Los Dones-Juan Pablo II
Los Dones-Juan Pablo II
Los Dones-Juan Pablo II
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1. Con la perspectiva de la solemnidad de Pentecostés, hacia la que conduce el período pascual, queremos
reflexionar juntos sobre los siete dones del Espíritu Santo que la Tradición de la Iglesia ha propuesto
constantemente basándose en el famoso texto de Isaías, referido al "Espíritu del Señor" (cf. Is 11, 1-2).
El primero y mayor de tales dones es la sabiduría, la cual es luz que se recibe de lo alto: es una participación
especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios. En efecto, leemos en la Sagrada
Escritura: "Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a
cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza" (Sb 7, 7-8).
Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias
al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. Santo Tomás
habla precisamente de "un cierto sabor de Dios" (Summa Theol. II-II, q.45, a. 2, ad. 1), por lo que el verdadero
sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.
2. Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la
medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del
mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los
mismos ojos de Dios.
Un ejemplo fascinante de esta percepción superior del "lenguaje de la creación, lo encontramos en el "Cántico de
las criaturas" de San Francisco de Asís.
3. Gracias a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus aspiraciones, sus proyectos, sus
realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz "que viene de lo Alto",
como lo han testificado tantas almas escogidas también en nuestros tiempos y, yo diría, hoy mismo por Santa
Celia Barbieri y por su luminoso ejemplo de mujer rica en esta sabiduría, aunque era joven de edad.
En todas estas almas se repiten las "grandes cosas" realizadas en María por el Espíritu. Ella, a quien la piedad
tradicional venera como "Sedes Sapientiae", le lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas
celestes.
1. En esta reflexión dominical deseo hoy detenerme en el segundo don del Espíritu Santo: el entendimiento.
Sabemos bien que la fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda con
el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, este impulso interior nos viene del Espíritu, que
juntamente con la fe concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de intuición de la verdad
divina.
La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo.
Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de Dios" (1 Co 2, 10), comunica al creyente
una chispa de esa capacidad penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de
Dios. Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los cuales, tras haber reconocido al
Resucitado en la fracción del pan, se decían uno a otro; "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con
nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lc 24, 32).
2. Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores que,
como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cf. Jn 14, 26; 16,
13) y a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (cf. 1 Jn 2, 20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe"
(sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.
Efectivamente, la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las cosas divinas, hace también
más límpida y penetrante la mirada sobre las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos
de Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no puramente terrena de los
acontecimientos, de los que está tejida la historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el
tiempo presente y el futuro: ¡signos de los tiempos, signos de Dios!
3. Queridísimos fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia: "Ven, Espíritu divino, manda tu
luz desde el cielo" (Secuencia de Pentecostés).
Invoquémoslo por intercesión de María Santísima, la Virgen de la Escucha, que a la luz del Espíritu supo escrutar
sin cansarse el sentido profundo de los misterios realizados en Ella por el Todopoderoso (cf. Lc 2, 19 y 51). La
contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente de alegría inagotable: "Proclama mi
alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador" (Lc 1, 46 s.).
1. La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en los domingos anteriores, nos lleva
hoy a hablar de otro don: el de ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en
su relación con el Creador.
Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto
particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las
cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer
de ellas el fin supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del
poder que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que
el mundo se postra demasiado a menudo.
2. Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias nefastas a las que puede llevar he aquí que
el Espíritu Santo socorre al hombre con el don de ciencia. Es ésta la que le ayuda a valorar rectamente las cosas
en su dependencia esencial del Creador. Gracias a ella ―como escribe Santo Tomás―, el hombre no estima las
criaturas más de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia vida (cf. S. Th., II-II, q. 9, a. 4).
Así logra descubrir el sentido teológico de lo creado viendo las cosas como manifestaciones verdaderas y reales,
aunque limitadas, de la verdad, de la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se siente
impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos, oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas
veces y de múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quién no se acuerda de alguna de dichas
manifestaciones? "El cielo proclama la gloria de Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19,
2; cf. Sal 8, 2), "Alabad al Señor en el cielo alabadlo en su fuerte firmamento... Alabadlo sol y luna, alabadlo
estrellas radiantes" (Sal 148 1. 3).
3. El hombre, iluminado por el don de ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita distancia que separa a las
cosas del Creador, su intrínseca limitación, la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal
uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y le empuja a volverse con mayor ímpetu y
confianza a Aquel que es el único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
Esta ha sido la experiencia de los Santos; también lo fue ―podemos decir―, para los cinco Beatos que hoy he
tenido la alegría de elevar al honor de los altares. Pero de forma absolutamente singular esta experiencia fue
vivida por la Virgen que, con el ejemplo de su itinerario personal de fe, nos enseña a caminar "para que en medio
de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en la verdadera alegría" (Oración del domingo XXI
per annum).
1. Al regresar del viaje pastoral que me ha llevado a Madagascar, isla de La Reunión, Zambia y Malawi, siento la
necesidad de dar gracias ante todo a Dios por el servicio apostólico que he podido realizar entre aquellas
amadas poblaciones. Guardo en el corazón el recuerdo conmovido del impulso generoso con el que los fieles de
aquellas jóvenes Iglesias viven su adhesión al Evangelio.
Un pensamiento agradecido dirijo también a los hermanos en el Episcopado y a sus colaboradores eclesiásticos
y laicos, que se han esforzado tanto por el éxito de la visita. Doy las gracias también a las autoridades civiles por
la cordial disponibilidad con la que me han acogido y asimismo doy las gracias a los que han trabajado en los
diversos servicios, y se han prodigado a fin de que todo se desarrollase de la mejor manera posible.
No me detengo ahora en los contenidos de la visita, porque pienso volver sobre ella en una próxima audiencia
general.
2. Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy tomamos en consideración el don de consejo.
Se da al cristiano para iluminar la conciencia en las opciones morales que la vida diaria le impone.
Una necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos motivos de crisis y por una
incertidumbre difundida acerca de los verdaderos valores, es la que se denomina "reconstrucción de las
conciencias". Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores destructivos que fácilmente se
insinúan en el espíritu humano, cuando está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos sanos
y positivos.
En este empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera línea: de aquí la invocación que
brota del corazón de sus miembros ―de todos nosotros― para obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto.
El Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de consejo, con el cual enriquece y
perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer,
especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un
camino que recorrer entre dificultades y obstáculos. Y en realidad la experiencia confirma que "los pensamientos
de los mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas", como dice el Libro de la Sabiduría (9, 14).
3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que
corresponde, lo que conviene más al alma (cf. San Buenaventura, Collationes de septem donis Spiritus Sancti,
VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el "ojo sano" del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una
especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor qué hay que hacer en una determinada
circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil. El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero
sentido de los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de la montaña (cf. Mt 5-7).
Por tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo particular, para los Pastores de la
Iglesia, llamados tan a menudo, en virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.
Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, la Madre del
Buen Consejo.
1. "Veni, Sancte Spiritus!". Esta es, muy queridos hermanos y hermanas, la invocación que hoy, solemnidad de
Pentecostés, se eleva insistente y confiada desde toda la Iglesia: Ven, Espíritu Santo, y "reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos" (Secuencia de Pentecostés).
Entre estos dones del Espíritu hay uno sobre el que deseo detenerme esta mañana: el don de la fortaleza. En
nuestro tiempo muchos exaltan la fuerza física, llegando incluso a aprobar las manifestaciones extremas de la
violencia. En realidad, el hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el campo espiritual
y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones internas y a las presiones que sobre él ejerce el ambiente
circundante.
2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de
las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de
quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.
Esta virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida la práctica tanto del ceder y del
acomodarse como la del atropello y de la dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y
la agresividad son dos formas de falta de fortaleza que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano,
con la consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y vil con los poderosos, petulante y
prepotente con los indefensos.
3. Quizás nunca como hoy la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don
del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da vigor al alma no sólo en momentos
dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por
permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas y ataques injustos; en la perseverancia
valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la honradez.
Cuando experimentamos, como Jesús en Getsemaní, "la debilidad de la carne" (cf. Mt 26, 41; Mc 14, 38), es
decir, de la naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas, tenemos que invocar del
Espíritu Santo el don de la fortaleza para permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces
podremos repetir con San Pablo: "Me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las
persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte" (2
Co 12, 10).
4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo
campo del apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en nuestro tiempo, han conocido y
conocen el martirio del cuerpo y del alma, en intima unión con la Mater Dolorosa junto a la cruz. ¡Ellos lo han
superado todo gracias a este don del Espíritu!
Pidamos a María, a la que ahora saludamos como Regina coeli, nos obtenga el don de la fortaleza en todas las
vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.
La ternura, como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la oración. La experiencia de la propia
pobreza existencial, del vacío que las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad de
recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda, perdón. El don de la piedad orienta y alimenta dicha exigencia,
enriqueciéndola con sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado como Padre providente y
bueno. En este sentido escribía San Pablo: "Envió Dios a su Hijo,... para que recibiéramos la filiación adoptiva.
La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama:
¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo..." (Ga 4, 4-7; cf. Rm 8, 15).
2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el
don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo
su corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano "piadoso"
siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la
Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación
fraterna.
El don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la
amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón.
Dicho don está, por tanto, a la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización
del amor.
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de
María modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías
lauretanas saluda como Vas insignae devotionis, nos enseñe a adorar a Dios "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23)
y a abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por tanto, nuestros hermanos. Se lo
pedimos con las palabras de la "Salve Regina": "¡...O clemens, o pia, o dulcis Virgo María!".
1. Al regreso de mi peregrinación apostólica a los países de la Europa septentrional, sobre la cual hablaré
próximamente para exponer algunas consideraciones, os pido desde ahora que deis gracias a Dios conmigo por
lo que me ha sido dado realizar de acuerdo con la misión pastoral que se me ha encomendado.
Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo. El último, en orden de
enumeración de estos dones, es el don del temor de Dios.
La Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de
qué temor se trata? No ciertamente de ese "miedo de Dios" que impulsa a evitar pensar o recordarse de Él,
como de algo o de alguno que turba e inquieta. Este fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a
nuestros progenitores, después del pecado, a "ocultarse de la vista de Yahveh Dios por entre los árboles del
jardín" (Gn 3, 8); éste fue también el sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que
escondió bajo tierra el talento recibido (cf. Mt 25, 18. 26).
Pero este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto de temor-don del Espíritu. Aquí se trata de algo
mucho más noble y sublime; es el sentimiento sincero y
trémulo que el hombre experimenta frente a la tremenda majestad de Dios, especialmente cuando reflexiona
sobre las propias infidelidades y sobre el peligro de ser "encontrado falto de peso" (Dn 5, 27) en el juicio eterno,
del que nadie puede escapar. El creyente se presenta y se pone ante Dios con el "espíritu contrito" y con el
"corazón humillado" (cf. Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe atender a la propia salvación "con temor y
temblor" (Flp 2, 12). Sin embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de responsabilidad y de fidelidad
a su ley.
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no
excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo divino, la
suaviza con la fe en a misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna de Dios que quiere la salvación
eterna de todos. Sin embargo, con este don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial, que es
un sentimiento arraigado en el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a Dios, amado como
Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).
3. De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el amor a Dios, depende toda la práctica de las virtudes
cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos.
Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos míos, purifiquémonos de toda mancha
de la carne y del espíritu, consumando la santificación en el temor de Dios" (2 Co 7, 1).
Es una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad transgredimos la ley de Dios, ignorando
o desafiando sus castigos. Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del santo temor
de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje
celeste "se conturbó" (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad que se le confiaba, supo
pronunciar el "fiat" de la fe, de la obediencia y del amor.
Fuente: vatican.va