había sido mucho tiempo de que le pusieran el
caramelo en los labios para quitárselo antes de haber podido saborearlo.
A partir de entonces sus relaciones se dividieron en dos grupos. Se enamoraba de
chicas con las que nunca llegaba a acostarse y se acostaba con chicas de las que
nunca llegaría a enamorarse porque, salvo raras excepciones, no volvía a verlas tras
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levantarse de las camas en las que habían tenido una sesión de sexo frío e impersonal.
De ese modo Pilar llegó a disociar por completo el amor de las relaciones sexuales.
No se consideraba promiscua porque esos polvos anónimos tampoco eran muy
habituales sino que ocurrían muy de cuando en cuando. En todo caso a su
promiscuidad se la podría calificar de circunstancial. Ella quería enamorarse, quería
tener una relación normal, quería poder querer a alguien pero nadie le daba una
oportunidad. Si continuaba haciéndolo era porque, en contra de lo que mucha gente
pensaba, ella sí creía que fuera posible encontrar pareja en el ambiente. Y lo creía por
una mera cuestión lógica. Si ella, al igual que sus amigos y amigas, salía y
frecuentaba los bares buscando algo más que un simple revolcón, por fuerza debía
haber otras personas con las mismas intenciones. Sólo era cuestión de encontrarlas y
de darse cuenta de que buscaban lo mismo. El problema estribaba en que —algo en lo
que Pilar no solía caer— cuando la gente salía se recubría de un poderoso escudo
protector creado a fuerza de decepciones. Y era ese escudo el responsable de que
resultara tan difícil llegar a conectar con otra persona.
No fue hasta los veinticinco cuando Pilar descubrió lo que significaba hacer el
amor con alguien. Por una vez la casualidad quiso que coincidieran en el mismo
espacio y tiempo una persona por la que sentía algo con la voluntad de ambas para
estar juntas. Y fue como si realmente descubriera el sexo entonces. Lo que sentía con
esa chica en la cama no tenía nada que ver con lo que había sentido hasta entonces. Si
bien antes el sexo para ella era una serie de acrobacias y ejercicios mecánicos que
solo llevaba a cabo con la vana esperanza de sentir algo más que el hastío habitual,
cuando comenzó a acostarse con la que fue su primera novia más o menos formal
comprobó que el sexo era mucho más que un simple acción física acometida para
conseguir el placer en forma de orgasmo. Era un acto de comunicación, de cercanía,
de un contacto mucho más íntimo y, a todas luces, necesario para conocer aún más a
la persona de la que empezabas a enamorarte. Una caricia era un mundo en sí mismo
que la hacía estremecerse, un beso era una puerta abierta a la conexión de dos
universos diferentes que confluían a la vez. Comprendió entonces por qué la gente
perdía la cabeza cuando se enamoraba. Por desgracia, esa novia con la que descubrió
tantas cosas en tan poco tiempo la dejó, como tantas otras mujeres, sin explicaciones
al cabo de un par de meses.
Comenzó así una nueva etapa en la vida de Pilar. Una etapa en la que ya sabía con
exactitud y claridad qué era lo que quería y qué buscaba en otra persona. Quería
volver a sentir lo que había sentido, quería alcanzar esa conexión íntima con alguien
de quien estuviera enamorada. No era una cuestión sólo de sexo. Era mucho más que
eso. Pero a partir de los veinticinco se daba una nueva circunstancia que ya se había
dejado vislumbrar tiempo atrás pero que era ahora cuando se manifestaba en todo su
esplendor: las secuelas, los miedos y las expectativas.
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Hasta los veinticinco años las personas son como un lienzo en blanco. Están
aprendiendo a vivir pero al tener, en la mayoría de los casos, poca experiencia vital,
van resolviendo los problemas según aparecen. Las rupturas y las decepciones duelen
y molestan pero no impiden continuar. Nadie da ni pide explicaciones pero no es un
gran problema. Todo se hace sin pensar demasiado. A partir de los veinticinco se da
una curiosa concatenación de factores. Por un lado las personas, al llegar al cuarto de
siglo, ven cómo su vida académica termina para dar paso, con suerte, a la vida
laboral. Al mismo tiempo una adolescencia dilatada por esa misma circunstancia se
acerca a su extinción. La gente se da cuenta de que tiene que comenzar a tomar más
en serio su vida y se convierten en individuos que tienen que llevar una existencia
adulta y madura pero que se resisten a asumir según qué responsabilidades. Aceptan
introducirse en el engranaje laboral por necesidades varias pero como, al fin y al
cabo, es algo articulado que no resulta tan distinto de la dinámica académica que
hasta entonces han seguido, se suelen adaptar con facilidad. Pero en su vida
emocional siguen siendo los mismos adolescentes egoístas y caprichosos que hasta
entonces han sido.
Por otro lado, el asumir responsabilidades adultas a un nivel laboral y económico
les hace desear que su vida sentimental esté a la misma altura. Ya no se buscan
relaciones superficiales con las que pasar el rato sino que comienza una búsqueda
más seria de la persona con la que se quiere compartir la vida. Por desgracia el lienzo
ya no luce ese blanco inmaculado de antaño sino que alberga en su superficie
multitud de garabatos, esbozos y tachones. Y parece que es entonces cuando las
personas se dan cuenta de ello por lo que la búsqueda de esa persona especial se ve
entorpecida por las secuelas de las que antes estuvieron y por el miedo a volver a
sufrir, lo que hace que las expectativas sean cada vez más altas y lo que se exige y se
espera de esa hipotética persona sea mucho más difícil de conseguir.
A partir de los veinticinco Pilar volvió a encontrarse como a los dieciocho años.
Salía con mujeres y pasaban varias semanas tanteándose mutuamente, como púgiles
al comienzo del combate, bailando alrededor del cuadrilátero con miedo pero sin
acabar de entrar en la pelea. A veces llegaba a acostarse con ellas pero en la mayoría
de ocasiones no pasaba de algunos besos impersonales y por completo ausentes. A
Pilar le volvía a asaltar la inseguridad. ¿Qué tenía ella para que le resultase tan
complicado entablar una relación? A su alrededor veía que, si bien la gente tenía
problemas parecidos a los suyos a la hora de empezar con alguien, tarde o temprano
lo conseguían. Que la relación fuese bien o mal ya era otra cuestión. Pero al menos
tenían una relación. Pilar no. A ella siempre la acababan frenando con las más
variopintas excusas. O no estaban preparadas para salir con alguien o tenían una ex a
la que no podían olvidar (o que la había hecho mucho daño o que seguía intentando
volver con ella o cualquier otra cosa, no olvidemos que detrás de una lesbiana
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siempre hay una ex novia jodiendo la marrana) o estaban centradas en su carrera
profesional o le decían que no había surgido la "chispa" necesaria o todo a la vez. En
otras ocasiones llegaban a decirle a Pilar que las había malinterpretado, que ellas no
buscaban una relación, que se había precipitado, que las cosas no eran como creía
porque ella se había montado una película en su cabeza que no existía en la realidad.
Cuando sus amigas se encontraban en situaciones parecidas Pilar las veía quejarse
a la persona en cuestión, decir lo que no les gustaba, reclamar más interés, poner los
puntos sobre las íes, enzarzarse en relaciones yo-yo que iban y venían según los
ciclos lunares. Pero pobre de ella si se le ocurría decir esta boca es mía con alguna de
esas mujeres que le ponían tales excusas. Porque lo que estaba permitido para sus
amigas no lo estaba para Pilar. Si ella preguntaba por qué habían intentado algo con
ella y después habían demostrado tanto desinterés, las interpeladas lo negaban y
decían que sí estaban interesadas, argumentando mil y una razones que no se
sostenían por ningún lado. Si Pilar contraatacaba diciendo que verse una vez cada
quince días y no hacer ademán de besarla o de tocarla o de cogerle de la mano,
señales bastante claras de su falta de interés, la otra se descolgaba aduciendo que para
ella el sexo no era importante. Y Pilar se quedaba a cuadros escoceses porque ella no
estaba hablando de sexo sino de cercanía, de intimidad, de demostrar que había un
deseo de una persona por otra en lugar de un intento frío y mecánico de tener una
relación planificándola como si de un proyecto laboral se tratara. Y esa alusión tan
directa al sexo como si no fuera importante le mosqueaba mucho. Primero porque
ella no se había referido a él, segundo porque el sexo, sobre todo en una pareja que
empieza, es muy importante para conocerse y tercero porque al pronunciar semejante
sentencia le hacían sentirse como una obsesa, como si fuera una de esas que sólo
buscan sexo, retomando la vieja creencia popular, menos en desuso de lo que cabría
esperar, de que está mal visto que las mujeres manifiesten deseo sexual. Y mucho
menos las mujeres lesbianas que se supone —¡ja!— que son mucho más emocionales
que las demás. Pilar no entendía qué había de malo en querer acostarse con la persona
con la que estaba saliendo, sabiendo como sabía, porque lo había comprobado,
porque lo había vivido y sentido, que era la forma más directa y efectiva de averiguar
si una pareja funciona. Y también el acto más claro para demostrar que había un
verdadero interés por otra persona. Si ella sólo quisiera sexo, se limitaría a irse de
bares, como hacía Ruth a menudo, a buscarlo, sin más complicaciones y sin tener que
pasar por esa incertidumbre de quedar, conocerse y buscar cosas en común. Si ella
sólo buscara sexo no pasaría las largas etapas de abstinencia que pasaba. Si para ella
el sexo, sólo el sexo, fuera lo único importante, no se molestaría en conocer a nadie.
Además, le hacía mucha gracia escuchar esa frase. Porque la experiencia le había
enseñado que las mismas que pretendían dotarse de un halo más espiritual y maduro
esgrimiendo tal sentencia eran justamente las mismas que luego en la cama se
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retorcían como perras en celo pidiendo más. Pero ya se sabe que el sexo es esa
fundamental parte de la vida que genera una doble moral tan contradictoria.
Así que, con una excusa o con otra, todas las "futuribles" que se acercaban a Pilar
acababan saliendo de su vida con la misma rapidez con la que habían entrado. No sin
antes, por supuesto, soltar esa frase tan políticamente correcta y que tanto repateaba a
Pilar que era: «De todas formas, quiero que seamos amigas». Y le repateaba por lo
hipócrita que resultaba. Porque ninguna de las que la pronunciaban llegaba a hacer el
más mínimo esfuerzo por cumplirla. Se limitaban a soltarla, a darle a Pilar un
supuestamente emotivo abrazo y a despedirse de ella prometiendo verse en poco
tiempo. Cosa que, por supuesto, nunca, jamás, ocurría.
A Pilar esa frase le provocaba un sentimiento ambivalente. Por un lado tenía
ganas de perder de vista a la farsante de turno que, si no había demostrado interés
mientras salía con ella, era poco probable que lo demostrase después (y es que, se
preguntaba muy a menudo Pilar, ¿tan difícil les resultaba admitir que no tenían
interés, o al menos no tanto como creían, que preferían negar lo evidente y quedar
todavía peor de lo que ya habían quedado?). Pero por otro lado, Pilar ya había creado
un vínculo emocional con la chica en cuestión. Y, por eso mismo, a una pequeña
parte de ella le costaba sacarla de su vida. Aunque la frase de «Pese a todo,
seguiremos siendo amigas» le resultara algo tan propio de la adolescencia y aunque
ella ya tuviese suficientes amigas sin necesidad de incluir entre ellas a alguien cuya
sola presencia haría que le escociese la herida de una incipiente relación truncada por
la mentira, la cobardía o la inmadurez. Pero Pilar nunca llegaba a saber por cuál de
las dos opciones se acabaría decidiendo puesto que la otra ya decidía por ella. Y la
decisión era, invariablemente, la de no volver a dar señales de vida.
Ruth siempre le decía que diera las gracias por no tener que pasar por una fase
posterior de ahora te cojo, ahora te dejo, de ni contigo ni sin ti, de un constante mareo
que mermara su ánimo y su aguante. Y ella siempre le decía a Ruth que por muy
molesto que resultase eso que decía, le gustaría vivirlo al menos una vez. Porque ese
mareo (que tampoco era muy distinto al que había habido antes de dejar la
pseudorelación) significaría un interés, quizá un tipo distinto, pero interés al fin y al
cabo, una necesidad imperiosa de no prescindir de su persona tan fácilmente como lo
hacían todas las tías con las que se cruzaba. Podría ser desquiciante pero, tal y como
estaba su autoestima, lo único que acababa teniendo claro era que ella nunca sería
importante para nadie. Que se la podía borrar sin esfuerzo. Que lo que para ella era
algo simple (alguien te gusta y lo intentas hasta el final) para los demás era algo que
se complicaba hasta el infinito aduciendo un sinfín de excusas y razones de dudoso
peso. Y no creía que fuese del todo malo pasar por cosas como esas porque la opción
contraria, lo que pasaba cuando la dejaban era que, con el tiempo, acababa
descubriendo que la que no estaba preparada para una relación se enamoraba hasta las
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trancas de otra al poco de dejarla a ella, la que no le daba importancia al sexo
presumía de no salir de la cama con su siguiente novia, la que no quería relaciones se
convertía en incansable perseguidora de otras tantas chicas a las que intentaba
convencer para emparejarse con ella. Y todo eso, para Pilar, sólo tenía un significado.
Y era que no, ella nunca sería suficiente para nadie.
En ocasiones ha llegado a envidiar a Ruth. Ella tiene una seguridad en sí misma y
una autoestima realmente apabullantes. Hasta conocer a Sara, cuando salía, lo hacía
con la experimentada actitud de cazadora que ya conocía el terreno y los reclamos
que debía de utilizar para conseguir lo que quería. Pilar, en cambio, nunca ha sido
más que una presa fácil para todo tipo de depredadoras, incluso las que, a priori,
parecían más inofensivas. Por eso nunca podría dejar de agradecer a la casualidad, a
la suerte o al destino que apareciera Pitu en su vida. Porque ella le demostró que no
siempre tenía por qué ser un cero a la izquierda en la vida de los demás.
Siente la boca seca de llevar tanto rato fumando sin parar. Se separa de la
columna con esfuerzo. Sus amigas parlotean al lado suyo sin prestarle mucha
atención. Se acerca a la barra a pedir una cerveza. Tras coger el tercio no demasiado
frío que le han servido, se da la vuelta y, todavía apoyándose en la barra, echa un
vistazo alrededor tomando el primer trago. Su mirada se detiene en una chica solitaria
que bebe una copa apoyada en la pared y mira también alrededor, aunque ella lo hace
con cara de pocos amigos. Cuando se percata de quién es, Pilar se sorprende por no
haberla reconocido en cuanto la ha visto. Un raro escalofrío le baja por la nuca al
descubrirse a sí misma sin saber qué hacer. Los nervios le cosquillean en el estómago
pero finalmente se separa de la barra y se dirige a ella.
—¡Hola, Ruth! —saluda jovial al llegar hasta donde está su amiga.
Ruth, súbitamente arrancada de sus pensamientos, la mira durante un instante
como si no supiera quién la ha saludado. Luego alza las cejas en señal de
reconocimiento.
—¡Coño, Pilar! ¿Cómo tú por aquí? —es lo único que le dice tras dar un trago a
su copa.
Pilar mira a su amiga esperando que diga algo más pero lo único que siente es un
gran abismo entre ambas. Ruth no parece demasiado dispuesta a hablar. Y Pilar
tampoco sabe muy bien qué decirle. Aún así permanece frente a ella, esperando quizá
que Ruth se dé cuenta de que sigue siendo su amiga.
Ahí está. Una noche más. Sola. De bares. Con la confianza de que se encontrará
con conocidos en cualquier parte. Aunque con lo que no había contado era con
encontrarse a Pilar. La mira sin saber qué decirle porque diga lo que diga en el aire
seguirá flotando la certeza de que hay algo de lo que evita hablar. Ruth sabe que Pilar
sigue sin entenderla. Por eso cada vez la evita con más ahínco. Porque esta harta de
ser juzgada.
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—¡Feliz año! —le dice de repente.
—Ya recibí tu mensaje, gracias —contesta Ruth lacónica.
—Bueno, siempre es mejor decirlo en persona —se justifica su amiga.
Ruth mira su copa vacía y la deja sobre una mesita cercana. Luego mira a Pilar,
enarcando las cejas, como si estuviera preocupada.
—Creo que me voy a ir a la planta de arriba. Tanto bumbum me está aturdiendo
—y antes de que Pilar pueda disuadirla añade—, nos vemos, ¿vale?
Deja atrás a la que fuera su invariable acompañante durante las noches de juerga
y se encamina con paso firme hacia las escaleras. Arriba ya empieza a haber bastante
gente. Los altavoces escupen una canción de Beyoncé mientras algunos adolescentes
se suben a la tarima a bailar con ritmo desenfrenado. Menea la cabeza. Esa discoteca
cada vez se parece más al patio de un instituto.
Ruth se abre paso entre la gente en dirección a la barra. Se escurre entre las
personas con la facilidad que otorgan años y años de práctica. Apenas le quedan unos
metros para alcanzarla cuando alguien la agarra del brazo. Se detiene para ver quién
es y sus ojos se encuentran con esa mirada lánguida e indolente que se le quedó
grabada aquella noche en aquel dormitorio ajeno. Lola, la jovencita de la fiesta de
disfraces. La niña de papá inquilina de un piso que sería la envidia de cualquiera.
—¿Vas a por una copa? —le pregunta acercándose a su oído.
—Eso intento —responde ella escuetamente.
—Voy contigo. Yo también quiero una —explica Lola.
Recorren juntas el trecho que falta y se apalancan en la barra. Piden sus
consumiciones por separado y se mantienen en silencio mientras se las sirven. Pero
después siguen junto a la barra sólo que dándole la espalda. Lola bebe de su copa con
una pajita y mira hacia el gentío. Ruth piensa en encenderse un cigarro pero hacerlo
cerca de los camareros no sería una buena idea dada la prohibición de fumar en esa
planta.
—¿Has venido sola? —le pregunta Ruth a Lola con la esperanza de que le diga
que no y pueda ser ella la que se quede sola.
—No, he venido con unas amigas —repone ella con indiferencia sorbiendo de su
pajita.
—¿Y no vuelves con ellas?
—¡Bah! Todavía no me habrán echado de menos. Luego las busco.
Ruth se encoge de hombros y da un nuevo trago a su copa. En su mente busca una
excusa con la que desembarazarse de esa niñata. Pero la mejor que se le ocurre es la
de ir al baño y ahora no le apetece mucho volver a cruzar toda la sala. Por suerte,
tampoco a Lola se la ve muy interesada en darle conversación. Ignora a Ruth tanto
como Ruth la ignora a ella. Aunque ve que, de vez en cuando, Lola la observa por el
rabillo del ojo, no parece esperar más de ella que una muda presencia a su lado. Se
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pregunta por qué la habrá abordado. También se pregunta por qué no vuelve con sus
amigas. Tal vez esas amigas ni siquiera existan pero a algunas personas no les gusta
hacer ver que han salido solas. Siempre parece mejor la excusa de que sus
acompañantes los han dejado colgados o los han perdido o que, simplemente, están
dando una vuelta —curioso eufemismo de la vida nocturna, llamar «dar una vuelta» a
echar un ojo al ganado humano por si hay algo interesante—. A nadie le gusta que se
piense de ellos que están solos. Alguien que parezca solitario puede ser interesante.
Pero si realmente no tiene a nadie sólo provoca tristeza y compasión.
Lola acaba su copa y se gira para dejarla sobre la barra. Ruth la mira asombrada
de la rapidez con la que se la ha acabado. Entonces mira su propia copa, con más de
dos tercios de su contenido, y por eso no ve venir a Lola. La chica la agarra por la
cintura de sus vaqueros y la atrae hacía su cuerpo con una fuerza impropia de la
situación. Sus bocas quedan a escasos centímetros de distancia y Lola la mira a los
ojos como dándole la última oportunidad de negarse a lo que va a hacer. A Ruth le
pilla tan de sorpresa que es incapaz de reaccionar. Creyendo tener su consentimiento,
Lola la besa con la misma impropia fuerza con la que ha atraído su cuerpo al suyo, tal
vez pensando que así imprimirá más decisión a sus actos. Ruth se deja besar por ella
por las mismas razones por las que se dejó conducir aquella noche a un dormitorio
extraño, porque no sabe qué otra cosa puede hacer.
Lola se separa de ella un instante y sonríe satisfecha, más para ella misma que
para Ruth. La mira a los ojos esperando algo, una palabra, un gesto, un movimiento
involuntario que le indique qué hacer a continuación pero Ruth no se mueve, no hace
nada, sólo mira a Lola con expresión estática. Viendo que así no consigue nada, Lola
acerca la boca a su oído.
—¿Quieres que nos vayamos a mi casa? —le pregunta en un tono que pretende
ser sugerente.
—¿Y tus amigas? —es lo único que Ruth es capaz de articular.
—¿Qué amigas? —dice Lola respondiendo más a la duda que Ruth tenía hace un
rato que haciendo la pregunta que parece estar formulando.
Ruth no acaba de contestar pero Lola vuelve a besarla, esta vez con mucha más
lascivia que antes, como si quisiera adelantarle algo de lo que podría tener si accede a
su petición. Al volver a separarse no espera ya contestación sino que coge de la mano
a Ruth y tira sutilmente de ella. Y Ruth la sigue mansamente. Llegan hasta el
guardarropa donde ambas recogen sus abrigos sin decir nada. Y luego salen a la calle.
Ya no van cogidas de la mano pero caminan a paso ligero, callejeando acompañadas
de un incómodo silencio. Lola mira de vez en cuando a Ruth y se sonríe con malicia.
Ruth, por su parte, nota crecer en su interior un poso de deseo hacia aquella jovencita
tan decidida. No le importa acostarse con ella. No le importa en absoluto. Sólo es
sexo. Nada más que eso. Una forma como otra cualquiera de ocupar su tiempo.
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Al entrar en el piso las recibe el perro de Lola. Pero ninguna de las dos le hace
mucho caso. Ruth ya empieza a reaccionar y empuja con premura a Lola hasta la
habitación. A ella le pilla por sorpresa la repentina urgencia de Ruth y a duras penas
puede llegar a cerrar la puerta para que el perro, que las había seguido hasta allí, no
pueda entrar. Al cerrarse la puerta, Ruth empuja a Lola contra ella con violencia
mientras la besa, casi mordiendo, en el cuello. Lola trata de empujarla hasta la cama
pero Ruth se resiste. La coge por las muñecas y la obliga a alzar los brazos por
encima de su cabeza para poder retenerlos con una sola mano. Con la otra comienza a
desabrocharle a Lola los pantalones. Se los baja, junto con las bragas, no sin esfuerzo,
hasta medio muslo. Con una de sus piernas la obliga a abrir las suyas y desliza la
mano hacia su sexo. No se sorprende al encontrarla tan húmeda como está. Tanto que
los dedos le resbalan. Lola no puede reprimir un profundo gemido al sentir la mano
de Ruth entre sus piernas. Animada por ello, Ruth comienza a hacer presión sobre el
clítoris, con movimientos cada vez más rápidos y rítmicos.
Ya no se besan. Sólo se miran a los ojos, retándose. Ruth mantiene los brazos de
Lola aprisionados sobre su cabeza mientras su mano sigue agitándose entre sus
piernas. El rostro de la chica se contrae, su garganta jadea de un modo sincopado, su
cuerpo empieza a temblar. Ruth mueve sus dedos aún más rápido y nota que Lola se
ha corrido cuando la chica cierra involuntariamente sus muslos en torno a su mano.
Entonces se detiene. Lola cierra los ojos extenuada. Lentamente su respiración va
recuperando la normalidad. Ruth suelta por fin sus brazos y estos caen inermes a
ambos lados del cuerpo.
Ruth se acerca de nuevo para besarla. Luego la agarra por el abrigo que aún tiene
puesto y la empuja sobre la cama. Ella se quita la cazadora y la tira sobre una silla.
Continúa desnudándose al tiempo que se acerca de nuevo a Lola. Ruth piensa que si
lo que esa chica quería sólo era follar con ella, es lo que va a conseguir. Hasta que no
pueda más.
El día comienza a despuntar cuando Lola abre por fin los ojos. Y en cuanto
recupera la conciencia y recuerda todo lo ocurrido la noche anterior, sabe, sin
necesidad de darse la vuelta para comprobarlo, que Ruth no estará con ella en la
cama.
Siente todo el cuerpo dolorido. Ruth no le dio tregua durante la noche anterior. En
muchos momentos le dio la sensación de que follaba como si quisiera luchar contra
algo. O como si quisiera borrarlo. Pero también como si no estuviera realmente allí
con ella. Fue violento y demoledor. Caliente y morboso. Sin embargo había algo de
vengativo en su actitud. No hablaron en ningún momento. Nada en absoluto. Se
comunicaron sólo con los ojos. Desafiándose con ellos la una a la otra. Si en algún
momento Lola buscaba averiguar qué era lo que le intrigaba de Ruth no tuvo
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oportunidad de descubrirlo sino de avivar aún más su intriga.
Por fin se decide a girar sobre sí misma hacia el otro lado de la cama. Y lo único
que encuentra es la huella de un cuerpo que estuvo junto a ella un breve espacio de
tiempo y que luego se marchó sin hacer ruido. Un suspiro ahogado y triste se escapa
de su pecho y le hace preguntarse qué esperaba encontrar cuando se dio la vuelta
aparte del vacío.
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APROXIMACIÓN
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que pensaban con simples gestos que pasaban desapercibidos para el resto. Y todo
eso es como si no existiera para Ruth. Actúa, en cierto modo, como si Pilar la hubiera
traicionado. Pero es que Ruth está actuando así con todo el mundo. Como si todos
fueran traidores que se han puesto de parte de Sara y le hubieran dado la espalda a
ella. Y eso no es así. Todos han intentado estar al lado de Ruth. Pilar la que más. Y a
Ruth no le ha dado la gana. Y claro, cuando una persona se cansa de recibir
negativas, cuando se cansa de chocar una y otra vez contra un muro de hormigón
armado, deja de intentarlo porque cada uno tiene su vida y acaba siendo una pérdida
de tiempo tratar de ayudar a quien no quiere ningún tipo de ayuda. Y duele saber que,
finalmente, la propia actitud de quién se ha sentido erróneamente traicionado ha
conseguido darle la razón. Ruth se ha salido con la suya. Ahora podrá decir que todo
el mundo le ha dado la espalda y revolcarse a gusto en su propia mierda.
—¿No has sabido nada de Ruth últimamente? —le pregunta Ali a Pilar.
Una sombra de pesar cruza la cara de la chica. Baja los ojos hacia el suelo un
instante. Luego se encoge de hombros y cruza una significativa mirada con Ali.
—No. Desde aquella noche que me la encontré en Long Play y que, literalmente,
salió huyendo, nada de nada.
—¿Y has intentado llamarla?
—¿Para qué? —dice hastiada—. ¿Para que me diga que no? ¿Para que me diga
que tiene mucho trabajo? ¡Já! —exclama con incredulidad— ¡Ruth agobiada con el
trabajo! Eso no se lo cree ni ella —menea la cabeza y sus labios se arrugan en una
mueca cínica.
Ali nota unas manos posándose en sus hombros y, acto seguido, la cabeza de
David aparece por encima de su hombro para darle un beso.
—¡Hola, nene! —dice esbozando una cariñosa sonrisa. David le da dos besos a
Pilar y, a continuación, se sienta en la silla vacía que hay junto a ella.
—¿Qué? ¿Hablando del culebrón, para variar? —pregunta jocoso.
—¡Coño, claro! —responde Pilar con ironía—. Hay que analizar bien los hechos
para que lo que venga a continuación no nos pille por sorpresa…
—¿Tú crees que va a pasar algo más? —le inquiere Ali a Pilar extrañada.
—¿Tú no? —pregunta ella con sorpresa.
—Pues no. Las cosas ya están bastante claritas… Ya sólo es cuestión de que se
calmen las aguas definitivamente y cada una siga con su vida…
—Ali, querida, tu conversión al mundo hetero te ha hecho olvidar la querencia de
las lesbianas por el más difícil todavía —se ríe Pilar con ganas. Ali frunce el ceño,
molesta por la alusión a la heterosexualidad, como si eso la hubiera cambiado.
—Es que no creo que vaya a pasar nada más, simplemente eso. A Sara no le
conviene tener más tratos con Ruth si no quiere acabar destrozada —argumenta Ali.
—De acuerdo, no debería. Pero lo que debemos hacer nunca tiene nada que ver
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con lo que realmente queremos. Y es muy obvio que Sara sigue enamorada de Ruth
hasta el tuétano. Por mucho que reniegue de ella. Es más, cuanto más reniega, más la
quiere…
—No creo que Sara sea tan tonta como para intentar otra vez algo con Ruth. Y, la
verdad, no creo que Ruth haga nada por volver con ella… Sería una soberana
estupidez —sentencia con aplomo.
—Justamente son ese tipo de estupideces las que se hacen cuando no puedes
evitar querer a alguien… Y ahora cambiemos de tema que Sara está a punto de entrar
—anuncia Pilar recolocándose en su asiento.
Ali gira la cabeza justo para ver cómo Sara empuja la puerta acristalada y entra en
la cafetería. Sonríe al verles y se dirige hacia la mesa en la que están. Ali también
sonríe. Demasiado. Y a la sonrisa y la alegría de ver a Sara se le une una punzada de
nervios en el estómago. Hasta ahora no le ha querido hacer mucho caso a ese
cosquilleo que siente cuando queda con Sara o piensa en ella. Sobre todo porque sus
sentimientos hacia David no han cambiado un ápice. Pero no puede negar que le
preocupa estar sintiendo algo más que simpatía por su amiga. Lo considera
totalmente absurdo y fuera de lugar, impropio de ella, alguien que nunca ha dudado,
que siempre ha tenido claro lo que quiere, que jamás le ha gustado la ambigüedad
emocional.
Ajena a sus divagaciones, Sara se acerca primero a ella para darle dos besos. Ali
siente enrojecer súbitamente sus mejillas. Baja la cabeza con la esperanza de que
nadie se de cuenta. Por suerte, tanto David como Pilar están ahora ocupados en
saludar también a Sara y no pueden prestarle atención. Ali da un sorbo a su coca-cola
mientras la sangre abandona sus pómulos y vuelve a recuperar su circulación normal.
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puede sentir por alguien. La lástima es una mezcla de compasión, pena, disgusto y
asco. Es mucho más triste sentir lástima por alguien que odiarla. El odio implica
emoción, implica incluso que antes hubo el sentimiento contrario. La lástima es ver
un vagabundo en la calle y apartar la vista avergonzada y a la vez aliviada de saber
que tu vida es mejor. El odio es querer hacer daño a quien te lo hizo antes a ti. Ella no
odia a Ruth. Sólo le produce lástima.
Pero ahora ya no piensa en Ruth. O, al menos, no tanto como antes. Prefiere
concentrarse en mirar hacia delante. Pasar las tardes junto a esas personas a las que
ha aprendido a querer y que le han ofrecido y demostrado su apoyo espontáneamente,
sin esperar nada a cambio. Quedar con ellos para salir, para pasarlo bien y reír por
primera vez en meses.
Es consciente de que volviendo a salir corre un riesgo importante. Y es que
cualquier noche y en cualquier momento podría cruzarse con Ruth. En principio, ella
y los demás, evitan los bares en los que su ex novia solía recalar pero nunca se sabe.
Ruth es muy imprevisible en ese sentido. Y la casualidad muy traicionera. Si se la
encontrara no sabe muy bien como reaccionaría. Confía en que podrá mirarla sin
echarse a llorar. Confía en que no se hundirá al verla. Confía, incluso, en que si se
dirigen la palabra sabrá mantenerse en su sitio y hablar con fría cortesía, como si no
significara ya nada para Sara. Sin embargo es consciente de que no sería tan fácil
como a ella le gustaría y que su ánimo podría desplomarse sólo con vislumbrarla
entre la gente que llena cualquier bar.
—Bueno, chicas, ¿os apetece cenar algo? Me muero de hambre… —dice David
rompiendo la intrascendente conversación que venían manteniendo hasta ese
momento.
—¿Y cuándo no tienes hambre tú? —le reprocha con sorna Ali enarcando una
ceja y mirándole inquisitiva.
—¡Joder, nena! Gasto muchas energías —se queja cómicamente—. Tendré que
reponer fuerzas para poder cumplir contigo como un campeón —añade besando a Ali
en la mejilla. Ella se sonroja y no dice nada.
—Podríamos ir al vegetariano que hay aquí cerca —propone Pilar—. No tengo
muchas ganas de cenar pero me entraría algo ligerito…
—¿Un vegetariano? —exclama David casi escandalizado mientras se levanta de
la silla—. Por Dios, Pilar, yo necesito meterme en el cuerpo algo que haya estado
correteando por el campo…
—Pues no creo que las vacas que te comes hayan conocido mucho campo,
chaval… —repone divertida Pilar.
Los cuatro se apelotonan junto a la barra para pagar. David y Pilar siguen
enzarzados en su discusión. Sara y Ali se quedan rezagadas detrás de ellos.
—Te veo muy bien —le dice Ali.
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—Sí. Creo que lo estoy. He empezado a tomar unas pastillas, ¿sabes? Supongo
que me están haciendo efecto… —explica rebuscando en su bolso.
—Ya… —es lo único que dice Ali. Luego ocupa el lugar en la barra que han
dejado David y Pilar y le pide al camarero que le cobre lo suyo.
Sara continúa buscando su cartera en el bolso. Ve que David y Pilar han salido ya
del local mientras seguían con su conversación alimenticia. Ali recibe su cambio y
comienza a dirigirse hacia la puerta. Con la cartera ya en la mano, Sara mira al
camarero y le pregunta cuánto es lo que se ha tomado.
—A ver, un café con leche… —comprueba su libreta—. Uno con cincuenta.
Sara saca un billete de cinco euros de su cartera y se lo tiende al camarero. El
chico lo coge y se acerca a la caja registradora. Ella se queda esperando el cambio
con el antebrazo apoyado en la barra.
—Hola… —dice una tímida voz al lado suyo.
Sara se gira hacia la voz y no puede ocultar su sorpresa al encontrarse con la
chica aquella del perro con la que ha coincidido alguna vez en esa misma cafetería.
—Hola —le corresponde Sara un tanto confundida. Por detrás de la chica, ve que
su perro baja los tres escalones que conducen a la entreplanta para ir con su dueña.
—Verás… —comienza la chica dándose cuenta entonces de que el animal se ha
sentado junto a sus pies—. Es que nos hemos cruzado algunas veces por aquí y… No
sé, me has llamado la atención… —Sara esboza una leve sonrisa visiblemente
azorada—. No, no, no, tranquila —se apresura a decir la desconocida—. No es que
esté tratando de ligar contigo… Bueno, no del todo —se sonríe—. Pero hay algo en ti
que me intriga… No sé, dime que me meta en mis cosas pero me da la sensación de
que no estás en un buen momento…
—Bueno… —empieza Sara sin saber qué puede decirle a aquella chica.
—No hace falta que digas nada —la interrumpe. Coge una servilleta de uno de los
platillos y le pide un bolígrafo al camarero cuando se acerca a traerle el cambio a
Sara—. Mira, te voy a apuntar mi número de teléfono. Guárdatelo. Y si un día, no sé,
te apetece tomar un café y charlar pues ya sabes, dame un toque. Vivo aquí cerca —le
dice tendiéndole la servilleta.
Sara la coge y la mira. Y descubre que la chica se llama Lola. Mira la servilleta y
luego mira a Lola, que mantiene el tipo frente a ella pese a que su rostro destila en ese
momento una timidez que no cuadra con su atrevimiento.
—Bueno —dice Sara al fin guardándose la servilleta en el bolso— pues ya nos
veremos…
—Eso espero —añade Lola con una mirada pícara.
Sara cubre los escasos metros que la separan de la puerta sin acabar de dar la
espalda. La chica la ha descolocado. Nunca la habían abordado de ese modo. Lola la
observa salir del local con la mirada fija en ella y con su perro todavía sentado a sus
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pies.
—Hasta luego —se despide Sara antes de traspasar el umbral y alcanzar la calle.
—Hasta luego —escucha decir a Lola cuando ya se ha dado la vuelta y se
encuentra con sus amigos que, boquiabiertos y alborozados, la reciben con risas tras
haber seguido la escena a través de los cristales.
—¿No me digas que la chica esa te ha entrado? —exclama Ali.
Sara pone cara de circunstancias y les mira divertida.
—Eso parece. Me ha dado su número de teléfono…
—Y la llamarás, ¿no? —le espeta Pilar tajante.
—¿Pero tú la has visto bien? Seguro que le saco diez años. Eso como poco… —
repone Sara echando a andar.
—¿Y qué? —pregunta alzando exageradamente la voz—. ¿La has visto bien tú?
Está tremenda…
Sara se echa a reír meneando la cabeza.
—Sí, Pilar, la he visto bien. No es la primera vez que me cruzo con ella… —
explica.
—Pues mejor me lo pones. Yo que tú no me lo pensaba…
—Ya veremos… —sentencia Sara un tanto ausente.
Cuando Lola regresa a la mesa en la que estaba sentada, sus amigas la esperan
expectantes casi conteniendo la respiración. Lola se deja caer sobre la silla
pesadamente y exhala un largo suspiro.
—Bueno, ¿qué? —pregunta Laura.
—Le he dado mi teléfono —explica ella.
—¿Nada más? —le espeta incrédula.
—¿Qué más quieres?
—Que te hubiera dado ella el suyo…
—¿Y qué más da? Si está interesada me llamará. Si no lo está me serviría de poco
tener su teléfono…
Lola vuelve a mirar en dirección a la puerta, como si la chica aún estuviera allí. Y
justo entonces se da cuenta de que ni siquiera le ha preguntado cómo se llama. Pero
quizá sea mejor así. Si no la llama no podrá ponerle nombre a la decepción.
Le sorprende lo que ha hecho. No porque Lola no sea lanzada, que lo es. Pero su
valentía suele construirse en otras circunstancias. Como le ocurrió con Ruth. En un
entorno confuso como es la noche y con el alcohol corriendo por su cuerpo. Entonces
Lola se lanza a una piscina de cristales si es necesario. Lo de abordar a una
desconocida en un entorno carente de distorsión nunca ha sido su estilo. Pero es que
esa desconocida tiene algo que ha conseguido que, en las escasas ocasiones en las que
se han cruzado, se le haya quedado prendida en la memoria.
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También le sorprende su osadía después de lo que sucedió con Ruth. De acuerdo,
no estuvo mal. Pero sólo fue sexo. En muchos momentos se sintió como un trozo de
carne en manos de una simple desconocida. Y lo que le intrigaba de ella quedó sin
resolver con su súbita desaparición de la casa de Lola. Después, por mucho que ha
mirado y remirado hasta el último rincón de los locales que ha frecuentado sola o con
sus amigas, no ha vuelto a verla. Se pregunta qué esperaba de una desconocida que
acepta ir a su casa y se limita a follársela y largarse sin decir nada. Tal vez su
insensibilidad no sea producto de un mecanismo de defensa activado por una mala
experiencia. Tal vez ese sea su carácter, su forma de comportarse por mucho que Lola
creyera ver en su mirada desolación y tristeza. Quizá Ruth es así. Quizá pertenece a
ese tipo de personas que sólo saben mirarse el ombligo y que van por la vida
utilizando a la gente para sus propios intereses y que, una vez cubiertos, los apartan a
un lado y continúan su camino.
En cierto modo Lola no es tan distinta a Ruth. Ella también ha utilizado en
muchas ocasiones a la gente en su propio beneficio. Pero a Lola, últimamente,
empieza a perderle la curiosidad. Una curiosidad casi científica que le empuja a
querer desentrañar los más ocultos secretos de las personas que llaman su atención. Y
las personas que llaman su atención suelen ser aquellas que parecen perdidas, como
Sara. O las que parecen difíciles, como Ruth. Tal vez porque en el fondo se
identifique con ellas. Y a todo eso se le une su estado de ánimo actual. Su propia
desesperanza y desilusión. Su apatía. Su indiferencia. Puede que esté buscando
inconscientemente a sus iguales para comprenderse a sí misma.
Pero lo cierto es que, haga lo que haga, su situación no mejora. Sigue
derrumbándose cuando menos se lo espera. El llanto aparece sin necesidad de
invocarlo. Tampoco es que vaya a peor. El caos de su interior se mantiene estable.
Aunque todos los días sienta cómo algo se muere en su interior. Esa debe ser la razón
por la que se está volviendo aún más directa con la gente. Cuando sientes que ya no
te queda nada por perder, te importa menos arriesgarte.
Paco se revuelve nervioso entre los brazos de Laura intentando saltar hasta el
regazo de Lola. Ella lo coge y lo acomoda sobre sus piernas. El perro resopla
satisfecho mientras Lola deja que le muerda los dedos para calmarle el dolor del
crecimiento de los dientes. Ojalá ella supiera qué morder para calmar todo lo que le
duele. Ojalá ella supiera qué es lo que le duele con tanta exactitud.
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LABIOS COMPARTIDOS
S egún fueron pasando los días Lola llegó a creer que la desconocida no la
llamaría. Por eso cuando vio en la pantalla de su móvil un número que no
conocía no pensó que se tratara de ella aunque fuese poco habitual que la llamasen
personas cuyo teléfono no tuviera almacenado en la agenda. Por eso también, al
identificarse como Sara, no acabó de ubicarla en su memoria. «Claro, es que el otro
día no te dije mi nombre», explicó justo en el momento en que los nervios tomaron
por asalto su estómago al darse cuenta de quién la estaba llamando.
No creía que lo hiciera pero lo estaba haciendo. La estaba llamando para aceptar
su proposición de quedar a tomar algo y charlar. De repente Lola se sintió como una
adolescente ante su primera cita. Llegó hasta a balbucear mientas hablaba con Sara.
Quedaron en verse esa misma tarde en la cafetería en donde se encontraron, la de
siempre, en la que los camareros ya la saludan cuando entra de tanto que para por allí.
Cuando colgó la llamada Lola sintió la tentación de darse cabezazos contra la pared.
No comprendía por qué había reaccionado así, por qué esa chica y no otra la hacía
ponerse tan nerviosa. Pensó que tal vez esta le gustara de un modo distinto a lo que
en un principio había pensado. Pero, ¿por qué?
Llamó a mediodía y Lola pasó las siguientes horas deseando que llegase cuanto
antes la tarde. Justamente por eso el tiempo se le hizo más eterno de lo habitual.
Habían quedado a las ocho y media pero a las seis ya estaba duchada y plantada
frente al armario abierto pensando qué ponerse. Tardó una hora en decidirse. Luego
se plantó frente al espejo y durante otro buen rato estuvo sopesando si debía
maquillarse o no. Aunque pintarse los ojos sería lo más preciso puesto que es lo único
que Lola se maquilla. Al final decidió que no, que iría a cara descubierta, recién
lavada y sin pintar. Sin adornos innecesarios. Y a las ocho ya estaba en el Baires,
sentada en la mesa junto al ventanal de la entreplanta, tomando un café solo y
deseando ser fumadora porque así podría matar el tiempo haciendo algo.
Ahora son las ocho y cuarenta y Lola mira el reloj del móvil con impaciencia
pensando que Sara no va a aparecer. Un minuto después la ve entrar por la puerta de
la cafetería buscándola con la mirada. Lola alza una mano para llamar su atención.
Sara la ve enseguida y se dirige hacia ella con paso rápido. Al encontrarse se miran
un instante la una a la otra como si se dieran cuenta de lo raro de la situación. Lola se
pone en pie para darle dos besos. Sara la corresponde en un rápido movimiento, se
quita la cazadora vaquera que lleva puesta y se sienta justo enfrente de Lola.
—Bueno, pues… Aquí estoy —anuncia Sara alzando las cejas y cruzando las
manos sobre la mesa, a la espera de una reacción por parte de ella.
—Ya veo… —es lo primero que se le ocurre decir a Lola—. Me alegro de que me
llamaras…
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El camarero aparece por detrás de Sara para preguntarle qué quiere tomar. Ella
pide un café con leche y a continuación saca el tabaco de su bolso y enciende un
cigarrillo. Luego parece recordar algo y también saca el móvil, dejándolo junto al
paquete de tabaco. Lola piensa que tal vez dentro de un rato sonará ese teléfono y
Sara le dirá que tiene que irse por alguna urgencia. No sería la primera en utilizar esa
manida excusa. El camarero regresa con el café con leche. Sara le da las gracias,
rasga el sobre del azúcar, lo vierte en la taza y lo remueve.
—Bueno, ahora es cuando se supone que tú y yo empezamos a hablar, ¿no? —le
dice con una sonrisa sin dejar de remover el café. Una sonrisa que tiene algo que
consigue tranquilizar a Lola. Algo que le dice que la tía que tiene enfrente es de fiar,
que puede relajarse con ella.
Al principio les cuesta pero al cabo de quince minutos ya están enzarzadas en una
animada conversación. Lola le cuenta que nació en el norte y que vino a Madrid para
estudiar Comunicación Audiovisual, carrera que, de hecho, ha dejado colgada aunque
sus padres aún no lo saben. Le cuenta que le atrae mucho más todo lo relacionado con
Internet, el diseño de páginas web y ese tipo de cosas, que quizá haga algún curso
aunque todavía no tenga claro a qué quiere dedicarse. Sara, por su parte, le explica
que ella también dejó a la mitad la carrera de Derecho porque no lograba compaginar
estudio y trabajo, que hasta el verano anterior vivía en Barcelona y trabajaba en una
editorial jurídica pero que se trasladó a Madrid y ahora trabaja de recepcionista en
una agencia de publicidad aunque quiere cambiarse porque el puesto no acaba de
gustarle y el sueldo no le resulta suficiente.
—¿Y cómo es que te mudaste a Madrid? —le pregunta Lola con curiosidad.
La pregunta era inocente en la mente de Lola pero hace que el semblante de Sara
cambie de súbito. Desvía la mirada y se pone visiblemente nerviosa. Lola también.
Espera no haber dicho nada que la pueda haber molestado pero ¿qué podría
molestarle de esa pregunta? Si le resulta incómoda puede obviar la respuesta y
cambiar de tema. No pasaría nada. Lola lo entendería. No es asunto suyo.
—Perdona, ¿he dicho algo que te haya molestado? —le pregunta temerosa.
Sara menea la cabeza algo disgustada.
—No, no, tranquila. No es por algo que hayas dicho… Bueno, sí, pero no es por
ti… —respira hondo—. Es que esa pregunta me ha recordado algo que no quería…
—Lo siento —se apresura en decir Lola un tanto apesadumbrada.
—Tranquila, no es culpa tuya… —la mira a los ojos y parece sopesar lo que decir
a continuación—. La verdad es que me vine a Madrid para estar con mi novia…
Bueno, evidentemente, por mi cara, te imaginarás que ya no es mi novia…
—Lo siento —vuelve a decir Lola maldiciéndose interiormente por haber metido
la pata tan pronto—. ¿Llevabais mucho tiempo?
—Un año…
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Tras decir eso Sara calla y apura su taza de café. Enciende un nuevo cigarrillo
mirando a otra parte con ojos ausentes y algo vidriosos. Lola piensa que la ha cagado.
Acaba de poner el dedo en la llaga y posiblemente al hacerlo haya conseguido que
Sara refuerce sus defensas. Aunque también comprende ahora el por qué de ese aire
triste y melancólico que le llamó tanto la atención desde la primera vez que la vio. Si
se trasladó a Madrid el verano pasado para estar con su novia y ahora ya no está con
ella, la historia debió terminar antes de lo que esperaba. Y cambiar toda tu vida por
una persona que te acaba dejando al poco tiempo debe ser desolador.
Pero Sara recupera la actitud que mantenía antes de la fatídica pregunta, fuerza
una sonrisa y mira de nuevo a Lola.
—Bueno, pero no hablemos de malos rollos. He venido a conocerte y hablar de
mi ex no creo que sea la mejor forma de hacerlo, ¿no crees?
Lola sonríe abiertamente al oírla decir eso. Sus palabras sacuden la pesadumbre
que había comenzado a inundarla y se deja llevar por el presentimiento de que esa
mujer, por mucho que le saque más de una década, podría convertirse en alguien muy
importante para ella.
Ternura. Eso es que lo que le inspira Lola a Sara. Una ternura infinita cada vez
que la mira. Después del café decidieron ir a cenar algo. Y es que Sara se encuentra
muy a gusto hablando con esa chica. A pesar de que Lola parezca querer recubrirse
de una capa de contrariedad, de misterio, como si ocultara un pasado terrible (¿se
puede tener un pasado terrible con veintidós años? Quizá sí pero entonces Sara se
pregunta cómo será cuando esa chica llegue a tener su edad…), a pesar de que ella
misma diga que está pasando por un mal momento, que algo ha cambiado en su
interior, por mucho que se empeñe en pintarse como alguien atormentado, la
ingenuidad permanece latente en ella. La ingenuidad y la inocencia. Porque Lola
todavía está en ese momento de la vida en que, aunque se haya pasado por baches, no
debería resultar del todo difícil seguir intentando que las cosas funcionen. Y se lo
demuestra a cada palabra que pronuncia. Cuando habla de sus planes, de su vida, de
su día a día. Cuando deja caer alguna insinuación sobre lo mucho que le gusta Sara,
así, como quien no quiere la cosa, y le sostiene la mirada con esos ojos rasgados de
un verde tan difícil de describir.
A los postres Sara descubre lo mucho que le encanta esa chica. Le encanta como
un flautista hindú encantaría a una serpiente. Le basta escuchar su voz para sentirse
bien. Es curioso cómo la simple presencia de una persona puede bastar para obviar
los malos pensamientos. Una persona a la que apenas conoce pero que la hace
olvidar, que la entretiene hablando de cosas que, por resultarle ajenas, le procuran el
alivio de lo desconocido. Sara siente que se le acelera el pulso por la emoción de vivir
un momento feliz. Puede que no sea más que una cena entre dos personas que se
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acaban de conocer pero, por primera vez en mucho tiempo, está hablando con alguien
que no sabe nada de Ruth y que, afortunadamente, tras el comentario al principio de
la conversación acerca de las razones por las que ella se trasladó a Madrid, ha sido lo
suficientemente avispada como para darse cuenta de que a Sara no le apetece
explayarse en más detalles. Sara ya ha hablado demasiado de Ruth a esas alturas y
empieza a necesitar el crear nuevos recuerdos que no estén asociados a ella.
Momentos en los que su fantasma no sobrevuele las palabras ni los gestos y que Sara
pueda sentir que Ruth empieza a convertirse en algo ya lejano.
Piden la cuenta y mientras pagan se dedican fugaces miradas llenas de promesas
por cumplir. Sara se está dejando llevar. Lo sabe y no le importa. No está buscando
amor. Ni un futuro a largo plazo. Sólo quiere atender al momento presente. Ahora no
le importa lo que pueda quedar atrás ni lo que pueda esperarle cuando este momento
acabe. Tampoco le importa esa diferencia de edad que tanto lastre le suponía hasta
hace unas horas. Hay algo en Lola que ha conseguido cautivarla. Algo visceral y,
sobre todo, tierno, muy tierno.
Salen del restaurante con la sonrisa pintada en sus labios. Sus cuerpos se atraen
involuntariamente mientras caminan por las aceras y se dirigen al bar que propuso
Sara aún sentadas a la mesa. Nota como sus manos se tientan la una a la otra sin
acabar de enlazarse. A cada paso se acercan, se rozan tímidamente, tonteando entre
ellas, coqueteando pero sin atreverse a más. Entran en el bar. Lola se pide una copa,
Sara una coca-cola light, dándose cuenta de que el vino de la cena se le ha subido a la
cabeza. Sabe que no debería haber probado el alcohol para no mezclarlo con las
pastillas pero estaba tan a gusto cenando con Lola que no le importó. Porque incluso
ese pequeño mareo que ahora asola su cabeza le resulta agradable. Embriagador. Por
momentos es como si ni siquiera fuera ella misma. Y eso le gusta.
Se sumergen entre la gente tras pedir sus bebidas. Amagan algunos bailes
mientras continúan hablando de cosas sin importancia. El tiempo pasa y las sonrisas
que esbozan no se borran de sus rostros. Una burbuja se ha creado entre las dos y
nada del exterior puede romperla. Por primera vez en meses Sara siente que las cosas
vuelven a la normalidad. Siente una atracción cada vez mayor por Lola. Y saber que
Lola siente lo mismo le proporciona una satisfactoria seguridad. Se apoya en la pared
para descansar y la observa mientras baila. Se mueve pausadamente, sin grandes
aspavientos, marcando el ritmo con las caderas y moviendo el resto del cuerpo en un
lento compás. Parece disfrutar de la música, del momento, de la compañía. No pierde
de vista a Sara. No hace un contacto visual constante pero cada pocos minutos la mira
y la sonríe. O se acerca a ella y le susurra al oído:
—No dejes de sonreír… —le pide con voz dulce.
Y Sara sonríe automáticamente al escucharla. Y Lola deja caer un beso en su
mejilla al ver su sonrisa. Y la mira mientras vuelve a alejarse de ella para continuar
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bailando. Sara tiene claro que va a cometer una estupidez. Que va a dejar que pase
algo entre ella y Lola. Sin embargo, ¿por qué se debería considerar una estupidez?
Sólo son dos personas sintiendo atracción mutuamente. Lola podría borrar de su piel
y de su recuerdo esos besos y esas caricias de Ruth que aún le escuecen. Sería dar un
paso más hacia el olvido. Y eso no puede ser malo. Ni una estupidez. Ni siquiera un
engaño. Incluso aunque lo fuera le da igual. Quiere dejarse llevar por ese engaño, por
esa falsa sensación de felicidad. No cree que pueda ser peor que todo lo que ha tenido
que aguantar desde que Ruth la dejó.
Lola baila cada vez más cerca de ella. Hasta casi pegarse a su cuerpo. Entonces
cesa en sus movimientos. Se apoya con el costado en la pared, quedándose muy cerca
la una de la otra. Lola la mira. Sara corresponde a su mirada. Es unos pocos
centímetros más alta que ella y eso, unido a la postura que ha adoptado, hace que la
vea en perspectiva, desde arriba. Lola se está ofreciendo. Está pidiendo sin palabras
que la bese. Sara mira su boca, mira esa sonrisa que no se borra de ella. Y deja de
pensar. Acepta el ofrecimiento y el reto que le propone. Acerca sus labios a los de
Lola y al sentir su contacto cierra los ojos.
Se besan. Sara se concentra en sentir. Siente esos labios que no conoce, a los que
se acostumbrará en los próximos instantes hasta que le empiecen a resultar familiares.
Lola besa bien. No se apresura, juega con su lengua, con su boca. Se complementa
bien con ella desde el principio. Pero no prolonga el placer demasiado. No se aferra a
ella. Se separa con una leve sonrisa y continúa bailando. Aunque ahora la mirada que
le dirige es mucho más cómplice. Sara se queda con ganas de más. El beso ha
activado aún más su deseo. Pero tampoco quiere forzar la situación. Espera paciente a
que llegue el próximo. Y ese llega pronto. Lola la busca con más decisión,
acercándose a ella, volviendo a besarla, rodeando su cintura con los brazos, subiendo
la mano por su espalda, atrayéndola hacia ella para tenerla más cerca.
Al rato le propone cambiar de bar. Sara acepta y coge su chaqueta y su bolso.
Salen al exterior y, ahora sí, se cogen de la mano espontáneamente. Caminan con más
lentitud que antes. Sara casi había olvidado lo electrizante que puede llegar a ser la
primera vez que sientes el tacto de otra persona. Ese cosquilleo arrebatador al sentir
en tu mano la mano de alguien nuevo. Entran en el siguiente bar. Se dirigen a la
barra. Lola se pide otra copa. Esta vez Sara no se pide nada. Y hace bien. Porque
cuando se apartan de la barra y toman posiciones en un rincón perdido en el que
apenas hay gente vuelven a besarse. Ya con más ganas, con más pasión, dejándose
conducir por algo visceral, por el puro deseo de devorarse la una a la otra. Se olvidan
del mundo que las rodea. Sara deja de escuchar la música y las voces de las personas
de su alrededor, concentrándose sólo en sentir a quien tiene entre sus brazos y que la
está besando de un modo que ya creía olvidado. Tal es su enajenación que cuando por
fin se separan y Lola va a coger su copa para darle un trago, se da cuenta de que
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alguien la ha robado. Ambas se ríen y el hurto sólo les supone un nuevo motivo para
seguir besándose.
Todavía recalan en un bar más, ya bien entrada la madrugada. Pero Sara sabe que
el deseo de Lola es otro que nada tiene que ver con gastar el tiempo entre copas y
desconocidos sino más bien con apurarlo entre sabanas revueltas y piel desnuda.
Nota su deseo al mismo tiempo que su indecisión para proponérselo. Y Sara
espera porque no será ella quien saque esa última carta sobre el tapete. No puede
hacerlo. No cree que le corresponda dar ese paso. Ni tiene fuerzas para darlo. Prefiere
ser la que se deje llevar por una proposición que ser ella quien la exprese. No quiere
tomar demasiadas decisiones.
Pero los besos se tornan más ansiosos cada vez. A ninguna de las dos les parecen
suficientes. Por el contrario, esos besos las consumen. Sara vuelve a sentirse
mareada. Pero ya no es por la mezcla del vino con las pastillas. Es por el deseo. Y por
el pánico que le provoca volver a sentir deseo. La respiración de ambas es
entrecortada las escasas ocasiones en que separan sus labios. En una de esas
ocasiones Lola le lanza una significativa mirada y susurra en su oído: «¿Nos
vamos?». No es una simple pregunta. Es una pregunta ambigua. Podría estar
refiriéndose a marcharse de ese bar y cambiarlo por otro. Podría ser que ya hubiese
llegado el momento en que el cansancio hubiese hecho mella y tocase la despedida y
la promesa de verse más adelante. Pero Sara sabe de sobra lo que quiere decir Lola, la
cuestión implícita que se esconde en esas pocas sílabas. Le devuelve la mirada y
asiente con la cabeza, dispuesta a tirarse al río de una vez por todas.
Cogen sus chaquetas y vuelven a salir a la calle. Y sus manos vuelven a
entrelazarse, ahora más nerviosas que antes. Expectantes. Las dos sonríen al andar y
se regalan nuevos besos. Caminan unos pocos minutos y Lola anuncia que han
llegado a su calle. Unos metros más y se detienen frente a un portal. Entran en él y
suben al primer piso. Lola mete una llave en la cerradura y, cuando se escucha el
sonido que indica que ha sido abierta, mira a Sara y sonríe. Luego empuja la puerta.
Su perro acude a recibirlas. Sara no puede por menos que reír al verlo. Se agacha a
acariciarle mientras Lola cierra la puerta.
Ahí, en medio del recibidor del piso de Lola, iluminadas por una luz fuerte,
directa, la magia parece haberse perdido. Sara no sabe qué hacer. Espera algún gesto,
alguna señal por parte de Lola pero ella se limita a observar desde arriba cómo Sara
acaricia al perro con una débil sonrisa y una mirada ausente.
—¿Cómo se llama? —pregunta Sara para romper el silencio.
—Paco —responde Lola.
—Paco… —repite—. Curioso nombre para un perro…
Lola agarra entonces la mano de Sara y la atrae hacia ella. Luego la va
conduciendo a través de un pasillo hasta una puerta que hay al final. El perro las
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sigue. Pero antes de que pueda llegar a entrar tras ellas, Lola cierra la puerta. Quedan
unos instantes a oscuras. Sara siente a Lola moverse y al momento una pequeña
lamparita se enciende en la mesita de noche. Se miran desde un extremo a otro de la
habitación. Lola vuelve a acercarse a Sara, lentamente, sin decir nada. Al llegar hasta
ella se abalanza sobre su boca atropelladamente. Sus cuerpos chocan con violencia. A
Sara le resulta inusitada y extraña esa vehemencia. Los besos en los bares fueron
apasionados y prometían continuación en esa intimidad que ahora compartían pero no
hubiera esperado que fueran así. Lola la coge por las muñecas con fuerza, haciéndola
subir los brazos e inmovilizándolos contra la puerta. Sara no comprende ese súbito
cambio de actitud. Lola le está besando el cuello totalmente fuera de sí. No encaja
con el comportamiento que ha mantenido durante las horas anteriores. Antes ha sido
apasionada pero tierna. Ahora está siendo brusca e insensible.
Lola busca nuevamente los labios de Sara pero esta, por primera vez, la esquiva.
Pensando que es un simple lance del juego, Lola sigue intentando besarla de nuevo,
hasta que se topa con la mirada inquisitiva de Sara.
—¿Por qué me sujetas así? —le pregunta—. No voy a escaparme.
Lola permanece quieta sosteniéndole la mirada. Tras unos segundos que se hacen
eternos afloja la presión sobre las muñecas de Sara. Las dos dejan caer los brazos
sobre los costados sin dejar de mirarse. Sara busca en el fondo de los ojos de Lola
como si quisiera buscar el motivo de su comportamiento, por qué ha actuado de ese
modo a partir de entrar en su casa. Como si hubiera querido ser otra persona,
convertirse en alguien distinto a quien la había estado acompañando toda la noche de
bar en bar. El rostro de Lola se va tiñendo de vergüenza, pillada en una falta que no
creía estar cometiendo. Sara nota desasosiego en ella. Acerca su mano a la cara de la
chica y la apoya contra su mejilla. Lola cierra los ojos adoptando un semblante
pesaroso y confundido. En ese momento podría pasar por una adolescente asustada a
la que se le ha ido de las manos aquello que pensaba que controlaría fácilmente. Y
Sara vuelve a sentir cómo crece la ternura por ella en su interior. Esa ternura la
impulsa a besarla de nuevo, sujetando su cabeza ahora con ambas manos. Al
principio Lola parece sorprenderse. Después la corresponde de igual modo,
abrazándose a Sara con fuerza. Con la fuerza del que teme caerse y se aferra a lo que
considera más sólido.
Se tumban sobre la cama, todavía vestidas, sin dejar de abrazarse, sin dejar de
besarse. Sara nota humedad en las mejillas de Lola. Le entristece pensar que a Lola se
le puedan haber saltado las lágrimas y no saber por qué. Le acaricia la cabeza, las
mejillas, los labios. Y eso consigue que Lola no sólo no se calme sino que empiece a
llorar silenciosamente, como si sus lágrimas estuvieran tan adentro que cuando llegan
a sus ojos sólo les quedara fuerza para deslizarse hacia fuera.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres que haga algo? —le pregunta Sara con toda la
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delicadeza que puede.
Lola abre muchos los ojos. Busca los de Sara. La mira con tristeza.
—Quiero hacer el amor…
Pero Sara sabe que no sólo se refiere al acto para el que se supone que han venido
a su casa. Lo que pide Lola obedece a un deseo mucho más profundo, más ancestral.
La nota desamparada entre sus brazos. Permanecen largo rato abrazadas. Sara casi
puede escuchar los latidos desbocados de esa niña perdida que yace junto a ella.
Pareciera que el corazón quisiera salírsele del pecho. Entonces Lola se separa unos
centímetros de su cuerpo, respira hondo y vuelve a acercarse para besarla. Y Sara se
da cuenta de que, pese a todo, ella está tan perdida como Lola. Sólo quiere olvidar el
dolor aunque sea lanzándose a los brazos de alguien herido. Y se deja caer entre los
pliegues de su piel, refugiándose en ese olor tan particular de Lola, tan evocador y
tranquilizador que parece albergar en él una promesa de felicidad.
A Lola no le hace falta girarse para saber que Sara sigue en la cama junto a ella.
No le hace falta porque Sara esta ahí, abrazada a su cuerpo. Siente su calor y su piel
desnuda pegada a la suya. Esa noche, después de hacer el amor con ella, ha dormido
profundamente. Mucho más profundamente de lo que recuerda haber hecho en
mucho tiempo. Se despierta reconfortada, descansada, liberada de ese peso que le
estaba oprimiendo el pecho. En sueños Sara le rodea la cintura con el brazo. Lola se
aferra a él apretándolo contra su vientre. Nota que Sara se despierta y que, a
continuación, deposita un suave beso en su hombro.
—Buenos días —le susurra al oído.
—Buenos días —le responde ella dándose la vuelta para ver su cara.
Sara también parece haber descansado. De su expresión se ha borrado casi todo
rastro de pesar. Al mirarla sus ojos sonríen tanto como sus labios. Por debajo de las
sábanas Lola acaricia a Sara con suavidad, demorándose en cada trecho de piel, sólo
por el simple hecho de sentirla cerca, a su lado.
—No sé qué hora será… ¿Te apetece desayunar? —Sara se encoge de hombros
sin dejar de sonreír—. Te lo digo porque no tengo nada para desayunar en casa. Si
quieres bajo en un momento al Starbucks y compro algo.
—No te molestes… —dice Sara débilmente.
—No me molesto. Pero a mí me apetece desayunar y seguro que a ti también —
afirma incorporándose de la cama— . Venga, me visto y bajo en un momento.
De un brinco Lola se levanta de la cama y empieza a coger la ropa que anoche
quedó desperdigada por el suelo de la habitación. Una vez vestida, apoya una rodilla
sobre la cama y se inclina hasta Sara para darle un breve beso en los labios.
—Vuelvo enseguida —anuncia antes de salir de la habitación—. ¿Café con leche,
sólo o…? —pregunta deteniéndose en el umbral.
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—Con leche —responde Sara perezosamente desde la cama.
Una energía inusitada la domina mientras baja casi corriendo las escaleras del
edificio. Enseguida llega al Starbucks y pide los cafés. También compra unos
muffins. Con todo ello en una bolsa regresa al piso. Paco parece que la mira
acusadoramente al entrar por no habérselo llevado con ella. Lola lo ignora y se dirige
al dormitorio cuando repara en que la puerta del salón está abierta. Asoma la cabeza y
ve que Sara está en el sofá, ya vestida, mirando a través de los balcones con actitud
relajada. Al entrar Lola en el salón, gira la cabeza y le sonríe. Se sienta junto a ella,
apoya la bolsa en la mesita y empieza a sacar el contenido. Le tiende a Sara su café y
un muffin y luego coge lo suyo. Desayunan despacio, bromeando y riendo de las
tonterías que se dicen la una a la otra. Lola no puede evitar tocar a Sara. Sus cuerpos
se enredan en el sofá mientras comen. Se besan, deslizan sus manos bajo la ropa de la
otra y sonríen picaras. Como dos niñas. Porque esa mañana Sara parece haber
rejuvenecido hasta convertirse otra vez en una adolescente.
Vuelven a besarse. Lola se recuesta sobre Sara hasta quedar con la barbilla
apoyada sobre su pecho. Ninguna de las dos puede evitar mirarse y sonreír como
bobas. De repente Lola se pone seria. Alza la cabeza y adopta un aire de gravedad
que Sara nota de inmediato porque su expresión también se tiñe de seriedad.
—Y esto… —comienza a decir Lola—, ¿se va a quedar aquí o… va a continuar?
La expresión de Sara se distiende al escuchar sus palabras. Se ríe y atrae a Lola
hasta su boca para besarla.
—No lo sé —le dice al separarse—. Pero habrá que descubrirlo, ¿no?
Lola se muerde el labio inferior tratando de no sonreír demasiado ante la
respuesta que ha recibido. La besa. La besa repetidas veces mientras las dos ríen,
contagiándose la alegría la una a la otra.
Sara se incorpora y le da el último sorbo al café. Deja el vaso de cartón sobre la
mesita y vuelve a recostarse en el sofá.
—Oye, ya sé que tú no fumas pero, ¿te importa que lo haga yo? —le pregunta
Sara con un tinte entre temeroso y suplicante en la voz—. Es que el cigarrito del
café… —se disculpa.
A Lola no le gusta que fumen en su casa. Si alguien quiere hacerlo, sabe que tiene
que salirse al balcón. Pero en ese momento le traen al fresco sus propias normas. No
le importa en absoluto que Sara fume. Sólo quiere que se sienta cómoda allí.
—No te preocupes, me saldré al balcón para que no huela mucho a humo —le
dice cogiendo su bolso del suelo y sacando de él un paquete de tabaco y un mechero.
Sara se levanta del sofá y se dirige al balcón más cercano para abrirlo. Al hacerlo
Paco se dirige al trote hacia allí para salir y mirar hacia la calle. Lola observa la
escena complacida e intuye que podría acostumbrarse fácilmente a la presencia de
Sara en su casa. En su vida. Mira embelesada cómo saca el cigarrillo de la cajetilla y
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se lo lleva a los labios. Pero cuando se dispone a prenderlo el mechero no enciende.
Lo intenta varias veces, lo agita y lo vuelve a intentar. Sara se quita el cigarrillo de los
labios y mira a Lola con una mueca divertida.
—Imagino que no tendrás un mechero, ¿verdad? —le pregunta.
Lola se queda un momento pensativa, haciendo memoria. Su cocina es
vitrocerámica. El calentador eléctrico. Y no tiene velas por lo que tampoco tiene
cerillas. Pero recuerda en ese momento que la última vez que Ruth estuvo en el piso,
aquella noche de ese polvo frío e impersonal, cuando Lola se levantó a la mañana
siguiente se encontró un mechero sobre la repisa de la cocina porque Ruth, aún
sabiendo desde el día de la fiesta que no le gusta que fumen en su casa, sí lo hizo, tal
y como luego pudo comprobar al ver una colilla mojada en el cubo de la basura junto
a un brick vacío de leche que ella no recordaba haber tirado.
—Creo que sí. Espera un momento —y se levanta rauda y solícita para ir a la
cocina. Si no recuerda mal lo debió de meter en alguno de los cajones.
Y en uno de los cajones lo encuentra. Lo coge y regresa de nuevo al salón. Sara la
espera sentada en el brazo del sofá. Le tiende el mechero y se sienta cerca de ella.
Pero algo ocurre cuando Sara coge el mechero. Lo mira incrédula mientras su cara se
pone blanca de repente. El tiempo parece detenerse. El cigarrillo le cuelga inerme de
los labios un momento hasta que lo aparta de su boca con un gesto de rabia.
—¿De dónde lo has sacado? —le pregunta Sara totalmente lívida mostrándole el
mechero.
—Se lo dejó aquí una chica el otro día… —se explica Lola asustada. No acaba de
entender ese cambio repentino de actitud. No es más que un simple mechero con
publicidad de una empresa. ¿Por qué ha hecho que a Sara le cambie el humor?
—¿Una chica? ¿Qué chica? ¿El otro día? ¿Cuándo? —Sara, cada vez más
nerviosa, acribilla a preguntas a Lola que, a su vez, está cada vez más angustiada.
—No sé, hace unas semanas, una chica que conocí en una fiesta que di hace un
tiempo y a la que luego me volví a encontrar.
—¿Es amiga tuya? —pregunta Sara acusadora.
—No exactamente… —responde Lola revolviéndose incómoda en el sofá.
—¿Te has acostado con ella? —inquiere casi al borde del histerismo.
—Sí —masculla Lola—. Sólo una vez. Fue una de esas noches tontas… —
explica contrariada, temerosa también de que Sara piense que se acuesta con
cualquiera y que ella es sólo una más.
Sara cierra los ojos. Deja caer la cabeza y la menea negativamente. Se levanta del
brazo del sillón y camina un par de pasos sin rumbo por la estancia dándole la
espalda a Lola. De improviso se da la vuelta y la mira. Los ojos se le han llenado de
lágrimas.
—¿Cómo se llama esa chica? —pregunta con una mirada que es el vivo reflejo
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del dolor.
—Ruth —contesta Lola—. ¿Por qué? ¿La conoces? —pregunta a su vez Lola
aunque en el mismo momento en que la pronuncia la considera una cuestión estúpida
porque es obvio que Sara debe conocer a Ruth.
Al escuchar su respuesta Sara parece a punto de desvanecerse. Lola se levanta del
sofá y acude a sostenerla. Le rodea la cintura y la lleva dando traspiés hasta el sofá.
Las dos caen sobre él. Sara recuesta la cabeza sobre el respaldo con la cara
desencajada. Lola tiene el corazón a mil por hora. No entiende qué está pasando
aunque comienza a hacerse una ligera idea. Le pregunta a Sara qué es lo que ocurre
pero sólo obtiene de ella un llanto contenido al tiempo que menea la cabeza
negativamente. Respira con dificultad y muy deprisa, tratando de coger todo el aire
posible aunque parece que le resulta insuficiente. Balbucea y masculla palabras
inconexas, incomprensibles.
—Mi bolso… Dame el bolso… Dámelo —le ordena.
Lola hace lo que le pide. Sara agarra el bolso con furia repentina, lo abre y
rebusca en su interior hasta sacar su móvil. Teclea frenéticamente a través de su
agenda de teléfonos y termina pulsando el botón que inicia una llamada.
—¿Juan? Soy yo… Necesito que… que vengas a buscarme… Creo que me está
dando un… un ataque de algo… —su voz suena cada vez más débil y lastimera—.
Estoy… —mira desvalida a Lola—. ¿Dónde estoy?
Las fuerzas le fallan en ese instante. El móvil se desliza de su mano al sofá. Sara
se recuesta otra vez totalmente ida. Lola coge el teléfono y se lo pone en la oreja para
darle su dirección a quién quiera que sea ese Juan.
Con el miedo en el cuerpo Juan conduce el coche hasta la calle que le indicó esa
voz desconocida. Al llegar a ella comprueba que no hay ningún sitio libre y que es
demasiado estrecha para dejarlo en doble fila así que lo para justo frente al portal y
deja el intermitente puesto mientras sube al piso. Aunque no tarda más de dos
minutos en bajar con Sara y la chica con la que estaba, han resultado suficientes para
que detrás de su coche se haya formado un pequeño embotellamiento formado por
otros cuatro coches más que tocan el claxon insistentemente. Los tres montan todo lo
rápido que pueden e inician el camino al hospital. Sara va sentada en el asiento del
copiloto, consciente pero desorientada. Juan no sabe qué le pasa pero imagina que ha
sufrido un ataque de ansiedad o de histeria o cualquier otro trastorno de esa índole.
La cuestión es por qué.
Llegan al hospital. La chica se baja con Sara para ir entrando y que las atiendan
cuanto antes. Juan se dedica a buscar un sitio en el que aparcar su coche. Tarea que le
ocupa más de veinte minutos. En cuanto lo consigue, echa a correr las calles que le
separan del hospital. Llega a la sala de espera casi sin resuello pero sólo encuentra a
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la desconocida en ella. Sara no está. La chica advierte enseguida su llegada y le mira
con curiosidad. Juan se dirige a ella.
—¿Dónde está? —le pregunta casi a bocajarro.
—Les he contado lo que ha pasado y se la han llevado para que la vea un
psiquiatra. En un rato nos dirán algo —le explica con gesto abatido. Juan cae en la
cuenta entonces de que debe de ser esa jovencita de la que Sara le habló días atrás. La
que la abordó en una cafetería dándole su teléfono y a la que Sara no sabía si llamar.
—Bueno, ahora cuéntame a mí con más calma qué es lo que ha pasado en tu casa
—le pide Juan a la chica sentándose junto a ella.
—Pues más o menos lo que te he dicho en el coche. Le dio una especie de
desmayo, de desvanecimiento. Estaba totalmente ida. No creo que llegará a perder la
conciencia pero respiraba muy deprisa y tenía como un ataque de ansiedad o algo
así…
—Ya. Pero, ¿eso fue así de repente? ¿No pasó nada antes? ¿Estaba bien y de
repente ¡zas! le da un jamacuco? —inquiere Juan extrañado.
La chica se queda en silencio, pensando. Luego se mete la mano en el bolsillo y
saca algo de él. Se lo tiende a Juan. Un escalofrío le recorre la espalda al ver un
mechero con el logotipo de la agencia de publicidad de Ruth. Juan lo coge de la mano
de la chica y se queda mirándolo, incrédulo.
—¿Qué coño significa? —le pregunta la chica. Juan no es capaz de decir nada.
Empieza a comprender la reacción de Sara. Pero como no dice nada, la chica añade:
¿Quién es Ruth?
Juan mira a la chica a los ojos. En su rostro cree ver preocupación sincera por
Sara. Sabe que es posible que la noche anterior pasara algo entre ellas dos.
Posiblemente esa chica tenga algún tipo de interés en su amiga. Y no sabe cómo le
podría afectar el que le dijera el motivo de lo que le ha pasado a Sara. Traga saliva, se
humedece los labios y finalmente se lo explica.
—Ruth es la ex novia de Sara… —le dice alzando las cejas en un gesto de
circunstancias—. ¿Tú la conoces?
La chica asiente y se le ensombrece la mirada. Agacha la cabeza en un gesto
apesadumbrado, entendiendo lo que eso significa. Al tiempo que ella se da cuenta de
que el pasado de Sara ha sido el culpable de su situación actual, a Juan le empieza a
dominar la ira. Y siente crecer un extraño odio hacia Ruth que, incluso sin hacer acto
de presencia, sigue dominando el ánimo de Sara y llevándola a sufrir del modo en
que lo está haciendo. Se levanta decidido y se aleja de la sala de espera. Sale incluso
fuera del hospital. Hace todo el trayecto con el móvil quemándole en la mano. Al
llegar a la calle pulsa las teclas adecuadas rápidamente y el tono de llamada comienza
a sucederse cuando se pone el teléfono en la oreja. En contra de lo que se esperaba, al
tercer pitido descuelgan al otro lado.
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—Juan, me pillas en mal momento. Estoy… —empieza a decir Ruth al otro lado.
—¡Me da igual como te pille! —le grita Juan—. ¡Eres una cabrona, tía! ¡Vas por
la vida jodiendo a la gente y te da igual lo que les pase! ¡No te mereces ni la mitad de
lo que las personas te dan…!
—Pero bueno, ¿a ti qué coño te pasa? —le espeta Ruth gritando también.
—¡Me pasa que incluso sin verla sigues jodiéndole la vida a Sara! ¡Me pasa que
estoy harto de esa actitud de niñata que tienes! ¡Me pasa que soy yo el que ha traído a
Sara al hospital porque tú y sólo tú le has jodido la vida y me da rabia que siga tan
enamorada de alguien que no se lo merece…!
—¿Que Sara está en el hospital? —chilla Ruth—. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué….?
—¡Eso a ti no te importa! ¡Ya has hecho bastante! —Juan se da cuenta de que su
tono es quizá demasiado duro pero es que ya está cansado de esa situación—. ¡Sólo te
digo que ni se te ocurra acercarte a Sara en la vida! ¡Y empieza a tener cuidado con
las tías a las que te follas!
Juan cuelga la llamada súbitamente. Y después desconecta el teléfono para que
Ruth no le pueda llamar. Regresa a la sala de espera y se sienta junto a la chica
todavía visiblemente alterado. Ella le mira confundida pero no dice nada.
—¿Han dicho algo? —pregunta al cabo de unos pocos segundos en los que ha
tratado de calmarse.
—Todavía no. Seguirá hablando con el psiquiatra.
Juan se recuesta en el asiento sabiendo que si Sara tiene que contar toda la
historia, la cosa irá para largo. Las sienes todavía le palpitan. Quizá se haya
propasado con Ruth pero ya se ha cansado de ir de amigo comprensivo que deja todo
pasar.
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Pedro había sido su mejor amigo en la época de la facultad. Lograron mantener su
relación tras acabar los estudios porque él también hizo piña en torno a ella junto a
Juan, Diego y Pilar cuando Olga la dejó. El tiempo hizo el resto. Siguieron viéndose
todos juntos para salir. Era fácil. Ni él ni Pilar ni la propia Ruth tenían pareja, si acaso
historias fugaces que nunca les robaban demasiado tiempo. Y Juan y Diego ya
estaban juntos desde hacía mucho y casi los contaban como una sola persona. Pero en
cuanto los tres solteros de oro comenzaron sus respectivas relaciones por separado,
los lazos que los unían se fueron disolviendo. Y quizá el que peor parado había salido
era Pedro. Porque, al fin y al cabo, él salía con una chica, a la chica no le hacía gracia
ir a Chueca y comenzaron a gastar su tiempo de ocio por otros bares y otras zonas. Se
distanciaron de un modo gradual. Las llamadas se fueron espaciando y aunque
siempre acababan prometiéndose buscar un hueco para verse nunca parecían capaces
de encontrarlo. Ruth ni siquiera conoce a la novia de Pedro y si él ha visto a Sara es
porque ambos estaban juntos en aquella fiesta de Ibiza en la que la conocieron.
Ahora mira a su amigo y le siente extraño. Ni siquiera sabe por qué ha aceptado a
quedar a comer con él. ¿Qué podría decirle acerca de la ruptura? Él ni siquiera fue
testigo de la relación. Y si ni con sus propios amigos ha sido capaz de hablar
abiertamente de lo que ha pasado, ¿qué podría contarle a él? Nada. Absolutamente
nada. ¿Qué podría decirle ahora de la llamada de Juan, del motivo de la misma?
El motivo de la llamada… Sara está en el hospital… En el hospital… ¿Por qué
está Sara en el hospital…? ¿Por qué ella tiene la culpa de que esté allí…? ¿Qué ha
hecho para que sea culpa suya…? Ella no ha vuelto a ver a Sara desde hace mucho.
No la ha llamado. No le ha mandado un solo mensaje… ¿Qué ha podido hacer para
que Sara esté en el hospital? ¿Qué le ha pasado a Sara?
—Ruth, ¿te encuentras bien? Estás como ida… —le dice su amigo pasándole la
mano por delante de la cara.
—Era Juan… Algo le ha pasado a Sara. Está en el hospital —logra articular Ruth.
Ve que Pedro abre mucho los ojos y que va a decir algo. Pero antes de que lo haga le
interrumpe—. No me encuentro muy bien. Creo que me voy a ir a casa. ¿Te importa
que dejemos la comida para otro día?
—No, claro que no —se apresura en decir Pedro—. ¿Qué le ha pasado a Sara?
—No lo sé —dice Ruth desfalleciendo a cada momento— . Juan no me lo ha
querido decir. Sólo me ha dicho que no me acerque a ella. Que yo tengo la culpa…
Pedro no parece comprender lo que le explica Ruth. Pero es que tampoco lo
comprende ella misma. Se levanta de la mesa desorientada. Luego se inclina hacia su
amigo para darle dos besos justo cuando la camarera se acercaba a tomarles nota.
Casi choca con ella al darse la vuelta. Sale del Vips como una autómata. Al llegar a la
calle aprieta el paso y cruza Fuencarral con el semáforo en rojo, sorteando los coches
que vienen en una y otra dirección. Sólo tiene una cosa en mente y es llegar a su casa
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cuanto antes. Y los escasos quinientos metros que le faltan por recorrer se le hacen
eternos. Cada paso es como un golpe para ella. Un golpe en su estómago ya cerrado y
encogido. Otro golpe en el pecho que le corta la respiración hasta casi ahogarla. Otro
en la cabeza que hace que casi se le salten las lágrimas. Alcanza su portal cuando está
a punto de derrumbarse. Las llaves se le caen al tratar de meter la que corresponde en
la cerradura. Y se le vuelven a caer. Por fin, a la tercera vez, lo consigue y entra en el
portal. La respiración se le acelera esperando el ascensor. Al entrar en la cabina y ver
su reflejo en el espejo le da la espalda rápidamente. Pulsa el botón de su piso y cuenta
con ansiedad los segundos que tarda en llegar hasta él.
Pero no encuentra alivio en su casa. Más bien al contrario. Las paredes se le caen
encima. No sabe qué hacer. Algo se rompe en su interior. Se marea. Las piernas le
fallan del todo. Se sienta en el sofá. Pero el mareo no remite sino que va a más. La
imagen de Sara acude a su mente junto con la incertidumbre de no saber qué le ha
pasado. Por qué tiene ella la culpa. Por qué Juan le ha hablado de ese modo. Se tumba
en el sofá y acaba adoptando una posición fetal, doblándose sobre sí misma porque el
dolor del estómago aumenta más a cada minuto. Y por fin, tarde, con retraso, casi
cuatro meses después, una lágrima sale de uno de sus ojos. Luego otra. Y otra. Y
Ruth rompe a llorar, viniéndose abajo por completo. Llora sin parar, sin encontrar
consuelo. Llora todo lo que no lloró en su momento. Y se da cuenta, tarde, con
retraso, de que las cosas no son tan fáciles como ella se ha empeñado en creer.
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ESTA MADRUGADA
ué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia química
¿Q segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a
alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional. Muchas
veces encontramos a personas que parecen perfectas, hechas a nuestra medida. Con
intereses, gustos, caracteres parecidos a los nuestros. Afinidad lo llaman. Sin
embargo no nos enamoramos. Puede que hasta nos resulten indiferentes. En cambio
sucumbimos a personas con las que no tenemos nada en común, con opiniones y
modos de ver la vida que no encuentran eco en nosotros. Que, incluso, son
diametralmente opuestos y nos llevan a caer en conflicto con nuestros propios
principios. Pero nos enamoramos sin remedio. Cuando eso ocurre los amigos
cercanos siempre se preguntan en silencio: «¿Pero qué coño ve en esa persona?». Los
amigos no se lo explican pero si nos preguntaran a nosotros tampoco podríamos
hacerlo. Es irracional. Es químico. Pero también psicológico. Tal vez la otra persona
sea para nosotros la figura de algo que se quedó grabado en nuestro pasado. Quizá la
expiación de algún pecado (eso, claro está, para quienes sean católicos, otros pueden
echar mano del tan traído karma). O simplemente una dependencia tan absurda y
atroz como la que se tiene con una droga. Nos mata poco a poco y con saña pero no
podemos prescindir de ella.
Sara sabe que Ruth produce sobre ella el mismo efecto que la droga más dura. Lo
sabe, lo acepta y lucha por combatir su adicción. Sabe que Ruth es nociva. Sabe que
debe alejarla de su vida todo lo que pueda. Porque si la tiene cerca no podrá
controlarse. Y no por saberlo es más fácil o le cuesta menos. Al contrario. La
tentación es más fuerte cuando se identifica el objeto prohibido. Y ella ha pasado
cuatro meses alejada de su droga. No la ha visto, no ha tratado de tener ningún tipo de
contacto. Las únicas noticias que le han llegado durante ese tiempo era lo que le
contaban sus amigos y tampoco eso era mucho. ¿Por qué reaccionó así al darse
cuenta de que se acababa de acostar con una persona con la que también Ruth se
había acostado? Sara no sabría explicarlo. Reaccionó de un modo visceral. No pudo
controlarlo. Fue como si Lola hubiera tenido rastros del sabor de Ruth en su cuerpo y
ella, al absorber esos restos de la droga de la que tanto esfuerzo le está costando
prescindir, hubiera sufrido una sobredosis. Saber que una, dos, tres semanas antes, da
igual el tiempo, Ruth se tumbó en esa misma cama en la que se había tumbado Sara
la noche anterior bastó para que sus nervios sufrieran un colapso.
Pero, ¿realmente se trata de amor cuando hablamos de amor? ¿Realmente el amor
es la causa de los males que provoca una ruptura? ¿No se trataría en realidad de un
síndrome de abstinencia, de un simple mono al faltar la sustancia a la que nos
habíamos acostumbrado durante un determinado periodo de tiempo? En ese caso,
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¿qué tiempo es el necesario para engancharse a alguien? ¿Sería más difícil
desintoxicarse de una relación de nueve años que de una que solamente hubiera
durado uno? ¿Son más débiles las personas que en unos pocos meses se enganchan a
una persona y más fuertes las que tras años de relación son capaces de dejar atrás a su
pareja sin problemas? ¿Influye el tipo de relación que se haya tenido? ¿Puedes
engancharte de alguien con quien no has llegado a mantener una relación? ¿Qué
papel juega el sexo en todo esto? ¿Por qué Sara no puede olvidar a Ruth, prescindir
de su recuerdo, dejarla atrás definitivamente? ¿Por qué no puede aún sabiendo todo el
daño que le ha hecho, aún sabiendo que no le conviene, aún viendo ahora, en
perspectiva, analizándola, lo mezquina y ruin que puede llegar a ser, lo egoísta y
débil que, sin duda, es Ruth? ¿Por qué todavía sigue enamorada de ella? Enamorada
de alguien que no la quiso tener a su lado, que la hirió sin medida porque no se
atrevía a decirle que no quería continuar pero cuyos actos dejaban meridianamente
claro que ni siquiera estaba dispuesta a luchar.
Pese a toda la química que corre por sus venas ahora mismo Sara no puede dejar
de pensar. Los sedantes y calmantes que ha tomado le embotan el cerebro pero quizá
le están haciendo ver la situación con más claridad. Porque ahora no son los nervios
ni el dolor los que dominan su pensamiento. Ahora todo le resbala por encima. Sus
sentidos se han vuelto de corcho y sus pensamientos son sólidos por lo que el corcho
permanece seco y ligero. Lo suficientemente ligero como para ser objetiva y
preguntarse por enésima vez las mismas cuestiones pero sin que la angustia la
acompañe en su razonamiento. Y se da cuenta de que quizá haya llegado el momento
de tomar una decisión drástica. Tal vez esa posibilidad que ha estado alejando, quizá
pensando, confiando secretamente, que su relación con Ruth podría arreglarse.
Porque nunca se pierde la esperanza aunque esta sea tan pequeña que cueste
encontrarla en su interior. Pero sí. Tal vez haya llegado el momento de volver a
Barcelona, a su vida tranquila, a todo lo que tenía antes de que Ruth irrumpiera como
un vendaval que deja la casa patas arriba y se aleja del mismo modo en que llegó.
La idea la anima. Tanto que se levanta de la cama en la que lleva dando vueltas
desde que Juan la trajo del hospital. Se pone una bata sobre el pijama y sale de su
habitación. Es casi medianoche del sábado. Sus compañeras de piso han salido. Las
escuchó horas antes arreglarse, hablar entre ellas y salir una detrás de otra dejando
tras su marcha un completo silencio. Sara se dirige a la cocina a prepararse una
infusión. Rebusca en sus estantes y tiene que conformarse con un té a falta de otro
tipo de hierbas. Da igual. No le importa que el té la altere. Puede que incluso sea
bueno. Alejar un poco el sopor inducido por la química. Llena una taza de agua y la
mete en el micro-ondas. Mientras espera oye truenos en el exterior. Unos pocos
segundos después escucha el sonido de la lluvia. Se asoma a la ventana y ve cómo
comienza a llover torrencialmente. El timbre del microondas suena. Sara saca la taza
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de su interior, introduce en el agua la bolsita de té y coloca un platillo encima para
que la infusión repose. Continúa mirando hacia la calle a través de la ventana de la
cocina. Siempre le ha tranquilizado mirar cómo llueve. Observar el agua cayendo del
cielo mientras ella está segura y a salvo bajo techo. Le proporciona sensación de
calma y relajación. Justo lo que necesita.
Quita el platillo y tira la bolsa de té tras escurrirla. Añade un par de cucharadas de
azúcar y sale de la cocina con la taza en la mano. Se sienta en el sofá del salón y bebe
a pequeños sorbos sintiéndose más calmada y tranquila por momentos. Sabiéndose a
punto de tomar una decisión importante. Una decisión que sin duda será beneficiosa
para ella. La distancia hará que olvide a Ruth definitivamente. Ojos que no ven,
corazón que no siente. En Barcelona no correrá el riesgo de cruzársela cuando menos
se lo espere. No frecuentará a sus amigos, no sabrá nada de ella. Esa misma distancia
que tiempo atrás la hizo desearla con más fuerza a cada visita que se hacían será la
misma que la cure. Se recuesta en el sofá y respira satisfecha. Esperanzada.
El timbre del telefonillo suena de repente. Sara mira el reloj del vídeo extrañada.
No se imagina quién puede venir a esas horas. Podría ser alguna de sus compañeras,
tal vez se hayan dejado las llaves. Pero no hace tanto desde que se fueron. Piensa que
podría ser una equivocación, alguien que va a otro piso y sin querer ha pulsado el
botón del suyo. Pero el timbre vuelve a sonar. Quien quiera que esté abajo debe de
estar muy seguro del piso al que está llamando. Sara se levanta del sofá dejando la
taza sobre la mesita. Se acerca al telefonillo y descuelga el auricular preguntando
quién es. Una distorsionada voz femenina le responde de inmediato.
—Soy yo… ¿Puedo subir?
Aunque en la frase no hay nada que permita averiguar su identidad, Sara pulsa
por inercia el botón que abre el portal. Ha reconocido la voz. O ha creído reconocerla.
Porque en ese momento le parece por completo irreal que esa persona esté llamando a
su puerta. Por un instante incluso piensa que ha sufrido una alucinación auditiva. Que
no ha existido ningún timbrazo, que nadie ha contestado a través del telefonillo, que
todo ha sido producto de su imaginación, de su largo proceso de desintoxicación.
Aún tiene el auricular en la mano cuando suena el timbre de la puerta del piso. Lo
cuelga y dirige esa misma mano hacia la manilla que abre la puerta. Su mente percibe
ese sencillo movimiento a cámara lenta. Hay algo de irreal en la escena, algo que no
le encaja. Es inesperada. Es casi imposible. Pero no. Tras la puerta está ella. Algo
mojada por la lluvia, no demasiado, claro, seguramente el taxi la habrá dejado junto
al portal. Ahí está. Mirándola con esos ojos grandes suyos que ahora destilan
indefensión, pesadumbre, inquietud. Quizá miedo. Miedo de que Sara le cierre la
puerta en las narices. Miedo de que no acepte su presencia allí. Tiene las manos en
los bolsillos de los pantalones y un aire dubitativo, como si, a causa del miedo,
esperase que Sara le dé una patada en el culo.
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Pero Sara no reacciona. Se mantiene en pie, frente a ella, aún agarrando la manilla
de la puerta con su mano, bloqueando el acceso al interior del piso con su cuerpo,
mirando a Ruth sin acabar de creer que esté allí, plantada en el descansillo. La mira a
los ojos. Los tiene algo hinchados pero a Sara le cuesta creer que sea porque ha
estado llorando. No tiene mala cara pero tampoco demasiado buena. Sí un poco
desencajada, trasmitiendo el mismo temor que sus ojos.
—Hola, Ruth —dice Sara en tono quedo. Sin saber qué otra cosa podría decir.
Cuatro meses de elucubraciones acerca de cómo se comportaría el día que la tuviera
de nuevo delante de ella no han servido de nada. Cuatro meses imaginando mil y una
situaciones, mil y una frases y actitudes no la han preparado en absoluto para ese
momento. Ninguna de esas hirientes sentencias que brotaban de su mente al pensar en
Ruth acude ahora a sus labios. Sólo un saludo. Y su nombre. Ese maldito nombre
pronunciado tantas veces en silencio y con amargura.
—Hola… —corresponde ella sin añadir nada más. Sólo lanzándole una mirada
desvalida que Sara no sabe si interpretar como sincera.
Continúan midiéndose la una a la otra durante varios segundos más. Ruth también
mira a Sara, que se siente indefensa vestida tan sólo por el pijama y un batín. Y
piensa que el contraataque de Ruth la ha pillado demasiado desprevenida. No están
en igualdad de condiciones. Ruth debería haberla llamado primero, haber quedado en
algún lugar, en caso de que Sara hubiera aceptado verla, y después ya se vería. Llegar
hasta la puerta de su casa resulta muy melodramático. Pero sin duda más efectivo.
—¿Puedo…? —comienza Ruth dubitativa—. ¿Puedo pasar?
Sara tarda en darse cuenta de que no es capaz de contestar a esa simple pregunta.
Cuando lo hace es ella la que se pregunta a sí misma si va a dejar pasar a Ruth a su
casa. Antes de que pueda responderse, su cuerpo actúa por sí solo y se hace un lado,
dejando vía libre para que Ruth entre en el piso, cosa que hace de inmediato, antes de
que pueda cambiar de idea.
—Gracias —dice Ruth una vez dentro.
Las dos caminan lentamente hacia el salón. Vuelven a quedarse la una frente a la
otra. Sara nota que ya empieza a reaccionar cuando una súbita ira empieza a aflorar
desde lo más profundo de su pecho.
—Bueno, ¿y se puede saber qué haces aquí? —le pregunta con un tono
inequívocamente violento.
—Me he enterado de que has estado en el hospital. Ni siquiera estaba segura de
que fueras a estar en casa… ¿Qué te ha pasado?
—Me dio un ataque —responde Sara fríamente cruzándose de brazos.
—¿Un ataque? —pregunta Ruth como si no comprendiera lo que acaba de decir.
—Sí, un ataque. Si prefieres el diagnóstico concreto, un cuadro de ansiedad y
depresión con crisis de histeria… Suena bien, ¿eh? —añade con sorna.
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—Una ataque… ¿Así? ¿De repente? —pregunta Ruth confundida.
—Así, de repente.
Ruth agacha la cabeza y comienza a caminar por el pequeño salón. Parece a punto
de decir algo pero también parece como si no acabara de atreverse. Sara se
impacienta. No entiende qué hace Ruth en su casa, por qué ella la ha dejado pasar,
qué coño pretende ahora, después de cuatro meses.
—¿A qué has venido, Ruth?
—Estaba preocupada —responde ella alzando de nuevo la cabeza y mirándola—.
Juan me llamó hecho una furia contándome que te había llevado al hospital y que yo
tenía la culpa de todo y que no me volviera a acercar a ti y…
—¿Y por qué has venido entonces?
—Porque no podía quedarme en casa y hacer como si nada pasara, como si no
supiera que estabas mal…
—Qué raro, es justo lo que has hecho desde que me dejaste… Hacer como si nada
hubiera pasado.
Una mueca de dolor deforma el rostro de Ruth. Sara casi diría que está a punto de
llorar.
—Lo sé. Por eso he venido. Porque he sido una hija de puta todo este tiempo…
—¡No me digas que te sientes culpable! —exclama Sara incrédula y llena de
ironía.
—Sí, me siento culpable.
—Pues has tardado mucho en hacerlo…
—Lo sé…
—¿Qué es lo que quieres, Ruth? ¿Qué haces en mi casa? ¿Por qué has venido? —
inquiere Sara exasperada, descruzando los brazos y acercándose a Ruth para
encararla.
Ella se echa un paso hacia atrás, momentáneamente asustada por el arranque de
Sara. No contesta. Se limita a mirar a Sara con expresión compungida y los ojos
vidriosos.
—Te echo de menos… —dice al fin.
—¡Acabáramos! —exclama, casi grita, Sara—. ¡Ahora resulta que la misma que
me saca a patadas de su vida se arrepiente y me echa de menos! ¡Eres increíble, Ruth!
¡Sólo eres capaz de pensar en ti!
—Lo siento… —murmura Ruth.
—¿Qué? ¿Que lo sientes? ¿Qué coño sientes? ¿Haberme hecho cambiar mi vida,
mudarme de ciudad y poner todo patas arriba para estar contigo? ¿Sientes haberme
dejado y haberte comportado como una niñata desde entonces? ¿Qué coño vas a
sentir tú? ¡A ti solo te ha entrado complejo de culpa y ahora quieres calmar tu
conciencia!
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Ruth está visiblemente asustada. La actitud de Sara parece desconcertarla. Y Sara
lo sabe. Sabe que ahora es ella quien está jugando con ventaja, martirizándola a
conciencia por lo que hizo. No le preocupa. Tiene todo el derecho del mundo a
hacerlo. Ruth no se merece menos. En rigor casi podría decirse que Sara se está
controlando mucho para lo que le hubiera dicho en otro momento. Pero también
reconoce que se está poniendo nerviosa. Porque su droga, esa droga que lleva tantos
meses intentando apartar de su vida, está de nuevo frente a ella. Tan cerca que le
bastaría con estirar el brazo para tocarla. Y eso la desestabiliza justo en el peor
momento.
—Puede que no me creas pero… Te sigo queriendo —dice al fin Ruth con un
hilillo de voz.
La carcajada de Sara es sonora al escucharla decir eso. Como las carcajadas de los
malos de las películas. Forzada y exagerada. Estentórea. Pero algo se remueve dentro
de Sara. Esa posibilidad que siempre ha guardado en lo más hondo se despierta de
nuevo. Y grita y llora reclamando atención.
—¡Que me sigues queriendo! —dice Sara con un tono cada vez más incrédulo—.
¿Pero es que me has querido alguna vez?
—¡Claro que te he querido! —repone Ruth recuperando parte de su carácter y
furia habituales—. ¡Y mucho, aunque no te lo creas! ¡Si no te hubiera querido jamás
habría mantenido una relación a distancia contigo! Siempre he huido de ese tipo de
historias. Pero por ti lo hice.
—¿Y por qué me dejaste entonces? —inquiere Sara nuevamente.
—Porque sentí que no podía más. Que esperabas demasiado de mí y que yo no
podría dártelo… —se excusa Ruth agachando otra vez la cabeza.
—¡Pues bienvenida al mundo real, Ruth! ¡Un mundo en el que las personas
esperan cosas de la gente que les importa y nadie se muere por ello! Sólo los
inmaduros salen corriendo como tú lo hiciste… —Ruth no contesta. Sara hace una
pausa para tragar saliva—. Además, yo nunca te pedí nada. Ahora lo dices para
justificar lo que hiciste así que no me vengas con gilipolleces…
—¡Vale! —exclama Ruth alzando también la voz—. ¡Fui un puta inmadura, fui
una gilipollas, te destrocé! ¡Trátame todo lo mal que quieras! ¡Me lo merezco! ¡Pero
si te digo que lo siento, al menos haz el favor de creértelo! A estas alturas no tengo
por qué mentir…
—¿Y por qué no ibas a hacerlo? Sólo quieres lavar tu conciencia. No soportas
quedar como la mala de la película…
—Todo este tiempo he aceptado ser la mala de la película. Todo el mundo se ha
puesto de tu parte. A ti te entendían, a mí no… Se han ido alejando de mí cada vez
más…
—¡Tú te has alejado de ellos! —le corrige Sara—. ¡Tú has sido la que se ha
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negado a verles porque sabías que no te iban a dar una palmadita en la espalda y a
decirte que tenías motivos para hacer lo que hiciste!
Ruth calla. No debe tener respuesta para eso. En el fondo debe de saber que Sara
está en lo cierto. Ambas se quedan calladas, respirando agitadamente a causa de la
discusión. Se miran a hurtadillas, Sara alterada, Ruth apesadumbrada. Pero Sara
enseguida aparta la mirada. No se cree capaz de soportar por más tiempo la presencia
de Ruth tan cerca de ella. Pero tampoco tiene fuerzas para pedirle que se vaya. Confía
en que los gritos y las acusaciones den a Ruth razones suficientes para marcharse y
no prolongar esa agonía. Pero secretamente desea que se quede. Porque es Ruth.
Porque llevan mucho tiempo alejadas. Porque la quiere. Y le duele inmensamente ver
que sigue queriéndola. Que cuatro meses no han sido, ni de lejos, suficientes para
borrar todo lo que siente por ella. Que todo el daño que la ha hecho no ha bastado
para superarlo, para superarla. Que aunque sabe de sobra que no le conviene tenerla
ni en la esquina más alejada de su vida no puede evitar seguir enamorada de ella.
Sara no la ve venir. Sólo siente el movimiento. Y antes de que se pueda dar cuenta
Ruth se ha plantado frente a ella. Justo frente a ella. Cara a cara. Y sabe que está
perdida cuando ve el gesto que hace Ruth con la cabeza. Ese gesto inequívoco que la
indica que va a besarla. Que la está besando. Y Sara no hace nada por rechazarla. Se
queda quieta, se deja besar por Ruth. Y Ruth se transforma de nuevo en droga
inundando su cuerpo, tomando posesión de él, conquistando cada trozo de piel que
encuentra en su camino, cada músculo, cada órgano vital y secundario, hasta la
última neurona de su cerebro. Fluye de nuevo por su sangre, libre, a sus anchas.
Involuntariamente Sara la aferra entre sus brazos y corresponde al beso sintiéndose
caer en un profundo pozo. Pero no le importa. La droga ha vuelto a traer bienestar a
su interior, vuelve a dominarla por entero, doblega su voluntad.
¿Qué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia
química segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a
alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional… Y Sara
se ha inoculado una nueva dosis. Vuelve a dejar que Ruth se instale en su vida. La
lleva hasta su habitación. Ambas se tumban en la cama. Sara con el pijama y el batín
aún puesto, Ruth todavía vestida. Yacen juntas, muy juntas, abrazadas. Ruth ya no la
besa sino que se refugia en ella. La ve llorar. No sabe si son lágrimas de
arrepentimiento o de felicidad por estar de nuevo junto a Sara. Ya no hablan. Ninguna
palabra sale de sus labios. Se limitan a abrazarse. Fuerte, muy fuerte, como si
temieran que fuera un sueño y no quisieran despertarse y comprobar que en realidad
están solas.
Sara se siente mareada. Trata de reflexionar sobre lo que está ocurriendo pero no
puede pensar con claridad. La sensación de tener a Ruth junto a ella es demasiado
fuerte, demasiado abrasadora como para pensar en nada. Los minutos van pasando
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hasta convertirse en horas. Ruth parece haberse dormido entre sus brazos. Sara la
mira y es como si esos cuatro meses que han pasado separadas no hubieran existido.
La mira una y otra vez para convencerse de que lo que ve es real.
En algún momento de la madrugada debe de quedarse también dormida. Se da
cuenta porque de repente se despierta aterida por el frío. Vuelve a mirar a Ruth.
Duerme profundamente a su lado, con una respiración acompasada y una expresión
de calma en el rostro. Se incorpora para quitarse el batín y descalzar a Ruth, tirándolo
todo al suelo. Luego tapa sus cuerpos con el edredón. Al no notar a Sara junto a ella
Ruth se remueve intranquila. Sólo se calma cuando Sara vuelve a abrazarla. Entonces
se queda otra vez quieta, satisfecha. Y Sara suspira hondamente. Muerta de miedo y
de incertidumbre, de placer y alegría, sin saber qué le deparará el nuevo día cuando
ambas despierten y tengan que tomar una decisión con respecto a lo que ha pasado
esa noche.
A la mañana siguiente Ruth la despierta sin querer. Es su tacto el que la despierta.
Le está acariciando la cabeza, colocándole los mechones de cabello que le caen sobre
la cara. Sara abre los ojos y al ver a Ruth frente a ella, mirándola, compartiendo la
cama como tantas veces, siente vértigo.
—Buenos días —le dice Ruth con una voz extremadamente dulce.
—Buenos días —responde ella volviendo a cerrar los ojos por un instante,
rememorando todo lo ocurrido la noche anterior. Al abrirlos de nuevo se pregunta
cómo plantear la pregunta que flota en el ambiente. Pero por una vez es Ruth quien
coge el toro por los cuernos.
—¿Esto ha significado algo para ti? —le pregunta.
—Para mí sí. ¿Y para ti?
—Para mí ha significado mucho… —Ruth hace una pausa y traga saliva—.
Quiero volver a estar contigo. Quiero que lo intentemos de nuevo, que empecemos de
cero.
—Va a ser complicado empezar de cero —le advierte Sara.
—Lo sé—repone—. Pero quiero que lo intentemos. No puedo dejarte escapar.
Sara suspira profundamente cerrando los ojos. Ese suspiro que se ha repetido
durante toda la noche en los intervalos en los que se despertaba y comprobaba que
Ruth estaba a su lado y que no era ningún sueño. Ni ninguna pesadilla.
—Está bien. Pero tenemos que hablar mucho. No quiero que me vuelvas a hacer
daño.
—No te lo haré —asegura Ruth con una convicción casi excesiva. Y lo subraya
dándole un breve pero sentido beso en los labios. Después vuelve a acurrucarse junto
a ella durante un largo rato en el que no dicen nada. Hasta que Ruth se incorpora
súbitamente y le pregunta a Sara si le importa que se dé una ducha, que se siente
incómoda después de haber dormido toda la noche con la ropa puesta. Sara asiente
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con la cabeza tras lo cual Ruth se levanta de la cama y se dirige al cuarto de baño.
Mira el reloj de la mesilla. Es casi mediodía, Sara supone que sus compañeras de
piso habrán llegado ya de su noche de fiesta. Lo que no sabe es qué cara pondrán si se
cruzan con Ruth. Por poco que les haya contado saben perfectamente quién es. Mira
al techo y se da cuenta de que ni ella misma sabe cómo tomárselo. No sabe si dejarse
llevar por la euforia o por el miedo. No sabe absolutamente nada. Sólo que sus
sentimientos y emociones vuelven a estar a merced de Ruth.
Un móvil comienza a sonar desde el salón. Aunque no reconoce el tono como
suyo, se levanta de la cama para averiguar de dónde viene porque necesita ponerse en
pie para empezar a tomar conciencia de la nueva situación. El sonido sale del bolso
de Ruth. Obedeciendo un extraño impulso, Sara lo abre y coge el móvil. En la
pantalla ve el nombre de Juan. Sabiendo que fue él quien le dijo a Ruth lo de su
ataque y que no debió ser precisamente delicado al decírselo se pregunta por qué la
llamará. Aunque conociendo a Juan es posible que quiera disculparse. Juan quiere
demasiado a Ruth como para estar mucho tiempo enfadado con ella. Decide pulsar el
botón que descuelga la llamada. Se pone el teléfono en la oreja y contesta.
—Hola, Juan.
A su amigo se le atragantan las palabras al escuchar su voz y reconocerla.
—¿Sara? —pregunta extrañado—. ¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Cómo es que contestas
al teléfono de Ruth?
—Ruth se está duchando —es lo único que le dice.
—Pe… Pero… ¿Es que estás en su casa?
—No, estamos en la mía. Vino anoche a ver cómo estaba. Parece ser que alguien
le dijo que había estado en urgencias… —le dice con sorna.
—¿Es que…? ¿Es que habéis…? —Sara nota que Juan no se atreve a aventurar lo
obvio.
—Sí, Juan. Hemos vuelto —anuncia sonriendo. Una sonrisa a medio camino
entre la euforia y la incertidumbre—. Ya hablaremos y te lo contaré todo.
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INTERLUDIO
—¿Y ahora qué?
—¿Sigues sin tenerlo claro?
—No lo sé…
—Eres tú quien ha venido a mí, Ruth. Has sido tú la que ha querido volver a
intentarlo.
—Y tú la que lo ha aceptado. ¿De verdad vuelves a confiar en mí?
—Quiero volver a confiar en ti.
—¿Y cómo eres capaz después de lo que hice?
—…
—No contestas.
—Es que no sé qué contestar. Supongo que te quiero demasiado como para
decirte que no, aunque lo merezcas.
—Merecía que no me hubieras vuelto a hablar nunca más.
—Pero no siempre tenemos lo que nos merecemos, ni para bien ni para mal.
—Tú no merecías lo que te hice…
—Dime una cosa, Ruth. ¿De verdad lo nuestro es tan importante para ti como
para volver a apostar por ello?
—He vuelto, ¿no? ¿Eso no te parece suficiente respuesta?
—Puedes haber vuelto por miles de motivos, por culpabilidad, porque hayas
descubierto que ya no quieres estar sola aunque te encante estarlo, por echarme de
menos,… Yo necesito saber que has vuelto porque realmente crees que merece la
pena apostar por nosotras.
—Sólo sé que quiero estar contigo.
—Supongo que te has dado cuenta de eso después de haberme perdido, ¿no?
—Es obvio.
—Pero lo haces porque te sientes culpable por lo que hiciste.
—¡Pues claro que me siento culpable, Sara! ¡Te estaba haciendo daño! ¡Y de
haber seguido como estaba te hubiera acabado destrozando!
—Y por eso preferiste dejarme antes que afrontar la situación y hacer algo por
cambiarla…
—Hice lo que creí más conveniente en aquel momento…
—Ya, lo más fácil. Salir corriendo y no asumir tus responsabilidades…
—¿Por qué sigues pensando que para mí fue fácil lo que hice? No lo fue en
absoluto. Me he pasado estos meses como un zombie por la vida…
—Pues ya has estado mejor que yo…
—No menosprecies mi dolor…
—No lo menosprecio, es que no consigo entender por qué sufrías tanto si habías
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hecho lo que querías y lo que creías mejor.
—Porque no era lo que quería hacer. Lo hice porque pensé que sería lo mejor para
las dos… Cuando llegaste a Madrid me asusté…
—Los niños se asustan, Ruth. Las personas adultas luchan contra sus miedos.
—Entonces será que sigo siendo una niña…
—En muchos aspectos sí, Ruth, lo sigues siendo… O has vuelto a serlo cuando
menos lo esperabas. Según tú cuando estabas con Olga eras mucho más joven e
inexperta y encaraste tu vida con una madurez asombrosa, ¿no?
—Eran otras circunstancias…
—¿Y qué circunstancias eran las nuestras? ¿Qué había de diferente para que no
fueras capaz de comportarte de un modo más maduro?
—Estaba el pasado. Y el miedo. No estaba preparada para lo que me estabas
planteando…
—¿Y qué te estaba planteando yo? No recuerdo haberte planteado nunca nada, ni
siquiera cuando me vine a vivir a Madrid…
—Era avanzar muy rápido. Aunque tu plan fuese vivir en otro piso con el tiempo
habrías querido que viviéramos juntas.
—¿Y qué hubiera tenido eso de malo? ¿Tan extraño resulta que tu pareja quiera
vivir contigo?
—No estaba preparada para algo así.
—¿Y ahora sí lo estás?
—…
—Tranquila, no te voy a pedir que vivamos juntas. Primero habrá que ver si
conseguimos superar lo que ha pasado y hacer que lo nuestro funcione. ¿Estás
preparada para eso? Porque si tengo que esperar a que estés preparada puedo
sentarme y aburrirme… Si crees que se te va a aparecer la virgen haciéndote una
señal que te indique que ya estás preparada para tener una relación con otra persona,
te voy diciendo desde ya que seguramente la virgen tenga mejores cosas que hacer.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que, pase lo que pase, quiero estar contigo
para que me creas?
—Muchas, Ruth. Tienes que ganarte otra vez mi confianza.
—Y ya veo que me lo vas a poner difícil.
—Tengo que protegerme, Ruth. No te lo voy a poner tan difícil como piensas
pero no puedo abrirme a ti otra vez como si nada pasara…
—Para mí tampoco es fácil volver a estar contigo sabiendo lo que piensas de mí,
Sara…
—¿Qué es lo que pienso de ti si puede saberse?
—Que soy una inmadura y una cobarde, todo lo que has dicho…
—Si crees que pienso eso es porque tú también lo piensas. Yo no puedo
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convencer a alguien de que es una mala persona si ese alguien antes no ha pensado
que se ha comportado como tal.
—Pero aún así lo piensas…
—Y aún así te quiero.
—…
—¿Y tú a mí?
—¿Yo a ti…?
—¿Me quieres? ¿Me quieres lo suficiente como para intentarlo con todas tus
fuerzas? ¿Para decirme cuándo tienes miedo y pedirme ayuda para afrontarlo juntas?
Dímelo.
—Te quiero, Sara. Es lo único que sé.
—¿Estás enamorada de mí?
—Sí…
—Sí… ¿Qué más?
—Sí, estoy enamorada de ti.
—¿Por qué te cuesta tanto decirlo?
—No es que me cueste decirlo pero creo que lo estoy dejando claro desde el
momento en que te besé de nuevo…
—¿Por eso me has traído aquí?
—¿Cómo?
—Este sitio. Por la noche. Tranquilo y solitario. Tan íntimo y romántico… Es
como de película…
—No es ninguna estratagema, Sara. Simplemente me pareció un lugar agradable
para hablar. Y tú me dijiste en una ocasión que te gustaría pasear de noche por los
jardines del Templo de Debod…
—Veo que te acuerdas de las cosas que digo.
—Eso será porque te escucho cuando me hablas.
—No esperaba menos.
—¿Qué más voy a tener qué hacer para que confíes en mí?
—¿Tú hubieras vuelto a confiar en Olga después de lo que te hizo?
—¿Podrías dejar de mencionar a Olga? No pinta nada en esta historia y ya ha
pasado mucho tiempo de aquello.
—No el suficiente si las secuelas de aquello todavía son lo suficientemente
fuertes como para que te entre el pánico. Me da la sensación de que lo que te ocurrió
en el pasado te controla más de lo que te piensas…
—Te equivocas.
—¡Ya me gustaría!
—Si me controlara tanto como dices no habría querido volver contigo…
—Ya… Entonces supongo que ahora volvemos a ser una pareja, ¿no?
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—Eso es lo que quiero. Y quiero que vuelvas a confiar en mí.
—Yo también quiero volver a confiar en ti.
—Yo te quiero, Sara.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a sellarlo con un beso?
—…
—Creo que has visto demasiadas películas.
—Es posible.
—Pero la vida no es así. Las películas se acaban con el fantástico y romántico
beso en el fantástico y romántico escenario. En la vida real tenemos que levantarnos
al día siguiente y continuar con nuestra vida.
—Y eso es lo que quiero. Levantarme contigo y vivir mi vida a tu lado.
—Definitivamente has visto muchas películas.
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ARRIERITOS SOMOS…
A li se apoya junto a la figura del gran Buda dorado que hay en la puerta del
restaurante chino mientras David se sienta en los escalones apoyando los
antebrazos sobre las rodillas. Han quedado para cenar y tomar una copa con los
demás. Ali entró un rato antes para reservar mesa, alucinada de que hubiera tanta
demanda por cenar en un simple chino un sábado por la noche. Juan y Diego hacen
entonces su aparición por la derecha. Se enredan en el habitual baile de saludos y
justo después aparecen por el flanco izquierdo Pilar y Pitu cogidas de la mano y
luciendo enormes sonrisas.
Ya los seis juntos entran en el restaurante y se apelotonan junto a la gente que
también está esperando que le asignen mesa. Matan el tiempo hablando unos con
otros de trivialidades. Son un grupo animado y risueño. Las carcajadas se suceden
llamando la atención de las personas que esperan junto a ellos e incluso de los
comensales de las mesas cercanas. Por fin, diez minutos después, les acomodan al
fondo del local. Antes de retirarse, la camarera les deja sobre los platos la típica carta
encuadernada en imitación de piel en la que encontrarán la extenuante enumeración
de platos a elegir.
Pese a las sonrisas y el ánimo distendido hay algo en el ambiente que se antoja
forzado. El grupo de amigos aparenta normalidad pero en su actitud subyace una
motivación extraña. Como si algo faltara y como si, además, no quisieran
mencionarlo sino dejarlo a un lado. Pero es justamente Diego, quizá el menos
consciente de lo que todos quieren obviar, quien hace saltar la liebre.
—¿Alguien ha llamado a Ruth y Sara? —pregunta, sencillo y franco, al tiempo
que se coloca la servilleta sobre las piernas.
Los demás se revuelven incómodos en sus sillas. Algunos se miran de reojo, otros
ponen los ojos en blanco, pensando que Diego no se entera de nada. Como si él
tuviera que saber que, pese a la reconciliación, Ruth y Sara son un tema incómodo.
Puede que incluso mucho más que antes, cuando estaba claro quién era la víctima y
quién el verdugo de esa historia y resultara más fácil tomar partido. En realidad lo
que la mayoría siente es miedo. Miedo a algo intangible. Quizá a volver a asentarse
en la cotidianeidad de contar con Ruth y Sara como antes, como una pareja más en
esa pequeña familia horizontal que se ha ido creando entre ellos, y que la historia
fracase de nuevo. En el interior de todos existe un recelo latente, el pensamiento
lógico de que la relación de sus amigas es ahora más frágil y vulnerable que nunca y
sienten que su obligación es no dar nada por sentado sino esperar a que todo vuelva a
estabilizarse, confiando en que sus temores resulten infundados.
—Déjalas —ataja rápidamente Pilar—, tienen que recuperar los polvos
perdidos…
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Los demás ríen ante la ocurrencia, aliviados de no tener que manifestar su
postura. Algunos encienden cigarrillos, otros picotean de las cortezas que hay en un
par de recipientes colocados sobre la mesa. Ninguno añade nada esperando que la
conversación siga por otros derroteros.
—Bueno —repone Diego, siguiendo en sus trece—, ya hace un mes que han
vuelto, ¿no? Podían dejarse ver el pelo, digo yo… —y abre su carta con cierta
resignación pero satisfecho de haber dejado claro su punto de vista.
—Que cuatro meses son muchos polvos perdidos, Dieguito. Y es de Ruth de
quien estamos hablando… —dice Pilar, continuando con la broma e intentando
ocultar su disgusto. Ella hace más de tres meses que no ve a Ruth. Ni siquiera la ha
considerado lo suficientemente importante como para llamarla y darle la noticia. No
importa cuánto tenga asumido que es poco probable que Ruth y ella vuelvan a tener
la misma relación que antes. Sigue doliendo. Mucho.
Pitu, por debajo de la mesa, le aprieta la rodilla con la mano. Es consciente de lo
que la sola mención de Ruth puede suponer en el ánimo de Pilar. Y no quiere que en
una noche como esa, en la que por fin todos han podido quedar para verse y pasar
tiempo juntos, la sombra de una amistad rota les agüe la fiesta. Pilar cubre la mano de
su mujer y la aprieta brevemente, dándole a entender que esté tranquila, que no se
preocupe. Luego la aparta y la pone sobre la mesa para juguetear con su cigarro, que
humea en el cenicero barato colocado entre los platos.
Se deciden por un menú de cuatro personas sabiendo que incluso así sobrará
comida. Piden también dos jarras de sangría que, por el contrario, intuyen que serán
insuficientes. La camarera les toma nota repitiendo lo que dicen en ese castellano
carente de erres tan peculiar de los orientales y les recoge las cartas antes de
marcharse. Hay un momento de silencio entre ellos cuando se ven de nuevo a solas
en la mesa. Ali mira a sus amigos y a su novio y piensa que forman un curioso
conjunto. Aunque sea caer en uno de esos tópicos que tanto odia y contra los que
sigue luchando, tiene que reconocer que ese tipo de vinculaciones rara vez se dan en
entornos más convencionales. La mayoría de heterosexuales se mueven en grupos
sociales de edad parecida y orígenes similares. Muchas personas llegan a la edad
adulta con la misma pandilla que tenían en el instituto o en el barrio en el que
crecieron. Gays y lesbianas, por una serie de circunstancias que resultaría muy
aburrido de explicar, suelen tener una mayor facilidad para establecer amistades entre
personas de toda edad y condición. Sólo así se explicaría que en esa mesa estén
sentados dos hombres a punto de cumplir los cuarenta, un matrimonio de mujeres
iniciando la treintena y ella y David, como los benjamines, a duras penas
sobrepasando los veinte. Aunque no le gusta establecer diferencias sabe que esa
combinación sería complicada de encontrar en un grupo de amigos en el que todos
los integrantes fueran heterosexuales. Ali les mira y se siente orgullosa de formar
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parte de esa particular cuadrilla. Sabe que se rodea de personas extraordinarias, cada
una a su manera, y que se enriquecen unos a otros sólo con su mera presencia. Los
jóvenes aprenden de la experiencia de los más mayores sabiéndose protegidos por
ellos. Y los más mayores no se anquilosan por dentro sintiéndose envejecer sino que
se rejuvenecen al mantener vivas ciertas ilusiones.
Sin embargo a ella también le inquieta esa repentina reconciliación de Ruth y
Sara. Después de cuatro meses en los que fue testigo del comportamiento esquivo de
la primera y todo lo que ese comportamiento provocó en la segunda, su reacción al
saber la noticia fue la de alzar una ceja con todo el escepticismo del que fue capaz y
menear la cabeza negativamente. Está claro que ella no es quién para decidir qué está
bien o mal en la vida de otras personas pero Ali también estuvo con Ruth. Un breve
espacio de tiempo, cierto, pero eso, unido a que ha seguido tratándola y, en
consecuencia, conociéndola ha hecho que algo la escame. No se fía de Ruth. Y menos
después de ver su actuación tras la ruptura. Está convencida de que se ha convertido
en una especie de paralítica emocional que no es capaz de entregarse completamente
a una relación. Si Ruth volviera a dejar a Sara la destrozaría definitivamente. Y ella
no soportaría verlo. Bastante difícil se le ha hecho asistir al progresivo deterioro de
Sara durante los últimos meses.
Porque sí, Ali sigue albergando un extraño sentimiento hacia Sara. No sabe si de
amor, de cariño o simplemente de compasión por lo que ha estado pasando. Se da
cuenta, además, que ese sentimiento siempre ha estado ahí, desde que la conoció,
haciéndose aún mayor cuando Sara supo ver sus dudas acerca de lo que le estaba
pasando con David y fue la primera en apoyarla en la aceptación de su propia
bisexualidad. Y lo que ahora más la confunde es darse cuenta de todo eso y, por otro
lado, comprobar que su relación con David continúa en plena forma. Que le quiere.
Que sigue queriendo estar con él. Y es esa ambivalencia de sentimientos la que
consigue ofuscar su cabeza como nunca.
Nadie vuelve a mencionar a Ruth y Sara en el transcurso de la cena. Se
entretienen soltando gracietas y gastando bromas, comentando cosas triviales y
discutiendo temas de actualidad. Los platos se van vaciando y las dos jarras de
sangría del principio son sustituidas por otras dos en cuanto se acaban. El alcohol les
relaja y les suelta la lengua aún más. Hablan también de lo que van a hacer en cuanto
salgan del restaurante, a qué bares irán, los bailes que se piensan pegar para
desengrasar cuerpos que hace mucho que no ponen un pie en una discoteca.
Juan sonríe animado de haber podido reunir a todos pero sobre todo de poder
compartirlo con Diego, con el que hace mucho que no tiene un rato de ocio fuera de
las cuatro paredes de su piso. Pero tiene que reconocer que también echa de menos a
Ruth. Él es el único que la ha visto, tanto a ella como a Sara, tras la reconciliación. Y
sólo porque se plantó en su casa a los pocos días de enterarse de la noticia de labios
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de Sara. Las encontró a las dos calmadas y muy cariñosas la una con la otra. Parecía
que nunca hubiera pasado nada, que nunca hubieran estado separadas, que nunca se
hubieran hecho daño. En el tiempo que tardó en tomarse un café le ofrecieron tal
estampa de felicidad y compenetración que le hizo conmoverse, alegrarse por sus dos
amigas. Los ojos de Sara brillaban, totalmente exultantes, a la vez que esbozaba una
amplia sonrisa, espontánea y sincera, y miraba a Ruth con complicidad. Y Ruth, por
su parte, destilaba sosiego y tranquilidad, salvo para preparar el café, no se separó de
Sara ni un solo momento. La cogía de la mano, le hacía carantoñas, dejaba caer algún
beso por sorpresa cada poco rato… Formaban, de nuevo las dos juntas, una modélica
postal de bienestar y placidez. Demasiado modélica, demasiado pretendida. La
sombra de las sospecha se alojó en un pequeño rincón de la mente de Juan. Se
alegraba de que las aguas volvieran a su cauce sin embargo algo le escamaba de todo
aquello. No sabría decir por qué y esperaba equivocarse, que su impresión sólo
estuviera provocada por el miedo a verlas sufrir de nuevo.
Acaban con los postres y al pedir la cuenta la camarera les pregunta si quieren
algún licor. Todos aceptan y junto al platillo con el ticket les trae otro con seis vasos
de chupito que llena a continuación del consabido licor de flores. Cada uno coge el
que le corresponde y alzan los vasos para brindar.
—¡A los ojos! ¡A los ojos! ¡Hay que mirarse a los ojos! —recuerdan algunas
voces.
Tras un rápido trago van depositando los vasos de nuevo en el plato o sobre la
mesa. Se miran unos a otros con cara de circunstancias dando por acabada la cena.
Sacan sus carteras y monederos y dejan la parte que les toca de la cuenta
consiguiendo el importe casi exacto sin necesidad de pedir cambio. Luego recogen
sus cosas y empiezan a levantarse. Juan le hace una seña a la camarera indicándole
que ya se puede llevar el dinero. Se pone su abrigo y cierra la comitiva que sale del
restaurante.
Ya en la calle, mientras algunos se acaban de poner chaquetas y de colocar bolsos
y bandoleras al hombro, Pilar busca su móvil y se encuentra con una llamada perdida
del teléfono de sus padres. Una punzada de nervios le atraviesa el estómago. No cree
que haya pasado nada porque habrían insistido pero es raro que sus padres la llamen.
Siempre suele ser ella quien lo hace. Y no muy a menudo, la verdad sea dicha.
—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu al ver la cara que se le ha puesto.
—Nada —Pilar menea la cabeza—, me han llamado mis padres. No he debido
oírlo.
Al otro lado del grupo Diego también está mirando algo, en este caso, su busca.
Frunce el ceño mientras lee el mensaje y luego lanza una mirada circunspecta a Juan
que, a su lado, le mira a su vez con fastidio.
—¿Es una urgencia? —le pregunta con acritud.
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—Sí —responde escueto Diego—. Voy a tener que irme… —se vuelve hacia los
demás—. ¡Hey, pandilla! —les dice para llamar su atención—. Me temo que no vais
a poder contar conmigo, tengo una urgencia…
El resto adopta gestos de fastidio. Diego empieza a repartir besos para hacer el
momento menos incómodo de lo que ya es. Finalmente le da a Juan un breve beso en
los labios.
—Lo siento —susurra al separarse de él. Su novio, molesto, esquiva su mirada de
cejas alzadas y desvalidas que parecen decirle que no es culpa suya pero que tiene
que hacerlo aunque no le guste—. Pásalo bien, ¿vale? —añade apretándole el brazo.
Luego se da la vuelta y enfila la calle en dirección a Gran Vía, secretamente aliviado
de marcharse porque no le apetecía demasiado pasar la noche de copas.
Juan, tras la partida de Diego, se arrima, cabizbajo, al resto del grupo que le
recibe con miradas y gestos de compresión. Echan a andar en dirección a la plaza de
Chueca.
Aunque finja normalidad, en el fondo Juan empieza a estar cansado de esa
situación. En veinte años ha tenido momentos de hartazgo parecidos, por causas
similares y también distintas. No obstante, en esas otras ocasiones no llegó a sentir
tanto hastío como está acumulando en los últimos meses. Asume como lógico que la
pasión y la energía de los primeros años de relación den paso a una calma chicha con
breves conatos de la fogosidad de antaño. Cuando se llega a cierta edad se valora más
la tranquilidad que produce lo cotidiano que la intensidad emocional que sobrecoge a
las parejas cuando todo es nuevo. Lo que le cuesta más aceptar es que con el paso del
tiempo y, más concretamente, durante los últimos dos años, su pareja se esté
convirtiendo en un mero adorno en su vida.
Desde que se aprobó el matrimonio para parejas del mismo sexo han hablado en
multitud de ocasiones de hacer uso de esa ley tan envidiada en otros países. Han
buscado en Internet los requisitos que se piden, han hecho incluso ligeros planes
acerca de su futura boda pero los meses han ido pasando sin que ninguno de los dos
se decidiera a dar el siguiente paso. A efectos prácticos sólo se trataría de una mera
formalidad, de constatar por escrito lo que durante dos décadas han mantenido en pie
contra viento y marea. Y es en momentos como ese en los que Juan se pregunta si
tendría algún sentido hacerlo.
Nunca se ha imaginado su vida sin Diego. Durante años han sido ese tipo pareja
que va junta a todas partes, que hace todo a dúo, a la que todo el mundo pregunta
extrañado dónde está el otro si uno de ellos no aparece. Pero hace ya mucho que
empezó a acostumbrarse a que tenían que hacer las cosas por separado. Lo cual no
debería ser malo si no fuera porque cada vez siente que la distancia es mayor, que no
es una simple cuestión logística, que el abismo no es sólo físico y temporal sino
también emocional. Diego se ha vuelto expeditivo y apático, centrado obsesivamente
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en su trabajo, arrepentido de haber perdido tantos años de su vida luchando por causa
perdidas que le reportaban poco dinero y aún menos satisfacción. Porque en lo que
Ruth siempre ha tenido razón es que, a partir de cierta edad, las ansias de cambiar el
mundo se agotan y te conformas con cambiar tu propio mundo, si es que puedes. El
trabajo en los colectivos quemó mucho a Diego y ahora Juan se da cuenta de que
también ha quemado su relación con él.
Su amigo Nando, en las dos o tres veces que han quedado últimamente, le ha
sugerido —casi afirmado con ese escepticismo vital que lleva por bandera desde
siempre— que sería posible que Diego tuviera algún lío por ahí. Pero Juan ha negado
esa posibilidad todo lo rotundamente que ha podido. El cambio producido en Diego
no sugiere sino desidia y contrariedad. No ha notado tampoco ningún
comportamiento sospechoso que le indujera a pensar que hay alguien tras las
sombras. Juan sabe que no siempre es necesaria una tercera persona para que una
pareja deje de funcionar aunque pueda parecer el motivo más obvio o recurrente.
Los cinco amigos llegan a la plaza de Chueca y deciden entrar al Soho aduciendo
que no habrá mucha gente. Bajan las escaleras hasta la planta de abajo comprobando
lo acertado de su suposición y se disponen a dejar los abrigos en los escalones del
fondo. Tras hacerlo se van turnando para acercarse a la barra a pedir las primeras
copas. Ali y David son los primeros en hacerlo. Juan se sienta en uno de los
escalones, apoyando los riñones sobre los abrigos, esperando que Pilar y Pitu no
perciban el abatimiento que lo empieza a conquistar.
Acodándose en la barra mientras espera que sirvan las copas que ha pedido, Ali se
fija que en el otro extremo están unas conocidas del colectivo. Y en el mismo
momento en que ella se da cuenta, las chicas se percatan de su presencia allí, sonríen
sorprendidas y, copas en mano, acuden a su lado para saludarla. David, hábilmente,
coge su copa recién servida y se escabulle para volver con Juan, Pilar y Pitu. Ya ha
aguantado demasiadas miradas aviesas de las amigas de Ali que, incapaces de creer
que alguien como ella pueda tener una relación con un hombre, le observan siempre
de pies a cabeza con gesto incrédulo, como preguntándose qué ha visto Ali en él para
abandonar el barco en cuya proa ella parecía estar tan perenne como el mascarón. Al
llegar, Juan le hace un hueco en el escalón y David se acomoda junto a él. Pilar y Pitu
aprovechan para ir a pedirse algo.
—¿No tomas nada? —le pregunta David a Juan.
—Sí. Luego —responde lacónico.
—¿Estás bien, tío?
Juan asiente enérgica pero lentamente con la cabeza. Sin embargo el movimiento
acaba convirtiéndose en una negativa resignada.
—Me toca los cojones que Diego se haya tenido que ir así de repente pero… —se
encoge de hombros—, ¿qué coño voy a hacer? ¿Ponerme a patalear?
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David asiente y le da un sorbo a su copa sin saber qué más puede decirle. Aunque
la noche sea momento de confidencias no cree que con el volumen desquiciante de la
música pudieran mantener ninguna conversación con un mínimo de coherencia sin
dejarse la voz. Y Juan, como si supiera lo que está pensando, tampoco insiste en
seguir hablando.
Entretanto, en la barra, Ali agudiza el oído tratando de escuchar a sus amigas. A
voces le cuentan novedades y cotilleos del colectivo. En sus frases subyace un tono
de reproche por haber dejado de frecuentarlo que Ali no quiere relacionar con el
hecho de que salga con David. Tras ponerla al día en lo referente a ese tema, pasan a
relatarle sus últimas historias amorosas. La mayoría de ellas encadenan un ligue con
otro con facilidad e indolencia, pareciendo que cuantas más muescas luzca el
cabecero de sus camas, más felices son ellas. En ocasiones llegan a hablar con cierto
desprecio de las chicas con las que han estado, ridiculizando sus reacciones al
haberse encontrado con que ellas no querían continuar con algo que no fue más que
un rollo pasajero. Y Ali se siente extraña al escucharlas hablar con tanto desprecio.
No es algo que le sorprenda porque ella siempre se ha considerado bastante distinta
de las chicas de su edad. Sin embargo ahora el abismo que las separa se le antoja más
insalvable que nunca.
Desde pequeña se ha acostumbrado a que en su entorno más cercano y familiar la
calificaran como una chica mucho más madura de lo que por edad tendría que ser.
Con el tiempo ella acabó asumiendo esa sentencia como un rasgo definitorio de su
carácter. Y, en consecuencia, se imponía a sí misma ser aún más madura de lo que
hubiera debido. Dedicó su adolescencia a estudiar con ahínco para sacar siempre las
mejores notas. Decidió vivir por su cuenta al empezar la universidad y se puso a
trabajar porque no quería depender de sus madres sino continuar demostrando lo
capaz e independiente que era. Y ahora, a punto de cumplir los veinte años, se
encuentra con que más que madurar, ha envejecido interiormente. A veces bromea
diciendo que su edad mental ya debe de estar rondando los treinta años por mucho
que su DNI reste más de una década a esa cifra.
No obstante ahora se encuentra con un obstáculo con el que nunca había contado
y es que, si bien en ese entorno cercano y familiar que tan madura la había
considerado siempre no tenía necesidad de demostrar nada, al salir fuera de ese
círculo ha descubierto que tiene que estar constantemente probando que no es una
niñata inmadura sólo por su corta edad. Pero eso no es lo peor. Lo peor viene cuando
se da cuenta de que no sólo la tratan con condescendencia porque se dé por sentada
una inmadurez fruto de su juventud sino porque esa inmadurez es algo generalizado,
independientemente de la edad.
Ali trata con mucha gente. Gente de edades diferentes y variadas y diversas
formas de pensar y de ver la vida. Y cada vez le produce una mayor ansiedad advertir
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que no importa que una persona tenga veinte, treinta o cuarenta años porque todos o
su gran mayoría siguen comportándose como adolescentes. Y es ese empeño en
dilatar la adolescencia lo que Ali no termina de comprender. No sólo es que esas
personas con las que se relaciona a diario padezcan un acusado síndrome de Peter
Pan sino que, además, presumen orgullosas de él. Les parece muy divertido peinar
canas y comportarse como si todavía estuvieran en el patio del instituto. Trabajar
como respetables ciudadanitos de lunes a viernes con corbata y americana o traje de
chaqueta y salir de viernes a domingo como salvajes a emborracharse hasta caer
redondos. Eso les hace sentirse jóvenes, transgresores, rebeldes. Y a Ali sólo le
parecen, simple y llanamente, gilipollas.
Hay personas que no sólo rozan la treintena sino que la sobrepasan cuya conducta
resultaría infantil incluso a los propios adolescentes. Si bien comprende que esa
infantilización masiva procede en gran medida de las circunstancias sociales que
llevan a la gente joven a permanecer en casa de papá y mamá indefinidamente a
causa de la precariedad laboral o lo imposible que resulta comprarse un piso, lo que
no comparte es que eso les exima de madurar y asumir determinadas
responsabilidades. Por mucho que se quejen de su situación, en el fondo sabe que es
mera comodidad. Es más fácil quedarse con las ventajas de ser adulto sin las
obligaciones que ello conlleva. Esos chicos y chicas con licenciaturas y masters, que
se echaron la mochila al hombro para irse a alguna ciudad extranjera a estudiar,
aprender un idioma o encontrarse a sí mismos y que luego, al acabar esa etapa,
acceden a buenos puestos de trabajo y se consideran unos competentes profesionales
totalmente volcados en sus carreras profesionales cuando entran por la puerta de la
oficina, vuelven a ser unos crios en cuanto traspasan el umbral de la casa paterna.
Abren el frigorífico y lo encuentran lleno a rebosar. Aunque es posible que antes de
que hayan podido hacerlo ya tuvieran el plato de comida puesto en la mesa. Y las
facturas pagadas. Y la casa recogida. Y la ropa limpia y planchada en el armario.
Como mucho se ocupan de cubrir la cuota de Internet en caso de que los padres
consideren que es sólo un capricho superfluo. Y puede que hasta la paguen a
regañadientes porque no les queda más remedio. Pero luego se niegan a comprar un
lector de dvd capaz de reproducir la ingente cantidad de películas y series que se
descargan de la red por considerarlo un gasto que no les corresponde a ellos puesto
que no van a ser los únicos que lo disfruten.
Sin embargo es en el plano emocional y de las relaciones personales donde Ali
encuentra mayores motivos para sentirse un bicho raro. Y agradece infinitamente
rodearse de personas como David, como Juan, como Pilar. Jóvenes adultos con
defectos y virtudes pero, al fin y al cabo, dueños de sus propias vidas, capaces de
afrontar sus miedos por mucho que les cueste y capaces también de ser coherentes
entre lo que proclaman y lo que hacen. Lo agradece porque así lidia lo menos posible
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con esas personas que, como ve en algunas de sus conocidas, huyen con el rabo entre
las piernas cuando se dan cuenta de que la gente espera algo de ellas y que luego
legitiman su huida aduciendo que no están preparadas. Personas que se enredan en
mil excusas, todas muy creíbles, para retardar lo máximo posible el paso a la
madurez, que se aferran a sus muchos miedos y temores sin complejos ni el menor
atisbo de culpa sólo porque creen que tienen derecho a hacerse caquita cuando las
cosas no les gustan y no tienen valor para afrontarlas. Que se empeñan en convencer
a los demás, mediante razonamientos aparentemente lógicos, que ya han salido del
jardín de infancia por mucho que luego sus actos les contradigan. Que utilizan a los
demás impunemente sólo para probarse a sí mismas pero que, por supuesto, no
quieren que eso les acarree consecuencias ni que las personas a las que utilizan se
quejen porque, de hacerlo, tratarán por todos los medios de hacerles ver que se
equivocan para así quedarse con la conciencia tranquila ya que esas personas están
convencidas de que siempre actúan correctamente cuando, en el fondo, lo único que
quieren es seguir siendo unos adolescentes toda su vida disfrazándose de personas
adultas porque convertirse en una de ellas les resulta demasiado duro y complicado…
Entonces Ali se acuerda de Ruth y se da cuenta de que tampoco es necesario
seguir bajo las faldas de mamá para sufrir complejo de Peter Pan. Las personas como
Ruth han sustituido la seguridad familiar por la seguridad que proporciona un trabajo
estable y bien pagado que les permite suplir los cuidados de una madre con dinero.
Dinero para comer fuera, para gastarlo en sus caprichos, para, incluso, pagar a
alguien que les mantenga la casa limpia. Puede que Ruth no fuera tan distinta de Ali a
su edad, yéndose de casa con diecinueve años, estudiando y trabajando, manteniendo
una relación de pareja que convive bajo el mismo techo pero el tiempo la ha ido
convirtiendo en algo muy distinto, haciéndola sufrir una peculiar regresión a la
adolescencia más inmadura y pueril. Dejando a Sara porque se asustó, volviendo con
ella porque, de repente, se da cuenta de que la echa de menos. O que la quiere. O
cualquier otra razón, tanto da. Obedeciendo a sus caprichos, en definitiva. Y como
ella, otros tantos. Personas que van cumpliendo años sin que eso les sirva para algo.
Que quizá hagan bien manteniendo vivo al niño que llevan dentro pero quizá no tanto
dejando que les controle. Que, a la hora de entablar una relación, como no les vale
esa premisa de sus padres y abuelos de que una pareja es para siempre, pasan de la
actitud de aguantarlo todo, pase lo que pase, a la de que no tienen porqué aguantar
nada y al más mínimo problema, miedo o duda, salen corriendo porque son incapaces
de esforzarse lo suficiente para que algo funcione. Y en la vida, cree Ali, si uno no se
esfuerza no se consigue nada que merezca la pena.
Ella ya lo está notando. Su independencia le cuesta. Muchas veces se siente
agotada, incluso derrotada. Estudia, trabaja, se ocupa del pequeño rincón propio de su
piso. Abre el frigorífico y a veces encuentra el espacio que tiene asignado casi vacío.
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El dinero le llega justo casi siempre. Esa noche, probablemente, ella y David no
puedan tomarse más que un par de copas cada uno. Porque David es también como
ella. Un luchador. Alguien que quiso tener su propia vida y se fue a trabajar de
camarero a Londres, no para encontrarse a sí mismo, sino para ganar experiencia
aparte de dinero. Que regresó a su país y no quiso volver con sus padres sino
comenzar una nueva etapa independizándose definitivamente gracias a lo que había
estado ahorrando con gran esfuerzo. Ellos no son el tipo de personas que huyen por
mucho que les domine el pánico. Aguantan los chaparrones y los golpes de frente. Y
se joden y se aguantan e intentan aprender cuando les dicen que no han estado a la
altura de las circunstancias. Los dos tratan de conocer sus miedos y sus culpas y sus
complejos y sus traumas y se rompen los cuernos tratando de superarlos. Intentan
explicarse siempre lo mejor que pueden para que la gente que les importa pueda
entenderles aunque sepan que no siempre lo consiguen. Tratan de no utilizar a nadie
porque tienen demasiado desarrollada la empatia y siempre se dejan la palabra justa
—e hiriente— en la punta de la lengua. Aún así algunas personas acaban haciéndoles
más daño del que les puedan hacer a ellos. Y sus conciencias no siempre están
tranquilas porque siempre acaban poniéndose en todos los lugares opuestos al suyo y
eso hace que entren a menudo en contradicción consigo mismos, entre lo que les
gustaría hacer y lo que deberían hacer. Porque lo único que quieren es ser adultos
responsables y coherentes entre lo que piensan, lo que dicen y lo que hacen. No
quieren dejar de ser jóvenes por ello. Pero ya no quieren ser un par de crios. Porque
saben que pretender seguir ese camino prefijado que muchos tienen en la cabeza, ese
que dicta que primero se acaba de estudiar, luego se encuentra un buen trabajo, a
continuación llega una pareja y después, para rematar, la casa en las afueras, el perro,
el niño y el monovolumen en la puerta, es absurdo. Los trabajos fallan, cuesta
encontrar uno a la medida de cada cual. La pareja puede tardar en llegar. O no llegar
nunca y pasar la vida manteniendo relaciones sin futuro. Y en cuanto a la casa, el
perro, el niño y el coche… la vida no es como las teleseries americanas hacen creer.
Y quizá sea por todo eso, porque tienen la misma forma de ver la vida, porque se
complementan y se apoyan el uno al otro, por lo que no pudieron evitar estar juntos,
por lo que se quieren, por lo que lo suyo funciona. Y por muchas dudas que pueda
tener Ali, por mucho que zozobre cuando ve a Sara o piense en ella, eso no son más
que pensamientos. Ella sabe que, por ahora, su lugar está junto a David. El ha sido la
persona con la que ha conseguido entablar una relación más profunda y sólida pese al
escaso año que llevan juntos. El es su pareja. Aunque a algunas personas, como esas
chicas con las que ahora está hablando, les cueste tanto comprenderlo.
David aparece a su espalda y le rodea la cintura desde atrás. Ese simple gesto
basta para que las chicas cesen en su interminable verborrea y vayan frenando su
lengua. Ali agradece el rescate, deja caer un «bueno, ya nos veremos» y, agarrada a
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David, regresa con sus amigos al rincón. Juan, Pilar y Pitu hablan entre ellos a gritos
pero animadamente. Al verles aparecer, Pilar se les acerca y les comenta que estaban
pensando en irse a otro sitio, que tanta música electrónica les está empezando a rayar.
Ellos dos muestran sus copas, ya mediadas, dando a entender que en cuanto las
terminen podrán irse todos. Luego Ali se gira para quedarse frente a David y le atrae
hacia ella para besarle. En ese momento le desea de tal modo que casi siente ganas de
decirles a los demás que ellos prefieren irse a casa. Pero decide aguantar. Sabe que si
ellos se van, apagarán los ánimos y, probablemente, los demás también acaben por
irse.
Así que acaban sus copas, hacen un gesto con la cabeza y comienzan a recoger
sus abrigos. Emergen de las profundidades del local de nuevo a la plaza de Chueca y
se miran unos a otros preguntándose a dónde ir.
—¿Truco?
—Demasiada gente.
—¿La Bohemia?
—Igual. Estará hasta la bandera.
—¿Escape?
—Es demasiado pronto. Además, lo tengo muy visto ya…
—¿Entonces…?
Todos miran a Juan, que es el único que no ha dicho nada, esperando que sugiera
algo. Él abre mucho los ojos y se encoge de hombros.
—¿Y yo qué sé? —repone divertido—. Es la una, todo va a estar en hora punta…
—¿Y el sitio al que ibas cuando me encontré contigo? —le pregunta Pilar.
—¿El Rick's? No sé, como queráis. Pero ahí sólo hay tíos, a lo mejor no os
apetece…
—¡Bah! —exclama Ali desenvuelta—. Aquí ninguno va a ligar, sólo queremos
tomarnos una copa…
Y los cinco cruzan la plaza hasta el extremo opuesto para encaminarse allí. Juan
encabeza la comitiva guiándoles a través de las calles, cruzando la plaza de Vázquez
de Mella y llegando hasta la puerta del Rick's. El portero de la otra vez les abre la
puerta y entran en el local que, aún siendo la hora que es, no está todavía muy
concurrido. Se apalancan junto a la barra a pedir sus consumiciones. Ali y David
deciden compartir una cerveza, Pitu se pide una sin alcohol porque luego tendrá que
conducir de vuelta a casa, sólo Pilar y Juan se piden una copa para cada uno.
Beefeater con limón para él, Ballantine's con coca-cola para ella. Se miran con la
confianza de los amigos que se conocen hace más tiempo del que recuerdan y hacen
un pequeño brindis entre ellos, chocando tímidamente los dos vasos. Hay un punto de
resignación en sus miradas, en sus gestos. Interiormente se sienten cansados. Y si hay
algo más que tienen en común es que los dos echan de menos a Ruth. Su ausencia es
Ruth no puede dormir. Da vueltas y vueltas en la cama. Por suerte, aunque desde
que han vuelto Sara suele pasar la noche en su casa, hoy ha hecho lo posible para que
no fuera así. Le ha dicho que saldría muy tarde del trabajo, que tenía que preparar una
presentación para el día siguiente. Le sabe mal mentirle. Sobre todo en la situación en
la que están. Ese delicado momento de la reconciliación en el que cada paso, cada
acto, cada palabra es medida con precisión milimétrica. En el que los sentidos
continúan alerta prestos a hacer notar cualquier anomalía que pueda indicar que la
maquinaria se ha vuelto a atascar. Pero Ruth no ha podido evitarlo. Esa noche quiere
estar sola.
Hasta el día anterior todo iba bien. Pero de repente apareció esa chica, Lola,
quedándose plantada frente a las dos como si esperase algo. Al principio Ruth creyó
que era por ella. Le extrañó porque lo que sucedió entre ellas no fue nada. Una noche
sin más. Sólo sexo. Pero cuando se dio cuenta de que a quien miraba Lola, de quien
esperaba una reacción que no acabó de llegar, era de Sara y no de ella algo se
desmoronó en su interior. Lola miraba a Sara ofendida y ultrajada y a la vez le
lanzaba un mensaje cifrado a través de esa mirada. Un mensaje, una información de
la que Ruth no sabía nada. Entonces lo comprendió todo. Entre Sara y esa chica había
ocurrido algo. Y no algo pasajero y sin importancia como lo que sucedió entre Ruth y
esa misma chica. Había sentimiento en la mirada de Lola.
Un sentimiento herido porque se había quedado sin corresponder.
Cuando Lola se marchó Sara no quiso hablar. No le dio ninguna explicación para
lo que acababa de ocurrir. Dijo que no tenía importancia y trató de cambiar de tema
pero lo único que consiguió fue que las dos callaran y se sumieran en sus propios
pensamientos. Se fueron a casa con el ánimo trastocado. No cenaron. Vieron la
televisión un rato sin apenas cruzar palabra. Se acostaron pronto. Tampoco hicieron
el amor como casi todas las noches desde que han vuelto a estar juntas. Cada una
estaba en su propio mundo y no dejaba que la otra penetrase en él ni por un momento.
Durmió poco y mal esa noche. Trató de no moverse demasiado para que Sara no
notase su inquietud. Pero ella tampoco se movía y Ruth intuyó que también le estaba
costando conciliar el sueño. Y se sintió engañada. Desde que lo dejaron Sara se
adjudicó el papel de víctima sin titubear, dando por sentado que la mala de la película
era Ruth. Cuando volvieron le dijo muchas veces lo mal que lo había pasado, lo
mucho que la había herido, el dolor que le había causado. Se pintó como un alma en
C uando Ali recibió una llamada de Sara supo que algo no andaba bien. No es que
quiera ser catastrofista pero desde que su amiga volvió con Ruth apenas la ha
visto. Tan sólo una noche que ella y David se encontraron con ellas dos en un bar y
otra noche en la que, por fin, quedaron con todos los amigos para dejarse ver. Tras la
reconciliación se acabaron las llamadas, los cafés a media tarde y las comidas o cenas
para charlar. Ali lo ha comprendido y disculpado, Sara tiene que concentrarse al cien
por cien en volver a poner en marcha la relación. Aún así le ha escocido su súbita
desaparición, como si los amigos sólo le hubieran hecho falta mientras estaba mal y
ahora que por fin conseguía lo que, en el fondo, había estado anhelando todos esos
meses de dramatismo vividos en compañía del grupo de amigos, ya no resultaba tan
necesaria su compañía.
Por eso le escama tanto que Sara llame proponiéndola quedar a tomar un café. No
Ruth y ella. Sólo ella. Como durante esos meses de atrás cuando quedaban de vez en
cuando para hablar de lo incomprensible. Aunque Ali sabe que Sara prefería siempre
hablar con Juan, ella era la segunda en la lista de oyentes. Pero supone que, con lo
raro que está Juan últimamente, Sara la habrá preferido a ella.
Sus suposiciones de que algo pasa se confirman cuando la ve emerger de las
profundidades del metro. Se miran mientras Sara sube las escaleras y, pese a que
pretende dotar a su cara de cotidianeidad y desenvoltura, hay algo bajo esa máscara
que se ha colocado. Algo difícil de describir, a medio camino entre la duda y la
zozobra, la sospecha y el «ya lo sabía yo». Sara llega hasta ella y le da dos besos.
—¿Llevas mucho esperando? —pregunta con una sonrisa exculpatoria—. El
metro no hacía más que pararse todo el rato…
—No, acabo de llegar… ¿Dónde vamos? ¿Al Baires, para no perder las buenas
costumbres? —le propone riendo.
—No, al Baires no… —responde ella adoptado un rictus serio—. Mejor vamos a
otra cafetería… A esa que está casi enfrente, la de los sofás rojos…
Se encaminan hacia la cafetería hablando del tiempo, de que parece mentira el
calor que ya está haciendo para ser primeros de abril. «Pero las noches aún son frías»,
apunta Ali. «Sí, las noches aún son frías…» concede Sara alcanzando la puerta del
local y abriéndola. Ambas pasan a su interior. Sara se deja caer en uno de los
mullidos sofás rojos de imitación de cuero dejando a Ali la única opción de sentarse
en una silla frente a ella. Como apenas hay clientela un camarero acude raudo y veloz
a tomarles nota. Piden sendos cafés con leche que les traen enseguida.
—Bueno, cuéntame, ¿qué tal todo? —le pregunta Sara desenvuelta mientras
remueve el azúcar en su café. Ali enarca una ceja al escuchar esa pregunta y tarda
más de lo debido en contestar.
E se viernes, un día después del desencuentro con Lola, Sara vuelve a quedarse a
dormir en casa de Ruth decidida a concentrar su atención y su esfuerzo en
averiguar qué es lo que pasa con su novia. Pero Ruth sigue encerrada en su mutismo
aunque lo disfrace de un casual cansancio. Se acuestan antes de la medianoche. En la
cama no se rozan ni se buscan. Cada una se refugia en un extremo de la cama hasta
quedarse dormida. Si a lo largo de la noche sus cuerpos llegan a tocarse es porque no
pueden controlarlo, no porque lo quieran.
A la mañana siguiente Sara escucha a Ruth levantarse a una hora más temprana
de lo que es habitual en ella un sábado. La oye ducharse. Mas tarde, a través de la
nebulosa de un sueño pesado del que no se siente con fuerzas de despertar, la ve en el
dormitorio vistiéndose. Luego sale del piso cerrando la puerta con cuidado. Poco
después o puede que mucho, el sopor de Sara le impide discernirlo, regresa. A los
pocos minutos le llega un aroma a café recién hecho que le despierta el apetito.
Venciendo su propia pereza, se levanta de la cama y aparece en el salón. Ruth está
sentada en el sofá leyendo el periódico y desayunando. Por inercia se acerca a ella a
darle un beso de buenos días. Ruth se lo devuelve, distraída y ausente, y continúa
leyendo. Sara suspira levemente y se mete en el baño para darse ella también una
ducha.
Al salir y dirigirse al dormitorio para vestirse puede comprobar que Ruth no ha
cambiado de postura. Sigue con la mirada fija en el periódico, sigue bebiendo café a
sorbos. La única diferencia es que ahora está fumando un cigarrillo. Sara sacude la
cabeza, entra en la habitación y se sienta en el borde de la cama con la toalla húmeda
aún enrollada en su cuerpo. Agacha la cabeza y se mira pensativa los dedos de los
pies. Se siente impotente, atrapada en un bucle que se repite sin fin. Una parte de ella
trata de convencerla de que no está sucediendo nada anormal. Ruth está un poco rara,
sí, de acuerdo. Pero todo el mundo tiene malas rachas. Ella no le ha dado ninguna
explicación acerca del encuentro con Lola y eso quizá la pueda haber molestado. Pero
la otra parte le recuerda que Ruth tampoco ha abierto la boca. Ni le ha preguntado de
qué conoce a esa chica ni le ha contado que ella misma también la conoce. Las dos
están ocultando algo. Y ninguna de las dos está cumpliendo la promesa que se
hicieron de hablar de lo que les pudiera ocasionar problemas. Sara está cansada de ser
siempre la que tira de un carro tan pesado mientras la otra mula se niega a moverse.
Es agotador.
Se levanta de la cama y comienza a vestirse. Se dice a sí misma que hará un
último intento, que le concederá a Ruth por última vez el beneplácito de la duda. No
cree que pueda aguantar más. El dolor de perderla de nuevo se está transformando en
hastío, en desencanto. Y empieza a dudar de que merezca la pena seguir intentándolo.
Cuando Sara salió del piso, Ruth se dejó caer sobre la silla del ordenador y se
convirtió en estatua. No se ha movido en toda la tarde. Las horas han ido pasando y
LIBERTAD MORÁN nació en Madrid, aunque a ella le hubiera gustado más nacer en
Kuala Lumpur o en Vénus. Y lo hizo precisamente un martes 13 de febrero de 1979,
bajo el signo de Acuario, al igual que Paul Auster, su escritor favorito (aunque como
es lerda torpe un pelín dispersa y parece mentira que se pase la vida conectada a
Internet, ha tardado casi veinte años en descubrirlo). Comparte cumpleaños con
Costa-Gavras, Kim Novak, Oliver Reed, Stockard Channing, Peter Gabriel, Bibiana
Fernández, Robbie Williams, Mena Suvari y La Mala Rodríguez. Por tanto, si se
diera el caso de que lo celebraran todos juntos, la fiesta sería cualquier cosa menos
aburrida. Rara quizá, pero no aburrida. De todas formas, como tal evento nunca
tendrá lugar, podéis dormir tranquilos.
Su infancia transcurrió durante los míticos años ochenta. Merendaba con Barrio
Sésamo y madrugaba los sábados sólo para poder ver La bola de Cristal y a su antaño
adorada Alaska (porque ahora, la verdad, a raíz de sus tratos con Interlobotomía y
derivados, le está cogiendo un poco de tirria). Tímida, apocada y de gustos raros, en
comparación a los demás infantes con los que compartía pupitre en el colegio, pronto
descubrió en los libros un agradable refugio en el que pasar todo el tiempo muerto
que, por desgracia, tenía. Devoró casi al completo la colección de El Barco de Vapor,
los libros de Los Cinco (obvia decir que su personaje favorito era Jorge. O Jorgina,
según las diferentes ediciones) y casi cualquier cosa que tuviera letras, desde el