Resumen de Jesucristo, de Karl Adam

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Karl Adam, “JESUCRISTO”, cuarta edición 1964, Barcelona, versión española

revisada por Andrés Mir Flaquer, Editorial Herder.

La lectura de este libro me ha parecido muy enriquecedora y me ha ayudado a


profundizar más en aspectos de la vida de Jesús. K. Adam en su obra “Jesucristo”
aborda con claridad los problemas que pueden inquietar al hombre de su época -y de
todas las épocas- ante la persona de Jesucristo. En los nueve capítulos (304 páginas)
de esta obra, K. Adam expone: el problema de la credibilidad de la fe y la relación
cristianismo-Cristo; la fe como el camino del que se parte para llegar al Misterio de
Cristo; un esclarecimiento de las fuentes históricas de la vida de Cristo; un análisis de
su fisonomía psíquica y mental; su vida íntima; la revelación de sí mismo; el hecho de
la resurrección; el misterio de la cruz; y la reflexión teológica y dogmática del Cristo eterno.

I. La esencia del cristianismo y el hombre del S. XX


La fe no es sino creer en la divinidad de Cristo, y el problema que hoy nos inquieta
consiste en saber si el hombre del siglo XX puede aún tener dicha fe. En el mensaje
cristiano no se trata únicamente de la elevación de la criatura hasta las alturas divinas,
de una glorificación y de una divinización de la naturaleza humana, sino ante todo, del
descenso de Dios, del Verbo divino, hasta la forma de esclavo de lo meramente humano.
Así pues, llegamos al punto de decir que ser redimido, ser cristiano, es entrar en
comunión con la vida y resurrección de Cristo; por eso, lo extraordinario, la audacia del
mensaje cristiano consiste en ver y poner siempre, a la vez, en Cristo, todos los rasgos
contradictorios de estos componentes: Dios y hombre.
Sin embargo, fácil es advertir el peligro de una desfiguración de Cristo, y, por lo
mismo, de la esencia del cristianismo. Una deformación es el Jesuanismo que hace
caso omiso de lo divino de Cristo. No ve en El al hombre-Dios; considera solo a jesus
hombre. Toda referencia a la divinidad de Cristo la atribuye a la tendencia
confabulatoria de la fe popular o al mito. Una segunda deformación acontece cuando
se acentúa falsamente el significado redentor del elemento divino en Cristo. Se insiste
tanto en la naturaleza divina, que, prácticamente, se deja a un lado el oficio propio de
la humanidad en la Redención.
Por eso, debemos tener claro que sólo al hablar de ese Dios encarnado, sin perder
jamás de vista ni su naturaleza divina, ni la humana, y situando cada una de ellas en
su verdadero puesto, estaremos seguros de hallarnos en el justo medio, en la esenia del
cristianismo. Sin embargo, esto implica tres elementos. En Primer lugar, su carácter
escatológico, es decir, el cristianismo es el desarrollo de la humanidad de Jesus. En
segundo lugar, la vida sacramental, es decir, el cristianismo es la aparición de Dios en
forma visible, humana, de ahí es fácil deducir que los sacramentos del cristianismo se
encuentras necesariamente en los orígenes y corresponden a su constitución esencial.
La tercera característica es su aspecto social, es decir, precisamente porque el Verbo
eterno hecho hombre, nuevo Adán, como un “nosotros” personal de los redimidos
contiene, por decirlo así, en su, persona, la multitud de los redimidos.
En definitiva, con perfecta exactitud se puede comprobar que el Cristo presentado
por los Evangelios, desde el principio al fin, está vivo a la luz del acontecimiento
pascual. Ninguno de los antiguos escritores cristianos ha escrito una sola línea como
no sea embebido en la creencia de que el Señor resucitó verdaderamente, subió a los
cielos y está siempre presente.
II. El camino de la fe
Desde el momento que nuestra vista está atrofiada para lo invisible, lo santo y lo
divino, se nos impone a los hombres de la actualidad el deber ineludible de ordenar y
preparar previamente nuestra mentalidad antes de tratar de la realidad de Cristo. Así,
la sola posibilidad de que Dios se haya manifestado en naturaleza humana, y esto,
hasta el último límite, hasta la encarnación de su propio Hijo, implica para el hombre
algo tan conmovedor, escalofriante y maravilloso qué so pena de pecar contra la misma
esencia de su ser no puede ante ello continuar tranquilamente su camino o dejarlo de
lado encogiéndose de hombros.
Nos encontramos pues, con planteamientos de la persona de Jesucristo que se
desvían de ortodoxia. En primer lugar, la crítica que ha afectado exponiendo teorías
radicales y revolucionarias, mutilando a capricho los textos primitivos con
procedimientos contrarios a la crítica sana y razonable. Es un hecho qué tantas teorías
levantadas antes con gran audacia y confianza, y otros muchos exageraciones de la
crítica textual de los Evangelios han dificultado hasta hacer completamente imposible
la inteligencia del cristianismo histórico, hasta el punto de que la crítica se pierde ella
misma en sus propias conclusiones creyendo que para ella para salir de las
problemática del Jesús histórico, lo refugian en un Cristo meta histórico. Además, nos
encontramos con el planteamiento que no consideraba al cristianismo en su
fundamento y contenido más que como un producto humano creado, es decir, la
vivencia del valor religioso, en lugar de la realidad firme y eterna de la Palabra de Dios,
quedando así profanada al ser desposeída de sublime trascendencia para convertirse
en algo puramente humana y en este sentido la figura de Cristo no sería ya la revelación
y la obra de Dios, si no la de nuestro sentimiento religioso.
Dicho lo anterior, podemos ver la contradicción en que incurre la investigación
crítica, cuando pretende estar capacitada, comportándose como si lo estuviera, para
solucionar decisiva y definitivamente mediante el método filosófico e histórico (medio
totalmente humano) el divino misterio de Cristo y su Redención. Así, el filo del
argumento se desvían, pues, en el punto preciso dónde empieza la verdadera cuestión,
la de la divinidad de la persona y de la obra de Cristo, y el método puramente empírico
está necesariamente condenado al fracaso, quedando fuera de su alcance la riqueza de
la realidad sobrenatural de Dios y de Cristo. Por ello precisamente la teología crítica se
obliga a separar radicalmente el Jesús de la historia del Jesús de la fe, en oposición
irreductible, que le llevo a sacrificar al Cristo de la plenitud que estaba en los corazones
de la primitiva comunidad orante, considerándolo como un mito.
En definitiva, se llega al misterio sobrenatural de Cristo, a su reconocimiento, por el
camino de la fe, no por el de la ciencia. Dicha fe es obra divina, sobrenatural, tanto por
su objeto como por el origen, un “don de Dios” (Ef. 2, 8). Además, esta fe en el misterio
de Cristo, no es, sin embargo, arbitraria en modo alguno. Descansa más bien sobre la
evidencia histórica de la credibilidad de Jesús y de su obra. Y finalmente, el argumento
mismo de credibilidad establecido por consideraciones puramente históricas y de razón,
no logra toda su fuerza concluyente y directriz para el espíritu cargado con las
consecuencias del pecado original, hasta el momento en que la gracia redentora de Dios
liberta al entendimiento y la voluntad del hombre de sus trabas hereditarias.

III. Las fuentes de la vida de Jesus.


La influencia creciente de la filosofía de Hegel sobre las concepciones históricas
predispuso a admitir con mayor facilidad la posibilidad de explicar la aparición del
cristianismo, no por una fuerte personalidad creadora, sino por el desarrollo feliz de
ciertas ideas poderosas activas. Así, surge una cuestionante ¿ha existido el Cristo de
los Evangelios? La respuesta la encontraremos no más que estudiando a fondo la
literatura cristiana, que atestigua la acción histórica de Jesús, y siempre que sea
posible acudir también a la literatura profana.
Veamos algunas fuentes profanas. Comencemos por celebrar la asombrosa
casualidad de que Tácito y Suetonio nos hablen de Cristo y del cristianismo primitivo.
También, el filósofo Justino en su “Dialogo con el judío Trifón”, reprodujo el
pensamiento judío acerca de Jesús: «Jesús, el galileo, suscitó una secta impía e ilegal.
Nosotros lo crucificamos. Sus discípulos robaron el cadáver del sepulcro durante la
noche y engañan a los hombres diciendo que resucitó y subió al cielo». El historiador
judío Flavio Josefo, para la historicidad de Jesús y de su mensaje, también nos ha
dejado un testimonio sobre Cristo, pues en sus “Antigüedades Judías” que publicó en
griego hacia el año 93, denomina a Santiago el Menor «hermano de Jesús, el llamado
Cristo».
Pasemos ahora a las fuentes cristianas. Aunque los Evangelios contienen la mayor
parte de la vida de Jesús, desde el punto de vista de la crítica literaria, el testimonio
más antiguo de la predicación cristiana son las epístolas de San Pablo, ante todo la de
los Romanos, la de los Gálatas y las dos dirigidas a los Corintios. No se propone reunir
una colección de noticias sobre Jesús, ni describir sin lagunas toda su vida pública, ni
aún darnos un fiel retrato. Ante el alma creyente y en adoración de Pablo no está el
Cristo en su forma terrena y humana, sino el Cristo espiritual o divino, el Cristo de la
fe. Pero precisamente porque este Cristo de la fe es al mismo tiempo, para San Pablo,
el Jesús-hombre. Así, no es exagerado afirmar que todo el mensaje de Cristo
transmitido por San Pablo sigue la línea estrictamente histórica de la persona y de la
doctrina de Cristo. ¿Dónde adquirió Pablo ese conocimiento? No fue ciertamente uno
de los discípulos primitivo, es decir, testigo presencial de su mensaje. Pero recogió datos
precisos de labios de los primeros cristianos a quienes él persiguió «hasta la muerte»
(Hch 22,14) ¿Es digno de crédito el testimonio de San Pablo? Podemos afirmar
confiadamente que nos ofrece el más alto grado de seguridad, y que difícilmente se
encontrará un testimonio histórico sellado, como el suyo, con su propia sangre. Así, lo
que provocó en otro tiempo su odio se convierte en su gran amor, y si el odio fue
clarividente, más lo es ahora su gran amor. Por ambos, San Pablo es para nosotros un
testigo fiel de Cristo.
Pasemos ahora a los Evangelios, y en primer lugar a los tres sinópticos. Debemos
reconocer ante todo para comprender su género literario que son una compilación.
Estos evangelistas no tuvieron nunca la pretensión de componer una obra original,
para dejarnos en ella, mediante un estudio de las fuentes, su concepto personal de
Cristo. La intención de ellos fue más bien recoger y ordenar lisa y llanamente todas las
tradiciones relativas a Jesús que se conocían en las comunidades. Pero tampoco se han
limitado a recoger sólo el contenido de los relatos en la tradición oral, sino que les han
dado una forma literaria personal. Con ello nos enseñan no sólo lo que dijeron los
primeros discípulos acerca de Jesús, sino también la manera como procuraban dar a
entender a los fieles las doctrinas y actos del Maestro. Así, en todo caso, un hecho
resultaría cierto: que en una lectura comparada de los Evangelios pueden resultar
desconcertantes al profano la numerosas coincidencias, paralelismos, dependencias y
al mismo tiempo llamativas divergencias en los detalles, las repeticiones, la composición
puramente externa y el esquematismo de su forma de exposición. Pero precisamente
esto nos da la seguridad de poseer los datos más primitivos de los apóstoles y de la más
antigua cristiandad, pues nos muestran con una evidencia incomparable y
conmovedora su fidelidad para conservar la tradición hasta en los más mínimos detalles
de expresión, pues su único anhelo era mostrarse testigos fieles de la tradición.
Ahora bien, el Evangelio de San Juan es también una fuente preciosa e indispensable
de la vida de Jesús. Ciertamente, su estilo y género literario difieren de los sinópticos,
así como también su finalidad docente, que a la luz de su divinidad ilustrar la vida
humana de Cristo. Pues bien, la tradición cristiana, así como el mismo Evangelio,
hablan del discípulo “que Jesús amaba”, es decir, Juan. Particularmente importante es
el testimonio de San Ireneo y otros padres de la Iglesia, testimonio de la tradición a la
que no se le puede poner ninguna objeción decisiva, pues según las tradiciones más
antiguas, San Juan vivió en Éfeso sus últimos años. Esta estancia, es un punto crucial
entre el pensamiento occidental y el oriental que permitiría explicar el modo helenístico
con que ve y describe a Jesús. Debemos, entonces, afirmar que detrás del último
Evangelio solo está la personalidad y el espíritu de Juan, el discípulo amado. Debemos
pues, decir que el cuarto Evangelio es una confesión personal, pero que por su
contenido esencial debe atribuirse a San Juan y que ofrece noticias de primera mano y
narraciones de un testigo presencial. La autenticidad y el carácter de estas fuentes nos
ponen en contacto inmediato con los primero discípulos.
La cuestionante hasta aquí es ¿podemos creer en los Evangelios? En primer lugar
debemos tener presente que jamás encontraremos un apóstol que predique y obre en
nombre propio, independiente de la comunidad, pues en los Evangelios no escuchamos
solo a los evangelistas, ni a los primero discípulos únicamente, sino que en ellos
encontramos la vida de la Iglesia primitiva y precisamente este carácter de comunidad
y de unidad es lo que presta el máximo grado de confianza a las expresiones de la fe de
los discípulos en Cristo. Así, todos los datos históricos relativos a la fe de la Iglesia
primitiva nos ponen de manifiesto una comunidad unida y dirigida por una autoridad
docente, que remonta hasta los apóstoles y que se preocupan con el máximo celo de
conservar la tradición apostólica. En definitiva, para los Evangelios –también para San
Pablo- se trata de llegar a Cristo a través de Jesús, y mediante su figura histórica hasta
su esencia divina y supraterrena.

IV. La fisonomía psíquica y mental de Cristo.


¿Qué nos enseñan los Evangelios acerca de Jesús? La primera cuestión que se
presenta es sobre la fisonomía global de Jesús. Los Evangelios y San Pablo no se
preocupan tanto de la personalidad humana y terrena de Jesús como de Cristo, glorioso
Hijo de Dios y Redentor, y, por consiguiente, es inútil esperar de aquellos una
semblanza propiamente dicha y completa de Jesús. El Jesús de los discípulos y de los
primeros cristianos era el Resucitado, el Cristo glorioso y celestial.
Así pues, ¿Cuál debió ser aspecto exterior de Jesús? Ciertamente, no se distinguió
en su atuendo de los judíos y rabino de su época. “Era como cualquier hombre y
también sus gestos” (Fil 2,7). En todo caso, no vestía llamativa y pobremente como su
precursor el Bautista. Como sus paisanos, llevaría ordinariamente un vestido de lana
con un cinturón que servía de bolsa al mismo tiempo (Mt 10,9), un manto o túnica (Lc
6, 29) y sandalias (cf. Hch 12,8). Por su Pasión sabemos que su túnica era sin costuras,
y toda tejida de arriba abajo (Jn 19,23). En sus largas caminatas, se resguardaría de
los ardientes rayos de sol mediante el corriente sudario blanco que envolvía su cabeza
y cuello. Pedro lo encontró posteriormente en su tumba (Jn 20, 7).
Su figura corporal, entonces, debió ser simpática, atractiva y hasta fascinadora. En
su figura debió de haber algo radiante que atraía irresistiblemente a toda persona de
sentimientos delicados. Además es significativo que Marcos, al referir una sentencia
importante del Maestro, usa la expresión: “Y mirándoles, dijo” (cf. Mc 5, 32; 8, 33; 10,
21). En sus ojos había algo dominante y arrollador.
Además, en cuanto a Jesús, nunca se ha podido hallar la menor alusión a
enfermedad alguna. Sus sufrimientos consistieron en privaciones y sacrificios que le
impuso su vocación de Mesías. Su cuerpo aparece singularmente resistente a la fatiga.
Prueba de ello es su costumbre de empezar su obra muy de mañana (Mc 1,35; Lc 6,
13), o largas caminatas, etc.
Ahora bien, ¿había un alma sana en este cuerpo? Vamos ahora a estudiar el estado
psíquico de Jesús. Si algo les llamó la atención en el modo de ser de Jesús, fue la lucidez
extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Debe decirse
que fue verdaderamente un hombre de carácter, apuntando inflexiblemente hacia su
fin, para realizar la voluntad de su Padre hasta el último extremo, hasta derramar su
sangre. En este sentido podemos decir que Jesús sabe lo que quiere y lo sabe desde un
principio.
Así pues, jamás se le ve, en todo su ministerio, ya sea en sus palabras o en su modo
de obrar, vacilar, permanecer indeciso y menos volverse atrás. Todo su ser y toda su
vida son unidad, firmeza luz y pura verdad. Producía tal impresión de sinceridad y
energía, que sus mismos enemigos no podían sustraerse a ella (Mc 12, 14). En esta
unidad, pureza y transparencia de todo su ser íntimo está la explicación psicológica de
su lucha a muerte contra los fariseos. Así, desde el punto de vista psicológico, lo trágico
de su destino fue la verdad y lealtad de todo su ser y la fidelidad a si mimo en su servicio
de su padre.
Pues bien, por otro lado nos encontramos con las parábolas de Jesús. En ellas sin
duda, los sentimientos que inspiraron dichas parábolas están colmadas de vida y no
hay la menor huella de blando sentimentalismo. Por ejemplo, cuando arroja a los
vendedores del templo, poco antes de su Pasión. O también cuando estalla su enojo en
la maldición de la higuera que aún no daba frutos porque “no era tiempo de los higos”
(Mc 11, 13). Pero se debe aclarar que con este modo de obrar tan paradójico, el profeta
llamaba la atención sobre si y sobre su misión reformadora. En estas acciones
extraordinarias es donde el Mesías se revela como tal.
También en otros pasajes lo que llama primero la atención del psicólogo, al estudiar
la fisonomía humana de Jesús, es su clarividencia viril en la acción, su impresionante
lealtad, su sinceridad austera y, en una palabra, el carácter heroico de su personalidad.
Sin embargo, Jesús estuvo siempre en contacto con la vida y poseyó un sentido de la
realidad. Con todo, jamás se han contado de Jesús ninguna de esas manifestaciones
extraordinarias como visiones, oraciones y locuciones extáticas.

V. La vida interior de Cristo.


Vamos a intentar ahora una descripción de la intimidad de la vida religiosa de Jesús,
abstracción hecha del misterio de su divinidad. Empecemos afirmando que consistió
en su entrega sin reserva a la voluntad del Padre. Las primera palabras suyas que
conocemos, nos recuerdan esta intimidad: “¿No sabían que es preciso me ocupe en las
cosas de mi Padre? (Lc 2, 49). Y su última palabra será una expiración en aquél: “Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46).
Pues bien, los evangelistas aluden reiteradamente al modo como Jesús vive y obra
en su Padre, y como esta unión se traduce en oración, que consagran todos los grandes
momentos de su vida. Por eso, es sumamente atractivo e indispensable para el
conocimiento de la vida interior de Jesús, examinar su oración y reconocer su verdadera
naturaleza. Jesús gusta siempre sobre todo de rezar en la soledad, siendo así, que
cuando ora, se sale completamente del círculo de la humanidad para colocarse
exclusivamente en el del Padre celestial. También, es extraordinario que Jesús no tiene
necesidad alguna de los hombres. En el alma humana de Jesús había un lugar
completamente vacío de todo lo humano, libre de cualquier apego terreno. Solo necesita
al Padre de ahí que reiteradamente repite Juan estas notables palabras de Jesús: “Yo
no estoy solo” (Jn 8, 16). Podemos aquí vislumbrar la esfera de su vida interior, sus
relaciones ónticas y vivas con su Padre. Además, casi siempre que Jesús reza, su
petición es para los demás. Y hasta cuando parece orar para sí mismo, como en el
Huerto de los Olivos, lo que en último término busca y acepta es la voluntad y
glorificación de su Padre. Así, Dios es para Él la libertad incondicionada, el poder
absoluto, delante del cual desaparece toda otra voluntad o poder.
Ahora bien, en la historia de los hombres, aun de los más grandes, no se conoce un
camino tan constante orientado hacia las alturas. Un Jeremías, un Pablo, un Agustín,
un Buda, un Mahoma ofrecen bastantes sacudidas violentas, cambios y derrotas
espirituales. Solo la vida de Jesús se desliza sin crisis y sin un desfallecimiento moral.
Jesús es un hombre totalmente libre. En Él desaparece también lo demás lazos
terrestres, como los de la patria y la familia, tampoco le retienen las cadenas de las
posesiones y riquezas, tampoco los honores de la tierra. Él nunca procura su propio
interés. Pues bien, hasta aquí aparece la fisionomía de Jesús grave y austera, santa y
sublime.
Así pues, podemos ver todavía más de su vida más íntima. Sobrecoge ver la
cordialidad, el calor, la confianza y la seguridad con que Jesús se abandona en los
brazos paternales de Dios. Una confianza absoluta que presta a Jesús su alegría de
vivir, su inconmovible seguridad frente a los acontecimientos de la vida. Su
personalidad intelectual, moral y religiosa sobrepasa lo humano. Toda su vida es como
un poema extraño, de una tierra desconocida; y no obstante, es una realidad viva.

VI. ¿Qué nos ha dicho Jesús acerca de si mismo?


Su primera palabra a los hombres no consistirá en una revelación acerca de su
propia persona, sino en la buena nueva de la proximidad del reino de Dios. El mensaje
de Jesús es: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios es inmediato. Hagan
penitencia y crean en la buena nueva” (Mc 1, 15). Cabe preguntarnos ¿Qué quiere
significar Jesús con la expresión “reino de Dios”? Jesús tiene muy presente el reino de
Dios en su mensaje, y éste ofrece un pronunciado carácter moral y religioso que se
fundamenta en su pasión dominante que tenía por objeto el cumplimiento de la
voluntad de su Padre celestial. De tal modo que la justicia y la penitencia son para
Jesús el camino que conduce al reino, pero no el reino mismo. Pero también Jesús
entiende por reino de Dios una comunidad de vida ininterrumpida y eterna, con el Padre
y con Él mismo. Dicho reino tiene un carácter estrictamente sobrenatural, porque lo
preparó el Padre y es escatológico.
Por otra parte, nos encontramos en los Evangelios con algunas parábolas
escatológicas. La idea dominante en estás no es tanto la de la inminencia como la de la
rapidez y sorpresa de la venida del Hijo del Hombre. La intención de Jesús es colocar
la vida del hombre, de cada uno en particular, en la incertidumbre del último día y del
juicio final. En definitiva, Jesús sabe que Él es, actualmente, el que contiene, al mismo
tiempo, en su persona el futuro y el presente, el fin de los tiempos y la actual generación.
Más aún, con sus palabras, sobre todo, en las parábolas escatológicas, Jesús conoce
que es el “rey” del nuevo reino en el que dirá a los de su derecha: “Vengan, benditos de
mi Padre, a tomar posesión del reino que les está preparado desde el principio del
mundo” (Mt 25,33). Estas palabras son algo atrevido y realmente extraordinarias en
labios de un hombre. No obstante, es la clave para penetrar el sentido de su misión y
explicar la aparente paradoja de su mensaje, pues al reconocerse Jesús como juez
futuro del mundo y como rey del nuevo reino, se le actualiza de algún modo dicho reino
en su conciencia, punto donde convergen el presente y el porvenir, el tiempo y la
eternidad.
Detengámonos ahora en otro punto. Jesús declara la conciencia que tenía de sí
mismo denominándose “Hijo del Hombre”, con lo cual descubre lo más profundo de su
personalidad. Esta expresión es usada por primera vez en el libro de Daniel (7, 13) y al
llamarse con toda intención Jesús así le comunicó un sentido extraño y misterioso. La
razón de que Jesús la use es sencillo. Si se hubiese atribuido desde un principio el
santísimo nombre de Dios, sus compatriotas, educados en la fe estricta, en la unidad
absoluta y en la grandeza infinita de Dios, lo habrían apedreado sin más como blasfemo,
aun antes de dar comienzo a su predicación. Del mismo modo, si hubiese empleando
la terminología mesiánica de su tiempo, se hubiera denominado simplemente “hijo de
Dios”, con esa expresión habría más bien ocultado que descubierto el secreto de su
divinidad, pues el judío de aquella época daba ese nombre santo a otros seres creado
(los ángeles, el mismo pueblo judío, el rey y judíos piadosos) y ese nombre aplicado a
Él habría despertado en ellos la idea de una creatura. Por eso para evitar ambas
interpretaciones, se apoyó Jesús en la profecía de Daniel.
Así, esta expresión es usada por Jesús para llamar la atención de los judíos sobre
realidades ocultas en su persona y se comprende que prefiera emplearla para dar a
entender y expresar por medio de una imagen muy sencilla lo que quiere ser para
nosotros: un hombre entre los hombres y, no obstante, su rey, su juez y su salvador,
en suma un hombre del cielo.

VII. La resurrección de Cristo.


Los discípulos, aun siendo testigos directos de Jesús, no llegaron a penetrar
completamente a lo largo de su vida mortal en el verdadero fondo de su misterio. Y
todos los acontecimiento que Jesús les anticipo y que luego ocurrieron, su Pasión y
Muerte, fue un golpe duro para ellos. Sin embargo, no fue un desmoronamiento
completo de su fe. Habían visto con claridad meridiana el dedo de Dios en la vida y en
las obras de Jesús, que se había abierto a ellos de un modo demasiado íntimo para que
unas horas fuesen suficientes para perder toda la confianza en Él.
Ahora bien, más tarde, los conmovedores acontecimientos de Pascua y Pentecostés
trajeron el conocimiento espiritual de Cristo, que dio a los discípulos una certidumbre
inquebrantable en su espíritu. Así, en el Nuevo Testamento tenemos seis relatos de la
resurrección del Señor: los de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan, algunas
alusiones cortas en los Hechos de los Apóstoles y finalmente, el relato de San Pablo en
su primera Epístola a los corintios. Este último es el más antiguo, lo que San Pablo
anunció a los de Corinto acerca de la resurrección, como uno de los puntos principales,
dice el mismo (1 Cor 15, 3) que lo recibió de la tradición, es decir, de la comunidad
primitiva y de los primeros apóstoles.
Pablo se propones con este texto, probar como un hecho histórico la resurrección de
Cristo, y con empeño procura resaltar que es precisamente un resucitado, salido del
sepulcro y que no continúa viviendo simplemente como un espíritu liberado del cuerpo
como las demás almas de los muertos. ¿En qué clase de corporeidad piensa Pablo? Lo
explica sirviéndose de la analogía del grano de trigo (1 Cor 15, 35ss). La corporeidad
que allí recibe es enteramente nueva y se debe a Dios. Por esto el cuerpo de Cristo
glorificado, que, según Pablo, se apareció a los discípulos, debe entenderse como una
realidad enteramente nueva, tan diferente, celestial y espiritualizada, que Pablo se
dirige al Señor como a un espíritu (2 Cor 3, 17).
Por otro lado, nos encontramos con argumentaciones enemigas que describen la
resurrección del Señor como experiencia subjetivas, testimonios, revelaciones de su fe
conmovedora en el poder victorioso de Cristo y, en el mejor de los casos, experiencias
debidas a la dirección de Dios, que utiliza para el bien hasta las ilusiones de los
hombres. Lo anterior nos lleva a un examen sin prevenciones del relato paulino que
obliga a comprobar, en primer lugar, que el apóstol une íntimamente la resurrección
de Cristo a su muerte y sepultura (1Cor 15, 3), pues es precisamente en referencia a
esta muerte y sepultura que habla de su despertar, lo que nos lleva a comprender que
Pablo identifica el cuerpo glorioso con el cuerpo antes muerto y sepultado. Pero
naturalmente, el cuerpo salido del sepulcro no está ya, como la carne, bajo el yugo del
pecado, sino del espíritu.
Además, los puntos de contactos de Pablo con los evangelistas van aún más lejos, ya
que no sólo sabe de las apariciones en Galilea, sino también de las acaecidas en
Jerusalén. Ello se deduce con suficiente claridad de la frase central de su relato, a
saber, que Jesús, “conforme a las Escrituras”, resucitó precisamente “al tercer día” (1
Cor 15, 4). En todo caso, ni los evangelistas ni Pablo intentan darnos un relato profundo
y complejo de la resurrección. Más bien solo hablan de ella en cuanto es el fin glorioso
de una vida verdaderamente divina, el amén de Dios a la obra de Jesús en la tierra, y
así lo que verdaderamente les interesa como punto central es el hecho mismo de la
resurrección y en este sentido, la esencia misma de toda su misión apostólica, según
ellos, radica en ser testigos de la resurrección de Cristo.
Así pues, las narraciones bíblicas nos atestiguan dos cosas. En primer lugar, que las
apariciones de Jesús no acontecieron en plena calle, ante una multitud de
espectadores, ni ante el foro de los doctores de la ley o del Sanedrín, sino que tuvieron
lugar en la intimidad, ante los discípulos y sólo ante los que ya creían en él de algún
modo. Y en segundo lugar, es que los discípulos no quedaron convencidos
inmediatamente. Fue necesario que comprobaran ciertos actos, determinados detalles
característicos de la persona de Jesús, antes de reconocer esta identidad. En este
sentido lo que veían y atestiguaban los discípulos no era, algo puramente natural y
percibido por los sentidos, sino una vivencia sobrenatural producida por Jesús
transfigurado, una acción personal sobre su cuerpo y su espíritu.

VIII. La Cruz de Cristo.


La buena nueva de la resurrección de Jesús es, al mismo tiempo, la buena nueva de
su muerte redentora. La luz de la Pascua cae sobre el Gólgota y sobre la cruz para
darles esplendor. Así pues, la oblación libre del Hijo de Dios se funda, por su parte, en
ese amor esencial y misterioso del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que eternamente
constituye el Espíritu Santo. De tal modo, que el misterio de la Cruz se relaciona
íntimamente con el misterio de la Santísima Trinidad.
Así pues, la parábola de los viñadores homicidas (Mt 21, 33ss) es prueba claramente
que su muerte forma parte de la obra de salvación. También, observación importante
es que Jesús aplica a su misión redentora el término “recate” (Mt 20,28; Mc 10,45) que
designa la suma de plata por la que un condenado a muerte rescataba su vida. Al decir
Jesús que quiere dar su vida en rescate por los hombres, prueba claramente que
atribuye a su muerte un valor de salvación, satisfacción, reconciliación y substitución.
Hay que resaltar también, que en último término, si Jesús vino a la tierra no fue para
curar enfermos u obrar milagro, ni siquiera para predicar el reino de los cielos. Todo
eso era lo exterior del lado visible de su actividad mesiánica; el verdadero punto central
de su obra redentora fue el rescate de nuestras vidas mediante su muerte.
Cabe señalar además, que en la sencilla forma del pan dividido en trozos y del vino
distribuido, anticipó Jesús con su poder creador el sacrificio de sí mismo, su propia
entrega en la Cruz; ofreció su cuerpo desgarrado y su sangre derramada; lo hizo
presente y lo dio a sus discípulos para que lo sumiesen, para que así pudiesen
participar de su sacrificio y de su gracia. Al hacer esto y pedir a sus discípulos lo
renovasen en memoria suya (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24), introdujo en el presente actual y
en forma incruenta su sacrificio en la Cruz, haciendo del mismo la fuente verdadera y
única de toda redención y bendición.
Ahora bien, tenemos una pregunta por responder ¿Por qué eligió Dios ese camino
para salvarnos? Lo primero que hay que decir es que Dios es humanamente
incomprensible, un misterio. Pues bien, si Dios quería restablecer, elevar, en sentido
pleno y completo la naturaleza humana caída, su acción redentora no debía limitarse
al perdón de la falta, ni a la renovación del hombre tal cual era, sino que debe abarcar
también la reparación y reconciliación completas, el cumplimiento pleno del deber de
satisfacción que el hombre pecador debía a Dios. En este sentido, de alguna manera
era necesario que el camino de la redención lo fuese también a la vez de justicia,
satisfacción y reconciliación creadoras. Pues aunque Dios hubiese preparado un
hombre sin pecado, santo y lleno de gracia, y le hubiese llamado a un sacrificio
reparador para sus hermanos, esa acción reconciliadora, por más heroica que hubiera
sido, dentro de los límites de lo humano, sería siempre imperfecta y limitada y
necesariamente estaría al lado de acá del infinito abismo entre Dios y el hombre. Así,
Dios podía, también, perdonarle misericordiosamente y renunciar a la reparación, pero
entonces, por toda la eternidad quedaría irreparada una ofensa a Dios y desde las
profundidades del ser surgirían las tristes sombras de algo que no debió quedar así,
apareciendo como una mancha en la mano de aquél que solo existe por sí mismo y no
deja empañar su honor. De este modo, la justicia de Dios excluye, pues, hasta la
posibilidad de que un simple mortal pueda dar una satisfacción suficiente. En
definitiva, si la justicia divina exige un castigo infinito, su amor pagará una infinita
reparación, y así, el amor y la justicia se unieron en la encarnación del Hijo de Dios.
Así, Cristo es al mismo tiempo verdadero Dios y hombre verdadero, uniendo en sí mismo
los extremos del ser, el de allá y de acá, el cielo y la tierra. Él es el mediador nato entre
Dios y el mundo.
IX. Cristo Eterno.
Así como los apóstoles, únicamente después de haber visto a Jesucristo resucitado
y después de haber vivido el milagro de Pentecostés, acertaron a desprenderse de sus
tradicionales conceptos terrenos, pudiendo contemplar el ser divino de Jesús con toda
claridad, así también nosotros, nacidos posteriormente, sólo con una fe entusiasta en
aquel que está sentado a la diestra del Padre, conseguiremos ver las misteriosas
profundidades de su ser divino y humano y comprender en toda su grandeza y en toda
su arrolladora gloria la majestad del Señor que envuelve su figura. En este sentido, la
gran tarea de la Iglesia post-apostólica fue explicar y hacer comprender y sentir al
hombre en el más alto grado el misterio de Cristo, descrito a grandes rasgos por las
narraciones bíblicas.
Así pues, llego el tiempo en que el creyente comenzó a reflexionar y a cavilar. Frente
a las objeciones de los judíos, de los paganos y de los primero herejes, la tarea
apremiante de los Padres de la Iglesia y de los teólogos fue aclarar racionalmente, en
cuanto es posible hacerlo y así, se fueron originando los dogmas cristológicos de la
época post-apostólica. El primero fue el que declaró solemnemente el concilio de Nicea
en el año 325, que la persona divina de Jesús tiene la misma esencia común con el
Padre, al cual no está subordinado ni forma tampoco una divinidad de segundo rango,
y es realmente Dios de Dios y luz de luz. Luego el concilio general de Éfeso en 431
esclareció en fórmula breve concisa el misterio del Hombre-Dios en el sentido de que
Cristo era único, no dividido en dos personas, y que esta unidad está fundamentada en
la persona de Dios que tiene la naturaleza divina y humana. Luego también, el concilio
de Constantinopla afirmó que la encarnación de Cristo no suponía que su humanidad
fuese tomada en la naturaleza divina, sino únicamente en su divina persona, y con ello
quedó radicalmente rechazada la solución monofisita, pues no se trataba en manera
alguna de referir esa unidad a la omnipotencia de la naturaleza divina, que
transfiguraría y divinizaría las energías humanas del Señor. Más tarde, en el sexto
concilio general de Constantinopla, en el año 680, confirmado por el Papa Agatón, fue
declarada herética la doctrina que admitía en Cristo una voluntad y una sola actividad
voluntaria y se proclamó el dogma de la existencia de dos voluntades y de dos
actividades. Pero, a pesar de que ambas voluntades son independientes, no se
interfieren entre sí, y no queda impedida en absoluto la unidad moral, ya que la
voluntad humana de Jesús se somete en todo a la divina. Además, según la doctrina
de la Iglesia, la actividad de las personas divinas acontece en lo intradivino, no fuera
de él. La acción exterior de Dios no tiene lugar jamás debido a una persona sola, sino
que procede del Dios trino, cumpliéndose siempre en la más completa libertad, según
los juicios del Dios eterno.
Ahora bien, evidentemente, no se ha podido descorrer el último velo, y ni siquiera
hoy se han terminado las especulaciones acerca del misterio de Cristo. Sin embargo,
debemos defender y confesar la fe en el mensaje de Cristo, la verdad de que en Él
tenemos el camino hacia el Padre y de que constituye el “sí” de Dios a nuestra
redención, y por otra parte, siempre estará en tensión y ante enigmas el pensamiento
creyente siempre que pregunte e investigue las insondables riquezas del misterio de
Cristo. En definitiva el hombre y Cristo, ambos viene a ser como pregunta y respuesta,
como el deseo y la realización. Solo aquel que en Cristo encuentra la solución a su
problema y la realización de sus anhelos está redimido, pues no hay en el cielo ni en la
tierra otro nombre por el que podamos salvarnos, excepto el de Jesús.

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