NajmanovichEl Lenguaje de Los Vínculos PDF
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Crisis, Cambio y Caos son tres términos que se escuchan cada vez con mayor frecuencia.
La economía está en crisis, la educación lo está y los valores también. Sin embargo, podemos
preguntarnos si lo que está en crisis son las cosas en sí mismas o nuestra manera de apreciarlas.
La concepción clásica del conocimiento y sus modos de producción y gestión asociados ponen el
acento en la “objetividad” de los problemas. Desde otras perpectivas más contemporáneas, los
problemas emergen en la interacción del sujeto con el mundo, se constituyen desde una
determinada concepción, cobran valores distintos desde diversos puntos de vista.
Nuestra cultura parece haber llegado a un callejón sin salida: las viejas recetas
destinadas a curar todos los males sólo nos empeoran. Frente a esta situación, se hace cada vez
más imprescindible reflexionar sobre los caminos que nos han llevado hasta aquí y atrevernos a
generar nuevos rumbos hacia parajes hoy desconocidos. Desde luego que semejante alternativa
produce vértigo, el miedo de nuestra civilización a lo desconocido es ancestral. Sin embargo las
rutas habituales nos han llevado al borde del abismo, todas las alternativas son riesgosas, aún la
inmovilidad.
La civilización que creyó en las certezas definitivas, en el conocimiento absoluto y el
progreso permanente ha comenzado a derrumbarse y están abriéndose paso nuevos modos de
pensar y vivir en el mundo. De concebir el universo como un Cosmos Mecánico estamos pasando
a una concepción de islas de estabilidad en un mar de Caos. De afirmar la posibilidad de un
conocimiento absoluto, verdadero, objetivo y universal pasamos a afirmar el perspectivismo, la
no separabilidad absoluta del observador y lo observado, la íntima ligazón entre la teoría, la
acción, la emoción y los valores. De un mundo en que las ciencias y las humanidades estaban
separadas en dos culturas radicalmente distintas estamos empezando a recorrer un camino hacia
una ciencia que se piense a sí misma como una “mirada poética de la naturaleza” (Prigogine y
Stengers, 1983) y unas artes que no dudan en proponerse como modos de conocimiento.
La crisis actual no se caracteriza sólo por la emergencia de nuevos paradigmas en la
ciencia o por la revolución tecnológica permanente. Los cambios en nuestra forma de concebir la
relación humano-mundo son el “sistema nervioso central' de las transformaciones de este fin de
la modernidad (1). El recorrido de este trabajo, que parte del nacimiento de la edad moderna
hasta llegar al punto de bifurcación cerca del cual nos encontramos, ha sido pensado de tal
manera que nos permita una exploración de los supuestos fundamentales que conformaron la
nervadura de nuestra forma de pensar sobre nosotros mismos y nuestro conocimiento y -a la vez-
analizar las concepciones del mundo de la modernidad y de los nuevos paradigmas emergentes.
Este doble juego responde al objetivo de poner en marcha un modelo ecológico del
conocimiento, que nos permita abrir las puertas al mundo de la complejidad y nos facilite
realizar algunas exploraciones preliminares de las redes multidimensionales que se abren al
pensamiento en el mundo contemporáneo. Propongo empezar el viaje con un verso de Caetano
Veloso: Navegar es preciso, vivir no es preciso...
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que produjo el universo aristotélico-tomista al derrumbarse, se propuso encontrar unos
cimientos firmes que pudieran garantizar que el edificio del conocimiento no caería
nuevamente. La certeza que Descartes buscaba debía ser absoluta y contar con un fundamento
indubitable. De este modo la filosofía cartesiana instauró un modo específico de relación del
hombre como sujeto y el mundo como objeto que ya había comenzado a desarrollarse en el
Renacimiento. La noción de sujeto racional capaz de conocer la naturaleza como “ lo otro de si”
y elaborar una imagen o representación de ella, nace con la Modernidad y se incluye en una
constelación conceptual constituida a su vez por las nociones de fundamento último, realidad
única y verdad absoluta.
El conocimiento matemático es el modelo ejemplar, el horizonte de sentido que guía a
los pensadores en el camino de la construcción del espíritu moderno. Galileo (1564-1642) fue
uno de los más populares divulgadores de esta “nueva sensibilidad”. Este le otorga una alta
prioridad a la teoría, a los principios y a las demostraciones matemáticas. Su concepción de la
experiencia es mucho más amplia que el estrecho concepto de experimentación de laboratorio -
al que desde luego incluye-, abarca además los experimentos mentales y todo tipo de
idealizaciones construidas en el marco de un sistema teórico global. Galileo, nos dice
Feyerabend, no rechazó la experiencia ni confió en ella con exclusión de todo lo demás, sino que
la transformó. Esta utilización a fondo de la matemática como herramienta de interpretación
hizo que la experiencia galileana fuera más sofisticada que la aristotélica, pues estaba más
alejada del sentido común (2), ya que eliminaba la enorme diversidad cualitativa que percibimos
y reducía la experiencia a términos puramente cuantitativos. En palabras de Galileo:
La filosofía está escrita en ese grandioso libro que está continuamente abierto
ante nuestros ojos (lo llamo universo). Pero no se puede descifrar si antes no se
comprende el lenguaje y se conocen los caracteres en que está escrito. Está escrito en
lenguaje matemático, siendo los caracteres triángulos, círculos y figuras geométricas. Sin
estos medios es humanamente imposible comprender una palabra; sin ellos, deambulamos
vanamente por un oscuro laberinto. (“Il Saggiatore”, Galileo Galilei).
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que Parménides decretó que algo no puede surgir de la nada (véase Najmanovich, 1994). En este
trabajo no pretendo establecer la verdadera y única historia, sino ejercer una función
historizante para construir una narración posible y coherente que permita producir sentido en
nuestro navegar histórico. Es, entonces, un ejercicio de desatino controlado, porque intenta
narrar lo inenarrable y, por lo tanto es casi una locura, pero es una locura controlada, un
ejercicio de suspensión temporaria de la incredulidad, para poder anclar en el pensamiento e
intentar comprender, y en este sentido es la acción más alejada del desatino. Estrategia
paradójica y, sin embargo, eficaz y habitual en nuestra especie, que H. Atlan denominó “razón
astuta” (1991). Paul Benoit y otros historiadores de la ciencia, entre los que se destacan Michel
Serres y P. Thuillier, al ejercer de una manera lúcida y comprometida esta función historizante,
han planteado que el privilegio concedido a lo cuantitativo se relaciona estrechamente con el
nuevo modus vivendi que se produce con el resurgimiento de la vida en las ciudades, el
desarrollo del comercio y las actividades mercantiles y con ellos el intercambio con otras
civilizaciones y otros mundos conceptuales. En estas condiciones se fueron generando nuevas
clases de hombres y de instrumentos técnicos, artísticos y sociales, que vehiculizan las
relaciones del sujeto con el mundo. En particular se destaca la revalorización de los clásicos
griegos, su difusión gracias a la imprenta, la influencia de las culturas orientales especialmente
la árabe que había conservado y traducido los clásicos griegos y que había prestado especial
atención a la ciencia. La matemática se enriqueció enormemente con estos aportes entre los
que hay que destacar el sistema de numeración hindú, que incluía al cero y la notación
posicional, que le otorgaba grandes ventajas operativas, que fueron rápidamente aprovechadas
por la nueva clase mercantil. Los viajes y las reorganizaciones políticas, abrieron la puerta a
nuevos mundos, desde la conquista de América hasta la re-configuración del mapa político
europeo, en permanente modificación. Las viejas certezas comenzaron a tambalear, pero su
caída y reemplazo por una nueva cosmovisión duró varios siglos, durante los cuales se
produjeron transformaciones radicales en las artes, la filosofía y la religión ligadas siempre al
nuevo modo de vida de las ciudades y a la concepción mercantil del intercambio. B. Rotman
(1987) plantea que la disrupción y la desintegración moral inherente al ascenso del capitalismo y
su mercantilización de la realidad social, su capacidad para desestimar los sentimientos de
camaradería y reducir la interacción de los seres humanos a un intercambio fijado en dinero y
poder, es el tema central de la obra de Shakespeare “El Rey Lear”. El gran dramaturgo inglés
nos muestra cómo hasta el amor es mercantilizado, evaluado cuantitativamente, Dice el Rey
Lear a sus hijas:
¿Cuál de vosotras, decidme, nos ama más? Que nuestra mayor largueza se
extienda sobre aquella cuyos sentimientos naturales merezcan mayor galardón.
Esto es sin duda un exquisito ejemplo de la lógica del “toma y daca” típica del
mercantilismo aplicada a los afectos y relaciones personales (3). Las dos hijas mayores de Lear
complacen al padre con inflados discursos henchidos de bellas palabras (que parecen ser la
nueva forma de cuantificar el cariño). Cordelia, en cambio, cuando su padre la incita a la
compentencia, siente que ante esa pregunta -que a su juicio carece de sentido-, sólo puede
callar, pués no concibe al amor como un objeto medible. El díalogo de la hija menor con el rey
es el siguiente:
-Rey Lear.- ¿Qué puedes decir que merezca un tercio más rico que el de tus hermanas?
¡Habla!
El lenguaje de los vínculos
De la independencia absoluta a la autonomía relativa
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Cordelia.- Nada, monseñor.
Rey Lear.- ¿Nada?
Cordelia.- Nada.
Rey Lear.- De nada no vendrá nada; habla de nuevo.
Cordelia.- ¡Infeliz de mí, que no puedo llevar dentro de mis labios el corazón! Amo a
Vuestra Majestad conforme a mi deber; ni más ni menos.
Rey Lear.- ¡Cómo, cómo, Cordelia ! Enmendad un poco vuestras palabras, si no queréis
dañar vuestros intereses.
Unos siglos antes, en la época de Dante Alighieri (1265-1321) esa concepción del amor no
había nacido. El lenguaje de los vínculos era totalmente distinto. Dante, en La Divina Comedia,
habla del afecto en términos que hoy, después de varios siglos de mercantilización de la vida,
nos resultan extraños:
La virtud formativa - el alma- irradia en torno, como cuando vive en los
miembros; y como el aire, cuando está nebuloso, por el rayo ajeno - del sol- que en él
refleja, de diverso color se muestra ornado, así el aire vecino toma la forma que le
imprime, virtualmente el alma que se detuvo aquí; y semejante pues a la llama que sigue
al fuego dondequiera se traslada, sigue el espíritu su forma nueva. Y porque a esto debe
su apariencia, se le llama sombra; y así organiza pues cada sentido, hasta la vista. De
aquí que hablemos y de aquí que riamos, de aquí que lancemos las lágrimas y los suspiros
que por el monte habréis sentido. Según nos afecten los deseos y los demás afectos, la
sombra toma sus formas; y esta es la razón de lo que admiras.
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Puede pensarse que la mercantilización progresiva de todas las relaciones, junto al
desarrollo de técnicas de medición y cálculo asociadas a este fenómeno, está en la base de una
transformación de la sensibilidad artística. Pero también es verosímil considerar que los artistas
pre-figuraron a través de sus obras y el desarrollo de sus propias técnicas –como la invención de
la perspectiva en la pintura y los primeros instrumentos de medición exacta del tiempo por parte
de los músicos– lo que luego la filosofía y la ciencia naciente explicitarían y profundizarían. En
cualquier caso, no estoy hablando de condiciones ni necesarias ni suficientes, ya que no
pretendo dar una explicación causal del origen de la Modernidad sino historizarla, es decir
proponer un sentido posible y verosímil para nuestra cultura. Desde esta perspectiva es historia
abierta, que siempre puede enriquecerse, crecer, cambiar, incorporar otras relaciones, explorar
otras interacciones, modificar el foco: una historia viva producto de una actividad historizante.
Uno de los puntos fundamentales para entender el paso del Medioevo a la Modernidad es,
desde mi punto de vista, el de comprender la prioridad concedida a la cuantificación. He
intentado explicitar la mercantilización de las relaciones, que permitió la emergencia de la
pregunta ¿Cuánto me querés? del Rey Lear a sus hijas, y he planteado que esa forma de ver el
mundo y de formularse preguntas acerca de él era inexistente en la mentalidad medieval.
Shakespeare se lamenta en el 1600 de esta mercantilización afectiva, la reconoce sólo para
vituperarla ya que aún no se ha efectuado la “naturalización” de la forma moderna de ver el
mundo, a la que el gran dramaturgo inglés le endilga buena parte de las desdichas del Rey Lear.
A pesar de las quejas de Shakespeare y otros poetas, una nueva sensibilidad se fue expandiendo
en las ciudades, donde comenzaron a gestarse nuevas formas de interacción humana
desconocidas en la baja Edad Media. En el nuevo espacio vivencial que es la ciudad surgieron
otros diálogos del hombre con el mundo. Los pintores comenzaron a desarrollar una técnica de
estandarización de sus obras basada en fundamentos geométricos, y transmitieron a sus
discípulos a través de una nueva forma de organización propia de la ciudad: los gremios.
Como hemos visto, la vida ciudadana se va ligando cada vez más íntimamente al reloj
como medio de estandarización de las costumbres. Aunque hoy nos resulte extraño, los músicos
tuvieron una influencia muy importante en el cambio de la concepción temporal debido a su
interés en la producción de instrumentos de precisión para medir intervalos cortos de tiempo,
necesarios para la composición de música polifónica. Al respecto nos dice el historiador Szamosi
(1986):
El tiempo métrico se inventó mediante la teoría y la práctica de una forma
(5)
musical exclusiva de Occidente: la música polifónica y su notación [...] Lo que las
sociedades humanas necesitaron desde un principio fue seguir la marcha del tiempo, que
no tiene nada que ver con medir el tiempo, aunque a veces se confundan ambas. Seguir la
marcha del tiempo significa que hay que adaptarse a las fases de un cambio periódico del
medio. Para ello todas las civilizaciones construyeron relojes y calendarios, pero los
utilizaban más o menos como los relojes biológicos. [...] Reflejaban el mundo natural y
permitían que la sociedad estuviese preparada ante sucesos futuros predecibles, pero no
medían el tiempo.
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cuerpos, la trayectoria de los proyectiles y el movimiento y rotación de la Tierra suelen citarse
como hitos fundamentales del nacimiento de una nueva ciencia, a la que hoy llamamos Física
Clásica. Uno de los principales aportes de Galileo para apoyar la teoría copernicana del
movimiento de la Tierra fue su original solución de lo que se conocía con el nombre de: “el
argumento de la torre”. Este planteaba que si se arroja un objeto desde una torre en línea recta
hacia el suelo y éste tarda unos segundos en descender, en ese tiempo -por ejemplo 4 segundos-
, la tierra se habrá desplazado del punto desde donde se arrojó el objeto unos 1800 metros. No
obstante el objeto no cae casi a 2 km del punto original: lo hace muy cerca de él, a los pies de
la torre. Este argumento muestra que la Tierra no se ha movido, desde la perspectiva
aristotélica. La argumentación es impecable y no contiene fallas lógicas, ni empíricas ¿Cómo
refutarla entonces? Galileo planteó otra forma de concebir las cosas, ligada también a la
experiencia y lógicamente impecable, que si bien no falseaba el argumento de la torre, abría la
puerta para otras interpretaciones y por lo tanto otros mundos. Lo que dijo es por demás
sencillo, en términos actuales podría presentarse así: cuando un un pasajero dentro de un vagón
de tren que está en movimiento deja caer un atado de cigarrillos desde una cierta altura, este
cae a los pies de quien lo soltó y no a varios metros de distancia del fumador. Sin embargo
respecto del suelo terrestre, el paquete sí ha quedado a muchos metros del lugar donde fue
soltado. Nosotros creemos que el paquete cayó en línea recta porque nuestra percepción visual
así lo indica, pero la sofisticada interpretación galileana de la experiencia nos propone pensar el
movimiento del paquete como una parábola que surge de la composición de dos movimientos,
uno vertical debido a la gravedad y otro horizontal en la dirección en que se desplaza el tren,
porque el atado de cigarrillos conservó el movimiento del ferrocarril (esto es precisamente lo
que vería un observador desde la tierra firme, si tuviera los instrumentos adecuados).
Nuevamente Galileo nos muestra su genialidad. El argumento de la torre era irrefutable por su
construcción. No tenía sentido buscar otras alternativas en el mismo plano de análisis, sólo había
que saltar a otro mundo posible, es decir, a otro escenario conceptual, tan válido empírica y
lógicamente como el anterior, pero que surgiera de premisas distintas, de tal manera que al
pasar a ese otro mundo, con un contexto diferente, el problema no se resuelve sino que lisa y
llanamente se disuelve.
Galileo aportó a sus contemporáneos una forma novedosa de encarar los problemas. Lejos
de aferrarse a las observaciones, las incluyó dentro de marcos conceptuales nuevos, producto de
su brillante imaginación y expresados en modelos matemáticos de gran simplicidad y rigurosidad.
El gran historiador de la ciencia B. Cohen (1961) nos dice al respecto:
Para apreciar cabalmente la índole de los descubrimientos galileanos, debemos
comprender la importancia del pensamiento abstracto y del uso que le dio Galileo como
herramienta que, en su refinamiento final, constituyó un instrumento mucho más
revolucionario que el telescopio. Demostró cómo puede relacionarse la abstracción con el
mundo de la experiencia, cómo del pensar sobre la “ naturaleza de las cosas “, es posible
deducir leyes relacionadas con la observación directa.
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tiempo y un espacio relativos, es decir, convencionales, producto del acuerdo entre sujetos
sobre una base arbitraria. Sin embargo, al definir una unidad y una escala, al construir
instrumentos de medida basados en ellos, al acostumbrarse la sociedad a estos procedimientos y
olvidar su origen, su artificialidad, su convencionalidad, se producirá en las generaciones
siguientes la ilusión de una medida absoluta y exacta.
El éxito de la física newtoniana colaboró especialmente para que los hombres de los
siglos XVIII Y XIX se forjaran esta ilusión de un conocimiento absoluto, universal, eterno y
completo del universo. Sin embargo, aunque las ideas de Newton sobre el tiempo y el espacio
absolutos son hipótesis necesarias para hacer inteligible su teoría, el gran maestro de la física
clásica tenía muy claro la imposibilidad de obtener una medida de estos parámetros absolutos,
ya que por obra y gracia de su propia definición, son independientes de nosotros y, por lo tanto,
no podemos tener contacto con ellos. Sólo podemos hacer mediciones basadas en escalas
definidas arbitrariamente, pero sobre las que nos ponemos de acuerdo en que serán tomadas
como las bases de la medición (6). Una vez fijada una escala y aceptada por la sociedad, su
carácter convencional se olvida. Su origen se borra y el proceso se naturaliza. Raramente alguien
se pregunta cosas como ¿a quién llama la señorita que da la hora para preguntarle “qué hora
es”? o ¿con qué midieron el “metro patrón” los expertos parisinos?
En la medida en que los procesos de cuantificación –con sus instrumentos matemáticos
como la geometría analítica de Descartes, el cálculo diferencial- integral de Newton y Leibniz, y
sus aparatos técnicos como el reloj y los patrones de medida- se fueron haciendo más y más
comunes, su presencia permanente los volvió naturales para el hombre moderno. Procedimientos
y preguntas, que a Aristóteles y a los hombres medievales les hubieran resultado absurdas y poco
interesantes emergieron en el nuevo ambiente social posrenacentista y moderno como
prioritarios y luego obvios y naturales. Los griegos tenían una noción de medida interna, es decir
una relación armónica propia de la naturaleza de las cosas. Esta concepción se expresó
claramente en la idea hipocrática de salud como equilibrio armónico y en que el término latino
mederi, que significa “curar” (raíz de la moderna medicina), se basara en una raíz que significa
“medir” (7). Sin embargo esa medida interna no podía ser expresada en términos cuantitativos,
sino que era reconocida y apreciada por la belleza, la salud o la armonía del objeto, la persona o
la sociedad de que se tratara. En cambio, la modelización matemática del mundo, basada en la
relevancia otorgada a los procedimientos de cuantificación exacta y rigurosa de la nueva
mentalidad mercantil, privilegió la comparación con un patrón externo y al proceso se le otorgó
el pomposo nombre de “procedimiento objetivo”. Las nociones abstractas de tiempo y espacio
se “naturalizaron” merced a nuevos modos de representación y se volvieron objetivas para todos
aquellos que no conocían su origen. Nótese que digo que “se volvieron objetivas” y no que “son
objetivas”. A diferencia de los epistemólogos clásicos cuyas concepciones son fundamentalmente
atemporales, me propongo historizar para comprender y desde esta perspectiva, lo que ellos
pensaban como conocimiento objetivo, y por lo tanto absoluto y eterno, es concebido por mí
como objetivado por una cultura en un contexto social específico.
Lo que la epistemología clásica llamaba “conocimiento objetivo” no es más que el
producto de un proceso histórico de estandarización perceptual y cognitiva. Así, el tiempo, el
espacio, la masa, todos esos términos que hoy imaginamos que re-presentan entidades
eminentemente concretas, no son más que una compleja construcción mental absolutamente
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abstracta, cuya única “concretud” reside en que estamos acostumbrados a los relojes, los
metros y las balanzas, y hemos olvidado su origen. La Modernidad fijó las coordenadas para
concebir lo posible y lo relevante, priorizó lo cuantitativo y construyó los instrumentos de
medida, estableció procedimientos canónicos para hacer las cosas, tanto en la ciencia como en
algunas disciplinas artísticas, en particular la pintura. El realismo es fruto de la estandarización.
En la pintura, la perspectiva fue el modo de presentar visualmente esa nueva sensibilidad
moderna. El pintor renacentista lleva la geometrización del espacio al arte, pinta como si
estuviera viendo al mundo desde una ventana abierta, pero él mismo no está allí, se halla más
atrás, fuera del espacio de representación, ajeno e independiente de esa realidad, creando la
ilusión de que es capaz de re-presentar la realidad “tal cual es”. Sin embargo, ese pintor está
estático y tiene un ojo cerrado, haciendo un recorte de su mundo perceptual para presentarlo
estandarizadamente en una tela, gracias a las reglas geométricas de la perspectiva. Para la
física clásica, el sistema de coordenadas tridimensional es la representación del espacio,
correspondiente a la geometría euclidiana. El espacio abstracto del cuadro era, desde esta
concepción, capaz de contener cualquier “realidad” mientras se siguieran las leyes de
construcción perspectivista. Las enseñanzas de Euclides establecían cómo era el espacio -en esa
época nadie soñaba con que pudiera haber más de una geometría- y la pintura lo re-presentaba.
El físico y el pintor consideraban que estaban separados del mundo que plasmaban en sus obras.
El mundo era para ellos anterior e independiente de la representación humana, por lo tanto la
física y la pintura eran un “espejo de la naturaleza”.
El sujeto, al que Descartes había dado nacimiento en sus meditaciones filosóficas no
encuentra lugar alguno en el mundo de la Modemidad; de él sólo se espera que sea objetivo, que
observe el mundo desde afuera de sí mismo, que cumpla las reglas, que se comporte como “se
debe”. En fin, que trate de no ser subjetivo. Tamaña proeza se logrará mediante una educación
uniforme, en relación directa con la emergencia de un “sujeto arquetípico”: el normal. La
escuela “obligatoria” también es un invento de la Modernidad. Sin ella hubiera sido muy difícil
imponer el mito de la objetividad. En las aulas escolares aprendemos a objetivar; allí nos
cuentan cómo es el mundo, nos dicen lo que es importante y cómo expresarlo. La educación,
formal e informal, es lo que “normatiza” nuestras percepciones.
Paradójicamente, el sujeto de la Modernidad, el que cree tener un punto de vista
semejante a la perspectiva de Dios, es decir externo al mundo, absoluto y universal, aquel que
se separa de la naturaleza para dominarla, aquel que hace del saber un poder, es el mismo que
no puede dar cuenta de sí, porque está fuera del cuadro del universo, como el pintor de la
perspectiva.
La suposición de un conocimiento objetivo eliminó la subjetividad del sujeto como algo
digno de ser tenido en cuenta por la ciencia o por la sociedad. Las emociones, las pasiones y la
imaginación debían ser dominadas al igual que la naturaleza.
El sujeto del universo-reloj es él mismo un autómata capaz de objetivar, un puesto de
trabajo en la línea de producción (8). Así, la serpiente se comió la cola, el cuadro del universo no
incluyó a su creador. El sujeto sólo tenía la libertad de seguir las reglas, de adecuarse al ideal de
ser cada vez más una mente pura que refleja el mundo externo y es capaz de manipularlo a su
antojo… sólo que no podía dar cuenta de su antojo y de que él mismo habría de ser manejado
como un objeto cualquiera.
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La concepción moderna del mundo
La Modernidad generó un estilo narrativo aséptico, en una tercera persona genérica e
incorpórea. Del magnífico estilo de Galileo, vivaz y lleno de colorido, digno del gran publicitario
que fue y la convincente prosa de Descartes (9), pasamos a la belleza más parca pero todavía
vital de Newton. De allí en adelante comenzó a imponerse un modo estandarizado de narración
del trabajo científico en donde el “yo me maravillo” del gran científico italiano fue reemplazado
por el “se sabe” de las publicaciones actuales. La ética, la estética, los odios y los amores, los
gustos y los olores no figuran en el gran libro de la naturaleza que escribieron los científicos
clásicos. A pesar de esto, ellos creyeron poseer una imagen completa del universo, total,
absoluta y objetiva. Kant llegó incluso a considerar que gracias al imponente trabajo de Newton
y sus sucesores se había desentrañado el esquema general del universo, y si algo faltaba era sólo
cuestión de detalle. La imagen del cosmos forjada en la época moderna nos muestra un gran
mecanismo compuesto de piezas elementales independientes, cuyo funcionamiento está regido
por leyes invariables y eternas. Un mundo donde el único cambio es el lento pasar de las
manecillas del reloj, su símbolo por antonomasia que siempre vuelve a su posición inicial
restableciendo todas las piezas a su lugar original. Un universo estable, donde sólo están
permitidos los desplazamientos reversibles y las relaciones lineales. Un mundo donde cada
partícula es independiente y sólo pueden darse interacciones mecánicas, donde no se produce
interacciones.
La idea de un mundo mecánico está estrechamente ligada, a la concepción analítica del
conocimiento, que busca una unidad elemental para explicar el comportamiento de un todo
mayor a partir de las propiedades de sus unidades componentes. Siguiendo con la metáfora del
reloj, podemos decir que el mecanismo puede ser desmontado y estudiado pieza por pieza, y
que su funcionamiento puede ser explicado por el de sus partes componentes, que no se
transforman en ningún momento. Desde esta perspectiva, los químicos intentaron comprender el
comportamiento de las sustancias complejas a partir de sus componentes mas simples, y los
biólogos pensaron las funciones del organismo a partir de unidades cada vez más pequeñas:
órganos, tejidos, células; los médicos dividieron el conocimiento de la “máquina humana” en
decenas de especialidades, y cada una se ocupaba de su “aparato” correspondiente. Los
psicólogos conductistas pretendieron explicar el comportamiento como una relación lineal
estímulo-respuesta, y la sociología mecanicista abordaba el análisis de la sociedad como
resultante de la sumatoria de las acciones de los individuos aislados. El análisis positivista del
lenguaje consideraba que la palabra era un átomo lingüístico. La economía también fue reducida
a un modelo simple y lineal, cuya meta era un “progreso equilibrado”, una “ciencia de los
balances”.
La física, y bajo su ala toda la ciencia de la Modernidad, ha intentado meter el mundo
dentro de un modelo legal, determinista, único. Los principios de conservación -de la cantidad
de movimiento, de la masa, de la energía- son el alma de la física clásica, que pretende explicar
la diversidad a partir de la unidad (atomismo mecanicista). El sistema no tolera intrusos, no
acepta ruido ni cambio; sólo le está permitido seguir su propia monológica. Todo lo que el
modelo no puede digerir será considerado monstruoso, quimérico, errado, cantidad
despreciable, anormal, aberrante, etcétera, y tiene que ser expulsado. En el mundo moderno las
excepciones (errores y compañía) no tienen cabida. Deben ser eliminados, ya que no podemos
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atribuirles ningún rol. La Modernidad cree tener la propiedad de la razón como sucede con todos
los partidarios de los sistemas totalizadores, que afirman que con sus métodos puede leerse el
libro del universo y que -explícita o implícitamente- piensan que tienen acceso privilegiado a la
realidad última. Los modernos producen un único gran monólogo, un discurso cerrado al diálogo,
al otro, a la diferencia, reconociendo una sola y monolítica racionalidad, la propia.
La metáfora del universo reloj, además de su ligazón conceptual con el método analítico,
tiene varios supuestos subyacentes más. Entre ellos debemos destacar cuatro: a) Las relaciones
entre los elementos no pueden ser transformadoras. Esto quiere decir que la partícula elemental
(el engranaje) no cambia, es estable, eterna e igual a si misma: Hipótesis de la identidad
estática. b) En las relaciones mecánicas el todo siempre es igual a la suma de las partes (no hay
interacciones facilitadoras, ni inhibidoras, sólo transmisión y equivalencia): Hipótesis de
totalidad desarmable. c) El sistema mecánico sólo se ve afectado por el cambio de unas pocas
variables mientras el resto del universo se considera que permanece constante y no lo afecta:
Hipótesis de independencia absoluta. d) Todo efecto es producido por una causa específica e
identificable, cuya acción provoca necesariamente el efecto considerado, actuando de modo
independiente del resto de las condiciones que se relacionan con el fenómeno: hipótesis de
causalidad eficiente o mecánica.
Un aspecto central de la concepción moderna se relaciona con la idea de que los sistemas
mecánicos están concebidos para funcionar en contextos especificados, que no afecten su
funcionamiento. Para controlar la naturaleza hay que generar condiciones de aislamiento que
admitan ser reguladas por el hombre. El reloj, por ejemplo, sólo funciona adecuadamente
cuando el mecanismo está aislado de las influencias externas, protegido por una caja
herméticamente sellada. Es, justamente la producción artificial de estos ámbitos regulados lo
que permitió que se desarrollara la ilusión de un contexto estable e independiente. Sin embargo,
la mentalidad moderna naturalizó este proceder artificioso y planteó la existencia de un mundo
estable y un contexto único. A nivel de la organización social, la Revolución Industrial produjo
un impresionante aumento de la estandarización de la producción y de la rutina de trabajo. El
acento que pone la industria moderna en la eficiencia está en relación directa con la creencia en
la estabilidad del contexto. La eficiencia es un concepto monodimensional, ya que se elige un
parámetro que se privilegia por sobre todos los demás. El método exige que el resto de las
variables se comporte de modo estable. Esto puede llevar a una situación en la que la eficiencia
puede volverse contraproducente, especialmente en contextos cambiables o inestables. La
rigidez que exige la eficientización mecanicista ha llevado a la ruina a muchas empresas,
organizaciones sociales e individuos que al “olvidarse” del contexto (interno y externo) en el que
viven, para privilegiar un solo parámetro -llámese productividad, inteligencia o rentabilidad–no
han tenido la flexibilidad suficiente para producir cambios cuando las circunstancias se
modificaban, por disminución de la demanda, necesidad de afecto o deterioro irreversible de
recursos (10).
El universo de la simplicidad, el mundo reloj de la modernidad, aquel al que la
epistemología clásica concibió como objetivo, también puede ser entendido como una
monumental construcción humana producida a través de sujetos sociales firmemente
convencidos de su verdad y que, gracias a ello, fueron capaces de generar los procesos de
estandarización, y de crear los contextos artificiales adecuados al horizonte de sentido que ellos
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mismos se trazaron. La vida en la ciudad, la rutinización del trabajo, la construcción de
maquinarias y el establecimiento de una disciplina social rígida, apoyada por una educación
común y un control permanente, mantuvieron durante muchas décadas la estabilidad
presupuesta.
La Modernidad concibió lo humano dividido en compartimientos estancos. A partir de la
mirada newtoniana, conocimiento-emoción-acción son esferas incomunicadas, absolutamente
independientes. Desde el punto de vista social se impuso una confianza ilimitada en los poderes
de la razón y en que la ciencia impulsaría el progreso permanente, si los seres humanos se
mostraran capaces de dominar sus sentimientos y disciplinar su accionar detrás de los dictados
de la razón. A su vez, el hombre se pensaba radicalmente separado de la naturaleza; observador
y observado eran términos rigurosamente separados. En un universo domesticado, de esencias
estables, de procesos reversibles, de leyes universales, reglado y predictible en el que el hombre
se concebía separado de la naturaleza, se sentía ajeno, creía poder observar desde una
perspectiva exterior independiente y arrancar al mundo-objeto sus secretos para dominarlo a su
arbitrio, sólo un proyecto era posible: conocer para dominar.
La concepción clásica tomaba la separación radical sujeto-objeto como una verdad
incuestionable y no como una perspectiva particular entre otras muchas posibles; es decir que
para la mentalidad moderna es tan obvia esta afirmación que nunca la puso en duda. Más que
verdadera era transparente, pues nadie se cuestionaba su verdad. Los herederos de Newton y
Descartes creyeron que el conocimiento humano podría llegar a abarcarlo todo, que podían
llegar a establecerse teorías completas sobre el mundo. Sin embargo, hoy nos damos cuenta de
que al expulsar lo cualitativo y privilegiar exclusivamente lo cuantificable; al mecanizar el
cosmos y separar el cuerpo y el alma del hombre, quedaron fuera del mundo de la ciencia la
emoción y la belleza, la ética y la estética, el color y el dolor, el espíritu y la fe, el arte y la
filosofía, el cuerpo emocional y el mundo subjetivo. El sujeto de la objetividad no podía dar
cuenta de sí mismo porque no se veía a sí mismo, era un hombre desencarnado. Esta dicotomía
radical entre arte y ciencia, razón y emoción, cuerpo y alma impactó fuertemente en el
desarrollo de las ciencias humanas. ¿Cómo hacer ciencia de los sujetos sin poder pensar la
subjetividad? ¿Cómo describir lo cualitativo a partir de lo cuantitativo? El hombre, que creía
haber domesticado al universo, se había perdido a sí mismo.
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movimientos conspiran desde diversas disciplinas contra la mirada modernista del conocimiento
como un reflejo de la realidad.
Esta transformación en nuestra concepción del saber humano ha tomado un auge
fenomenal en las últimas décadas. Sin embargo, algunos de los más importantes trabajos
científicos sobre la percepción ya se habían realizado a fines del siglo pasado y habían sido
confirmados repetidamente a principios del siglo XX. Aun así, sólo en la actualidad, cuando
estamos por comenzar otro siglo nuevo, se los está valorando en toda su amplitud. Uno de los
más famosos y sencillos experimentos relata una experiencia en la que le colocaron a un
individuo unos anteojos con lentes inversos, de tal manera que viera todo “cabeza para abajo”.
La primera reacción del sujeto fue de una gran confusión y desorientación, pero en la medida en
que se acostumbró a moverse en su “nuevo mundo”, todo su campo visual se transformó, y los
objetos volvieron a verse en la posición “normal”, es decir, igual que antes de usar los lentes. Si
en esa nueva situación se le sacaban los anteojos, su visión se invertía nuevamente y sin ellos
veía el mundo “patas para arriba”; aunque, nuevamente, el período de visión invertida sólo
duraba un tiempo y luego el individuo recuperaba su visión “normal”. Se puede ver a través de
este experimento que el cerebro organiza la información recibida por los sentidos de manera tal
que el individuo tenga una visión coherente, compatible con una acción eficaz en el mundo. Para
lograrlo, el sistema nervioso y el cerebro utilizan la información obtenida por los otros sentidos,
lo que llevó a un eminente neurofisiólogo a decir que “vemos con nuestras piernas”. A partir de
experiencias similares, Heinz von Foerster (1991) propuso que debemos asumir que “la sensación
por si sola es insuficiente para la percepcíón, ya que es necesario correlacionar los cambios de la
sensación con la propia actividad motora, es decir con nuestros movimientos de control, giros de
la cabeza, cambios de nuestra posición, etc.” Tomando las palabras del biólogo Francisco Varela
(1984) podemos decir que “lo que el organismo detecta como su mundo, depende de su
comportamiento ya que ambas cosas son inseparables”.
El fenómeno visual es complejo y excede largamente los estudios de óptica física. La
visión humana es un proceso que sólo puede explicarse superficialmente con la metáfora de la
cámara fotográfica. Si queremos pensar el fenómeno de la percepción ligado a los procesos del
conocimiento, la situación se torna mucho más compleja aún. Lo que vemos, en tanto
experiencia visual humana, depende de la perspectiva en la que estamos mirando, y hoy, a casi
un siglo de la teoría de la relatividad, resultaría absurdo afirmar que existe una perspectiva
privilegiada. Más aún, no tenemos que olvidar que la experiencia visual ha sido traducida al
lenguaje hablado y que lo que decimos que vemos resulta influido no sólo por la información
recibida sino por nuestra capacidad para nombrarla. A su vez, aquello que logramos ver está en
relación con nuestra experiencia previa tanto visual como lingüística y cognitiva. Veamos él caso
de tres hipotéticos astrónomos mirando la puesta del sol. El primero, partidario de un modelo
astronómico geocéntrico, muy poco románticamente informa: “Veo al sol ponerse en el
horizonte”. El segundo, copernicano convencido, dirá: “Veo al horizonte moverse hacia arriba”.
Y el tercero, un astrónomo egipcio, resucitado especialmente para este diálogo imaginario
exclamará: “Veo que Ra está por esconderse con su barca”.
Frente a imágenes más complejas, tendremos que tener en cuenta que, no sólo estamos
viendo las cosas desde cierta perspectiva, sino también que filtramos la información visual al
focalizar la atención en ciertas cosas, que nuestros conocimientos previos sobre “qué debemos
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ver allí” guiarán en buena parte el proceso perceptivo y que aquello que hemos visto sólo podrá
formar parte de un conocimiento público a través del lenguaje. Quienes hayan trabajado con
microscopios, o quienes desean aprender a ver una radiografía o una ecografía, saben de la gran
dificultad y del complejo proceso que permite a un hombre llegar a ver “lo que según sus
maestros debe ver”.
Todavía podemos avanzar un poco más en el análisis y considerar la siguiente afirmación:
“Veo que la computadora no está sobre la mesa”. Esta frase es absolutamente ininteligible
desde el punto de vista ingenuo, pues es obvio que la “no presencia” de la computadora jamás
podría ser considerada como “algo que está” allí afuera en el mundo. Sin embargo, la frase está
escrita en castellano y es perfectamente entendible por cualquiera. Esto es así porque nuestras
experiencias visuales incluyen nuestras expectativas y nuestros conocimientos previos. Es por
comparación con el “modelo esperado” –que la computadora se encuentre sobre la mesa– que
alguien puede decir que no ve allí una computadora.
Hemos visto cómo percepción y conocimiento se realimentan mutuamente, y empezado a
considerar el rol del lenguaje en estos procesos. A medida que nos vamos separando de la
concepción ingenua que plantea que el proceso cognitivo es pasivo a la manera de un espejo que
refleja la imagen de un objeto independiente de él, se abren ante nosotros muchas dimensiones
de análisis y diversas disciplinas que las han abordado (neurofisiología, psicología cognitiva,
cibernética, entre otras). La epistemología también ha localizado su interés en este proceso.
Varios autores, entre los que se destacan N. Russell Hanson, T.S. Khun, Von Foerster, G.
Bateson, P. Feyerabend y Polanyi, desde distintas perspectivas de la tradición anglosajona, y M.
Foucault, G. Bachelard, E. Morin y P. Thuillier desde el pensamiento francés, han coincidido en
destacar la multidimensionalidad del fenómeno perceptivo-cognitivo y la imprescindible e
inevitable influencia del lenguaje en el proceso.
Al analizar las relaciones entre lenguaje y pensamiento Lakoff y Jonson (1991) han
planteado que:
Nuestro sistema conceptual ordinario, en términos del cual pensamos y actuamos,
es fundamentalmente de naturaleza metafórica.
Es decir, que no sólo hablamos con metáforas sino que pensamos a través de ellas.
Aunque el término ha sido utilizado por distintos autores de diferentes maneras, en este trabajo
la metáfora es concebida como un procedimiento guía de un proceso cognitivo-perceptual (ya
que desde nuestra perspectiva en los humanos la experiencia perceptual es ya una experiencia
cognitiva). Si reflexionamos sobre la metáfora de la física clásica que hemos comentado,
veremos que el reloj expresa la idea de un mecanismo, invariable, exacto y predecible, que
puede ser desmontado y estudiado pieza por pieza y su funcionamiento explicado por el de sus
partes componentes, y sólo merced a un salto metafórico podemos atribuirle estas propiedades
al Universo como un todo. De esta manera, teorías muy abstractas se presentan a través de
metáforas que tienen un sustrato más tangible. Provistos de estos instrumentos cognitivos los
hombres de la Modemidad produjeron desarrollos magníficos en los campos de la física, la
astronomía, la ingeniería mecánica y muchas otras ciencias. También se vio favorecida la
producción de variadas tecnologías para las más diversas industrias y actividades, desde
tecnologías 'duras” (máquinas, herramientas, aparatos diversos) hasta “tecnologías sociales”
basadas en una concepción individualista de la vida social, fundamentadas en la creencia, en la
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noción de sujeto separado, independiente tanto de los otros sujetos como de la naturaleza, el
átomo humano: el individuo (indivisible), engranaje de la gran máquina universal. Paradójica
realidad la de este sujeto absolutamente independiente, pero cuya única libertad consiste en
seguir las leyes universales de una naturaleza maquínica de la que se supone ajeno. Las leyes del
mundo físico no pueden cambiarse, pero pueden ser utilizadas para manipular la naturaleza,
utilizando el conocimiento newtoniano de los “mecanismos del universo”. Pero si la razón misma
es mecánica, si todo está rígidamente determinado, aun nuestros más profundos deseos, ¿qué
espacio queda para la libertad, para la ética y para la creatividad?
Mientras el universo domesticado se comportó dócilmente, los procesos de
estandarización permitieron que se estableciera una forma específica de mirada y de acción en
el mundo, que contribuyeran a sostener la concepción ingenua del conocimiento. Sin embargo,
la naturaleza y, en particular, la naturaleza humana no se contentaron con encajar en el chaleco
de fuerza de las 'leyes naturales” de la Ciencia Clásica. Hacia fines del siglo pasado algunas
nubes comenzaron a oscurecer el horizonte iluminado de la Modemidad; anomalías cada vez más
llamativas comenzaron a brotar, paradojas persistentes y dificultades cada vez mayores
inquietaron los sueños modernos de felicidad eterna y progreso permanente. El sujeto sintió el
ruido que anunciaba el fin de su letargo maquínico, las viejas certezas se pusieron en duda y lo
natural ya no lo fue tanto. Los fundamentos indubitables comenzaron a resquebrajarse. Hoy, las
construcciones conceptuales que se creían imperecederas muestran signos de profunda
descomposición.
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legitimación de otras formas de concebir lo social: las redes y las organizaciones “heterárquicas”
(Von Foerster, 1991). La Batalla de las Islas Midway nos provee de un maravilloso ejemplo para
diferenciar la concepción jerárquica -donde sólo gobierna el “Jefe Supremo” y la línea de mando
va únicamente de arriba hacia abajo- del modelo heterárquico donde el poder circula. En esa
contienda, la flota japonesa estuvo a punto de destruir a la estadounidense. En verdad, el barco
insignia de Estados Unidos fue hundido en los primeros minutos, y su flota fue abandonada a su
propia organización, yendo de una jerarquía a una heterarquía. Lo que pasó entonces fue que el
encargado de cada barco, grande o pequeño, tomaba el comando de toda la flota cuando se
daba cuenta de que, dada su posición en ese momento, sabía mejor lo que había que hacer.
Como todos sabemos, el resultado fue la destrucción de la flota japonesa. Este modelo de
organización heterárquica no sólo ha dado grandes resultados en la estrategia militar sino que ha
guiado buena parte de la investigación en redes neuronales, uno de los proyectos científicos más
importantes de este fin de siglo.
En el campo de la información y las comunicaciones, la revolución no ha sido menos
drástica: las redes informáticas sustituyeron casi completamente a las gigantescas computadoras
que centralizaban toda la información por un sistema de alta interconexión, donde ésta está
distribuida y es más rápida y eficientemente accesible.
Una vez que se ha establecido la conexión metafórica, no es difícil “ver” las cosas en
términos de redes. Toda empresa, por ejemplo, tiene un organigrama que se supone representa
su estructura organizacional; sin embargo, todos los que han trabajado en instituciones saben
que existe un entramado de relaciones que excede y se diferencia enormemente del esquema
formal. Las teorías clásicas no podían dar cuenta de esta red de relaciones informales porque no
la veían; el tamiz metodológico caracterizado por la metáfora mecanicista dejaba pasar todo lo
que no era formalizable dentro de los estrechos marcos de la matemática linealizable, y retenía
sólo las “estructuras formales”. Esta invisibilidad de las relaciones informales se debía a que la
mentalidad newtoniana no contaba con un sistema conceptual que permitiera legitimar
cognitivamente aquello que no era cuantificable y formalizable dentro de su marco teórico-
metodológico.
Todavía hoy tenemos grandes dificultades para incorporar el punto de vista implicado en
la metáfora de la red, tanto a nivel de las organizaciones propiamente dichas como de la
sociedad en su conjunto. La mayoría de las personas siguen pensándose como individuos aislados
(partículas-elementales) y no como parte de múltiples redes de interacciones: familiares, de
amistad, laborales, recreativas (ser miembros de un club), políticas (formales: ser miembros de
un partido; informales: ser votantes, simpatizantes de una organización), culturales (haber
pertenecido o participar actualmente de una institución cultural o educativa), informativas (ser
lectores, escritores o productores en un medio de comunicación), etcétera. Las disciplinas
científicas siguen en muchos casos pensando en términos de compartimientos estancos y
territorios exclusivos, creyéndose independientes de la cultura y la sociedad que las nutre. Sin
embargo, son cada vez más los que adoptan otros paradigmas, otros sistemas de enfoque y
generan nuevas narraciones y escenarios donde transcurre la vida social del hombre de fines de
la Modernidad.
Las ciencias han comenzado a dar cuenta de la multidimensionalídad que se abre cuando
pasamos de las metáforas mecánicas al pensamiento complejo, que toma en cuenta las
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interacciones dinámicas y las transformaciones. Ha comenzado a gestarse una cultura que no
piensa el universo como un reloj sino como “archipiélagos de orden en un mar de caos”: la
cultura de la complejidad. La civilización que creyó en las certezas definitivas, en el
conocimiento absoluto y el progreso permanente se derrumba y están abriéndose paso nuevos
modos de pensar, de sentir, de actuar y vivir en el mundo. Desde finales del siglo pasado, la
concepción newtoniana y moderna del mundo comenzó a presentar importantes fisuras. La
geometría euclidiana que se suponía absoluta, completa y única tuvo que tolerar la aparición de
otras competidoras en p¡e de igualdad con ella misma; la física relativista y la cuántica abrieron
el juego a una nueva concepción del observador y de la realidad; la termodinámica de sistemas
abiertos generó un espacio de pensamiento novedoso para los problemas del determinismo y el
azar, además de dar cuenta de los procesos irreversibles y de la historia en la física. En la
actualidad se están desarrollando nuevas concepciones que contemplan la evolución de una
manera muy distinta de la metáfora competitiva de la “supervivencia de los más aptos”. La
aparición, la propagación y la incorporación de nuevos términos como coevolución, salto,
diversidad, organización compleja, autoorganización, así como la extensión del estado de
deliberación sobre los fundamentos de la biología hacen pensar que nos estamos aproximando a
un cambio muy profundo. Estos nuevos paradigmas de la ciencia han abierto el camino a lo que
hoy conocemos como ciencias de la complejidad, que implican una nueva manera de pensarnos a
nosotros mismos, la ciencia que producimos, el mundo que construimos gracias a nuestras
teorías y nuestra capacidad creativa.
La evolución de la física puede concebirse según Einstein como un desarrollo contra el
sentido común. Los científicos “duros” no dudaron en producir lo que Popper denominó
“conjeturas audaces” y dieron rienda suelta a la imaginación creativa sin consultar a
epistemólogos ni metodólogos sobre cómo llevar adelante su tarea. ¿Qué ha pasado en este
tiempo con las ciencias humanas y el sujeto? Los investigadores en ciencias “blandas”, en
cambio, han vivido una verdadera tiranía metodológica por parte de la epistemología empirista-
positivista que se autoerigió en juez de la cientificidad y elevó su peculiar concepción de lo
científico a la categoría de “lo que la ciencia es”. Esto ha llevado a que todos aquellos que
aceptaron su discurso desarrollaran programas de investigación lejos de la teorización atrevida;
es decir, a quedar con los pies en la tierra y la cabeza también. Quienes, por el contrario,
desoyeron los dictámenes del tribunal epistemológico fueron expulsados de la santa tierra
científica, y sus hipótesis fueron calificadas de irracionales, seudocientíficas o meras fantasías.
En particular, todas las teorías del sujeto que salieran del marco clásico quedaron en el limbo de
la no-ciencia. El psicoanálisis fue una de las víctimas preferidas de los ataques de furia de varios
jueces epistemológicos, autoerigidos en tribunal inapelable, entre los que se destacaron sir K.
Popper y nuestro compatriota Mario Bunge.
A partir de mediados de este siglo, comenzaron a oírse nuevas narraciones que abrieron
insospechados espacios de búsqueda. Todos los pensadores pospositivistas coinciden en que el
conocimiento no puede ser ya concebido como la imagen especular de la realidad, sino que el
conocimiento expresa la forma peculiar de la relación humano-mundo en un lenguaje simbólico
producto de la vida cultural y del intercambio con el medio ambiente. El conocimiento no es el
producto de un sujeto radicalmente separado de la naturaleza sino el resultado de la interacción
global del hombre con el mundo al que pertenece. El observador es hoy partícipe y creador del
conocimiento. El mundo en el que vivimos los humanos no es un mundo abstracto, un contexto
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pasivo, sino nuestra propia creación simbólico-vivencial. Cada cosmovisión, sistema de ideas y
creencias, cada paradigma han nacido de la interacción intelectual, sensorial y afectiva de los
seres humanos con el mundo. Muchas y muy diversas constelaciones conceptuales se han
mostrado compatibles con una vida razonablemente eficaz del hombre sobre la Tierra. No hay
ningún criterio que permita decir que alguna haya sido absolutamente superior a las otras, o que
algunos hombres gocen de la preclara propiedad de la objetividad y que los otros no. La
diversidad cultural humana también da por tierra con el postulado de objetividad. Sin embargo,
que nuestras ideas del mundo sean construcciones no quiere decir que el universo sea un “objeto
mental” sino que al conocer no podemos desconectar nuestras propias categorías de
conocimiento, nuestra historia, nuestras experiencias y nuestras sensaciones. Es por eso que se
puede decir que los humanos sólo conocen sus propias construcciones del mundo. No sabemos
cómo viven o sienten el mundo los perros y otras especies animales, ni siquiera conocemos
profundamente cómo conciben el mundo otras culturas diferentes de la nuestra, como los
aborígenes del desierto del Kalahari o los esquimales. Sabemos que otros pueblos utilizan
distintas categorías cognitivas, que conciben un mundo totalmente diferente del nuestro, que
nuestras creencias no son compartidas -ni mucho menos- por otras civilizaciones, y que esto no
las hace desaparecer del mapa. El mundo que construimos no depende sólo de nosotros, sino que
emerge de la interacción multidimensional de los seres humanos con su ambiente, del que son
inseparables. Y como nos muestra la gran diversidad cultural, mundos diversos son posibles.
El “observador” está dando paso al “sujeto”, ya que en el ser humano la capacidad de
observar, como la de pensar, sentir o actuar, son inseparables y forman parte de un sistema
multidimensional: el sujeto complejo. Desde la perspectiva de las ciencias de la complejidad, el
sujeto no es meramente un individuo, es decir un átomo social, ni una sumatoria de células que
forman un aparato mecánico, sino que es una unidad heterogénea y abierta al intercambio. El
sujeto no es una sumatoria de capacidades, propiedades o constituyentes elementales; es una
organización emergente de la interacción de suborganizaciones entre las que se destacan la
cognición, la emoción y la acción; que son las formas de interacción del sujeto con el mundo. El
sujeto sólo adviene como tal en la trama relacional de su sociedad.
Al hablar de organización emergente estoy poniendo el acento en que la comprensión del
sujeto no puede reducirse a la de ninguno de los subsistemas, sino que surge de la interacción y
debido a ella; no se trata de mera suma o yuxtaposición. Hemos abandonado el modelo
mecanicista para pasar a la metáfora del ser vivo. Este es siempre más que la suma de sus
partes. La interacción produce un “plus” de significado y permite, entre otras cosas, que emerja
una totalidad, una unidad (11). Pero ya no se trata de una unidad elemental “pura”, sin
estructura interna, sino que hablamos de unidades heterogéneas, complejas, abiertas y en
permanente intercambio. En estas unidades completas las partes son distinguibles pero no
independientes; sus propiedades y su significado se adquieren con la interacción en el seno del
todo mayor.
Al hablar de interacciones ya estamos incluyendo la variable temporal, las cosas no “son”
sino que “devienen” en las interacciones. Las propiedades ya no están en las cosas sino entre las
cosas, en el intercambio. Un objeto no es pesado ni liviano, sino para alguien, en ciertas
circunstancias, en determinado momento, respecto a ciertas expectativas. El ser “pesado” no es
una categoría de los objetos sino de la relación del sujeto humano con ellos.
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Desde esta nueva mirada, tampoco un sujeto es un ser, una sustancia, una estructura o
una cosa sino un devenir en las interacciones. Las nociones de historia y vínculos son los pilares
fundamentales para construir una nueva perspectiva transformadora de nuestra experiencia del
mundo, no sólo en el nivel conceptual, sino que implica también abrirnos a una nueva
sensibilidad y a otras formas de actuar y de conocer, ya que desde la mirada compleja estas
dimensiones son inseparables en el con-vivir humano.
Estamos pasando de las ciencias de la conservación a las de la creación, porque aunque
parezca paradójico a primera vista, la noción de historia está estrechamente ligada a la de
creatividad en un universo evolutivo y complejo. Liberadas del determinismo clásico, las teorías
actuales han dejado lugar a la diferencia como factor de creación y cambio, de selección de
rumbos. La historia no es mera repetición, ni despliege de lo ya contenido en el pasado; incluye
acontecimientos que no están predeterminados. El ruido, el azar, el otro, lo distinto son las
fuentes de novedad radical y vías para el aumento de complejidad, y no meros “defectos
despreciables”. Esta transformación conceptual vino de la mano del pensar que no existen sólo
sistemas cerrados y cerca del equilibrio sino también sistemas abiertos para los que el equilibrio
significa la muerte. Es para estos sistemas, entre los que están todos los seres vivos, que el
error, el ruido, pueden ser fuente de novedad, ya que en estos sistemas complejos lo que en un
nivel es “error” puede ser re-contextualizado y aprovechado como factor de evolución (Atlan,
1991). La diferencia es mera aberración sólo desde la fonológica del sistema cerrado y lineal.
Para la experiencia multidimensional de los sistemas abiertos se abre un abanico de alternativas,
en la medida en que su encuentro con la naturaleza, en la que estamos activamente incluidos,
es un diálogo multiforme.
El sujeto no es lo dado biológicamente, sino construido en el intercambio en un medio
social humano en un mundo complejo. Es a través de los vínculos sociales de afecto, de
lenguaje, de comportamientos que el sujeto se va auto-organizando. Von Foerster destacó la
paradoja de los llamados “sistemas auto-organizadores”, que sólo pueden existir en permanente
intercambio con su entorno, del que se nutren para organizarse. Todos los seres vivos, y también
otros sistemas complejos, tienen la capacidad de auto-organizarse. Los seres humanos no
venimos “preprogramados”, ni siquiera respecto de nuestro desarrollo biológico; sólo algunas
características están rígidamente establecidas en el código genético, pero gran parte del
desarrollo de los seres vivos es el producto de la coevolución en un medio ambiente con el que
están en permanente intercambio. La idea de que la vida podría desarrollarse en un contexto
estable es simplemente absurda, vida es inter-cambio, de materia, de energía, de información.
Ahora bien, no debemos confundir el sujeto con la subjetividad. Esta es la forma peculiar
que adopta el vínculo humano-mundo en cada uno de nosotros; es el espacio de libertad y
creatividad, el espacio de la ética. El sujeto no se caracteriza solamente por su subjetividad,
sino por ser al mismo tiempo capaz de objetivar, es decir de convenir, de acordar en el seno de
la comunidad, de producir un imaginario común y, por lo tanto, de construir su realidad. Lo que
los positivistas llamaban “el mundo objetivo” es para las ciencias de la complejidad una
construcción imaginaria compartida, un mundo simbólico creado en la interacción
multidimensional del sujeto con el mundo del que forma parte. El mundo donde vivimos es un
mundo humano, mundo simbólico, mundo construido en nuestra interacción con lo real, con lo
que está afuera del lenguaje, con el misterio que opone resistencia a nuestras creaciones, y que
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a la vez las hace posibles. Los sujetos son la fuente de novedad, brindan el espacio de la
creatividad, lo que Castoriadis (1983) denominó “imaginario radical”, ese ámbito no sujeto a una
lógica determinista, espacio ambiguo donde habita la diferencia que posibilita la creatividad.
Pero la novedad que aporta el sujeto será parte de la historia sólo cuando logre un lugar en el
imaginario compartido, si no pasará inadvertida o será tomada por locura.
La metáfora del sistema viviente, que impregna muchos desarrollos de las ciencias de la
complejidad, incluye una gran variedad de supuestos e hipótesis fundamentales, entre los que se
destacan:
a) Las partes de un todo complejo y sus propiedades sólo adquieren sentido en la
interacción, y por relación con la organización total: hipótesis de identidad dinámica.
b) La totalidad no puede explicarse por sus componentes. El sistema presenta
interacciones facilitadoras, inhibidoras y transformaciones internas que llevan a afirmar
las hipótesis de Totalidad Compleja no totalmente especificable.
c) El sistema complejo es un sistema abierto en altísima interacción con su medio;
su identidad dinámica sólo se conserva a través de múltiples ligaduras con el medio del
que se nutre y al que modifica. Las ligaduras con el medio son la condición de posibilidad
para la libertad del sistema: hipótesis de autonomía relativa. Ya no existe un destino
inapelable, regido por leyes deterministas. La flexibilidad del sistema, su apertura
regulada, le provee la posibilidad de cambiar o de mantenerse, en relación con sus
interacciones con su ambiente.
d) El contexto no es un ámbito separado e inerte, sino el lugar de los intercambios,
a partir de allí el universo entero puede ser considerado una inmensa “red de
interacciones” donde nada puede definirse de manera absolutamente independiente:
hípótesis del universo como entramado relacional.
e) En todas aquellas situaciones en que se produzcan interacciones, ya sean
positivas (sinérgicas) o negativas (inhibidoras) o cuando intentemos pensar el cambio
cualitativo, no tiene sentido preguntarse por la causa de un acontecimiento, ya que no hay
independencia ni posibilidad de sumar efectos, sino transformación. Sólo podemos
preguntarnos por las condiciones de emergencia, por los factores coproductores que se
relacionan con la aparición de la novedad. Este modo explicativo apunta más a la
comprensión global que a la predicción exacta, y reconoce que ningún análisis puede
agotar el fenómeno que es pensado desde una perspectiva compleja.
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de la creación. ¿Sabremos aceptar el desafío?
La tensión esencial
El sujeto cartesiano construyó un mundo estable de sustancias eternas y relaciones
matemáticas expresadas en leyes universales. Un mundo de líneas causales independientes y
absolutamente predecibles en su curso. Un mundo donde el sujeto estaba dividido en
compartimientos estancos: cuerpo conocimiento, emoción, acción. Un universo donde el hombre
estaba solo en un mundo extraño, sordo a su ruido como a su música. Este sujeto moderno se
pensaba capaz de reflejar la naturaleza a la que miraba desde afuera. El universo era un gran
mecanismo y la racionalidad humana era maquinal. Esta perspectiva tuvo un gran éxito al lograr
producir contextos estandarizados, patrones socialmente compartidos de evaluación y
producción, sociedades altamente disciplinadas por un rígido sistema de mecanización del
trabajo y por el establecimiento de sistemas de educación generalizados que garantizaran la
transmisión de estas concepciones. La vida siguió el ritmo del reloj que indicaba cuándo debían
hacerse las cosas. Los “ritmos de la naturaleza” fueron arrancados de cuajo del ámbito de lo
legítimo. El hambre debía seguir a la aguja de la hora o al silbato de la fábrica. Sin embargo, el
estómago no siguió siempre con docilidad los dictados de las leyes modernas ni de los encargados
de hacerlas cumplir. Primero con lentitud y cada vez más aceleradamente, las cosas se fueron
de la horma y los hombres comenzaron a resistirse a las normas, dando lugar a un cambio de
mirada, de sensibilidad, de actitud y, por lo tanto, a una transformación del mundo.
En esta agonía de la modernidad, están cayendo las certezas y las estabilidades. Cada vez
se hace más necesario pensar los problemas del cambio y la creatividad, la aparición de novedad
cualitativa, la transformación, pero no sólo del mundo sino de nosotros mismos, ya que nos
hemos dado cuenta de que somos parte de la naturaleza y que nuestro conocimiento de ella está
ligado a nuestra propia transformación. Lo único natural en el sujeto complejo es la conciencia
de ser a la vez natural y artificial: el sujeto complejo se ve a sí mismo construir el mundo, se ve
unido al mundo, perteneciente a él y con autonomía relativa, inseparable y a la vez distinguible,
ocupando un lugar paradójico: es a la vez construido y constructor. Construido su intercambio
social, ya que sólo adviene como sujeto en la cultura, en la red relacional de la que forma parte,
ligado al imaginario social compartido.
En la actualidad el sujeto puede pensarse como un partícipe activo y coartífice del
mundo donde vive, un mundo en interacción, de redes fluidas en evolución, un mundo en el que
son posibles tanto el determinismo como el azar, el cristal y el humo, acontecimiento y
linealidad, sorpresa y conocimiento. Al abrirnos a nuevas formas de concebir, pensar y actuar,
nos damos cuenta de que no existe “una única regla para jugar todos los juegos y, sin embargo
el diálogo es posible y podemos jugar este juego de juegos en el que la realidad sin ser irracional
desborda lo racional” (Atlan 1991). Somos muchos los que ya no nos creemos desgajados del
árbol de la naturaleza, que ya no nos concebimos como “pura objetividad”, ni pensamos que
nosotros como sujetos seamos sólo “pura subjetividad”. En un mundo en interacción no hay lugar
para la pureza. La independencia, la separación absoluta y, por lo tanto, los sistemas cognitivos
excluyentes, la racionalidad única de la modernidad, la creencia en las teorías completas y
definitivas, también dejan de tener vigencia.
Los seres humanos convivimos en un universo vincular en evolución, nos relacionamos con
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él atravesados por la emoción, somos cocreadores del mundo en el que vivimos merced a nuestra
interacción compleja con lo real. El mundo, desde la perspectiva de la complejidad y de las
redes de interacción, es concebido como una variedad de escenarios que emergen desde
diversas convocatorias, ya que son posibles diversas objetivaciones y, aún más, que pueden vivir
simultáneamente.
En este mismo momento, una comunidad virtual de la red electrónica Internet conversa
sobre el ciberespacio y un indígena del Mato Grosso recorre el Amazonas en su canoa pensando
que la Tierra es chata, un joven profesor de física enseña las leyes newtonianas de movimiento,
que aún nos sirven para pensar muchos fenómenos, mientras en la central atómica bullen las
reacciones nucleares producto de las teorías que han desplazado a la física clásica. Los
mecánicos siguen utilizando modelos causales deterministas que son imprescindibles en su tarea,
mientras los científicos de la complejidad diseñan nuevos tipos de vida. Y no sólo entre distintas
comunidades y civilizaciones; en una misma persona se dan diversos modos de pensamiento en
distintas situaciones. Hoy podemos pensar en la posibilidad de órdenes diversos que coexisten en
la mirada compleja del sujeto de fin de la Modernidad.
La diversidad es la marca de la época, el reconocimiento de la diferencia y de la
alteridad, de la interacción que hace posible el encuentro. La metáfora de la red, especialmente
la de los flujos variables con desplazamiento de los puntos de encuentro y renovación de las
pautas de conexión, se ha mostrado especialmente apta para pensar y construir estas nuevas
formas de convivencia que permiten gestar nuevos mundos en el que seamos coprotagonistas
coevolucionando gracias al permanente interjuego del encuentro y la diferencia. Ya no estamos
atados a un destino inapelable, regido por leyes deterministas, en el que el tiempo era “una
imagen móvil de la eternidad” (12). La flexibilidad de los sistemas complejos, su apertura
regulada, los provee de la posibilidad de cambiar o de mantenerse en relación con su
intercambio con un ambiente que ya no es el único contexto estable, o un ámbito
multidimensional ligado a nuestra mirada y a nuestra acción.
Ya no se trata de adaptarse pasivamente a un ambiente fijo, sino de coevolucionar en un
intercambio activo. En nuestro siglo, Einstein nos ha provisto de poderosas herramientas para
abandonar el espacio y el tiempo absolutos. El espacio ya no es un reservorio único e inerte, y a
su vez el cambio “marca el tiempo” que ya no es más externo, independiente, absoluto, sino
propio, interno y fluctuante. Esta concepción relativista nos abre la puerta para plantear
diversos mundos posibles. Pero, una vez aceptada la diversidad se hace posible y necesario un
intercambio fecundo, una “fertilización cruzada” que sólo puede darse a condición de reconocer
los ámbitos de pertenencia, la diversidad y su legitimidad; porque no debemos confundir
interacción con indistinción. Para que haya relación tiene que haber tanto semejanzas como
diferencias. En el mismo sentido, debemos darnos cuenta de que la autonomía de un sistema
abierto y complejo sólo es posible mediante una ligazón flexible con el contexto, que ya no es
un ámbito separado sino que está enredado en el sistema. El “otro” es una hipótesis necesaria
en el paradigma de la complejidad; sólo en relación con los “otros” hay un “yo” y desde este
lugar emerge la ética del diálogo y la convivencia, que sólo se da reconociendo la validez -en
cada contexto- de las distintas aproximaciones. Porque aunque cada racionalidad cree su mundo
y lo que llamamos “hechos” sean construcciones sociales (y no realidades en si), ello no implica
que los criterios que los hicieron surgir no tengan valor alguno. Sólo nos dice que no hay un
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criterio absoluto de racionalidad o de verdad válido en todo tiempo y lugar. Desde esta
perspectiva, el paradigma de la simplicidad no está destinado al “museo de los errores”, sino
que tiene y tendrá un legítimo campo de aplicación en contextos estandarizados, estables y en
equilibrio, cuando son norma las interacciones mecánicas y el ruido sólo provoca destrucción. En
cambio, en sistemas complejos, la diferencia, el otro, el conflicto, el acontecimiento no
programado son los que posibilitan el crecimiento y la evolución.
Las redes sociales son el ámbito por excelencia de la interacción humana; sin embargo,
varios siglos de concepciones totalitarias y excluyentes fosilizaron buena parte de nuestras
relaciones. Hoy urge preguntarnos cómo construir un diálogo fecundo entre distintas
racionalidades. El primer paso consiste en distinguirlas, configurarlas, respetarlas. Una
alternativa -frente al modelo modernista de aplastamiento de una razón por otra, o a las
tentaciones new age de eliminar las diferencias –puede ser poner la paradoja en movimiento y
saltar a otro plano. Es decir, ser capaces de pensar y de crear otro mundo donde sea posible
preservar el valor y la autonomía de cada cultura o sistema explicativo, y que cada uno tome
respecto del otro el papel de “inseminador de metáforas”: es decir, de novedad y de creación.
Frente a la razón excluyente, la alternativa de mantener la diferencia se muestra mucho
más fecunda (no en vano ésta ha sido la estrategia de la vida a través de la reproducción
sexual). Al reconocer la legitimidad de cada una de las descripciones (lineal y no lineal, continua
y discontinua, analítica y sintética, mecanicista y compleja, atomista o en red), aumentamos
nuestras alternativas de interacción con el mundo, ya que ninguna puede agotar todas las
posibilidades (ni es completada por las otras!). Al tomar los pares de opuestos y ponerlos en
movimiento aparecen nuevos planos de la realidad para explorar y enriquecernos. Los científicos
de la complejidad y los investigadores y facilitadores sociales que piensan en términos da la
metáfora de las redes nos convidan a internamos en los laberintos multidimensionales del
conocimiento, la acción y la emoción de un sujeto complejo, compartiendo un imaginario con
nuestros semejantes y un mundo diverso con todas las criaturas, donde nuestros propio
crecimiento y evolución están ligados a los de los demás en una red multiforme de interacciones
dinámicas. En este escenario, la red social se entrama con la red natural, el hombre con el
cosmos, en un diálogo incesante y productivo.
En el universo en red, la certeza es menos importante que la creatividad y la predicción
menos que la comprensión. El punto de partida no es ya nuestra extrañeza en el mundo, sino un
sentimiento de profunda pertenencia, de legitimidad del otro, de su racionalidad, de su accionar
y de la apertura a un diálogo emocionado en una interacción que no niegue el conflicto sino que
reconozca la diferencia como la única vía hacia la evolución.
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Llamadas
1. Posmoderno, tardomoderno, sobremoderno, son algunos de los términos utilizados para nombrar
nuestra época. No es éste el lugar para discutir las virtudes y defectos de cada uno, pero sí de aclarar
en qué sentido hablo del fin de la modernidad. Mi propósito es indicar que estamos saliendo de una
época, que aún no pasamos a otra civilización, sino que más bien estamos viviendo a la vez la agonía
de un modo de vida-conocimiento-acción y empezando a parir otras formas de relacionarnos con los
contextos donde con-vivimos.
2. Considero el sentido común como la parte más estable y compartida del conocimiento social en el
momento dado. Por lo tanto, una nueva teoría siempre se encuentra alejada del “sentido común” ya
que éste ha sido forjado según el estilo cognitivo de teorías, paradigmas y cosmovisiones anteriores.
3. Agradezco a Daniel García el haberme hecho notar que no es la primera vez que en la historia y en la
literatura aparecen intercambios de afecto por dinero o poder. La diferencia de la modernidad con
épocas anteriores se debe fundamentalmente a la extensión social del privilegio del intercambio
cuantitativo y mercantil, que convierte todo lo existente en objeto de compra-venta.
4. Octavio Paz ha planteado claramente esta vocación antipoética de la modernidad. “El racionalismo
burgués es, por decirlo así, constitucionalmente adverso a la poesía […] La poesía no es un género
moderno; su naturaleza profunda es hostil o indiferente a los dogmas de la modernidad: el progreso y
la sobrevaloración del futuro […] la poesía, cualquiera sea el contenido manifiesto del poema, es
siempre un transgresión a la racionalidad y la moralidad de la sociedad burguesa” (Octavio Paz, Sor
Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la fe, México, Fondo de Cultura Económica, 1991).
5. La idea de un tiempo métrico no nació de un repollo. En ciertas historias de la Ciencia parecería que
Galileo concibió e impuso una idea que era totalmente novedosa y ajena a su época; sin embargo;
nuevas historiografías proponen otra interpretación. La protoidea de un tiempo métrico ya estaba en
germen en la práctica musical, materia obligatoria de la educación de toda persona culta en el
Medioevo. La escritura de la música polifónica exigía el desarrollo de un sistema simbólico para
representar y comparar las duraciones. Así nació la cronometría.
6. Los centímetros y los segundos no existen en la naturaleza sino mediante nuestra producción
conceptual de sistemas de medida y aparatos para encarnarlos. Por otra parte, es importante destacar
que los “patrones” de medida depositados en París nunca fueron aceptados por los ingleses, ya que
éstos tenían muy claro la necesidad de preservar sus propias escalas. Hasta la actualidad, los países de
habla inglesa continúan utilizando sus peculiares sistemas de medida, para nosotros tan “complicados”
(libras, pulgadas, grados Farenheit, galones, etc.).
7. También los términos que corresponden a 'moderación' y 'meditación' poseen esta raíz común. Al
respecto nos dice David Bohm que física, social y mentalmente, la conciencia de la medida interna de
las cosas fue considerada como clave esencial de una vida saludable, feliz y armoniosa (1980)
(Agradezco los comentarios de los doctores M. Vul y A. Kormblith respecto de la etimología de nuestro
término 'medir' que proviene del latín metiri y que expresa nuestra concepción actual de medida en
comparación con un patrón externo. Los griegos, sin embargo, privilegiaron la idea de medida interna
muy por encima de la de 'medida externa', a la que también desde luego conocían. En mi trabajo “De
EL TIEMPO a las temporalidades”, figura mederí como origen etimológico del 'medir', cuando lo es de
“curar', debido a una errónea redacción del texto, que no aclaraba la raíz original del término.
8. Frederick Taylor fue uno de los pioneros de la teoría de dirección científica de las organizaciones. La
concepción mecánica fue el núcleo de la perspectiva intelectual de este ingeniero norteamericano, del
que se ha dicho que fue “el mayor enemigo del trabajador”. En “Imágenes de la organización” Gareth
Morgan (1991) plantea que '[... ] en las fábricas de producción en serie, donde las ideas de Taylor
constituyen la propia tecnología, convirtiéndose a los trabajadores en meros sirvientes de las
máquinas, siendo éstas las que llevan el control y marcan el paso del trabajo”.
9. Galileo publicó en italiano y Descartes en francés en una época en que los filósofos lo hacían en latín.
No debe extrañarnos, puesto que debían convencer a sus contemporáneos de teorías muy alejadas del
sentido común de la época. Por lo tanto, trataron de llegar a un público más amplio que el de sus
pares. Cuando las concepciones del mundo de la Modernidad se naturalizaron y pasaron a llamarse
descripciones, los científicos ya no tenían que convencer a nadie y nuevamente produjeron lenguajes
herméticos, desapasionados y aburridos. Respecto de los lenguajes “cerrados” nos dice M. Serres que
son “nocivos en la ciencia y en la filosofía, casi todas las palabras técnicas no tienen otra finalidad que
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separar a los iniciados de los excluídos” (1991). Sólo los fundadores de doctrinas profundamente
revolucionarias y provocativas como Freud, escribieron en un estilo emocionalmente comprometido y
con una prosa atractiva y persuasiva. (Tal vez por ello resulte particularmente llamativo que muchos
de sus seguidores hayan adoptado una jerga incomprensible.)
10.Agradezco al contador Bleger el haberme hecho notar la diferencia entre eficacia y eficiencia. La
primera es un parámetro global que implica solamente la posibilidad de llevar adelante una tarea más
o menos dignamente, y por lo tanto es multidimensional y compleja; la eficiencia es monodimensional
y lineal, por lo tanto sólo tiene sentido en contextos estables.
11.E. Morin (1994) ha destacado que se obtiene tanto un “plus” debido a que las interacciones producen
propiedades emergentes que no estaban presentes en las partes, pero también se da un “minus”
porque las ligaduras de la organización impiden que se manifiesten algunas características de las partes
que no pueden, por lo tanto, expresarse.
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