Historia
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Escuela de Artes Plásticas
Moda
Del Realismo al Modernismo
Ángela Hurtado Pimentel
A02108
Prof. Carlos Guillermo Montero
2 de noviembre del 2004
Moda
Del Realismo al Modernismo
La moda es una continua transición, un carnaval eterno de escotes
submarinos y ruedos inalcanzables, tacones como torres, pelucas empolvadas y
sombreros de ave mitológica. La exuberancia de la ropa en el fin del siglo XIX y
comienzos del XX se refleja en los cuadros de los artistas obsesionados con
representar el ideal de la vida moderna: la moda participa en las sesiones de
música, se guarda en los tocadores de las amantes refinadas y se muestra
escandalosamente en el teatro, detrás de un elegante abanico.
La moda más elegante, elaborada y mejor conservada pertenece a las
clases más altas, como es de esperar. Por esto, resulta muy difícil encontrar
indumentarias de las clases menos privilegiadas, pero eso no debe dar la
equivocada impresión de que las clases obreras no recibían las influencias de la
moda de su tiempo. En ese entonces ocurría como ahora: no todos pueden poseer
una elaborada pieza de diseñador. La historia y los museos son más amables y
ciertamente más democráticos: nos permiten disfrutar de la suprema elegancia
de un vestido de noche sin someternos a la variada tortura de un corsé. Así,
disfrutemos por una noche de la extravagante elegancia de una época que aún
nos visita.
Moda victoriana
“Did not Velásquez paint crinolines? What more do you want?”
Whistler, Ten O’clock Lecture
Durante la época victoriana, la prosperidad económica permitió que los
trajes de las mujeres de alta sociedad fuesen cada vez más complejos. Una mujer
vestía adecuadamente si su atuendo se componía de interminables capas de tela,
bordados, aplicaciones y cintas, tanto en la recatada ropa interior como en la
capa exterior de sus vestiduras.
A la misma vez, la estabilidad social propició una gran cantidad de
actividades elegantes, en los cuales las mujeres debían presentarse
exquisitamente ataviadas. Incluso, existían severas disposiciones en lo que
concernía al vestido en actividades como la ópera, el teatro y las carreras de
caballos, como la famosa carrera de Ascot, en Inglaterra. La moda durante esta
época recibió la mayor parte de sus influencias de Francia, donde se generaba el
estilo que debían seguir las mujeres aristocráticas y cosmopolitas.
Las condiciones sociales lograron que la moda se mantuviese casi
inalterable por un buen tiempo. Aunque el movimiento de igualdad entre los
sexos y el deporte generaron algunos cambios en el vestir, el teatro se convirtió
en la mayor fuente de influencias para la moda cotidiana. Algunas importantes
actrices como Sarah Bernhardt o Eleonora Duse se aliaron con Worth o Doucet,
notables modistos, para elaborar sus vestuarios. De este modo, los ensayos y
presentaciones se convirtieron en publicidad para las casas de costura.
Los opulentos vestidos de la época consumían una enorme cantidad de
materiales. Las mejoras en telares y tintes y la invención de la máquina de coser
satisficieron la demanda de miriñaques y sus sobrefaldas, que necesitaban
muchísimos metros de tela. La producción de ropa activó la decaída industria de
la seda y se aprovechó de la invención de nuevos tintes químicos, como la
anilina, para brindar mayor variedad a las telas.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, las mujeres vestían recatados
trajes que cubrían los prominentes escotes, y se enfundaban en capas de ropa
interior y exterior profusamente decoradas. La silueta de reloj de arena se
consideraba la más femenina, por lo que las mujeres vestían corsés y crinolinas
para lograr el efecto de una cintura minúscula y una falda abombada.
El corsé de la época se confeccionaba con ballenas de acero, que daban
rigidez a la tela, y se solía llevar por encima de una camisilla de algodón. El corsé
se ataba con fuerza por delante o por detrás y constreñía el cuerpo para lograr la
minúscula cintura de la época.
Originalmente, la crinolina fue concebida con el único fin de ostentar y
figurar en las cortes europeas y dominó la moda femenina durante la época
victoriana. Al principio, esta estructura cónica se construía con numerosas capas
de enaguas que proporcionaban a la falda el vuelo deseado, pero estas capas de
tela se reemplazaron con una armazón de crin de caballo, más liviana. En 1850,
fue sustituida por los miriñaques en forma de jaula, hechos con aros de acero
flexible
La cintura delgada y frágil y el elegante balanceo de la falda eran
productos de estas engorrosas estructuras. La estricta moralidad de la época se
beneficiaba del diámetro de las faldas con crinolina, que impedía a los hombres
acercarse a las damas más allá del borde de sus enaguas.
Con el tiempo y las burlas de la sociedad, la crinolina pasó de moda,
principalmente por su absurda incomodidad. El modisto Worth la sustituyó por
el polisón, una estructura que permitía que la falda cayese recta en el frente y se
abombara en la parte de atrás. Desde 1864, Worth comenzó a recoger la tela de la
enagua hacia atrás, formando colas y pliegues, hasta que, en 1869, incluyó la
estructura del polisón para reemplazar al miriñaque.
Algunas mujeres se opusieron a estas torturas disfrazadas de ropa
interior, entre ellas Amelia Jenks Bloomer, miembro del movimiento de
emancipación de la mujer. A principios de la década de 1850, ella recomendó el
uso de “pantalones turcos”, amplios y sueltos pantalones bombachos, con muy
poco éxito. Era impensable que una mujer vistiese pantalones en esa época, por
lo que los “bloomers” fueron ridiculizados y no se aceptaron hasta unos 30 años
después, cuando se hicieron populares como atuendo para ciclismo femenino.
Encima de las crinolinas, miriñaques, polisones y ropas interiores, las
mujeres llevaban una extraordinaria cantidad de tela en forma de pliegues, colas,
túnicas, delantales, drapeados, pasamanerías, bufandas, encajes y fruncidos. Esta
abundancia “hacía eco de las extravagancias de la tapicería, evocaba la
conglomeración en los elegantes cuartos repletos de cortinas con flecos, sillas con
botones y plantas” (Boucher).
Existía un estricto código de vestimenta que regía el atuendo según las
circunstancias, la edad y la hora. Las mujeres de alta extracción podían mudarse
de vestido unas 7 u 8 veces al día: “por ejemplo, los siguientes nombres de
vestidos son indicativos de las ocasiones para las cuales las mujeres estaban
obligadas a cambiarse de ropa: vestido de mañana, vestido de tarde, vestido para
ir de visita, vestido de noche (para el teatro), vestido de baile, vestido para una
cena de etiqueta, vestido para estar en casa (antes de acostarse) y, por último,
camisón” (Fukai et al.). Con esta lógica, surgieron los vestidos de té a mediados
del siglo XIX: atuendos sencillos para usar antes de la cena, bajo los cuales la
mujer podía incluso quitarse el corsé. Hacia 1870, este vestido se había
complicado tanto que incluía largas colas, mangas, cintura alta y una amplia
caída por detrás.
Una mujer elegantemente ataviada podía llevar todas estas prendas:
calzones largos, camisola, corsé, cubrecorsé, polisón, medias bordadas, falda,
sobrefalda, volante guardapolvos (para no ensuciar la cola), corpiño, chal,
guantes, abanico, sombrilla, sombrero y zapatos. Todo esto se decoraba
profusamente con flecos, volantes, encajes, cintas y bordados, hasta casi
desaparecer la silueta de la dama en cuestión.
El tocado era tan elaborado como el vestido puesto que las mujeres
copiaron el estilo francés, con el cabello partido en el centro, y agregaron rizos y
un moño enrollado, decorado con flores. Los sombreros continuaban de moda, se
adornaban con plumas y cintas y se llevaban en lo alto de la cabeza. Hacia 1870,
el cabello se peinaba a la manera prerrafaelista, es decir, suelto y largo, de
manera muy natural. Sin embargo, a finales de la década de 1880, los
“pompadours” se pusieron de moda, lo que exigía que las mujeres peinaran sus
cabellos hacia arriba y agregaran postizos para aumentar la altura de su peinado.
Una de las piezas de joyería más populares eran los camafeos, tallas en
concha de retratos o escenas campestres, que se llevaban como gargantillas con
una cinta negra. Originalmente, los camafeos se tallaban en piedras duras, como
ágata, ónice o sardónice, y fueron muy populares en Grecia durante la época
helenística. Las copias de camafeos recobraron popularidad en los siglos XVIII y
XIX.
En comparación con los extraordinarios afeites femeninos, los hombres
llevaban ropa más cómoda. La moralidad los confinaba a nunca aparecer ante
una mujer en mangas de camisa, por lo que solían llevar un “abrigo‐saco”. Esta
prenda era apropiada para viajes o negocios, y se caracterizaba por ser suelta,
con solapas y cuello pequeños y bolsillos. Un atuendo formal consistía en un
sombrero de copa, abrigo, chaleco, corbata y pantalones.
La Belle Époque
“Fashion is a form of ugliness so intolerable that we have to alter it every
six months.”
Wilde.
La última década del siglo XIX se conoce como los Gay Nineties, y desde
1890 hasta 1910 floreció el estilo eduardiano, cuyo nombre fue tomado del
sucesor de la reina Victoria. Este período fue un ambiente de transición, en el que
surgieron dos importantes modificaciones en el atuendo femenino: la silueta en S
y el traje sastre.
La primera de estas tendencias evolucionó a partir de la ropa interior. Las
ballenas que formaban el corsé se habían curvado para lograr unas caderas muy
llenas, una pequeña cintura y busto muy prominente. El polisón contribuía a
aumentar el “derrière” y a moldear la silueta. Vistas de perfil, las mujeres
mostraban una línea ondulada que “se parecía a las sinuosas formas orgánicas
que eran el ideal del modernismo. En especial, la línea vaporosa de la falda
acampanada con cola se parecía al motivo floral tan frecuente en los artistas
modernistas” (Fukai et al.).
Las faldas se recogían sobre las caderas y caían, largas, hasta el piso. Los
trajes se confeccionaban con telas suntuosas, encajes y cintas. Los vestidos de
noche estaban fabulosamente decorados y mostraban los hombros. Para la parte
posterior de las enaguas se utilizaba una gran cantidad de tela en los recogidos,
pliegues y colas.
La ropa de día se confeccionaba en lino, terciopelo o lana, de colores pastel
claros o apagados. El corte solía ser más sencillo que el de los vestidos de noche,
realizados en sedas, encajes, tules, “chiffon”, satén y crespón de China. Los
ornamentos requerían materiales nobles: plumas de avestruz, bordados con oro y
pedrería. A pesar de los generosos escotes, en las noches de esta época seguían
utilizándose guantes largos y abanicos.
Hacia 1900, las faldas perdieron volumen, pero este subió por las mangas,
creando un “revival” de las mangas jamón, olvidadas en la década de 1830. Este
estilo ahuecaba las mangas en el hombro, las recogía desde el codo y las
estrechaba hasta la mano para cubrir los nudillos. Con el tiempo, esta moda
declinó, y la silueta de los vestidos se ajustó al cuerpo siguiendo sus líneas
naturales, aún acentuadas firmemente por el corsé.
Para compensar visualmente la doblada silueta de la época, se pusieron de
moda los sombreros, cuya envergadura envidiaban las bandejas de té. Los
tocados se sostenían al peinado con elaborados alfileres y se ornamentaban con
plumas de avestruz, cintas, encajes y exóticos pájaros disecados. Si querían
sostener la cabeza en alto, las mujeres debían usar cuellos estrechos y rígidos. Las
carreras de Ascot eran el escaparate para estas creaciones, que debían combinar
con el vestido, como se aprecia en una hermosa escena de la película “My Fair
Lady”.
Las damas decoraban sus amplios escotes con libélulas y pavo reales
modernistas. Se puso de moda la joyería Art Nouveau, creada por maestros
como René Lalique, francés que diseñaba joyas para Sarah Bernhardt y otras
damas tan influyentes y elegantes como la actriz.
Por otra parte, el traje sastre para las mujeres se tomó prestado del
atuendo masculino para montar a caballo. Precursor de la moda unisex del siglo
XX, este atuendo se adoptó para que las mujeres pudiesen practicar deportes y
viajar con más comodidad. El traje estaba formado por la eterna falda larga, una
chaqueta y una camisa corta o blusa debajo de aquella, y estaba mucho menos
decorado que los atavíos de uso diario.
La adopción del este traje obedeció a una razón primordial: la alta
sociedad tenía más oportunidades para disfrutar de actividades ociosas. El
deporte se consideró una opción saludable, al igual que los viajes para escapar de
los rigores del verano o del invierno. Un estilo de vida más activo requería un
vestido apropiado: el tailleur, o traje sastre, que consistía en una chaqueta
ajustada y una falda doble, cuya parte superior estaba recogida. Pocos adornos se
permitían; solía llevarse un ribete o trencilla en un color contrastante.
Las mujeres practicaban tenis, esquí y golf, y podían montar a caballo,
pero nunca a horcajadas. Era absolutamente inapropiado que una dama no
montase de lado, y por esta razón se crearon unas faldas especiales, que
permitían recoger una rodilla hacia arriba. Esta falda se utilizaba por encima de
pantalones y botas de equitación iguales que las de los hombres y el atuendo se
completaba con las consabidas chaqueta y blusa a juego con la falda.
En esta época se popularizaron los baños de mar, aprovechando los
descubrimientos médicos. Los doctores proclamaron las propiedades
beneficiosas del agua salada, por lo que las clases altas se acercaron a la orilla del
mar para un corto chapuzón. Las damas encumbradas vestían recatadísimos
trajes de baño que incluían blusas largas y pantalones bombachos. El atuendo
tapaba la mayor cantidad de piel posible y era muy impráctico.
El epítome de la mujer activa se materializó en la chica Gibson, una serie
de ilustraciones realizadas por el estadounidense Charles Dana Gibson,
publicadas a partir de 1887. Este se inspiró en su mujer, Irene Langhorne Gibson,
para crear a esta muchacha alta, delgada y elegante, ataviada perpetuamente con
camisas almidonadas y largas faldas abullonadas. La chica Gibson se las
ingeniaba para ejercitarse con semejante atuendo de cintura encorsetada y
enorme sombrero emplumado. Estas ilustraciones fueron tan populares en los
Estados Unidos como en Europa e inspiraron un estilo de vida moderno y activo;
en materia de moda, la chica Gibson desencadenó un estilo natural y fresco para
las mujeres de la época.
Durante la Belle Époque, los atuendos comenzaron a seguir los contornos
del cuerpo gracias al deporte y a las chicas Gibson, tan activas como atractivas, y
también gracias al espíritu siempre cambiante de la moda, agotada de los
caprichosos corsés. Inspirados en las exposiciones universales y en el estilo
exótico y japonés, los diseñadores, como Paul Poiret, se alistaron para erradicar
el corsé.
La aparición de la alta costura y de los primeros diseñadores
“The 1870 Revolution is not much in comparison with my revolution: I
dethroned the crinoline!”
Worth.
“La moda necesita un tirano.”
Poiret.
Desde la época victoriana, París se estableció como la capital de la alta
costura, pero fue un inglés quien se convirtió en el más importante diseñador
parisino. Charles Frederick Worth se formó en la industria textil londinense, pero
a los 20 años llegó a París y, trece años después, en 1857, abrió su propia casa de
moda.
Se dice que “la palabra modisto se creó especialmente para calificar a
Worth, que había conseguido unir la técnica inglesa del corte con el derroche de
elegancia propio de los franceses” (Seeling). Por tanto, no sorprende que
“monsieur” Worth dominara la alta costura parisina y londinense por casi medio
siglo. La alta costura nació con “monsieur” Worth, y para él se creó ese
distinguido término. Así se denomina el segmento más caro, suntuoso y personal
del diseño de modas, en el que no se escatiman materiales ni horas de trabajo
para producir un vestido fastuosamente ornamentado.
El inglés se convirtió en el primer modisto célebre al firmar sus prendas
como si fuesen obras de arte y presentar una colección nueva cada año. Esta treta
comercial le sirvió para aumentar el volumen de sus ventas. Así sentó las bases
de la alta costura, una expresión acuñada para designar sus lujosos modelos,
favorecidos por las emperatrices Isabel de Austria, o Sissi, y Eugenia, esposa de
Napoleón III, y las actrices Sarah Bernhardt y Eleonora Duse.
Worth introdujo otras importantes novedades: redujo la crinolina y creó el
polisón, ayudó a activar la industria de la sedería en Lyón, fue el primero en
utilizar los nuevos tintes químicos y comenzó a utilizar mannequins, jóvenes
modelos, para presentar sus colecciones. Lo interesante es que sus modelos eran
escogidas por su parecido con las clientes y no encarnaban un ideal de mujer,
sino a una mujer en específico.
Worth murió en 1895, pero el negocio continuó con sus hijos, quienes
presentaron vestidos de su casa de modas en el Pavillion de l’Élégance, en la
Exposición Universal de 1900.
Los sucesores de Worth alojaron en su taller a Paul Poiret, quien se
convertiría en el siguiente modisto más importante. A él se le atribuye la
desaparición del corsé, pero únicamente por motivos estéticos, pues le
desagradaban las siluetas encorsetadas: “Resulta sorprendente que, en lo que a
moda se refiere, Poiret siga siendo considerado el artífice de la liberación de las
mujeres, sobre todo si pensamos que lo único que le importaba era su propia
fama, y que para él la medida de las cosas era su propio gusto” (Seeling).
El diseñador sustituyó el corsé por sujetadores flexibles, que se
acomodaban mejor a sus vestidos de corte sencillo y alegres estampados. Por
supuesto, con el tiempo, el estilo de Poiret empezó a perder su sencillez y se
envolvió en el lujo oriental. Poiret impuso los caftanes, pantalones bombachos,
velos y kimonos sacados de un harén, y los decoró con profusión de lujosos
bordados para destacar su exotismo. Los ballets rusos impulsaron este estilo casi
barroco.
Poiret rebasó el concepto de modisto para convertirse en el primer
diseñador del siglo. Además de sus vestidos, creó accesorios y elementos de
decoración interior, pero después de la I Guerra Mundial encontró un público de
mujeres tan liberadas que ya no hacían caso al antiguo tirano de la moda.
Orientalismo
“Is that the Queen Herodias, she who wears a back mitre sewn with pearls
and whose hair is powdered with blue dust?”
Wilde, Salomé.
La influencia del arte japonés, primero en las estampas y luego en los
tejidos y otros objetos decorativos, comenzó a infiltrarse desde la década de 1860.
Las grandes exhibiciones permitieron la introducción de estos elementos exóticos
que no tardaron en aparecer en la moda. Las mujeres comenzaron a llevar
kimonos como batas de estar en casa. También empezó a utilizarse para los
vestidos occidentales el tejido rinzu, un tipo de tela blanca bordada con la que se
confeccionaban los kimonos de las mujeres de la clase samurái.
El estilo japonés apareció en abanicos, sombrillas y botones decorados,
zapatillas y elegantes bolsos, y en los nuevos diseños de la seda de Lyón. Los
bordados también mostraron figuras japonesas: crisantemos, pavos reales,
cerezos floridos, iris, olas y plantas marinas, etc.
La evolución de las siluetas continuó vertiginosamente. A partir de 1903,
Paul Poiret empezó a introducir modelos que no requerían el uso de corsés y
emprendió una cruzada personal por modificar las formas del vestido. En 1906,
apreció el “estilo helénico”, de cintura alta y sin los constreñimientos del corsé.
En este momento se lanzan los primeros sujetadores o brassières. Poiret trasladó
el centro de gravedad de la figura femenina hacia los hombros, desde la cintura,
por lo cual sus diseños tendían a recargar más la parte superior del cuerpo y no
enfatizaban la cintura y las caderas.
La presentación de los ballets rusos en 1909 inspiró a Poiret una línea de
pantalones de odalisca, turbantes, kimonos y velos muy orientales. El exotismo
del Japón y el Medio Oriente caracterizaron las creaciones de Poiret y de otra
casa de modas, Callot Soeurs. El lujo de los trajes del ballet invadió los roperos y
las decoraciones de interiores de la decadente sociedad de comienzos de siglo.
La envarada silueta en S empezó a relajarse, y poco a poco fue sustituida
por los envolventes vestidos orientalizados. Las formas suaves y exóticas cubrían
el cuerpo con una suerte de túnicas que se cruzaban al frente y se sostenían con
una ancha tira de tejido o una cinta decorada. Este cinturón marcaba una cintura
alta, casi estilo imperio. Por debajo de la túnica, que solía ser transparente, se
llevaban pantalones bombachos o una suave falda muy larga. El cuello tipo
kimono permitía un escote más pronunciado y eliminaba el alto cuello
característico de los diseños eduardianos.
Se utilizaban ricos tejidos: sedas bordadas, gasas, chiffones, encajes de tul,
rasos, lamés de seda e, incluso, terciopelos y pieles para los abrigos tipo kimono.
Los motivos de los estampados podían ser alegres y coloridos o exóticos y
lujosos. Los adornos eran extraordinarios y decididamente costosos: telas
bordadas y estampadas con motivos orientales, profusión de cintas, abalorios y
pasamanerías, flecos, encajes de bolillos, pedrería y enormes plumas en los
turbantes.
La pasión por lo lejano y exótico alcanzó incluso a Grecia. El hijo del
pintor Mariano Fortuny, llamado igual que su padre, diseñó un fabuloso vestido
que recuerda una columna clásica. El Delphos era un sencillísimo diseño
elaborado en una sola pieza de seda plisada con una técnica que aún se
desconoce, y llevaba cuentas de cristal de Murano en las costuras de la sisa y los
laterales. Estos vestidos se habían creado para ser utilizados sin corsé, por lo cual
solían llevarse sólo en casa, complementados con alguna de las batas estilo
kimono elaboradas por el mismo diseñador.
A la liberación de la silueta femenina no sólo contribuyeron las actrices,
sino también una triada de bailarinas, quienes preconizaban la libertad de
movimientos y una cierta desnudez, admisible sólo porque eran danzarinas
exóticas. La mítica Isadora Duncan y Mata Hari, la famosa espía, bailaban
cubiertas por tenues gasas y habían renunciado al corsé; mientras que existen
numerosas representaciones de Loïe Fuller, considerada representante del
modernismo por las ondulantes serpentinas y velos con los que danzaba.
A todo esto, en Austria se desarrollaba una vertiente propia del diseño de
moda. Los Talleres Vieneses promovían cambios en el corsé desde 1900, y Henry
van de Velde se había propuesto darle una nueva forma “lógica y constructiva”.
La necesidad de coherencia entre las diferentes manifestaciones artísticas y la
búsqueda de un arte “total” obligó a que los Talleres Vieneses abrieran una
sección de moda que fuese coherente con el resto de sus diseños.
En un principio, los trajes seguían una lamentable línea en forma de saco,
objeto de innumerables burlas y caricaturas. Sin embargo, sus intenciones eran
nobles: se buscaba la comodidad en el atuendo femenino. Con el tiempo, la
ornamentación asumió un papel más importante que el corte, adaptándose a los
diseños de artes decorativas con excelentes materiales. Los textiles fueron
elevados a la categoría de obras de arte con ayuda de Gustav Klimt, quien diseñó
y confeccionó vestidos con las fabulosas telas que aparecen tan comúnmente en
sus delirantes pinturas.
La moda masculina proseguía sin cambios excesivos desde comienzos del
siglo XIX: los hombres continuaban llevando trajes sastres o ternos, corbatas,
chalecos, sombrero de copa y, en ocasiones elegantes, levita o frac. A pesar de
esta aparente falta de cambios, surge el dandi.
Anclado en las tradiciones de la clase alta, este personaje era un maestro
del detalle, único aspecto que consentía permutaciones en el atuendo masculino.
El dandi luchaba contra la democrática tendencia a uniformar la indumentaria:
«como no se podía cambiar el tipo fundamental del vestido masculino sin atentar
contra el principio democrático y laborioso, fue el detalle (“nadería”, “nosequé”,
“manera”, etc.) el que acaparó toda la función distintiva de la indumentaria: el
nudo de una corbata, la tela de una camisa, los botones de un chaleco, la hebilla
de un zapato han bastado desde entonces para marcar las más sutiles diferencias
sociales (…)» (Barthes).
Muchos otros pequeños detalles se conjugaban en un atuendo de buen
gusto. Los sombreros de copa eran los más apropiados para ceremonias y, sobre
todo, para personas elegantes, pero se podían usar sombreros de fieltro para
viajar y de paja en el verano. No estaba bien visto que los hombres lucieran
joyería en exceso; sólo se admitía el uso de una cadena de reloj, un anillo,
gemelos, botones de camisa y un alfiler para corbata; ninguno de estos
complementos podía llamar la atención en demasía. Se esperaba que los bastones
tuviesen empuñaduras de plata o de esmalte, y que los guantes fueran blancos o
grises.
Al esmerarse en el cuidado de estos detalles, el dandi se separaba del
mundo vulgar que lo rodeaba. Esta exquisitez en el vestir responde a un
pensamiento que ya había desarrollado Baudelaire en sus artículos. El dandi se
caracteriza por una necesidad ardiente de originalidad, expresada en la
simplicidad perfecta de su traje y sus detalles. “El dandismo no es siquiera, como
muchas personas poco reflexivas parecen creer, un gusto desmesurado por el
vestido y por la elegancia material. Estas cosas no son para el perfecto dandi más
que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu” (Baudelaire).
Conclusiones
Como símbolo de lo original y de lo más íntimo de la personalidad, la
ropa es una herencia de los dandis de esta época, en la que se crearon las bases
del diseño de modas actual. Incluso, algunas estrategias de publicidad no son tan
novedosas como pensamos pues ya algunas actrices se lucieron como los
“rostros” de alguna marca famosa.
La moda victoriana aún se refleja en las creaciones de Vivienne
Westwood, descarada inglesa cuyo logotipo es el globo imperial pues proclama
que, durante un tiempo, la reina la inspiró bastante. Westwood retomó líneas
eduardianas y ondulantes, corsés exagerados y pequeños polisones que
formaban parte de su línea “Zonas erógenas”.
De manera menos “perversa”, Christian Lacroix relanzó los corsés
combinándolos con variadas faldas. La innovación del nuevo siglo permite que
los corsés dejen de esconderse bajo capas y capas de ropa y se conviertan en ropa
exterior.
La estrecha relación de la moda de la Belle Époque con Japón muestra sus
más bellos frutos con las colecciones de Rei Kawakubo e Issey Miyake.
Kawakubo destruye las viejas construcciones y elabora, sobre los escombros,
fantasiosos polisones y crinolinas de telas innovadoras y flotantes. Por su lado,
Miyake hereda los infinitos pliegues del Delphos de Fortuny y estampa locamente
sobre los plisados en su colección Pleats, please.
En el fondo, la moda sigue siendo caprichosa y participa de la misma
sustancia que la modernidad que, siguiendo a Baudelaire, “es lo transitorio, lo
fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e
inmutable”.
Bibliografía:
• Barthes, Roland. El sistema de la moda y otros escritos, Ediciones Paidós,
Barcelona, 2003.
• Baudelaire, Charles. Salones y otros escritos sobre arte, Editorial Visor, Madrid,
1996.
• Boucher, François. A History of Costume in the West. Thames and Hudson,
Nueva York, 1997.
• Fukai, Akiko et al. Moda. La colección del Instituto de Indumentaria de Kyoto.
Editorial Taschen, Colonia, 2003.
• Jenkins Jones, Sue. Diseño de moda. Editorial Blume, Barcelona, 2002.
• Johnson, Anna. Handbags. Workman Publishing, Nueva York, 2002.
• Lehnert, Gertrud, Historia de la moda del siglo XX. Editorial Könemann,
Colonia, 2000.
• Martignette, Charles y Louis Meisel. The Great American Pin‐Up. Editorial
Taschen, Italia, 2002.
• O’Hara, Georgina. Enciclopedia de la moda. Ediciones Destino, Barcelona,
1994.
• O’Keeffe, Linda. Zapatos. Editorial Könemann, Barcelona, 1997.
• Seeling, Charlotte. Moda. El siglo de los diseñadores. Editorial Könemann,
Barcelona, 2000.
• www.centuryinshoes.com
• www.erasofelegance.com
Lista de diapositivas:
Victoriana
Renoir, “El matrimonio Sisley”, 1868, lienzo
Miriñaque o crinolina, 1865, aros de acero, tiras de lino
Corsés, 1860‐1895
Caricatura de “La vie Parisienne”, 1924
Manet, “Nana”, 1877
Corsé celeste, 1880’s, raso de seda azul, varillas acero, 76 cm busto, 49 cm cintura
Monet, “Mujeres en el jardín”, 1866
Vestido de tartalana, 1860’s
Polisón, 1870‐74, aros de acero, tiras de lino
Vestido para recepción, 1875‐79, brocado de raso de seda
Polisón, corsé, camisola y calzones largos, 1870‐80
Journal des demoiselles, 1890, litografía
Renoir, “Baile en la ciudad”, 1883, lienzo
Bota de cabritilla con 17 botones de nácar y plata, 1880
Zapatilla con trenzado de oro y bordados, 1873
Belle Époque
Worth, vestido de raso de seda, 1888
Monet, “Madame Gaudibert”, 1868
Monet, “El paseo, mujer son sombrilla”, 1875
Doucet, vestido de noche, encaje de seda con bordado de abalorios, 1903
Worth, vestidos de baile, satén y damasco de seda, 1887 y 1892
Worth, vestido de novia, damasco de seda, 1896
Worth, vestido para recepción, raso de seda y mangas de terciopelo, 1892
Sombrero, tul de seda, hebilla, pluma de avestruz, 1900’s
My Fair Lady
Mucha, “Cartel para Gismonda con Sarah Bernhardt”, 1894
Blusa y falda de algodón y lino, 1893
Traje de tenis, 1890
Charles Dana Gibson, “Ilustración de la chica Gibson”
Diseñadores
Worth, vestido de baile, 1900‐05, satén de seda con bordados florales
Worth, vestido de noche, 1900, chiffon de seda y terciopelo, borado de olas
Poiret, vestido “Sorbet”, 1913, satén de seda con aplicación de abalorios
Orientalismo
Abanicos, 1910‐11, Jeanne Paquin, “L’occidentale” y “L’orientale”
Botón decorado con doncellas celestiales, Japón, 1900
Abanico de marfil lacado, fin del siglo XIX, Japón / Vestido de tela de kimono,
1870
Vestido de tarde, tejos japoneses con motivos de crisantemos, 1895
Worth, vestido de noche, raso de seda con dibujo de sol y nubes, 1894
Poiret, vestido de noche, raso y tul de seda con bordado de cuentas e hilo de oro,
1910‐11
Jeanne Lanvin, vestido de noche, chiffon de seda, 1911
Dibujos de Erté, para ballets y obras de teatro
Monet, “La japonesa (Camille en traje japonés)”, 1875
Bata de seda japonesa con bordado de pavorreal sobre un cerezo florido, 1904‐08
Mariano Fortuny y Madrazo, Bata y Delphos, raso y tafetán de seda, 1910’s
Caricatura de una dama de la reforma alemana, 1904
Mela Köhler, tres tarjetas postales con diseños de moda, 1907
Klimt, “Retrato de Emilie Flöge”, 1902
Mucha, “Flirt” cartel para galletas, 1899
Influencias
Rei Kawakubo, vestido de novia, otoño/invierno, 1990
Issey Miyake, plisados, otoño/invierno, 1995
Vivienne Westwood, “Zonas erógenas”, primavera/verano, 1994