Epistemología

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INTRODUCCION

Epistemología es la disciplina que se ocupa del conocimiento. En el camino del


conocimiento los saberes se enredan, entrecruzan, atraviesan, distinguen y
confunden con las ciencias, la sabiduría, a información, la comprensión, las
experiencias, la ciencia, las opiniones. En los diferentes países y en diferentes
momentos las competencias y fronteras de cada una de estas miradas han sido
diferentes y han variado a través del tiempo. No solo en distinto tiempo, sino en el
mismo tiempo y en un mismo país coexisten diferentes concepciones respecto del
conocimiento. Una misma persona participa de múltiples formas de conocer y de
legitimizar su saber. Estos conocimientos tienen importancia en nuestra forma de
vivir, de enseñar y aprender, de comunicarnos y de relacionarnos. No existe un
único problema del conocimiento cada cultura ha pensado de diferentes modos la
actividad cognitiva. La importancia relativa de las preguntas se modifica en cada
época. Nuestra concepción del conocimiento no es independiente de lo que
pensamos sobre el mundo y nuestro lugar en él. Esta mirada integradora el itinerario
propuesta muestra saltos, lagunas retrocesos, etc. Cuando nació la cultura griega
existían muchas otras. Como es imposible recorrer todos los caminos del
conocimiento seleccionaremos la griega que fue fundamental para la construcción
de nuestra cultura.
La desarrollan distintas disciplinas que entrecruzan sus miradas como la sociología
de conocimiento, la filosofía del conocimiento, la epistemología y las teorías
cognitivas. Si
bien la lo largo de historia podemos distinguir diferentes culturas y contextos
puede analizar el camino recorrido por el conocimiento, como en
las civilizaciones míticas, esta tarea en donde se puede iniciarse a partir de la Grecia
Antigua y desarrollarla hasta nuestra era, ya que los griegos fueron los que
abandonaron toda explicación del conocimiento desde causales divinas o
míticas y confiaron en la intelectualidad humana para buscar interpretaciones
confiables.
El conocimiento no existe independientemente de la concepción que tiene la
sociedad de aspectos como el saber, el sentir, el poder y el hacer ni del método que
utilizan las instituciones sociales para alcanzarlo. La legitimación del conocimiento
dependerá de nuestra concepción de la realidad y de la verdad.
CONTENIDO
Estamos tan acostumbrados a comenzar cualquier narración histórica buscando los
antecedentes griegos que raramente nos preguntamos por qué iniciar allí nuestra
tradición cultural. Una de las respuestas más aceptadas es que en Grecia se gestó
un modo de organización social diferente: la polis. Éste fue un acontecimiento
decisivo por muchos y diversos motivos, entre los que se destaca el hecho de que
en Atenas cambió el valor y la forma de compartir nuestra experiencia a través de
la palabra.
La polis, término que solemos traducir como Ciudad-Estado, nació alrededor de los
siglos VIII y VII a.C. En el caso de Atenas, transformó radicalmente la vida social y
las relaciones entre los hombres gracias a una invención: la democracia. Esta
creación política implicó, ante todo, un extraordinario privilegio de la palabra sobre
todos los instrumentos de poder. En la polis la palabra cobró un nuevo sentido en
un estilo de relación diferente entre hombres iguales reunidos en la asamblea de
ciudadanos.
En una república, una de las exigencias fundamentales del arte político, es tener un
lúcido y potente dominio del lenguaje. En el ágora, centro de reunión o plaza pública,
ya no hay una palabra indiscutible, un saber garantizado. Se establece el debate
contradictorio, la discusión, la argumentación. El hombre adquiere conciencia del
«logos». Ese término griego, que proviene del verbo «legein», originariamente
significaba hablar, decir, narrar, dar sentido, recoger o reunir. Entre la política y el
logos se establece una relación estrecha, una trabazón recíproca.
«Logos» se traduce habitualmente como razón, palabra, discurso, expresión,
pensamiento, habla, verbo, inteligencia, concepto, etc. En cualquier caso, como
afirma el Diccionario de Filosofía de J. Ferrater Mora (19121991), el logos ha sido
un vocablo central en la filosofía griega, y luego se incorporó a otros idiomas en
expresiones como ‘lógica’ y en el final de términos como filología, geología, y
muchísimos otros, para designar estudio o conocimiento.
El movimiento de democratización y divulgación tuvo consecuencias decisivas en el
plano intelectual. La palabra entre iguales (Homoioi/isoi) ya no tiene garantías, no
obliga, no puede exigir obediencia. Debe seducir, convencer, vencer. Y los hombres
deben adiestrarse en este nuevo arte discursivo. Comienza así a desarrollarse una
nueva habilidad, saber, técnica, y con ella una nueva profesión: el maestro de
retórica o sofista.
Históricamente la retórica y la sofística, mediante el análisis que ambas llevan a
cabo de las formas del discurso como instrumento de victoria en las luchas en la
asamblea y en el tribunal, abrieron el camino para la reflexión filosófica. Sin
embargo, no todos los pensadores dieron una cálida recepción a esta nueva
actividad. Entre los que le declararon abiertamente la guerra, Platón (427-348 a.C.),
y su discípulo Aristóteles (384-322 a.C.) construyeron una imagen degradada de los
sofistas (término cuya etimología indica que eran «intelectuales que saben hablar»).
La polis griega estableció un modelo de ciudadanía basado en una democracia
directa en el que el debate reemplazó (a veces) a la espada. Los combates fueron
menos sangrientos, pero no menos intensos y no todos podían participar de ellos:
ni las mujeres, ni los niños, ni los esclavos, ni los extranjeros eran considerados
ciudadanos. El inestable equilibrio entre guerra y política es expresado por el
general prusiano Von Clausewitz (1780-1831) en el siglo XIX con una sentencia
famosa. En el siglo XX, el filósofo francés Michel Foucault (1926-1984) realiza una
célebre inversión:
La democracia instituyó la igualdad entre los ciudadanos en relación a sus
posibilidades de participar en la vida pública, pero no pudo instituir la identidad de
aptitudes, ni abolir las pujas de poder. Platón, por ejemplo, inventó una peculiar
concepción de la verdad porque quería diferenciar drásticamente a su maestro (y
con ello a sí mismo) de los demás. Utilizó todas las armas de la polémica para
lograrlo y en gran medida lo consiguió (es bueno recordar que Polemos era el Dios
de la guerra). Platón y sus seguidores consiguieron desacreditar a sus adversarios
de tal forma que los términos «sofisma» y «sofista» tuvieron hasta hace muy poco
tiempo una connotación totalmente peyorativa.
Es famosa la anécdota que narra el dictamen del oráculo de Delfos cuando sostiene
que Sócrates (470-399 a.C.) es el más sabio entre los ateniense. Sorprendido al
saberlo, el supuestamente humilde filósofo, manifestó: «Sólo sé que no sé nada».
A partir de ese momento decidió consagrar su vida a comprender el porqué de las
palabras del oráculo (considerado infalible). Se impuso la tarea de interrogar a sus
conciudadanos respecto de su saber y, a partir de sus respuestas, juzgó que éstos
suponían saber aun cuando no era el caso.
La postura de Sócrates generalmente ha sido interpretada como de una suprema
humildad. Sin embargo, cada vez más estudiosos se inclinan por una lectura
diametralmente opuesta y sostienen que su discurso deja traslucir una inmensa
soberbia. Muchos hoy plantean que la famosa frase «Sólo sé que no sé nada»
sugería claramente que: …los demás ni siquiera saben eso.
Sócrates se dedicó a indagar a sus conciudadanos en la búsqueda de alguno que
fuera más sabio que él, para poner a prueba al oráculo. Examinó a los políticos y a
los poetas, a los trabajadores manuales y a los militares, confirmando una y otra vez
el vaticinio del Oráculo (al menos según su opinión y la de Platón). En cada
conversación, Sócrates se convencía cada vez más que los demás creían saber
algo, aun cuando no sabían, mientras que él estaba convencido de no saber.
¿Qué buscaba Sócrates con este «acoso intelectual»? Según su parecer, el Dios le
había asignado la misión de sacudir la modorra de sus conciudadanos. Para ello
debía pincharlos como si fuera una especie de tábano. En buena parte de la
población de Atenas lo que despertaron estos interrogatorios fue el odio hacia aquel
que los estaba aguijoneando.
¿Buscaba algo Sócrates además de poner a prueba al Oráculo? A través de esas
conversaciones (que Platón llamó diálogos), pretendía hallar la «idea», entendida
como aquello que definía la naturaleza de la cosa en cuestión. Si aceptamos esta
perspectiva, se impone inmediatamente otra pregunta: ¿no han acompañado las
ideas al hombre desde que arribó a la condición de Homo Sapiens? Y si así fuera,
¿qué quiere decir que Sócrates y su discípulo Platón inventaron o crearon las ideas?
En la actualidad usamos el término «idea» de muy distintas formas equiparándolo
con «noción», «concepto», «pensamiento», e incluso con «significado». La filosofía
griega antigua lo utilizaba de un modo peculiar. Sócrates en sus diálogos (o más
bien interrogatorios) buscaba encontrar lo que caracteriza a una determinada
entidad, independientemente de las situaciones particulares. Quería hallar una
respuesta universal y por lo tanto independiente de las distintas situaciones
particulares a las preguntas: ¿qué es la Valentía? ¿qué es la Justicia? ¿qué es el
Bien? ¿qué es la Belleza?
Sócrates evaluaba el saber de los demás comparándolo con el suyo y consideraba
que los otros sabían menos que él porque tenían un saber práctico; lo que él
valoraba, en cambio, era un conocimiento universal. Ese proceso de abstracción y
universalidad del saber tuvo como antecedente y modelo al pensamiento
geométrico que Pitágoras (575-500 a.C. aprox.) y su escuela habían desarrollado
con exquisitez. Los geómetras abstraen de las complejísimas formas del universo
sensible sólo un conjunto muy reducido de ellas: algunas figuras regulares y simples
como los triángulos, polígonos, círculos y elipses… Sócrates aplicó esa metodología
a las cuestiones morales y Platón la extendió a todas las áreas del conocimiento.
La obra de Platón inaugura una forma de pensar y de exponer el conocimiento que
constituye un notable monumento pedagógico. En su tratado político La República,
que fue el primero de Occidente, expuso sus críticas a la educación tradicional
griega, es decir: al legado de Homero.
Platón dedicó una inmensa cantidad de páginas a criticar a los poetas. Desde
nuestra perspectiva actual no es fácil ver qué relación podían tener los poetas con
la política o con la educación. El inglés Eric Haveloc (19031988), uno de lo más
reconocidos estudiosos de la antigüedad griega, advirtió que: «mientras la poesía
ejerciera su reinado absoluto, se alzaba como un obstáculo para el logro de una
prosa eficaz». ¿Quién era el principal interesado en el triunfo de la prosa sobre la
poesía, de la geometría sobre la acción dramática? Precisamente Platón, el
fundador de la Academia, el máximo exponente de una nueva actitud de
conocimiento: la contemplación teórica.
El sistema educativo que prevaleció en Grecia antes de la extensión del hábito de
la escritura y la lectura (que nunca fue demasiado amplia en la Antigüedad) se
basaba en la poesía homérica que era un compendio de la tradición oral. En aquel
tiempo la actividad poética, lejos de ser un modo de expresión individual, era un
compendio del saber social. Constituía la columna vertebral de la formación cultural
y, por tanto, de la política, pues la educación tenía como objetivo central la formación
de ciudadanos. Platón combatió duramente ese sistema.
Los ataques platónicos iban dirigidos contra un procedimiento educacional; más
aún, se dirigían contra una manera de vivir. Platón desplegó todo su saber retórico
para oponerse a la mentalidad poética. Ésa era la base de la enseñanza en la Grecia
Arcaica, pues el saber no se impartía en instituciones especializadas: era parte de
la vida cotidiana.
«Teóricos»: tal el nombre que recibían los hombres que miraban los juegos
olímpicos, para ser diferenciados de los que participaban. Desde aquel tiempo y
aquel escenario hasta la actualidad, la teoría ha implicado siempre una actitud de
distanciamiento, de menoscabo de la conexión afectiva y de privilegio de la lógica.
Ulises, el gran héroe homérico, era un artista del disfraz, un creador de apariencias,
un ejemplo extraordinario de una razón astuta que no temía la transformación ni
adoraba la estabilidad. El pensamiento de Heráclito (544 - 480 a. C aprox.)
conservaba aún esa vitalidad y potencia, aunque se deslizaba peligrosamente hacia
el lenguaje de la abstracción. Parménides, que tuvo gran influencia sobre Platón,
concibió como única realidad a un «Ser» (con mayúsculas), eterno e inmutable. Ante
la evidente variabilidad y diversidad de la experiencia, Parménides de Elea (nació
540 a.C. aprox.) y sus seguidores no tuvieron otra posibilidad que la de escindir el
universo en dos: el mundo aparente y el mundo real.
El pensamiento filosófico se fue separando del mito y su multiplicidad buscando una
realidad única, subyacente, que diera cuenta de toda la experiencia, a la que
considera sólo aparente. Primero Parménides y luego Platón se escandalizaron
ante la dificultad que representaban para el conocimiento la inmensa diversidad y
las múltiples transformaciones que encontramos en el mundo. Concibieron esa
situación como absurda y sentaron las bases de una lógica que Aristóteles
terminaría de desarrollar y que llevaba a una concepción dicotómica, a todos los
niveles.
Aunque de modos muy distintos, tanto Platón como Aristóteles admitieron la
distinción parmenídea y fundaron, a partir de ella, una manera de pensar que separa
radicalmente la sensibilidad y la inteligencia. Platón desvalorizó la experiencia
sensorial, despreció la transformación y la diversidad, y exaltó la actividad
intelectual, las formas definidas y regulares, la estabilidad y la unidad. Aristóteles
construyó una filosofía más matizada que hizo lugar a la sensibilidad en el proceso
de conocimiento. A partir de esa operación conceptual de abstracción, purificación
y separación pudo nacer la idea de una Episteme, es decir de un conocimiento
garantizado, absoluto, verdadero, opuesto a otro que es mera Doxa (opinión).
«… una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en
toda su extensión, a la luz. En ella están unos hombres con las piernas y el cuello
encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos,
porque las cadenas les impiden girar en derredor las cabezas. Más arriba y más
lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los
prisioneros hay un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los
titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los
muñecos. Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan sombras que llevan
toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra
y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.
(…) los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos
artificiales transportados» —Platón, La República, VII, 514
Platón advierte a sus lectores que el camino es arduo. No promete una iluminación
instantánea, pues habiendo salido también él de la oscuridad sabe que la luz es
siempre cegadora. Pero nos dice que ese camino de sacrificios tiene la más valiosa
recompensa: el acceso a la verdad.
En tiempos de Platón no existía distinción alguna entre filosofía y ciencia. A nivel
del conocimiento sólo una división tenía sentido: la que distinguía entre episteme
(conocimiento verdadero) y doxa (opinión). Sócrates fue uno de los que iniciaron el
proceso para establecer esta distinción, pero se negó a escribir y a establecer
doctrina manteniéndose siempre en el campo de la interrogación. Platón, en cambio,
estableció un dogma, sostuvo que era posible arribar a un saber definitivo, seguro,
absoluto: inventó la Verdad en la filosofía. Francois Châtelet, (1925-1985), filósofo
e historiador de la filosofía francés, puso de relieve la importancia del recurso a la
«verdad» como modo de garantizar el sometimiento de los interlocutores.
En la Antigua Grecia era inconcebible una separación entre el conocimiento y la
política. Platón sostenía que el gobierno debía estar a cargo de los filósofos,
precisamente por su saber. La palabra «verdad» existía desde mucho antes de que
naciera el fundador de la Academia, pero no con el significado y la importancia que
adoptó en su filosofía. Apartir de las enseñanzas platónicas y de los aportes y
modificaciones de su discípulo Aristóteles la distinción entre episteme y doxa se
estableció firmemente en la cultura Occidental.
Los Sofistas fueron bastante más humildes en sus pretensiones (tal vez a eso se
deba, en parte, su derrota). No eran aristócratas y su labor como maestros debía
ser recompensada económicamente. Sus reflexiones siempre estaban abiertas a
nuevas posibilidades y su objetivo era explícitamente el de seducir, convencer, o
ganarles a los adversarios. Tampoco pretendían tener un acceso privilegiado a la
realidad, ni pensaban que la verdad pudiera tener dueño; su saber estaba al alcance
de todos quienes quisieran cultivarlo (y pudieran pagarlo).
La idea de un acceso privilegiado a la realidad sólo puede sostenerse una vez que
se ha aceptado la distinción radical entre realidad y apariencia. La discriminación se
fue estableciendo a partir del reconocimiento de las contradicciones en el proceso
de conocer, conjuntamente con la suposición de que había algún método para
acceder directamente a la realidad. Nuestro mundo de experiencia, el mundo que
percibimos a través de los sentidos era para Platón mera apariencia, una versión
degradada y fallida del verdadero mundo: el mundo de las Ideas.

Para Platón el conocimiento verdadero sólo se logra a través de un procedimiento


que denominó anamnesis: el recuerdo. Según esa concepción nuestro mundo
sensible es una mera copia, una versión degradada, borrosa (como las figuras de
sombra de la caverna) del mundo de las Ideas. Antes de nacer, el alma habita en el
mundo ideal, pero al venir a este mundo olvida lo que sabía. Por lo tanto, para
conocer es preciso recordar, a través de la contemplación intelectual, lo que el alma
conoció en el mundo de las Ideas.
Del inmenso legado de la Antigüedad griega, la cultura renacentista y luego la
moderna absorbieron dos concepciones muy diferentes: la platónica y la aristotélica.
Hasta el día de hoy, aunque de modo diferente, ambas concepciones tienen una
fuerte presencia en nuestras vidas. El legado de Platón destaca la importancia de
las matemáticas y sus seguidores buscan, ante todo y sobre todo, encontrar un
modelo matemático satisfactorio para comprender los fenómenos. Los aristotélicos,
en cambio, pretenden dar explicaciones causales y no se conforman sólo con
modelos abstractos: buscan mecanismos productivos.
La diferencia entre las dos concepciones radica en que la perspectiva aristotélica
reconoce y valora la observación y la experimentación. No en vano Aristóteles era
el hijo de un médico cuyo arte no puede reducirse jamás a la contemplación y la
abstracción matemática. A pesar de las grandes diferencias entre los sistemas
ambos coinciden en que la ciencia es un saber de lo universal, lo inmutable, lo
eterno y necesario. Si consideramos sus concepciones cosmológicas, de la que
derivan nuestras teorías actuales, veremos que ambos se inspiraron, aunque con
estilos diferentes, en consideraciones geométricas y de armonía debidas a la
influencia pitagórica.
Tan acostumbrados estamos a tener problemas que raramente pensamos qué es
un problema o por qué tal o cual cosa resulta problemática. Los chinos no
consideraban que las estrellas tenían que moverse de una manera determinada o
que existieran formas más perfectas que otras y por lo tanto nunca creyeron que la
forma de moverse que tenían los planetas era problemática. Platón, en cambio,
guiado por su noción de perfección, y bajo el influjo de la geometría y de su especial
atracción por la simetría, consideró absurdo que los planetas (en griego significa
«astro errante») no se movieran en conjunto con los otros astros siguiendo órbitas
circulares. A partir de esta disonancia entre su experiencia y su expectativa nació
su problema y con él la astronomía como la conocemos.
La demanda de Platón fue satisfecha por Eudoxo (408-355 a.C.) quien propuso un
modelo matemático que en principio podía «salvar las apariencias». Su esquema
permitía dar cuenta de las observaciones que mostraban el avance y retroceso de
los planetas, como si estuvieran producidos por una combinación de movimientos
circulares.
Lo único que Platón quería, y lo que Eudoxo le dio, era un modelo intelectual que
permitiera incluir las observaciones planetarias en un esquema general basado
solamente en el movimiento circular. La expectativa platónica se satisfizo
plenamente con la construcción matemática, pero no sucedió lo mismo con las
aspiraciones de Aristóteles. Éste no se conformó con un esqueleto parcial ni con la
posibilidad de «salvar las apariencias» de forma verosímil: él deseaba (y lo
construyó) un modelo cosmológico que explicara causalmente el funcionamiento del
universo.
Eudoxo no buscaba (y por tanto no encontró) explicaciones físicas de su modelo de
esferas. No estaba interesado en su realidad física sino en la coherencia
matemática. Sus conglomerados de esferas no eran más que fórmulas geométricas,
meros expedientes de cómputo. Fueron Aristóteles y luego Ptolomeo (85-165 d.C.
aprox.) quienes se hicieron cargo de buscar las explicaciones causales y construir
un sistema astronómico funcional.
Aristóteles trabajó afanosamente para construir una visión de conjunto que no fuera
sólo un esquema verosímil en el que ubicar las observaciones sino también que
permitiera comprender y explicar las causas de su funcionamiento. Para hacerlo
tuvo en cuenta tanto los aspectos lógicos como los físicos, sin olvidarse de los
estéticos. Su cosmovisión, además de estar construida a partir de argumentos
empíricos sólidos que la sostuvieron a lo largo de varios siglos, ha sido central en el
armazón intelectual de la cultura occidental y es de una belleza cautivante. Esa
cosmovisión fue despreciada por los positivistas modernos y recién comenzó a ser
revalorizada hacia mediados del siglo XX gracias a la labor de nuevas corrientes de
investigación histórica, entre cuyos trabajos se destacan los del historiador francés
Alexandre Koyré (1892-1964) y del norteamericano Tomás Kuhn (1922-1996).
Platón consideraba que un número infinito de teorías podía explicar cualquier
observación y que a partir de estudios empíricos nunca podríamos determinar
exactamente cuál de ellas era la verdadera. Su postura funda una concepción
instrumentalista del conocimiento: las teorías son herramientas útiles, no
descripciones de la verdadera realidad.

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