He Perdido A Tantos. - Vaga Primera Versión PDF

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Nota

El sentimentalismo siempre arruina las cosas. Ese dolor en el pecho. Ese ardor en el estómago.
Los ojos a medio abrir. Pesadez. Ira. He perdido a mucha gente. Aunque pensándolo bien, no a
tanta, si lo ponemos en perspectiva.

Es difícil entender. Entenderse. Quien llega a algún momento de su vida y cree que se ha
entendido o ha entendido al otro está completamente perdido, no sabe lo que dice. Nunca se
termina de abrir los ojos ni de romperse el corazón, porque una misma siempre está inventando
formas de destruirlo todo y ante eso, nunca se sabe cómo reaccionará el otro.

“Ni el sol puede apagar mi noche”, como dice la reina. Y, entretanto, he prendido una vela en
clave de abecedario para que cada letra se apague con la triste conciencia de ser inservible al
sentimentalismo del que está plagado este libro. Ante sus ojos la llama encendida de lo que ha
sido un infierno envuelto en seda; ante mis ojos, nada más que angustia, una angustia jubilosa,
porque la última página de este libro será la última misma de mi ceguera.
Payasos

Llegué casi dos horas después de su llamada. Desde la ventana del auto lo vi sentado en la grada
de la vereda, con sus guantes rotos en las puntas de los dedos y las mejillas coloradas,
sosteniendo sus ojos perdidos en el dolor. No recuerdo cuantas veces lloré antes de bajarme.

Sobresalía en él la virtud de hacer parecer simple hasta el más complicado sentimiento humano.

- No es que yo haga lo que tú me digas. Pero escucho.

Mientras hablaba, la culpa golpeaba sus guantes. Bebí un sorbo de su bolsa de papel.

- Tantas veces pregunté lo mismo.


- Tenía miedo.

Para saber con certeza si nos están engañando basta con no amar. O pretender no hacerlo. Basta
con aceptar a viva voz que no nos importa el engaño, aunque por dentro esa idea nos corrompa
la voluntad de la existencia, porque sabemos que es así, que nos engañan, que somos idiotas
porque amamos y estamos ciegos. Por un minuto decide ver lo peor en el otro, por ese minuto
deja de amar y sabrás con certeza que el engaño siempre veló al pie de nuestras camas.

Nos levantamos y los brazos recordaron la familia. Largo, doloroso, pesado; cortina de humo
sostenida de la vara de la angustia.

Toda esa noche hubo un agitado mar acre en la boca del estómago. Todo lastimaba: las sábanas,
la cortina amarilla de payasos, la purísima piel de la continuidad, mi propio cuerpo, que aún
atesoraba el instinto mamífero. Ocupé mis dedos en dar respuestas.

Respuestas que nadie pidió.

Sí, había sido yo la que oculta bajo otro nombre removí la tierra en la que te convertirías unos
días después. Fui yo la que ayudé al destino a despertar ese amor que nace del fin del tiempo.

Al despertar, mi teléfono tenía un mensaje y yo una paz que no había tenido hacía días. Su voz
trastornada.

-Contesta.

Nunca más pude contestar una llamada suya. Nunca más pude contestar una llamada de
cualquiera, sin sentir que ya no importaba. Y ni sentir pudo ser después de aquello.
-¿Qué queda después de que acaba el frágil hilo de la existencia?

-Pues, quedo yo. Vigilando de cerca que la sangre no marchite; perdida, imaginando cómo sus
dedos, con los guantes hasta la mitad de ellos, acarician el filo de la cama, repasan los cabellos
de la amada, tranquilizan el llanto de la infancia, sostienen el humo que la memoria deja escapar
con tanta facilidad.

Habían pasado muchas horas desde que lo vi sentado en aquella grada. Ahora que todas las
noches cierro las cortinas, miro los payasos habitar esa tela que sostiene el amanecer, y sé que
solo ellos con su dignidad entienden que reír es un oficio ingrato, pero necesario.
Miniatura (¿?)

Lo conocí hace cuatro años. Yo hace poco había dejado de amamantar a la pequeña Titi y tenía
aún los pechos llenos de leche.

Ese día, por casualidad, había llegado al cumpleaños de uno de los entrañables amigos de Al,
Juan. No recuerdo mucho cómo llegué, ni dónde era la casa del cumpleaños. Pero recuerdo que
entre todo lo que sucedía, Al llamaba más mi atención: más bajo que yo, muy pálido y con
profundas ojeras. Su sonrisa era una oportunidad de ver la vida de otro modo. Un bigotito
imperfecto resaltaba sus labios rosados, tan suaves, tan alegres. El rosado de tu boca, darling.

Dentro del baño, por varias horas conversamos, más que otra cosa. Nos reímos muchísimo. Nos
preguntábamos, a carcajadas, qué harían todos los borrachos con ganas de orinar que casi
tumbaban a golpes la puerta. Cuando salimos ya no había nadie. Quedaba solamente una botella
grande de algún whiskey y nos encerramos con ella en el estudio. Yo casi no hablaba, un poco
por el acohol, un poco por el trasnocho, un poco porque hacía siglos que no me gustaba tanto
alguien, un poco porque Al nunca paraba de hablar.

- Se acabó. Una relación de diez años, se acabó.


- Ajá.
- Es difícil, porque yo no sé vivir de otra manera que no sea esa.
- Entiendo.

En realidad no entendía ni me importaba su situación. Algún tiempo atrás yo misma había


estrenado mi pérdida y, de hecho, al contrario de él, era total. Nunca más volvería a verlo.
Nunca. Ni para consultarle lo que más nos gustaría para Titi. Pensaba, de todas formas, que de
no haber sido así, estaría viviendo el mismo martirio que Al: ser un errante roto el corazón,
frente a alguien que, evidentemente, ya estaba subida en otro tren.

Pasamos toda la noche juntos. Al amanecer, desde la otra habitación Juan empezó a gritar
deseperadamente por cariño. De quien sea. Quería que Al y yo nos metiéramos en su cama, que
lo abrazáramos, que dijéramos que a él también lo deseábamos. Me dio pena, porque nada de
eso era posible. Al y yo estábamos embebidos el uno en el otro, subidos en la ola del encanto.

- ¡Necesito ser amado. Soy un humano y necesito ser amado. Como todos los demás.

Salimos del apartamento dejando a Juan sólo y a todo volumen.


Caminamos hasta el antrito más cercano y pedimos sopa y cerveza, porque en realidad no era
un antrito, sino una fonducha de comida de mar. Yo no podía hablar. Estaba pasmada por la
inseguridad. Y él, ¿qué otra cosa podría ser con esas ojeras sino terriblemente encantador? Al
salir del antro caminamos hasta mi casa y lo único que podía pensar era en mis pechos llenos
de leche y, de paso, en mi entrepierna felizmente infecunda. ¿Era una oportunidad? ¿Qué era?
¿Por qué estaba con este pequeño de labios rosados en lugar de estar encendiendo un fuego, en
cósmica sobriedad, sentada en la terraza de mi hogar?

En casa de Juan no habíamos podido llegar a ningún lado porque Al estaba muy nervioso, o eso
pensaba yo. O eso quería creerme, porque me gustaba demasiado. Quería colgármelo del
bolsillo y tenerlo a la mano siempre. O siempre que me diera ganas.

Llegamos a mi casa y dormimos la siesta. Él durmió. Yo nunca he dormido muy bien y menos
con compañía. Sin embargo, tumbada a su lado con los ojos cerrado, oía sus ronquidos y
pensaba en si esta vez podríamos llegar a donde yo quería. Lo hicimos. Y no fue nada de lo que
esperaba. Tendidos y empapados de luna, disfrutamos más de la compañía que de la entrega.

Lo tenía otra vez frente a mí, en mi cama. Sembrando en él una semilla que crecería hasta
desbordarse y migrar en el pico de un pájaro diminuto y oscuro. Después de cuatro años estamos
exactamente igual, a excepción de los pechos, todo era igual. Tendidos, con la luz del sol
llegándonos al cuerpo, me recordó aquella vez que mis pechos tenían fe en la vida y no pude
evitar enamorarme.

- Te has alimentado de mis pechos y ahora eres inmortal.


- De todos tus líquidos. –dijo Al y luego sonrió con sus ojeras.
- Solo un hijo sabe de los fluidos vitales de una madre.
- ¿Me liberas de ella y ahora quieres hacerme tuyo?
- No te he liberado de nada.

Y seguramente estuvimos horas recordando la misma escena que nos determinó para siempre.
Pasamos una semana juntos. La última noche lo miré sonreír mientras dormía. Es inevitable
sentir que te pertenece. “Lo he alimentado” –me repetía una y otra vez. Lo he alimentado con
la delicadeza del amor propio, porque no puedo hacer nada más por él, no lo puedo hacer más
grande, más fuerte ni más feliz. Pero lo puedo alimentar de mi ausencia que es el mejor regalo
que tengo para Al. Quisiera pensar que que no sabemos cómo el otro pelea, que no sabemos la
talla de su paciencia, que no sabemos que el otro es humano y puede ser horrible y pensar que
no es estúpido y contagioso borrar su número y que aún me deje sin aliento solo estar de pie
junto a él mirándolo a los ojos. Quisiera pensar que mis pechos aún abastecen la magia de ser
completamente el uno del otro. Quisiera pensar. Algo. Quizá, ahora que lo amo de verdad y ya
no lo quiero, podamos volver a estar infinitamente enamorados de la ausencia del otro habitando
nuestro ideal de existencia. Y seguramente estuve horas repasando la manera de volver a subirlo
al altar del que ingenuamente lo bajé para siempre.
Francis

Era difícil para ella entender su relación. Allá en las tardes de octubre, más de una vez quiso
saber por qué Francis se había obsesionado con ella.

- Sería un imbécil, si no –contestaba él, convencido de su respuesta.

El domingo era un día especial. Todos los domingos a las once, se encontraban en la esquina
del supermercado y compraban para ese día. Frutas, vegetales, alguna carne y helado.
Maravilla. Maravilla entre maravillas. Cocinaban, bebían agua de güitig, mezclaban música con
besos y, finalmente, en el sofá, dormían la siesta.

¿Perdonarías todas mis enfermedades? Se preguntaban tácitamente ambos. ¿Olvidarías todas


mis tristezas? Se preguntaban ensoñando, cada tarde de domingo que terminaba a las cinco, en
la esquina del redondel.

Hemos escuchado demasiado a Mark Lanegan.

Francis estaba loco por ella. No supimos si era amor verdadero o si un viejo solitario se aferraba
a la aparente juventud de Alicia. Aparente, sí. Porque todas las mañanas, frente al espejo,
brotaban las plegarias que solo un alma áspera podría levantar.

Siempre supo que iba a ser suyo. Siempre lo supo. Desde esa vez que lo vio, cuando acababa
de cumplir 20 años, sabía que ese profuso repudio que le generó aquel hombre, iba a
transformarse en una pasión desbordante.

Desde ese día en que lo vio de la mano de Claudia, su novia de turno, y con su perrito ridículo
cargado en brazos, supo que acabaría metida en su entrecejo y conociendo sus secretos del
domingo. Ella viajaba una hora para verlo y él dejaba de ver el fútbol para recibirla. Eran
perfectos, se amaban. Estaban destinados a amarse.

Cuando era niño, había llegado a Cuenca con un circo. Impresionado por la ciudad, se quedó,
a escondidas del mandamás y se puso a buscar qué hacer. De su infancia hay muy poco qué
recordar. Pero ya en su adolescencia, intentó olvidar que era un niño lanzacuchillos y más bien,
se dedicó a enamorar a cuanta chica se atravesara en su camino. Era encantador. Sabía de todo.
Su falta de compostura enamoraba perdidamente a mujeres de todas las edades, y todas estaban
dispuestas a pasar por alto las múltiples niñerías, casi perversas, de Francis el lanzacuchillos.

Una vez estuvieron hablando por teléfono y él se puso inistente con su petición de que fuera a
verlo.
-Ven. Ven, por favor, ven. Necesito que vengas.

En principio ella reía y le tonteaba como muchas otras veces sucedió entre ambos, sin embargo,
esta vez su tono y su voz eran distintos. “Respiración de borracho” -se dijo ella. Y un fuego
violento le subió desde el estómago por todo el pecho.

-¿Estás borracho, Francis? –preguntó Alicia.

- No.

Desde hace tres días que Francis estaba ebrio encerrado en su casa. Con el pantalón hasta la
mitad de la cadera, despeinado y con la barba llena de migajas de comidas diferentes estuvo
todos esos días sentado frente a la computadora. Hasta las diez de la noche, que iba a dormir y
vomitaba, por gracia del elefante rosado, boca abajo.

-Francis, no me mientas. Sé que estás borracho. Voy a verte, pero deja de tomar en este instante.

- Ahora mismo lo dejo. Ven. ¿A qué hora vienes?

A las cuatro de la tarde timbró en casa de Francis y el panorama era peor del que se había
imaginado. Una decadencia con olor a anisado. Le vinieron a la mente sus venite años,
solamente que Francis estaba cursando la salvaje mitad de sus cuarenta y esta imagen era un
cromo de aquellos que ya no se aguantan a esa edad, a menos que algo vaya mal con la vida.

Sí. La vida de Francis iba muy mal y en medio de su borrachera recordaba los días en el circo,
cuando su melena era salvaje y su cara un primor que dejaba suspirando a todas las chicas del
pueblo.

Este pueblo es un poco más grande Francis, en este pueblo los lanzacuchillos están en los
semáforos, esperando por una moneda o una mirada. Las chicas de este pueblo se enamoran
rápido y se desenamoran igual. Ya no te alcanza el encanto, Francis. Tranquilo, yo sé que no te
duele. Ten. Un pañuelo, Francis, a nadie le hace daño un pañuelo. Miraré para otro lado.

Alicia lloró sin que él se diera cuenta. Amaba a Francis y se daba cuenta que no podría estar
nunca a su lado.

Lo llevó a la ducha y tuvo que obligarlo a entrar en ella.

- Te vas a bañar y luego salimos a comer algo.


- Está bien. Báñame tú.
Salieron a la calle después de que ella lo bañara y en el camino Francis terminó la relación
porque a ella no le gustaba el fútbol. Ella siguió caminando como si nada y Francis corrió a
pedirle perdón. Su aliento a alcohol era insoportable. La abrazó groseramente y le hizo prometer
que nunca más diría que no le gusta el fútbol. Ella no le siguió la corriente.

Era viernes de día de muertos. Faltaban dos días para que el domingo redimiera sus torpezas y
la cuerda se había aflojado lo suficiente para no aguantar.

-Devuélveme mi libro. Esto es lo más importante que he hecho y a ti no te importa.

Ella le extendió el libro recordando que no era la primera vez que un chango de estos de estos
le reclamaba que no tenía el suficiente entusiasmo para sus gracias. Francis tomó con violencia
el libro y lo lanzó al piso con más violencia aún.

Alicia sintió la cara encendida de indignación y ella misma no entendía por qué seguía allí de
pie escuchando y viendo aquello. Respiró profundamente para no saltar sobre él y destrozarle
la cara y dijo

- Seguramente todo se debe a que estás muy borracho, así que calmémonos y vamos a
dormir un poco.

Pero Francis se puso aún peor y Alicia tuvo miedo. Le empezó a picar el rostro de furia y de
tristeza y salió por la puerta dejando atrás los gritos del enloquecido lanzacuchillos. Mientras
el ascensor baja los siete pisos que le correspondían, Alicia escuchaba cómo Francis bajaba a
toda velocidad por las gradas del edificio, así que cuando llegó al lobby echó a correr a la calle
tan rápido como pudo. Era de noche y llovía. Apenas caminó por la vereda de la avenida
principal se dio cuenta de que había olvidado su teléfono. Regresó unos pasos y vio a Francis,
con el pantalón debajo de la cadera, despeinado, claramente afectado por el acohol, gritando a
cualquier transeúnte.

- ¡No te vayas, por favor! ¡Perdóname! ¡Cocinemos! ¡Veamos una película! ¡Te hago
unas fotos! ¡No te vayas, amor!

Alicia lo miró a lo lejos, escondida detrás de un poste de luz, y pensó en cuánto duele recuperar
la perscpectiva sobre una persona, sin ya estar enamorado de ella. Por varios minutos, Francis
estuvo frente a la puerta del edificio, aplastando botones con una clave que no era, y Alicia lo
miró todo ese tiempo con profunda tristeza, pero, finalmente, con alivio.
Meses más tarde, Alicia recordó un día, que ese día era el cumpleaños de Francis. No habían
hablado desde aquel incidente.

- Feliz día, Francis.


- Siento haber sido un pendejo tan grande. Espero que no haya resentimientos.
- Jamás.
- Daré una fiesta hoy por la noche en mi departamento.
- Allí estaré.

A eso de las seis, Alicia decidió que caminar hasta la fiesta estaría bien. En el camino el aire
helado le cambió el ceño y las ideas. “Estaría bien –se dijo para sí misma- que como regalo de
cumpleaños reciba la última de mis ausencias.”
(PONERLE UN NOMBRE!!!????)

Desde el auto las vimos, de pie, en la entrada de la fiesta. Ailemia no sabía quiénes eran, y yo
me acerqué con la tranquilidad de que ellas no sabían quienes éramos nosotras. Me equivoqué.

La noche no tenía nada de especial, era oscura, fría y aburrida, tal como la ciudad solía
presentarse la mayor parte del tiempo. En la entrada, La Caporala. Su belleza terrible.
Saludamos, para sorpresa mía, como amantes intranquilas por el tiempo. Yo no había ido por
ella, de hecho, por ninguno de los que estaban dentro del salón.

Ailemia y yo entramos directo a la barra. Ordenamos dos whiskies. “Para mí con un hielo”, -
pedí. Con todas las miradas de los viejos creadores sobre mi sonrisa cínica, asustada de amor
propio, mi sonrisa conocedora de los deseos de los otros y las rabietas de las demás, nos
mezclamos y la noche fue creciendo en aburrimiento.

- Nenas, esta silla es de la reina. Lo siento, pero deben levantarse –señaló La Caporala.
- Ahí hay otra silla, tráetela. –le dijo Ailemia, mientra señalaba la mesa de enfrente.
- No, nena, perdón, pero aquí solo se sienta La Reina y eso se respeta.

- Sí, sí, La Reina –apoyó una chiquilla lentuda y con acento, que la seguía por todos lados.

- ¿Y quién es La Reina? –pregunté, mientras me acomodaba en la silla.


- Yo –respondió regodeándose La Caporala.

Con mucha delicadeza La Reina levantó de la silla por los hombros a Ailemia y la sentó en la
siguiente, que había acabado de desocuparse. Me levanté yo también y la reina me ofreció sus
piernas. Con una sonrisa, le hice saber lo despreciable de su acto. Ella, inteligente, se levantó
de inmediato “dando permiso” para sentarme en su lugar, a la cabecera de la mesa. A los lados,
los señores creadores bebían tranquilamente y conversaban sin pasión de algún tema
importantísimo sobre sus propias obras y sobre nimiedades de las obras de los demás. Ellos se
sabían propiedad de ellas. Uno de los señores sirvió una copa de su botella y se acercó a mí.
Pero yo no había ido por él, de hecho, por ninguno de los que estaban dentro del salón.

Yo sabía todo. Todos los secretos del salón, porque casi todos estaban o estuvieron conectados
a mí, en algún momento de mi vida.

Avanzada la noche, avanzaron también los ritos de aceptación. Ellas, las dueñas de cualquier
par de bolas que pusieran un pie en ese lugar, me hacían saber, de perversos y coloridos modos,
que querían que fuera suya también. Ailemia se había encontrado con viejos amigos y se fue
lejos de esa situación que enfermaba a almas sensibles como ella. Yo, un poco menos pulcra en
emociones, navegaba con mucho agrado aquellas aguas de hembras alfa y machos añosos,
coqueteando socapadamente.

- Hola, linda. ¿Cómo estás?


- No tan borracha como quisiera, -respondí taimadamente, mientras ambas nos
mirábamos, manos llenas de jabón, por el espejo.
- Toma un poco –me dijo y me extendió su vaso. Yo sabía perfectamente quién era ella.
- ¡Hola! -ambas volteamos y él se lanzó a mis brazos.

Había ido por él. Sin una razón clara, sin saber cómo o con quién estaba, qué le ocurría, o qué
ocurriría entre nosotros. Fui porque en la mañana no pude resistir su presencia lejos de mí. En
esos segundos, ella, quien minutos más tarde se enteraría, con mucha sorpresa, quién era yo,
reitró con malestar el vaso de mi mano y yo la detuve: “aún no he tomado”. Esa sensación
placentera de estar en medio de una disputa de poder. Y no solo de ellos, sino de todos. Todos
en ese patio trasero, en donde se armó la fiesta, querían comprobar su poder sobre mí.

Después de saludar nos separamos al instante. Yo bailaba a lo lejos, con algún autor y su ego,
y lo miraba. Me alegraba verlo, sonriente, pálido y con ojeras, encantador como siempre. Me
alegraba muchísmo verlo. Tuve una disyuntiva boba. Como si nunca antes me hubiera gustado
alguien y de repente, a pesar de saber que él también había vendo por mí, no tenía ninguna
certeza. Me gustaba eso. Sentirme cautiva en una debilidad a propósito, sorprendida en una
experiencia que había tenido mil veces y dejó de ser divertida hace mucho. Lo veía, sin
importarme nada más, encantador como solo él. Quise correr y estar a su lado. Ni besarlo, ni
tocarlo, ni hablarle, solamente mirar de cerca su sonrisa perseverante, y ya.

No recuerdo nada de lo que hablamos o si hablamos. Solamente recuerdo que La Caporala y


sus reinas menores intervinieron, pronto, en el baile que entablamos él y yo. Coquetas, cínicas,
sensuales nos bailaban y nos separaban cuantas veces podían y querían. Al tanto de todo –o eso
pensaba yo-, me dejaba hacer y disfrutaba tremendamente de la escena que se había armado en
torno a nosotros.

Lo que nadie sabía era que él y yo nos conocíamos de antes y que ninguno, ni con el soborno
más apetitoso, podría separarnos esa noche. Bailamos horas bajo la mirada insistente y las
manos limpias de la Pon. Estaba incómoda, curiosa y, por momentos, parecía iracunda o
tristísima. Ella también bailaba, pero ni un segundo dejó de estar pendiente de nosotros.
Conocía yo, muy bien, quién era la Poncita y por qué le resultábamos tan atractivos para sus
emociones.

A la mañana siguiente él y yo, tumbados bocarriba reíamos profusamente de la situación.

- Me tienes harta. Supéralo.


- Yo ya lo tengo superado.
- Sí.
- De verdad.
- Renuncia, Caliban, renuncia.
- Entonces, ¿qué hago para librarme de la bruja?
- Mándale un mensaje, con copia a ti, y dile que se vaya a la mierda. - Volvimos a reír
con más ganas y nos besamos por mucho tiempo. Con paciencia.

Él vagaba por la casa completamente desnudo y hablaba de todos los círculos de fuego en los
que La Poncita lo había encerrado en los últimos cuatro años. Hablaba, él nunca paraba de
hablar.

Desde hace cuatro años que yo estaba al tanto de todo lo que él me contaba, excepto por unos
cuantos datos que agregó ese día. Daba igual. La noche, ya en ese momento, me pareció aún
más divertida y entendí que los niveles de control, obsesión y perversidad de la Caporala, la
Poncita, la chiquilla lentuda y todas las demás, sobrepasaba cualquier límite. Ni todos los
machos, señores creadores, con sus coqueterías quemadas, ni todos los bailes sensuales, ni todos
los encuentros desagradables superaban el poder que se otrogaban a sí mismas estas damas.
Ellos eran “sus hombres” y en esa tempestad las reinas madres aparecían con sus nombres
dichos en el aire.

Pensé, además, en Ailemia y en que La Poncita también a ella la tenía en el entrecejo de la


desaprobación. También por uno de sus hombres. Ellas sabían. Me equivoqué. Y por un
segundo, mientras lo veía a él desnudo y orondo por la habitación, sentí que todo eso me
abrumaba. Todas ellas sabían perfecta y genéricamente quienes éramos nosotras. La subestimé
a ella y a todas las situaciones a su alrededor. La Poncita era cruel, manipuladora, obvio,
increíblemente frágil y predecible. Es que en ese momento entendí que “sus hombres” eran
alimento de sus noches -que eran también sus días- de vampirismo. Y yo me recocijaba
pensando en ello.
Bajo el sol que ahora entra por la ventana yo me alegro de estar contigo. De verte sonreír, con
más ojeras que la noche anterior. Me alegro de sentir la certeza de no volver a verte sino otro
día en que la luna me visite y ambos estemos seguros de amarnos ese instante. Me alegro de
haber urgado en las tierras de tus palacios. My charming man, ni todas las brujas. Ni todas las
brujas, my charming man.
Cuco

Terminó muriendo por lo mismo. La noche anterior había puesto en silencio mi celular porque
estaba cansada. Toda la semana de correos, llamadas, mensajes a diferentes horas de la noche.
Me había ido de casa unos meses antes. Sin embargo, la relación entre nosotros siempre existió
de alguna manera. De una manera insostenible.

“Yo sé lo que es matar,


matarme tan, tan lento”.

María, mis lágrimas. Esa noche durmió con sobresalto, pero a eso de la mitad de la madrugada
sintió cómo su cuerpo se relajaba totalmente. En la mañana miró el teléfono. Tenía más de una
decena de llamadas perdidas y un mensaje de voz. Mensaje recibido hoy a las 03h35 am.

-¿Por qué no me contestas? Contéstame... Perdóname… La policía está aquí. Yo no voy a dejar
que me lleven. Maldita sea… Perdóname… He sido un pendejo… Perdóname, mi amor…
Contéstame…

Hasta hoy me pregunto qué hubiera pasado si atendía a esa llamada. Me asusta responder a esa
posibilidad, porque la respuesta que es lógica tiene un panorama mucho más trágico que la
propia muerte. Todo alrededor de ese día es angustiante. Incluso el modo subjuntivo.

Devolvió la llamada y no tuvo respuesta. Como hace ocho días, cuando acudió a la esquina de
la Foch y Seis de Diciembre. Pero esta vez, nunca más contestaría ni le diría en dónde estaba.
Se puso inquieta. Quiso tomar un taxi e ir a buscarlo, como había hecho toda esa semana, pero
no se atrevió. Se quedó pensando en lo que Andrés le había dicho esa mañana de jueves hace
ocho días, en que todo el infierno comenzó. Sintió que se le nublaba la vista ante la inminencia
de que su sueño infantil de no tener la sombra tormentosa del padre, se cumpliera.

-Pero era la de mi padre. La sombra de MI padre era la que no quería tener.

Recordó que podía llamar a muchas personas para enterarse de lo que había sucedido pero no
quiso hacerlo, porque en el fondo, ella sabía que esa tranquilidad de su cuerpo a las tres de la
mañana, se debía a una sola razón.
- Estoy seguro de que no pude haber escogido mejor mamá para Titi.

Silencio

- Me muero en paz, porque he escogido a la mejor. Porque me ha escogido la mejor. Es


mejor que yo me muera. Sí. Es mejor, porque así no sigo cagando la vida de los que
amo. La vida de ustedes dos que son lo único que me importa.

Andrés estaba consciente de que mentía, pero de lo que no estaba enterado es de que María lo
sabía. María mentía cuando aceptaba la mentira de Andrés. Pero había en esa aceptación el
último resquicio de orgullo que le quedaba. ¿Orgullo ante quién? Si entre ellos no había
quedado nada en pie. Ellos se conocían hasta la miseria más mínima. Se habían arrastrado el
uno al otro por el suelo. Se habían roto canciones y poemas, se habían cortado la ropa, se habían
insultado la madre, el padre, los hermanos y todos sus derivados. Se habían gritado y se habían
lanzado botellas vacías, se habían encerrado en el penthouse del Quito Tenis a marchitar su
cuerpo y su mente; desde el mismo penthouse del cuatro piso habían lanzado con rabia el
teléfono del otro. Desde el mismo piso del que años más tarde, caería violentamente la fatalidad
sobre sus vidas.

“Qué importa si te miento


nunca te enterarás”

Ahora no importa si María miente porque siempre habrá alguien que la desmienta. Y habrá
alguien que elabore una mentira más útil para los curiosos, pero nunca será igual de importante
que la palabra de María. María mis lágrimas, todo lento, todo igual. Veía por la ventana, María,
y sentía que el cielo no era lo suficientemente grande, y descubre que no es una ventana. Es la
velación de la última esperanza de convertirse en nada sin tener que hacer esfuerzo. Un pájaro
se posa en la caja y todo lo demás explota en sonidos sordos, en cánticos deformes, en miradas
viejas y azules que vagan porque no quieren saber de quién es el turno. Los ojos intocables
están afuera y María, antes de irse de nuevo con Titi, dice su última sandez, como para no perder
la finísima costumbre de apologetizar el sinsentido.
“Ya no sé qué es lo que siento
ya no lo siento más”

Cerrar la ventana cuando el viento voltea los retratos y ver desde el filo de la cama cómo sus
dedos acarician la ventana con disimulado dolor. Oh, sí, otro ser humano que no vovlerá a abrir
los ojos y yo sé lo que es matar. Terminamos, al fin y al cabo, muriendo por lo mismo. Nunca
me arrepentiré de no haber contestado esa llamada, porque en el fondo, como una vez dijo mi
madre “Hay quienes nacen malos. Y tú, María, eres una de esas.”

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