Meditacion Jueves Santo 2020
Meditacion Jueves Santo 2020
Meditacion Jueves Santo 2020
El evangelio de hoy, Jueves Santo, Día del amor fraterno, es de San Juan, cap.
13, 1-15. Empezamos este espacio de meditación con la lectura del evangelio:
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Como vemos el evangelio de hoy más que narrar los hechos de la última cena,
se concentra en describir el amor de Cristo, en describir los sentimientos de su
corazón: Jesús habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.
El amor de Cristo es lo que se percibe en la celebración del Jueves Santo con
tanta intensidad, que apenas hay lugar para algún otro sentimiento.
Santa Teresa de Jesús, que tenía un gran amor por la humanidad de Jesucristo,
exclamaba de forma muy singular: “¡Oh qué buen amigo eres, Señor! Cómo
sabes esperar a que alguien se adapte a tu modo de ser, mientras tanto Tú
toleras el suyo. Tomas en cuenta los ratos que te demuestra amor, y por una
pizca de arrepentimiento olvidas que te ha ofendido.”
El amor lleva al amor. Quien experimenta el amor de Cristo no queda igual, no
puede quedar igual. Los apóstoles en la última cena son testigos del amor de
Cristo y de la inmensa responsabilidad que queda en sus manos. De ahora en
adelante son más conscientes, por una parte, de su propia miseria, como
hombres y pecadores, pero, por otra parte, son más conscientes del tesoro que
Dios les ha regalado.
Me parece significativo señalar que al inicio del evangelio de hoy se hace
mención del diablo: “Estaban cenando (ya el diablo le había metido en la cabeza
a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara)…” Dios nos ha creado libres y
seres pensantes, con capacidad de reflexión. De una libertad y de una
inteligencia bien enfocadas, bien orientadas, bien usadas, surgirá el amor. La
libertad plena, autentica, es para amar, para entregarse, es un ser-para-los-
demás.
El diablo es un ser libre e inteligente pero optó por no amar. Eligió el camino del
odio en vez del amor. No aceptó su contingencia, su ser criatura, su ser limitado.
Quería ser como Dios. Esta es la gran tentación a lo largo de toda la historia de
la humanidad. No aceptar que somos criaturas, que no somos dioses y que
nuestra existencia está sostenida por Dios. Esta soberbia es, además, la que
impide vivir la existencia como un gran regalo y hacer de ella un regalo para los
demás. La vida humana se gana, se vive y se comunica cuando se entrega.
El amor es una palabra tremendamente manoseada, manipulada, tergiversada,
frivolizada. ¿De qué amor estamos hablando? ¿Con qué tipo de amor amó Jesús
a los suyos?
El P. Alfredo Rubio de Castarlenas afirmaba que “tenemos que estar en nuestro
sitio para que el Espíritu Santo pueda encontrarnos. Y nuestro sitio es amar
siempre incluso a los enemigos”.
Y esto es lo que nos dijo Jesús, amar a todos, también a nuestros enemigos.
Perdonar hasta setenta veces siete. El amor de Jesús, ese amor al cual todos
estamos llamados, es un amor que se concreta, que se encarna, que se expresa
en gestos y actitudes, en una forma de vida. No se trata de un amor etéreo, un
amor espiritualizado, alejado de la realidad de la gente, alejado del mundo… el
amor de Jesús, el verdadero amor implica un descentramiento de uno mismo, de
su ego, para desplazarse hacia el otro, para ir al encuentro del prójimo, para
ponerse en el lugar del otro, para hacer de la vida una entera donación.
Esa concreción del amor, en ese día de la Cena de Jesús con sus amigos, se
expresó a través del lavado de los pies. Lavar los pies, en la época de Jesús, era
algo reservado a los esclavos. Los esclavos, los sirvientes de la casa eran
quienes lavaban los pies al dueño de casa y a sus posibles invitados o
huéspedes.
El lavado de los pies de Jesús a sus discípulos no era una mera cortesía,
tampoco un gesto exterior de falsa humildad, sino la manifestación profunda de
un amor que se hace servicio, un amor que se entrega hasta dar la vida.
Son dos caras de la misma medalla: es falso el amor si no va acompañado de
entrega y servicio. Y es falso el servicio que se hace sin amor, en todo caso sería
un servicio para adular, para chantajear, para manipular al otro, es decir, eso
más bien sería servilismo, no servicio. Amor y servicio hacia los demás no
pueden ir separados.
Ello está relacionado con una virtud a la cual se refería amplia y profundamente
el P. Rubio. Él la denominaba “ultimidad”. Hacerse “últimos”, no querer pasar por
encima de los otros, pisoteando, aplastando, sometiendo. En el Reino de Dios,
hay que ser últimos. Ni primeros ni segundos… últimos, todos iguales. Es en el
mundo donde hay competitividad y todos quieren ser primeros y por eso el
mundo va como va. Ser últimos es ser servidores. Servidor de todos por amor.
Servir es la mayor alegría si se hace por amor. La actitud de servicio por amor a
todos es lo que nos hace últimos. Servicio sencillo y generoso hacia los demás.
La manera de encontrarnos con Cristo es hacernos últimos, pues Él es el
olvidado de este mundo y si queremos adelantarnos se nos pierde atrás. En
cambio, cuando aceptamos ser últimos, ser olvidados,… ahí nos encontramos
con Cristo. Cuando estamos en la cruz estamos con Cristo que está en la cruz.
Y esto es básico para poder construir vida en común, vida de amistad. En
definitiva, la ultimidad es renunciar al poder.
Ser todos últimos produce paz. No hay tensiones, no hay ambiciones, no hay
competitividad, no hay luchas, … Últimos y pacíficos. El que ama la paz es
porque sabe ser último; sólo entre los últimos puede haber paz.
El amor se concretiza, como decíamos, en gestos de humanidad hacia el otro.
Gestos que, precisamente, no faltan en el momento actual como bien señala la
Pontifica Academia para la Vida, afirmando que una emergencia como la del
Covid-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad.
El Papa Francisco, refiriéndose al coronavirus, ha dicho que “abandonemos por
un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la
creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar.”
La fraternidad existencial hay que alimentarla, nutrirla para que de ella fluyan ríos
de comportamiento fraternal, de un estilo de vida fraternal. Puede parecer un
contrasentido pero precisamente en estos momentos de mayor aislamiento por
el riesgo de contagio es cuando quizás vivenciamos más profundamente que
estamos interconectados y que nos necesitamos unos a otros. Estamos
aprendiendo una gran lección: no somos nada ni nadie sin los demás.
En este sentido, una de las cosas que habría que superar es la sentencia de
Sartre que dice: mi libertad termina donde empieza la de los demás, para darnos
cuenta de que es precisamente con los "otros" cómo podemos desarrollar
nuestra libertad. Porque nadie es sin los otros ni libre de los otros. “…nuestras
libertades – dice la Pontificia Academia para la Vida- siempre se entrelazan y se
superponen, para bien o para mal. Es necesario, más bien, aprender a hacerlas
cooperar, en vista del bien común y superar las tendencias, que incluso la
epidemia puede alimentar, de ver en el otro una amenaza “infecciosa” de la que
distanciarse y un enemigo del que protegerse.”
Como bien señala J. Iglesias, “una bondad globalizada es el mejor antivirus que
existe: dejar de ver al otro como un ser lejano y convertirlo en hermano es el
mejor antídoto o vacuna contra todo tipo de virus”. Ronald Laing, psiquiatra
escoces fallecido en 1989, conocido como el padre de la antipsiquiatria, y que
había denunciado los métodos represivos utilizados en muchos centros
psiquiátricos del mundo, manifestaba que sólo la llegada de una gran plaga, de
un gran tsunami de amor, nos puede salvar.
En este cuidarnos, como expresión del amor, está implícito el acompañarnos.
¿Cómo acompañarnos en esta situación de aislamiento social? Acompañarnos
viene del latín y significa “comer el pan juntos”. Un pan que a veces puede ser
duro, otras puede ser tierno y gustoso… pero ojalá siempre podamos comerlo
en fraternidad. Me comentaba una amiga que vive en uno de los ayllos cercanos
a San Pedro de Atacama que tiene conocidos en Santiago que debido al
confinamiento han organizado almuerzos o cenas virtuales, en que cada quien
está cocinando en su casa pero conectados a través de sus equipos móviles, se
ven , se hablan, ríen, comparten recetas y finalmente comen lo preparado… cada
uno en su casa pero, al mismo tiempo, acompañados de los amigos. Hoy en día
y ante situaciones como la que estamos viviendo, la creatividad estalla en mil y
una propuestas para, precisamente, acompañarnos.
Ciertamente, acompañarnos en la soledad pero aprovechar también este tiempo
de estar más en casa para poder trabajar nuestro espacio interior, nuestra
interioridad personal. Hay un tipo de soledad que puede ser enormemente
fecunda si sabemos hacer de ella una oportunidad. Etty Hillesum, una joven judía
que murió en el campo de exterminio de Auschwitch, escribió en su diario:
“Conozco dos tipos de soledad. Una me pone triste hasta la muerte y me hace
tener la impresión de estar perdida y sin dirección. La otra, por el contrario, me
hace fuerte y feliz. La primera proviene del hecho de tener la impresión de no
estar ya en contacto con mis semejantes, de estar totalmente separada de cada
uno de ellos y de mí misma, hasta el punto de no comprender ya qué sentido
puede tener la vida. Me parece que la vida ya no tiene coherencia alguna y que
no encuentro mi sitio en ella. Pero la experiencia de la otra soledad me hace
fuerte y segura de mí misma: en ella me siento en comunión con cada uno, con
todo y con Dios… Me siento insertada en un gran todo pleno de sentido, y tengo
la impresión de que también puedo compartir con otros esta gran fuerza que hay
en mí”. (Etty Hillesum, un itinerario espiritual; Paul Lebeau, Sal Terrae, p. 66)
Antes hemos mencionado la ultimidad. Pues bien, esta virtud nos hace sentirnos
hermanos unos de otros, hermanos en la existencia, en un plano de igualdad.
Pero no sólo eso. También nos hace sentirnos hermanos de todo lo creado.
Tenemos que revisar cómo tratamos a los seres existentes, sean o no de la
especie humana. Muchas veces los tratamos con un sentido de superioridad y
de dominio, maltratándolos. Queremos dominarlo todo sin límite alguno. No fue
esa la actitud de Francisco de Asís.
La Laudato Sí nos dice que “…la persona humana más crece, más madura y
más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para
vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas. Así asume
en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella
desde su creación. Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una
espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad.”
(Laudato sí, 240)
Benedicto XVI en una homilía del año 2005 dijo que “los desiertos exteriores se
multiplican en el mundo porque se han extendido los desiertos interiores”. Todo
lo que está pasando en el mundo nos llama a una profunda conversión, a un
cambio de vida, a incorporar pequeñas acciones cotidianas que favorezcan el
cuido y la comunión con todo lo creado. Humildemente creo que la ultimidad,
anclarse en la ultimidad, es decir en el servicio desde el amor, es lo que puede
ir produciendo un cambio de paradigma.
El Papa Francisco también ha manifestado que “es necesario construir la
sociedad a la luz de las Bienaventuranzas, caminar hacia el Reino en compañía
de los últimos.”
No olvidemos la fuerza de la oración. El obispo de Bérgamo, una de las ciudades
más afectadas por el coronavirus en Italia , Mons. Francesco Beschi dice:
“Nuestras oraciones no son fórmulas mágicas. La fe en Dios no resuelve
mágicamente nuestros problemas, sino que nos da una fuerza interior para
ejercer ese compromiso que todos y cada uno, de diferentes maneras, estamos
llamados a vivir, especialmente aquellos que están llamados a frenar y superar
este mal”.
“Todo irá bien” se ha vuelto el slogan de la emergencia del coronavirus. Pero no
es solo una frase ingenuamente optimista. El mismo Jesús pronunció estas
palabras en una visión de Juliana de Norwich, mística inglesa que vivió entre el
1300 y el 1400. Mientras estaba gravemente enferma, Juliana tuvo algunas
visiones del Señor. En una de ellas, Jesús le habló con gran ternura: “El pecado
es inevitable, pero todo irá bien, todo irá bien y toda clase de cosas irán bien.”
Escribe Juliana: “Vi con seguridad absoluta que Dios, aún antes de crearnos nos
ha amado y con este amor nuestra vida dura para siempre”.
Cuando salgamos del cenáculo de nuestros hogares donde hemos estado
confinados por un tiempo, salgamos dispuestos a amar más y mejor; a amar en
lo grande y en lo pequeño; a amar en la prosperidad y en la adversidad porque
nosotros hemos sido amados e invitados a participar del amor de Dios.
Como dice un buen amigo, a la hora de merecer el cielo, lo que realmente vale
no es tanto lo que crees como lo que amas. El amor es lo que importa. Una fe
sin obras es una fe muerta. También se lo advertía Teresa de Jesús a sus
hermanas: “Ya que los tiempos son difíciles y duros, menos lamentaciones y más
hechos”.
Recordemos las palabras de San Juan de la Cruz: “al final de la vida te
examinaran del amor”. Y el P. Alfredo Rubio, poco tiempo antes de morir, decía:
«Antes hacía cosas con amor; ahora veo que se trata de ser amor que hace
cosas; amor y sólo amor.»
Para terminar esta meditación, les invito a rezar esta oración del Papa por los
afectados por el coronavirus:
Oh María,
tu resplandeces siempre en nuestro camino
como signo de salvación y de esperanza
Confiamos en ti, Salud de los enfermos,
que junto a la cruz
te asociaste al dolor de Jesús,
manteniendo firme tu fe
Tú,
sabes lo que necesitamos
y estamos seguros de que proveerás
para que, como en Caná de Galilea
pueda volver la alegría y la fiesta
después de este momento de prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre
y hacer lo que nos diga Jesús
que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos
y se ha cargado con nuestros dolores
para llevarnos, a través de la cruz
a la alegría de la resurrección.
Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las oraciones
que te dirigimos
en nuestras necesidades,
antes bien
líbranos de todo peligro,
¡oh Virgen gloriosa y bendita!
¡Amén!