Carlos María Ydígoras Algunos No Hemos Muerto
Carlos María Ydígoras Algunos No Hemos Muerto
Carlos María Ydígoras Algunos No Hemos Muerto
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Somos nosotros, amigo lector, los que sufrimos la nieve, el dolor y las
embestidas formidables del gigantesco ejército moscovita. Pero nada de
esto importa, ninguna de estas miserias sería comparable a la tristeza de la
España borrada, a esa mezcla de alegría y angustia, de sonrientes lágrimas,
que es la nostalgia. Allí, perdidos en la tierra hostil del olvido, nos acechaba
la pena de la distancia, la ausencia imposible que era un ansia mística de
recoger los cielos azules de la Región meridional. Desterrados a un país
maldito nos sentíamos, cuando contemplábamos en torno nuestro todo lo
que Dios hizo para castigar al hombre. Allá… el suelo, el aroma ligero de
nuestra tierra, la caricia mimosa de los amaneceres conocidos, la bella luna,
la colina, la calle familiar… Nostalgia, nuestro peor mal en Rusia. Ella era
quien debilitaba a veces nuestro esfuerzo más ¡mucho más! que el fuego y
el fuego del hielo. La pena delicada, la pena escondida, se enseñoreaba de
nuestra vida de guerreros, de nuestras almas templadas y unidas al puesto
del honor.
La nostalgia de nosotros, soldados españoles en Rusia.
Lector, aún enemigo, quizá puedas saludarnos. Somos los que hemos
pasado muchos años con el fusil al hombro y los sentidos alerta. Luchamos
sin pausa y sin cuartel. Nosotros, valientes unos, fanfarrones otros; alegres
y profundos la mayoría porque así es Castilla. Los hombres que en las
nieves formábamos la División frente a Rusia, éramos una unidad
típicamente española. Todas las virtudes y todos los defectos de nuestra
raza, estaban en nosotros representados. Por eso, en aquel clima alucinante,
sin retaguardia, sumidos en condiciones de vida sin denominación, bajo un
ambiente también sin nombre y la tremenda potencia bélica del adversario;
y rodeados de mentalidades tan opuestas como el alemán y el ruso, el finés
y el báltico, supimos llevar nuestra condición racial al mundo que
invadimos.
En la guerra, o en la paz triste de las aldeas que restañaban nuestras
heridas, debió estar siempre en tensión nuestro aparato sensitivo.
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Allá llegaron los castellanos del estoico valor; los leoneses sobrios, los
del callado coraje; los muchachos del Norte con sus «Asturias, patria
querida». Catalanes emprendedores y aragoneses fuertes y audaces;
navarros indómitos y andaluces de la copla y la bayoneta; extremeños con
alma de conquistadores y sufridos gallegos; valencianos del sol, murcianos
de la huerta y baleares de la poesía presta: todos infatigables en la lucha.
Los canarios diciendo adiós a su clima tropical para abismarse en las
estepas infernales; los vascos de granito y tesón…
España entera, pueblo joven, estaba en la División Azul representado;
con ella corrió a ofrecer su ánimo a lo largo de los mil cuatrocientos
kilómetros que supuso una marcha a pie que nos fuera mostrando países
enteros: a lo ancho de los sesenta kilómetros que en el frente ruso nos
confió Alemania. Al frente que llegamos cantando…
Luchaban ya
cuando aún
dudabas tú…
Trece mil bajas de guerra tuvimos allá, donde el hielo ardió… Pero el
grito de rebeldía fue unánime. Y con las rosas de nuestra pobre sangre ya
seca, con galones de nieve, vencidos en la guerra grande, dejamos la alejada
fragua de hombres. Corrimos hacia la nueva Visión, hacia la vergüenza de
Gibraltar para, con nuestros fusiles rotos, montar ante ella la guardia de la
Espera.
Y allí estamos, esperando el Momento. Como años atrás nos dispusimos
al asalto de la capital de Pedro el Grande y Lenín.
Nosotros, los nuevos Adelantados de la Gran Llanura.
El Autor
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POSSAD
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RUSIA
Sector norte del frente oriental.
11 de noviembre de 1941.
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—Llevan tres horas tirando —murmuró Matías, regresando a su
agujero.
—Tres horas… y parece una eternidad.
—¡Hurra! ¡Pobieda! [2]
Un regimiento de Tiradores se lanzaba al ataque.
—¡Los rusos!, ¡los rusos!
Negro y desencajado, con el fusil en alto y la otra mano extendida hacia
adelante, aquel hombre que parecía un infernal caudillo seguía rugiendo:
¡los rusos!, ¡los rusos!
Calló para temblar en una frase que me llegó perdida en la fisura de dos
explosiones:
—Cuánta sangre sale de la cabeza…
Poco después, presa de esa extraña lucidez que a veces envuelve a los
hombres momentos antes de morir, lo vi sacudir contra las tierras rotas sus
dedos rojos; lo vi levantar la cabeza bruscamente, mirar al cielo e
incorporarse.
Se apretó las sienes, rugió en una diabólica carcajada y cayó
desplomado. Estaba muerto.
Los cadáveres que nadie enterraba, se iban amontonando en las viejas
tierras de Rusia.
—¡Los rusos!, ¡los rusos!
Hombres, armas y gritos se acercaban balanceándose. Ante nosotros la
masa aullante y desbocada; detrás, la cortina de artillería que impedía el
repliegue. Encima, millares de obuses y balas segaban el aire. No había
posibilidad de rechazar, de retroceder, de huir o de esconderse. Empujado
por el frío, aterrorizado, me retorcía en el agujero. Los nervios que el
bombardeo no había conseguido romper, sólo servían para convulsionar mis
mandíbulas, mis piernas y mis puños cuando los primeros arañazos del
miedo ya insuperable insensibilizaban el cerebro. Me dejé deslizar al fondo
del hoyo y cerré los ojos. Parecía tranquilo y estaba horrorizado.
—¡Hurra!… ¡hurra! —maquinalmente repetían mis labios los gritos,
cada vez más cercanos, de los atacantes.
—¡Cobarde, sal de ahí!
—¡Cobarde!… ¡soy un cobarde!… —rugieron mis entrañas. Un extraño
impulso movió mi cuerpo…
—¡Cuántos hay vivos!
Mi miedo, por el milagro de una palabra, había sido vencido por ese
otro miedo que, convirtiendo a los hombres en héroes o suicidas, los
empuja a asomarse a la muerte. Ajusté la culata en el hombro y comencé a
disparar.
Un ruso… diez. Yo, yo también acallaba hombres y armas, ¡yo también
mataba! El arma, el triunfo… Una salvaje alegría se apoderaba de mí.
Y como en Sitno y los Cuarteles, ya pude repetir:
—Estoy matando, ¡qué fácil es!
Pero el empuje enemigo era arrollador. Por la derecha, alguien se iba.
—¡Todo el mundo atrás!… ¡retirarse!
Comenzamos a correr en dirección a Possalok. Detrás, gruñendo
salvajemente, venían los rusos. Debimos detenernos, y una sincronizada
andanada de bombas, produciendo una cruel carnicería, causó en ellos
movimientos de pánico. Pero, aún así, sus vanguardias entraron en el
pueblo con nosotros.
Y en aquel mísero escenario, entre las construcciones ardiendo, el silbar
del viento y el azote de las nieves, se libró uno de los más despiadados
combates de la guerra. Durante horas nos apuñalamos casa por casa,
agujero por agujero. Desde las puertas y las ventanas, desde detrás de
nuestros camaradas muertos, disparábamos a quemarropa. De isba en
isba[3], de esquina en esquina, de cadáver en cadáver… las bombas de
mano, las ráfagas de ametralladora se cruzaban al tuntún. A veces
abatíamos a los mismos compañeros, porque sólo matando creíamos vivir.
Hombres enloquecidos corrían sobre las heladas calles. Los desmayados
por tanto horror, caían; los agotados se recostaban en cualquier pared para
ver cómo ante ellos, persiguiéndose cual despiadadas fieras, pasaban otras
fieras que eran hombres; para ver cómo los caídos en manos de aquellos
mongoles eran degollados o estrangulados. Los exhaustos… había algunos
que dormían.
Pudimos replegarnos. Un clamor de agonía y un montón de ruinas
quedaban en manos del enemigo. Era Possalok.
Había visto desplomarse ante mi arma, para sólo experimentar miedo y
el angustioso deseo de sobrevivir, puñados de hombres. Y, cuando, ya sin
hostigar, entrábamos en Possad, recordaba el golpe de mano con que conocí
la guerra y el remordimiento que lo siguió; la apatía de Sitno y la crisis,
también remordimiento, que tras ella vino. Recordaba y confrontaba con el
presente. ¡Cómo había cambiado!, ¡qué metamorfosis la de mi alma!
Matías, cuánta razón tenía Matías.
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Los mareos que la herida infectada y congelada me producía; aquellos
vómitos que no sabía a qué atribuir, la fiebre… Hombres heridos o con las
extremidades heladas continuaban combatiendo sin permitir que se los
evacuase porque —decían aquellos ignorados héroes— «aún podemos
pelear». Aquel que con las piernas inmovilizadas por el frío habíamos
colocado sobre dos cadáveres para que pudiese seguir manejando el fusil
automático; aquel otro —¡jamás lo olvidaría!— que con los dientes iba
metiendo la cinta de proyectiles, porque sus manos habían sido arrancadas
por una granada que, cuando iba a ser arrojada, una bala hizo estallar; aquel
conjunto formado por un congelado y un ciego, aquellos que mantenían el
salvaje fuego de su ametralladora…
Con mareos, con vómitos o sin vómitos, no podía abandonar las
trincheras. Las gestas inolvidables de aquellos hombres que ofrecían hasta
su último suspiro, suponían el alto al desánimo.
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¡Cercados!
Possad estaba definitivamente aislado. Los medicamentos, las
municiones, la comida… nadie se acordaba de comer; los refuerzos, la
pólvora, los heridos; los congelados o enloquecidos… todo caído en la
trampa. La continua marea que, despegándose de las trincheras iba en busca
de un trapo desinfectado, sólo encontraría el calor que la sangre fresca, los
excrementos y el pus producían. Y hombres amontonados que estaban
aprendiendo cómo la muerte sabe acercarse con un andar tan lento que
aterra.
Ciento cincuenta metros hacia el este, se encontraban las primeras
trincheras.
Llegué a la enorme «isba». En ella, repartiendo su tosco amor entre
tremendas miserias, se movían los cansados y envejecidos enfermeros.
Unos muros traspasados por las balas y un techo con un agujero enorme
envolvían aquella concentración de agonía e ideal.
Era el hospitalillo, era la destruida escalera, los muros; eran cuatro
multiplicadas y confusas hileras de ojos sosteniendo la horrible pesadilla
que veían y a los cuales el fin iba apagando o la fiebre inflamaba.
Un soldado de artillería se acercó a mí. Sus brazos, entablillados entre
bayonetas que unas vendas sucias de sangre apretaban, caían muertos.
También cojeando fue hacia la estufa apagada y blanca de nieve, que en el
centro de la pieza dormía. Allí se sentó; allí, junto al que con un enorme
tapón de algodones rojos sobre la garganta, iba adquiriendo la inmovilidad
y el tinte verdusco de los cadáveres. Yo me dirigí hacia un rincón y mis
ojos, hipnotizados por el asco, iban posándose en otros, en aquellos que
contemplaban con horror la lombriz oscura que se retorcía en pesada danza;
que cambiaba de color; en aquellos que veían que el vientre dejaba escapar
sus intestinos. En aquel muchacho de cabeza rapada que se incorporaba.
Aquel ser que parecía un conjunto de nervios y pellejo, un muerto al que un
satánico embrujo hubiese cambiado de posición. En movimientos
instintivos apartaba la manta que cubría sus piernas y vi tripas borrando
partes genitales, manchas negras y horrorosas, y unos muslos, mordidos por
terribles metrallazos, que también iban siendo tapados.
Cuando arrastraba mi pierna hacia un sanitario, le vi acercar la espalda
al suelo, caer desplomado, muerto.
Se había ido sin que una sola mano o una sola mirada le despidiese.
Como casi todos los que seguían llenando el suelo de Possad.
Ya limpia la herida, me ordenaron descansar unos minutos y fui a
ocupar el hueco que segundos antes dejara un muerto. Un hombre con el
rostro amarillo y un pecho que, expidiendo amplios borbotones de sangre,
se alzaba y descendía como un agitado fuelle, quedó a mi derecha. No se
quejaba, tan sólo carraspeaba cuando el líquido amenazaba ahogarle. El
otro deliraba y en sus pesadillas se formaban las gastadas palabras del
combatiente: ¡vienen!, ¡fuego!, ¡corre!, ¡ay madre!
… A mi madre y a todas las madres del mundo
Decenas de hombres que entre vómitos murmuraban razones perdidas y
delirios de fiebre, frases de oración y reproches.
Alguien en un rincón rezaba:
Padre nuestro, que te olvidas de los hombres…
O callaban. Casi todos callaban. Y aquéllos eran los que pronunciaban
la más tétrica de las plegarias.
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Allí, en medio de silbidos que salían de pechos agujereados o de
perforados vientres; de tanto frío, lamento y dolor; allí, rodeado de almas
crudas, me sentí solitario, hastiado, infinitamente hastiado de todo. Y supe
que oscuras reflexiones comenzaban a bullir en mi mente. Miré a aquel
boquete que había en el techo, subí hasta los dioses que por él debían
contemplar, curiosos o indiferentes, tanta desesperación, y con rabia y con
pena, tal vez con la inconsciencia del mareo, murmuré un apagado grito:
¡cielos!… ¡cielos! Sentí que, al embrujo de aquella palabra, muchas cosas
que hasta entonces habían sido ley de vida, que los rígidos preceptos que
durante años fueron formando mi subconsciente, se revelaban o convertían
en un caos; que, como en un milagro, se asomaban al umbral de la Verdad o
al torbellino de las dudas. Sentí como si mi espíritu se moviese o cambiase
de enfoque para hacerse inteligencia, razón, se independizase. Ideas sin
número y fundamentales vagaban en mi cerebro en una inclinada vorágine.
Luchaban, se hacían luz y perdían para reaparecer en el próximo
pensamiento, que era a su vez y pronto destruido. Supe que vivía instantes
en los que el mundo de mis creencias, empujado por cien distintas
proyecciones que desconocía, cambiaba de contorno. Y que aquellas
creencias, al tambalearse mi mente, la poblaban de tremenda y angustiosa
curiosidad; que aquel vaho de sangre y pus iba terminando con mi lucidez.
Supe que también deliraba; que extrañas visiones vagaban ante mis ojos. La
imagen de aquel herido que perdía los intestinos…
… Iba huyendo por el boquete abierto por un obús en el techo. Y con él,
arrastrándolo, llevaba su repugnante trofeo. El accidental auxiliar al que la
bala explosiva vació días antes la cara, lo acompañaba. Pero no marchaban
solos. Un mancha compacta y resignada, cojeante, ascendía con ellos. Era la
ingente catarata de mujeres empavorecidas, de niños hambrientos y
helados; de vencidos adultos y ancianos, a los que su experiencia no bastaba
para comprender aquellas hecatombes: la catarata formada por aquellos
seres que viese en las marchas a través de los caminos de la guerra. Iban
muchos, era muy grande, porque allí parecían haberse congregado los
humanos y sus saqueos, las muertes y destrucciones; las violaciones y las
mil desgracias que enlutaron el mundo. Con siniestra claridad mis delirios
visuales me pintaban constelaciones de ojos a los que una unánime y vaga
rogativa había convertido en piedra. Y puños crispados; y pastosas
gargantas que hacían oír un murmullo bronco y amenazador. Abatimiento y
apatía, ¡polvo! que fue en lo que quedaron convertidos los grupos de
cadáveres agujereados, se elevaban también en la áspera nube.
Y un confuso tropel de plegarias y blasfemias… madres, soldados,
amantes y niños, protestando en silencio contra la peste, la guerra y el
hambre, ascendían en aquella caravana que mi fiebre creaba. Volvió el
hombre que arrastraba los intestinos, que los demás pisaban y no lograban
romper. Lo vi, nítido, desaparecer por el agujero pintado de ventisca.
Un mundo hosco y delirante, como el embrujo del concierto final que de
la vida hubiese sonado, pasaba por aquel boquete. Era la humanidad que
parecía haberse olvidado de los tópicos y la fe, de los fáciles dogmas y la
resignación para, empuñando la razón y el sentimiento, ir en busca de un
Ser que debiera justificarse; un mundo lleno de amenazadores y roncos
monólogos, de protestas y lógica, que se arrastraba para preguntar a los
cielos la razón de su constante enojo.
¡Destrozados, vencidos y humildes, marchaban en busca de la Suprema
Explicación!
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Luchaban ya
cuando aún dudabas tú
Luchando sin cuartel. Sin comer, sin apenas beber, sin dormir…
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ENROLAMIENTO
Las pupilas del jefe fulguraban apenadas. El luchador ya sabía que, para
pagar a la muerte el privilegio de la permanente recordación, ríos de sangre
española habrían de enrojecer las nieves de la vieja Rusia.
Uno de los que, apenas llegados a las trincheras, abriría la marcha de la
ausencia, sería él.
Murió una madrugada.
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Fueron largos los días que transcurrieron desde que fui rechazado en el
centro de enganche. El obstáculo que suponía mi corta edad, dieciséis años,
parecía infranqueable. Me apunté de infante, de zapatero, de telegrafista.
Logré que, con mi nombre, otros se inscribiesen; hablé con sargentos y
coroneles; ¡todo inútil! Y una y otra vez, cabizbajo y triste por aquellos
rechazos, cruzaba Madrid entero para intentarlo en otro lugar.
Habría de ser, ironía de los destinos, un viejo amigo de la familia, quien,
engañado, me facilitase la marcha; un hombre a quien su valor en la guerra
civil había elevado, de humilde ordenanza de mi abuelo, a oficial del
ejército.
Hacía tres años que no nos veíamos y lo encontré increíblemente
envejecido. Tardó largos instantes en reconocerme.
—¡Cómo creciste! Y fuerte ¿eh?, ¡estás fuerte! —exclamaba,
abrazándome como a un niño que, para él, seguía siendo.
—Tú también estás muy cambiado.
—Claro… Dime, ¿tus padres están bien? Quería ir a veros, pero no
sabía vuestras señas.
—Sí; mi padre está muy contento, porque me voy a Rusia.
—No puede ser… pero allá él. Si te deja…
—No he podido apuntarme aún. Está todo cubierto y sobra gente. ¡Qué
suerte haberte encontrado!
—¡No, niño, no te alegres! —exclamó, moviendo con rapidez la mano
—. Además, en la estepa, quieren hombres de pelo en pecho y no mocosos
como tú.
—Oye, Luque —le dije fingiéndome molesto—; si mi padre me
autoriza —le enseñé un escrito falsificado— tú no eres quién para decir que
no soy…
El viejo amigo de casa me miró con otros ojos. Y, tal vez pensando que
tres años no pasaban en balde, me interrumpió:
—Perdona, niño; no quería ofenderte.
—Es una mala suerte que no tengamos teléfono, porque podrías
preguntar. Apunta las señas de mi casa y, si quieres…
Sonriendo, ya convencido, me interrumpió mientras pasaba el brazo
sobre mi hombro.
—Vamos a ver si podemos hacer algo ¡Hernán Cortés!
Poco después estábamos ante un oficial de enganche.
—Aquí te traigo a este chaval que está empeñado en pasar frío, ¿hay por
ahí un agujerito?
—Vamos a ver… vamos a ver… —murmuró de una manera que era una
promesa.
Y palmoteando a Luque en la espalda, añadió:
—Ya sabes que siempre reservamos algún puestecillo para los amigos.
—Gracias, Echevarría. ¿Así que te lo dejo?
—Sí, déjalo.
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Hacía una hora que, sin norte, caminaba por la ciudad. Volví la espalda
a la Puerta del Sol y marché hacia la Carrera de San Jerónimo. Al son de un
acordeón y dos guitarras, la voz de una mujer lanzaba, en forma de
pasodoble, las notas del genio torero y meridional. Como llamado por una
nostalgia anticipada, allí permanecí largos minutos. Parecía desear, aunque
no entendiese la música flamenca, que las «malagueñas» y las «seguidillas»
se escondiesen en mis entrañas; que las mantillas portadas con donaire y los
claveles prendidos en las largas y endrinas cabelleras, se pintasen en mis
ojos; que las Manuelas y las Pepi cantasen una copla, me ofreciesen una
sonrisa y un «chato» de manzanilla para que, formando un mundo de
añoranza, pudiese saborearlo frente a los torreones de San Petersburgo o
Moscú.
Quería llevar conmigo el suspiro último de Andalucía, el último suspiro
de España.
La Parrala dicen
que nació en Moguer
otros aseguran
que era de la Palma…
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¡Adiós, España!
España de mi querer, ¡mi querer!
adiós, España
¿cuándo te volveré a ver?
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El tren que nos conducía a través de Francia hostil, corría hacia el norte.
Las tierras, aunque mejor cuidadas y más llanas, se asemejaban a las
nuestras. Un ambiente de orden y serenidad reinaba por doquier. En los
pueblos encontrábamos la guardia de Alemania: apenas un par de soldados
tudescos que sonreían beatíficamente cuando los franceses que les
rodeaban, levantando el puño cerrado, nos gritaban quién sabía qué.
Burdeos y el Garona quedaron atrás y las horas siguieron rodando por la
campiña francesa. Orleans apareció a lo lejos con las soberbias torres de sus
templos. Poco después nos acercábamos a su estación.
—¡Mirad! ¡Mirad!
Dos monjas pasaban montadas en una moto.
—¡Es el colmo! —decía jubiloso el exnovicio— ¡qué progresistas se
han vuelto!
—Eso para que digan que el clero es reaccionario.
—¿Y ésas?, ¡fijaos que muslazos tienen!… ¡y los pechos al aire, eh!
Un grupo de muchachas, saludando a los soldados iberos con sus manos
apolíticas, paseaban en bicicleta sus bien modeladas líneas.
Era Francia.
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Una madrugada, Francia, sus gentes vencidas y pacíficas, y sus
germanos confiados, quedaron atrás. Ya cuando pasamos por Estrasburgo,
supimos que otra frontera se acercaba. Las tierras dejaron de ser llanas y las
casas perdieron sus alegres fachadas porque la sobriedad alemana
comenzaba a mostrarse en los grandes y pequeños detalles.
Una barrera, no sólo física sino de cien antagonismos raciales,
espirituales e ideológicos, se levantaba para dejarnos pasar.
Y nos pareció que volvíamos a España. Era la vieja Alsacia donde, y
como a través de las tierras de Iberia, las gentes nos gritaban sus saludos en
forma de ¡viel Glück…![10] de ¡heil España![11] y los cantos contra
Inglaterra.
Eran las dos de la tarde cuando llegamos a Karlsruhe. Allí Germania
nos recibía oficialmente.
Un mundo de admiración y reconocimiento burbujeaba en aquella
estación alemana. Las muchachas, de rústica sensualidad, nos ofrecían
besos, cigarrillos y fotografías con su dirección; los fuertes y descalzos
mocetones de las «Hitler Junger» gritaban con el extraño acento de las
limadas «erres» sus «Arriba España» y nos entregaban emblemas del
Partido Nacional-Socialista. Las señoras nos besaban con instinto
maternal… las pobres señoras que, recordando o llorando un hijo que en
Rusia luchaba o ya había muerto, dejaban escapar sus contadas lágrimas.
Los hombres, mirándonos como a héroes, nos abrazaban con la íntima
certeza de que éramos soldados que sin saber de recompensas, conquistas
de tierras o de hembras, íbamos a poner a su lado nuestro ideal y nuestro
esfuerzo.
Alemania tenía los ojos brillantes, porque reconocía que en sus
momentos cruciales corríamos a su lado. Y Germania, sabiendo pesar
nuestro rasgo, lo hacía desde el fondo de su ser y su historia.
Allá, en el frente del Este, estaban sus hijos, que serían nuestros
hermanos de lucha, esperándonos para que cooperásemos a enfrentar a
Oriente.
Dos horas después, la banda de la Wehrmacht lanzaba de nuevo los
guerreros sones de «Los Voluntarios». Nos íbamos.
Besos, flores y ¡Viel Glück!, seguían al convoy.
Aquel día volví a ver en muchas pupilas españolas lágrimas de serena
emoción.
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A la guerra voy,
que valiente soy,
Ana Mariii…
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Chemnitz con sus chimeneas sin número; sus jóvenes en bicicleta y las
casas con olor a tiempo: Mariendorf, Elstewerd, Berlín… decían que
veríamos Berlín. El Unter den Linden, Charlottenburg, donde más tarde se
radicaría nuestra representación; la puerta de Brandeburgo…
Pero aquello no pasó de ser una conjetura, una profunda decepción.
—Nos llevan como a animales —decía Fredy fastidiado—. ¡Vengan!
¡Firmes! ¡Sigan!… Y luego pueblos y pueblos que no sabemos ni cómo se
escriben.
—¡Si al menos fuesen pueblos! —intervino José Miguel—. Lo peor es
que cruzamos por cada ciudad que…
—Debe haber cada «gachí» —suspiraba Manuel.
Las horas, las horas… Todo iba haciéndose monotonía y en ella surgían
las pequeñas cosas de la pequeña vida en común.
Dos soldados estaban para llegar a las manos.
—¡Guarro, asqueroso!
—¿Qué culpa tengo yo?
A los gritos acudió el sargento.
—¿Qué diablos pasa? ¿Se ha revuelto el gallinero?
—Verá usted —comenzó a explicar un cohibido soldado—; yo tenía
muchas ganas de orinar y, como el tren parece que… Resulta que no calculé
la velocidad del viento y éste se vino a mí como fiera. Dice que le fue todo
a los ojos, pero ya será menos.
—¡Menos!, ¿vas a decir que miento?
—Bueno; ¡cada mochuelo a su olivo y ojo con el que orine sin avisar!
—Hay que descubrir las baterías antes de que abran fuego —dijo
alguien.
Y otro, meditativo, contestó:
—Hay cada uno que es capaz de desbordar el Támesis.
Incidentes como aquél surgían todos los días. Otros tenían por motivo
una marmita que había desaparecido o un pedazo de pan que alguien comió
sin deber. Las mantas, unas que no estaban y otras que se hallaban tan rotas,
que su dueño se negaba a aceptar, suponían una continua palabrería que casi
nunca resolvía nada.
Era el tren, la vida del tren.
En las estaciones y en los pasos a nivel perdidos en la extensión de las
planicies, encontrábamos muchachas de ojos azules, largas trenzas y mirada
soñadora. Las estrechábamos contra nuestros pechos, nos besábamos a
escondidas y así dejábamos y llevábamos un recuerdo más…
Aquellas jóvenes en las que la emoción del momento nos hizo encontrar
la novia ideal, la mujer que podría hacernos feliz durante toda una vida para
después —sin perder su soñadora mirada y la expresión de sus dulces
caricias que conocíamos al pasar—, seguir en el último momento
rodeándonos de dicha… ¡Cómo las sentí, cómo creía hallar el amor en cada
una de aquellas muchachas que corrieron a mi encuentro! Pero todo y en
todos debía pasar, todo debía olvidarse…
—Adiós…
Todo debía olvidarse. Aquélla debía ser la primera virtud del soldado:
borrar. Borrar todo lo visto, todo lo sentido, porque otras cosas venían por
ver, por experimentar. Y unas veces refunfuñando; otras, alegres; con los
pies colgados al aire, sentados o dormidos sobre las sucias pajas, veíamos a
Europa correr hacia atrás. Alemania había cambiado su fisonomía. La
Baviera católica se había alejado para permitir el paso a los tejados
puntiagudos y las iglesias protestantes. Hasta las gentes parecían distintas.
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En el silencio de la nueva madrugada iniciamos la segunda y pronto
aparecieron los primeros síntomas de la monotonía. ¡Andar!, ¡andar!
¿Habrá algo más aburrido que caminar sin pausa ignorando dónde y cuándo
se llega? Sin embargo, algo vendría a distraernos. Un soldado tuvo una
ocurrencia que rápidamente se hizo popular e infinidad de preservativos
inflados —formaban parte del equipo alemán—, aparecieron en lo alto de
los camiones; en las orejas y atados junto a las partes más íntimas de los
animales; en los cañones de los fusiles y sobre los cascos. Empujados por el
viento, en la División entera flameaban grotescamente millares de globitos.
¡Cuántas frases picantes provocaron aquellos ridículos banderines!
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—Yo creo —opinaba Ricardo— que lo primero que hay que hacer en
España, y también en Italia, es terminar con los latifundios. Sería el primer
paso de nuestra verdadera revolución que se está quedando en el papel.
—Me parece que tú has leído demasiado —le reprochó Randolfo,
molesto.
—Claro, ¡como tú tienes más tierras que los Reyes Católicos!… Hay
que dar, amiguete, ¡hay que dar y dejarse de palabritas rimbombantes!
—Yo también he leído mucho —intervino Ambrosio— y cada vez sé
menos.
—Las cosas tienen que seguir como están o esperar que cambien de una
manera paulatina —insistió el aristócrata.
—¡Tú eres un reaccionario! —le espetó el catalán fastidiado.
—¡Y tú un bobo!
—¡Vete al carajo!
—¡Vete tú, estirado de mierda!
—Las grandes verdades son más hermosas en pequeñas frases ¿verdad?
—comentó Manuel rascándose con ironía la nariz.
—Callad… callad —pedía Matías con mesura.
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Con la salida del sol perdimos de vista Kagciamestis, sus muchachas y
sus ahorcados. La carretera aparecía plagada de blindados, de interminables
columnas de prisioneros y de bestias. ¡Caballos!, ¡caballos!… ¡hombres!,
¡hombres!… ¡motores!, ¡motores!… ¡y una boda!
Habíamos llegado a Beskines.
Mezclándose al bronco rumor de las máquinas y las pisadas de millares
de hombres, avanzaba en unos frágiles vehículos el histórico momento de
unos novios. Rodeándolos iban docenas de chiquillos, de jóvenes y viejos
que, ataviados con sus mejores galas, reían y cantaban entre caras costrosas
y ceños de lucha.
La simple comitiva ponía en aquel ambiente de fatiga y polvo la nota de
vida, ingenua y maravillosa: la paz y el afán de sobrevivir venían hacia
nosotros escondidos en aquella boda. Nosotros, nosotros que íbamos…
Íbamos millares de hombres en busca de los umbrales de Asia para
conocer las más brillantes victorias, los primeros reveses y la sensación de
la amarga y definitiva derrota. ¡La joven División Azul caminaba hacia los
lugares donde se reunían los muertos!, ¡hacia las horribles estepas que tanta
sangre española absorberían! Y con nosotros, hombro con hombro,
marchaban millones de alemanes, los heroicos finlandeses y unidades de
media Europa. Muchachos de Hamburgo, Budapest, los lagos del Norte…
Europa venía con nosotros. Ricos y pobres, estudiantes y obreros,
campesinos y vagos, inteligentes y estultos. ¡Pueblo!, ¡pueblo!, millones de
trabajadores, muchos de los cuales fueron o eran sensibles a la propaganda
comunista, iban a dejar de ver la fachada del misterioso país ruso para
penetrar en su interior y conocerlo tal y como lo habían hecho; a ver, libres
de los diferentes influjos, todo lo que Stalin llevó a cabo en favor de las
masas humildes y explotadas por los despiadados esbirros de los Zares; a
ver la U. R. S. S., su desgracia o su felicidad.
Millones de almas, con el brillante casco de acero, caminábamos bajo el
espléndido azul del verano ya oriental. La victoria nos llamaría o no, pero
un torrente de sangre, en su afán de morder el triunfo último, correría hacia
la eternidad. Y aun sabiendo lo que nos esperaba; aun intuyendo los
tremendos sufrimientos del barro, la nieve y el combate salvaje,
marchábamos cantando hacia los esquinados paisajes donde se sufría el
mortal examen del ideal y el coraje.
Yo no supe jamás de una unidad de combate que corriese a la lucha con
la conciencia y la varonil indiferencia que en nosotros vivía.
La boda terminaba. Sobre nosotros cayeron flores y sonrisas. Y sobre
las desprevenidas muchachas lituanas, pellizcos y caricias que los españoles
daban al pasar y que ellas, entre gritos de agradable sorpresa, casi
agradecían.
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—Yo, si no fuera por el perro del sargento que nos achucha como si fue
semos ovejas, soportaría mejor estas malditas caminatas.
—Cada vez que me acuerdo de aquel estúpido que decía: «nada,
muchacho; una marchita en tren hasta Rusia y a correr detrás de los
bolcheviques». ¡Aquí quisiera yo ver a aquel bragazas!
—Y la chavala que me abrazó sin conocerme: «cuando vuelvas lleno de
gloria» —me decía toda ñoña— «verás lo que nos vamos a divertir». Lleno
de gloria —repetía amargado— ¡de polvo! Ahora estará «brincando» con
cualquier «enchufao».
—A mí los que me fastidiaron más fueron aquellos burgueses de Sevilla
que nos gritaban con sus estómagos llenos: «¡hale!, ¡hale! por España»…
¡cabrones! —terminó mirándose el pie que cojeaba aparatosamente.
Pero el enojo pasaba porque la realidad nos hacía olvidar todo lo que no
fuese marchar. Dejábamos la mente vacía, ¡hasta el pensar parecía
fatigarnos! y agarrados a la cola de un caballo; a los hierros de un carro;
apoyados en un palo o en un hombre, seguíamos adelante. ¡Andar!, ¡andar!:
ésa era nuestra inconsciente obsesión. Nos pasábamos al otro lado de la
boca la ennegrecida colilla y con la colilla cambiábamos el fusil de hombro
a hombro… de hombro a hombro. Y, siempre maquinalmente, nos
limpiábamos el sudor o el barro de la frente. Y escupiendo saliva y
palabrotas, continuábamos devorando los caminos de Europa.
Sí, el soldado de España es duro.
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Entre la oscura niebla, Grodno iba quedando atrás. Allí fue donde
recibimos flores y sonrisas que, con la caída de las sombras, se convertían
en trallazos del tiro traidor. Las calles estaban hitadas con las descomunales
lenguas de los ahorcados; allí quedaban millares de seres resignados o
muriendo. De allí recordaríamos a la Edith que perteneció a Manuel, y una
vida sórdida, equívoca, peligrosa.
Nos fuimos alejando de la capital para seguir recorriendo paisajes que
vieron el formidable encontronazo de dos ejércitos. Ya llevábamos muchos
kilómetros desfilando ante millares y millares de toneladas de chatarra; y
muchos otros nos quedaban por hallar…
¡El gran encuentro de la Historia!
Incontables cañones que en inútil gesto apuntaban al aire, centenares de
tanques rusos y carnes y huesos de sus servidores; centenares de
ambulancias y restos verduscos; fantástico número de cajas con su
contenido guerrero, infinitos montículos que eran cuerpos humanos
cubiertos con unas paladas de tierra. Tal era el mundo que estábamos
pisando.
El momento en que los «panzers» del III Reich se lanzaron contra la
vieja Rusia debió ser único. Divisiones enteras arrodillándose ante el
empuje teutón; inmensos bosques que los lanzallamas o la aviación
incendiaban. Vehículos volcados, quemados, deshechos. En las estaciones,
las vías levantadas y retorcidas miraban hacia el cielo; los vagones, hechos
madera y hierro, estaban salpicados de trozos humanos, tornados negros por
el tiempo. Las locomotoras aparecían brutal y minuciosamente destruidas.
Había una a la que la gigantesca explosión arrojó sobre un edificio de
ladrillos rojos. Parecía un monstruo devorando un mundo vencido.
Allí, en aquellos parajes, se había llevado a cabo la perfecta
devastación. Así debió llegar el instante… las sirenas aullaron, los
antiaéreos levantaron sus ánimas y a lo lejos apareció el oscuro enjambre de
los «Stukas», de los «Junkers» y de los «Heinkels». Segundos; un horroroso
estruendo habría marcado el eclipse de la vida. Máquinas lanzando aullidos
de vapor, coches y ciudades abriéndose en cien rajas por donde correría el
líquido de la vida; en el suelo, en las casas y en el aire, se incrustarían
extremidades humanas, hierros retorcidos, sangre y árboles.
Estrellas rojas, brazos, aceros, tornillos, ruedas, árboles, maderas e
intestinos se expandían en terrible mezcla por aquellos kilómetros que
marcaban un hito histórico.
Habían bastado breves días de lucha para que una gran nación cayese
tan mortalmente herida que, como único saldo de su colosal derrota, sólo
podía ofrecer interminables caravanas de prisioneros; ingentes columnas de
chatarra pudriéndose al sol e innúmeros cadáveres que una breve capa de
tierra tapaba o que, abandonados, el calor y la lluvia iban desintegrando.
—Menudo tamborileo debió de haber por estos barrios.
—Estos ruskis se van a estar «rascando» toda su vida.
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Los días y los kilómetros discurrían sin huella bajo nuestras botas.
Aquellas gentes que habían oído contar a sus antepasados las crueldades o
las caricias de las huestes internacionales; aquellas viejecitas que vieron a
sus madres besar al intruso, veían ahora a sus nietas entregarse a los
vencedores. Las que tuvieron que sonreír o llorar ante los rusos y los
soldados del Reich, ahora, para sonreír o esconderse, veían desfilar los
regimientos españoles. Los hombres morenos, de estatura regular y los ojos
de azabache; aquellos que en la fatiga cantaban y tenían por descanso la
eterna conquista, seguíamos recogiendo hostilidad o cariño y devolviendo
besos.
Aquellos polacos, aquellos rusos… todo seguía igual para aquellas
gentes que, resignadas, debían sufrir la eterna rotación de la Historia.
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¡RUSIA!
Campos alegres o fríos; ríos enormes y lentos; álamos blancos y pinos que,
formando bosques sin fin, corrían desbocados hacia Oriente. Cementerios
castrenses; castillos feudales e innumerables monasterios: Polonia. Los
paisajes, apenas animados por aisladas estaciones ferroviarias y la simple
vida de los pequeños pueblos, eran tan monótonos como los de la pampa
castellana. Las gentes simples, hospitalarias y patriotas y los cielos,
encapotados o brillantes, también capaces de recordarnos la patria que
seguía alejándose.
Pobreza, espíritu religioso y belicosidad, quedaban escondidos en el
confín de una frontera más. La heroica nación vencida por el sombrío genio
de los alemanes; la cuna de los Jagellan; del rey Segismundo Augusto; de
Esteban Baton y Juan Sobieski; de la masía[18], la Panienka[19], el
guerrillero y el catolicismo, habíanse perdido a nuestras espaldas. Ahora
eran las tierras de los «Lenines», los «Ivanes» y las «Catalinas»; de los
polistruks [20], las nieves y los bosques; de la guzla [21] y la balalaika [22],
los encantados lagos y las noches blancas, las que nos abrían sus brazos.
Lugares en los que nació Tamara y existía Possad y Krasnovardei, se cantó
el Tsaria Jrani [23] y se entonaba la Internacional; se comía ikra [24], se
bebía vodka [25] y se sufrían las tremendas citkas [26], eran los que nos veían
acercar. Las tierras de la masa, la uniformidad y las estepas; de los hielos y
los barros donde habrían de caer Matías… Ricardo… Manuel… Fredy…
José Miguel… Josechu; donde se suicidaría Blanco, se congelaría Pedro y
Kolka cumpliría su…
La Rusia que nos permitiría escribir una página más de la Historia
guerrera de España; la Rusia de las apocalípticas tormentas de viento y
nieve; de los treinta, cuarenta, cincuenta grados bajo cero; de las noches sin
sombras y las lejanas auroras boreales, se extendía infinita ante nuestros
ojos soñadores. La Rusia que, enarbolando las banderas rojas de sus
incendios, se abría encolerizada ante la joven División Azul.
La mentalidad taciturna y ansiosa de una raza siempre acosada, siempre
tiranizada, nos ofrecía su mundo virgen.
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En Moscú, decían,
decían que los alemanes allí no entrañan
y cuando nosotros llegamos
allí vaya desengaño que llevó Stalin
¡riau!… ¡riau!
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Europa pasaba vertiginosamente bajo nuestras botas… ¡Adiós, Minsk y
tus museos! Moscovia, diciéndonos que las gentes que habitaban aquellos
parajes tuvieron por antepasados a bálticos y polacos, y que las muchas y
triunfales invasiones formaron una raza en la que a duras penas
predominaba la sangre propiamente rusa, corría hacia atrás.
Regiones de la Rusia Blanca, que tres años más tarde verían una de
nuestras decisivas derrotas… era en ellas donde seguíamos demostrando
nuestro afán de riesgo y nuestra fanfarronería:
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Olé, morena,
olé, salaaada…
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Estábamos detenidos a dos etapas de Smolensko y las estrellas aún
parpadeaban cuando se inició la marcha. Durante un cuarto de hora no
ocurrió nada anormal. Después el motor se «detuvo» y la solución del
suboficial llegó con la misma exactitud que la vez anterior:
—Esperad a que venga el coche-taller.
Cuando nuestra unidad se perdía en un amplio recodo, dimos media
vuelta. La «Gome Rhóne», lanzada a toda velocidad, comenzó a correr en
dirección opuesta.
Reíamos, ya cantábamos con una mentida sensación de héroes. El
exnovicio, ebrio de júbilo y con los versos aprendidos en los nacimientos,
repetía a voz en cuello:
¡¡Arre, caballito,
vamos a Belén…!!
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Un letrero, escrito con caracteres rusos y alemanes, nos dijo que nos
acercábamos a Volokolamsk. Y allí —la bandera que Periquín se había
empeñado en que continuase flameando, sería la causa de ello—, fuimos
obligados por un Hauptmann de la Feldgendarmerie a detenernos
bruscamente.
—Nein!… Nein! —ululaba el capitán haciendo grandes aspavientos—.
¡Petersburgo! ¡Petersburgo!
—Le dije que íbamos a buscar nuestro Regimiento y contesta —nos
tradujo el canario muy serio— que estamos equivocados; que la Blauen
División ha ido para Petersburgo.
—¡Ah! ¡Ah! —nos admirábamos el exnovicio y yo—. ¡Petersburgo!
¡Petersburgo! ¡Ja! ¡Ja!
—¡Ja! ¡Ja! ¡Petersburgo! —repetía el germano, haciéndose eco de
nuestro «asombro».
—Bueno —murmuré, fastidiado, mientras metía la velocidad—;
entonces, media vuelta: ¡ar!
Ya olía a pólvora; ya sentíamos el asfixiante vaho de los incendios
recién surgidos; ya veíamos heridos aún sin curar… Moscú, ¡teníamos
Moscú al alcance de la mano!
Entonces, media vuelta: ¡ar!… ¡Qué impotencia atroz!
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—¡Paraaaa, Imprudente!
Nos habíamos detenido en los márgenes de un improvisado campo de
aviación. Allí sería donde, antes de llegar al frente, llevaría a cabo mi
última aventura porque sobre la verde explanada del aeródromo,
tentándome como jamás me tentó cosa alguna, había una treintena de
aparatos. Siempre soñé con ser aviador; incluso llegué a practicar vuelos sin
motor. Por eso, y a la vista de aquellos chatos y aquellos moscas sin dueño,
me sentí jefe de una armada aérea. ¿Cuándo podía haber imaginado tener
treinta cazas y bombarderos a mi disposición?
—¿Sabéis cómo me gustaría dar una vuelta? —murmuraba, acariciando
con voluptuoso gesto la hélice de un biplano.
—¡Sube a ver si tienes la suerte de ése! —me animó el sargento,
señalando con un movimiento de cabeza un aparato con el pico clavado en
tierra.
Antes que tuviese tiempo de mofarse una vez más… el enigma del
pequeño mundo de señales y círculos: cuentarrevoluciones… presión de
aceite… gasolina… altura. Los timones, el de dirección, el de altitud… Allí
estaba el gas, allí el arranque. Manipulé, apreté el botón y… ¡la hélice
giraba!
—¡Funciona!, ¡funciona! —grité, presa de un delirante entusiasmo.
—¡Baja de ahí! ¡Vamos, baja de ahí! —me ordenaba el sargento.
—¡Mira!, ¡mira cómo mueve los alerones de la cola! ¡Está nuevecito!
Manuel, ¿vienes a dar una vuelta?
—¿Yo? ¡Al hijo de mi madre aún le queda un poco de cabeza!
—¡Tú, Periquín!
El exnovicio se limitó a llevarse un dedo a la sien.
Matías quiso y estuvo a punto de impedirme aquella locura. Subió a la
carlinga y, agarrándome por el cuello de la guerrera, intentó sacarme del
aparato.
—Tienes miedo, ¿eh? —le provoqué.
Su rostro adquirió una colérica dureza.
—¡Tienes miedo!
Saltando a la cabina posterior, me gritó:
—¡Dale, mequetrefe estúpido!
Con un nerviosismo que era alegría, comencé a mover los mandos.
Aquel aparato (por haberlo llevado los rusos a la guerra española) lo
conocía. De lo que no lograba acordarme en aquellos momentos era de las
cifras, del ángulo del planeo para efectuar el aterrizaje, de…
Primero nos elevaríamos. Después…
Aceleré; las revoluciones marcaron 2500, 3000… Solté el freno y el
aparato comenzó a deslizarse sobre el campo. La aguja subía a 4000, a
5000. El césped corría vertiginosamente hacia atrás. Volví un instante la
cabeza y mi crispada sonrisa se encontró con la despectiva de Matías.
Presioné la palanca de elevación y el aparato amagó con despegar. Después
volvió a tierra y, ora en el aire, ora a saltos, siguió avanzando. Una vez creí
haber decolado definitivamente y sentí miedo. Pero la alegría de saberme
volando lo venció y… el avión se posó de nuevo para seguir dando
amenazadores brincos que hacían crujir el fuselaje. Metí a fondo los gases,
la palanca de altura la llevé al tope, el caza pareció encabritarse y… ¡El
campo se estaba acabando!, ¡el campo se acababa! Lanzados a toda
velocidad, corrimos unos centenares de metros por un terreno cubierto de
baches y desniveles. En el cuerpo entero creí que se me incrustaban
maderas y hierros. Las alas las veía a veces horizontales, otras arañando la
tierra; la hélice subía y bajaba y seguía girando. Pude cortar los gases e
instantes después una rueda debió caer en un agujero. El aeroplano, herido,
se perdió en una terrible convulsión y el motor picó haciendo que las palas
de las hélices fuesen lanzadas al aire; que la cabina se empequeñeciese y
que mis ojos, en la angustia del segundo que se avecinaba, se cerrasen para
no ver la catástrofe. Así creo que esperé… ¿así se esperaría la muerte o se
reaccionaría cuando nos sabíamos escapados de ella?
Me sentí tranquilo.
El fuselaje había quedado en una posición parecida a la del avión
capotado. Yo vivía. Matías… sentí un extraño miedo por mirar hacia atrás.
Cuando lo hice, un rostro enrojecido abandonaba el avión. Lo imité y, ya en
tierra, vi sus ojos coléricos.
Antes de que tuviese tiempo de comprender sus intenciones, de un
puñetazo me arrojó por tierra. Como enfurecida bestia me incorporé, fui
hacia él… Matías no hizo nada por defenderse.
Retándonos, unos instantes quedamos mirándonos frente a frente.
—Tienes sangre en la cara —murmuró.
—Tú también…
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TAMARA
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Estaba anocheciendo.
—¿Vamos nosotros también? —preguntó Ambrosio que, al igual que
yo, se había arreglado por si las cosas se ponían bien.
—Bueno —repuso condescendiente el andaluz—; pero aviso, ¿eh?, el
que meta las manos donde no debe, le rompo la crisma, ¿entendido?
¡Tamara es cosa mía, que para eso tengo alma de fauno!
Tardamos cerca de veinte minutos en llegar a una casa chata, pintada de
blanco y, como la mayoría de las viviendas rusas, con dos únicos pisos. Una
señora de distinguido aspecto nos esperaba en el vestíbulo. Pero allí, con
desagradable sorpresa, vimos que no éramos los únicos. Reunidos en un
extremo había tres artilleros, que nos recibieron con un gruñido por saludo.
—¡Nos han jorobado estos tíos! —exclamó Manuel.
La rusa trajo una botella de Vodka y, mientras bebíamos, uno de los
artilleros, que parecía preocupado por el mal estado en que habían llegado
los cañones, comentó filosóficamente:
—Qué fastidioso es encontrar tantos españoles juntos, ¿verdad?
—Así es —repuso Ambrosio muy serio.
Otro desconocido, un cabo, se quejaba de la poca munición que…
—¡Tamara!
La unánime exclamación señaló su entrada.
Venía acompañada de las dos jóvenes que vimos en el teatro, y un
pequeño revuelo siguió a su presentación. Manuel, que desde el primer
momento adoptó el papel de favorito, llamó al artillero, a Periquín y a mí,
que, un poco cohibidos por la presencia de tres bonitas muchachas, nos
habíamos apartado, y nos fue introduciendo:
—El «obercanonier» no sé quién es. El pequeño es Periquín, el curita
arrepentido que ya conoces. Este otro es el más joven del Regimiento y
parece listillo. Si no hubiese sido por él, en Francia no hubiésemos podido
tomar ni agua.
Pero mi embarazo debería acrecentarse. Tamara, la mujer que
centenares de hombres aplaudían y deseaban, me miraba a mí… ¡a mí! Por
unos instantes creí encontrarme muy lejos de todo y de todos, sintiendo
cómo aquellos ojos alargados, oscuros y extraños, continuaban
observándome fijamente. Y aquel fulgor me obligó a apartar la vista para,
sin quererlo, posarla en unos senos que no eran tan pequeños como los creí
en un principio y un cuerpo más acabado de lo que decía el andaluz.
Levanté la cabeza… aquella boca grande, limpia y sensual, era inquietante.
—Sentar, tú aquí, al lado de mí.
Ante un Manuel que fruncía las cejas de un modo desacostumbrado, la
rusa me ofreció un lugar entre ella y el sevillano. Instantes después iniciaba
un minucioso «interrogatorio». Tamara quería saber qué hacía antes de
enrolarme; cuántos hermanos tenía y en qué lugar de España vivían mis
padres. Fui respondiendo como un aplicado colegial y, cuando su curiosidad
debió quedar satisfecha, exhaló un suspiro.
—¡Me gustar tanto conocer vuestra España!
—¿Te gustaría? —inquirí, por decir algo.
—¡Mucho!, ¡mucho! ¿Querer tú contarme algo de tu Patria? Cómo
estar sus pueblos, sus lagos, su mujer, la cielo…
Siempre obediente, iba a empezar a describir la Gran Vía de Madrid,
cuando la actriz me interrumpió:
—No, ahora no, mañana. Como tú no conocer la ciudad, ¿tu querer que
yo enseñar a ti el barrio viejo y los jardines de Stalin y el río?
—Bueno, si quieres; yo no sé si…
La rusa, poniéndose en pie y cambiando bruscamente el giro de la
conversación, volvió a interrumpirme.
—Vamos a alegría fiesta, mucho bien. ¡Zhizñ! ¡Zhizñ! [30]
Malia, la joven que nació en las llanuras de Valdai, trajo una extraña
guitarra —luego sabría que se llamaba balalaika— y comenzó a templar las
cuerdas. Tamara, de nuevo sentada a mi lado, cantó. Pero en su acento ya no
había desprecio o desafío; sólo ternura y nostalgia.
Sintiendo su cuerpo contra el mío; sintiendo el milagro de un mórbido
calor y la dulzura de su voz, yo escuchaba con la respiración adormecida.
Como un himno a la tristeza, aquella canción de la tierra sumisa y
enemiga dejaba traslucir la pena dichosa que debía emanar de la serenidad
de las noches esteparias; de sentir el flotar de la añoranza y oír el rugido de
los vientos; aquellas canciones parecían murmurar historias que no tenían
fecha ni nombre, porque eran tan universales y eternas como el amor, el
olvido o el llorar. Y aún sin entenderlas, como un día comprendí las
lágrimas de la viejecita del innominado río, aquellos versos los comprendía,
porque también hablaban al alma.
La rusa, queriendo quizá evitar la seriedad que sus melodías nos
comunicaban, se puso en pie. Y levantando la copa, lanzó un brindis más:
•••
Ya en la calle, el sevillano exclamó fastidiado:
—¿Quién iba a pensar que ese tórtolo me iba a quitar la paloma?
—¡Pero si yo no hice nada! —me defendí—, ¿yo hice algo?
Comenzando a andar, Ambrosio comentó divertido:
—A lo mejor eso de dejar hacer es la fórmula clave. ¿Podíamos suponer
que el «peque» nos iba a dar una lección de «olvidismo»?
•••
•••
Eran las siete y diez de la tarde cuando, con retraso, llegué a mi primera
cita de amor…
El vestido blanco ajustado al cuerpo; una maravillosa cabellera que
flotaba al viento y el suave temblor de su andar. Tamara, como una
espléndida y única azucena, así se destacaba en medio de las
muchedumbres rusas y los uniformes verdes.
Los últimos pasos los hizo corriendo; casi corriendo fui hacia ella.
—Yo estar aquí a siete —murmuraba entre jadeos de fatiga—; pero
haber muchos soldados y volver al teatro.
—Me retrasé un poco; perdóname.
—¿Te acordar en noche un poco de mí, español?
—¡Mucho! —susurré con énfasis—, te juro que me acordé mucho.
En el embarazoso silencio que siguió, comenzamos a andar lentamente
hacia el río; hacia aquellos barrios que prácticamente nos estaban vedados
por la cantidad de soldados asesinados que diariamente aparecían en ellos.
Por unos momentos me asaltó la sospecha de que la moscovita intentaba
llevarme hacia una emboscada. Creo que mis ojos se llenaron de amenazas.
Pero reconocí que, de haber buscado una víctima, hubiese elegido a Manuel
o Ambrosio, alguien que tuviese más importancia que yo, y me serené.
Además, si me ocurría algo, mis amigos la ahorcarían.
Miré su cuello tan perfecto, tan blanco; su boca y aquellos ojos
maravillosamente extraños y por un instante…
Un estremecimiento involuntario recorrió mi cuerpo cuando me imaginé
la lengua, violácea y descomunal, colgando de los labios de Tamara.
Hice un gran esfuerzo y exclamé:
—¡Vamos a ver esos tiburones envasados que tenéis por ahí!
Marchando hacia los desconocidos parajes, seguí comprobando que las
viviendas rusas eran todas semejantes y pobres; que las personas,
mostrando los mismos grises y aburridos ademanes, daban la apariencia de
una monotonía interior que creía privativa de los pueblos de Oriente. Una
deprimente igualdad en el reír, en el hablar, en el caminar. Aquellos seres
debían de tener los mismos pensamientos, los mismos deseos. Y no podía
menos de preguntarme si aquella desesperante horizontalidad habría sido el
comunismo quien la creó o tan sólo era una resultante de la guerra.
—Oye, Tamara; ¿por qué en Rusia las mujeres visten todas iguales?
Parece que van uniformadas.
—¿Uniforme?
—¿No las ves? Todas llevan medias negras, las mismas boinas; el
mismo corte de vestido. ¿Es que han perdido la coquetería?
—No saber que ser eso.
—Eso; lo que tienen las mujeres.
—¿Qué es lo que tener las mujeres? —inquirió con un pícaro mohín.
Para ocultar mi inseguridad, debí dar otro brusco cambio a la
conversación.
—¿Eres de Moscú?
—No, de Kazalinsk; ser allá en el Aral.
Llevábamos cerca de media hora andando. Yo caminaba de prisa,
debido a lo cual la muchacha debía dar pequeñas carreritas para mantenerse
a mi altura. El aire y la alegría que parecían vivir en la joven, la disfrazaban
de colegiala feliz… No, ella era la heroína cautiva y enamorada, yo, un
legendario guerrero.
Fue en uno de aquellos momentos, fue con una sensación de
pertenencia, de seguridad en que aquella mujer era mía y por tanto debía ser
yo quien la protegiese, cuando saqué pecho y, lo había visto tantas veces en
las películas, acaricié con gusto la pistola. Una película; eso era lo que
estaba viviendo. La belleza de la hora; la calma del crepúsculo; el peligro y
la inminencia de la triste y definitiva separación —porque en la madrugada
correría a la guerra— formaban un mundo de cuento que, ávido de fantasía,
sorbía ansioso. Y aquella extraña dicha la sabía cincelada por el sentimiento
de macho y la añoranza de algo que aún existía.
Sueños, nostalgia de vida; nostalgia de nada o de imposible.
Porque una muchacha, mostrándome la hermosa potencia de su
juventud, me sonreía y se interesaba por mí, creo que comenzaba a sentir
aquello que los hombres llaman querer.
—Tamara…
—¿Qué?
—Nada…
¿Así empezaría el amor? ¿Con aquellas frases tan simples?
Anochecía cuando llegamos al Duina. Al otro lado estaba la parte vieja
de la ciudad.
—¿Pasar? —me preguntó la rusa.
—Vamos.
En la entrada del custodiado y único puente que aún se mantenía en pie,
los alemanes de guardia nos repitieron las gastadas palabras:
—¡Noche peligro! ¡Noche peligro!
No presté atención. Cruzamos el río. Allí de nuevo nos envolvieron las
sombras, ahora más negras. Nos desviamos con el curso de las aguas.
Pasamos ante una balsa que trabajosamente se despegaba de la orilla y
seguimos hasta hallar otro puente que las bombas —alemanas o rusas—
habían destruido. Y en sus proximidades, rodeados de silencio y soledad,
mirando hacia la luna que empezaba a salir por un rincón del cielo, nos
detuvimos.
Silenciosos, quizá entristecidos por las tinieblas, allí quedamos largo
tiempo. Los aviones vinieron, las bocas de luz de los reflectores se
mezclaron con los fogonazos de las bombas y unos tiros de pistola
agujerearon el fantástico fragor. Cuando los aparatos se fueron, una calma
inquietante se apoderó de las sombras para que en ellas sintiese un extraño,
el más inesperado diálogo de mi vida…
—Yo tener miedo, español.
—Es la noche —murmuré con un acento tan irreconocible como la voz
de la rusa—. Yo también siento temor. No sé; es como si nos hablasen de
oscuros presentimientos que amenazan hacerse realidad, ¿verdad?
—Sí, ser la noche. Ser como un misterio que me asustar.
—Intenta olvidar. Verás cómo todo pasa en seguida.
—No, no pasar; porque esto venir siempre que estoy sola. Y tener un
horrible miedo a la guerra, de mí, de la vida. No saber yo…
—No estás sola, Tamara; yo estoy a tu lado. Además, tengo una pistola.
—Sí lo soy, español.
¡Qué bien la comprendía! ¡Cómo creía recordar que ya antes, cuando
para caminar hacia Oriente abandoné el campamento de Grafenwöhr, había
conocido el soplo de aquella misma angustia!.
Y, sin embargo, no era temor a la lucha, no era temor a morir. Era algo
impreciso, oscuro y aullante. Quizá fuese tan sólo el destino.
—Tú estás en tu patria; la guerra terminará y volverás con tus padres.
—No, español, tú no poder comprenderme, porque tú tomar tu mundo
con tú; tú estar lejos de tu país, pero tu país y tus amigos ir con tú. Mas tú
ser hombre.
—Tamara, yo estoy lejos de los míos, voy a la guerra y…
Un mundo de sentimientos pujaban casi inútilmente por expresarse.
Frases que nunca fui capaz de crear y que, como al embrujo del ambiente o
de una experiencia sorprendente, ahora venían ávidas de descifrarse o ser
descifradas, luchaban por fluir a mis labios. Y animado por un extraño
sentimiento de paternidad, murmuré quedamente:
—Tamara, verás cómo todo pasa. Son estos aviones, los disparos, los
gritos los que te asustan; son esos soldados extranjeros para los que tú
cantas…
—¡Ser ellos, esos malditos señores de la guerra los que destrozar la
humanidad!
—Nos iremos pronto y nos llevaremos nuestros tanques y nuestros
cañones. Y cuando desaparezcamos, vendrá la paz. Te enamorarás, serás
feliz y todo lo pasado se borrará como una mala pesadilla. Verás cómo sí,
Tamara. Se olvida mucho antes de lo que creemos. Yo viví tres años en
guerra y ya ni me acuerdo; casi ni puedo recordar lo que ahora dejé en
España.
—Ser todo tan hosco, tan mucho incierto…
—Sí…
Intenté seguir hablando, pero mis labios no se movieron. Tenía mil
cosas que decir, mil pensamientos se formaban en mi cerebro, sin que fuese
capaz de expresarlos.
—Yo creer que te ir a escribir, mucho.
—Ya te daré mis señas.
—Ahora, español.
Sobre un papel arrugado comencé a escribir mi nombre y el número del
feldpost. Largos instantes tardé en hacerlo, porque parecía presentir que
estaba moldeando el principio de un amor que sería único. Sin embargo,
también pensaba que era una ficción, el ambiente que me engañaba.
Estábamos solos y la vida en derredor había muerto. Un silencio opaco, tan
sólo turbado por los tiros que resonaban en los cuatro puntos de la ciudad y
el ronroneo de los Stukas nos envolvía. Hasta las negras aguas del Duina
parecían marchar sin rumor. Sí, era él el que, empujándome a la
confidencia, a la tristeza nostálgica o el ensueño, me hería el corazón con
una llamarada tan confusa y bella que se prestaba a los mil presagios.
—Tú contestar a mí, ¿verdad?
—Sí, yo contestar.
Me acerqué aún más a la muchacha y pasé el brazo sobre su hombro.
No podía comprender dónde ni cuándo había aprendido la desenvoltura con
que actuaba, ni cómo había sido capaz momentos antes de componer
acuellas frases con las que creí confesar el mundo de melancolía, de íntima
o absurda pena; aquellas ansias de algo que tal vez fuese… ahora sentía, yo
sentía… Ven a mi lado, Tamara; ven junto a mí para unir nuestras tristezas y
nuestros temores. Los dos estamos arrastrados por el viejo viento de la
guerra, por este destino tan indescifrable y obscuro como la luna que nos
está alumbrando. Es él quien nos ha unido, él mismo quien decidirá de
nosotros. No sé los años que tienes, pero eres muy joven. Yo tengo dieciséis
y a veces creo que estoy empezando a envejecer. Pero los dos debemos
luchar contra nuestras aprensiones y mantener el alma limpia para la
esperanza. Tienes miedo, Tamara, yo también lo tengo. Tengo miedo de
todo, porque, quizá como tú, creo que voy a la deriva de unas fuerzas que
no sé ni he buscado. Tal vez sea la vida así siempre. Tú estás lejos de su
familia, estás en una ciudad desconocida; yo estoy perdido en un mundo
que no comprendo y sé hostil. Tanto tú como yo somos presas de una guerra
que sabemos despiadada. ¿Oyes esos disparos, Tamara? La gente está
muriendo. Mañana ahorcarán. Ésta es nuestra vida y, al acostumbrarnos a
ella, sentimos miedo de quedarnos solos con nuestros pensamientos, porque
entonces advertimos lo horrorosa que realmente es. Por el día hay gentes
que nos rodean, tú cantas y yo canto y así podemos olvidarnos de la
realidad. Es por las noches, en la soledad y el silencio, cuando las sombras
y el viento al silbar parecen contarnos, porque nos sentimos huérfanos de
cariño y seguridad, cosas horribles que sucederán o están sucediendo. ¿Lo
oyes, Tamara? ¿Verdad que es angustioso como esa luna que semeja un
vampiro de otros mundos? A mí me habla dé las trincheras, las nieves, los
fríos y la sangre que me espera. A ti… ¿quién sabe lo que a ti te contará?
Pero a los dos nos asusta, en los dos parece despertar el fondo angustioso
que llevamos dentro. Sin embargo, mañana… Mañana volverá a lucir el sol
y con su vuelta desaparecerán nuestras aprensiones; volverá la alegría como
ayer cuando nos conocimos, o como esta tarde cuando, con tu vestido
blanco y tu melena al viento, desafiando la mansedumbre de tu raza, venías
hacia mí. Espera el día, Tamara, como lo espero yo; todo se borrará y…
¡Tamara! Si pudiese descifrar lo que ahora siento, creería que te estoy
amando, que ya te amo; daría no sé qué por ser un hombre experimentado
para comunicarte el ánimo que estás necesitando. Sin saber lo que antes
hiciste ni de dónde vienes, podría jurarte que estaré toda la vida a tu lado,
que te defenderé, que te querré… o que quiero al momento que estoy
viviendo. Tú y él aparecéis mezclados, confundidos. Sé que amo, que
quiero amar, porque una misteriosa fuerza me impele a ello…
Ni una palabra salió de mis labios. Silencio, silencio… Solo —y como
si aquellas ideas que fueron hijas de las tinieblas, quisieran manifestarse en
un acto de ternura— murmuré una súplica:
—¡Bésame, Tamara!
Un jadeante hálito fue acercándose. La boca temerosa y pasional de la
joven se ofrecía a la mía para que en ella depositase mi primer beso de
amor.
Lo que después ocurrió, se perdería en una deliciosa vorágine. Una
verídica sensación de hombría, tan aguda como la que jornadas después
experimentaría al recibir el bautismo de fuego, me envolvió. Sentí entre mis
labios los entreabiertos de la rusa; unos senos que se expandían contra mi
pecho; su cuerpo entero, convulsionándose suavemente, se apretaba contra
el mío. Unos ojos que los párpados velaban, una manos que se alzaban para
acariciarme los cabellos… ¡Tamara era mía!
Tamara comenzó a sollozar débilmente. Apoyó su cabeza sobre mi
pecho y con palabras que aprendió de niña, susurraba cosas calladas,
íntimas, como el alba.
—Ser mejor que nosotros olvidar todo —murmuraba entre lloros—. Tú
ir al «front» y yo no saber dónde marchar yo. Siempre yo me acordar de ti
y nunca tú y yo vernos jamás. ¡Ser maldita! —terminó arreciando en sus
sollozos.
¡Jamás!, ¡siempre! Palabras que en aquellos momentos parecían llenas
de oscuro misticismo.
—Calla, Tamara; por favor, cálmate.
—La guerra… ¡la guerra ser terrible!
—Sí, Tamara; es terrible.
—Tú ir y yo…
—Tamara, ¿qué quieres decir? —le pregunté, intentando secar sus
lágrimas.
—¡Dejar!, ¡dejar!… estoy tanto feliz, tanto desgraciada.
—¿Feliz?, ¡estás llorando!
—Sí —repuso, queriendo tranquilizarse— ¿Por qué ser que el dolor y la
dicha tener igual expresar?
—Los hombres no lloramos con tanta facilidad.
—No —contestó la muchacha, bajando los ojos—, sólo mujeres, porque
nosotras ser Yin, como la luna.
—¿Yin? ¿Qué es eso?
—Tú no comprender, tú haber nacido mucho lejano.
Y, mirando hacia el astro medio escondido tras un cúmulo de negras
nubes, añadió:
—Nos ir; pero nuestros caminos ya han hacer un mismo trecho. En el
espacio vagar millones de puntos. El de ti y el de mí se han juntado un
instante. Ahora se separar y encontrar otros. Uno quedar para siempre con
ti y otro con yo.
—Puntos que vagamos desorientados… —murmuré contagiado por
aquella extraña filosofía—, ¿quién los regirá?
—Tao… Dios.
Los reflectores se abrieron de nuevo. Un rumor espeso comenzó a rodar
en el espacio. Fue corriéndose hacia el norte y terminó por desaparecer. Las
luces, después de habernos arrancado de nuestra intimidad, volvieron a
callar.
—¿Ir a casa, español? Yo tener frío.
—Vamos…
Minutos después llegábamos junto al primitivo embarcadero. En aquella
balsa, que nadie vigilaba, subimos; agarré el cable y me disponía a dar el
primer tirón, cuando una sombra que saltó a mi lado bruscamente, me
paralizó.
Solté la guía y empuñando la pistola apunté al desconocido. La rusa se
parapetó tras de mi cuerpo y el hombre indiferente a mi amenaza, tomó el
cable y comenzó a tirar. Sin dejar de encañonarle, con la mano libre lo
imité. La balsa empezó a deslizarse lentamente. Así llevaríamos unos
minutos, cuando el ruso musitó algunas palabras.
—El «tovarich» decir que tú dejar pistola y ayudar avanzar más la
barca.
—Dile que tenemos toda la noche para llegar al otro lado.
Tamara me obedeció y una risa breve y sarcástica afiló las sombras. La
cólera sacudió mi cerebro… La luna me dijo que en su rostro la risa se
había hecho miedo. Le clavé el cañón en el pecho y lo registré. Aquel
hombre no llevaba encima más que su inconsciencia y su pobreza.
Cuando llegamos a la otra orilla, lo obligué a desembarcar primero. Y,
hasta que se perdió en la oscuridad de una lejana esquina, no permití que
Tamara saltase a tierra.
—¿Quién sería? —me pregunté en voz alta.
—Yo creer que tú tener miedo —murmuró la joven—; ese hombre
estaba sólo un trabajador.
—Te aprendiste bien el lenguaje… Para ti todos son trabajadores; ¡hasta
los que degüellan!
—¿Tú querer matar?
—¡No!, ¿cómo piensas eso? Lo que quiero es impedir que me maten.
—Los alemanes querer matar.
—Si los guerrilleros cortan sus vías de comunicación y les quitan el
pellejo a tiras, ¿qué quieres que hagan?
—¡Ahorcar!, ¡ahorcar!; ellos querer sólo ahorcar.
—Son represalias. De otra manera no quedaría un deutsch vivo.
¡Vamos!
Vagaba por una ciudad, de la que apenas sabía su nombre, y en
compañía de una muchacha de la que tan sólo el nombre conocía. Por
futuro tenía los caminos sin faros de la guerra y una tremenda incógnita.
Sonreí. ¿Qué otra cosa podía hacer al sentirme caída hoja de un sino que me
parecía ridículo o sublime?
Un cuarto de hora después, desembocamos en la carretera. Detrás
quedaba la obscuridad y los lloros. Tamara había recuperado el aplomo y la
suficiencia con que la conocí. Ya en la puerta de su casa, con un pie sobre el
primer peldaño, mentía la figura triunfante de una cazadora.
«¡Cómo cambian!» me admiré.
Indefensa, más femenina; más mujer que ahora, dueña de sí y altiva.
—Adiós, español —se despedía, ofreciéndome con indiferencia la
mano.
Sintiendo la angustia de la separación última, la rabia de aquel
contraste, exclamé bruscamente:
—¡Ya debía suponer que no ibas a estar esperando que yo viniese a esta
ciudad! Tendrás cada día un hombre para divertirte y yo no habré sido más
que un…
—¡Callar, por favor! ¡No hablar tú así! ¡No decir tú así!
—No te volveré a ver —seguí hablando dominado por la ira y la
amargura—, pero te recordaré siempre ¿entiendes? Y tú tal vez te acuerdes
alguna vez de aquel español que… te besó junto al río.
Con ademán desafiante me acerqué a ella y tomándola con fuerza por el
brazo la atraje hacia mí. Los ojos de Tamara volvieron a humedecerse. Y
entre suplicante y retadora, casi gritó:
—¡No querer ver a ti más! No querer amarte y mañana, mañana… ¡No,
español! ¡No! —siguió sollozando—. Yo no desear sufrir, yo conocer
muchas angustias, mucha tristeza, yo ser cansada. Yo desear olvidar todo.
¿Tú comprender? ¡Yo querer vivir!… ¡Yo querer vivir!
—Y ¿por qué me dijiste ayer que me querías?, ¿por qué me besaste
hoy?
—Yo ver a ti tanto joven, tanto perdido en medio del mundo
espantoso… ¡Si tú saber cómo te recordar la noche! Te ver tan resignar y
fatalista esperar que el destino hacer lo que él querer! Tú ser tan joven, tú
estar tan…
Súbitamente se interrumpió. Y antes que tuviese tiempo de descubrir su
intención, tomándome el rostro entre sus manos crispadas, depositó en mi
mejilla un beso que sabía a angustia.
Sin un adiós, sin un saludo, desapareció escaleras arriba.
—Adiós, Tamara…
Lentamente comencé a andar por la obscurecida ciudad. Al rumor de los
tiros, que ahora agujereaban sus cuatro puntos, se unió el marcial caminar
de una patrulla hispana. Me identificaron y seguí atravesando la hosquedad
de la cerrada noche. Un extraño miedo, un asco hacia aquella guerra, que ya
parecía hacerme guiños de siniestra picardía, me embargaba. Y con la
guerra, asco hacia la vida, hacia mis compañeros, hacia mí mismo. Sentía
algo tan extraño como si estuviese sucio o me reconociera cobarde.
En aquellos momentos no deseaba sentir la proximidad de Tamara; no
deseaba volver al campamento, no volver a España. No volver ni
permanecer en ningún sitio. No quería nada. Sólo dormir y olvidar.
Aquel ansia de lucha parecía haberse desvanecido por obra y gracia de
un beso y unas lágrimas. Y entonces aprendí que la mujer lo era todo en la
vida y que su proximidad y su recuerdo, el amor o el odio, formaban la
aguja que marcaba el rumbo de los sentimientos y los hechos de los
hombres.
Una profunda sensación de vacío y pena me acompañaba. Pero pronto,
la esperanza de que no había perdido para siempre a aquella muchacha, me
animó. Pensé que me escribiría, que un día sin nombre y en un lugar que el
destino señalaría, volvería a estrecharla en mis brazos. Y entonces ¡con qué
sinceridad se lo hubiese confesado en aquellos momentos!, le gritaría que la
amaba con toda mi alma.
Bruscamente respiré una varonil alegría. Y en ella dejé que los primeros
versos de la sencilla y sentida canción, acudiesen a mis labios:
Si me quieres escribir,
ya sabes mi paradero:
en el frente de Moscú,
primera línea de fuego…
•••
Perseguidos por
izquierdas y por las derechas,
luchaban ya
cuando aún dudabas tú.
Y otros…
Adiós España cuando te volveré a ver.
Capítulo VII
HACIA EL FRENTE
EL FRENTE
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Un hoyo grande cavado en la tierra; por techo unos troncos sobre las
cuales se amontonaban piedras y ramas; y, desventrados por las granadas,
algunos sacos terreros. Rodeándola, una zanja honda y destartalada. Unos
metros más allá, también en círculo, se distinguían las siluetas de los
caballos de frisia: las alambradas de primera línea.
La escena del refugio se ofreció ante mis ojos en su mayor magnitud.
Soldados tumbados en íntimo contacto con la humedad y el barro; tablas
sobre las que vivían y que apenas lograban evitar el lodo que allí reinaba
como un soberano. El silencio, tan sólo turbado por el chisporroteo de
ramas mojadas, parecía también triste, también sucio y agresivo. Frente al
humilde fuego habla un enorme sargento tudesco con el rostro picado de
viruelas. Sentado sobre un casco, sostenía en las manos una lata de carne ya
casi vacía.
En aquella primitiva vivienda, además de soldados, encontramos
capotes, cantimploras tiradas, fusiles colgados y —¿quién sabía por qué
destino allí llevado?— un manojo de flores secas. Y junto a él, la fotografía
de una mujer desnuda. Más allá un retrato del Führer.
Los germanos comenzaron a recoger sus armas y sus zurrones. También
se llevaron la fotografía de Hitler. La mujer desnuda, para nosotros más
interesante, la dejaron donde estaba.
Ambrosio, que venía de recorrer los alrededores con el cicerone, nos
anunció:
—Muchachos, esto es una «posición campana».
—¿Posición campana?… —pregunté extrañado.
—El próximo apoyo —explicó dirigiéndose a Matías— lo tenemos a la
derecha y está a más de kilómetro y medio; el de la izquierda cerca de dos.
Detrás no hay nada hasta la carretera.
—Entonces —comentó Antón—, estamos aquí para dar la alarma, ¿no
es eso?
—¡Pero nos matarán a todos! —exclamé colérico y atemorizado.
—Si quieres tomarlo así… —dijo Matías mientras cortaba unos
papelitos.
Instantes después ordenaba:
—¡Vamos, menos charla y a elegir!
Fuimos retirando un papelito, cuidadosamente doblado. El número 1, el
2, el 3… Aquellas cifras podían marcar nuestro destino. Durante las
interminables noches que nos asustarían más que el mismo enemigo, tal vez
más que la misma muerte, aquel número regiría nuestras salidas, nuestra
angustia, quizá nuestro fin. El número 1 daría el ¡alto!, ¿quién vive?, el
número 2, quien iría a relevarlo. En las vigilancias dobles, como estarían el
número 3 y el 4, se encontrarían, uniendo su avidez, sus miedos y sus fríos,
echados juntos sobre las nieves de hierro. Ellos se contarían mejor que otros
sus cuitas, sus esperanzas y sus dolores, porque en la ancha noche habría
momentos de tranquilidad que invitarían a la confidencia. El número 1 y el
número 2…, quizá saltasen destrozados por la misma granada; acaso
viviesen la tragedia de la siberiana prisión o dejarían pegados en las
alambradas un grupo de rusos a los que las tijeras delataran.
Tomé un papel y comencé a desdoblarlo… ¡creí que la chabola se
hundía sobre mi cabeza!
Habría de ser el primero en conocer la lejanísima —150 metros— y
maldita región de los condenados; en ir «allá adelante» para palpar todo lo
que de tenebroso o misterioso debían de encerrar aquellos parajes. El
primero en ir a la guerra,
—¡Tuviste suerte, chaval! —se mofó Manuel.
—¡Te vas a cagar de miedo! —coreó Josechu.
Matías propuso, ¡cómo me sentí tentado de aceptar!, cambiar el orden.
Pero una íntima voz, que era amor propio y angustia, se negó a ello.
—No, me tocó a mí y debo ir —murmuré.
—Así debe ser —dijo Antón—, ¡si empezamos desde el primer día con
arreglos, no terminamos nunca!
—¡Claro que sí! —insistió el sevillano, ahora serio.
Aquellos hombres, que día a día pasaron tres años de guerra española,
¿podrían ya conservar un ápice de sentimentalismo? Aquel Manuel, aquel
asturiano ¿eran los mismos que yo conocía?
En el exterior, los alemanes aún seguían atando paquetes y guardando
cosas. Conmigo venían Matías, Ambrosio y el tudesco cicerone de aquel
frente recién presentado.
Sin ninguna ceremonia había terminado el relevo.
Envueltos por la noche pasamos las primeras alambradas y, encajonados
en una estrecha zanja de evacuación, seguimos adelante. El aire silbaba y
una desganada lluvia cooperaba a hacer los sombras sobrecogedoras. El
cielo, cubierto por espesas nubes hasta su más olvidada esquina, lloraba
negrura y amenaza para que el primer minuto de guerra grabase en mí la
más tremenda sensación.
La chabola, y con ella otro mundo deseable, se perdió. ¡Dios santo, con
qué vértigo se estaban desarrollando las cosas! Recordé que en la carretera,
me sentí atenazado por el miedo; recordé que horas antes, cuando ya nos
encontrábamos esperando en el pueblo, la ruta de Leningrado la añoré como
un pacífico lugar y que, al llegar al refugio, la recién abandonada aldea del
monasterio la creí un bastión inexpugnable. Y ahora suspiraba por aquel
agujero, alejado, increíblemente alejado ¡150 metros! del peligro.
—¡Halt!
Había llegado.
Cuando nos acercamos al parapeto, la sombra de un hombre nos saludó.
—Heil Hitler, Kameraden spanischen!
El tudesco, buscando en la oscuridad la mano que tenía más cerca,
estrechó con fuerza la mía.
—Heil… Heil —respondí mirando a aquel hombre que me pareció un
héroe o un dios.
No fui capaz de comprender que instantes después yo sería el héroe o el
mismo dios.
Estaban despidiéndose cuando súbitamente adquirí conciencia de que…
¡me iba a quedar solo! Un miedo loco me embargó.
—¡Matías!… ¡Matías! —le pregunté temblando—, ¿voy a quedar aquí?,
¿voy a quedarme solo?
—No, ¡va a venir tu mamá a hacerte compañía!
Algo chocó en mi orgullo. Mi sangre hirvió, apreté los dientes y
reuniendo todo mi coraje, casi le grité:
—¡No todos tenemos la obligación de ser héroes como tú!
Matías pareció no haber oído.
—Ya sabes; si vienen, tiras las bombas y aguantas. Pronto vendremos a
ayudarte.
Un español y un alemán se estaban turnando ante el oso moscovita; un
alemán y un español juntaban sus armas en la guardia de la Europa en
marcha.
—Auf wiedersehen, Kamerad spanisch —se despidió el tudesco.
—Adiós…
—Cuidado con el bigotes, chaval —se mofó aún Ambrosio.
Los soldados se iban. Y, cuando el rumor de sus pasos se extinguió, creí
que el universo se había vaciado.
Nunca pensé que pudiese existir un estado tal de soledad. Los muertos,
¡tal vez los muertos pudiesen comprenderme!
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«… do Franz.
… er, carta en la…
… gen Santís… protegien… que
… rodilla… cho frío… un inviern…
Rusia dice… que
Mis… gas… en mozo. Yo les ense… tuya. Si supieras lo con…
Yo…».
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BAUTISMO DE FUEGO
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FORJANDO EL DESTINO
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Fueron aquéllos los días de calma que precedieron al golpe de mano. En
ellos nos acercábamos a las posiciones vecinas, donde siempre nos esperaba
algún camarada con un vaso de vodka y un abrazo. Y donde, junto al
cordial saludo, encontrábamos ausencias que nos entristecían. Con nosotros
venían a veces las muchachas que nos cosían la ropa y nos besaban… Las
Nastias, las «Ninas» y las «Katuchas» hacían buenas migas con los
«Manueles», los «Ambrosios» y los «Joscchus» hispanos. Con ellas
aprendíamos ruso, repartíamos el «rancho de hierro», aunque estaba
terminantemente prohibido comerlo sin autorización, y bailábamos;
paseábamos en kallostra y, como en los mejores tiempos de escolares, nos
arrojábamos pelotas de nieve. También con ellas hablábamos del avance
japonés en Asia, de los piojos que ya habían invadido las chabolas y los
uniformes y, entre abrazo y copa, les enseñábamos nuestras canciones y
aprendíamos las suyas.
La vida tranquila. Jugábamos al amor; poníamos en las tumbas de los
camaradas muertos unas hojas de algarrobo, rezábamos un padrenuestro y
limpiábamos las armas. Por la noche, con el afilado suspiro de las
ametralladoras, la contemplación del negro cielo que los proyectiles
luminosos surcaban y la presencia de los desganados bombardeos de
artillería, recordábamos que estábamos en guerra. Pero con las luces
volvíamos a evadirnos, a cantar, a correr.
Y así se fue diluyendo la tremenda sensación que el golpe de mano
moscovita me había causado. El recuerdo de José Miguel se iba perdiendo;
los paisajes y mi vida volvían a estar lisos y serenos, porque la nieve y el
olvido nivelaban tierras y sentimientos.
•••
Una mañana escribí a mis padres. Recuerdo que apenas fueron unas
líneas…
Querida mamá:
Ya he llegado al frente, ya estoy en las trincheras y me siento más
seguro que si me hallase a mil kilómetros de ellas. El otro día estuve en una
iglesia y un «pope» (aquí llaman así a los sacerdotes) celebró una misa
ortodoxa. ¿Tú crees que habré pecado por eso? Yo creo que no, porque yo
oré a nuestro Dios, ¿sabes? Aquí, como en España, existe la costumbre de
dar una limosna al sacristán, pero en vez de dinero, le dan patatas. Como yo
no tenía, le di un marco («marco» es la moneda alemana). Otro día estuve
en un entierro y nos corrimos una gran «juerga». Figúrate que, cuando
alguien se muere, hacen fiesta, bailan, beben y cantan. Es bonito, ¿verdad?
Sobre todo muy curioso.
Aunque he cambiado un poco, no tienes por qué preocuparte. Comulgo
siempre que puedo y no bebo ni voy con mujeres. Me estoy haciendo más
serio, más hombre; yo creo que esto me conviene, ¿verdad, mamá?
Di a papá y a los hermanos que me escriban y me cuenten cosas de
Madrid. Y que no se olviden de mandarme la reseña de los partidos que
juegue el Atlético de Bilbao. ¡Dios quiera que este año quede campeón!
Adiós, mamá; te repito que estoy bien y que no se oye un tiro. Estáte
tranquila, porque sabes que nunca te mentí y, si me pasa algo malo, te lo
diré igual.
Un beso muy fuerte…
Hice un garabato por firma y, esperando la ocasión de ponerla en el
correo, la guardé en el macuto.
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•••
Niebla y sopor
invitan a soñar
y pensando en ti
no quisiera despertar.
Los sueños, los pobres sueños del pobre soldado.
Sueño que aún juntos los dos
como al partir
me dices adiós
¡adiós, Lili Marión!
¡adiós, Lili Marlén!
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Los soldados poblábamos las mentes con mil detalles terribles que no
habrían de tardar en producirse. La imagen de las granadas estallando sobre
las aguas; obuses destrozando, haciendo volar las embarcaciones; cadáveres
yendo con la corriente. Docenas, cientos de manos que agitaban los que se
estaban ahogando. Y allá, en la otra orilla, hombres esperando, bayonetas y
ánimos ávidos de matar, porque sólo así podrían vivir.
Era la noche del 18 al 19.
Iba transcurriendo silenciosa y triste. Como si también ella sufriese por
el drama que llevaba escondido en sus entrañas.
Arriba, el firmamento azul, estrellado, estático.
Diecisiete años. Un mes después tendría treinta y siete, cincuenta, cien.
—¡Vamos!
Una palabra que iba a conducirme hacia lugares y tiempos que harían de
mí un hombre al que no reconocería.
Me puse en pie. El cielo estaba negro.
Capítulo XI
LA CABEZA DE PUENTE
—¡Vamos!
—…
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Con la nueva mañana llegó algo caliente. Café sin azúcar y sin fuerza.
Llegó helado, pero el fuego lo disolvió. Me sentía en aquella madrugada tan
lleno de vida que casi experimentaba un agudo deseo de buscar el peligro,
de vencerle y llenarme de gloria. El triunfo conseguido, me daba una moral
que jamás se repetiría o que, por repetida, la vería ya lógica y sin interés.
Llevábamos la manta sobre la cabeza y en el apretado arco del brazo, el
fusil. Iba tranquilo cuando iniciamos el avance. Pero minutos después,
como si el motor del instinto se hubiese parado dejando entelerida la mente,
volvió el temor. Ya estábamos de nuevo en el Camino. ¡Dios santo!, ¿la
guerra sería así toda? Cada hora, cada segundo de su existencia, ¿estaría
empapada de aquel continuado destruir y aniquilar?
Me quité el casco, miré hacia arriba y la nieve me refrescó el rostro.
Llevaba en los labios un rezo como otros llevaban una sonrisa o un rictus de
amenaza.
Luego el aire se llenaba de azufre, un puñado de españoles se
revolcaban por el suelo y todos nos identificábamos en la misma
bestialidad. De cráter en cráter, arrastrándonos, con los nervios acerados y
la sangre hirviendo, ojeábamos la caza. ¡Ya estaba otra vez el hombre
presto! Silbaban las balas contando los instantes de nuestras vidas; surgían
los ayes de los desgraciados… carnes destrozadas, ayes, humo, infierno. La
venda roja… los dejábamos atrás. Atrás dejábamos agonías y sangre.
Delante, otras se preparaban a desbordarse. Y así, jugando a matar y a ser
matados, iba pasando la mañana.
•••
•••
•••
El día se iba lentamente. Pasaron las horas y nadie había comido. Con
cigarrillos y el hedor a muerte, se diría que llenábamos nuestros estómagos,
como llenábamos nuestras pupilas con los asombrados chispazos que allí
clavó la guerra… Matías, ¿dónde estaría el sargento?
Comencé a revisar los muertos… no; había marchado a conquistar las
últimas resistencias del poblado y ya regresaba. La cara llena de barro; a
través de la grotesca máscara brillaba el fulgor apagado de dos ojos
empequeñecidos por el agotamiento. Tenía el uniforme pintado con sangre
propia y ajena. Y cojeaba. En la mano, colgada de un brazo caído, llevaba
la pistola ametralladora con un cargador completo.
—No disparé una sola vez —murmuré, cuando se detuvo a mi lado.
Encogió los hombros con un gesto indefinido y reanudó la marcha. Lo
seguí y junto a aquel hombre de guerra que no descansaba un instante, me
dediqué a recoger las bajas, a hacer zanjas y despojar de las armas a los
prisioneros para luego, sin más escolta que su mansedumbre, mandarlos
hacia Russa, hacia el cautiverio maldito.
Así llegó la noche. Las avanzadillas pasaron al otro lado de la carretera;
los demás fuimos refugiándonos en las pocas casas aún en pie.
Pronto comenzaron a recortarse en la obscuridad los luminosos aros de
los cigarrillos. De la calle provenía el rumor de carreras, gritos de rabia o
dolor y lamentos de miedo… No nos movíamos. Poco después la algarabía
cesaba y los pitillos recobraban su rítmico ir y venir, se adormecían o
inflamaban.
Una sombra surgió en la semioscuridad de la vivienda:
—¡En el puente hemos tumbado más de doscientos!
Más de doscientos… Aquellas palabras sonaban a satisfacción.
Doscientas vidas que, en escasos minutos, fueron segadas; doscientas
madres, doscientos grupos de años, incontables cuidados, mimos,
preocupaciones. Recordé a mis hermanas, a mi madre, sus lágrimas, al
cariño con que los míos… ¡guerra, sucia y cruel!
Pero… ¿qué importaba? Los muertos… ¿qué eran los muertos?
En un ángulo, clavada en la bayoneta ibera, flameaba una bandera con
la hoz y el martillo. Un poco más allá, junto al dueño que dormía
plácidamente, y atado a su casco, el banderín bicolor. Entre preguntas y
respuestas, me quedé dormido.
•••
Hacía ya una hora que se habían extinguido los últimos ecos del
combate. Apoyado en las ennegrecidas y aún calientes paredes de una isba,
miraba el cielo lloroso y a la tierra blanca; miraba a las casas en ruinas o
ardiendo, y a los hombres. Las cosas muertas y su terrible obsesión me
obligaban a mirarme a mí… No; no sentía pena ni alegría, ni miedo.
Despojado del mundo de los sentimientos, me hallaba ausente, evadido del
momento y del lugar. Sólo me embargaba una terrible calma, que habría de
romperse y cuyas consecuencias esperaba como se esperan las cosas
pequeñas y lógicas. En aquellos momentos un psicoanalista me hubiese
juzgado digno de estudio porque en mí se manifestaban las reacciones de un
muchacho que, acabando de traspasar el umbral de los diecisiete años, se
hallaba sumido en la estela espiritual de un salvaje combate. Tres años de
contienda española, en la que día a día viví entre hombres y como tal
trabajé y sufrí, y meses de División, rodeado de maduros soldados, debieron
haber desviado el proceso de mi mentalidad. Parecía que en aquellas
jornadas de guerra, que semejaban siglos, habían envejecido mis
sentimientos hasta el extremo de no poder experimentar por las escenas que
protagonizaba, más que un vacío, una tremenda y equivoca serenidad que,
de haberla podido medir, me hubiera causado espanto. Espanto, porque mi
alma estaba endureciéndose, desviándose, volviéndose negra.
La vida, proporcionando medios que actuaban como catalizadores,
lograba que un ser pensase, reaccionase de una manera impropia de su
verdadera edad. En mí se podía demostrar que el tiempo real no era el que
marcaba un calendario, sino el que nosotros mismos, o el destino,
queríamos que marcase.
Dejando escapar un suspiro ancho y único, me puse en pie. Comencé a
andar. Adonde iba, qué buscaba, nunca lo sabría. En una gran vaguada me
detuve y comencé a hurgar entre los cuerpos hacinados de los muertos.
Quizá desease encontrar al sargento, quizá tan sólo comprobar una vez más
que ya era capaz de desfilar sin el menor sobresalto entre agonías, sangres y
angustias. Iba como un sonámbulo, como un idiota o un loco. Tropezaba,
pisaba a los vivos, recibía injurias y seguía recorriendo aquella enorme villa
en la que la desorganización privaba como un callado y salvaje canto al
triunfo. Llegué a una zanja, caí y allí quedé. Entre docenas de heridos me
senté, los miré sin verlos… y desplomando la cabeza sobre las rodillas,
comencé a sollozar. La transición había sido desganada. Creo que el
principio fue una amarga sonrisa, que luego lloré mucho, que lloré
silenciosamente la íntima pena de reconocerme en descabellada carrera
hacia un abismo. Una inmensa pena, que era sincera y verídica, porque no
acusaba a nadie, ni deseaba o preguntaba nada, me decía que todo había
cambiado. Diecisiete años… ¡Cómo deseaba que los remordimientos del
golpe de mano ruso se hubiesen repetido!
No lloraba por los otros, por los que maté o vi morir, sino por mí, por
mantener mi pena angustiosa y egoísta. En los combates que vendrían, iba a
destruir sin que otra cosa que el gozo de saberme a salvo, me hiciese vibrar;
sabía que estaba en camino de hacerme un hombre duro, sin entrañas,
maldito… tal vez de convertirme en un verdadero soldado o en una
verdadera bestia.
Las abundantes lágrimas, horadando la nieve, formaban otras lágrimas.
Levanté la cabeza y, como soñando, miré a mi costado, a uno de los
tantos rusos heridos. De su desnuda pierna manaba sangre y el brazo
izquierdo, grotescamente desviado, colgaba sólo de una tira de piel. Aquel
hombre no se quejaba. Silencioso e inmóvil, no parecía esperar más que un
rápido fin. Casi echados sobre él, tres moscovitas, en los cuales las
bayonetas se habían ensañado, aún se movían. Tres rostros terriblemente
ensangrentados escupían borbotones viscosos, verdes y escarlata; seis ojos
gritaban al sentir que por ellos se iba la vida. Un poco más allá se retorcía
un español. Pensé en auxiliarlo… era tan natural que a aquellos rusos que
marchaban hacia la muerte, los acompañase algún enemigo, alguno de los
míos.
Junto al hispano había un oriental. No mostraba ninguna herida. Tan
sólo en la cara, encerada por la congelación, reflejaba el mortal soplo de la
naturaleza. Me miró y creo que le sonreí de una manera entristecida. Luego
me arrastré junto a él y le ofrecí agua con vodka. Era cuando podía hacer
por su vida.
—Spasiva, spanki [36] —jadeó.
Nunca vi morir a un hombre de manera tan dulce y normal. Como sólo
lo hacen los viejos o los héroes. En su mirada no hubo otra cosa que
fatalismo. Se diría que después de la muerte comprendería por qué lo
habían matado, por qué él mató; que los hombres no eran sino bestias cuya
finalidad sería siempre despedazarse mutuamente. Su mirada, la de uno de
aquellos rusos que hirió al español que agonizaba y cubrió de tumbas la
carretera a Russa, me causó una indefinida impresión. Sentía una extraña
lástima por él, por mí. Un amigo, un compañero; un ser zarandeado,
estrujado y al fin muerto junto a mí. A mí, que no era sino otro perdido en
los penumbrosos y terribles caminos de la guerra.
Ni una sola mancha de sangre, ni siquiera fue el frío quien lo ultimó. Tal
vez sólo el miedo.
Le saqué los documentos. Algún día, cuando conquistásemos Moscú, el
Cáucaso y la Siberia, buscaría a su familia para entregárselos.
—¡Auxilio! ¡Auxilio!
Me acerqué al hispano, quizá sólo por un hechizo o milagro, aún vivo.
Poco después llegaban dos sanitarios. Uno de ellos se agachó, separó de un
tirón lo que yo uní y exclamó:
—¡Sigamos!
Allí, junto a aquel hombre, oyendo sus desgarradores ¡Madre! ¡Madre
mía!, quedé. Me sentía aniquilado moralmente.
—¡Chaval!
—Matías…
El sargento hincó la rodilla sobre la nieve. Miró la herida del español y
movió la cabeza con desaliento. Al incorporarse, vi sangre en otro lugar de
su cuerpo.
—¿Te duele?
—Un poco.
Volvió la espalda y pronto desapareció en el rincón de una vaguada.
No lo seguí. Ya no lo seguía nunca. Desde que cruzamos el río,
estábamos distanciados físicamente. En el combate no hacía nada por
permanecer a su lado y no tardaba en perderlo de vista. Los que luchaban
junto a mí, eran desconocidos. Así veía y oía agonías y gritos sin sentir otra
cosa que la repetición, sin fuerza ni tragedia. Pero si Matías… si viese morir
a Matías, terminaría de aborrecer la guerra para siempre. A Matías, a
Manuel, a Periquín…
Además, ya no necesitaba un maestro para matar y evitar la muerte.
Con las luces recibimos la visita del jefe del Regimiento y su séquito.
Recorrieron las posiciones, un prisionero intentó asesinarlo; llegaron hasta
el molino sin aspas donde ante nuestras máquinas había un gigantesco
montón de cadáveres rusos…
El coronel abrazó a los vivos, saludó a los muertos y se volvió al Puesto
de Mando.
Allá, a lo lejos, el calor escapaba por una chimenea.
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Ojos que despedían miedo y furor, que parecían arder: eran los nuestros.
Bajo el límpido amanecer del otoño ruso, brillaron los afilados aceros
de los españoles. Los cuchillos, las manos temblaban movidas por el coraje.
Un mareo extraño me envolvía. Nunca había luchado con aquel salvajismo,
ni visto caer los hombres con aquella nitidez, ni en tan gigantescas
cantidades; nunca había visto a nuestras «guadañas azules» rugir más
frenéticas ni más certeras.
No respirábamos más que para la guerra y aquellos espectáculos nos
llenaban de salvaje regocijo.
Las horas negras pasaron y a su fin el combate calló. Un vacío extraño,
sobrecogedor, se elevó en el frente. El mundo se vistió de irrealidad y
silencio.
Un día entero había transcurrido, ¿cuándo? ¡Qué importaba! Hacia
adelante, hacia Dubrowka.
Dejando el molino sin aspas reclamando la presencia de un Quijote
muerto al sol, y una tierra que la nieve lavó con rojo y negro, seguimos.
Eran las dos de la tarde cuando, caminando sobre terrenos minados y
cubiertos de muertos, llegábamos a los arrabales… La misma sinfonía de
dolor, miedo y sangre se extendió sobre el nuevo frente. Hasta el atardecer
debimos pelear, y en él, en aquella boca infernal del crepúsculo, se recortó
el épico colofón que borró por unos instantes la suciedad moral con que la
guerra iba presentándose. Un contingente de hispanos corría en persecución
de los que se retiraban. Iban contentos, iban fieros, al descubierto. Pero en
un momento dado, y por sorpresa, los moscovitas que huían, se detuvieron.
En pleno campo, en aquel blanco y helado foro, se inició la gran pelea.
Estaban demasiado cerca para que pudiesen usar sus máquinas. Como
presas de un repentino enloquecimiento, en un frente que pareció callar para
contemplar el heroísmo titánico de aquellos hombres, se abalanzaron unos
contra otros. Los vi rodar, levantarse, elevar el acero y buscar nuevas
presas. Ni un grito, ni un lamento salió en aquella ocasión de las gargantas
españolas o rusas. Y disparos, pocos, muy pocos, porque era en el machete
donde mejor encontraba ocasión de manifestarse el odio que animaba sus
ideales enseñados a unos por el Capitán, y a otros por el que ellos creían el
Revolucionario.
En el duelo último, los restos de un batallón de M. V. E. y los del Azul
Emblema se revolcaban sobre la nieve hosca y lancinante.
Fue el gong de aquel combate. Dubrowka era nuestra.
Y aquellos rusos que durante horas pelearon… aquellas sorprendentes
rendiciones en masa, apenas podían creerse ni ser imaginadas.
Habíamos matado y, por castigo, el destino nos obligaba a enterrar a los
muertos. Los prisioneros nos ayudaban y los pocos españoles que podían
hacerse entender, cuando una de las palas movidas por los cautivos recogía,
con los trozos de algún español deshecho, tierra y nieve, gritaban furiosos:
—¡Nichevo snieg!, ¡nichevo zerriblia!, itolka miasa![37]
Mirando a los luceros, todos fueron entrando en los sucios agujeros.
Arriba, la pensativa Virgen de los Camisas Azules… Decían que estaba
llorando.
¡Matías!, ¿dónde estaría Matías?
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La Parrala dicen
que nació en Moguer…
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A pie iba hacia los primeros parapetos. Ya veía sus alambradas, ya oía el
seco tabletear de las ametralladoras. Pólvora, aprensión, inquietud. Llegué
al minúsculo valle que el minúsculo arroyuelo dividía y la súbita aparición
de un cementerio me detuvo. La melancólica belleza de una docena de
cruces blancas se recortaba, como una amenaza, en la ribera. Lentamente,
sintiendo un obscuro temor al leer los nombres de aquellos que ya no eran,
fui deletreando apellidos. Ante una tumba…
José Miguel Martín descansa en paz.
¡José Miguel! ¡José Miguel había sido rescatado!
Hinqué la rodilla en tierra, me quité el casco y bajo aquella mañana de
viento helado que silbaba sobre mi cabeza, oré por el alma de aquel médico
que con su muerte abriera el camino de la sangre española.
José Miguel… Rafael Fernández… Alfonso Rey… Antonio Espalín…
¡José Laigorría!… ¡Josechu! ¡Josechu! ¿Tú también has muerto?
No recé. Corrí hacia la chabola donde encontraría a unos hombres que,
embargados por el recuerdo del noble vasco, aún estarían apesadumbrados.
Aquellos que quizá entre lágrimas, me contarían como marchó hacia un
lucero.
Me inclinaba para traspasar el umbral cuando una estruendosa y
múltiple carcajada me detuvo.
Periquín, echado sobre el barro, intentaba evitar que Manuel le
envolviese la cabeza en una manta. Mordía, se revolcaba, gritaba y los
demás reían.
—¿Tú aquí?
Atraídos por la exclamación de Fredy, los brazos de mis amigos se
abrieron en un cordial saludo:
—¿Cuándo viniste? ¡Estás más delgado! ¿Y Matías?
—¿Qué le pasó a Josechu? —pregunté con lentitud.
—Un morterazo —contestó el sevillano jadeando—. ¡No dijo ni pío!
—¿Y José Miguel?
—Lo descubrimos cuando perseguíamos a los «ruskis» —repuso el
bilbaíno—; tropecé con su cuerpo y casi me lo «trago».
—¿Atacaron otra vez?
—¡Sí! —la exclamación fue unánime.
—Tres veces —puntualizó el asturiano—; pero ya les «tomamos la
mano».
—Y Ambrosio, ¿sabéis algo de él?
—Está casi curado. Esta mañana fuimos a ver a Ricardo, a quién le
metieron una bala en la pierna y…
—¿No ves caras nuevas? —le interrumpió Periquín—; éste es Crispín.
Pedro; el «jurista», Carmelo…
—También Ricardo —murmuré apenado, sin hacer caso de las
presentaciones—. Josechu… ¡No parecéis muy tristes!
—¿Quieres que estemos llorando y poniendo florecitas en sus tumbas
como si fue semos viudas desconsoladas? —se mofó el bilbaíno—. Además
esta juerga que viste al entrar, fue por ti.
—¿Por mí?, ¿qué tengo yo que ver en esto?
—¡Cuenta!, ¡cuenta! —instó burlón el exnovicio a Manuel.
De nuevo se repitió la escena que sorprendí al entrar en la chabola. Pero
ahora yo me unía a la algarabía de las sonoras carcajadas.
—Así llevan dos días —me explicó Pedro—. Y todo por un papelucho.
En un sobre, unas letras claras y femeninas habían escrito el nombre de
mi amigo.
—Creía que era para él —dijo Periquín, sentándose fatigado—, y
empezó a dárselas de don Juan. Tardó cerca de una hora en abrirla… ¡y
resultó que era para ti!
Mientras se apagaba en mis labios la sonrisa, comencé a leer:
Vitebsk, 12-10-41.
Tamara.
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Sonrió y dijo que de los españoles se podía decir cualquier cosa menos
que no sabían combatir.
Y aquello era verdad.
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Los días de Nilikino fueron tan terribles como los de Sitno o los
Cuarteles. Pero ya la guerra iba entrando en el camino de la monotonía.
Aquellos días de Nilikino…
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RECOBRANDO LA VIDA
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Los aviones habían sido rusos, la guerra allí era rusa o báltica, las gentes
alemanas, letones y un español. Pero Inglaterra estaba siempre presente
cuando se trataba de manifestar un legendario odio o un irónico desprecio.
Improvisadamente, un gigantesco báltico gritó:
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RIGA
La Parrala
dicen que era de Moguer…
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Eran las once y media cuando salía del hospital. A poca distancia del
Lazarett encontré una tienda de música y recordé mi gramófono, al que las
granadas dejaron sin un solo complemento. La leyenda del beso, El vals
triste, España Cañí, La obertura del Barbero de Sevilla, Ojos negros…
Con el paquete bajo el brazo, y tal vez con el solo e inconsciente deseo
de convencerme de que aquellos hombres que dejé en las trincheras no eran
los normales, que quizá fuesen monstruos; de que la vida tampoco era la
que allí conocí, comencé a andar sin rumbo. Trajes de paisano y sombreros;
mujeres y casas en pie; coches sin orugas y niños que reían; calles enteras y
lisas, calles sin cadáveres y tiendas con alimentos sin sangre; rostros…
¡rostros humanos! El saberme en camino de curación, me hacía
experimentar una brusca y agresiva alegría. Y mirando a los hombres de
expresión preocupada, a aquellos seres que no sabían gozar la felicidad
única que poseían, me dieron ganas de gritarles, de… Creo que hasta los
hubiese insultado…
¡Gozad estúpidos! ¡Gozad hoy, reíd mañana! ¡Gozad siempre!
¡Aprended a disfrutar de vuestra limpieza, de vuestra risa, de la seguridad y
de vuestro privilegio! No os dais cuenta de que podéis comprar pan limpio
y dormir sin pesadillas y miedo seis horas; de que podéis marchar sin que
los obuses hagan con vosotros estelas de rojo y miseria; de que podéis
hablar sin que vuestras mentes, oprimidas por el terror o el
embrutecimiento, dicten palabras siempre iguales, siempre angustiosas. ¿No
lo sabéis, gentes pacíficas, gentes estúpidas? ¿No os dais cuenta, hombres
de ciudad sin nieve y sin miedo, de que vuestros hijos tienen unos pañales
limpios y de que sobre ellos no llueve agua ni fuego, ni metralla? Y, ¿no os
dijeron que hay millones y centenares de millones que no tienen un pañuelo
para enjugar sus infinitas lágrimas; ni un triste mendrugo para mitigar sus
infinitas hambres; ni un destello de calor de madre? ¡No agradecéis lo que
es la limpieza y la seguridad!
¿Me estaría volviendo loco…?
Había llegado a la plaza donde se encontraba la iglesia que oyó mi
sincera confesión Mecánicamente me encaminé por los escalones y
segundos después estaba postrado ante Dios. Sentí ahora que una íntima
felicidad me embargaba porque, como retornando a mis antiguas creencias,
ya pude rezar. Y con un murmullo de aprensión, añadí: «La fe, ¿tendrá algo
que ver con la tranquilidad, con el miedo y el agotamiento?, ¿será algo tan
egoísta y humano como para morir y reaparecer siguiendo los vaivenes de
nuestras necesidades, de nuestros satisfechos deseos de buen vivir?»
¿Quién podría explicarme aquello?
Yo estaba seguro de que cuando me sentí desgraciado, no culpé a Dios;
por eso ahora, al saberme casi curado y ya recobrada la esperanza, tampoco
se lo agradecía. Porque sin fe o con ella, una idea había quedado para
siempre grabada en mí: que eran los propios hombres los que forjaban su
dicha o su desgracia; ellos, sólo ellos, eran los artífices de su vida.
Salí del templo y volví al sol que hería mis pupilas. Poco después
entraba en un negocio de fotografías. Quería dejar los rollos que me envió
el teniente y adquirir papel para contestar a Tamara cuya última carta —
tantas veces la había leído desde que mis ojos pudieron descifrar signos—
me produjo una maravillosa inquietud. ¡Amor!, ¡me hablaba de amor!
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La vida seguía indiferente a aquellos absurdos juegos de la mente y el
corazón.
Oí un lamento lúgubre. El muchacho de los ojos azules dormía y su
sueño mostraba aquella atroz angustia que en la vigilia su fuerza de
voluntad silenciaba.
Comencé a desnudarme.
Matías, Tamara, dos seres que me habían iniciado en la guerra y el
amor, en lo más tremendo y maravilloso de la vida. Los recordaba juntos,
los centraba en unas trincheras donde había combatido y pensado en una
mujer. Aquella joven se estaba convirtiendo en un ídolo o un símbolo sólo
vislumbrado en las noches de escucha; en los momentos de desesperación o
de apatía. La podía ver en los parapetos helados de Possad o en los campos
devastados por la lucha; en los amaneceres terribles, las noches preñadas de
mil amenazas o entre aquellos hombres sucios y embarrados, heridos o
congelados. Pero ni por un momento la imaginé en un cine o en un café;
nunca la pude imaginar paseando conmigo por un parque o sentados ante la
luna.
Tamara estaba en la guerra, Matías estaba en la guerra. Y aquellos dos
nombres parecían formar mi mundo. ¿Qué hacía yo, entonces, perdido en
una tranquila y segura ciudad de retaguardia?, ¿qué hacía yo entre música,
vino y mujeres?
Clavando mi vista en la ventana que seguía derramando obscuridad y
lágrimas, murmuré muy quedo, muy quedo, como si tuviese miedo de
reconocer que conscientemente dirigía mi destino y que por ello cometía un
sacrilegio:
—Mañana me iré.
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RETORNO A LA GUERRA
El cielo estaba plano y obscuro; las nubes lentas y sucias, como un viajero
fatigado del incesante caminar. Senderos endurecidos que conducían al
frente; ruinas gigantescas, estaciones muertas y un aire que aullaba
lastimosamente. Columnas de prisioneros y civiles desesperados repasando
su continuo éxodo. Pueblos torcidos, seres torcidos, soldados helados de
rostros recios y fieros; carros volcados, camiones ardiendo, caballos
muertos y casas incendiadas, Y un hálito de suspenso y temor.
Aquello era mío, era el mundo pesado y frío de la guerra; mi mundo.
Había llegado al peligro y a la devastación; había llegado a la nostalgia y
era feliz. Todo lo visto o lo experimentado durante la breve estancia en una
ciudad limpia y tranquila, se había borrado al solo contacto con la nieve y
aquel lejano rumor de lucha. Un sueño me parecía en aquellos momentos
las horas de Riga, un suave delirio, que me proporcionaba la más acabada
sensación de viril bienestar, lo que ahora vivía.
Debía de ser un hombre definitivamente ganado por la guerra.
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«Pisa, Morena,
pisa con garbo…»
Un estruendoso ¡olé! adormeció los sentimientos.
«Con un trocito
de mi capote…»
Capítulo XVI
NOCHEBUENA RUSA
—¡Matías!
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Las guardias eran dobles. Yo tenía por compañero a Kolka. Era un buen
camarada, tan bueno como cualquiera de mis amigos. Y en aquellas cuatro
horas de patrulla, dos y dos, que debían hacerse interminables, me contaba
mil cosas de su patria. Con él aprendí a conocer las estepas, las fértiles
llanuras de Ucrania y las cien razas que habitaban el Cáucaso y las tierras
del Pamir. Me familiaricé con el Obi, el Baikal y Tobolsk, con el acento
silencioso de las tierras ilimitadas y a veces glaciales de la tundra; con el
susurro de las noches blancas y nostálgicas de las latitudes nórdicas y el
rugir de mil fieras y hombres que habitaban las explanadas de Mogolia. Él
me dijo de aquel pueblo donde esperaban al ruso de Sitno que murió en mis
brazos; él me habló de Kazalinsk, donde nació Tamara, y de la hospitalidad
y las costumbres de los humildes seres de la antigua Moscovia.
En aquellas noches sin luz y sin ruido, me hablaba de Rusia, de sus
callados y melancólicos habitantes; sus miserias y sus alegrías. Y así
terminé de iniciarme en el conocimiento de aquel desconocido y extraño
pueblo que ya tanto amaba y por el cual toda la vida sentiría la más extraña
e imponente de las nostalgias.
—¿Qué pasará cuando esto termine, Kolka? —le preguntaba a veces.
—No sé…
—¿Te figuras cuando transcurran diez años y todo vuelva a la
normalidad? ¿Cuando hasta el menor rastro de nuestra marcha por estas
tierras se haya perdido…?
Kolka callaba, Kolka me oía siempre con la misma atención con que yo
lo escuchaba.
—Me he preguntado muchas veces qué contarán, qué pensarán las
mujeres y las muchachas de estas tierras cuando recuerden los nombres de
sus novios, de sus amantes o sus maridos… Fernández… Gutiérrez…
Martín… ¡Cuántos miles de hijos nuestros quedarán por aquí! ¿Te figuras
una madre contando a su hijo, ya mayor, la verdad?: «Un día llegaron unos
hombres del sur de Europa; eran morenos, alegres y desprendidos; tenían
los ojos color de azabache y la canción siempre en los labios porque eran
españoles. Yo me enamoré de uno que se llamaba Alberto —¡nos quisimos
tanto!—, Alberto Echevarría. Era de un pueblo vasco llamado Pasajes y
antes de venir aquí trabajaba de pescador». ¿Te figuras lo que pensará aquel
muchacho llamado Petrovich o Boris Fedorovich al oír un nombre que era
bien pronunciado, porque pronunciado fue mil veces en las noches de amor
o de tristeza? Tiene que ser maravilloso, desquiciado; ¿no lo crees, Kolka?
Patrullas que duraban hasta el amanecer; patrullas sin luz y sin ruido, en
las que aprendí a amar tanto a Rusia.
—Sí, tiene que ser fantástico —convenía al fin.
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«… fui mucho feliz al recibir carta de ti. Como tu nunca contestar creo
la impresión de amar a un muerto, era horrible. Solo nos ver unas horas y
yo te amar a ti. Cuando pienso que en enero puedo ser a tu lado ser muy
feliz. Decirme donde me esperar a mi. La señora decía ella que en
Nowgorod. Yo no saber, decir tú a mí».
Cartas, sentimientos, tranquilidad y frío. Los días de descanso iban
transcurriendo tranquilos en aquellos pueblos que se asomaban a la ruta de
San Petersburgo.
Deslizándose en el tiempo con monótona lentitud, llegó la Nochebuena.
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Ochi chornia[47]
Ochi zguchie
Vy prekrasnye y moguchie
Kak liubliú ia vas…
«POSICIÓN INTERMEDIA»
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El amanecer aullaba de frío, de viento y de sospecha, cuando formamos
en la calle principal.
—¡Vaya vida de perros que llevamos! —murmuró alguien.
—¡Cómo se ve que no conoces a los perros! —repuso otro en la
obscuridad.
El horizonte se rompía en mil fogonazos de guerra; el aire traía el
frenético rugir de las armas y la aterradora nitidez de mil lamentos. Bajo
aquel sino nos preparábamos para partir.
—Tres regimientos rusos se han metido en los bosques y han cortado la
carretera de Myasnobol —anunció quedo un español de la escolta del
coronel, que ya pasaba revista a sus tropas.
42 grados bajo cero. La temperatura de mi cuerpo tal vez llegase a los
41 sobre cero. La fiebre, la maldita fiebre.
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Fredy, eso repetía Fredy como una oración en los momentos duros de la
guerra.
Federico Mendizábal… descansa en paz.
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BAUTISMO DE AMOR
—¡Lalo!
—¡Tamara!
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Minutos después llegábamos a la vivienda que el sargento nos prestó.
Tomé la llave y miré hacia atrás. El «sabio» Manuel y Malia habían
desaparecido.
Un plomizo atardecer en Podberedje. Una casa, un crepúsculo,
Tamara… ¡solos!
Faltaba la decisión y no la tuve.
—¿Quieres que demos un paseo en troika? —le pregunté, señalando a
un trineo detenido ante la puerta de la vecina isba.
—Como tú querer, español.
Un tirón de riendas puso en marcha al flaco y pequeño caballo; sobre la
helada superficie comenzó a deslizarse lentamente el viejo trineo. Dejamos
el pueblo y un camino que se perdía entre los vericuetos del espeso bosque,
nos llevó a escondernos. Y al contacto con el viento, que el trote hacía
afilado e hiriente, el instinto comenzó a callar. Aspirábamos grandes
bocanadas de aire helado, hablábamos al caballo, a la naturaleza y, como
poco antes hicimos mirando a la nieve o los soldados, ya reíamos
despreocupadamente.
Me sentía ágil, lleno de fuerza y de confianza en mí mismo; me sentía
enamorado del amor y de la vida. La cercana guerra que bramaba sin cesar,
me parecía lejanísima o despreciable. Siglos semejaba que había huido de
ella y del magnetismo que creaba. Cuando algún obús, buscando los
camiones que transitaban por el pueblo, estallaba en él, inexplicablemente
experimentaba que mi dicha iba en aumento. Ya habituado a sorber las
asfixiantes bocanadas de azufre, la onda de su estallido y sus efectos,
aquellas granadas me parecían aburridas, inofensivas. Pero la muchacha
temblaba y se acurrucaba a mi lado… como si en mi cuerpo encontrase una
coraza inexpugnable. Y eran aquellos gestos, aquellos susurros de hembra
atemorizada los que, como en Riga, me hacían dichoso, los que me hacían
sentirme valiente, amo, ¡macho!
Al contacto de la joven débil y asustada, reconocí la resignación con
que el hombre acoge lo que el hombre construyó para matarse.
Sus cabellos levantados por el viento; las nubes ofreciendo la triste
mercancía de su soledad; la nieve; los árboles vestidos de blanco, sin ramas
y sin vida; el cielo gris y sucio; el cielo huraño de Rusia. Todo se me
antojaba un murmullo de salvaje poesía, un ritmo cuya cadencia alegraba el
corazón y jugaba con los sentidos. Miraba aquella boca, aquellos labios
prietos y sensuales, en los que parecían brotar sin pausa los más exquisitos
presentimientos. ¡Yo era dichoso! ¡Amaba la vida! Y la amaba con pureza,
sin intención. El cielo manchado de Rusia, la guerra vencida, la sonrisa de
una mujer… Ya me había olvidado del deseo de poseer a Tamara, de que
Tamara podía ser mía, de que quizá vino sólo a eso, a entregarse a mí.
—¡Scoriéi!, ¡scoriéi! [52] —gritaba la joven, animando a la bestia—.
¡Na leva! [53].
Cruzábamos con otras troikas que del frente venían; rostros
demacrados, horrorizados; cruzamos heridos y muertos que iban hacia el
hospitalillo o los agujeros que en el cementerio de Podberedje estaban
esperándolos. Pero nada de aquello lograba entristecerme. ¡El aire y la vida
cantaban!, ¡yo cantaba a la libertad, a mi fortaleza, a mi salud, a la
felicidad!
—¡Nichevo! ¡Nichevo! [54].
Dolor y agonías; cadáveres que, como un rosario sin forma ni fin,
pasaban ante mí. La guerra me hablaba, me gritaba, porque en su celo se
negaba a dejarse olvidar. Pero el viento y el corazón, gritaban:
—¡Nichevo! ¡Nichevo!
Ante la muerte que rondaba, surgía la melodía del vivir.
—¡Zhizñ! ¡Zhizñ!
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Hacía dos días que nos habíamos trasladado al antiguo sector. El frente
estaba tranquilo. Trescientos metros, sin otros obstáculos que los
semicubiertos cadáveres, nos separaban de las posiciones rusas. Atrás, el
pueblo, perdido en el sudario blanco, semejaba un oasis del Polo en el que
las troikas, diminutas e indefensas, recortaban sus siluetas de ensueño. Era
el pequeño y repetido mundo, el mundo nuestro.
Se acercaban las once de la noche. Las raquetas en los pies, la
indumentaria blanca, la repulsiva sensación del hálito helado en la boca y
los ojos. Pero por dentro, más adentro de la piel, calor, porque la quietud del
frente serenaba. El hombre y la naturaleza callaban en la noche suave y
misteriosa. Sólo el aire de la estepa galopaba trayéndonos el ulular
lastimero de sus bramidos. Y cuando, como sorprendido, quedaba estático,
mudo, el universo dormía.
Hacía apenas un cuarto de hora que me hallaba de centinela cuando,
extrañado, oí ruido de pisadas.
—¡Soy Matías!
Acompañado del «jurista», el sargento saltó al parapeto de nieve.
—Vamos a cruzar el lago; Juan te relevará. Salimos dentro de unos
minutos.
—¿A cruzar el lago…? —pregunté incrédulo—. ¿Va toda la compañía?
—Una escuadra. Vamos de exploración. Cayeron unos cuantos y los que
acaban de llegar de España no están acostumbrados a esta temperatura. Así
que, ¡en marcha!
—Bueno —murmuré, encogiéndome de hombros en un ademán que
sólo el soldado de guerra comprende.
Pedro, «Málaga», el andaluz y Maldonado estaban ya preparados
cuando entré en la chabola.
•••
•••
Unas horas más pasaron cuando distinguimos una caravana enorme que
apareció por el S. O. Venían de nuestro campo y marchaban en dirección a
tierra adversaria. Eran gentes, trineos, bestias. Callados y sumergidos en
pesados abrigos, aquellos seres formaban un éxodo silencioso y enigmático.
¿Amigos?, ¿civiles o soldados? Las motos se abrieron en abanico y, sin que
hubiésemos descubierto en ella el menor signo de intranquilidad, tomaron
bajo su inspección la columna entera.
Como una aterida romería, los vehículos ya desfilaban ante unos
hombres que asombrados, no acertábamos a impedir lo que parecía una
evasión en masa. Cien, doscientas troicas ocupadas por hombres, mujeres y
niños, y llevando ajuares y alimentos, pasaban. Eran rusos, típicamente
rusos y marchaban hacia el enemigo. Los alemanes o los españoles
debieron autorizarlos, puesto que el convoy partió de tierras ocupadas.
Entonces, ¿quiénes eran aquellos seres?, ¿hacia adonde iban?, ¿por qué
marchaban y los dejaban marchar? Misterio, ¡misterio que jamás
lograríamos descifrar!
¿Existirían pactos secretos entre Rusia y Alemania?
Extraños caminos los de la guerra…
—Quien iba a decir que el Ilmen, tan calladito siempre, guardaba tantas
cosas raras —murmuró Pedro.
Así se arrastraban las horas. Y cuando al resplandor naranja del
amanecer rompió el Oriente, nos sentimos aliviados. Pero con las primeras
luces vendría la nueva angustia. Pudiendo ya ver el suelo sobre el que
pisábamos, descubrimos enormes manchas de color obscuro y amarillento;
debajo, parecía apenas a unos centímetros, el agua quieta y abismal. Más
abajo, cien, doscientos metros de profundidad.
Sobre aquellas horribles fauces debían pasar… ¡setecientos kilos!
Cerraba los ojos, de nuevo rezaba ¿qué otra cosa podría hacer?
Llevábamos ya muchas horas de viaje cuando una enorme ráfaga de aire
dejó ver el amenazador «bache». Después, todo se desarrolló con inusitada
rapidez. Sentí un acceso de terror y en una fracción de segundo vi romperse
la losa, abrirse y sepultarnos. Así, ya bajo el hielo de nuevo unido,
conocería la más espantosa muerte. De un brusco tirón torcí la dirección…
golpeé con el rostro, de costado y como si en aquellas partes tuviese
patines, recorrí más de cincuenta metros.
A «Málaga», el estrábico, la máquina le aprisionaba los riñones. Más
allá un bulto negro intentaba incorporarse. Era Pedro.
En torno, las liebres enormes del pelaje arrastrado, las liebres del
Timen, miraban pensativas y confiadas.
Seco y gris, el día terminó de abrirse. Encontramos una brecha que,
serpenteando en la losa, dividía el lago en dos partes. Y ante ella, como ante
un horizontal altar, detuvimos las máquinas.
Y allí, entre tiritones, palabrotas y esfuerzos, se acercó Manuel unos
instantes.
—¿Sabes a quién he visto?
Lo miré como si no comprendiera. ¿Una broma en aquel ambiente?
¡Ver!, ¡ver!, ¿a quién?, ¿qué?
—A Malia.
—Malia —repuse mecánicamente— ¿qué es eso?
—Malia, la de Tamara, la de Vitebsk.
—¡Estás loco!
—Iba entre los que se «largaban»; con un viejo y un perro.
Uno a uno, a fuerza de músculos, cuerdas y fusiles, fueron pasando los
vehículos. La penúltima moto estaba a punto de cruzar sobre el rústico
puente cuando, perdido entre los sucios nubarrones que encapotaban el
cielo, llegó un afilado rumor… ¡aviones!
Los aparatos se acercaban, los aparatos pasaron. Un suspiro de vida
escapó de nuestros pechos.
Eran los Messerschmitt en misión de vigilancia.
A las once de la mañana hicimos alto. De la moto del oficial bajaron el
aparato telegráfico y, perdidos en mitad de un enorme lago, sin norte y sin
orillas, nos pusimos en comunicación con el mundo.
—«Sin novedad, mi General; 30 grados norte, 20 oeste. La temperatura
50º; el tiempo tormentoso. La marcha es lenta; hay un herido y tres
congelados. La Luftwaffe nos sobrevuela».
Allí mismo, al lado de las afiladas pirámides que al empujar hacia arriba
había formado el agua, nos dispusimos a comer. Margarina, la lata de judías
y el pan. Todo duro como piedra. Los golpes que dábamos sobre los
alimentos, apenas lograban arrancar una esquirla de grasa, media alubia
deshecha o una brizna de mantequilla. Aquélla sería nuestra comida; por
mesa teníamos un lago entero y como bebida un poco de alcohol y la nieve
que el viento introducía sin pausa en nuestras bocas. Era imposible
masticar… ¿Piedra? ¡Era hierro!
Poco después de reanudar la marcha, el ronroneo de otros aviones
aceleró nuestro pulso. Una escuadrilla de Stukas corría en dirección a la
retaguardia enemiga. Luego los «messer», volando a tan baja altura que
hasta nos fue posible distinguir el saludo de sus pilotos, volvieron.
Hombres perdidos en una inmensidad blanca y unos aviones que les
deseaban suerte. Nada… No fue nada. ¡Y yo conocí uno de los sublimes
momentos de la vida!
Cuando desaparecieron hacia el otro lado del mundo, la angustia de
haber quedado indefenso contra la extensión y la adversidad, se elevó como
una diosa negra. Y con ella, por aquellas nubes que formaban el obligado
paso de todas las aeronaves, no tardaría en llegar el nuevo miedo.
—¡Rusos!, ¡rusos! —gritó alguien—, ¡dispersarse!
El grito hizo temblar el hielo, y la nieve se sobresaltó. Los frenos
clavaron las motos y, como aterrorizadas ardillas, resbalando y cayendo,
nos alejamos de las máquinas. Corría, caí muchas veces y en el hielo
brotaron florecillas rojas. Tras una duna, encontrando en ella, ¡la
ingenuidad del miedo!, una fortaleza, me cobijé. En un fugaz instante
recordé la madrugada del Wolchow, pero… Los hielos abriéndose, los
hombres tragados, la masa de nuevo unida, la Tumba, ¡era para enloquecer!
Los aviones, cinco, con tonante rugido, pasaron de largo.
Un suspiro con el que entraba vida, salió de mi pecho. No nos habían
visto… Fue al perderse en el horizonte, cuando les vimos girar. Pero
también ¡miedo y vida retorcían nuestros sentimientos!, por distinta lejanía,
lo hacían los «messers» que patrullaban el Ilmen.
Unos segundos después los dos aparatos tudescos, cayendo en picado,
interceptaron la formación adversaria. La lucha comenzó. El cielo se llenó
con el afilado parpadear de las ametralladoras y un caza alemán corrió en
busca del bombardero que iba en cabeza. Su compañero hizo lo propio con
el Stomovich que cubría el flanco izquierdo pero los tres restantes, libres de
enemigos, avanzaron hacia nosotros. Con los ojos espantados, seguimos
viendo como un «messer» abandonaba a su adversario del momento para,
colocándose frente a la punta de la formación, atacar al que ahora ocupaba
el lugar del jefe. Y cómo, en rápidas piruetas, volaba a interceptar al nuevo
huido.
Caídas en picado, ascensiones en flecha… ¡Un aparato ruso ardía!
Como los cabellos de una muchacha en día de viento, las enormes
lenguas de fuego de los motores ardiendo se extendían hacia atrás. Se
fueron corriendo a las alas, ya ardían las alas… ya se desprendían cuatro
puntitos, se abría el floreo de sus paracaídas. Alguien, sin embargo, debía
haber quedado a bordo porque el avión, cabeceando y envuelto en espesa
humareda, aún continuaba hacia la expedición.
Apenas nos separaba de él un millar de metros, cuando entró en barrena.
Una explosión enorme, una gigantesca columna de hielo y agua que saltó
por los aires; el temblor que sacudió la losa entera… ¡Segundos!
El aparato desapareció y el resto de la formación, siempre hostigada por
los cazas amigos, se corrió hacia el oeste.
Los aviadores rusos ya nos miraban desde la altura de cien metros.
Los aviones alemanes volvieron. Y con nuestros sucios pañuelos y
nuestros helados fusiles, les dijimos que nos salvaron la vida y que, al
hacerlo, nos habían ofrecido el más angustioso y bello momento de toda la
guerra.
Un soldado y cuatro prisioneros, comenzaron a andar trabajosamente
hacia la costa.
•••
Pasados unos minutos ya habíamos olvidado un incidente de guerra
más. El cansancio, el hambre y el dolor del frío volvieron. «Málaga» siguió
quejándose con unos aullidos tan lastimeros, que impresionaban. Y con él,
otros. Uno gritó diciendo que no sentía los pies; muchos lo secundaban, se
agarraban las orejas, los dedos; allí donde debía estar el órgano genital. Dos
se desmayaron porque la tensión que los mantuvo en pie, cesó con el
peligro.
En aquel alto aprovechamos para abastecer las motos. El depósito de mi
Ghóme Rhóne se medio llenó con la última gasolina del bidón. Alguien, en
vano, intentó de nuevo morder un mendrugo.
Serían las dos cuando reanudamos la marcha. En la oriental lejanía
enemiga se divisaba la línea obscura de la tierra. Frente a nosotros, sólo
extensión sin fin. Dos horas después anochecía. Un día entero, sin comer y
bebiendo apenas, habíamos pasado sobre el mar helado. «Málaga» hacía
seis u ocho horas que no se movía del asiento. Parecía insensible al mundo
que lo rodeaba.
La noche ya había cerrado cuando el motor se paró. Las otras máquinas,
como gigantescas liebres, fueron desapareciendo. Una de ellas regresó a
buscarnos.
—¿Qué te pasa, chaval?
—Se me acabó la gasolina, mi teniente.
—En seguida vendremos a recogerte. Estamos llegando. ¡Vamos,
Eulogio!
La moto se perdió entre las sombras. Un silencio eme asustaba cayó
sobre nosotros. Algo que retorcía los sentimientos, me dio conciencia de mi
situación. Tres hombres habíamos quedado abandonados en un lago cuyas
orillas despertaban con el resplandor de las bengalas y el aislado tableteo de
las ametralladoras. Por defensa no teníamos nada, porque las manos, rígidas
e insensibles, no podían mantener ni el arma. Ni siquiera la esperanza de la
huida. Las piernas de mis amigos ya habían sido vencidas por el frío; la
obscuridad y la desorientación era absoluta. Una hora… cien… «Málaga»
se quejaba con alaridos que el aire helado llevaba a kilómetros de distancia.
Pedro, en una suicida inmovilidad, callaba. Yo era el único que corría y
caía; los golpes los sentía en las espaldas, en los brazos y el rostro. Me
incorporaba, adivinaba más sangre. Y volviendo junto a la moto, susurraba:
—Os vais a helar… Calla, «Málaga»; pronto vendrán a por nosotros.
—¡No puedo más!, ¡no puedo más!, ¡quiero matarme!
Me acerqué a él y le quité la pistola.
—Te vas a congelar; baja y anda un poco.
—¡Quiero morir!, ¡quiero morir!
—Pedro; muévete un poco, te vas a helar.
—No… estoy bien.
—Baja y patalea un poco. Tus pies se van a…
No me prestaban atención porque tal vez ninguno oía.
Agitando los brazos, agitando las piernas; martirizándome el rostro, yo
conservaba la vida.
La noche más negra que jamás vi; la temperatura… la última que
supimos era de 58º bajo cero.
—¡Quiero morir!, ¡quiero morir!
Pedro callaba y su silencio era aún más tétrico que los gritos del
andaluz.
Habría pasado…
—¡Ya vienen!, ¡ya vienen!
Espejismo auditivo.
El estrábico «Málaga» aún se quejó un poco más. Después se refugió en
un medio desvanecimiento del que ya no saldría. El castellano, en un
sobrehumano esfuerzo, se apeó de la moto y, apoyado sobre ella, siguió
inmóvil. Yo, aunque el agotamiento comenzaba a vencerme, aún corría, aún
me detenía aterrado ante los tétricos crujidos de las desgarraduras interiores
que recordaban que el Ilmen siempre fue una tumba.
En aquel ambiente de delirio, su crujiente amenaza multiplicaba hasta el
infinito la horrible sensación de muerte.
Me acerqué al soriano y la linterna brilló en el mundo lúgubre y
desértico. El rostro de Pedro se iba amoratando.
—Pedro, te estás helando; muévete.
Después enfoqué a «Málaga». Y le devolví la pistola.
•••
•••
Salimos un amanecer.
En el viaje de regreso, la sensación de alivio que nos daba el sabernos
discurriendo por conocidos caminos, suavizó los rigores de la marcha. Me
pareció más humana y sobre todo, increíblemente más corta. En la moto
que yo conducía, Matías ocupaba el sidecar. El sillín de atrás iba vacío. Y
durante todo el trayecto, el sargento no cesó de dirigirme palabras de ánimo,
de provocar conversaciones que no tenían otro fin que hacerme olvidar los
momentos que vivíamos y el recuerdo de las pasadas penurias.
Qué vida la de nosotros, soldados españoles en Rusia.
Capítulo XX
EN TORNO AL SAMOVAR
•••
•••
LA EPOPEYA DE WSWAD
La luz de los incendios iluminaba el cielo por Staraja Russa, Weliki Luki y
el sector de Tchudowo. En una y otra esquina de los sesenta kilómetros de
terreno que defendíamos los españoles, los rusos se habían lanzado al
asalto. Su objeto era, después de cercar a las fuerzas que ocupábamos el
frente de Wolchow y Leningrado, copar los efectivos completos que
dominaban las tierras bálticas.
Era una madrugada tan helada como cualquier otra…
—¡Vamos, chaval! Maldonado está de guardia, ¿no?
—Creo que sí.
—Bienvenido, vete a relevarlo; y tú, Ruperto, prepárate.
Poco después entraba el vallisoletano.
—Tienes dos minutos para arreglar tus cosas ¡va a hacer frío!
El ingeniero se rascó la cabeza pensativo y en silencio comenzó a
enrollar la manta.
Ya salíamos cuando Antón intentó animarme.
—¡A ver si me traes una pescadilla de recuerdo, chiquilín!
—Abrígate bien, que te vas a chupar 60º bajo cero —añadió Manuel
irónico—. No olvides que te dijo tu mamá que tuvieses cuidado con los
resfriados.
—Ambrosio, cuida de las noches —recomendó el sargento al que
quedaba al mando del destacamento—. Parece que tienen ganas de empujar
por aquí, y con estos «averiados»…
Antón, Ricardo, Manuel, los tres aún cojeando por la debilidad de sus
heridas. Josechu, José Miguel, Fredy…, mirándonos pensativos desde los
luceros. Isidoro sin una pierna; Rago en Madrid; Randolfo un poco apático,
asustado de una violencia que él no esperaba; Periquín, pobre exnovicio…
Matías, Ambrosio, yo…
¿Por qué hacía aquel recuento?, ¿sería una muda protesta o un
reconocimiento de que yo era el indicado para ir una vez más? Los otros ya
habían pagado o estaban pagando su cuota a la guerra; sus fuerzas faltaban
para participar en las grandes fiestas de sangre. Yo, Matías, Ambrosio…
tres, sólo tres aún hombres capaces de luchar.
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Las seis, las siete, las diez, las once… Parecía que llevábamos sobre el
hielo malditos meses. No recordaba cuando vi por última vez parajes bajo
los cuales no hubiese agua. Todo fue borrado por la agotadora marcha, por
quince, veinte horas.
Por única esperanza teníamos el tocar una tierra, donde habríamos de
combatir.
Sería la media noche; debíamos estar acercándonos a la costa. Alguien
oyó el ruido de un cañón: «¡Escuchad! ¡Escuchad!». Detuvimos la marcha e
intentamos separar el rugido de la tormenta del rumor de las explosiones.
¡Sí!… ¡sí! Después… «¡Escuchad! ¡Una ametralladora! ¡He oído una
ametralladora! ¡Sí!… ¡sí!». El afilado rumor de una máquina llegaba hasta
nosotros.
La esperanza renacía, porque se oía matar y donde mataban, había vida.
Luego todo volvió al silencio. ¿Pasaría otra hora?, ¿tres?… ¿quién
sabía?… ¡Tierra! El lago había acabado.
—¡Tierra!, ¡tierra!… La tierra desconocida ya amenazaba.
El golpe de aire había arrastrado la bruma y la mancha, más obscura que
la noche, de un bosque, apareció súbitamente ante nosotros. Estábamos a
menos de veinte metros.
—¡Tierra! ¡Hemos llegado! ¡Hemos llegado!
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Anochecía el día siguiente. Echados sobre las pajas heladas había una
docena de españoles; un rumor de lucha y ventisca entraba por las ventanas
sin cristales. Al verme mover, un sanitario se acercó presuroso. Con un
acento que me pareció tétrico, me preguntó si me encontraba en
condiciones de pelear. Le dije que sí —¿qué otra cosa podía contestarle?—,
e intentando una innecesaria justificación, añadí: —Esto ya me pasó otra
vez—. Mis camaradas estaban combatiendo y aquel reconocimiento me
sumió en una extraña vergüenza. De nuevo me había dejado vencer por el
frío.
A Matías y Ruperto no los conocía y lo único que pudo decirme es que
horas antes otro grupo de recuperados había salido para Sadnajo Polja, un
pueblo que, situado junto al Ilmen, los ^cercaba unos kilómetros al
principal objetivo: Wswad.
Me hizo tomar dos píldoras y unos tragos de alcohol y me ayudó a
incorporarme. El calambre, la reacción del organismo frente a la incipiente
congelación, me hizo gritar. Pero todo aquello era ya repetido. Me enfundé
en el abrigo y el pasamontañas y, bebiendo otro sorbo de vodka, comencé a
cojear en dirección a una gran vivienda, centro de reunión del próximo
contingente recuperado.
Allí encontré tres hombres de mi compañía. Con ellos de nuevo a la
lucha… ¿Pero, para qué estábamos en Rusia sino para resistir todo lo
resistible y pelear hasta lo último…?
—¡Vamos!
Una hora y media de troica tardamos en llegar a la nueva aldea, donde,
en contra de lo que esperábamos reinaba una profunda calma. Las patrullas
rusas habían sido rechazadas. Allí encontré a Matías. Estaba con Ruperto, el
cual, mientras el suboficial limpiaba el arma con escrupulosidad, arrancaba
a machetazos el hielo pegado en sus botas.
Un día entero pude volver a reposar. Al despertar comí unos trozos de
mortadela, pan y un plato de judías de bote; nos dieron café, coñac y ya
logré fumar un cigarrillo.
Y me pareció que todas las tragedias se evaporaban con el humo de
aquel «juno».
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—¿Vienes?
Matías ahora sólo preguntaba.
—¿Adónde?
—Debemos «pisar» los alrededores. En dos horas estamos de vuelta.
Nos pusimos en marcha. Eran las ocho del amanecer y golpeaba con
fuerza la ventisca que venía del lago. Caminábamos sobre los estuarios
formados por los riachuelos que desembocaban en el Ilmen; por páramos y
entre aisladas casas. No encontrábamos sino desierto y fuego.
Sombras, gritos y aisladas ráfagas, venían del este, del centro y del
flanco izquierdo de aquel extraño frente.
Habíamos andado quizá un kilómetro más, cuando divisamos una
mancha que Matías, después de consultar el plano, llamó Schimorowka.
Tirados sobre la nieve, encontramos armas y utensilios de campesino. De
un pueblo que estaba más al sur, Lukino, llegaba el rumor de ejércitos en
movimiento. Al fondo y a lo lejos, se veía una gran sombra, la región
boscosa de Woronowo, cobijo dé algunos de los Regimientos que
participaban en la ofensiva contra el bastión alemán de Staraja Russa.
Eran las nueve. Hacía cinco horas que llegaron las sombras, cuando
regresábamos a Ustriki. Datos completos sobre la situación del sector,
venían con nosotros.
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Fue la misma noche de nuestra llegada cuando atacaron. Los aires y los
cuerpos se retorcían bajo los estruendos de la artillería y los carniceros
disparos de los tanques que permanecían escondidos entre la obscuridad y
los árboles. Las sombras se rompían en una borrachera de metralla, de
relámpagos, de fogonazos. Los gritos, los hombres, los silencios de los
congelados que veían cómo en derredor todo ardía; el salvaje bramar de
centenares de moscovitas que sólo esperaban que sus hermanos mayores
terminasen su tarea para lanzarse sobre aquel puñado de endurecidos
españoles. Allí, como en Possad o en Sitno; la «bolsa» y Krasnovardei que
nos esperaban, olía a miedo, a sangre, a aniquilamiento. Una ondulante
marea que a veces se aplastaba contra la nieve; que otras, emergiendo
bruscamente, contorneaba los barrancos, las cimas y la planicie entera, era
mostrada por las bengalas que alguien iba lanzando. Un hormiguero
humano —¡tan compactos avanzaban!— parecían las compañías rusas que,
con sus bayonetas enristradas y sus pistolas ametralladoras apoyadas en el
vientre, escupían un espeso fuego. El aire, empujado por la ventisca, por el
rumor de unos aviones que, como suprema calamidad, llegaron sembrando
acero; por los incesantes disparos de los blindados y los aullidos de lamento
o de victoria, temblaba helado y enloquecido. Desde aquellos hoyos
individuales donde nos amontonábamos dos o tres hombres para
comunicarnos un calor animal, salía un haz de muerte que abatía pelotones
enteros.
Matías abandonó el agujero y el balear y yo fuimos tras él. Un sordo
lamento se alzó de mis pies. La sombra que se revolcaba era la del
mallorquín. Más allá, en una isba habían logrado infiltrarse los rusos…
Segundos después ardía por dentro. Un olor a azufre, un humo espeso
comenzó a ahogarnos cuando ya disparábamos desde su interior…
¡Fuera!… Corrí tras el sargento. Pisaba nieve y cadáveres y a la luz de
formidables antorchas que eran las casas en llamas, vi hombres
acuchillándose en las esquinas, sobre los hielos, dentro de las viviendas.
Juramentos de sorpresa, de perdición o victoria. Las sombras corrían en
todas direcciones; era imposible saber quiénes eran adversarias o amigas;
figuras negras o abrillantadas iban de un lado para otro, se detenían un
instante, gritaban, disparaban, mataban y volvían a correr. Se mezclaban las
exclamaciones de salvaje gozo con el salvaje dolor. Los ¡Arriba España! se
juntaban a los estruendosos ¡Hurra! Un desorden extraño y descomunal que
nos decía que estábamos cercados, desbordados, que el degüello último
podía llegar en cualquiera de aquellos siniestros instantes, aceleraba o
asustaba la sangre.
De casa en casa, de ruina en ruina, matábamos; seguíamos adelante o
retrocedíamos. Oímos a nuestras espaldas el ruido de unas cadenas y los
tanques, como soberbios señores de la lucha, se plantaron en medio del
pueblo. No se veían más que sus masas eme las llamaradas alumbraban a
veces, y los resplandores de sus disparos. Detrás, rodeándolos, se
agazapaban los rusos. La pistola ametralladora del sargento y el fusil de
disco que capturé en Shilo, bramaron coléricos. Nos refugiamos en una casa
y nos aplastamos contra el suelo. El espeso rumor de las balas traspasando
las maderas, cruzó sobre nuestras cabezas; el ruido de las cadenas se
acercaba, alguien empujaba… empujaba… la casa crujió y comenzó a
ladearse… el techo se corrió hacia un costado y por el costado íntegro, se
deslizó al suelo. Un cañonazo destruyó las paredes de enfrente. Las
trayectorias de dos máquinas fueron tras él. Arrastrándonos, salimos por el
boquete del otro extremo. Huimos al próximo agujero donde encontramos
dos españoles muertos aún con el fusil apuntando. Los gritos de victoria
rusos se oían por el norte, por el sur, por el este y el oeste. Estábamos en
campo enemigo. Un verídico sentimiento de perdición que quizá ni en
Possad fue tan desgarrante, me arañaba las entrañas. Morir… ¡pero
matando! Y ya sin dominio alguno, abandoné el refugio, abandoné a
Matías, me abandoné a mí mismo. Y saltando al exterior, comencé la
salvaje búsqueda ele hombres que no hablaran mi idioma. Ya no era un
humano, era una enceguecida e inconsciente fiera; un héroe embargado por
el terror. Pisaba cadáveres, pisaba heridos, nieves y trozos aún ardientes de
ruinas. No oía ni sentía nada. Se me acababa la munición, arrojaba el arma,
me agachaba para recoger otra cualquiera y disparaba… disparaba…
Arranqué la pistola ametralladora que entre sus manos crispadas tenía un
teniente hispano e inconscientemente, desesperado y rabioso, comencé a
hacer fuego en círculo. Hubo instantes en que estaba completamente en pie,
en que así esperaba, sin oír los plomos que silbaban, la llegada de un grupo
más de enemigos para con salvaje instinto, a bocajarro vaciar el cargador en
sus pechos, sus vientres. Cambiándolo, cambiando de arma, huía, volvía a
detenerme y siempre en pie, siempre suicida, abatía los nuevos destinados.
La sombra de un blindado apareció bruscamente e incorporándome
comencé a correr sin intención ni norte. Entraba en una isba, encontraba
grupos de seres retorciéndose en la agonía, tropezaba con hombres que no
eran los míos y con absurdo estupor a veces advertía que en las manos no
tenía otra cosa que hielo para defenderme. Corría, llegué a un agujero. Junto
a él un enorme tablón ardía en viva llama. Dentro había dos sombras. Una
estaba inmóvil, la otra levantó una mano donde brilló el acero. Me eché
sobre él y con el peso del cuerpo lo derribé. Con el mismo machete con que
el desgraciado quiso defenderse, apuñalé al herido.
El combate fue aminorando su violencia. Poco después comenzó a
callar. Todos mis camaradas debían de haber muerto y miré hacia el lago,
porque allí estaba la única posibilidad de escapar. Ya no era la fiera salvaje,
sino la fiera perdida. Lentamente, con una sensación de agotamiento que
desconocía, comencé a arrastrarme hacia el sur. Una tremenda calma me
embargaba desde que caí sobre el herido. En ella oía, lejanísimos e
inofensivos, los estentóreos gritos de victoria. Encontré la mancha de un
tanque a la salida del pueblo. Pero ya también pacífico. Lo dejé atrás y,
recorrido ya el costado este de Malaja en llamas, palpé un camino. Me puse
en pie y comencé a correr. Había perdido el arma y el casco; tenía el
pasamontañas, que no era más que un peso enorme de hielo pegado a una
tela, limándome el cuello y la boca. Los pies se movían, pero no sentía el
contacto del suelo. Las manos… sí; las manos las tenía ardiendo y nunca
supe si era el frío o el calor el que las quemaba. Divisé vagas siluetas y me
escondí. Las patrullas enemigas, después de haber perseguido a los que tal
vez pudieron huir, volvían al refugio de las incendiadas isbas. Me aparté del
camino e intenté marchar por entre los árboles. Temí perderme y volví a la
senda. Delante descubrí otras sombras. Iban hacia el norte y cojeaban. Entre
dos llevaban un bulto. La última, con un fusil en las manos, parecía caminar
a veces de espaldas. Las estuve siguiendo momentos que parecieron siglos;
después volví a desviarme y tropecé. Caí sobre la nieve; allí quedé. Sentía
un mareo extraño, la naturaleza cruel, amenazaba… La cabeza; recordé que
cuando me acercaba al herido que se defendió, recibí un golpe, que después
lo olvidé porque la muerte la había perpetrado de una manera tan personal y
salvaje que escalofriaba. El mareo, la angustia: el mentón empezaba a
endurecerse, la mueca de la risa que venía… ¡no podía morir ahora! Me
puse en pie, me tambaleé y de nuevo caí de bruces. El mismo dolor, el
mismo golpe que pudo haber deshecho parte de un rostro que la
congelación ablandó, me dieron fuerzas para incorporarme y seguir
avanzando. Las siluetas se habían alejado. Corrí, les volví a tener al alcance
y regresé al bosque. Por allí, a tientas casi y en busca de un grito o una
exclamación que me dijese la nacionalidad de aquellos hombres, continué
tropezando, cayendo, desplomándome. Pero no hablaban y cuando lo
hacían era apenas un murmullo lo que hasta mí llegaba. Al fin…
—Ya falta poco, ya falta poco…
—¡Españoles!
—¡Oye!, ¡oye!
La caravana, sorprendida, se detuvo y alguien disparó. El hombre que
cerraba la marcha, de un salto que no pareció humano, llegó hasta mí. Y su
fusil tembló en las sombras de mi vientre.
—¡Soy yo! Soy…
Otra sombra vino por el oeste y el hombre-guardián regresó a su puesto.
Abracé a la silueta y ella contestó al abrazo.
—Kamerad… kamerad.
Era un alemán.
Reanudamos la marcha. Delante iban dos españoles. Luego otro hispano
y el germano. Entre ellos el cuerpo desvanecido de Matías.
Detrás, aquel ibero que, marchando de espaldas, cubría la retirada.
Cinco… yo… seis…
Seis heridos.
Éramos los únicos sobrevivientes de aquellos que defendimos Majala
Uschnja.
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Un mundo de mentira… Sobre el hielo estrechamos nuestras manos,
luego las levantamos hacia las banderas amigas.
Sucios, agotados, destrozados, la barba de días, los estómagos vacíos y
el espíritu más brillante que nunca.
Éramos nosotros, los de la pensativa Virgen de los Camisas Azules; los
guerreros celtíberos de rostros espectrales y el ideal puro.
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LA «BOLSA»
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Poco después de venir un día más, dejó de nevar y del entristecido cielo
comenzó a caer una fina lluvia que terminó convirtiéndose en una de
aquellas furiosas tormentas tan parecidas a las tropicales. Nuestras
trincheras quedaron inundadas y cuando con cascos y marmitas achicamos
la «vía», el agua aún nos llegaba a las ingles.
Nos hallábamos trabajando, cuando un numeroso grupo de prisioneros
escoltados interrumpió nuestra tarea.
Kolka dirigió algunas preguntas a los cautivos a las que éstos, con
grandes cabezadas de asentimiento, respondieron en tropel.
—Van a atacar —comunicó lacónico.
—¿Traen tanques? —quiso saber Matías.
—Sí.
Algunos caballos que, encabritados por el terror, corrían por aquellos
contornos, fueron apresados. Sin cabezales ni arneses, con los hilos de
teléfono que pedíamos o robábamos a los de Transmisiones, los atamos a
unos carros de tambaleantes ruedas. Sabíamos que pronto serían necesarios.
•••
•••
El ulular que tan familiar nos era, mató el ruido de las explosiones. La
parte de los infantes empezaba. Mi mente comenzó a velarse como siempre
se velaba cuando la muerte rondaba. Los pitos de los oficiales rusos
expandían por el bosque sus silbidos de pájaros histéricos; otros, más
histéricos y estruendosos, contestaban: ¡Hurra! ¡Pobieda! Eran muchos y
debían sentirse desesperados porque en escasos minutos lograron acercarse
hasta nuestras defensas. Allí, a menos de cincuenta metros, quedaron
tendidos. Los antitanques, enfilando compactos grupos, atravesaban cuatro
o cinco moscovitas antes de ir a morir sobre el cuerpo del sexto. Por la
derecha, el enemigo logró aproximarse al mismo linde de las defensas. Los
españoles que las ocupaban saltaron al descubierto y un breve, pero
encarnizadísimo combate al arma blanca, llenó de agonías el subsector.
Rusos e hispanos rodaron sobre el fango; unos murieron, otros morirían y
en el lugar dejado libre por aquel puñado de héroes, apareció una sección
hispana de refuerzo que restableció la línea. La artillería enemiga volvió al
ataque y sus obuses ahora caían tanto en nuestro bando como en el propio.
En aquella confusión, el capitán nos llevó al contraataque.
Fernández quedó atrás con la cabeza destrozada por un casco de
metralla. Y, junto a él, la mitad del tercer pelotón.
De árbol en árbol, de claro en claro, corriendo y destruyendo,
conquistamos cerca de trescientos metros. Y cuando los morteros
preparaban nuestro próximo asalto, la nueva presencia de los tanques nos
asustó. Con sus corazas pintadas de blanco y los cañones levantados,
parecían extrañas bestias olfateando peligros. Sentí un miedo extraño,
porque parecía imposible que hubiese algo capaz de luchar contra aquellos
monstruos.
Matías envolvía con un trapo una botella; un muchacho joven, un
inconsciente o amante de la lucha primitiva, sostenía en sus manos
crispadas un mango… ¡enfrentarse a un T-34 con un pico! Ambrosio, tan
ingenuo como el desconocido, se esforzaba en unir las lozas de media
docena de granadas…
¡Montones de hierro, treinta o cuarenta móviles toneladas en las que a
veces golpeaban veinte o veinticinco impactos de anticarro sin lograr
destruirlos!
Uno de los «panzers» debió descubrir el escondite de la pieza situada a
nuestro costado y todo pasó en breves instantes. El T-34 disparando todas
sus bocas, llegó al emplazamiento del antitanque, aplastó a los sirvientes ya
heridos, machacó el arma y como un rey ensoberbecido giró hacia ambos
lados el orgullo de su cañón. Nosotros, agazapados en tierra, lo veíamos
allí, apenas a veinte metros.
Matías comenzó a arrastrarse hacia él; llegó casi a sus plantas, alargó el
brazo… un surtidor de barro le ocultó. Otro, el joven, saltando a campo
traviesa, se dirigía hacia otro blindado que se retiraba. Al final de su suicida
carrera, cayó a dos metros de la oruga y allí, completamente inmóvil, tal
vez el tiempo que necesitaba para reconocer que aún vivía, quedó unos
segundos. Luego, en un brusco salto, llegó al ruso y en un rápido ademán
clavó el pico entre los hierros. La oruga cesó de moverse; segundos después
una bala alcanzó al español. Alguien, intentando rescatarlo, comenzó a
arrastrarse hacia él. Llegaba a su lado cuando la escotilla del tanque se
abrió. Apareció un gorro, luego una pistola ametralladora y la ráfaga que de
ella partió, lo mató. El primer tripulante saltó a tierra y corrió en busca de
un refugio. Detrás fue el segundo… tres… cuatro… los cuatro, apenas a
tres metros de distancia uno del otro, iban cayendo porque alguien se
entretenía en abatirlos.
Los otros carros, con el mortífero fuego de sus cañones del 85, sus
ametralladoras y el tan-tan de sus campanas, destruían casas, árboles,
nervios y vidas.
Matías, ayudado por Manuel y uno que yo no conocía, se arrastraba
hacia los árboles, hacia el joven que con un pico inutilizara el tanque. Los
olvidé, porque al otro lado del claro un hombre envuelto en llamas,
lanzando pavorosos gritos, corría alocado. Otro, con un bulto en la mano,
iba tras él. La botella se estrelló contra el casco de un carro y el incendio
comenzó a lamer la parte anterior del blindaje; luego, como si hubiese
prendido alguna materia inflamable, una gran llamarada lo hizo estallar.
•••
•••
•••
Cuando, rechazando los contraataques con que los rusos intentaban
contener nuestra penetración, y reducida la «bolsa» en más de ocho
kilómetros, nos dispusimos a ocupar unas posiciones de segunda línea,
Manuel, apretándose la pierna herida, iba cantando una copla pasada de
moda:
Nadie comprende
lo que sufro yo…
¡Nadie comprende
lo que sufro yo!…
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DESHIELO
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El deshielo del río se llevó a cabo con una rapidez asombrosa. Una
madrugada la losa cubría aún el Wolchow; horas después la corriente ya
arrastraba grandes témpanos. Deslizándose lentamente hacia el Ladoga,
hacían que el agua…
¡El Wolchow!… ¡El Wolchow!… ¡El Wolchow ha resucitado!
Lo veíamos, oíamos el suave rumor de sus planas olas, casi podíamos
tocarle. Fue una de las mayores emociones que recibí en la vida. Era un río,
un rio como otro cualquiera; pero para nosotros había llegado a constituir
un…
Un símbolo, un lugar donde todas las tragedias concitáronse durante el
invierno que pareció eterno.
Antón, que permaneció en el hospital tres semanas atacado de
congelación y oftalmía, estaba radiante de dicha. ¡Qué lejos se hallaba de
suponer las desgracias que para él traían las aguas! Otra víctima más entre
centenares, fue el nuevo jefe de la sección, el teniente Cornelio recién
llegado de España. Siguiendo nuestra fanfarrona costumbre de demostrar a
alemanes y rusos que la muerte no nos inquietaba, solía andar por encima
de los parapetos. Las balas, buscándolo, silbaban a su lado. Pero él seguía
mofándose de la puntería de los tiradores enemigos, él seguía…
Hasta la caída de la noche no pudimos recoger su cadáver.
Matías volvió a hacerse cargo de la sección. Tal vez no tuviese los
conocimientos de un oficial; pero en camaradería, en la práctica de la
guerra…
•••
Dos días después cayó una tormenta de agua que, unida al calor de las
horas que le precedieron, transformaron el mundo. La estepa completa
terminó de fundirse y enormes lagos, en medio de los cuales parecían flotar
los pueblos, surgieron aquí y acullá; lagunas en infinito número aparecían
por doquier, como por doquier se recortaban las moles de las colinas aún
blancas y los icebergs que se extendían a lo largo del Ilmen y el río.
Nacieron cascadas, arroyos tumultuosos y manantiales sin forma surgían de
las nieves o caían del cielo. Junto a los trineos, que arrastrando el barro que
llevaban pegado a sus esquís se empeñaban en transitar por los lugares aún
blancos, marchaban los carros que en el mismo piélago de fango se
sumergían hasta los ejes. Con las troicas y los kallostras, aparecieron
pequeñas y balanceantes barcas. Con dos metros de agua bajo sus quillas,
llevando en sus concavidades soldados alegres, mujeres y niños alegres,
navegaban en todas direcciones. Montículos donde antes había hondonadas;
enormes hondonadas donde las «cartas geográficas» de los soldados
señalaban mesetas o llanuras. Luego vino el derrumbe total de los parapetos
que habíamos vuelto a construir con cieno duro y que, al derretirse, nos
dejaron completamente indefensos. Muchas unidades, entre ellas la nuestra,
se encontraron de la noche a la mañana situadas en islas de las que no
podían salir y a las que sólo en embarcaciones se podía llegar. Los campos
se pusieron amarillos y después castaños. ¡Los campos!… Los coches y los
camiones que se aventuraban por aquellos desquiciados terrenos, iban con
el agua hasta la mitad de la portezuela y muchos de ellos quedaban
sumergidos; todos nos preguntábamos qué habría sido de sus ocupantes.
Las chabolas se convirtieron en verdaderas bañeras. Y para impedirlo, no
bastaba que con los cubos, que nadie sabía de dónde salieron, con marmitas
o cascos, pasásemos las veinticuatro horas del día y de la noche, ya
templada, achicando la vía. Una gran curiosidad, que llegaba hasta el
estupor, se pintaba en nuestros rostros cuando veíamos los paisajes
transformarse tan brusca y rápidamente. Las ametralladoras estaban
empotradas en un barro chorreante; los hombres, cubiertos por sucios lodos
hasta el extremo de ser irreconocibles. La arcilla viscosa y repugnante se
había apoderado de las tierras que las aguas o los aislados hielos habían
dejado libre. Ríos de barro de cien metros de anchura se agitaban
suavemente siguiendo los declives del terreno. En las patrullas o en los
pacíficos paseos, pisábamos sobre el extraño cieno formado por grupos de
cadáveres descompuestos. El pie allí metido parecía agarrado por los
muertos y la sensación era tan espeluznante, que impulsaba a gritar. De las
laderas que escurrían el fango de las colinas, iba deslizándose lentamente la
tétrica formación de los cuerpos sin vida. Cuando llegaban al medio metro
de agua que cubría la estepa entera, o a los tres o cuatro en que se ahondaba
en infinitas partes, desaparecían como si, ahora ahogados, muriesen
definitivamente.
El rápido derretir de los campos nos obligó a dormir al aire libre.
Hacíamos un cuadrado, lo rodeábamos de barro y sacábamos el agua que en
su interior había. Entre aquel cieno debíamos descansar. A veces
intentábamos hacerlo dentro de la misma chabola donde habíamos colocado
troncos de árboles o tableros. Sobre ellos, a modo de las gallinas,
dormitábamos. Los alemanes de al lado gritaban: ¡Sacrament!; los rusos de
enfrente debían jurar: ¡Satana! Nosotros… ¡nosotros jurábamos en tres
idiomas! Los gorriones comenzaban a hacer mil diabluras y las… Se
formaban grupos de hombres que de rodillas sobre el fango, con los codos
sobre el fango, contemplaban embelesados algo que desde unos metros más
atrás permanecía invisible. Cuando la curiosidad nos acercaba a ellos,
reconocíamos que lo que de tal manera había llamado su atención era sólo
una… ¡una flor!… ¡Sí, en Rusia había flores! Allí estaba aquel grupo de
españoles tocándola; enderezándola con un palito; acariciando sus mustios
y atemorizados pétalos, pasando el pulgar y el índice a lo largo de su
pequeño tallo.
Una flor, gorriones que picoteaban, para ellos un manjar exquisito, los
ojos de los cadáveres; pájaros que con sus inofensivas patitas apoyadas en
los labios, comían poco a poco las lenguas o los mismos labios. Las ratas
aparecieron en tropel para unirse a las zorras y los perros. Los árboles se
convirtieron en árboles y el mundo pareció respirar el principio de una
suave armonía. Los españoles cantábamos y los rusos cantaban. Y los
muertos aparecían aquí y allá para que nosotros, removiendo un poco en el
inmenso pantano, los volviésemos a enterrar y sobre ellos pusiésemos una
tabla o un tronco caído. Otros discurrían sobre los témpanos o sobre la
trabazón de flotantes y móviles ramas y árboles. Cortejos interminables y
macabros corrían hacia el Ladoga. Uno, dos, cien… Y con ellos, sobre
ellos, las ratas trepaban, chillaban y, aunque el festín era abundante,
peleaban. El sol, el mundo, la vida reían. Aparecieron por doquier manchas
que parecían espantosas pesadillas. Fémures, brazos, botas, cabezas
descarnadas y sucias emergían en impresionantes cantidades del cieno sin
fin.
Aquel desbarajuste duró tres días. Felizmente las noches frías lo
mesuraron; tres días en los que los soldados de primera línea, por no poder
llegar hasta nosotros los suministros, tuvimos que unir a las demás miserias
de la guerra el hambre lisa y angustiosa.
•••
Pero el frío —¡misterios de la naturaleza rusa!— volvió dos días más.
Retornaron las bajas temperaturas y los dos y tres grados bajo cero
restablecieron un poco el orden. Volvieron a helarse los caminos y las
superficies lisas de las aguas y los barros se convirtieron en piedra. Nevó,
llovió y otra vez el viento helado apoderóse de la vieja Rusia. Los pueblos
que habían quedado aislados en medio de los lagos, las posiciones que se
encontraron situadas en islas, recuperaron su estabilidad. Y la alegría o la
pena murió.
Pero la primavera había llegado. Los fríos se fueron definitivamente y el
sol ya abrasaba. Diez, quince, veinte… grados sobre cero a últimos de abril.
Los mosquitos vinieron como un nuevo sufrimiento. Aparecieron como
trombas, formaban nubes enteras y se introducían por cualquier resquicio
del verde mosquitero; por las mangas o las aberturas de la guerrera. Sin
embargo, al menos en las primeras jornadas, aquello era también vida. Nos
habíamos despojado de las ropas, tirado los guantes y terminado de quemar
los destrozados capotes. Las flores, ya saliendo de una tierra que parecía
empujarlas, llenaban los campos; los árboles se empenacharon de hojas, las
mujeres se quitaron los pesados trajes y andaban por los pueblos y caminos
enseñando sus pechos, ebrios por el calor, a los españoles, a los niños, a los
perros. Y las mariposas… ¡sí, en Rusia había mariposas! Con el torso casi
al aire, con nuestras camisas azules arremangadas y nuestras botas de
guerreros, corríamos tras ellas como románticas jovencitas. Las
apresábamos con facilidad, porque se alimentaban de carroña y su vuelo era
pesado y desorientado. Y entonces, a gritos y con risas de gritos,
llamábamos a nuestros compañeros para decirles: ¡mirad!, ¡mirad! ¡He
cazado una mariposa! Y tiene alas como todas, ¿verdad?, ¡y bigotes! Pero
son más grandes… pero son más pequeñas. Lo interesante era que había
mariposas, y flores y risas, porque la primavera era nuestra. Cuando
encontrábamos un caballo, nos montábamos en él y con el fusil enarbolado
corríamos al estilo árabe. Y sobre el caballo paseábamos por encima de las
bestias que, muertas quién sabía cuándo, mostraban sus intestinos
mezclándose con el barro; por encima de ojos arrugados y blandos, por
encima de mejillas sin carne y mandíbulas de agresivas muecas que fueron
humanas.
•••
El deshielo definitivo cambió la línea del frente. Tuvimos que buscar las
colinas y, completamente al garete, esperar a que el mando dispusiese
nuevas posiciones. Trincheras que durante meses habíamos construido y
rodeado de alambradas, eran evacuadas para dejar paso a las aguas. Y
aquella «tierra de nadie» que, como si en ella estuviese la clave de la
victoria última con tanto tesón y sangre disputamos durante meses enteros,
fue despreciada. Silenciosamente, sin dolor ni aspavientos, tanto rusos
como españoles íbamos separando nuestras armas. Era la naturaleza quien
atacaba y ante ella los hombres acostumbraban a rendirse o huir. Todo,
como al conjuro de la nula batalla, iba desmoronándose. Las chabolas, las
trincheras, las zanjas de evacuación, los caballetes de las alambradas…
Llevando con nosotros la fotografía de la mujer desnuda que presidía el
refugio y las ametralladoras que lo defendían, nos fuimos.
Eran nuestros recuerdos, nuestros rasguños los que ahora arrancábamos
de aquéllos, o parecidos refugios, que ocupáramos durante un mes o un día.
Nuestra breve marcha terminó unos centenares de metros más atrás. La
de los rusos se alejó aproximadamente igual y los dos bandos nos subimos a
los altos. Pero en aquellos días, al menos por aquel sector, nadie disparaba.
Parecía que, sin contar con el Vojd o el Führer, habíamos decidido poner fin
a la contienda. Y con ella a nuestras pequeñas rencillas. Pequeñas
rencillas… ¿qué otra cosa son a veces las guerras? Enarbolando el fusil y
agitando las manos, saludábamos a los enemigos que, tan sorprendidos y
tan al descubierto como nosotros, enarbolaban el fusil y agitaban sus
manos. Mirando a través de los potentes gemelos, mis cristales reflejaban
los rostros de los rusos con tal nitidez, que parecían estar a mi lado. Uno de
ellos tenía un enorme lunar lleno de pelo en la parte izquierda del mentón.
Otro ocultaba un ojo, también el izquierdo, bajo una sucia venda. Todos
ofrecían su cabeza rapada salvo uno, que debía de ser oficial y que en aquel
momento enfocaba sus prismáticos hacia las posiciones enemigas. Por un
instante nuestros ojos se cruzaron. Y tan cerca, tan descaradamente se
tropezaron nuestras miradas, que, como el día en que conocí el frente sentí
la impresión de haber sido cogido en falta. Hasta sus pestañas, separadas y
cortas, podría haber contado. Levanté la mano y aquel hombre, sin dejar de
mirarme a los ojos, levantó la suya. Después nos sonreímos. Sus
compañeros, como mis amigos, intentaron arrebatarle los gemelos y al final
el ruso debió ceder. Y un desfile de rostros jóvenes o arrugados,
expresiones cínicas, malvadas, bondadosas, inteligentes o astutas, fueron
pasando ante mí. Parecía un examen de los más diferentes matices que la
raza humana pudiese tener.
Periquín, que hasta entonces había estado dando unos aullidos que
querían ser saludos, al enfocar los «zeiss» que me vi obligado a entregarle,
disminuyó de pronto el clamor de sus berridos:
—¡Eh, ruskis! ¡Feos! ¿Cómo está vuestro «bigotazos»? —preguntaba
jubiloso.
—Déjame —pedía Kolka.
—¡Espera!, ¡espera!, tú ya les conoces demasiado.
Juan, dirigiéndose a Ricardo, decía:
—¿Os acordáis de aquel «guripa» que aseguraba que con el deshielo se
acabaría la guerra?
—¿Quién? —preguntaba el catalán sin interés.
—No sé cómo se llamaba; aquel que en el golpe de mano que dimos a
Radio Nowo quedó pinchado en las alambradas.
—¡Ah! —contestó alguien—. Sí, ya me acuerdo.
—¡Mirad!, ¡mirad! —gritó de pronto el ruso señalando hacia el Ilmen.
Pausadas, sucias, llenas de barro, de ramas y trapos; arrastrando o
siendo arrastrados por troncos de árboles completamente devastados; y
llevando a remolque o en sus costados grupos de cadáveres, venían las
equis y los hilos de un gran conglomerado de alambradas que las aguas
habían arrancado de alguna posición del sur. Era algo simple o fantástico;
algo que quizá de una manera ilógica, sobrecogía el alma.
Una grotesca y maldita emigración arrastrándose pesadamente hacia los
infiernos.
—Parece la procesión del silencio —dijo el exnovicio dándole tal vez su
justo nombre.
—¡Mira!
—¡Quién lo iba a decir!
—Pues era natural…
—Vamos, hombre, ¡decir que era natural que debajo de tanta nieve
hubiese una cosa tan chiquita!
—Y es firme ¿eh? Va a crecer; ¡verás cómo crece!
—Pues claro, ¿o crees que va a ir para abajo?
Una flor más había sido descubierta por los españoles en Rusia. Y aún
viendo en ellas el símbolo del calor, nos golpeábamos los pechos desnudos
y, contentos y felices, creíamos nuestras tragedias terminadas. Las gentes
habían comenzado a roturar las tierras; el aire se inflamaba con el gorjeo de
mil pájaros y el sol, que alumbraba los mares y los extraños cementerios —
mitad metálicos, mitad humanos, pero siempre sin cubrir— nos hacían
olvidar todo lo que no fuese la infinita dicha de saber que en adelante
podríamos correr sobre la hierba y pelear sin más uniforme que una camisa,
un pantalón y, si queríamos, con zapatillas.
El cielo se puso azul, brillante, humano; el cielo parecía cielo español.
Y bajo él surgía un himno a la vida, un silencioso clamor que a todos nos
hacía lamentar el no ser poetas para cantar el resucitar de las estepas; para ir
cantando cómo el mundo, entre risas y suspiros de voluptuosidad, se iba
oxidando.
Y los que de verdad sentían la rima, recitaban el antiguo rezo:
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Eran las doce de lo que debía ser una noche más, cuando dejé la
chabola. Llegué a las avanzadillas y ahuyentando en el movimiento repetido
las nubes de mosquitos, me eché cara a la luna brillante y hermosa… Hacía
quince días que, salvo el furioso cañoneo de la «bolsa» o el desganado
tableteo de alguna ametralladora, el frente dormitaba. El sol duraba
veintidós horas y era calcinador; durante las dos restantes, en que apenas las
débiles sombras señalaban el paso de la noche, el aire acariciaba pegajoso y
sensual. 30, 40, 50 grados sobre cero. Las bandadas de patos voladores y las
margaritas inundaban la estepa. Era un mundo nuevo, un soplo de embrujo.
Los hombres semidesnudos vigilaban y combatían; las gentes de Rusia se
asomaban al campo de batalla para arar sus campos. Las muchachas, las
flores, los perros todos reían.
Una sensación de liberados nos alejaba de la horrible pesadilla blanca.
Echados sobre la hierba, el pecho al viento, casi el cuerpo entero
acariciado por las ráfagas de las brisas amantes, recordábamos las penurias
pasadas con un sentimiento de mentira, de haber vivido un sueño de
infierno, un sueño maldito.
Por eso las bromas…
—¿Te figuras lo mono que hubiese quedado —reían aquellos que
estuvieron a punto de perder las extremidades— con las patas cortadas por
las ingles?
—¿Y yo sin orejas y sin nariz?, ¡la cantidad de lloronas que hubiese
ahorrado a mis hijos!
—¿A tus hijos?
—¡Claro!, en vez de decirles: ¡qué viene el coco!, me presentaba yo
directamente y se morían o se callaban.
—Aquel día en que me quedé dormido en la guardia y llegó el perro del
sargento… Me echó una bronca que me dejó patidifuso; pero gracias a él
estoy vivito y coleando.
—¿Te acuerdas de aquel que se le heló el «pito» y se le cayó o se lo
cortaron?
—Una preocupación menos; las mujeres suelen hacer perder mucho el
tiempo.
—Bueno, ahora lo perderá con los hombres.
—¿Qué tienen que ver los hombres?
—¿Cómo que qué tienen que ver? ¿Crees que va a vivir toda la vida de
romanticismo?
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A nuestra derecha dos pueblos más en los que los moscovitas habían
intentado resistir, ardían por los cuatro costados. Como al vasco, los
dejamos atrás. Delante encontrábamos campesinos.
Oyendo el permanente ronroneo de la aviación y el silbido de las
ráfagas, los hombres de la asustada Rusia roturaban sus campos… ¡Era tan
extraño ver aquellas muchachas de pechos casi descubiertos y faldas
recogidas que, dejando airear sus muslos que sin cesar pasaban ante el
punto de mira de nuestras ametralladoras, tiraban de un arado que el viejo
de la familia o la madre manejaban!
Después, cuando los obuses enemigos castigasen nuestra retaguardia,
aquellas siembras quedarían revueltas, destrozadas una vez más. Los
humildes campesinos volverían a igualar los surcos y, entre suspiros con los
que todos comprenderían, regresarían con el humilde grano a la madre
tierra. Y así, ¿hasta cuándo?
Encontrábamos cuevas construidas por los que un día fueron
Regimientos ebrios de triunfo. En ellas hallábamos soldados que no
quisieron unirse al repliegue. Acostumbrados a la vida en los bosques y la
Siberia, los descubríamos echados, hasta dormidos, en cualquier lugar y
alimentados con carne de caballo muerto; con… Por aquellos parajes los
rusos habían practicado la antropofagia. Les dábamos algo de comer, se
limpiaban los dientes con ramas, y hacia atrás, hacia el cautiverio. Eran
salvajes un día disciplinados por el ejército; salvajes que, perdido su temor
a la disciplina, volvían a su primitivismo. Ellos aún tenían el atenuante de la
ignorancia, pero los comisarios y algunos oficiales… ¡tantas
monstruosidades cometían en los pueblos encerrados con ellos en el enorme
bolsón, que ya estaban todos condenados a muerte!
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Se rompió pronto. De nuevo a la defensiva. La guerra, ¡la guerra!…
Rugió el último proyectil y me arrastré hacia un decapitado que mantenía
en sus manos crispadas una caja de munición. Comencé a cambiar la cinta y
alguien se escurrió a mi lado. Con temblorosos movimientos, intentaba
ayudarme. No lo había visto nunca, pero ahora éramos dos seres con la
misma intención, con una solidaridad única en el justificado y brutal
asesinato.
—¡Vaya lío! —murmuró el desconocido, tranquilizado quizá por la
seguridad que le daba una ametralladora a punto de barrer el horizonte de
enemigos.
Cuando me encajaba el culatín ya pudo bromear:
—¡Tira sobre los gordos, son más fáciles de tumbar!
La artillería rusa acudió con su telón de fuego. Volvieron los hombres,
los rechazamos. El silencio que gritaba, llegó de nuevo. Sólo algunos
aislados disparos…
El accidental ayudante cayó al suelo. Los ojos, la nariz, la boca, su
mandíbula, habían desaparecido.
Las balas explosivas seguían vaciando rostros españoles.
Dos muchachos, no tendría ninguno más de dieciocho años, estaban allí,
junto al de la cara sin facciones. La cabeza junto al brazo, uno; el otro
miraba sereno a las estrellas. Estaba caído de rodillas como si hubiese
muerto orando. Los dos enseñaban el rosario rojo, iluminaban aquellos
escudos del Frente de Juventudes y del S. E. U. que emergían del barro de
sus pechos.
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Aullidos salvajes. Sin orden, con la estrategia del rulo y del número, a la
usanza oriental, de nuevo los regimientos enemigos eran arrojados a la
hoguera. Como poco antes, como siempre y en todos los frentes del Este.
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Dos horas. Sobre la móvil muralla se desplomaba el fuego de nuestras
máquinas. Nos creíamos vencedores y lanzándonos al furioso contraataque,
corríamos tras ellos durante tiempos que parecían infinitos y maravillosos.
Los heridos, los agotados por el combate, los rezagados, iban mermando
nuestras filas. De mi escuadra sólo veía a Cantalapiedra, el valiente
muchacho del Frente de Juventudes. El enemigo dio un brutal coletazo y
poco después algunos tanques acudieron presurosos en nuestra ayuda…
Sería la primera vez que me encaramé a un blindado para combatir. Las
orugas subían, bajaban y se abollaban siguiendo las trayectorias del terreno;
el carro entero parecía detenerse unos segundos cuando el cañón disparaba.
Cantalapiedra y yo, a los costados de la torreta, espiábamos la aparición del
enemigo. Un bulto surgió súbitamente por un costado. Traía algo en la
mano… ¡una mina! Salté ante el ruso; el explosivo cayó a sus pies sin
forma, inofensivo, una cosa más en el barro.
Volví a encaramarme en el «panzer». Poco después, embarrado basta
semicubrir sus orugas, su tripulación debió abandonarlo. Uniéndose a
nosotros en la persecución de un enemigo ya durísimamente castigado, los
tanquistas se olvidaron del mastodonte de hierro.
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CAMBIO DE FRENTE
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A la guerra voy,
qué valiente soy,
Ana Mariiii…
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—¿Estarán aún Matías y Periquín en ese hospital? —me pregunté en
voz alta.
—Salieron ayer para Petrogrado —repuso el catalán, sentándose
cansado sobre un montón de escombros.
—¿Dónde habrán ido a parar? —murmuró Manuel, distraído.
—¿Quién sabe?, a ese Wiritza, adonde parece que vamos todos.
—¡Mira qué buena está esa gachí! —exclamó el sevillano,
incorporándose de un salto.
—Olvídate de gachís —le reproché, molesto—; estamos hablando de
cosas serias.
—¿Crees que en la vida hay algo más serio que unos buenos muslos?
¡Mira! ¡Mira qué meneo lleva esa rubia que va con el oficialillo!
El andaluz catalogaba y, con palabras propias de nuestra existencia de
soldado, iba piropeando a toda rusa que pasaba ante nosotros.
—Ole tu mare, morena; eres la ruski menos bolchevique que he visto en
mi vía. Si le enseñas ese pechito al Führer es capaz de firmar tres paces
jun… ¡Mira, mira esa otra!
—Mira ésta…
Una falda ajustada y por chaqueta una guerrera de oficial desprovista de
distintivos. Recogiendo la castaña cabellera, lucía un lazo de color violeta.
Tenía un algo que atraía. Tal vez su andar altivo y seguro. Intenté recordar
dónde la había conocido. ¿En Riga? ¿En Vitebsk? ¿En Nowgorod o en
cualquiera de aquellos pueblos diseminados por las estepas? ¿Habría
sido…? ¡Ah!
Me puse bruscamente de pie y corrí tras ella.
—¡Katucha! ¡Katucha!
La muchacha, deteniéndose, me miró de arriba abajo. Luego, volviendo
la espalda con gesto despectivo, prosiguió su camino.
Sí, era Katucha y yo quien conservé su vida para que ahora, consciente
de la fuerza de su cuerpo joven, despreciase a un humilde cabo. En aquellos
momentos, como desde los principios del mundo, éramos un hombre y una
mujer; el que pide y la que niega para después, si es su gusto, ceder. La
recordé cubriéndose el rostro, no queriendo ver la muerte, a punto de salir
de mi «naranjero»; luego, cuando parecía un fantasma llevando a la espalda
la mancha de otro fantasma; cuando le desabroché la guerrera, acaricié su
pecho y…
—¡Cómo cambian las mujeres! —repetí la frase de Vitebsk.
No me resigné a aquel fracaso. Fui tras ella y casi a gritos le pregunté:
—Katucha, ¿no me recuerdas?
Sí, ahora me reconoció. Y comenzó a temblar, a llorar. Y entre sollozos,
en un brusco movimiento, se me acercó para dejar caer su cabeza vencida
sobre mi pecho.
—¡Gracias, spasiva! ¡Spasiva, español!
—¡Pero, Katucha!, ¿gracias por qué?
—Yo vivir por ti, sólo porque tú querer.
Tan repentinamente como se había acercado a mí, se apartó. Y hurgando
con nerviosos ademanes en los bolsillos de la guerrera, comenzó a
entregarme cuanto en ellos había: marcos, rublos, cigarrillos, una estrella de
cinco puntas y hasta una lata de sardinas noruegas.
—¡Qué haces, Katucha!
—¡Lalo! —me llamaban.
—¡Tomar, tomar todo tú!
Al fin logré serenarla y la obligué a guardar sus obsequios. Sólo acepté,
como recuerdo de la noche única, la estrella roja. Y cuando, desoyendo las
ya imperiosas llamadas de mis amigos, la acompañé unos metros más, me
interesé por su vida. Me informó que de la isba del capitán la habían
conducido a Witka y de allí al Cuartel General donde quedó de intérprete.
—Me vestir y me alimentar como a cualquier oficial.
—Pero tú no sabías nada de castellano.
—No, yo lo he aprender aquí porque todo el día yo hablarlo. Mi novio
ser español. Pero yo hablar bien el alemán y el ruso.
—¿Tu novio? —me extrañé.
—Sí; ser novia de un alférez y creo que un día casarnos.
—Y él… ¿él sabe lo ocurrido?
Femenina, mujer; tan femenina y mujer como la que más, entornando
los ojos en un gesto mezcla de tristeza y picardía, contestó:
—No; no saber nada.
—Mejor; si no, creo que me fusilaría.
—¿Por qué? Tú no hacer nada malo.
—¿Te parece poco? ¡Casi te violé!
—Ser la guerra… Yo sacar a mi hermano capitán de un campo de
concentración en Polonia. Los alemanes no querer y mi novio arreglar
todo.
—¡Caray! Entonces ya no serás bolchevique, ¿eh?
Su expresión se obscureció súbitamente. Y haciendo con la mano un
vago movimiento, quiso decir que todo había acabado.
—¿Tú querer venir a casa mía a tomar té? Estar no lejos de aquí.
—¡No! —exclamé intentando sonreír—. Si me ve tu oficialillo, me
despedaza.
—Él no estar ahora.
—No, no puedo; gracias. Nos vamos ya para Leningrado.
Y mirándola a los ojos, acercándome aún más a ella, pregunté con
acento distinto:
—¿Querrías que lo… que lo de aquella noche se repitiese?
—Yo no saber.
—Pero ¡estás loca! ¿Te olvidas de que fue por la fuerza?
—No, no ser por fuerza. Cuando yo saber que tú no me matar…
—Pero había pasado apenas media hora desde que los tuyos murieron;
desde que te horrorizaste al verme entrar y… ¿aún dices que lo deseabas?
—Yo no decir eso; pero no ser por la fuerza… ¿Tú no querer venir a
tomar té a casa de mí?
—¡Lalo!
Por el medio de la carretera, Manuel, con el fusil en alto, corría hacia
mí.
—¡Ya voy! ¡Ya voy!
—Katucha, nos vamos. Me alegro de que hayas tenido suerte y a lo
mejor un día nos vemos por ahí.
Un silencio llegó por respuesta.
—Me gustaría saber de ti; si te casas y si eres feliz.
Queriendo ocultar tras una sonrisa el significado de mis palabras, un
poco entristecidas, añadí:
—En definitiva me siento un poco… no sé, un poco padre tuyo.
—Yo querer mirarte otra vez.
—Me voy muy lejos; quizá no volvamos a vernos jamás. Un día…
—¿Tú querer una fotografía mía? —me interrumpió.
—Si me la das…
Me entregó una pequeña cartulina. Cubiertos por la gorra militar, sus
cabellos caían simpáticos sobre los hombros. Lucía galones de oficial y su
expresión era la de mando, la de ingenuo mando.
—Estabas hecha un general, ¿eh? —comenté sonriendo.
—Me hacer en Moscú meses antes de la guerra estallar.
—Estás más bonita ahora, más mujer. Me gustas más.
—¡Lalo!
—¡Voy!
—Adiós, Katucha… Adiós.
—Esperar; yo te escribir un recuerdo
Con un lápiz de chata punta garabateó unas líneas que nunca pude
traducir. En un brusco ademán dejé en su boca un beso largo y rabioso.
Después, sin volver la cabeza, sin esperar una palabra de despedida,
comencé a correr hacia el tren.
—Adiós…
¡Maldita palabra!
Extraña impotencia, extraña colera.
¡Maldita, bendita guerra!
Cuando llegamos a las vías, Ricardo nos llamó desde un vagón.
Tendiéndome la mano para ayudarme a subir, me preguntó:
—¿Quién era esa «geisha»?
—La que hice prisionera —contesté sin interés—; ¿recuerdas cuando
mataron a Bienvenido?
—Era bonita, ¿eh? —opinó un desconocido.
—Y vista así parecía una mujer normal —añadió el catalán.
—¿Qué crees?, ¿que es un caballo?
•••
El tren corría velozmente por los caminos de Rusia. Echados en el suelo
del vagón, los soldados dormitaban. Pensaba en el encuentro de Grigorowo
porque lo ocurrido en aquellos minutos, parecía ahora, visto a la distancia
de muchos kilómetros, una mentira maravillosa. Y contradiciendo a Antón
que aseguraba que la mujer que mayor recuerdo deja, la más deseada, era
aquella que nunca se poseyó, me dije que no, que lo era aún más la que un
día fue nuestra y sabíamos que jamás lo volvería a ser; la verdaderamente
imposible.
Tan honda nostalgia sentí por algo indefinido, que hasta la esperanza de
mi probable encuentro con Tamara quedó en ella sumergida.
—¡Katucha! ¡Katucha!
Repitiendo aquel nombre, me quedé dormido.
Otros vivían pendientes de su indomable manera de ser… por eso
cantaban:
•••
•••
REGRESO DE TAMARA
Tamara no estaba.
Fue la misma señora que nos recibió en Vitebsk la que acudió a la puerta.
Pregunté por Malia y su contestación fue aún más vaga:
—Marchar a visitar sus padres.
Taciturno, me despedí de la rusa. Poco después, echado en la caja de un
camión de Artillería Divisionaria, regresaba a la unidad.
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Eran las últimas horas del amanecer cuando, acariciado por las luces del
norte, me puse en camino hacia Puschkin. La nieve caía pausada, silenciosa.
Todo callaba. Y pasando ante isbas sin vida; ante refugios donde se
hallaban escondidos los ateridos soldados del segundo escalón, me parecía
vivir la paz rusa.
En aquella misma carretera me recogió un camión de artillería alemana;
poco después llegábamos a la ciudad aún dormida. Puertas y ventanas
estaban cerradas, las gentes ocultas en la intimidad de la familia. Puschkin,
la Zarkoi Shelo de los Grandes Duques, era una hermosa y gran urbe. En
sus quietas calles se hallaban, también quietos, los carros de intendencia,
los tanques orillados en las cunetas y algún aislado cañón que, de paso
hacia el frente, allí se había detenido. La niebla, confundida con la nieve
que el aire sobresaltaba, cubría la visión más allá de los cien metros. Y de
cien en cien metros, fui recorriendo la larga arteria, luego una plaza, y la
bocacalle que en ella desembocaba. Allí estaba Tamara… Golpeé la recia
madera y segundos después la rusa abría sobre mi cabeza los rectángulos de
una ventana.
—¡Domovoi!
—¡Tamara!
Como si bajo mis sucias botas pasasen los escalones de un santuario,
ascendía lentamente. Llegué a un cuarto, que ya conocía, pero ahora
transformado. Unas manos jóvenes de mujer lo habían arreglado. Sencillos
muebles; cuadros que representaban extrañas alegorías de personas y
animales; jarrones pintados de cerezos y flores; visillos que el viento, al
pasar por la ventana aún abierta, hendía… Allí olía a hogar, allí olía a
familia y a bienestar. Todo era fresco, ordenado, limpio.
—¡Venir, Lalo!, ¡venir!
El lecho amplio, las sábanas inmaculadas; un cuerpo que bajo la blanca
combinación mostraba las formas de sus rosados senos y la mínima parte de
una pantorrilla. Su amplia cabellera, acariciando la alta almohada, orlaba un
rostro que parecía de virgen… ¡Silencio! Me había detenido ante el lecho
como ante una visión. No hablé, ella también calló y dejó morir su sonrisa.
Nuestros ojos se encontraron y con lentitud me senté sobre el borde de la
cama. La miraba, semejaba que sólo quería mirar a aquella muchacha que
parecía una diosa en un lecho de espuma. ¡Qué bella estaba!, ¡qué bella era!
En aquella ocasión creí ver cien vidas concentradas en sus mejillas, los cien
artistas necesarios para moldear aquel cuerpo que sólo se adivinaba. Era
una estatua, una estatua pensativa y suspensa, lánguidamente echada sobre
un mar de nieve.
—Estoy manchando las sábanas —me dije poniéndome en pie.
—¿Qué te pasar, Lalo? —me preguntó inquietante y mimosa—. ¿Por
qué no me besar?
—Tengo el capote… ¡estoy todo sucio! Si pudiese asearme un poco…
Además te veo tan hermosa, que me parece una profanación tocarte con
estas manos.
—Como tú querer, tonto —rió ya la moscovita—; la ducha se encontrar
al fondo para la izquierda.
—¿No está la señora?
—No —repuso con rapidez—; pero en un cajón de la madera con
espejo haber un pijama para ti.
—¿Un pijama? —exclamé en un golpe de celos.
—Lalo, yo te jurar que… ¡¿qué hacer tú, Lalo?!
—¡Levántate y búscalo!
Sumisa y temblando, corrió a la habitación contigua y ya de vuelta,
mirándome suplicante, murmuró:
—Tú mirar, mirar la etiqueta, estar todo nuevo.
Con bruscos tirones, rompí los bramantes del envoltorio… Sí, era
nuevo.
—Yo comprar para tú.
La miré con reconocimiento. Echándome los brazos al cuello, comenzó
a besarme con la ternura de la mujer dominada. Luego tomó los pantalones
de la prenda y poniendo cintura con cintura, los dejó colgar hasta los pies.
Aquella fina seda contrastaba de tal manera con el uniforme de barro y
sangre seca; con aquellas botas mías llenas de sucio hielo que componía un
espectáculo grotesco.
Entre risas infantiles, me fue entregando el jabón, la toalla, su cepillo de
dientes y… ¡colonia!
La caricia del agua limpia… Poco después me secaba. Y con la
impresión cíe penetrar en un misterio, luí entrando en el pijama. Descalzo,
me dirigí hacia el dormitorio de Tamara. Para que mi apariencia fuese aún
más ridícula, alcé los brazos.
Su risa sólo terminó cuando me senté, cuando me eché sobre ella,
cuando mi boca, en un impetuoso beso, arrancó de la suya un quejido.
Apareció su vientre desnudo; un seno rompió —¡de nuevo la sensación
antigua!— su débil prisión, y la humedad de mi ropa se juntó a la tibieza de
su cuerpo. Borrando el vacío de los tiempos pasados, todo venía con
familiaridad, con pasión ardiente.
Luego, abandonándome, cerré los ojos. Desperté porque sus dedos, en
un beso más dulce que el mismo beso, acariciaban mis labios. Y encontré
sus ojos mirándome de una manera extraña. ¿Amor?, ¿otra vez deseo?,
¿curiosidad?… ¡Quién podía saberlo!
Tal vez pudiese decirlo el acento de aquella voz que venía de muy lejos;
que musitaba como en un rezo humilde y profundo:
—Lalo, yo querer un hijo de tú, yo te querer, Lalo; yo no querer que tú
partir. Yo pensar siempre en ti cuando tú vencer y ser como amo en
Podberedje; cuando tú ser vencido como yo te conocer en Vitebsk o como
ser ahora, siempre yo te querer. Yo querer ser hasta vieja con tú.
—Vieja… ¿por qué hablas siempre de envejecer?
—Mi madre me enseñar que sólo luego se ser feliz, porque se llegar al
vacío brillante y a las Nueve Fuentes para luego ser loto o pájaro. Y luego
yo seguir queriendo a tú.
—Tamara, ¿de dónde sacas esas cosas?, ¿esas fuentes, esos espacios
brillantes?
—Mi mamuska escuchar esto y contar a mí.
—¿De dónde era tu madre?
—De muy lejos; mi padre ser ortodoxo. Él estar alegre y con pena si
saber que yo soy a tu lado.
—¿Con pena?
—Sí; yo amar a, tú y saber que un día tú ir con las gentes de tu raza.
—Las gentes de mi raza… —murmuré ensimismado—; sí, las gentes de
mi raza.
—Sí, Lalo; y yo creer que nosotros ser distintos y saber hacer verdad
del amor. ¿Tú creer?
—No te entiendo.
—Sí; no hacer una grotesca tragedia ni costumbre, porque ser espantoso
eso.
—Y ¿por qué piensas que nosotros no seríamos iguales a los demás?
—No, Lalo; tú ser distinto, tú ser extraño y tú hacerme a mí extraña.
—Tamara… —susurré con apagado acento.
—¿Qué, Lalo?
—Si supieras cómo te he recordado…
—Tú no saber lo que yo hacer para ser buena hacia tú, Lalo.
—¡Cuánto daría por creerte, Tamara!
—Yo nunca sin verdad hacia ti, Lalo; ¡yo te jurar por mi mamá que
murió!
La rusa dejó de acariciarme el cabello; su cuerpo fue deslizándose hasta
igualar mi cuerpo. Después, gimiendo de aquella manera tan dulce, siguió
corriéndose bajo de mí. Sentí sus pechos, ya libres, morir aplastados por mi
pecho, también desnudo; unas piernas que acariciaban mis piernas.
Una felicidad única y purísima, unos entrecortados sollozos que no eran
sollozos…
¡Vida fuerte y bella!
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LA GUERRA Y «ELLOS»
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Si te quieres casar
con las chicas de aquí…
Cantaban luego aquellos que, en la hora del caos último, pudieron llegar
a las líneas aliadas acurrucados en los ejes de los vagones o disfrazados de
comisarios políticos… Desde allí, con algún uniforme «prestado» por algún
desprevenido johnny o tory seguirían su accidentado viaje hasta la frontera
española.
Los Quijotes con ametralladora, ellos, los locos de la guerra. Luego
estaban los Matías, los valientes, sensatos y caballeros, los verdaderos
guerreros. Y entre ambos, sesteábamos los demás.
Capítulo XXVIII
SOLIDARIDAD
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Cantando y muriendo, terminaba el día. La noche avanzó y al filo de las
tres el fragor de unos combates que bruscamente estallaron a nuestros
costados, avivaron la esperanza. Las unidades situadas entre nosotros y los
regimientos alemanes 176 y 366 se lanzaban al asalto y, después de dos
horas de feroz lucha, desde las colinas que ocupábamos veíamos sus lentos
avances, llegaron a nuestra altura. El frente ya fue una línea continuada.
¡Qué suspiro de alivio el nuestro!
Los destrozados hombres de las patrullas que vinieron a enlazar con
nosotros, debieron de ver un espectáculo impresionante. Españoles que al
acabar el combate, agotados, cayeron junto a los muertos, porque sólo los
nervios los habían mantenido; los que, estupefactos vagaban por la nieve
recorriendo los cadáveres, tocándolos, a veces identificándolos con el breve
haz de una linterna; los sin piernas, sin brazos; los que gritaron porque
vieron la salvación acercarse para después, haciéndose un ovillo, parecer
indiferentes a ella. Y aquéllos sin juicio que aullaban como bestias; los que
no dejaban escapar un susurro de esperanza, las víctimas del despiadado
invierno ruso… todos deambulábamos por los bosques ya nuestros.
Los prisioneros, salvo los hombres del Batallón de la NKWD. que se
habían hecho matar, entregaron sus armas y comenzaron a ayudarnos en la
reconstrucción de los parapetos. Algunos, sin que tal vez pudiesen
establecer una clara diferencia entre sus dos prójimas situaciones, ya
disparaban contra los guerrilleros que aún ofrecían resistencia.
Eran seres simples, primitivos; seres que sabían que allá en sus taigas o
sus chatas, había una mujer esperando y unos hijos que pedían pan; que,
quizá matando a sus mismos compañeros, podrían vivir y volver junto a
ellos.
Infrahombres y humildes, los que poco antes acuchillaban, vagaban
pacíficos entre nosotros. Su orientalismo les hacía resignarse a todo.
¡Cuántas veces, por haber asesinado o cortado dedos que tenían anillos, los
había visto dejarse fusilar sin que nada, ni miedo, ni tristeza, sin que una
mínima emoción se pintase en sus rostros!
Robaban o mataban como simples que eran. Y como simples que eran,
morían.
Sí, aquellas estúpidas teorías de los «supra» y los «infra» tenían en
algunos casos razón de existir.
•••
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Pero allá toda calma acababa pronto. Apenas llevábamos unas horas de
descanso cuando un teniente preguntó quiénes querían marchar a cubrir —
ya que la séptima compañía prácticamente había desaparecido— los claros
de la sexta. Aquel «quién quiere» parecía un sarcasmo.
Nos pusimos en pie.
El frente dormitaba.
•••
Fue un día o dos después. Su número ya no importaba, como no
importaba el bombardeo que desde el amanecer machacaba nuestras
posiciones. Él trajo un Momento más. Como aquel día de Possad en que un
mortero mató a tres soldados, creí que había envejecido diez años. Los
«organillos» de Stalin concentraban su fuego contra el sector. El mundo era
sólo metralla, azufre y ruidos; el paisaje dantesco. Los escasos refugios y
las simples trincheras habían sido destruidos o cambiados de lugar. De ellas
surgían piernas, brazos, hombres deshechos que aún respiraban. Un bulto
emergía con parsimonia a mi izquierda. Allí estaba… allí debía estar… Era
un hombre cubierto de nieve y tierra que, apoyándose en los codos,
intentaba incorporarse. Durante unos segundos, con la cabeza caída, como
si buscase fuerzas para continuar, quedó inmóvil. Volvió a desplomarse,
volvió a apoyar su cuerpo sobre los codos. De uno de sus costados manaba
sangre y la nuca la tenía roja. Jadeaba tan espantosamente, que su pecho ora
se juntaba contra el blando terreno, ora se separaba hasta la altura de los
brazos doblados. Miraba a la izquierda, miraba al suelo y al cielo, como si
no comprendiese. Repté hacia él, allí estaba… Llegué hasta sus pies, lo cogí
de la bota; en un instintivo y salvaje esfuerzo, se fue unos metros más
adelante. El desgraciado, sin saber hacia dónde ni de qué, escapaba. Reptó
hasta un borde cavado por un obús y allí, con el vientre aplastado contra él,
se detuvo. Parecía una gigantesca lagartija. En su hombro, trozos de carne,
huesos y amplias manchas de sangre. Después se borró porque, en su
inconsciente huida de los infames paisajes, con aquel gesto, tremendo afán
de sobrevivir que le daba su savia joven, se arrastró hacia otro que bajo el
peso de un árbol se convulsionaba en la agonía; hacia aquel otro a quien un
cañonazo debió de lanzar sobre unos abetos, el que, balanceantes aún,
mostraban piernas y brazos que eran pingajos. Bajo él se detuvo aquel
hombre… Aquel hombre ¡era Manuel! ¡Manuel, que había muerto!
Allí estaba… allí debía estar.
No hice el menor ademán de auxiliarlo. Sentía un enloquecido terror
hacia algo que no era físico. Y poniéndome en pie, corrí junto a Matías y
Periquín.
Como otros que a su lado estaban medio enterrados en la nieve, como
todos, me miraron con sus ojos rojos.
—¡Murió!, ¡murió!… ¡Manolo!
No importaba. Era aquel momento el de la terrible absorción de nuestra
propia existencia.
Minutos después los rusos atacaron. La clásica muralla humana; la
lucha cuerpo a cuerpo y la pérdida de los reductos españoles «Laurita» y
«Bowlorosky»; el desesperado contraataque y luego, la victoria.
•••
Fuimos relevados por una unidad tudesca. Y a ella pudimos decirle que
no sólo habíamos cooperado a tapar la amplia brecha, sino que, por aquellas
onduladas laderas que mirando hacia Rabochi Posselok iban hasta las
orillas del lago Ladoga, logramos recuperar gran parte del terreno que ellos,
u otros alemanes, habían perdido.
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En una hora los moscovitas atacaron cuatro veces con una violencia
infernal; sus bombardeos parecían no tener fin. Y pese a sus organillos y su
formidable artillería, cuando la infantería hacía acto de presencia siempre
encontraba algunas ametralladoras, algún puñado de corazones que les
obligaban a retroceder.
Los oficiales habían desaparecido; el jefe del batallón se hallaba
gravemente herido. En las llanuras de Possalok se amontonaban tantos
cadáveres rusos, que la nieve era ya incapaz de cubrir.
Quedábamos veintiocho españoles…
Cayó prisionero, lo vimos suicidarse… Blanco fue en busca del
«Barbas», de Moreno, de Sandalio…
A Periquín, de nuevo desvanecido por una explosión, se lo llevaron
hacia la retaguardia.
Y los alemanes aún decían que con nuestros gritos y nuestras bayonetas
elevábamos su moral.
Pero debimos irnos.
Un camión nos recogió a todos y aún cabían algunos más.
Para venir necesitamos ¡veinte!
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Eran las cuatro cuando salí a la noche. La luna estaba alta y el cielo
dejaba ver multitud de estrellas. Todo en derredor era blanco y brillante. El
frente callaba. A lo lejos, en las sombras quietas, alguien cantaba:
Maite, yo sé que un día…
Otro saludaba a la claridad con el fuego de su ametralladora. Y todo
aquello parecía dicha. Era una extraña satisfacción, tal vez sólo el contraste
con lo vivido días antes, lo que me producía la sensación que mis piernas,
pese a las raquetas, se hundían en lo blanco y ver las procesiones de balas
luminosas que la Flak enemiga descargaba contra las posiciones españolas.
Sorbía el aire helado y en mis labios bailaba una copla. Mi mente,
jugueteando sin cesar, me repetía aquella noche: ¡Estoy en Rusia! ¡Soy un
soldado español en Rusia!
Cuando llegué al refugio, nadie me dio el alto, Recostado en la pared
del agujero, con el fusil entre las piernas y roncando beatíficamente, se
hallaba «Heliógrafo». Lo sacudí, dio un grito y se incorporó de un salto.
—¡Qué!, ¡qué!
—¡Si llego a ser un ruski, te hago fosfatina!
—Cómo me duelen la cara y las piernas…
—Si tardo un poco más, te encuentro congelado. ¿Cómo has podido
descuidarte?
«Heliógrafo» se fue. Saqué la pipa y, agazapándome, encendí el
chisquero de mecha. Después, procurando que las chispas no me delatasen,
escuchando las pistolas ametralladoras de los españoles que conseguían
formar la Media copita o Dónde vas con mantón de manila, me dispuse a la
guardia. Alguien, en las posiciones de enfrente, tocaba un acordeón y hasta
mí llegaban las voces de la nostálgica Katucha. Y traduciéndola, yo iba
siguiendo sus versos:
UN DÍA DE FRENTE
Eran las ocho de un día cualquiera de aquel invierno. Las sombras aún
penetraban en aquel agujero donde, amontonados, mezclados al barro y los
cien arroyuelos que discurrían por las paredes, llevábamos lo que parecían
años. Allí olvidábamos la tremenda fatiga del miedo, comíamos,
dormíamos, añorábamos. Armas, humo, sudor y apatía heroica, nos
acompañaban en nuestro hogar: la chabola. Allí limpiábamos los hierros de
matar, escribíamos a nuestras madres y afilábamos el coraje. Y entre
fotografías de mujeres desnudas, gritos de asustados delirios, juegos de
cartas y temblores de horror, seguíamos sumiéndonos en el más obscuro
embrutecimiento. Los rostros demacrados, en el cuello una piel larga y
colgante como si le faltase sostén; los ojos turbios, envejecidos; en los
pasamontañas, las orejas y la estepa, en la noche, los huesos y la vida…
hielo. Bajo aquel trozo de capote que enroscado en un trozo de obús,
producía mezquina luz y mucho humo, se movía una existencia hecha de
ataques, contraataques, amenazas, miedos, hambre y nostalgia. Allí, en
aquella simple cueva, y como malditos cumplidores del deber, nos
apiñábamos los héroes y los cobardes, los lúcidos y los trastornados por la
guerra; allí nacía la sed de vida normal, de escapar a otro mundo pacífico,
suave, sin emoción alguna. En sus helados rincones, o en las trincheras que
nos rodeaban, se podía morir de un metrallazo, de frío o simplemente de
pánico. A algunos se les iban poniendo los dientes y los labios negros; los
débiles se apagaban y, como los enfermos, se recostaban en las hostiles
paredes. Recordaban la madre, la patria, una canción. En común teníamos
un cerebro que parecía resquebrajarse. Aún dormidos, peleábamos, nos
acuchillaban y, asustando a nuestros camaradas, dejábamos escapar aullidos
que provocaban otros aullidos. Vacías latas de conserva, balas escapadas de
los peines, colillas, barro, hombres. En los silencios que parecían eternos,
sentíamos la convicción de que la vida no era sino una perpetua espera, una
infinita resignación. Cuando nos anunciaban un ataque o íbamos a dar un
golpe de mano, esperábamos. El resto era la espera de nada. También
aguardábamos a veces la llegada de una carta. Para muchos, sin embargo,
sería mejor que no viniese nunca. Sanz supo por un hermano que su mujer
tenía un amante y desde aquel día… fue el hombre más valiente del frente.
Murió un atardecer. Otros muchos no recordaban ya la muchacha que
dejaron en España, aquella que, mientras ellos peleaban como hombres, les
traicionó con alguien acostumbrado a la pobre conquista de la paz. López,
¿no estaba allí, a mi lado, rascándose los sobacos mientras silbaba una
marcha guerrera? Ya no escribía ni le escribían. Y aquello que un día juzgó
terrible, ahora comprendía que no era tan importante. Una mujer… ¡bah!
había tantas…
La mayoría teníamos mejor suerte, pero aquello apenas influía en la
vida de los parapetos. Callados, absortos, parecíamos sólo atentos a aquel
rítmico y desesperante chapoteo que a veces era lo único que poblaba la
chabola de sensación de vida.
Hasta físicamente nos habíamos igualado. La guerra, al que no mata lo
avejenta. Es tal vez el perpetuo y quizá inconsciente cavilar, el que machaca
el alma con arrugas que son eternas.
—¡Tú! Echa en ese maldito fuego un poco de pólvora.
La lumbre y el recuerdo de la vida se iluminaban. Se diría que al huir
las sombras, las penumbras de los hombres se trocasen en repentina
esperanza. Entonces hasta reconocíamos que los miedos, las sangres y los
fríos, no eran definitivos; que sólo suponían una etapa o un maldito sueño
del que tarde o temprano habríamos de despertar y escapar. Recuperábamos
la certeza de que en otros atardeceres el sniper no afilaba sus armas; que en
otros mundos las lágrimas se secaban con un pañuelo limpio o una sonrisa y
no con la lija de la resignación. Que había pájaros y flores que no
picoteaban ni se confundían con los cadáveres; que alguien, en aquellos
mismos momentos, escuchaba las simples palabras de un bolero o un fox,
que muchos seres del otro planeta acariciaban la mano virgen de la amiga.
Entonces nuestros rostros se tensaban; una extraña emoción, una extraña
esperanza… alguien ya cantaba. Nos evadíamos de la realidad de hombres
en guerra.
Luego jugábamos al siete y medio; contábamos chistes; poníamos en
tela de juicio todo lo humano y lo divino; comentábamos las delicias de
unos buenos muslos femeninos, una cerveza fresca y hasta «íbamos» al
cine.
Ésto lo hacíamos un minuto después de haber visto al camarada
destrozado por un obús o diezmado una compañía enemiga. Pero para ello,
para hacer aquello bajo el viejo cielo de la guerra, era necesario estar
saturado de… Sólo así aquel continuo y ya suave horror no sería tal, sino un
singular y extremo agotamiento espiritual que aún éramos capaces de
soportar.
Allí, pocas veces se hablaba de retorno. De morir, ni aún los recién
llegados. Aunque todos sabíamos que siempre había nueve gramos de
plomo, el peso de una bala, el precio de una vida, silbando a nuestro
alrededor, nunca aparecía esta posibilidad en nuestros labios. Una tácita
consigna lo prohibía. De vivir, tampoco hablábamos. Simplemente de
continuar. Y continuábamos. Por las noches, los chasquidos del hielo al
romperse, rompían los nervios de los centinelas. Y, en la chabola, eran los
delirios que nos hacían despertar en continuados espantos. Por el día la vida
era más amena, porque junto a los cadáveres que, tirados en la inmensa
heladera permanecían íntegros, hallábamos los pequeños y solitarios pinos
cubiertos de nieve que derramaban por la estepa un suave sueño, el sueño
de la melancolía navideña.
Hombres forjadores de las más crueles batallas, se volvían niños al
narrar recuerdos y pequeñeces que en aquel ambiente cobraban un
significado especial, de cuento maravilloso.
Luego comentaban el relevo de nuestro general por el nuevo jefe de la
División.
Cuando hablábamos de los permisos, los datos que usábamos no solían
ser muy fidedignos:
Periquín decía que había oído decir al ordenanza del capitán que le
había dicho el sargento de la Plana Mayor que el telefonista le había
contado que, en una conversación que sostuvo el comandante con el
coronel, éste le había dicho que pronto íbamos a entrar en calor… «Clarito,
¿verdad?».
—Sí. Lo que quiere decir es que nos harán correr hasta las orillas del
Ladoga —interpretó hosco Rago—. A ese Schlüsselburg que va a arder por
los cuatro costados.
Aquello debió recordarle algo al exnovicio, que propuso celebrar una
carrera más de piojos o de ratas.
Las primeras eran aburridas porque los animalitos apenas se movían. A
las ratas les atábamos al rabo un peso del que debían tirar con energía. Esto
se le había ocurrido a Fredy, porque en Vasconia existía un espectáculo
parecido, sólo que con bueyes y piedras enormes. Gritándolas, asustándolas,
les hacíamos avanzar a lo largo de la pista hecha con cajas de municiones,
últimamente el «Derby» era bastante reñido porque «Shakespeare» había
sido unos días antes enterrado junto a su dueño y «Mademoiselle» logró
escapar en uno de los momentos de pelea.
Ahora el favorito era «Rómulo», el «compañero» piojo del valenciano
López y «Catalina», propiedad mía.
Ya estaba extendida sobre la lona la hilera de pólvora, que era punto de
partida. Periquín rogó formalidad. En cierta ocasión hubo un gracioso que
acercó una cerilla a la línea y achicharró a los mejores «craks».
Los competidores iban tomando posiciones. Ratas o piojos estaban
listos y las apuestas comenzaban:
—¡Cien marcos por «Stalin»!
—¡Ciento cincuenta!
—¡Cómo están subiendo las acciones del «Bigotes»! —exclamaba el
aragonés frotándose las manos con fruición.
—¡Y las de Goering!
—No tanto; se está poniendo un poco gordo.
Los bichos tenía todos nombres importantes. Había uno que se llamaba
igual que el coronel y otro como el Führer. Hernán Cortés y Marx no
estaban ausentes en el recuerdo.
La carrera comenzaba —apenas unos milímetros, que a veces ni se
dignaban cubrir, o un par de metros para los roedores—. Los gritos de rabia
o satisfacción surgían pronto, porque la codicia estaba allí tan bien
representada como en el mejor hipódromo.
—¡Dale, «Stalin»!
—¡Ánimo, «Rómulo», que es tuyo!
El furioso fragor de morteros y ametralladoras se filtraba en la chabola.
Rojo, un recién llegado a Rusia, levantaba un instante la cabeza y se
preguntaba en voz alta:
—¿Qué pasará?
—¡Déjalos que se maten! —respondía «Heliógrafo» con indiferencia.
El centinela entraba. Como novato que también era, comunicaba con
emocionada voz que estaban atacando la posición vecina y que se oía
quejarse a uno de los nuestros que había quedado herido fuera de nuestras
trincheras.
—¡Vete disparando, que ahora vamos! —le recomendaba alguien.
—¡Dale «Catalina»!
Aquellos piojos y asquerosas ratas, en vez de suponer una tragedia, eran
un entretenimiento para nosotros, viejos soldados de trincheras.
•••
Nuestra vida de frente. Un día más de guerra que podía comenzar a las
ocho, al regreso de mi última guardia. Mis camaradas dormían o, en el tono
confidencial o tétrico de las chabolas, hablaban de la difícil lucha en la paz,
y los años perdidos en la guerra. Oyéndolos, mirando al calendario torcido
y detenido en un año o un mes ya pasado; mirando la cruz que sobre uno de
sus cuadrados marcaría la onomástica de una mujer que en España esperaba
o la fecha en que cayó un compañero, murmuré meditabundo:
—¿Cuántos años tendré yo?
—¿Por qué dices eso? —quiso saber Matías.
—No sé; estoy viendo ese almanaque y se me ha ocurrido, ¡es curioso!
La edad que tengo, la que marca mi partida de nacimiento… quiero decir,
¿cuántos años-verdad tendré yo?
—No entiendo.
—Cuando la vida es normal, sabemos que, tanto física como
espiritualmente, el año sexto precede al séptimo y que detrás del quince
viene el dieciséis, ¿no es así? Pero en mi existencia, en la vida de todos
nosotros, ¿tú crees que es posible que yo tenga dieciocho años? Y ¿por qué
no treinta o cincuenta?
—A lo mejor tienes varios centenares y pico, como Matusalén —opinó
el exnovicio.
—En definitiva, ¿qué es un año? —seguí sin hacer caso de la
interrupción—. ¿Una rígida sucesión de doce meses, sin que importe que
éstos se llenen de costumbre y de fastidiosos y repetidos actos o que los
vivamos preñados de miedo, hambre, muertes y fríos? Estos minutos
empapados de angustiosa emoción; el horror que conocemos casi todos los
días; el sentir que la muerte ronda o el poseer una mujer cuando el mundo
está estremeciéndose; el haber visto miles de agonías, miles de hombres
revolcándose como perros en la nieve o el barro y entristecernos con
nostalgias que podían tener otros nombres… ¿No crees que, con la
intensidad de estos instantes, se puede llenar una vida entera?
—Eso es verdad —dijo el aragonés, ahora interesado—; aquí en una
semana se vive más que en mil años rascándose la barriga en una ciudad de
la retaguardia.
—Yo me pregunto a veces si esta profundidad que la guerra me obligó a
adquirir llegaría a reuniría durante toda una plácida existencia. ¿Es un
pedazo de vida o cien vidas juntas? ¡Un viejo! ¿Qué es lo que me podría
enseñar un viejo? ¿Sensatez, astucia? ¿Esa resignación tan borreguil que es
necesaria para estar en una oficina o ser dependiente de una tienda? ¡Yo
podría enseñarle a matar!
—El chaval está patético, ¿verdad? —murmuró Juan con ironía.
—Por ejemplo, cuando en Possad los obuses me lanzaron por los aires,
cuando poseí a Katucha o huía de Bolchoi Utchenja; cada vez que
advertimos que la muerte se detuvo o pasó a un milímetro de nosotros,
¿cuánto tiempo transcurre, cuántos años pasan? Creedme que me siento
otro, me siento viejo y por eso a veces me pregunto, ¿cuántos años tendré
yo?
—¡Mira que si de pronto te reconocieras en estado fetal! —prorrumpió
estúpidamente Currito.
—Yo creo…
El centinela, asomando la cabeza, cortó la nueva broma de Juan.
—¡Está otra vez quejándose!
Matías se puso en pie. Lo seguí y, ya en el exterior, oyendo los lamentos
del desgraciado, me puse a orinar. Los sanitarios, unos centenares de metros
más atrás, cumplían su aburrida tarea. Agarraban una extremidad humana
que sobresalía entre la nieve y tiraban de ella. El cadáver llegaba a la
superficie, lo tomaban de pies y brazos y lo conducían un poco más allá,
donde estaba formándose la tétrica pila. Fumaban, y de vez en cuando
debían gastarse alguna broma, porque, dejando caer el muerto, corrían hasta
que, alcanzado el que huyó, era arrojado al suelo y su cara restregada con
hielo. Me cansé de mirarlos, y posando mis ojos en el suelo intenté calcular
el volumen de lo desalojado. Cuanto mayor era el charquito, más contento
me ponía. Y esto solía ocurrir a otros, a muchos, porque en la guerra todo se
había reducido a la máxima simplicidad, a lo estúpido, a lo infantil.
Los monstruos-niños.
Era la contrapartida del horror.
Me acerqué a Matías, que con los prismáticos intentaba localizar al
herido, y murmuré:
—Si pudiésemos ir por él…
—Esta noche lo intentaremos otra vez; ¿de acuerdo, chaval?
Dirigiéndome al exnovicio, le pregunté:
—¿Vienes Periquín?
—¿Mi?
—¿Tienes miedo?
—¿Yo?… ¡Estás loco!, ¡apúntame para la «operación»!
Con la música de una copla azteca, comenzó a cantar a voz en cuello:
Y somos los tres caballeros
que vamos y vamos
corriendo al infiernoooooo.
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Formaré
junto a mis compañeros
que hacen guardia,
sobre los luceros…
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Eran las 11. Subiéndome el cuello del capote, salí a relevar a Currito. A
lo lejos, el resplandor de algunas aldeas incendiadas pintaba el horizonte y
la noche de tinte rojizo y melancolía. Iba hacia el centro de la «tierra de
nadie» hasta donde, para espiar también, el enemigo extendía sus guardias.
Frente a frente, separados apenas por una docena de metros, estaban los
centinelas de dos ejércitos.
Pero no nos veíamos, apenas nos sentíamos. Y, como si hubiésemos
jurado paz entre nosotros, casi nunca disparábamos.
Si éramos dos desgraciados perdidos en la helada intimidad, ¿qué otra
cosa podíamos hacer que respetar nuestras vidas?
—Currito, Curro…
El pobre andaluz se había dormido. La nieve lo cubría casi por
completo. Con la intención de darle un susto, lo zarandeé bruscamente.
Currito estaba dormido. Quería despertar a aquel pobre muchacho para que
se fuese a calentar con la tibieza animal de sus compañeros de chabola.
Pero Curro tenía un sueño muy pesado. Siempre le ocurría igual. Lo moví
con mayor violencia. Currito seguía durmiendo. Me arrastré hasta ponerme
frente a él y metiendo la linterna entre mis ropas, la encendí y lancé un
relámpago. Currito me sonreía.
El granadino tenía la expresión del que se siente tranquilo, del que es
dichoso; Currito estaba muerto.
Tomando la cuerda que el escucha tenía atada a la bota, tiré de ella. Era
todo lo que podía hacer por aquel pobre muchacho de veinte años.
Pasaron unos minutos en los que, con la íntima proximidad del cadáver,
vigilaba las sombras que vagaban en la «tierra muerta».
Semejábamos dos fantasmas abatidos. El frente estaba tranquilo; sólo la
noche, que parecía gozar recogiendo los ruidos que por el mundo andaban
errantes, emitía cuchicheos preñados de aprensiones, de temor y falsas
imágenes. Por eso, la tensión del centinela estaba siempre al máximo. Sabía
hacía tiempo, sin embargo, que en ella habría de sentir mil espíritus que me
acuciaban, mil… Era normal… ya estaba acostumbrado. Como a «ver»
ruidos, a descifrar rumores que nadie ni nada produjo. Formas sin número,
y como impulsadas por músicas malditas, danzaban en mi cerebro, en mis
pupilas. Sentía ya la proximidad de hombres que miraban, me buscaban y
que, envueltos en las sombras y el viento, podían en el instante que sin
esperar siempre esperábamos, terminar conmigo. ¡Tantos habían sido
matados así! Minutos después compañías enteras vestidas de blanco y
envueltas en el más horrible silencio; oiría la nieve crujir bajo el peso de
mil botas y no podía ser espejismo o miedo. Lo vería, lo oiría nítidamente.
Luego todo se esfumaba, se hacía niebla. Era un mundo creado por los
parpadeos del suave y repetido terror.
La noche que tenía granos, que eructaba. Y en sus eructos sin forma, en
sus granos, una sombra.
—Lalo…
—¡Aquí!
—Lalo…
—Estoy aquí.
Arrastrándose, el bulto se acercó por mi espalda.
—¿Qué pasa? —preguntó Rago, sin interés.
—Está muerto.
—¡Maldita sea!
—¡Llévatelo! ¿Te ayudo?
—Helado, ¿no?
—Sí, debió de quedarse dormido.
—¡Este bobo!
El legionario, agarrando el cadáver por los pies, comenzó a arrastrarlo
en dirección a la chabola. Atento a la bota y su cuerda, yo continué la
vigilancia.
Minutos después me había olvidado del desgraciado andaluz. Mil
acechanzas espiaban mi cuerpo, mil más tenía escondidas en el alma para
que un hombre que murió de frío pudiese distraerme más que contados
instantes. En aquellos momentos no existía nada capaz de alejarme del
recuerdo que ahora, en la soledad, volvía. Matías, el hombre que
enseñándome el abecedario del matar, como un ser blanco o maldito, me
llevó por los canales donde discurría el miedo, el hambre, la desesperación
y la peste asolando naciones enteras, había muerto. Mi padre de lucha. Fue
él, fue él quien me marcó las rutas del arrojo y del desprendimiento; él me
enseñó la noche y la luna bajo la extraña máscara que en los frentes
adquirían y quien me dijo que a los amaneceres había que adorarlos, porque
en ellos se movía la muerte. De la mano me condujo a los parajes donde en
un instante un hombre se transformaba en un monstruo o en nada; me
explicó la cadencia de un bombardeo de artillería; cómo pasar su cortina de
fuego; cómo destruir un tanque y curar las carnes desgarradas de un
camarada. Matías, el que me adiestró para combatir con cólera y supo
infundirme valor para fumar combatiendo, me dijo que aún buscando su
destrucción, había que honrar al enemigo. Me ayudó a matar las
aprensiones, los miedos, me enseñó a descubrir al adversario invisible y
callado. Así, mi padre de la guerra me había salvado tantas veces la vida
que ya había olvidado su número. Fue viéndolo a él como perdí la ingenua
bravata del bisoño; como, de una manera lógica fui adquiriendo la dura y
sensata expresión de los viejos guerreros. Ahora recordaba que aquel
hombre se había negado siempre a llevar a sus amigos en grupo a las
grandes orgías de sangre; ahora comprendía que mis camaradas habían ido
cayendo como filtrados por el «cuentagotas de la muerte» cuando los
demás, secciones enteras que un día después de su llegada eran retiradas
con la mitad de sus efectivos, murieron en masa.
Con qué esmero elegía entonces Matías a sus hombres…
Matías me enseñó la única y verídica honradez; me dijo que aun
aquellos que, llevados por su primitivismo o equivocación querían
matarnos, debían ser respetados; que aquellos que sostenían diferentes
ideas, si era en noble lucha, debían ser saludados, porque un hombre que
por principios corre valientemente al combate era eso: un hombre.
—Señor, Señor; Matías ha muerto.
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La vida aquí
acaso perderé;
de cuanto sufrí
ni un recuerdo dejaré…
Me había olvidado de Matías porque la guerra así lo ordenaba. Pero
inexplicablemente, aquellos versos suaves y tristes me volvieron al
recuerdo. Y recé. Mientras los demás cantaban, yo rezaba. Creo que oré
hasta el amanecer y que los «Padrenuestros» y las «Avemarías» se
sucedieron sin pausa en mis cansados labios. Y cuando terminaron su
melodía y yo también la de mi última plegaria, una duda me asaltó: ¿qué
hora sería?, ¿las ocho?, ¿de qué día?, ¿de qué mes? Sí, tendría que ser allá,
por el frío de enero; ¿sería miércoles?, ¿sería lunes?, ¿domingo?, ¿qué era
aquello de domingo?
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GUERRA
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«Querida madre:
»Una vez más se han ido, vuelven los malditos aviones. Llevamos dos días acechando,
matando y haciéndonos matar; dos días sin lavarnos, sin comer, sin dormir. Llevamos dos
días perdidos entre caras hundidas, bocas de barro, de baba y orgías de fuego, de miedo y de
frío. Treinta grados bajo cero, mamá, y… anoche, si te dijese lo que pasó anoche. ¿Sabes lo
que significa oír, minuto a minuto, a nuestros amigos gritar en el último momento como
demonios o, retornando a la niñez, pronunciar las mismas palabras que cuando,
atemorizados, se refugiaban en las faldas de su madre? Si ellas pudiesen verlos,
enloquecerían. Agotados, destrozados como jamás lograrás imaginar… No, mamá; más,
mucho más, ¡es horrible! Pero hay que seguir y defenderse, hay que matar, porque éste es
nuestro oficio. ¿Comprendes? ¡Mi oficio es matar! Puedo morir dentro de unos minutos,
mamá, en uno cualquiera de estos instantes y tengo miedo. ¡Si supieras lo que es sentir
miedo en la guerra y tener que seguir en ella! Somos libres y él nos hace esclavos, porque no
podemos escapar de su tremenda tiranía. A veces, el miedo se hace valor y vamos
enloquecidos a la lucha; otras, retrocedemos como horrorizadas ovejas. Pero siempre
tenemos que ser hombres, y no llorar y ganar condecoraciones de guerra. ¿Comprendes lo
que es esto?, ¿lo que supone el múltiple bramido de mil obuses y bombas que nos levantan,
nos dejan sordos, ciegos, nos destrozan y vuelven locos?
»Es horrible, mamá… A veces oímos voces extrañas que resuenan en nuestra alma. Es
como una angustiosa llamada a la mística o a la blasfemia. Y entonces rogamos, suspiramos
o maldecimos. Todo ello en una semiinconsciencia que apenas nos deja descifrar el terrible
momento que atravesamos. Son voces que nos mienten ideas descabelladas, presentimientos
que no podemos traducir, porque a veces van más allá de la muerte. ¡Y esto es lo que nos
atemoriza más en nuestra vida de asesinos inconscientes! Nuestra esperanza se ha limitado a
huir como cobardes o pelear como héroes; a masticar un trozo de pan y a tomar una sopa
sobre la cual aún flota la gota roja del cocinero o de quien condujo la troica. Hay momentos
en que aún nos creemos seres humanos y hablamos, razonamos como tales. Y un crujido, un
solo grito de alarma, nos convierte en temblorosas bestias. Queremos rezar y pedir. Luego
nos preguntamos a quién y qué. ¿Que nos conserven la vida? Al principio, cuando nos
cambiábamos de un agujero donde poco después una granada mataba a otros, mirábamos al
cielo y agradecíamos. Es el “detente”, son las oraciones, decíamos. Luego veíamos que los
que también creían y rezaban eran como los blasfemos, pasto de las ratas. Entonces, aquello,
Dios, providencia o destino, lo llamamos predestinación terrenal. Libertinos y piadosos
sufren idénticos sinos. Y ante los ojos de nosotros, soldados de guerra, aparece una sola
diosa a la que sin distinción ahora adoramos. Se llama Casualidad, y Ella, todo lo que no sea
Ella, no tiene eco.
»Mamá, me siento transformado hasta el fondo de mi alma; estoy llorando. Y lo hago sin
lágrimas para que mis sollozos sean más terribles. Creo que voy a morir si antes no me
vuelvo loco. Estoy conociendo una vida en que todo es verdadero, crudo, horrible.
Dormimos con los ojos abiertos, estamos increíblemente embrutecidos. En la más simple
monotonía matamos y enterramos. A los hombres, a veces, los sepultamos en un agujero,
otras, reunimos sus pedazos dispersos, la mitad, y también ponemos una cruz. Después
vienen los obuses y, con el símbolo, remueven el cadáver. A muchos no los podemos
rescatar, desaparecen y se pierde su identidad. En sus casas seguirán creyendo por mucho
tiempo que aún viven. A los rusos les tapamos con paladas de nieve porque mueren a
millares. Al día siguiente les vemos de nuevo en la superficie. ¿Dónde estamos?, nos
preguntamos a veces, ¿qué país es éste tan machacado, tan blanco, este suelo lleno de seres
que se arrastran o cuelgan de los árboles como espantosos frutos? ¿Quiénes son esas
figurillas lentas y borrosas que se agachan y buscan? ¿Estos hombres de la pala que abren
trincheras y recogen trozos que antes fueron soldados? ¿Quiénes son, mamá? ¿Humanos,
fantasmas, bestias? ¿Dónde hay un rostro con expresión normal, una palabra que refleje un
sentir digno, noble; algo distinto a este vocabulario de azufre, escucha, ataque, alambradas,
“organillos”, aviones? ¿Una aldea en la que sus habitantes se acuesten pacíficos a la llegada
de la noche, un caballo are en el campo y una niña sonría? ¿Dónde hay paisajes en los que
crezca una brizna de hierba y nazca una flor, el aire sea respirable y los sueños lúcidos?
¿Dónde hay algo que sea capaz de hacernos olvidar esta refinada matanza; esta inacabable
angustia, este olor a putrefacción, a sudor seco, a pólvora, a piojos, hambre y ratas? Esta
espantosa miseria moral. ¿Algo, infierno o gloria, pero distinto, donde no tengamos que
buscar la felicidad en un tosco agujero, en una brasa o una hora de descanso como los
hombres la buscan en Dios o en una mujer? ¿Dónde hay otro mundo, otra esperanza que la
de caer herido en un día de calma o perecer sin que tengan que quemarnos para arrancarnos
de las garras del hielo?
»Mamá, estamos retrocediendo. Y algunos dicen que vamos a perder la guerra porque en
el sur, en Stalingrado, ya la hemos perdido. En ella hemos puesto todo nuestro ideal, nuestra
juventud, nuestra esperanza de un mundo mejor. ¿Sabes lo que representa esto para nosotros,
para nuestros muertos y, sobre todo, para los mutilados que habrán de vivir la angustia de su
fracaso único?
»No, eso no queremos pensarlo; eso parecemos ignorarlo todos. Y así seguimos.
Mordemos y nos muerden. Ésta es la imagen más fiel de lo que hacemos cuando
combatimos. No existe posibilidad de otra cosa que no sea luchar y matar. Parecemos,
¡somos!, sacos terreros ante un dique que ruge, se desborda, aniquila. Disparamos con
ademán monótono, parecemos aburridos y estamos tronchando centenares de vidas humanas.
Cuando alguno de nosotros cae, le dirigimos una mirada seca y lo olvidamos. No pensamos
en nada. ¡Disparar! ¡Disparar! ¡Fuego! ¡Fuego!
»No me esperes, mamá; serán tan pocos los que regresen…».
«Querida mamá:
»He recibido tu carta en la que me dices que estás preocupada por mí. Si te asegurase
que hace más de tres meses que no oigo un tiro…
»Tampoco tienes que pensar que me he hecho un perdido andando solo por el mundo. No
he bebido más que un par de copas y apenas fumo».
Así, mi madre seguiría zurciendo calcetines junto al fuego sin que la
angustia la hiciese enloquecer. Porque… ¿cómo podría ser de otra manera?
¿No nos mentíamos nosotros mismos? ¿No nos autoengañábamos o
aturdíamos cantando cuando la vida así bramaba? ¿No estaba yo viendo a
hombres agotados y heridos caídos sobre los hombres agotados, gastando
sus pocas energías en…?
Si oyes rugir
allá en el mar,
nadie se atreve a salir
¡de aquí!
con este temporal…
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En una estrecha zanja de las tantas que formaban las avanzadillas del
Trincherón, estábamos refugiados Sandalio, Periquín, un desconocido y yo.
Un tanque, corriendo paralelo a la línea del frente, pasó a nuestro lado. Tras
él quedó Alejandro, el José de Leningrado, tapando con nieve el cuerpo de
su padre. Luego, y como presa de un repentino ataque de locura, a pecho
descubierto, se lanzó contra los moscovitas agazapados entre las malezas de
enfrente. Cien metros más adelante se desplomaba; cien metros arriba los
ataques en picado de los cazas rusos… ¡Ayyyy!…
•••
•••
El ala derecha del dispositivo español había sido rota; los tanques rusos
entraron en Krasny-Bor y al este, acercándose ya a Miskino, amenazaban
Sablino, en torno al cual ahora giraba la situación militar de todo el XLIV
Cuerpo de Ejército. Los casos de abnegación y sacrificio seguían
produciéndose como siempre se produjeron en la historia nuestra. Un
capitán dio orden a la artillería de disparar sobre su propia posición en
trance de caer en manos del enemigo. Un hombre, al que horas antes habían
cortado una pierna, destruyó un tanque que logró entrar hasta el hospital de
Krasny-Bor y aplastar a los heridos amontonados en el suelo, a la entrada.
Un teniente y un soldado, sabiendo que en aquello les iba la vida, se
fingieron muertos hasta que una compañía íntegra los dejó a sus espaldas.
Sus dos ametralladoras estuvieron disparando a quemarropa hasta que
cayeron deshechos junto a los hierros que abatieron un centenar de
hombres. Un asistente quedó junto a su oficial herido y, con la pistola
ametralladora y su sentido de la fidelidad, mantuvo a raya, y después
destruyó, dos pelotones enemigos que venían a rematarlo. También
contaban… también vimos…
Aquella penetración que dejó Krasny-Bor y el sector del Ferrocarril de
Octubre, ahora sumidos en un silencio más tenebroso que el mismo rumor
del combate, en manos del enemigo, nos había desbordado. Debíamos
poner nuestra línea a la altura del resto de los batallones.
Envueltos en las sombras, nos preparamos a evacuar las enormes y
vitales defensas llamadas el «Trincherón».
Primero los exploradores, los heridos; después los agotados…
En mantas, en trineos, apoyados en un hombro o evacuados sobre los
hombros por sus camaradas…
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EL COLOR DE LA ANGUSTIA
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¿Cuánto tiempo pasó? Desperté porque alguien me movía. Una mancha,
con sus manos sujetando mi muñeca, me quitaba la chapa…
—No… no… ¡no estoy muerto!
Las sombras se alumbraron entre ellas; entonces las vi creciendo,
subiendo; los árboles crecían, subían más… más…; todo se tambaleaba en
una danza monstruosa para detenerse de golpe, para reanudar su
desequilibrada y silenciosa orgía. Los labios de las sombras se movían
como si estuviesen hablando; no decían nada; los labios de las sombras se
acercaron, querían besar mis labios, se acercaban más y más… pero yo me
iba, yo volaba, volaba.
Era todo tan sencillo…
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«Querido amigo:
»Créeme que es un momento difícil éste en que te digo que me marcho. Nunca pienses
que es una traición, te lo pido por lo que más quieras. Me voy con los míos que luchan a
muchos kilómetros de aquí, pero algún día quizá nos encontremos de nuevo. Habéis perdido
la histórica ocasión, porque la guerra está perdida. Tú seguirás diciendo que quizá no, porque
el soldado sólo ve un cachito de frente y la situación general se le escapa. Pero es así, Lalo.
Yo seguiré luchando y vosotros os iréis y cuando la tercera oportunidad llegue, si vienes, me
encontrarás. Entonces ya todo será diferente, porque creo que los occidentales sabrán
aprovechar la lección. Los alemanes reconocerán que todo no es organizar ni hacer números,
firmar papeles y ahorcar partisanos, a muchos de los cuales los empujaron a serlo.
Reconocerán que es necesario poner un poco de alma y comprensión en todas las empresas,
aunque éstas sean tan salvajes como la guerra. No olvides jamás que la guerra la habéis
perdido porque vosotros quisisteis perderla: porque provocásteis la evolución psicológica de
ciento ochenta millones de rusos. Ahora os toca llorar. Yo sé que tú piensas aún en la
victoria; que pensarás hasta el último día, porque el ideal es ciego. Pero ya estáis derrotados.
Los norteamericanos os atacan por la espalda; los rusos, reorganizados y con moral de
triunfo, por él frente. Tarde o temprano os iréis o moriréis aquí todos.
»Marcho a refugiarme en los bosques, a seguir peleando hasta el triunfo que un día
vendrá. Tú te irás, colgarás el arma. Pero yo no lo podré hacer hasta la victoria. No sé si
llegará ni cuándo será, no me importa. He consagrado mi vida a ello. Créeme que si hubiese
existido la mínima posibilidad de convencerte, me hubiese gustado llevarte conmigo…».
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•••
Aquella noche apenas pude pegar los ojos. Mi madre decía que me sabía
bien y alejado del frente. Suspirando con amargura, cerré su carta y abrí la
de Ambrosio. Éste contaba su nostalgia por los camaradas dejados en Rusia
que le había impulsado, en compañía de ciento sesenta y cinco más, que
formaban uno de los grupos, a retornar a la guerra; me hablaba de su pena
al comprobar que todos sus amigos, muertos o heridos, se hallaban
ausentes. Luego pasaba a hablar de Kolka. Sus líneas destilaban rabia,
desilusión y amistad. Hablaba de él y de ella…
«Se fue la misma noche de mi llegada y te dejó unas líneas que te
mando por tu Tamarita. ¡Chico, qué guapa está! Esta muchacha parece que
te quiere mucho, vino y…»
Esperando lo que el llamaba la Tercera Oportunidad, Kolka se había
ido. Mis nuevos amigos y Ambrosio estaban en las trincheras. Aquellas
primeras horas de sombras, como si la presencia de la rusa me hubiese
devuelto repentinamente a la guerra, las pasé viviéndola de nuevo. El
sargento estaría en aquellas horas nombrando las guardias; en aquellas
horas el centinela saldría a la obscuridad y miraría hacia las ruinas de
enfrente, hacia los parapetos enemigos, porque desde allí mataban. Me
parecía ver a Irusta, a Rago o al carpintero, deslizándose sobre la zanja de
evacuación, sortear los puestos de minas y acurrucarse en el agujero. Sobre
ellos estallarían las bengalas, pero no les prestarían atención. Como no se la
prestarían a los espaciados obuses o al canto múltiple y a veces nostálgico
de las ametralladoras. Encenderían un cigarrillo y esperarían.
No, en aquellos días el frente debía estar bramando sin pausa.
•••
Sí, era leal. Kolka se había ido desilusionado de las prácticas alemanas
y de la humillación que éstos inflingían a su pueblo, a un pueblo que él
amaba como el más patriota de los rusos.
Kolka se había ido para siempre en espera de la Tercera Oportunidad.
•••
Cinco semanas habían pasado desde la visita de Tamara. Ya con paso
firme, me dirigía al Front-Samenestelle. Me sentía bien. En aquel tiempo
mis heridas y la congelación habían perdido hasta el menor trazo de su
amenaza. Aunque a veces cojeaba un poco, sabía que aquello terminaría por
desaparecer. Optimista en todo y por todo, aquella mañana soleada de
últimos de mayo recorría las medio destruidas calles de Luga en busca de
formalizar mi pasaporte de soldado y preguntar el horario de trenes. La
guerra se anunciaba ciento treinta kilómetros más allá y en aquella ocasión
la recordé como a una vieja amiga a la que, sin el enfermizo sentimiento de
mi día de Riga, me gustaría volver a encontrar. Ahora —estaba llegando el
verano— la hallaría vestida de fiesta y en ella, a mi amigo Ambrosio y mi
amiga Tamara. Los encontraría junto al sol y las interminables noches
blancas de San Petersburgo; en el frente, junto al Neva y los canales que la
atravesaban en diez direcciones, vivo recuerdo de Venecia. Habrían llegado
ya las mariposas y los mosquitos; las rosas ya estarían despuntando y en los
pueblos de los alrededores volvería a reinar la sostenida alegría que conocí
en el pasado otoño. Los cadáveres servirían de pasto a las ratas y los
pájaros. Pero eso no importaba en aquellos momentos. Regresaba al frente,
pudiendo hacerlo a la patria. Otros habían tenido un mes o dos de licencia y
también volvían. Mi prolongada convalecencia la juzgaba un permiso y en
él mis heridas físicas y morales restañadas. Sí… de mi espíritu, de mi ánimo
había desaparecido la morbosa añoranza de los tiempos de Riga. La
nostalgia que me arrastraba allí donde mi vida parecía haber comenzado,
seguía siendo nostalgia. Pero ahora pura, simple; ahora era la añoranza de
un soldado sano y en perfecto uso de todas sus facultades. Yo retornaba
porque quería retornar y en la forma por mí elegida. En la División aún
había tres mil veteranos de los primeros tiempos, cuya mayoría continuaba
porque así lo deseaban. Y ello, sin contar los «Ambrosios» que se alistaron
por segunda vez, los cuales pasaban de quinientos. Éramos hombres libres,
una reunión de hombres libres que fuimos a la lucha porque quisimos ir. Y
que en ella seguíamos por propia voluntad. Tal vez lo principal, aquel ideal
que a ella nos llevó, se había diluido un tanto y ahora, ya ganados —para
bien o para mal— por la guerra, seguíamos a ella aferrados.
Nos habíamos convertido en seres amantes de los espacios libres, de las
lluvias, los vientos y el peligro. Y por la emoción única de Jugar con la
muerte a la que habíamos perdido parte del respeto.
Iba contento hacia el Front-Samenestelle.
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La guerra iba pasando. Tamara venía en mi busca mil veces, mil veces
exponía por ello la vida. Combates horribles, pausas de hechizo; besos,
promesas, juramentos, posesiones únicas. Explosiones, hambres, miedos,
caricias. Los ataques, los muertos, los sueños, la guerra y la vida seguían
pasando.
•••
Eran las doce; el cielo cubierto como en las angustiosas noches del
invierno. Por la tarde llovió torrencialmente y el agujero lo encontré
inundado. Por espacio de un cuarto de hora tuve que dedicarme, ya era
normal en los veranos rusos, a vaciar el refugio. Luego, el frente estaba
tranquilo, encendí la pipa y me dispuse a esperar.
Con el calor, el tiempo de las vigilancias era más largo. Si en el invierno
nos relevábamos cada diez minutos, ahora lo hacíamos de sesenta en
sesenta. Así las noches iban pasando cuadriculadas. Y, cuadriculadas,
mezclaban las más apretadas obscuridades a la maravilla de las auroras
boreales que rompían el horizonte con fuegos salidos del costado de la
tierra. En ellas pensábamos en la patria lejana y rumiábamos los
acontecimientos de nuestra guerra sin cuartel; meditábamos sobre los
pueblos ruso y alemán, sobre Dios y nosotros mismos. Eran horas
interminables; en ellas, la luna o los cohetes daban a los paisajes apariencias
de un planeta extraño. Paisajes desacostumbrados, quizá sólo sentidos en
sueños febriles. Horas de serenidad y otras de tenso nerviosismo —tal vez
la vida del cazador perdido en la selva, acechando y acechándose
confundían en el cerebro.
Por el recodo del Mga los alemanes seguían retirándose. El confuso
rumor de los combates que el viento no lograba apagar, de las carnicerías
desarrollándose en las cercanías del Ladoga, llegaban atemorizantes. Luego
todo se olvidaba, volvía a perderme en la realidad mía… Tamara, los rusos.
Recordaba mis paseos por los pueblos vecinos; las preguntas de los
cariñosos pequeños de la vieja Rusia… Mara, Sacha, Nina: niños y niñas
hacían las mismas interrogaciones, todos tenían una común curiosidad:
¿cómo son las caretas antigás de tu país? ¿Cuántos tanques hay en España?
¿Verdad que el mejor carro es el T-34? ¿Cuántos tiros por minuto dispara la
Schorka? ¿Son todos burgueses en tu país? Preguntas que —no sabía si con
pena o con admiración— me dejaban perplejo. Aquellos chicos no conocían
muñecas ni infantiles ideas. Semejaban adultos en los cuales el desarrollo
del cuerpo, por cualquier sortilegio, hubiera quedado retrasado. En lo
relativo a las letras, sabían de memoria los discursos de Stalin, de los
jerarcas de la juventud y los clásicos cuentos, ridículos o nefastos de la
nueva Rusia. Siempre la misma historia, siempre el mismo desmesurado
glorificar a todo lo que fuese ruso…
«Un águila —las águilas eran los aparatos bolcheviques— se enfrentaba
a los búhos —que eran los aviones alemanes—. Uno a uno, el pico del
águila iba derribando a los “malditos y degenerados aeroplanos nazis”. Al
final de la historieta quedaba tan sólo un enemigo. Y el águila, ya sin
gasolina y sin municiones, acercándose valientemente a la cola del
“criminal” le rompía con la hélice —haciéndole caer en barrena— el timón
de altura. Planeando, el águila lograba llegar a las líneas de la libertad.»
«La camarada comisario —otro cuento para niños— se enfrentó con
una patrulla de “malditos” alemanes. Uno a uno fueron cayendo bajo el
machete vengador de la bolchevique, hasta que el último, aterrado ante la
valentía de la “defensora de la libertad”, huyó cobardemente».
Así, en este tono, estaban redactadas en Rusia, ¡absolutamente todas!,
las narraciones infantiles. Los diarios anteriores a la guerra, eran de una
monotonía, de un machaqueo capaz de embrutecer al más despierto de los
pueblos. Discursos, consignas, órdenes; discursos, consignas, órdenes…
Cifras y declaraciones de los stajanovistas; cartas venidas de todo el país en
las que los obreros, con una ingenuidad que haría sonreír a cualquier
occidental, declaraban con énfasis que estaban muy contentos de pertenecer
al pueblo más feliz del mundo; que se hallaban dispuestos en cualquier
momento a dar la vida por el gran Stalin. Continuaban diciendo que habían
podido comprarse el mes anterior un traje y que al «koljos» donde
trabajaban llegó un tractor, con el cual, y gracias a Stalin, la felicidad era
completa. Otros manifestaban que, por ser excesivos sus ingresos, creían
que, en bien de la dicha común, debían ser reducidos. O que el pan y la
mantequilla les sobraba, «cosa que —añadían— todos sabemos aquí que en
los regímenes capitalistas están muñéndose de hambre bajo la cruel
opresión». Por lo cual y para ayudarlos, pedían también una reducción.
Ante aquellas cartas cargadas de… sí, monstruosidades, sonreíamos
despectivos. En los continuos artículos de fondo, los jefes declaraban sin
rodeos que todo aquello que fuese ruso, estaba muy por encima del resto del
mundo. Allí, además de haber inventado desde la rueda hasta la telegrafía
sin hilos, existía el avión más rápido del mundo; la autopista más larga; el
ballenero más grande; los soldados más valientes del mundo. El más
experto militar, el mejor químico, el piloto más audaz, los mejores
ingenieros; las perfectas guarderías… todo estaba en Rusia. Y así terminé
de asegurarme de que aquel país que se declaraba internacionalista, era,
ahora sí, el más nacionalista del mundo. Y que tal propaganda y tales
consignas, a la larga, acarrearían una desilusión de consecuencias
imprevisibles. Recordé que en la decisión de aquellos millones de soldados
que, sin combatir o al término de una débil lucha, se habían entregado al
principio de la guerra, habría influido su decepción, el fracaso de aquel
mundo que les mintieron; aquel que crearon los agobiadores discursos de
los jerarcas, los diarios y las cartas preñadas de humillante zalamería, de
ignorancia o de fuerza que los obreros escribían. Y creía… la imaginación
se detuvo en seco.
Un ruido apagado y confuso; algo se recortaba sobre las aguas. Bajo las
tinieblas, arrastrándome, me acerqué a la orilla. El chapoteo de unos remos
llegó nítido; dos manchas obscuras, impulsadas por rítmicos soplos, fueron
agrandándose. Poco después, una siluetas saltaban a tierra. Quité el seguro
de tres granadas, pero me contuve porque… era el clásico golpe de mano.
Sentí un ávido deseo de rechazarlo solo, de ser como Matías era. En
movimientos lentos, silenciosos, sobrenaturales parecían, los rusos seguían
desembarcando.
No, yo no podría ser jamás como fue Matías.
Lancé las bombas y comencé a correr.
—¡Por aquí!, ¡por aquí!
Cuando salté a los parapetos, una potente bengala mató la noche. En el
río, balanceándose, había dos barcas y junto a ellas bultos que debían de ser
cadáveres. Los vivos habían desaparecido. Sorprendidos y sin posibilidades
de escapar, quizá se hubiesen alejado hacia los lados. Dividí en cuatro
grupos a mis hombres y salimos en su busca. Acompañado de Juan Carlos,
corrí hacia la solitaria casa. Callado, enigmático, el amplio caserón de dos
pisos que las aguas lamían, emergía amenazador. Encontramos la verja
abierta y allí el estudiante quedó guardando la salida. Arrastrándome, llegué
a una escalera de bastos troncos que, por el exterior de la casa, conducía al
piso superior. Arriba encontré una puerta cerrada. Apoyé el hombro y no
logré hacerla ceder. Fue por la ventana sin cristales por donde arrojé la
bomba. Venciendo el efecto de la cercana explosión, salté al interior. El
humo y el olor a pólvora enrarecían la atmósfera. No me moví, no me había
movido un solo milímetro. Con el jadeo contenido, procuraba recoger el
menor susurro de vida. La sangre me latía brutalmente y un sudor frío, el
sudor del soldado de guerra, caía por mi frente. Intenté avanzar… ¡qué
difícil cuando nos sabemos a un milímetro, a un ruido de la muerte! Con
lentos y nerviosos ademanes, uní la linterna a la punta de la pistola
ametralladora; inclinándome todo lo que pude, la encendí. Un viraje
rápido… como un relámpago la habitación pasó por mis ojos. Y en mis
retinas quedó grabado lo visto en el instante claro. La mesa caída, telas
chamuscadas y vidrios rotos. En un extremo, el piano, aquel que ya había
visto en otra ocasión, torcido y casi destruido. Algunas teclas esparcidas y
junto a ellas pentagramas que ponían en aquel ambiente de desolación, la
nota de tosca poesía. ¡Pobre Chopin!… ¡Pobre Rimsky! Parecía el final de
un concierto macabro. A tientas avancé. Detrás de una puerta abierta, la
luna, escapándose entre las nubes, alumbraba una balaustrada… En su
término hallé otra escalera que conducía al piso inferior. Para matar las
pisadas descendía sentado. Mi trasero… ¡los tiempos de niño! El arma la
dejé allí mismo para empuñar la parabellum. Ya abajo, me arrastré a un
rincón. Un instante después una barra vertical, delgadísima, apenas
perceptible, se clavó en la obscuridad. En una de las habitaciones alguien se
había movido. Allí había hombres. Del exterior vinieron unos disparos que
desgarrantes gritos coronaron. Luego silencio. La puerta se abrió al fin con
violencia y una sombra se dibujó un fugaz instante en el umbral. Tan
rápidamente que no tuve tiempo de actuar… pero allí, a mi lado, había un
hombre. No lo veía, no lo oía; sin embargo lo sentía cercano e implacable.
Creía que el ruso fue a ocultarse al pie de la escalera y en aquella dirección
disparé. De un brinco felino cambié de lugar; un instante después se
clavaron dos balas en el que acababa de abandonar. Los fogonazos
descubrieron al enemigo y hacia allí contesté. Las pisadas de un hombre
subiendo apresuradamente los tramos, respondieron a mis proyectiles. Me
puse en pie de un salto y sobre una silueta llegando al piso superior, vacié el
resto de los plomos. La carrera terminó… un casco rodando, produciendo al
golpear los escalones siniestras campanadas, pasó a mi lado. Con el
agotamiento de su sangre perdida, el ruso salvó los últimos peldaños.
Cambiando el cargador subí tras él… una sombra, apoyada en la
balaustrada, avanzaba trabajosamente. Apunté, quise rematarlo. No… Con
el pulso rugiendo y el arma temblando, veía al moscovita caer, incorporarse
y de nuevo avanzar. Se detenía y los jadeos de aquel ser, cuyo nombre la
muerte ya deletreaba, se oían nítidos. Un súbito y agudo cansancio se
apoderaba de mí. Se iba inclinando, se escurría; lento, el maldito de turno
desaparecía… De pronto unos acordes musicales, hirientes, «in crescendo»
siempre, llenaron el silencio de un algo tan sarcástico, tan terrible que,
creyéndolo sobrenatural, me paralizó el aliento. El eco de las notas
infernales fue apagándose como la vida del que en su caída las hiciese
vibrar. Volvió el silencio, un silencio espeso y desconocido, en el que
parecían oírse hasta los latidos de la Tierra.
La expresión horrorizada de un muchacho joven, se clavó en mi
linterna. Queriendo aún huir, sus movimientos le arrancaban gritos de dolor.
El miedo y el implorar se conjugaban en el rostro de aquel desgraciado.
Ya vencedor, ya sin peligro, sentí lástima por aquel que segundos antes
quiso matarme. Luego lo olvidé; recordé los disparos que había oído en el
exterior y fui en busca de mi compañero que, inquieto…
No, Juan Carlos esperaba tranquilo; Juan Carlos esperaría siempre
tranquilo. Una bala le había deshecho la mandíbula y sobre su camisa azul
brotaban las disformes y rojas flores de su sangre joven y generosa. En sus
manos, crispadas cerca de la boca, estaba la pierna de un gigantesco ruso
con el vientre deshecho por las desgarraduras de la bayoneta. Otro, ya
muerto, yacía unos metros más atrás.
La luna iluminaba los ojos fijos de Juan Carlos, de aquel que miraba
hacia lo alto como si desde los luceros, sus camaradas estuviesen
transmitiéndole un suave mensaje de sacrificio y poesía.
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Otros muchos españoles, enrolados particularmente en las divisiones
germanas, derramaban su sangre joven en Ucrania, el Cáucaso o Moscú.
Capítulo XXXIV
HACIA EL INVIERNO
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—… yo no he matado.
—Sí, español, tú lo has hecho, todos los soldados lo hacen. En la guerra
sólo poder matar o morir. Y tú vives, Lalo.
—Tuve suerte; fue mi estrella y creí en ella.
—No, tú no creer en nada y mi madre decir que cuando el hombre no
creer en Dios o en un dragón o en un sol, en algo fuera del mundo, el
mundo haber acabado.
—A veces es difícil; cuando se ha visto tanto…
—Lo sé, Lalo; tantos muertos.
—No; me refiero a los vivos, a veces más insensibles que un animal o
una piedra.
Dejando escapar un hondo suspiro, murmuré:
—Pequeña, pequeña, ¿qué será de nosotros?
—No pienses, Lalo, échate y descansa.
—Tamara, apoya la cabeza en mi pecho.
—Sí, Lalo.
—No quisiera irme jamás.
—Nos iremos los dos, Lalo. A América sin guerra, ¿quieres?
—No me importaría estar peleando toda la vida, si después de cada
combate pudiese estar unos instantes como estoy ahora.
—Sí, Lalo.
—La guerra es un ritmo, un ritmo bárbaro, pero al fin y al cabo una
cadencia a la que nos podemos acostumbrar.
—¿Me amas?
—No sé; de lo que estoy seguro es de que tu cuerpo soberbio…
—¿Tú sólo desear mi cuerpo, Lalo?
—Te deseo y te quiero a ti por completo y tal como eres.
—Tú te irás, Lalo; te irás para jamás.
—A veces creo que podríamos estar siempre juntos. He venido a tu país
para combatirlo, pero eso es la vida baja, la vida obscura. Lo fundamental
es que aquí he conocido el amor, porque te he conocido a ti. ¿Qué me
importa que no sepa pronunciar tu apellido o que a las gentes las envenene
su política? Tú y yo, Tamara, lo demás podemos olvidarlo.
—Me gustaría morir contigo, Lalo.
—¿…?
—Yo amar la guerra, Lalo.
—Para nosotros guerra y amor es lo mismo, ¿verdad? Un día te dije que
gracias a ella estábamos juntos, ¿recuerdas?
—Sí, Lalo.
—Ella y tú sois lo único que me hacéis sentir la vida. Ella y tú.
—Yo soy feliz de que la guerra haya estallado.
—La guerra, ¡qué laberinto siniestro!
—Cuando ella termine, habrá terminado todo, porque nuestro amor es
de trincheras.
—¿Qué hubiese ocurrido si nos hubiésemos conocido en una reunión o
bailando como la gente normal?
—Lalo, dame un beso.
Tomando mi cabeza entre sus manos, trató de decir algo más; pero sus
labios no se movieron, sus labios se juntaron de nuevo a los míos. Se puso
en pie y con naturalidad, con ingenua falta de provocación, comenzó a
desvestirse. El cabello le caía suave sobre sus hombros morenos… luego el
despertar de dos cuerpos jóvenes, su sangre ardiente entre palabras
musitadoras que eran exquisitos presentimientos…
—¡Mi español! —murmuró al sentirme junto a su cuerpo desnudo.
El amor empezó a extender por el ambiente su melodía de mentira. Y
cuando sus espasmos llegaron, cuando la rusa gimió y su cabeza se
movía…
Di un grito que pareció de terror:
—¡No!, ¡no!, ¡así no!
—¡Lalo!
La muchacha estaba horrorizada; sus ojos se llenaron de espanto y
tembló su cuerpo entero.
—Lalo, ¿qué te pasar?, ¡Lalo!
—Perdona, Tamara, perdona. No es nada, estoy un poco trastornado.
—¿Qué te pasar, Lalo?, ¡dime!, ¡por favor, decirme!
—Tengo el cerebro… no sé.
—¿Qué te pasar?, ¡por favor, Lalo!
Debí de haberla asustado, debió de creerme loco.
—Cuando… no sé como decírtelo; cuando ibas a gozar, movías la
cabeza para los lados, ¿sabes? Siempre la mueves así, muy lentamente y
con los ojos medio cerrados… y Matías murió así. Cuando estaba
agonizando tenía así los ojos y también movía la cabeza de esta manera…
¡Fue horrible!
—Lalo, ¡no te entender!
—¡Vi su cara!
—¡Decirme!
—Yo te miraba y de pronto cambiaste, ¿sabes? fue un instante, y en vez
de tus ojos y tu piel blanca, vi un monstruo con el pellejo negro y los
párpados abiertos y entre los ojos espantosos de… ¡Qué horrible!
—Pobre Lalo…
La moscovita fue separándose lentamente. Y ocultando el rostro bajo su
brazo, comenzó a sollozar. Quise serenarla y la atraje contra mí. Sus
facciones aparecían desencajadas por el dolor. Le hablé de mi amor, la besé
mucho y acabó por sonreír. Sus lágrimas fueron calmándose y poco
después, llamado por su pecho y su vientre desnudo, dejé que Matías
muriese una vez más. Y entonces, en aquellos instantes conocí la deliciosa
sensación de yacer junto a la belleza cuando la voluptuosidad no domina.
En aquella pureza de los sentidos, en la serenidad del deseo apagado,
comencé a besar suavemente su cuerpo suave, su cuerpo estático al que sólo
el movimiento de unos débiles lloros daban vida. Besé sus senos, sus ojos…
—Lalo…
—¿Qué quieres, Tamara?
—Fuera haber muerte, pero nosotros aún vivir, ¡ven conmigo,
español!… ¡abrazarme fuerte!
—Sí, Tamara.
—Yo no mover más la cabeza así, ¿quieres, Lalo?
—Sí, Tamara.
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—¿Estuvieron tranquilos?
—Sí; enfrente hay uno que se pasa el día haciendo música. Como lo
localice…
—Déjalo.
Los días, las semanas Corrían ya por el invierno.
Capítulo XXXV
ADIÓS, TAMARA…
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¿HÉROES O DESESPERADOS?
Decían que la política había llegado hasta las humildes chabolas del frente
de Leningrado. La División se disolvía. Sin combatir, con el alma y los
cuerpos curtidos por la guerra todo lo que un soldado puede tenerlos,
debíamos retirarnos de la Palestra. La más íntima decepción, aún en
aquellos que cansados de pelear suspiraban por volver a la paz de un cielo
azul, nos embargaba; una dolorosa amargura nos invadió cuando
comprendimos que aquellos pueblos y trincheras que a costa de tanta sangre
conservábamos, iban a ser dejados en manos alemanas. Ellos, a no dudar,
sabrían de la misma dolorosa resignación. Vinimos a su lado, alegres y
seguros de nuestro ímpetu, en los primeros momentos de peligro y en el
peligro nos habíamos hermanado. A pesar de todo lo que sus jefes de
administración y de Partido hicieron en contra del triunfo común; a pesar de
que nuestros caracteres chocaban muchas veces, les sentíamos amigos a los
que abandonábamos en el momento crucial.
Después terminaron por comprender y estrecharon nuestras manos.
Había sido demasiada la sangre derramada en común, sólida la amistad
sellada en rojo, para que se pudiese romper por actos de los que no éramos
responsables.
El vínculo indisoluble de la hermandad guerrera entre Alemania y la
División Azul seguía, como seguiría a través de los tiempos y a pesar de la
decepción de los tiempos, brillando bajo las nubes de la ya quimérica
Nueva Europa.
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Por la carretera que conducía a Estonia, comenzó a avanzar la División
española. Hombres, tanques, carros, automóviles. Lluvia y nieve. Y como
en los antiguos días de las marchas, horas y horas, luces y sombras, por
espacio de una semana, nos vieron retirarnos del frente. Sólo en Gatchina
habíamos descansado. Después, la marcha fue ya un desconcierto de
pequeños altos para dormir en cualquier sitio o comer en un lugar
cualquiera. En uno de estos altos, junto a un grupo de casas medio
destruidas, nuestra compañía se detuvo. El resto de las unidades, unas
delante, otras a nuestras espaldas, iban quedando estacionadas a lo largo de
la ruta que moría en Narva.
Era nuestro último servicio de armas. Debíamos evitar que la ruta que
comunicaba con los países bálticos y que los rusos cercados de la «bolsa»
de Oraniembaum intentaban aislar, quedase cortada.
Y la guerra siguió. Aquellos combates fueron… ¡qué más daba!
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LA LEGIÓN AZUL
Era la Legión Azul quien ahora mantenía nuestra enseña en tierra extraña.
Mil seiscientos españoles, distribuidos en dos Banderas de Granaderos y
Cazacarros, y una tercera que, junto a la Plana Mayor, concentraba la
Artillería, Transmisiones, Zapadores y Transportes, quedábamos en Rusia.
Nada, ya no éramos nada ni representábamos nada.
Éramos aquellos héroes o desesperados que decidimos continuar bajo
las armas. La guerra ya estaba perdida. Si seguíamos en el frente, cuando
millares de camaradas cubiertos de cicatrices y medallas se alejaban, eran
las voces íntimas las causantes; voces que en cada uno ponían distinto
acento. A unos el amor a la lucha o la indómita fiereza del que jamás se da
por vencido. Otros continuábamos en la brecha sólo para evitar, en un
suicida esfuerzo, que el Soviet se extendiese a Occidente. El resto eran los
viejos idealistas del Partido, aquellos que creían que su puesto, pese a todos
y a todo, estaba en la primera línea de combate.
Cansados y altivos, nos estrechamos aún más en torno a la bandera roja
y gualda de España.
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En la región de Kinpuisep, aún territorio ruso fronterizo con Lituania,
nos concentraron. Y en aquellos cuarteles de Jamburg la instrucción llegó
como en nuestros mejores tiempos de Baviera. Conocimos a «Belmonte»,
llamado así por sus inclinaciones taurinas; a Correa, Rubirosa y Quintín. Se
restañaron nuestras heridas, nuestro agotamiento y nos enseñaban el manejo
de nuevas armas. Llegó al fin el «blend-korper» o «cuerpo cegador», un
líquido que producía una neblina azul que, adhiriéndose al tanque, obligaba
a salir a sus ocupantes.
Aunque para los hombres la mezcla de tetracloruro de titanio resultaba
inofensiva, hasta el hierro era corroído por sus efectos.
Aquella arma destruiría muchos carros rusos. Pero, por el momento,
sólo sirvió para que el ceutí de modales elegantes, ladrón y con alma de
bellaco, al que llamábamos «Sir Henri», tuviese un apodo más.
Con admiración veríamos lo bien pertrechados que ahora estábamos.
Una gran parte del material antes en poder de la División entera, pasó a ser
de nuestra pertenencia. Con ello, la artillería y los anticarros, la mayoría ya
del 7,5 y las secciones de ametralladoras, se vieron considerablemente
reforzadas.
Sólo faltaba, cuando ya habían transcurrido quince días de descanso e
instrucción, saber cuándo y hacia dónde iríamos. Todos nosotros, ahora el
sentimiento era común, deseábamos volver al frente. Y lo ansiábamos quizá
con aquel mismo espíritu que animaba a la joven División del año 41.
Era todo tan distinto, tan desconocido, que parecía virgen.
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La Legión Azul cubría, casi siempre frente al río Mga que por allí
discurría en múltiples curvas, una extensión de nueve kilómetros.
Antes la División cubría sesenta… ¡qué tiempos aquéllos!
Y en las más humildes chabolas que en Rusia conocimos, siguió la
guerra; siguió su monotonía que, inesperadamente, en aquel frente situado
entre los dos anteriores, no pareció comenzar con mala estrella…
Fue un día de primeros de enero. Habíamos ido a aprovisionarnos de
munición y ranchos en frío a Wijagolowo, cuando, entrando en una isba de
la calle principal…
—¡Qué vaca! —exclamó el ateo «Sir Henri» santiguándose.
Y sacando con rapidez un lápiz para hacer un tosco plano, añadió:
—¿Te gustan las costillas, sargento?
—Eso son sueños. Por ahora me conformo con las coles fermentadas.
—¡Qué caderas!, ¡si parecía una artista de cine! —murmuraba ya
cuando nos alejábamos.
Luego el maduro regular intentó convencerme de que el hurto de una
res no estaba reñido con ninguna «convención internacional».
—No, hombre, ¿cómo vas a hacer eso a los alemanes? Es leche para los
enfermos.
—Yo… no creas que me siento muy bien. Además, ¿ellos no nos las
roban a nosotros?
—Que yo sepa, no.
—¡Vamos hombre! ¿Porque traen un papelito y la requisan en nombre
del Führer, crees que es más «fetén»? No fue difícil convencerme. Y ya en
la chabola, lo hacía siempre que preparábamos alguna «sinrazón», me
despojé de las insignias de suboficial.
—¿A dónde vais? —preguntó Ambrosio.
—«Operación V» —contestó, enigmático, «Henri Morgan».
—¿Algún parte especial? —inquirió Correa solemne.
—Sí, tenemos que llevar una comunicación a la posición «Costilla»,
donde nos darán otra para la «Parrilla».
—Tened cuidado, que ahí está cayendo todos los días mucha gente —
avisó serio Rubirosa, refiriéndose a unas trincheras así llamadas por ser, en
verdad, un matadero de españoles y rusos.
Serían las seis de la noche cuando nos pusimos en camino.
Una hora después nos arrastrábamos entre dos silenciosas casas de
Wijagolowo. Nos acercamos a la isba, golpeamos suavemente la madera y
una voz asustada contestó.
Ante nuestros pasamontañas subidos hasta los ojos, apareció el ruso con
su quinqué y su miedo. Le metí en el vientre el cañón del naranjero y lo
empujé hasta el centro de la habitación. «Blend-korper» cerró la puerta a
sus espaldas. Por el na pichku aparecía el rostro asustado de una madre y
los lloros de un pequeño.
Sin dejar de amenazar al ruso llegamos a la cuadra. Temblando de frío,
el animal se intranquilizó.
—¿Viste cómo no me equivoqué? —se jactó el ceutí—. ¡Hago unos
planos que para ellos los quisiera el Estado Mayor!
—Bueno, ¡salgamos rápido! Suelta la cuerda y…
La vaca protestaba con prolongados mugidos.
—¡Como siga con esta matraca, estamos listos!
—Habrá que amordazarla —opiné pensativo—. Mira a ver si encuentras
algo para tapar la boca a la karova ésta.
El ruso, cada vez que oía la palabra karova, enderezaba las orejas.
—¡Niet, niet karova! —exclamaba con firmeza.
—¿Estás seguro? —respondía, burlón, el regular.
—¡Niet karova! [81]
—Tú, apúntale bien y métele un poco de miedo —dije a «Morgan».
Encontramos un saco y a mi primer intento de amordazarla, la vaca
comenzó a cocear y mugir de una manera alarmante. Fastidiado por su
obstinación, tornilleando, introduje el cañón del arma entre sus belfos y la
obligué a abrir los dientes. La res, creyendo llegado su último momento, se
quejaba de una manera impresionante.
—¡Vamos! —ordené al ceutí.
—Y con el ruski, ¿qué hacemos?
—¡Ah! Si lo dejamos aquí… ¡Nos lo llevamos también!
Dos españoles, un ruso y una vaca estábamos poco después perdidos en
un punto de las inmensas y negras estepas. Dos españoles y la interrogante
de un hombre al que no sabíamos qué destino dar.
—Bueno, ¿qué hacemos con él? —preguntaba a gritos al regular para
vencer el estruendo de la tormenta.
—Yo creo que no debemos dejarlo ir. Se lo contará a los deutsch.
—Tarde o temprano tenemos que soltarlo.
—Lo mejor será meterle una ráfaga en la tripa. La nieve lo tapa
enseguida y si te he visto, no me acuerdo.
—¿Qué?
—¡Que lo mejor será meterle una ráfaga en la tripa!
—¿Cómo?
—¡Mierda!… ¡Que le matemos!
—¡No! Vamos a dejarlo ir y…
El viento amainó un poco.
—Bueno, lo que sea, pero pronto. Me estoy entempanizando.
Y dirigiéndose al moscovita, pasándose la mano por el cuello, le gritó:
—Ruski, si tu govaris doisch, tu kaput pañibau, ¿comprendes? [82]
—Da, da —respondía el pobre hombre espantado.
—¡Qué narices da, da, si no me has comprendido!
—Déjame a mí.
—¡Ruski! —el ruso levantó la cabeza como un perro ante un silbido—.
Niema spregen doisch, nieme doisch que te hemos llevado la vaca, la
karova, ¿entiendes? Si lo haces —terminé señalando el suelo—, tú kaput, ¡y
te entierro vivo!
El pobre hombre, agachándose sumiso comenzó a escarbar en la nieve.
—¡Vete!, ¡vete! —le grité al fin, queriendo terminar de una vez con
aquella lamentable situación.
Instantes después el mujik se perdía en las sombras.
Tardamos cerca de dos horas en llegar a las trincheras. El jubiloso grito
del centinela dejó la chabola vacía. La presencia de la res levantó una ola de
comentarios. Había quien opinaba que nuestra «hazaña» era superior a la de
Krasny-Bor y quien barruntaba que iríamos a la cárcel, a lo que otros
contestaban que en el frente escaseaban. Así estábamos, cuando una
andanada de morteros nos obligó a tirarnos al suelo. La vaca, enloquecida,
huyó y a ninguno de nosotros nos importó la metralla que seguía llegando.
Fuimos tras la mancha del animal y por espacio de un cuarto de hora
corrimos, caímos y nos zambullimos en los hoyos que la nieve niveló. Al
fin, con los brazos en alto y nuestros penetrantes gritos que alarmaban el
sector entero, logramos acorralarla. Mugiendo, la llevamos a un retirado y
casi destruido granero oculto en una hondonada.
Esperábamos la llegada de los serios alemanes.
—Cómo tiran esta noche, ¿eh? —comentó Correa ya de nuevo en la
chabola.
—Como siempre —repuso Rago—; lo que pasa es que hoy nos damos
más cuenta porque tememos por la vaca.
—A los que les están «cascando» como Dios manda es a los alemanes
de la 125, ¿eh?
—¡Y a los guripas de la 2.ª Bandera! Mientras vosotros fuisteis a
Wijagolowo les debieron de hacer cosquillas, porque gruñían que era un…
—¡La vaca!, ¡la vaca! —gritó el centinela.
Jamás, ante la presencia de ningún enemigo, abandonamos con tal
presteza el refugio.
El granero, alcanzado por las incendiarias, ardía y de entre sus llamas
surgían mugidos de terror que debían ser oídos a diez leguas de distancia.
Poco después, de entre chisporroteantes maderos que ya se desplomaban,
surgió una bola de fuego, un monstruo ardiendo que comenzó a correr entre
las dos líneas.
—¡La vaca!… ¡La vaca! —exclamaba Ambrosio con acento de
tragedia.
Aquello parecía ser el mayor drama de nuestra historia guerrera.
—¿Qué hacemos? —le pregunté, nervioso, al canario—. ¿La
tumbamos?
—Si la tumbamos, no será de…
Una enorme explosión quebró el amanecer helado. La res había pisado
una mina, las llamas de los largos pelos saltaron por los aires; luego
quedaron languideciendo en aquella zona que nadie dominaba. Al contacto
con la nieve, amainaban para terminar en un rescoldo que lentamente se fue
confundiendo con la pálida obscuridad de la madrugada.
—Se acabó —susurró Rubirosa con el acento de una ilusión rota.
—¡Preferiría haber perdido una pata! —exclamó Rufo.
—Aún no me doy por vencido —murmuré.
Por espacio de media hora, Quintín había quedado de vigilancia,
estuvimos lamentándonos o estudiando la manera de recuperar la res.
•••
—¡Vamos, Ambrosio!
—¿A dónde?
—Al «Cabaret».
Aquella mísera aldea de guerra, único hito cercano en el amplio desierto
de nieve, era un conglomerado de hospitalillos, taller de reparaciones,
depósitos de intendencia y enormes «bunkers». Uno de ellos podía cobijar
una compañía entera. Allí, a veces, llegaba una «troupe» de artistas a los
que empujaba la lástima o el más alto patriotismo. Allí también se
encontraban mujeres que, por pocos marcos, se entregaban. Y atraídas por
su mercado negro, campesinas de los lejanos pueblos de Makajewskaya, de
Puschkin y Wijagolowo. Se cambiaban huevos y pollos por botas, ropas y
las codiciadas telas de las bengalas o de los paracaídas de los aviadores
derribados. Se podía escuchar música y entre las miserias de la guerra que
en aquel frente se multiplicaban por lo triste, los hombres paseaban con las
escasas muchachas y hasta reían.
—¡Katucha!
—¿Qué hacer tú por aquí? —exclamó demostrando una gran sorpresa.
—¡Esto es lo que te pregunto!
Una apenada sonrisa fue su respuesta. La mujer-teniente que capturé en
la «bolsa», se sentó sobre el estribo de un camión. Estaba muy delgada,
muy pálida, tenía los ojos hundidos y los senos apenas demostraban su
existencia.
—¿Qué has hacer tú tanto tiempo? Yo he pensado muchas veces en ti,
pensé que habrás muerto.
—También yo te he recordado. Aún conservo tu «foto» y la estrella.
Aquella mujer a la que tan sólo vi en dos oportunidades, me parecía una
vieja amiga. Me sentía feliz por la gran casualidad del encuentro.
—¿Y tu novio?
—Murió en la batalla de Krasny-Bor. Pisó una mina.
—¿Y después? —le pregunté con suavidad, como si temiese herirla.
—Después… después, nada —repuso con vencida mueca—. Tener que
vivir y me ir con otro. Estar un mes hasta que también lo mataron el día de
vuestro San José. Luego conocí a Pedro y con él estar hasta que él me
abandonó.
—¿Quién es Pedro?
—Un español.
—Ya sé, quiero decir qué era.
—Ser igual, uno. Luego conocí muchos y hasta ahora. Ya ver, tú…:
—¿No estás enferma, Katucha? —pregunté con un deje de paternal
cariño.
—No, estar sólo cansada. Sabes… haber mucho soldados y somos
pocas mujeres.
—Y, ¿qué piensas hacer?
—¿Qué pienso yo hacer? —sonrió con tristeza—. Hacer lo que pueda
yo.
—Ahora que parece que ganáis la guerra —intenté animarla—, volverás
a ser alguien.
—Eso no importar nada. Ganar quien ganar, yo perdí ya.
Callé, porque la mentira no afluyó a mis labios. Y el carpintero, para
cortar aquel silencio, propuso:
—¿Seguimos?
—Sí, ¡ah!, éste es Ambrosio. Vamos a buscar una soga; ¿nos
acompañas?
Puesta al corriente de nuestros deseos, Katucha se ofreció a
presentarnos un teniente alemán.
—Él comprende todo, porque es pillo y gitano.
Un hombre alto y rubio, la estampa del verdadero prusiano, estaba bajo
el cobertizo de los talleres dando órdenes a dos soldados. Katucha lo llamó
y, ya traduciéndole mis palabras, su rostro fue ensombreciéndose.
—Dile que le daremos la cuarta parte.
Su expresión se iluminó. Estrechando nuestras manos como si
acabásemos de firmar un básico contrato, prorrumpió en unos sonoros Ja,
verstehe! Ja, verstehe! Luego, indicando que esperásemos, se perdió entre
los carros blindados. Diez minutos después volvía con tres fuertes
maromas. Quedamos en que prepararía un coche para el anochecer.
Katucha lo besó en la mejilla y pasados unos minutos ya estábamos los
tres en el otro extremo del pueblo.
—¿Quieres venir a tomar una copa en las trincheras? —la invité.
—¿Creer tú que debo ir?
—No sé. Tú verás lo que piensas y lo que eres. Allí hay soldados. Si
quieres, te ganarás unos marcos y, si no, te trataremos como a Agustina de
Aragón.
—Voy, ir con vosotros.
—¿Te presentamos como una virgen o una…?
—Como lo segundo, necesitar dinero.
—Está bien. No hablemos más de eso.
Y no hablamos. Prácticamente no hablamos de nada en el largo trayecto
que nos llevó hasta las posiciones.
El mismo grito de júbilo…
—¿Dónde la cazasteis? —preguntaban los soldados tan admirados
como antes, cuando les presentamos la res.
—En el pueblo —contestó Ambrosio dejando caer las cuerdas a sus
pies.
—Está flacucha, pero aún sirve —opinó «Sir Henri».
—Entiende español, muchachos —previne, queriendo evitar frases
como aquélla.
Y mirando a Quintín, añadí:
—Y la vaca, ¿cómo anda?
—Bien, mi sargento, ¿y usted?
—Bueno —exclamó el carpintero frotándose las manos—, ¡ahora a ver
quién es el valiente que pone el cascabel al gato!
—Dejaos ya de vacas y morrongos —protestó Rago—. Así que para
empezar, ¿puedo invitar a la señorita a dar un paseo por los «jardines de
Versalles»?
—Si ella quiere…
—¿Quieres, morena?
—Sí…
Tomados de la mano, salieron al exterior. Alguno intentó seguirlos y
«blend-korper», deteniéndole, comentó:
—Paciencia, hay carne para todos.
—Si me va a tocar el último, prefiero arreglarme por mi cuenta.
—Puedes hacerlo, estamos en un país libre.
Viendo las idas y venidas de los soldados, pasó la tarde. Habían
montado la «habitación particular» entre las calcinadas ruinas del mismo
granero que ocultó la res. Por lecho tendrían todas las mantas desaparecidas
de la chabola. Hacía cuatro horas que, estando apenas a trescientos metros,
no veía a Katucha. Rufo logró visitarla tres veces; Quintín, dos; Rago,
«Morgan» y Rojo también estaban impacientes por repetir. Con el «Sir»
tuvimos que pelear para que pagase a la desgraciada muchacha.
—Me quedan sólo cinco marcos, ¿creéis que me dejará una vez más? —
preguntaba Correa preocupado.
—Propónselo. Se ha hecho en una tarde más de cien —opinaba
Rubirosa—, así que creo que podrá bajar un poco la tarifa.
—¡Qué negocio!, ¿por qué no habré nacido con un agujerito en vez de
esto, que…?
—¡Es caro!
—Ten en cuenta que te lo traen servido. No vale gran cosa, pero no
pienses que vas a encontrar muchas que vengan hasta la primera línea para
que «toques el piano».
•••
Hacía una hora que Ambrosio partiera en busca del prusiano. Las
sombras fueron apretándose y los rusos, queriendo evitar que rescatásemos
al animal, lanzaban con intermitencias enormes bengalas. Entre luz y luz,
auxiliado por la obscuridad y el traje blanco, me arrastraba hacia la res. Y
apenas unas decenas de metros atrás quedaba la chabola, cuando… un
súbito terror me inmovilizó. Sentía los pies enrollados al alambre de… ¡una
mina! Quise retirarlo y el hilo se retiró tras él; el hilo que, uniendo entre
ellos los explosivos, los haría saltar por presión o arrastre. Un sudor frío
inundaba mi frente. ¿Cómo pude equivocarme? Las minas debían estar más
a la izquierda. ¿Sería el aire quien las movió? ¿El aire desplazando kilos de
hierro bajo la nieve? Pero estaban allí, a mi lado.
Las sentía, hasta me parecía vez sus siluetas negras, redondas; las
clavijas del seguro, el punto encarnado. Una bengala subió a los cielos y no
me moví, ni siquiera me apreté contra el suelo, porque me hallaba
incapacitado de hacer el menor ademán. Intenté serenarme. Después de dos
años de guerra… Al fin alargué la mano, ¡qué helado, qué tétrico parecía el
contacto del hilo! Quise tirar del alambre hacia atrás, hacia la bota. La mano
se acercó a mis piernas… de un segundo al otro… así quedé. Con la manga
del helado capote sequé mi frente. Por un instante pensé en mis camaradas,
en su indiferencia hacia mi angustia que no sabían. ¿Y Tamara?, ¿dónde
estaría Tamara? ¿Los muertos podrían sentir el terror de los vivos?, ¿estaría
rezando por mí desde el…?, ¿a dónde habría ido el alma de Tamara? El hilo
de acero parecía adquirir nuevos contornos; tamaño monstruoso, a veces;
otras desaparecía… Un esfuerzo, el esfuerzo único de voluntad en que creí
que me iba la vida. Me incliné hasta tocar las rodillas con el pecho… el
alambre, perdida la tensión, lo puse sobre el reverso de la mano, lo fui
levantando con dura lentitud; en la menor resistencia parecía llegar el
tremendo gong del fin. Retrasé el pie, retrasé los pies… el hilo cayó de mis
manos… ya no existía el hilo.
Un miedo tan joven como el de mi guerra joven, había sido aquél.
Al fin estaba libre. Mis hombres, pese a Katucha, se hallarían
pendientes de mí. Debía continuar pese a todo, llegar al bulto que, ya sin el
velo de la angustia, distinguía cincuenta metros más allá.
Apartando la nieve toqué la piel quemada del animal. Me arrastré un
poco más… los cuernos. Ponía en torno a ellos el nudo ya hecho, cuando oí
voces. ¿Rusas? ¡Los moscovitas se acercaban! Sólo entonces advertí que
estaba desarmado. Con el desconcierto llegó una sorpresa. Desde mis
posiciones, aumentando rápidamente, venía un rumor, ¿tanques? El
adversario debió de asustarse. Oí gritos de alarma, silbatos de los oficiales y
bengalas que alejaron definitivamente las sombras. Pegado al lomo de la
vaca, oculto tras ella, así quedé. Poco después mis extremidades
comenzaron a endurecerse; surgía la eterna modorra, ladrona de la voluntad.
El ruido del blindado cesó. El susto del enemigo marchó con él. Las
bengalas se espaciaban y todo se calmó.
Lentamente fui estirando la cuerda y tapándola con la nieve. Así durante
cien metros, los que me separaban de la posición.
—¿Qué te pasó?, ¿qué te pasó? —preguntaban, nerviosos, mis soldados.
—Estuve a punto de «diñarla» por esos malditos cuernos. ¡Casi piso una
mina!
—Te «dormiste» cerca de dos horas —dijo Rago.
—¿Y Katucha?
—Bien. Está en la chabola hace rato. Se la llevará el tanque para atrás.
—¿Cómo trajiste ese armatoste? —pregunté a Ambrosio.
—El camino está infernal para un coche. Tenían que salir a probar el
motor y aquí estamos.
—¡Menudo susto se han llevado los ruskis!
—Ya lo hemos visto.
—Bueno —dije alzando la voz—; vamos a arrastrarla, no sea que caiga
un mortero y rompa la cuerda.
Atamos la maroma en la parte posterior del carro y éste se puso en
marcha. Enfrente surgió una luz y viendo que algo se movía ante ellos,
ametralladoras y lanzagranadas entraron en acción. Desde los agujeros
vimos un bulto que emergía ante los parapetos, que casi se perdió en su
fosa. Un instante después resurgía y pasando rápidamente por delante de
nosotros continuó hacia atrás.
—¡Eh! ¡Para!, ¡para!
El «panzer» continuaba alejándose y Rufo, sin importarle el plomo que
rasgaba los aires, corrió tras él. Oímos más gritos y el blindado se detuvo. A
la carrera, Ambrosio y yo llegábamos segundos después.
El alemán, feliz por su hazaña, se pavoneaba en la torreta del blindado.
—Gut?, gut?
—Ja… gut!
—Mi carne para mí —añadió después enérgico.
—Espera, hombre, espera, ¡hay que partirla!
Los rusos, ya resignados, enmudecieron. Y en medio de la noche,
rodeados de soldados y una pobre mujer, el carpintero y yo intentamos
cortar el animal. Para ello usábamos machetes, hachas, ráfagas de naranjero
y tirones de toda especie. Al fin logramos separar, tal vez un poco escasa,
un anca entera.
Chorreante y apetitosa, la tendimos al prusiano.
La pata terminó de desaparecer por la escotilla, la cabeza del alemán fue
detrás y Katucha, después de besarnos uno a uno, lo siguió.
Con el rumor guerrero de sus orugas, el «panzer» comenzó a deslizarse
hacia la retaguardia.
•••
•••
•••
•••
¡ATRÁS!… ¡ATRÁS!
Un silencio perfecto llenaba el vacío del frente. Los prisioneros, con sus
canciones mezcla de ternura y agresividad, ofrecían una nota de indefinible
belleza y dramática sensación.
Sí, nuestro ideal era el mismo; pero ya no lucía el sol ni nuestras camisas
eran nuevas. Se habían consumido en una vida bien luchada, jugada al
completo azar de una guerra. La ausencia de los mejores así lo decía. Con la
seguridad de haber combatido como verdaderos hombres, sumidos en el
anonimato del sufrimiento y la sangre, ya sólo esperábamos que la historia
juzgase la labor, la cumplida labor de nuestra raza. Éramos españoles y
llevábamos la guerra metida en las entrañas. Por eso luchábamos como los
mejores. Cualquier cosa se podría decir de nosotros —ya lo proclamó en un
crepúsculo nuestro general—, menos que no sabíamos pelear o que la
muerte llegara a asustarnos un solo instante. Así fue, a pulso, como
logramos ganar la admiración del mundo que nos rodeaba.
Así fue como 45 000 españoles desfilaron por la Rusia en llamas…
¡Atrás!…
Entonces escuchábamos el anónimo mensaje de nuestros muertos, los
del juramento cumplido.
Y bajando la cabeza, nos repetíamos: todo fue inútil. La Rusia
fantasmal, yerta y sumisa a la eterna tiranía de los hombres y la naturaleza,
triunfaba. Nosotros, los soldados de mármol, éramos los derrotados. A
partir del momento que se acercaba, el mundo nos señalaría como a
vencidos, abyectos o criminales. Siempre fue igual. La Historia lo decía. No
tendríamos derecho a nada, no podríamos hablar, reír, ni pensar. Seríamos
los malditos, los caídos. Caminaríamos entre barrancos sin luz,
caminaríamos con nuestra hambre perpetua de lejanía y de desquite. No, el
soldado no siente ánimo de desquite, es hambre de nueva lucha. Y así
miraríamos a través de las esquinas de nuestras almas ya sin rumbo, de
nuestras almas heladas y puras; a través de nuestros cuerpos y nombres
enfangados por los pusilánimes con frac o sin corbata.
Los derrotados Tercios Españoles…
Nosotros nos sentíamos moralmente indemnes; nos sabíamos capaces
de seguir la lucha hasta… quizá indefinidamente.
Si os preguntan si estáis cansados, decid que sí; pero que es de ver una
bandera extraña ondeando en Gibraltar.
Así habló nuestro general del Wolchow.
Y en el Peñón pensábamos los hombres pronto desocupados de la
guerra en Rusia, como pensarían los millares de fogueados y endurecidos
camaradas que ya descansaban en España. Allá, en su pena meridional,
estaba la nueva meta de nuestras armas; allí iríamos con nuestros fusiles
aún calientes… Alguien nos llamó, nos despertaba… todo está perdido. La
guerra muere y con ella deberán morir nuestras ansias. Algunos no
escucharon la voz y su adusta terquedad los llevaría hasta el verdadero fin.
Empujados por una indomable visión y su manera olímpica de mirar a
la muerte, pusieron sus pechos ante Berlín cuando ya todo estaba perdido.
Aquellos iberos que se lanzaron desesperados contra la inundación de
fuego que abatía la capital germana, eran los verdaderamente ignorados, los
héroes innatos, fantásticos, sin nombre, los hombres de un nuevo y
agigantado Cortés.
Eran pocos, tres, cuatro centenares a lo más. Ambrosio me contaría la
epopeya de los heroicos alucinados deshechos por los disparos a
quemarropa de los tanques rusos. Asívio caer a Rufo ante los macizos
murallones del Reichstag alemán. Y con él, a la mayoría de los españoles
que cooperaron en el épico dramatismo de las últimas horas. «Mata-
hombres» fue un héroe, luego sólo carnes deshechas. Murió junto a otros
españoles alistados.
Fue un insignificante puñado de hombres del sur los que cayeron junto a
millares y millares de teutones, quienes, desguarneciendo el frente
occidental en un gesto de suprema angustia, gritaron ¡alerta! a un mundo
ciego que no quiso oír.
Serían los últimos vestigios de aquellos españoles de la risa y la
nostalgia; la bravura en la guerra y su picardía en el amor; el recuerdo de
aquellos que llevaron la enseña patria a través de un mundo agitado y
nuevo, luego un mundo aún más nuevo: el de su derrota definitiva…
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Entre las sombras que se abrían a nuestro paso, surgió una silueta.
—Kaput, spankies alles kaput! [83]
—¿Qué dice éste?
—Alles spankies kaput!
—Ya lo sabemos…
—Trae armas —murmuró Ambrosio.
No era un prisionero ni un civil. Era un soldado libre, uno de aquellos
millares de guerrilleros que infestaban la región, había logrado introducirse
hasta las calles céntricas de Ljuban.
—Pregúntale qué le ocurre.
—Dice que se pasa a nosotros.
—¿Ahora?, ¿ahora se pasa? Dile que hace un mal negocio y que nos
deje en paz.
—Tiene más de cuarenta años —comentó bajo el canario.
—¡Qué se vuelva con los suyos, que le tendrá más cuenta!
—¡Coment! ¡ven con nosotros, si quieres!
El desertor, mirando a sus espaldas como si temiese ser perseguido, ya
marchaba a nuestro lado.
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HABÍAMOS PERDIDO
Ras vitali
llablini igrusi
llablini
tu maní natricoi…
Volverá la primavera
a reír con los abedules;
volverá el sol
a salir por la mañana…
Cuídate, hijo mío, cuídate ahora que ya vuelve la primavera a reír con los
abedules y el sol a salir por la mañana. Sí, mamá; me cuido; regreso vivo
como tú me pedías. Mira, mamá, ya me voy para España… ¡los muertos!
Yo tenía un camarada…
La masa caída de hombres llegó a un bosque. En uno de los bunkers
donde, tapados con sacos había media docena de cadáveres, entró mi
escuadra. ¿Qué hacemos, mi sargento? ¡Amontonarlos en un rincón! Allí,
tras de nosotros, sirviéndonos de apoyo, angustiosamente solos, porque sólo
murieron para que nuestras espaldas descansasen, estaban los hombres de
mi raza y de mi sangre. Sin fuerza, como recordando un amor de niño, mis
tristezas volvían. ¡Amontonarlos en un rincón!… Una hora… ¡Fuera! Olor
a desierto y a pólvora. ¡Seguid, seguid las pisadas de la derrota! seguid
huyendo en la fantasmal grandeza de la noche rusa.
Ateridos, desmoralizados por el frío y la rabia, marchábamos cojeando
hacia un destino que ignorábamos; hacia un lugar donde pudiésemos
esconder las cenizas de unos ímpetus que fue en lo que quedaron
convertidos los júbilos de victoria,
Encontramos el oasis de una isba. En ella un viejo reloj de cucú, pintado
de verde y rojo, daba el sonido del tiempo. Aquella noche le oímos
marcando, no las horas de la jornada, sino las horas de la historia. No… no
estaba abandonada. En un rincón, frío, demudado, el alma en suspenso, un
viejo ruso y su acordeón de botones destilaban la melancolía de una
canción, en aquellos momentos tan fantasmal como la noche, como su alma
esteparia.
Ras vitali
llablini igrusi…
Volverá a salir el sol por las mañanas… ¿por qué nos íbamos?, ¿por qué
llegábamos a su isba antigua huyendo, perseguidos como perros
acobardados?
Adiós, viejo ruso; adiós, viejo Iván… Me voy de tu maldita Rusia…
¿no ves cómo el viento enfurecido levanta nieves?, ¿no oyes cómo silba el
miedo? Así está siempre; así te dejamos hasta que todo cambie y vuelva a
salir tu «sonsa» [84] por las mañanas. Y entonces… entonces, Iván, ya todo
habrá cambiado para ti. Pero quizá nos recuerdes con añoranza, con la
nostalgia de los malenkis y mamuskas de Wijagolowo que derramaron
lágrimas en un adiós, en un beso de imposible. ¿Sabes que luego, al ver que
en verdad nos íbamos, recogieron sus bártulos y… ya nos pasaron Iván,
porque su miedo es superior a nuestra rabia? Y tú ¿piensas esperar aquí, a
que vuelva la primavera a reír con los abedules? ¿No nos acompañarás en
nuestra huida hacia Europa? ¿No tienes, como nosotros tenemos, su esencia
metida en los huesos? Adiós, Iván… No olvides que nuestra intención fue
buena; no olvides que queríamos libertarte y, liberándote a ti, librar de su
eterna tiranía la historia de tu pueblo. ¿Ya te acostumbraste?, ¿la prefieres a
la libertad porque no la conoces, porque nunca te explicaron lo que esta
palabra significa? ¿Dices que los alemanes no te ofrecieron, no te dieron lo
prometido, lo que esperabas?… Adiós, viejo Iván, sigue rumiando tu triste
y eterna decepción, sigue con tu acordeón de botones llamando a la
primavera. Y si no mueres por haber tocado para nosotros, o habernos
ayudado a encender nuestras estufas, recuérdanos. Iván, si antes que mueras
te volviera a ver, ¿me reconocerías?, ¿reconocerías a este humilde soldado
de Europa? Iván, te quedas, ¿te quedas para decir a Nastia, a Kariovcha, a
Mikhail, a Petka, que me perdonen?
Diles que les amé todo lo que me dejaron amarlos, que los quise todo lo
que la guerra permitía. Y no olvides, viejo Iván —¡esto es lo más
importante!— repetirles que ya he aprendido, que ya los comprendo. Que
ya comprendo todo lo que un hombre puede comprender a otro. Y cuando
—ya serán hombres— para estrecharles entre mis brazos vuelva a pisar las
viejas tierras de los idos Zares, será distinto, porque les hablaré como
siempre debí hablarles. Diles, viejo Iván, que los soldados de Europa no son
los perversos que… sí, quizá lo fuimos muchas veces. Pero enséñales que
sobre todo se equivocaron. Ya estamos pagando el error. La próxima vez…
Kolka, él te explicará, porque un día habló de la Tercera Oportunidad. ¿Lo
conoces? Es un hermano tuyo, un ruso guerrillero anticomunista o
guerrillero neutral porque, por encima de todas las contingencias, ama a su
patria que no hemos sabido respetar. Dile a Kolka, dile a Rusia que nos
perdone. Y tú, que ya eres viejo para ver nuestro regreso, sigue esperando
para ver a la primavera sonreír en los abedules. Y no olvides jamás que los
españoles que se dejaron acariciar por tu música, son elegidos porque…
¡Atrás!… ¡atrás!… ¡callar mentes y labios!, ¡atrás!… ¿y los muertos?…
¡atrás! ¡Seguir con los besos cortantes de la noche de enero, con los besos
fríos de vuestra derrota! ¡No es hora de hablar! ¡No es hora de
remordimientos! ¡Es tarde!, ¡es tarde! para conversar con la Rusia hostil,
maravillosa y miserable. ¡Es tarde para todo! Hablaron ya las armas;
hablaron ya los pequeños políticos de la mirada torva; habló la naturaleza
que fue la que os venció. ¡Atrás risas y llantos!, ¡atrás infantes españoles de
la hora heroica! Todo está perdido. ¡Atrás!…
Entre las esquinas de la cerrada obscuridad continuábamos oyendo los
fantasmales gritos: ¡atrás!, ¡atrás! ¡Destruir los emplazamientos!, ¡destruir
el mundo a vuestras espaldas!
La División 125, de la cual formábamos parte, seguía huyendo.
Cubriendo una gran parte de su repliegue, también huyendo, quedaba la
Legión Azul… ¡atrás!
Un interrogante tremendo flotaba en las mentes españolas: ¿Por qué
aquel repliegue?, ¿hacia dónde, hasta dónde nos llevaban?… ¡atrás!…
¡atrás! Los zapadores continuaban dinamitando; los rusos persiguiendo
implacables. El movedizo campo de batalla era iluminado por enormes
bengalas bajo las cuales mundos de hombres, cosas y nieve, se retorcían.
Los bosques comenzaban a arder; ardía el cielo bajo y abismal. Depósitos
de intendencia y munición destruidos, silenciosos; mercancías tiradas,
esparcidas por la nieve. Troicas volcadas, casas en llamas, hombres heridos
o congelados porque en aquel ambiente de delirio nadie se ocupaba de
auxiliar… ¡atrás!… ¡atrás! Los caminos de la derrota, las enormes
extensiones boscosas, estaban congestionados por camiones, kallostras,
trineos militares y los míseros vehículos de la población rusa que con
nosotros huía. Aventurándonos en los pantanos helados, las vencidas
compañías españolas se arrastraban lentamente. Lo incierto de nuestros
destinos; el viento que bramaba, nos derribaba; el peso de la impedimenta,
la resistencia de los cañones, que pese a las órdenes no quisimos abandonar,
ahora de nuevo retrasados, de nuevo empujados por nosotros, como
empujados eran las troicas, los heridos, los caballos… pies, manos, rostros
congelados. El enemigo era a veces detenido por las secciones de cobertura;
otras caía como un alud humano. Sus unidades infiltradas aparecían sin
pausa para sumar a la angustia última la sorpresa, que en aquellas regiones
horriblemente desoladas suponía el caos último. El frío serraba los tobillos,
las articulaciones todas gemían. Minas, cañonazos, bombas, tiros, ¡tiros!
porque en la noche los disparos son contagiosos. Allá, a lo lejos, en los tres
costados del desierto blando y blanco, los lejanos pueblos se consumían
entre gigantescas llamas. Mirándoles, mirando al despiadado espectáculo de
nuestras vidas, a nuestras mejillas acudía la silenciosa rabia de los hombres
derrotados. Fue allí donde por primera vez derramé lágrimas, lágrimas
coléricas, lágrimas de asco, agresivas, ¡lágrimas de hombre que jamás
habrían de repetirse porque jamás se repetiría un tal tragedia! Las sombras
heladas que el canto continuo del cañón y los plomos arrullaban, veían mis
sollozos. Así dejaba desahogar la inmensa desesperación de una guerra
perdida; de la ausencia de aquellos que, ya tristes, nos miraban desde los
luceros. Una súplica, una venganza… pero seguía andando, arrastrándome,
seguía huyendo.
En aquel descomunal desorden, oíamos el lamento lúgubre de los
desesperados; se veían lengüetazos azulencos de cien armas. Alguien
cantaba. A su lado, silencio, miedo, sangre. Deslizándonos a lo largo del
desierto, de las aisladas casas sin luz y sin ruido; agotados, nos dormíamos
ya llegados al límite de las fuerzas. Hombres, bestias, hierros, éramos
presas del drama único, del drama desarrollándose sin cesar en una
inolvidable noche de 1944. Pisando nuestras huellas venía el fragor
incansable del combate. Los muertos, heridos, los sanos, el frío y el miedo,
rodaban por la estepa como meses antes habían rodado los dados del
destino hasta quedar rijos en nuestra derrota. Dolían los ojos por la
reflexión de la nieve; dolían los oídos por el fragor de los endemoniados
cañones y las máquinas de los carros rusos. Los hombres caían a nuestros
mismos pies, giraban la cabeza como Matías. Y abriendo los párpados
como si quisieran ver la muerte avanzando, morían. Sus dedos, en forma de
garras, tartamudeaban algo incomprensible y expiraban. Nos agachábamos,
buscábamos su muñeca… División 250, número 11 407. «Yo tenía un
camarada». Algunos lloraban viendo en los últimos momentos, en los ya
inútiles, agonizar a su mejor amigo. Y sus lloros se unían al tenebroso
miedo que producía el palpar tanta miseria, tantos horizontes en llamas,
tantos árboles cayendo, tantas despiadadas infiltraciones. Perdidos, porque
ya no podíamos luchar… ¡atrás!, ¡atrás!… Nervios templados para la lucha,
no para la retirada, donde eran sometidos a su mayor esfuerzo; nervios a
flor de piel que en aquellos momentos destrozaban y desplomaban hombres
ya enfermos de guerra. Ambulancias colmadas de dolores, camiones
volcados, destruidos por la aviación, quedaban atrás. Como quedaban los
recuerdos, las promesas olvidadas… «Yo tenía un camarada, entre todos el
mejor»… Un tiro sonaba en la noche y un hombre se retorcía. Y
retorciéndose en el horrible estertor… ¿Quién disparaba en la noche rusa?
«Yo tenía un camarada»… Los morterazos rugían. Un español más, con las
piernas destrozadas, se retorcía sobre la nieve. ¡Sigue!… ¡mis piernas!…
¡sigue!, ¿qué importan tus piernas, si las has perdido cuando ya todo es
inútil? ¿Qué importa tu vientre? ¡Qué importa tu muerte estúpida!…
«División 250, número 13 401»… «Yo tenía un camarada, entre todos el
mejor…» ¿Quién lloraría por él? Era Quintín y no tenía parientes. En los
breves respiros, voces sin ilación saltaban cansadas en el maremagnum
infernal… y pensar que estuvimos muriendo para que un sinvergüenza
venda estilográficas… o los cerdos vivan de nuestro esfuerzo… ¡atrás!…
¡atrás! ¡No pensar, no hablar!… ¡atrás! Amar lo que no has de volver a ver,
un filósofo… ¡cuánta sangre en vano!, un poeta… ¡No, no es en vano!,
¡algún día los que hoy nos combaten, la buscarán en las estepas para formar
un nuevo mundo!, un idealista… Ahora, que nos habíamos acostumbrado al
frío y a matar ruskis…, el guerrero. Entre el fragor de la guerra y el bramar
de la tormenta, se oían gritos… nadie veía nada, nadie sabía nada. ¿Y
mañana?, ¿qué pasará mañana? ¡Calla, soldado! te está prohibido hacerte
esta pregunta. Vive hoy, porque con lo que estás sintiendo, puedes llenar
mil existencias… la guerra ¿crees que la guerra es emocionante? ¡Bah!
tengo hambre y frío, lo demás no importa… ¡maldita careta! La llevo
encima desde el día en que pisé esta endiablada Rusia como si fuese un
diamante, ¡si al menos hubiesen tirado gases!… Dicen que al final de la
muerte o en el crepúsculo se encuentra la eternidad… al final de la muerte
no sé, pero al final del crepúsculo sólo encontré piojos… ¡Y yo! Con lo que
me hubiese gustado pasear en las noches blancas por el Neva… Pasearás
por las del Ebro… Eso habrá que verlo, todavía no estoy seguro de llegar a
España con el pellejo entero… Cómo llena la noche de serenidad el alma,
¿verdad? No dirás por ésta… Qué manera de hacer el ridículo. ¿Quién?
Nosotros, los españoles. Al final nos aplastaron… Es la historia que
manda… ¿Si…?
Volvía la angustia. Con las mantas sobre los hombros doblados;
destrozados, los fusiles arrastrando, arrastrando la inmensa tristeza entre
aullantes vientos del norte… Escucha los muertos, ¿A quién? De nuevo la
voz extraña. A los muertos, ¿no les oyes? Los muertos no hablan… Los
oigo, ¡me están llamando!, ¡me gritan…! La nube blanca, impresionante
que emergía de la tierra de mis recuerdos. Con mi debilidad física, ayudadas
por los mareos que se repetían, tiesas, macabras, oscilantes, venían las
figuras del espanto de Krasny-Bor. Rostros sin carne, capotes quemados,
sus pechos cubiertos de medallas y las almas caídas. Sobrios, silenciosos,
héroes de un imposible. A veces, con la mueca de una triste sonrisa bajo el
casco, como si llorasen o se burlasen de la tremenda importancia de su
sacrificio… ¡los muertos!, ¡eran los muertos que también a mí saludaban…!
Adiós, amigos, ¡adiós!… «Yo tenía un camarada, entre todos el mejor»…,
me voy para dejaros con los huracanes, con las brisas heladas que, quizá
mejor que los hombres, os comprenden. Habladles a ellos, ellos sabrán
vuestras confidencias. «Yo tenía un camarada»… Adiós, elegidos que no
debéis cruzar el umbral de la derrota; adiós, fieles hombres que entre la
guerra y la Muerte depositasteis vuestro juramento. ¡Adiós!, ¡suerte!,
¡suerte muertos magníficos e inútiles!… ¡me gritan!, ¡me gritan!… ¡calla
«chalao»…! ¡Me gritan! ¿Qué pasa ahí? Éste se volvió loco, mi sargento.
¡Llevadlo para atrás! ¿Cómo para atrás? Usted también está… ¡Quiero decir
para adelante! ¡Ah!, ¡me gritan!, ¡me gritan!, ¡son ellos!, ¡son los
muertos!… Yo que usted, sargento, le dejaría ir. ¡Cállate!… ¡Escuchadlos!,
¡escuchadlos!…
—Cuando terminar esta horrible guerra, irnos muy lejos, a América, ¿tú
querer?
Irnos muy lejos, muy lejos de las guerras. A América.
Tamara, tú has muerto, estás bajo la nieve. Estás con José Miguel y
Méndez. Cuando venga el deshielo os llevará la corriente y os hincharéis…
Tamara, ¡tú te descompondrás!, ¡te comerán las ratas y los pájaros
picotearán tus senos y tus ojos!
Como presa de un cansancio insuperable, me detuve. Me agaché, tomé
un puñado de nieve y contemplé… ¡cómo la miré!, ¡cuánto miré aquel
algodón que, llenando los mundos enteros, destrozando como destrozó las
carnes españolas, parecía haber marcado para siempre mi destino!… Dios-
elemento, ¡te odio!; ¡te odio nieve, te maldigo porque eres blanca y lo
Blanco ha manchado hasta mi alma! Tú eres quien sepultó a Tamara, quien
sepultó a mis camaradas, quien ensució nuestros ímpetus de guerreros,
porque contra ti y tus fríos es imposible luchar.
Levanté la mano. Y con la profunda intención del creyente que besa una
reliquia, besé la nieve.
Los hombres derrotados seguían a mi lado formando la marea de la
derrota.
Cuánto hubiese dado por espiar, aunque sólo hubiese sido segundos, las
viejas siluetas de la guerra. Riga, Luga… de nuevo la nostalgia de las
trincheras, la nostalgia de Rusia… ¡Rusia! ¡Rusia!… si supieras cómo tus
estepas, tus fantasmales noches y la mansedumbre de tus gentes se han
grabado en mí; si supieras que has llenado mi vida y mi futuro de algo cuyo
nombre desconozco, pero que yo adivino único porque con la mancha
indeleble de la sangre, la añoranza y el tremendo estupor, se ha aferrado al
sentimiento y mis recuerdos; si supieras… ¿sabes quién eres?, eres… la
Rodina[85] de aquel que esperando la muerte en Sitno me decía con los ojos
ya amarillos: «qué bien me siento»; la del campesino-soldado de Possad
que con la vida yéndosele por el terrible tajo del cuello, parecía querer
gorgotear su última interrogación: ¿quién eres tú que desde tan lejos vino a
matarme? Ahora, ¿quién ayudará a mi Sacha a recoger la mies?, ¿quién
cuidará de mi pequeña Viera?… ¿Tú?, ¿cuidarás tú? ¡Rusia! Eres la patria
del viejo que alumbrado por la luna templaba su balalaika junto a las
serenas aguas del Ilmen; la del prisionero triste de Nowgorod, el padre de
los seres resignados que, pegando sus apenadas caritas de niño y sus
esperanzas a los cristales de una «taiga», aguardaban el regreso del que
jamás retornaría. La madre de aquellos infinitos pueblos que, perdidos en la
estepa sin horizonte, como si quisiesen inundarla con su muerta expresión,
lanzaban a las tinieblas sus ventanas de pobre luz, sus melancólicos ojos de
la noche. Si supieras Rusia cuántas cosas me has robado… Wolchow,
Ilmen, pantanos, desiertos blancos de Mga, Leningrado… Os he visto, os he
comprendido y a través de toda mi vida estaréis acechando el mundo de un
perpetuo recuerdo que lo sentiré tan nítido que seguirá siendo presente. Sois
lugares, puntos a los que en la hora de la aguda nostalgia, y cuando los años
en vez de aplacarla le den su soplo regenerador, me harán acudir a un mapa
para buscaros, para seguir amándoos. Y saludándoos, viviéndoos en la
frialdad de una cartulina de paralelos y señales, tanto como ahora os vivo,
seré feliz… Veré el mapa, pensaré… ¡Rusia siempre pensaré en ti! ¡Siempre
te tendré presente, porque en tu guerra me hice hombre, me hice viejo!
¡Porque tu guerra me dio y me llevó lo mejor de la vida!
En ti, Rusia, conocí la guerra, en ti conocí el amor. Las dos esencias de
la vida me las mostraste tú, ¿comprendes? ¿Comprendes ahora, Rusia, lo
que representas para mí? ¿Sabes que recordaré…?
—«Volver, por favor, Lalo, ¡volver!».
… ¡Cataclismo!, ¡cataclismo!, ¡cataclismo blanco!, de fuego y de
miedo, desesperación y huracanes. Yo tenía un camarada… ¿Cuándo?,
¿dónde? ¿Qué importaba?. Los muertos, muertos estaban. Ahora huir, sólo
pensar en huir de los victoriosos ejércitos moscovitas; ahora había que vivir.
¡Qué importaba el honor, qué importaba la historia única de los históricos
tercios españoles! ¿Qué significaba una…? ¡¡Lalo!! ¡¡Lalo!!
Si pudiésemos volver el rostro; si llegase al fin un arma capaz de
disminuir la inimaginable desproporción de medios… ¡de nuevo al avance!,
¡de nuevo victoriosos! ¡A por Leningrado, a por Moscú!, ¡correr a la
conquista de Siberia y el Cáucaso, de Francia y el Polo!, ¡de…!
Rabia, impotencia que roía con físicas garras temblorosas entrañas.
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•••
•••
De un pueblo sin nombre, ante el cual habían sido detenidos
momentáneamente los ejércitos rusos, partimos tres hombres y un perro.
Con las botas destrozadas, el capote roto, quemado, la manta dura sobre
la cabeza; llevando a mi zaga a «Clavel», el viejo amigo de San
Petersburgo, me alejaba definitivamente de las trincheras. Una vida entera
dejaba a mis espaldas, como dejaba los paisajes borrados por el apocalipsis
blanco, los aullidos del viento, las tormentas de fuego, de miedo y valor.
Matías, Tamara… Todo quedaba atrás para siempre. La estela de mis
huellas, siendo imborrables, otra nieve que sin fuerza caía, las iba borrando.
Nieve en la tierra, nieve en los cielos que sin cesar la despedían; nieve
ondulada, blanda y brillante cubriendo piernas, cráneos, brazos; centenares
de montículos que eran cadáveres a los que la Naturaleza, piadosa, había
ido enterrando.
Rusos y españoles se daban al fin, bajo ella, el fraternal abrazo; el
abrazo de los muertos.
Abandonaba las posiciones, mis compañeros… ¡Qué imposible me
parecía ahora la vida de los soldados en las trincheras!; ¡qué héroes, qué
sucios, qué magníficos, qué groseros veía a aquellos españoles que dejé
acurrucados en los agujeros cavados en la nieve! Aquellos mis hermanos,
aquellos camaradas de pelea y derrota, cansados, helados; destrozados, sus
estómagos y su espíritu vacíos.
Acompañado de dos siluetas blancas y el fiel can al que en Leningrado
curé un balazo; envueltos todos por los lúgubres sollozos de los vientos del
norte; triste, encogido, como presa de un arrepentimiento infinito, me
alejaba, me alejaba…
Hacia lo lejano, hacia lo hosco y lo misterioso, caminaba. Así
abandonaba aquellos parajes de nieve y espíritu a los que tantas veces
habría de retornar porque cincelaron en mi alma arrugas que nadie podría
borrar… Kolka… Chujov, ¿qué fue de vosotros?, ¿en qué parte de la amplia
Rusia estaréis agazapados o enterrados? Kolka: ¿Te acuerdas de Possad?,
¿te acuerdas de la «Posición Intermedia», de tus deseos de volver junto a
los tuyos? ¿Qué has hecho, viejo amigo?, ¿cómo se llaman, dónde se
encuentran los bosques en los que ya te mataron o las encrucijadas de los
árboles que aún te ven luchar contra tu odiado bolchevique? ¿Y tus jefes?,
¿quiénes son tus jefes? ¿Te acuerdas de mí?, ¿sabes que me llevo tu amistad
y tu nostalgia?, ¿ahora sabes lo que quiere decir arrugas en el alma?, ¿sabes
lo que será estar siempre pendiente de un imposible?, ¿de rememorar
paisajes, atardeceres, vidas que parecen haber discurrido miles de años
atrás? Y tú, Chujov, ¿olvidaste que me debes la vida?, ¿que yo soy tu único
Dios, porque modifiqué tu destino? ¿Conoces a Malia, Chujov? Se fue a las
estepas y los bosques que estaban más allá de nuestro horizonte. Búscala
Kolka, y dile que su amiga Tamara, a la que amé con todo mi corazón y por
la que recé tanto como amé, ya murió. Kolka, viejo amigo, búscala. Es de tu
misma sangre, sois de la misma tierra y por eso os comprendéis. Los que se
fueron… el hombre de Sitno, el anciano del Ilmen, Tamara, todos os
pertenecéis, todos, vivos o ausentes, sois hijos de la nieve, del despotismo,
la balalaika y las noches blancas de la estepa. Sois de este mundo. Yo me
voy porque soy un intruso; yo me voy para dejaros la paz de vuestros
iconos, vuestra coreografía y esos suspiros de melancolía con los que gozáis
vuestra eterna mansedumbre. Es vuestro mundo, en el que debéis amar. Yo
me marcho muy lejos, a España, ¿sabéis dónde está España? Allá, al otro
lado de Europa, al otro lado del sueño… ¡qué lejos estás, Iberia!, ¡qué lejos
estás, Rusia! Y cómo os habéis encontrado… ¿recuerdas Katucha?,
¿recuerdas la noche en la que, velado por las sombras y la mirada atenta de
un cadáver, te poseí para que gozaras horror? Y la vaca, ¿te acuerdas de
aquella vaca, Katucha? Si nos has huido, tal vez estás ya en tierra… ¿amiga
o enemiga?, ya no sé los que para ti serán ahora los tuyos. Pisarás la misma
nieve que Kolka y Chujov, que Iván, el hombre del acordeón de botones y
la vieja mamuska de Wijagolowo que puso lágrimas en sus ojos al dar el
beso de adiós. Ya estaréis todos unidos. Yo me voy, sí, soy un intruso. Pero
si alguna vez tengo que regresar para enfrentar lo que siempre será
enemigo, porque enemigo es del ideal que yo sueño, os volveré a abrazar. Y
quizá juntos vayamos a ver a Tamara. Tú, Kolka, Katucha, Chujov, Iván…
¿os acordáis, os acordaréis de Lalo?… ¿lo recordaréis vosotros, todos los
que por vuestra vida pasé?… ¡Soy yo!, ¡soy Lalo Rumbo! No, jamás
podréis olvidarme, jamás podré olvidaros. Y a ti, muchacho de las amplias
espaldas y los ojos de escandinavo, que quisiste ser dueño de tu último
destino, ¿crees que alguna vez morirás para mí? Ahora veré a tus padres,
esconderé tu carta y les explicaré la Gran Mentira. Aún te veo echado sobre
la cama del hospital báltico con tu medio cuerpo, con tus manos tejiendo
cintas y tu sonrisa sin fin; aún te veo como a mí vienen Puschkin y sus
palacios, Pecka y… ¡Anna!, ¿aún eres la misma atemorizada muchacha de
largas trenzas y pechos llenos de vida? ¿A quién amaste, Anna?, ¿olvidaste
aquel abrazo —hace muchos miles de años— muchacha de Prusia, el día
que los bombardeos aterrorizaban la ciudad de los helados canales? Hacia ti
voy, hacia ti, María del Carmen, hacia ti, viejecita del río sin nombre…
Llegamos junto a un «panzer» alemán destruido por la aviación.
Apoyado en sus orugas quedé mirando la media cruz de una tumba, tan
solitaria y triste como la de José Antonio Estévez. Un tanque, un perro,
media cruz… Aquel hispano que ni nombre tenía, parecía querer
representar el anonimato de tantos millones que con él lucharon. Un
perro… una cruz… un hombre. La voz extraña parecía querer decirme que
era a aquello a lo que habían quedado reducidos los formidables ejércitos
del Este. Los roncos bramidos de las máquinas en avance, los suspiros del
ideal, la esperanza de un mundo… Por futuro, por nuevo norte, tendría el
mundo torcido que me esperaba al otro lado de la guerra. Una
desmoralización única… ¡No!, ¡atrás, voz sin nombre! Seguiría, tendría que
llegar a la otra vida, porque aún no estaba todo perdido y aunque lo
estuviese allí encontraría pueblos y gentes que me esperaban para que
aprendiese sus nombres y ellos repitiesen el mío. Llevaba en mí un mundo
de sereno horror que ya no pude sentir porque era demasiado repetido. A
este mundo debería dejarlo allí, junto a la cruz, junto a los muertos que no
conocía. Hallaría una mujer para olvidar a Tamara, hallaría puestas de sol,
praderas y azules cielos para borrar las nieves y hombres que me harían
paliar el recuerdo de Matías, de Manuel… millares de vivos que, con sus
alegrías, sus tristezas y sus rutinarias preocupaciones, absorberían la
nostalgia por los camaradas que a mis espaldas dejaba. ¡Animo, Lalo!,
¡ánimo! ¡Olvida esa cruz, mata ese perro y sigue solo! ¡Mátalos, rómpelos,
olvídalos, porque ellos significan el mundo perdido, el mundo, derrotado
que bulle en tus entrañas! Os derrotaron, te vencieron. ¡Nichetvo! La vida
empieza para ti; tienes veinte años y aunque te crees viejo verás cómo la
noria del vivir que te aguarda suavizará tu alma. ¿Joven?, ¿dónde está mi
juventud? ¿Dónde fue a morir, dónde se enterró? ¿Veinte años? No, no soy
yo; yo tenía dieciséis años. ¡Vamos!, ¡rompe el pensamiento, corre en busca
de tus heridos!, ¡apresura tu marcha para apresurar la derrota! Y llévate a
ese perro, a «Clavel», último vestigio de vuestras conquistas. ¡Vete hacia
atrás, hacia el refugio de la retaguardia y verás cómo el tiempo para ti corre
en sentido contrario! ¡Nichetvo!, ¡nichetvo! Lalo, hiciste lo que te
correspondió, mucho más de lo que te correspondía. ¿Qué importa lo
demás? ¡Nichetvo! ¿Acaso fue tu culpa, la culpa tuya, humilde soldado de
Europa, si la suerte de las armas os fue adversa? Nichetvo, sigue animoso y
fiero para que, si algún día, los amos de las blancas estepas de la Rusia
inmortal intentan extender por el mundo sus obscuras garras, aún te halle,
soldado de Occidente, con el fusil presto y el corazón alegre y acechante.
La sangre no corrió en vano, un esplendoroso amanecer será el fin de
vuestro sacrificio…
Joven tú, ¡hombre joven de España!
•••
Cara a la Vida.
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