Una Noche Mas - Libertad Moran

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Desde

distintos puntos de vista, Una noche más nos cuenta los avatares y
sinsentidos del día a día de Ruth tras dejar a Sara, a la que todo el mundo
consideraba como la mujer perfecta para ella. Pero la historia no se queda
ahí, en la mera narración del descenso a los infiernos de la heroína de esta
trilogía, sino que dibuja con trazo preciso el microcosmos particular de las
personas que rodean a ambas, ahondando en sus problemas, miedos, dudas
e incertidumbres. La sutil disección del amor y la dificultad de mantenerlo se
deja ver en momentos como este: “¿Qué hace que nos enamoremos de las
personas? ¿Qué estúpida sustancia química segrega nuestro estúpido
cerebro para que consideremos extraordinario a alguien que no pasa de
mediocre? El amor es un chute, no un acto racional. Muchas veces
encontramos a personas que parecen perfectas, hechas a nuestra medida.
Con intereses, gustos, caracteres parecidos a los nuestros. Afinidad lo
llaman. Sin embargo no nos enamoramos. Puede que hasta nos resulten
indiferentes. En cambio sucumbimos a personas con las que no tenemos
nada en común, con opiniones y modos de ver la vida que no encuentran eco
en nosotros. Que, incluso, son diametralmente opuestos y nos llevan a caer
en conflicto con nuestros propios principios. Pero nos enamoramos sin
remedio. (…) Es irracional. Es químico. Pero también psicológico. O
simplemente una dependencia tan absurda y atroz como la que se tiene con
una droga. Nos mata poco a poco y con saña pero no podemos prescindir de
ella”.

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Libertad Morán

Una noche más


Trilogía de Ruth - 3

ePUB v1.1
Polifemo7 25.04.12

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Título original: Una noche más
Libertad Morán, 2007.
Ilustraciones: Bill Ling

Editor original: Polifemo7 (v1.0 a v2.0)


ePub base v2.0

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A las del barrio…
A las de la intuición…

Y a todas aquellas que se comportan como Ruth.


Oué aburrida (pero qué tranquila)
sería nuestra vida sin ellas.

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Me acerco más a ti
y advierto que
estás llorando, ¿por qué?
Si la noche nos ha ido bien,
si estamos vivos y aún somos jóvenes.

No me digas nada
porque escucharé
mis propias palabras
y el espejo tendré que romper.

Fascinado - Sidonie

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DESPERTANDO

R uth despierta. Abre los ojos. Intenta adaptarlos a la penumbra de la habitación


en la que se encuentra. Durante un segundo su mente no registra ningún
pensamiento. Tan solo es un despertar más. Una resaca más. Una sensación de
desconcierto ya conocida. Al instante siguiente una oleada de imágenes inunda su
cabeza en una incesante moviola. Y cierra los ojos tratando de recordar.
Al hacerlo se ve a sí misma saliendo sola la noche anterior. Entrando en bares y
yéndose de ellos una y otra vez. Encontrando en su interior un puñado de caras
conocidas que la acompañaban en su peregrinaje nocturno, que le ponían una nueva
copa en la mano y le encendían un cigarro cada vez que pensaba en voz alta que tal
vez sería mejor que se marchara a casa. Luces y focos de colores. Bolas de espejos
escupiendo mil destellos. Besos furtivos robados a mirada armada. Labios que no
conocía y que no le importó conocer en ese momento. Ese momento de brumas
etílicas y emociones confundidas. Una sugerencia a mitad de la noche. «Hay una
fiesta en un piso cerca de aquí. Por Halloween, ya sabes. Pero a estas horas ya poco
quedará de los disfraces. ¿Te animas?». Ruth se ve a sí misma en su recuerdo
asintiendo por inercia. Luego se ve esperando turno en el guardarropa junto a su
acompañante sintiéndose más borracha de lo que había pensado. Los párpados le
pesaban. Se mareó un instante. Se dio la vuelta para abrir el grifo del lavabo que tenía
a su espalda y refrescarse la cara, las muñecas, la nuca. Aún con la cabeza inclinada
sobre el chorro de agua atisbo por el rabillo del ojo a un paki portando un ramo de
rosas que iba ofreciendo a las chicas que guardaban cola para ir al baño o recoger sus
abrigos. Todas declinaban su oferta con más o menos decisión. El paki se encogió de
hombros y adoptó una sonrisa beatífica. «¿No hay amor, chicas?» preguntó en voz
alta. La acompañante de Ruth le espetó en tono divertido: «No, paki, ya no se lleva el
amor, sólo hay sexo». Aprovechando que Ruth se había retirado del lavabo y volvía a
su lado, la muchacha la agarró por la cintura y le dio un lascivo beso para regocijo del
personal. Mientras se dejaba besar Ruth pensó en esas frases y en que no era la
primera vez que las escuchaba de labios de un vendedor de rosas. Ya no hay amor.
Sólo sexo.
Ruth no recuerda cómo salieron del garito. La siguiente imagen que acude a su
mente es la de sí misma llegando a la fiesta junto a la otra chica. Recuerda haber
entrado en un salón obscenamente grande. Más de cuarenta metros cuadrados
divididos en dos espacios. En una de las paredes se proyectaban vídeos musicales que
no coincidían con las canciones que se iban desgranando en el ambiente. En otro
rincón había una mesa con platos de comida a medio vaciar. El resto del espacio,
salvo por un par de sofás y unas estanterías repletas de películas en DVD, era casi por
completo diáfano y las más de veinticinco mujeres que por allí pululaban apenas

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conseguían llenarlo. Muchas de ellas ya habían desistido de unos disfraces de los
cuales tan sólo quedaban algunos vestigios. Si acaso restos de pintura por la cara o
algunos complementos comprados en tiendas de chinos como espadas y pistolas de
juguete con los que bromeaban entre ellas. «Voy a la cocina a por unas copas», le
susurró al oído su acompañante. Ruth se quedó quieta junto a la puerta del salón,
observando a las chicas que bailaban en medio de la estancia o se besaban las unas a
las otras visiblemente borrachas. Incluso se fijó en que la fiesta ya había dejado
víctimas. Una de las chicas, con un disfraz de monja aún puesto, dormitaba
profundamente en uno de los sofás, totalmente ajena a la algarabía reinante. Ruth se
preguntó cómo podría dormir con todo el jaleo que había pero en ese instante ella
misma sintió un sueño arrebatador y supo que aquella chica probablemente estaría
demasiado borracha como para tenerse en pie. Su acompañante regresó portando dos
copas. Ruth cogió la que le ofrecía con gesto mecánico y se la llevó a los labios. No
era lo que solía beber pero a esas alturas de la noche ya le daba igual lo que le cayera
en el estómago. Sacó el paquete de tabaco pensando que un cigarrillo la despejaría.
«Sólo se puede fumar en los balcones», dijo una voz frente a ella. Ruth alzó la mirada
y se encontró con una chica morena de ojos rasgados —¿verdes, quizá?— algo más
joven que ella, vestida con un traje masculino de corte clásico y un sombrero de
fieltro. Lo dijo en tono afable pero con la suficiente autoridad como para que Ruth
pudiera adivinar que era la anfitriona. A continuación ella y su acompañante se
abrazaron y se la presentaron, confirmando así sus suposiciones. «Ruth, esta es Lola,
la que ha montado la fiesta». Ruth asintió y le dio la enhorabuena a falta de algo
mejor que decir. Luego la observó con más atención y se percató de que
probablemente fuera más joven de lo que pensó un momento antes. Mucho más
joven. A duras penas sobrepasaría los veinte. «¿De qué vas disfrazada?», le preguntó
Ruth con una ironía que no creyó que su interlocutora pudiera captar. Lola se lanzó a
sí misma un satisfecho vistazo y a continuación la miró retadora. «¿A que no lo
adivinas? Y no me digas que de gangster…». Ruth, a su vez, la miró de arriba abajo,
como si necesitara hacerlo cuando desde que la vio tuvo muy claro cuál era su
disfraz. «De Clyde», sentenció. «De Clyde de 'Bonnie & Clyde', por supuesto». Lola
trató de ocultar su sorpresa. Hizo un mohín con la boca y ladeó la cabeza en un gesto
entre coqueto y ofendido. «Hace un par de años yo también me disfracé de Clyde», le
explicó Ruth. «Veo que no soy la única mitómana por aquí», añadió lanzando una
mirada a unos retratos de Audrey Hepburn y Marilyn Monroe que colgaban de una de
las paredes. Lola contestó algo pero Ruth ya había desconectado. Al recordar cuando
ella misma se disfrazó como uno de los fugitivos más perseguidos de los años treinta
se le vino encima el pasado. Aquel momento pretérito en que su vida todavía estaba
bajo control, cuando todo lo que hacía era desenfadado e informal, cuando no
arrastraba la constante sensación de estar herida. Cuando todo le resultaba mucho

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más fácil de lo que le estaba resultando ahora.
No supo en qué momento Lola se alejó de ellas en pos de la charla o el coqueteo
con cualquiera de las otras asistentes a la fiesta. Los recuerdos de Ruth empezaron a
difuminarse definitivamente entonces. Su acompañante, aquella chica de la que no
recordaba el nombre o, siquiera, si en algún momento lo había sabido, se entretuvo en
acorralarla contra la pared para besarla. Los siguientes minutos o, quizá, horas
pasaron en una sucesión de besos y magreos contra las paredes, en el sofá que
quedaba libre, en uno y otro balcón, en atisbos fugaces del resto de chicas que, poco a
poco, iban desapareciendo, en vistazos a la pared en la que se proyectaban los vídeos,
en miradas perdidas a una bola de espejos que había en un rincón del techo iluminada
por un foco. Ruth cree que todavía no había amanecido cuando la chica con la que
llevaba gran parte de la noche la fue arrastrando, sin dejar de besarla, a través de la
casa hasta una puerta cerrada situada en el otro extremo del piso. Ruth intuyó que
sería el dormitorio y se dejó conducir hasta él sin oponer resistencia porque tampoco
sabía qué otra cosa podría hacer.
Lo que Ruth no esperaba al traspasar el umbral de la puerta e introducirse en la
oscuridad de la habitación era que no iban a estar solas allí dentro. La chica la empujó
suavemente sobre la cama y la espalda de Ruth topó con cuerpos ajenos que se
revolvían los unos sobre los otros. Por encima del rumor sordo de la música que
sonaba en el salón y que perdía fuerza a medida que avanzaba por el pasillo, Ruth
empezó a distinguir con claridad el chasquido inconfundible de los besos, el
murmullo de los gemidos, las respiraciones agitadas de quienes compartían cama en
ese momento. Aunque sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad gracias a
la velada luz que se filtraba por la ventana, Ruth no supo cuántas mujeres habría en
aquella habitación. Lo que estaba claro es que a ninguna parecía haberle molestado la
intrusión de ella y su acompañante. Más bien al contrario, con una coreografía que
casi parecía ensayada, fueron haciendo hueco en la cama para esos dos nuevos
cuerpos que se unían a la improvisada orgía. La chica sin nombre comenzó a
desnudarla pero pronto sintió que no sólo eran sus manos las que lo hacían ni sus
labios los únicos que rozaban su piel. Vislumbró rostros desconocidos con los que tal
vez se hubiera cruzado un rato antes en el salón. El único que fue capaz de reconocer
fue el de Lola. Sus miradas se cruzaron un breve instante. La de Ruth totalmente
perdida, la de Lola inquisitiva y satisfecha, magnética y misteriosa, pueril y
experimentada a la vez. Incluso cuando Lola desvió su mirada para besar a una chica
salida de entre las tinieblas de la habitación, Ruth aún sintió esos ojos rasgados,
lánguidos e indolentes, clavándose en ella durante varios segundos más. Luego cerró
los suyos y decidió entregarse a la inconsciencia.
Ahora Ruth vuelve a abrir los ojos. Se pregunta cuáles de esas instantáneas que
reproduce su recuerdo pertenecen a la realidad y cuáles a su imaginación. Al escaso

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tiempo de sueño que ha tenido. Sacude la cabeza como si así pudiera conseguir
expulsarlas de su pensamiento. Se incorpora. Al hacerlo oye un gemido. Se gira para
descubrir en la otra punta de la cama, una cama que ahora parece mucho más grande
de lo que recordaba, un bulto que se revuelve agitadamente entre sueños y Ruth se
pregunta si esa chica fue con la que llegó a la fiesta o es otra que ahora mismo no
recuerda. Como un ladrón que quiere escapar del lugar del crimen cuanto antes, se
levanta, va recogiendo su ropa desperdigada por el suelo y comienza a vestirse. Sale
de la habitación y, sin hacer ruido, cierra la puerta tras de sí.
Aún junto a la puerta acaba de vestirse. Se está agachando para atarse las
zapatillas cuando escucha un tímido repiqueteo sobre la tarima del suelo. Alza la
cabeza y su mirada se encuentra con la de un perro, uno de esos bulldogs franceses
que tan de moda están, de color blanco con manchas y antifaz negro, que la observa
con curiosidad ladeando la cabeza. Por el tamaño no debe ser más que un cachorro.
Ruth le dedica una sonrisa cansina y le rasca detrás de las orejas. Justo cuando está a
punto de levantarse escucha una voz femenina en el otro extremo de la casa:
—¡Paaaacoooo! —grita la voz y, por un momento, Ruth se pregunta si habrá un
hombre en la casa. No recuerda haber visto más puertas que pudieran pertenecer a
otras habitaciones. Y aquél no parecía ser el típico piso compartido—.
¡¡¡Paaaacoooo!!! ¡Ven aquí! ¡No enredes! —añade la voz y Ruth se percata entonces
de que el tal Paco no es otro sino el cachorro.
Paco acude raudo a la llamada y retrocede sobre sus pasos, trotando alegremente
a través del pasillo en pos de su dueña. Ruth, guiada por la inercia, le sigue. En el
gran salón que acogió la fiesta unas horas antes apenas queda rastro alguno del
desfase del que Ruth fue testigo. La mesa ha sido recogida y el suelo barrido y
fregado. Lo único que no ha cambiado ha sido la chica disfrazada de monja que sigue
dormitando en el mismo sofá, aunque algún alma caritativa le ha echado una liviana
manta de color naranja por encima. Tumbada en el otro sofá, ataviada con un
pantalón de deporte gris y una sudadera, está Lola tecleando frenéticamente en un
Mac blanco. Paco llega hasta ella y Lola, agarrándolo por la piel del cuello, lo sube al
sofá acomodándolo junto a sus piernas. En el momento en que Ruth divisa su bolso
sobre una mesa en la que hay otro ordenador y un proyector de vídeo, Lola parece
percatarse de su presencia allí. Gira la cabeza, la ve y, al reconocerla, sus labios
dibujan una sonrisa franca pero no por ello menos enigmática.
—¡Hola! Veo que ya has conocido a Paco… —dice acariciando el lomo del perro.
—Sí… —contesta Ruth dubitativa—. ¿Anoche también estaba por aquí con el
jaleo que había?
—No —Lola menea la cabeza—. Le dejé encerrado en el cuarto de baño de la
habitación. No lo hubiera pasado muy bien en la fiesta… —dice lanzando una mirada
dulce al animal. Luego, en un segundo, sus ojos cambian, se tornan picaros y los

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dirige a Ruth—. ¿Y tú? ¿Lo pasaste bien? —pregunta frunciendo los labios en una
mueca irónica.
—¿Yo? —Ruth fuerza media sonrisa—. Bien, bien,… —y añade en tono esquivo
—: No estuvo mal.
—Me alegro —dice Lola complacida.
Un móvil comienza a sonar sobre la mesa del ordenador. Lola y Ruth lo miran
extrañadas sin hacer nada. Lo miran y se miran entre ellas.
—¿Es tuyo? —pregunta Lola.
—¿No es tuyo? —pregunta a su vez Ruth.
La chica disfrazada de monja se revuelve en el sofá, pareciendo despertar —o
más bien resucitar— al fin. Ruth y Lola la miran conteniendo la risa a duras penas.
—¡Jooodeeer! Ese es mi móvil… ¿Alguien me lo puede acercar? —Ruth toma el
móvil y se lo lleva a la chica que lo descuelga sin ni siquiera mirar la pantalla—. ¿Sí?
… ¿Y cómo coño sabéis que sigo aquí?… —mira a Lola aguzando los ojos— ¡Serás
cabrona! ¿Ya lo has colgado en Internet? —Ruth mira a Lola encogerse de hombros
con actitud inocente—. No sé… Cuando se me pase la resaca… Sí, me quedé
dormida en mitad de la fiesta… Vale, luego hablamos. Adiós —la chica cuelga la
llamada, aferra el móvil contra su pecho y parece dispuesta a seguir durmiendo pero
con los ojos ya cerrados murmura—: Lola, cariño, cuando vuelva a ser persona te vas
a enterar. Al menos espero que no hayas colgado ninguna foto mía…
Lola se ríe, maliciosa, y echa un vistazo a la pantalla de su portátil. Ruth suspira,
se acerca a la mesa y recoge su bolso.
—Bueno, yo me voy —anuncia.
—Bien. Ya nos veremos por ahí —le dice Lola sin mirarla—. En la próxima
fiesta, quizá.
—Sí, en la próxima fiesta… —corrobora Ruth en voz muy baja, deseando salir
cuanto antes de allí.
Llega hasta la puerta del piso y, tras un par de intentos infructuosos, consigue
abrirla y salir. Mientras baja las escaleras hasta la planta baja, su móvil comienza a
berrear dentro del bolso. Comprueba la pantalla antes de contestar. Es Juan.
—Hola —contesta lacónicamente Ruth parándose en medio del portal, sin salir a
la calle.
—¿Dónde coño estabas? Llevo llamándote toda la mañana…
—Por ahí —responde ella en tono esquivo.
—¿Y adonde vas ahora?
—A casa.
—A casa… —repite Juan—. ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿Comes conmigo?
Conmigo y con Diego, quiero decir…
—No sé… —dice en tono como de fastidio—. Mejor no, Juan. Me apetece estar

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en casa. Sola.
—¿Ni siquiera un café? —le inquiere su amigo—. Tú y yo, si lo prefieres.
—No, de verdad —dice Ruth meneando la cabeza aunque Juan no pueda verla.
—¿Estás bien? —pregunta en tono preocupado.
—Estoy como tengo que estar. No hay más —abre la puerta del portal y sale a la
calle—. Mira, ahora me voy a casa, voy a ver si duermo, como o hago algo útil. Ya te
llamaré, ¿vale?
—Bueno, si es lo que tú…
—Pues eso —le corta—, ya te llamo yo en otro momento, ¿vale? Venga, un
besito. Hablamos.
Ruth cuelga la llamada y cierra los ojos. No se siente con fuerzas de enfrentarse a
la mirada de Juan. Ni a de la de nadie, en realidad. Durante las últimas semanas ha
escuchado demasiadas voces ajenas. Y en todas ellas subyacía, aunque no llegaran a
formularla, esa insidiosa pregunta de cómo ha sido capaz de dejar a Sara del modo en
que lo ha hecho. Y a Ruth se le acaban las excusas y las justificaciones. Por eso
prefiere esquivar las preguntas antes de que se produzcan. No espera que nadie la
entienda porque tampoco ella misma se entiende. Pero ha sido su decisión y ahora le
toca cargar con las consecuencias. No necesita que nadie le recuerde lo mal que lo ha
hecho.
A diez metros del portal de Lola está la calle Fuencarral, cerca del mercado del
mismo nombre. Decide ir caminando a casa. Quince o veinte minutos andando sin
prisa para despejarse y pensar en qué puede gastar lo que queda de ese día festivo.
Como quedar con alguien queda descartado por los mismos motivos por los que no
ha querido ver a Juan, Ruth piensa que pasará el rato haciendo limpieza en el piso.
Dicen que cuando organizas lo material también se organiza tu interior. Pues eso
hará. Un poco de limpieza, otro poco de poner orden y otro poco de tirar lo que de
inservible pueda haber en su casa (que, sin duda, será mucho). Y quizá después,
cuando caiga la noche, se ponga una película para evadirse y dejar de pensar durante
el par de horas que la ficción dure.
Cuando llega a la altura del Vips de Fuencarral se detiene y entra en su interior.
Su instinto consumista la obliga a comprar algo. Algo de comer, algo que leer, algo
con lo que llenar su tiempo durante lo que quede de día. Coge un pack de seis
Coronitas mientras se pregunta mentalmente si en casa tendrá limones. Cierra la
puerta de la cámara frigorífica y está a punto de darse la vuelta para dirigirse a pagar
a caja cuando se da de bruces con ellos. Ali y David. David y Ali. Tanto monta,
monta tanto. Esa pareja inseparable e impensable hasta hace tan sólo unos meses
cuando Ali se definía como una lesbiana con pedigrí y un tanto hostil con todo aquel
que perteneciera al género masculino. Ambos la miran con la misma sorpresa con la
que Ruth les mira a ellos. Y también con cierta incomodidad. Como todo el mundo a

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raíz de su ruptura con Sara. Incómodos, dubitativos y de maneras forzadas.
—Hola —les dice Ruth en tono quedo.
—Hola —replican ellos casi a la vez—. ¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí? —
pregunta Ali mirando a Ruth y luego a David con algo de nerviosismo.
Ruth se encoge de hombros.
—Ya veis —alza el pack de Coronitas—. Haciendo acopio de reservas para la
tarde—. ¿Y vosotros? ¿Vais a comer a casa de tus madres? —pregunta al acordarse
de que las madres de Ali viven por la zona.
—¿Eh? —Ali se muestra repentinamente nerviosa—. Sí, sí, vamos a comer con
ellas ahora…
Ruth mira a Ali como si dudara de lo que acaba de decir. Pero en el fondo poco le
importa lo que vaya a hacer ahora ni si le está mintiendo o diciendo la verdad. Ella,
como otros muchos, ya ha demostrado de qué parte está en esta historia. Y no es de la
suya, por supuesto.
—Bueno, chicos, yo os dejo. Que hace mucho que no voy por mi casa y tendré
que comprobar que sigue en el mismo sitio… Nos vemos.
Se despide con un gesto y se dirige a la caja. Paga, coge la bolsa en la que le han
metido las cervezas y sale del establecimiento sin mirar atrás. Dejando a Ali y David
plantados en el mismo sitio en que los encontró.

Ali y David se miran el uno al otro. Ali suspira cerrando los ojos. Se siente como
si Ruth la hubiera pillado traicionándola. Aunque Ruth no tenga por qué saber que
con quien realmente van a comer David y ella es con Sara. Y sabe que no debería
sentirse así. Que no está traicionando a nadie. Que sólo está ofreciendo su apoyo a
quien más parece necesitarlo. Porque Ruth lo ha rechazado. Ha rechazado el apoyo de
todos. En el último mes se ha negado a ver a aquellos que la rodean, a los que se
suponía que consideraba sus amigos. Y Ali sabe que, con el tiempo, Ruth convertirá
eso en un arma arrojadiza. Les dirá que la traicionaron, que no estuvieron a su lado
cuando lo necesitaba. Pero Ali está cansada de recibir negativas cada vez que llama a
Ruth y le propone quedar a tomar algo. Ruth siempre argumenta que no puede, que
no es el momento, que tiene muchas cosas que hacer. Y Ali se siente impotente
sabiendo que no puede hacer nada, que Ruth ya ha cerrado la puerta y que no piensa
dejar pasar a nadie. Y eso no sería del todo malo (al fin y al cabo es su decisión y
contra eso no se podría hacer nada) si Ali no supiera que es sólo un mecanismo de
Ruth para quedar como la auténtica víctima de la historia. A la que todo el mundo
abandona y nadie comprende. A la que dan la espalda por los errores cometidos. La
que no obtiene el perdón.
—Nena… —le dice David rodeándole los hombros con su brazo. Ali aparta sus
pensamientos y le mira.

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—Ya, ya. Venga, vamos a pillar el periódico de una vez…
Cogen un ejemplar de El País, la excusa por la que habían entrado en el Vips y
que les había llevado a dirigirse al fondo del local cuando Ali creyó ver a Ruth junto
a las cámaras de las bebidas. Salen de la tienda con el ánimo torcido. Al menos Ali.
Sobre todo Ali. Caminan calle abajo sin cruzar palabra y casi sin tocarse. Al llegar a
la plazuela que hay junto al Mercado de Fuencarral avistan en la puerta del
restaurante a Sara, que les ve aparecer y les hace un gesto con la cabeza mientras
espera que lleguen hasta ella.
—Hola, chiqui. ¿Cómo estás? —pregunta Ali al darle dos besos. La pregunta,
obviamente, es retórica. Salta a la vista cuál es el estado de Sara. Ha perdido bastante
peso durante el último mes, tiene la cara demacrada y luce unas ojeras que ya las
quisiera para sí un oso panda.
—Bien, bien. ¿Cómo voy a estar? —contesta Sara encogiéndose de hombros
antes de dar dos besos también a David— . ¿Entramos? He llegado un poco antes y
he reservado mesa porque me olía que iba a haber jaleo…
Los tres penetran en el interior del restaurante. Uno de esos de diseño en los que
la cantidad de comida servida es inversamente proporcional a su precio. Mientras
echan un vistazo a la carta Ali se pregunta si deberían contarle el encuentro de un rato
antes. Sabe que desde que Sara sacó sus cosas de la casa de Ruth no han tenido más
contacto que un par de llamadas telefónicas y algunos e-mails. No sabe cómo podría
reaccionar Sara al saber que la acaban de ver. Podría no importarle o podría hundirla
más. Sobre todo si le dijeran que Ruth debía de volver, a esas horas y a tenor de lo
poco que les ha dicho, de una noche de juerga. Como si a Ruth le resbalara lo que
hubiera pasado con Sara y se dedicara a salir de marcha sin percatarse de que ha
destrozado a una persona a la que decía querer.
Pero Sara se lo pone fácil y sin levantar la vista de la carta le pregunta
directamente por Ruth.
—Bueno… ¿Ruth sigue sin dar señales de vida?
Ali abre mucho los ojos ante la pregunta. Mira a David que se remueve incómodo
en su asiento y que la mira a su vez.
—Más o menos. De vez en cuando la llamo a ver si quiere quedar a tomar algo y
siempre dice que no pero…
—¿Pero qué? —inquiere Sara levantando la mirada de la carta y clavándola en los
ojos de Ali cuando nota que tarda en contestar.
—Pero nos la acabamos de encontrar cuando veníamos para acá… —explica Ali
incapaz de mentir. Luego traga saliva esperando la reacción de su amiga.
Sara, por su parte, asiente y retorna la vista a la carta. Pasan varios segundos en
un completo silencio que sólo es roto con la aparición del camarero para tomarles
nota. Sara le hace su pedido con decisión. Ali y David la imitan. El camarero recoge

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las cartas y les deja de nuevo a solas con su silencio.
—Seguramente volvería de juerga —afirma Sara rompiendo la mudez al fin—. O
de casa de alguna. No creo que un día de fiesta se levante a mediodía para dar una
vuelta…
—No sé —se apresura a decir Ali—. No ha dicho de donde venía—explica
aunque omita la parte en la que Ruth les ha dicho que se iba a su casa dando a
entender que llevaba mucho tiempo fuera de ella.
—Conozco a Ruth, Ali. Quizá no tanto como pensaba pero sé cómo funciona su
cabeza. Probablemente haya vuelto a su tónica de salidas y juergas como si nada
pasara. Y seguro que se estará tirando a todas las que pueda para olvidarse cuanto
antes de lo que ha pasado.
—No creo que sea tan fría, Sara… —apunta David, atreviéndose a hablar por
primera vez desde que se sentara.
—¡No seas ingenuo, David! —exclama Sara en un conato de violencia—. Ruth
puede ser muy fría cuando quiere. Y esta es una de esas situaciones en las que Ruth
sólo sabe reaccionar con frialdad. Haciendo ver que nada le importa. O a lo mejor es
que nada le importa realmente. Salvo ella misma, claro…
—Yo creo que David tiene razón. No creo que lo esté pasando bien— interviene
Ali.
—Y si no lo está, ¿por qué no se apoya en sus amigos? ¿Eh? ¿Por qué? —les mira
inquisitivamente y le da una calada al cigarrillo—. Primero porque sabe que ha
actuado mal y como es una puta cobarde no quiere ver cómo sus propios amigos le
echan la culpa. Y segundo porque es mucho más cómodo volver a su vida de
despreocupación que reflexionar acerca de lo que ha hecho y por qué.
Sara enciende un cigarro al ver que les traen las bebidas, agua para ellas dos,
cerveza para David. Su ira es palpable y Ali lamenta haber mencionado el encuentro
con Ruth. Le resulta dolorosa esa situación. Porque Sara lleva su parte de razón y no
puede negársela. Pero Ali sabe que también Ruth lo está pasando mal. Aunque su
reacción lleve a pensar otra cosa. Pero es que Ruth reacciona así ante el dolor.
Huyendo. Escondiéndose. Y sí, creyendo que por irse de copas con simples
conocidos va a sentirse mejor y las cosas se solucionarán solas.
El camarero comienza a traer lo que han pedido. No son platos normales sino
pequeñas bandejitas de cerámica y cristal sobre las que hay unas supuestas tapas de
diseño. Comen casi sin hablar, apenas unas pocas trivialidades. Ali se siente más y
más impotente a cada minuto. Como cada vez que queda con Sara. Como cada vez
que intenta hablar con Ruth. Si bien es más fácil apoyar a la primera porque es la
única que accede a verla, no deja de ser descorazonador para Ali no poder hacer nada,
no poder aliviar ni paliar el dolor que está sintiendo Sara desde que Ruth la
abandonó.

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A Ali todavía le sorprende que Sara no se haya vuelto a Barcelona. Al fin y al
cabo se había trasladado a Madrid por Ruth. Lo lógico sería que, puesto que Ruth ya
no es el motivo de permanecer allí, se hubiera marchado al lugar en donde tenía su
vida montada antes de conocerla. Donde estaban sus amigos, la gente que la conocía
desde hacía mucho más tiempo que ellos. Los que estarían de su lado de un modo
natural puesto que no conocerían a la otra parte implicada. Los que le darían la razón
simplemente porque son sus amigos y no le deben nada a la persona que le ha hecho
daño. Ali intuye que si Sara no se ha ido es porque en el fondo, en algún lugar
recóndito de su cabeza o de su corazón, aún confía en que lo de Ruth sólo sea una
mala racha pasajera, que es algo que todavía puede arreglarse. Por mucho que Sara se
empeñe en decir que no quiere verla, ni hablar con ella ni saber qué puede estar
haciendo. La esperanza es lo último que se pierde. Y tras las rupturas la esperanza en
lo imposible es casi lo único a lo que las personas se agarran desesperadamente.
—¿Qué tal te va en el trabajo? —se atreve a preguntarle Ali a Sara.
La aludida se está llevando el tenedor a la boca en ese momento. Mastica la
comida deprisa para contestar. Antes de hacerlo da un sorbo a su vaso de agua.
—Bien. Normal. Ya sabes que no es gran cosa. Sólo es un trabajo para cobrar a
fin de mes. Es básicamente lo mismo que tenía en Barcelona.
—Ya… —dice Ali llevándose también comida a la boca.
—¿Y tus clases? ¿Las compaginas bien con el curro? —pregunta a su vez Sara,
quizá por corresponder.
—Sí. Bueno, ya sabes, ahora no hay mucho ajetreo. En febrero ya veremos…
—¿Y tú, David? ¿Todo bien?
David asiente contundentemente con la cabeza.
—Todo como siempre. Mi trabajo es bastante tranquilo…
Ali sabe que cada vez que Ruth sale en alguna conversación consigue que los
ánimos se tensen hasta extremos insospechados. Le gustaría servir de más ayuda,
decirle algo que ayudase a Sara a empezar a superar la historia. Porque Ali no tiene
mucha confianza en que Ruth recule. Ruth nunca intenta algo dos veces. Para ella no
existen las segundas oportunidades. Si algo falla a la primera es que no tenía visos de
funcionar desde el principio. Ali lo sabe. Se lo ha escuchado decir a Ruth en muchas
ocasiones. Y no quisiera ver que Sara se aferra a una difusa expectativa de
reconciliación. Porque intuye que, de ocurrir, Ruth acabaría destrozándola por
completo. Porque las segundas partes son posibles si las dos personas quieren y
ponen todo su empeño. Pero Ruth nunca pondría empeño en ello. Se dejaría llevar y
la volvería a fastidiar. Decir después que el problema vino por volverlo a intentar es
una forma de lavarse las manos porque, en el fondo, no se ha intentado de verdad
hacer que las cosas funcionen.
Terminan de comer con el silencio instaurado de nuevo entre los tres. Tras dar el

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último bocado es Sara la que lo rompe de nuevo.
—¿Nos tomamos un café en otro sitio? —pregunta en tono despreocupado.
Fingidamente despreocupado.
Ali y David asienten y los tres comienzan a preparar el dinero para pagar la
comida.

Sara camina por delante de Ali y David hundida en sus pensamientos. Desde hace
un mes su cabeza se ha convertido en una olla a presión que no para de bullir. Cada
día, cuando se despierta, durante el primer nanosegundo de conciencia, su mente está
completamente en blanco. Como si no pasara nada, como si nada la preocupara. Pero
tras ese breve instante —siempre demasiado breve— la realidad la golpea sin piedad.
Entonces todo acude en cascadas descontroladas. Una punzada de dolor le atraviesa
el estómago. Y el pecho. Un dolor sordo alojado en las entrañas que le impide hasta
respirar con normalidad. A menudo siente que se ahoga. Y a menudo piensa que no
podrá soportarlo. Pero lo soporta. A duras penas pero lo hace. Día tras día, semana
tras semana. Se acostumbra al dolor hasta el punto de no recordar cómo era la vida
sin él. Como si siempre hubiera estado ahí, punzando, desgarrando, palpitando dentro
de ella.
Cada día es un suplicio mayor que el anterior. No hay momento en que no piense
en Ruth y en lo que ha pasado, analizando hasta el último detalle en un vano intento
de comprender y racionalizar, de buscar una explicación lógica, algo que haga que
duela menos. Pero cuanto más lo piensa más se da cuenta de lo mucho que le duele,
de que no puede comprenderlo, de que no lo superará fácilmente, de que pasará
mucho tiempo antes de que pueda decir que está bien.
Le cuesta un mundo ir a trabajar. Muchas mañanas está tentada de quedarse en la
cama y no levantarse en todo el día. Es algo que le apetece mucho. Permanecer
tumbada en la cama y revolverse en su propia mierda sería mucho más fácil que salir
de casa y enfrentarse a la rutina cotidiana porque esa misma rutina la hastía y le
recuerda inevitablemente lo sucedido. Porque, además, su trabajo lo consiguió gracias
a los contactos de Ruth y, de vez en cuando, su jefa le pregunta por ella. Sara no sabe
si está al corriente de qué tipo de relación la unía con Ruth pero, conociendo el
carácter indiscreto de su ex novia, no le extrañaría nada que esa mujer estuviera al
cabo de la calle en lo concerniente a Ruth y ella. Y eso le hace sentirse todavía más
incómoda en la oficina. Porque el carácter de Sara a ese respecto es totalmente
opuesto. En el trabajo, en ninguno de los trabajos por los que ha pasado, nunca ha
hablado de su vida privada. Ni de sus relaciones con hombres ni de sus relaciones con
mujeres. Al trabajo siempre ha ido a trabajar, no a hacer amigos ni confidencias. Por
mucho tiempo que pase con sus compañeros y compañeras. Su vida privada es algo
que empieza cuando sale por la puerta de la oficina y termina cuando vuelve a entrar

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por ella.
Sin embargo, en esta ocasión le está resultando más complicado que nunca
mantener oculto lo que le sucede. Han sido varias las personas que le han
preguntando si le pasa algo. Y es que no es sólo su apariencia física en continuo
declive o el brillo de sus ojos totalmente apagado. Cada vez más se da cuenta de que
no rinde lo que debiera, que se le olvidan cosas, que no está a lo que tiene que estar.
Y eso le provoca aún más inquietud y ansiedad. Ya tiene suficientes cosas en la
cabeza como para encima preocuparse de que la despidan. Aunque, ¿qué podría
importar un golpe más?
Se detiene en la puerta del Baires. Mira hacia atrás y les pregunta a Ali y David
con la mirada si les parece bien entrar ahí. Ambos asienten con la cabeza sin decir
nada. Sara entra en la cafetería seguida por la pareja. Una mesa queda libre junto a
uno de los ventanales y Sara se apresura a sentarse. El camarero acude cuando Ali y
David aún no se han sentado. Sara y Ali piden café con leche, David un café bombón.
Y de nuevo el silencio.
Sara sabe que para sus amigos la situación es incómoda.
Sobre todo porque se supone que eran amigos de Ruth antes de ser también los
suyos. Y agradece que no hayan tomado la postura fácil de ponerse de parte de Ruth
por comodidad, porque es a la que conocen desde hace más tiempo y ella el elemento
desconocido que entró en sus vidas a través de su amiga. Sara supone que si han
hecho todo lo contrario es porque han visto que la que se lo ha montado mal ha sido
Ruth y no ella. Pero tampoco eso le supone un gran alivio. No quiere que le den la
razón. Lo que quiere es dejar de sentirse como una mierda. Dividir a la gente en
bandos es lo último que le apetece y lo último que le interesa.
Si no habla mucho no es porque no tenga nada que decir. Es que ya está cansada
de tener la misma conversación una y otra vez. Nunca llegan a ningún sitio. Es dar
vueltas una y otra vez sobre el mismo eje, como los ponis de las ferias. Y el eje es
Ruth. Siempre Ruth. ¿Y de qué sirve seguir hablando de Ruth a esas alturas? De
nada. No sirve de nada. Pero aún así…
Aún así no puede evitarlo. Y que Ali y David le acaben de decir que se han
encontrado con ella mientras venían hacia el restaurante no mejora las cosas. Al
contrario. Le da a Sara más razones para seguir martirizándose. Porque sabe que si
Ruth, un día de fiesta, estaba en la calle a mediodía es porque aún no se había
acostado. O, al menos, que no lo ha hecho en su casa. Y eso a Sara tan sólo le trae la
dolorosa certeza de lo poco que le ha importado siempre a Ruth. De que ahora le
importa aún menos. Que ella se ha pasado la noche de juerga sin importarle que Sara
no pudiera dormir por su culpa. Que ella ya estará acostándose con otras como si el
último año a su lado no hubiera existido. Y no es que eso duela. La palabra dolor se
queda pequeña para lo que siente Sara al tomar conciencia de la actitud de Ruth. Es

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algo más lacerante. Es su dignidad, su autoestima diluyéndose en el lodo. Es ella
misma desvaneciéndose poco a poco y sin remedio.
Le da un sorbo a su café y mira a Ali y David. Los dos la miran expectantes,
como si quisieran decir algo pero no supieran el qué. Sara sonríe sin ganas sólo para
aliviar la tensión. Agarra su paquete de tabaco y saca un cigarrillo. Tras encenderlo
les pregunta qué van a hacer esa tarde.
—Pues no sé, poca cosa —responde Ali mirando a David. El muchacho se encoge
de hombros—. ¿Qué vas a hacer tú? —le pregunta a su vez Ali mirándola de nuevo.
—Creo que me voy a ir casa. No me apetece mucho pasarme la tarde danzando
por ahí…
Ali asiente pareciendo comprender. Sara apura su café de un trago. La afirmación
que acaba de hacer ha hecho que le entrara prisa por cumplirla. Siente un deseo
incontrolable de estar ya sola en casa, en su habitación, el único lugar en el que ahora
mismo se puede sentir segura aunque sus fantasmas la acechen desde cada rincón. Se
levanta del asiento. Ali y David la imitan. Se dirigen a la barra para pagar sin tener
que esperar que el camarero les haga caso. En la puerta de la cafetería se despiden.
Sus amigos van otra vez hacia la calle Fuencarral, Sara prefiere ir a coger el metro en
la plaza de Chueca. Le da dos besos a David y cuando le va a dar otros dos a Ali, esta
la abraza por sorpresa.
—Ya te lo he dicho pero te lo vuelvo a decir. Sabes que puedes contar conmigo,
¿verdad? —le susurra al oído.
Sara asiente con la cabeza cuando se separa de ella. Se miran a los ojos. Sara
esboza una tímida sonrisa. Comienza a alejarse de ellos sin dejar de mirarlos y sin
acabar de darse la vuelta. Ellos la sonríen con algo que ella interpreta como
compasión. Y es esa mirada la que, por alguna razón que ni ella misma comprende,
consigue que su ánimo se venga abajo definitivamente. Por fin se gira y les deja atrás,
encaminándose Gravina abajo hasta la plaza.
Un primero de noviembre a media tarde no es de esperar que haya mucha gente
por la calle. Y eso es lo que Sara se encuentra al llegar a la plaza de Chueca, apenas
unas pocas personas que van y vienen. Mientras se encamina a la boca de metro Sara
se fija en una chica que juega con un perro en la mitad misma de la plaza. En realidad
lo de que está jugando es una forma de hablar porque el animal, que no debe ser más
que un cachorro, está despanzurrado en el suelo y se niega a moverse mientras su
dueña trata de hacerle caminar. Al llegar junto a ellos, Sara no puede evitar agacharse
junto al perro y acariciarle. Le resulta gracioso. Y también tierno.
—No se quiere mover, ¿eh? —le dice Sara a la desconocida.
—No, no le da la gana —rezonga ella—. Prefiere ir limpiando el suelo con la
panza…
La chica se agacha también, de modo que ambas quedan a la misma altura. Una

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vaharada de su olor llega hasta Sara. Una mezcla de perfume y crema hidratante
quizá, no es capaz de describirlo con exactitud. Pero con los sentidos agudizados por
el dolor Sara lo percibe con una intensidad inusitada. Le resulta evocador, tal vez
tranquilizador. Dan ganas de refugiarse en el hueco de su cuello y llorar todas esas
amargas lágrimas que se esconden tras sus ojos y que día tras día empapan sus
mejillas. Pero no está bien visto tirarse a los brazos de las desconocidas por lo que
Sara continúa acariciando al animal. El perro saca la lengua con satisfacción al
notarse protagonista del momento y recibir caricias por partida doble. Sara se atreve a
observar a la chica con más atención. Es joven, probablemente no más de veintiuno o
veintidós. Y también guapa. Cabello moreno y unos bonitos ojos verdes. Pero su
mirada perdida no denota juventud sino hastío. Y ver que alguien tan joven parece tan
cansado de todo merma todavía más su ánimo. La vida no sólo es una mierda para
ella. Lo es para todos.
Se pone en pie. La chica la imita y vuelve a tirar del perro para que camine. Sara
murmura una despedida a la que la chica responde cuando ella ya está bajando las
escaleras hacia el metro. Con prisa. Sólo tiene ganas de llegar a casa y refugiarse
entre las cuatro paredes de su habitación. Para llorar. Para hacerse preguntas. Para
sentir a solas ese inmenso dolor que la acompaña incansablemente.

A duras penas Lola consigue que Paco camine. A sus tres meses el perro está en la
fase cabezota de no obedecer a las órdenes de su dueña. Si a eso se le une el hecho de
que un cachorro siempre llama la atención de los viandantes que se paran a hacerle
cucamonas y de que él, en cuanto oye un «Ooooh» por parte de cualquiera que se
encuentre cerca, se planta, encantadísimo de haberse conocido, para ser adulado,
halagado y acariciado, cualquier paseo de no más de trescientos metros se convierte
en un calvario de una hora con continuas paradas cada diez pasos.
Y hoy Lola no está de humor para aguantar a desconocidos haciéndole las
preguntas de rigor —«¿Y cómo se llama?», «¿Cuánto tiempo tiene?», «¿Dónde lo has
conseguido?»—. Su ánimo ciclotímico, que esa mañana la había hecho estar animada
y risueña, satisfecha del éxito de la fiesta de la noche anterior, ha conseguido que en
unas pocas horas sea incapaz de contemplar su reflejo en ventanales y escaparates por
temor a enzarzarse en una agria discusión consigo misma. Así que, tras mucho
intentarlo, decide coger a Paco en brazos para recorrer el trecho que la separa de su
casa con mayor rapidez. Sabe que no debería hacerlo porque es mal acostumbrar al
perro pero en ese momento poco le importa.
Al llegar al piso siente un momentáneo alivio. Suelta al perro y cierra la puerta. El
animal se pierde por el pasillo, en dirección a la cocina, para beber agua. Lola le
sigue por inercia. Aunque las últimas en marcharse se empeñaron en recoger el salón,
barriéndolo y fregándolo, todavía quedan restos de la fiesta. Sobre todo allí, en la

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cocina. Botellas vacías o medio vacías, el barreño aún con sangría, vasos de plástico
desperdigados por todas partes, manchas inclasificables en cualquier superficie…
Sabe que debería limpiarlo pero sólo con verlo se le quitan las ganas y una gran
apatía comienza a invadirla. Y piensa lo mismo que siempre tras hacer una fiesta.
Que no volverá a hacer otra. Que no le compensa el esfuerzo previo y posterior por
tan solo unas pocas horas de satisfacción. Pero sabe que siempre habrá otra fiesta
cuando menos se lo espere, cuando ya se le haya olvidado lo que siente en momentos
como ese, cuando le vuelva a parecer buena idea llenar su casa de gente, ser la
anfitriona, sentirse querida por las que afirman ser sus amigas. No obstante ese
momento aún no ha llegado y ahora mismo sólo siente rabia contenida al ver los
restos del naufragio recordándole lo fugaz de los buenos momentos.
Observa cómo bebe Paco. Con esa fruición que tienen los perros que resulta hasta
placentera de ver. Sintiéndose vigilado, Paco deja de beber y alza la cabeza mirándola
con ojos interrogantes, quizá buscando su aprobación. Lola deja entonces de mirarle
y se aleja de la cocina, volviendo a atravesar el pasillo en dirección al salón mientras
se quita la cazadora. La deja caer sobre una silla. Se sienta en uno de los sofás y coge
el portátil que descansa entre los cojines. Lo enciende y abre su correo electrónico.
Algunas de sus amigas ya le han enviado fotos de la fiesta. Las descarga en el
disco duro para después ir mirándolas una por una con atención. Lleva ya como un
par de docenas cuando su mirada se detiene en una de las chicas que aparece en las
imágenes. Esa chica que trajo Laura ya de madrugada, la que se fue del piso a
mediodía. Ruth se llamaba si Lola ahora no recuerda mal. Notando la misma punzada
de interés que sintió la noche anterior al llamar su atención cuando la vio sacando su
paquete de tabaco, dispuesta a encender un cigarrillo, Lola comienza a mirar las fotos
desde el principio buscándola en ellas. Apenas sí aparece por casualidad en dos o
tres. Al fondo, en una esquina u otra de la foto, siempre en segundo plano, como si no
se hubiera dado cuenta de que alguien estaba disparando la cámara. Hace zoom varias
veces sobre su figura para ampliarla. La imagen se distorsiona, se desdibuja pero
sigue siendo reconocible. Lola se fija en el semblante de Ruth. Perdido, fuera de
lugar, angustiado. Quizá desolado. Se fija también en sus ojos, en la tristeza y el
desamparo que destilan. Lola reconoce esos ojos sin dudarlo. Esa mirada le resulta
demasiado familiar. Todos los días se encuentra con ella cuando se mira en el espejo.

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TIEMPO

L ola está sola en casa. Algo inaudito si tenemos en cuenta que la mayoría de sus
amigas y conocidas han adoptado su piso como base de las más variopintas
operaciones con la excusa —acertada excusa, lo admite— de que viviendo al lado de
Chueca es lo más lógico. Todo pilla a mano. Quedan allí los viernes y sábados por la
tarde para proyectar las noches de fiesta que les esperan. En ocasiones piden comida
a domicilio para salir ya cenadas. En otras deciden aún allí a qué restaurante de
económico menú acudirán en esa ocasión para saciar su apetito. Y salen del piso con
el plan perfilado sabiendo que sólo dos calles les separan de su primera parada. Es
como si su casa fuera la línea de salida de una carrera con tantas metas como
participantes.
Pero también acuden allí entre semana, a menudo interrumpiendo una soledad
deseada y buscada por ella, con la excusa de que pasaban por allí, que han quedado
con alguien un rato después y tienen que hacer tiempo, que han salido del trabajo que,
por supuesto, también está en el centro y han pensado en hacerle una visita o que
necesitan urgentemente un ordenador con conexión a Internet porque están esperando
un e-mail muy importante. Cualquier motivo es bueno para llamar a su puerta,
esbozar una sonrisa, agacharse a acariciar a Paco y entrar en el piso antes de que ella
haya llegado a apartarse de la puerta. En circunstancias normales no le suele importar.
Si la pillan haciendo algo, lo aplaza para más tarde. Por suerte, tiempo es de lo que
más dispone Lola. Aunque técnicamente es una estudiante universitaria que acudió a
la capital desde una remota provincia norteña para cursar Comunicación Audiovisual
la realidad es que, tras tres cursos con resultados nefastos, la única vez en que sus
pies han pisado el campus durante el último año fue para hacer la matrícula del curso
académico vigente. En los últimos meses se ha encontrado teniendo más tiempo libre
del que nunca hubiera pensado que dispondría. Tanto tiempo libre, vacío, muerto,
agravado por el hecho de que apenas duerme cuatro o cinco horas cada día gracias a
un inexplicable insomnio que crece en lugar de desaparecer, ha convertido su vida en
una masa informe de días que se parecen unos a otros cuya vacuidad y sin sentido la
va anestesiando de un modo imparable.
Por eso hay días como hoy en los que agradece estar sola, en los que esquiva lo
mejor que puede la posibilidad de que alguien se acerque a verla, llegando incluso a
no contestar al teléfono o no abrir la puerta si llaman. Esos días en los que no quiere
ver a nadie, en los que lo único que quiere es regodearse en su propio dolor y soledad.
Días en los que no está para nadie porque ni siquiera está para ella misma. Días en los
que mirarse en el espejo es un auténtico ejercicio de autocontrol porque en cuanto
posa la mirada en su reflejo siente el deseo de huir despavorida. No, no es que se odie
a sí misma. Es que se le hace incómodo comprobar que cuando debería estar en lo

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mejor de su juventud su vida ha llegado a un punto muerto. Nada consigue motivarla,
ilusionarla, esperanzarla. Su actitud se vuelve cínica y descreída de un modo tan
radical que a veces la asusta. Porque ella no era así antes y no es capaz de recordar el
momento en que algo cambió en su interior y la obligó a adoptar esa postura tan
desconocida para ella hasta entonces. Porque sólo tiene veintiún años aunque le
queden poco más de tres meses para cumplir veintidós. Porque es demasiado joven
para sentirse ya tan cansada de todo.
En días como ese se acerca al Starbucks a por café y regresa rauda y veloz a
refugiarse de nuevo en su piso. Navega sin rumbo por Internet durante horas, se traga
sesiones dobles y triples de películas antiguas sentada frente a la persiana del
proyector o se agazapa en un rincón a ver pasar el tiempo con la mirada perdida y la
cabeza bullendo de una tensión que hasta ahora no conocía. Una agitación interna que
no acaba de explotar, que no suele exteriorizar hasta que, por la causa más nimia,
algo se rompe en su interior y estalla en un desconsolado llanto. Le gustaría decir que
eso sólo sucede cuando está a solas pero ya han sido varias las ocasiones en las que
alguna de sus amigas ha sido testigo y paño de lágrimas de esos arranques
emocionales que la dominan cuando siente que no puede más. A su orgullo le duele
mostrarse tan vulnerable pero no puede hacer nada por evitarlo. Cuando las lágrimas
afloran a sus ojos no puede pararlas por mucho que lo intente.
Su día en soledad transcurre lento y tedioso. Apenas come pero eso es lo habitual
en ella. Su alimentación se compone básicamente de café y helado. Tampoco su
estómago le pide algo más sólido. Vegeta durante varias horas frente al ordenador con
Paco enredando a sus pies. Tiene que apartarle constantemente de los cables del
equipo para que no los muerda. Y hoy está especialmente pesadito en su empeño de
roer todo lo que encuentra en su camino. Tanto que Lola empieza a agobiarse.
Mucho. Y la misantropía con la que se ha levantado esa mañana comienza a
transformarse en claustrofobia. Agarra su móvil para mirar qué hora es. Se sorprende
al descubrir que sólo son las siete y diez de la tarde. Entonces decide dejar de
comportarse como un animal enjaulado que, nervioso y angustiado, da vueltas sin
parar por el perímetro de su celda y piensa que salir a la calle no le vendrá mal del
todo. Apaga el monitor de ese ordenador que nunca descansa y agarra a Paco para
sacarle del salón y cerrar la puerta tras ella. Al soltarle en el suelo del recibidor el
perro le lanza una mirada ilusionada pensando que es hora de uno de sus paseos pero
Lola avanza decidida hasta su dormitorio para coger una cazadora y su bolso y
regresa junto a él sin hacer el menor atisbo de ponerle la correa. Sale del piso y baja
las escaleras a buen ritmo. Al llegar a la calle piensa en las posibles opciones que
tiene. Laura y las demás le dijeron que estarían esa tarde tomando café por Chueca.
No las llama porque sabe perfectamente dónde estarán así que, con paso ligero,
callejea dejando atrás Fuencarral y Hortaleza y llega hasta la puerta del Baires. Nada

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más entrar en el local se queda plantada en medio mirando en derredor. Uno de los
camareros la saluda con una sonrisa. Algo normal teniendo en cuenta que es una
habitual de la cafetería y que al venir con Paco siempre termina llamando la atención
de la concurrencia a causa de las monerías del perro. Pronto encuentra a sus amigas
con la mirada, sentadas en la entreplanta del fondo del local, en la misma mesa de
siempre, junto al ventanal. Se dirige hacia ellas esbozando una sonrisa guasona.
Laura es la primera en percatarse de su presencia. Su cara esboza una mueca de
sorpresa y abre mucho los ojos al ver cómo se acerca a donde están sentadas.
—¡Anda! ¿Pero tú no decías que no querías ver a nadie hoy? —le pregunta.
—Ya ves. Me apetecía que me diera un poco el aire —responde Lola cogiendo
una silla de la vacía mesa contigua y haciéndose hueco entre sus amigas.
—¿Y cómo es que has cambiado de idea? —le inquiere mordaz Blanca, otra de
las chicas del grupo.
Lola se limita a repantigarse en la silla y encogerse de hombros sin perder un
ápice de la socarronería que impregna su sonrisa.
—¿Entonces sales con nosotras esta noche? —le pregunta Laura con un brillo
picaro en la mirada.
—Depende. ¿Qué plan tenéis?
Lola observa a su grupo de amigas y las escucha mientras le desgranan las
alternativas que están barajando. Entretanto el camarero que la ha saludado al entrar
se acerca a tomarle nota. Pide una cerveza con limón que el muchacho le trae
enseguida no sin antes preguntarle que cómo es que no ha traído a Paco con ella. Da
un sorbo a la jarra de cerveza y trata de prestar atención a lo que cuentan sus amigas.
Se esfuerza en ello. Pero sabe que se muestra ausente. Ajena. Asiente con la cabeza
como si de verdad le importara lo que dicen. Vence a duras penas sus deseos de
levantarse y volver sobre sus pasos hasta su seguro y cómodo sofá. Sabe que debe
resistir, que no puede ser bueno encerrarse tanto en sí misma.
Pero le cuesta. Al cabo de diez minutos su mente ya está divagando por parajes
muy lejanos. Su mirada se pierde, posándose como una mariposa inquieta en las
diferentes personas que se reúnen en torno a las mesas del local. Algunas caras le
resultan vagamente conocidas, probablemente de cruzarse con ellas en los bares de
madrugada. Le resulta curioso que, queriendo huir de la familiaridad y la mirada
censuradora de los habitantes de un pequeño pueblo norteño en pos del anonimato de
la gran ciudad, se haya instalado en un centro neurálgico gay en donde todo el mundo
acaba conociéndose a golpe de cubata, mirada y saludo superficial. Igual que un
pueblo. Un pequeño pueblo ubicado en pleno centro de la capital por donde a menudo
pasear es un no parar de manos alzadas, miradas de reconocimiento y altos en el
camino para hablar con los conocidos.
La puerta del local se abre dejando paso a un hombre y una mujer que vienen

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juntos. Una expresión de melancolía y desolación se dibuja en sus rostros. Lola
piensa que tal vez sean pareja y que hayan decidido entrar a tomar un café para
aclarar su relación. O para dejarla, quien sabe. Les ve acercarse y subir los tres
escalones que llevan a la entreplanta. Se sientan en una mesa contigua. La mujer se
coloca casi enfrente de Lola justo en el momento en que ella se da cuenta de que la
conoce. Es la mujer que el otro día se detuvo junto a ella para acariciar a Paco. Le
llamó la atención en aquél momento porque fue una de las pocas personas que no
hizo aspavientos exagerados al verle ni formuló ninguna de las aburridas y tópicas
preguntas que suele hacer el resto de la gente. Se limitó a dejar caer un breve
comentario, rascarle las orejas al perro y marcharse. No obstante hubo algo en su
actitud, en su semblante, que la intrigó. El mismo semblante y la misma actitud que
luce hoy mientras le pide al camarero un café con leche y, a continuación, saca un
paquete de tabaco y un mechero de su bolso. Lola la mira fijamente, a sabiendas de
que una mirada continuada siempre es respondida con otra. Sea por las ondas
cerebrales o por cualquier otra razón es algo que no suele fallar. El observado siempre
acaba buscando los ojos que le observan. Pero a esta chica le cuesta captar sus ondas,
enfrascada como está en una intensa conversación con su acompañante en la que el
pesar parece ser la nota predominante. Sin embargo al final lo hace. Desorientada,
mira alrededor como si no supiera qué está buscando y sus ojos se encuentran con los
de Lola que continúan mirándola impertérritos. Durante el par de segundos en que se
observan mutuamente la mujer parece querer reconocer a Lola y, aunque ella le
sostiene la mirada sin inmutarse, no llega a saber con seguridad si habrá conseguido
ubicarla en su memoria porque la desconocida, súbitamente incómoda, aparta la
mirada de ella y vuelve a dirigirla al hombre con el que comparte mesa. Lola
continúa mirándola todavía unos instantes más, como si quisiera memorizar sus
facciones y su mueca de infinito desconsuelo. Pero una llamada de atención por parte
de sus amigas hace que retorne a su realidad, a la mesa de la que ella forma parte, a
los planes que se han estado gestando y que ahora necesitan de su aprobación.

Sara lanza una mirada desvalida a Juan. No deja de ser llamativo que tras la
ruptura con Ruth la persona en la que más haya encontrado consuelo sea el mejor
amigo de su ex novia. La persona que posiblemente lo tuviera más fácil para tomar
partido y apartarse del fuego cruzado que conlleva toda relación rota. Él fue la
primera persona en darse cuenta, sin que nadie le dijera nada, de que lo suyo con
Ruth había terminado. Del mismo modo que él fue la primera persona que la abrazó
tratando de confortarla cuando todo ocurrió, aquel fatídico día de la boda de Pilar y
Pitu en que la actitud y el comportamiento de Ruth acabaron de destrozarla. Desde
entonces Juan le ha mostrado todo su apoyo, quedando con ella habitualmente para
hablar y analizar a Ruth de cabeza a pies, de alma a corazón pasando por ese cerebro

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complejo e inescrutable del que es dueña. Sara sabe que para él no es nada fácil
porque también intenta hacer lo mismo con Ruth, apoyarla y hablar con ella. Aunque
se cuida muy mucho de hacer de correveidile. No es su estilo. Y eso le gusta a Sara.
La templanza de Juan, su sensatez, su honesta imparcialidad que nada tiene que ver
con la supuesta y falsa neutralidad de algunas personas que se ven en situaciones
semejantes. Hablar con él es casi lo único que le procura algo de consuelo. Porque,
además, él es quien mejor conoce a Ruth, quien le puede aclarar los aspectos más
oscuros de su carácter, quien siempre le ofrece un punto de vista distinto y la anima a
racionalizar las cosas y no dejar llevarse por la visceralidad que provoca el dolor
lacerante de haber perdido a la persona que amaba. Que sigue amando.
—¿Y tú qué crees que se le puede estar pasando por la cabeza? —le pregunta,
desconsolada, a Juan. Una pregunta con tintes cada vez más desesperados que va
perdiendo el sentido a medida que la formula una y otra vez.
Juan esboza una sonrisa abatida y deja caer levemente la cabeza hacia delante. Se
encoge de hombros un instante para tomar aire a continuación y soltar la inevitable
respuesta que siempre sucede a la pregunta de Sara.
—No lo sé. Cuanto más intento hablar con ella, más se cierra.
—Porque sabe que se ha portado como una cabrona. Por eso no es capaz de
hablar y dar la cara —espeta Sara en un tono repleto de amargura y resentimiento—.
Muy típico de ella pensar que se puede ir de rositas y no afrontar las consecuencias
de lo que ha hecho… En el fondo no es más que una cría que juega a ser adulta…
Juan asiente y baja la mirada. No responde. Y antes de que pueda hacerlo, Sara
arremete de nuevo:
—Es que es verdad, Juan. Todavía no me ha dado una explicación coherente para
dejarme. La he tenido que configurar yo a base de frases sueltas y cosas que recuerdo
de conversaciones que hemos tenido. Se hace la pobrecita por lo que le pasó con la
dichosa Olga pero ella se ha comportado del mismo modo. En el fondo es igual que
ella y ha acabado haciendo lo que le hizo la otra. En lugar de superarlo se ha quedado
anclada en su papel de víctima… —Sara hace una pausa para tomar aire y encender
un cigarrillo—. ¿Qué pretende que haga yo después de un año de relación? ¿Después
de haber dejado mi casa, mi trabajo, mi vida en Barcelona por venirme aquí? Porque
claro, nunca barajé la posibilidad de que ella se fuera allí. No lo habría hecho ni a
punta de pistola. Así que era venirme aquí o seguir con viajecitos para arriba y para
abajo hasta agotarnos y dejarlo por imposible. ¿Cómo espera que me sienta cuando al
mes de llegar aquí me planta y me da la patada? ¿Acaso piensa que voy a aceptarlo
sin más, pelillos a la mar, poner buena cara y saludarla como si nada pasara cuando
me la encuentre? ¡Eso es impensable, por el amor de Dios! Me ha jodido la vida. Y si
para ella no he significado nada al menos debería saber o intuir o suponer que ella
para mí sí lo ha hecho… —Sara se detiene. Se altera demasiado cuando habla de

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Ruth y su interlocutor no la interrumpe. Se embala y acaba dejándose llevar por la
rabia. Nota los ojos vidriosos y se sabe a punto de llorar. Respira hondo y fija la
mirada en su vacía taza de café.
Juan le coge la mano con delicadeza pero aún así Sara da un respingo al notar el
contacto de su amigo. Le mira indefensa un instante y vuelve a bajar sus ojos hasta la
taza.
—Tienes que empezar a calmarte, Sara. Si sigues alterándote así te va a dar un
ataque de nervios… —le advierte con un tono tierno y casi paternal.
—Ya lo sé… Pero no puedo evitarlo. Cada vez que pienso en ella se me retuerce
todo por dentro…
—¿Has ido al médico? —le pregunta Juan como si fuera algo obvio que tuviera
que haber hecho sin falta. Sara le mira confundida.
—No. ¿Para qué voy a ir al médico?
—¿Cómo que para qué? Para que te recete algo para la ansiedad y los nervios. Te
vendría bien. En ese estado no puedes pensar con claridad y el dolor se intensifica.
No es que unas pastillas vayan a ser el remedio de todo pero te pueden ayudar…
—No quiero tomar pastillas. Ni quiero contarle mis miserias a ningún médico. No
me hace falta. No es la primera ruptura por la que paso. Sobreviviré —sentencia con
aplomo fingido.
—Que no sea la primera no tiene nada que ver con la forma en que te está
afectando. Si quieres puedo acompañarte…
Sara menea la cabeza negativamente con decisión.
—No, no creo que sea una buena idea. Ya pasará… Espero —hace una pausa y se
remueve incómoda en su asiento—. Voy un momento al baño, ¿vale?
Juan asiente y se recuesta en su silla al tiempo que Sara se pone en pie y se dirige
a los servicios. Cierra la puerta al entrar y se planta frente al espejo. Observa su rostro
demacrado con lástima y resentimiento al comprobar de lo que Ruth ha sido capaz.
Luego abre el grifo del lavabo y se inclina para lavarse la cara. Vuelve a observar su
rostro, ahora mojado. Podría estar llorando pero el agua le impediría ver sus propias
lágrimas. Y qué podría importar eso, al fin y al cabo, cuando las lágrimas son una
constante en su vida. Vuelve a echarse agua en la cara una y otra vez, encontrando
una somera satisfacción al sentir el frío líquido sobre su piel. Cuando se da cuenta de
que por mucho que se lave la cara no borrará la tristeza que la adorna, cierra el grifo y
coge papel higiénico del cubículo para secarse. Aún frente al espejo se arregla un
poco el pelo con los dedos para recomponer su aspecto antes de salir.
Está dando el primer paso hacia la puerta cuando alguien al otro lado la empuja
para entrar, dándose casi de bruces con Sara. Por un instante los dos cuerpos quedan
muy cerca el uno del otro y es el instante que Sara emplea en darse cuenta de que es
la chica que la estaba observando un rato antes desde la mesa de al lado. El mismo

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instante también en que la reconoce. Pero no es su rostro lo que hace refrescar su
memoria sino su olor. Ese olor suave pero penetrante que se le quedó grabado como
una promesa prendida en los labios que nadie se atreve a pronunciar. La desconocida
dueña de aquel perro con la que se encontró días atrás en la plaza de Chueca no
oculta que hace rato que la ha reconocido. La mira fijamente y suelta un escueto
«Hola» que parece esperar algo más que el murmullo de Sara devolviéndole un
saludo similar, fingiendo sorpresa e incomodidad, desviando rápidamente la mirada
de sus ojos y saliendo de los servicios con paso firme sin detenerse en ningún
momento ni, mucho menos, mirar atrás.
Regresa a la mesa en la que Juan la espera absorto en su móvil y tecleando
rápidamente lo que Sara supone que será un mensaje de texto. Al verla aparecer,
teclea aún más apresuradamente y envía el sms. Deja el teléfono sobre la mesa y la
mira expectante. Pero Sara ya no tiene fuerzas para continuar hablando de Ruth. Al
menos no esa tarde. Echa un vistazo a su reloj de pulsera con despreocupación y a
continuación anuncia que se va a casa.
—Como quieras —es lo que único que dice Juan ante su decisión.
Al despedirse de Sara en la puerta de la cafetería, Juan siente un leve acceso de
culpabilidad en la boca del estómago mientras sube hasta Fuencarral y enfila la calle
en dirección a la Glorieta de Quevedo. Es algo involuntario y visceral porque sabe
que no tiene nada de lo que sentirse culpable. Sin embargo que la casualidad haya
querido que, en la misma tarde en la que ha quedado con Sara, Ruth haya accedido a
que se pase a verla a su casa no es algo que él pueda controlar. Sara necesitaba hablar
y no podía decirle que no. Y Ruth… En los últimos dos meses ha sido tan complicado
ver a Ruth que siente que no puede desperdiciar ninguna oportunidad que le ofrezca.
Porque por mucho que le duela ver a Sara destrozada por la ruptura, le duele tanto o
más ver a Ruth en ese limbo de sinsentido en el que se ha instalado. O puede que no
le duela más pero se trata de un dolor distinto.
Conoce a Ruth desde que ella tenía veinte años y él veintiocho. Para Ruth él ha
sido un báculo en su proceso de madurez, la persona en la que más ha confiado
siempre, a quien ha acudido cuando ha tenido algún problema. Su relación se ha
cimentado sólidamente con el paso de los años y de las vivencias en común. Ha visto
a Ruth ser una niña feliz y enamorada cuando convivía con Olga. Luego la vio
hundirse en un oscuro pozo cuando Olga la echó de la casa de ambas sin motivo (o a
causa de ocultos motivos de los que se enteraron años después). Estuvo a su lado
cuando, para contrarrestar el dolor, su amiga se lanzó en picado al caos, sobrevolando
durante las noches de juerga sobre el sexo anónimo y el más que ocasional consumo
de drogas que la ayudaban a conjugar el ritmo de un trabajo que le pedía una excesiva
responsabilidad con el del desenfreno nocturno. Y fue testigo escéptico, durante los
últimos años, de su interpretación de mujer fría y cínica, indiferente con los asuntos

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del corazón, que salía con unas y con otras como quien picotea en un buffet sin
acabar de decidirse nunca por un plato en particular.
Juan conoce a Ruth. La conoce bien. Todo lo bien que se pueden llegar a conocer
dos personas teniendo en cuenta que siempre habrá cosas que sorprendan por mucho
tiempo que haya pasado. La ha visto sufrir y ser feliz, cometer equivocaciones y
aprender de sus errores. Ruth puede llegar a ser muchas cosas pero nunca se le
hubiera pasado por la cabeza calificarla de inmadura. Ni que llegaría el día en el que
en lugar de afrontar las consecuencias de sus actos, huiría y escondería la cabeza
como una avestruz asustada. Ruth no es así. O, al menos, no lo era. Y Juan no acaba
de entender cómo su amiga ha llegado a sufrir esta regresión a la inmadurez
adolescente que está demostrando ahora. No entiende cómo, después de haber
elucubrado y descrito en innumerables ocasiones a la mujer que la haría feliz durante
esas conversaciones a solas que tenían ambos en las que Ruth, poco a poco y con
esfuerzo, se abría a él y le confesaba sus anhelos y temores más ocultos, cuando esa
mujer parece materializarse en alguien de carne y hueso la única reacción que es
capaz de tener es la de huir despavorida y sacudirse la responsabilidad contraída con
esa persona como quien se quita una pelusilla del hombro.
Sobre todo le choca que eso haya ocurrido cuando la relación cumplía un año y
no al principio, cuando hubiera resultado más fácil e, incluso, más lógico hacer lo que
ha hecho ahora. Pero no. Ruth aguantó meses de idas y venidas, de puente aéreo y de
trenes de alta velocidad, meses de dudas, de incertidumbres, de ausencia de
cotidianeidad, de apurar y estirar al máximo los momentos compartidos… No es
comprensible que cuando la situación daba un giro hacia la opción más cómoda (y
aunque Ruth no quisiera convivir con Sara, ya la tenía viviendo en su misma ciudad
lo cual daba al asunto un giro sustancial), Ruth se empequeñeció, se asustó y cerró las
puertas de su vida dando un fuerte y sonoro portazo. Juan no puede entenderlo. Y no
es el único. Nadie consigue entender a Ruth.
Al llegar frente a su portal siente por un momento algo de irreal en la estampa que
ofrece. Se ve a sí mismo plantado frente al edificio de su amiga, llamando al timbre
sin obtener respuesta. Aunque la ha visitado en dos o tres ocasiones durante las
últimas semanas, cada vez que acude a verla piensa que en el último momento Ruth
habrá cambiado de idea y no querrá verle. Conteniendo la respiración alza la mano
hacia el tablero del portero automático y pulsa el botón que corresponde a su piso.
Por toda respuesta sólo obtiene, al cabo de unos segundos que se le hacen eternos, el
sordo ruido que indica que bastará empujar la puerta para entrar en el edificio. Exhala
un leve suspiro de alivio y penetra en el portal. Medio minuto después sale del
ascensor en la planta del piso de su amiga encontrándose con la puerta entreabierta,
invitándole a entrar sin decir nada.
Juan cierra con cuidado y camina con sigilo hasta el salón. En la estancia domina

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la penumbra y cierto caos sonoro. El televisor permanece encendido pero Ruth está
sentada al ordenador mirando la pantalla fijamente mientras fuma un cigarrillo. Los
altavoces del equipo despiden música electrónica a un volumen demasiado alto para
su gusto. La única iluminación procede de las dos pantallas lo que confiere a la
escena un aire espectral. Juan apaga el televisor y enciende una lamparita de pie que
hay junto al sofá, devolviendo un poco de realidad al ambiente. Ruth no se inmuta
hasta que su amigo se acerca a ella, alarga la mano hacia la base de uno de los
altavoces y baja la música hasta que sólo queda un tenue murmullo. Sólo entonces
Ruth levanta la vista para mirar a Juan con cierta indiferencia, como si encontrarle a
su lado fuera algo tan habitual que no merece la pena darle mucha importancia.
—Hola —le dice volviendo a mirar la pantalla del ordenador.
—Hola —responde Juan en tono guasón por si así consigue despertar a Ruth.
Pero no obtiene ninguna reacción por su parte. Juan se dirige entonces hacia el
ventanal para abrirlo y ventilar un poco la habitación cargada de humo. Luego coge
una silla, la coloca junto a Ruth y se sienta.
—Bueno, ¿qué? —le pregunta casi un minuto después.
—¿Qué de qué? —masculla Ruth con gesto hosco.
—Que si me vas a decir algo o vamos a jugar a los mimos.
Ruth se encoge de hombros.
—No tengo gran cosa que contar. De casa al curro, del curro a casa, algunas
noches de juerga… Lo de siempre. No hay mucho más.
Juan suspira visiblemente crispado.
—¿Cuándo coño piensas dejar de fingir que no te importa lo que ha pasado?
Ruth le mira con una angelical cara de sorpresa.
—No ha pasado nada, Juan. Sólo es una ruptura. Sara lo superará. Y yo también.
Nadie se muere por amor —sentencia con sorna.
—O sea que no piensas hablar, es eso, ¿no?
—Si quieres hablar, Pilar debe estar a punto de llegar —anuncia señalando a un
punto inconcluso, como si Pilar fuera a aparecer por arte de magia—. Pregúntale
cómo va su vida de casada. Seguro que estará encantadísima de enumerarte las
virtudes de su flamante esposa.
Juan nota la impotencia y la ira pugnando dentro de él por manifestarse. Ruth
puede ser tan exasperante que le entran ganas de darle de bofetadas si así consiguiera
hacer que entrara en razón. O que reaccionara al menos. Se siente perdido. No sabe
cómo acercarse a ella. Ruth se ha convertido en un muro infranqueable y le ha
despojado de escaleras y cuerdas con las que saltar por encima. Al principio pensó
que sólo era cuestión de tiempo, que en cuanto pasara el shock inicial Ruth
claudicaría consigo misma y, al menos, se abriría con él. Pero no, no se abre sino que
se cierra por momentos. No habla de lo que piensa ni de lo que siente. Su rostro, en

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contraposición al de Sara, demacrado y ojeroso, permanece impasible pese a
mostrarse sombrío. No transmite ninguna emoción. Juan mira a Ruth con lástima y
piensa que su amiga ha muerto por dentro.

El timbre del portero automático suena por segunda vez esa tarde. Ruth se levanta
de la silla ergonómica desde la que preside su escritorio y se acerca al telefonillo para
abrir el portal. Luego lleva a cabo la misma operación que un rato antes y entreabre la
puerta del piso para que Pilar entre. Sin mediar palabra regresa a su silla y a su
pantalla. Poco después su amiga irrumpe en el salón. Por el rabillo del ojo la ve llegar
y poner cara de grata sorpresa al ver a Juan junto a ella.
—Llegas justo a tiempo —exclama Ruth—. Ahora que estamos los tres seguro
que Juan querrá que haga terapia de grupo con vosotros… —se burla agarrando su
paquete de tabaco.
Por el rabillo del otro ojo ve cómo Juan pone los ojos en blanco. Se lleva un
cigarrillo a los labios y hace girar la silla ciento ochenta grados de modo que Pilar
queda a su derecha y Juan a su izquierda. Enciende el pitillo y mira a ambos
alternativamente.
—Chicos, os veo preocupados —se mofa levantándose de la silla y yendo hacia la
cocina—. ¿Queréis una cervecita o algo?
Sin esperar respuesta trae tres botellines de Coronita ya abiertos y las deja sobre
la mesita baja que hay frente al sofá. Luego coge la suya y regresa a sentarse en su
silla ergonómica.
—Lo siento, me he quedado sin limones —se disculpa tras dar el primer trago.
Juan y Pilar cogen sus cervezas. Pilar se sienta en el sofá. Juan permanece en la
misma silla. Durante un par de minutos los tres beben en silencio sin decir nada. Pilar
imita a Ruth encendiéndose también un cigarrillo de un paquete que saca de su bolso.
—Bueno, ¿qué te cuentas? —dice esta última rompiendo el silencio.
Ruth se encoge de hombros.
—Lo mismo que le contaba a Juan. De casa al curro y del curro a casa. Con
alguna juerguecita de por medio, ¿para qué te voy a engañar? —explica guiñándole
un ojo a su amiga.
Ruth se siente acorralada pero ya comienza a acostumbrarse al acoso de sus
amigos. Entiende que estén preocupados pero no logra compartir esa preocupación.
Todo es mucho más fácil de lo que ellos pretenden aparentar. Sólo es cuestión de
tiempo. El tiempo lo cura todo. El tiempo hará que Sara la olvide y ese mismo tiempo
seguirá anestesiándola a ella. No deberían darle tanta importancia a lo que ha pasado.
No ha ocurrido nada extraordinario. Todos los días hay rupturas, parejas que se
rompen, personas que se hunden a causa de ello. Y el mundo no deja de girar. Ruth se
limita a afrontar con estoicismo su decisión. No quiere pensar en ello. No quiere

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pensar en Sara. No quiere pensar en sí misma. Sólo quiere que todo pase y que nadie
se empeñe en hurgar en su subconsciente para hacerle psicoanálisis barato.
Aunque por otro lado intuye que todo esto supondrá un punto de inflexión en su
vida. Ahora sabrá quiénes son de verdad sus amigos. No le molesta que apoyen a
Sara (porque sabe que lo están haciendo aunque se cuiden de no hacérselo saber). Lo
que le escuece es que parece que a Sara la comprenden mucho mejor que a ella.
Incluso a Juan y Pilar, que son los que más tiempo llevan a su lado, les cuesta
entender su decisión. Y para Ruth todo está muy claro. Meridianamente claro. Ella
dejó a Sara para no destrozarla del todo. Ahora puede estarlo, sí, por supuesto, pero
de haber seguido juntas Ruth sabe que su actitud la hubiera acabado haciendo más
daño. Y más vale un dolor agudo y puntual que ir mermando día a día el corazón de
Sara hasta despedazarlo por completo. Ella ha hecho lo que debía. Por mucho que le
pueda doler a su ex novia. O a ella misma.
—¿Salís esta noche? —pregunta Ruth a sus amigos. Ambos menean
negativamente la cabeza.
—¿Y tú? —le pregunta Pilar a su vez.
—Puede que sí, puede que no. Según me dé —responde ella con lasitud e
indiferencia dando un nuevo trago a su cerveza.
Ruth está segura de que todos sus amigos piensan que para ella dejar a Sara ha
sido muy fácil. Que no le ha dolido, que no le ha importado. Y claro que lo ha hecho.
Pero no podía continuar. No podía. Era algo superior a sus fuerzas. Sabe que por
mucho que se hubiera esforzado no hubiera conseguido salvar nada. Su relación
estaba sentenciada aunque no sabría decir por qué. O quizá sí. Porque ella no puede
cambiar aunque lo intente. Ya es demasiado tarde para hacerlo.
Muchas noches recuerda aquel momento en que Sara verbalizó lo que Ruth aún
no había sabido cómo decir. La mañana en que Pilar se casaba y ellas estaban
esperando a Juan y Diego para dirigirse al lugar del evento. La mirada de Sara se le
quedó grabada en la memoria. Esa mirada que la asustó aún más de lo que estaba
justamente por lo que representaba. Una mirada dolida y resentida, indefensa y
desamparada que la acusaba de estar hiriéndola con saña, alevosía y premeditación.
Que sin palabras le estaba diciendo que era una mala persona. Ella no quería que
hubiera sucedido así. Pensaba dejarlo para otra ocasión. Aunque ya llevase mucho
dejándolo para otra ocasión. Sólo estaba buscando el momento más oportuno. Y, sin
duda, el día de la boda de Pilar y Pitu no lo era. Pero Sara quiso que fuera entonces.
Fue ella la que puso las cartas sobre la mesa y Ruth sintió que no podía seguir
fingiendo que no pasaba nada. Porque sí pasaba y no creía que mentirle en aquel
instante fuera lo mejor. Sólo habría servido para enredarlo todo más. Para darle a Sara
una esperanza momentánea que haría que cuando la verdad saltase a la luz fuese aún
más dolorosa. Y se lo dijo. Bueno, en realidad se limitó a actuar por omisión. La

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actitud taxativa de Sara, su firmeza al dar por sentada la decisión de Ruth, no admitía
discusión posible.
Algunos podrían decir —y quizá lo hayan hecho— que Sara se lo puso fácil. Y no
lo fue en absoluto. Sara no quiso hablar después. Y Ruth temía lo que pudieran
decirse si comenzaban a discutir. Así que cargó con la culpa, con el peso de ser la
mala de la película y dejó que Sara se irguiera en el papel de víctima. Así era mucho
más fácil para todos. Sus amigos comunes podrían consolar a Sara y machacarla a
ella. Compadecerían a una en su tragedia y tratarían con acritud a la otra en un
completo acto teatral en el que cada miembro del elenco de personajes estaba
definido por su bondad o por su perversidad. Una obra en la que ella era la zorra
malvada de la que se esperaba una pronta redención o de lo contrario se la desterraría
para siempre de El País de Nunca Jamás. Curioso que ella siempre se hubiera
identificado más con Peter Pan…
De repente se da cuenta de que Juan y Pilar están hablando entre ellos y se
descubre asintiendo por inercia a lo que dicen, como si realmente lo hubiera estado
escuchando. No hablan de Sara y de ella sino de cosas triviales. Hace girar la silla
para mirar qué hora es en el ordenador. Todavía es pronto. Esperará a que sus amigos
se vayan, se dará una ducha y saldrá a dar una vuelta por los bares. Eso es fácil. Eso
no requiere mucho esfuerzo. Y la exime de pensar demasiado.
En esta ocasión no es como cuando Olga la dejó. No se ha lanzado como una
suicida al desenfreno. No se emborracha hasta caer redonda. Ni se deja medio sueldo
en polvos mágicos. Bebe lo mismo que antes de la ruptura —mucho en cualquier
caso, lo sabe, pero al menos no es más que antes— y no siente la tentación de
introducir en su organismo otras sustancias aparte del alcohol y el tabaco. Todo está
como siempre. Pero cuando sale no se relaciona con la gente de siempre sino con
simples conocidos, esas personas que sólo la han tratado en nocturnas circunstancias,
que no saben nada acerca de la ruptura o que, incluso, ni siquiera están al corriente de
la existencia de Sara. Pasar tiempo con esas personas consigue que durante un rato
pueda evitar pensar en toda la historia. Ellos no le hacen preguntas, ni le hablan como
si quisieran obligarla a darse cuenta de una verdad incontestable o admitir algo de lo
que no se hubiera percatado. Son relaciones tan superficiales que hasta le procuran un
retorcido placer al convertirla en una persona casi sin pasado. Y que mientras vaya
pasando el tiempo. Eso es lo único que espera.

Pilar y Juan bajan juntos en el ascensor con el ánimo impotente y cara de


circunstancias. Salen del portal hablando de Ruth y Sara y ella tiene la sensación de
que en los últimos dos meses no ha habido otro tema de conversación que no hayan
sido ellas dos. Y es algo que empieza a agotar su paciencia. Sobre todo porque,
mientras todo el mundo da por sentado que la ruptura es total y completamente

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definitiva, ella no tiene tan claro que sea así. Es como si los demás, de estar tan
ocupados consolando a una y otra parte, hubieran obviado cualquier otra posibilidad.
Pero Pilar, desde que Ruth mencionara por primera vez a Sara al volver de aquellas
vacaciones en Baleares, conociendo a su amiga como la conocía, supo que era el
comienzo de una de esas clásicas historias de ni contigo ni sin ti que tanto gustan en
las películas y tantos quebraderos de cabeza traen en la vida real. Y esa repentina
ruptura cuando la relación parecía encauzarse hacia los típicos derroteros de
normalidad y cotidianeidad no hacía sino confirmar sus suposiciones. Tal vez se
equivoque pero a Ruth y Sara aún les quedan actos por interpretar.
Y es que Pilar, gracias a su condición de amiga, confidente, comparsa, secundaria
y figurante en la vida de los demás ha visto muchas historias como esa. Y a la
experiencia vicaria se le une la suya propia que, aunque escasa y habitualmente
negativa, le ha enseñado también mucho acerca del comportamiento humano. Las
cosas nunca son lo que parecen. Las parejas perfectas ocultan rencores y odios. Las
parejas por las que nadie apuesta sobreviven justamente a causa de un enfrentamiento
constante que se traduce en una dependencia mutua que les obliga a continuar. Los
más honestos y valientes mienten y actúan cobardemente. Los que parecen malas
personas sorprenden comportándose de un modo mucho más coherente que los que
esgrimen esa virtud para sí mismos. Nunca nadie es de un modo u otro sino de
muchos que a menudo se contradicen. Y las mismas personas que no pueden evitar
hacerse daño tampoco pueden evitar quererse.
Juan la acompaña hasta la boca de metro de Bilbao. Aunque al principio él
también iba a cogerlo con ella según se van acercando le dice que le duele mucho la
cabeza y que prefiere tomar un taxi. Se despiden al borde de las escaleras. Juan le da
dos besos y saludos para Pitu. Ella le corresponde del mismo modo mandándole
saludos a Diego. Baja las escaleras sintiéndose extraña por esa situación tan poco
habitual. La de pertenecer a una pareja estable. Tan, tan estable que hasta está
vinculada mediante un contrato civil. Aunque lleva con Pitu más de un año todavía
no se acostumbra a no ser ya la eterna soltera con mala suerte en las relaciones.
En más de una ocasión llegó a creer que nunca tendría a su lado a una persona a
la que poder considerar su pareja. Y eso que ella siempre había pensado que era la
típica chica que una vez se empareja lo hace para siempre. De hecho incluso cree
firmemente que si hubiera tenido algún novio en el pueblo antes de tomar la decisión
de venirse a Madrid para descubrir si realmente la atracción que sentía por las
mujeres era de verdad y no producto de una pasajera confusión adolescente, aún
seguiría con ese hipotético novio que, posiblemente, se hubiera convertido en
hipotético marido ya. Porque en el fondo lo único que había querido Pilar siempre era
que alguien la quisiera. Dejar de ser esa amiga, confidente, comparsa, secundaria y
figurante en la vida de los demás y convertirse en alguien importante e

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imprescindible para otra persona. Ser protagonista en otra vida aparte de en la suya.
Formar parte de algo, ser tenida en cuenta, sentirse querida y no constantemente
despreciada y abandonada por aquellas personas que llegaban a importarle.
El metro llega a Plaza de Castilla y sale del vagón junto a una riada de gente que,
probablemente como ella, van a tomar alguna de las múltiples líneas de autobuses
interurbanos del intercambiador que se ubica en la superficie. Pilar se deja llevar
dentro de esa marea humana que la envuelve mientras escucha la música a todo
volumen en ese mp3 que la aisla de los ruidos de la urbe. Al llegar a la dársena
correspondiente comprueba que su autobús aún no ha llegado pero que ya se ha
formado una nutrida cola. Se coloca tras la última persona, convirtiéndose así ella
misma en la última durante unos momentos antes de que más gente se coloque detrás
suyo. La música sigue sonando mientras su mente continúa divagando. El autobús
llega y, pasados unos minutos, abre sus puertas para que los pasajeros comiencen a
entrar. Cuando lo hace ella aún quedan bastantes asientos libres por lo que se sienta al
fondo, junto a la ventanilla. Le gusta ver el paisaje, aunque sea nocturno e industrial
como el que le espera hasta llegar a casa. La relaja y le evita posibles mareos. Y le
ayuda a pensar.
Y no es que tenga mucho en lo que pensar pero lleva unas semanas haciendo una
personal recapitulación de lo que han sido los últimos doce años en Madrid y de lo
que ha vivido desde que puso el pie en la ciudad. Quiere reflexionar sobre ello y
valorar su evolución aunque a priori ésta parezca positiva. Una persona nunca debería
olvidar lo que ha vivido si quiere valorar lo que tiene en el momento presente.
Pilar siempre se ha considerado una persona bastante mediocre. Incluso más
mediocre que la mayoría. Tampoco se considera una persona culta ni inteligente ya
que nunca llegó a cursar una carrera universitaria y a duras penas logró acabar el
instituto. Nunca tendrá un trabajo importante. Ni siquiera un trabajo que le guste.
Desde que entró en el mundo laboral siempre se ha limitado a realizar aburridas
tareas administrativas de bajo nivel que lo único que le reportan es un mísero sueldo a
final de mes. Tampoco su vida social y sentimental fue, durante una época, para tirar
cohetes. De adolescente era enfermizamente tímida y nunca llegó a tener grandes
amistades, mucho menos una pandilla con la que salir. Su condición de hija única
tampoco ayudaba mucho a su sociabilidad. Descubrir a esa edad una incipiente
atracción por las chicas pudo haberle supuesto un duro golpe acrecentando su
introspección y su sensación de desamparo. Por suerte supo hacerle frente tomando la
primera decisión importante de su vida: salir del pueblo e irse vivir a la gran ciudad
más cercana, en su caso, Madrid. Y nunca ha estado tan satisfecha de algo como de lo
que hizo en aquel momento. Porque empezar de cero en un entorno distinto al que la
había acogido siempre hizo que sintiera que nacía de nuevo. Que podía aprender a ser
una persona diferente. Que aún tenía mucho por descubrir y aún mucho más que

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vivir.
Y no es que sus comienzos fueran fáciles. Con dieciocho años y sin formación de
ningún tipo tuvo que aceptar toda clase de trabajos, legales y bajo cuerda, si quería
pagar el alquiler y comer todos los días. Lo que sí resultó fácil fue comenzar a
conocer gente y establecer relaciones de amistad con las personas que iban entrando
en su vida. Haciéndolo se dio cuenta de lo limitada que había estado su vida en un
pueblo dónde toda la gente estaba cortada por el mismo patrón y se veía con malos
ojos a aquel o aquella que sacaba un poco los pies del tiesto, ya no digamos que
manifestara poseer una sexualidad distinta a la norma. Llegar a Madrid le hizo ver la
cantidad de gente distinta e interesante que había en el mundo.
Ruth fue una de las primeras personas que conoció gracias a que, al poco de
llegar, Pilar se dejó caer por un colectivo gay. Siendo sincera, Pilar tenía poco de
activista pero acudir allí se le antojaba una opción más fácil y viable que ir sola a
probar suerte a un barrio de Chueca que por aquel entonces no era lo que la gente
conoce hoy sino algo mucho más sórdido y clandestino. En el colectivo conoció a
Ruth, una muchacha de poco más de veinte años, alegre y divertida, felizmente
emparejada con Olga, una superactivista algo más mayor que ella, que coordinaba
varios equipos de trabajo dentro de la asociación. Entre ellas surgió una espontánea
amistad afianzada por, además de ser de las pocas mujeres que allí había, tener una
edad similar y unas circunstancias vitales parecidas. No hacía mucho que Ruth se
había independizado de su familia para irse a vivir con Olga y mientras cursaba a
trancas y barrancas su carrera de Publicidad, bregaba en trabajos basura tan inestables
como los que Pilar empezaba a conseguir.
Ese fue el comienzo de una estrecha amistad que ha venido durando hasta ahora.
Pero si bien el carácter de Pilar se ha mantenido más o menos intacto con el paso del
tiempo, modificándose lo lógico y esperable en alguien que está madurando, los
cambios de Ruth han sido mucho más radicales y siempre provocados por factores
externos. No es que Ruth cambie, es que sufre auténticas metamorfosis cuando las
circunstancias le son adversas. A menudo Pilar la compara en su cabeza con un erizo
que, cuando se asusta, hace una bola con su propio cuerpo y sólo deja que se vean las
espinas. Y lo peor es que no le importa a quién pueda herir con ellas.
No puede dejar de darse cuenta que el cambio más brutal se produjo tras la
ruptura con Olga. Algo en el interior de Ruth murió entonces. Perdió la inocencia y la
ilusión cambiándolas por un desmedido cinismo. Perdió también la capacidad de
confiar en la gente. Al menos en la gente que iba conociendo. Los únicos que se
salvaban de la criba eran ella, Juan, Diego y pocos más. De cualquier otra persona
que pudiera acercarse a su vida de nuevas siempre acababa poniendo en entredicho la
bondad de sus intenciones. Continuó siendo una chica medianamente alegre y
divertida pero se recubrió de una más que sutil pátina de recelo y suspicacia.

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Después de Olga no volvió a tener relaciones estables. Se limitó a picotear aquí y
allá. De vez en cuando aparecía alguna que daba la sensación de que se quedaría en la
vida de Ruth más tiempo del inicialmente previsto pero pronto ella se encargaba de
sacarla. Y mientras tanto adoptaba a Pilar como fiel escudera y acompañante en sus
noches de juerga. A Pilar le gustaba ir con Ruth a bares y discotecas pese a que era
consciente de que así sus posibilidades de que alguna chica se fijara en ella eran
sumamente escasas. Su amiga era quien atraía al noventa por ciento de las miradas y
al diez por ciento restante no solía interesarle ni Ruth ni ella misma. Aún así era
divertido. Hablaban entre ellas y conocían a mucha gente, lo cual ayudaba a la
patológica timidez de Pilar hasta el punto de convertirla en una persona mucho más
sociable de lo que ella llegó a pensar que pudiera ser algún día.
Embebida en sus pensamientos Pilar no se da cuenta de que el autobús ha llegado
a su parada. Da un brinco y se levanta del asiento justo cuando la última persona está
saliendo por las portezuelas. Portezuelas que se cierran en sus narices y que la
obligan a llamar la atención del conductor para que vuelva a abrirlas. El aludido
masculla un juramento pero las abre igualmente y Pilar puede salir al exterior del
vehículo. Luego echa a andar. Desde la parada de autobús hasta su casa hay una
caminata de diez minutos. Se sube la cremallera del abrigo hasta más arriba del cuello
notando que la temperatura allí es mucho más baja que en la capital. La piel de las
mejillas se le pone tirante y los oídos le duelen pese a llevarlos protegidos por los
auriculares del mp3. Aprieta el paso para llegar cuanto antes y cuando por fin entra
en el portal siente un gran alivio al saberse ya en casa.
Al abrir la puerta del piso, antes de traspasar el umbral, se da cuenta de la quietud
que lo invade. Instintivamente mira su reloj de pulsera y se encuentra con que es casi
medianoche. Sabe que Pitu ya se habrá acostado porque a las cinco de la mañana
tiene que levantarse. Esa semana tiene turno de día. Había declinado acompañarla
hasta Madrid porque quería pasarse a ver a su hermana, su cuñado y sus sobrinos
pero en el fondo Pilar sabe que también lo ha hecho porque Pitu no acaba de tragar a
Ruth. No por nada en particular pero ya desde el día de la boda notó que ellas dos
nunca pasarían de un trato cordial propiciado por el hecho de tenerla a ella en medio.
Camina con sigilo a través del piso. Enciende una pequeña lamparita del salón y
ya con mejor visibilidad se dirige al dormitorio. Pitu duerme profundamente con una
respiración acompasada y sonora. Pilar se sienta junto a su cuerpo tendido y la mira.
Con la tenue luz que llega del salón observa sus rasgos, su expresión relajada y casi
diría que una leve sonrisa que le tensa la comisura de los labios. Una súbita ternura la
domina y Pilar también sonríe. La besa en la sien y a continuación se levanta del
borde de la cama. Piensa en hacerse algo ligero de cena y comérsela mientras mira un
rato la televisión. Más tarde se acostará. Aún quiere estar un rato más a solas consigo
misma.

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CUÁNTAS VUELTAS

E l timbre del horno suena indicándole a Juan que el soufflé está listo. Protegiendo
sus manos con sendas manoplas acolchadas, saca la bandeja y la coloca sobre
una tabla de madera. Mientras lleva a cabo toda la operación su hombro izquierdo
sostiene contra su oreja el teléfono inalámbrico. Está hablando con Sara. Como casi
todas las noches. Aunque nunca digan nada nuevo. Aunque sigan dando vueltas a lo
mismo, como quien se empeña en resolver un cubo de Rubik al que le han cambiado
las pegatinas de sitio convirtiéndolo en algo imposible de solucionar. Lo mejor que a
Juan se le ocurre decir a estas alturas es que deje pasar el tiempo. No es que quiera
darle esperanzas a Sara en el sentido de que Ruth pueda recapacitar y tratar de volver
con ella —la verdad es que Juan no lo cree en absoluto, sabe que su amiga es muy
tajante con sus decisiones— pero piensa que lo peor que puede hacer Sara es seguir
dándole vueltas a algo que ni comprende ni, posiblemente, llegue a comprender algún
día.
Mientras lleva la ensalada a la mesa del salón, ya cogiendo el teléfono con la
mano, ve que Diego sale del baño duchado y vestido y se encamina directo a la mesa.
—Nena, te dejo, que Diego acaba de salir de la ducha y vamos a cenar, que se
tiene que ir a currar en un rato. Mañana hablamos, ¿vale? —le exhorta volviendo
sobre sus pasos para coger el resto de las cosas de la cena.
—Vale, vale —responde Sara un tanto apurada—. Dale un beso de mi parte.
—¡Un beso de parte de Sara! —grita a Diego desde la cocina.
—¡Otro para ella! —responde el interpelado también alzando la voz.
—Ya lo has oído, ¿no?
—Sí, sí. Bueno, no te entretengo más. Ya hablaremos.
—Cuídate, haz el favor. Y no le des muchas más vueltas de las imprescindibles.
—Como si fuera tan fácil… —Sara suspira al otro lado de la línea—. En fin…
Venga, que te dejo. Un beso. Ciao.
Y cuelga súbitamente. Juan mira el teléfono con aire circunspecto. Luego lo deja
sobre la encimera de la cocina, coge los platos en los que ha servido la cena y los
lleva al salón donde Diego le espera ya sentado a la mesa haciendo zapping con el
mando a distancia del televisor.
—¿Cómo anda? —le pregunta sin desviar la mirada de la pantalla.
—Jodida. Y cada vez peor —responde Juan sentándose— ¿No podrías intentar
hablar con ella? —le inquiere Juan mirándole directamente a los ojos en cuanto
Diego posa su mirada en él—. En calidad de psicólogo, quiero decir…
Diego se encoge de hombros.
—Puedo intentarlo. Siempre que saque un hueco, claro… Pero no deberías
preocuparte tanto. Es normal que esté así. Está en plena fase de duelo. Es posible,

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incluso, que aún no haya aceptado la ruptura… Acuérdate de Ruth cuando pasó lo de
Olga. Su duelo fue mucho peor y lo acabó superando. Aunque para ello tuviera que
quemar Madrid y beberse hasta el agua de los floreros…
Juan frunce el ceño al mirar a su novio.
—No creo que sea apropiado poner como ejemplo de superación a la misma
persona que le ha provocado todo esto. Las circunstancias son distintas, además. Por
no hablar de que Sara es muy diferente a Ruth. Sara al menos dice lo que siente. Ruth
no debe de hablar ni con su almohada…
—Las mujeres son más emocionales que los hombres. Para bien y para mal… Y
ellas dos son las dos caras de la misma moneda. Ruth se lo traga y Sara lo expulsa
hacia fuera pero el origen es el mismo, un conflicto emocional que ninguna de las dos
es capaz de resolver…
Juan mira a Diego estupefacto. A menudo le sorprende la frialdad científica con la
que su novio encara las emociones. Siempre acaba reduciendo los sentimientos a
meras sustancias químicas segregadas por el cerebro. Como si el amor y todo lo que
conlleva no fuera más que un chute combinado de serotonina, dopamina y oxitocina
que todo el mundo pudiese controlar a voluntad y dejarlo a un lado cuando lo desee.
Y puede que esa sea su explicación racional pero Juan nunca ha sido capaz de adoptar
semejante grado de displicencia a la hora de encarar esas cuestiones. Y Diego
tampoco. Al menos no en su vida personal. El siempre ha sido tan emocional como
ahora acusa a Sara de ser. Y todas las crisis por las que han pasado en sus casi dos
décadas de relación las ha vivido con la misma angustia que domina ahora a su
común amiga.
—Cuando te pones en plan analítico me alucinas… —murmura empezando a
comer.
—Será que me hago viejo… Con el tiempo aprendes a priorizar lo realmente
importante y no preocuparte por cosas que no tienen solución —sentencia Diego sin
mirarle.
Juan se pregunta si sería capaz de reaccionar con la misma frialdad si algún día él
decidiera dejarle. Pero no dice nada. No está muy seguro de recibir una respuesta
agradable en ese momento. Ni de ser capaz de encajarla. Acaban de cenar en silencio
mientras miran el telediario. Diego recoge la mesa y deja los platos en el fregadero.
—No friegues. Ya lo haré yo mañana —le insta preparándose un café.
—Ajá —murmura Juan todavía acabando con los restos de un yogur.
Diego se toma el café sólo y sin azúcar casi de un trago. Deja el vaso en el
fregadero junto a los platos de la cena. Luego se acerca a Juan y le da un beso a modo
de despedida dejándole el regusto amargo del café en los labios. Coge su chaqueta, su
bolsa bandolera y sale por la puerta del piso lanzando al aire un lánguido «Hasta
luego». Durante varios minutos Juan permanece sentado en la silla, con el envase

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vacío de yogur aún en la mano y la cucharilla en la otra. La quietud del piso sólo es
rota por el presentador del informativo que, impasible, sigue desgranando las noticias
del día para un espectador que no le presta atención. Juan sacude la cabeza para
quitarse de encima el sopor y se levanta de la silla. Lleva el envase del yogur a la
cocina. Tras tirarlo al cubo de reciclado y dejar la cucharilla en el fregadero piensa en
que lavará él mismo los platos sucios sin esperar a que lo haga Diego a la mañana
siguiente. O cuando se levante. Porque duda mucho que su novio a primera hora de la
mañana, después de pasar toda la noche trabajando, tenga muchas ganas o mucho
humor de fregar. Además, a él le relaja poner las cosas en orden. Así que empieza a
llenar uno de los senos del fregadero con agua jabonosa, se remanga y comienza a
fregar.
Al principio no piensa en nada. Tiene la mente casi en blanco, sólo concentrada
en el plato o cubierto que tiene entre las manos. Más tarde su mente comienza a
divagar y se da cuenta de que es viernes noche y no tiene nada que hacer.
Absolutamente nada. Por no tener no tiene ni planes para el fin de semana. Claro que
puede contar con que Sara le llame y le proponga quedar para seguir charlando de lo
incomprensible. O con volver a hacerle a Ruth una visita en su mazmorra. Pero no
tiene planes propios. Ya ni con Diego puede contar. Desde que aceptó el puesto de
psicólogo en el Samur Social se ha vuelto a acostumbrar a que pase las noches fuera.
Cuando se destaparon todos los chanchullos del GYLA y el GYLIS y Diego
abandonó su puesto de trabajador social aceptando un puesto similar en la asociación
de rehabilitación de toxicómanos Juan llegó a pensar que podrían empezar a llevar
una vida más normal y no ese descontrol horario que hasta entonces estaban llevando.
No es que le hiciera mucha gracia que su novio pasara el día entre drogadictos pero al
menos era un trabajo de día y lo hacía en un entorno seguro. Un trabajo en el que
regresaba a casa a media tarde en lugar de estar como antes, pasando la mitad de las
noches en las zonas de chaperas dando información sobre el VIH, haciendo
seguimientos y tentando a la suerte de que algún día se viera envuelto en un lío.
Durante aquella época trató de no manifestarlo pero en el fondo vivía con el alma en
vilo cada noche que salía por la puerta. Y no lograba descansar hasta que le oía llegar
de madrugada y tumbarse a su lado con el frío metido en el cuerpo.
Pero a Diego le propusieron el puesto de psicólogo en el Samur Social y ni
siquiera se lo planteó. Para él resulta mucho más fascinante que pasar el día con
drogodependientes. Con ese trabajo puede atender a todo tipo de personas que se
encuentren en los márgenes de la sociedad. Desde un punto de vista profesional es
mucho más enriquecedor, qué duda cabe, pero para Juan es multiplicar por mil el
peligro que puede correr. Por no hablar de que vuelve a sufrir la misma inquietud de
antaño cada vez que Diego tiene turno de noche. Y que de nuevo están sufriendo un
distanciamiento paulatino.

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No es que Juan piense que su relación esté en la cuerda floja. Aunque ellos sean
tan susceptibles como cualquier otra pareja de sufrir una ruptura están demasiado
acostumbrados el uno al otro. Como también están acostumbrados a pasar por etapas
como esa. Juan siempre ha sido optimista y prefiere pensar que las crisis se superan
con diálogo y buena voluntad. Y hasta la fecha ha comprobado que ninguno de los
dos carece de esas virtudes. Aún así se le hace duro seguir pasando por una cada
cierto tiempo.
Acaba de fregar los platos y de recoger la cocina y de nuevo se da de bruces con
su ausencia de actividad. Regresa al salón para encontrarse con la televisión
encendida. La apaga directamente en el frontal del aparato. Al hacerse el silencio una
claustrofóbica sensación se apodera de él. Desde donde está plantado puede ver el
espejo de la entrada ofreciéndole un distorsionado reflejo que le cuesta reconocer
como suyo. Es entonces cuando siente la apremiante necesidad de salir del piso.
Animado repentinamente con esa idea se encamina al baño donde permanece los
minutos necesarios para darse una rápida ducha. Cuando sale, ya en plena
desaceleración de ánimo, se da cuenta de que lo que no quiere es salir en solitario,
como quien busca un ligue rápido y anónimo aprovechando la circunstancia de un
novio ausente. Odiaría dar esa impresión porque, entre otras cosas, es completamente
errónea. Entonces se acuerda de su amigo Nando y de que sigue siendo un
noctámbulo de pro que continúa recorriendo cada fin de semana el vía crucis de los
bares con el mismo fervor de cuando tenía veinte años, aunque ya doble esa edad.
Agarra el móvil con premura y busca su nombre en la agenda confiando en que
esté en algún lugar con cobertura. Por suerte para él, Nando descuelga al tercer tono
adoptando un tono de exagerada sorpresa en su tono de voz.
—¡Dichosos los oídos! —exclama al otro lado de la línea—. ¡Juanita in person
llamándome un viernes por la noche! ¿A qué debo este honor?
—Pues a que estaba acordándome de ti y preguntándome qué estarías haciendo…
—¿Todavía no me conoces lo suficiente como para imaginarte qué estoy haciendo
un viernes por la noche? —le pregunta Nando medio guasón, medio escéptico.
—Me lo imagino. Por eso te llamo. Porque me muero por una ginebra con limón
y un poco de tu apasionante conversación. ¿Dónde estás?
—Pues ahora voy al LL pero a eso de la medianoche estaré en el Rick's, ¿quieres
que nos veamos allí?
—Por mí perfecto. ¿Te espero dentro?
—Claro que sí, rey. No querrás congelarte fuera con el frío que hace, ¿verdad?
—Bien. Pues nos vemos a las doce en el Rick's.
Finaliza la llamada con una boba sonrisa de satisfacción dibujándose en sus labios
y se dispone a vestirse. Con la toalla aún anudada a la cintura comienza a abrir
cajones y pasar perchas en el armario. Hay ropa que hace meses, incluso años, que no

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se pone. La ropa que llevaba antes cuando Diego y él salían más habitualmente.
Comienza a desinflarse cuando cae en la cuenta de que ponerse esos pantalones que
tan bien le sentaban y tan buen culo le hacían puede convertirse en misión imposible
debido a que hace meses que no pone un pie en el gimnasio y es posible que ahora lo
único que le marquen sea una impresentable lorza sobresaliendo por encima de la
cintura. Sintiendo desfallecer su ánimo se decide por uno de los vaqueros discretitos
que suele ponerse para ir a trabajar y un suéter no demasiado ceñido. Se mira en el
espejo. Después de todo, pese a las incipientes lorzas, el resultado final no está del
todo mal. Se da un último y satisfecho vistazo, coge su chaqueta de cuero y sale del
piso.
Son las once cuando llega a Chueca. Sabe que llega antes de su hora pero no
habría podido quedarse en casa esperando a que llegase el momento de salir para
llegar justo a medianoche al Rick's. De todas formas, Nando le dijo que estaría en el
LL y hacía allí dirige sus pasos. El local anda ya medio lleno y hay un espectáculo de
drag-queens en el pequeño escenario. Da una vuelta por el reducido local buscando a
su amigo sin resultado. Ha debido de irse ya. O a lo mejor no llegó a entrar. Sale de
allí y piensa que lo mejor será meterse en el Rick's y hacer tiempo tomándose la
primera, aunque sea solo.
Camina Pelayo abajo, gira una esquina y llega hasta Vázquez de Mella. Cruza la
plaza en diagonal sorteando a algunos adolescentes que, pese a la persecución
policial, se empeñan en seguir haciendo botellón en lugares tan poco discretos como
ese. A la altura de la entrada del parking distingue, entre un nutrido grupo de chicas, a
Pilar. Se detiene y llama su atención. La chica también se detiene y busca la voz que
acaba de pronunciar su nombre. Al verle esboza una gran sonrisa y se acerca a él.
—¡Coño, Juan! ¿Qué haces tú por aquí? —le pregunta a sabiendas de que es muy
poco habitual verle un viernes a esas horas en pleno territorio comanche.
—Pues nada, que a Diego le tocaba otra vez turno de noche, no tenía nada que
hacer en casa y me apetecía tomarme una copa con un amigo al que hace mucho que
no veo —explica Juan con sonrisa de circunstancias— ¿Y Pitu? ¿No ha venido
contigo? —le pregunta mirando por encima de su hombro y comprobando que
ninguna de sus acompañantes es su mujer.
—También tiene turno de noche —le dice Pilar con un mohín de tristeza
encogiéndose de hombros—. Y a mí también me apetecía tomarme una copa con
algunas amigas…
Ambos se miran fijamente a los ojos un instante. Comprendiéndose el uno al otro
sin necesidad de dar más explicaciones. Sabiéndose en la misma situación.
Empatizando sin esfuerzo porque lo que puede sentir uno es lo mismo que siente el
otro.
—En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, ¿no? —sentencia Pilar volviendo a

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encogerse de hombros. Juan se ríe abiertamente y asiente con la cabeza—. ¿Has
sabido algo de estas dos? —pregunta ya con un tono más contenido.
—No, no. Vamos, nada nuevo —Juan menea la cabeza con hastío—. Por favor,
démonos un respiro, que ya hasta parece que somos nosotros los que estamos
atravesando una ruptura. Y quiero pasar una noche sin tener que escuchar los
nombres de Ruth y Sara, para variar… —Juan vuelve a mirar por encima del hombro
de Pilar. Sus amigas cuchichean entre sí visiblemente inquietas mientras ella se ríe de
lo que él acaba de decir.
—¡Mari Pili, chata, abrevia! —le grita a Pilar una de sus amigas.
—Bueno, me voy antes de que sigan lanzándome improperios —anuncia la
aludida.
—Sí, yo también me voy, que he quedado en el Rick's —explica Juan señalando
con el pulgar por encima de su hombro en dirección al citado local—. Hablamos la
semana que viene, ¿vale?
—Vale. Pásalo bien. Hasta luego —se despide Pilar ya alejándose de él.
—Hasta luego —dice él también antes de darse la vuelta.
Apenas diez metros le separan de la puerta del local. Al plantarse frente a ella, el
portero la abre cediéndole el paso. Por un momento se siente raro acudiendo solo a un
bar de copas. Sensación que se acentúa al encontrarse dentro rodeado de las decenas
de hombres que ya comienzan a llenar el lugar. Con el primer vistazo no parece que
Nando haya llegado así que se dirige a pedirse la primera copa.
—Un Beefeater con limón —le pide al jovencito que atiende tras la barra.

Lo que Pilar no acaba de entender de sus amigas es el empeño por entrar a Long
Play tan pronto un viernes por la noche cuando apenas hay gente en la discoteca. En
la entrada no hay cola y cuando llegan a la planta de abajo, la de house, apenas sí hay
una docena de personas pululando por allí. Dejan los abrigos sobre unos sillones y se
quedan plantadas en medio de la pista con cara de desorientación. Algunas, Pilar
entre ellas, aprovechan para encender cigarrillos y fumar puesto que esa es la única
planta en la que se permite. En la otra planta, la de funky y pachangueo, no está
permitido aunque todo el mundo sabe que se hace la vista gorda, sobre todo cuando
hay mucha gente (y, ciertamente, en la planta de arriba puede llegar a haber mucha,
mucha gente). Pero de momento no se atreven a aventurarse a ir allí ya que intuyen
que el panorama no será muy distinto del de esa planta y no podrían fumar con la
misma libertad.
Abandonan el centro de la pista de baile para cambiarlo por la barra. Se
apelotonan junto a ella mientras deciden qué van a tomar. A Pilar, de momento, no le
apetece beber nada, así que contesta con un ligero meneo de cabeza cuando le
preguntan. Se aparta a un lado instintivamente cuando sus amigas se dirigen a la

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camarera para pedirle sus copas. Mientras las sirven, ella se dedica a observar a su
alrededor. Al igual que a Juan, a ella tampoco es muy habitual, en los últimos
tiempos, verla en ese tipo de lugares de ocio nocturno. Ya desde antes de casarse dejó
de salir para no gastar tanto y ahorrar para lo que se le avecinaba. Después de casarse
lo ha hecho en contadas ocasiones porque Pitu y ella a duras penas consiguen llegar a
final de mes. Y también porque ya ha dejado de atraerle tanto como antes lo de salir
por las noches. Todo lo que puede apetecerle lo tiene en casa.
Hasta conocer a Pitu, Pilar nunca había tenido suerte con las mujeres. Desde que
con dieciocho años comenzara a salir y tontear con unas y otras hasta casi los treinta,
cuando se había casado, su vida sentimental se podía definir con un único pero
suficientemente esclarecedor calificativo: nefasta. No sabe si es que justo a ella le
había tocado la china de topar con todas las sinvergüenzas que pululaban por el
ambiente o es que directamente a todas las mujeres lesbianas les faltaba un tornillo.
Demasiado a menudo tuvo la sensación de que se reían de ella o de que la tomaban
por el pito del sereno. O, simplemente, que había supuesto la transición, el punto de
sutura o el divertimento en la vida de las mujeres con las que se relacionaba. Durante
todos esos años Pilar procuró tomárselo con la mayor dosis de humor posible. Era eso
o ir encadenando depresión tras depresión al comprobar que cada nueva mujer que se
acercaba a su vida se largaba antes de haber llegado siquiera a entrar.
Durante más de una década no tuvo una relación que durase más de tres o cuatro
meses. Todas terminaban cuando Pilar aún estaba en pleno subidón, cuando creía que
todo marchaba bien, cuando más enamorada se sentía. Pero de Pilar nunca se
enamoraba nadie. A ninguna de sus eventuales parejas parecía suponerle un problema
dejarla atrás. Es más, casi puede decir, ahora, en la distancia, que si acaso lo que les
producía era alivio al sacarla de sus vidas. Y eso, en más de una ocasión, estuvo a
punto de mermar su autoestima hasta límites devastadores. Ella nunca ha sido una
persona demasiado segura de sí misma. A menudo, durante esas rachas de aversión a
sí misma que la asolaban con cada nueva ruptura, se miraba al espejo y pensaba que
era lógico que nadie quisiera permanecer a su lado. Ella no era ni de esas andróginas
medio anoréxicas que tanto éxito tenían ni una de esas otras niñas bien tan
hiperfemeninas que hacían preguntarse a todo el mundo si realmente entendían pero
que aún así arrancaban suspiros a su paso. No, Pilar era tan normal que rozaba lo
anodino. Su rostro, de rasgos demasiado comunes, no tenía nada de especial, era
perfectamente confundible con otros tantos rostros anodinos que podían moverse en
la noche madrileña. Su aspecto de mujerona, con grandes pechos y caderas, su larga
melena que recortó con el tiempo y los consejos de Ruth, su forma convencional de
vestir y tantas otras cosas mediocres y aburridas de ella misma no la convertían en
alguien especialmente atractivo. En el ambiente se llevaba el uniforme, el pertenecer
a un estilo determinado, adoptar una pose. Y eso Pilar nunca había sabido ni podido

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hacerlo.
Al principio, cuando llegó a Madrid, vivió una especie de segunda adolescencia.
Se dejaba llevar por los juegos y cortejos de seducción con las chicas que iba
conociendo. Todo era demasiado lento y ambiguo. Pilar ahora mira a las chicas de
diecisiete y dieciocho años, tan experimentadas y desenvueltas, comentando en voz
alta y sin pudor alguno que están hartas de polvos de una noche, de hacer tríos y
orgías y no puede por menos que alucinar al darse cuenta de lo mucho que han
cambiado las cosas. Cuando ella tenía esa edad no era muy habitual ver gente tan
joven en los bares de Chueca. Y no es que las chicas no follasen pero, cuanto menos,
a Pilar le daba la impresión de que no se hacía tanto alarde de ello. Por entonces las
chicas se perdían en el viejo cortejo de conocer a otra chica, conseguir su teléfono
(algo complicado puesto que lo de tener móvil era un privilegio que muy poca gente
tenía y dar el número de casa de papá y mamá a una completa desconocida se tornaba
arriesgado), quedar a tomar un café para charlar, robar algún que otro beso, comenzar
a salir y, una vez completada esa extenuante yincana, acabar en la cama. Y es que en
la conciencia femenina todavía estaba anclada la premisa de que la mujer nunca debía
dar el primer paso así que, aunque en una relación entre dos mujeres esa premisa no
resultara práctica en absoluto, la realidad era que se cumplía más a menudo de lo que
se pensaba. O esa era la sensación que Pilar tenía.
Durante los primeros dos años se sucedieron en su vida chicas que tonteaban con
ella, con las que se enrollaba en los bares, que la mareaban, que la hacían creer cosas
que no eran ciertas y que se alejaban sin dar explicaciones. Otras decían que no
estaban preparadas para dar ese último paso que era acabar en la cama. Curiosamente
eran las mismas que, poco después, acababan acostándose con la mitad de las mujeres
que salían por Chueca. Pero cuando se había tratado de Pilar, nunca estaban
preparadas.
Pilar sonríe con ironía para sí misma apoyada en una de las columnas de la
discoteca mientras fuma un cigarrillo. Dos años fue lo que tardó ella en acostarse con
otra mujer. Y fue del modo más frío que pudiera haber imaginado. Una chica de fuera
de Madrid que conoció una noche, una chica que buscaba lo que buscaba y que le
daba igual encontrarlo en ella que en cualquiera de las que estaban en aquel bar. Una
chica que de madrugada la llevó a su hostal sólo para tener sexo. Pilar se cuidó de no
decirle que era la primera vez que se acostaba con alguien. Si la desconocida se dio
cuenta, no hizo comentario alguno, y si Pilar accedió a sus requerimientos fue más
por hartazgo que por verdadero deseo. Había sido mucho tiempo de que le pusieran el
caramelo en los labios para quitárselo antes de haber podido saborearlo.
A partir de entonces sus relaciones se dividieron en dos grupos. Se enamoraba de
chicas con las que nunca llegaba a acostarse y se acostaba con chicas de las que
nunca llegaría a enamorarse porque, salvo raras excepciones, no volvía a verlas tras

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levantarse de las camas en las que habían tenido una sesión de sexo frío e impersonal.
De ese modo Pilar llegó a disociar por completo el amor de las relaciones sexuales.
No se consideraba promiscua porque esos polvos anónimos tampoco eran muy
habituales sino que ocurrían muy de cuando en cuando. En todo caso a su
promiscuidad se la podría calificar de circunstancial. Ella quería enamorarse, quería
tener una relación normal, quería poder querer a alguien pero nadie le daba una
oportunidad. Si continuaba haciéndolo era porque, en contra de lo que mucha gente
pensaba, ella sí creía que fuera posible encontrar pareja en el ambiente. Y lo creía por
una mera cuestión lógica. Si ella, al igual que sus amigos y amigas, salía y
frecuentaba los bares buscando algo más que un simple revolcón, por fuerza debía
haber otras personas con las mismas intenciones. Sólo era cuestión de encontrarlas y
de darse cuenta de que buscaban lo mismo. El problema estribaba en que —algo en lo
que Pilar no solía caer— cuando la gente salía se recubría de un poderoso escudo
protector creado a fuerza de decepciones. Y era ese escudo el responsable de que
resultara tan difícil llegar a conectar con otra persona.
No fue hasta los veinticinco cuando Pilar descubrió lo que significaba hacer el
amor con alguien. Por una vez la casualidad quiso que coincidieran en el mismo
espacio y tiempo una persona por la que sentía algo con la voluntad de ambas para
estar juntas. Y fue como si realmente descubriera el sexo entonces. Lo que sentía con
esa chica en la cama no tenía nada que ver con lo que había sentido hasta entonces. Si
bien antes el sexo para ella era una serie de acrobacias y ejercicios mecánicos que
solo llevaba a cabo con la vana esperanza de sentir algo más que el hastío habitual,
cuando comenzó a acostarse con la que fue su primera novia más o menos formal
comprobó que el sexo era mucho más que un simple acción física acometida para
conseguir el placer en forma de orgasmo. Era un acto de comunicación, de cercanía,
de un contacto mucho más íntimo y, a todas luces, necesario para conocer aún más a
la persona de la que empezabas a enamorarte. Una caricia era un mundo en sí mismo
que la hacía estremecerse, un beso era una puerta abierta a la conexión de dos
universos diferentes que confluían a la vez. Comprendió entonces por qué la gente
perdía la cabeza cuando se enamoraba. Por desgracia, esa novia con la que descubrió
tantas cosas en tan poco tiempo la dejó, como tantas otras mujeres, sin explicaciones
al cabo de un par de meses.
Comenzó así una nueva etapa en la vida de Pilar. Una etapa en la que ya sabía con
exactitud y claridad qué era lo que quería y qué buscaba en otra persona. Quería
volver a sentir lo que había sentido, quería alcanzar esa conexión íntima con alguien
de quien estuviera enamorada. No era una cuestión sólo de sexo. Era mucho más que
eso. Pero a partir de los veinticinco se daba una nueva circunstancia que ya se había
dejado vislumbrar tiempo atrás pero que era ahora cuando se manifestaba en todo su
esplendor: las secuelas, los miedos y las expectativas.

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Hasta los veinticinco años las personas son como un lienzo en blanco. Están
aprendiendo a vivir pero al tener, en la mayoría de los casos, poca experiencia vital,
van resolviendo los problemas según aparecen. Las rupturas y las decepciones duelen
y molestan pero no impiden continuar. Nadie da ni pide explicaciones pero no es un
gran problema. Todo se hace sin pensar demasiado. A partir de los veinticinco se da
una curiosa concatenación de factores. Por un lado las personas, al llegar al cuarto de
siglo, ven cómo su vida académica termina para dar paso, con suerte, a la vida
laboral. Al mismo tiempo una adolescencia dilatada por esa misma circunstancia se
acerca a su extinción. La gente se da cuenta de que tiene que comenzar a tomar más
en serio su vida y se convierten en individuos que tienen que llevar una existencia
adulta y madura pero que se resisten a asumir según qué responsabilidades. Aceptan
introducirse en el engranaje laboral por necesidades varias pero como, al fin y al
cabo, es algo articulado que no resulta tan distinto de la dinámica académica que
hasta entonces han seguido, se suelen adaptar con facilidad. Pero en su vida
emocional siguen siendo los mismos adolescentes egoístas y caprichosos que hasta
entonces han sido.
Por otro lado, el asumir responsabilidades adultas a un nivel laboral y económico
les hace desear que su vida sentimental esté a la misma altura. Ya no se buscan
relaciones superficiales con las que pasar el rato sino que comienza una búsqueda
más seria de la persona con la que se quiere compartir la vida. Por desgracia el lienzo
ya no luce ese blanco inmaculado de antaño sino que alberga en su superficie
multitud de garabatos, esbozos y tachones. Y parece que es entonces cuando las
personas se dan cuenta de ello por lo que la búsqueda de esa persona especial se ve
entorpecida por las secuelas de las que antes estuvieron y por el miedo a volver a
sufrir, lo que hace que las expectativas sean cada vez más altas y lo que se exige y se
espera de esa hipotética persona sea mucho más difícil de conseguir.
A partir de los veinticinco Pilar volvió a encontrarse como a los dieciocho años.
Salía con mujeres y pasaban varias semanas tanteándose mutuamente, como púgiles
al comienzo del combate, bailando alrededor del cuadrilátero con miedo pero sin
acabar de entrar en la pelea. A veces llegaba a acostarse con ellas pero en la mayoría
de ocasiones no pasaba de algunos besos impersonales y por completo ausentes. A
Pilar le volvía a asaltar la inseguridad. ¿Qué tenía ella para que le resultase tan
complicado entablar una relación? A su alrededor veía que, si bien la gente tenía
problemas parecidos a los suyos a la hora de empezar con alguien, tarde o temprano
lo conseguían. Que la relación fuese bien o mal ya era otra cuestión. Pero al menos
tenían una relación. Pilar no. A ella siempre la acababan frenando con las más
variopintas excusas. O no estaban preparadas para salir con alguien o tenían una ex a
la que no podían olvidar (o que la había hecho mucho daño o que seguía intentando
volver con ella o cualquier otra cosa, no olvidemos que detrás de una lesbiana

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siempre hay una ex novia jodiendo la marrana) o estaban centradas en su carrera
profesional o le decían que no había surgido la "chispa" necesaria o todo a la vez. En
otras ocasiones llegaban a decirle a Pilar que las había malinterpretado, que ellas no
buscaban una relación, que se había precipitado, que las cosas no eran como creía
porque ella se había montado una película en su cabeza que no existía en la realidad.
Cuando sus amigas se encontraban en situaciones parecidas Pilar las veía quejarse
a la persona en cuestión, decir lo que no les gustaba, reclamar más interés, poner los
puntos sobre las íes, enzarzarse en relaciones yo-yo que iban y venían según los
ciclos lunares. Pero pobre de ella si se le ocurría decir esta boca es mía con alguna de
esas mujeres que le ponían tales excusas. Porque lo que estaba permitido para sus
amigas no lo estaba para Pilar. Si ella preguntaba por qué habían intentado algo con
ella y después habían demostrado tanto desinterés, las interpeladas lo negaban y
decían que sí estaban interesadas, argumentando mil y una razones que no se
sostenían por ningún lado. Si Pilar contraatacaba diciendo que verse una vez cada
quince días y no hacer ademán de besarla o de tocarla o de cogerle de la mano,
señales bastante claras de su falta de interés, la otra se descolgaba aduciendo que para
ella el sexo no era importante. Y Pilar se quedaba a cuadros escoceses porque ella no
estaba hablando de sexo sino de cercanía, de intimidad, de demostrar que había un
deseo de una persona por otra en lugar de un intento frío y mecánico de tener una
relación planificándola como si de un proyecto laboral se tratara. Y esa alusión tan
directa al sexo como si no fuera importante le mosqueaba mucho. Primero porque
ella no se había referido a él, segundo porque el sexo, sobre todo en una pareja que
empieza, es muy importante para conocerse y tercero porque al pronunciar semejante
sentencia le hacían sentirse como una obsesa, como si fuera una de esas que sólo
buscan sexo, retomando la vieja creencia popular, menos en desuso de lo que cabría
esperar, de que está mal visto que las mujeres manifiesten deseo sexual. Y mucho
menos las mujeres lesbianas que se supone —¡ja!— que son mucho más emocionales
que las demás. Pilar no entendía qué había de malo en querer acostarse con la persona
con la que estaba saliendo, sabiendo como sabía, porque lo había comprobado,
porque lo había vivido y sentido, que era la forma más directa y efectiva de averiguar
si una pareja funciona. Y también el acto más claro para demostrar que había un
verdadero interés por otra persona. Si ella sólo quisiera sexo, se limitaría a irse de
bares, como hacía Ruth a menudo, a buscarlo, sin más complicaciones y sin tener que
pasar por esa incertidumbre de quedar, conocerse y buscar cosas en común. Si ella
sólo buscara sexo no pasaría las largas etapas de abstinencia que pasaba. Si para ella
el sexo, sólo el sexo, fuera lo único importante, no se molestaría en conocer a nadie.
Además, le hacía mucha gracia escuchar esa frase. Porque la experiencia le había
enseñado que las mismas que pretendían dotarse de un halo más espiritual y maduro
esgrimiendo tal sentencia eran justamente las mismas que luego en la cama se

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retorcían como perras en celo pidiendo más. Pero ya se sabe que el sexo es esa
fundamental parte de la vida que genera una doble moral tan contradictoria.
Así que, con una excusa o con otra, todas las "futuribles" que se acercaban a Pilar
acababan saliendo de su vida con la misma rapidez con la que habían entrado. No sin
antes, por supuesto, soltar esa frase tan políticamente correcta y que tanto repateaba a
Pilar que era: «De todas formas, quiero que seamos amigas». Y le repateaba por lo
hipócrita que resultaba. Porque ninguna de las que la pronunciaban llegaba a hacer el
más mínimo esfuerzo por cumplirla. Se limitaban a soltarla, a darle a Pilar un
supuestamente emotivo abrazo y a despedirse de ella prometiendo verse en poco
tiempo. Cosa que, por supuesto, nunca, jamás, ocurría.
A Pilar esa frase le provocaba un sentimiento ambivalente. Por un lado tenía
ganas de perder de vista a la farsante de turno que, si no había demostrado interés
mientras salía con ella, era poco probable que lo demostrase después (y es que, se
preguntaba muy a menudo Pilar, ¿tan difícil les resultaba admitir que no tenían
interés, o al menos no tanto como creían, que preferían negar lo evidente y quedar
todavía peor de lo que ya habían quedado?). Pero por otro lado, Pilar ya había creado
un vínculo emocional con la chica en cuestión. Y, por eso mismo, a una pequeña
parte de ella le costaba sacarla de su vida. Aunque la frase de «Pese a todo,
seguiremos siendo amigas» le resultara algo tan propio de la adolescencia y aunque
ella ya tuviese suficientes amigas sin necesidad de incluir entre ellas a alguien cuya
sola presencia haría que le escociese la herida de una incipiente relación truncada por
la mentira, la cobardía o la inmadurez. Pero Pilar nunca llegaba a saber por cuál de
las dos opciones se acabaría decidiendo puesto que la otra ya decidía por ella. Y la
decisión era, invariablemente, la de no volver a dar señales de vida.
Ruth siempre le decía que diera las gracias por no tener que pasar por una fase
posterior de ahora te cojo, ahora te dejo, de ni contigo ni sin ti, de un constante mareo
que mermara su ánimo y su aguante. Y ella siempre le decía a Ruth que por muy
molesto que resultase eso que decía, le gustaría vivirlo al menos una vez. Porque ese
mareo (que tampoco era muy distinto al que había habido antes de dejar la
pseudorelación) significaría un interés, quizá un tipo distinto, pero interés al fin y al
cabo, una necesidad imperiosa de no prescindir de su persona tan fácilmente como lo
hacían todas las tías con las que se cruzaba. Podría ser desquiciante pero, tal y como
estaba su autoestima, lo único que acababa teniendo claro era que ella nunca sería
importante para nadie. Que se la podía borrar sin esfuerzo. Que lo que para ella era
algo simple (alguien te gusta y lo intentas hasta el final) para los demás era algo que
se complicaba hasta el infinito aduciendo un sinfín de excusas y razones de dudoso
peso. Y no creía que fuese del todo malo pasar por cosas como esas porque la opción
contraria, lo que pasaba cuando la dejaban era que, con el tiempo, acababa
descubriendo que la que no estaba preparada para una relación se enamoraba hasta las

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trancas de otra al poco de dejarla a ella, la que no le daba importancia al sexo
presumía de no salir de la cama con su siguiente novia, la que no quería relaciones se
convertía en incansable perseguidora de otras tantas chicas a las que intentaba
convencer para emparejarse con ella. Y todo eso, para Pilar, sólo tenía un significado.
Y era que no, ella nunca sería suficiente para nadie.
En ocasiones ha llegado a envidiar a Ruth. Ella tiene una seguridad en sí misma y
una autoestima realmente apabullantes. Hasta conocer a Sara, cuando salía, lo hacía
con la experimentada actitud de cazadora que ya conocía el terreno y los reclamos
que debía de utilizar para conseguir lo que quería. Pilar, en cambio, nunca ha sido
más que una presa fácil para todo tipo de depredadoras, incluso las que, a priori,
parecían más inofensivas. Por eso nunca podría dejar de agradecer a la casualidad, a
la suerte o al destino que apareciera Pitu en su vida. Porque ella le demostró que no
siempre tenía por qué ser un cero a la izquierda en la vida de los demás.
Siente la boca seca de llevar tanto rato fumando sin parar. Se separa de la
columna con esfuerzo. Sus amigas parlotean al lado suyo sin prestarle mucha
atención. Se acerca a la barra a pedir una cerveza. Tras coger el tercio no demasiado
frío que le han servido, se da la vuelta y, todavía apoyándose en la barra, echa un
vistazo alrededor tomando el primer trago. Su mirada se detiene en una chica solitaria
que bebe una copa apoyada en la pared y mira también alrededor, aunque ella lo hace
con cara de pocos amigos. Cuando se percata de quién es, Pilar se sorprende por no
haberla reconocido en cuanto la ha visto. Un raro escalofrío le baja por la nuca al
descubrirse a sí misma sin saber qué hacer. Los nervios le cosquillean en el estómago
pero finalmente se separa de la barra y se dirige a ella.
—¡Hola, Ruth! —saluda jovial al llegar hasta donde está su amiga.
Ruth, súbitamente arrancada de sus pensamientos, la mira durante un instante
como si no supiera quién la ha saludado. Luego alza las cejas en señal de
reconocimiento.
—¡Coño, Pilar! ¿Cómo tú por aquí? —es lo único que le dice tras dar un trago a
su copa.
Pilar mira a su amiga esperando que diga algo más pero lo único que siente es un
gran abismo entre ambas. Ruth no parece demasiado dispuesta a hablar. Y Pilar
tampoco sabe muy bien qué decirle. Aún así permanece frente a ella, esperando quizá
que Ruth se dé cuenta de que sigue siendo su amiga.
Ahí está. Una noche más. Sola. De bares. Con la confianza de que se encontrará
con conocidos en cualquier parte. Aunque con lo que no había contado era con
encontrarse a Pilar. La mira sin saber qué decirle porque diga lo que diga en el aire
seguirá flotando la certeza de que hay algo de lo que evita hablar. Ruth sabe que Pilar
sigue sin entenderla. Por eso cada vez la evita con más ahínco. Porque esta harta de
ser juzgada.

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—¡Feliz año! —le dice de repente.
—Ya recibí tu mensaje, gracias —contesta Ruth lacónica.
—Bueno, siempre es mejor decirlo en persona —se justifica su amiga.
Ruth mira su copa vacía y la deja sobre una mesita cercana. Luego mira a Pilar,
enarcando las cejas, como si estuviera preocupada.
—Creo que me voy a ir a la planta de arriba. Tanto bumbum me está aturdiendo
—y antes de que Pilar pueda disuadirla añade—, nos vemos, ¿vale?
Deja atrás a la que fuera su invariable acompañante durante las noches de juerga
y se encamina con paso firme hacia las escaleras. Arriba ya empieza a haber bastante
gente. Los altavoces escupen una canción de Beyoncé mientras algunos adolescentes
se suben a la tarima a bailar con ritmo desenfrenado. Menea la cabeza. Esa discoteca
cada vez se parece más al patio de un instituto.
Ruth se abre paso entre la gente en dirección a la barra. Se escurre entre las
personas con la facilidad que otorgan años y años de práctica. Apenas le quedan unos
metros para alcanzarla cuando alguien la agarra del brazo. Se detiene para ver quién
es y sus ojos se encuentran con esa mirada lánguida e indolente que se le quedó
grabada aquella noche en aquel dormitorio ajeno. Lola, la jovencita de la fiesta de
disfraces. La niña de papá inquilina de un piso que sería la envidia de cualquiera.
—¿Vas a por una copa? —le pregunta acercándose a su oído.
—Eso intento —responde ella escuetamente.
—Voy contigo. Yo también quiero una —explica Lola.
Recorren juntas el trecho que falta y se apalancan en la barra. Piden sus
consumiciones por separado y se mantienen en silencio mientras se las sirven. Pero
después siguen junto a la barra sólo que dándole la espalda. Lola bebe de su copa con
una pajita y mira hacia el gentío. Ruth piensa en encenderse un cigarro pero hacerlo
cerca de los camareros no sería una buena idea dada la prohibición de fumar en esa
planta.
—¿Has venido sola? —le pregunta Ruth a Lola con la esperanza de que le diga
que no y pueda ser ella la que se quede sola.
—No, he venido con unas amigas —repone ella con indiferencia sorbiendo de su
pajita.
—¿Y no vuelves con ellas?
—¡Bah! Todavía no me habrán echado de menos. Luego las busco.
Ruth se encoge de hombros y da un nuevo trago a su copa. En su mente busca una
excusa con la que desembarazarse de esa niñata. Pero la mejor que se le ocurre es la
de ir al baño y ahora no le apetece mucho volver a cruzar toda la sala. Por suerte,
tampoco a Lola se la ve muy interesada en darle conversación. Ignora a Ruth tanto
como Ruth la ignora a ella. Aunque ve que, de vez en cuando, Lola la observa por el
rabillo del ojo, no parece esperar más de ella que una muda presencia a su lado. Se

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pregunta por qué la habrá abordado. También se pregunta por qué no vuelve con sus
amigas. Tal vez esas amigas ni siquiera existan pero a algunas personas no les gusta
hacer ver que han salido solas. Siempre parece mejor la excusa de que sus
acompañantes los han dejado colgados o los han perdido o que, simplemente, están
dando una vuelta —curioso eufemismo de la vida nocturna, llamar «dar una vuelta» a
echar un ojo al ganado humano por si hay algo interesante—. A nadie le gusta que se
piense de ellos que están solos. Alguien que parezca solitario puede ser interesante.
Pero si realmente no tiene a nadie sólo provoca tristeza y compasión.
Lola acaba su copa y se gira para dejarla sobre la barra. Ruth la mira asombrada
de la rapidez con la que se la ha acabado. Entonces mira su propia copa, con más de
dos tercios de su contenido, y por eso no ve venir a Lola. La chica la agarra por la
cintura de sus vaqueros y la atrae hacía su cuerpo con una fuerza impropia de la
situación. Sus bocas quedan a escasos centímetros de distancia y Lola la mira a los
ojos como dándole la última oportunidad de negarse a lo que va a hacer. A Ruth le
pilla tan de sorpresa que es incapaz de reaccionar. Creyendo tener su consentimiento,
Lola la besa con la misma impropia fuerza con la que ha atraído su cuerpo al suyo, tal
vez pensando que así imprimirá más decisión a sus actos. Ruth se deja besar por ella
por las mismas razones por las que se dejó conducir aquella noche a un dormitorio
extraño, porque no sabe qué otra cosa puede hacer.
Lola se separa de ella un instante y sonríe satisfecha, más para ella misma que
para Ruth. La mira a los ojos esperando algo, una palabra, un gesto, un movimiento
involuntario que le indique qué hacer a continuación pero Ruth no se mueve, no hace
nada, sólo mira a Lola con expresión estática. Viendo que así no consigue nada, Lola
acerca la boca a su oído.
—¿Quieres que nos vayamos a mi casa? —le pregunta en un tono que pretende
ser sugerente.
—¿Y tus amigas? —es lo único que Ruth es capaz de articular.
—¿Qué amigas? —dice Lola respondiendo más a la duda que Ruth tenía hace un
rato que haciendo la pregunta que parece estar formulando.
Ruth no acaba de contestar pero Lola vuelve a besarla, esta vez con mucha más
lascivia que antes, como si quisiera adelantarle algo de lo que podría tener si accede a
su petición. Al volver a separarse no espera ya contestación sino que coge de la mano
a Ruth y tira sutilmente de ella. Y Ruth la sigue mansamente. Llegan hasta el
guardarropa donde ambas recogen sus abrigos sin decir nada. Y luego salen a la calle.
Ya no van cogidas de la mano pero caminan a paso ligero, callejeando acompañadas
de un incómodo silencio. Lola mira de vez en cuando a Ruth y se sonríe con malicia.
Ruth, por su parte, nota crecer en su interior un poso de deseo hacia aquella jovencita
tan decidida. No le importa acostarse con ella. No le importa en absoluto. Sólo es
sexo. Nada más que eso. Una forma como otra cualquiera de ocupar su tiempo.

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Al entrar en el piso las recibe el perro de Lola. Pero ninguna de las dos le hace
mucho caso. Ruth ya empieza a reaccionar y empuja con premura a Lola hasta la
habitación. A ella le pilla por sorpresa la repentina urgencia de Ruth y a duras penas
puede llegar a cerrar la puerta para que el perro, que las había seguido hasta allí, no
pueda entrar. Al cerrarse la puerta, Ruth empuja a Lola contra ella con violencia
mientras la besa, casi mordiendo, en el cuello. Lola trata de empujarla hasta la cama
pero Ruth se resiste. La coge por las muñecas y la obliga a alzar los brazos por
encima de su cabeza para poder retenerlos con una sola mano. Con la otra comienza a
desabrocharle a Lola los pantalones. Se los baja, junto con las bragas, no sin esfuerzo,
hasta medio muslo. Con una de sus piernas la obliga a abrir las suyas y desliza la
mano hacia su sexo. No se sorprende al encontrarla tan húmeda como está. Tanto que
los dedos le resbalan. Lola no puede reprimir un profundo gemido al sentir la mano
de Ruth entre sus piernas. Animada por ello, Ruth comienza a hacer presión sobre el
clítoris, con movimientos cada vez más rápidos y rítmicos.
Ya no se besan. Sólo se miran a los ojos, retándose. Ruth mantiene los brazos de
Lola aprisionados sobre su cabeza mientras su mano sigue agitándose entre sus
piernas. El rostro de la chica se contrae, su garganta jadea de un modo sincopado, su
cuerpo empieza a temblar. Ruth mueve sus dedos aún más rápido y nota que Lola se
ha corrido cuando la chica cierra involuntariamente sus muslos en torno a su mano.
Entonces se detiene. Lola cierra los ojos extenuada. Lentamente su respiración va
recuperando la normalidad. Ruth suelta por fin sus brazos y estos caen inermes a
ambos lados del cuerpo.
Ruth se acerca de nuevo para besarla. Luego la agarra por el abrigo que aún tiene
puesto y la empuja sobre la cama. Ella se quita la cazadora y la tira sobre una silla.
Continúa desnudándose al tiempo que se acerca de nuevo a Lola. Ruth piensa que si
lo que esa chica quería sólo era follar con ella, es lo que va a conseguir. Hasta que no
pueda más.

El día comienza a despuntar cuando Lola abre por fin los ojos. Y en cuanto
recupera la conciencia y recuerda todo lo ocurrido la noche anterior, sabe, sin
necesidad de darse la vuelta para comprobarlo, que Ruth no estará con ella en la
cama.
Siente todo el cuerpo dolorido. Ruth no le dio tregua durante la noche anterior. En
muchos momentos le dio la sensación de que follaba como si quisiera luchar contra
algo. O como si quisiera borrarlo. Pero también como si no estuviera realmente allí
con ella. Fue violento y demoledor. Caliente y morboso. Sin embargo había algo de
vengativo en su actitud. No hablaron en ningún momento. Nada en absoluto. Se
comunicaron sólo con los ojos. Desafiándose con ellos la una a la otra. Si en algún
momento Lola buscaba averiguar qué era lo que le intrigaba de Ruth no tuvo

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oportunidad de descubrirlo sino de avivar aún más su intriga.
Por fin se decide a girar sobre sí misma hacia el otro lado de la cama. Y lo único
que encuentra es la huella de un cuerpo que estuvo junto a ella un breve espacio de
tiempo y que luego se marchó sin hacer ruido. Un suspiro ahogado y triste se escapa
de su pecho y le hace preguntarse qué esperaba encontrar cuando se dio la vuelta
aparte del vacío.

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APROXIMACIÓN

A li escucha a Pilar sin decir nada. Llevan ya un rato en la cafetería, hablando de


cosas triviales, mientras esperan a David y a Sara. Se da cuenta entonces de
que ella nunca ha prestado demasiada atención a esa chica, que la ha adoptado como
parte de su entorno de un modo natural sin pararse a pensar en si tenían alguna
afinidad. Pilar es amiga de Ruth y, por tanto, Ali ha aceptado su presencia como algo
natural. Sabe que durante mucho tiempo, sobre todo al poco de conocerse, la trató
con indiferencia puesto que era bastante obvio que Pilar parecía querer con ella algo
más que una simple amistad. Y como Ali no estaba dispuesta ni nunca le interesó en
ese sentido, se limitó a ignorarla cuidadosamente, sin despreciarla en exceso pero sin
manifestar el más mínimo acto ambiguo que pudiera conducir a Pilar a pensar que
tenía alguna oportunidad.
En los últimos meses, a fuerza de quedar más habitualmente y sin la aplastante
presencia de Ruth, ha podido llegar a conocerla de un modo más profundo. Sin Ruth
como nexo de unión pero también sin que su presencia concentrase todas las miradas,
sus amigos han comenzado a crear entre ellos unos lazos mucho más estrechos de lo
que podían sospechar que pudieran crearse. Todos, ella y David, Pilar y Pitu, Sara,
incluso Juan y, algunas veces, también Diego, han formado una curiosa piña formada
por personas que sólo tenían en común su amistad con Ruth pero que, justamente a
raíz de su ausencia, han comenzado a descubrir que no necesitan a su amiga para que
la comunicación entre ellos funcione. Contrariamente a lo que se podría haber
esperado, el distanciamiento de Ruth en lugar de disgregarlos los ha convertido en
compañeros y confidentes, algo que, intuye Ali, no hubiera sido posible de haber
seguido las cosas como estaban antes de la ruptura de Ruth y Sara.
Observa a Pilar y siente algo parecido a la compasión. Porque aunque parece una
tía alegre y desenvuelta que bromea e ironiza sobre el comportamiento de Ruth, sabe
que en el fondo se siente muy dolida. Ella era la mejor amiga de Ruth y ha tenido que
ver cómo Ruth ha ido apartándola poco a poco de su lado. Ni siquiera a Juan le ha
apartado de ese modo. A Pilar la ha borrado directamente de su vida. Ella hace como
que no le duele, que lo acepta como algo lógico, incluso a veces lo justifica
aduciendo que el alejamiento comenzó a producirse en el momento en que Ruth se
encontraba iniciando su viajera relación con Sara y ella misma hacía lo propio con
Pitu. Pero para Ali eso no es excusa. Ruth y Pilar siempre iban juntas a todas partes,
compartían todo lo que hacían, eran confidentes la una de la otra. Por mucho que
ejemplificasen a la perfección a la típica pareja de amigas en la que una es quién lleva
la voz cantante, la que aglutina las atenciones y la otra la que permanece a su sombra
y actúa de comparsa, había amistad entre ellas. Se notaba en las miradas que se
dirigían, en la complicidad que habían creado, capaz de que pudieran comunicarse lo

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que pensaban con simples gestos que pasaban desapercibidos para el resto. Y todo
eso es como si no existiera para Ruth. Actúa, en cierto modo, como si Pilar la hubiera
traicionado. Pero es que Ruth está actuando así con todo el mundo. Como si todos
fueran traidores que se han puesto de parte de Sara y le hubieran dado la espalda a
ella. Y eso no es así. Todos han intentado estar al lado de Ruth. Pilar la que más. Y a
Ruth no le ha dado la gana. Y claro, cuando una persona se cansa de recibir
negativas, cuando se cansa de chocar una y otra vez contra un muro de hormigón
armado, deja de intentarlo porque cada uno tiene su vida y acaba siendo una pérdida
de tiempo tratar de ayudar a quien no quiere ningún tipo de ayuda. Y duele saber que,
finalmente, la propia actitud de quién se ha sentido erróneamente traicionado ha
conseguido darle la razón. Ruth se ha salido con la suya. Ahora podrá decir que todo
el mundo le ha dado la espalda y revolcarse a gusto en su propia mierda.
—¿No has sabido nada de Ruth últimamente? —le pregunta Ali a Pilar.
Una sombra de pesar cruza la cara de la chica. Baja los ojos hacia el suelo un
instante. Luego se encoge de hombros y cruza una significativa mirada con Ali.
—No. Desde aquella noche que me la encontré en Long Play y que, literalmente,
salió huyendo, nada de nada.
—¿Y has intentado llamarla?
—¿Para qué? —dice hastiada—. ¿Para que me diga que no? ¿Para que me diga
que tiene mucho trabajo? ¡Já! —exclama con incredulidad— ¡Ruth agobiada con el
trabajo! Eso no se lo cree ni ella —menea la cabeza y sus labios se arrugan en una
mueca cínica.
Ali nota unas manos posándose en sus hombros y, acto seguido, la cabeza de
David aparece por encima de su hombro para darle un beso.
—¡Hola, nene! —dice esbozando una cariñosa sonrisa. David le da dos besos a
Pilar y, a continuación, se sienta en la silla vacía que hay junto a ella.
—¿Qué? ¿Hablando del culebrón, para variar? —pregunta jocoso.
—¡Coño, claro! —responde Pilar con ironía—. Hay que analizar bien los hechos
para que lo que venga a continuación no nos pille por sorpresa…
—¿Tú crees que va a pasar algo más? —le inquiere Ali a Pilar extrañada.
—¿Tú no? —pregunta ella con sorpresa.
—Pues no. Las cosas ya están bastante claritas… Ya sólo es cuestión de que se
calmen las aguas definitivamente y cada una siga con su vida…
—Ali, querida, tu conversión al mundo hetero te ha hecho olvidar la querencia de
las lesbianas por el más difícil todavía —se ríe Pilar con ganas. Ali frunce el ceño,
molesta por la alusión a la heterosexualidad, como si eso la hubiera cambiado.
—Es que no creo que vaya a pasar nada más, simplemente eso. A Sara no le
conviene tener más tratos con Ruth si no quiere acabar destrozada —argumenta Ali.
—De acuerdo, no debería. Pero lo que debemos hacer nunca tiene nada que ver

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con lo que realmente queremos. Y es muy obvio que Sara sigue enamorada de Ruth
hasta el tuétano. Por mucho que reniegue de ella. Es más, cuanto más reniega, más la
quiere…
—No creo que Sara sea tan tonta como para intentar otra vez algo con Ruth. Y, la
verdad, no creo que Ruth haga nada por volver con ella… Sería una soberana
estupidez —sentencia con aplomo.
—Justamente son ese tipo de estupideces las que se hacen cuando no puedes
evitar querer a alguien… Y ahora cambiemos de tema que Sara está a punto de entrar
—anuncia Pilar recolocándose en su asiento.
Ali gira la cabeza justo para ver cómo Sara empuja la puerta acristalada y entra en
la cafetería. Sonríe al verles y se dirige hacia la mesa en la que están. Ali también
sonríe. Demasiado. Y a la sonrisa y la alegría de ver a Sara se le une una punzada de
nervios en el estómago. Hasta ahora no le ha querido hacer mucho caso a ese
cosquilleo que siente cuando queda con Sara o piensa en ella. Sobre todo porque sus
sentimientos hacia David no han cambiado un ápice. Pero no puede negar que le
preocupa estar sintiendo algo más que simpatía por su amiga. Lo considera
totalmente absurdo y fuera de lugar, impropio de ella, alguien que nunca ha dudado,
que siempre ha tenido claro lo que quiere, que jamás le ha gustado la ambigüedad
emocional.
Ajena a sus divagaciones, Sara se acerca primero a ella para darle dos besos. Ali
siente enrojecer súbitamente sus mejillas. Baja la cabeza con la esperanza de que
nadie se de cuenta. Por suerte, tanto David como Pilar están ahora ocupados en
saludar también a Sara y no pueden prestarle atención. Ali da un sorbo a su coca-cola
mientras la sangre abandona sus pómulos y vuelve a recuperar su circulación normal.

Sara sonríe. Se siente bien. Anestesiada. Como si caminara constantemente por


un suelo acolchado. Ha comenzado a tomar ansiolíticos y antidepresivos y el sopor y
una extraña sensación de beatitud y bienestar la domina la mayor parte del día. Todo
resbala sobre ella. Ninguna preocupación consigue mermar su ánimo. Por momentos
incluso todo lo ocurrido con Ruth le parece tan lejano como un mal sueño. Ya han
pasado cuatro meses. No ha vuelto a verla. Ha sabido poco de ella y siempre por
terceras personas. Y le da igual. Todo le da igual. Ruth se ha convertido en algo
amorfo que se empequeñece más y más cada día en algún recóndito lugar de su
cabeza.
Está intentado salir con mayor frecuencia que antes. Salir y no irse al poco rato
como hasta hace no mucho. Compartir su tiempo libre con las personas que le
importan. Las personas que la han apoyado durante los últimos meses. Juan, Pilar,
Ali, David,… Los amigos de Ruth que ahora son más suyos que de ella. Porque ella
les ha dado la espalda también. Siente lástima por Ruth. Y lástima es lo peor que se

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puede sentir por alguien. La lástima es una mezcla de compasión, pena, disgusto y
asco. Es mucho más triste sentir lástima por alguien que odiarla. El odio implica
emoción, implica incluso que antes hubo el sentimiento contrario. La lástima es ver
un vagabundo en la calle y apartar la vista avergonzada y a la vez aliviada de saber
que tu vida es mejor. El odio es querer hacer daño a quien te lo hizo antes a ti. Ella no
odia a Ruth. Sólo le produce lástima.
Pero ahora ya no piensa en Ruth. O, al menos, no tanto como antes. Prefiere
concentrarse en mirar hacia delante. Pasar las tardes junto a esas personas a las que
ha aprendido a querer y que le han ofrecido y demostrado su apoyo espontáneamente,
sin esperar nada a cambio. Quedar con ellos para salir, para pasarlo bien y reír por
primera vez en meses.
Es consciente de que volviendo a salir corre un riesgo importante. Y es que
cualquier noche y en cualquier momento podría cruzarse con Ruth. En principio, ella
y los demás, evitan los bares en los que su ex novia solía recalar pero nunca se sabe.
Ruth es muy imprevisible en ese sentido. Y la casualidad muy traicionera. Si se la
encontrara no sabe muy bien como reaccionaría. Confía en que podrá mirarla sin
echarse a llorar. Confía en que no se hundirá al verla. Confía, incluso, en que si se
dirigen la palabra sabrá mantenerse en su sitio y hablar con fría cortesía, como si no
significara ya nada para Sara. Sin embargo es consciente de que no sería tan fácil
como a ella le gustaría y que su ánimo podría desplomarse sólo con vislumbrarla
entre la gente que llena cualquier bar.
—Bueno, chicas, ¿os apetece cenar algo? Me muero de hambre… —dice David
rompiendo la intrascendente conversación que venían manteniendo hasta ese
momento.
—¿Y cuándo no tienes hambre tú? —le reprocha con sorna Ali enarcando una
ceja y mirándole inquisitiva.
—¡Joder, nena! Gasto muchas energías —se queja cómicamente—. Tendré que
reponer fuerzas para poder cumplir contigo como un campeón —añade besando a Ali
en la mejilla. Ella se sonroja y no dice nada.
—Podríamos ir al vegetariano que hay aquí cerca —propone Pilar—. No tengo
muchas ganas de cenar pero me entraría algo ligerito…
—¿Un vegetariano? —exclama David casi escandalizado mientras se levanta de
la silla—. Por Dios, Pilar, yo necesito meterme en el cuerpo algo que haya estado
correteando por el campo…
—Pues no creo que las vacas que te comes hayan conocido mucho campo,
chaval… —repone divertida Pilar.
Los cuatro se apelotonan junto a la barra para pagar. David y Pilar siguen
enzarzados en su discusión. Sara y Ali se quedan rezagadas detrás de ellos.
—Te veo muy bien —le dice Ali.

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—Sí. Creo que lo estoy. He empezado a tomar unas pastillas, ¿sabes? Supongo
que me están haciendo efecto… —explica rebuscando en su bolso.
—Ya… —es lo único que dice Ali. Luego ocupa el lugar en la barra que han
dejado David y Pilar y le pide al camarero que le cobre lo suyo.
Sara continúa buscando su cartera en el bolso. Ve que David y Pilar han salido ya
del local mientras seguían con su conversación alimenticia. Ali recibe su cambio y
comienza a dirigirse hacia la puerta. Con la cartera ya en la mano, Sara mira al
camarero y le pregunta cuánto es lo que se ha tomado.
—A ver, un café con leche… —comprueba su libreta—. Uno con cincuenta.
Sara saca un billete de cinco euros de su cartera y se lo tiende al camarero. El
chico lo coge y se acerca a la caja registradora. Ella se queda esperando el cambio
con el antebrazo apoyado en la barra.
—Hola… —dice una tímida voz al lado suyo.
Sara se gira hacia la voz y no puede ocultar su sorpresa al encontrarse con la
chica aquella del perro con la que ha coincidido alguna vez en esa misma cafetería.
—Hola —le corresponde Sara un tanto confundida. Por detrás de la chica, ve que
su perro baja los tres escalones que conducen a la entreplanta para ir con su dueña.
—Verás… —comienza la chica dándose cuenta entonces de que el animal se ha
sentado junto a sus pies—. Es que nos hemos cruzado algunas veces por aquí y… No
sé, me has llamado la atención… —Sara esboza una leve sonrisa visiblemente
azorada—. No, no, no, tranquila —se apresura a decir la desconocida—. No es que
esté tratando de ligar contigo… Bueno, no del todo —se sonríe—. Pero hay algo en ti
que me intriga… No sé, dime que me meta en mis cosas pero me da la sensación de
que no estás en un buen momento…
—Bueno… —empieza Sara sin saber qué puede decirle a aquella chica.
—No hace falta que digas nada —la interrumpe. Coge una servilleta de uno de los
platillos y le pide un bolígrafo al camarero cuando se acerca a traerle el cambio a
Sara—. Mira, te voy a apuntar mi número de teléfono. Guárdatelo. Y si un día, no sé,
te apetece tomar un café y charlar pues ya sabes, dame un toque. Vivo aquí cerca —le
dice tendiéndole la servilleta.
Sara la coge y la mira. Y descubre que la chica se llama Lola. Mira la servilleta y
luego mira a Lola, que mantiene el tipo frente a ella pese a que su rostro destila en ese
momento una timidez que no cuadra con su atrevimiento.
—Bueno —dice Sara al fin guardándose la servilleta en el bolso— pues ya nos
veremos…
—Eso espero —añade Lola con una mirada pícara.
Sara cubre los escasos metros que la separan de la puerta sin acabar de dar la
espalda. La chica la ha descolocado. Nunca la habían abordado de ese modo. Lola la
observa salir del local con la mirada fija en ella y con su perro todavía sentado a sus

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pies.
—Hasta luego —se despide Sara antes de traspasar el umbral y alcanzar la calle.
—Hasta luego —escucha decir a Lola cuando ya se ha dado la vuelta y se
encuentra con sus amigos que, boquiabiertos y alborozados, la reciben con risas tras
haber seguido la escena a través de los cristales.
—¿No me digas que la chica esa te ha entrado? —exclama Ali.
Sara pone cara de circunstancias y les mira divertida.
—Eso parece. Me ha dado su número de teléfono…
—Y la llamarás, ¿no? —le espeta Pilar tajante.
—¿Pero tú la has visto bien? Seguro que le saco diez años. Eso como poco… —
repone Sara echando a andar.
—¿Y qué? —pregunta alzando exageradamente la voz—. ¿La has visto bien tú?
Está tremenda…
Sara se echa a reír meneando la cabeza.
—Sí, Pilar, la he visto bien. No es la primera vez que me cruzo con ella… —
explica.
—Pues mejor me lo pones. Yo que tú no me lo pensaba…
—Ya veremos… —sentencia Sara un tanto ausente.

Cuando Lola regresa a la mesa en la que estaba sentada, sus amigas la esperan
expectantes casi conteniendo la respiración. Lola se deja caer sobre la silla
pesadamente y exhala un largo suspiro.
—Bueno, ¿qué? —pregunta Laura.
—Le he dado mi teléfono —explica ella.
—¿Nada más? —le espeta incrédula.
—¿Qué más quieres?
—Que te hubiera dado ella el suyo…
—¿Y qué más da? Si está interesada me llamará. Si no lo está me serviría de poco
tener su teléfono…
Lola vuelve a mirar en dirección a la puerta, como si la chica aún estuviera allí. Y
justo entonces se da cuenta de que ni siquiera le ha preguntado cómo se llama. Pero
quizá sea mejor así. Si no la llama no podrá ponerle nombre a la decepción.
Le sorprende lo que ha hecho. No porque Lola no sea lanzada, que lo es. Pero su
valentía suele construirse en otras circunstancias. Como le ocurrió con Ruth. En un
entorno confuso como es la noche y con el alcohol corriendo por su cuerpo. Entonces
Lola se lanza a una piscina de cristales si es necesario. Lo de abordar a una
desconocida en un entorno carente de distorsión nunca ha sido su estilo. Pero es que
esa desconocida tiene algo que ha conseguido que, en las escasas ocasiones en las que
se han cruzado, se le haya quedado prendida en la memoria.

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También le sorprende su osadía después de lo que sucedió con Ruth. De acuerdo,
no estuvo mal. Pero sólo fue sexo. En muchos momentos se sintió como un trozo de
carne en manos de una simple desconocida. Y lo que le intrigaba de ella quedó sin
resolver con su súbita desaparición de la casa de Lola. Después, por mucho que ha
mirado y remirado hasta el último rincón de los locales que ha frecuentado sola o con
sus amigas, no ha vuelto a verla. Se pregunta qué esperaba de una desconocida que
acepta ir a su casa y se limita a follársela y largarse sin decir nada. Tal vez su
insensibilidad no sea producto de un mecanismo de defensa activado por una mala
experiencia. Tal vez ese sea su carácter, su forma de comportarse por mucho que Lola
creyera ver en su mirada desolación y tristeza. Quizá Ruth es así. Quizá pertenece a
ese tipo de personas que sólo saben mirarse el ombligo y que van por la vida
utilizando a la gente para sus propios intereses y que, una vez cubiertos, los apartan a
un lado y continúan su camino.
En cierto modo Lola no es tan distinta a Ruth. Ella también ha utilizado en
muchas ocasiones a la gente en su propio beneficio. Pero a Lola, últimamente,
empieza a perderle la curiosidad. Una curiosidad casi científica que le empuja a
querer desentrañar los más ocultos secretos de las personas que llaman su atención. Y
las personas que llaman su atención suelen ser aquellas que parecen perdidas, como
Sara. O las que parecen difíciles, como Ruth. Tal vez porque en el fondo se
identifique con ellas. Y a todo eso se le une su estado de ánimo actual. Su propia
desesperanza y desilusión. Su apatía. Su indiferencia. Puede que esté buscando
inconscientemente a sus iguales para comprenderse a sí misma.
Pero lo cierto es que, haga lo que haga, su situación no mejora. Sigue
derrumbándose cuando menos se lo espera. El llanto aparece sin necesidad de
invocarlo. Tampoco es que vaya a peor. El caos de su interior se mantiene estable.
Aunque todos los días sienta cómo algo se muere en su interior. Esa debe ser la razón
por la que se está volviendo aún más directa con la gente. Cuando sientes que ya no
te queda nada por perder, te importa menos arriesgarte.
Paco se revuelve nervioso entre los brazos de Laura intentando saltar hasta el
regazo de Lola. Ella lo coge y lo acomoda sobre sus piernas. El perro resopla
satisfecho mientras Lola deja que le muerda los dedos para calmarle el dolor del
crecimiento de los dientes. Ojalá ella supiera qué morder para calmar todo lo que le
duele. Ojalá ella supiera qué es lo que le duele con tanta exactitud.

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LABIOS COMPARTIDOS

S egún fueron pasando los días Lola llegó a creer que la desconocida no la
llamaría. Por eso cuando vio en la pantalla de su móvil un número que no
conocía no pensó que se tratara de ella aunque fuese poco habitual que la llamasen
personas cuyo teléfono no tuviera almacenado en la agenda. Por eso también, al
identificarse como Sara, no acabó de ubicarla en su memoria. «Claro, es que el otro
día no te dije mi nombre», explicó justo en el momento en que los nervios tomaron
por asalto su estómago al darse cuenta de quién la estaba llamando.
No creía que lo hiciera pero lo estaba haciendo. La estaba llamando para aceptar
su proposición de quedar a tomar algo y charlar. De repente Lola se sintió como una
adolescente ante su primera cita. Llegó hasta a balbucear mientas hablaba con Sara.
Quedaron en verse esa misma tarde en la cafetería en donde se encontraron, la de
siempre, en la que los camareros ya la saludan cuando entra de tanto que para por allí.
Cuando colgó la llamada Lola sintió la tentación de darse cabezazos contra la pared.
No comprendía por qué había reaccionado así, por qué esa chica y no otra la hacía
ponerse tan nerviosa. Pensó que tal vez esta le gustara de un modo distinto a lo que
en un principio había pensado. Pero, ¿por qué?
Llamó a mediodía y Lola pasó las siguientes horas deseando que llegase cuanto
antes la tarde. Justamente por eso el tiempo se le hizo más eterno de lo habitual.
Habían quedado a las ocho y media pero a las seis ya estaba duchada y plantada
frente al armario abierto pensando qué ponerse. Tardó una hora en decidirse. Luego
se plantó frente al espejo y durante otro buen rato estuvo sopesando si debía
maquillarse o no. Aunque pintarse los ojos sería lo más preciso puesto que es lo único
que Lola se maquilla. Al final decidió que no, que iría a cara descubierta, recién
lavada y sin pintar. Sin adornos innecesarios. Y a las ocho ya estaba en el Baires,
sentada en la mesa junto al ventanal de la entreplanta, tomando un café solo y
deseando ser fumadora porque así podría matar el tiempo haciendo algo.
Ahora son las ocho y cuarenta y Lola mira el reloj del móvil con impaciencia
pensando que Sara no va a aparecer. Un minuto después la ve entrar por la puerta de
la cafetería buscándola con la mirada. Lola alza una mano para llamar su atención.
Sara la ve enseguida y se dirige hacia ella con paso rápido. Al encontrarse se miran
un instante la una a la otra como si se dieran cuenta de lo raro de la situación. Lola se
pone en pie para darle dos besos. Sara la corresponde en un rápido movimiento, se
quita la cazadora vaquera que lleva puesta y se sienta justo enfrente de Lola.
—Bueno, pues… Aquí estoy —anuncia Sara alzando las cejas y cruzando las
manos sobre la mesa, a la espera de una reacción por parte de ella.
—Ya veo… —es lo primero que se le ocurre decir a Lola—. Me alegro de que me
llamaras…

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El camarero aparece por detrás de Sara para preguntarle qué quiere tomar. Ella
pide un café con leche y a continuación saca el tabaco de su bolso y enciende un
cigarrillo. Luego parece recordar algo y también saca el móvil, dejándolo junto al
paquete de tabaco. Lola piensa que tal vez dentro de un rato sonará ese teléfono y
Sara le dirá que tiene que irse por alguna urgencia. No sería la primera en utilizar esa
manida excusa. El camarero regresa con el café con leche. Sara le da las gracias,
rasga el sobre del azúcar, lo vierte en la taza y lo remueve.
—Bueno, ahora es cuando se supone que tú y yo empezamos a hablar, ¿no? —le
dice con una sonrisa sin dejar de remover el café. Una sonrisa que tiene algo que
consigue tranquilizar a Lola. Algo que le dice que la tía que tiene enfrente es de fiar,
que puede relajarse con ella.
Al principio les cuesta pero al cabo de quince minutos ya están enzarzadas en una
animada conversación. Lola le cuenta que nació en el norte y que vino a Madrid para
estudiar Comunicación Audiovisual, carrera que, de hecho, ha dejado colgada aunque
sus padres aún no lo saben. Le cuenta que le atrae mucho más todo lo relacionado con
Internet, el diseño de páginas web y ese tipo de cosas, que quizá haga algún curso
aunque todavía no tenga claro a qué quiere dedicarse. Sara, por su parte, le explica
que ella también dejó a la mitad la carrera de Derecho porque no lograba compaginar
estudio y trabajo, que hasta el verano anterior vivía en Barcelona y trabajaba en una
editorial jurídica pero que se trasladó a Madrid y ahora trabaja de recepcionista en
una agencia de publicidad aunque quiere cambiarse porque el puesto no acaba de
gustarle y el sueldo no le resulta suficiente.
—¿Y cómo es que te mudaste a Madrid? —le pregunta Lola con curiosidad.
La pregunta era inocente en la mente de Lola pero hace que el semblante de Sara
cambie de súbito. Desvía la mirada y se pone visiblemente nerviosa. Lola también.
Espera no haber dicho nada que la pueda haber molestado pero ¿qué podría
molestarle de esa pregunta? Si le resulta incómoda puede obviar la respuesta y
cambiar de tema. No pasaría nada. Lola lo entendería. No es asunto suyo.
—Perdona, ¿he dicho algo que te haya molestado? —le pregunta temerosa.
Sara menea la cabeza algo disgustada.
—No, no, tranquila. No es por algo que hayas dicho… Bueno, sí, pero no es por
ti… —respira hondo—. Es que esa pregunta me ha recordado algo que no quería…
—Lo siento —se apresura en decir Lola un tanto apesadumbrada.
—Tranquila, no es culpa tuya… —la mira a los ojos y parece sopesar lo que decir
a continuación—. La verdad es que me vine a Madrid para estar con mi novia…
Bueno, evidentemente, por mi cara, te imaginarás que ya no es mi novia…
—Lo siento —vuelve a decir Lola maldiciéndose interiormente por haber metido
la pata tan pronto—. ¿Llevabais mucho tiempo?
—Un año…

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Tras decir eso Sara calla y apura su taza de café. Enciende un nuevo cigarrillo
mirando a otra parte con ojos ausentes y algo vidriosos. Lola piensa que la ha cagado.
Acaba de poner el dedo en la llaga y posiblemente al hacerlo haya conseguido que
Sara refuerce sus defensas. Aunque también comprende ahora el por qué de ese aire
triste y melancólico que le llamó tanto la atención desde la primera vez que la vio. Si
se trasladó a Madrid el verano pasado para estar con su novia y ahora ya no está con
ella, la historia debió terminar antes de lo que esperaba. Y cambiar toda tu vida por
una persona que te acaba dejando al poco tiempo debe ser desolador.
Pero Sara recupera la actitud que mantenía antes de la fatídica pregunta, fuerza
una sonrisa y mira de nuevo a Lola.
—Bueno, pero no hablemos de malos rollos. He venido a conocerte y hablar de
mi ex no creo que sea la mejor forma de hacerlo, ¿no crees?
Lola sonríe abiertamente al oírla decir eso. Sus palabras sacuden la pesadumbre
que había comenzado a inundarla y se deja llevar por el presentimiento de que esa
mujer, por mucho que le saque más de una década, podría convertirse en alguien muy
importante para ella.

Ternura. Eso es que lo que le inspira Lola a Sara. Una ternura infinita cada vez
que la mira. Después del café decidieron ir a cenar algo. Y es que Sara se encuentra
muy a gusto hablando con esa chica. A pesar de que Lola parezca querer recubrirse
de una capa de contrariedad, de misterio, como si ocultara un pasado terrible (¿se
puede tener un pasado terrible con veintidós años? Quizá sí pero entonces Sara se
pregunta cómo será cuando esa chica llegue a tener su edad…), a pesar de que ella
misma diga que está pasando por un mal momento, que algo ha cambiado en su
interior, por mucho que se empeñe en pintarse como alguien atormentado, la
ingenuidad permanece latente en ella. La ingenuidad y la inocencia. Porque Lola
todavía está en ese momento de la vida en que, aunque se haya pasado por baches, no
debería resultar del todo difícil seguir intentando que las cosas funcionen. Y se lo
demuestra a cada palabra que pronuncia. Cuando habla de sus planes, de su vida, de
su día a día. Cuando deja caer alguna insinuación sobre lo mucho que le gusta Sara,
así, como quien no quiere la cosa, y le sostiene la mirada con esos ojos rasgados de
un verde tan difícil de describir.
A los postres Sara descubre lo mucho que le encanta esa chica. Le encanta como
un flautista hindú encantaría a una serpiente. Le basta escuchar su voz para sentirse
bien. Es curioso cómo la simple presencia de una persona puede bastar para obviar
los malos pensamientos. Una persona a la que apenas conoce pero que la hace
olvidar, que la entretiene hablando de cosas que, por resultarle ajenas, le procuran el
alivio de lo desconocido. Sara siente que se le acelera el pulso por la emoción de vivir
un momento feliz. Puede que no sea más que una cena entre dos personas que se

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acaban de conocer pero, por primera vez en mucho tiempo, está hablando con alguien
que no sabe nada de Ruth y que, afortunadamente, tras el comentario al principio de
la conversación acerca de las razones por las que ella se trasladó a Madrid, ha sido lo
suficientemente avispada como para darse cuenta de que a Sara no le apetece
explayarse en más detalles. Sara ya ha hablado demasiado de Ruth a esas alturas y
empieza a necesitar el crear nuevos recuerdos que no estén asociados a ella.
Momentos en los que su fantasma no sobrevuele las palabras ni los gestos y que Sara
pueda sentir que Ruth empieza a convertirse en algo ya lejano.
Piden la cuenta y mientras pagan se dedican fugaces miradas llenas de promesas
por cumplir. Sara se está dejando llevar. Lo sabe y no le importa. No está buscando
amor. Ni un futuro a largo plazo. Sólo quiere atender al momento presente. Ahora no
le importa lo que pueda quedar atrás ni lo que pueda esperarle cuando este momento
acabe. Tampoco le importa esa diferencia de edad que tanto lastre le suponía hasta
hace unas horas. Hay algo en Lola que ha conseguido cautivarla. Algo visceral y,
sobre todo, tierno, muy tierno.
Salen del restaurante con la sonrisa pintada en sus labios. Sus cuerpos se atraen
involuntariamente mientras caminan por las aceras y se dirigen al bar que propuso
Sara aún sentadas a la mesa. Nota como sus manos se tientan la una a la otra sin
acabar de enlazarse. A cada paso se acercan, se rozan tímidamente, tonteando entre
ellas, coqueteando pero sin atreverse a más. Entran en el bar. Lola se pide una copa,
Sara una coca-cola light, dándose cuenta de que el vino de la cena se le ha subido a la
cabeza. Sabe que no debería haber probado el alcohol para no mezclarlo con las
pastillas pero estaba tan a gusto cenando con Lola que no le importó. Porque incluso
ese pequeño mareo que ahora asola su cabeza le resulta agradable. Embriagador. Por
momentos es como si ni siquiera fuera ella misma. Y eso le gusta.
Se sumergen entre la gente tras pedir sus bebidas. Amagan algunos bailes
mientras continúan hablando de cosas sin importancia. El tiempo pasa y las sonrisas
que esbozan no se borran de sus rostros. Una burbuja se ha creado entre las dos y
nada del exterior puede romperla. Por primera vez en meses Sara siente que las cosas
vuelven a la normalidad. Siente una atracción cada vez mayor por Lola. Y saber que
Lola siente lo mismo le proporciona una satisfactoria seguridad. Se apoya en la pared
para descansar y la observa mientras baila. Se mueve pausadamente, sin grandes
aspavientos, marcando el ritmo con las caderas y moviendo el resto del cuerpo en un
lento compás. Parece disfrutar de la música, del momento, de la compañía. No pierde
de vista a Sara. No hace un contacto visual constante pero cada pocos minutos la mira
y la sonríe. O se acerca a ella y le susurra al oído:
—No dejes de sonreír… —le pide con voz dulce.
Y Sara sonríe automáticamente al escucharla. Y Lola deja caer un beso en su
mejilla al ver su sonrisa. Y la mira mientras vuelve a alejarse de ella para continuar

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bailando. Sara tiene claro que va a cometer una estupidez. Que va a dejar que pase
algo entre ella y Lola. Sin embargo, ¿por qué se debería considerar una estupidez?
Sólo son dos personas sintiendo atracción mutuamente. Lola podría borrar de su piel
y de su recuerdo esos besos y esas caricias de Ruth que aún le escuecen. Sería dar un
paso más hacia el olvido. Y eso no puede ser malo. Ni una estupidez. Ni siquiera un
engaño. Incluso aunque lo fuera le da igual. Quiere dejarse llevar por ese engaño, por
esa falsa sensación de felicidad. No cree que pueda ser peor que todo lo que ha tenido
que aguantar desde que Ruth la dejó.
Lola baila cada vez más cerca de ella. Hasta casi pegarse a su cuerpo. Entonces
cesa en sus movimientos. Se apoya con el costado en la pared, quedándose muy cerca
la una de la otra. Lola la mira. Sara corresponde a su mirada. Es unos pocos
centímetros más alta que ella y eso, unido a la postura que ha adoptado, hace que la
vea en perspectiva, desde arriba. Lola se está ofreciendo. Está pidiendo sin palabras
que la bese. Sara mira su boca, mira esa sonrisa que no se borra de ella. Y deja de
pensar. Acepta el ofrecimiento y el reto que le propone. Acerca sus labios a los de
Lola y al sentir su contacto cierra los ojos.
Se besan. Sara se concentra en sentir. Siente esos labios que no conoce, a los que
se acostumbrará en los próximos instantes hasta que le empiecen a resultar familiares.
Lola besa bien. No se apresura, juega con su lengua, con su boca. Se complementa
bien con ella desde el principio. Pero no prolonga el placer demasiado. No se aferra a
ella. Se separa con una leve sonrisa y continúa bailando. Aunque ahora la mirada que
le dirige es mucho más cómplice. Sara se queda con ganas de más. El beso ha
activado aún más su deseo. Pero tampoco quiere forzar la situación. Espera paciente a
que llegue el próximo. Y ese llega pronto. Lola la busca con más decisión,
acercándose a ella, volviendo a besarla, rodeando su cintura con los brazos, subiendo
la mano por su espalda, atrayéndola hacia ella para tenerla más cerca.
Al rato le propone cambiar de bar. Sara acepta y coge su chaqueta y su bolso.
Salen al exterior y, ahora sí, se cogen de la mano espontáneamente. Caminan con más
lentitud que antes. Sara casi había olvidado lo electrizante que puede llegar a ser la
primera vez que sientes el tacto de otra persona. Ese cosquilleo arrebatador al sentir
en tu mano la mano de alguien nuevo. Entran en el siguiente bar. Se dirigen a la
barra. Lola se pide otra copa. Esta vez Sara no se pide nada. Y hace bien. Porque
cuando se apartan de la barra y toman posiciones en un rincón perdido en el que
apenas hay gente vuelven a besarse. Ya con más ganas, con más pasión, dejándose
conducir por algo visceral, por el puro deseo de devorarse la una a la otra. Se olvidan
del mundo que las rodea. Sara deja de escuchar la música y las voces de las personas
de su alrededor, concentrándose sólo en sentir a quien tiene entre sus brazos y que la
está besando de un modo que ya creía olvidado. Tal es su enajenación que cuando por
fin se separan y Lola va a coger su copa para darle un trago, se da cuenta de que

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alguien la ha robado. Ambas se ríen y el hurto sólo les supone un nuevo motivo para
seguir besándose.
Todavía recalan en un bar más, ya bien entrada la madrugada. Pero Sara sabe que
el deseo de Lola es otro que nada tiene que ver con gastar el tiempo entre copas y
desconocidos sino más bien con apurarlo entre sabanas revueltas y piel desnuda.
Nota su deseo al mismo tiempo que su indecisión para proponérselo. Y Sara
espera porque no será ella quien saque esa última carta sobre el tapete. No puede
hacerlo. No cree que le corresponda dar ese paso. Ni tiene fuerzas para darlo. Prefiere
ser la que se deje llevar por una proposición que ser ella quien la exprese. No quiere
tomar demasiadas decisiones.
Pero los besos se tornan más ansiosos cada vez. A ninguna de las dos les parecen
suficientes. Por el contrario, esos besos las consumen. Sara vuelve a sentirse
mareada. Pero ya no es por la mezcla del vino con las pastillas. Es por el deseo. Y por
el pánico que le provoca volver a sentir deseo. La respiración de ambas es
entrecortada las escasas ocasiones en que separan sus labios. En una de esas
ocasiones Lola le lanza una significativa mirada y susurra en su oído: «¿Nos
vamos?». No es una simple pregunta. Es una pregunta ambigua. Podría estar
refiriéndose a marcharse de ese bar y cambiarlo por otro. Podría ser que ya hubiese
llegado el momento en que el cansancio hubiese hecho mella y tocase la despedida y
la promesa de verse más adelante. Pero Sara sabe de sobra lo que quiere decir Lola, la
cuestión implícita que se esconde en esas pocas sílabas. Le devuelve la mirada y
asiente con la cabeza, dispuesta a tirarse al río de una vez por todas.
Cogen sus chaquetas y vuelven a salir a la calle. Y sus manos vuelven a
entrelazarse, ahora más nerviosas que antes. Expectantes. Las dos sonríen al andar y
se regalan nuevos besos. Caminan unos pocos minutos y Lola anuncia que han
llegado a su calle. Unos metros más y se detienen frente a un portal. Entran en él y
suben al primer piso. Lola mete una llave en la cerradura y, cuando se escucha el
sonido que indica que ha sido abierta, mira a Sara y sonríe. Luego empuja la puerta.
Su perro acude a recibirlas. Sara no puede por menos que reír al verlo. Se agacha a
acariciarle mientras Lola cierra la puerta.
Ahí, en medio del recibidor del piso de Lola, iluminadas por una luz fuerte,
directa, la magia parece haberse perdido. Sara no sabe qué hacer. Espera algún gesto,
alguna señal por parte de Lola pero ella se limita a observar desde arriba cómo Sara
acaricia al perro con una débil sonrisa y una mirada ausente.
—¿Cómo se llama? —pregunta Sara para romper el silencio.
—Paco —responde Lola.
—Paco… —repite—. Curioso nombre para un perro…
Lola agarra entonces la mano de Sara y la atrae hacia ella. Luego la va
conduciendo a través de un pasillo hasta una puerta que hay al final. El perro las

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sigue. Pero antes de que pueda llegar a entrar tras ellas, Lola cierra la puerta. Quedan
unos instantes a oscuras. Sara siente a Lola moverse y al momento una pequeña
lamparita se enciende en la mesita de noche. Se miran desde un extremo a otro de la
habitación. Lola vuelve a acercarse a Sara, lentamente, sin decir nada. Al llegar hasta
ella se abalanza sobre su boca atropelladamente. Sus cuerpos chocan con violencia. A
Sara le resulta inusitada y extraña esa vehemencia. Los besos en los bares fueron
apasionados y prometían continuación en esa intimidad que ahora compartían pero no
hubiera esperado que fueran así. Lola la coge por las muñecas con fuerza, haciéndola
subir los brazos e inmovilizándolos contra la puerta. Sara no comprende ese súbito
cambio de actitud. Lola le está besando el cuello totalmente fuera de sí. No encaja
con el comportamiento que ha mantenido durante las horas anteriores. Antes ha sido
apasionada pero tierna. Ahora está siendo brusca e insensible.
Lola busca nuevamente los labios de Sara pero esta, por primera vez, la esquiva.
Pensando que es un simple lance del juego, Lola sigue intentando besarla de nuevo,
hasta que se topa con la mirada inquisitiva de Sara.
—¿Por qué me sujetas así? —le pregunta—. No voy a escaparme.
Lola permanece quieta sosteniéndole la mirada. Tras unos segundos que se hacen
eternos afloja la presión sobre las muñecas de Sara. Las dos dejan caer los brazos
sobre los costados sin dejar de mirarse. Sara busca en el fondo de los ojos de Lola
como si quisiera buscar el motivo de su comportamiento, por qué ha actuado de ese
modo a partir de entrar en su casa. Como si hubiera querido ser otra persona,
convertirse en alguien distinto a quien la había estado acompañando toda la noche de
bar en bar. El rostro de Lola se va tiñendo de vergüenza, pillada en una falta que no
creía estar cometiendo. Sara nota desasosiego en ella. Acerca su mano a la cara de la
chica y la apoya contra su mejilla. Lola cierra los ojos adoptando un semblante
pesaroso y confundido. En ese momento podría pasar por una adolescente asustada a
la que se le ha ido de las manos aquello que pensaba que controlaría fácilmente. Y
Sara vuelve a sentir cómo crece la ternura por ella en su interior. Esa ternura la
impulsa a besarla de nuevo, sujetando su cabeza ahora con ambas manos. Al
principio Lola parece sorprenderse. Después la corresponde de igual modo,
abrazándose a Sara con fuerza. Con la fuerza del que teme caerse y se aferra a lo que
considera más sólido.
Se tumban sobre la cama, todavía vestidas, sin dejar de abrazarse, sin dejar de
besarse. Sara nota humedad en las mejillas de Lola. Le entristece pensar que a Lola se
le puedan haber saltado las lágrimas y no saber por qué. Le acaricia la cabeza, las
mejillas, los labios. Y eso consigue que Lola no sólo no se calme sino que empiece a
llorar silenciosamente, como si sus lágrimas estuvieran tan adentro que cuando llegan
a sus ojos sólo les quedara fuerza para deslizarse hacia fuera.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres que haga algo? —le pregunta Sara con toda la

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delicadeza que puede.
Lola abre muchos los ojos. Busca los de Sara. La mira con tristeza.
—Quiero hacer el amor…
Pero Sara sabe que no sólo se refiere al acto para el que se supone que han venido
a su casa. Lo que pide Lola obedece a un deseo mucho más profundo, más ancestral.
La nota desamparada entre sus brazos. Permanecen largo rato abrazadas. Sara casi
puede escuchar los latidos desbocados de esa niña perdida que yace junto a ella.
Pareciera que el corazón quisiera salírsele del pecho. Entonces Lola se separa unos
centímetros de su cuerpo, respira hondo y vuelve a acercarse para besarla. Y Sara se
da cuenta de que, pese a todo, ella está tan perdida como Lola. Sólo quiere olvidar el
dolor aunque sea lanzándose a los brazos de alguien herido. Y se deja caer entre los
pliegues de su piel, refugiándose en ese olor tan particular de Lola, tan evocador y
tranquilizador que parece albergar en él una promesa de felicidad.

A Lola no le hace falta girarse para saber que Sara sigue en la cama junto a ella.
No le hace falta porque Sara esta ahí, abrazada a su cuerpo. Siente su calor y su piel
desnuda pegada a la suya. Esa noche, después de hacer el amor con ella, ha dormido
profundamente. Mucho más profundamente de lo que recuerda haber hecho en
mucho tiempo. Se despierta reconfortada, descansada, liberada de ese peso que le
estaba oprimiendo el pecho. En sueños Sara le rodea la cintura con el brazo. Lola se
aferra a él apretándolo contra su vientre. Nota que Sara se despierta y que, a
continuación, deposita un suave beso en su hombro.
—Buenos días —le susurra al oído.
—Buenos días —le responde ella dándose la vuelta para ver su cara.
Sara también parece haber descansado. De su expresión se ha borrado casi todo
rastro de pesar. Al mirarla sus ojos sonríen tanto como sus labios. Por debajo de las
sábanas Lola acaricia a Sara con suavidad, demorándose en cada trecho de piel, sólo
por el simple hecho de sentirla cerca, a su lado.
—No sé qué hora será… ¿Te apetece desayunar? —Sara se encoge de hombros
sin dejar de sonreír—. Te lo digo porque no tengo nada para desayunar en casa. Si
quieres bajo en un momento al Starbucks y compro algo.
—No te molestes… —dice Sara débilmente.
—No me molesto. Pero a mí me apetece desayunar y seguro que a ti también —
afirma incorporándose de la cama— . Venga, me visto y bajo en un momento.
De un brinco Lola se levanta de la cama y empieza a coger la ropa que anoche
quedó desperdigada por el suelo de la habitación. Una vez vestida, apoya una rodilla
sobre la cama y se inclina hasta Sara para darle un breve beso en los labios.
—Vuelvo enseguida —anuncia antes de salir de la habitación—. ¿Café con leche,
sólo o…? —pregunta deteniéndose en el umbral.

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—Con leche —responde Sara perezosamente desde la cama.
Una energía inusitada la domina mientras baja casi corriendo las escaleras del
edificio. Enseguida llega al Starbucks y pide los cafés. También compra unos
muffins. Con todo ello en una bolsa regresa al piso. Paco parece que la mira
acusadoramente al entrar por no habérselo llevado con ella. Lola lo ignora y se dirige
al dormitorio cuando repara en que la puerta del salón está abierta. Asoma la cabeza y
ve que Sara está en el sofá, ya vestida, mirando a través de los balcones con actitud
relajada. Al entrar Lola en el salón, gira la cabeza y le sonríe. Se sienta junto a ella,
apoya la bolsa en la mesita y empieza a sacar el contenido. Le tiende a Sara su café y
un muffin y luego coge lo suyo. Desayunan despacio, bromeando y riendo de las
tonterías que se dicen la una a la otra. Lola no puede evitar tocar a Sara. Sus cuerpos
se enredan en el sofá mientras comen. Se besan, deslizan sus manos bajo la ropa de la
otra y sonríen picaras. Como dos niñas. Porque esa mañana Sara parece haber
rejuvenecido hasta convertirse otra vez en una adolescente.
Vuelven a besarse. Lola se recuesta sobre Sara hasta quedar con la barbilla
apoyada sobre su pecho. Ninguna de las dos puede evitar mirarse y sonreír como
bobas. De repente Lola se pone seria. Alza la cabeza y adopta un aire de gravedad
que Sara nota de inmediato porque su expresión también se tiñe de seriedad.
—Y esto… —comienza a decir Lola—, ¿se va a quedar aquí o… va a continuar?
La expresión de Sara se distiende al escuchar sus palabras. Se ríe y atrae a Lola
hasta su boca para besarla.
—No lo sé —le dice al separarse—. Pero habrá que descubrirlo, ¿no?
Lola se muerde el labio inferior tratando de no sonreír demasiado ante la
respuesta que ha recibido. La besa. La besa repetidas veces mientras las dos ríen,
contagiándose la alegría la una a la otra.
Sara se incorpora y le da el último sorbo al café. Deja el vaso de cartón sobre la
mesita y vuelve a recostarse en el sofá.
—Oye, ya sé que tú no fumas pero, ¿te importa que lo haga yo? —le pregunta
Sara con un tinte entre temeroso y suplicante en la voz—. Es que el cigarrito del
café… —se disculpa.
A Lola no le gusta que fumen en su casa. Si alguien quiere hacerlo, sabe que tiene
que salirse al balcón. Pero en ese momento le traen al fresco sus propias normas. No
le importa en absoluto que Sara fume. Sólo quiere que se sienta cómoda allí.
—No te preocupes, me saldré al balcón para que no huela mucho a humo —le
dice cogiendo su bolso del suelo y sacando de él un paquete de tabaco y un mechero.
Sara se levanta del sofá y se dirige al balcón más cercano para abrirlo. Al hacerlo
Paco se dirige al trote hacia allí para salir y mirar hacia la calle. Lola observa la
escena complacida e intuye que podría acostumbrarse fácilmente a la presencia de
Sara en su casa. En su vida. Mira embelesada cómo saca el cigarrillo de la cajetilla y

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se lo lleva a los labios. Pero cuando se dispone a prenderlo el mechero no enciende.
Lo intenta varias veces, lo agita y lo vuelve a intentar. Sara se quita el cigarrillo de los
labios y mira a Lola con una mueca divertida.
—Imagino que no tendrás un mechero, ¿verdad? —le pregunta.
Lola se queda un momento pensativa, haciendo memoria. Su cocina es
vitrocerámica. El calentador eléctrico. Y no tiene velas por lo que tampoco tiene
cerillas. Pero recuerda en ese momento que la última vez que Ruth estuvo en el piso,
aquella noche de ese polvo frío e impersonal, cuando Lola se levantó a la mañana
siguiente se encontró un mechero sobre la repisa de la cocina porque Ruth, aún
sabiendo desde el día de la fiesta que no le gusta que fumen en su casa, sí lo hizo, tal
y como luego pudo comprobar al ver una colilla mojada en el cubo de la basura junto
a un brick vacío de leche que ella no recordaba haber tirado.
—Creo que sí. Espera un momento —y se levanta rauda y solícita para ir a la
cocina. Si no recuerda mal lo debió de meter en alguno de los cajones.
Y en uno de los cajones lo encuentra. Lo coge y regresa de nuevo al salón. Sara la
espera sentada en el brazo del sofá. Le tiende el mechero y se sienta cerca de ella.
Pero algo ocurre cuando Sara coge el mechero. Lo mira incrédula mientras su cara se
pone blanca de repente. El tiempo parece detenerse. El cigarrillo le cuelga inerme de
los labios un momento hasta que lo aparta de su boca con un gesto de rabia.
—¿De dónde lo has sacado? —le pregunta Sara totalmente lívida mostrándole el
mechero.
—Se lo dejó aquí una chica el otro día… —se explica Lola asustada. No acaba de
entender ese cambio repentino de actitud. No es más que un simple mechero con
publicidad de una empresa. ¿Por qué ha hecho que a Sara le cambie el humor?
—¿Una chica? ¿Qué chica? ¿El otro día? ¿Cuándo? —Sara, cada vez más
nerviosa, acribilla a preguntas a Lola que, a su vez, está cada vez más angustiada.
—No sé, hace unas semanas, una chica que conocí en una fiesta que di hace un
tiempo y a la que luego me volví a encontrar.
—¿Es amiga tuya? —pregunta Sara acusadora.
—No exactamente… —responde Lola revolviéndose incómoda en el sofá.
—¿Te has acostado con ella? —inquiere casi al borde del histerismo.
—Sí —masculla Lola—. Sólo una vez. Fue una de esas noches tontas… —
explica contrariada, temerosa también de que Sara piense que se acuesta con
cualquiera y que ella es sólo una más.
Sara cierra los ojos. Deja caer la cabeza y la menea negativamente. Se levanta del
brazo del sillón y camina un par de pasos sin rumbo por la estancia dándole la
espalda a Lola. De improviso se da la vuelta y la mira. Los ojos se le han llenado de
lágrimas.
—¿Cómo se llama esa chica? —pregunta con una mirada que es el vivo reflejo

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del dolor.
—Ruth —contesta Lola—. ¿Por qué? ¿La conoces? —pregunta a su vez Lola
aunque en el mismo momento en que la pronuncia la considera una cuestión estúpida
porque es obvio que Sara debe conocer a Ruth.
Al escuchar su respuesta Sara parece a punto de desvanecerse. Lola se levanta del
sofá y acude a sostenerla. Le rodea la cintura y la lleva dando traspiés hasta el sofá.
Las dos caen sobre él. Sara recuesta la cabeza sobre el respaldo con la cara
desencajada. Lola tiene el corazón a mil por hora. No entiende qué está pasando
aunque comienza a hacerse una ligera idea. Le pregunta a Sara qué es lo que ocurre
pero sólo obtiene de ella un llanto contenido al tiempo que menea la cabeza
negativamente. Respira con dificultad y muy deprisa, tratando de coger todo el aire
posible aunque parece que le resulta insuficiente. Balbucea y masculla palabras
inconexas, incomprensibles.
—Mi bolso… Dame el bolso… Dámelo —le ordena.
Lola hace lo que le pide. Sara agarra el bolso con furia repentina, lo abre y
rebusca en su interior hasta sacar su móvil. Teclea frenéticamente a través de su
agenda de teléfonos y termina pulsando el botón que inicia una llamada.
—¿Juan? Soy yo… Necesito que… que vengas a buscarme… Creo que me está
dando un… un ataque de algo… —su voz suena cada vez más débil y lastimera—.
Estoy… —mira desvalida a Lola—. ¿Dónde estoy?
Las fuerzas le fallan en ese instante. El móvil se desliza de su mano al sofá. Sara
se recuesta otra vez totalmente ida. Lola coge el teléfono y se lo pone en la oreja para
darle su dirección a quién quiera que sea ese Juan.

Con el miedo en el cuerpo Juan conduce el coche hasta la calle que le indicó esa
voz desconocida. Al llegar a ella comprueba que no hay ningún sitio libre y que es
demasiado estrecha para dejarlo en doble fila así que lo para justo frente al portal y
deja el intermitente puesto mientras sube al piso. Aunque no tarda más de dos
minutos en bajar con Sara y la chica con la que estaba, han resultado suficientes para
que detrás de su coche se haya formado un pequeño embotellamiento formado por
otros cuatro coches más que tocan el claxon insistentemente. Los tres montan todo lo
rápido que pueden e inician el camino al hospital. Sara va sentada en el asiento del
copiloto, consciente pero desorientada. Juan no sabe qué le pasa pero imagina que ha
sufrido un ataque de ansiedad o de histeria o cualquier otro trastorno de esa índole.
La cuestión es por qué.
Llegan al hospital. La chica se baja con Sara para ir entrando y que las atiendan
cuanto antes. Juan se dedica a buscar un sitio en el que aparcar su coche. Tarea que le
ocupa más de veinte minutos. En cuanto lo consigue, echa a correr las calles que le
separan del hospital. Llega a la sala de espera casi sin resuello pero sólo encuentra a

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la desconocida en ella. Sara no está. La chica advierte enseguida su llegada y le mira
con curiosidad. Juan se dirige a ella.
—¿Dónde está? —le pregunta casi a bocajarro.
—Les he contado lo que ha pasado y se la han llevado para que la vea un
psiquiatra. En un rato nos dirán algo —le explica con gesto abatido. Juan cae en la
cuenta entonces de que debe de ser esa jovencita de la que Sara le habló días atrás. La
que la abordó en una cafetería dándole su teléfono y a la que Sara no sabía si llamar.
—Bueno, ahora cuéntame a mí con más calma qué es lo que ha pasado en tu casa
—le pide Juan a la chica sentándose junto a ella.
—Pues más o menos lo que te he dicho en el coche. Le dio una especie de
desmayo, de desvanecimiento. Estaba totalmente ida. No creo que llegará a perder la
conciencia pero respiraba muy deprisa y tenía como un ataque de ansiedad o algo
así…
—Ya. Pero, ¿eso fue así de repente? ¿No pasó nada antes? ¿Estaba bien y de
repente ¡zas! le da un jamacuco? —inquiere Juan extrañado.
La chica se queda en silencio, pensando. Luego se mete la mano en el bolsillo y
saca algo de él. Se lo tiende a Juan. Un escalofrío le recorre la espalda al ver un
mechero con el logotipo de la agencia de publicidad de Ruth. Juan lo coge de la mano
de la chica y se queda mirándolo, incrédulo.
—¿Qué coño significa? —le pregunta la chica. Juan no es capaz de decir nada.
Empieza a comprender la reacción de Sara. Pero como no dice nada, la chica añade:
¿Quién es Ruth?
Juan mira a la chica a los ojos. En su rostro cree ver preocupación sincera por
Sara. Sabe que es posible que la noche anterior pasara algo entre ellas dos.
Posiblemente esa chica tenga algún tipo de interés en su amiga. Y no sabe cómo le
podría afectar el que le dijera el motivo de lo que le ha pasado a Sara. Traga saliva, se
humedece los labios y finalmente se lo explica.
—Ruth es la ex novia de Sara… —le dice alzando las cejas en un gesto de
circunstancias—. ¿Tú la conoces?
La chica asiente y se le ensombrece la mirada. Agacha la cabeza en un gesto
apesadumbrado, entendiendo lo que eso significa. Al tiempo que ella se da cuenta de
que el pasado de Sara ha sido el culpable de su situación actual, a Juan le empieza a
dominar la ira. Y siente crecer un extraño odio hacia Ruth que, incluso sin hacer acto
de presencia, sigue dominando el ánimo de Sara y llevándola a sufrir del modo en
que lo está haciendo. Se levanta decidido y se aleja de la sala de espera. Sale incluso
fuera del hospital. Hace todo el trayecto con el móvil quemándole en la mano. Al
llegar a la calle pulsa las teclas adecuadas rápidamente y el tono de llamada comienza
a sucederse cuando se pone el teléfono en la oreja. En contra de lo que se esperaba, al
tercer pitido descuelgan al otro lado.

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—Juan, me pillas en mal momento. Estoy… —empieza a decir Ruth al otro lado.
—¡Me da igual como te pille! —le grita Juan—. ¡Eres una cabrona, tía! ¡Vas por
la vida jodiendo a la gente y te da igual lo que les pase! ¡No te mereces ni la mitad de
lo que las personas te dan…!
—Pero bueno, ¿a ti qué coño te pasa? —le espeta Ruth gritando también.
—¡Me pasa que incluso sin verla sigues jodiéndole la vida a Sara! ¡Me pasa que
estoy harto de esa actitud de niñata que tienes! ¡Me pasa que soy yo el que ha traído a
Sara al hospital porque tú y sólo tú le has jodido la vida y me da rabia que siga tan
enamorada de alguien que no se lo merece…!
—¿Que Sara está en el hospital? —chilla Ruth—. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué….?
—¡Eso a ti no te importa! ¡Ya has hecho bastante! —Juan se da cuenta de que su
tono es quizá demasiado duro pero es que ya está cansado de esa situación—. ¡Sólo te
digo que ni se te ocurra acercarte a Sara en la vida! ¡Y empieza a tener cuidado con
las tías a las que te follas!
Juan cuelga la llamada súbitamente. Y después desconecta el teléfono para que
Ruth no le pueda llamar. Regresa a la sala de espera y se sienta junto a la chica
todavía visiblemente alterado. Ella le mira confundida pero no dice nada.
—¿Han dicho algo? —pregunta al cabo de unos pocos segundos en los que ha
tratado de calmarse.
—Todavía no. Seguirá hablando con el psiquiatra.
Juan se recuesta en el asiento sabiendo que si Sara tiene que contar toda la
historia, la cosa irá para largo. Las sienes todavía le palpitan. Quizá se haya
propasado con Ruth pero ya se ha cansado de ir de amigo comprensivo que deja todo
pasar.

Ruth se queda mirando el móvil en su mano totalmente estupefacta. Jamás había


escuchado a Juan dirigirse a ella en ese tono. Jamás. Si alguna vez ha tenido que
llamarle la atención sobre su comportamiento ha tratado de hacerlo con tacto y
diplomacia. Nunca se ha dejado llevar por un cabreo incipiente. El estómago se le
convierte en un manojo de nervios y las piernas le tiemblan de tal modo que piensa
que si tratara de ponerse en pie en ese momento le fallarían irremediablemente.
—¿Qué es lo que pasa? —le pregunta Pedro sentado frente a ella.
Ruth mira a su amigo. La llamó unos días atrás para ver cómo estaba. Se había
enterado con bastante retraso de que ella y Sara lo habían dejado. Y es que en el
último año y medio apenas se han visto. Ambos por las mismas razones. Ella porque
estaba enredada en su trajín de viajes a Barcelona y él porque también empezó una
relación y había dejado de salir tan habitualmente con Ruth y los demás por Chueca.
Pero desde que hace un rato se habían vuelto a encontrar al fin, Ruth se daba cuenta
de que no le estaba resultando tan fácil como creía retomar su amistad.

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Pedro había sido su mejor amigo en la época de la facultad. Lograron mantener su
relación tras acabar los estudios porque él también hizo piña en torno a ella junto a
Juan, Diego y Pilar cuando Olga la dejó. El tiempo hizo el resto. Siguieron viéndose
todos juntos para salir. Era fácil. Ni él ni Pilar ni la propia Ruth tenían pareja, si acaso
historias fugaces que nunca les robaban demasiado tiempo. Y Juan y Diego ya
estaban juntos desde hacía mucho y casi los contaban como una sola persona. Pero en
cuanto los tres solteros de oro comenzaron sus respectivas relaciones por separado,
los lazos que los unían se fueron disolviendo. Y quizá el que peor parado había salido
era Pedro. Porque, al fin y al cabo, él salía con una chica, a la chica no le hacía gracia
ir a Chueca y comenzaron a gastar su tiempo de ocio por otros bares y otras zonas. Se
distanciaron de un modo gradual. Las llamadas se fueron espaciando y aunque
siempre acababan prometiéndose buscar un hueco para verse nunca parecían capaces
de encontrarlo. Ruth ni siquiera conoce a la novia de Pedro y si él ha visto a Sara es
porque ambos estaban juntos en aquella fiesta de Ibiza en la que la conocieron.
Ahora mira a su amigo y le siente extraño. Ni siquiera sabe por qué ha aceptado a
quedar a comer con él. ¿Qué podría decirle acerca de la ruptura? Él ni siquiera fue
testigo de la relación. Y si ni con sus propios amigos ha sido capaz de hablar
abiertamente de lo que ha pasado, ¿qué podría contarle a él? Nada. Absolutamente
nada. ¿Qué podría decirle ahora de la llamada de Juan, del motivo de la misma?
El motivo de la llamada… Sara está en el hospital… En el hospital… ¿Por qué
está Sara en el hospital…? ¿Por qué ella tiene la culpa de que esté allí…? ¿Qué ha
hecho para que sea culpa suya…? Ella no ha vuelto a ver a Sara desde hace mucho.
No la ha llamado. No le ha mandado un solo mensaje… ¿Qué ha podido hacer para
que Sara esté en el hospital? ¿Qué le ha pasado a Sara?
—Ruth, ¿te encuentras bien? Estás como ida… —le dice su amigo pasándole la
mano por delante de la cara.
—Era Juan… Algo le ha pasado a Sara. Está en el hospital —logra articular Ruth.
Ve que Pedro abre mucho los ojos y que va a decir algo. Pero antes de que lo haga le
interrumpe—. No me encuentro muy bien. Creo que me voy a ir a casa. ¿Te importa
que dejemos la comida para otro día?
—No, claro que no —se apresura en decir Pedro—. ¿Qué le ha pasado a Sara?
—No lo sé —dice Ruth desfalleciendo a cada momento— . Juan no me lo ha
querido decir. Sólo me ha dicho que no me acerque a ella. Que yo tengo la culpa…
Pedro no parece comprender lo que le explica Ruth. Pero es que tampoco lo
comprende ella misma. Se levanta de la mesa desorientada. Luego se inclina hacia su
amigo para darle dos besos justo cuando la camarera se acercaba a tomarles nota.
Casi choca con ella al darse la vuelta. Sale del Vips como una autómata. Al llegar a la
calle aprieta el paso y cruza Fuencarral con el semáforo en rojo, sorteando los coches
que vienen en una y otra dirección. Sólo tiene una cosa en mente y es llegar a su casa

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cuanto antes. Y los escasos quinientos metros que le faltan por recorrer se le hacen
eternos. Cada paso es como un golpe para ella. Un golpe en su estómago ya cerrado y
encogido. Otro golpe en el pecho que le corta la respiración hasta casi ahogarla. Otro
en la cabeza que hace que casi se le salten las lágrimas. Alcanza su portal cuando está
a punto de derrumbarse. Las llaves se le caen al tratar de meter la que corresponde en
la cerradura. Y se le vuelven a caer. Por fin, a la tercera vez, lo consigue y entra en el
portal. La respiración se le acelera esperando el ascensor. Al entrar en la cabina y ver
su reflejo en el espejo le da la espalda rápidamente. Pulsa el botón de su piso y cuenta
con ansiedad los segundos que tarda en llegar hasta él.
Pero no encuentra alivio en su casa. Más bien al contrario. Las paredes se le caen
encima. No sabe qué hacer. Algo se rompe en su interior. Se marea. Las piernas le
fallan del todo. Se sienta en el sofá. Pero el mareo no remite sino que va a más. La
imagen de Sara acude a su mente junto con la incertidumbre de no saber qué le ha
pasado. Por qué tiene ella la culpa. Por qué Juan le ha hablado de ese modo. Se tumba
en el sofá y acaba adoptando una posición fetal, doblándose sobre sí misma porque el
dolor del estómago aumenta más a cada minuto. Y por fin, tarde, con retraso, casi
cuatro meses después, una lágrima sale de uno de sus ojos. Luego otra. Y otra. Y
Ruth rompe a llorar, viniéndose abajo por completo. Llora sin parar, sin encontrar
consuelo. Llora todo lo que no lloró en su momento. Y se da cuenta, tarde, con
retraso, de que las cosas no son tan fáciles como ella se ha empeñado en creer.

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ESTA MADRUGADA
ué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia química
¿Q segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a
alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional. Muchas
veces encontramos a personas que parecen perfectas, hechas a nuestra medida. Con
intereses, gustos, caracteres parecidos a los nuestros. Afinidad lo llaman. Sin
embargo no nos enamoramos. Puede que hasta nos resulten indiferentes. En cambio
sucumbimos a personas con las que no tenemos nada en común, con opiniones y
modos de ver la vida que no encuentran eco en nosotros. Que, incluso, son
diametralmente opuestos y nos llevan a caer en conflicto con nuestros propios
principios. Pero nos enamoramos sin remedio. Cuando eso ocurre los amigos
cercanos siempre se preguntan en silencio: «¿Pero qué coño ve en esa persona?». Los
amigos no se lo explican pero si nos preguntaran a nosotros tampoco podríamos
hacerlo. Es irracional. Es químico. Pero también psicológico. Tal vez la otra persona
sea para nosotros la figura de algo que se quedó grabado en nuestro pasado. Quizá la
expiación de algún pecado (eso, claro está, para quienes sean católicos, otros pueden
echar mano del tan traído karma). O simplemente una dependencia tan absurda y
atroz como la que se tiene con una droga. Nos mata poco a poco y con saña pero no
podemos prescindir de ella.
Sara sabe que Ruth produce sobre ella el mismo efecto que la droga más dura. Lo
sabe, lo acepta y lucha por combatir su adicción. Sabe que Ruth es nociva. Sabe que
debe alejarla de su vida todo lo que pueda. Porque si la tiene cerca no podrá
controlarse. Y no por saberlo es más fácil o le cuesta menos. Al contrario. La
tentación es más fuerte cuando se identifica el objeto prohibido. Y ella ha pasado
cuatro meses alejada de su droga. No la ha visto, no ha tratado de tener ningún tipo de
contacto. Las únicas noticias que le han llegado durante ese tiempo era lo que le
contaban sus amigos y tampoco eso era mucho. ¿Por qué reaccionó así al darse
cuenta de que se acababa de acostar con una persona con la que también Ruth se
había acostado? Sara no sabría explicarlo. Reaccionó de un modo visceral. No pudo
controlarlo. Fue como si Lola hubiera tenido rastros del sabor de Ruth en su cuerpo y
ella, al absorber esos restos de la droga de la que tanto esfuerzo le está costando
prescindir, hubiera sufrido una sobredosis. Saber que una, dos, tres semanas antes, da
igual el tiempo, Ruth se tumbó en esa misma cama en la que se había tumbado Sara
la noche anterior bastó para que sus nervios sufrieran un colapso.
Pero, ¿realmente se trata de amor cuando hablamos de amor? ¿Realmente el amor
es la causa de los males que provoca una ruptura? ¿No se trataría en realidad de un
síndrome de abstinencia, de un simple mono al faltar la sustancia a la que nos
habíamos acostumbrado durante un determinado periodo de tiempo? En ese caso,

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¿qué tiempo es el necesario para engancharse a alguien? ¿Sería más difícil
desintoxicarse de una relación de nueve años que de una que solamente hubiera
durado uno? ¿Son más débiles las personas que en unos pocos meses se enganchan a
una persona y más fuertes las que tras años de relación son capaces de dejar atrás a su
pareja sin problemas? ¿Influye el tipo de relación que se haya tenido? ¿Puedes
engancharte de alguien con quien no has llegado a mantener una relación? ¿Qué
papel juega el sexo en todo esto? ¿Por qué Sara no puede olvidar a Ruth, prescindir
de su recuerdo, dejarla atrás definitivamente? ¿Por qué no puede aún sabiendo todo el
daño que le ha hecho, aún sabiendo que no le conviene, aún viendo ahora, en
perspectiva, analizándola, lo mezquina y ruin que puede llegar a ser, lo egoísta y
débil que, sin duda, es Ruth? ¿Por qué todavía sigue enamorada de ella? Enamorada
de alguien que no la quiso tener a su lado, que la hirió sin medida porque no se
atrevía a decirle que no quería continuar pero cuyos actos dejaban meridianamente
claro que ni siquiera estaba dispuesta a luchar.
Pese a toda la química que corre por sus venas ahora mismo Sara no puede dejar
de pensar. Los sedantes y calmantes que ha tomado le embotan el cerebro pero quizá
le están haciendo ver la situación con más claridad. Porque ahora no son los nervios
ni el dolor los que dominan su pensamiento. Ahora todo le resbala por encima. Sus
sentidos se han vuelto de corcho y sus pensamientos son sólidos por lo que el corcho
permanece seco y ligero. Lo suficientemente ligero como para ser objetiva y
preguntarse por enésima vez las mismas cuestiones pero sin que la angustia la
acompañe en su razonamiento. Y se da cuenta de que quizá haya llegado el momento
de tomar una decisión drástica. Tal vez esa posibilidad que ha estado alejando, quizá
pensando, confiando secretamente, que su relación con Ruth podría arreglarse.
Porque nunca se pierde la esperanza aunque esta sea tan pequeña que cueste
encontrarla en su interior. Pero sí. Tal vez haya llegado el momento de volver a
Barcelona, a su vida tranquila, a todo lo que tenía antes de que Ruth irrumpiera como
un vendaval que deja la casa patas arriba y se aleja del mismo modo en que llegó.
La idea la anima. Tanto que se levanta de la cama en la que lleva dando vueltas
desde que Juan la trajo del hospital. Se pone una bata sobre el pijama y sale de su
habitación. Es casi medianoche del sábado. Sus compañeras de piso han salido. Las
escuchó horas antes arreglarse, hablar entre ellas y salir una detrás de otra dejando
tras su marcha un completo silencio. Sara se dirige a la cocina a prepararse una
infusión. Rebusca en sus estantes y tiene que conformarse con un té a falta de otro
tipo de hierbas. Da igual. No le importa que el té la altere. Puede que incluso sea
bueno. Alejar un poco el sopor inducido por la química. Llena una taza de agua y la
mete en el micro-ondas. Mientras espera oye truenos en el exterior. Unos pocos
segundos después escucha el sonido de la lluvia. Se asoma a la ventana y ve cómo
comienza a llover torrencialmente. El timbre del microondas suena. Sara saca la taza

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de su interior, introduce en el agua la bolsita de té y coloca un platillo encima para
que la infusión repose. Continúa mirando hacia la calle a través de la ventana de la
cocina. Siempre le ha tranquilizado mirar cómo llueve. Observar el agua cayendo del
cielo mientras ella está segura y a salvo bajo techo. Le proporciona sensación de
calma y relajación. Justo lo que necesita.
Quita el platillo y tira la bolsa de té tras escurrirla. Añade un par de cucharadas de
azúcar y sale de la cocina con la taza en la mano. Se sienta en el sofá del salón y bebe
a pequeños sorbos sintiéndose más calmada y tranquila por momentos. Sabiéndose a
punto de tomar una decisión importante. Una decisión que sin duda será beneficiosa
para ella. La distancia hará que olvide a Ruth definitivamente. Ojos que no ven,
corazón que no siente. En Barcelona no correrá el riesgo de cruzársela cuando menos
se lo espere. No frecuentará a sus amigos, no sabrá nada de ella. Esa misma distancia
que tiempo atrás la hizo desearla con más fuerza a cada visita que se hacían será la
misma que la cure. Se recuesta en el sofá y respira satisfecha. Esperanzada.
El timbre del telefonillo suena de repente. Sara mira el reloj del vídeo extrañada.
No se imagina quién puede venir a esas horas. Podría ser alguna de sus compañeras,
tal vez se hayan dejado las llaves. Pero no hace tanto desde que se fueron. Piensa que
podría ser una equivocación, alguien que va a otro piso y sin querer ha pulsado el
botón del suyo. Pero el timbre vuelve a sonar. Quien quiera que esté abajo debe de
estar muy seguro del piso al que está llamando. Sara se levanta del sofá dejando la
taza sobre la mesita. Se acerca al telefonillo y descuelga el auricular preguntando
quién es. Una distorsionada voz femenina le responde de inmediato.
—Soy yo… ¿Puedo subir?
Aunque en la frase no hay nada que permita averiguar su identidad, Sara pulsa
por inercia el botón que abre el portal. Ha reconocido la voz. O ha creído reconocerla.
Porque en ese momento le parece por completo irreal que esa persona esté llamando a
su puerta. Por un instante incluso piensa que ha sufrido una alucinación auditiva. Que
no ha existido ningún timbrazo, que nadie ha contestado a través del telefonillo, que
todo ha sido producto de su imaginación, de su largo proceso de desintoxicación.
Aún tiene el auricular en la mano cuando suena el timbre de la puerta del piso. Lo
cuelga y dirige esa misma mano hacia la manilla que abre la puerta. Su mente percibe
ese sencillo movimiento a cámara lenta. Hay algo de irreal en la escena, algo que no
le encaja. Es inesperada. Es casi imposible. Pero no. Tras la puerta está ella. Algo
mojada por la lluvia, no demasiado, claro, seguramente el taxi la habrá dejado junto
al portal. Ahí está. Mirándola con esos ojos grandes suyos que ahora destilan
indefensión, pesadumbre, inquietud. Quizá miedo. Miedo de que Sara le cierre la
puerta en las narices. Miedo de que no acepte su presencia allí. Tiene las manos en
los bolsillos de los pantalones y un aire dubitativo, como si, a causa del miedo,
esperase que Sara le dé una patada en el culo.

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Pero Sara no reacciona. Se mantiene en pie, frente a ella, aún agarrando la manilla
de la puerta con su mano, bloqueando el acceso al interior del piso con su cuerpo,
mirando a Ruth sin acabar de creer que esté allí, plantada en el descansillo. La mira a
los ojos. Los tiene algo hinchados pero a Sara le cuesta creer que sea porque ha
estado llorando. No tiene mala cara pero tampoco demasiado buena. Sí un poco
desencajada, trasmitiendo el mismo temor que sus ojos.
—Hola, Ruth —dice Sara en tono quedo. Sin saber qué otra cosa podría decir.
Cuatro meses de elucubraciones acerca de cómo se comportaría el día que la tuviera
de nuevo delante de ella no han servido de nada. Cuatro meses imaginando mil y una
situaciones, mil y una frases y actitudes no la han preparado en absoluto para ese
momento. Ninguna de esas hirientes sentencias que brotaban de su mente al pensar en
Ruth acude ahora a sus labios. Sólo un saludo. Y su nombre. Ese maldito nombre
pronunciado tantas veces en silencio y con amargura.
—Hola… —corresponde ella sin añadir nada más. Sólo lanzándole una mirada
desvalida que Sara no sabe si interpretar como sincera.
Continúan midiéndose la una a la otra durante varios segundos más. Ruth también
mira a Sara, que se siente indefensa vestida tan sólo por el pijama y un batín. Y
piensa que el contraataque de Ruth la ha pillado demasiado desprevenida. No están
en igualdad de condiciones. Ruth debería haberla llamado primero, haber quedado en
algún lugar, en caso de que Sara hubiera aceptado verla, y después ya se vería. Llegar
hasta la puerta de su casa resulta muy melodramático. Pero sin duda más efectivo.
—¿Puedo…? —comienza Ruth dubitativa—. ¿Puedo pasar?
Sara tarda en darse cuenta de que no es capaz de contestar a esa simple pregunta.
Cuando lo hace es ella la que se pregunta a sí misma si va a dejar pasar a Ruth a su
casa. Antes de que pueda responderse, su cuerpo actúa por sí solo y se hace un lado,
dejando vía libre para que Ruth entre en el piso, cosa que hace de inmediato, antes de
que pueda cambiar de idea.
—Gracias —dice Ruth una vez dentro.
Las dos caminan lentamente hacia el salón. Vuelven a quedarse la una frente a la
otra. Sara nota que ya empieza a reaccionar cuando una súbita ira empieza a aflorar
desde lo más profundo de su pecho.
—Bueno, ¿y se puede saber qué haces aquí? —le pregunta con un tono
inequívocamente violento.
—Me he enterado de que has estado en el hospital. Ni siquiera estaba segura de
que fueras a estar en casa… ¿Qué te ha pasado?
—Me dio un ataque —responde Sara fríamente cruzándose de brazos.
—¿Un ataque? —pregunta Ruth como si no comprendiera lo que acaba de decir.
—Sí, un ataque. Si prefieres el diagnóstico concreto, un cuadro de ansiedad y
depresión con crisis de histeria… Suena bien, ¿eh? —añade con sorna.

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—Una ataque… ¿Así? ¿De repente? —pregunta Ruth confundida.
—Así, de repente.
Ruth agacha la cabeza y comienza a caminar por el pequeño salón. Parece a punto
de decir algo pero también parece como si no acabara de atreverse. Sara se
impacienta. No entiende qué hace Ruth en su casa, por qué ella la ha dejado pasar,
qué coño pretende ahora, después de cuatro meses.
—¿A qué has venido, Ruth?
—Estaba preocupada —responde ella alzando de nuevo la cabeza y mirándola—.
Juan me llamó hecho una furia contándome que te había llevado al hospital y que yo
tenía la culpa de todo y que no me volviera a acercar a ti y…
—¿Y por qué has venido entonces?
—Porque no podía quedarme en casa y hacer como si nada pasara, como si no
supiera que estabas mal…
—Qué raro, es justo lo que has hecho desde que me dejaste… Hacer como si nada
hubiera pasado.
Una mueca de dolor deforma el rostro de Ruth. Sara casi diría que está a punto de
llorar.
—Lo sé. Por eso he venido. Porque he sido una hija de puta todo este tiempo…
—¡No me digas que te sientes culpable! —exclama Sara incrédula y llena de
ironía.
—Sí, me siento culpable.
—Pues has tardado mucho en hacerlo…
—Lo sé…
—¿Qué es lo que quieres, Ruth? ¿Qué haces en mi casa? ¿Por qué has venido? —
inquiere Sara exasperada, descruzando los brazos y acercándose a Ruth para
encararla.
Ella se echa un paso hacia atrás, momentáneamente asustada por el arranque de
Sara. No contesta. Se limita a mirar a Sara con expresión compungida y los ojos
vidriosos.
—Te echo de menos… —dice al fin.
—¡Acabáramos! —exclama, casi grita, Sara—. ¡Ahora resulta que la misma que
me saca a patadas de su vida se arrepiente y me echa de menos! ¡Eres increíble, Ruth!
¡Sólo eres capaz de pensar en ti!
—Lo siento… —murmura Ruth.
—¿Qué? ¿Que lo sientes? ¿Qué coño sientes? ¿Haberme hecho cambiar mi vida,
mudarme de ciudad y poner todo patas arriba para estar contigo? ¿Sientes haberme
dejado y haberte comportado como una niñata desde entonces? ¿Qué coño vas a
sentir tú? ¡A ti solo te ha entrado complejo de culpa y ahora quieres calmar tu
conciencia!

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Ruth está visiblemente asustada. La actitud de Sara parece desconcertarla. Y Sara
lo sabe. Sabe que ahora es ella quien está jugando con ventaja, martirizándola a
conciencia por lo que hizo. No le preocupa. Tiene todo el derecho del mundo a
hacerlo. Ruth no se merece menos. En rigor casi podría decirse que Sara se está
controlando mucho para lo que le hubiera dicho en otro momento. Pero también
reconoce que se está poniendo nerviosa. Porque su droga, esa droga que lleva tantos
meses intentando apartar de su vida, está de nuevo frente a ella. Tan cerca que le
bastaría con estirar el brazo para tocarla. Y eso la desestabiliza justo en el peor
momento.
—Puede que no me creas pero… Te sigo queriendo —dice al fin Ruth con un
hilillo de voz.
La carcajada de Sara es sonora al escucharla decir eso. Como las carcajadas de los
malos de las películas. Forzada y exagerada. Estentórea. Pero algo se remueve dentro
de Sara. Esa posibilidad que siempre ha guardado en lo más hondo se despierta de
nuevo. Y grita y llora reclamando atención.
—¡Que me sigues queriendo! —dice Sara con un tono cada vez más incrédulo—.
¿Pero es que me has querido alguna vez?
—¡Claro que te he querido! —repone Ruth recuperando parte de su carácter y
furia habituales—. ¡Y mucho, aunque no te lo creas! ¡Si no te hubiera querido jamás
habría mantenido una relación a distancia contigo! Siempre he huido de ese tipo de
historias. Pero por ti lo hice.
—¿Y por qué me dejaste entonces? —inquiere Sara nuevamente.
—Porque sentí que no podía más. Que esperabas demasiado de mí y que yo no
podría dártelo… —se excusa Ruth agachando otra vez la cabeza.
—¡Pues bienvenida al mundo real, Ruth! ¡Un mundo en el que las personas
esperan cosas de la gente que les importa y nadie se muere por ello! Sólo los
inmaduros salen corriendo como tú lo hiciste… —Ruth no contesta. Sara hace una
pausa para tragar saliva—. Además, yo nunca te pedí nada. Ahora lo dices para
justificar lo que hiciste así que no me vengas con gilipolleces…
—¡Vale! —exclama Ruth alzando también la voz—. ¡Fui un puta inmadura, fui
una gilipollas, te destrocé! ¡Trátame todo lo mal que quieras! ¡Me lo merezco! ¡Pero
si te digo que lo siento, al menos haz el favor de creértelo! A estas alturas no tengo
por qué mentir…
—¿Y por qué no ibas a hacerlo? Sólo quieres lavar tu conciencia. No soportas
quedar como la mala de la película…
—Todo este tiempo he aceptado ser la mala de la película. Todo el mundo se ha
puesto de tu parte. A ti te entendían, a mí no… Se han ido alejando de mí cada vez
más…
—¡Tú te has alejado de ellos! —le corrige Sara—. ¡Tú has sido la que se ha

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negado a verles porque sabías que no te iban a dar una palmadita en la espalda y a
decirte que tenías motivos para hacer lo que hiciste!
Ruth calla. No debe tener respuesta para eso. En el fondo debe de saber que Sara
está en lo cierto. Ambas se quedan calladas, respirando agitadamente a causa de la
discusión. Se miran a hurtadillas, Sara alterada, Ruth apesadumbrada. Pero Sara
enseguida aparta la mirada. No se cree capaz de soportar por más tiempo la presencia
de Ruth tan cerca de ella. Pero tampoco tiene fuerzas para pedirle que se vaya. Confía
en que los gritos y las acusaciones den a Ruth razones suficientes para marcharse y
no prolongar esa agonía. Pero secretamente desea que se quede. Porque es Ruth.
Porque llevan mucho tiempo alejadas. Porque la quiere. Y le duele inmensamente ver
que sigue queriéndola. Que cuatro meses no han sido, ni de lejos, suficientes para
borrar todo lo que siente por ella. Que todo el daño que la ha hecho no ha bastado
para superarlo, para superarla. Que aunque sabe de sobra que no le conviene tenerla
ni en la esquina más alejada de su vida no puede evitar seguir enamorada de ella.
Sara no la ve venir. Sólo siente el movimiento. Y antes de que se pueda dar cuenta
Ruth se ha plantado frente a ella. Justo frente a ella. Cara a cara. Y sabe que está
perdida cuando ve el gesto que hace Ruth con la cabeza. Ese gesto inequívoco que la
indica que va a besarla. Que la está besando. Y Sara no hace nada por rechazarla. Se
queda quieta, se deja besar por Ruth. Y Ruth se transforma de nuevo en droga
inundando su cuerpo, tomando posesión de él, conquistando cada trozo de piel que
encuentra en su camino, cada músculo, cada órgano vital y secundario, hasta la
última neurona de su cerebro. Fluye de nuevo por su sangre, libre, a sus anchas.
Involuntariamente Sara la aferra entre sus brazos y corresponde al beso sintiéndose
caer en un profundo pozo. Pero no le importa. La droga ha vuelto a traer bienestar a
su interior, vuelve a dominarla por entero, doblega su voluntad.
¿Qué hace que nos enamoremos de las personas? ¿Qué estúpida sustancia
química segrega nuestro estúpido cerebro para que consideremos extraordinario a
alguien que no pasa de mediocre? El amor es un chute, no un acto racional… Y Sara
se ha inoculado una nueva dosis. Vuelve a dejar que Ruth se instale en su vida. La
lleva hasta su habitación. Ambas se tumban en la cama. Sara con el pijama y el batín
aún puesto, Ruth todavía vestida. Yacen juntas, muy juntas, abrazadas. Ruth ya no la
besa sino que se refugia en ella. La ve llorar. No sabe si son lágrimas de
arrepentimiento o de felicidad por estar de nuevo junto a Sara. Ya no hablan. Ninguna
palabra sale de sus labios. Se limitan a abrazarse. Fuerte, muy fuerte, como si
temieran que fuera un sueño y no quisieran despertarse y comprobar que en realidad
están solas.
Sara se siente mareada. Trata de reflexionar sobre lo que está ocurriendo pero no
puede pensar con claridad. La sensación de tener a Ruth junto a ella es demasiado
fuerte, demasiado abrasadora como para pensar en nada. Los minutos van pasando

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hasta convertirse en horas. Ruth parece haberse dormido entre sus brazos. Sara la
mira y es como si esos cuatro meses que han pasado separadas no hubieran existido.
La mira una y otra vez para convencerse de que lo que ve es real.
En algún momento de la madrugada debe de quedarse también dormida. Se da
cuenta porque de repente se despierta aterida por el frío. Vuelve a mirar a Ruth.
Duerme profundamente a su lado, con una respiración acompasada y una expresión
de calma en el rostro. Se incorpora para quitarse el batín y descalzar a Ruth, tirándolo
todo al suelo. Luego tapa sus cuerpos con el edredón. Al no notar a Sara junto a ella
Ruth se remueve intranquila. Sólo se calma cuando Sara vuelve a abrazarla. Entonces
se queda otra vez quieta, satisfecha. Y Sara suspira hondamente. Muerta de miedo y
de incertidumbre, de placer y alegría, sin saber qué le deparará el nuevo día cuando
ambas despierten y tengan que tomar una decisión con respecto a lo que ha pasado
esa noche.
A la mañana siguiente Ruth la despierta sin querer. Es su tacto el que la despierta.
Le está acariciando la cabeza, colocándole los mechones de cabello que le caen sobre
la cara. Sara abre los ojos y al ver a Ruth frente a ella, mirándola, compartiendo la
cama como tantas veces, siente vértigo.
—Buenos días —le dice Ruth con una voz extremadamente dulce.
—Buenos días —responde ella volviendo a cerrar los ojos por un instante,
rememorando todo lo ocurrido la noche anterior. Al abrirlos de nuevo se pregunta
cómo plantear la pregunta que flota en el ambiente. Pero por una vez es Ruth quien
coge el toro por los cuernos.
—¿Esto ha significado algo para ti? —le pregunta.
—Para mí sí. ¿Y para ti?
—Para mí ha significado mucho… —Ruth hace una pausa y traga saliva—.
Quiero volver a estar contigo. Quiero que lo intentemos de nuevo, que empecemos de
cero.
—Va a ser complicado empezar de cero —le advierte Sara.
—Lo sé—repone—. Pero quiero que lo intentemos. No puedo dejarte escapar.
Sara suspira profundamente cerrando los ojos. Ese suspiro que se ha repetido
durante toda la noche en los intervalos en los que se despertaba y comprobaba que
Ruth estaba a su lado y que no era ningún sueño. Ni ninguna pesadilla.
—Está bien. Pero tenemos que hablar mucho. No quiero que me vuelvas a hacer
daño.
—No te lo haré —asegura Ruth con una convicción casi excesiva. Y lo subraya
dándole un breve pero sentido beso en los labios. Después vuelve a acurrucarse junto
a ella durante un largo rato en el que no dicen nada. Hasta que Ruth se incorpora
súbitamente y le pregunta a Sara si le importa que se dé una ducha, que se siente
incómoda después de haber dormido toda la noche con la ropa puesta. Sara asiente

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con la cabeza tras lo cual Ruth se levanta de la cama y se dirige al cuarto de baño.
Mira el reloj de la mesilla. Es casi mediodía, Sara supone que sus compañeras de
piso habrán llegado ya de su noche de fiesta. Lo que no sabe es qué cara pondrán si se
cruzan con Ruth. Por poco que les haya contado saben perfectamente quién es. Mira
al techo y se da cuenta de que ni ella misma sabe cómo tomárselo. No sabe si dejarse
llevar por la euforia o por el miedo. No sabe absolutamente nada. Sólo que sus
sentimientos y emociones vuelven a estar a merced de Ruth.
Un móvil comienza a sonar desde el salón. Aunque no reconoce el tono como
suyo, se levanta de la cama para averiguar de dónde viene porque necesita ponerse en
pie para empezar a tomar conciencia de la nueva situación. El sonido sale del bolso
de Ruth. Obedeciendo un extraño impulso, Sara lo abre y coge el móvil. En la
pantalla ve el nombre de Juan. Sabiendo que fue él quien le dijo a Ruth lo de su
ataque y que no debió ser precisamente delicado al decírselo se pregunta por qué la
llamará. Aunque conociendo a Juan es posible que quiera disculparse. Juan quiere
demasiado a Ruth como para estar mucho tiempo enfadado con ella. Decide pulsar el
botón que descuelga la llamada. Se pone el teléfono en la oreja y contesta.
—Hola, Juan.
A su amigo se le atragantan las palabras al escuchar su voz y reconocerla.
—¿Sara? —pregunta extrañado—. ¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Cómo es que contestas
al teléfono de Ruth?
—Ruth se está duchando —es lo único que le dice.
—Pe… Pero… ¿Es que estás en su casa?
—No, estamos en la mía. Vino anoche a ver cómo estaba. Parece ser que alguien
le dijo que había estado en urgencias… —le dice con sorna.
—¿Es que…? ¿Es que habéis…? —Sara nota que Juan no se atreve a aventurar lo
obvio.
—Sí, Juan. Hemos vuelto —anuncia sonriendo. Una sonrisa a medio camino
entre la euforia y la incertidumbre—. Ya hablaremos y te lo contaré todo.

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INTERLUDIO
—¿Y ahora qué?
—¿Sigues sin tenerlo claro?
—No lo sé…
—Eres tú quien ha venido a mí, Ruth. Has sido tú la que ha querido volver a
intentarlo.
—Y tú la que lo ha aceptado. ¿De verdad vuelves a confiar en mí?
—Quiero volver a confiar en ti.
—¿Y cómo eres capaz después de lo que hice?
—…
—No contestas.
—Es que no sé qué contestar. Supongo que te quiero demasiado como para
decirte que no, aunque lo merezcas.
—Merecía que no me hubieras vuelto a hablar nunca más.
—Pero no siempre tenemos lo que nos merecemos, ni para bien ni para mal.
—Tú no merecías lo que te hice…
—Dime una cosa, Ruth. ¿De verdad lo nuestro es tan importante para ti como
para volver a apostar por ello?
—He vuelto, ¿no? ¿Eso no te parece suficiente respuesta?
—Puedes haber vuelto por miles de motivos, por culpabilidad, porque hayas
descubierto que ya no quieres estar sola aunque te encante estarlo, por echarme de
menos,… Yo necesito saber que has vuelto porque realmente crees que merece la
pena apostar por nosotras.
—Sólo sé que quiero estar contigo.
—Supongo que te has dado cuenta de eso después de haberme perdido, ¿no?
—Es obvio.
—Pero lo haces porque te sientes culpable por lo que hiciste.
—¡Pues claro que me siento culpable, Sara! ¡Te estaba haciendo daño! ¡Y de
haber seguido como estaba te hubiera acabado destrozando!
—Y por eso preferiste dejarme antes que afrontar la situación y hacer algo por
cambiarla…
—Hice lo que creí más conveniente en aquel momento…
—Ya, lo más fácil. Salir corriendo y no asumir tus responsabilidades…
—¿Por qué sigues pensando que para mí fue fácil lo que hice? No lo fue en
absoluto. Me he pasado estos meses como un zombie por la vida…
—Pues ya has estado mejor que yo…
—No menosprecies mi dolor…
—No lo menosprecio, es que no consigo entender por qué sufrías tanto si habías

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hecho lo que querías y lo que creías mejor.
—Porque no era lo que quería hacer. Lo hice porque pensé que sería lo mejor para
las dos… Cuando llegaste a Madrid me asusté…
—Los niños se asustan, Ruth. Las personas adultas luchan contra sus miedos.
—Entonces será que sigo siendo una niña…
—En muchos aspectos sí, Ruth, lo sigues siendo… O has vuelto a serlo cuando
menos lo esperabas. Según tú cuando estabas con Olga eras mucho más joven e
inexperta y encaraste tu vida con una madurez asombrosa, ¿no?
—Eran otras circunstancias…
—¿Y qué circunstancias eran las nuestras? ¿Qué había de diferente para que no
fueras capaz de comportarte de un modo más maduro?
—Estaba el pasado. Y el miedo. No estaba preparada para lo que me estabas
planteando…
—¿Y qué te estaba planteando yo? No recuerdo haberte planteado nunca nada, ni
siquiera cuando me vine a vivir a Madrid…
—Era avanzar muy rápido. Aunque tu plan fuese vivir en otro piso con el tiempo
habrías querido que viviéramos juntas.
—¿Y qué hubiera tenido eso de malo? ¿Tan extraño resulta que tu pareja quiera
vivir contigo?
—No estaba preparada para algo así.
—¿Y ahora sí lo estás?
—…
—Tranquila, no te voy a pedir que vivamos juntas. Primero habrá que ver si
conseguimos superar lo que ha pasado y hacer que lo nuestro funcione. ¿Estás
preparada para eso? Porque si tengo que esperar a que estés preparada puedo
sentarme y aburrirme… Si crees que se te va a aparecer la virgen haciéndote una
señal que te indique que ya estás preparada para tener una relación con otra persona,
te voy diciendo desde ya que seguramente la virgen tenga mejores cosas que hacer.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que, pase lo que pase, quiero estar contigo
para que me creas?
—Muchas, Ruth. Tienes que ganarte otra vez mi confianza.
—Y ya veo que me lo vas a poner difícil.
—Tengo que protegerme, Ruth. No te lo voy a poner tan difícil como piensas
pero no puedo abrirme a ti otra vez como si nada pasara…
—Para mí tampoco es fácil volver a estar contigo sabiendo lo que piensas de mí,
Sara…
—¿Qué es lo que pienso de ti si puede saberse?
—Que soy una inmadura y una cobarde, todo lo que has dicho…
—Si crees que pienso eso es porque tú también lo piensas. Yo no puedo

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convencer a alguien de que es una mala persona si ese alguien antes no ha pensado
que se ha comportado como tal.
—Pero aún así lo piensas…
—Y aún así te quiero.
—…
—¿Y tú a mí?
—¿Yo a ti…?
—¿Me quieres? ¿Me quieres lo suficiente como para intentarlo con todas tus
fuerzas? ¿Para decirme cuándo tienes miedo y pedirme ayuda para afrontarlo juntas?
Dímelo.
—Te quiero, Sara. Es lo único que sé.
—¿Estás enamorada de mí?
—Sí…
—Sí… ¿Qué más?
—Sí, estoy enamorada de ti.
—¿Por qué te cuesta tanto decirlo?
—No es que me cueste decirlo pero creo que lo estoy dejando claro desde el
momento en que te besé de nuevo…
—¿Por eso me has traído aquí?
—¿Cómo?
—Este sitio. Por la noche. Tranquilo y solitario. Tan íntimo y romántico… Es
como de película…
—No es ninguna estratagema, Sara. Simplemente me pareció un lugar agradable
para hablar. Y tú me dijiste en una ocasión que te gustaría pasear de noche por los
jardines del Templo de Debod…
—Veo que te acuerdas de las cosas que digo.
—Eso será porque te escucho cuando me hablas.
—No esperaba menos.
—¿Qué más voy a tener qué hacer para que confíes en mí?
—¿Tú hubieras vuelto a confiar en Olga después de lo que te hizo?
—¿Podrías dejar de mencionar a Olga? No pinta nada en esta historia y ya ha
pasado mucho tiempo de aquello.
—No el suficiente si las secuelas de aquello todavía son lo suficientemente
fuertes como para que te entre el pánico. Me da la sensación de que lo que te ocurrió
en el pasado te controla más de lo que te piensas…
—Te equivocas.
—¡Ya me gustaría!
—Si me controlara tanto como dices no habría querido volver contigo…
—Ya… Entonces supongo que ahora volvemos a ser una pareja, ¿no?

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—Eso es lo que quiero. Y quiero que vuelvas a confiar en mí.
—Yo también quiero volver a confiar en ti.
—Yo te quiero, Sara.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a sellarlo con un beso?
—…
—Creo que has visto demasiadas películas.
—Es posible.
—Pero la vida no es así. Las películas se acaban con el fantástico y romántico
beso en el fantástico y romántico escenario. En la vida real tenemos que levantarnos
al día siguiente y continuar con nuestra vida.
—Y eso es lo que quiero. Levantarme contigo y vivir mi vida a tu lado.
—Definitivamente has visto muchas películas.

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ARRIERITOS SOMOS…

A li se apoya junto a la figura del gran Buda dorado que hay en la puerta del
restaurante chino mientras David se sienta en los escalones apoyando los
antebrazos sobre las rodillas. Han quedado para cenar y tomar una copa con los
demás. Ali entró un rato antes para reservar mesa, alucinada de que hubiera tanta
demanda por cenar en un simple chino un sábado por la noche. Juan y Diego hacen
entonces su aparición por la derecha. Se enredan en el habitual baile de saludos y
justo después aparecen por el flanco izquierdo Pilar y Pitu cogidas de la mano y
luciendo enormes sonrisas.
Ya los seis juntos entran en el restaurante y se apelotonan junto a la gente que
también está esperando que le asignen mesa. Matan el tiempo hablando unos con
otros de trivialidades. Son un grupo animado y risueño. Las carcajadas se suceden
llamando la atención de las personas que esperan junto a ellos e incluso de los
comensales de las mesas cercanas. Por fin, diez minutos después, les acomodan al
fondo del local. Antes de retirarse, la camarera les deja sobre los platos la típica carta
encuadernada en imitación de piel en la que encontrarán la extenuante enumeración
de platos a elegir.
Pese a las sonrisas y el ánimo distendido hay algo en el ambiente que se antoja
forzado. El grupo de amigos aparenta normalidad pero en su actitud subyace una
motivación extraña. Como si algo faltara y como si, además, no quisieran
mencionarlo sino dejarlo a un lado. Pero es justamente Diego, quizá el menos
consciente de lo que todos quieren obviar, quien hace saltar la liebre.
—¿Alguien ha llamado a Ruth y Sara? —pregunta, sencillo y franco, al tiempo
que se coloca la servilleta sobre las piernas.
Los demás se revuelven incómodos en sus sillas. Algunos se miran de reojo, otros
ponen los ojos en blanco, pensando que Diego no se entera de nada. Como si él
tuviera que saber que, pese a la reconciliación, Ruth y Sara son un tema incómodo.
Puede que incluso mucho más que antes, cuando estaba claro quién era la víctima y
quién el verdugo de esa historia y resultara más fácil tomar partido. En realidad lo
que la mayoría siente es miedo. Miedo a algo intangible. Quizá a volver a asentarse
en la cotidianeidad de contar con Ruth y Sara como antes, como una pareja más en
esa pequeña familia horizontal que se ha ido creando entre ellos, y que la historia
fracase de nuevo. En el interior de todos existe un recelo latente, el pensamiento
lógico de que la relación de sus amigas es ahora más frágil y vulnerable que nunca y
sienten que su obligación es no dar nada por sentado sino esperar a que todo vuelva a
estabilizarse, confiando en que sus temores resulten infundados.
—Déjalas —ataja rápidamente Pilar—, tienen que recuperar los polvos
perdidos…

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Los demás ríen ante la ocurrencia, aliviados de no tener que manifestar su
postura. Algunos encienden cigarrillos, otros picotean de las cortezas que hay en un
par de recipientes colocados sobre la mesa. Ninguno añade nada esperando que la
conversación siga por otros derroteros.
—Bueno —repone Diego, siguiendo en sus trece—, ya hace un mes que han
vuelto, ¿no? Podían dejarse ver el pelo, digo yo… —y abre su carta con cierta
resignación pero satisfecho de haber dejado claro su punto de vista.
—Que cuatro meses son muchos polvos perdidos, Dieguito. Y es de Ruth de
quien estamos hablando… —dice Pilar, continuando con la broma e intentando
ocultar su disgusto. Ella hace más de tres meses que no ve a Ruth. Ni siquiera la ha
considerado lo suficientemente importante como para llamarla y darle la noticia. No
importa cuánto tenga asumido que es poco probable que Ruth y ella vuelvan a tener
la misma relación que antes. Sigue doliendo. Mucho.
Pitu, por debajo de la mesa, le aprieta la rodilla con la mano. Es consciente de lo
que la sola mención de Ruth puede suponer en el ánimo de Pilar. Y no quiere que en
una noche como esa, en la que por fin todos han podido quedar para verse y pasar
tiempo juntos, la sombra de una amistad rota les agüe la fiesta. Pilar cubre la mano de
su mujer y la aprieta brevemente, dándole a entender que esté tranquila, que no se
preocupe. Luego la aparta y la pone sobre la mesa para juguetear con su cigarro, que
humea en el cenicero barato colocado entre los platos.
Se deciden por un menú de cuatro personas sabiendo que incluso así sobrará
comida. Piden también dos jarras de sangría que, por el contrario, intuyen que serán
insuficientes. La camarera les toma nota repitiendo lo que dicen en ese castellano
carente de erres tan peculiar de los orientales y les recoge las cartas antes de
marcharse. Hay un momento de silencio entre ellos cuando se ven de nuevo a solas
en la mesa. Ali mira a sus amigos y a su novio y piensa que forman un curioso
conjunto. Aunque sea caer en uno de esos tópicos que tanto odia y contra los que
sigue luchando, tiene que reconocer que ese tipo de vinculaciones rara vez se dan en
entornos más convencionales. La mayoría de heterosexuales se mueven en grupos
sociales de edad parecida y orígenes similares. Muchas personas llegan a la edad
adulta con la misma pandilla que tenían en el instituto o en el barrio en el que
crecieron. Gays y lesbianas, por una serie de circunstancias que resultaría muy
aburrido de explicar, suelen tener una mayor facilidad para establecer amistades entre
personas de toda edad y condición. Sólo así se explicaría que en esa mesa estén
sentados dos hombres a punto de cumplir los cuarenta, un matrimonio de mujeres
iniciando la treintena y ella y David, como los benjamines, a duras penas
sobrepasando los veinte. Aunque no le gusta establecer diferencias sabe que esa
combinación sería complicada de encontrar en un grupo de amigos en el que todos
los integrantes fueran heterosexuales. Ali les mira y se siente orgullosa de formar

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parte de esa particular cuadrilla. Sabe que se rodea de personas extraordinarias, cada
una a su manera, y que se enriquecen unos a otros sólo con su mera presencia. Los
jóvenes aprenden de la experiencia de los más mayores sabiéndose protegidos por
ellos. Y los más mayores no se anquilosan por dentro sintiéndose envejecer sino que
se rejuvenecen al mantener vivas ciertas ilusiones.
Sin embargo a ella también le inquieta esa repentina reconciliación de Ruth y
Sara. Después de cuatro meses en los que fue testigo del comportamiento esquivo de
la primera y todo lo que ese comportamiento provocó en la segunda, su reacción al
saber la noticia fue la de alzar una ceja con todo el escepticismo del que fue capaz y
menear la cabeza negativamente. Está claro que ella no es quién para decidir qué está
bien o mal en la vida de otras personas pero Ali también estuvo con Ruth. Un breve
espacio de tiempo, cierto, pero eso, unido a que ha seguido tratándola y, en
consecuencia, conociéndola ha hecho que algo la escame. No se fía de Ruth. Y menos
después de ver su actuación tras la ruptura. Está convencida de que se ha convertido
en una especie de paralítica emocional que no es capaz de entregarse completamente
a una relación. Si Ruth volviera a dejar a Sara la destrozaría definitivamente. Y ella
no soportaría verlo. Bastante difícil se le ha hecho asistir al progresivo deterioro de
Sara durante los últimos meses.
Porque sí, Ali sigue albergando un extraño sentimiento hacia Sara. No sabe si de
amor, de cariño o simplemente de compasión por lo que ha estado pasando. Se da
cuenta, además, que ese sentimiento siempre ha estado ahí, desde que la conoció,
haciéndose aún mayor cuando Sara supo ver sus dudas acerca de lo que le estaba
pasando con David y fue la primera en apoyarla en la aceptación de su propia
bisexualidad. Y lo que ahora más la confunde es darse cuenta de todo eso y, por otro
lado, comprobar que su relación con David continúa en plena forma. Que le quiere.
Que sigue queriendo estar con él. Y es esa ambivalencia de sentimientos la que
consigue ofuscar su cabeza como nunca.
Nadie vuelve a mencionar a Ruth y Sara en el transcurso de la cena. Se
entretienen soltando gracietas y gastando bromas, comentando cosas triviales y
discutiendo temas de actualidad. Los platos se van vaciando y las dos jarras de
sangría del principio son sustituidas por otras dos en cuanto se acaban. El alcohol les
relaja y les suelta la lengua aún más. Hablan también de lo que van a hacer en cuanto
salgan del restaurante, a qué bares irán, los bailes que se piensan pegar para
desengrasar cuerpos que hace mucho que no ponen un pie en una discoteca.
Juan sonríe animado de haber podido reunir a todos pero sobre todo de poder
compartirlo con Diego, con el que hace mucho que no tiene un rato de ocio fuera de
las cuatro paredes de su piso. Pero tiene que reconocer que también echa de menos a
Ruth. Él es el único que la ha visto, tanto a ella como a Sara, tras la reconciliación. Y
sólo porque se plantó en su casa a los pocos días de enterarse de la noticia de labios

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de Sara. Las encontró a las dos calmadas y muy cariñosas la una con la otra. Parecía
que nunca hubiera pasado nada, que nunca hubieran estado separadas, que nunca se
hubieran hecho daño. En el tiempo que tardó en tomarse un café le ofrecieron tal
estampa de felicidad y compenetración que le hizo conmoverse, alegrarse por sus dos
amigas. Los ojos de Sara brillaban, totalmente exultantes, a la vez que esbozaba una
amplia sonrisa, espontánea y sincera, y miraba a Ruth con complicidad. Y Ruth, por
su parte, destilaba sosiego y tranquilidad, salvo para preparar el café, no se separó de
Sara ni un solo momento. La cogía de la mano, le hacía carantoñas, dejaba caer algún
beso por sorpresa cada poco rato… Formaban, de nuevo las dos juntas, una modélica
postal de bienestar y placidez. Demasiado modélica, demasiado pretendida. La
sombra de las sospecha se alojó en un pequeño rincón de la mente de Juan. Se
alegraba de que las aguas volvieran a su cauce sin embargo algo le escamaba de todo
aquello. No sabría decir por qué y esperaba equivocarse, que su impresión sólo
estuviera provocada por el miedo a verlas sufrir de nuevo.
Acaban con los postres y al pedir la cuenta la camarera les pregunta si quieren
algún licor. Todos aceptan y junto al platillo con el ticket les trae otro con seis vasos
de chupito que llena a continuación del consabido licor de flores. Cada uno coge el
que le corresponde y alzan los vasos para brindar.
—¡A los ojos! ¡A los ojos! ¡Hay que mirarse a los ojos! —recuerdan algunas
voces.
Tras un rápido trago van depositando los vasos de nuevo en el plato o sobre la
mesa. Se miran unos a otros con cara de circunstancias dando por acabada la cena.
Sacan sus carteras y monederos y dejan la parte que les toca de la cuenta
consiguiendo el importe casi exacto sin necesidad de pedir cambio. Luego recogen
sus cosas y empiezan a levantarse. Juan le hace una seña a la camarera indicándole
que ya se puede llevar el dinero. Se pone su abrigo y cierra la comitiva que sale del
restaurante.
Ya en la calle, mientras algunos se acaban de poner chaquetas y de colocar bolsos
y bandoleras al hombro, Pilar busca su móvil y se encuentra con una llamada perdida
del teléfono de sus padres. Una punzada de nervios le atraviesa el estómago. No cree
que haya pasado nada porque habrían insistido pero es raro que sus padres la llamen.
Siempre suele ser ella quien lo hace. Y no muy a menudo, la verdad sea dicha.
—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu al ver la cara que se le ha puesto.
—Nada —Pilar menea la cabeza—, me han llamado mis padres. No he debido
oírlo.
Al otro lado del grupo Diego también está mirando algo, en este caso, su busca.
Frunce el ceño mientras lee el mensaje y luego lanza una mirada circunspecta a Juan
que, a su lado, le mira a su vez con fastidio.
—¿Es una urgencia? —le pregunta con acritud.

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—Sí —responde escueto Diego—. Voy a tener que irme… —se vuelve hacia los
demás—. ¡Hey, pandilla! —les dice para llamar su atención—. Me temo que no vais
a poder contar conmigo, tengo una urgencia…
El resto adopta gestos de fastidio. Diego empieza a repartir besos para hacer el
momento menos incómodo de lo que ya es. Finalmente le da a Juan un breve beso en
los labios.
—Lo siento —susurra al separarse de él. Su novio, molesto, esquiva su mirada de
cejas alzadas y desvalidas que parecen decirle que no es culpa suya pero que tiene
que hacerlo aunque no le guste—. Pásalo bien, ¿vale? —añade apretándole el brazo.
Luego se da la vuelta y enfila la calle en dirección a Gran Vía, secretamente aliviado
de marcharse porque no le apetecía demasiado pasar la noche de copas.
Juan, tras la partida de Diego, se arrima, cabizbajo, al resto del grupo que le
recibe con miradas y gestos de compresión. Echan a andar en dirección a la plaza de
Chueca.
Aunque finja normalidad, en el fondo Juan empieza a estar cansado de esa
situación. En veinte años ha tenido momentos de hartazgo parecidos, por causas
similares y también distintas. No obstante, en esas otras ocasiones no llegó a sentir
tanto hastío como está acumulando en los últimos meses. Asume como lógico que la
pasión y la energía de los primeros años de relación den paso a una calma chicha con
breves conatos de la fogosidad de antaño. Cuando se llega a cierta edad se valora más
la tranquilidad que produce lo cotidiano que la intensidad emocional que sobrecoge a
las parejas cuando todo es nuevo. Lo que le cuesta más aceptar es que con el paso del
tiempo y, más concretamente, durante los últimos dos años, su pareja se esté
convirtiendo en un mero adorno en su vida.
Desde que se aprobó el matrimonio para parejas del mismo sexo han hablado en
multitud de ocasiones de hacer uso de esa ley tan envidiada en otros países. Han
buscado en Internet los requisitos que se piden, han hecho incluso ligeros planes
acerca de su futura boda pero los meses han ido pasando sin que ninguno de los dos
se decidiera a dar el siguiente paso. A efectos prácticos sólo se trataría de una mera
formalidad, de constatar por escrito lo que durante dos décadas han mantenido en pie
contra viento y marea. Y es en momentos como ese en los que Juan se pregunta si
tendría algún sentido hacerlo.
Nunca se ha imaginado su vida sin Diego. Durante años han sido ese tipo pareja
que va junta a todas partes, que hace todo a dúo, a la que todo el mundo pregunta
extrañado dónde está el otro si uno de ellos no aparece. Pero hace ya mucho que
empezó a acostumbrarse a que tenían que hacer las cosas por separado. Lo cual no
debería ser malo si no fuera porque cada vez siente que la distancia es mayor, que no
es una simple cuestión logística, que el abismo no es sólo físico y temporal sino
también emocional. Diego se ha vuelto expeditivo y apático, centrado obsesivamente

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en su trabajo, arrepentido de haber perdido tantos años de su vida luchando por causa
perdidas que le reportaban poco dinero y aún menos satisfacción. Porque en lo que
Ruth siempre ha tenido razón es que, a partir de cierta edad, las ansias de cambiar el
mundo se agotan y te conformas con cambiar tu propio mundo, si es que puedes. El
trabajo en los colectivos quemó mucho a Diego y ahora Juan se da cuenta de que
también ha quemado su relación con él.
Su amigo Nando, en las dos o tres veces que han quedado últimamente, le ha
sugerido —casi afirmado con ese escepticismo vital que lleva por bandera desde
siempre— que sería posible que Diego tuviera algún lío por ahí. Pero Juan ha negado
esa posibilidad todo lo rotundamente que ha podido. El cambio producido en Diego
no sugiere sino desidia y contrariedad. No ha notado tampoco ningún
comportamiento sospechoso que le indujera a pensar que hay alguien tras las
sombras. Juan sabe que no siempre es necesaria una tercera persona para que una
pareja deje de funcionar aunque pueda parecer el motivo más obvio o recurrente.
Los cinco amigos llegan a la plaza de Chueca y deciden entrar al Soho aduciendo
que no habrá mucha gente. Bajan las escaleras hasta la planta de abajo comprobando
lo acertado de su suposición y se disponen a dejar los abrigos en los escalones del
fondo. Tras hacerlo se van turnando para acercarse a la barra a pedir las primeras
copas. Ali y David son los primeros en hacerlo. Juan se sienta en uno de los
escalones, apoyando los riñones sobre los abrigos, esperando que Pilar y Pitu no
perciban el abatimiento que lo empieza a conquistar.
Acodándose en la barra mientras espera que sirvan las copas que ha pedido, Ali se
fija que en el otro extremo están unas conocidas del colectivo. Y en el mismo
momento en que ella se da cuenta, las chicas se percatan de su presencia allí, sonríen
sorprendidas y, copas en mano, acuden a su lado para saludarla. David, hábilmente,
coge su copa recién servida y se escabulle para volver con Juan, Pilar y Pitu. Ya ha
aguantado demasiadas miradas aviesas de las amigas de Ali que, incapaces de creer
que alguien como ella pueda tener una relación con un hombre, le observan siempre
de pies a cabeza con gesto incrédulo, como preguntándose qué ha visto Ali en él para
abandonar el barco en cuya proa ella parecía estar tan perenne como el mascarón. Al
llegar, Juan le hace un hueco en el escalón y David se acomoda junto a él. Pilar y Pitu
aprovechan para ir a pedirse algo.
—¿No tomas nada? —le pregunta David a Juan.
—Sí. Luego —responde lacónico.
—¿Estás bien, tío?
Juan asiente enérgica pero lentamente con la cabeza. Sin embargo el movimiento
acaba convirtiéndose en una negativa resignada.
—Me toca los cojones que Diego se haya tenido que ir así de repente pero… —se
encoge de hombros—, ¿qué coño voy a hacer? ¿Ponerme a patalear?

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David asiente y le da un sorbo a su copa sin saber qué más puede decirle. Aunque
la noche sea momento de confidencias no cree que con el volumen desquiciante de la
música pudieran mantener ninguna conversación con un mínimo de coherencia sin
dejarse la voz. Y Juan, como si supiera lo que está pensando, tampoco insiste en
seguir hablando.
Entretanto, en la barra, Ali agudiza el oído tratando de escuchar a sus amigas. A
voces le cuentan novedades y cotilleos del colectivo. En sus frases subyace un tono
de reproche por haber dejado de frecuentarlo que Ali no quiere relacionar con el
hecho de que salga con David. Tras ponerla al día en lo referente a ese tema, pasan a
relatarle sus últimas historias amorosas. La mayoría de ellas encadenan un ligue con
otro con facilidad e indolencia, pareciendo que cuantas más muescas luzca el
cabecero de sus camas, más felices son ellas. En ocasiones llegan a hablar con cierto
desprecio de las chicas con las que han estado, ridiculizando sus reacciones al
haberse encontrado con que ellas no querían continuar con algo que no fue más que
un rollo pasajero. Y Ali se siente extraña al escucharlas hablar con tanto desprecio.
No es algo que le sorprenda porque ella siempre se ha considerado bastante distinta
de las chicas de su edad. Sin embargo ahora el abismo que las separa se le antoja más
insalvable que nunca.
Desde pequeña se ha acostumbrado a que en su entorno más cercano y familiar la
calificaran como una chica mucho más madura de lo que por edad tendría que ser.
Con el tiempo ella acabó asumiendo esa sentencia como un rasgo definitorio de su
carácter. Y, en consecuencia, se imponía a sí misma ser aún más madura de lo que
hubiera debido. Dedicó su adolescencia a estudiar con ahínco para sacar siempre las
mejores notas. Decidió vivir por su cuenta al empezar la universidad y se puso a
trabajar porque no quería depender de sus madres sino continuar demostrando lo
capaz e independiente que era. Y ahora, a punto de cumplir los veinte años, se
encuentra con que más que madurar, ha envejecido interiormente. A veces bromea
diciendo que su edad mental ya debe de estar rondando los treinta años por mucho
que su DNI reste más de una década a esa cifra.
No obstante ahora se encuentra con un obstáculo con el que nunca había contado
y es que, si bien en ese entorno cercano y familiar que tan madura la había
considerado siempre no tenía necesidad de demostrar nada, al salir fuera de ese
círculo ha descubierto que tiene que estar constantemente probando que no es una
niñata inmadura sólo por su corta edad. Pero eso no es lo peor. Lo peor viene cuando
se da cuenta de que no sólo la tratan con condescendencia porque se dé por sentada
una inmadurez fruto de su juventud sino porque esa inmadurez es algo generalizado,
independientemente de la edad.
Ali trata con mucha gente. Gente de edades diferentes y variadas y diversas
formas de pensar y de ver la vida. Y cada vez le produce una mayor ansiedad advertir

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que no importa que una persona tenga veinte, treinta o cuarenta años porque todos o
su gran mayoría siguen comportándose como adolescentes. Y es ese empeño en
dilatar la adolescencia lo que Ali no termina de comprender. No sólo es que esas
personas con las que se relaciona a diario padezcan un acusado síndrome de Peter
Pan sino que, además, presumen orgullosas de él. Les parece muy divertido peinar
canas y comportarse como si todavía estuvieran en el patio del instituto. Trabajar
como respetables ciudadanitos de lunes a viernes con corbata y americana o traje de
chaqueta y salir de viernes a domingo como salvajes a emborracharse hasta caer
redondos. Eso les hace sentirse jóvenes, transgresores, rebeldes. Y a Ali sólo le
parecen, simple y llanamente, gilipollas.
Hay personas que no sólo rozan la treintena sino que la sobrepasan cuya conducta
resultaría infantil incluso a los propios adolescentes. Si bien comprende que esa
infantilización masiva procede en gran medida de las circunstancias sociales que
llevan a la gente joven a permanecer en casa de papá y mamá indefinidamente a
causa de la precariedad laboral o lo imposible que resulta comprarse un piso, lo que
no comparte es que eso les exima de madurar y asumir determinadas
responsabilidades. Por mucho que se quejen de su situación, en el fondo sabe que es
mera comodidad. Es más fácil quedarse con las ventajas de ser adulto sin las
obligaciones que ello conlleva. Esos chicos y chicas con licenciaturas y masters, que
se echaron la mochila al hombro para irse a alguna ciudad extranjera a estudiar,
aprender un idioma o encontrarse a sí mismos y que luego, al acabar esa etapa,
acceden a buenos puestos de trabajo y se consideran unos competentes profesionales
totalmente volcados en sus carreras profesionales cuando entran por la puerta de la
oficina, vuelven a ser unos crios en cuanto traspasan el umbral de la casa paterna.
Abren el frigorífico y lo encuentran lleno a rebosar. Aunque es posible que antes de
que hayan podido hacerlo ya tuvieran el plato de comida puesto en la mesa. Y las
facturas pagadas. Y la casa recogida. Y la ropa limpia y planchada en el armario.
Como mucho se ocupan de cubrir la cuota de Internet en caso de que los padres
consideren que es sólo un capricho superfluo. Y puede que hasta la paguen a
regañadientes porque no les queda más remedio. Pero luego se niegan a comprar un
lector de dvd capaz de reproducir la ingente cantidad de películas y series que se
descargan de la red por considerarlo un gasto que no les corresponde a ellos puesto
que no van a ser los únicos que lo disfruten.
Sin embargo es en el plano emocional y de las relaciones personales donde Ali
encuentra mayores motivos para sentirse un bicho raro. Y agradece infinitamente
rodearse de personas como David, como Juan, como Pilar. Jóvenes adultos con
defectos y virtudes pero, al fin y al cabo, dueños de sus propias vidas, capaces de
afrontar sus miedos por mucho que les cueste y capaces también de ser coherentes
entre lo que proclaman y lo que hacen. Lo agradece porque así lidia lo menos posible

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con esas personas que, como ve en algunas de sus conocidas, huyen con el rabo entre
las piernas cuando se dan cuenta de que la gente espera algo de ellas y que luego
legitiman su huida aduciendo que no están preparadas. Personas que se enredan en
mil excusas, todas muy creíbles, para retardar lo máximo posible el paso a la
madurez, que se aferran a sus muchos miedos y temores sin complejos ni el menor
atisbo de culpa sólo porque creen que tienen derecho a hacerse caquita cuando las
cosas no les gustan y no tienen valor para afrontarlas. Que se empeñan en convencer
a los demás, mediante razonamientos aparentemente lógicos, que ya han salido del
jardín de infancia por mucho que luego sus actos les contradigan. Que utilizan a los
demás impunemente sólo para probarse a sí mismas pero que, por supuesto, no
quieren que eso les acarree consecuencias ni que las personas a las que utilizan se
quejen porque, de hacerlo, tratarán por todos los medios de hacerles ver que se
equivocan para así quedarse con la conciencia tranquila ya que esas personas están
convencidas de que siempre actúan correctamente cuando, en el fondo, lo único que
quieren es seguir siendo unos adolescentes toda su vida disfrazándose de personas
adultas porque convertirse en una de ellas les resulta demasiado duro y complicado…
Entonces Ali se acuerda de Ruth y se da cuenta de que tampoco es necesario
seguir bajo las faldas de mamá para sufrir complejo de Peter Pan. Las personas como
Ruth han sustituido la seguridad familiar por la seguridad que proporciona un trabajo
estable y bien pagado que les permite suplir los cuidados de una madre con dinero.
Dinero para comer fuera, para gastarlo en sus caprichos, para, incluso, pagar a
alguien que les mantenga la casa limpia. Puede que Ruth no fuera tan distinta de Ali a
su edad, yéndose de casa con diecinueve años, estudiando y trabajando, manteniendo
una relación de pareja que convive bajo el mismo techo pero el tiempo la ha ido
convirtiendo en algo muy distinto, haciéndola sufrir una peculiar regresión a la
adolescencia más inmadura y pueril. Dejando a Sara porque se asustó, volviendo con
ella porque, de repente, se da cuenta de que la echa de menos. O que la quiere. O
cualquier otra razón, tanto da. Obedeciendo a sus caprichos, en definitiva. Y como
ella, otros tantos. Personas que van cumpliendo años sin que eso les sirva para algo.
Que quizá hagan bien manteniendo vivo al niño que llevan dentro pero quizá no tanto
dejando que les controle. Que, a la hora de entablar una relación, como no les vale
esa premisa de sus padres y abuelos de que una pareja es para siempre, pasan de la
actitud de aguantarlo todo, pase lo que pase, a la de que no tienen porqué aguantar
nada y al más mínimo problema, miedo o duda, salen corriendo porque son incapaces
de esforzarse lo suficiente para que algo funcione. Y en la vida, cree Ali, si uno no se
esfuerza no se consigue nada que merezca la pena.
Ella ya lo está notando. Su independencia le cuesta. Muchas veces se siente
agotada, incluso derrotada. Estudia, trabaja, se ocupa del pequeño rincón propio de su
piso. Abre el frigorífico y a veces encuentra el espacio que tiene asignado casi vacío.

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El dinero le llega justo casi siempre. Esa noche, probablemente, ella y David no
puedan tomarse más que un par de copas cada uno. Porque David es también como
ella. Un luchador. Alguien que quiso tener su propia vida y se fue a trabajar de
camarero a Londres, no para encontrarse a sí mismo, sino para ganar experiencia
aparte de dinero. Que regresó a su país y no quiso volver con sus padres sino
comenzar una nueva etapa independizándose definitivamente gracias a lo que había
estado ahorrando con gran esfuerzo. Ellos no son el tipo de personas que huyen por
mucho que les domine el pánico. Aguantan los chaparrones y los golpes de frente. Y
se joden y se aguantan e intentan aprender cuando les dicen que no han estado a la
altura de las circunstancias. Los dos tratan de conocer sus miedos y sus culpas y sus
complejos y sus traumas y se rompen los cuernos tratando de superarlos. Intentan
explicarse siempre lo mejor que pueden para que la gente que les importa pueda
entenderles aunque sepan que no siempre lo consiguen. Tratan de no utilizar a nadie
porque tienen demasiado desarrollada la empatia y siempre se dejan la palabra justa
—e hiriente— en la punta de la lengua. Aún así algunas personas acaban haciéndoles
más daño del que les puedan hacer a ellos. Y sus conciencias no siempre están
tranquilas porque siempre acaban poniéndose en todos los lugares opuestos al suyo y
eso hace que entren a menudo en contradicción consigo mismos, entre lo que les
gustaría hacer y lo que deberían hacer. Porque lo único que quieren es ser adultos
responsables y coherentes entre lo que piensan, lo que dicen y lo que hacen. No
quieren dejar de ser jóvenes por ello. Pero ya no quieren ser un par de crios. Porque
saben que pretender seguir ese camino prefijado que muchos tienen en la cabeza, ese
que dicta que primero se acaba de estudiar, luego se encuentra un buen trabajo, a
continuación llega una pareja y después, para rematar, la casa en las afueras, el perro,
el niño y el monovolumen en la puerta, es absurdo. Los trabajos fallan, cuesta
encontrar uno a la medida de cada cual. La pareja puede tardar en llegar. O no llegar
nunca y pasar la vida manteniendo relaciones sin futuro. Y en cuanto a la casa, el
perro, el niño y el coche… la vida no es como las teleseries americanas hacen creer.
Y quizá sea por todo eso, porque tienen la misma forma de ver la vida, porque se
complementan y se apoyan el uno al otro, por lo que no pudieron evitar estar juntos,
por lo que se quieren, por lo que lo suyo funciona. Y por muchas dudas que pueda
tener Ali, por mucho que zozobre cuando ve a Sara o piense en ella, eso no son más
que pensamientos. Ella sabe que, por ahora, su lugar está junto a David. El ha sido la
persona con la que ha conseguido entablar una relación más profunda y sólida pese al
escaso año que llevan juntos. El es su pareja. Aunque a algunas personas, como esas
chicas con las que ahora está hablando, les cueste tanto comprenderlo.
David aparece a su espalda y le rodea la cintura desde atrás. Ese simple gesto
basta para que las chicas cesen en su interminable verborrea y vayan frenando su
lengua. Ali agradece el rescate, deja caer un «bueno, ya nos veremos» y, agarrada a

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David, regresa con sus amigos al rincón. Juan, Pilar y Pitu hablan entre ellos a gritos
pero animadamente. Al verles aparecer, Pilar se les acerca y les comenta que estaban
pensando en irse a otro sitio, que tanta música electrónica les está empezando a rayar.
Ellos dos muestran sus copas, ya mediadas, dando a entender que en cuanto las
terminen podrán irse todos. Luego Ali se gira para quedarse frente a David y le atrae
hacia ella para besarle. En ese momento le desea de tal modo que casi siente ganas de
decirles a los demás que ellos prefieren irse a casa. Pero decide aguantar. Sabe que si
ellos se van, apagarán los ánimos y, probablemente, los demás también acaben por
irse.
Así que acaban sus copas, hacen un gesto con la cabeza y comienzan a recoger
sus abrigos. Emergen de las profundidades del local de nuevo a la plaza de Chueca y
se miran unos a otros preguntándose a dónde ir.
—¿Truco?
—Demasiada gente.
—¿La Bohemia?
—Igual. Estará hasta la bandera.
—¿Escape?
—Es demasiado pronto. Además, lo tengo muy visto ya…
—¿Entonces…?
Todos miran a Juan, que es el único que no ha dicho nada, esperando que sugiera
algo. Él abre mucho los ojos y se encoge de hombros.
—¿Y yo qué sé? —repone divertido—. Es la una, todo va a estar en hora punta…
—¿Y el sitio al que ibas cuando me encontré contigo? —le pregunta Pilar.
—¿El Rick's? No sé, como queráis. Pero ahí sólo hay tíos, a lo mejor no os
apetece…
—¡Bah! —exclama Ali desenvuelta—. Aquí ninguno va a ligar, sólo queremos
tomarnos una copa…
Y los cinco cruzan la plaza hasta el extremo opuesto para encaminarse allí. Juan
encabeza la comitiva guiándoles a través de las calles, cruzando la plaza de Vázquez
de Mella y llegando hasta la puerta del Rick's. El portero de la otra vez les abre la
puerta y entran en el local que, aún siendo la hora que es, no está todavía muy
concurrido. Se apalancan junto a la barra a pedir sus consumiciones. Ali y David
deciden compartir una cerveza, Pitu se pide una sin alcohol porque luego tendrá que
conducir de vuelta a casa, sólo Pilar y Juan se piden una copa para cada uno.
Beefeater con limón para él, Ballantine's con coca-cola para ella. Se miran con la
confianza de los amigos que se conocen hace más tiempo del que recuerdan y hacen
un pequeño brindis entre ellos, chocando tímidamente los dos vasos. Hay un punto de
resignación en sus miradas, en sus gestos. Interiormente se sienten cansados. Y si hay
algo más que tienen en común es que los dos echan de menos a Ruth. Su ausencia es

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casi más aplastante que su presencia. Ambos han notado en más de una ocasión a lo
largo de la noche que, inconscientemente, acaban adoptando alguna de las actitudes
que tendría ella de estar allí, hacen bromas más propias de Ruth que de ellos o
piensan fugazmente que la canción que suena por los altavoces le gustaría a su amiga.
Es sofocante y desolador sentir nostalgia por alguien que se ha apartado de sus
amigos de esa forma. Tratan de acostumbrarse a la nueva rutina, a que Ruth,
probablemente, ya no compartirá muchos momentos con ellos. Que aunque volviera a
acompañarlos en noches como esa ya no podría ser igual que antes. La brecha abierta
ha cicatrizado sin cerrarse del todo.
Se alejan de la barra y bajan el par de escalones que les conduce al centro del bar.
Los demás hablan entre ellos acercando los labios al oído de su interlocutor. Juan no
habla con nadie. Se mantiene en pie, sosteniendo su copa en la mano, mirando a su
alrededor, oteando el panorama con cara de circunstancias. Algunos tíos cruzan la
mirada con él y Juan puede adivinar en sus ojos lo que cruza por sus mentes. Se
preguntan qué hace un cuarentón —porque es lo que Juan es, un cuarentón, por
mucho que parezca más joven, por mucho que vista a la moda y siga saliendo de
bares, aunque intente disimularlo sabe que su rostro deja entrever el paso del tiempo
— acompañando a una parejita hetero y a un par de lesbianas visiblemente más
jóvenes que él. Le preguntan con los ojos qué hace sosteniendo las velas a esas dos
parejas que no parecen tener nada en común con él. Le retan con las miradas. ¿Por
qué les ha traído aquí si no es para que él pueda estar en su terreno, para poder
moverse entre otros hombres como él? Hombres que han salido con la intención de
pasar una noche divertida, de conocer a alguien con quien poder follar. Quizá algunos
alberguen todavía la esperanza de encontrar algo más que un simple polvo. Una
buena conversación, tal vez, un cerebro escondido tras la pulcra y cuidada imagen del
prototipo gay. Un tío que no desaparezca nada más quitarse el condón y que les invite
a un café para desayunar… Juan sabe cómo funcionan las cosas en la noche más por
haber sido espectador directo que protagonista absoluto. Él siempre ha tenido a Diego
a su lado. Esa relación, que muchos han envidiado y otros pocos han mirado con
recelo por creer que no podía ser tan perfecta en realidad, ha protegido a Juan de
todos los avatares que supone la incesante búsqueda de una persona que quiera
permanecer en la vida de otra más allá del intercambio de fluidos propiciado por el
deseo insatisfecho y unas copas de más. Él nunca ha necesitado buscar nada fuera. Lo
que tenía le bastaba. Y sabe que, pese a todo lo que ha visto, no sabría moverse con
soltura de estar en el lugar de aquellos que llenan el local en ese momento.
Sin embargo esa noche se nota distinto. Dentro de él siente la necesidad de
sentirse deseado por alguien desconocido y eso le lleva a sostener las miradas que le
lanzan en lugar de apartar la cabeza divertido y desinteresado como ha hecho
siempre. No es que quiera ligar, no es que quiera deambular por ningún cuarto oscuro

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buscando alivio rápido ni acabar en la casa de ningún desconocido. No se trata de eso
sino de algo mucho más simple. Necesita alimentar su autoestima, sentirse deseado,
notar que le desnudan con la mirada, pensar que todavía puede atraer a alguien, que
aún tendría una oportunidad si se quedara solo. Pero lo único que consigue es atraer
miradas cada vez más indescifrables, que tanto pueden denotar deseo como mofa.
Eso hace que su inseguridad crezca aún más. Y junto a su inseguridad crece también
la sensación de vértigo. De ver cómo su vida se precipita a un vacío en el que no
quiere caer.
Pilar llama su atención pasando la mano por delante de sus ojos. Juan recupera la
compostura y escucha a su amiga decirle que Pitu y ella están cansadas y que se van a
ir a casa. Juan mira entonces a David y Ali intuyendo por sus caras que ellos
secundarán la propuesta de dar por zanjada la noche. A él no le importa. Le da igual
quedarse que marcharse. Va a sentirse igual de solo haga lo que haga. Así que dejan
las copas vacías por donde pueden y se dirigen a la puerta del local.
Caminan unos metros juntos hasta Gran Vía. Ahí se paran los cinco, algo
dubitativos, mirando a un lado y otro de la calle. Juan dice que cogerá un taxi. Ali y
David dicen que se van a Cibeles a pillar el búho. Pilar y Pitu explican que han
dejado el coche por detrás de Correos y que les acompañarán. Una vez expuestos los
planes de huida empiezan a despedirse con cierto sentimiento de derrota. Juan se
separa del grupo para cruzar la calle y poder coger el taxi en dirección contraria. Los
demás le miran mientras espera que el semáforo se abra. Cuando el muñequito verde
se ilumina, Juan les hace un gesto con la cabeza y alza la mano a modo de última
despedida. Atraviesa la Gran Vía con rapidez y al llegar al otro lado se planta en el
borde de la acera buscando con la mirada un taxi entre los coches que se acercan por
su izquierda.
Los demás bajan la calle en dirección a Cibeles hablando ya sin ganas, con la
cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos de pantalones y chaquetas. Llegan
hasta la esquina de Alcalá con Recoletos y cruzan la calle por el paso de cebra.
Vuelven a esperar junto al semáforo de la esquina del Banco de España, uniéndose a
la mucha gente que hay también esperando. Cruzan los dos tramos del Paseo del
Prado y en la puerta del edificio de Correos las dos parejas se despiden. Ali y David
se mezclan entre la gente que espera su búho y Pilar y Pitu empiezan a subir hacia la
Puerta de Alcalá en busca de su coche.
No muy lejos todavía, ya montado en un taxi, Juan se recuesta en el respaldo tras
decirle al conductor el destino del trayecto. Apoya la cabeza en la ventanilla y deja
que su mirada se pierda a través de ella. Observa las calles iluminadas del Madrid
nocturno, de una ciudad que gana mucho al ponerse el sol, un escenario irreal capaz
de engañar al cauto y fascinar al escéptico, ese lugar onírico que cambia de forma
según cómo incidan las luces sobre su irregular superficie. Juan siente que puede

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admirar su peculiar belleza pero que ya no forma parte de lo que sus ojos ven. Que
una etapa está terminando y que tendrá que conformarse con arreglar todo lo que no
funciona en su vida si no quiere dejar llevarse por la desesperación. Cierra los ojos y
hace una profunda inspiración. Sólo quiere dejar la mente en blanco.
Mientras Juan se dirige a una casa a la que será el primero en llegar, Ali y David
se apretujan en un autobús nocturno junto a demasiada gente que también, como
ellos, ha dado por finalizada la juerga. O el turno laboral. O cualquiera de los otros
motivos por los que andan todavía por la calle. Se agarran el uno al otro para no
caerse, muertos de ganas, de impaciencia, de ansiedad por llegar a la casa de ella y
desnudarse, meterse en la cama, tenerse cerca, devorarse mutuamente con el ansia de
los que aún tienen mucho tiempo por delante para recorrer un mismo camino juntos.
Ali ahora ni siquiera recuerda a Sara. Sólo puede pensar en el momento en que sienta
a David dentro de ella, en la placidez de quedarse dormida a su lado, exhausta y
satisfecha. En esa sensación de bienestar que le produce despertarse junto a él cuando
la luz comienza a arañar la ventana de su habitación. Apoya la cabeza en el hombro
de David y se deja mecer por el traqueteo del autobús.
Ya casi en la otra punta de la ciudad, a punto de traspasar las dos torres inclinadas
de la Puerta de Europa y salir de Madrid, Pitu conduce el coche hacia su piso del
extrarradio. Agarra la mano de Pilar tras cada cambio de marchas. No hablan, dejan
que la música de la radio flote en el interior del auto, poniendo banda sonora a ese
momento en que regresan a casa tras una noche con sus amigos. Ninguna de las dos
está demasiado cansada pero les apetece dormir, quizá levantarse a la mañana
siguiente a una hora tardía, pasar el domingo a solas, disfrutar del hecho de no tener
nada que hacer. Al detenerse en el primer semáforo que encuentran al entrar en su
ciudad, Pitu se inclina hacia Pilar, pidiéndole un beso sin palabras, sólo con su
sonrisa. Se besan durante unos segundos, hasta que el claxon del coche que se ha
colocado justo detrás las interrumpe. Pitu regresa a su posición inicial frente al
volante, cambia la marcha y deja atrás el semáforo ya en verde.
Desde un mismo punto de partida los cinco amigos se han dispersado en distintas
direcciones, cada uno hacia el lugar al que pertenecen cuando el cansancio y la
necesidad de intimidad les vencen. Se cobijan en su pequeño rincón del mundo, su
refugio, cada vez más ajenos a esas dos mujeres que en ese momento yacen en una
misma cama. Una cama de un pequeño piso del centro de Madrid. Dos mujeres, Ruth
y Sara, a las que han querido y continúan queriendo. Por las que se han preocupado.
Por las que han sufrido. A las que han intentado ayudar, a cada una como les ha
dejado y a las que ahora no les queda más remedio que esperar. Esperar que vuelvan a
retomar la vida que antes llevaban, esa vida que también les incluía a ellos como una
parte importante. Y esas mujeres, Ruth y Sara, duermen profundamente, también
ajenas a lo que en ese momento están sintiendo sus amigos. Abrazadas en lo más

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profundo de su sueño, satisfechas de haber retomado su relación, su vida en común,
tranquilas de volver a tenerse, incapaces todavía de pensar en nadie más que no sean
ellas mismas. Con su atención totalmente centrada en lo que viven y sienten de
nuevo. Soñando que tal vez sea posible hacer que la felicidad dure para siempre.

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…Y EN EL CAMINO NOS ENCONTRAREMOS

S on casi las seis de la mañana y Lola no ha dormido en toda la noche. Ha dado


tantas vueltas en la cama que las sábanas se han convertido en un revoltijo en
torno a su cuerpo. Cuando la tensión de no poder dormir se volvía insoportable,
agarraba su portátil, que descansaba bajo la cama, y se metía en Internet esperando
que la vista se le cansara y así le entrara sueño. De nada le servía. Apagaba el
ordenador creyendo notar cierto sopor y cuando trataba de coger la postura que le
permitiera quedarse al fin dormida, se desvelaba de nuevo. Y si sólo se tratase de una
noche aislada no le importaría demasiado. Sin embargo lleva el último mes así.
Durmiendo sólo cuando su cuerpo extenuado no aguanta ni un minuto más y cae en la
inconsciencia durante unas pocas horas. Tiempo que le resulta insuficiente pero que
no puede alargar hasta alcanzar el descanso reparador que necesita.
Y todo desde aquella mañana en que creyó que comenzaba su felicidad y lo que
realmente dio comienzo fue una desdicha aún mayor que la que ya la acompañaba.
Durante el último mes ha visualizado en su cabeza mil veces lo sucedido en esas
pocas horas que transcurrieron desde que Sara la llamó aceptando su proposición de
quedar hasta que la acompañó, junto a Juan, a su casa. Sara, todavía atontada por los
calmantes, prometió que hablarían en cuanto se repusiera. Pero no lo hizo. A los tres
días de aquél episodio tuvo que ser la propia Lola quien la llamase a ella para saber
cómo se encontraba. Su voz sonó serena al otro lado de la línea. Serena pero
incómoda. Reacia a hablar con ella. Le dijo que ya estaba mucho mejor y que
hablarían más adelante. Dicho esto se apresuró en despedirse y colgar. Lola se quedó
con el móvil pegado a la oreja durante muchos segundos más escuchando el vacío. La
única explicación que le podía dar al cambio de actitud de Sara con respecto a ella era
a causa del hecho de que Lola se hubiera acostado con su ex novia. Y si bien sería
lógico si Lola hubiera estado al corriente de quién era Ruth cuando lo hizo, la
realidad era que nunca había sabido nada, que para ella Ruth y Sara habían sido dos
personas distintas de las que nunca imaginó que tuvieran alguna vinculación entre sí.
Lola no tenía la culpa de lo sucedido. Ni de que Ruth hubiera sido una hija de puta
con Sara ni de, por esas retorcidas circunstancias que a veces tiene la vida para
desarrollarse, haberse acostado con Ruth cuando para Lola no era más que un rostro
vagamente conocido por haber asistido a la fiesta que dio meses atrás.
Ya ha transcurrido un mes de todo aquello y Lola no entiende cómo todavía
continúa pensando en Sara con esa insistencia. Se dice a sí misma que sólo fue una
noche, que no hubo tiempo para conocerse, para establecer vínculos sólidos. Se ha
acostado con muchas mujeres a las que no volvió a ver y ninguna de ellas se le quedó
tan clavada dentro. La propia Ruth, sin ir más lejos. Si en algún momento albergó
hacia ella algún tipo de sentimiento más allá de la pura atracción física, este se diluyó

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al ver cómo la trató. Y eso es un motivo más para desesperarse. Si lo que vio en Ruth
es su comportamiento habitual no logra entender cómo Sara ha podido sufrir tanto
por su culpa. Cómo, varios meses después de haber sido abandonada por ella, tenía
tal poder sobre su voluntad como para que el hecho de que Lola hubiera mantenido
contacto con Ruth le provocara una crisis. Ruth no le pareció el tipo de persona por la
que otra pierde la cabeza. Sara, en cambio, sí lo es. Y Lola siente cada vez más como
cierto que está perdiendo el norte por ella. Aunque sólo fuera una noche el reducido
espacio de tiempo que compartió con Sara.
Lola ya intuía que pasaría algo así cuando encontrara a una mujer que le gustara
de verdad. Por eso siempre le ha dado tanto miedo enamorarse. Desde que puso el pie
en Madrid para empezar la facultad y, a la vez, comenzó a dejarse caer por el
ambiente tuvo muy claro que enamorarse de una mujer sería su perdición. Optó por la
promiscuidad indiscriminada como medida de seguridad para que eso no ocurriera.
Alternaba con unas y con otras pero sin dar carta blanca a ninguna. Y a las que
intentaban iniciar algo más serio les paraba los pies inmediatamente aduciendo la
típica excusa de que no estaba preparada para una relación. Pero en realidad es que
no quería. Le aterraba. Aunque en el fondo lo anhelase. No quería sufrir por ninguna.
Y tampoco quería que ninguna sufriera por ella al ver que no podían obtener lo que
esperaban. Lola había sido cobarde todo ese tiempo. Cobarde, temerosa e infantil. Y
justo cuando creyó que era el momento de abrirse a alguien le asestaban esa puñalada
que tanto había estado temiendo recibir.
¿Por qué Lola ha actuado así durante los últimos cuatro años? Siempre hay una
causa para todo. Y la de Lola es que ella ya se enamoró una vez. Y se mantuvo
enamorada, entregada, fiel a lo largo de tres años. De los quince a los dieciocho.
Cuando no era más que una niña convirtiéndose en mujer, inexperta en el amor e
inexperta también en la vida. Y esa historia, la de su primer amor, la primera y, hasta
ahora, la única que la había marcado de un modo indeleble el corazón, acabó mal.
Como muchos primeros amores. Como muchos amores que ya no son los primeros y
de los que se espera que sean los últimos y definitivos. Lola sintió que daba todo por
ese primer amor, por Fran, su único novio, su única pareja hasta la fecha. Una
relación que duró casi tres años y que la enseñó cuánto puede llegar a doler amar a
alguien hasta la obsesión.
Ahora, con algo más de experiencia vital, Lola mira hacia atrás y no ve más que
una historia típica y tópica de amor adolescente. Fran, el chico más guapo del pueblo,
un par de años mayor que ella, siempre a lomos de su moto, coqueteando y
seduciendo con cada guiño y mirada. Ella, Lola, de la que también se decía que era de
las más guapas pero que también era de las más inexpertas, recién salida del
cascarón, que acababa de dejar de ser una niña gordita y acomplejada a la que nadie
prestaba atención a explotar en una voluptuosa pubertad de sinuosas curvas. Era hasta

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lógico que acabaran juntos. E igual de lógica, aunque retorcida, fue la relación que
tuvieron. Dependiente, apasionada, destructiva y beligerante. Fran le era infiel a
menudo. Ni siquiera se molestaba en ocultarlo. Lola callaba y aguantaba, demasiado
temerosa de perderle y, por ello, dispuesta a hacer la vista gorda y mirar hacia otro
lado cada vez que sospechaba o le decían que Fran había estado con otra. Así aguantó
tres años. Tres años de continuos altibajos, de rupturas desgarradoras y
reconciliaciones a renglón seguido en las que Fran prometía no volver a engañarla y
Lola se juraba a sí misma que no volvería a aguantar su engaño.
Pero volvía a aguantar. Siempre volvía a aguantar y callar.
Probablemente habría seguido esa dinámica durante mucho tiempo más de no ser
por la ruptura que supuso trasladarse a Madrid. A ese piso que sus padres le pagan
religiosamente cada mes. Ese refugio de diseño hecho a su medida. Una nueva vida
que le abrió las puertas en el mismo momento en que su avión aterrizó en Barajas.
Lola ni siquiera barajó la posibilidad de cursar la carrera en las universidades de su
provincia. Sabía que debía alejarse de todo y de todos cuanto antes. Esa era su
oportunidad. Tenía dos motivos de peso para hacerlo. Uno, alejarse de Fran. Otro, dar
rienda suelta a su atracción por las mujeres en un lugar en el que nadie la conociera.
Porque Lola, pese al tiempo pasado junto a Fran, sabía que también le gustaban
las mujeres. No necesitaba haber estado con ninguna para comprobarlo. Esas cosas se
saben. Es algo en las entrañas, un pinchazo de inquietud y ansiedad cuando se
descubría mirando a la chica de la peli en lugar de al héroe, una euforia nerviosa y
descontrolada cuando por casualidad la película en cuestión contenía alguna escena
subida de tono entre dos de las actrices. Eran esas oleadas de calor subiéndosele a la
cabeza las que le indicaban, sin ningún atisbo de duda, que las mujeres le atraían. Y
que quizá le atrajeran de un modo mucho más intenso que los hombres. Porque, a
decir verdad y dejando a Fran aparte, nunca se había sentido demasiado interesada
por los chicos de su edad. Ni por los mayores. Ni por los ídolos de temporada de las
revistas de quinceañeras. En cambio sí que le interesaban, a menudo rayando en la
obsesión, las chicas. Amigas, profesoras, cantantes, actrices… Casi cualquier
integrante del sexo femenino podía llegar a cautivarla y subyugarla. Era una atracción
visceral y descomedida, sexual pero también muy emocional. Lo de Fran podría
considerarse fruto de las circunstancias. Se enganchó a él a falta de algo mejor y
acabó dejándose atrapar en sus redes hasta enamorarse. Si en lugar de él hubiera
aparecido una «ella» de las mismas características, Lola habría perdido la cabeza sin
remedio.
Y si con Fran la relación había sido tan intensa que dolía a Lola lo que le asustaba
era que le pasara algo así con las mujeres. Porque sabía que pasaría. Porque lo que
sentía por ellas era mucho más virulento. Si se enamoraba de una mujer lo haría hasta
el tuétano, sus sentimientos y emociones se desbocarían como un caballo encabritado.

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Así que decidió, nada más llegar a Madrid y conocer chicas en el ambiente, que ella
nunca se enamoraría. Se construyó una poderosa armadura que el amor no pudiera
penetrar sino que, al contrario, rebotase muy lejos de ella. Se convenció a sí misma
de que era fría e insensible, de que nada la afectaba ni podría hacerlo. Abanderó el
egoísmo como única consigna y se comportaba siempre de manera despreocupada e
impersonal con los sucesivos ligues que iban apareciendo con la misma facilidad con
la que luego desaparecían.
Quizá eso ha sido el detonante del cambio interno que viene sufriendo desde hace
un tiempo. Quizá ese modo de vida la haya agotado y quemado por dentro. Quizá lo
que necesitase era dejar de estar sola. Intentar abrirse a alguien, querer y dejarse
querer, acostumbrarse a pensar en plural y no en singular como ha estado haciendo
hasta ahora. Y piensa que debe tratarse de eso porque cuando estuvo con Sara se
sintió completa, calmada, feliz, satisfecha y convencida de haber encontrado a una
mujer con la que podría comenzar eso que parecía hacerle tanta falta.
Se levanta de la cama. Aún no son ni las ocho de la mañana. Cree que es domingo
pero bien podría ser miércoles. Hace mucho que dejó de distinguir los días. Antes
podía hacerlo gracias a la programación televisiva pero al mudarse a Madrid también
cambió de hábitos. No quiso comprarse un televisor, no quería intoxicarse con la
realidad más de lo necesario. Y pronto se dio cuenta de que con el proyector y el
ordenador de sobremesa tenía suficiente. Puede pasarse horas viendo películas y
series descargadas previamente de Internet. No necesita atontarse con ninguno de
esos programas basura que se emiten en televisión.
Decide darse una ducha para sacudirse el sopor. Aunque aún es marzo deja que el
agua fría caiga sobre ella a intervalos con la caliente. Mareada por los cambios de
temperatura, sale del cuarto de baño y se viste. Con el cabello mojado entra en la
cocina para prepararse un té. Luego se va hacia el salón con la taza humeante entre
las manos, casi quemándose con ella. Se recuesta en uno de los sofás. Paco trata de
subirse también sin resultado. Lola lo agarra por la piel del cuello y lo alza hasta
dejarlo en el hueco de sus piernas. Momentáneamente tranquilo, el perro se tumba a
sus pies, suspirando con satisfacción. Ella deja perder la mirada a través del ventanal
del balcón que tiene más cerca, dispuesta a ver pasar el tiempo sin hacer nada. Nada
de nada. Porque no tiene nada que la haga reaccionar.
Y la mañana va pasando hasta convertirse en media tarde. El día es nublado y
mortecino, sin brillo alguno. Igual que su ánimo. Apenas sí se nota que las horas van
sucediéndose. Sólo cuando va cayendo la noche se aprecia algún cambio. Y ella sólo
se levanta del sofá para ir al baño y para coger su portátil. No cree tener fuerzas para
nada más. Se limita a vegetar como lleva meses haciendo. Sólo que esta vez parece
ser aún más desolador. Ya ni siquiera sus amigas han llamado para preguntarle si
saldría. Seguramente no quieran escucharla hablar de Sara otra vez. Pero es que Lola

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no puede dejar de hablar de Sara, de darle vueltas a lo sucedido, aunque ya haya
pasado un mes. No puede. Es superior a sus tuerzas.
Se ha preguntado muchas veces qué habría pasado si el mechero de Sara no
hubiese dejado de funcionar en ese preciso instante. O si Ruth no se hubiese dejado el
suyo en su casa provocando que Lola, en un intento de complacer a Sara, hubiera
acudido en su búsqueda. O si ella no hubiera roto sus propias normas y le hubiera
dicho a Sara que prefería que no fumase en su casa. ¿Habría cambiado eso las cosas?
Seguramente sí. El nombre o la presencia de Ruth no hubieran sobrevolado sobre
ellas. Y si, con el tiempo, hubiera salido a la luz está segura de que el descubrimiento
no habría sido tan dañino.
Pero ocurrió. Y elucubrar acerca de lo que habría podido pasar de no haber
ocurrido no cambia nada. Sara no ha querido volver a verla. No la ha llamado, no le
ha mandado ningún mensaje. Y Lola tampoco ha hecho nada. La llamó esa única vez
para saber cómo estaba y no se atrevió a volver a hacerlo. El temor a la decepción era
mucho mayor que el ansia por saber de ella. La decepción de haber creído que
alguien era especial y descubrir que sólo se trataba de un espejismo.
También ha pensado en escribirla. A Lola se le da bien escribir. Por eso quiso
estudiar Comunicación Audiovisual. Quería contar historias, conmover a la gente con
ellas. Siempre se la ha dado bien transmitir sentimientos. Aunque ha estado mucho
tiempo sin escribir a causa de ello, de la ausencia de emociones que ella misma venía
sufriendo, ahora todo sería distinto porque siente tantas cosas que podría escribir sin
parar horas y horas y no acabar nunca de expulsar todo lo que le bulle en la cabeza.
En su mente redacta interminables cartas a Sara explicándole cómo se encuentra, todo
lo que le hizo sentir en esos pocos momentos que compartieron y todo lo que no
entiende de su comportamiento posterior. Le contaría lo mucho que lamenta lo
sucedido con Ruth pero sabe que, muy probablemente, se le colarían algunos
reproches entre líneas. Y a la gente no le gusta que le pongan la verdad en la cara. No
quieren escuchar, ni para bien ni para mal —mucho menos para mal—, lo que
piensan de ellos. Tampoco admitir que se hayan podido equivocar. O que su actitud
está dañando a otra persona. La gente siempre piensa que actúa correctamente, que
son razonables y consecuentes, que tienen motivos para hacer lo que hicieron y
muchos argumentos —aunque se contradigan entre ellos— para demostrarlo. Y la
realidad es que en muy raras ocasiones lo son.
De todas formas, por mucho que quiera exponerle por escrito sus sentimientos, no
puede hacerlo. Ni tiene un e-mail a donde enviar esa hipotética carta ni cuando estuvo
en su casa se quedó con la dirección porque saliendo del centro todas las calles le
parecen iguales. El único modo que tiene de ponerse en contacto con ella es
llamándola por teléfono. Eso o contar con que la casualidad haga que se crucen como
las primeras veces que se vieron. La primera opción no le convence porque intuye

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que, como la otra vez, no querrá prolongar mucho la llamada. Con la segunda no se
puede contar porque, aunque la casualidad hizo que se cruzaran varias veces, ahora
podrían no volver a cruzarse nunca. Lo más lógico y también lo más práctico sería
olvidarse de ella. Porque ni en el supuesto de que pudiera enviarle una misiva que
intuye desesperada, no cree que hacerlo cambiara mucho las cosas. Ya nadie se
emociona con las cartas. Más bien al contrario, lo consideran inconvenientes
intrusiones en su vida, sobre todo si su remitente no es quien esperan o les dicen en
ellas cosas que no quieren escuchar.
Pero, ¿cómo se logra olvidar algo que no llegó a suceder?
Algo que se quedó a las puertas pronunciando promesas que la realidad ha
impedido cumplir. Una historia que prometía y que no se pudo seguir escribiendo.
¿Cómo se borra a alguien que entra en tu vida por la puerta grande y haciendo todo el
ruido posible y luego sale a hurtadillas por la ventana? Lola no lo sabe. Y es entonces
cuando la ira la consume como jamás lo había hecho. Porque no es capaz de olvidar a
Sara. La echa de menos en la misma medida en que recordarla hace que le hierva la
sangre de la pura rabia de sentir que tardará mucho en dejar de hacerlo.
Sus amigas no le son de mucha ayuda. Le restan importancia a lo sucedido. Lola
supone que no les cuadra esa obsesión por alguien en una persona que ha demostrado
tanta indiferencia por las relaciones. A la que, de hecho, nunca han visto que haya
mantenido una. La cortan tajantemente, aconsejándole que deje de darle vueltas, que
ya se le pasará, que no es para tanto y, a continuación, cambian de tema. En el fondo
no le sorprende su reacción. Aunque sí el hecho de que las haya considerado amigas
suyas cuando, en realidad, no son más que compañeras de juergas. Quedan para salir
y si se ven entre semana sólo es para hablar de lo que pasó el fin de semana anterior o
lo que podría pasar al siguiente. Son frivolas y superficiales. Nunca hablan de nada
trascendente sino que matan el tiempo con trivialidades y lugares comunes. Lola sabe
que no es sólo con ella. Es consciente de que ninguna sabe apenas nada de las vidas
de quienes la rodean. No interesa profundizar en los miedos y anhelos de cada una, en
lo que sienten cuando están solas en la cama y hacen repaso mental de lo que les
preocupa o les ilusiona. Sólo importa lo que pasa por las noches, en la calle, en los
bares, con la gente que se deja ver por esos escenarios. El resto es accesorio y
superfluo. Sin importancia.
Y Lola ahora se siente más sola que nunca. No tiene a nadie en quién confiar,
nadie a quién contarle sus pesares y, mientras tanto, su dolor continúa creciendo
imparable, oxidándole el corazón, haciéndole perder toda esperanza. No es que
desfallezca al primer intento pero ese obstáculo en el camino ha aparecido en el peor
momento posible.
Paco la mira desde el suelo con expresión lastimera. Tumbada en el sofá, Lola le
devuelve la mirada y se da cuenta de que no le ha bajado en todo el día.

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Probablemente el animal no haya podido aguantar y se encuentre con que ha
apaciguado su vejiga o su intestino en algún rincón de la casa. Aliviada de hacer algo
que no implique pasividad, pega un brinco y se levanta. Paco la sigue alegremente
bufando con esa respiración asmática propia de su raza y contento ante la perspectiva
de ir a la calle. Ella se pone una chaqueta, le engancha la correa al perro, coge bolsas
para los excrementos y sale del piso.
El aire frío entra en sus pulmones casi cortándole las vías respiratorias y se da
cuenta del mucho tiempo que lleva encerrada en el piso. La luz escasea y las farolas
ya están encendidas. Se deja llevar por Paco, que tira fuertemente de la correa
mientras olisquea todo lo que encuentra a su paso. Paseando por entre las callejas se
van acercando a la plaza de Chueca. No hay casi nadie por la calle. La tarde amenaza
lluvia y la gente ha preferido refugiarse en el interior de los locales. Al pasar junto al
Baires Lola no puede reprimir la tentación de mirar en su interior pese a no saber
cómo reaccionaría si encontrara a alguien conocido sentado en alguna de las mesas.
Por suerte las caras que llenan la cafetería no pertenecen a nadie de su entorno.
Continúa bajando por la calle Gravina, dejando atrás la plaza, hasta donde la calle
empieza a nombrarse como Almirante. Piensa en seguir caminando hasta Recoletos y
luego dar la vuelta. Y así lo hace. Al pasar junto a una sucursal de CajaMadrid se fija
en un chico que está apoyado en el capó de un coche de cara a la calzada. Muchas
veces Lola ha escuchado decir que en esa calle suelen apostarse chaperos en busca de
clientes. Observa de reojo al chico mientras le sobrepasa y piensa que no tiene pinta
de ganarse la vida vendiendo su cuerpo pero también sabe que las apariencias
siempre engañan.
Dobla la esquina y pasa junto al Café Gijón. Algún día podría venir aquí a
desayunar, a sentir el ambientillo literario aunque sólo sea por permanecer un rato en
un lugar tan emblemático. Lo anota mentalmente en un intento de aplacar la
pasividad de su existencia. Al volver a doblar la esquina para subir por Prim nota
cómo empieza a lloviznar levemente. Aprieta el paso y en la esquina de Augusto
Figueroa con Barbieri decide atajar por la plaza de Chueca. Al comenzar a atravesarla
arrecia la lluvia. Paco gime y acelera el paso. Lola encoge los hombros y agacha la
cabeza. En el otro extremo de la plaza divisa a una pareja de chicas que, antes de
seguir cruzándola en dirección opuesta a ella, se detienen para abrir un paraguas. Con
él ya abierto y cubriendo sus cabezas se miran y se besan. Lola las observa sin mucho
interés, sólo porque se encuentran en su campo de visión. No las ve realmente. Pero
al ir acercándose a ellas, siente cómo se le para el corazón al reconocer a ambas.
Junto con el corazón, la sangre también se detiene, concentrándose en sus sienes y
oídos. Y es entonces cuando Lola no puede dar un paso más. Se queda quieta en
medio de la plaza mientras las dos mujeres, ajenas a todo, sólo pendientes de sus risas
y de los besos que se siguen regalando, continúan con paso firme. Pero Lola está

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justo en su camino y por fuerza tienen que reparar en ella.
Cuando el encuentro se produce el rictus de la pareja cambia de súbito. Las
sonrisas desaparecen, las bocas se abren como si quisieran dejar salir palabras que los
labios no pueden pronunciar. La expresión de Sara es de culpabilidad, no es capaz de
sostenerle la mirada a Lola. La de Ruth es de ingrata sorpresa. No entiende por qué
esa chica se ha parado frente a ellas como si esperase una respuesta a algo cuando
quedó claro en su momento que lo que hubo entre ellas fue lo que fue. Pero su cara
cambia cuando empieza a comprender que la cosa no va tanto con ella como pensaba
al comprobar que a quien mira Lola es a Sara. Y Sara agacha la cabeza incómoda y
pesarosa. Ruth mira alternativamente a Lola y a su novia. Una y otra vez. Sin
entender. O quizá entendiendo que algo ha ocurrido entre las dos al margen de ella.
Lola se alegra de que la lluvia arrecie más y más a cada minuto. Así ninguna de
las dos podrá ver que está llorando, que lo que moja sus mejillas no es sólo agua sino
sus propias lágrimas, que, al igual que aquella noche pasada con Sara, afloran
silenciosamente a través de sus ojos.
—Me alegro de que ya estés bien —dice por fin tras los escasos segundos en los
que se han estado estudiando las unas a las otras. Y lo dice con acritud, con rabia, con
ira. Con todos los sentimientos negativos que había estado dejando crecer hacia Sara
durante el último mes y que trataba de contrarrestar con todo lo bueno que le hizo
pasar.
Sara no contesta. Y Ruth ya no mira a Lola, sólo a Sara. La mira boquiabierta
esperando una explicación que no llega. Pero ella agacha cada vez más la cabeza,
queriendo desaparecer de allí, ser tragada por la tierra en ese preciso instante para no
ser taladrada con la mirada inquisitiva y llena de dolor de Lola.
—Me voy —vuelve a decir—. Ya veo que te dejo en buena compañía.
Y se hace a un lado para proseguir su camino. No mira hacia atrás. Paco tira aún
con más fuerza de la correa. Siente tentaciones de girar la cabeza, de ver cuál es la
reacción de Sara. Pero no le serviría de nada. Sara ha elegido. Ha vuelto con la
persona cuya sola mención le provocó un ataque. La que tan mal la trató, a juzgar por
lo poco que ella sabía. Cada cual elige como engañarse y destrozarse la vida pero
Lola creyó que Sara sería el tipo de persona con la suficiente decencia como para ser
honesta con ella. No pensó nunca que sería de las que esconden la cabeza y rehuyen
sus responsabilidades. No pensó que sería como todas. Y ahora se da cuenta de que lo
es. Es una más. Como ella. Como la propia Ruth. Una pieza más de un engranaje
malvado que siempre se ceba con los más débiles.
Ha caminado tan deprisa que cuando se quiere dar cuenta está frente a su portal.
También se da cuenta de que el nerviosismo y la desesperación están guiando sus
actos. Sube las escaleras a trompicones. Mete la llave en la cerradura con ansiedad,
sintiéndose perseguida, acorralada. Entra en casa y cierra la puerta apoyando la

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espalda contra ella. El sonido que hace al cerrarse le sirve como detonante para
derrumbarse. Su cuerpo se desliza por la superficie de la puerta hasta caer al suelo.
Lola llora. Con desconsuelo. Con rabia y furia. Lamentándose por no poder dejar de
sentir algo por alguien para quien ella no ha significado nada. Una persona que ha
vuelto con la que seguramente la destrozó y le hizo perder la cabeza. Lola no lo
entiende. Podría si sólo se tratara de que Sara no tiene interés en ella. Eso le dolería.
Pero que quiera volver con su verdugo es totalmente incomprensible. Le hiere en lo
más hondo. Le hace sentirse débil e insignificante, incapaz de ser merecedora del
cariño de nadie. Una paria. Y cuanto más piensa que sólo pasó una noche con Sara
más ridicula se siente. Después de tanto tiempo renegando del amor, ¿le bastó una
noche para enamorarse de ese modo? Se insulta a sí misma. Se llama niñata
inmadura, crédula, gilipollas, insensata. Se fustiga y martiriza en un intento de
hacerse más dura y fuerte y que, descubriendo lo absurdo de sus sentimientos, deje de
albergarlos en un pecho que parece estar rompiéndose por momentos.
Paco deambula por el recibidor arrastrando la correa tras de sí. El animal está tan
mojado como ella y va dejando sus huellas por toda la tarima. Se acerca a Lola
queriendo jugar, lamiéndole y mordiéndole la mano, quizá sintiendo que su ama está
triste y tratando de consolarla. Pero eso sólo consigue que el llanto de Lola aumente
su fuerza. Nada podría consolarla en ese momento.

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UNA SITUACIÓN INCÓMODA

E l domingo termina y con él la tranquilidad del fin de semana. Sobre la mesita


baja que hay frente al televisor reposan los restos de una cena a base de sobras
de otras comidas, embutidos y picoteos varios. Tumbadas en el sofá Pilar y Pitu
mantienen sus cuerpos enredados en la típica modorra dominical, mirando sin mucho
interés los programas basura que se suceden en los distintos canales. Pilar está medio
dormida sobre el pecho de Pitu, satisfecha de que últimamente su mujer tenga turno
de día y los fines de semana libres. Por fin sus vidas empiezan a parecer normales,
llevar el mismo ritmo, permitiéndoles disfrutar más de su mutua compañía.
El sonido de su móvil la saca del sopor de golpe. Se incorpora y busca el aparato
entre las cosas que cubren la mesita. Lo encuentra y antes de descolgar comprueba en
la pantalla quien está llamando: «Mis padres». Lo dice en voz alta casi sin darse
cuenta. Pulsa el botón de responder y se arma de valor para ese mal trago que siempre
le supone hablar con ellos. Su rostro ha perdido la relajación que lo dominaba hasta
ese momento. Pitu permanece a su lado observándola alerta porque es consciente de
lo mucho que le cuesta a Pilar mantener una relación cordial con sus padres. Y más
desde que se casó con ella sin querer hacerles partícipe del evento.
—Hola —dice Pilar tratando de disimular el hastío de su voz.
—Hola, hija —responde su madre al otro lado—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien —se apresura en contestar Pilar aunque sabe que por su parte la
conversación no dará para mucho más—. ¿Y vosotros?
—Bien también… —su madre hace una breve pausa, Pilar oye murmullos de
fondo—. Escucha, te llamo porque mañana tenemos que ir a Madrid para la revisión
de tu padre. Así que por la tarde podríamos quedar a comer o a tomar algo y así te
vemos. Que hija, como hace tanto que no vienes a vernos… —le reprocha su madre
en ese tono lastimero en el que es toda una especialista.
—No he podido ir, mamá. Ya sabes que estoy muy liada… —se excusa Pilar
removiéndose incómoda en el sofá.
—Ya, ya, ya… —le dice su madre con acritud—. ¿A qué hora sales de trabajar
mañana?
—Ya lo sabes, mamá —responde con tono cansino—. A las cuatro…
—Bueno, es tarde pero todavía se puede comer… Podemos ir a buscarte a la
salida y comer por la zona. Porque sigues trabajando en el mismo sitio, ¿verdad?
—Sí, mamá… —contesta Pilar nerviosa, deseando que la llamada termine cuanto
antes.
—Pues hacemos eso. Cuando salgamos del médico, te llamamos y te decimos
algo, ¿vale?
—Vale…

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—Venga, mañana nos vemos. Un beso, hija.
—Un beso…
Pilar pulsa el botón de finalización de llamada y se queda mirando el móvil unos
instantes con aire de abatimiento. Finalmente lo deja sobre la mesita, se levanta y
comienza a recoger los platos sucios y los restos de comida.
—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu desde el sofá.
—Mis padres vienen mañana —responde escueta Pilar iniciando el primer viaje a
la cocina.
Deja los platos aún con restos sobre la encimera. Con sensación de derrota apoya
las manos sobre ella y observa el fondo del fregadero con la mirada perdida. Pitu
entra en la cocina y le rodea la cintura desde atrás. Le da un tierno beso en la cabeza
y le susurra al oído un «No te preocupes» que acrecienta aún más su desazón.
Porque los padres de Pilar apenas saben nada de ella. Desde que se marchó del
pueblo ha regresado en varias ocasiones, no más de dos o tres veces al año, siempre
en fechas señaladas, y con el tiempo ha ido perfeccionando su interpretación de mujer
anodina que se dedica únicamente a trabajar en la gran ciudad pero que no tiene vida
personal. Ha aguantado estoicamente todas las preguntas de amigos y familiares,
intensificadas a medida que iba cumpliendo años, acerca de cuándo iba a darles la
sorpresa anunciándoles su boda. Su boda con un buen mozo, por supuesto. Porque
nadie, absolutamente nadie, ni sus padres, ni sus tíos y primos ni los amigos y
conocidos del pueblo, sabe que a Pilar le gustan las mujeres. Es más, está convencida
de que ni siquiera han llegado a sospecharlo. Sus mentes son tan obtusas que cuando
una mujer no manifiesta interés por los hombres es que, sin más, carece de deseo.
Jamás se les ocurriría pensar que la ausencia de parejas masculinas en su vida es
síntoma de que existan otras femeninas. Y en esa línea de pensamiento, una mujer a
la que nunca se le ha conocido novio es porque tiene vocación de solterona. En ese
pequeño pueblo castellano en el que creció saben que existen los maricones porque
cada vez que ponen la televisión aparecen a docenas ante sus ojos. Pero eso es
normal. Porque los hombres son sexuales. Y viciosos en la mayoría de los casos,
sobre todo si les gustan otros hombres. De las lesbianas no saben nada. Han oído
hablar de ellas pero como nunca las han visto en su comprensión de la vida
directamente no existen.
Y sus padres siguen a pies juntillas esa visión del mundo. Jamás le han
preguntado si salía con algún chico. Es más, Pilar está convencida de que su padre
duerme más tranquilo pensando que ningún cabrón desalmado le pone la mano
encima a su niña. Nunca le ha preguntado cuándo va a casarse. A lo máximo que
llega es a preguntarle cuándo se piensa sacar el carnet de conducir para comprarse un
coche y venir a verles más a menudo. Y Pilar ha tenido siempre el mismo interés en
aprender a conducir como en salir con hombres. Ninguno. Su madre es otro cantar.

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En algún momento Pilar ha tenido la sensación de que quizá a ella sí se le habría
pasado por la cabeza la posibilidad de que los gustos de su hija fueran por otros
derroteros. Pero si es cierto que lo sospecha, su madre se cuida muy mucho de
hacerlo notar. De lo que sí se han encargado ambos es de dejar claro el profundo
disgusto y asco que les produce "esa gentuza" que una vez al año toma las calles de
Madrid y se dedica a hacer el payaso en la esperpéntica cabalgata que montan para
celebrar sus desviaciones y perversiones.
Cada vez que Pilar ha pensado en sincerarse con sus padres no ha tenido más que
recordar todos esos despectivos comentarios para echarse atrás. Y puede que ser
honesta consigo misma sea importante pero también hay que ser realista. Desde que
tiene uso de razón ha existido un infranqueable muro entre ella y sus padres. Pilar
siempre ha estado a un lado y ellos al otro y cualquier intento de traspasar ese
imaginario obstáculo era frenado incluso antes de surgir. Ella era la cría inexperta y
ellos los padres en absoluta posesión de la razón. Sus obligaciones se reducían a
ayudar a su madre en las tareas domésticas y convertirse así en una buena ama de
casa porque no valía para nada más. Con los estudios sólo fueron estrictos en lo
tocante a acabar el instituto porque era lo que todo el mundo hacía pero nunca le
preguntaron si quería estudiar una carrera universitaria. Eso a ella no le iba a hacer
falta porque su destino sería otro. Casarse con algún muchacho del pueblo y honrarle
con una manada de churumbeles que la mantendría suficientemente ocupada los
siguientes veinte años.
Por ello no encajaron demasiado bien que Pilar decidiera marcharse del pueblo
para buscarse la vida en Madrid. No la animaron sino más bien al contrario, hicieron
todo lo posible por desalentarla, aduciendo que ella, una chica de pueblo sin estudios
ni cultura, no tenía nada que hacer allí y no tardaría en volver con el rabo entre las
piernas. Así se daría cuenta de que su lugar estaba en el pueblo y que Madrid sólo le
serviría para cerciorarse de que nunca llegaría a nada. Aún así, muerta de miedo y de
incertidumbre, se marchó. Secretamente se juró a sí misma que no volvería a aquél
opresivo lugar a menos que fuera cuestión de vida o muerte. Intuía que si lo hacía
sería como sentenciarse a sí misma.
No volvió. Luchó y peleó por hacerse un hueco en esa ciudad menos inhóspita de
lo que había llegado a creer. Y cada vez que iba de visita se hacía más palpable que el
distanciamiento con sus padres crecía de modo superlativo. Si antes tenían poco que
contarse, los escasos días que permanecía en su pueblo natal pasaban lenta y
tediosamente, comunicándose con aquellos que la trajeron al mundo a base de
monosílabos, respondiendo con frases hechas a los conocidos que la interpelaban por
su nueva vida, rehuyendo las preguntas incómodas y sintiendo un alivio supremo
cuando por fin montaba en el autobús que la llevaría de vuelta a Madrid, a su casa.
Aunque su casa fuera un piso de alquiler compartido con otro par de chicas. Era su

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hogar mucho más que ese en el que había crecido. Suspiraba por el consuelo que le
suponía dejar atrás las pocas casas que formaban el pequeño pueblo sabiendo que la
próxima vez que viese esas mismas construcciones, al volver en su siguiente visita,
ese consuelo volvería a transformarse en la angustia de regresar al lugar del que había
huido.
Eran extrañas y contradictorias las sensaciones que albergaba en su interior
cuando avistaba su pueblo desde el autobús en cada viaje. Por un lado se sentía como
un preso conducido al patíbulo, se le oprimía el corazón en el pecho y los hombros se
le cargaban con un peso insoportable. Por otro sentía alivio de saber que su vida de
verdad transcurría muy lejos y satisfacción por haber tenido el suficiente valor como
para haberse largado de allí antes de que fuera demasiado tarde. Cuando se cruza por
las calles de la pequeña localidad con caras conocidas baja la cabeza instintivamente.
O mira hacia otro lado, como si la cosa no fuera con ella, evitando que la persona
poseedora de ese rostro pueda decirle algo. Allí todo sigue como siempre. Sus
compañeros de instituto sólo han cambiado físicamente. Ellos están más gordos y
más calvos y ellas más teñidas y también más gordas. Algunos se encargan de los
negocios familiares y otros siguen dedicándose a vivir de la sopaboba. De los pocos
que, como ella, se fueron del pueblo se habla en susurros, como si les hubieran
traicionado, y siempre terminan las frases con la coletilla de qué verán en Madrid (o
Barcelona o la ciudad que sea) que no haya en el pueblo.
Por esa y otras muchas razones hace mucho que Pilar no va a ver a sus padres.
Desde que empezó con Pitu las visitas se redujeron al mínimo indispensable. Prefería
gastar con su novia el tiempo libre del que pudiera disponer. Y tampoco quería que
sus padres la viesen más animada y contenta, más feliz de lo que nunca la hubieran
podido ver, y que empezaran a sospechar que había cosas que no les contaba.
Cuando decidieron casarse en ningún momento Pilar barajó la posibilidad de
comunicárselo a sus padres. Los años le habían enseñado que ellos nunca aceptarían
su orientación así que aún menos que se casara con otra mujer, por mucho que el
gobierno hubiera creado una ley para que eso fuera posible. No se paró a pensar
cuánto tiempo podría mantenerlo en secreto pero tampoco creyó que resultara muy
complicado. Ella nunca iría al pueblo con Pitu y las escasas ocasiones en las que sus
padres pudieran venir a Madrid, bastaría con verse en lugares públicos. No haría falta
meterles en su casa. De hecho, en su antiguo piso sólo habían estado en una ocasión,
años atrás, para cerciorarse de que su hija vivía en condiciones normales. Quizá
pensaran que su piso estaba lleno de gente sin oficio ni beneficio o que se pasaban el
día drogándose. Tal es la imagen que ellos tienen de la gente joven que vive en las
grandes ciudades.
Se acuesta intranquila, nerviosa. Pitu la observa sin decir nada y se mete en la
cama junto a ella, abrazándola, tratando de calmarla. Pero Pilar apenas sí duerme

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durante la noche. A intervalos se despierta sobresaltada. Comprueba la hora en el
reloj de la mesilla viendo con horror que cada vez queda menos para levantarse. Y
cuando el impertinente martilleo comienza a sonar a la hora en la que Pitu tiene que
levantarse, Pilar lo hace también pensando que así su mente, al mantenerse ocupada
en las cotidianas tareas de ducharse, vestirse y desayunar, podrá descansar aunque sea
durante unos poco minutos. No le importa que aún quede un buen rato para que ella
tenga que ponerse en marcha. Llegará la primera a la oficina y se pondrá a trabajar
antes que nadie. Se mantendrá ocupada y así no le dará vueltas a la cabeza.
A las ocho menos veinte se está sentando en su puesto de trabajo. Los operarios
que van y vienen del almacén la miran con sorpresa, extrañados de verla tan pronto
allí. Enciende su ordenador y comienza a trabajar. El resto de sus compañeras van
llegando y la normalidad de la jornada parece instaurarse. Pero Pilar no consigue
calmarse. Algo en su interior le avisa de que ese día no acabará bien. No tiene ganas
de ver a sus padres. Le asusta que sepan la verdad. Tiene miedo de su reacción. En
principio no tendría por qué preocuparse. Quedará con ellos, comerán en algún sitio,
aguantará las cansinas retahilas de su madre y el mutismo de su padre y luego se
separarán. Ellos volverán al pueblo y ella a su casa. No habrá más. No tendrá por qué
decirles nada. Y ellos no tendrán motivos para sospechar que algo en la vida de su
hija ha cambiado.
Pero la sorda inquietud que la domina se desata cuando sobre la una su madre
llama para avisarla de que ya han salido de la consulta médica y le pregunta dónde
quiere quedar. Pilar le dice que la esperen en el metro de Ópera, fuera, junto al kiosco
de prensa. Nada más colgar su estómago se contrae hasta la nausea. Las tres horas
que la separan del encuentro con sus progenitores pasan en un suspiro justo cuando
ella querría que lo hicieran con la lentitud y parsimonia de un día habitual. A las
cuatro menos cinco sus compañeras ya empiezan a recoger. Ella se entretiene
fingiendo una febril actividad tratando de dilatar el momento todo lo que puede. Pero
a las cuatro en punto, apremiada por las demás chicas, tiene que apagar el ordenador
y recoger su abrigo y su bolso para salir.
Durante los escasos minutos que tarda en ir desde su trabajo a la boca de metro
Pilar camina como lo haría una condenada a muerte. Al llegar hasta ella se despide de
sus compañeras sin dar más explicaciones. Ya ha avistado a sus padres a unos poco
metros. Ellos aún no la han visto. Y por una milésima de segundo piensa en bajar
escaleras abajo y refugiarse en la seguridad del suburbano madrileño. Pero piensa que
está reaccionando como una niña. No puede ser tan malo. Comerán, hablarán de
trivialidades y se irán como han venido. No tiene por qué pasar nada. Así que Pilar
levanta la cabeza y se dirige con paso firme hacia sus padres.
—¡Pilar, hija! —exclama su madre al verla dándole a continuación un contenido
abrazo. Su padre no dice nada, se limita a asentir con la cabeza y darle dos besos en

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las mejillas.
—¿Lleváis mucho rato esperando? —pregunta Pilar sin saber qué otra cosa podría
decir.
—No, qué va. Acabamos de llegar. Bueno, tu padre quería pasear por los jardines
del Palacio Real así que hemos estado dando una vuelta por allí pero acabábamos de
llegar ahora mismo…
—¿Qué os apetece? Aquí cerca hay un asturiano en el que se come muy bien…
—aventura Pilar.
—Cualquier sitio estará bien.
Echan a andar. Pilar pregunta por la revisión de su padre. Él no dice nada, se
limita a caminar por detrás de ellas como si fuera un guardaespaldas al que no le está
permitido hablar con sus protegidas, es su madre la que se encarga de desglosar una
sucesión de términos médicos que a ella sólo le suenan de las series de televisión para
acabar diciendo que todo está bien y que tiene una salud de hierro hablando de él
como si no estuviera presente. En pocos minutos llegan al restaurante, piden una
mesa para tres y les acomodan en uno de los primeros salones. Estudian la carta en
silencio. Pilar no tiene mucha hambre y no sabe muy bien qué pedir. Con sus padres
ya delante está algo más calmada pero no por ello tiene menos ganas de que el
momento pase cuanto antes.
Sería agradable decir que la comida transcurre en silencio pero su madre se
encarga de que eso no sea así. Entre bocado y bocado se ocupa de hacer un profundo
repaso a todo lo habido y por haber. Lo delgada y estropeada que encuentra a Pilar y
el disgusto que le produce ver que no se arregla ni se maquilla. Su deseo de que al fin
se estabilice. ¿La han hecho fija ya en su empresa? Es que hay que ver, qué gentuza,
cómo explotan a los trabajadores, qué poco les costaría hacerla fija para que así se
pudiera comprar un pisito y dejará de compartir con extraños. Pilar sabe que de nada
serviría explicarle a su madre que ya no basta con tener un contrato fijo para
comprarse un piso, que hacen falta dos sueldos para poder hacerlo. Y eso le vuelve a
traer a la cabeza la farsa que está representando a ojos de sus padres. Porque ella ya
está pagando un piso. Un piso que es de su mujer y suyo cuya hipoteca se lleva la
mitad de sus sueldos cada mes. Le entristece no poder compartir con ellos ese tipo de
cosas. Que sólo podría compartirlas si Pitu fuera un hombre y no una mujer. Pero
sabe que no lo aceptarían. Ni lo entenderían. Ni siquiera lo tolerarían. Y eso le hace
que se le cierre aún más el estómago. Juguetea con la comida en el plato y de vez en
cuando se la lleva a la boca y mastica durante largo rato hasta que consigue tragar.
Mira el reloj con disimulo y agradece que los camareros comiencen a mirarlos
aviesamente, apremiándoles para que terminen y ellos puedan recoger y descansar
antes del siguiente turno.
No toman postre ni café. Su padre, hablando casi por primera vez desde que se

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encontraron, pide la cuenta y la paga en efectivo. En cuanto traen el cambio los tres
se levantan de la mesa y salen del restaurante. Pilar comienza a sentirse más relajada
sabiendo que el suplicio llega a su fin. Caminan por la calle Mayor hacia la Puerta del
Sol. Su madre va contando algo acerca de la gente del pueblo y Pilar finge prestarle
atención. Su padre continua detrás de ellas, con las manos cruzadas a la espalda y
mirando hacia las fachadas de los edificios.
—Te hemos traído unas cosas del pueblo. Huevos, queso y un poco de carne, ya
sabes. Acompáñanos al coche y así te acercamos a casa —le dice su madre de
repente. A Pilar se le erizan los pelos de la nuca.
—No hace falta que me acerquéis, que luego se os va a hacer muy tarde para
volveros y como pilléis el atasco de por la tarde… Mejor os acompaño al coche, cojo
las cosas y yo me voy en metro, como siempre. Que bastante paliza es que vengáis y
os vayáis en el mismo día —le explica quitándole importancia, haciendo ver que lo
que más le preocupa es que ellos no lleguen muy tarde al pueblo.
—¡No digas tonterías, Pilar! Si no pasa nada. Además, las cosas están en una
caja. No puedes ir con ella en el metro como si tal cosa. Anda, tira, vamos a por el
coche… Lo tenemos aparcado por detrás de Correos.
Pilar, aunque continúa caminando, se siente por completo paralizada. Pero su
mente comienza a ir a mil por hora. Tiene de tiempo lo que tarden en recorrer el
trecho que separa Sol de Cibeles para buscar alguna excusa o para contar a sus padres
que ya no vive en el piso de siempre. ¿Y qué excusa darles? ¿Cómo explicar que se
ha mudado y no les ha dicho nada? Porque sí, últimamente han hablado poco por
teléfono pero durante la comida podría habérselo contado. Podría haberlo hecho si no
tuviera nada que ocultar. Pero no lo ha hecho. Porque sí que tiene algo que ocultar. Su
madre sigue con su retahila pero Pilar sólo puede pensar en que cada vez se acercan
más a dónde está el coche y ella sigue sin encontrar una salida. Un sudor frío le
recorre la espalda. El corazón le late muy deprisa. Los tres caminan como si tal cosa
pero ella se encuentra al borde del colapso. Según se acercan a Cibeles sus
pulsaciones aumentan. Al sobrepasar el edificio de Correos ya le tiemblan las piernas
y antes de que se pueda dar cuenta llegan casi hasta la Puerta de Alcalá y ve cómo sus
padres se meten por una de las calles aledañas y se detienen a pocos metros junto a un
coche. Un coche que al principio a Pilar le cuesta reconocer aunque sea el mismo de
siempre. Acorralada, se da cuenta de que ya no le queda más remedio que decir la
verdad. O parte de ella.
—Bueno… —empieza a Pilar en tono jocoso, tratando de quitar hierro al asunto,
cuando sus padres están abriendo las puertas—. Lo que no os he dicho es que me he
mudado de piso…—anuncia con una sonrisa forzada que le tiembla en las comisuras.
Sus padres cesan en su movimiento, se quedan quietos y la miran contrariados. Su
madre abre mucho los ojos, esperando que añada algo más. Al ver que Pilar no dice

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nada, es ella quien pregunta.
—¿Que te has mudado? ¿Y cuándo te has mudado? ¿Por qué no nos lo habías
dicho?
—Es que ha sido hace poco —miente—. Y bueno, no quería preocuparos…
—¿Y por qué nos íbamos a preocupar? —inquiere su madre.
—No sé… Llevaba tanto tiempo en el otro piso… Y este está fuera de Madrid…
Hasta que la cosa no se estabilizara no quería decir nada…
Su padre se mete en el coche. Su madre menea la cabeza con condescendencia y,
quizá, algo apesadumbrada. Retrocede unos pasos y abre la puerta de atrás.
—Bueno, entonces ponte tú delante para que puedas indicar a tu padre… —le
ordena y, acto seguido, se mete en el interior del coche.
Pilar avanza hasta la puerta abierta del copiloto, se sienta, cierra y se pone el
cinturón de seguridad. Su padre mete la llave en el contacto y arranca el motor. Luego
la mira expectante.
—Tú dirás —es lo único que dice.
—Baja hasta Recoletos y tira por la Castellana. Tenemos que salir por Plaza
Castilla —explica ella exhalando un suspiro y hundiéndose en el asiento.
Inician el viaje. En el interior del auto el silencio es tan denso como la tensión
contenida. A partir de Plaza de Castilla Pilar va indicando a su padre el camino a
seguir. Por su cabeza se suceden las posibles situaciones al llegar a casa. Y empieza a
estar tan harta de todo que incluso le da igual lo que pueda pasar. Se siente tentada de
mandarle un mensaje a Pitu para que no vaya al piso al salir de trabajo, que espere
hasta que ella llame confirmándole que todo ha acabado. Pero no le da la gana que su
mujer no pueda entrar en su propia casa sólo porque sus padres no deban enterarse
del papel que juega en su vida. Y decide consigo misma que lo dejará todo en manos
del azar. No mentirá. Si llega el momento de la verdad dará la cara de una vez por
todas. Ella nunca ha sido muy activista, por mucho que haya colaborado en colectivos
gays, pero ya está harta de esconderse ante su propia familia. Si sus padres no aceptan
su situación, su persona, su vida, si anteponen sus convicciones al hecho de que Pilar
es su única hija y que, como tal, deben quererla por encima de todo, quizá sea lo
mejor que pueda pasarle. Así al menos sabrá por fin cuánto les importa.
Pilar le indica a su padre que ya están llegando y que puede empezar a buscar
aparcamiento. Como aún es media tarde, la mayoría de la gente no ha vuelto de
trabajar y no les cuesta mucho encontrar un hueco. Se bajan del coche en completo
silencio. Su padre abre el maletero y saca una caja atada con cuerdas. Todo podría
terminar ahí. Pilar podría coger la caja, despedirse de sus padres y subir sola a su
casa. Pero sabe que ellos esperan que les invite a subir, que, de hecho, es algo que
dan tan por supuesto como la propia Pilar. Así que la siguen sin decir nada mientras
ella se encamina hacia uno de los bloques de la barriada. Entran en el portal y suben

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en el ascensor. Nota como su madre la observa de reojo, presta a hacer algún
comentario pero sin acabar de atreverse. Su padre continua ausente, portando la caja,
como si nada de lo que está sucediendo le afectara de algún modo. El ascensor se
detiene y los tres salen al descansillo. Pilar saca las llaves de su bolso y mete una en
la cerradura. Al darse cuenta que la puerta tiene todas las vueltas echadas sabe que
Pitu aún no ha vuelto de trabajar. Aunque debe estar al llegar. Suspira
silenciosamente y los tres entran en el piso.
—Puedes dejar la caja aquí, en la cocina —le dice Pilar a su padre nada más
entrar puesto que la cocina queda a su izquierda. El hombre obedece y deposita la
caja sobre la encimera, junto al fregadero. Su madre observa todo con detenimiento,
con la mirada escrutadora de quien viene a juzgar y criticar cada pequeño detalle que
le parezca inconveniente.
—Bueno, ¿nos enseñas el resto del piso? —le pregunta su madre resuelta.
—No hay mucho que enseñar, es bastante pequeño —se excusa Pilar saliendo de
la cocina para ir al salón. Ellos la siguen.
Por un momento Pilar siente vergüenza. El piso está aún casi sin amueblar. Pitu y
ella tienen que ir comprando las cosas poco a poco. Sólo tienen lo indispensable. En
el salón un sofá, una mesita y el mueble para el televisor. La cama y las mesillas en el
dormitorio y poco más. Por suerte el armario es empotrado. Pero ahora, allí, en medio
del salón, con sus padres mirando todo con curiosidad reprobadora lo encuentra
desnudo, vacío.
—¿Y las habitaciones? —inquiere su madre dirigiéndose hacia las puertas del
baño y el dormitorio. La primera está cerrada pero la segunda no y desde donde está
Pilar puede ver cómo su madre observa la cama de matrimonio todavía sin hacer. Se
gira hacia ella y señala la puerta cerrada—. ¿Esta es la otra habitación? ¿Y el baño
dónde está? —pregunta extrañada. Luego le dirige a su marido una significativa
mirada.
—Es ese… —esponde Pilar con un hilillo de voz.
—¿Sólo hay una habitación? ¿Es que ahora vives sola? —la voz de su madre se
ha agudizado.
—No, no vivo sola… —dice ella en un tono cada vez más inaudible.
Para sorpresa de Pilar, su madre sonríe ampliamente, creyendo comprender lo que
pasa. Pero ella sabe que se está equivocando en su conclusión.
—¡Ya sé por qué no nos has dicho nada! —exclama su madre sin dejar de sonreír
—. ¡Estás viviendo con un chico y creías que nos iba a molestar! Pero Pilar, hija, por
dios, que ya tienes treinta años, ¿cómo nos vamos a molestar por algo así? Es normal,
tienes edad de tener novio y de vivir con él si te apetece. Ya sabemos que ahora a la
gente joven no os va eso de casaros… Pero de ahí a no decirnos nada… —su madre
esboza una expresión comprensiva y le aprieta el brazo con ternura—. ¡Cuánto me

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alegro de que por fin hayas encontrado a un chico que te quiera!
Pilar mira a su madre sin decir nada, completamente quieta. Luego mira a su
padre, cuyo rostro continúa imperturbable aunque se pueda adivinar una pequeña
mueca de disgusto en el rictus de su boca. Ella no sabe qué decir. No sabe si
continuar con la farsa, admitir que está viviendo con un chico y hacer que sus padres
se vayan rápidamente, antes de que Pitu llegue de trabajar y se descubra la verdad.
Pero por otro lado casi desea que su mujer aparezca justo en ese momento. Así podría
decir sin necesidad de palabras lo que tanto tiempo lleva ocultando. No haría falta
hacer ninguna confesión. No haría falta nada. La realidad se ocuparía de todo. Quizá
fuese mejor así. Porque si sus padres se van pensando que vive con un chico
insistirían e insistirían hasta conocerle. Y, tarde o temprano, se descubriría que ese
hipotético novio no existe.
—¿Y no vamos a conocerle? ¿Cuándo sale de trabajar? —le pregunta su madre
ilusionada y expectante.
—Debe estar al llegar… —susurra Pilar. Y aún no ha acabado de pronunciar la
frase cuando escucha cómo una llave entra en la cerradura de la puerta del piso. Sus
padres lo oyen igual que ella y los tres dirigen la mirada hacia la entrada. Pilar se
siente desfallecer. Ya no hay vuelta atrás. Sus padres ahora sabrán la verdad. Y ella
sabrá por fin cuál será su reacción.
La puerta se abre y Pitu aparece por ella. Va vestida de calle y lleva al hombro la
mochila en la que guarda el uniforme. Al ver a los padres de Pilar en medio del salón
a un lado y otro de ella le cambia la cara. Mira a su mujer con ojos interrogantes.
Pilar baja la cabeza, emocionalmente exhausta. Sus padres se miran entre ellos, miran
a Pitu, miran a Pilar, vuelven a mirarse entre ellos, las miran a ellas… Así durante
varios segundos que se hacen eternos. Por fin su madre abre la boca para hablar.
—Pe…Pero… ¿Qué…? ¿Quién…? —lanza a Pilar una mirada dura y acusadora
—. ¡Vives con una mujer! —exclama, casi grita—. ¡Vives con una mujer! —repite
con asco—. Duermes con ella… Te acuestas con ella… Eres…
—Sí, mamá, lo soy —afirma Pilar levantando la cabeza y tratando que lágrimas
de rabia e impotencia no afloren a sus ojos—. Es lo que hay…
Estupefactos. Asqueados. Disgustados. Reprobadores en las miradas que lanzan
alternativamente a Pilar y Pitu. Su madre respira muy deprisa y Pilar siente como el
odio que destilan sus ojos crece por momentos.
—Si ya lo sabía yo… Por eso te fuiste del pueblo. Para poder vivir tu vicio sin
que nadie te viera… —farfulla con los dientes apretados.
Pilar ni siquiera se molesta en rebatirla. No serviría de nada. Sólo puede esperar
que se vayan cuanto antes y termine la pesadilla. Que sus padres salgan por la puerta
y ella pueda refugiarse en los brazos de Pitu para dar rienda suelta a las lágrimas que
ahora se agolpan en sus ojos pugnando por salir de una vez. No se siente capaz de

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seguir aguantando la mirada de desprecio que, fijamente, su madre proyecta sobre
ella. Hasta su padre parece reaccionar, boquiabierto pero con el ceño fruncido, ante la
revelación que ha acontecido en el pequeño salón en los últimos minutos.
Por fin su madre se mueve, deja de mirarla y coge a su padre del brazo,
empujándole hacia la puerta del piso, casi arrollando a Pitu que se aparta justo a
tiempo para dejarles pasar.
—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí! —rezonga—. No quiero estar ni un segundo
más en esta casa.
Y salen del piso. Sin decir nada más. Sin mirar atrás. Dejando a su hija plantada
en medio del salón. Y Pilar se derrumba entonces rompiendo a llorar. Pitu deja caer la
mochila al suelo y corre a abrazarla.
—Ya está, cariño, ya está. Ya lo saben. No tienes que preocuparte por más… —
musita en el oído de Pilar.
Pero ella llora cada vez más fuerte al darse cuenta de que ha perdido a sus padres
y que ya nada volverá a ser como antes.

Lunes por la noche. Juan ve la televisión sentado en el sofá. Ya ha cenado. En el


interior del microondas ha dejado un plato para cuando Diego venga de trabajar. Y
tiene tantas ganas de que llegue a casa como miedo de saber que esa noche le va a
mostrar sus cartas. Que no puede más. Que la situación a la que han llegado es
insostenible se mire por dónde se mire. Juan necesita saber si continúa teniendo una
pareja en Diego o se han convertido en simples compañeros de piso que también y
por casualidad comparten cama.
Son más de las once y media cuando escucha abrirse la puerta del piso. Diego
entra en el salón con cara de circunstancias, murmura un «Hola, nene», suelta la
bandolera y la cazadora sobre una silla y va directo a la cocina. Sabe que tiene la cena
preparada y que sólo tendrá que calentarla. Juan escucha el motor del microondas y,
un par de minutos más tarde, el timbre que indica que el temporizador ha terminado.
Un momento después Diego reaparece en el salón con el plato en una mano y un vaso
de agua en la otra. Se sienta a la mesa y empieza a comer. Juan sigue fijando los ojos
en la televisión con la mirada vacía. Por dentro está esperando el momento adecuado.
Las palabras pugnan por salir. Es cómo si le subieran por el esófago como un chorro
de magma. Pero sabe que tiene que controlarse. Que no puede soltar todo a bocajarro.
Que tiene que enfocarlo bien o Diego se pondrá a la defensiva desde el principio.
Al principio piensa que dejará que termine de cenar. Viene cansado y con hambre,
no tendría sentido importunarle nada más llegar. Mejor será que se relaje, que piense
que es una noche más, que nada extraño pasa. Pero unos momentos después empieza
a no poder soportarlo. Se muerde la lengua pero al final abre la boca para hablar.
—¿Qué tal el día? —le pregunta. Bien, es un comienzo. Una pregunta cotidiana y

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normal. Aunque su tono haya sido más hosco que de costumbre.
—Bien —farfulla Diego tragando la comida—. Duro pero bien —y sigue
llevándose la comida a la boca echando esporádicos vistazos al televisor.
Juan exhala el aire con fuerza y vuelve a concentrar su mirada en la serie que
están emitiendo. Deja pasar unos minutos. Diego está acabando de cenar. Le ve
levantarse y volver con una manzana y un cuchillo para pelarla. Justo cuando se está
sentando de nuevo, Juan coge el mando a distancia y apaga el televisor. Mira a Diego,
cuya cara expresa contrariedad ante ese gesto, y toma aire.
—Tenemos que hablar —le espeta con toda la tranquilidad de la que es capaz.
Diego le mira con cara de sorpresa, inocente, como si no se imaginara de qué va
la historia. Aún tiene la manzana sin pelar en una mano y el cuchillo en la otra.
—Bien, hablemos —claudica dejando ambas cosas sobre la mesa y cruzando las
manos a la altura del mentón—. ¿Qué es lo que te pasa? —pregunta con una risa
forzada—. Se te ha puesto cara de funeral…
—Supongo que para ti no pasa nada, ¿verdad?
Diego menea negativamente la cabeza y abre mucho los ojos en una expresión
totalmente incrédula. Mira a Juan sin entender muy bien qué quiere decirle.
—Bueno, algo debe de pasar para que te pongas tan serio…
Juan suspira exasperado. Se recoloca en el sofá, dirigiendo su cuerpo hacia Diego
para poder verle bien.
—Pasa que no puedo más, Diego. Pasa que no entiendo qué nos está pasando…
—comienza a decir enarcando las cejas con aire desvalido.
—¿Qué nos está pasando? —repite Diego extrañado—. Yo no creo que nos esté
pasando nada…
—¿No crees que nos esté pasando nada? ¿De verdad crees que no nos pasa nada?
—contraataca Juan elevando la voz. Diego se echa instintivamente hacia atrás en la
silla. Ya se ha puesto en guardia—. ¿Es que no te das cuenta de que nos estamos
alejando? ¿De que casi no nos vemos? ¿De que ya casi ni hablamos?
—Juan, no saques las cosas de quicio —responde Diego con una leve sonrisa
mientras su mano juguetea con la manzana.
—Claro, yo soy siempre el que saca las cosas de quicio. Yo soy el exagerado que
se preocupa cuando ve que su novio, su marido, ya no ante la ley sino en la práctica,
es alguien totalmente ausente en su vida… —vuelve a suspirar—. No nos vemos
apenas, no hablamos, ya casi ni follamos y tú pretendes que yo haga como si nada —
baja la mirada un instante para volver a subirla y clavar sus ojos en los de Diego—.
Estoy harto de estas malas rachas. Y estoy harto de ser el único al que le preocupan.
Estoy cansado de esperarte por las noches, de que me dejes plantado porque tienes
una urgencia o una guardia, de irme a trabajar cuando tú llegas y de acostarme
cuando tú te vas…

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Diego baja la cabeza y retrae la barbilla en una mueca ofendida. Aún continúa
jugueteando con la manzana. Respira sonoramente varias veces, como esperando que
Juan prosiga con su discurso. Pero Juan no lo hace. El también espera que Diego diga
algo.
—En resumidas cuentas, te molesta que me vuelque en el trabajo… —concluye
en un tono de voz contenido pero iracundo.
Juan pone los ojos en blanco y se revuelve nervioso en el sofá.
—¡No seas tan básico, por Dios! ¡El trabajo no es la cuestión!
—¡Pues claro que es la cuestión! —estalla por fin Diego— . Es el trabajo, la
dedicación que le doy, el tiempo que paso fuera lo que te molesta.
—¡No! ¡No es eso! ¡Es que no creo que sea incompatible! Por muchas guardias
que tengas que hacer, por muchas noches que pases fúera, cuando llegas a casa al
menos podrías prestarme un poco de atención que ya no sé si tengo una pareja o un
compañero de piso, ¡joder! —exclama con rabia—. Estás ausente, no me cuentas
cosas, el tiempo que pasas aquí estás siempre leyendo o estudiando y luego te vas
como si nada y yo me siento cada día más sólo y más ridículo. ¡Hasta hay gente que
me ha llegado a decir que debes de tener un lío por ahí porque sería la explicación
más lógica a tu comportamiento!
Diego esboza media sonrisa irónica al oír esto último.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunta mordaz.
—No importa quién me lo haya dicho. Pero imagínate la cara que se me queda a
mí cuando me lo dicen… —gime.
—No tengo ningún lío, Juan. Puedes estar tranquilo… Si no tengo tiempo de estar
contigo, no tengo tiempo de estar con nadie…
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa conmigo? Porque ya no me siento como si
fuera tu pareja sino una mera comparsa… —Juan le mira indefenso.
Diego le sostiene la mirada duramente. Luego la baja, perdiéndola en la superficie
de la mesa. Se sonríe para sus adentros y toma aire antes de empezar a hablar.
—Así que te sientes como una mera comparsa —hace una pausa y vuelve a
mirarle—. Entonces ya sabes cómo me he sentido yo durante mucho tiempo.
Ahora es Juan el extrañado. Abre los ojos y mira a Diego sin entender.
—¡Ah, claro, no lo entiendes! —vuelve a sonreír con una tristeza casi irónica—.
Tú siempre has sido la cabeza visible, el fuerte de esta relación. El chico de las
brillantes notas que se sacó una oposición a la primera. El que a los veintipocos se
encontró con un trabajo para toda la vida y el futuro resuelto. El funcionario de
carrera sin problemas de dinero ni de horarios… ¿Y yo? ¿Qué he sido yo? Yo he sido
el chico que se mataba a estudiar dos carreras con poco futuro y menos salidas
laborales. El utópico que quería cambiar el mundo y ayudar a los más débiles. El que
se ha pateado los curros más indeseables para poder aportar su granito de arena a la

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economía de esta casa. El que con treinta y muchos seguía trabajando en los putos
colectivos gays por un sueldo ínfimo para acabar descubriendo que se habían estado
riendo de él. Yo he sido siempre el novio protegido y mantenido…
—¡No digas gilipolleces! —le interrumpe Juan.
—¡Déjame hablar! —le ordena—. Para ti puede que no signifique nada. Ni
siquiera digo que lo hayas hecho a propósito. Pero es cómo me he sentido yo muchas
veces. El sueldo no me llegaba a fin de mes y ahí estabas tú, solucionando todo a
golpe de tarjeta. Lo he aceptado porque creo que en una pareja no debe haber cabida
para orgullos de ese tipo pero aún así, es algo que siempre me ha carcomido por
dentro, porque yo no estaba a la altura, porque iban pasando los años y mi situación
no mejoraba. Y ahora, cuando por fin encuentro un trabajo que me gusta, un trabajo
que responde a mis expectativas a todos los niveles y, sí, un trabajo absorbente que
me ocupa la mayor parte del tiempo pero que me permite estar a tu misma altura,
ahora, ¿precisamente ahora vienes tú a hacerte la damisela ofendida e
incomprendida? No me parece justo, Juan, ¿qué quieres que te diga?
Juan, perplejo ante lo que acaba de escuchar, menea la cabeza. Se siente
acorralado, vencido en sus argumentos. Pero la explicación le parece insuficiente.
Razonable pero insuficiente. Y pueril. ¿Por qué ha esperado tanto tiempo para decirle
algo así?
—Puedo entender lo que me dices pero lo que no entiendo es que quieras poner
en peligro veinte años de relación por un trabajo…
—¡No estoy poniendo nada en peligro, Juan! ¡Sigo aquí! Ausente, de acuerdo,
pero sigo aquí. ¿Es que todavía piensas que en las parejas todo es bonito y de color de
rosa? ¿Me he quejado yo cuando tú te has agobiado con las promociones, con tus
jefes, con las tareas que te asignaban? No. He aguantado y he estado a tu lado. Y he
esperado a que las malas rachas pasaran. Y me parece egoísta que tú no seas capaz de
hacer lo mismo. ¿O es que acaso temes que ahora deje de depender de ti?
—No seas tan retorcido —se queja Juan con una mueca de hastío—. Yo sólo
tengo miedo de que esto se acabe. Y no quiero quedarme de brazos cruzados viendo
como tú te alejas.
—Yo no me estoy alejando, Juan. Eres tú el que está cavando una zanja que nos
separa —sentencia levantándose y recogiendo las cosas de su cena—. Eres tú el que
no parece querer comportarse como una pareja, el que se mira el ombligo porque
ahora se siente solo y prefiere culparme a mí o a mi trabajo de todos los problemas.
Diego se mete en la cocina dejando a Juan clavado en el sofá, atónito. No
esperaba una reacción así. Le oye abrir el grifo y ponerse a fregar los platos de la
cena. Se siente tentado de ir detrás de él para continuar la conversación. Incluso se
levanta dispuesto a hacerlo. Pero una vez en pie algo le detiene. No sabe el qué.
Empieza a caminar pero sus pasos no le llevan hasta la cocina sino al cuarto de baño.

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Cierra la puerta tras de sí y se apoya con ambas manos en el lavabo. Con miedo
levanta la cabeza y se mira en el espejo. Tal vez Diego tenga razón. Pero está
convencido de que él también tiene sus razones. Y tiene miedo.
Miedo de que las cosas cambien. Porque sigue pensando que su relación se
resquebraja por momentos.

Ruth no puede dormir. Da vueltas y vueltas en la cama. Por suerte, aunque desde
que han vuelto Sara suele pasar la noche en su casa, hoy ha hecho lo posible para que
no fuera así. Le ha dicho que saldría muy tarde del trabajo, que tenía que preparar una
presentación para el día siguiente. Le sabe mal mentirle. Sobre todo en la situación en
la que están. Ese delicado momento de la reconciliación en el que cada paso, cada
acto, cada palabra es medida con precisión milimétrica. En el que los sentidos
continúan alerta prestos a hacer notar cualquier anomalía que pueda indicar que la
maquinaria se ha vuelto a atascar. Pero Ruth no ha podido evitarlo. Esa noche quiere
estar sola.
Hasta el día anterior todo iba bien. Pero de repente apareció esa chica, Lola,
quedándose plantada frente a las dos como si esperase algo. Al principio Ruth creyó
que era por ella. Le extrañó porque lo que sucedió entre ellas no fue nada. Una noche
sin más. Sólo sexo. Pero cuando se dio cuenta de que a quien miraba Lola, de quien
esperaba una reacción que no acabó de llegar, era de Sara y no de ella algo se
desmoronó en su interior. Lola miraba a Sara ofendida y ultrajada y a la vez le
lanzaba un mensaje cifrado a través de esa mirada. Un mensaje, una información de
la que Ruth no sabía nada. Entonces lo comprendió todo. Entre Sara y esa chica había
ocurrido algo. Y no algo pasajero y sin importancia como lo que sucedió entre Ruth y
esa misma chica. Había sentimiento en la mirada de Lola.
Un sentimiento herido porque se había quedado sin corresponder.
Cuando Lola se marchó Sara no quiso hablar. No le dio ninguna explicación para
lo que acababa de ocurrir. Dijo que no tenía importancia y trató de cambiar de tema
pero lo único que consiguió fue que las dos callaran y se sumieran en sus propios
pensamientos. Se fueron a casa con el ánimo trastocado. No cenaron. Vieron la
televisión un rato sin apenas cruzar palabra. Se acostaron pronto. Tampoco hicieron
el amor como casi todas las noches desde que han vuelto a estar juntas. Cada una
estaba en su propio mundo y no dejaba que la otra penetrase en él ni por un momento.
Durmió poco y mal esa noche. Trató de no moverse demasiado para que Sara no
notase su inquietud. Pero ella tampoco se movía y Ruth intuyó que también le estaba
costando conciliar el sueño. Y se sintió engañada. Desde que lo dejaron Sara se
adjudicó el papel de víctima sin titubear, dando por sentado que la mala de la película
era Ruth. Cuando volvieron le dijo muchas veces lo mal que lo había pasado, lo
mucho que la había herido, el dolor que le había causado. Se pintó como un alma en

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pena que durante cuatro meses no halló alivio ni consuelo. Y esa tarde de domingo
tan aparentemente feliz y dichosa en la que se besaban bajo un paraguas para
protegerse de la lluvia la casualidad quiso que Ruth descubriera que no todo ese
tiempo que pasaron separadas había sido una agonía tan grande para Sara. Que había
intentado o empezado algo con otra persona. Y que, si bien lo que sintió por ella no
había sido lo suficientemente fuerte como para olvidar a Ruth, había dejado su
impronta. Que no quisiera hablar del tema era prueba de ello. Si Lola no hubiera
significado nada para Sara se lo habría hecho saber. Le hubiera contado qué hubo
entre ellas. Hubiera tratado de minimizar los posibles daños que el encuentro pudiera
provocar. Y como no quiso hablar de ello, Ruth tampoco consideró necesario
mencionar que ella también tuvo algo con Lola. Porque para ella no fue relevante ni
lo que pasó como tampoco lo es ahora el hecho de que fuese precisamente esa misma
chica la que hubiese intentado algo con Sara. Esas casualidades ocurren y más en un
ambiente tan endogámico como en el que se mueven. Puede que hasta Sara esté al
corriente de que ella y Lola también se conocen. Pero Sara no ha dicho nada al
respecto. Absolutamente nada.
Esa mañana se han levantado como si tal cosa. Han desayunado, han bajado a la
calle, se han despedido con un beso en la boca de metro y cada una se ha ido a su
trabajo. Pero algo se ha empezado a remover dentro de Ruth. Y el resto del día no ha
sido mucho mejor que la noche pasada. A ratos ha vuelto a acordarse del encuentro
con Lola, rememorando los gestos y las pocas palabras que hubo. Ha intentado
buscarle un significado, un sentido, una razón. Pero a cada vuelta de tuerca que daba
la contrariedad iba ganando terreno. Y ahora está sintiendo algo parecido a lo que
sintió cuando, mucho tiempo después de que ocurriera, se enteró de que Olga le fue
infiel y que ese y no otro fue el verdadero motivo por el que se rompió su relación.
Durante años Ruth dio como buena la versión de Olga. La echó del piso, la sacó
de su vida a patadas y se portó de pena con ella porque se le fue la cabeza, porque
dejó de estar enamorada de ella o por la razón que fuese. Que al poco tiempo
comenzara a salir con Eva, la dichosa y manipuladora Eva que había sido tanto
tiempo amiga de las dos, lo asumió como algo normal. Tras una ruptura siempre hay
un amigo o amiga en el que te apoyas y acaba surgiendo algo más que la pura
amistad. En ningún momento barajó otra posibilidad. Por muy retorcida que hubiera
demostrado ser Olga dejándola del modo en que lo hizo no era el tipo de persona de
la que se podía esperar una infidelidad. Ella siempre había presumido de ser alguien
honesto y sincero. De hecho Ruth se había enzarzado en agrias discusiones con
aquellos que se atrevieron a aventurar que la verdadera razón de la ruptura debía ser a
causa de una tercera persona.
Hace año y medio ella y Ruth volvieron a tener un trato, si bien no muy estrecho,
sí al menos cordial a raíz del nacimiento de la hija de Olga y de su propia intención

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de enterrar el hacha de guerra aduciendo que, después de todo, Ruth había sido una
persona importante en su vida. No es que se vieran a menudo. Para ella Olga era
alguien que no quería tener demasiado cerca aunque el tiempo le hubiera dado la
serenidad suficiente como para tratarla sin sacar a flote viejos rencores. Y entonces
sucedió.
Fue el verano anterior. Poco antes de que Sara se trasladara a Madrid. Olga y Eva
la invitaron a su casa a tomar café. Hacía mucho que no se veían y la niña ya había
cumplido un año. A Ruth no le apetecía mucho pero accedió, más por ver a esa niña
que se llama como ella que por ver a sus progenitoras. Fue a su casa, jugó con la cría,
tomó café con sus madres y mantuvieron una insustancial charla de circunstancias.
En un momento dado la pareja, ajena a la presencia de Ruth, se puso a bromear
acerca de la fecha de su aniversario y Eva se la recordó a Olga con precisión. Una
precisión meridiana. A Ruth no le hizo falta ni calcularlo con demasiado ahínco. La
resta de los años que llevaban juntas arrojaba un clarificador resultado. Su relación
empezó seis meses antes de que la de Ruth con Olga se rompiera. Seis meses antes.
Medio año de mentiras y falsedades. De infidelidad.
Sólo por la mirada esquiva que le dirigió Eva al decirlo supo que lo había hecho a
propósito. Era el último movimiento de su juego, de esa batalla que, en el fondo,
siempre había mantenido desde que las tres se conocieran por conseguir a Olga. Un
movimiento que, además, le permitía no sólo tener la satisfacción de haber logrado su
objetivo sino de haber humillado a su adversaria. Olga también se dio cuenta del
desliz de su novia. Miró a Ruth con temor y vergüenza. Ella le sostuvo la mirada
esbozando una amarga sonrisa. Luego, sin decir nada, dejó la taza de café sobre la
mesa, recogió su bolso y se marchó. No volvió a ver a Olga. Y ella, por supuesto, no
volvió a dar señales de vida.
En muchos momentos de los cuatro meses que estuvo separada de Sara pensó
hasta qué punto esa revelación había afectado a lo que sucedió después. A los miedos,
a los agobios de Ruth al ver que su relación a distancia con Sara se convertía en una
relación que apuntaba a una futura convivencia. Sabía que Sara la quería y que vivir
con ella podría ser estupendo. Y Sara no parecía el tipo de persona propensa a la
infidelidad. Pero tampoco Olga parecía serlo. Y lo fue. Y con Sara ya en Madrid,
conviviendo con ella hasta que pudiera ocupar la habitación en el piso compartido
que Pilar dejaría libre cuando se casara, Ruth se dejó llevar por un miedo irracional
que la paralizó por completo. Y por muy fácil que ahora resulte culpar a Olga y unos
hechos que sucedieron años atrás, se da cuenta de que algo tuvieron que ver. Que la
removieron por dentro y rompieron su confianza en la pareja.
Está claro que lo de Sara con Lola no es comparable. Para empezar ellas estaban
ya separadas cuando la chica apareció en las vidas de ambas. Y Lola tampoco había
sido la única con la que Ruth se había acostado en esos cuatro meses. Pero lo de Ruth

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fue una mera cuestión sexual, de desahogo, de vía de escape para anestesiarse. Sara
se implicó emocionalmente con alguien. Si Ruth no hubiera vuelto a aparecer es
posible que ahora estuvieran juntas. Eso es lo que le escuece. No podría decir por qué
pero le escuece. Y le duele. Y vuelve a sentir ese miedo irracional que la paraliza por
dentro.
La noche va pasando y sigue sin poder dormir dándole vueltas continuamente a lo
mismo. El despertador suena sin que haya cerrado los ojos más de quince minutos. Se
levanta con desgana y se ducha. Sale de casa sin desayunar y se dirige a la oficina. A
ratos el trabajo consigue que se olvide del tema pero cuando menos se lo espera
vuelve a cruzar por su mente. El día se le hace eterno. Sus compañeras la ven ausente
y se lo hacen notar pero ella lo niega. Sólo dice que está cansada, que no ha dormido
bien, que últimamente las cervicales no la dejan descansar bien.
Al final de la tarde, cuando ya todo el mundo se ha ido, Ruth continúa encerrada
en su despacho. Mira fijamente la pantalla del ordenador sin verla realmente. Siente
que necesita hablar con alguien. Alguien que no sea Sara y que sea lo más ajeno
posible a toda la historia. Agarra el móvil y repasa su agenda de teléfonos. La repasa
tres veces. Y al final deja el móvil a un lado dándose cuenta de que no tiene nadie a
quién acudir. Que se ha distanciado demasiado de todas las personas que podrían
escucharla. Sara no fue la única a la que hizo daño, no fue la única perjudicada por
sus miedos y sus dudas, por su pueril inseguridad. No puede acudir a esas personas
ahora, después de cómo se ha comportado en los últimos meses. Siendo sus amigos
deberían perdonarla pero es ella la que no se siente con fuerzas para pedirles perdón.
Apaga el ordenador y recoge sus cosas. Sale de la oficina y se va a casa
arrastrando su propio orgullo a cuestas.

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NO SIEMPRE SE CONSIGUE LO QUE SE QUIERE

C uando Ali recibió una llamada de Sara supo que algo no andaba bien. No es que
quiera ser catastrofista pero desde que su amiga volvió con Ruth apenas la ha
visto. Tan sólo una noche que ella y David se encontraron con ellas dos en un bar y
otra noche en la que, por fin, quedaron con todos los amigos para dejarse ver. Tras la
reconciliación se acabaron las llamadas, los cafés a media tarde y las comidas o cenas
para charlar. Ali lo ha comprendido y disculpado, Sara tiene que concentrarse al cien
por cien en volver a poner en marcha la relación. Aún así le ha escocido su súbita
desaparición, como si los amigos sólo le hubieran hecho falta mientras estaba mal y
ahora que por fin conseguía lo que, en el fondo, había estado anhelando todos esos
meses de dramatismo vividos en compañía del grupo de amigos, ya no resultaba tan
necesaria su compañía.
Por eso le escama tanto que Sara llame proponiéndola quedar a tomar un café. No
Ruth y ella. Sólo ella. Como durante esos meses de atrás cuando quedaban de vez en
cuando para hablar de lo incomprensible. Aunque Ali sabe que Sara prefería siempre
hablar con Juan, ella era la segunda en la lista de oyentes. Pero supone que, con lo
raro que está Juan últimamente, Sara la habrá preferido a ella.
Sus suposiciones de que algo pasa se confirman cuando la ve emerger de las
profundidades del metro. Se miran mientras Sara sube las escaleras y, pese a que
pretende dotar a su cara de cotidianeidad y desenvoltura, hay algo bajo esa máscara
que se ha colocado. Algo difícil de describir, a medio camino entre la duda y la
zozobra, la sospecha y el «ya lo sabía yo». Sara llega hasta ella y le da dos besos.
—¿Llevas mucho esperando? —pregunta con una sonrisa exculpatoria—. El
metro no hacía más que pararse todo el rato…
—No, acabo de llegar… ¿Dónde vamos? ¿Al Baires, para no perder las buenas
costumbres? —le propone riendo.
—No, al Baires no… —responde ella adoptado un rictus serio—. Mejor vamos a
otra cafetería… A esa que está casi enfrente, la de los sofás rojos…
Se encaminan hacia la cafetería hablando del tiempo, de que parece mentira el
calor que ya está haciendo para ser primeros de abril. «Pero las noches aún son frías»,
apunta Ali. «Sí, las noches aún son frías…» concede Sara alcanzando la puerta del
local y abriéndola. Ambas pasan a su interior. Sara se deja caer en uno de los
mullidos sofás rojos de imitación de cuero dejando a Ali la única opción de sentarse
en una silla frente a ella. Como apenas hay clientela un camarero acude raudo y veloz
a tomarles nota. Piden sendos cafés con leche que les traen enseguida.
—Bueno, cuéntame, ¿qué tal todo? —le pregunta Sara desenvuelta mientras
remueve el azúcar en su café. Ali enarca una ceja al escuchar esa pregunta y tarda
más de lo debido en contestar.

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—Bien, bien. Todo bien. Vamos, como siempre… —le dice clavando una
inquisitiva mirada en Sara—. ¿Y tú qué tal?
—Bien también… —y continúa removiendo el café.
—Sara… —le dice Ali en tono cómplice—. El azúcar ya se ha disuelto, puedes
dejar de darle vueltas y decirme qué te pasa…
Sara saca la cucharilla de la taza súbitamente y la deja sobre el platillo. Mira a Ali
con expresión de sorpresa.
—¿Cómo?
Ali se echa a reír.
—Llevas más de un mes sin dar casi señales de vida y ahora de repente llamas
para quedar conmigo a solas. No te lo tomes como un reproche pero me parece que
sólo lo has hecho porque te pasa algo…
Su amiga le sostiene la mirada aún con la sorpresa pintada en el rostro. Pero más
que sorpresa por lo que Ali le ha dicho es sorpresa por haberse visto descubierta en
sus intenciones tan pronto. Finalmente agacha la cabeza y encorva los hombros.
Toma la taza de café y le da un sorbo.
—Tienes razón, desde que Ruth y yo volvimos he estado desaparecida pero
entiéndelo, era un momento muy delicado, teníamos mucho de que hablar y muchas
cosas que dejar claras…
—Si eso lo entiendo por eso te he dicho que no te lo tomes como un reproche…
Pero algo me decía que si quedabas conmigo tan de repente había algo que te
preocupaba y tu reacción al decírtelo no ha hecho más que confirmármelo…
Con la cabeza aún gacha, Sara alza los ojos por encima de la taza de café para
mirar a Ali y suspira.
—Todo iba bien, de verdad. Todo iba bien hasta que nos encontramos con Lola…
—¿Lola? —pregunta Ali sin comprender—. ¿Quién es Lola?
—¿Juan no te contó nada?
—No, Juan no me ha contado nada… ¿Qué me tenía que contar?
—Lola es la chica que me entró en el Baires. La que me dio el teléfono, ¿te
acuerdas?
Ali asiente recordando esa tarde y, a continuación, Sara se lanza a contarle toda la
historia. Cómo terminó llamando a Lola y quedando con ella. La noche que pasaron
juntas. Cómo se dejó llevar por la situación. Sara se sentía deseada por esa chica y
pensó que no era malo intentar obtener un poco de alivio y de cariño de alguien
distinto, alguien que le hiciera olvidar a Ruth. Que en el fondo la utilizó para sentirse
mejor, para subir su autoestima, para demostrarse a sí misma que si Ruth podía andar
con unas y con otras, ella también era capaz de hacerlo, que ella también gustaba. Le
cuenta cómo acabaron en su casa y cómo al día siguiente estaban tan a gusto la una
con la otra hasta el incidente del mechero. Cómo Sara se enteró de que Lola también

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había estado con Ruth y eso le produjo un ataque de nervios que hizo que acabara en
urgencias. Que Juan fue quien la llevó al hospital y quien llamó a Ruth para decírselo.
Y que pese a que su amigo le prohibió que se acercara a ella, Ruth no le hizo caso y
se plantó en su casa esa misma noche y terminaron reconciliándose.
—Así que eso fue lo que pasó… —dice Ali asintiendo lentamente con la cabeza,
encajando por fin algunas piezas que le faltaban.
—Sí, eso fue… —Sara menea la cabeza—. Unos días después Lola me llamó
para ver cómo estaba. Le dije que bien y colgué enseguida. Y el otro día nos la
encontramos… Tenía la cara desencajada, supongo que de vernos a las dos juntas…
—¿Ella sabía que Ruth y tú… ?
—Creo que Juan se lo dijo en el hospital. Pero tampoco hay que ser muy listo
para darse cuenta después de lo que había pasado…
—Pero cuando te llamó tú no le dijiste que habías vuelto con Ruth, ¿no?
—Claro que no. ¿Para qué iba a decírselo? ¿Para hacerla daño? Además, ni
siquiera sabía cómo hacerlo…
—Bueno, pero esa chica parecía querer algo contigo, se merecía al menos una
explicación… ¿Tú habrías empezado algo con ella si Ruth no hubiera aparecido?
—No lo sé, Ali. Fue una vía de escape, una noche loca. Estaba a gusto con ella
pero nada más. Tiene veintidós años. Yo treinta y cuatro. Es mucha diferencia de
edad… Ella es todavía una cría…
Al escuchar esto último, Ali se yergue y adopta una expresión ofendida. Sara se
da cuenta y se queda momentáneamente sin palabras.
—Lo dices como si Ruth fuera un ejemplo de madurez y, la verdad, tal y como se
ha comportado parece que aún no haya salido del instituto…
—Entiéndeme, Ali. No digo que la edad sea el único indicativo pero… No sé…
Si ya con alguien de mi edad es difícil con alguien mucho más joven no creo que
pueda ser mejor…
Algo se rompe dentro de Ali al escuchar eso. Y se da cuenta de que por mucho
que Sara confíe en ella y la considere madura para su edad la sigue mirando como a
una cría. Y que, incluso en el supuesto de que ella no estuviera con David, no tendría
nada que hacer porque Sara la considera en un escalafón inferior. Le da rabia. Le da
rabia seguir comprobando que los mismos que tildan de crios a la gente más joven
actúan a su vez como niños asustados que no saben cómo comportarse.
—Al menos le podías haber dado una explicación, es lo mínimo. Una explicación
honesta y sincera. Aunque duela —sentencia mirándola duramente—. ¿Qué te dijo
cuando os la encontrasteis?
—No mucho. Que ya veía que estaba bien y en buena compañía. En un tono muy
irónico, por supuesto.
—¿Y qué esperabas? ¿Que te diese la enhorabuena?

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—Ya, Ali, ya… Pero no sé, joder… —Sara hunde cada vez más la cabeza,
esquivando la mirada de su amiga.
—Perdona que sea tan dura, Sara, pero es que me llama mucho la atención que le
hayas reprochado tanto a Ruth su forma de actuar contigo y luego hayas hecho algo,
salvando las distancias, tan parecido. Esa chica podría haber sido una cabrona más de
las muchas que hay o podría haber sido alguien que mereciera la pena, por mucho
que tú pongas el obstáculo de la edad…
—Pero el mal está hecho, Ali. Ya no puedo solucionar nada…
Ali suspira. Apura su café y llama la atención del camarero para que le traiga
otro. Le pregunta a Sara si también quiere uno más. Ella asiente y Ali pide por las
dos. Cuando se los traen, vuelve a tomar las riendas de la conversación.
—Bueno, dejemos de hablar de esa chica… ¿Qué es lo que pasa ahora con Ruth?
Sara levanta una mirada de ojos indefensos. Y la vuelve a bajar para menear de
nuevo la cabeza.
—Las cosas han dejado de ir bien —inspira profundamente—. Y todo vuelve a
ser como antes de que me dejara. Está ausente, no habla, hemos dejado de vernos
todos los días… Tiene la misma actitud que la otra vez… Y mira que hemos estado
hablando desde que volvimos… Las dos estábamos de acuerdo en que en cuanto
hubiera algún problema lo diríamos. Pero ella no dice nada y yo ya estoy cansada de
ser quien tire del carro…
—Tal vez no haya ningún problema… —aventura Ali.
—Sí lo hay. Sería de tontos no verlo. Cuando Ruth está bien se le nota y cuando
está mal se le nota aún más. Aunque no hable. Justamente porque no habla sé que
está mal. Y yo ya no sé qué hacer porque está visto que hablar no sirve de nada con
ella…
—Pues es la única forma de que salgas de dudas…
—Ya lo sé, ya lo sé… —farfulla Sara con cierta desesperación.
Las dos se quedan en silencio. Beben café. Sara fuma quizá el quinto o sexto
cigarrillo desde que se han sentado. Ali la mira. Siente una extraña compasión por
ella. Se da cuenta de que, en el fondo, nunca ha sentido más que una gran amistad por
Sara. Un sentimiento de amistad muy profundo que nunca ha trascendido al plano
físico pero con una intensidad que la hizo dudar. Y eso le hace sentirse bien, aliviada.
Sabía que no tenía de qué preocuparse. Que lo que creyó estar sintiendo por ella
terminaría por aclararse. Era amistad. No era nada más que eso. Y nada menos. Que
ya es mucho sentir ese tipo de amistad por alguien en los tiempos que corren.

Anochece mientras Sara y Ali se encaminan a la boca de metro de la plaza. Bajan


juntas las escaleras y juntas pasan los torniquetes de entrada. Al pie de las escaleras
mecánicas, en el vestíbulo que bifurca las dos direcciones de esa línea de metro, se

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despiden y se separan. Sara baja hasta su andén, camina hasta el final, donde se
colocará el último vagón del convoy, y se sienta en uno de los bancos metálicos.
Chueca es una de esas raras estaciones de metro en la que hay un muro separando los
dos andenes. Sabe que Ali está detrás de ese muro, esperando su tren, pero no puede
verla. Ni a ella ni a los que puedan estar al otro lado y eso le da a la estación un
desolado aire de aislamiento casi total. Apenas hay media docena de personas
esperando repartidas a lo largo del andén. Se mueven nerviosas, unos pasos hacia
delante, unos pasos hacia atrás, mirando en la dirección por dónde aparecerá el tren,
mirando sus relojes de su pulsera o sus móviles, mirando al vacío y procurando no
cruzar la mirada con nadie aunque mirando a todos de reojo.
Sara cruza las piernas y espera encorvando el cuerpo hacia delante. Rememora la
conversación con Ali y siente cómo la culpa crece en su interior como un cáncer
imparable. Y justo cuando el tren penetra en la estación una idea pasa por su cabeza.
No se levanta ni se dirige a las puertas del vagón que tiene justo enfrente. Deja que la
gente entre y salga de él, que el tren se aleje y que su ruidosa estela se pierda poco a
poco en el túnel. Luego se levanta y se encamina a la salida. Vuelve a salir a la plaza
y sube por la calle Gravina. Duda al llegar a Fuencarral, se mete por una calle y a
mitad de camino se da cuenta de que se ha equivocado. Vuelve sobre sus pasos y
prueba con otra calle. A los pocos metros reconoce el portal que busca. Pulsa un
botón y espera a que contesten.
Pero nadie contesta. La única respuesta es un ruido sordo que hace saltar el
mecanismo de la cerradura permitiéndole el paso al interior. Sube hasta el primer piso
con el estómago encogido. Llama al timbre, el perro ladra al otro lado y a los pocos
segundos la puerta se abre.
Al verla, Lola abre los ojos y no oculta la sorpresa que le produce ver a Sara en el
umbral de su casa. Pero pasados esos momentos de estupefacción, su rostro se vuelve
duro y su cuerpo se mueve instintivamente para ponerse entre la puerta y el marco,
impidiendo que el perro salga pero también impidiéndole el paso a Sara aunque en
ningún momento haya hecho ademán de entrar.
—Hola…
—¿Qué quieres? —espeta Lola.
—Hablar contigo. ¿Puedo pasar? —pregunta Sara con temor. Lola entorna aún
más la puerta sobre su cuerpo.
—¿Y de qué quieres hablar conmigo a estas alturas?
—Me gustaría hablar contigo… Pero si no quieres, no pasa nada… —murmura
Sara casi dispuesta a darse la vuelta y marcharse por dónde ha venido. Tal vez no
haya sido una buena idea.
Lola la observa fijamente sin decir nada. Parece sopesar las posibles opciones. Su
rostro se relaja y parece asentir.

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—Si quieres hablar prefiero hacerlo fuera. Espera un momento.
Lola le cierra a Sara la puerta en las narices. Ella se queda petrificada en el
descansillo llegando casi a pensar que la puerta no volverá a abrirse y que tendrá que
irse cuando sea suficientemente obvio que Lola no quiere hablar con ella. Pero la
puerta vuelve a abrirse y la chica reaparece tras ella con una chaqueta en la mano. Le
hace una señal con la cabeza para que la deje salir. Sara se echa hacia atrás y espera
mientras Lola cierra la puerta del piso y se pone la chaqueta.
—Vamos —le dice bajando primero las escaleras y ganando distancia. Sara la
sigue un momento después. Llegan a la calle. Lola se planta en la acera con las
manos en los bolsillos mientras Sara acaba de salir del portal. La mira expectante con
el ceño fruncido. No le pregunta, sólo hace un gesto con la cabeza como si dijera:
«Tú dirás».
—Podemos ir al Baires… —sugiere Sara en tono inocente.
—No —contesta tajante Lola—, al Baires no. Vamos al Starbucks, está más
cerca.
Sara va a decir que mejor en otro sitio porque allí no se puede fumar pero justo
cuando va a abrir la boca se da cuenta de que Lola lo ha propuesto adrede. Ella no
fuma y no debe de importarle que Sara lo pueda hacer o no. Ya no piensa en su
comodidad. Así que lo acepta y camina junto a Lola a duras penas pues su paso es
rápido y decidido. Va mirando al frente, sin desviar la mirada, un velo de aplomo y
dureza recubre sus ojos. No mira a Sara. Ni siquiera para comprobar que la sigue, que
está a su lado caminando. Sólo se detiene cuando llega a la puerta del Starbucks. Gira
la cabeza para comprobar que está tras ella y entra sin preocuparse en sujetarle la
puerta. Sara entra también en la cafetería. Se acercan al mostrador para pedir un par
de cafés y un momento después están sentadas sobre unos taburetes con una mesa
alta separándolas.
—Bueno, cuéntame —dice Lola dando un sorbo a su café solo sin azúcar y
retando a Sara con la mirada.
Ella se queda bloqueada. Todas las razones que la han empujado a salir del metro
y plantarse en la puerta de su casa se dibujan confusas en su mente. Quería darle una
explicación pero ¿de qué? ¿Cómo hacerlo? ¿Qué decirle? Se siente ridicula allí,
frente a Lola, soportando su mirada furibunda y acusadora. Nadie la obliga a dar una
explicación. Entre ellas no pasó nada realmente importante. Significativo quizá pero
no importante. Sólo pasaron juntas una noche y todo terminó a la mañana siguiente.
En ningún momento se comprometieron a nada. Es algo que ocurre muy a menudo
sin que nadie se moleste en dar o pedir explicaciones. Sin embargo Sara tiene un
acusado sentido de la moral y por mucho que durante las últimas semanas haya
permanecido dormido a causa del regreso de Ruth a su vida, la conversación con Ali
ha hecho que se despierte y con él un sentimiento de culpa que no le gusta albergar.

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No se portó bien con Lola. La evitó. No le devolvió la llamada. No tuvo valor para
decirle que ese «habrá que comprobarlo» con el que contestó a su pregunta de si lo
suyo iba a tener continuación sólo fue producto de la euforia del momento. No fue ni
honesta ni sincera. Y le repatea descubrirse de ese modo. Ella siempre procura actuar
con los demás del mismo modo en que le gustaría que se comportaran con ella. Pero
ya lo ha hecho y ahora sólo puede intentar arreglarlo.
—Quería disculparme contigo —anuncia al fin.
Lola la mira incrédula y también de un modo harto jocoso.
—¿Disculparte conmigo? ¿Por qué? O mejor dicho, ¿para qué? —pregunta
clavando en ella un par de ojos ofendidos.
—Pues… —Sara titubea—. Por cómo me comporté, por no darte una
explicación… No sé… Creo que te merecías otra cosa…
Lola agacha la cabeza con pena. Inspira profundamente y suela todo el aire de
golpe antes de comenzar a hablar.
—Mira —comienza con decisión—, te voy a ahorrar saliva. Verte con Ruth fue
suficiente explicación de lo que pasó entre tú y yo. Estabas sola, dolida y con la
autoestima por los suelos. Aparecí yo y pensaste que era un buen modo de olvidarte
de todo. Digamos —se ríe con desgana— que me utilizaste para sentirte mejor.
Creíste que yo no era más que una cría que no merecía mucho la pena y que no te
daría problemas. Las dos sabemos que aunque no hubiera vuelto a aparecer Ruth en
tu vida, como parece que lo ha hecho, tampoco habrías querido nada conmigo. Tu ex
novia o tu novia o lo que sea ahora sólo te ha servido como excusa para justificar lo
que has hecho pero te hubieras buscado otra si ella no hubiera aparecido… —vuelve
a tomar aire—. Y si ahora estás aquí, si has venido hasta mi puerta no es porque creas
que yo me merezco una explicación. Sólo lo has hecho para limpiar tu conciencia
para no tener luego sentimiento de culpa… Por lo poco que conozco de ti me da la
sensación de que eres una de esas tías que van de guays por la vida y piensan que
siempre tienen que actuar correctamente para que nadie las reproche nada. Por eso lo
has hecho… —se echa ligeramente hacia atrás y sonríe de nuevo de un modo burlón
—. Pues lo siento pero no. No, Sara, no quiero tus disculpas ni tus explicaciones. No
quiero que te quedes con la conciencia tranquila. No me da la gana. Por insignificante
que te pareciera lo que ocurrió entre las dos para mí fue importante. Y me hiciste
daño. Me hiciste sentir como una gilipollas. Y no estoy en un buen momento de mi
vida. Así que no, Sara. Guárdate tus buenas intenciones para tu novia que por lo que
conozco de ella, que es aún menos que lo que sé de ti, te van a hacer mucha falta…
—agarra el vaso de cartón de su café y le da un largo trago hasta acabarlo—. Y ahora,
te guste o no, me vuelvo a mi casa. Ya he perdido demasiado tiempo pensando en ti y
en lo que pasó. Y no me apetece perder ni un minuto más. Muchas gracias por todo.
Antes de que Sara pueda decir algo, Lola se levanta del taburete y en un rápido

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movimiento alcanza la puerta de la cafetería y sale por ella sin dirigirle una última
mirada, sin girar la cabeza para comprobar cuál ha sido la reacción que su discurso ha
provocado. A través del ventanal Sara ve cómo se aleja con paso resuelto y se pierde
tras una esquina.
Estupefacta, abofeteada por la verborrea de Lola, Sara no reacciona. Sigue
mirando a través del ventanal de forma mecánica, sin ver realmente lo que hay tras él.
Pasados varios segundos aparta la mirada, la dirige a su vaso y le da un trago por
hacer algo. Pero el café le sabe muy amargo. Vuelve a dejarlo sobre la mesa y
observa a la gente que hay allí, tratando de averiguar si la escena les ha llamado la
atención. Incómoda, se levanta del taburete y sale a la calle desorientada.

Lola llega hasta su edificio en menos de un minuto. Le tiembla todo el cuerpo.


Respira con dificultad y siente como el corazón le late con tanta fuerza que pareciera
querer salirse de su pecho. Se refugia en el portal y ya dentro, a oscuras, tiene que
apoyarse en la pared para no desplomarse. Las lágrimas, esas lágrimas que ha
contenido con todas sus fuerzas mientras le espetaba a Sara todo lo que pensaba, se le
saltan. Le hierve la sangre. Siente dolor y rabia a partes iguales. Dolor porque sabe
que no volverá a ver a Sara, que todo fue una fantasía, una ilusión de su mente. Rabia
por el modo en que se ha dejado arrastrar por la estela de algo tan fugaz. Ella antes lo
tenía todo muy claro. No enamorarse jamás, no sentir nada por ninguna mujer. Así no
haría ni le harían daño. Nunca debió confiarse y bajar la guardia. ¿Por qué pensó que
con Sara sería distinto? Ni ella misma lo sabe. Lo pensó y se equivocó y ahora está
pagando las consecuencias de su error. Pero en el futuro, tanto en el próximo como en
el lejano, pondrá un mayor cuidado si cabe en que eso no vuelva a suceder. Le da
igual lo que tantas veces le dicen, esa cansina monserga de que aún es muy joven y le
queda mucho camino por delante. Eso ya lo sabe. Pero es decisión suya si quiere
recorrer ese camino sola o en compañía. Y no, no cree que pueda encontrar a alguien.
La gente está muy desquiciada. Toda la gente. Incluida ella misma.
Sube hasta su piso con lentitud, demorándose en cada escalón, sintiendo una
tristeza derrotada que le oprime el pecho. Y sabe que ya ni siquiera es por Sara. Es
por todo. Por la sensación de desesperanza que la domina, por la desilusión, por ese
vacío que continúa creciendo en su interior y que creyó que pararía cuando conoció a
esa mujer que, consciente o inconscientemente, la ha utilizado. Entra en casa. El
perro le hace fiestas. Debería bajarle pero ya no tiene ganas de volver a la calle.
Piensa en tumbarse en la cama o en el sofá pero la inquietud que la agita se lo impide.
Camina de una punta del piso a otra, nerviosa, angustiada, aún con lágrimas en los
ojos, lágrimas que salen solas, sin que nadie las llame, sin que nada las provoque. Su
gesto no es de llanto sino de perplejidad. Paco la sigue a pasos cortos, respirando
sonoramente, saltando hacia sus piernas cada poco rato, reclamando su atención. Pero

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ella no le ve, apenas nota su presencia. La cabeza le va a estallar.
Con el paso de los minutos la perplejidad vuelve a convertirse en la furia que la
dominaba en la cafetería. En la cabeza se le agolpan todas las cosas que podría
haberle dicho a Sara. Las frases van acudiendo a su mente con la rapidez de los
relámpagos. Frases hirientes, ofensivas, dañinas. Tal vez haya sido mejor no decirlas
pero ahora le queman en la lengua. No tiene ningún sentido seguir pensando en ello.
Ya le ha dicho lo que tenía que decirle, lo más importante. Y la ha dejado con la
palabra en la boca y se ha marchado. Ella misma ha cerrado la puerta a cualquier otra
posibilidad. Pero, ¿qué posibilidad? Sara ha vuelto con esa Ruth que trató a Lola de
un modo tan frío y distante, tan cruel y que tal vez se comporte del mismo modo con
Sara. O tal vez no, quién sabe. Quizá Ruth sea un encanto en otras circunstancias, con
otras personas. Y quizá Sara no sea esa mujer casi perfecta que Lola ha estado
idealizando. Puede que hasta la culpa de la ruptura fuera de la propia Sara y no de
Ruth, como ha llegado a pensar. Nunca lo sabrá. Como tampoco sabrá lo que ocurre
con ellas. A esas alturas lo único que le queda claro es que cada cual elige la forma en
que quiere destrozarse la vida. Y el modo en que quiere auto-engañarse, mentirse a sí
mismo y a los demás. Y cada cual encontrará siempre perfectas justificaciones a los
errores que haya cometido y a sus malos comportamientos argumentando sin sombra
de duda ni mala conciencia las razones por las que ha herido a los demás. Porque
todo ser humano puede ser, sin necesidad de proponérselo, víctima y verdugo al
mismo tiempo. De su propia existencia y de la de los demás.

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DORMIR A SOLAS

E se viernes, un día después del desencuentro con Lola, Sara vuelve a quedarse a
dormir en casa de Ruth decidida a concentrar su atención y su esfuerzo en
averiguar qué es lo que pasa con su novia. Pero Ruth sigue encerrada en su mutismo
aunque lo disfrace de un casual cansancio. Se acuestan antes de la medianoche. En la
cama no se rozan ni se buscan. Cada una se refugia en un extremo de la cama hasta
quedarse dormida. Si a lo largo de la noche sus cuerpos llegan a tocarse es porque no
pueden controlarlo, no porque lo quieran.
A la mañana siguiente Sara escucha a Ruth levantarse a una hora más temprana
de lo que es habitual en ella un sábado. La oye ducharse. Mas tarde, a través de la
nebulosa de un sueño pesado del que no se siente con fuerzas de despertar, la ve en el
dormitorio vistiéndose. Luego sale del piso cerrando la puerta con cuidado. Poco
después o puede que mucho, el sopor de Sara le impide discernirlo, regresa. A los
pocos minutos le llega un aroma a café recién hecho que le despierta el apetito.
Venciendo su propia pereza, se levanta de la cama y aparece en el salón. Ruth está
sentada en el sofá leyendo el periódico y desayunando. Por inercia se acerca a ella a
darle un beso de buenos días. Ruth se lo devuelve, distraída y ausente, y continúa
leyendo. Sara suspira levemente y se mete en el baño para darse ella también una
ducha.
Al salir y dirigirse al dormitorio para vestirse puede comprobar que Ruth no ha
cambiado de postura. Sigue con la mirada fija en el periódico, sigue bebiendo café a
sorbos. La única diferencia es que ahora está fumando un cigarrillo. Sara sacude la
cabeza, entra en la habitación y se sienta en el borde de la cama con la toalla húmeda
aún enrollada en su cuerpo. Agacha la cabeza y se mira pensativa los dedos de los
pies. Se siente impotente, atrapada en un bucle que se repite sin fin. Una parte de ella
trata de convencerla de que no está sucediendo nada anormal. Ruth está un poco rara,
sí, de acuerdo. Pero todo el mundo tiene malas rachas. Ella no le ha dado ninguna
explicación acerca del encuentro con Lola y eso quizá la pueda haber molestado. Pero
la otra parte le recuerda que Ruth tampoco ha abierto la boca. Ni le ha preguntado de
qué conoce a esa chica ni le ha contado que ella misma también la conoce. Las dos
están ocultando algo. Y ninguna de las dos está cumpliendo la promesa que se
hicieron de hablar de lo que les pudiera ocasionar problemas. Sara está cansada de ser
siempre la que tira de un carro tan pesado mientras la otra mula se niega a moverse.
Es agotador.
Se levanta de la cama y comienza a vestirse. Se dice a sí misma que hará un
último intento, que le concederá a Ruth por última vez el beneplácito de la duda. No
cree que pueda aguantar más. El dolor de perderla de nuevo se está transformando en
hastío, en desencanto. Y empieza a dudar de que merezca la pena seguir intentándolo.

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Pero lo hará. Sara es de las que lo intenta hasta el final. Hasta el límite de sus fuerzas.
Ya vestida sale de nuevo al salón. Se sienta al lado de Ruth y se recuesta sobre su
hombro. Ella la acoge mecánicamente, sin levantar la vista de la lectura.
—¿Quieres que prepare algo especial para comer? —le pregunta al cabo de un
momento.
—Como quieras, nena —musita su novia.
—¿Hago una paella?
Ruth levanta la cabeza y la mira como si hubiera dicho una tontería.
—¿Y dónde la vas a hacer si no tengo paellera? —le pregunta con sorna.
—¿No tienes nada dónde pueda hacerla?
—No —se ríe y vuelve a mirar el periódico—. No te compliques, Sara. Haz
cualquier cosa. O si lo prefieres salimos a comer fuera.
—Pero me apetece cocinar —protesta con fastidio.
—Pues haz otra cosa. No sé, pasta o algo así…
—Pasta o algo así —repite Sara por lo bajo con acritud y burla. Se levanta del
sofá—. Voy a bajar a la calle a comprar, a ver si así se me ocurre algo… —le anuncia.
—Vale…
Sara se pone una cazadora y sale del piso. Se acerca a un supermercado cercano
por cuyos pasillos deambula un buen rato sin acabar de decidirse por una comida en
especial. Va echando en la cesta algunos artículos absurdos por innecesarios o por
excesivamente caros. Y podría seguir así indefinidamente si no fuera porque cuando
va a doblar una esquina para dirigirse al pasillo contiguo se topa con su reflejo
deformado en uno de esos espejos redondos que se colocan para vigilar a los clientes.
Se mira a sí misma durante unos momentos sin reconocerse. Y con la mirada clavada
en ese espejo nota cómo algo se revuelve dentro de ella. Un conato de ataque de
ansiedad se apodera de su pecho. Su respiración se acelera mientras Sara se pregunta
a sí misma qué le está pasando. Deja la cesta en el suelo, junto a los estantes, y sale
del supermercado sin comprar nada.
Regresa al piso apurada. Entra en él sin hacer ruido. Desde la puerta de la cocina
observa a Ruth en el salón. Ha cambiado el sofá y el periódico por la silla y el
ordenador. Contempla la pantalla totalmente absorta. Sara la mira, todavía calmando
su respiración apurada, y siente que sus ojos se abren por primera vez en meses.
Observa a su novia sentada impertérrita frente al ordenador, ajena a cualquier cosa
que no sea ella misma y Sara entonces se pregunta qué hace allí. Es absurdo
continuar esperando que las cosas vuelvan a ir como al principio. Esa relación nunca
va a funcionar. Ruth no va a cambiar. O puede que algún día lo haga, cuando no le
quede más remedio, pero ella ya no quiere esperar a que llegue ese día porque no
tiene garantías. Ni confía en ella. Ha perdido demasiado tiempo ya. Ha luchado y
peleado. Ruth pareció querer luchar y pelear hace unas semanas pero ahora ha vuelto

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a su rincón del ring y se niega a moverse. Y Sara está en medio del cuadrilátero,
esperando, dispuesta a dejarse la piel en un combate que ya poco importa quién gane
porque es la realidad la que está venciendo por K.O. técnico. La realidad que, en ese
momento, al fin, después de todo el tiempo que ha pasado, le está haciendo ver a Sara
lo que realmente ocurre. Que Ruth no sabe lo que quiere, que nunca la querrá lo
suficiente, que si siguen juntas continuarán indefinidamente en esa montaña rusa
emocional en la que están montadas y que las marea un poco más a cada vuelta. Y se
da cuenta también de que hablarlo no serviría para nada. Sólo para prolongar la
agonía. Hablarlo podría ser una solución temporal pero poco después Ruth volvería a
las andadas, a sus miedos, a su mutismo, a su parálisis. Ruth no puede mantener una
relación. En el fondo no es más que una cría que ni sabe lo que quiere ni lo que no
quiere. Seguir a su lado es estar indefinidamente expuesta a sus cambios de humor, a
ser lo más importante para ella en un momento dado y un estorbo al siguiente, es
seguir viviendo a su lado con miedo, con una incertidumbre demasiado confusa como
para poder afrontarla. Dejarla es la única opción posible. Dejarla, alejarse de ella, no
enredarse en promesas de felicidad inconclusas que sólo prolongan la agonía de saber
que el final llegará más pronto que tarde.
Y tal vez dejarla sea lo que su autoestima necesita. En pocas ocasiones ella ha
dejado las relaciones. Siempre ha luchado hasta el final, agotando las posibilidades,
su propia paciencia y casi poniendo en juego su salud mental. Y ya no puede más.
Tomar la decisión de dejar a Ruth es la única forma en la que puede conseguir
desengancharse de ella y volver a tomar las riendas de su vida.
Se sorprende de verlo tan claro. Se sorprende de no sentir ese dolor desgarrado
que la asoló cuando Ruth la dejó la primera vez. El dolor que ahora nota en su pecho
es distinto. Es enorme, inmenso, pero necesario. Y tiene que vencerlo si quiere que
las cosas cambien. Sobreponerse a ese dolor. No hacerle caso. Obviar todo lo que
siente por Ruth. Por muy enamorada que esté de ella nunca será feliz a su lado. Es en
esa convicción en la que tiene que concentrarse. Dejar a Ruth y alejarse de ella. Con
decisión, sin pensar en la posibilidad de volver atrás. Esta vez no habrá otra
oportunidad.
Cruza el salón en dirección al dormitorio. Al pasar junto a Ruth ella deja caer un
«¿ya estás aquí» dubitativo que ni espera ni obtiene respuesta. En la habitación Sara
coge su mochila y comienza a guardar su ropa y sus cosas dentro de ella. Con calma
y tranquilidad, con la mente clara y el pulso firme. Luego entra al baño con la
mochila al hombro. Va a coger el cepillo de dientes pero su mano se queda a medio
camino. No le importa el cepillo de dientes. No quiere llevárselo. No lo necesita.
Puede comprar los que quiera. Pero deja la mochila entre sus piernas y se lava la cara
con agua fría. Para darse fuerzas, para asegurarse de que todo es real. Se seca la cara
y vuelve a colocarse la mochila al hombro. Y justo cuando va a salir se topa con Ruth

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que estaba a punto de entrar también al baño.
—¿Qué haces? ¿Te vas? —pregunta extrañada—. ¿No ibas a hacer la comida?
—Sí, me voy.
Se miran a los ojos. Sara esperando que Ruth comprenda lo que está ocurriendo.
Ruth sin acabar de entenderlo. Frunce las cejas en un gesto interrogante.
—Te dejo, Ruth —anuncia Sara. Y a continuación la hace a un lado para poder
salir del baño.
Ruth, estupefacta y con la boca abierta, sale del baño tras ella. En mitad del salón
la detiene agarrándola del brazo. Sara se vuelve y la mira con expresión de hastío.
—Pero, ¿qué es lo que pasa ahora? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Por qué me dejas?
—pregunta atropelladamente. Luego, como si no le pudiera dar otra explicación,
aventura—, ¿es por esa chica?
Sara sonríe amargamente. Incrédula y alucinada de comprobar, una vez más, lo
ciega que puede llegar a estar Ruth.
—No, no es por esa chica. Es por ti. Esta relación no tiene ningún sentido ya. Tú
no estás dispuesta a luchar por ella en la misma medida que yo. Y yo ya estoy
cansada de luchar por las dos. Esto es lo mejor…
—Pero… —balbucea Ruth—. ¿Así, sin más?
—¿Cómo que así sin más? —exclama Sara al borde de la exasperación.— ¿Qué
más quieres Ruth? —le increpa pero ella no contesta—. Mira, nunca he creído que en
la vida de las personas sólo pase un tren y que pierdas todas las oportunidades si no lo
coges. En la vida hay muchos trenes. Todos los días pasan delante de nosotras. Tú
perdiste uno y luego hiciste lo posible por alcanzarlo y volver a montarte en él. Pero
te equivocaste. Este no es tu tren. Ni tampoco es el mío. Este viaje ha terminado. Y lo
mejor que podemos hacer es seguir caminos distintos. Por eso me voy. Porque sé que
nunca llegaré a ninguna parte contigo…
Sara deja flotar las palabras en el aire un momento. Mientras hablaba se ha ido
alejando de Ruth en dirección a la puerta. Y Ruth la observa sin moverse, plantada en
medio del salón, como si hubiera echado raíces. Su cara refleja pánico y contrariedad.
Pero ya no hay vuelta atrás. No debe compadecerse de ella, ser débil y buscar una
solución como tantas otras veces. Ya no. Sigue caminando hacia la puerta del piso sin
dejar de mirarla. Se siente tentada de darle un último beso. O de abrazarla. De tener
un último contacto a modo de despedida. Pero eso sólo conseguiría hacer las cosas
más difíciles.
—Adiós, Ruth —es lo último que dice antes de alcanzar la puerta y salir por ella
cerrando los ojos con fuerza tratando de no llorar.

Cuando Sara salió del piso, Ruth se dejó caer sobre la silla del ordenador y se
convirtió en estatua. No se ha movido en toda la tarde. Las horas han ido pasando y

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ella no ha podido dejar de mirar hacia un punto concreto. El lugar en el que estuvo
Sara antes de salir del piso. Antes de salir de su vida definitivamente. Miles de cosas
han pasado por su mente desde ese momento. Tantas y tan deprisa que es como si no
hubiera pensado en nada. Todas se agolpaban en su cabeza reclamando atención que
al final no ha sido capaz de prestársela a ninguna de ellas. Siente vacío,
estupefacción, contrariedad, rabia, dolor. No comprende lo que ha pasado y, a la vez,
lo entiende a la perfección. Sara se ha ido. Para siempre. La ha dejado. Ha sido lo
suficientemente inteligente y lo suficientemente rápida como para hacerlo antes de
que a Ruth le hubiera dado tiempo a planteárselo de nuevo. Y se da cuenta de que, de
haber seguido, ella la habría vuelto a dejar como la primera vez. Sara sólo se ha
adelantado a lo inevitable. Se ha protegido. Ha dejado de mirar por Ruth y por la
relación que mantenían para mirar por ella misma.
Anochece cuando por fin se levanta de la silla. Deambula por el piso sin saber
qué hacer. No siente nada. Es como si estuviera anestesiada. No tiene hambre ni sed
ni necesidad de nada. Por hacer algo entra a ducharse aunque ya lo haya hecho esa
mañana. Y allí, desnuda, mojada, sintiendo caer el agua sobre ella, decide que saldrá
a dar una vuelta. Una noche más. Saldrá a los bares, como siempre. Se encontrará con
gente. Como siempre. Y se emborrachará. Y luego todo dará igual.
Sale de casa y camina Fuencarral abajo. A medio camino se detiene en un
restaurante de kebabs a comer algo cuando recuerda que no ha probado bocado desde
el desayuno. No le gusta beber con el estómago vacío. Sin embargo a duras penas
puede tragar el bocadillo. Dejando más de la mitad se levanta y continúa su camino
hasta Chueca. Al llegar se siente en territorio conocido. Conocido y tranquilizador.
Allí siempre puede controlar todo lo que ocurre. Entra en un bar, pide una copa, otea
al personal y encuentra caras conocidas. Se acerca a ellas. Intercambia palabras y
frases de circunstancias. Cuando se termina la copa, se despide y cambia ese bar por
otro. Y así sucesivamente. De madrugada aterriza en el Escape ya bastante borracha.
Hace mucho que dejó de gustarle ese sitio pero cuentan con la ventaja de ser uno de
los pocos que cierran tarde en el barrio y saben que, tarde o temprano, todo el mundo
pasa por allí. Cuando entra el local ya está de bote en bote. Se acerca a la barra a por
una copa. Lo único que le preocupa es mantener su borrachera en un punto álgido.
Todo lo demás es accesorio. La música que pueda sonar o la gente que pueda
encontrar no le importan tanto como seguir anestesiándose a golpe de cubata.
Al cabo de un rato, sin saber cómo, se encuentra hablando con un grupo de
amigas. Aunque lo de hablar es un decir puesto que Ruth se limita a escuchar y
asentir fingiendo estar muy interesada en lo que le cuentan. Dos de las chicas son
pareja. Las otras dos no. Y una de esas dos comienza a mirarla insistentemente. A
Ruth no le hace falta mucho más para darse cuenta de que le ha gustado a la chica.
Así que, obedeciendo a un impulso primario que siempre se ha mantenido latente, se

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lo pone fácil coqueteando abiertamente con ella. Pocos minutos después deja que la
desconocida la acorrale contra la pared y la bese. Mientras lo hace Ruth abre los ojos,
comprobando que las amigas comentan la jugada alborozadas y entre risas. Luego
vuelve a cerrar los ojos y se entrega a la irrealidad del momento. Una parte de ella no
puede creer lo que está haciendo. La otra parte le dice que, a esas alturas, qué puede
importar lo que haga.
La noche se alarga con nuevas copas y nuevos besos. Poco después de las seis, la
música cesa y comienzan a encender las luces del garito. El personal reparte vasos de
papel para que la gente vierta en ellos lo que quede en sus copas y vayan saliendo a la
calle. Ruth y las cuatro chicas obedecen dócilmente. Ya fuera hay un momento de
desorientación. Ella y la chica en cuyos brazos ha estado pasando la noche se apartan
y se apoyan en un coche para seguir besándose mientras las amigas hablan a unos
pocos metros. La chica le propone ir a su casa. Ruth se queda un momento en blanco
mirándola como si no entendiera lo que le acaba de decir. Luego se encoge de
hombros y acepta sin darse mucha cuenta de lo que hace. La chica le explica entonces
que su amiga, la que ahora está hablando con la parejita, es de fuera y se queda en su
casa a dormir. En otra habitación, claro. Pero aún así le pregunta que si le importa.
Ruth de nuevo se encoge de hombros, como si la cosa no fuera con ella. La chica se
acerca a sus amigas a decírselo y un momento después las cuatro se acercan a Ruth
diciendo algo de un coche. Con dificultad entiende que se refieren a ir en busca del
coche de una de ellas para llevarlas a casa.
Las cinco bajan por Gravina hasta Recoletos. En mitad del paseo de detienen
junto a un ascensor que conduce a un parking subterráneo. Bajan hacia el subsuelo y
llegan hasta el coche. La parejita se sienta delante, las otras dos chicas y Ruth hacen
lo propio en el asiento trasero. La conductora arranca y emergen de las profundidades
para sumergirse en el tráfico fluido del domingo por la mañana. Enseguida hacen la
primera parada, todavía en el centro, entre Huertas y Lavapiés, Ruth no lo tiene muy
claro. A esas horas tiene la vista cansada y no distingue bien las calles por las que
pasan. Una de las partes de la parejita se apea del coche. Se despiden con un breve
beso en los labios. A Ruth le extraña que haya sido la primera en bajarse. Cuando
alguien tiene pareja siempre la deja la última, aunque su casa sea la más cercana. Pero
no piensa mucho en ello. Allá cada cuál con su vida.
—Que alguna se ponga delante, que no soy el chofer de nadie —les dice la
conductora con sorna mirando hacia atrás.
Hay un momento de confusión en el que las tres chicas se miran entre sí y
finalmente es Ruth la que se mueve por ser la que más cerca está de la puerta. Echa el
asiento hacia delante, sale y se sienta de copiloto. El coche vuelve a arrancar. Salen a
la glorieta de Atocha y enfilan el Paseo del Prado hasta Cibeles. Suben por Alcalá
hasta O'Donnell. Ruth avista el Pirulí al final de la calle. Arrullada por la calefacción

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del auto cree que se quedará dormida. Incluso llega a cerrar los ojos. La música que
sale de los altavoces le llega con total claridad. Comienza una nueva canción que
reconoce enseguida como una de Sidonie que le gusta mucho. Por un momento
incluso llega a sentirse bien. Está cómoda, resguardada, cansada pero tranquila. Hasta
que llega una estrofa que no recordaba: «Subo al coche de un tal Luis que nos va a
llevar a casa de Sara». Y la sola mención del nombre de su ya ex novia le devuelve a
la realidad con un fuerte golpe. Deja de sentirse bien. Abre los ojos y mira a su
alrededor desorientada, como si no estuviera segura de cómo ha acabado ahí. La
inquietud la domina y siente unos irrefrenables deseos de llorar. Pero se contiene. Ella
sabe cómo contenerse siempre.
Se detienen en una barriada que Ruth no conoce. Las tres se despiden de la
conductora y salen del auto. El coche se aleja y ellas se encaminan hacia un edificio
cercano atravesando un pequeño parquecito yermo lleno de excrementos de perro.
Suben en silencio a un tercer piso sin ascensor. Un chucho pegando saltos las recibe
al abrir la puerta y Ruth se pregunta por qué se encuentra con tantas lesbianas que
tienen perro. Nada más entrar la amiga de su ligue se escabulle por un pasillo y
desaparece diciendo que está muerta de sueño. Ellas dos se meten en el salón. La
chica le pregunta si le apetece un café, que ella está muerta y necesita uno. Ruth
asiente sin mucho interés y la chica se va a prepararlo. Ella se queda en el salón,
curioseando las estanterías repletas de libros e ignorando al chucho que no hace más
que saltar a su alrededor reclamando atención.
De repente repara en una fotografía enmarcada que descansa en la balda de una
de las estanterías. Reconoce la foto. En realidad reconoce el contexto de la foto. Un
enorme piso y un grupo de personas disfrazadas. Los pelos de la nuca se le erizan. La
chica regresa con el café. Le tiende una de las tazas que Ruth coge mecánicamente.
Al darse cuenta que estaba viendo la foto, la chica le señala una persona en concreto.
—Yo soy esa, la que va disfrazada de monja… —le explica.
—Yo también estuve en esa fiesta… —articula Ruth en tono quedo sin ser capaz
de dejar de mirar la foto.
—¿Ah, sí? —pregunta la chica con sorpresa alejándose de ella y sentándose en el
sofá—. ¿Conoces a Lola? Pobrecilla… —dice sin esperar respuesta—. Anda bastante
jodida últimamente por una tía que no le hace caso. Por lo visto se acostó con ella y
con la ex novia sin saberlo…
Ruth deja la taza de café junto a la foto. Se da la vuelta y mira a la chica con el
rostro desencajado.
—Tengo que irme —es lo único que dice antes de echar a andar.
La chica la sigue preguntándole qué le pasa, que si está bien. Ruth responde como
una autómata. Sí, sí, sí, está bien. Pero tiene que irse, tiene que salir de allí. Tiene que
salir de allí. Le da igual lo que piense esa chica. Le da igual todo. Sólo quiere escapar.

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Ya en la calle se acerca a la calzada para parar un taxi. Enseguida para uno y le
indica que la lleve hasta Chueca. Quince minutos después se está bajando junto al
Mercado de Fuencarral. Por suerte siempre ha tenido memoria fotográfica y
encuentra sin problemas la calle y el portal que busca. Y justo cuando se dispone a
pulsar el botón del portero automático, un vecino sale. Ruth aprovecha la oportunidad
y se cuela dentro. Sube al primer piso y llama insistentemente al timbre. El perro
ladra al otro lado. Y lo hace con más fuerza con cada nuevo timbrazo de Ruth.
Finalmente oye movimiento al otro lado y la puerta se abre. Lola, somnolienta y en
pijama, la mira con sorpresa, preguntándole sin palabras qué hace en su puerta a esas
horas de la mañana.
—Espero que estés satisfecha —le dice Ruth agresivamente sin esperar a que ella
diga nada—. Sara me ha dejado. Y esta vez es definitivo —anuncia—. No sé qué hay
entre vosotras pero que sepas que ya puedes volver a intentarlo.
Lola menea la cabeza y suspira ruidosamente. La nota molesta y furiosa por
debajo del sopor matutino.
—¿Perdona? —le responde utilizando la misma agresividad que ha empleado
Ruth—. ¿De qué coño vas, tía? Yo no voy a intentar nada. No soy el segundo plato de
nadie. Y tú ya te has encargado de destrozar a Sara. No quiero tus sobras —le espeta
con dureza—. Y tampoco quiero que vuelvas a presentarte aquí nunca más. Así que
adiós, Ruth —añade antes de cerrar con un sonoro portazo.
Ruth se queda aún unos instantes más quieta, sin moverse. Asimilando lo que ha
escuchado y preguntándose por qué ha venido hasta allí. Luego comienza a bajar las
escaleras lentamente pensando que lo mejor será irse a dormir. Sola. Igual que Lola.
Igual que Sara. Igual que la chica que se viste de monja en las fiestas de disfraces. Y
que su amiga. Y que las integrantes de esa pareja que no quiere apurar hasta el último
momento juntas. Sola. Igual que casi todo el mundo.
Al bajar al portal se detiene frente a su imagen en un espejo que hay en la pared.
No le gusta lo que ve. No se gusta. Siente asco, disgusto, odio por ella misma. Ya no
se reconoce. No sabe quién es ni por qué se ha convertido en una persona como la
que está viendo frente a ella.

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EPÍLOGO: CUÁNTA VIDA

Cuántas veces, cuántas vueltas


tienes tú que dar, tú que dar…

Cuánta vida - Pastora

A li y David comen en casa de las madres de ella. Aunque no es la primera vez


que lo hacen sí que es la primera vez que por fin Ali las empieza a notar
relajadas y afables con David. Pese a que nunca se opusieron a su relación con él, Ali
sabía que no les hizo mucha gracia que su hija, esa hija que tan claro parecía tenerlo
todo, se descolgara enamorándose de un hombre. Es curioso cómo a veces las mentes
más liberales y progresistas demuestran tener prejuicios inesperados. Y sus madres no
son una excepción. Ya se habían hecho a la idea de que su hija era de un modo con el
que estaban de acuerdo y que, incluso, celebraban porque era el mismo modo en el
que ellas habían decidido vivir su vida. No es que la otra opción les pareciera
reprobable pero las personas siempre esperan que sus hijos vayan por el camino que
creen correcto sin pararse a pensar en si será el adecuado para ellos.
La sobremesa es animada. David siempre se muestra encantador con las dos
trayéndoles algún detalle, halagando la comida, ayudando a recoger los platos y
preparando él mismo el café que tomarán después del postre. Ali observa satisfecha
cómo sus madres les miran a los dos con orgullo, con la tranquilidad de saber que han
hecho un buen trabajo con su hija, que la han convertido en una persona adulta con
convicciones y las ideas claras.
Se van al salón y deciden ver una película mientras toman el café. Sus madres se
acurrucan en uno de los sofás y Ali y David hacen lo propio en el otro. Poco a poco
Ali se va quedando dormida sobre el hombro de su novio. Feliz, relajada y con la
convicción de estar construyendo su vida sobre unos cimientos sólidos.
Mientras tanto, a las afueras de Madrid, en un pequeño piso de protección oficial,
Pilar y Pitu duermen la siesta del sábado por la tarde. Sin ser capaz de quedarse del
todo dormida, Pilar sigue pensando en lo sucedido con sus padres. En el fondo era lo
que siempre había esperado de ellos. Por eso siempre les ocultó la verdad. ¿Y qué
importa ya, después de todo? ¿Qué gana con continuar dándole vueltas al asunto?
Cuando Pilar les llamó unos días después su madre apenas quiso dirigirle la palabra.
Fue tajante en su postura y le dijo que ni ella ni su padre la consideraban ya hija suya
sin importarle el daño que pudieran infligirle esas palabras. Así de típico, así de
tópico. Pero a ella le dolió menos de lo que esperaba. Hacía mucho que sus padres
demostraron no comportarse como tales. Lo sucedido sólo servía para constatar un
hecho obvio desde tiempo atrás. Y por mucho que duela aceptarlo, unos padres que

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no aceptan la realidad de sus hijos —sobre todo cuando se trata de una realidad que
no es dañina sino que, al contrario, les hace felices— no pueden ser considerados
como padres. Pilar cree que la familia de sangre está sobrevalorada. La verdadera
familia se construye día a día con la gente que tienes a tu alrededor. A veces puede
coincidir que compartas un parentesco directo con esas personas pero en muchas
otras ocasiones la familia se construye en horizontal. La forman los amigos, las
personas que están a tu lado y te ayudan sin esperar nada a cambio. La familia de
Pilar la compone su mujer. Y sus amigos. Toda esa gente a la que quiere y que están
juntos porque así lo desean, no porque las normas sociales les obliguen a ello. Esa es
su verdadera familia. No necesita más. Su otra familia, esa que esgrime el vínculo de
sangre como estandarte, no le ha producido más que dolor. Y no quiere sentir más
dolor. Ya ha tenido suficiente.
Volviendo a la capital, a la gran ciudad, en otro piso más o menos céntrico, Juan
ve la televisión con desgana y hastío. Diego estudia y toma apuntes sobre la mesa del
salón. El ambiente es enrarecido entre ellos desde la conversación que mantuvieron.
Apenas se han dirigido la palabra desde entonces. Mantienen un trato neutral pero
incómodo. Juan no ha querido volver a sacar el tema y Diego ha obviado la discusión.
Se pregunta hasta cuándo podrán seguir así. Se pregunta también si él estará sacando
las cosas de quicio y la realidad no es tan nefasta como se empeña en pintarla.
Durante el intermedio publicitario del programa que está viendo deja la mirada
perdida y, por casualidad, se cruza con la de Diego.
—Lo superaremos. No te preocupes —le dice con una leve sonrisa antes de
retornar la mirada al libro.
Juan asiente con la cabeza muy lentamente volviendo a mirar al televisor. Quiere
creerle. Quiere creerle con todas sus fuerzas aunque ya le queden muy pocas. ¿Será
que después de veinte años ha llegado el momento de plantearse si esa unión que
mantienen no es tan definitiva como siempre han pensado? ¿Será que ya no sienten
amor sino sólo un leve compañerismo, un poso de cariño y costumbre que les ha
mantenido juntos? Pensarlo le llena de tristeza y congoja. Mira a Diego, absorto en
sus apuntes, y piensa que no se imagina con otro que no sea él. Pero, ¿realmente es
una buena idea seguir cuando se ha dejado de estar seguro?
Y más al centro, casi en pleno barrio de Chueca, Lola regresa a su piso de diseño
y salón obscenamente grande. Viene cargada de bolsas. Esa noche va a dar una fiesta.
Y la perspectiva de llenar su casa de gente la anima sobremanera. Beberá, bailará,
reirá y conocerá a gente nueva. Coqueteará con todas las que pueda y espera acabar
en la cama con alguna. Se ha propuesto ser frivola y superficial en lugar de sufrir por
cosas que no tienen solución.
Se da una ducha, se viste y se seca el pelo. Plantada frente al espejo decide que
esa noche volverá a maquillarse. Ya está cansada de ir a cara descubierta. Y no sólo

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se pintará los ojos, como es su costumbre. No. Maquillará toda su cara. Hasta
recubrirla por completo y que la niña que hay debajo quede casi irreconocible. Nadie
volverá a hacerla daño. Lo hará ella si es necesario.
Unas horas después, con el piso ya lleno de gente, Lola se transforma de nuevo en
la perfecta anfitriona hablando con todo el mundo, lanzando insinuaciones a aquellas
que le gustan, interpretando a la perfección ese papel que nunca debió abandonar. El
de alguien que ya no espera nada más que su propia satisfacción.
No muy lejos de allí Ruth está sentada en el sofá de una sala de espera. Mueve la
pierna nerviosamente y se muerde las uñas porque no puede fumar mientras espera.
Una puerta se abre y una mujer de su misma edad pronuncia su nombre, indicándole
que puede pasar. Ruth se levanta y sigue a la mujer que la ha llamado hasta el interior
de la otra sala. Se sienta en una de las dos sillas que hay frente a una gran mesa de
madera maciza. La mujer se sienta tras esa misma mesa y mira a Ruth expectante.
Ella le sostiene la mirada unos segundos y luego se dedica a pasearla por la
habitación, deteniéndose brevemente en la figura de la mujer de cuando en cuando.
Tras quince minutos así, menea la cabeza y abre la boca para hablar. Pero antes de
que pueda hacerlo la mujer la interrumpe.
—No crees que esto te vaya a servir de ayuda, ¿verdad?
Ruth cierra la boca de golpe. Sonríe débilmente y vuelve a menear la cabeza.
—No. La verdad es que no.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué esa prisa para te atiendan un sábado
por la tarde?
Ruth vuelve a sostenerle la mirada. ¿Qué podría decirle cuando ni ella misma
entiende lo que le ocurre? ¿Cómo podría ayudarla esa mujer si ni siquiera ella puede
explicarle cuál es el problema?
—Porque… —comienza—. Porque siempre acabo haciendo daño a quienes
intento querer. Porque me cuesta querer. Porque no sé lo que estoy haciendo. Porque
yo no era así… —suspira con tristeza—. Porque no quiero ser así —añade
finalmente.
La mujer ha escuchado a Ruth atentamente y asiente con respeto. Luego baja la
mirada hacia un pequeño taco de folios y toma algunas notas. Al acabar mira de
nuevo a Ruth esperando que diga algo más. Pero Ruth se ha quedado exhausta
después de pronunciar esas frases en voz alta. Durante el resto de la consulta no es
capaz de decir mucho más. Antes de marcharse la psicóloga le pregunta si quiere cita
para otro día. A punto de alcanzar la puerta, Ruth se gira y la mira.
—Sí. Creo que sí —dice derrumbándose, con los ojos vidriosos a punto de llorar.
La psicóloga consulta una agenda y le propone una tarde de la semana que viene.
Ruth acepta y la mujer lo apunta. Luego lo vuelve a escribir en un papelito que le
tiende.

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—Adiós —se despide saliendo por la puerta.
—Hasta el próximo día, Ruth —escucha a sus espaldas.
Sale del majestuoso edificio ubicado en plena Gran Vía, muy cerca de Plaza de
España. Está anocheciendo. Ruth echa a andar calle abajo por inercia. Camina
totalmente ajena a lo que sucede a su alrededor. Va metida en su mundo y percibe lo
que viene del exterior con la misma sensación de irrealidad que la que deben sentir
los buzos al percibir el sonoro silencio de las profundidades oceánicas.
Sin darse cuenta ha llegado hasta el Templo de Debod. Y al recordar la última vez
que estuvo allí comienza a llorar. Sin poderlo pero también sin quererlo evitar. Ha
entrado en una vía muerta. Es el momento de dar marcha atrás y buscar otra salida.
Y, ahora sí, muy lejos de Madrid ya, Sara viaja de madrugada en un incómodo
tren que tardará ocho horas en llevarla hasta Barcelona. Esa tarde sintió un repentino
arrebato mientras estaba en casa. Metió algo de ropa en una bolsa y se plantó en la
estación de Chamartín dispuesta a coger el primer tren que se dirigiera a la ciudad
condal. Poco le importó viajar en el Costa Brava a sabiendas de lo largo del trayecto.
Sólo quería poner tierra de por medio. La última semana había transcurrido como una
pesadilla y no estaba muy segura de poder seguir soportando la ansiedad durante más
tiempo.
Ahora está sentada en el vagón cafetería. La venta hace rato que se ha cerrado
pero ella continúa allí, leyendo, pensando, mirando hacia la negrura infinita que se
extiende al otro lado de las ventanillas. Apenas un par de personas más comparten el
vagón con ella en ese momento. El resto hace rato que se fueron a sus respectivos
vagones a intentar dormir. Ella no, aunque también podría haberlo hecho. No se cree
capaz de dormir. Según se va alejando de Madrid siente que algo se remueve dentro
de ella. Una pequeña esperanza, la creencia de que haciendo eso va dar un paso
definitivo en su recuperación, en su proceso de desintoxicación de Ruth, de la capital,
de todo aquello en torno a lo cual ha girado su vida durante el último año y medio.
Piensa en la gente que deja atrás. No en Ruth, por supuesto. Ruth es algo que debe
clasificar aparte. Piensa en todas las personas que le han demostrado su amistad
durante todo ese tiempo. Juan, Ali, Pilar… Incluso también Lola. Siente tristeza por
estar pensando en sacarlos de su vida. Pero ha llegado el momento de pensar en sí
misma.
Llega a la estación de Sants poco después de las siete de la mañana. Los altavoces
la reciben emitiendo sus mensajes en catalán y sólo con eso Sara ya empieza a
sentirse en casa. Se dirige al metro, tan familiar, ese convoy que entra en la estación
por el lado izquierdo en lugar de por el derecho, como en Madrid. Lo había olvidado
por la falta de costumbre. Por eso miró al lado equivocado cuando escuchó el ruido
del tren. Ha tomado la línea que pasa por la Plaza Cataluña. Empieza a clarear cuando
sale a la superficie. Mira a su alrededor, a los edificios y los comercios, a las calles

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aledañas… Lugares tantas veces escenario de muchas de sus vivencias pasadas y que
ya casi tenía olvidados por completo.
Con una sonrisa en los labios echa a andar Ramblas abajo hasta el puerto. El sol
está a punto de reventar en el horizonte cuando pasa junto a la estatua de Colón. Se
sienta en uno de los bancos del embarcadero y contempla el mar y el amanecer, las
gaviotas que sobrevuelan por encima de su cabeza. Aspira profundamente el olor a
sal y al hacerlo se reencuentra con el lugar al que pertenece. Por fin está en casa.
Un rato después desanda sus propios pasos y busca una cafetería por las Ramblas
donde pueda desayunar. Con el estómago por fin lleno y fumando un cigarrillo con lo
que le queda del café, agarra el móvil y busca el número de Sofía. Aún es pronto para
su antigua compañera de piso pero no puede aguantar más. Después de muchos tonos,
la voz somnolienta de su amiga le responde al otro lado, confusa y desorientada. Sara
apenas le da tiempo a hablar y le anuncia que está en la ciudad. Sofía parece
despertarse de golpe.
—¡No jodas! —exclama—. ¿Vienes para quedarte?
—Aún no lo sé. Pero vengo a averiguarlo —contesta con una sonrisa sosegada y
casi feliz.

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AGRADECIMIENTOS
Desde que en 2003 comencé a escribir A por todas hasta este 2007 en el que he
puesto el punto final a la trilogía ha habido mucha gente que me ha ayudado, a veces
incluso sin saberlo, a dar forma a los personajes que pueblan sus páginas. Y es a
ellos, más que a mi propio esfuerzo, a quienes debo que estas historias hayan salido
adelante.
Sobre todo a José María, amigo fiel, lector y crítico (siempre en ese orden) cuyo
nombre merecería estar encima del mío en la portada. Y también a Puri, que ha
sabido demostrar que la amistad no se dice ni se promete sino que se cumple día a
día. A Trini, que incluso en la distancia sigue estando más presente que otros muchos.
A Olaya, porque resulta tremendamente inspirador tener cerca a una persona tan llena
de talento. A Vanesa, porque, al igual que la anterior, rebosa talento y sabe captar la
esencia del momento con esa cámara que es como una prolongación de su cuerpo. A
las blogueras que se han convertido en amigas y confidentes y a la blogosfera en
general por demostrar que todavía hay gente con inquietudes e ilusiones. A la letra I,
porque siempre hay que encontrar obstáculos para seguir avanzando. Y a tantas y
tantas personas que se sentirán identificadas, aludidas, agradecidas o, simplemente,
sorprendidas. Me remito al comienzo de esta trilogía: «Esto es una obra de ficción,
cualquier parecido con la realidad ha sido pura inconsciencia» Y si aún así hay
alguien que se ofenda tras leer esta novela que recuerde que la susceptibilidad
siempre nace de la mala conciencia. Yo, por mi parte, la tengo muy tranquila…
although there's something in the air.

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libertadmoran@gmail.com
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LIBERTAD MORÁN nació en Madrid, aunque a ella le hubiera gustado más nacer en
Kuala Lumpur o en Vénus. Y lo hizo precisamente un martes 13 de febrero de 1979,
bajo el signo de Acuario, al igual que Paul Auster, su escritor favorito (aunque como
es lerda torpe un pelín dispersa y parece mentira que se pase la vida conectada a
Internet, ha tardado casi veinte años en descubrirlo). Comparte cumpleaños con
Costa-Gavras, Kim Novak, Oliver Reed, Stockard Channing, Peter Gabriel, Bibiana
Fernández, Robbie Williams, Mena Suvari y La Mala Rodríguez. Por tanto, si se
diera el caso de que lo celebraran todos juntos, la fiesta sería cualquier cosa menos
aburrida. Rara quizá, pero no aburrida. De todas formas, como tal evento nunca
tendrá lugar, podéis dormir tranquilos.
Su infancia transcurrió durante los míticos años ochenta. Merendaba con Barrio
Sésamo y madrugaba los sábados sólo para poder ver La bola de Cristal y a su antaño
adorada Alaska (porque ahora, la verdad, a raíz de sus tratos con Interlobotomía y
derivados, le está cogiendo un poco de tirria). Tímida, apocada y de gustos raros, en
comparación a los demás infantes con los que compartía pupitre en el colegio, pronto
descubrió en los libros un agradable refugio en el que pasar todo el tiempo muerto
que, por desgracia, tenía. Devoró casi al completo la colección de El Barco de Vapor,
los libros de Los Cinco (obvia decir que su personaje favorito era Jorge. O Jorgina,
según las diferentes ediciones) y casi cualquier cosa que tuviera letras, desde el

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lateral de las cajas de cereales hasta un libro de cuentos de Chejov que había en su
casa por alguna extraña razón (ella era la única que leía). Sin pensarlo dos veces se
subió a una banqueta para poder cogerlo y, acto seguido, se sentó en un rincón a
leerlo. Tenía cinco años. Nunca lo superó. Hoy en día afirma que tendría que haberse
dejado de tanto libro y haberse dedicado más a aprender a ser superficial, frívola y
vulgar si de verdad no quería ser una pobre infeliz en el futuro.
Debido a tanta lectura pronto le entró el gusanillo de imitar a aquellos a los que
leía; y es que a cada tonto le da por una cosa distinta. Así que, para no desperdiciar
ese arrebato de estupidez supina, se puso manos a la obra: decidió que le iba a
escribir un cuento y un dibujo que lo ilustrara a cada niño y niña de su clase de
preescolar. Lo de los cuentos digamos que resultó medianamente sencillo, sin
embargo lo de los dibujos… Bueno, dejémoslo en que un elefante borracho con un
pincel en la trompa dibuja mejor que ella. No obstante, ya había germinado en su
interior la semilla de la escritura (como se puede observar en el artificioso lirismo de
la anterior frase) y la estampa de la cabeza de Libertad inclinada sobre páginas en
blanco que emborronaba frenéticamente con su caótica caligrafía comenzó a ser
habitual. Lástima que nadie le pusiera remedio estampando su cabeza contra el
papel…
Llegaron los años noventa, el grunge, los vaqueros de pata de elefante, Emilio
Aragón intentando ser cantante pop… y la adolescencia. Frente a la explosión
hormonal que se desataba en sus compañeros de generación y que los llevaba a
flirtear torpemente en discotecas light o en las ferias durante las fiestas del barrio
(esos míticos topetazos al objetivo amoroso en los coches de choque al ritmo de
Camela… que ella nunca sufrió), Libertad redobló sus esfuerzos en el plano literario
y se le metió entre ceja y ceja que tenía que escribir una novela. Eso fue en 1991, año
en que Sensación de Vivir se convirtió en la serie de moda, así que os podéis imaginar
cuál fue el resultado de la historia que su tonta cabecita ideó… En fin, todos tenemos
un pasado y derecho a ignorarlo cuando más nos conviene.
Pero no desesperó, siguió escribiendo miles de páginas fallidas, esquemas, fichas
de personajes… ¡Hasta dibujaba los planos de las casas y pisos en los que vivían los
protagonistas (técnico, el único tipo de dibujo que se le dio siempre bien)! Y
entretanto descubrió otro tipo de literatura muy poco recomendable para su tierna
edad: Henry Miller, Anaïs Nin, Charles Bukowski, William S. Burroughs o Jack
Kerouac así como todo tipo de autores malditos o escritorzuelos que hablasen de
sexo, drogas y rock'n'roll. Pero también autores de la llamada Generación X
(saliéndonos un poco del aburrido tema que nos ocupa, muy interesante el artículo
enlazado), empezando por el que le puso nombre, Douglas Coupland. Comenzó a
interesarle la novela urbana y generacional, así como las historias que hicieran
hincapié en los personajes más que en un género u otro (género literario; las

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cuestiones de género e identidad llegarían más tarde para darle la oportunidad de
utilizar la palabra performatividad y sentirse inteligente).
En 1994 murió Charles Bukowski y Kurt Cobain se suicidó (por las mismas
fechas nació Justin Bieber; alguien en algún lugar debió pensar que como broma era
cojonuda). Pero 1994 es también el año en que la joven Libertad terminó de escribir
su primera novela, Nadie dijo que fuera fácil, aquella que comenzó siendo un remedo
de la olvidable famosa serie de Jason Priestley y que, al final, dejaba a Historias del
Kronen a la altura de Verano azul.
Con quince años Libertad ya había descubierto y asumido su bisexualidad sin
problemas. Descubierto, asumido y casi olvidado porque, como comprenderán
ustedes, a mediados de los noventa en una ciudad dormitorio de Madrid de cuyo
nombre no quiere acordarse, poco podía hacer (al menos en lo tocante a la parte
lésbica). ¡Cuánto daño ha hecho el celibato a la literatura! Si Libertad hubiera nacido
unos pocos años más tarde, le habría bastado con conectarse a algún chat en el que
conocer gente y se habría dejado de pamplinas. Por desgracia para todos, no fue así,
por lo que en aquel momento a nuestra querida amiga lo único que se le ocurrió fue
seguir escribiendo una novela tras otra… Una novela tras otra… una tras otra, una
tras otra… otra… otra… tra… (imaginénse ustedes aquí un dramático efecto de eco.
¿Ya? Gracias. Sigamos).
Antes de cumplir la mayoría de edad todas sus estupideces absurdas divagaciones
reflexiones en forma de novela o relato corto llenaban docenas y docenas de
cuadernos. Y, por supuesto, estaban convenientemente transferidas a un adecuado
soporte informático para que toda su perdida de tiempo obra no desapareciera. A
partir de los dieciséis se atrevió a que algunas personas leyeran sus paranoias
interesantes historias. Lo malo fue que varias de esas personas cometieron la
estupidez de alentarla a que siguiera escribiendo. Pobres, no sabían lo que hacían…
1996 marcó un punto de inflexión en la vida de la joven escritora. Fue ése el año
en que, de un modo fortuito y como por casualidad, descubrió el ambiente gay y
quedó totalmente fascinada. Conoció el mundo de la noche, los bares, las discotecas,
el whisky… y los multiples amoríos que todo aquello implicaba.
Desde los diecisiete hasta los veinticuatro años su vida fue un patético divertido
caos en el que la joven escritora se movía como pez en el agua. Añora
melancolicamente aquella época en la que se mezclaban largas noches de farra
cerrando los bares de medio Madrid, novios, novias, ligues de una noche, amores
imposibles, niñatas insufribles, breves resacas (y no como ahora, que un par de
cubatas la tumban durante tres días), viajes, manifestaciones, charlas, coloquios,
debates, festivales de cine, programas de radio… Porque sí, además de descubrir el
mundo de la noche marica, también descubrió el activismo LGTB y se tiró a él de
cabeza con la estupidez fuerza y la pasión propias de la ingenuidad e inocencia de su

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corta edad.
Y es ahora, tras muchos años, cuando Libertad se ha dado cuenta de que siempre
ha estado en el bando incorrecto. Se equivocó de colectivo en el que militar, de
editorial en la que publicar, de amigos en los que confiar y de personas a las que
amar. Le echa la culpa a su idealismo, pero eso es lo que dicen todos los idiotas para
justificarse. Y ella ya no tiene remedio.
No obstante, durante aquellos años se lo pasó estupendamente bien. Se
independizó antes de haber cumplido los veinte, conoció a mucha gente, hizo muchas
cosas con las que disfrutó, contaba a sus amigos por docenas (angelito, aún no sabía
que se trataba de meros conocidos), reía mucho y muy alto y bailaba hasta el
amanecer. Era todo tan idílico… Y es que el tiempo y la pérdida de neuronas es lo
que tiene: consigue que creas de verdad que cualquier tiempo pasado fue mejor.
2003 se alzó como el segundo punto de inflexión de su absurda agitada
trayectoria vital. Motivada por esa tonta esperanza juvenil de alcanzar su sueño
(publicar libros), envió una novela a un premio de literatura. Y le tocó la china, oigan.
Sonaron campanas celestiales y armoniosos violines. Y a ella casi le dio un soponcio
y un ataque de ansiedad cuando le comunicaron que había resultado finalista del V
Premio Odisea con la novela Llévame a casa.
Y entonces, justo cuando conseguía su sueño de ser escritora, fue el momento en
que dejó de serlo. Lamentable. Lamentable que no sucediera antes, claro. Porque sí,
con veinticuatro añitos nuestra pipiola amiga publicó un libro por primera vez. Y por
primera vez se topó de frente con algo de lo que había oído hablar, pero que nunca
había experimentado: el bloqueo.
Muchos pensarán que eso no es cierto puesto que tras la publicación de esa
primera novela le siguieron tres más: esa famosa (¡juas!) trilogía compuesta por A por
todas (2005), Mujeres estupendas (2006) y Una noche más (2007), novelas editadas y
reeditadas en distintos formatos y ediciones (algunas incluso con nocturnidad y
alevosía). Sin embargo, esas novelas se convirtieron en un trabajo más, su forma de
escribir perdió frescura y, lo más importante, dejó de escribir por el mero placer de
hacerlo.
Desde el otoño de 2007, momento en que se publicó su última novela hasta la
fecha y que, además, coincidió con el inicio de la crisis económica mundial (con el
estallido de las hipotecas subprime) Libertad apenas sí se ha dejado notar por el
mundillo literario: el relato La otra noche en la compilación Las chicas con las
chicas, así como una mención a sus novelas en el ensayo … que me estoy muriendo
de agua de María Castrejón y un artículo crítico dedicado a su obra en Ellas y
nosotras. Estudios lesbianos sobre literatura escrita en castellano a cargo de Jackie
Collins. Pero, vamos, que en estos dos últimos ella no ha tenido nada que ver.
Durante todo este tiempo ha hecho muchas cosas. De algunas prefiere no hablar,

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aunque también la han tenido en la palestra pública, nocturna y editorial, porque
empezaría soltar sapos y culebras por esa bocaza boquita de piñón que la naturaleza
le ha regalado. Otras no son nada del otro jueves (intentar sobrevivir pese a la crisis,
huir de Madrid, regresar a Madrid, cambiarse de piso veintisiete veces y descubrir
con gran desolación que el 90% de la gente en la que confiaba le estaba reservando
una puñalada por la espalda en el momento que menos lo esperaba). Quizá lo más
relevante sea su desmedida afición por las series (afición que ha alegrado
sobremanera la cuenta corriente de sus sucesivos proveedores de Internet y,
especialmente, la de Verbatim). Al igual que sucedió con los libros durante su
infancia y adolescencia, en la edad adulta ha descubierto en la ficción televisiva
serializada uno de los mejores refugios para olvidarse de ella misma.
En 2012, con eso de que se acerca el fin del mundo y tal, está preparando su
regreso a las librerías. Todavía no sabe cómo, cuándo ni dónde (y ya debería saberlo
porque para cuando se quiera dar cuenta llega el 21 de diciembre, todos kaput y ella
sin sacar el dichoso nuevo libro), sólo sabe que, como Terminator, volverá…

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