Una Pelirroja Indomable - S. Giner PDF

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Una pelirroja indomable

S.GINER
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por cualquier medio, sin previo aviso.
Copyright © S. Giner. Septiembre 2.019
Todos los derechos reservados.
Los nombres, personajes, lugares y sucesos que aparecen en esta historia
son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Correo electrónico: susi_giner@hotmail.com
Twitter: @sginerwriter
Contents
Title Page
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 1
Lea echó un vistazo al espejo retrovisor para comprobar que estuviera
presentable. Miró la hora del reloj en el salpicadero del coche y bajó
rápidamente del vehículo. Se puso la chaqueta mientras corría hacia la entrada
del hotel. Antes de traspasar la puerta respiró hondo y entró en el hall del
edificio. Caminó con pasos apresurados hacia la recepción.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó la recepcionista.
—Buenas tardes. Tengo una entrevista con el señor Rayner, el escritor.
—Las entrevistas son en el salón Walford, por allí —dijo la chica
señalando hacia un lado—. El nombre está en la puerta.
—Muchas gracias.
Lea caminó hacia donde le había indicado la recepcionista. Vio la puerta
con el nombre escrito en letras doradas. Un hombre salía precisamente de allí
en ese momento y cerró la puerta tras él.
Vaya ejemplar, pensó Lea.
—Disculpe —dijo cortándole el paso porque el hombre iba a alejarse.
Casi le da un infarto al verlo de cerca. Al estar frente a él sintió algo
recorrerla por dentro. No sabía la razón, pero supo que ese hombre era,
especial. Sintió una atracción instantánea hacia él. Sí, era especial y... ¡Dios!
Tenía un cuerpo perfectamente perfecto. Ese hombre debería ser arrestado por
escándalo público.
—He visto que ha salido del salón Walford. Soy Leandra Hawkins. Tengo
una entrevista con el señor Rayner. Envié mi currículum hace unos días.
—Las entrevistas han terminado —dijo él haciéndose a un lado, porque
la tenía delante, para marcharse.
—Siento haber llegado tarde —insistió ella dando un paso hacia al lado
que él se había desplazado y colocándose de nuevo frente a él—. Se me ha
pinchado una rueda y me ha costado cambiarla porque no podía aflojar dos de
las tuercas.
—Me parece perfecto, pero como ya le he dicho, las entrevistas han
terminado. Ahora, si me disculpa.
—Escúcheme. He conducido muchos kilómetros hasta aquí, para irme sin
hablar siquiera con el señor Rayner. Estoy segura de que él entenderá el
motivo de mi retraso.
Lea vio acercarse a un hombre y detenerse junto al hombre con el que
hablaba.
Pero bueno, ¿todos los hombres que hay por aquí tienen el mismo
aspecto?, pensó Lea al ver el espécimen que tenía frente a ella.
—Hola —dijo el recién llegado sonriéndole.
—Hola —dijo Lea algo aturdida, sonrojándose.
—¿No vas a presentarnos? —preguntó el hombre que acababa de llegar
al otro.
—No. ¿Acaso no me he expresado con claridad? Le repito que las
entrevistas han terminado.
Lea lo miró a los ojos y se ruborizó. Ese hombre tenía unos ojos grises
preciosos.
—Espero que no sea usted el relaciones públicas del señor Rayner
porque, de ser así, su trabajo deja mucho que desear. Y que le quede claro que
no he conducido cien kilómetros para hablar con un subordinado. Dígale al
señor Rayner que quiero hablar con él. Eso, si es capaz de hacer algo tan
sencillo.
El hombre la miró sin decir nada. Su rostro no mostraba expresión
alguna.
—Estoy esperando —dijo Lea inquieta, porque los labios de ese hombre
eran tentadores. Y esa barba incipiente la estaba matando.
—No tiene porque hacerlo. Lárguese. Ha llegado tarde y no me gusta la
impuntualidad.
Lea se preguntaba por qué ese hombre la atraía tanto, con lo borde que
era.
—Es usted un fantoche engreído. Exijo hablar con el señor Rayner.
—Está hablando con él.
Lea se quedó mirádolo fijamente, aturdida.
—En ese caso, me alegro de haber llegado tarde y que no me haya
atendido, porque no me habría gustado trabajar para usted.
¡Dios santo!, se dijo Lea para sí misma y ruborizándose de nuevo porque
ese hombre era realmente guapo.
—Perfecto —dijo él—. Y le aconsejo que, antes de presentarse a una
entrevista, se duche o, al menos, se lave la cara.
Lea se quedó mirándolo unos segundos y el rubor de sus mejillas se
acentuó.
—Es usted un grosero y un imbécil.
Lea dio media vuelta y caminó hacia la salida del hotel. Abrió la puerta y
antes de salir se volvió para mirarlo. Los dos hombres seguían allí, de pie,
con la mirada fija en ella. Bruce pudo distinguir, incluso en la distancia, la
furia que había en los ojos de esa pelirroja.
—Joder, Bruce. Has sido muy brusco con ella, ¿no crees?
—Eso la ayudará a no llegar tarde a su próxima entrevista. Creeme, le he
hecho un favor.
—Me preguntaba por qué te duran tan poco tus asistentes, ahora lo
entiendo.
—Son todas unas incompetentes. Vamos a tomar una copa antes de cenar.
—A mí me ha gustado la pelirroja.
—Hardy, a ti te gustan todas las mujeres, independientemente del color
de su pelo.
—No me gustan todas, pero esa en especial, estaba realmente bien. ¿Has
elegido ya a alguna de las que se han presentado? —preguntó mientras se
dirigían al bar del hotel.
—Elegiré a cualquiera de ellas.
—La pelirroja tenía carácter, creo que encajaría bien contigo... y con tu
mala leche.
—Todas las pelirrojas tiene carácter. Es lo que las diferencia de las
demás.
—Aunque, en realidad, no era la clásica pelirroja. Su pelo era más
oscuro.
—Puede que fuera tintado.
—Tintado o no, me habría gustado ver esa melena suelta. Parecería una
hoguera.
—Tú y tus fantasías sexuales.
Entraron en el bar y se sentaron en la barra.
—Buenas tardes, ¿qué les sirvo?
—Un whisky con hielo —dijo Bruce.
—Yo tomaré lo mismo. ¿Por qué le has dicho que tomara una ducha o se
lavara la cara? Has sido muy grosero.
—Llevaba grasa en la mejilla, no la has visto porque era la que estaba de
mi parte.
—¿Grasa?
—Ha dicho que ha llegado tarde porque se le había pinchado una rueda y
no podía aflojar las tuercas.
—Entonces, ¿no era una excusa? ¿esa ha sido la razón de que llegara
tarde?
—Supongo.
—Eres un cabrón, ¿lo sabes? La pobre chica ha conducido cien
kilómetros y la has echado sin darle una oportunidad. Parecía una buena chica.
—Hardy, a mí no me importa si es una buena chica o no. Yo busco una
asistente personal.
—¿Lo que llevas en esa carpeta son los currículums de las que has
entrevistado?
—Sí.
—¿Puedo verlos?
—Claro —dijo Bruce pasándole la carpeta.
Hardy la abrió y leyó el primero.
—Esta es demasiado mayor, tiene cincuenta y dos años.
—¿Qué tiene que ver la edad para hacer un buen trabajo?
—La edad no es lo que más importa, pero ha trabajado de dependienta en
una tienda de ropa durante veinticinco años.
—¿Y cuál es el problema?
—No entiendo qué tiene que ver, el trabajo al que se ha dedicado durante
casi toda su vida, con el tuyo. ¿Qué es lo que necesitas que haga tu asistente?
—Que conteste al teléfono y que sea buena dando excusas para que yo no
tenga que ponerme. Que lleve mi agenda. Que se ocupe de pasar mis novelas
al ordenador. Que las revise y corrija. Que haga todo lo que hay que hacer
para enviarla al registro y a mi editor, antes de publicarlas.
—¿Y crees que la dependienta de una tienda de ropa está capacitada para
ello?
—Ha dicho que tiene conocimientos de informática.
—Veamos la segunda. Esta es más interesante —dijo Hardy sonriendo—.
Trabaja en un bar.
—Sabe usar un ordenador.
—Me extraña que, con la mala leche que tienes y con lo perfeccionista
que eres escribiendo, no seas más exigente a la hora de elegir una asistente
personal —dijo cogiendo el siguiente currículum—. Esta, al menos, trabajaba
en una oficina. Eso sí, sólo duró tres meses. No es muy mayor, tiene treinta y
seis años. ¿Era guapa?
—No me he fijado en el aspecto de ninguna de ellas. Es algo irrelevante.
—¿Esta que tienes tachada es la pelirroja que acabas de despachar?
—Sí.
—Vaya —dijo después de leer el currículum—. Esta es la mejor de
todas. Creo que has cometido el error más grande de tu vida al no querer
atenderla. ¿Has leído esto? Estudió Física y Matemáticas en Harvard, además
de Ingeniería Informática. Y tiene un postgrado de Especialización de Datos.
Fue primera en su promoción en todas las carreras. Y para culminar todos
estos estudios sin importancia —dijo Hardy con sarcasmo—, tiene un máster
en Economía. Aquí hay algo que no cuadra.
—A lo mejor, además de no ser puntual, es una mentirosa. ¿Qué es lo que
no cuadra?
—Tiene veintiún años. ¿Cómo ha podido estudiar todo eso en cuatro
años? Es imposible. Para estudiar todas esas carreras necesitaría, al menos,
ocho años. Eso siendo muy inteligente.
—Puede que sea superdotada.
—Si todo esto es cierto, sin duda lo es. Aunque ella sabría que podías
informarte y averiguarlo. Me pregunto por qué ha venido a una entrevista
contigo. Con este currículum, podría encontrar trabajo donde quisiera, incluida
la NASA.
—Deberías leer entre lineas. No tiene ninguna experiencia.
—¿Crees que esta chica necesitaría experiencia para desempeñar el
trabajo que tú requieres? ¿Y cómo va a tener experiencia con veintiún años?
Espero que no se tropiece con otros como tú, de lo contrario, seguiría sin tener
experiencia. Sabes, Bruce. Cuando he hecho los comentarios sobre el físico y
la edad de las tres mujeres que has entrevistado, no hablaba en serio. Yo no
me fijo en eso a la hora de elegir a una persona para que trabaje en mi equipo,
me importa, sobre todo, el trabajo que realiza. Y esa pelirroja tiene un
currículum que nadie despreciaría.

Lea todavía seguía sentada en el coche. No había podido evitar echarse a


llorar cuando se miró en el espejo y vio que tenía grasa en una mejilla. Se
sentía horrorizada al pensar que se había presentado ante ese hombre con la
cara sucia. Y le había llamado fantoche engreído, y luego grosero e imbécil.
Bueno, de los insultos no se arrepentía, porque ese hombre se merecía cada
uno de ellos.
Arrancó el coche y salió del aparcamiento del hotel. Poco después estaba
en la carretera que la llevaría de vuelta a casa. Encendió la radio, buscó una
emisora de música y bajó el volumen. Quería recrearse en el recuerdo de ese
escritor. Bueno, también del que estaba a su lado. Los había tenido frente a
ella durante escasos minutos, pero había merecido la pena.
Le habría gustado trabajar para Rayner. Sólo por poder verlo cada día,
habría firmado el contrato. Porque, a pesar de ser un imbécil, era un ejemplar
perfecto.

—Mamá, ya he llegado.
—Estoy en la cocina.
Lea se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero del recibidor. Luego
entró en la cocina y le dio un beso a su madre.
—¿Qué tal la entrevista?
—No ha habido entrevista.
—¿La han cancelado?
—No. Voy a cambiarme y luego te cuento.
—No tardes, la cena está lista.
—Estupendo, estoy hambrienta.
Cinco minutos después Lea entraba de nuevo en la cocina. La cena ya
estaba sobre la mesa y se sentó frente a su madre.
—Umm, qué bueno —dijo al ver el plato con carne en salsa y patatas
fritas.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se me pinchó una rueda y tuve que parar a cambiarla. Me llevó mucho
tiempo porque no podía sacar las tuercas. Menos mal que un chico paró y se
ofreció a ayudarme, de lo contrario todavía seguiría allí.
—¿Ya se había ido el escritor cuando llegaste?
—No, pero se negó a hacerme la entrevista.
—¿Por qué? ¿No le explicaste a qué se debió el retraso?
—Lo hice, pero no atendió a razones. Dijo que había llegado tarde y no
salió de ahí.
—No parece que sea muy comprensivo.
—No lo es, te lo aseguro. Es brusco y grosero.
—¿En serio?
—Sin lugar a dudas. Me lo encontré cuando salía de la sala en la que
había hecho las entrevistas y lo confundí con un empleado suyo.
—¿Lo confundíste? Pero me dijiste que habías visto una foto suya que
habías encontrado en Internet.
—Su aspecto actual no tiene nada que ver con esa foto. En ella llevaba
barba y parecía mayor. Le insulté, mamá —dijo Lea sonriendo.
—¿Por qué?
—Estaba cabreada. Me repitió varias veces que las entrevistas habían
terminado, como si yo fuera sorda o estúpida. Y sin darme a conocer que él
era Rayner. Pensaba que era un empleado suyo y le exigí que quería ver a su
jefe. Y volvió a negarse. Así que le dije que era un fantoche engreído.
—¿Eso le dijiste? —dijo Nicole riendo.
—No pude contenerme. Ni siquiera sé cómo se me ocurrió emplear esa
palabra. No tenía ni idea de que estuviera en mi vocabulario. ¿Me has oído
alguna vez decir fantoche?
—No.
—Luego me dijo que antes de una entrevista debería ducharme, o al
menos, lavarme la cara. Y le dije que era un grosero y un imbécil.
—No puedo creer que le dijeras eso.
—Ese hombre es un arrogante de cuidado.
—¿Por qué te dijo lo de la ducha? Te duchaste antes de salir.
—En ese momento no lo supe, pero cuando me marché y entré en el
coche, me miré en el espejo y vi que tenía grasa en la cara.
—Vaya por Dios.
—Ya sé que no debí decirle esas cosas, pero no me pude contener.
Además, se las merecía.
—Supongo que sí. Siento lo de la entrevista.
—Bah, no importa. Es el primer currículum que he entregado. Ya
encontraré otra cosa.
—Eso ya lo sé, pero estabas tan ilusionada...
—Me gustaba la idea de trabajar para un escritor de su categoría.
—He estado pensando que podríamos irnos de viaje. Sabes que lo
tenemos pendiente desde hace tiempo. Tus hermanos han estado ingresando
dinero en mi cuenta desde hace años.
—Dijiste que querías hacer ese viaje cuando cumplieras los cincuenta, y
tienes cuarenta y cuatro.
—Puedo adelantarlo. ¿Qué más da unos años más o menos? Y casi es
mejor ahora, antes de que encuentres trabajo, de lo contrario, no podrías
acompañarme. ¿Qué te parece?
—Me parece bien.
—Estupendo.
—¿Cuándo quieres que nos marchemos y adónde?
—Me gustaría ir a Costa Rica. Unos amigos estuvieron allí hace un par
de años y les encantó.
—Vale.
—Podríamos ir el próximo mes. Necesitaré un par de semanas para
prepararlo todo. No podemos llamar a tus hermanos, pero confío en que
llamen ellos, antes de marcharnos, al menos, para que sepan que no estamos en
casa.
—Mamá, ellos no volverán hasta Navidad, ya nos lo dijeron la última
vez que llamaron. Y en Costa Rica también podemos recibir llamadas.
—Tienes razón. Podemos pasar allí tres semanas, relajándonos y
tomando el sol. Y cuando volvamos, tendrás las pilas recargadas para buscar
trabajo. ¿Qué te parece?
—Me parece estupendo. En terminar de cenar miramos los vuelos y los
hoteles. Y haremos las reservas, si quieres.
—Sí. ¡Nos vamos de vacaciones!
—Me alegro de verte tan contenta.
—Sabes que el papá y yo queríamos hacer un largo viaje para compensar
todos los que no hicimos. Además, necesito hacer algo. Al menos me
entretendré dos semanas preparando lo del viaje y luego tres semanas fuera.
He de confesar que me aburro como una ostra. Creo que cuando volvamos voy
a buscar trabajo, aunque sea algo de media jornada.
—Mamá, nunca has trabajado fuera de casa.
—Lo sé, pero es que tenía mucho trabajo con vosotros, la casa, el papá,
las reuniones del colegio y el instituto... Cuando tus hermanos se marcharon mi
trabajo disminuyó considerablemente. Y luego, cuando el papá murió... Y
ahora tengo que añadir que cuando tú te marches, me quedaré sola.
—Mamá, esté donde esté, vendré a verte y tú irás a verme a mí.
—Ya lo sé. Hablaremos de eso a la vuelta. Ahora háblame del escritor.
¿Qué aspecto tiene?
—Seguro que si te lo digo, vas a pensar que miento.
—Tú nunca mientes.
—No te podrías imaginar a ese hombre, o al que se acercó cuando
hablaba con Rayner. Que por cierto, no quiso presentarnos. No sé si era un
amigo suyo, su hermano o, qué sé yo. Pero... ¡Santa madre de Dios! Ese
hombre es un ejemplar a tener en cuenta. Mide más o menos como Rayner, son
muy altos, medirán uno noventa, como Niall. Tiene el pelo castaño claro y
corto. Una boca muy sensual. Y unos ojos color miel preciosos.
—¿Y de cuerpo?
—Es delgado y se notaba fibroso. Llevaba un traje gris que le sentaba de
maravilla. Y tendrá la misma edad que Rayner.
—¿Y qué me dices del escritor?
—Rayner es... Umm. Podría decirte que está bueno, pero me quedaría
cortísima. Tiene unos labios carnosos muy sugerentes. Y unos dientes blancos
y perfectos. Fue una pena que abriera la boca para hablar.
—Vaya, vaya, vaya.
—Ese hombre es como esos modelos que vemos es las revistas y
pensamos que no existen en la realidad y que no podríamos encontrarlos por la
calle. Tiene aspecto de chico malo. Seguro que te encantaría. Llevaba un traje
negro y yo no podía pensar en otra cosa, que no fuera imaginar lo que había
debajo. Llevaba una camisa de seda, también negra con tres botones
desabrochados. Sostenía una carpeta en la mano y pude apreciar sus dedos.
Sus manos son grandes, fuertes y bonitas. Tiene el pelo tan negro como el
carbón, con un corte informal, de esos que les queda el pelo como si estuviera
despeinado. Además, lo lleva un poco más largo que lo tradicional. Su boca es
carnosa y sensual. Lleva un pendiente pequeño con una piedra negra en la
oreja izquierda. Su nariz es recta y perfecta. Pero lo que más me llamó la
atención fueron sus ojos. Son de un gris que me recordaron a una tormenta
eléctrica. Y además, tenía barba de dos o tres días. Ese hombre es una
maravilla.
—Vaya, para ser tan brusco y antipático, le has prestado mucha atención.
—Menos mal que era un maleducado —dijo Lea sonriendo—, de lo
contrario, habría babeado frente a él.
Las dos se rieron.

Media hora más tarde estaban sentadas de nuevo en la mesa de la cocina,


tomando un café, una junto a la otra, delante del portátil. Estuvieron dos horas
viendo hoteles y vuelos.
—A mí me gusta este hotel —dijo Nicole.
—No me extraña, es el más caro de todos los que hemos visto.
—Ya sabes que no he ido de viaje en toda mi vida. Me refiero a un viaje
largo, no a las acampadas que íbamos algunos fines de semana. Sabes que ni
siquiera tuvimos luna de miel, porque cuando nos casamos estaba embarazada
y no podíamos gastar dinero. Y después de tener a Niall, volví a quedarme en
estado de Ewan, y luego Dash... Tú fuiste la única que nos dio un respiro y
tardaste un poco más en aparecer. Es por eso que tus hermanos quieren que
haga un viaje que no pueda olvidar. Y es lo que vamos a hacer.
—De acuerdo. Entonces, ¿quieres que reservemos este hotel?
—Sí. Las suites son de ensueño. Las piscinas fantásticas y esa playa
privada... Todo es una maravilla.
—Decidido entonces. Compraremos primero los vuelos. ¿Te parece bien
que salgamos de aquí el diez de noviembre? Estamos a veintiséis. Sería justo
en quince días.
—Sí, está bien.
—El vuelo sale de Seattle a las cuatro de la tarde.
—Perfecto, podremos comer antes de salir, o en el aeropuerto.
—¿Estás segura de que quieres que estemos allí tres semanas?
—Sí, así nos dará tiempo a verlo todo.
—Vale. Hay un vuelo de vuelta el uno de diciembre. Sale de allí a las
once de la mañana.
—Es buena hora, así no tendremos que madrugar demasiado.
—Dame la tarjeta del banco.
Nicole abrió la cartera que tenía sobre la mesa, sacó la tarjeta y se la dio.
—Qué emocionante. Mis primeras vacaciones.
—Ya tenemos los vuelos reservados —dijo Lea poco después—. Ahora
el hotel.
—Una suite, ¿eh?
—Vale, una suite.
Quince minutos después, Lea cerró el portátil. Ya tenían todas las
reservas.
—Tengo que hacer un montón de cosas —dijo Nicole levantándose—.
Voy a sacar la ropa de verano para ver lo que me llevo y saber lo que tengo
que comprar.
—Mamá, es casi hora de dormir. Y además, faltan dos semanas.
—El tiempo pasa demasiado rápido y ya sabes que no soy tan organizada
como tú. Deberías sacar tu ropa de verano también.
—Me ocuparé de ello mañana.

Kate, la amiga de Lea estaba esperándolas en el aeropuerto cuando


volvieron de las vacaciones. A las tres de la tarde salían por la puerta de
pasajeros.
—¡Has venido! —dijo Lea abrazando a su amiga.
—Por supuesto que he venido. Tenía unas ganas locas de verte. No sabes
cuánto te he echado de menos. Hola, señora Hawkins—dijo la chica
abrazando a Nicole.
—Hola, Kate, me alegro de verte. Gracias por venir a recogernos.
—No tiene importancia. ¿Lo han pasado bien?
—Ha sido un viaje maravilloso. Hemos hecho un millón de fotos y
muchísimos vídeos.
—Déjeme, yo llevaré la maleta —dijo cogiendo el equipaje de Nicole y
caminando hacia la salida.
—Gracias, cariño, ¿cómo está tu familia?
—Muy bien, gracias, mi madre le envía saludos. Qué envidia estar así de
morenas en diciembre. ¿Han comido?
—Sí, hemos comido en el avión. ¿Y tú?
—Comí un bocadillo en el aeropuerto mientras esperaba. Las llevaré a
casa y me quedaré a dormir con Lea. Quiero ver las fotos y que me lo cuentes
todo sobre el viaje. Le he dicho a Christine y a Susan que iríamos a tomar un
café con ellas.
—Vale.

Kate se marchó al día siguiente temprano. Era domingo y tenía que


preparar el equipaje para volver a la universidad.
Lea se sentó a desayunar con su madre en la cocina.
—¿Me acompañas al supermercado luego? —preguntó Nicole.
—Claro. ¿Has comprobado si hay mensajes en el teléfono?
—Ni siquiera he pensado en ello.
—Hay nueve —dijo Lea. Pulsó el botón para escucharlos.
Los cuatro primeros eran de amigas de Nicole, todos del día que se
marcharon de viaje deseándoles un buen vuelo. El siguiente era de la
compañía de seguros ofreciéndoles una mejora en el seguro del hogar, por un
pequeño aumento. A continuación les ofrecían la mejor aspiradora, al mejor
precio. Los dos siguientes no se habían molestado en hablar. Eran de hacía
unos días. Y el último era del mismo día que los dos anteriores.

Hola, soy Bruce Rayner. La he llamado esta mañana dos veces. No sé si


realmente no estaba en casa, o si ha comprobado el teléfono y al saber que
era yo, se ha limitado a no contestar. Pero como no estoy seguro, he pensado
que lo mejor era dejarle un mensaje. No me gusta hablar con un aparato,
pero... Sé que no me porté con usted de forma muy amable cuando nos vimos
y me gustaría disculparme por ello. Aunque..., a decir verdad, ese
comportamiento es el normal en mí. De manera que, tal vez no debería
disculparme porque, seguramente, si nos volviéramos a ver, me comportaría
de igual forma. Lo cierto es que soy un maldito cabrón. Supongo que no
esperaría que me pusiera en contacto con usted. Y no lo habría hecho, de no
necesitarla. Así que, me gustaría ofrecerle el trabajo. He leído su
currículum y parece que es apta para el puesto. ¡Qué tontería acabo de
decir! Un buen amigo mío que lo leyó, me dijo que usted podría trabajar en
la NASA, si lo deseara. Lo cierto es que le extrañó que el gobierno no la
hubiera reclutado todavía. Supongo que, después de mi comportamiento, no
querrá volver a verme, pero si sigue interesada y no se decide por la NASA,
el trabajo es suyo. Sólo hágamelo saber y fijaremos un día para vernos.
Gracias por escuchar el mensaje. Aunque apuesto a que no me contestará.

—¡Es él! —dijo Lea mirando a su madre asombrada.


—Eso parece. Después de todo, vas a conseguir el trabajo que querías.
Aunque, por lo que me has contado, no te será fácil trabajar con él. Hasta él
mismo dice que es un cabrón —dijo Nicole sonriendo—. Al menos es sincero.
—Podré manejarlo. ¿Crees que se ha disculpado?
—Me temo que no —dijo Nicole sonriendo de nuevo—, pero sabes, me
cae bien ese hombre. Es sincero y tiene sentido del humor. ¿Sigues interesada
en el trabajo?
—Sí. ¿Cuándo crees que debería llamarlo?
—¿Por qué no ahora? Por sus palabras, parece que necesita una asistente
cuanto antes.
—Le llamaré después de desayunar.
Poco después Lea fue al salón y se sentó en el sillón junto al teléfono. Lo
cogió y marcó el número de Rayner. Después de diez tonos saltó el
contestador.

—No sé cómo voy a sobrevivir cuando te marches —le dijo Nicole a su


hija mientras cenaban ese día.
—Mamá, Kent está a cien kilómetros de aquí. Vendré a pasar los fines de
semana contigo.
—Lo sé, cariño, pero el resto de la semana estaré sola. Decididamente,
tengo que pensar en algo para ocupar mi tiempo.
—¿Qué te gustaría hacer?
—No tengo ni idea.
—¿Qué tal algo relacionado con la repostería? A ti te gusta hacer
galletas, magdalenas...
—Las galletas de canela y almendras se venderían bien. Ya sabes que son
recetas de mi abuela y en el mercado no hay nada que las supere.
—Y las magdalenas que haces están riquísimas y además te quedan muy
bonitas. ¿Te gustaría dedicarte a ello?
—No estoy segura, pero es cierto que disfruto haciéndolas. Aunque
trabajar en una pastelería debe ser duro.
—Podrías montar tu propio negocio y vender los productos por Internet.
—¿Por Internet?
—Claro. Podrías hacerlo, incluso aquí en casa.
—Necesitaría hacer reformas.
—Eso no sería problema. La casa es grande.
—¿Tendría que ocuparme yo de repartirlas?
—Claro que no. Hay empresas que se dedican a ello. Tú sólo tendrías
que cocinar y empaquetar la mercancía.
—No estaría mal.
—Vamos a hacer una cosa. Piénsalo detenidamente. Y si te decides a
hacerlo, yo haré un estudio de lo que necesitas. Me informaré del papeleo
necesario y haré una programación detallada para que la leas.
—No tengo ni idea de lo que significa, pero suena bien.
—Ahora no es un buen momento porque tengo lo del trabajo, y además,
Navidad está a la vuelta de la esquina. Pero lo hablaremos después de las
fiestas y te ayudaré. Tienes tiempo para pensarlo.
—Muy bien. Lo consultaremos con tus hermanos. ¿Quieres postre?
—No, estoy llena.

Rayner se despertó pasada la una de la tarde. Bajó a la cocina a


prepararse un café y antes de coger la taza, llamaron a la puerta y fue a abrir.
—Hola —dijo su amigo Hardy.
—Buenos días.
—Querrás decir buenas tardes, es la una y media.
—He estado trabajando hasta casi las seis de la mañana. Acabo de
levantarme.
—¿Has olvidado que comemos en casa de Rex?
—No, no lo he olvidado. ¿Quieres un café?
—No, gracias. Le he dicho que llegaríamos sobre las dos. Ya está
preparando la barbacoa. Tienes un mensaje en el contestador —dijo Hardy al
ver que la luz parpadeaba.
—Pulsa la tecla para escucharlo —dijo Bruce poniéndose una cucharada
de azúcar en el café y apoyándose en la bancada para tomárselo.

Hola, soy Leandra Hawkins. Siento no haberle devuelto antes la


llamada, pero he estado tres semanas fuera del país y he vuelto hoy. Tiene
razón, su llamada es la última que hubiera esperado. Para no gustarle
hablar en estos aparatos, se ha explayado bastante. Tengo que reconocer
que a mí tampoco me gusta hacerlo. Tenía en el contestador varios mensajes
de la NASA, supongo que quieren ofrecerme trabajo y, no sé la razón, pero
me atrae más su oferta que la del Gobierno. Y sí, estoy interesada en
trabajar para usted. Dígame la dirección, la fecha y la hora, y me
presentaré ante usted con puntualidad británica. Saldré con tiempo
suficiente, por si acaso se me pincha una rueda. Y además, me ducharé antes
de salir de casa. Gracias por llamar.

Bruce no pudo evitar reírse.


—Por lo que he escuchado, esa es la pelirroja.
—Sí, es ella. Esa chica no se calla nada. La llamé hace unos días y le
dejé un mensaje en el contestador. Pensé que no me llamaría.
—¿Le has dado el trabajo? Ni siquiera le diste la oportunidad de
entrevistarla.
—Dijiste que era la mejor de todas. Y ya la has oído. Quiere trabajar
para mí.
—Te aseguro que jamás habría pensado que esa chica quisiera volver a
verte.
—Tengo mi encanto.
—Sí, sobre todo, eso. Puede que haya aceptado para vengarse de ti.
—¿Tú crees? —preguntó Bruce divertido.
—¿No contrataste a ninguna de las tres que entrevistaste?
—Las tres han trabajado para mí. Y tengo que admitir que tenías razón.
No eran las adecuadas. Además, se asustaban cuando les levantaba un poco la
voz. No soporto a las personas que se dejan intimidar.
—Entonces te irá bien con la pelirroja. No parecía asustada cuando
hablaba contigo. Espero que ella te dure más. Me gustaría tenerla por aquí.
—Ya puedes quitártela de la cabeza, Hardy. Ni se te ocurra acercarte a
ella.
—¿Por qué? ¿Te interesa?
—¡Por supuesto que no! Pero va a trabajar para mí. No quiero que te
acuestes con ella y luego se sienta incómoda cuando te vea por aquí. Además,
tiene veintiún años, ¿lo has olvidado?
—Es mayor de edad.
—Hardy, es una cría. Puede que incluso sea virgen.
—Eso aún me atrae más. Esa chica es preciosa, y apuesto a que tiene un
cuerpo de escándalo. Lástima que llevara la chaqueta puesta cuando la vimos.
—¡Por el amor de Dios! Olvídate de ella, te lo advierto.
—Vale, vale. ¿Cuándo vas a llamarla?
—Esta noche.

Bruce entró en su casa a las siete de la tarde con su perrita, Lys. Subió a
su habitación, se desnudó y se metió en la ducha. Olía a barbacoa. Luego bajó
a la planta inferior y se sentó en la mesa de su despacho dispuesto a trabajar.
Había pensado salir a cenar con una mujer, pero tenía algunas ideas para la
novela que estaba escribiendo y quería plasmarlas en papel. De pronto se
acordó de que tenía que llamar a su futura asistente personal. Se levantó,
salió del despacho y fue a la cocina. Levantó el teléfono y llamó a casa de la
chica.
—Nicole Hawkins, ¿dígame?
—Buenas noches, soy Bruce Rayner, ¿podría hablar con Leandra
Hawkins?
—No se retire, por favor.
La madre de Lea fue hasta el pie de la escalera con el teléfono
inalámbrico en la mano.
—Lea, tienes una llamada —dijo levantando la voz para que su hija la
oyera.
—Dile, a quién sea, que le llamaré mañana —dijo la chica asomándose a
la escalera y hablándole en el mismo tono de voz.
Bruce podía escuchar perfectamente las palabras de ambas.
—No creo que a tu futuro jefe le haga mucha gracia que no hables con él.
Por lo que me has dicho, no parece muy simpático.
—Ya bajo.
—Sé amable con él —dijo Nicole cuando le dio el teléfono.
—Igual que él lo fue conmigo —dijo cogiendo el aparato—. ¿Señor
Rayner?
—El mismo —dijo él aún sonriendo por el último comentario que había
oído—. He escuchado su mensaje. Me siento halagado de que prefiera trabajar
conmigo que para el Gobierno.
—Sí, bueno. Supongo que prefiero algo más sencillo para mi primer
trabajo.
—¿Cuándo podría venir a firmar el contrato? Si no recuerdo mal, dijo
que vivía a cien kilómetros de Kent.
—Sí, vivo en Newcastle. Iré cuando a usted le parezca bien.
—Si viniera mañana se lo agradecería. Quiero que empiece a trabajar
cuanto antes.
—Puedo ir mañana a firmar el contrato, no hay problema, y podrá
ponerme al día en lo referente al trabajo. Pero… tengo que buscar un sitio
para vivir y luego hacer la mudanza y eso me llevará algún tiempo. Además,
faltan tres semanas para Navidad, y yo siempre paso esas fiestas con mi
familia. Tal vez sea mejor que empiece después de Año Nuevo.
—Señorita Hawkins, necesito que empiece cuanto antes. Estoy
terminando de escribir una novela y tengo un plazo de entrega.
—¿No le sirvió ninguna de las mujeres a las que entrevistó?
—Las tres que se presentaron a la entrevista trabajaron para mí.
—¿Las tres? Pero la entrevista fue hace poco más de un mes.
—Eso no viene al caso. Tengo que entregar la novela al editor a finales
de enero. No se preocupe por las navidades, podrá pasarlas con su familia.
—De acuerdo. ¿A qué hora le va bien que vaya mañana?
—¿Qué le parece sobre las diez de la mañana?
—No hay problema. Dígame la dirección.
—¿Tiene GPS en el coche?
—No, pero sí en el móvil.
—Vivo a las afueras de Kent, en el bosque. La dirección es: Norfolk, 39.
—¿Vive en el bosque?
—Sí.
—¿Tengo que trabajar en su casa?
—Claro, es donde trabajo.
—¿En el bosque?
—¿Algún problema con eso? ¿Es alérgica a los árboles?
Ella soltó una carcajada.
—No, no soy alérgica. Y no tengo problema. ¿Su dirección está en el
GPS?
—¿Cree que le habría preguntado si tiene GPS si mi dirección no
estuviera en él?
—Tiene razón.
—No vivo en el bosque profundo, y recibo el correo. De todas formas,
llámeme si tiene algún problema.
—¿Hay cobertura en el bosque para usar el móvil?
—¿Se está burlando de mí?
—Por supuesto que no. Es que no quiero perderme entre los árboles y
estar incomunicada.
—La carretera pasa por delante de mi casa.
—En ese caso, hasta mañana a las diez.
—Hasta mañana —dijo él antes de colgar.
—¿Has quedado en ir a verle mañana? —preguntó su madre entrando en
el salón.
—Sí. Quiere que empiece cuanto antes. Mañana cuando vuelva miraré las
ofertas de apartamentos en alquiler en Kent.
—Muy bien.
—Rayner vive en el bosque.
—¿En el bosque?
—Supongo que los escritores necesitan tranquilidad para poder
concentrarse.
Capítulo 2
Lea detuvo el vehículo junto al buzón que había en el arcén de la carretera.
Al leer el nombre de Rayner hizo marcha atrás para entrar por el camino, que
suponía la llevaría hasta la casa, porque había muchos árboles y desde allí no
se veía. Después de unos doscientos metros apareció ante ella una
construcción enorme. Era toda de madera, con grandes ventanales.
Al oír el vehículo, Rayner se levantó y miró por la ventana. Lea bajó del
coche y cerró la puerta. Luego abrió la puerta trasera, se inclinó para coger el
bolso que estaba en el asiento y lo dejó sobre el techo del coche.
—Bonito trasero —dijo Rayner cuando la vio inclinada.
A continuación se puso el abrigo, cogió el bolso y caminó hacia la
entrada de la casa. Llamó al timbre y Bruce abrió poco después.
Lea lo miró y se ruborizó. Había olvidado lo guapo que era ese hombre.
Lo contempló unos segundos, pero fue suficiente para sentir la reacción de
alerta que experimentó su cuerpo.
Se quedó embobada mirándolo. Se dijo a sí misma que era una estúpida,
mientras intentaba centrarse en algo que no fuera él. Tendría que
acostumbrarse a verle sin que se sintiera aturdida. Suponía que, después de
unos cuantos días trabajando con él, todo iría bien.
—Hola —dijo él tendiéndole la mano.
—Hola —dijo ella estrechándosela. Cuando Rayner le apretó la mano, el
corazón de Lea se aceleró. Ese simple contacto produjo en ella una descarga
eléctrica que azotó todo su cuerpo.
—Me alegro de volver a verla. ¿Ha tenido algún problema para
encontrarme? —dijo haciéndose a un lado para que ella entrara—. Pase, por
favor.
—Gracias. Estoy aquí, ¿no? Y he sido puntual.
—¿Me da su abrigo?
—Claro —dijo sacándoselo. Él lo cogió y lo colgó en el perchero del
recibidor.
Cuando Bruce se volvió hacia ella, la miró de arriba abajo, y Lea se
sonrojó de nuevo.
—No crea que me he arreglado por usted. Mi madre me ha obligado. Ha
dicho que, después de nuestra entrevista. Bueno, la no entrevista, tenía que
estar presentable.
—No tenía que haberse molestado, esto no es una cita. Si hubiera venido
con chándal ni siquiera lo habría notado.
Lea se quedó de piedra al oír sus palabras. Desde luego, la delicadeza de
ese hombre, brillaba por su ausencia.
Por eso me has mirado de arriba abajo hace un instante, pensó ella.
Capullo.
—Acompáñeme.
Caminó detrás de él admirando su manera de andar y… su trasero.
Es un capullo, cierto, pero no se puede negar que es un capullo de
primera, pensó entrando en el despacho.
En dos de las paredes habían estanterías que llegaban desde el suelo al
techo, repletas de libros. En otra pared había un mueble bajo largo y sobre él
un televisor de … puede que de cincuenta pulgadas. Y junto a él, un DVD y un
equipo de música. Frente al televisor había un sofá de tres plazas color
burdeos con una mesita delante. En la pared restante había una mesa muy
grande de madera pulida y junto a ella un ventanal con vistas a un lago, que se
entreveía a través de los árboles, y las montañas nevadas al fondo. La vista
parecía una postal.
A Lea le extrañó que la mesa no estuviera colocada en horizontal,
paralela a la ventana sino en perpendicular. A ambos lados de la mesa había
dos cómodas sillas de despacho.
La mitad de la mesa estaba cubierta por libretas, folios, notas adhesivas,
bolígrafos. Había un cenicero repleto de colillas, encendedores de todos los
colores y varios paquetes de Marlboro, algunos vacíos y arrugados. La otra
mitad de la mesa estaba completamente vacía. Detrás de ambas sillas había
dos estanterías más con libros, pegadas a las paredes.
—Siéntese —dijo él señalándole una de las sillas. Cuando ella lo hizo, él
se sentó también—. Aquí es donde trabajo. Y usted lo hará donde está sentada.
—¿No voy a tener una mesa para mí? —dijo Lea, pensando que si lo
tenía frente a ella, se distraería y no sería capaz de trabajar.
—¿No tiene suficiente espacio?
—Sí…, sí, claro. No hay problema.
—Por su bronceado, diría que ha estado esas tres semanas en un lugar
cálido —dijo Bruce mirando esos ojos que resaltaban más con el nuevo tono
de piel y fascinado por ellos.
—Sí, en Costa Rica.
—Este es el contrato —dijo sin darle tiempo a comentar nada respecto al
viaje—. Hablemos de todos los puntos por si no está de acuerdo con algo.
—Vale.
—El contrato tendrá vigencia desde el uno de este mes y cobrará a final
del mismo.
—Pero no voy a empezar hasta dentro de unos cuantos días.
—No importa. Tendrá un sueldo de mil quinientos dólares más dos pagas,
en julio y en diciembre. ¿Conforme?
—Sí.
—Por cierto, tiene que darme los datos de su banco.
—Le enviaré una foto de mi tarjeta.
—Prefiero que me los anote en un papel.
—¿Lo quiere ahora?
—No hace falta. Ya lo hará cuando empiece. Trabajará de lunes a
viernes, de nueve a cinco. Al medio día puede hacer un descanso para comer.
—¿De cuánto tiempo?
—No sé. ¿Cuánto tiempo tarda usted en comer? —dijo encendiendo un
cigarrillo.
—No me he cronometrado. Pero lo haré desde hoy y le informaré.
—¿Se está haciendo la graciosa?
—Para nada. ¿Podré comer aquí o tendré que marcharme? Esto está
bastante aislado, y... no hay nada por los alrededores.
—Puede hacerlo aquí.
—¿Podré calentar la comida en su cocina?
—Como si quiere cocinar en ella.
—Yo creo que un descanso de una hora estaría bien.
—Lo que usted diga. Disculpe un momento, no me acordaba que había
dejado encerrada a Lys. No sabía si tenía miedo a los perros.
—Me gustan los perros.
Rayner salió del despacho. Segundos después entró corriendo una perra
labrador negra. Lea giró la silla y la perrita apoyó la cabeza en sus muslos.
—Hola, preciosa. Soy Lea, y voy a trabajar aquí. Vamos a ser buenas
amigas, ¿verdad?
—No espere que le conteste, todavía no la he enseñado a hablar.
Lea lo miró con una sonrisa tan dulce y tierna que logró que Bruce se
sintiera aturdido.
—¿Seguimos? —dijo sentándose de nuevo frente a ella.
—Claro —dijo girando la silla para mirarlo de frente.
Rayner vio que la perrita se acostaba en el suelo junto a la chica. Eso lo
irritó, porque siempre se sentaba a su lado. Además, no había hecho eso con
ninguna de sus asistentes.
—Hablemos de las vacaciones. Dijo que las navidades son importantes
para usted.
—Sí. Me gustaría tener libre del veinticuatro de este mes al uno de enero.
—No hay problema. Aunque, como le dije, tengo que entregar el
manuscrito a finales de enero.
—Puedo llevarme el trabajo a casa en las vacaciones. Aunque no creo
que sea necesario, soy rápida trabajando.
—Eso espero, porque mi novela no va a salir de aquí.
—Me parece perfecto, porque me gustaría disfrutar de mi tiempo libre,
sin pensar en el trabajo. ¿Cuántas vacaciones tendré al año?
—Un mes.
—¿Podré elegir las fechas?
—Ya ha elegido las navidades. ¿Qué otras fechas le interesan?
—¿Tengo que decidirlo ahora?
—Me gustaría saberlo con tiempo.
—Es que…, verá. Tengo tres hermanos que pasan mucho tiempo fuera
trabajando, a veces hasta medio año. Cuando terminan van a casa a pasar un
par de semanas con mi madre y conmigo. Me gustaría que mis vacaciones
coincidieran con sus permisos. El problema es que ellos no saben cuando
tendrán esos permisos con demasiada antelación.
—Podremos arreglarlo. De momento ha quedado claro que quiere
disponer de nueve días en Navidad. Ya me informará del resto cuando lo sepa.
—Gracias.
—¿Supondría para usted algún problema acompañarme en mis viajes?
—En un principio no. ¿Qué clase de viajes? ¿Puede especificar?
—Cuando termino una novela y la publican suelo hacer una gira de tres o
cuatro semanas para firmarla. Pero durante ese tiempo sigo trabajando y me
gustaría que estuviera conmigo.
—No hay problema. ¿Puede decirme en qué consistirá mi trabajo?
—Se ocupará de mi agenda. Planificará todas mis citas, que deberán ser
siempre por la tarde, porque suelo trabajar hasta altas horas de la noche y las
mañanas las dedico a dormir. Lo que quiere decir que no quiero voces altas, ni
música en casa por las mañanas.
—No voy a tener a nadie con quien hablar, excepto con Lys. A no ser que
la enseñe a hablar en breve o que viva alguien más aquí. Y suelo escuchar
música con los auriculares.
—Vivo solo. Y tengo que advertirle que no me gustan las bromas.
—Entendido. Y no se preocupe que no seré yo quien interrumpa su sueño.
—Perfecto. Cada mañana, cuando llegue, recogerá el correo del buzón
que hay a la entrada del camino. Lo leerá y obrará según su criterio.
—Yo no sé nada sobre su trabajo, tendrá que darme un tiempo para
ponerme al día.
—Lo que no sepa puede preguntármelo. Aunque, espero que aprenda
pronto, porque no me gusta que me interrumpan mientras trabajo.
—En ese caso, ¿por qué tengo que trabajar frente a usted?
—Porque esta es mi casa y esta es mi mesa. Y usted trabaja para mí.
—En teoría, todavía no. Mi trabajo no será efectivo hasta que firme el
contrato.
—¿Siempre tiene contestación para todo?
—Creo que sí. Mi mente trabaja rápida.
Lea lo miró ruborizada y arrepentida de sus palabras. Se mordió el labio
inferior y eso hizo que Rayner bajara la mirada hasta su boca.
—Contestará a todas las llamadas. Las anotará y por la tarde, antes de
que se marche, las comentaremos. Y luego volverá a llamarles y les dirá lo
que le he dicho al respecto. En cuanto a las personales… mejor me pregunta
cuando reciba las llamadas.
—Pero ha dicho que no quiere que le moleste.
Bruce la miró entrecerrando los ojos y Lea no pudo evitar sonreír.
—¿Le hace gracia?
—No es eso. Es que se está contradiciendo, y quiero que las cosas
queden claras entre nosotros, para que no haya malentendidos.
—Pensé que era de esas que siempre quieren decir la última palabra.
Ella sonrió al recordar que su madre siempre le decía: ¿Siempre tienes
que tener la última palabra?
—Es posible que lo sea.
—Volvamos a lo que nos ocupa.
—Una pregunta antes de seguir. ¿Por qué no recibe las llamadas
personales en el móvil?
—¿Qué móvil?
—¿No tiene móvil? ¡No tiene móvil! —dijo Lea sin poder contenerse—.
¿Sabe en qué siglo vivimos? ¿Quién no tiene móvil en estos tiempos?
—Yo.
—¿Y por qué no tiene móvil?
—Porque no lo necesito. Y si lo tuviera, estarían molestándome a cada
momento.
—¿Y si le llama una mujer, qué se supone que tengo que decirle?
—Diga siempre que no estoy y que le dejen el mensaje.
—O sea que tengo que atender a todas sus llamadas.
—Eso es.
—Supongo que su teléfono es moderno, no de los que había en el siglo
pasado.
—Supongo —dijo él que no tenía ni idea de por qué le preguntaba algo
así.
—En ese caso, necesitaré el nombre y número de todos sus contactos
para guardarlos en mi móvil y desviaré todas las llamadas desde su teléfono al
mío. Así podré atenderlas con el auricular sin tener que interrumpir mi trabajo.
—Hágalo como a usted le parezca. Se los daré cuando empiece a
trabajar, y espero que sea a la mayor brevedad. Lo más importante en este
momento es la novela. No está terminada, pero sólo me faltan escribir dos o
tres capítulos.
—Bien, tan pronto empiece, me concentraré en ella.
—Tiene que pasar todo lo que he escrito al ordenador. Mientras lo hace,
yo terminaré de escribirla. Luego tendrá que hacer lo que solía hacer mi
editor, antes de publicarla. Hablará con él y él le dirá qué es lo que requiere.
—De acuerdo. ¿Escribe las novelas a mano?
—Sí. ¿Algún problema con eso?
—No —dijo ella sonriendo.
—¿Le llevará mucho tiempo hacer lo que se requiera para enviársela al
editor?
—¿Se refiere a lo que ha mencionado, cuando haya terminado de
escribirla?
—Sí.
—Unos minutos.
—¿En serio?
—Claro.
—En ese caso no entiendo por qué el editor me exige que lo haga yo.
—Supongo que porque nadie trabaja ya como usted —dijo ella sonriendo
—. Apuesto que es el único escritor que no escribe directamente en el
ordenador.
—A usted no le importa cómo escribo ni dónde lo hago. Sólo tiene que
limitarse a hacer el trabajo, sin rechistar.
—Vale. Pero sabe. Si escribiera en el ordenador contribuiría con la
conservación del medio ambiente.
—Veo que sí es de las que siempre dice la última palabra. ¿Va a hacerme
perder más tiempo con sus comentarios, que por otra parte no me interesan?
—Lo intentaré.
—A ver si se esfuerza un poco y lo consigue. ¿Cuánto le llevará pasar la
novela al ordenador?
—Depende de las páginas que tenga la novela. Entre una y dos semanas.
Eso si no me interrumpe demasiado hablándome y no recibo muchas llamadas
al día.
Bruce la miró irritado.
—No la interrumpiré. Estaba preocupado porque pensé que le llevaría
más tiempo. Bien. Cuando la tenga en el ordenador, enviará una copia al
registro. Y después de asegurarse de que está debidamente registrada, se la
enviará al editor.
—Vale.
—¿Está de acuerdo con todo lo que hemos hablado?
—Con absoluta reticencia.
Bruce la miró y quiso sonreír, ya que con sus palabras le decía que estaba
de acuerdo con todo, pero con dudas. Pero se contuvo.
—¿Tiene alguna pregunta?
—No, preguntas no, todo me ha quedado muy claro. Pero me gustaría ver
el equipo con el que voy a trabajar.
—¿Qué equipo?
—El ordenador.
—¿Qué ordenador?
—Un momento, ¿no tiene ordenador?
—Nunca lo he necesitado. Siempre he escrito las novelas en libretas y
luego las he pasado a máquina.
—O sea que, utiliza unas cuantas libretas y además bastantes folios —
dijo ella.
—¿Qué pasa, recibe comisión por la venta de ordenadores?
Lea soltó una carcajada.
—¿Con qué trabajaban sus otras asistentes? ¿Les daba papel y lápiz?
—Ninguna duró lo suficiente como para tener que usar un ordenador.
—Vale. No le haré preguntas al respecto.
—¿En serio?
—Pero sí le diré que ha perdido un tiempo precioso. Si me hubiera
atendido cuando me presenté a la entrevista, ahora tendría todo lo que ha
escrito en el ordenador. Y podría relajarse.
—¿Qué le hace pensar que no estoy relajado?
—Siempre parece enfadado.
—Puede que sea usted quien me haga enfadar.
Ella volvió a reír.
—Bueno, volviendo a lo que estábamos hablando. Puedo usar mi portátil.
Pero los fines de semana y cada día después del trabajo, me lo llevaré a casa.
Y su novela estará en él.
—Tiene razón. ¿Puede usted encargarse de comprarlo?
—Podemos comprarlo ahora, y así lo tendrá aquí para cuando me
incorpore al trabajo.
—Hoy no tengo intención de salir.
—No tiene que salir. Lo compraremos por Internet y se lo traerán a casa.
—De acuerdo.
—Voy a coger el portátil del coche, ahora vuelvo —dijo cogiendo las
llaves del bolso y saliendo del despacho.
Cuando se quedó solo, Bruce sonrió. Estaba completamente seguro de
que esa chica le iba a traer problemas. Lea volvió a entrar cinco minutos
después.
—Dios, qué frío —dijo porque no se había puesto el abrigo.
Lea sacó el portátil de la funda y lo colocó sobre la mesa, delante de él.
Luego cogió su silla de ruedas y la arrastró hasta colocarla junto a la de él.
—Ahora estoy en su territorio —dijo sentándose a su lado y mirándolo
con una sonrisa divertida—. Me refiero a su parte de la mesa.
Bruce la miró como si fuera una alienígena. Lea abrió el portátil y lo
encendió.
—Necesito su Wifi.
—¿Qué es eso?
—¡Por el amor de Dios! Es el acceso a Internet. No puedo usar el
ordenador sin él.
—¿Para qué quiero Internet, si no tengo ordenador?
—Tiene razón —dijo ella riéndose.
—Desde que ha entrado en mi casa se la ve muy divertida.
—Usted me divierte. Vale, usaré el Wifi de mi móvil —dijo
introduciendo los datos en el portátil—. Tiene que contratar Internet, de lo
contrario, no podré hacer mi trabajo.
—¿Dónde se contrata?
—En la compañía telefónica.
—Hágalo usted. Es mi asistente personal y se supone que tiene que
solucionarlo todo.
—De acuerdo. Aunque todavía no soy su asistente personal —dijo
sonriendo—. ¿Tiene alguna influencia de la que pueda echar mano?
—¿Para qué?
—Para que lo instalen cuanto antes. Suelen tardar varios días.
—Conozco a alguien.
—No esperaba menos de usted.
Lea estuvo mirando varias páginas.
—Estos son de mesa, y estarían bien, pero ha dicho que quiere que le
acompañe en sus viajes y necesitaría un portátil. Y no necesita tener dos
ordenadores. Bueno, a usted ni siquiera le haría falta uno —dijo mirándolo
con una pícara sonrisa.
—Sigue divertida.
—Su trabajo no es muy importante —dijo ella sin prestar atención a sus
palabras.
—Gracias —dijo Bruce con sarcasmo.
—No me refiero a que no sea importante, sino a que no requiere de
muchas especializaciones. Quiero decir que podría hacer mi trabajo con el
ordenador más simple. Pero, por otra parte, la asistente personal de un escritor
de su categoría no puede tener un simple ordenador, el portátil tiene que estar
a la altura de un hombre como usted.
—Yo no lo voy a usar.
—Eso lo tengo claro. Pero la gente que me vea con él puede pensar, qué
tacaño es ese escritor. Y yo no quiero que piensen que no me proporciona lo
último en tecnología.
—¿Me está haciendo la pelota? Porque de ser así, no se moleste. Eso no
funciona conmigo.
—Puedo asegurarle que nunca, jamás, le haré la pelota. Eso no es lo mío.
—Si seguimos perdiendo tiempo no acabaremos ni a la hora de cenar.
Elija el que quiera.
—Supongo que no tiene problemas de dinero.
—Supone bien.
—Este es fantástico —dijo mientras leía las características del
ordenador que tenía en la pantalla—. Ha salido al mercado hace sólo unos
días. Es un poco caro. Cuesta casi mil seiscientos dólares.
—¿Le gusta a usted?
—Me encanta.
—Entonces adelante.
—Deme unos minutos más para terminar de leer esto.
Bruce la estuvo observando. La tenía muy cerca y podía oler el aroma a
jabón que desprendía su piel. No llevaba perfume. Hardy tenía razón, esa
chica era una preciosidad. Y de pronto deseó ver su pelo suelto.
—Es perfecto —dijo Lea devolviéndolo a la realidad—. La pantalla es
grande y será cómodo para usted cuando, quiera leer algunos trozos de su
novela. Y para mí también, que pasaré mucho tiempo frente a él. Creo que lo
compraremos. Bueno, lo comprará. ¿Suele hacer copias de sus novelas?
—Sí.
—Estupendo, porque al comprarlo regalan una impresora compatible con
el portátil. No es que una impresora sea cara, pero esta es de buena calidad. Y
ya que estamos comprando, no estaría mal que tuviera una Tablet. Me sería
muy útil para llevar su agenda. Aunque si no quiere gastar más dinero puedo
apañarme con mi móvil.
—Compre la maldita Tablet también.
—Me encanta comprar así.
—¿Así cómo?
—Con el dinero de los demás —dijo dedicándole una radiante sonrisa—.
Bien, ya lo tengo todo seleccionado. ¿Quiere comprar un móvil?
—¿Para qué quiero un móvil, si voy a tenerla a usted?
—Para cuando esté solo.
—No.
—Vale, necesito su tarjeta del banco.
Bruce cogió la cartera que tenía sobre la mesa y la sacó. Lea colocó la
tarjeta junto al ordenador e introdujo los datos. Luego se la devolvió.
—Bien, ya tiene mil novecientos cincuenta dólares menos. Lo traerán
todo el miércoles. Ahora contrataremos Internet.
—Parece ser que me va a salir cara —dijo él mientras Lea marcaba el
teléfono de la compañía de Bruce. Ella le dedicó una radiante sonrisa.
—Ya lo tiene contratado —dijo quince minutos después—. Ahora tiene
que llamar a su influencia y le dice que lo necesita para mañana.
—Mi influencia es el director de la compañía de teléfono.
—Perfecto —dijo apagando el portátil.
Lea se levantó, cogió el ordenador y lo metió en la funda. Luego arrastró
la silla hasta devolverla a su sitio y se sentó.
—¿Hay algo más que desee decirme?
—Tiene que firmar el contrato —dijo cogiendo el documento y
acercándolo a ella. Le dio un bolígrafo.
Lea lo leyó y luego lo firmó.
—Ahora sí trabajo para usted —dijo sonriendo—. Esta noche me
dedicaré a buscar alojamiento. Le llamaré tan pronto me instale.
—Procure que sea pronto —dijo levantándose al mismo tiempo que ella.
—Lo intentaré.
Bruce la acompañó a la puerta. Cogió el abrigo de ella del perchero. Iba
a ayudarla a ponérselo, pero Lea le dijo que no se lo pondría. Antes de que
Bruce abriera la puerta se volvió hacia él.
—¿Por qué no permitió que hiciera la entrevista?
—Había leído su currículum y pensé que no era adecuada.
—Estudié informática.
—Además de otras cosas, lo sé. Pero no tenía experiencia.
—¿Sus otras asistentes tenían experiencia?
—Eran mayores. Usted me pareció demasiado joven.
—¿Y cree que después de un mes he envejecido?
Él se limitó a mirarla, sin pizca de humor.
—¿Por qué le han durado tan poco sus otras asistentes?
—El trato conmigo es un poco… difícil. Me gusta que hagan las cosas a
mi manera.
—No tiene Internet ni ordenador. No tiene ni zorra idea de informática.
¿Cómo pretende que se hagan las cosas a su manera?
—Las otras me tenían miedo.
—¿Miedo? —dijo ella riendo—. ¿Por qué iban a tenerle miedo?
—A veces soy un poco brusco e intimido a la gente.
—¿En serio? Quién lo diría… —dijo con sarcasmo—. Debe saber que
yo no le tengo miedo.
—Eso ya lo veremos. ¿Ha leído mis novelas?
—No. ¿Es un requisito necesario para desempeñar mi trabajo?
—¿No está interesada?
—De momento no. No me gustan los thrilers. Pero puede que las lea,
aunque sólo sea para saber si mi jefe es bueno en lo que hace.
Él abrió la puerta.
—Adiós, jefe.
—Hasta pronto.
—Va a ser divertido tener a esa chica aquí —dijo Rayner sonriendo
cuando cerró la puerta.

Lea paró el coche en una cafetería que había antes del desvío que tenía
que tomar para volver a casa. Eran las doce y tenía hambre. Decidió tomar un
tentempié. Entró en el local y se sentó en la barra.
—Hola, ¿qué vas a tomar? —preguntó la chica desde detrás de la barra.
—Un café con leche y algo dulce.
—La tarta de zanahoria está muy buena.
—Pues tomaré un trozo. Gracias.
—No te he visto antes por aquí —dijo la chica mientras preparaba el
café—, y no es temporada de turismo.
—Trabajo muy cerca de aquí. Bueno, empezaré tan pronto encuentre un
sitio para vivir.
—¿En alguna empresa que conozca? —dijo dejando el café con leche
delante de ella.
—No, trabajaré de asistente personal de un escritor.
—¿Bruce? ¿Bruce Rayner? —dijo dejando el plato con la tarta sobre la
barra.
—Parece que sólo hay un escritor por aquí.
—Puede que haya más, pero yo sólo lo conozco a él.
—¿De qué lo conoces?
—Nos conocemos desde el colegio. Somos amigos.
Lea la observó. No era una belleza, pero tenía algo. Se preguntó si ese
amigos significaría algo más.
—¿Vienes de su casa?
—Sí, he ido a firmar el contrato. Por cierto, soy Leandra Hawkins, pero
me llaman Lea.
—Encantada. Yo soy Vivien Hattson, pero suelen llamarme Viv.
—Mucho gusto, Viv.
—Entonces, ¿estás buscando un sitio para vivir?
—Sí. Vivo en Newcastle. Necesito algo urgente. Rayner tiene prisa
porque empiece.
—Sí, me dijo que tiene que entregar la novela el próximo mes.
—Esta noche buscaré en Internet las ofertas de las inmobiliarias. Si no
encuentro nada que me guste, me alojaré en una pensión hasta que lo encuentre.
—No sé si podrá interesarte, pero hay unas cabañas en el bosque que se
alquilan. Allí no vive prácticamente nadie en invierno, pero en verano está al
completo. Y están muy cerca de la casa de Bruce.
—Estar sola en medio del bosque no me atrae demasiado.
—No estarías exactamente sola. El dueño, Rex, vive en una de las
cabañas. Es un hombre muy agradable. Aquello es precioso. ¿Bruce sabe que
estás buscando casa?
—Claro. Me ha dicho que me diera prisa.
—Es raro que no te haya mencionado las cabañas, él y Rex son amigos.
—Puede que haya pensado que no me gustaría vivir allí, aislada. ¿Puedes
darme la dirección?
—Claro, no tiene pérdida. ¿Sabes volver a casa de Bruce?
—Sí.
—Pues cuando pases su casa sigues recto. A dos kilómetros de allí, en el
lado izquierdo verás un cartel que dice: Rex Decker.
—Gracias.
—¿Qué te ha parecido Bruce?
—Eres su amiga.
La chica se rio.
—Sí, ya sé que es un poco brusco con la gente.
—¿Un poco? Cualquier otra, en mi lugar, no volvería por allí. Pero yo no
me acobardo fácilmente.
—Cuando lo conoces a fondo es diferente.
—No creo que quiera conocerlo a fondo.
Vivien volvió a reírse.
—Tienes que reconocer que es guapo.
—Guapo es quedarse corto, pero no estoy interesada en él.
—Sí, supongo. Creo que es demasiado mayor para ti. ¿Puedo preguntarte
tu edad?
—Tengo veintiún años.
—Eres muy joven.
—Bueno, voy a acercarme a ver esas cabañas —dijo cuando terminó la
tarta—. ¿Qué te debo?
—Hoy invito yo.
—Gracias, volveré por aquí.
—Eso espero.
Capítulo 3
Lea entró por el camino que conducía a las cabañas y paró el coche frente
a la que ponía Oficina. Bajó del vehículo, se puso el abrigo y miró a su
alrededor. El paisaje era una maravilla. Se acercó a la puerta, en ella había
pegada una nota en la que decía: Estoy en la cabaña 3. Lea caminó hacia la
primera que había a la derecha, pero no vio ningún número. Siguió caminando
hasta la siguiente y comprobó que esa era la número 1, y continuó hasta la
número 3. La puerta estaba abierta y entró.
—¿Señor Decker? —dijo desde la puerta.
—Pase, estoy en la cocina.
Lea entró en la cabaña. Era un espacio abierto. El salón y la cocina
estaban separados por una barra de desayuno.
—Hola, ¿es usted el señor Decker? —preguntó al ver a un hombre que
estaba trabajando en el grifo del fregadero.
—El mismo —dijo girándose para verla y dejando de trabajar—.
Llámame Rex y puedes tutearme.
—Vale. Hola, soy Lea Hawkins.
—Hola, Lea, ¿te has perdido?
—No. He ido a una cafetería y Vivien, la camarera, me ha dado su
dirección.
—En realidad, Vivien no es la camarera, sino la propietaria.
—Ah, no lo sabía. Estoy buscando un sitio para vivir y me ha dicho que
tú alquilas cabañas.
—Sí, es cierto, pero no de manera permanente, sino por semanas.
—¿Cuánto cobras a la semana?
—Quinientos dólares.
—Eso es demasiado para mí. Es más de lo que voy a ganar. Empezaré a
trabajar en unos días y mi trabajo está sólo a dos kilómetros de aquí. Pero no
puedo pagar ese precio. Disculpa que te haya molestado.
—No me has molestado. No hay ningún trabajo a dos kilómetros de aquí.
—Es en la casa de un escritor.
—¿Vas a trabajar para Rayner?
—Sí. Viv me ha dicho que las cabañas están vacías en invierno.
—Sí, hace demasiado frío para venir por aquí. Sólo se atreven algunos
aficionados a la pesca. La temporada alta es de abril a septiembre.
—Entonces, tienes las cabañas vacías durante seis meses. Si me
alquilaras una, digamos que por quinientos dólares al mes durante todo el año,
sólo perderías la mitad. Así y todo, ganarías seis mil al año. Sé que quinientos
dólares es un precio muy bajo por una de estas cabañas.
—Si te alquilase una, no podría disponer de ella durante los seis meses
de temporada baja.
—¿Y cuál es el problema, si las tienes todas vacías?
Él la miró sonriendo.
—Me caes bien, pero…
—Vivien me ha dicho que vives aquí solo. ¿Podemos negociar el precio?
Rex volvió a sonreír, y quiso saber qué tenía pensado esa preciosa
pelirroja para negociar con él.
—Soy todo oídos —dijo cruzándose de brazos y apoyándose en la
bancada.
—Si me alquilas una de tus cabañas ya no vivirás solo. Me refiero a que
me tendrías cerca.
—¿Y eso es bueno? —preguntó sonriendo porque la cosa se ponía
interesante.
—Yo creo que sí. Trabajaré de lunes a viernes, de nueve a cinco. Puedo
ayudarte con los trabajos de mantenimiento a partir de esa hora, y los fines de
semana que no vaya a ver a mi madre.
—¿Haciendo qué?
—Cualquier cosa. La verdad es que se me da bien todo. Puedo pintar;
lijar; limpiar las cabañas cuando los clientes se vayan… También sé
desatascar fregaderos. Además, se jugar a las cartas y al ajedrez. Ah, y sé
cocinar, muy bien por cierto. Podría prepararte la cena. Piensa lo que
significaría que cocinaran para ti cada noche. Si contrataras a una persona que
lo hiciera, tendrías que pagarle una fortuna cada mes. Y podrías sumar el
dinero ese que te ahorrarías, a los quinientos de mi alquiler. Apuesto a que
serían más de dos mil.
Rex la observaba sonriendo. Esa chica era de las que no se daban por
vencida.
—Y tengo que añadir que estudié Ingeniería Informática. Podría llevarte
la contabilidad y crear una página para tu negocio, o actualizarla, si tienes una.
¿Y si te garantizo que puedo conseguir que tengas las cabañas ocupadas
durante la temporada baja? Si consideraras eso, tendrías que darme una
comisión, como a cualquier agente inmobiliario. Imagina por un momento que
consigo que tengas las cabañas alquiladas durante los seis meses que están
vacías. Eso supondría algo más de doce mil al año. ¿Cuántas cabañas tienes?
—Trece —dijo él divertido.
—Conseguirías ciento cincuenta y seis mil al año.
—Vaya, también se te dan bien los números —dijo al comprobar la
rapidez con la que había sacado la cuenta.
—También estudié Económicas.
—Y tendría que añadir esas comisiones, que se supone que tendría que
darte, al alquiler que me pagarías. Vamos, que al final resultaría que te estaría
estafando.
Lea soltó una carcajada. Y él se rio con ella.
—Lo que quiero decir es que te compensaría con otras cosas el bajo
alquiler.
—¿Y dices que vas a trabajar para Rayner?
—Sí, he firmado el contrato hace un rato.
—Eso me va a gustar verlo. Creo que eres la persona perfecta para tratar
con él.
—Ya me he dado cuenta de que es un hombre de trato difícil, pero podré
manejarlo.
Rex volvió a reír. No podía imaginar a su amigo manejado por una niña,
porque no sabía la edad de esa chica, pero era muy joven.
—Me caes bien. De hecho me caes muy bien, pero me gustaría pensarlo
unos días.
—No hay problema, pero que sea lo antes posible, por favor. Mi jefe
necesita que empiece cuanto antes, y no me gustaría enfadarlo más de lo que ya
está.
—¿Por qué lo dices?
—Creo que no le caigo muy bien. Parecía enfadado conmigo —dijo
sonriendo.
—¿Y eso te hace gracia?
Ella se limitó a sonreír de nuevo. Sacó del bolso un bloc de notas y un
bolígrafo, anotó su teléfono y le dio el papel.
—Este es mi móvil, llámame cuando tomes una decisión.
—Lo haré.
—Por cierto, ¿te importaría que viniera mañana con mi madre? Me
gustaría que conociera el entorno en el que voy a trabajar, y esto es una
maravilla.
—No me importa en absoluto.
—¿Te parece bien sobre las once?
—Sí, claro. Estaré por aquí.
—Gracias. Bueno, me marcho.
—Conduce con cuidado.
—Lo haré. Un placer haberte conocido. Hasta mañana.
—Hasta mañana. Vaya, vaya, Bruce —dijo sonriendo cuando Lea se
marchó—. No sabes con qué vas a tener que lidiar.

Lea entró en casa y se dirigió a la cocina. Su madre estaba planchando.


—Hola, mamá.
—Hola, cariño. Has tardado mucho.
—Ya. He ido a ver unas cabañas que están muy cerca de la casa de
Rayner para ver si me alquilaban una.
—¿Eso quiere decir que ya has firmado el contrato?
—Sí.
—Enhorabuena, has conseguido lo que querías. ¿Estás contenta?
—Sí.
—¿Se ha portado bien tu jefe?
—Sigue siendo igual de borde.
—¿Qué ha hecho ahora?
—Es su forma de hablar. Es brusco y cortante.
Lea se sentó en la mesa y le contó todo lo sucedido con el escritor.
—Vaya con Rayner —dijo Nicole sonriendo.
—No esperaba tener que trabajar sentada frente a él. Ese hombre es... no
me voy a poder concentrar. Es de un guapo arrebatador.
—Me gustaría conocerlo.
—Creeme, no te gustaría. Tiene una casa increíble. Es una cabaña, pero
grandísima. Y la vista desde el despacho es impresionante. Tiene una perrita,
una labrador color negro.
—Si le gustan los perros, no puede ser mala persona.
—Yo no he dicho que sea mala persona. Por cierto, me ha dado
vacaciones del veinticuatro al uno de enero.
—Estupendo. Háblame de esas cabañas que has ido a ver. ¿Cómo has
sabido de ellas?
—He parado en una cafetería cuando he salido de casa de Rayner. La
dueña es una chica joven y hemos estado hablando. Cuando le he dicho que
tenía que buscar un apartamento urgentemente me ha hablado de las cabañas.
Resulta que es amiga de Rayner desde el colegio. Y Rex, el dueño de las
cabañas, también es amigo de mi jefe.
—Vaya coincidencia.
—Sí. Rex es un hombre muy simpático y amable. Nada que ver con
Rayner. ¿Tienes algo que hacer mañana? —preguntó después de contarle a su
madre la conversación que mantuvo con ese hombre sobre el alquiler.
—No.
—¿Te apetece que vayamos a ver las cabañas? Así verías el entorno
donde voy a trabajar. Luego podemos ir a comer a algún sitio.
—Ese es un buen plan.
—Creo que Rex va a alquilarme la cabaña.
—Después de todo lo que le has ofrecido, estaría loco de no hacerlo. Por
lo que me has contado de él, yo también creo que lo hará.
—Eso espero.
—Esta tarde prepararemos tus cosas.
—¿Qué cosas?
—Tus maletas y todo lo que tengas que llevarte para tu nueva casa.
Mañana hablaremos con ese tal Rex y si no se ha decidido todavía, lo
convenceremos entre las dos. Y si llevas tus cosas, podrás instalarte sobre la
marcha. Yo me quedaré unos días contigo para ayudarte.
—Eso sería perfecto y podría empezar a trabajar enseguida.
—Supongo que las cabañas están amuebladas.
—Mamá, las alquila por semanas. Están amuebladas y además estarán
provistas de todo lo necesario.
—Bien. De todas formas, si necesitas algo más lo compraremos allí.
Iremos con los dos coches y así no tendrás que traerme para volver a casa. Y
podrás llevarte todo lo que quieras. Y sabes, puede que me quede contigo
hasta Navidad.
—Me gustará mucho tenerte conmigo. Ojalá Rex me alquile la cabaña.
—Lo convenceremos. Por cierto, ¿cómo es?
—Es muy atractivo. Alto y fuerte. Moreno, con los ojos azules. Parece
que está en forma, a pesar de su edad.
—¿Es muy mayor?
—No creo que tenga los cincuenta.
Cuando Nicole y Lea llegaron a la propiedad de Rex al día siguiente,
estaba desierto. Recorrieron las cabañas en busca del propietario, pero no
dieron con él. Cuando volvieron a la cabaña destinada a la oficina y viendo
que Rex no había llegado, Lea lo llamó al móvil.
—¿Diga?
—Hola, Rex, soy Lea. Estuvimos hablando ayer en una de tus cabañas.
—Sé quien eres. ¿Habéis llegado ya?
—Sí, hace un rato.
—Lo siento, no tenía intención de salir, pero un amigo me ha llamado
para que le ayudase en algo y he ido a su casa. Pero ya estoy de vuelta. Estaré
allí en veinte minutos.
—No te preocupes, daremos un paseo mientras llegas.
—Lea, la cabaña número tres está abierta, podéis entrar y encender la
chimenea.
—Estamos bien, vamos abrigadas.
—De acuerdo. Hasta ahora.

Rex aparcó la camioneta delante de la oficina. Bajó del vehículo y miró a


su alrededor.
—¡Santa madre de Dios! —dijo al ver a las dos mujeres aparecer de
entre los árboles.
El sol que se colaba entre las ramas iluminaba el pelo rojo de ambas, que
llevaban suelto, y resplandecía como si fueran llamas. Se quedó impresionado.
Caminó hacia ellas.
—Hola, siento no haber estado aquí.
—No importa. Rex, ella es mi madre, Nicole. Mamá, él es Rex.
—Un placer conocerte —dijo la mujer tendiéndole la mano.
—El placer es mío, te lo aseguro —dijo él estrechándosela y
permaneciendo algo más de lo necesario sujetándola—. No puedo creer que
Lea sea tu hija. Parecéis hermanas.
—Muchas gracias. Lea es mi hija pequeña. Tengo tres hijos más, y el
mayor tiene veintisiete años.
—¿Hablas en serio?
—Sí. Me casé muy joven.
—¿Tu marido ha venido con vosotras?
—Soy viuda, desde hace seis años.
—Lo siento.
—Gracias.
—Yo también soy viudo, desde hace diez.
—¿Tienes hijos?
—No. ¿Os apetece un café?
—La verdad es que sí. Estoy helada —dijo Nicole.
—Vamos a mi casa. Cuando entréis en calor os enseñaré todo esto.
—Vale.
La cabaña de Rex era la que estaba junto a la oficina, por eso Lea no
había visto ningún número en la puerta. Era una cabaña muy grande.
Subieron los escalones hasta el porche. Rex abrió la puerta y las dejó
pasar primero.
—Vaya, qué calor más agradable —dijo Nicole quitándose la bufanda y
los guantes.
Cuando las dos se desprendieron de la ropa de abrigo, Rex la colgó en el
perchero. Él se quitó la chaqueta también mientras echaba un buen vistazo a la
figura de Nicole. Esta mujer es una preciosidad, pensó.
—Tienes una casa muy bonita —dijo Nicole al ver el salón a través de la
puerta que estaba abierta.
—Gracias. ¿Tomamos el café en el salón o en la cocina?
—La cocina está bien.
Rex las condujo hasta allí.
—Vaya, no esperaba algo así —dijo Nicole asombrada por el tamaño de
la estancia y los preciosos muebles.
—¿Así?
—No sé…, tan grande, tan perfecta.
—Me alegro de que te guste —dijo dirigiéndose a la bancada para
preparar el café—. Sentaos, por favor.
—Esta cabaña es muy grande, comparada con las otras.
—Me gusta tener espacio. A veces vienen amigos a pescar y se quedan en
casa. Y también mis dos hermanos con sus cuatro hijos.
—Supongo que todavía no habrás tomado una decisión sobre lo que
hablamos ayer —dijo Lea.
—¿Te ha contado tu hija nuestra conversación?
—Sí —dijo Nicole sonriendo—. Lea es muy persistente cuando desea
algo. Y he de admitir que en eso se parece a mí.
—¿Tú también vas a ofrecerme algo para que se la alquile? —preguntó él
mirándola y sonriendo.
¿Está flirteando conmigo delante de mi hija?, se preguntó Nicole.
—No, pero tal vez deberías aceptar lo que te ofreció. Te aseguro que es
muy buena.
—¿Crees que debería alquilársela? —dijo colocando sobre la mesa las
tazas, el azúcar y la leche.
—Rotundamente sí. Más que nada porque te evitarías que viniera cada
día después del trabajo a darte el coñazo, y te aseguro que al final conseguiría
su propósito.
—Parece que tu madre te conoce bien —dijo sonriendo y dejando la
cafetera sobre la mesa.
—Lo dice porque eso es lo que haría ella, no rendirse —dijo Lea
sonriendo—. ¿Qué me dices?
—¿Quieres que sirva yo el café? —preguntó Nicole.
—Sí, por favor. Lo cierto es que el que me preparen la cena cada día es
muy tentador. Y me gusta la idea de tener a alguien con quien jugar al ajedrez.
En cuanto a las cartas, viene un grupo de amigos a jugar algunos viernes y
podrías unirte a nosotros, eso sí, preparando cena para todos. Y estoy muy
interesado en cuanto a lo de ocuparte de la contabilidad, porque yo soy un
desastre. Lo otro que me propusiste lo iremos viendo sobre la marcha. Sí, voy
a alquilarte la cabaña.
—¿Por quinientos al mes?
—Sí.
—Gracias, muchas gracias —dijo levantándose para abrazarlo.
—No te arrepentirás, mi hija es un cielo.
Tú también eres un cielo, pensó Rex.
—Cuando le asignes a Lea una de las cabañas, entraremos las cosas de
los coches. Y luego iremos a comer y al supermercado.
—Un momento —dijo Rex mirando a una y luego a la otra—. ¿Habéis
traído las cosas con vosotras, sin saber si iba a aceptar?
—Mi hija tenía el presentimiento de que lo harías.
—Me pareciste la clase de hombre que aceptaría. De todas formas, si no
me la hubieses alquilado permanentemente, iba a alquilártela durante una
semana, mientras encontraba otro sitio —dijo Lea—. Mi jefe necesita que
empiece cuanto antes.
—Has traído a tu madre de apoyo —dijo Rex que no se lo había creído ni
por un momento.
—Yo he venido para ayudarla a instalarse. Y si no te importa que seamos
dos por el precio de una, me quedaré hasta poco antes de Navidad.
—Puedes quedarte el tiempo que quieras, como si quieres quedarte a
vivir. ¿A qué se dedican tus hijos?
—Son SEAL de la Armada.
—¿Los tres?
—Sí.
—Yo estuve en la Armada casi veinte años. Tres SEAL en casa… Debes
de estar muy orgullosa. No todos lo consiguen.
—Estoy muy orgullosa. Cuando los conozcas te caerán bien. Y seguro que
los vas a conocer porque, entre misión y misión vienen a casa a pasar unos
días con nosotras. Y Lea es el ojito derecho de los tres. ¿Por qué dejaste la
Armada?
—Mi mujer murió en un accidente de tráfico. Estaba embarazada de siete
meses.
—No sabes cuánto lo siento —dijo Nicole colocando la mano sobre la
de él.
—Me derrumbé y dejé el trabajo. Había pedido una excedencia, pero no
volví. Ella era abogada y tenía un buen seguro de vida. Con ese dinero y con
el que conseguí al vender la casa en la que vivíamos, compre esté terreno y
construí las cabañas. Necesitaba un cambio, salir de San Francisco. Y no me
arrepiento de vivir aquí.
—¿No te aburres en invierno?
—Siempre hay cosas que hacer en una cabaña o en otra. He construido
una recientemente y todavía me queda mucho para tenerla lista. ¿Qué le
ocurrió a tu marido?
—Murió de un accidente laboral.
—Lo siento.
—Sí, fue muy duro. Pero cuando tienes hijos es más llevadero. Estás
siempre ocupada y no te queda mucho tiempo para pensar. Y ahora, cuando
vuelva a casa sin Lea, me sentiré muy sola.
—Venga, mamá.
—Sé que estaremos cerca y podré verla cada vez que quiera, pero no es
lo mismo. Dios, mi vida va a ser un aburrimiento.
—Mi madre está pensando en abrir un negocio por Internet.
—Necesito alguna distracción.
Si te quedas por aquí, yo me ocuparé de distraerte, pensó Rex.
—Tiene una receta familiar de galletas y magdalenas. Le he dicho que yo
la ayudaré a crear la empresa.
—Es una buena idea, ahora se vende todo por Internet.
—Eso dice Lea. Antes de marcharme las haré para que las pruebes y me
des tu opinión.
—De acuerdo. Si queréis podemos ir a ver la cabaña.
—Recogeré esto —dijo Lea levantándose.
—Déjalo, lo haré cuando vuelva.

Salieron los tres de casa de Rex. Él fue un momento a la oficina a coger


la llave.
—He pensado que lo mejor es que te quedes la cabaña uno. Es la que
está junto a mi casa y no te sentirás aislada.
—Muy bien. ¿Hay Internet en las cabañas?
—Si no hubiera Internet, no tendría clientes. Ahora nadie se separa del
móvil o el portátil.
—Eso sería cuestionable. Mi jefe no tiene ninguna de las dos cosas.
—Sí, a Bruce no le van mucho los avances tecnológicos. Y menos mal
que tiene contestador en el teléfono, de lo contrario viviría como un ermitaño.
Entraron en la cabaña.
—Vaya, es preciosa —dijo Nicole adentrándose en el salón.
—No es muy grande, pero para ella sola creo que será suficiente, incluso
para dos.
En la plata baja estaba el salón, la cocina, un aseo y un cuarto pequeño
con la lavadora y la secadora.
—Me encanta, es perfecto —dijo Lea emocionada.
—Veamos la planta de arriba —dijo él subiendo delante de ellas.
En la primera planta había dos habitaciones bastante grandes, una con una
cama doble, un armario empotrado, una butaca, una cómoda y dos mesitas de
noche. La otra era igual, excepto que en ella había dos camas.
—¿Qué te parece?
—Genial.
—Cuando os marchéis cambiaré las dos camas por una doble.
—No hace falta, Rex —dijo Nicole.
—Estarás acostumbrada a tener espacio en la cama y te aseguro que es
muy diferente dormir en una pequeña. Las veces que he ido a casa de mis
hermanos lo he hecho y en más de una ocasión he estado a punto de caerme de
la cama.
—Puedo dormir yo en esta habitación hasta que mi madre se marche —
dijo Lea.
—La cambiaré, por si vuelve por aquí.
—Gracias —dijo la mujer sonriendo.
—Voy a ir entrando las cosas en casa —dijo Lea.
—Acerca los coches a la puerta y yo lo entraré todo.
Entre los tres vaciaron los coches y dejaron las maletas y las cajas en la
entrada.
—Esta es la llave —dijo dándosela a Lea—. Cuando volváis os daré
otra. Y me ocuparé de que tengáis leña suficiente para la chimenea.
A continuación le explicó a Lea el funcionamiento de la calefacción.
—Creo que ya está todo. El Wifi está anotado en una hoja plastificada
junto al televisor.
—Vale.
—Os dejo —dijo caminando hacia la puerta.
—¿A qué hora sueles cenar? —le preguntó Nicole.
—No tengo hora exacta.
—Nosotros cenamos sobre las ocho, ¿quieres acompañarnos?
—Será un placer.

Lea y su madre se marcharon poco después. Comieron en un sencillo


restaurante y luego fueron al supermercado. A las tres y media estaban de
vuelta en la cabaña. Primero guardaron la compra en la despensa y en la
nevera. Y luego se ocuparon de deshacer las maletas y colocar la ropa en los
armarios. Poco después estaban en el salón.
—¿Cuándo vas a empezar a trabajar?
—Mañana. Llamaré luego a mi jefe para decírselo. Seguro que no espera
que empiece tan pronto —dijo mientras instalaba el equipo de música.
—Voy a fregar lo que necesito de la cocina para preparar la cena y
mañana fregaré el resto.
—Supongo que estará ya fregado.
—Sí, seguramente, pero no sé cómo ni quién lo ha hecho. Voy a preparar
una lasaña y una ensalada. Espero que a Rex le guste.
—No parece un hombre complicado para las comidas. Seguro que le
gusta todo.

Rex llegó a las ocho en punto a casa de Lea.


—Hola, Rex, pasa, por favor —dijo Lea al abrirle la puerta.
—¿Ya os habéis instalado?
—Sí.
—Vaya, qué bien huele.
—Mi madre ha preparado lasaña.
—Es uno de mis platos favoritos. Hola, Nicole.
—Hola, Rex. Gracias por haber encendido la chimenea.
—Quería que encontrarais la casa caldeada al volver. Como la cabaña es
pequeña, la chimenea es suficiente. Toma, esta es la otra llave de la casa.
Lea volvió al salón a terminar de colocar las fotos de la familia sobre la
cómoda.
Nicole sirvió vino en dos copas y le dio una a él.
—Por la emancipación de mi hija.
—Brindo por ello. Cuidaré de ella cuando te marches.
—Lo sé. Lea, ven a cenar. Siéntate, Rex —dijo colocando la ensalada en
el centro de la mesa.
—Se me ha olvidado deciros que no comprarais verduras. Tengo un
invernadero detrás de la casa.
—¿Tienes un huerto? —preguntó Nicole sonriendo.
Dios, esa mujer tiene una sonrisa preciosa, pensó Rex.
—Sí. Tengo un montón de cosas plantadas. Mañana te lo enseñaré.
Puedes ir cuando quieras y coger lo te apetezca.
—Pero supongo que las cultivas para abastecerte tú.
—Sí, pero son demasiadas. A veces tengo que repartirlas entre los
amigos.
—Pues muchas gracias.
—Tiene una pinta estupenda —dijo cuando Nicole dejó el plato con la
lasaña delante de él.¿Cuándo veréis a tus hijos?
—Si no sucede nada, estarán en casa para Nochebuena.
—Lea, ¿cuándo vas a empezar a trabajar?
—Supongo que mañana. Llamaré luego a mi jefe para decírselo.
—No contestará al teléfono. Suele escribir por las noches.
—Entonces le dejaré un mensaje en el contestador. ¿Crees que mi madre
estará bien aquí sola, mientras yo estoy en el trabajo.
—No estará sola, haré que me acompañe a todas partes —dijo mirando a
Nicole.
¿Se ha ruborizado por mirarla?, se preguntó Rex.
—¿Vendrás a casa a comer, Lea?
—Sí, tengo una hora de descanso. ¿A qué hora quieres que venga?
—Sobre la una tendré la comida preparada. Rex, mi hija y tú acordasteis
que te prepararía la cena cada día. Pero mientras esté aquí, seré yo quien
cocine. Así que puedes venir a la una a comer y a las ocho a cenar. Si no
tienes ningún compromiso, claro.
—Si vengo, Lea es capaz de hacer que le baje el alquiler.
Las dos mujeres se rieron.
—Nicole, no tienes por qué hacerlo.
—Tengo que agradecerte el que vayas a cuidar de mí hija… y de mí,
mientras ella trabaja.
—Por dos comidas al día, voy a cuidar muy bien de ti, te lo aseguro.
Nicole lo miró sonrojada.
—Sabes, Rex. No sé si vas a ser tú quien cuide de ella, o ella de ti.
Porque, tengo que decirte que, ahí donde la ves, podría darte una paliza —dijo
Nicole.
—¿En serio? —dijo él divertido.
—Sus hermanos se han encargado de entrenarla. Y por cierto, Lea, no
dejes el entrenamiento o serán tus hermanos quienes te den la paliza.
—No te preocupes, pienso ir a correr por las mañanas y…, puede que
corte leña para mantenerme en forma.
Rex soltó una carcajada.
—¿Hablas en serio?
—Claro.
—No necesitas cortar leña, porque me la traen ya cortada, pero
podríamos entrenar juntos. Yo tengo un gimnasio bastante completo en casa.
—Estupendo. Nosotros también tenemos un gimnasio en casa, pero esta
cabaña es muy pequeña para trasladarlo aquí.
—Puedes utilizar el mío cuando quieras.
—Gracias. ¿Correrás conmigo?
—Claro, tengo una cinta de correr.
—A mí me gusta correr en el exterior, a no ser que llueva.
—Vale.
—¿Empezamos mañana?
—Por mí no hay problema, suelo levantarme muy temprano.
—¿Quedamos a las seis?
—Sí.
—En levantar la mesa voy a acostarme, estoy muerta.
—Ha sido un día duro —dijo Nicole—. Sube a acostarte, Rex y yo
recogeremos la cocina.
—¿Seguro?
—Claro —dijo Rex.
Lea le dio un beso de buenas noches a los dos y se dirigió a la escalera.
—Cariño, no olvides llamar a tu jefe.
—Lo llamaré ahora. Rex, te veo a las seis.

Lea subió a su habitación, tomó una ducha rápida y se sentó en la cama.


Cogió el móvil y comprobó la hora. Eran las nueve y media de la noche.
—Seguro que estará trabajando —dijo sonriendo—, y no le gusta que le
molesten.
Marcó el número de su jefe y esperó escuchando los tonos hasta que saltó
el contestador. Dejó el mensaje y se metió en la cama.
Bruce estaba en la cocina pensando qué podría cenar de entre todas las
comidas preparadas que tenía en la nevera y el congelador, cuando sonó el
teléfono. No tenía intención de contestar y dejó que sonara hasta que se
cansaran o dejaran un mensaje. Al oír la voz de Lea pensó en coger el
teléfono, pero decidió no hacerlo. Con esa chica había que ir con pies de
plomo, así que sería mejor saber de antemano, qué quería de él.

Hola, señor Rayner, soy Lea Hawkins. Posiblemente esté trabajando y


si es así, apuesto a que no le habrá hecho mucha gracia oír el teléfono. Esta
tarde he pensado en llamarle, pero he estado muy ocupada y, sinceramente,
me olvidé de usted. Y acabo de acordarme ahora que me he metido en la
cama. Me pidió que empezara a trabajar cuanto antes y he de decirle que he
encontrado una casa y ya me he instalado en ella. Podría empezar mañana,
pero sé que no recibirá el ordenador hasta el miércoles. Aunque, bien es
cierto que podría usar el mío hasta entonces. Pero después he pensado que
me dijo que trabajaba por las noches y se levantaba tarde. Y, para ser
sincera, no quiero ser yo quien interrumpa su sueño, con el timbre de la
puerta. Aunque, si oyese este mensaje antes de acostarse, podría esconder la
llave de su casa en algún lugar para que yo la encontrara y pudiera entrar.
Eso sí, siempre que me enviara un SMS o un WhatsApp para informarme del
escondite, porque voy a dormir ya. ¡Oh, vaya! Había olvidado que no tiene
móvil. Jajaja. Lo siento, no me rio de usted, es sólo que… ¡Por Dios! Si
hasta los niños tienen móvil. Aunque, claro, ¿qué podría hacer yo si entrara
en su casa mientras usted duerme? Bueno, ya sabe que estoy disponible y a
su entera disposición. Hágame saber cuándo quiere que empiece. Buenas
noches, jefe.

—¿Disponible y a mi entera disposición? —dijo Bruce sonriendo—. No


te hagas la sumisa conmigo, cielo, que no cuela.
Bruce esperó diez minutos para llamarla. No quería que pensara que
estaba ansioso por hablar con ella. Aunque tenía que reconocer, que le gustaba
hablar con esa chica. Pulsó la tecla de rellamada.
Simplemente con ver el nombre de él en la pantalla de su móvil, a Lea se
le aceleró el pulso. ¿Qué mierda me pasa?, pensó al sentirse alterada.
—Hola, señor Rayner.
—Espero que no estuviera dormida.
—Soy rápida, pero no tanto. Hace escasos minutos que le he llamado.
Supongo que ha oído el mensaje. ¿Ha decidido lo que quiere que haga?
—Me gustaría que empezara mañana a las nueve. Esta noche no me
acostaré tarde, así que estaré levantado cuando llegue.
—Bien, le dejo entonces. Voy a dormir que tengo que levantarme a las
seis menos cuarto.
—¿Tan lejos vive de mi casa que tiene que levantarse a esas horas
intempestivas para estar aquí a las nueve?
—No —dijo ella riendo—. Es que he quedado a las seis con un amigo
para ir a correr.
—¿Acaba de instalarse y ya tiene un amigo?
—Es que soy muy sociable. Le veré mañana. Buenas noches.
—Buenas noches.
Lea dejó el móvil en la mesita de noche y volvió a taparse. Y poco
después seguía despierta. No podía quitarse a ese hombre de la cabeza. Se
preguntó por qué pensaba en él cada noche. Ese hombre era grosero y
desagradable, al menos con ella. ¡Por Dios! Ni siquiera había dejado de
pensar en él en las tres semanas que había estado de vacaciones con su madre.

Cuando Lea salió de su cabaña a las seis de la mañana del día siguiente,
Rex estaba esperándola en el porche.
—Buenos días.
—Buenos días, Rex.
—¿Has dormido bien?
—Sí, ¿y tú?
—También —dijo él aunque le había costado dormirse pensando en
Nicole. Era la primera vez que una mujer le quitaba el sueño—. Iremos por la
carretera. No está muy iluminada, pero sí lo suficiente.
—Vale —dijo haciendo estiramientos antes de empezar—. Mis hermanos
me iniciaron en esto el último año de instituto, al mismo tiempo que
empezaron a entrenarme. Querían que supiera defenderme.
—Supongo que eran conscientes del peligro de hoy en día.
—Sí. En todos sus permisos incrementaban mi entrenamiento y antes de
marcharse me decían lo que debía hacer mientras estuvieran fuera. También
me enseñaron a utilizar armas —dijo mientras corrían.
—¿Qué clase de armas?
—Cuchillos, navajas o cualquier objeto punzante. Sé utilizarlos con
bastante precisión. Y además, me enseñaron a disparar. Tengo que decirte que
mi puntería es excelente.
—Puedes seguir tu entrenamiento conmigo.
—Vale, pero esperaré a que mi madre se marche. Ahora quiero pasar el
mayor tiempo posible con ella. La encuentro un poco decaída por el hecho de
que va a quedarse sola.
—Tu madre es muy joven, ¿por qué no se ha vuelto a casar?
—Sí, es joven, tiene cuarenta y cuatro años. Pero desde que mi padre
murió no ha tenido ninguna cita.
—¿No ha salido con hombres desde hace seis años?
—No.
—Podíamos haberle pedido que viniera a correr con nosotros.
—¿Mi madre? —dijo riendo—. Te aseguro que lo he intentado muchas
veces y me dice que no tiene prisa como para ir corriendo. Un día que insistí
hasta la saciedad me acompañó. Después de correr doscientos metros me dijo
que se volvía a casa.
—¿Y qué me dices del gimnasio? ¿Te acompaña?
—A veces. Se sienta y me da conversación.
Los dos se rieron.
—Puede que si se lo pides tú te haga caso.
—¿Yo?
—Creo que le caes bien.
—En ese caso lo intentaré, si quieres.
—Me gustaría que lo hicieras. Creo que en estos momentos necesita
distraerse. Y tú serías una buena distracción.
—¿Estás haciendo de casamentera?
—¡Por supuesto que no! Qué cosas se te ocurren. Pero tienes que admitir
que es guapa.
—Eso no te lo voy a discutir.
—Y además tiene la edad perfecta. ¿Cuántos años tienes tú?
—Cuarenta y seis.
—¿Lo ves? Dos años más que ella. Y eres su tipo.
—¿Te lo ha dicho ella?
—No. Pero le gustan los hombres atractivos, altos y fuertes. Puede que no
salga con hombres, pero te aseguro que no se ha olvidado de ellos.
—Has dicho que sabes disparar, ¿tienes armas?
—Sí, tengo una Bereta. Mis hermanos pensaron que era adecuada para
mí, porque es ligera, pero letal. Es semiautomática. Dispara quince balas y el
retroceso no es excesivo. Me siento cómoda con ella. Es la que suelo emplear
cuando voy a practicar. Y tengo también una Browning, aunque sólo practico
con ella de vez en cuando.
—¿Dónde sueles entrenar?
—Hay un campo privado de tiro en Seattle y suelo ir un par de veces al
mes.
—Podemos organizarlo para practicar una vez a la semana. Ahora no hay
huéspedes y no hay peligro. Y antes del verano puedo construir un espacio
para ello. A mí también me vendrá bien practicar.
—¿Tienes armas?
—Un par de pistolas y un rifle.
—De acuerdo. No comentes con mi madre lo de las armas. A ella no le
gustan y no sabe que las tengo.
—Descuida.

Nicole abrió la puerta al oírlos hablar en el porche.


—Buenos días.
—Hola, Nicole.
—Hola, mamá.
—Supongo que vas a ducharte —dijo Nicole a Rex.
—Sí.
—Ven a desayunar a casa cuando lo hagas.
Rex miró a Lea y la chica le sonrió y le guiñó un ojo, antes de entrar en la
cabaña.
—No tienes que molestarte por mí.
—No es ninguna molestia. Y tengo que hacerte la pelota para que no me
dejes abandonada aquí, a mi suerte, mientras Lea está trabajando.
—¿Vas a hacerme la pelota?
—Sí, tendrás las tres comidas del día en nuestra mesa.
—Vaya, eso sí es hacer la pelota —dijo riendo—. Estaré aquí en quince
minutos.
Capítulo 4
Lea bajó del coche y se quedó quieta durante un instante respirando
profundamente el aire frío y el olor del bosque. Le encantaban esos árboles
grandiosos que rodeaban la casa de Rayner.
—Hola —dijo cuando Bruce abrió la puerta.
Lea volvió a tener la misma sensación que había experimentado cuando
lo vio por primera vez. Esa atracción que volvió a sentir la atravesó.
—Es un placer volver a verla, señorita Hawkins —dijo dándole la mano.
Lea se la estrechó con firmeza mirándolo a los ojos.
La voz tan profunda de Rayner penetró en el interior de Lea y se deslizó
por su espalda como una caricia y, junto con el efecto que le produjo el que la
mano de Bruce estuviera sujetando la suya, hizo que la recorriera una oleada
de calor bajo la piel y se vio inundada por una extraña sensación en su vientre.
—Vaya, señor Rayner —dijo ella esforzándose por reaccionar—. Su
cumplido me abruma.
Bruce cerró la puerta después de que ella entrara. La perrita apareció
corriendo y moviendo la cola, contenta de ver a Lea, que se inclinó para
acariciarla.
—He pensado que debería tener un sitio en el que poder descansar
después de comer. Sígame.
—Muy amable.
Bruce la condujo al único dormitorio que había en la planta baja. Abrió
la puerta y la dejó pasar delante.
—Puede dejar aquí sus cosas. Esta habitación será suya.
—Gracias —dijo ella quitándose el abrigo y dejándolo sobre la cama
junto con la bufanda.
—¿Vamos al despacho?
—Claro —dijo sacando el portátil y el móvil del bolso.
Caminaron juntos hasta que entraron en la estancia. Lea dejó el ordenador
en su lado de la mesa y se sentó.
—Hoy he salido yo a buscar el correo al buzón. Lo tiene ahí —dijo
señalando el montón de cartas que había a un lado de la mesa—. A partir de
mañana se ocupará usted.
—De acuerdo.
—Estas son las llaves de la casa. Esta es la de la puerta principal, esta
otra de la puerta trasera y esta pequeña del buzón. Procure no perderlas.
—No soy una niña. ¿Quiere que me ocupe ahora del correo? En este
momento no está trabajando y no le interrumpiré si le pregunto algo.
—Sí, hágalo —dijo sentándose frente a ella y encendiendo un cigarrillo
—. La publicidad puede tirarla directamente a la papelera.
—Vale —dijo ella mirando el suelo a un lado y al otro—. No tengo
papelera.
Bruce alzó la vista para mirarla. Se levantó de la silla y cogió la
papelera que había en el suelo junto a él. Rodeó la mesa y la dejó en el suelo
junto a ella.
—Ya tiene papelera, ¿contenta?
—Sí —dijo sonriéndole.
Bruce miró a Lys, que estaba acostada en el suelo junto a la chica, antes
de volver a sentarse.
Lea tiró a la papelera los sobres de publicidad. Luego abrió el primero
de los restantes.
—Es de una compañía de seguros. Están promocionando un seguro de
vida.
—Tengo todos los seguros que necesito. Busque luego en el archivo para
saber el nombre de mi compañía. El archivo está en ese mueble —dijo
señalando hacia la pared que quedaba a un lado de ellos—. Lo que reciba de
cualquier otra compañía puede tirarlo.
—¿Y si le escribe su compañía para cualquier cosa relacionada con
alguno de sus seguros?
—Supongo que podrá solucionarlo usted. De todas formas, si tiene alguna
duda dígamelo.
—Entendido —dijo abriendo el siguiente sobre—. Es un recibo de la luz.
—Supongo que sabrá utilizar un archivo. Cada cosa tiene su carpeta.
Archive todos los recibos que lleguen, agua, luz electricidad, teléfono, leña…
No me pregunte de nuevo sobre ello.
—Vale. Ya no hay nada más.
—Si se recibe algo relacionado con los vehículos, también hay carpetas.
Tengo dos coches, así que fíjese en las matrículas que aparecen en las facturas
para no confundirlas.
—De acuerdo. ¿Quiere que me ocupe también de las cartas que reciba de
los bancos?
—Claro. Fíjese en los números de cuentas, porque sólo trabajo con un
banco.
—Pero entonces averiguaré el saldo de sus cuentas.
—¿Y qué hará cuando lo sepa? ¿Va a intentar engatusarme para que me
case con usted?
Lea se rio.
—¿Por qué se ríe.
—Porque me ha parecido una idea tan ridícula, que me ha hecho gracia.
Veamos. Ya sé todo lo referente al correo. Tengo las llaves de su casa.
Hablemos del teléfono. Tengo que contestar a sus llamadas.
—Por supuesto.
—Y quiere que yo trabaje en esta mesa.
—Sí.
—Pero no hay teléfono.
—No me gusta tener teléfono donde trabajo porque me desconcentraría.
—Lo entiendo. Puedo trabajar en la habitación que me ha asignado.
—Usted trabajará aquí, conmigo. ¿No es experta en tecnología? Pues
solvente el problema del teléfono.
—¿Quiere que trabaje en la misma mesa que usted, porque piensa que
voy a copiar su novela para robársela?
—Se han dado casos.
—El problema del teléfono es muy simple y ya lo tengo solucionado.
Desviaré todas sus llamadas a mi móvil.
—¿Puede hacer eso?
—Yo puedo hacer muchas cosas, señor Rayner —dijo dedicándole una
sensual sonrisa—. Lo haré ahora. Necesito los teléfonos de todos sus
contactos y la relación que tiene con cada uno de ellos. Vaya buscándolos
mientras cojo unos auriculares de mi bolso.
Bruce le dio una hoja de papel cuando regresó.
—No puede decirse que tenga muchos contactos —dijo mientras los
añadía a la lista de su móvil.
—¿Porqué los pasa a su móvil?
—Porque cuando llame una de estas personas lo sabré con sólo mirar la
pantalla. Ahora los tengo como contactos míos —dijo cuando introducía el
último—. Esto está solucionado. Cuando reciba una llamada usted no oirá el
sonido del teléfono, pero lo que no puedo evitar es que me oiga hablar a mí.
—Su voz no va a molestarme —dijo encendiendo un cigarrillo—. Cada
vez que reciba una llamada dirá que yo no estoy. Anote la persona que llama y
el asunto. Lo hablaremos al finalizar su jornada y le daré instrucciones al
respecto.
—¿Y las llamadas personales?
—Lo mismo que las demás.
—Bien. Por cierto. Me marcharé todos los días a comer a la una y
volveré a las dos.
—Muy bien.
—Hablemos de la novela. ¿Quiere que la vaya escribiendo en mi
ordenador?
—¿Luego se llevará el ordenador a casa?
—Sí, por la tarde.
Bruce la miró fijamente, como sopesando si fiarse de ella o no.
—Por el tiempo que está dedicando a pensarlo, deduzco que no confía en
mí. Y eso significa que usted no es de fiar. No se preocupe, antes de
marcharme esta tarde me da un USB y se la guardo en él.
—¿Un qué?
—¡Oh, por Dios! Es usted agotador. No se preocupe, traeré yo uno de
casa esta tarde. Bien, deme la novela y empezaré a copiarla —dijo abriendo el
portátil y encendiéndolo.
—Esta es la primera libreta —dijo él levantándose y colocándose a su
lado—. La tengo separada por capítulos. Lea la abrió por la primera página.
—¿Puede suceder que la novela se borre del ordenador sola?
—¿Sola? —dijo ella riendo—. Señor Rayner, si la novela se borra es
porque alguien ha pulsado la tecla de borrar. En este caso sería yo, porque
usted no sabría encontrarla. El ordenador es un robot y sólo sigue las órdenes
que le damos. De todas formas, si borro algo por descuido, que no lo creo,
puedo recuperarlo.
Mientras Lea descargaba un programa para empezar a escribir, Bruce se
sentó de nuevo en su silla.
—¿Entiende mi letra?
—Sí. Y si no entiendo alguna palabra, me la inventaré.
—¿Qué?
—Es broma —dijo mirándolo con una sonrisa—. ¿Puede darme uno de
esos tacos de notas adhesivas? ¿Y un bolígrafo?
Él se los pasó por encima de la mesa.
—Ya no lo necesito —dijo sonriéndole de nuevo—. Puede relajarse.
—Espero que sea paciente y soporte mi malhumor. En estos momentos no
puedo permitirme perderla.
—Sé que soy nueva en esto, y también sé que soy afortunada al trabajar
para usted, sobre todo con mi inexperiencia. Pero no se preocupe, quiero
llegar muy alto y hasta llegar ahí, sé que he de pasar por situaciones no
deseadas.
Lea empezó a teclear en el ordenador, con los auriculares conectados a su
móvil, escuchando música. No se levantó en toda la mañana. Y Bruce
permaneció allí, frente a ella, intentando trabajar, sin decir ni una palabra.
Con lo testaruda que era y lo que le gustaba hablar, a Bruce le extrañó
que estuviera tanto tiempo sin abrir la boca.
Lea no recibió ninguna llamada. De vez en cuando se echaban un ligero
vistazo el uno al otro, pero ninguna de las veces se encontraron sus miradas.
A la una menos cinco Lea apagó el portátil y lo cerró.
—Estoy terminando el segundo capítulo. Dese prisa en acabar la novela,
de lo contrario acabaré antes que usted —dijo levantándose.
—¿Cree que escribir es más sencillo que lo que hace usted?
—Por supuesto que no, yo no sería capaz de escribir como usted.
—¿Cómo sabe cómo escribo, si ni siquiera ha leído mis novelas?
—He copiado dos capítulos de la última. Es cierto que no le he prestado
mucha atención a la trama, más que nada, porque me gusta leer las novelas de
un tirón, y el saber que está inacabada… Pero por lo poco que he leído,
parece que hace un gran trabajo. Tengo que marcharme —dijo cogiendo las
llaves de la casa y el móvil—. Le veré en un rato.

—Hola —dijo Lea al entrar en su casa.


Nicole y Rex estaban en la cocina tomando una copa de vino. Se acercó a
su madre para darle un beso y luego hizo lo mismo con Rex.
—Hola, Lea —dijeron los dos al mismo tiempo.
—¿Qué tal tu mañana? ¿Te has aburrido? —preguntó a su madre
quitándose el abrigo y dejándolo sobre una de las sillas.
—Para nada. Rex me ha enseñado su huerto. ¡Es fantástico! Mira esa
cesta, todo lo que hay en ella es de su invernadero.
—Vaya, vamos a ahorrar un montón de pasta. ¿Qué has hecho, además de
ir al huerto a coger lo que te ha apetecido?
—Rex me ha enseñado las cabañas. Luego hemos ido a la ciudad a
comprar las cortinas para la última que ha construido. Y luego he estado con él
mientras trabajaba.
—Se te ve contenta —dijo Lea mirando a Rex con una sonrisa divertida.
—Ha sido estupendo. Esta tarde voy a ayudarlo a pintar.
—¿De verdad? —dijo mirando de nuevo a Rex.
—Lávate las manos y siéntate. La comida está lista. ¿Qué tal tu primer
día de trabajo?
—Muy bien. Mi jefe se ha portado. Cuando me ha abierto la puerta ha
sido muy amable. No es normal en él. Además, me ha mirado de una forma…
—¿De qué forma?
—Como si yo fuera una presa y estuviera estudiándome y controlándome.
No le tengo miedo, pero he de reconocer que a veces, su mirada me acojona.
Rex no pudo evitar reírse.
—Ese vocabulario —dijo Nicole—. Mi hija tiene unas cosas... y una
imaginación desbordante. Rex, ya sé que eres amigo de su jefe, pero te pido
por favor que no comentes con él nada de lo que hablemos.
—Puedes estar tranquila.
—Es que no se calla nada, y encima, siempre va con la verdad por
delante.
—Estoy hablando con vosotros. Nunca se me ocurriría hacer comentarios
como ese a mi jefe. Ya es suficientemente arrogante.
Sonó el teléfono de Lea y se dio cuenta de que aún tenía el desvío de
llamadas.
—Estás hecha toda una profesional —dijo Rex cuando colgó.
—Se me ha olvidado desconectar el desvío de llamadas.
—¿Era algo importante?
—Era una mujer. Quiere cenar con Rayner… o lo que se presente.
Palabras textuales.
Rex soltó una carcajada.
—¿Sale con muchas mujeres? —preguntó Nicole.
—Sí, creo que tiene mucho éxito.
—Será por su simpatía y amabilidad —dijo dándose cuenta de que no le
había gustado saber eso de Rayner.

Cuando Lea volvió al trabajo, Bruce no estaba. Después de quitarse las


prendas de abrigo empezó a trabajar.
Rayner llegó a las cuatro y fue directamente al despacho.
—Hola.
—Hola, jefe —dijo sin dejar de teclear.
Lea levantó ligeramente la mirada y al verlo se arrepintió de haberlo
hecho. Bruce llevaba un traje gris oscuro y una camisa negra. Se sintió
alterada y rezó para que él no pudiera oír los latidos descontrolados de su
corazón.
—¿Alguna novedad?
—¿Quiere que le hable ahora de las llamadas?
—Sí.
Lea arrancó la primera nota de su bloc y se la dio.
—¿La han llamado en su descanso? —preguntó él al ver la hora anotada.
—Olvidé desconectar el desvío de llamadas. Ha llamado su editor —
dijo dándole la nota.
Le entregó otra nota con un mensaje de… Sally. Luego se centró de nuevo
en el ordenador.
Bruce abandonó el despacho y subió a cambiarse. Diez minutos después
regresó.
¡Mierda!, dijo Lea para sí misma al verlo, porque con vaquero también
estaba para comérselo.
Rayner se sentó frente a ella, pero no escribió prácticamente nada. Los
últimos rayos de sol traspasaban la ventana y se reflejaban en el rostro de la
chica, en sus preciosos ojos verdes y en su pelo, convirtiéndolo en puro fuego.
Esa era la causa de que Bruce no pudiera escribir, ni siquiera podía pensar en
hacerlo. Se había distraído admirándola.
—¿Puede acercarse un momento, por favor? Quiero mostrarle algo, antes
de marcharme.
Bruce se levantó, fue al otro lado de la mesa y se colocó junto a ella.
—Esto es un USB —dijo mostrándoselo antes de meterlo en la ranura del
portátil—. Ahora preste atención a la pantalla.
Bruce se acercó a ella y se inclinó.
—Voy a pasar los capítulos que he terminado al USB.
La respiración de Bruce acariciaba el pelo de Lea y ella se estremeció.
—Ya está. Ahora los borraré del ordenador.
Lea sacó el USB y se lo entregó.
—Sabe, creo que voy a confiar en usted, parece una persona honesta.
Además, acabo de darme cuenta que sólo tarda unos segundos en copiar algo,
y podría hacerlo en cualquier momento en que estuviera sola. Por favor,
vuelva a poner los capítulos en el ordenador.
—De acuerdo. Gracias por confiar en mí.

Lea cogió el correo del buzón antes de entrar en el trabajo al día


siguiente. Entró en la casa sin hacer ruido para no despertar a su jefe. Estuvo
trabajando toda la mañana. A la una menos cuarto, viendo que Rayner no había
bajado, sacó a la perrita para que hiciera sus necesidades y luego se marchó a
casa.
A las dos, cuando regresó al trabajo, no había ni señal de él. Por un
momento se preocupó por si le había pasado algo mientras dormía, pero por
nada del mundo subiría a su habitación para comprobarlo.
Fue a la cocina y se preparó un café, algo indecisa, porque no sabía si a
él le molestaría. Se llevó la taza al despacho y se sentó a trabajar. Poco antes
de las cinco trajeron el pedido que esperaban. Lea llevó las cajas al despacho
y las abrió. Colocó el portátil nuevo sobre la mesa. Estaba conectando los
cables cuando oyó voces, y unos segundos después aparecieron en la puerta su
jefe y el hombre que estaba junto a Rayner el día de la no entrevista.
—Hola —dijo ella mirándolos.
—Hola, soy Hardy, hemos hablado esta mañana por teléfono —dijo
acercándose a ella para darle la mano.
—Mucho gusto —dijo Lea estrechándosela con firmeza.
—Un placer conocerte —dijo él sonriendo.
—¡¿Qué hace?! —le preguntó su jefe.
—Iba a cargar el ordenador para formatearlo.
—¿Ha leído las instrucciones?
—¿Qué? No…
Lea miró a Hardy y él le sonrió.
—¿Cómo se le ocurre usarlo sin haber leído las instrucciones?
—Normalmente, los hombres no leen las instrucciones de nada porque
creen que son tan inteligentes que no las necesitan. Usted se sale del prototipo.
Pero tiene razón, señor Rayner. Ya ha terminado mi jornada de trabajo. Lea
usted las instrucciones y cuando acabe, haga lo que le especifiquen. Téngalo a
punto para cuando llegue por la mañana, de lo contrario no podré trabajar. Y
de paso, se lee también las de la Tablet y la impresora.
—Lo haré, puede estar segura.
—Muy bien. Estas son las llamadas de hoy —dijo dándole la primera
nota—. Deborah Holt es la nueva ayudante de Edward, su editor. Quería
hablar con usted para presentarse. Se llevarán bien, porque es igual de borde
que usted. Luego llamó el señor Black, pero como ha venido con usted,
supongo que no tiene sentido que le dé la nota —dijo tirándola a la papelera
—. Esta tarde han llamado dos mujeres, Carol y Stephanie, las dos querían lo
mismo, verle, no entiendo por qué. Le he anotado sus teléfonos. Y su amiga
Vivien ha llamado hace unos minutos, le llamará más tarde.
—Bien.
—Me marcho a casa. Suerte con su ordenador. Me alegro de haberte
conocido, Hardy.
—Y yo a ti.
—Por cierto —dijo volviéndose—. He sacado a Lys a dar un paseo antes
de comer. No debería dejarla sola tanto tiempo. Y otra cosa. Cuando vaya a
salir de su casa, antes de que yo llegue, déjeme una nota. Después de que
pasaran unas cuantas horas sin que apareciera, me preocupé por si le había
pasado algo mientras dormía.
—¿Se ha preocupado por mí?
—No sea engreído, señor Rayner. Si le pasa algo me quedaré sin trabajo.
Hasta mañana.
Lea salió del despacho con una sonrisa en los labios. Él le había hablado
con brusquedad, pero no se había dejado intimidar por esos ojos que la
taladraban, ni por esa arrogancia y seguridad en sí mismo que mostraba,
aunque no tuviera ni zorra idea del asunto. Menudo ejemplar se había buscado
como jefe. Aunque… era un bombón de lo más atractivo.
—¿Así la tratas? —preguntó Hardy cuando Lea se marchó.
—¿Así, cómo?
—Esta tampoco te durará mucho. Aunque , puede que me equivoque.
¡Demonios! Tiene carácter, y no se deja intimidar.
—¿Acaso no tenía yo razón? Iba a usar el ordenador sin leer las
instrucciones.
—En primer lugar, si quieres leer las instrucciones, tendrás que entrar en
Internet. Tú ordenador no te sirve de nada porque no tienes ni idea de qué
hacer con él. Y tampoco tienes móvil. Bruce, hoy en día, los aparatos
tecnológicos no llevan instrucciones. Y aunque las tuvieran, no sabrías ni lo
que estás leyendo. Y en segundo lugar, Lea no necesita instrucciones, ¿acaso
has olvidado lo que ha estudiado esa chica? Para ella, el manejo de un
ordenador es como para ti usar la linterna más simple.
Rayner gruñó.
—La has ofendido y le has hablado de mala manera. Apuesto lo que
quieras a que mañana cuando venga y no tengas el ordenador a punto, no
moverá un dedo para ayudarte.
—Es mi empleada y hará lo que yo diga.
—Eso no te lo crees ni tú.
—No importa, está usando su ordenador para pasar la novela.
—Mañana no lo traerá. Se quedará con los brazos cruzados esperando a
que formatees tu nuevo ordenador, o a que te disculpes. Y yo no voy a
ayudarte.

Lea llegó a su hora al día siguiente. Por el camino se había preguntado si


su jefe estaría levantado y si el ordenador estaría preparado para utilizarse.
Por supuesto sabía que Rayner no tenía idea de cómo hacerlo, pero tal vez su
amigo le había ayudado. Hardy. Menudo ejemplar, pensó Lea sonriendo. Ese
hombre era el polo opuesto de su jefe, era simpático y de sonrisa fácil. Todo
lo contrario que su amigo, que parecía que siempre estaba de mala leche.
Lea acarició a la perrita cuando entró en la casa. Fue al despacho y, como
suponía, todo estaba tal y como ella lo había dejado el día anterior. Rayner no
estaba, así que supuso que estaría durmiendo. Se quitó la cazadora y la
bufanda y las dejó sobre el respaldo de su silla. Después de ocuparse del
correo, ya no tenía nada que hacer. Desvió las llamadas a su móvil y se colocó
el auricular.
—Vamos, Lys, demos un paseo —dijo poniéndose la ropa de abrigo de
nuevo—. Hoy tengo el día libre.
Al salir a la calle la azotó la brisa gélida de la mañana. Sacó los guantes
de los bolsillos de la cazadora y se los puso.

Bruce se levantó después de las doce. Se duchó y se vistió. Bajaba la


escalera pensando en lo que encontraría en el despacho. Habría apostado a
que su asistente estaría escribiendo en su portátil. Estaba completamente
seguro de que no habría tocado el nuevo ordenador, en eso coincidía con su
amigo. Seguro que esperaba que él se humillara pidiéndole disculpas. Eso le
hizo sonreír.
Se llevó una gran sorpresa al comprobar que ella no estaba. Fue al cuarto
de Lea, la puerta estaba abierta y vio el bolso sobre la cama. Al menos ha
venido a trabajar, pensó sonriendo. Volvió al despacho y miró por la ventana.
La vio a lo lejos con su perrita. Faltaban veinte minutos para la una, por lo
tanto no tardaría en volver. Aunque sólo fuera para decirle adiós. Cuando las
vio acercarse salió al porche.
Lea llevaba una trenza francesa que le llegaba por debajo de los
hombros. Bruce la observó mientras se acercaba a la casa. Parecía una cría. Y
esa simple idea le hizo pensar que no podía desearla… ¡Por Dios! Era una
niña. Veintiún años. ¡Tenía veintiún años!
Cuando lo vio, Lea empezó a caminar con más decisión y con paso firme.
De vez en cuando se volvía de espaldas para mirar a la perrita. Llevaba un
vaquero ajustado que se amoldaba perfectamente a su cuerpo, marcando un
culo de infarto, cosa que a Bruce no pasó por alto. Lea ya estaba cerca de la
casa y Bruce seguía mirándola con insistencia.
—¡Santa madre de Dios! —dijo Bruce en voz baja.
Todavía no se había acostumbrado al impacto que el rostro de esa chica
producía en él. Estaba sonrosada por el frío, o de correr. Y esos labios
perfectamente perfilados que a Bruce le parecían sensuales y traviesos a la
vez eran una tentación. Lea lo miró a los ojos y le dedicó su mejor sonrisa. En
ese instante, Bruce se habría abalanzado sobre ella para besarla sin piedad.
—¿Por qué me mira así? ¿Cree que mirándome de esa forma descubrirá
el secreto de la vida?
—Pensé que estaría trabajando —dijo él sin el más mínimo indicio de
sonrisa.
—Y lo estoy haciendo. He revisado y archivado el correo. Y no me he
despegado del teléfono. Ahora le anotaré las llamadas que he recibido —dijo
pasando a su lado para entrar en la casa.
Bruce entró en el despacho tras ella.
—Han llamado dos mujeres. No me he molestado en anotar el asunto
porque todas quieren lo mismo de usted —dijo entregándole las notas.
—¿No ha trabajado en la novela?
—No tengo ordenador.
—Dijo que no le importaba trabajar con el suyo.
—Dije que lo haría hasta que usted tuviera uno. Y ya lo tiene.
—Está esperando que me disculpe, ¿verdad?
—Me da igual que se disculpe o no. Pero sabe, cuando uno no tiene ni
zorra idea de algo, lo mejor es dejar que se encargue de ello alguien que sepa
lo que tiene entre manos.
—¿Va a traer su ordenador esta tarde?
—No, a no ser que quiera alquilármelo.
—No se pase de lista conmigo. Puedo pedir a alguien que venga a casa y
lo instale todo.
—Pero no es capaz de pedírmelo a mí.
—Tiene un temperamento de mil demonios, es tozuda y cabezota, como
buena pelirroja.
—No soy cabezota sino constante y con una voluntad decidida. De esa
forma puedo conseguir lo que me propongo.
—¿Y qué se propone conmigo?
—¡Oh, por todos los infiernos! Usted, el pedir cosas por favor o
disculparse no lo ha practicado mucho, ¿verdad?
—De acuerdo, lo siento. Supongo que usted no necesita instrucciones
para instalar cualquier aparato.
—Acepto las disculpas. Le veré a las dos. Adiós Lisie.
—Se llama Lys.
Ella lo miró y le sonrió.

—Hola, ya he llegado —dijo Lea al entrar en casa de Rayner.


—Estoy en la cocina —dijo él.
Lea caminó hasta allí y se asomó a la puerta.
—¿Le apetece un café?
Lea lo miró tan sorprendida por su amabilidad, que él no pudo resistir
sonreírle. Y eso aún la sorprendió más, porque era la primera vez que lo veía
sonreír.
—¿Va a envenenarme si acepto?
—Hoy no es el día para asesinar a nadie. Aunque, he de reconocer que,
desde que la conozco, se me ha pasado por la cabeza unas cuantas veces.
—Tomaré un café, gracias —dijo adentrándose en la cocina y
apoyándose en la bancada.
—¿Ha ido a comer a casa?
—Sí.
—¿Le da tiempo en una hora ir hasta allí, preparar la comida, comer y
volver aquí? A mí me lleva casi ese tiempo decidir lo que voy a comer y
meterlo en el microondas.
—¿Me va a dar más tiempo si le digo que no?
—Sí. Y lo recuperará al final del día.
—Eso imaginaba. Mi madre vino conmigo y se quedará unos días. Ella es
quien cocina ahora.
—¿Cómo toma el café?
—Con un poco de leche y una de azúcar.
Bruce sirvió el café de ella y luego puso en una taza un café solo con una
cucharada de azúcar. Le dio la taza a ella.
—Gracias —dijo cogiéndola. No pudo evitar que sus dedos se rozaran
—. Iré a preparar el ordenador.
Lea salió de la cocina lo más rápidamente que pudo. Se había sentido
muy intranquila al estar allí, con él. Y aturdida porque hubiera sido tan amable
con ella. Y cuando se rozaron sus dedos, sintió algo en su interior.
Unos minutos después Bruce entró en el despacho. El ordenador ya
estaba encendido. Se quedó de pié junto a ella, mirando la pantalla del
ordenador y observando esos dedos que volaban sobre el teclado.
—¿Qué ha comido hoy?
—¿Perdón?
—¿Que qué ha preparado su madre para comer hoy?
—Estofado de cordero. Voy a instalar la impresora por si necesitamos
fotocopiar algún documento —dijo levantándose de la silla y alejándose de él,
porque Bruce seguía de pie a su lado y la estaba poniendo nerviosa.
—¿Se lleva bien con su madre?
—Sí, muy bien —dijo poniendo la impresora sobre el mueble donde
quería instalarla.
—¿Y con sus hermanos?
—También.
—¿Son mayores que usted?
—Sí, yo soy la pequeña.
—¿Su padre también está aquí?
—Mi padre murió hace seis años —dijo ella conectando la impresora al
ordenador para ver si funcionaba bien.
—Lo siento.
—Gracias. Hoy está muy hablador —dijo sacando la copia de la
impresora y comprobando que había salido perfecta—. ¿Le ha pasado algo?
¿Se ha golpeado la cabeza? —dijo sin mirarlo.
Bruce no pudo reprimir una carcajada.
—A veces puedo ser agradable —dijo él sonriendo—. Aunque pocas
veces.
—Es un honor que despilfarre amabilidad conmigo. Al menos, ahora sé
que sabe reír y sonreír. Pensé que no sabía hacerlo. Ya está todo instalado y
listo para utilizar. Me pondré con la novela. ¿Cómo lleva el trabajo?
—Estoy bloqueado. No consigo escribir nada.
—¿Qué necesita para desbloquearse?
Él la miró divertido.
—No lo sé, ¿algún consejo? —dijo encendiendo un cigarrillo.
—Yo nunca me he quedado bloqueada, pero cuando tengo que pensar en
algo importante para tomar una decisión lo hago mientras corro. Correr es un
ejercicio tanto físico como mental. Creo que es una buena manera de pensar.
Tal vez le funcione a usted para desbloquearse.
—No creo. Suelo pasar tiempo en el gimnasio antes de cenar.
—Me refiero a correr en el exterior. Este paisaje es alucinante. Puede
que le ayudara a que las ideas acudieran a su mente.
—Hace mucho frío.
—A mí me gusta el frío, y después del primer kilómetro ya no se siente.
¿Ha empezado ya el capítulo veintitrés?
—Sólo he escrito una página. ¿Ha leído ya alguno de mis libros?
—No.
—¿Va a leer alguno?
—No lo sé, ¿cree que me gustarán?
—No la conozco, y no sé cuales son sus gustos en cuanto a lectura.
¿Quiere que le deje el primero que escribí?
—Vale. Supongo que tendré que agradecérselo, porque me saldrá gratis.
Yo suelo leer en el kindle. Ya sabe, así evito que se venda una copia en papel.
—Ya salió la ecologista. Y no tiene que agradecérmelo. Si le gusta el
primero, le dejaré los otros.
—De acuerdo —dijo ella volviendo al trabajo.
Bruce se sentó en su lado de la mesa y encendió un cigarrillo. Cogió un
bolígrafo y empezó a golpear rítmicamente la libreta que tenía delante. Lea
levantó la mirada, vio que él la estaba mirando y volvió a centrarla en la
pantalla.
Tan pronto apagó el cigarrillo, Bruce encendió otro. Se recostó en el
sillón y lo giró para mirar por la ventana.
—Leandra Hawkins, asistente personal del señor Rayner, ¿en qué puedo
ayudarla?
Bruce se volvió a mirarla porque no había oído el sonido del teléfono, ya
que Lea llevaba el auricular.
—Hola, ¿podría me hablar con Bruce.
—El señor Rayner no está en estos momentos.
—¿Sabe cuándo volverá?
—No, lo siento, ¿quiere dejar algún recado?
—Soy Sophie y ya le dejé un recado, pero no me ha llamado.
—Lo sé, Sophie. Le di la nota con su llamada. Si no se ha puesto en
contacto con usted es porque no ha tenido tiempo, ahora está muy liado con su
nueva novela. Le daré su mensaje tan pronto llegue.
—Muchas gracias.
—Ha sido un placer, buenas tardes.
—¿Cómo puede estar hablando por teléfono y copiar la novela al mismo
tiempo? —dijo él cuando colgó.
—No es complicado —contestó Lea mientras escribía el nombre de la
mujer y el teléfono en un papel y colocándolo en la mesa en el lado de él.
Bruce arrugó el papel y lo tiró a la papelera.
—Señor Rayner, perdone que me meta en sus asuntos, pero no creo que
esa sea una buena solución. Esa mujer volverá a llamar, al igual que las otras.
Si hablase con ellas, ganaría un poco de tiempo para decidir qué quiere hacer.
—¿Que quiero hacer? —repitió él sonriendo.
—Si quiere verlas, llámelas y quede con ellas y si no, dígales que no está
interesado.
—Es que sí estoy interesado, pero no cuando ellas quieren. ¿Le molesta
tener que dar excusas?
—En absoluto, es mi trabajo, y además no las conozco. Es sólo que, tal
vez sería mejor que las llamara y hablasen.
—Esas mujeres no quieren hablar. Lo único que les interesa es que las
lleve a la cama.
—¡Madre mía! De repente ha oscurecido, algo ha tapado el sol.
Seguramente es su desmesurado ego.
Lea esperaba que le soltase algo en plan borde, pero él se limitó a
encender un cigarrillo y a clavar su intensa mirada en ella, consiguiendo que
Lea se ruborizara y se sintiera como un cervatillo acorralado.
Permanecieron un rato en silencio. Ella trabajando. Él haciendo... nada,
excepto golpear suavemente la mesa con los dedos o con el bolígrafo. Lea
dirigió la mirada hacia su mano. Le gustaban las manos de ese hombre, eran
grandes, con dedos largos y elegantes.
—¿Va a llamarme siempre señor Rayner?
—¿No es ese su nombre?
—Me refiero al señor.
—Supongo que sí. A no ser que me ordene que no lo haga —dijo sin
dejar de teclear.
—¿Qué le parece si nos llamamos por nuestros nombres?
—Si es lo que desea.
—Sabe, Leandra. Me equivoqué con usted. En un principio pensé que era
sólo una cara bonita.
—Su halago es abrumador. Hoy me tiene un poco desconcertada.
—¿Eso es malo?
—No lo sé, es… raro. No suelo desconcertarme. Y puede llamarme Lea,
nadie me llama Leandra.
—Voy a dar un paseo a ver si me desbloqueo —dijo levantándose.
—¿Ha escrito mucho desde que empecé a trabajar para usted?
—Prácticamente nada.
—Puede que yo le traiga mala suerte.
—No soy supersticioso.
—¿Por que no trabajo mañana en la cocina? Si resulta que de repente se
desbloquea y empieza a escribir es porque mi presencia no le conviene.
—¿Y qué va a hacer? ¿Despedirse?
Lea se rio.
—Claro que no. No voy a dejar el trabajo, pero puedo trabajar en la
cocina. O puede comprar un escritorio y trabajaré en mi habitación.
—Por la noche no está aquí, y tampoco puedo escribir. Aunque no puedo
dejar de pensar en ti, pensó Bruce.
—Es un alivio saber que no soy la culpable.
—No tardaré —dijo Bruce saliendo del despacho.
Lea lo vio por la ventana dirigirse al lago. No supo la razón, pero sintió
pena por él. Se había dado cuenta de que ese día el color gris de sus ojos era
más suave, le recordaban al color que tenía el cielo después de una torrencial
lluvia. Pero no podía olvidar que, cuando su jefe se enfadaba, sus ojos eran
fríos y desapacibles. Unos ojos que no mostraban amabilidad ni comprensión.
Se preguntó qué le sucedería. ¿Sería infeliz? Parecía tener una buena vida.
Tenía una casa preciosa y una carrera de éxito. ¿Qué problema tendría
entonces? ¿Acaso era algo relacionado con su pasado?
Bruce volvió cuando ella estaba poniéndose el abrigo para marcharse.
—¿Se le ha desbloqueado la mente? —preguntó sonriendo mientras
acariciaba a Lys.
—No, pero sí es posible que se me haya congelado el cerebro. Hace un
frío de cojones. ¿Se marcha ya?
—Sí, a no ser que precise de mis servicios.
Bruce se quedó mirándola un instante.
—De momento no necesito nada.
—Bien, entonces me marcho. Espero que esta noche pueda escribir.
—Gracias.
—¡Ha dicho gracias! Me tiene obnubilada. Hasta mañana, Rayner.
—Bruce, me llamo Bruce.
Lea sonrió.
—Bruce —repitió ella saboreando el nombre.
Ese nombre tenía una suavidad que no encajaba con él, con su peligroso
aspecto.
—Hasta mañana. Espere —dijo acercándose a una de las estanterías y
cogiendo uno de los libros—. Mi novela.
—Gracias.
Capítulo 5
—Hola —dijo Lea al entrar en casa—. Ese conjunto es mío.
—Hola, cariño —dijo su madre—. Yo no tengo ropa para hacer
ejercicio.
—¿Vas a ir al gimnasio?
—Rex me ha convencido. Ha dicho que fuésemos tan pronto llegaras.
—Vale, voy a subir a cambiarme, bajo enseguida.
Rex estaba corriendo en la cinta y al verlas entrar disminuyó la velocidad
hasta detenerse. Miró a Nicole de arriba abajo.
—Pensaba que habías dicho que no tenías ropa adecuada.
—Y no la tengo, es de mi hija.
—Hola pequeña —dijo mirando a Lea.
—Hola, Rex —dijo acercándose a él para besarlo en la mejilla.
—Nicole, he pensado que podrías empezar corriendo un par de
kilómetros y aumentar un poco cada día.
—Vale, pero sólo haré cosas sencillas, no quiero tener músculos.
—Tu hija trabaja muy duro y sus piernas y brazos son perfectos. Y veo
que sus abdominales también —dijo al ver el estómago de Lea que llevaba al
descubierto.
—Ella tiene veintiún años.
—Eso son excusas. Ven, empezarás a correr, pero despacio. No quiero
que te esfuerces demasiado el primer día.
—¿Tengo que subirme ahí?
—Sí, a no ser que para ti el gimnasio signifique mirar cómo sudan los
demás. Sólo tienes que andar. Sabes hacerlo, ¿no?
—No te hagas el gracioso conmigo.
Nicole empezó a caminar y ellos dos se dedicaron a las flexiones.
—¿Cómo es Bruce? —preguntó Rex—. Me refiero como jefe.
—Rex, es tu amigo —dijo Lea sonriendo—. No voy a hablarte de él.
—¿Crees que voy a contarle lo que tú y yo hablemos?
—Espero que no, te considero un amigo.
—Lo que hablemos quedará entre nosotros. ¿Por qué has sonreído cuando
te he preguntado cómo es?
—Porque lo primero que me ha venido a la cabeza ha sido que es un
dios, que está en la tierra para que las mujeres disfrutemos del placer de
verlo.
—Vaya —dijo Rex riendo—. Sabía que tenía éxito con las mujeres.
—Soy consciente de ello, cada día le llaman unas cuantas. Y no me
extraña porque ese hombre es un sueño hecho realidad.
—¿A pesar de su mala leche?
—A pesar de ella. Se ha empeñado en que trabaje en la misma mesa
donde lo hace él. Lo tengo ahí, delante, cada vez que levanto la vista. No
sabes el esfuerzo que supone concentrarme en el trabajo. Ver a Bruce es como
si cobrara una paga extra cada día.
—No sabía que las mujeres pudieran sentir algo así por él.
—No le hagas caso a mi hija —dijo Nicole acercándose a ellos—. Es
una romántica.
—¿Ya has corrido los dos kilómetros? —preguntó Rex.
—No, pero estoy muy cansada.
—A lo mejor sólo has aceptado venir al gimnasio, porque querías que yo
te viera con esa ropa.
—Seguro que sí —dijo Nicole ruborizándose—. Has dicho que no debía
abusar el primer día.
—Vale —dijo sonriendo—. Échate entre Lea y yo y haz lo que hacemos
nosotros.
—Eso no parece un gran esfuerzo —dijo la mujer acostándose boca
abajo—. ¿Cuántas veces lo hacéis vosotros?
—Yo cincuenta.
—Yo la mitad —añadió Lea.
—Como es mi primera vez, con cuatro o cinco veces será suficiente.
Rex la miró y no pudo reprimir la risa.
—¿Te ha dicho tu jefe alguna impertinencia hoy? —preguntó Nicole a su
hija.
—Hoy ha estado extrañamente agradable. Le he visto sonreír por primera
vez. Pensaba que no sabía hacerlo. No sonríe muy a menudo, ¿verdad?
—Es bastante serio, pero tiene algunas salidas muy buenas. Es un buen
tío, que haría cualquier cosa por un amigo. Aunque reconozco que a veces es
un poco brusco.
—Hoy le ha dado por mirarme. Os aseguro que, cuando te mira fijamente,
puede llegar a intimidar. Y no sé lo que me sucede con eso, pero cuando me
mira así, tengo ganas de sonreír. Procuro no hacerlo, pero a veces no puedo
contenerme.
—O sea que a ti no te intimida.
—En absoluto.

—Hola —dijo Lea al entrar en el trabajo al día siguiente y encontrar a


una mujer de unos cuarenta años que caminaba hacia la cocina.
—Hola —dijo la mujer deteniéndose.
—Soy Lea, la asistente personal del señor Rayner.
—Yo soy Sandra, vengo los viernes a limpiar y ordenar la casa. ¿Te
apetece un café?
—Sí, gracias —dijo la chica siguiéndola a la cocina y sentándose a la
mesa.
—¿Cuándo empezaste a trabajar? —preguntó mientras preparaba la
cafetera.
—El martes.
—Tres días —dijo la mujer sonriendo—. La anterior a ti sólo duró dos.
—Parece un hombre de trato difícil, y si no se tiene paciencia y aguante,
supongo que es complicado. Yo tengo las dos cosas —dijo Lea sonriendo.
—Me alegro. Las últimas que pasaron por aquí no eran muy simpáticas.
Después de tomar café y hablar unos minutos con ella, Lea fue al
despacho. Olía a limpio. Seguro que Sandra se ocupaba en primer lugar de esa
habitación y abría las ventanas para que se ventilase, porque ni siquiera se
notaba que alguien hubiera fumado allí.
Dejó la novela que Bruce le había prestado en el lado de él de la mesa y
aprovechó para echar un vistazo a la libreta en la que estaba escribiendo su
novela, para averiguar si su jefe se había desbloqueado. Sonrió al ver que el
capítulo veintitrés estaba finalizado y en la siguiente página había escrito:
Capítulo 24. Luego volvió a su lado de la mesa y empezó a trabajar. Cuando
se marchó a casa a comer, Bruce todavía no se había levantado.

Lea volvió a las dos al trabajo y encontró a su jefe en el despacho


tomando café.
—Hola, Bruce.
Rayner no sabía lo que le sucedía, pero cuando esa chica pronunciaba su
nombre, se le aceleraba el pulso.
—Hola, Leandra. ¿Ha leído mi novela o la cerró después de leer las
primeras páginas? —dijo al ver la novela sobre su lado de la mesa.
—La he leído hasta el final. La empecé ayer después de cenar, y tengo
que decirle, aunque detesto hacerlo, que no pude parar de leer hasta
terminarla.
—¿Eso quiere decir que le ha gustado? —dijo encendiendo un cigarrillo.
—Dios, es brillante. Me encanta como escribe. He disfrutado con todo.
Esos giros que da de repente… Me ponía enferma al no poder descubrir quién
era el asesino. Presentaba tantas variantes que no era capaz de decidirme por
cuál de ellos inclinarme.
—¿Tuvo en algún momento una sospecha segura?
—Durante los tres primeros capítulos pensé que el asesino era una
persona y a medida que avanzaba en la lectura, empezaba a tener dudas al
respecto, y entonces mis sospechas se dirigían hacia otro de los personajes. Y
con todas esas dudas llegué casi hasta el final. El último capítulo lo leí con
una impaciencia sobrecogedora. Le aseguro que incluso se me aceleró el
corazón. Y me sorprendió que el asesino fuera alguien de quien ni siquiera
había sospechado. Ese es su mayor logro, ¿verdad? Decididamente, me gustan
los thrillers. Me gustó incluso la sensación que sentí al no haber sospechado el
desenlace final. Su novela me ha dejado un agradable sabor de boca. Me
encanta la manera que tiene de ir dejando pistas aquí y allá. Pistas que, en sí,
no tienen ningún sentido, porque no llevan a ningún lado, pero te hacen pensar
y pensar hasta casi ponerte de los nervios. Lo más destacable para mí es la
incertidumbre. El suspense. Esa tensión que me hizo sentir. Cuando estaba
llegando al final, pensé que la policía no lo descubriría, que sería el crimen
perfecto.
—El crimen perfecto no existe, son los investigadores los que no están a
la altura. Los asesinos, aunque se esfuercen, siempre cometen algún fallo.
—Y la pista más importante estaba ahí, a la vista de todos. ¿Quién iba a
imaginarlo?
—Las personas sólo ven lo que les interesa. El cerebro de los humanos
únicamente recoge lo que le parece esencial. Alucinaría si supiera las cosas
que, dependiendo de cómo están colocadas en un lugar, pasan desapercibidas
para nosotros, simplemente porque nuestro cerebro decide que no tienen la
menor importancia. Objetos que siempre han estado en un mismo sitio, de
pronto nos damos cuenta de que habían sido invisibles. El cerebro lo
selecciona todo. Por eso se dice que la mejor manera de esconder algo es
dejarlo donde todos lo puedan ver.
—Supongo que eso no se puede aplicar a todas las personas. Yo creo que
a mí no se me pasan las cosas por alto, me fijo hasta en el más mínimo detalle.
Puede que mi cerebro no sea tan selectivo.
—Dígame entonces qué hay detrás de usted —dijo encendiéndose otro
cigarrillo.
—Hay una estantería con siete estantes. En todos ellos hay libros. En el
quinto, empezando por abajo y delante de los libros hay, de derecha a
izquierda: un encendedor; dos paquetes de Marlboro; un taco de notas
adhesivas de colores rosa, verde, naranja y amarillo; un estuche alargado de
terciopelo color burdeos y unas llaves. Y en el sexto estante…
—No hace falta que siga —dijo él, impresionado al comprobar que todo
estaba tal y como ella lo había descrito—. Lo que acabo de decir no va con
usted.
—Sabe, no es el hombre que yo esperaba.
—¿Y qué esperaba?
—Pensé que era una tipo medianamente inteligente. Pero su novela es
brillante. Su mente es brillante.
—Me ha sorprendido gratamente su óptima definición de lo que sintió al
leer mi novela y luego sus halagos sobre mí.
—Me he limitado a decir la verdad.
—¿Siempre dice la verdad?
—La mentira es un insulto al alma y una humillación a la inteligencia de
la persona a quien mientes.
Bruce esbozó una cálida sonrisa.
—Todas esas carreras universitarias que ha estudiado, en tan poco
tiempo, significan que su inteligencia está muy por encima de la media. Lo
sabe, ¿no?
—Soy consciente de ello.
—¿Por qué se conforma trabajando para mí?
—Me gusta trabajar para usted. Es como un reto, y a mí me gustan los
retos.
Bruce abrió su novela por la primera página y escribió algo.
—Me gustaría que se la quedara —dijo él dándosela—. Es un orgullo
que alguien como usted la haya leído.
Lea la cogió, la abrió y leyó la dedicatoria: Es usted la mente más
brillante con la que me he encontrado a lo largo de mi vida, y seguramente
la más brillante con la que me encuentre en el resto de ella. Bruce.
—Gracias.
Los dos se centraron en el trabajo. A las cinco menos cuarto Lea contestó
una llamada.
—Leandra Hawkins, asistente personal del señor Rayner. ¿En qué puedo
ayudarla?
—Hola, Leandra, soy la señorita Holt.
—Sé quien eres, Deborah, recuerda que recibí una llamada tuya.
—Si no le importa, llámeme señorita Holt, no me gusta que me tuteen.
—Pues es una casualidad, porque a mí tampoco me gusta que lo hagan.
Así que, para usted soy la señorita Hawkins.
Bruce levantó la vista para mirarla. No era normal que ella empleara ese
tono.
—¿Está Rayner?
—El señor Rayner no está en estos momentos. ¿Quiere dejarle un recado?
—Ya le dejé recado y no me ha llamado.
—Si no la ha llamado habrá sido porque estaba ocupado. ¿Puedo
ayudarla en algo?
—Yo no suelo hablar con empleados. Me han dicho que trabaja para él
desde hace sólo unos días. Y que es muy joven y no tiene experiencia.
—Respecto a que soy muy joven tiene razón, porque tengo veintiún años,
y con esa edad es casi imposible tener experiencia, ¿no cree? Y es cierto que
sólo hace unos días que trabajo para el señor Rayner. Pero sabe, a pesar de
que soy nueva en el trabajo, de que soy muy joven y de mi inexperiencia, soy
yo quien se encarga de todos los asuntos del señor Rayner —dijo ella
enfatizando el todos—, de manera que, si puedo ayudarla en algo intentaré
complacerla y si no, le daré su mensaje al señor Rayner cuando regrese.
—¿Quién es? —le preguntó Bruce en voz baja.
Lea escribió el nombre en una nota y se la pasó.
—No, quiero hablar con él.
Bruce le dijo que le pasara el teléfono. Lea pensaba que, con la mala
leche que se gastaba su jefe la pondría en su sitio en dos segundos.
—Ha tenido suerte, el señor Rayner acaba de llegar y atenderá su
llamada. No se retire.
Lea le dio el móvil a Bruce y siguió con el trabajo.
—Rayner.
—Hola, señor Rayner, soy Deborah Holt, relaciones públicas de Edward
Thompson. Llamé a su casa y le dejé un mensaje, pero no me ha devuelto la
llamada.
—Puede que mi asistente olvidara pasarme su mensaje. Es nueva en el
trabajo y aún está aprendiendo.
A Lea se le cayó el alma a los pies al oír sus palabras. Levantó la vista y
lo miró. Bruce la miró a su vez, pero no supo interpretar la expresión de su
rostro.
—Tal vez debería haber buscado alguien con más experiencia.
—Bueno, está de prueba, si no hace bien su trabajo se marchará. ¿De qué
quería hablarme?
—Además de presentarme a usted, quería hablarle sobre la gira de autor
que tiene prevista para finales del mes próximo y también decirle que seré yo
quien lo acompañe como su relaciones públicas personal. Podríamos vernos
para hablar de ello.
—Ahora estoy centrado en el trabajo.
—Lo supongo, pero podríamos quedar un día para cenar y conocernos.
Yo puedo ir hasta Kent.
—De acuerdo, la llamaré para fijar un día y hablaremos de ello cenando.
—Estupendo, hasta pronto.
Cuando se cortó la comunicación Bruce se dio cuenta de que Lea no
estaba. Ella entró poco después con el abrigo puesto.
—¿Me da el teléfono?
Él se lo dio y la miró a la cara. La encontraba condenadamente preciosa
cuando estaba enfadada. Y en ese momento no sólo estaba enfadada, tenía las
mejillas encendidas y los ojos resplandecientes de furia. Lea abandonó el
despacho sin ni siquiera decirle adiós. Segundos después se oyó el portazo de
la puerta principal.
Bruce no estaba seguro de lo que había pasado. Era la primera vez que
Lea se marchaba sin despedirse. Y Dios, estaba realmente furiosa.

Cuando Lea entró en casa, su madre notó enseguida que estaba enfadada.
Muy enfadada.
—Hola, cariño.
—Hola, mamá.
—¿Qué ocurre?
—Nada. ¿Vas a acompañarnos al gimnasio? —preguntó al ver su
vestimenta.
—Sí, aunque no haré mucho ejercicio, porque tengo agujetas.
—Si vas a hacer menos que ayer, no hace falta que nos acompañes. Voy a
cambiarme.
Poco después estaban los tres en el gimnasio. Lea corría en la cinta con
un ritmo imparable.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Rex en voz baja.
—No me lo ha dicho, pero seguro que es algo relacionado con su jefe.
Lea bajó de la cinta y fue directamente al saco de boxeo. Se puso los
guantes y comenzó a golpearlo con manos y pies como si le fuera la vida en
ello.
—Creo que ya has dado bastantes golpes por hoy —dijo Rex sujetando el
saco.
—Supongo que sí, me voy a casa. Iré preparando la cena.

Cuando Nicole entró en casa, Lea estaba en la cocina. Tenía la música de


U2 a todo volumen. Nicole fue hasta el equipo de música y bajó el sonido.
—Voy a ducharme, enseguida bajo.
—Vale.
Rex entró en la casa quince minutos después.
—¿Te encuentras mejor?
—Estoy bien.
—¿Te ayudo?
—Puedes ir poniendo la mesa, si quieres.
Cuando Nicole bajó, Lea ya tenía la cena lista.
—Sólo has puesto dos platos —dijo Lea a Rex cuando se fijó en la mesa.
—Hoy tengo partida de póquer y siempre cenamos antes de empezar a
jugar.
—Come algo con nosotras —dijo Nicole—. El gimnasio abre el apetito.
—Entonces tú no tendrás mucho, porque prácticamente no has hecho
nada.
—He hecho más que ayer.
—Sí, una flexión más, y he tenido que ayudarte —dijo riendo—. De
acuerdo, comeré algo con vosotras. Lea, ¿quieres hablar de lo que te tiene tan
enfadada?
—Tu amigo es un imbécil.
La chica les contó lo de la llamada.
—Le ha hablado de mí como si yo fuera una incompetente —dijo
mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas y se las secaba de un
manotazo.
—¿Qué le has dicho? Porque seguro que no te has quedado callada.
—Pues hoy no le he dicho nada. Me he largado sin despedirme. ¡Que se
joda!
—Rex, perdónala por su vocabulario. El haber crecido con sus hermanos
no la ha beneficiado.
—Yo no me asusto por eso. Parece que esos golpes en el saco iban
dirigidos a tu jefe.
—No debería afectarme nada de lo que él diga o haga, porque sé que es
brusco, seco, gruñón y no ha practicado mucho la delicadeza, pero…
—No sé si es buena idea que trabajes para él. Tú no lloras nunca —dijo
su madre cogiéndole la mano por encima de la mesa.
—¿Quieres que hable con él? Voy a verlo dentro de un rato —dijo Rex.
—¿Y que piense que soy una niña que necesita a alguien para que le pare
los pies? Ni lo sueñes. Pero gracias. Su problema es que cambia de humor
igual de rápido que las abejas cambian de flor.

Bruce recogió a Hardy en su casa y se dirigieron a casa de Peter, uno de


los amigos con los que jugaban a las cartas los viernes.
—¿Qué tal tu asistente? —preguntó Hardy cuando iban en el coche.
—Es un ejemplo a seguir de tranquilidad, calma y sumisión, además de
una desbordante obediencia —dijo Bruce con sorna.
—¿Se le ha pasado ya el enfado por lo de tu ordenador nuevo?
—Sí. Ahora está enfadada por otra razón que desconozco. Se ha ido sin
ni siquiera despedirse.
—Qué raro, parece una chica muy educada.
—No digo que no lo sea, pero estaba furiosa cuando se ha ido.
—Sé que no la tratas muy bien, por ese temperamento tuyo, pero si
además empiezas a hacerle putadas, se largará pronto. Y creo recordar que
dijiste que ahora no puedes permitirte perderla.
—Me dijo que no dejaría el trabajo por nada del mundo.
—¿Eso te lo ha dicho antes o después de que le hicieras la putada que la
ha hecho enfadar de nuevo?
—Antes.
—Puede que no aparezca más por tu casa.
—No digas eso ni en broma.
—Cuéntame qué le has hecho.
—En realidad no estoy seguro.
Bruce le contó la llamada con palabras textuales.
—¿Te has puesto de parte de la cabrona esa?
—¿Qué querías que hiciera? Es la relaciones públicas de Edward.
—¿Y crees que tú necesitas a Edward? Cualquier editorial mataría por
publicar tus novelas. Lea es tu ayudante personal, se supone que es tu brazo
derecho. Tienes que estar de su lado, siempre. ¿Cómo se te ocurre haberle
dicho que Lea es una incompetente incapaz de hacer su trabajo? Más que nada,
porque de incompetente tiene bien poco. ¿Qué estaba a prueba? ¿Le has dicho
que estaba a prueba y que la despedirías si no hacía bien su trabajo?
—Esa chica me pone nervioso.
—¿Te pone nervioso?
—¿Qué te pasa? ¿Tienes que repetir todo lo que te digo?
—¿Desde cuándo una mujer te pone nervioso?
—Desde que ella trabaja para mí.
—Ah, amigo, ahí hemos llegado —dijo sonriendo—. A ti te gusta Lea.
—¡No digas tontería! ¡Esa chica es insoportable! Y además una niña.
—Una niña muy guapa, con un cuerpo de escándalo y que te gusta.
—Tengo que reconocer que es jodidamante preciosa. Esa chica me
desconcierta. A veces me dedica una sonrisa tan insolente y descarada que me
dan ganas de zarandearla para que deje de sonreír. ¡Dios! Me pone de los
nervios.
—Lea tiene carácter y no vas a poder con ella. Bueno, no sé, porque con
lo cabrón que eres… Ahora hablando en serio, Bruce. Es una buena chica, es
inteligente y va a serte muy útil, si consigues que se quede contigo. Deberías
contenerte un poco e intentar reservar tu mala hostia para otras con más
experiencia. Recuerda lo joven que es.

Hardy y Bruce entraron en casa de Peter. Jack, otro de los amigos estaba
en el salón junto a Rex, ambos tomando una cerveza.
—Hola —dijo Hardy al entrar.
—Se os ha hecho tarde.
—Algunos trabajamos —replicó Bruce.
—Sentaos, ¿una cerveza?
—Claro.
—¿Qué tal la novela? —preguntó Rex.
—Terminándola.
—¿Sabéis que Bruce tiene una nueva asistente personal? —dijo Hardy.
—¿Otra? —dijo Jack riéndose—. ¿Desde cuándo trabaja para ti?
—Desde el martes.
—Vaya..., tres días —dijo como si hubiera batido un récord de
permanencia.
—Muy gracioso.
—Esta no es como las anteriores —dijo Hardy—. Además de ser una
preciosidad, es más inteligente que todas ellas. Y lo mejor de todo es, que
tiene los cojones bien puestos y no se deja avasallar. Por lo que Bruce me ha
contado, tiene un carácter de mil demonios.
—Puede que esa chica sea lo que necesitas —dijo Peter—. Dijiste que
las otras eran asustadizas y que eso no te gustaba.
—Ahora no estoy seguro de qué es mejor. Lo que sí puedo decirte es que
esta no se deja amedrentar.
—¿Vive en tu casa?
—¿En mi casa? ¿Por qué iba a vivir en mi casa? No tengo ni idea de
dónde vive.
—Yo sí lo sé —dijo Rex.
—¿Conoces a mi asistente?
—Si tenemos en cuenta que corremos juntos todas las mañanas, que
vamos juntos al gimnasio todas las tardes, y que desayunamos, comemos y
cenamos juntos cada día, sí, la conozco. De hecho, vive en una de mis
cabañas.
—Pero tu alquilas las cabañas por semanas, y si no recuerdo mal, cobras
quinientos dólares —dijo Bruce que de pronto se sintió mal al pensar que
hubiera algo entre Lea y su amigo.
—A ella se la he alquilado por quinientos al mes. Esa chica es insistente
y, no se cómo, pero cuando me di cuenta me había convencido y le había dicho
que sí. Os aseguro que una chica como esa puede conseguir lo que se
proponga.
—¿Por qué no me dijiste que vivía en tu propiedad?
—Se me pasaría —dijo Rex sonriendo porque acababa de darse cuenta
de que el interés de su amigo por Lea, era algo más que profesional.
—Me dijo que su madre está con ella.
—Sí, se quedará hasta antes de Navidad.
—¿Cómo es su madre? —preguntó Jack.
—Tan guapa como la hija.
Lea y su madre salieron a cenar al día siguiente que era sábado, ya que
Rex había quedado con alguien. Entraron en el restaurante y se sentaron en una
mesa junto a una de las ventanas.
—¿Se te ha pasado ya el enfado con el bombón de tu jefe? Por lo que
dijiste el otro día, parece que Rayner te gusta.
El camarero les llevó las cartas del menú y decidieron sobre la marcha.
—Sí, me gusta en cuanto a su físico, pero respecto al resto… Es
arrogante, antipático, orgulloso… Vivir con un hombre así tiene que ser un
infierno. No me extraña que siga soltero.
—Pero es guapo.
—Es más que guapo. Y un cretino.
—Me gustaría comprobar si es tan atractivo como dices.
—Pues estás de suerte, porque acaba de entrar por la puerta.
—¿En serio? ¿Puedo volverme?
—Sí, está ayudando a su acompañante a quitarse el abrigo.
—¡Santa madre de Dios! —dijo Nicole al verlo—. Es un verdadero
bombón.
—Espero que no se sienten cerca de nosotras. Lo último que deseo es
tener que saludarlo.
El camarero les llevó las bebidas que habían pedido y dos minutos
después volvió con los platos de sopa.
—La mujer que lo acompaña es muy guapa.
—Cierto —dijo Lea.
Por suerte les dieron una mesa apartada de ellas, aunque podían verlos
perfectamente desde donde se encontraban.
—Ahora entiendo por qué te cuesta concentrarte en el trabajo cuando lo
tienes delante. Me está desconcentrando incluso a mí. Y eso que al estar lejos
no puedo apreciar bien sus facciones
—Sí, es el hombre perfecto, si no abre la boca.
—¿Y dices que no sonríe? Parece que con esa mujer no tiene problema en
hacerlo.
—Entonces es que yo no le caigo bien. ¿Sabes con quién iba a cenar Rex?
—No. Puede que con una mujer. Es joven y supongo que saldrá con
mujeres.
—Tú eres más joven que él y no sales con hombres. Cuando murió el
papá tenías treinta y ocho años, y en estos seis años no has tenido ni una sola
cita.
—Es complicado. Tengo miedo.
—¿Miedo?
—Sólo he estado con un hombre en toda mi vida. Me casé cuando era una
adolescente y… No sabría como comportarme.
—¿No sabrías como comportarte con un hombre? Que lo dijera yo
tendría sentido, pero tú. Yo te veo muy natural con Rex.
—Porque es agradable y simpático, y lo considero un amigo.
—Un amigo muy atractivo.
—Eso es cierto.
—Y tiene un cuerpo estupendo.
—Eso también es verdad.
—Ya que te sientes a gusto con él, podrías aprovechar para practicar.
—¿Practicar qué?
—A tener una cita. Salir a cenar, ir al cine, a bailar…
—No creo que esté preparada.
—¿Por qué no le pides que te ayude a introducirte en el mercado? Has
dicho que lo consideras un amigo.
—¿Estás loca? Eso sería como pedirle que me llevara a la cama.
—Bueno, esa no sería una mala idea. Si sólo has estado con el papá, te
vendría bien tener otra experiencia.
Lea tenía la sensación de que la observaban. Levantó la vista y se
encontró con la mirada de su jefe. Se la sostuvo un instante y volvió a prestar
atención a su madre.

—Hola, Rex —dijo Lea besándolo al abrir la puerta de su casa al día


siguiente.
—Hola, pequeña. Siento no haber venido a desayunar, me he levantado
tarde. ¿Qué planes tenéis para hoy?
—Ninguno. Mi madre ha ido a tu huerto, le gusta pasar tiempo allí. Yo me
he quedado a hacer las camas y limpiar un poco. ¿Te apetece un café?
—Sí, gracias. ¿Crees que a tu madre le gustaría ir a pescar? —dijo
sentándose cuando llegaron a la cocina.
—Le hará tanta ilusión como ir al gimnasio. Pero si se lo pides tú puede
que acepte.
—Se lo comentaré. ¿Qué tal la cena?
—Lo pasamos bien, y la comida era deliciosa. Bruce también estaba
cenando allí.
—¿Todo bien con él?
—Sí, ni siquiera nos saludamos. Iba acompañado. Quiero hablar contigo
de algo.
—¿Quieres que le dé un escarmiento a tu jefe?
—No, de eso puedo encargarme yo, si llega el momento.
—¿De qué quieres hablar? —preguntó sonriendo y sentándose.
—De mi madre.
—¿Le ocurre algo?
—Ayer mientras cenamos tuvimos una conversación muy interesante. Y
tal vez tú puedas ayudarla.
—¿Sobre qué era la conversación?
—Sobre hombres.
Rex la miró, pero no dijo nada.
—Mis hermanos y yo siempre nos hemos preguntado por qué no ha salido
con hombres desde que mi padre murió, porque ella era muy joven.
—La verdad es que es un poco extraño.
—Anoche descubrí la razón. Tiene miedo.
—¿Miedo? ¿A qué tiene miedo?
—¿Te ha hablado de por qué se casó tan joven?
—Sí, hemos hablado de tu padre y de mi mujer.
—Como se casó tan joven y sólo ha estado con mi padre, cree que no
sabrá cómo comportarse con un hombre. Esa es la razón de que cuando alguno
se le acerca procura evitarlo.
—A mí no me evita.
—Eso le dije yo y me dijo que contigo se siente a gusto, porque eres
como un amigo.
—Tu madre es una mujer lista y sabría perfectamente qué hacer con un
hombre.
—Le dije que lo hablara contigo y que te pidiera que practicaras con ella.
—¿Practicar qué?
—Ya sabes, tener una cita, ir a cenar, a tomar una copa, hacer el amor…
—¿Y qué dijo? —preguntó sonriendo.
—Casi le da un infarto. Podrías invitarla a cenar una noche.
—Podría —repitió él pensando que la idea no le desagradaba en
absoluto.
—Mañana voy a ir a la cafetería de Viv a comer. Voy a pedirle de salir
con ella y sus amigas. Sabe que no conozco a nadie aquí. Te diré el día que
quedamos para que invites a mi madre. Será más fácil si yo le digo que voy a
salir.
—Bueno, no es que necesite tu ayuda para invitar a tu madre a cenar.
—No me refería a eso, sino a que si sabe que yo voy a salir, no podrá
ponerte la escusa de quedarse conmigo.
—De acuerdo, pero quiero que sepas que no lo voy a hacer por ti, ni por
ayudarla a ella con lo que te propones. Voy a hacerlo porque me gusta tu madre
y me siento bien cuando estamos juntos.

Lea entró en la casa de Bruce el lunes con el correo. Después de llevar el


bolso y la chaqueta a su habitación fue al despacho y abrió la ventana para que
se ventilase. Cogió el cenicero que estaba repleto de colillas y la papelera de
Rayner y los llevó a la cocina a vaciarlos en la basura. Fregó el cenicero y
volvió al despacho. Echó un vistazo a la libreta de la novela de Bruce y
comprobó que el capítulo veinticuatro seguía en blanco. Aunque había decenas
de notas pegadas en su lado de la mesa. Después de desviar las llamadas a su
móvil y ocuparse del correo cerró la ventana y se sentó en su silla. Encendió
el ordenador, se puso los auriculares y empezó a trabajar.
Bruce entró en el despacho a las diez y veinte.
—Buenos días —dijo pasando junto a ella.
Lea levantó la vista del ordenador para mirarlo. Por alguna clase de
milagro, Rayner estaba más atractivo que la última vez que lo vio. Ese hombre
era deslumbrante, y sexy como el demonio.
—Buenos día —dijo ella centrándose de nuevo en la pantalla.
—¿Ha vaciado usted el cenicero? —dijo sentándose en la silla.
—¿Algún problema con eso? —dijo sin dejar de teclear.
—Ese no es su trabajo.
—Las colillas apestan. No me gusta el olor a tabaco.
—¿Me está diciendo que no fume?
—No me atrevería. Usted es el jefe y usted manda. Pero está
perjudicando mi salud indirectamente. Supongo que, como es su casa, no
podré denunciarlo. O puede que sí ya que no se permite fumar en el trabajo, si
se realiza en un lugar cerrado, y da la casualidad de que yo trabajo aquí.
Tendré que informarme al respecto.
Bruce estaba sorprendido. Ella seguía tecleando en el ordenador sin
afectarle en absoluto el que estuviera hablando con él. Y no lo miró ni una vez.
—Puedo intentar fumar menos cuando usted esté aquí.
—No se moleste por mí, no quiero tener nada que agradecerle. Si usted
quiere suicidarse es su decisión. Aunque debería pensar en sus libros. ¿Sabe
que el humo del tabaco les perjudica? Compruébelo cuando tenga un rato libre
y verá que la parte superior y los bordes que quedan al exterior han cambiado
de color.
Bruce no dijo nada. Dedicó la siguiente hora a ordenar las notas que tenía
sobre la mesa.
—¿Le apetece un café?
—No, gracias.
Lea contestó una llamada de una mujer. Luego otra del diseñador de
portadas. Y una última de su editor. A Rayner le extrañó que ella lo llamara
por su nombre e incluso lo tuteara. Poco después llamó otra mujer, y minutos
después una más.
—Lleva casi dos horas callada.
—¿Y cuál es el problema?
—¿No va a hablarme?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no, y punto.
—Es un argumento de lo más convincente, sí señor.
Ella levantó la mirada y se encontró con la de él. Se maldijo a sí misma
por haberlo mirado. Porque la mirada de Bruce le produjo algo extraño en su
interior. Algo que la estaba recorriendo por debajo de la piel y la hacía sentir
muy bien.
—Está esperando que me disculpe.
—Sabe, señor Rayner. Después de lo que le dijo a la señorita Holt sobre
mí, ya no espero nada de usted.
—Volvemos al señor Rayner.
—Pensé que este trabajo sería como…, no sé, como trabajar en equipo.
Usted escribe, yo paso la novela al ordenador y al final la acabamos juntos
para enviársela a su editor. Pero estaba equivocada. Ahora tengo clara su
postura. Para usted soy una incompetente y estoy a prueba. Y si no le satisface
mi trabajo me iré a la puta calle. Bien, soy su empleada y está en su derecho
de hacerlo. Y lo cierto es que eso no me importa en absoluto. Lo que me jode
es que le haya dicho a esa cabrona prepotente, que se cree superior a mí, que
no hago bien mi trabajo. Eso es lo que me ha jodido. A partir de ahora me
limitaré a hacer mi trabajo lo mejor que pueda o sepa, y no tiene que
preocuparse por despedirme, porque si veo que no me siento capacitada para
desempeñar el trabajo, como a usted le gusta, seré yo quien renuncie.
Bruce se sintió fatal porque Lea tenía las lágrimas a punto de desbordarse
de sus preciosos ojos. Esos ojos que parecían dos esmeraldas brillaban por
las lágrimas contenidas.
Lea cerró el portátil y se levantó. Cogió las notas con todas las llamadas
que había recibido a lo largo de la mañana y las dejó frente a él.
—Lo veré en una hora —dijo caminando hacia la puerta y deteniéndose
antes de llegar para girarse a mirarlo—. Ahora entiendo por qué me dejó un
mensaje en casa diciéndome que el trabajo era mío. Me necesitaba para
terminar la novela, ¿no es cierto? Y cuando la acabe y su editor la haya
recibido, me despedirá. Me he vuelto loca pensando qué puedo haber hecho
desde que lo conozco para no caerle bien, pero el hecho es que es así. No
piense que voy dejar mi empleo antes de terminar mi trabajo. Y que sepa que
no voy a hacerlo por usted. Le he dado mi palabra a Edward de que tendría la
novela a finales de enero. Y yo siempre cumplo mi palabra. Volveré a las dos.
Bruce se levantó de la silla cuando ella se marchó y se acercó a una de
las estanterías, cogió un libro al azar para comprobar lo que Lea le había
dicho sobre el humo del tabaco y vio que era cierto.
—¡Joder! ¿Esa cría siempre va a tener razón? Puede que tenga que ir
pensando en dejar de fumar.

Lea entró en la cafetería de Vivien a la una y diez. Había conseguido


tranquilizarse en el corto recorrido hasta allí. Caminó hasta la barra y se sentó
en uno de los taburetes.
—Hola, Viv.
—Hola, Lea, ¿qué tal todo?
—Bien. Pensé que debía ponerte al día.
—Rex estuvo aquí y me dijo que te alquiló una de sus cabañas.
—Sí, gracias a ti.
—¿Te sientes bien allí?
—Sí. Me encanta mi casa. Y Rex es genial. Hemos hecho amistad y
salimos a correr juntos.
—¿Y el trabajo?
—Bien, teniendo en cuenta el temperamento de tu amigo.
—Tiene un carácter fuerte, pero te aseguro que tiene buen fondo. ¿Qué
vas a tomar?
—Algo consistente, lidiar con Bruce me abre el apetito.
—¿Quieres un bocadillo de lomo a la plancha? —dijo sonriendo por sus
palabras.
—Perfecto.
Viv se asomó a la ventana que daba a la cocina y ordenó el bocadillo.
—¿Qué vas a beber?
—Agua, por favor.
—¿Qué tal el fin de semana? —preguntó dejando el botellín de agua y un
vaso sobre la barra.
—Bien, supongo. No es que haya hecho gran cosa, no conozco a nadie
aún. El sábado salí a cenar con mi madre y poco más.
—¿Tu madre vive contigo?
—Se quedará aquí unos días, luego volverá a casa.
—Si quieres puedes venir conmigo y mis amigas cuando salgamos.
—Eso sería fantástico.
—Precisamente el miércoles he quedado con una amiga para cenar, ¿te
apuntas?
—Sí. ¿Dónde quedamos?
—¿Te parece bien aquí a las ocho?
—Sí, perfecto.

Cuando Lea entró en el despacho esa tarde encontró en su lado de la mesa


un jarrón de cristal con tulipanes color rosa. Abrió el sobre que estaba
apoyado en él y lo leyó:

He estado pensando en todo lo que me ha dicho y tengo que pedirle


disculpas. Y en cuanto a que la contraté únicamente porque la necesitaba,
está totalmente confundida. Usted es la mejor asistente personal de todas
las que he tenido, y puedo decirle que he tenido muchas. Sé que no merezco
que una chica como usted trabaje para un tipo como yo. Lo siento
muchísimo. Bruce.

Lea abrió el portátil sonriendo. Rayner entró en el despacho quince


minutos después y se sentó frente a ella mirándola, pero sin hablar. Lea
levantó la vista y lo miró con una sonrisa traviesa en los labios. Y Bruce se
preguntó si ella sabría que una mirada como esa, acompañada de esa sonrisa,
podría esclavizar a un hombre.
—Gracias por las flores, son preciosas. Y acepto sus disculpas.
—Me alegro, porque me sentí muy mal después de que se marchara.
—Olvídelo. Tiene suerte porque a mí no suelen durarme mucho los
enfados. Aunque eso no quiere decir que olvide las cosas.
—Lo sé. Supongo que tendrá que perdonarme muchas veces más
porque…
—Tiene un carácter fuerte y es desconsiderado —dijo ella acabando la
frase—. No se preocupe, podré perdonarle tantas veces sean necesarias. De
todas formas, he de dejarle claro que no voy a ser una de esas empleadas que
se callan y les da miedo contestar.
—No se me ocurriría pensar semejante sandez —dijo él en tono irónico.
—Me alegro, porque voy a discutir con usted siempre que crea que tengo
razón.
—Lo sé. Creo que podré soportarlo o, al menos, lo intentaré. ¿Volvemos
a ser un equipo, Leandra?
—Nunca hemos dejado de serlo.
—Tome, es mi segunda novela.
—Gracias. ¿Es tan buena como la primera?
—Creo que la primera es la peor de todas.
—¿Entonces, tendré que volver a decirle que es brillante?
Bruce se rio y encendió un cigarrillo.
—¿Cómo lleva la novela?
—Tengo las notas necesarias para escribir el siguiente capítulo.
—¿Ha decidido ya cuántos capítulos tendrá?
—Veinticinco. Espero dejar terminado el veinticuatro esta noche.
—Ahora mismo la tiene terminada, ¿qué hará entonces?
Bruce le sonrió con arrogancia y con una mirada irónica y seductora. Esa
sonrisa y esa mirada hicieron que el pulso de Lea se acelerara. Por suerte
recibió una llamada.
—Leandra Hawkins, asistente personal del señor Rayner, ¿en qué puedo
atenderle?
—Eso ha sonado muy profesional.
—¿Niall? ¡Oh, Dios mío! Espera un segundo. Bruce, es mi hermano, ¿le
importa que hable unos minutos con él?
—Tómese el tiempo que necesite.
—Niall —dijo mientras salía del despacho y caminaba hacia la escalera.
Se sentó en uno de los escalones.
—Hola, pequeñaja, ¿cómo estás?
—Estoy muy bien, ¿y vosotros?
—Los tres sanos y salvos. La última vez que hablé con la mamá me dijo
lo de vuestro viaje, pero no mencionó nada de que estabas trabajando.
—He empezado esta semana.
—Me comentó que habías ido a una entrevista con un escritor, pero que
no había ido bien.
—Trabajo para ese escritor. Cuando volvimos de Costa Rica tenía un
mensaje en el contestador ofreciéndome el puesto. Trabajo en Kent.
—¿Te gusta el trabajo?
—Me gusta trabajar para él. Es un hombre brillante y tiene una mente
privilegiada.
—Si lo dices, precisamente tú, será verdad.
—La mamá está aquí conmigo y se quedará hasta que vosotros volváis.
Rayner podía escuchar todo lo que ella decía.
—Háblame del viaje, pero a grandes rasgos, no tengo mucho tiempo.
—Costa Rica es una maravilla. Pasamos tres semanas fantásticas. Os lo
contaremos con todo detalle en Navidad. La mamá tuvo un éxito increíble con
los hombres aunque, como siempre, no aceptó salir con ninguno.
—¿Y cómo te fue a ti con los hombres?
—Ya te dije que me he tomado un descanso sexual.
—¿Cuánto tiempo dura ya eso?
—Más de seis meses.
—¿Y hasta cuando?
—Niall, es un descanso sexual indefinido.
¿Se ha tomado un descanso sexual… indefinido?, pensó Bruce
extrañado, porque Lea no tenía edad para pensar en algo así.
—No digas tonterías. Eso es porque no has encontrado al hombre
adecuado.
—No voy a salir con ningún hombre, nunca más.
—Tal vez deberías salir una noche con algún amigo mío, Chris sería el
adecuado para que te demostrara que no tienes razón, respecto a ese problema
que crees que tienes.
—No voy a acostarme con un amigo tuyo para que me demuestre nada, y
menos aún con Chris.
—Siempre te ha gustado Chris.
—Sí, me gustaba, cuando era una niña.
—Vale, ya hablaremos de ello cuando nos veamos. ¿Dónde estás
viviendo?
—En una cabaña preciosa, en medio del bosque.
—Cariño, tengo que dejarte. No tengo tiempo de llamar a la mamá. Dile
que la queremos y la echamos de menos, y a ti también.
—Y yo a vosotros. Niall, tened cuidado.
Lea entró en el despacho secándose las lágrimas.
—¿Todo bien?
—Sí. Es que los echo de menos —dijo sentándose delante del portátil.
—¿Cuánto hace que no los ve? —dijo encendiendo un cigarrillo.
—Casi cinco meses.
—¿Trabajan los tres juntos?
—Sí, en un cuerpo especial de la Armada.
—Cuando venía hacia aquí me ha llamado el diseñador de las portadas
de mis novelas. Vendrá el jueves y hemos quedado para comer. Me gustaría
que nos acompañara.
—De acuerdo. La llamada de mi hermano nos ha interrumpido y no ha
contestado a mi pregunta.
—¿Cuál era la pregunta?
—Que qué va a hacer cuando termine la novela.
—Contemplarla a usted como trabaja.
Al ver que ella se le quedó mirando, Bruce soltó una carcajada.
—Era broma.
—No pensé que supiera bromear.
Él volvió a reír.
—Cuando estoy acabando una novela, ya tengo otra rondando en mi
cabeza.
—¿Antes de terminar la que está escribiendo?
—Sí. Siempre me sucede lo mismo. Así que, cuando acabe con esta,
empezaré a ordenar las ideas que tengo en mi mente para la siguiente. ¿Ha
avanzado mucho copiando?
—Estoy finalizando el capítulo ocho. Iría más rápida si no recibiera
tantas llamadas. Pero vamos bien de tiempo. Si no le importa, voy a trabajar
un poco.
—Claro. ¿Por qué no me ha dicho que vive en una de las cabañas de
Rex?
—Porque no me lo ha preguntado.
—¿Se siente bien allí?
—Sí, muy bien. Me gusta Rex.
A las cinco, Lea apagó el ordenador y se levantó.
—Estas son las llamadas de esta tarde, eran dos amigas suyas —dijo
dejándole sobre la mesa las notas con los nombres y los teléfonos—. No las
tire. Llámelas, por favor. No hace falta que quede con ellas inmediatamente, si
no lo desea. Elija un día para ver a cada una de ellas. Mañana me dice las
fechas y las anotaré en la agenda para recordárselo. Si llama a todas las que lo
han llamado desde que trabajo para usted, tendría dos semanas cubiertas —
dijo sonriendo—, así, al menos esas, no me interrumpirían mientras trabajo.
—Pero…
—Por favor —dijo interrumpiéndolo—. El otro día le dije que no me
importaba darles largas, pero no era del todo cierto. La verdad es que me dan
lástima.
—Lástima —repitió él.
—Sí. Todo es cuestión de organización. Si no quiere llamarlas usted,
mañana le daré una lista con todas. Piensa detenidamente cuando quiere
quedar con cada una de ellas y yo me encargaré del resto. Las llamaré y haré
las reservas en los restaurantes que me diga.
—¿Va a organizarme las citas?
—Soy su asistente personal, voy a organizarle la vida —dijo dedicándole
una radiante sonrisa antes de marcharse.
Capítulo 6
Lea llegó al trabajo al día siguiente. Al bajar del coche vio a Lys correr a
toda velocidad hacia ella. Miró a lo lejos y vio a su jefe caminando hacia la
casa. Estuvo observándolo mientras se acercaba. En el caminar de Bruce se
apreciaba cierta arrogancia y engreimiento. Sus movimientos eran
desenvueltos, como los de alguien que no tiene ninguna preocupación. Lea
pensó que ese hombre era como una fuerza de la naturaleza. Tenía un carácter
tan fuerte que si le contradecías, lo mejor sería salir huyendo, o soportarlo. Y
Lea sabía que iba a soportarlo, porque estaba colgada por él.
—Hola, Leandra.
¡Dios mío!, se dijo Lea. Bruce Rayner era sexy. Le gustaba su aspecto, su
forma de moverse, la ropa que vestía, y esa mente única entre muchas. Y,
¡Dios bendito! Incluso su tono de voz hacía que la presión sanguínea se le
disparara.
—Buenos días, jefe. Hoy ha madrugado.
—Anoche me acosté temprano. Sólo ordené las notas que tenía del
capítulo y pensé en cómo redactarlas. Ya lo tengo todo listo para escribirlo.
—¿Hasta el final de la novela? —preguntó ella abriendo la puerta y
entrando.
—No, el capítulo veinticuatro, pero el último es el más fácil —dijo
entrando y cerrando la puerta—. Estoy helado.
—Vaya al despacho, le prepararé un café para que entre en calor. ¿Ha
desayunado?
—Todavía no.
—¿Quiere que le prepare algo?
—No se moleste.
—No es molestia. ¿Tiene mucha hambre?
—Anoche no cené.
—En ese caso, le prepararé algo consistente. Veré lo que puedo hacer
con lo que tiene en la nevera. Pero no se acostumbre, cocinar para usted no
entra en mis obligaciones, creo —dijo ella sonriéndole—. No he sido nunca
una asistente personal. Hoy lo hago únicamente porque tiene hambre y frío.
—Se lo agradezco.
—A cambio, abra el correo por mí mientras espera —dijo dándole los
sobres.
Bruce la miró sonriendo, pero no rechistó.
Lea entró en el despacho con una bandeja que dejó delante de él. Cogió
la taza de café que se había preparado y fue a sentarse en su silla.
—Vaya, gracias —dijo Bruce al ver el plato con huevos revueltos, jamón
a la plancha, dos mitades de tomates fritos y dos tostadas con mantequilla.
—No hay de qué. ¿Dónde ha dejado el correo?
—Lo he archivado.
—¿Usted solo? ¿Sabe archivar?
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—Si no fuera porque acaba de prepararme el desayuno, le diría las cosas
que yo puedo hacer.
—Espero que lo haya archivado en las carpetas correspondientes —dijo
un poco ruborizada—. No quiero que un día no encuentre algo y diga que es mi
culpa.
—¿La mujer que la acompañaba el sábado en el restaurante era su
madre?
—Sí —dijo ella poniéndose el auricular.
—Es muy guapa. Usted se parece mucho a ella.
—Eso dicen.
—Tiene el pelo exactamente del mismo color que el suyo. Me gusta su
pelo.
—Gracias. ¿Le importa si pierdo un poco de tiempo haciéndole unas
preguntas?
—Pregunte lo que quiera, intentaré contestar.
—Me he dado cuenta de que no tiene título para la novela que está
escribiendo.
—Es lo que más me cuesta decidir siempre. He pensado en algo así
como: El atardecer de las sombras o Las sombras del atardecer. Le pregunté
a mi editor y me dijo, después de comprobar que no hubieran publicado nada
con esos títulos, que podía utilizar cualquiera de los dos. ¿Qué le parece?
—A mí me gusta el segundo.
—Entonces, así se llamará. Anótelo para que no lo olvidemos.
—De acuerdo —dijo ella añadiéndolo a sus notas en la Tablet—.
Sigamos con las preguntas. ¿Cómo empieza a escribir una novela?
—Se van formando en mi mente ideas y voy pensando en los personajes
para ellas. Se me ocurren en cualquier momento o lugar, cuando estoy en la
calle, o escuchando música… Me fijo en las personas que me rodean y voy
asimilando lo que veo, parte de las conversaciones que escucho al estar cerca
de alguien, a veces los ruidos o incluso los silencios, y lo voy almacenando
todo en mi cabeza. Selecciono algún detalle de las personas con las que hablo
o me cruzo, como su forma de hablar, si tienen algún tic o coletilla, su forma
de vestir, su acento, algún defecto físico. Cuando estoy en ese punto, en mi
cabeza ya tengo una historia a grandes rasgos y poco a poco voy planteando el
desenlace. A veces, de pronto, veo o escucho algo que hace que el
planteamiento de la historia, que ya tenía formado en mi cabeza, cambie y me
doy cuenta de que nada de lo que había pensado tiene sentido. Y entonces
vuelvo al principio.
—¿Utiliza algunas de sus experiencias personales en sus novelas?
—Supongo que en ocasiones uno se deja llevar por ciertas cosas que han
ocurrido a lo largo de su vida.
—¿Cuánto tiempo emplea para escribir una novela?
—Depende, cuatro, cinco, seis meses. En una de ellas estuve bloqueado
casi un mes. Tenía la mente en blanco. No se me ocurría nada en absoluto que
me pareciera interesante.
—¿Cómo son para usted esos meses desde que empieza a pensar en su
siguiente novela hasta que la lleva al papel? Me refiero a usted, a lo que
experimenta, lo que siente.
—Puede que para algunos escritores sea sencillo y que cuando se sientan
delante del papel, la máquina de escribir o el ordenador, les aparezca la
inspiración y escriban sobre la marcha. Pero eso no tiene nada que ver
conmigo. Para mí son unos meses muy intensos. Muchas horas en la biblioteca
leyendo casos de asesinatos.
Bruce se dio cuenta de que ella sonreía.
—¿Por qué sonríe?
—Porque si supiera utilizar un ordenador ahorraría un montón de tiempo,
al no tener que ir a la biblioteca.
—Bueno, ahora usted está conmigo. Es una informática de primera así
que se encargará de investigar por mí.
—Será un placer. Siga, por favor.
—Bien. Durante todo ese tiempo estoy obsesionado con los personajes,
con crímenes, con los casos que he leído de asesinos. Paso muchas noches sin
poder dormir, y no me refiero a las que me quedo escribiendo. A veces me
despierto con pesadillas muy desagradables, de esas que le hielan a uno la
sangre. Las veinticuatro horas de cada uno de esos días son un sinvivir, porque
no puedo quitarme de la cabeza la historia que se va formando en ella. Me ha
sucedido, incluso, estando en la cama con una mujer.
Los ojos de Bruce brillaban como nunca lo había percibido, y Lea supo
que su trabajo le apasionaba.
—Una novela de asesinatos requiere de una perfecta planificación. Hay
pequeños detalles en los que te debes centrar porque son esenciales. Hay que
pensar en infinidad de cosas, sin olvidar ninguna porque un simple fallo,
aunque sea algo que casi no se puede detectar, puede cambiarlo todo. En esos
meses, mi mente está a rebosar de ideas y escenas que se me ocurren sobre la
marcha. Escribo cientos de notas cada día porque no puedo permitirme olvidar
nada.
—¿Por qué escribe cosas tan horribles si se siente tan mal?
—Porque me gusta la excitación que me recorre las venas, la ansiedad
que siento en algunas ocasiones, la tensión que experimento, incluso la
angustia que a veces me hace estremecer.
—¿Sucedió algo en su infancia que le influyera para inclinarse por ese
género tan macabro?
Lea notó que Bruce se tensaba y supo que había terminado su tiempo para
hacer preguntas.
—No creo que las vivencias personales obliguen a un escritor a
inclinarse por un género u otro. ¿Tiene más preguntas?
En el rostro de Bruce se veía, claramente, que quería que le dijera que
no. Pero Lea quiso hacerle otra, simplemente para que se relajara.
—Sí, sólo una más. ¿Por qué eligió este sitio para vivir?
—Me gusta la tranquilidad. Quería alejarme del asfalto, de las calles
abarrotadas de tráfico, de la contaminación, de los edificios, de las
aglomeraciones de gente. Esto es un paraíso para disfrutar del paisaje y la
calma.
—Tiene razón. A mí me gusta su casa porque oculta su privacidad entre
esos impresionantes árboles. No podría imaginar un lugar mejor para vivir.
Por eso me siento bien en la cabaña. Me gusta respirar ese aire limpio, puro y
frío de las mañanas cuando Rex y yo salimos a correr. Y me siento muy bien al
escuchar el silencio de las noches, interrumpido sólo por los sonidos naturales
del viento, de la lluvia, de los animales… Gracias por contestar a mis
preguntas.
—Ha sido un placer.
Rayner llevó la bandeja a la cocina y cuando regresó al despacho
comenzó a escribir.
Media hora después se quitó el suéter. La temperatura de la estancia era
muy agradable. Se desabrochó los tres primeros botones de la camisa, sin
apartar la mirada de sus notas.
Los ojos de Lea se clavaron en esa piel que había dejado Bruce al
descubierto y se preguntó qué sentiría si le desabrochara lentamente los
botones que quedaban, para descubrir sus pectorales. Se sintió aturdida al
imaginar sus dedos deslizarse con delicadeza en el interior de la camisa y
acariciar la piel caliente de su pecho, de su vientre y de su espalda. Deseó
recorrer sus músculos duros con las yemas de los dedos. Un hormigueo se
extendió por todo su cuerpo para concentrarse en su sexo y tuvo que apretar
los muslos con fuerza. ¿Cuándo he tenido unos pensamientos de este tipo al
tener a un hombre delante?, se preguntó. ¡Por Dios! ¡Si ni siquiera soy capaz
de tener un orgasmo!
Lea bajó la mirada al ordenador completamente confundida.
Poco después, y sin poder remediarlo, volvió a levantar la vista y la posó
sobre los labios de Bruce. Imaginó lo que sentiría si tuviera esos labios
carnosos y bien delineados sobre los suyos. Su rostro se cubrió con un sonrojo
cuando empezó a imaginar que recorría la piel de Bruce con su lengua.
Ella siempre había pensado que la gente exageraba respecto al sexo, pero
en esos momentos no estaba muy convencida de ello. Con ese hombre estaba
experimentando unas extrañas sensaciones y… ¡Ni siquiera la había tocado!
Pero sabía que desde que lo había conocido, todo lo relacionado con él la
afectaba. Su olor cuando lo tenía cerca, esa mirada que la hacía temblar, su
sonrisa… Y no podía olvidar que era frígida. ¿Soy frígida?, se preguntó.
Lea se levantó de golpe de la silla, como si algo la hubiera hecho saltar.
Bruce levantó la vista, pero ella ya estaba saliendo del despacho.
Entró en su dormitorio y se sentó en la cama. Tenía la respiración agitada
y esperó hasta que se sintió de nuevo calmada. Entró en el baño y se lavó la
cara. Cuando se la secó se miró en el espejo y comprobó que los ojos le
brillaban más de lo normal. ¿Esto es deseo?, se preguntó de nuevo.
—¿Está bien? —preguntó Bruce cuando ella volvió a sentarse frente al
ordenador.
—Sí —dijo sin mirarlo.

Cuando Lea volvió al trabajo después de comer, Rayner estaba en el


mismo sitio donde lo había dejado una hora atrás. Después de saludarlo se
sentó. Miró hacia el lado de él de la mesa y vio que el cenicero, el tabaco y
los encendedores no estaban. Y haciendo memoria se dio cuenta de que
tampoco estaban por la mañana. Y Bruce no había fumado en todo el día. Lea
se preguntó si habría dejado de fumar o simplemente había decidido no fumar
en el despacho.
—¿Se ha movido de ahí desde que me fui?
—Sí. He ido a la cocina a prepararme un sándwich. ¿Qué ha comido
usted?
—Potaje de verduras. Mi madre va a acabar con el huerto de Rex. Le
entusiasma eso de ir a recoger verduras como si fuera al mercado. De haber
sabido que iba a comer un sándwich le habría traído un plato.
—Sólo faltaba que me trajese la comida.
—Si mi madre se entera de que no come adecuadamente, no me
extrañaría que me hiciera traérsela cada día. De hecho, me ha dado unas
magdalenas para usted.
—¿Habla en serio?
—Totalmente. Ya sabe como son las madres.
Seguro que mi madre no era como la tuya, pensó Bruce.
—Además, yo tomo café aquí, es normal que contribuya con algo.
—¿Cree que el que tome café en mi casa va a romper mi presupuesto?
—Supongo que no, usted es un escritor muy importante y gana un pastón.
De hecho sé exactamente lo que gana. Me he informado de las ventas del
último año y lo que va de este, del tanto por cien que se queda el editor y lo
que se queda hacienda.
—Vaya, parece ser que no voy a tener secretos para usted.
—Con un ordenador se puede conseguir cualquier cosa.
—Espero que no pueda descubrirlo todo.
—No esté muy seguro de eso. ¿Le apetece un café?
—Sí, si usted también toma.
—De acuerdo.
Lea salió del despacho y volvió con dos cafés y un plato con dos
magdalenas. Luego le dio la novela que Bruce le había prestado.
—¿Ya la ha leído?
—Sí, soy rápida leyendo. Además, aunque hubiera querido, me habría
sido imposible dejar de leer. Estaba completamente enganchada. Esa
incertidumbre de no saber quién es el asesino prácticamente hasta el final, te
atrapa.
—Por sus palabras deduzco que le ha gustado.
—Es fuera de serie. Usted es un fuera de serie.
—Gracias.
Bruce escribió la dedicatoria y le devolvió la novela. Lea la leyó.
Para mi compañera de equipo que, últimamente está haciendo que me
sienta muy halagado. Bruce.
—No pensará que estoy haciéndole la pelota, ¿verdad?
—¿Con ese temperamento del demonio que tiene? Usted no sirve para
eso.
Pasaron media hora sin decir palabra.
—Me intriga lo que se cuece en su cabeza, y el que dude en decírmelo
todavía me intriga más, porque usted no podría estar callada ni debajo del
agua. Casi puedo escuchar como trabaja su cerebro. Suéltelo ya —dijo Bruce
echándose hacia atrás en el respaldo y mirándola.
—De acuerdo —dijo sonriendo—. Me pregunto por qué no escribe en
sus novelas alguna escena romántica… con una pizca de erotismo. Puede que
en las siguientes lo haya hecho, pero de momento no lo sé. En las dos que he
leído había una pareja que sentían cierta atracción el uno por el otro. ¿Por qué
entonces no ha escrito nada al respecto? ¿Si no tenía intención de ampliar esa
relación entre esas dos personas, por qué mencionó esa atracción entre ellos?
Yo creo que una escena de ese tipo le daría un poco de vida a la historia, para
hacer un inciso entre tanto horror y tantos fiambres, sería como un respiro para
el lector.
—No es buena idea.
—¿Por qué no?
—Porque no.
—Vaya, usted es el perfecto hombre de negocios, con razones lógicas y
muy sólidas —dijo con sarcasmo.
Bruce no pudo evitar reírse.
—Yo no sabría escribir nada de ese tipo.
—Sólo tendría que pensar en una de las veces que haya estado con una
mujer y escribirlo. Sabe escribir, ¿no?
—Por el éxito de mis novelas, yo diría que no lo hago mal.
—Y tengo entendido que sale con mujeres. En la novela que está
terminando ha dejado claro que el capitán se siente atraído por la detective, y
ella por él. Usted lo ha dejado caer como si nada, pero no ha vuelto a hablar
de ello.
—Tal vez podría ayudarme usted.
—¿Ayudarle a qué?
—A escribir la escena romántica con esa pizca de erotismo que ha
mencionado.
Lea soltó una carcajada.
—Bruce, yo puedo ayudarle en cualquier cosa que pueda necesitar, pero
le aseguro que no soy la persona más indicada para escribir sobre sexo.
—¿Por qué?
—Por razones que no vienen al caso.
Bruce la miró con los ojos entrecerrados y se le ocurrió que podría tener
relación con la conversación que Lea había mantenido con su hermano, sobre
ese descanso sexual que había mencionado. Tenía que pensar en cómo
averiguar de qué se trataba, porque ahora estaba intrigado.
—Si usted me ayuda a escribir esa escena la incluiré en la novela.
—De acuerdo. No soy buena en el tema sexual, pero mi imaginación es
perfecta. La escribiré y se la daré a leer.
—¡Dios mío! Estas magdalenas están de muerte. Tal vez debería enviarle
unas flores a su madre.
—Si hace eso, tendrá siempre una buena remesa de dulces para tomar con
el café.
—Me ha convencido. Llame a la floristería, usted sabrá las flores que le
gustan. Por cierto, ¿cómo se llama su madre?
—Nicole.
—Escriba en la nota: Nicole, le agradezco el detalle que ha tenido al
enviarme sus deliciosas magdalenas. Espero conocerla pronto. Bruce.
—De acuerdo. Volviendo a sus novelas. Trata a las mujeres como si
fueran estúpidas.
—¿Por qué lo dice?
—En la primera, cuando los detectives persiguen al asesino, ella se cae.
¿Por qué se cae ella y no uno de sus compañeros? Porque es mujer, ¿no? En la
que leí anoche, ella no puede saltar una valla porque está muy alta y se cae. Y
usted dejó bien claro, a lo largo de la novela, que esa mujer estaba tan
cualificada como sus compañeros. Y en la novela que está escribiendo, la
detective tropieza y se cae cuando los persiguen y tiene que ayudarla uno de
los detectives, hombres, por supuesto. Me parece patético. Usted ha descrito a
esa detective como una fuera de serie y... ¿se cae? ¡Venga ya! Fue la primera
de su promoción. Sus técnicas de defensa son espectaculares. Habla tres
idiomas. ¡Por Dios! La única diferencia entre ella y los otros dos detectives es
que es mujer y tiene cerebro. Esa mujer es perfecta. Y por cierto, yo creo que
debería acostarse con el capitán. Hacen una pareja estupenda.
—No lo había pensado.
—Ha seguido la linea de los autores que ha leído o las películas que ha
visto en las que presentan a las mujeres como si fuesen tontas.
—En las novelas que ya están publicadas no puedo hacer nada. Bueno,
puedo corregirlas antes de que pongan a la venta la siguiente edición. Lo
hablaré con Edward. Y en cuanto a la que estoy escribiendo, localice la parte
esa del manuscrito y lo corregiré. Haré que caiga al suelo uno de sus
compañeros y sea ella quien lo ayude. Me ocuparé de ello tan pronto termine
la novela e incluiré al mismo tiempo la escena que usted escribirá. No olvide
hacerlo.
—La escribiré tan pronto como pueda.
Bruce le entregó su tercera novela para que la leyera.
—Ya estoy temblando, porque no recuerdo si en las siguientes novelas
escribí algo que la haga creer, que pienso que las mujeres son estúpidas,
porque sé que no lo son, y la prueba la tengo en usted.
—No se preocupe, lo he leído tantas veces que ya estoy acostumbrada.
Pero no todo el mundo tiene acceso a hablar con un escritor importante, y me
gusta haber tenido la oportunidad de comentarlo con usted. Gracias por
dejarme esta novela.

—Hola —dijo Bruce al día siguiente cuando entró en el despacho.


—Hola, Bruce. Hoy no ha madrugado mucho que digamos.
—Anoche me quedé escribiendo y me acosté al amanecer. Ya tengo
terminado el capítulo veinticuatro. Y esta tarde espero acabar la novela.
—Estupendo.
—¿Ha empezado a leer la que le dejé?
—No, anoche me dediqué a pensar en la escena esa que tengo que
escribir. Apuesto a que usted lo haría mejor. Seguro que cuando la lea le
parecerá patética.
—Después de leerla la comentaremos y decidiremos si hay algo que
requiera algún cambio.
—No pienso comentar con usted una escena sexual.
—¿Por qué no? ¿Es de las que piensan que el sexo es tabú?
—¡Por supuesto que no! Hablo de ello con mi madre, con mis amigas y
con mis hermanos y no siento ninguna vergüenza. Pero no hablaré de ello con
mi jefe.
—Si voy a incluirlo en mi novela, es parte de su trabajo. Le he pedido
que venga mañana a comer con el diseñador de portadas y conmigo para que
me dé su opinión. Esto es lo mismo.
—Mirándolo así…
—¿Qué quiere que haga con esto? —dijo Bruce porque Lea le había
puesto la Tablet delante con una lista de nombres.
—Son las mujeres que le han llamado desde que trabajo para usted. ¿Las
recuerda a todas?
—A todas no —dijo él sonriendo mientras leía los nombres.
—Cuando tenga tiempo coja el calendario y anote en un papel los días
que quiere quedar con cada una de ellas.
—Me parece bien. Hoy terminaré la novela y necesito relajarme. ¿Quiere
que lo haga ahora?
—Por supuesto que no. Supongo que necesitará tiempo en tomar
decisiones tan importantes, se le presenta el dilema de decidir si verá a una u
otra el martes, o el miércoles.
Bruce no pudo evitar reírse, el sarcasmo de esa chica era de lo más
divertido.

Nicole llamó a Lea esa tarde.


—Hola, mamá, ¿sucede algo?
—No, todo está bien. He recibido unas flores de parte de tu jefe y quería
darle las gracias.
—Mamá, el señor Rayner está trabajando. Yo se las daré de tu parte.
—Deme el teléfono —dijo Bruce al oírla. Lea se lo pasó—. ¿Nicole?
—Perdone que le moleste, señor Rayner.
—Por favor, llámame Bruce. Y no me molestas en absoluto.
—Las flores son preciosas, gracias.
—Tus magdalenas bien valían esas flores. Estaban riquísimas.
—Muy amable. Me gusta la repostería. Te enviaré con mi hija cuando
prepare algo.
—Eso sería estupendo, pero no quiero que te molestes.
—No es ninguna molestia, además, necesito opiniones. Estoy pensando
en hacer un negocio de repostería para vender los productos por Internet.
Bueno, la idea ha sido de mi hija, pero lo estoy considerando seriamente.
Bruce separó la silla de la mesa y cruzó las piernas.
—¿Tienes intención de montarlo aquí?
—Supongo que lo haré en Newcastle, vivo allí.
—¿Cómo te manejas con el ordenador? Porque yo soy nulo.
—Yo también, pero supongo que podría aprender.
—Kent es una ciudad grande, y aquí tendrías un buen mercado. Además,
tu hija vive aquí y… tengo entendido que tus hijos están fuera la mayor parte
del tiempo. ¿Tienes alguien que te ayude con lo del negocio?
—¿Estás pensando en ofrecerte como socio?
—No —dijo él riendo—, aunque después de probar lo que eres capaz de
hacer, tal vez debería planteármelo.
—Puede que tengas razón. Si me instalara aquí, al menos tendría a mi hija
para asesorarme.
—También podrías contar conmigo, para lo que necesitaras. Tengo
algunos contactos que podrían servirte.
—Hablaré con mis hijos cuando vengan en Navidad, quiero que me den
su opinión. ¿Irás a pasar las fiestas con tu familia?
—Yo no tengo familia. Pero tengo amigos.
—Si en algún momento te sientes solo durante las vacaciones, puedes
venir a casa a comer, cenar o incluso a pasar unos días.
—Eres muy amable.
—De todas formas, creo que pasaremos aquí el fin de año. Si no tienes
planes puedes cenar con nosotros.
—Lo tendré en cuenta, y si estoy solo, pasaré la velada con vosotros.
—Bueno, Bruce, no te molesto más. Ha sido agradable hablar contigo.
—El placer ha sido mío. Hasta pronto.
—¿Qué pretende? —preguntó Lea después de que le devolviera el
teléfono.
—No pretendo nada. Sólo quería hablar con ella para darle las gracias.
—Bien, ya se ha asegurado de tener siempre algo para tomar en el
desayuno o con el café, pero no pensará ir a mi casa, ¿verdad?
—Su madre me ha invitado, y no sólo a comer o cenar sino a pasar unos
días con su familia.
—Ni se le ocurra ir. Lo único que me faltaba es tener que verlo también
en casa.
Bruce se rio.
Esa noche Lea condujo hasta la cafetería de Vivien. La chica la estaba
esperando. Fueron a la ciudad y se reunieron en la puerta del restaurante con
Lisa, la amiga de Viv.
Fue una cena agradable. Hablaron de sus vidas, a grandes rasgos, para
conocerse un poco, del trabajo, de música y de los viajes que había hecho
cada una. Cuando salieron, Lisa se marchó porque tenía que levantarse
temprano al día siguiente. Viv le preguntó a Lea si quería ir a tomar una copa a
su casa y ella aceptó.
—¿Qué tal con tu jefe? —preguntó Vivien cuando se sentaron en el sofá
de su casa.
—Bueno…, tiene sus momentos.
Lea le contó lo sucedido en la entrevista que Bruce no le quiso conceder.
Y luego le habló de los altercados que habían tenido desde que empezó a
trabajar para él.
—Pobre Bruce, parece que se ha encontrado con la horma de su zapato.
—A pesar de todo, me gusta trabajar para él.
—Uy, uy, uy, a ver si te vas a enamorar.
—Eso es tan probable como una tempestad de nieve en el desierto. Digo
que es brillante, porque lo es. Tiene una mente privilegiada. Es un genio como
escritor, aunque sea un cabrón con muy mala leche. Hay una cita de
Dostoevsky que dice: A veces nos encontramos con personas completamente
extrañas, por las que mostramos interés desde el instante que las vemos,
antes de cruzar una sola palabra. A mí me sucedió eso cuando lo vi por
primera vez.
—Eso es un flechazo —dijo Viv sonriendo.
—No tiene nada que ver con Cupido. Es sólo que, cuando lo vi, intuí
algo. No sé cómo, pero supe que él era alguien especial. Y lo es…, aunque
sólo su mente. Y a pesar de su carácter, a pesar de su mala leche y la mala
hostia que se gasta a veces y de su insensibilidad, lo admiro. Y sabes, tengo la
sensación de que su comportamiento está relacionado con su pasado.
—Y no te equivocas. Bruce es un hombre simpático y encantador, pero
tiene que conocerte muy bien para mostrarse como es realmente. Cuando no
conoce a la persona es un auténtico cabrón. Aunque con las mujeres se porta
muy bien, tiene muchas admiradoras.
—Lo sé, soy yo quien recibe sus llamadas.
—Sale con ellas de vez en cuando, pero nunca, jamás, ha tenido una
relación con ninguna. Siempre ha dicho que nunca se casará. Y la verdad es
que lo entiendo porque si sus padres eran el ejemplo a seguir...
—Yo lo he calado. Debajo de ese disfraz que utiliza, sé que hay
benevolencia y compasión. Algo por lo que se esfuerza para que no me dé
cuenta. Bruce vive entre las sombras del pasado, pero sé que es encantador.
—Lea, lo has clavado. No sé cómo siendo tan joven eres tan avispada.
No voy a hablarte de su pasado, porque si quiere que lo conozcas ha de ser él
quien te hable de ello. Pero sí puedo hablarte de mí y de todo lo que él me ha
ayudado a lo largo de los años.
—De acuerdo.
—Íbamos juntos al colegio, Bruce y Hardy tienen un año más que yo. Los
dos primeros años pasé desapercibida, pero cuando cumplí los ocho, los
chicos más mayores se burlaban de mí. Yo estaba muy delgada, era tímida y
bastante fea. Un día, un grupo de chicos me quitaron el almuerzo, y lo
volvieron a hacer unas cuantas veces más, hasta que Bruce y Hardy se dieron
cuenta. Desde entonces, siempre me buscaban en el recreo. Podría decirse que
Bruce era el matón del colegio, bueno, no es que fuera buscando las cosquillas
a nadie, sino que no se acobardaba ante los otros y siempre estaba metido en
peleas. Hardy era más pacífico, pero como eran amigos se cuidaban el uno al
otro. Y los dos cuidaban de mí.
—Te buscaste dos buenos ejemplares para que te cuidaran.
—Sí. Mi padre murió cuando yo tenía seis años y mi madre tenía que
trabajar muy duro para que saliéramos adelante. Bruce y Hardy me
acompañaban a casa cada día y me dejaban con nuestra vecina hasta que mi
madre me recogía al terminar el trabajo. Bruce siempre tenía heridas y golpes
en la cara, en los brazos… Todos pensábamos que era porque se peleaba con
niños del colegio. Un día no apareció y fue Hardy quien me acompañó a casa
después de las clases y me dijo que el padre de Bruce le había pegado.
Entonces fue cuando supe que todos los golpes, cortes y hematomas que
siempre lucía no eran de peleas. Bruce jamás me habló de lo que le ocurría en
casa. Hardy me dijo que su madre los abandonó cuando tenía quince años.
Bruce empezó a trabajar en un restaurante fregando platos, después del
colegio. Le decía a su padre que tenía que ir a estudiar a la biblioteca. Era un
buen estudiante y quería ir a la universidad, pero sabía que además de buenas
notas necesitaría dinero. Por eso se quedaba parte de la noche estudiando y
por eso siempre tenía ojeras de no dormir. Los fines de semana trabajaba en la
cocina del restaurante. Tenía el dinero escondido en casa, el dinero que
guardaba para la universidad. Un día, su padre lo encontró porque se había
enterado de que estaba trabajando, y se lo quitó.
—¿Le quitó el dinero?
—El dinero que había ganado en todo un año. El padre de Hardy era
maestro de obras y le dio trabajo. Estuvo unos meses sin darlo de alta porque
no tenía la edad reglamentaria. Trabajaba para él cada día después del
instituto y los fines de semana lo hacía en un restaurante de un pueblo cerca de
aquí. Iba cada día haciendo autoestop si llovía, o con bici. Desde que empezó
a trabajar, Hardy le guardaba el dinero, porque no se fiaba de que su padre no
lo encontrara. A los dieciséis años le dieron de alta y el padre de Hardy le
guardaba el dinero, que ya era bastante, porque trabajaba los veranos
completos.
—¿Tenía amigos además de Hardy?
—Los dos se llevaban bien con James, el comisario de policía. Y con
Jack y Peter, con los que juegan a cartas los viernes. Pero también tenía
enemigos. Había un grupo de chicos en el instituto que siempre estaban
metiéndose con él, pero Bruce nunca se acobardaba. Es un hombre valiente. Te
aseguro que esos sí eran mala gente. De esas personas que hay que temer,
porque pueden hacer cualquier cosa con tal de hacer daño. Al final te he
hablado de él, aunque no te lo he contado todo. Sólo te diré que su infancia y
adolescencia fueron penosas, dignas de sentir lástima. Y eso que yo no
conozco todos detalles, puede que ni siquiera Hardy los conozca en su
totalidad.
—¿Bruce no te ha hablado nunca de cómo lo trataban sus padres?
—Jamás. Tengo la corazonada de que tú vas a ayudarlo. Eres justa y
positiva y va a hacerle mucho bien verte cada día. Tú vas a beneficiarle, pero
también vas a aprender mucho de él.
—Eres muy amable. ¿Cómo era con las chicas del instituto?
—Lo perseguían por todas partes. Y no me extrañaba porque era un sueño
de chico. Tenía la sonrisa más bonita que he visto en mi vida. Y con el tiempo
la ha ido perfeccionando hasta convertirla en un arma letal de seducción.
—Es cierto, tiene una sonrisa preciosa. ¿Siempre fuisteis amigos?
—Sí. Mi madre lo invitaba a comer muchas veces, porque su padre
siempre estaba cabreado con él y lo echaba de casa. Y mi madre le estaba muy
agradecida porque cuidara de mí. Bruce y Hardy se fueron juntos a la
universidad. Y en vacaciones, Bruce venía a mi casa, en vez de ir a la suya,
creo que no volvió a ver a su padre desde que se fue a la universidad.
—¿Sigue vivo?
—No lo sé. Se encaprichó de una mujer que estaba de paso. Vendió la
casa y se marchó. Y Bruce se quedó en la calle.
—Dios mío.
—Mi madre se puso enferma poco antes de que me fuera a la
universidad. Me habían concedido una beca, pero tuve que olvidarme de ella.
Bruce se sacó la carrera al mismo tiempo que trabajaba. El padre de Hardy
alquiló un apartamento a su hijo cuando se fue a la universidad y le pidió a
Bruce que fuera a vivir con él, sin pagar alquiler, simplemente para que lo
cuidara. Por supuesto era una excusa. El padre de Hardy era una buena
persona y siempre había dicho que Bruce llegaría lejos y se merecía una
oportunidad. Bruce terminó la carrera un año antes, porque Hardy estaba
haciendo la especialidad.
—¿Bruce volvió aquí al finalizar la carrera?
—No, encontró un buen trabajo en un bufete de abogados en Seattle.
Tengo entendido que era muy bueno.
—¿Qué hiciste tú?
—Mi madre murió cuando yo tenía veintidós años. Vivíamos en una casa
de alquiler, así que pensé en buscar trabajo, pero Bruce ya había empezado a
trabajar y me dijo que me fuera con él. Y no lo pensé dos veces. Vendí todo lo
que pude de la casa, los muebles, los electrodomésticos…, hice las maletas y
me marché a la aventura. Cuando Hardy terminó la especialidad le ofrecieron
trabajo en el hospital en el que está y volvió aquí.
—¿Cómo te fue viviendo con Bruce?
—Muy bien. Le ofrecí el dinero que había conseguido de la venta de las
cosas de mi casa, pero no lo aceptó. Me consiguió trabajo en una cafetería
donde él solía tomar café. Vivimos en su apartamento dos años. Él ganaba un
montón de pasta y los dos teníamos dinero ahorrado, pero jamás aceptó que
pagara ningún gasto de la casa. Yo me encargaba de cocinar porque él siempre
llegaba muy tarde. Hardy venía a casa a pasar muchos fines de semana.
—¿No te enamoraste de ninguno de ellos? Porque mira que son guapos.
—Siempre hemos sido como hermanos.
—¿Por qué os trasladasteis aquí?
—Bruce escribía en sus ratos libres, que no eran muchos. Cuando terminó
su primera novela la envió a una editorial y se la publicaron. Vendió no sé
cuantos millones de ejemplares. Empezó a escribir la siguiente y unos meses
después me propuso volver aquí y por supuesto acepté. Él y Hardy eran mi
familia, lo único que tenía. A Hardy también le iba muy bien. Trabajaba por
las mañanas en el hospital y tenía una consulta privada por las tardes. Bruce
compró el terreno para construir la casa en la que vive y le alquiló una cabaña
a Rex, y fuimos a vivir allí, por eso son amigos. Yo encontré trabajo en esta
cafetería, y poco después me enteré que el dueño quería venderla y se lo
comenté a Bruce. Yo no tenía dinero suficiente para comprarla, pero Bruce
tenía mucho dinero y si me avalaba me darían un préstamo. Y me gustaba
porque tenía arriba la casa, y pensaba que ya era hora de que Bruce tuviera un
poco de intimidad. Y en esas navidades Bruce y Hardy me entregaron la
escritura de este edificio, lo habían comprado para mí —dijo llorando—.
¿Crees que un hombre que ha hecho todo eso por mí, que ni siquiera soy
familia suya, no puede tener buen fondo?
—Gracias por hablarme de ello. Esto quedará entre nosotras.

Lea estaba indecisa con la elección de la ropa para ponerse. Era jueves e
iría a comer con su jefe y el diseñador de las portadas. Pensó que si se ponía
vestido, Bruce pensaría que se había esmerado, para impresionar a ese
hombre y no quería que pensara de ella que era tan superficial. Decidió
ponerse un vaquero y un suéter abrigado verde. Su madre estaba en la cocina
cuando bajó a las ocho y cuarto.
—Buenos días.
—Hola, cariño, ¿qué tal la cena?
—Muy bien. Después de cenar fui con Vivien a su casa y estuvimos
hablando. ¿Qué tal tu noche?
—No estuvo mal.
—¿No estuvo mal?
—Nada mal —dijo Nicole sonriendo—. Rex me llevó a cenar a un
restaurante muy bonito y luego fuimos a tomar una copa.
—Tu primera cita y parece que todo fue bien.
—Rex es un buen conversador y muy divertido. Y baila muy bien.
—También te llevó a bailar. Vaya, una cita casi completa. ¿Terminó ahí o
te llevó a la cama?
—¡Leandra!
Llamaron a la puerta y Lea fue a abrir sonriendo.
—Hola, Rex.
—Hola, pequeña.
—¿Qué tal tu cita?
—Genial. Tu madre es fantástica.
Los dos fueron a la cocina. Nicole miró a Rex y se ruborizó. A Lea no le
pasó desapercibido el detalle. Puede que esos dos no hicieran el amor la
noche anterior, pero estaba claro que había habido algo más de lo que su
madre le había contado.
—Hola, Nicole.
—Hola, Rex —dijo ella sin volverse a mirarlo.
—Hoy no vendré a comer —dijo Lea cuando estaban desayunando—.
Bruce quiere que coma con él y el diseñador de portadas.
—Muy bien. Por cierto, llévale a tu jefe esas galletas que preparé ayer.
—Estará encantado. Ese hombre se alimenta a base de bocadillos y
comida preparada.
—¡Qué horror!
—Oye, antes de que llegarais yo también comía igual que él.
—Prepararé un poco más de comida cada día y se la llevas.
—Tenía que haber imaginado que dirías eso. No me hace gracia llevarle
comida a mi jefe.
—¿No te da lástima?
—¿Lástima?
—Vive solo, en una casa enorme.
—Mamá, ese hombre no podría vivir con nadie.

Bruce ya estaba trabajando cuando Lea entró en el despacho. Seguía sin


haber tabaco ni cenicero a la vista.
—Vaya, jefe, me tiene sorprendida, últimamente está muy madrugador.
—Me gusta sorprenderla.
—¿Ha desayunado?
Tomé un café cuando me levanté.
—¿Quiere otro para acompañar las galletas que le envía mi madre? —
dijo abriendo el contenedor.
—Me encantaría, pero no se preocupe, yo me encargaré. ¿Quiere uno?
—No, gracias, acabo de desayunar.
Bruce volvió poco después con la taza en la mano, cogió una galleta y la
probó.
—Dios mío. Es la mejor galleta que he probado en mi vida.
—Sabe, pensaba que mi madre se contentaría con suministrarle dulces,
pero parece que usted le ha caído bien y, a partir de mañana le enviará un
plato de comida cada día.
—¿Habla en serio? —dijo sonriendo.
Madre mía, Vivien tiene razón, ese hombre ha perfeccionado la sonrisa
hasta convertirla en algo letal para una mujer, pensó Lea.
—Sí, y me temo que yo seré el medio de reparto. ¿Cómo lleva la novela?
—Ya la he terminado —dijo entregándole la última libreta.
Lea lo miró con una sonrisa deslumbrante.
Joder, la sonrisa de esa chica es la cosa más sensual del mundo, pensó
Bruce.
—¿Y lo dice tan tranquilo? Después de todos los meses de calamidades y
sufrimientos…
—Lea, es mi trabajo.
—Enhorabuena.
—Gracias. Bueno, en realidad no está terminada. Tengo que rectificar lo
que hablamos sobre la estupidez de la detective. Y añadir la escena que tiene
que escribir usted. Y tengo que decirle, que he cambiado el final que tenía
previsto.
—¿Por qué?
—Anteriormente era uno de los detectives, hombre quien descubría al
asesino. Ahora es la detective quien lo encuentra en el bosque estrangulando a
su última víctima y con el hoyo preparado para enterrarla. Ella le pega un tiro
en la frente.
—Bien hecho.
—¿Se ha dado cuenta de que ya no fumo?
—Eso es algo que no puede pasar desapercibido. Por supuesto que lo he
notado, pero no quería recordárselo. ¿Ha dejado de fumar o no lo hace en
casa?
—Lo he dejado definitivamente.
—Me alegro. Dicen que es difícil. Espero que lo consiga. ¿Qué va a
hacer ahora?
—¿Necesita que la ayude en algo?
—¿Se refiere a algo con el ordenador? ¿O tal vez con el móvil? ¿O desea
hacer alguna fotocopia?
—Su sarcasmo se acentúa por momentos —dijo él sonriendo—. Por
cierto, ya tengo las fechas que quiero ver a mis amigas —dijo él en el mismo
tono que había empleado ella cuando mencionó lo de sus amigas.
—¿Quiere decírmelas ahora?
—Sí.
Lea cogió papel y bolígrafo y lo miró. Él le sonrió y le agradó ver el
ligero rubor que apareció en sus mejillas.
—Son doce mujeres, de momento —dijo aún sonriendo.
—Bien.
—Iremos por orden. Creo recordar que Sophie llamó dos veces. A ella la
veré esta noche.
—Vale.
—Estos son los cuatro restaurantes donde quiero llevarlas —dijo
pasándole la nota con los nombres—. Procure que no repita dos días seguidos
el mismo.
El tono bajo de voz que empleaba Bruce sonaba como un dulce ronroneo
que a Lea le estaba produciendo un aumento de los latidos de su corazón. Esa
voz seductora la estaba trastornando.
—Mañana, viernes, tengo partida de póquer, así que saltaremos ese día,
al igual que el viernes siguiente, el día de Nochebuena y el de Navidad. Coja
la lista y organícelo para que vea cada día a una, empezando por hoy, con
Sophie.
—De acuerdo.
—Como usted estará de vuelta el día dos, descansaré esos tres días.
—Es usted un arrogante.
—¿Por qué lo dice?
—Apuesto a que la mitad de esas mujeres tendrán que conformarse con la
cena.
—¿Eso cree? —dijo él mirándola a los ojos.
—Si necesita que le compre algo, sólo tiene que decírmelo, soy su
ayudante personal.
—¿Algo como qué?
—No sé… vitaminas, condones.
Bruce soltó una carcajada.
—Es usted fantástica. A veces parece recatada y tímida, sobre todo
cuando se ruboriza, incluso sólo con mirarla, y otras se muestra de lo más
descarada.
—No soy descarada.
—Sí lo es.
—Lo de esta lista me va a llevar tiempo. Tengo que llamarlas a todas y
luego a los restaurantes. Voy a tener que hacer horas extra para acabar la
novela a tiempo. En el contrato que firmé no mencionaba nada de horas extras,
¿verdad?
—¿Quiere cobrar las horas extra en dinero o... de alguna otra forma?
Ella lo miró, pero no dijo nada sobre su insinuación. Siguió como si él no
hubiera pronunciado esas palabras, aunque no pudo evitar el rubor de sus
mejillas.
—Aunque claro, eso será compensado. Esas doce mujeres, si las deja
satisfechas, no volverán a llamar en unos días y recibiré menos llamadas. Y
además usted estará cansado y se levantará tarde, y no estará por aquí
distrayéndome.
—¿La distraigo?
—Quiero decir que si no está en el despacho, no hablaremos y podré
concentrarme en el trabajo. ¿Para qué hora quiere que le haga las reservas en
los restaurante?
—Para las ocho y media.
—¿He de reservar mesa para todas sus citas, o con alguna se saltará la
cena e irá directamente al asunto?
—Las llevaré a todas a cenar —dijo él sonriendo. Esa chica le parecía
de lo más divertida.
—¿Les digo a todas que las recogerá en su casa?
—Por supuesto. Recuérdeme cada día a quién tengo que ver y anóteme la
dirección y el teléfono.
—Vale. Llamaré ahora a Sophie para darle tiempo a que se organice o
cambie los planes previos, y luego haré la reserva.
—Bien.
Lea marcó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Es usted Sophie?
—Sí, soy yo.
—Hola, soy Leandra, la asistente del señor Rayner.
—Ah, hola.
—El señor Rayner quería llamarla esta mañana, pero ha tenido que salir
precipitadamente y me ha pedido que me encargara yo. Siente muchísimo no
haberla llamado, pero está saturado de trabajo en estos momentos. Pero me ha
dicho que deseaba verla y me ha pedido que la llamara y le preguntara si le
apetecía cenar con él esta noche.
—Por supuesto, estaré encantada de acompañarlo.
—La recogerá en su casa poco antes de las ocho y media
—¿Se acordará de mi dirección?
—Él nunca olvidaría la dirección de una dama.
—Muchísimas gracias.
—Le ha dado a entender que estoy ansioso por verla —dijo cuando Lea
colgó.
—También le he dejado como un caballero. Así se sentirá bien durante
todo el día y pensará que desea estar con ella, por encima de todo.
Si supieras que a quien deseo es a ti, pensó Bruce.
—Tengo que cuidar la reputación de mi jefe. Voy a ponerme a trabajar.
Me ocuparé de sus otras amigas cuando volvamos de comer.
Bruce pensó en lo inteligente, simpática e intuitiva que era su ayudante.
Le gustaba hablar con ella, porque era impredecible y se sentía maravillado
con sus salidas y contestaciones espontáneas.
Bruce salió a dar un paseo con la perrita antes de que Lea terminara el
trabajo.
Capítulo 7
Rayner sacó el Mercedes del garaje y bajó para abrirle la puerta a Lea.
—¿Ve como soy un caballero? —dijo mientras sostenía la puerta para
que Lea se sentara y con una sonrisa de lo más seductora.
—Lo que es, es un arrogante. Y que sepa que la arrogancia es el primer
paso para una caída sonora.
Rayner iba sonriendo mientras rodeaba el vehículo por la parte delantera.
¡Dios mío! El gris de sus ojos es increíble, pensó Lea.
—Me alegro de que vaya vestido de manera informal. Esta mañana
dudaba si ponerme vestido.
—Matt es muy joven y siempre que nos hemos visto llevaba vaquero.
Pero no me habría importado verla con vestido. Todavía no le he visto las
piernas.
—¿Es guapo? —preguntó haciendo omisión a sus palabras y
preguntándose si su jefe estaría flirteando con ella.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Va a intentar ligar con él?
—Era una simple pregunta. Es que todos los hombres que he conocido
desde que vivo aquí son muy atractivos.
—¿En esos hombres me incluye a mí?
—No. A usted sólo lo veo como un jefe gruñón.
—Eso me temía.
—¿Ha diseñado él todas las portadas de sus novelas?
—Sí.
—Todas son oscuras, siniestras…
—A mí me gustan.
—Porque usted es oscuro y siniestro. Y no he dicho que no me gusten, es
sólo que… todas son muy parecidas.
—Solamente ha visto tres.
—Las he visto todas en Internet.
—¿Alguna sugerencia para la última?
—Sólo he leído los diez primeros capítulos. Bueno, y el final que usted
se ha tomado la libertad de adelantarme.
—Lo siento, no pensé…
—No se preocupe, leeré la novela cuando la publique. Podría poner en la
portada a la detective, para compensar a todas esas a las que ha tratado como
estúpidas en sus novelas. Me ha dicho que al final, ella descubre al asesino en
un bosque y le dispara. Podría poner la foto de ella con la pistola en la mano,
en posición de disparar.

El diseñador estaba en la puerta del restaurante cuando ellos llegaron.


—Hola, Matt —dijo Rayner tendiéndole la mano.
—¿Qué tal, Bruce? —dijo estrechándosela mientras miraba a Lea—.
Menudo regalo para la vista de un hombre en un día de invierno.
—Matt, te presento a mi asistente personal, Leandra. Leandra, él es Matt.
—Un placer conocerle —dijo ella mirándolo a los ojos mientras le daba
la mano.
—El placer es todo mío —dijo el chico estrechándosela.
Matt abrió la puerta del restaurante para que ellos entraran. Bruce se hizo
a un lado para dejarla pasar delante. Lea se sorprendió cuando sintió la mano
de su jefe en la parte baja de su espalda. Y no la apartó mientras caminaban
hacia la mesa. Era plenamente consciente de ese contacto. Sentía el calor de la
mano de él e incluso cada roce de sus dedos por encima de la ropa. Su piel se
calentó en el lugar en que él apoyaba suavemente la mano.
Rayner la ayudó a quitarse la chaqueta cuando llegaron a la mesa y la
colgó en el respaldo de la silla. Ellos dos también se quitaron las chaquetas
antes de sentarse. Matt no podía apartar la mirada de Lea, parecía fascinado
con ella.
Después de que pidieran las bebidas y la comida, el camarero se retiró.
—¿Has terminado la novela?
—Sí, a falta de unos pequeños cambios que quiero hacer.
—¿Sabes el título?
—Sombras al atardecer.
—Me gusta. ¿Tienes alguna idea en mente para la portada?
—Al final de la novela, la detective descubre al asesino en medio del
bosque, mientras está estrangulando a la víctima. Leandra me ha sugerido que
la detective podría aparecer en la portada con el arma y en posición de
disparar. Y me gusta la idea.
—Sólo era una idea —dijo Lea sonrojándose.
—Podría resultar bien —dijo Matt—. ¿Qué aspecto tiene la detective?
—Alta, delgada, rubia, ojos azules… Preciosa.
—Disculpen un momento, vuelvo enseguida —dijo Lea levantándose—.
Acabo de acordarme que Lys me ha baboseado las manos cuando me he
despedido de ella. Voy a lavarme.
Matt la miró mientras caminaba hacia el fondo del restaurante.
—Esa chica sería una buena portada para cualquier asunto.
Bruce giró la mirada para observar a su asistente mientras se alejaba.
—Lástima que la detective sea rubia, porque sería perfecta para tu
portada.
El camarero volvió a aparecer con unos platos de entrantes.
—Me gusta el color de su pelo —dijo Bruce.
—¿Y a quién no? Tiene un pelo precioso, ese color es… Si cambiaras el
color del pelo y de los ojos de la detective por los suyos, sería fantástico.
¿Crees que accedería a que le hiciera una sesión de fotos?
—No tengo ni idea. Apenas la conozco.
—¿Quieres que se lo pregunte?
—Puedes intentarlo.
—Esa chica tiene un rostro perfecto, por no hablar de su cuerpo. ¡Dios!
Es preciosa —dijo al verla caminar hacia ellos.
Lea se sentó, se puso la servilleta en el regazo y cogió una de las
croquetas de bacalao.
—¿Me he perdido algo?
—Hablábamos sobre su idea de la portada. A mí también se me ha
ocurrido algo —dijo Matt.
—Puedes tutearme. Y, por favor, llámame Lea.
—De acuerdo, Lea. Le estaba diciendo a Bruce que tú serías perfecta
para esa portada. Tu físico encaja, eres alta, delgada…
—Y rubia y con los ojos azules —dijo ella sonriendo.
—Supongo que Bruce podría cambiar eso.
—¿Hablas en serio?
—Por supuesto.
—No me prestaré a algo así. Lo siento. Bruce vendería millones de
libros y yo aparecería en todos ellos.
—¿Y cuál es el problema?
—Que yo no me dedico a eso, no soy modelo. Bruce, dígale que no está
de acuerdo.
—Es que creo que estoy de acuerdo con él —dijo Bruce que de pronto le
gustaba la idea de que ella fuera parte de su novela—. Yo podría cambiar el
aspecto de la detective. Y me haría un favor si aceptara, de lo contrario, Matt
tendría que buscar a una modelo que se adecuara a lo que buscamos, y le
llevaría tiempo. Tiempo que no tenemos.
—No puedo hacerlo, lo siento.
—Tiene miedo de no estar a la altura, ¿es eso?
El camarero retiró los platos de los entrantes y poco después les llevó la
sopa.
—No tengo miedo, pero Matt puede encontrar a una chica guapa, rubia,
con los ojos azules y que llame la atención. De hecho, más del cincuenta por
cien de las mujeres de este país tienen esos rasgos.
—¿Que llame la atención más que tú? Lea, eres preciosa, tienes unos ojos
difíciles de olvidar y… ¡Por Dios! Tu pelo es glorioso. Tiene el color del
atardecer. No podría encontrar a una chica que llamara la atención más que tú.
Serías el perfecto reclamo para vender la novela.
—Bruce no necesita reclamos para vender sus novelas. Son brillantes.
Rayner se sintió tan halagado que sintió algo extraño en su interior. Algo
que no sabría definir.
—Lea, llevo toda la vida haciendo fotos, sobre todo a mujeres.
—No puede decirse que tu vida haya sido muy larga, ¿cuántos años
tienes, quince?
Los dos hombres se rieron.
—Me refiero a que sé lo que hago. Eres delicada y tienes ese aire de
inocencia, supongo que por tu corta edad. Y eso es muy sexy. Pero sé que
tienes también temperamento, y esas dos cosas combinadas, son explosivas.
—Estás haciendo que me ruborice.
—Y esa es otra cosa de lo más apetecible. Además, tienes unas curvas
perfectamente proporcionadas. Y esa piel tersa de tu rostro en la que resaltan
esos ojos verdes que se parecen a las profundidades de un mar embravecido.
Cariño, tu rostro es fascinante. De esos rostros que hacen que los hombres
tengan que volverse para mirarlos una segunda vez.
Ahora sí que se le encendió el rostro a Lea. Se sentía completamente
avergonzada.
—No tenía que haberle acompañado. Ni siquiera tenía que haber
comentado con usted mi idea sobre su portada —dijo Lea mirando a Bruce.
—No se sienta incómoda. Matt sólo ha dicho la verdad, es un fotógrafo
de primera. Y para qué vamos a engañarnos, es usted tan deliciosa como el
pecado.
Lea lo miró y se ruborizó aún más, si eso fuera posible. Tenía los ojos tan
brillantes que Bruce se impresionó.
—¿Por qué no come?
—Porque estoy aturdida y sé que me ahogaré si lo hago.
—Bien, tomemos la sopa, antes de seguir con la conversación —dijo
Bruce para que se relajara.
Estuvieron hablando de los últimos acontecimientos acaecidos en el país.
Bruce se dio cuenta de que esa chica leía los periódicos y veía las noticias,
algo poco usual en mujeres de su edad. Lea se había tranquilizado y Matt
volvió a la conversación anterior.
—Lea, me gustaría explicarte lo que quiero para esa portada. Quiero que
los futuros lectores que vean la novela de Bruce en el escaparate de una
librería, piensen que tienes el rostro de un ángel, inocente y dulce, y el cabello
de la asistente del diablo. Quiero fotografiarte en el bosque, al atardecer,
cuando los últimos rayos del sol se deslicen entre los árboles y que esa luz
encienda el rojo de tu pelo. Quiero que el viento balancee tus rizos y muestre
ese pelo salvaje y apasionado. Y quiero ver esos ojos, que tienen el mismo
tono que el bosque, brillar furiosos y llenos de ira.
—Matt, ¿tú me has mirado bien?
Bruce y Matt sonrieron, pero Rayner se dio cuenta de que estaba
angustiada.
—¿Qué le sucede?
—Tengo miedo de que si no acepto me despida.
—¿Cree que voy a despedirla porque no quiera estar en mi portada? —
preguntó él sonriendo—. Leandra, el que acepte o no es decisión suya. Es algo
personal y no tiene que ver con el trabajo. Y sabe que yo no la despediré, bajo
ninguna circunstancia. Somos un equipo, ¿recuerda?
—¿Usted quiere que lo haga?
—¿Que una mujer preciosa, con un cuerpo de escándalo, una boca hecha
para el pecado, unos ojos increíbles y un pelo endemoniado sea la portada de
mi novela? Sí, me gustaría.
El rubor de Lea se fue convirtiendo en un rojo furioso a medida que
escuchaba las palabras de su jefe, y parecía desprender calor. Bruce le sonrió
y esa fue la perdición de Lea.
—De acuerdo, lo haré.
—Estupendo —dijo Matt—. Me quedaré aquí unos días. Necesitamos
que haga sol para la sesión de fotos.
—El pronóstico para mañana es bueno —dijo Lea—, y prefiero quitarme
esto de encima cuanto antes.
—Hay que pensar en la ropa que llevarás para saber lo que hay que
comprar. El vaquero que llevas te sienta de puta madre.
—Tus palabras son muy profesionales —dijo Lea sonriendo.
—Lo siento —dijo Matt—. Veamos. Yo te veo con un vaquero como el
que llevas, que se ciña a tus curvas. Unos botines bajos. Ya eres bastante alta,
¡joder! Si eres casi tan alta como Bruce.
—Llevo tacones.
—Así y todo. Veamos. Una camisa blanca con dos, no mejor tres botones
desabrochados y una cazadora de piel ajustada negra. Ah, y no nos olvidemos
del arma.
—No es necesario que compremos nada, tengo todo lo que has
mencionado.
—¿Incluida el arma?
—Sí.
—Vaya, Bruce, te vas a ahorrar un montón de pasta.
Lea miró a Bruce y le sonrió.
—¿Tiene un arma? —preguntó Bruce.
—Sí, y además sé disparar.
—No la llevará encima cuando va a casa a trabajar.
—Si la llevara conmigo ya me lo habría cargado.
Los dos hombres volvieron a reír.
El camarero se acercó a retirar los platos. Ninguno quería postre y
tampoco café. Bruce pagó la cuenta y caminaron hacia la salida.
Lea centró su mirada en Matt. Intentaba no mirar a su jefe, porque ese
hombre producía en ella una sensación extraña que hacía que se estremeciera
cuando lo miraba.
Antes de despedirse en la puerta del restaurante Matt les dijo que iría a
casa de Bruce al día siguiente sobre la una y media, si hacía sol. Y Lea le dijo
que ella llevaría la ropa de la que habían hablado y la pistola.
—¿Tenía planeado lo de la portada? ¿Por eso me pidió que lo
acompañara? —preguntó Lea cuando volvían a casa de Rayner.
—Por supuesto que no. Si lo hubiera pensado se lo habría dicho. Ha sido
idea de Matt. ¿Acaso no se ha dado cuenta de lo impresionado que lo tenía?
¡Por Dios! Si apenas ha apartado la mirada de usted durante toda la comida.
—No diga tonterías.
—Sabe, lo único que siento es que no haya sido idea mía, porque sé que
será una portada fantástica.
—Yo nunca he hecho algo así. No voy a sentirme cómoda en la sesión de
fotos. Y menos aún, cuando me vea en la portada de su novela.
—Es usted muy joven y hay muchas cosas que no ha hecho. Tómelo como
una experiencia. Será como hacer un trabajo extra. Y le pagaré por ello.
—Voy a hacerlo como un favor personal, no a mi jefe sino a usted, y los
favores no se compran, se ofrecen de forma gratuita.
Bruce se giró para mirarla preguntándose qué diferencia había entre su
jefe o él.
—Voy a hacerlo porque usted ha dicho que le gustaría que yo fuera su
portada.
—¿Va a hacer todo lo que me guste?
—Si es algo razonable, no tengo problema.
—Lo tendré en cuenta, y le pediré sólo cosas razonables —dijo él con
una sonrisa que daba a entender que tenía muchas cosas en mente.
De pronto Lea se rio.
—¿Qué le divierte? —dijo deteniendo el coche en la puerta de su casa y
girándose para mirarla de frente.
—He recordado lo que ha dicho Matt, sobre lo que vería la gente en su
portada.
—Matt ha dicho muchas cosas. ¿A qué se refiere?
—Que verán que tengo el rostro inocente y dulce de un ángel y el pelo de
la asistente del diablo —dijo mirándolo con una sonrisa encantadora—. Y yo
soy su asistente.
—Así que yo soy el diablo —dijo él devolviéndole una sonrisa seductora
y peligrosa y clavando en Lea una penetrante mirada que la hizo enrojecer.
—Ahora va a ser violento para mí escribir una escena sexual, porque
tendré en la mente que yo soy la detective.
—No creo que eso importe.
—Usted no lo entiende.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—Tal vez debería escribir usted esa escena. O mejor aún, olvidar el
asunto. No quiero que usted escriba una escena sexual, teniendo mi imagen en
la mente.
—Hicimos un trato. Usted dijo que nunca rompía su palabra. Si eso es
cierto, la escribirá. Si tiene alguna duda me lo dice y la ayudaré.
—Lo haré sola, no necesito que me ayude.
Bruce bajó del coche. Iba a rodearlo para abrirle la puerta, pero ella bajó
antes.
—¿Le apetece dar un paseo?
—Gracias, pero creo que voy a entrar y ponerme a trabajar. Voy
retrasada.
—Dijo que tenía tiempo suficiente.
—Lo sé, pero la próxima semana me marcharé de vacaciones. Sé que hay
tiempo, pero siempre puede surgir alguna complicación. Prefiero no
arriesgarme.
—Bien, llevaré a Lys conmigo.
Cuando Lea abrió la puerta, la perrita se volvió loca con ella, como si no
la hubiera visto en meses. Luego salió disparada hacia Bruce que ya estaba
alejándose.
A Lea le habría gustado acompañarlo, pero últimamente sentía cosas que
le eran desconocidas. Y estaba preocupada porque todas esas cosas estaban
relacionadas, con él.

—¿Cómo te ha ido el día? —preguntó Nicole a su hija cuando los tres se


sentaron a cenar.
—Ha sido un día interesante.
—¿Qué tal es el diseñador ese que has conocido?
—Muy simpático. Rayner me ha dicho que soy tan deliciosa como el
pecado.
Rex, que estaba bebiendo vino en ese momento, se atragantó y empezó a
toser.
—¿Por qué te ha dicho eso? —preguntó Nicole.
Lea les contó la conversación de la comida con todo detalle.
—Ese chico te ha clavado —dijo Nicole, cuando Lea le contó lo que
había dicho Matt sobre lo que quería que viese la gente en ella.
—Vaya con Bruce —dijo Rex pensativo, al decirle Lea todos los halagos
que le había dedicado.
—¿Y vas a hacerlo porque Bruce te ha dicho que quiere que seas su
portada de la novela?
—Sí, ¿crees que hago mal?
—Por supuesto que no, será una experiencia para ti.
—Eso es lo que ha dicho él.
Lea subió a acostarse porque quería terminar la novela de su jefe que
había empezado a leer después de ir al gimnasio.
—Estoy preocupada por Lea. Ella no lo sabe todavía, pero se ha
enamorado de Bruce.
—¿Qué?
—Sí, y creo que se enamoró de él la primera vez que lo vio. Cuando ese
día volvió a casa y me habló de él, sus ojos brillaban de forma especial.
¿Crees que Bruce le hará daño?
—Nicole, Bruce se hace el duro, pero es buena persona y no va a hacerle
daño, intencionadamente. Aunque sí sé que es la clase de hombre que no se
compromete, nunca lo ha hecho con ninguna mujer. Bruce es sutil cuando se lo
propone y tan dulce o indomable cuando lo requiere el momento y si se fija en
Lea la llevará a su terreno sin que ella se percate de lo que sucede y cuando
Lea se dé cuenta ya estará entre sus garras. A Bruce le encantan las mujeres, es
un depredador y tengo entendido que ninguna se le resiste. Además, tiene
sobrada experiencia y Lea es inocente.
—Me estás asustando. Pero sabes, Lea puede ser inocente, pero de
estúpida no tiene un pelo.
—Eso es cierto, pero Bruce está de vuelta de todo. Y Lea está empezando
a vivir. Si quiere seducirla, ella no se dará ni cuenta. Pero también tengo que
decirte que a Bruce le está yendo muy bien con tu hija. Y puedo asegurarte que
no arriesgará perderla, por acostarse con ella. No es estúpido.

Al día siguiente, Rex y Lea fueron a correr como siempre.


—¿Qué tal la cita con mi madre?
—Ya te dije que bien.
—Sí, ella me ha dicho lo mismo, pero sé que ha sucedido algo más entre
vosotros.
—No nos hemos acostado…, aún —dijo él riendo.
—Pero la besaste.
—No lo voy a negar. Y tenías razón, tu madre está verde en cuanto a los
hombres y hay que ir despacio con ella. Pero quiero que sepas que me gusta,
me gusta mucho.
—Me alegro, parece feliz.
—¿Me estás dando tu aprobación?
—Sí. Y mis hermanos harán lo mismo cuando te conozcan.
—Eso espero, no me gustaría vérmelas con tres SEAL.
Lea tomó un café con Sandra, la asistenta de Bruce y seguidamente fue al
despacho a ponerse con el trabajo. Rayner bajó a las diez y media con un
vaquero desgastado de cintura baja y una camiseta que habrían lavado cientos
de veces. Se quedó de pie junto a Lea. Tenía el pelo revuelto, como si se
hubiera peinado con los dedos y unos mechones caían por su frente. Parecía un
seductor y un libertino consumado. Su físico era imponente. Su mirada, con
esos ojos grises que afirmaban que estaba dispuesto a pecar, parecían
devorarla. Lea no podía apartar la mirada de él.
Dios mío, este hombre es una delicia, pensó.
Aunque lo que ella destacaba más en Bruce era la seguridad que tenía en
sí mismo.
—Buenos días.
—Hola, Bruce.
—Veo que se ha vestido para la sesión de fotos.
—Sí, hace un día precioso.
—¿Ha traído la pistola?
—Siempre la llevo encima, está en mi bolso.
—¿La tiene cargada?
—¿De qué serviría una pistola si no estuviera cargada?
—Procuraré no hacerla enfadar hoy.
Ella le sonrió y Bruce notó que esa sonrisa había hecho que se le
aflojaran las piernas.
—¿Qué tal su cena de anoche?
—¿Qué?
—No me diga que olvidó su cita con Sophie.
—No…, la cena estuvo bien —dijo sentándose frente a ella y
dedicándole una divertida sonrisa.
—Me alegro. Nada más llegar hoy he hecho las reservas en los
restaurantes y he llamado a sus amigas.
—¿Han aceptado todas?
—Sí. Por cierto, mañana, sábado cenará con Sally —dijo dándole una
nota con el nombre de la mujer, su dirección y teléfono y el nombre del
restaurante.
—Es usted muy eficiente —dijo él cogiendo el papel.
—Gracias. En la nota que hay debajo de esa le he apuntado los datos de
su cita del domingo, con Carol. Esta mañana ha llamado otra mujer, una tal
Hayley. Como tiene citas concertadas hasta el sábado veintinueve, me he
tomado la libertad de decirle que estaba de viaje y no regresaría hasta final de
mes. Pero si quiere verla el domingo, treinta que tiene la noche libre, puedo
ponerme en contacto con ella.
—Ha hecho bien. No la llame. ¿Me recordará las citas de la próxima
semana?
—Por supuesto, le enviaré un WhatsApp —dijo sonriendo mientras se
levantaba e iba a archivar unas facturas.
—Un WhatsApp —repitió él.
—Ah, disculpe, se me había olvidado que no tiene móvil —dijo sin dejar
de sonreír—. No se preocupe, se lo recordaré.
—¿Quiere que la ayude con algo? Podría volver a leer la novela y
localizar las escenas en las que menciono a la detective.
—Por favor, no le diga a nadie algo así, porque se reiría de usted. Yo
puedo hacerlo en cinco minutos, y usted tendría que perder horas leyendo. Por
cierto, anoche leí su tercera novela. Me hizo pasar un buen rato.
Yo sí que te haría pasar un buen rato, y no precisamente leyendo una de
mis novelas, pensó Bruce.
—Me ha encantado —dijo sacándola del bolso para entregársela—. Es
usted un genio.
—Gracias —dijo cogiendo el ejemplar para escribir la dedicatoria antes
de devolvérsela.
Es usted la mujer más inteligente, ingeniosa, valiente y preciosa que se
ha cruzado en mi camino. Bruce.
—Muchísimas gracias —dijo después de leerla.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Voy a copiar el capítulo doce, y si no tengo muchas interrupciones lo
acabaré antes de ir a comer. ¿Y usted?
—No lo sé. No me siento inspirado para empezar a escribir de nuevo.
—Tómese un respiro y relájese. Después de esos meses tan estresantes,
que supongo habrá pasado, lo necesitará. Según usted, se le ocurren ideas de
pronto, limítese a anotarlas. De todas formas, si no tiene nada que hacer
podría echarme una mano.
—Dígame cómo puedo ayudarla.
—Cuando acabe de pasar la novela al ordenador tengo que leerla. Uso el
corrector, pero quiero comprobar si he cometido algún error en la colocación
de las comas y los puntos. Puede ir haciéndolo usted, si quiere. Y al mismo
tiempo puede cambiar el aspecto de la detective, cuando llegue ahí.
—No me gusta mucho la idea, porque cada vez que leo la novela se me
ocurren cosas para cambiar.
—Puede cambiarlo directamente en el ordenador.
—Ya sabe que no sé utilizarlo.
—Para hacer eso no tiene que saber gran cosa. Si quiere cambiar algo me
lo dice y le enseñaré cómo hacerlo.
—De acuerdo.
—Voy a coger el ordenador del coche, vuelvo enseguida.
Cuando Lea regresó colocó el portátil delante de Bruce. Cogió un USB,
copió la novela y la pasó a su portátil. El tiempo que estuvo pasando su brazo
por delante de él, los mechones de Lea le rozaban el antebrazo y Bruce se
había quedado sin respiración.
—Ya está, ¿ve? Capítulo 1. Ahora sólo tiene que leer y cuando llegue al
final del capítulo pulsa esta tecla tantas veces como haga falta, hasta que
aparezca el siguiente. No es complicado, ¿verdad?
—No soy estúpido —dijo girando la cabeza para mirarla.
—Eso lo tengo claro. Bueno, todo suyo —dijo incorporándose y
dirigiéndose a su lado de la mesa para sentarse—. Tal vez debería enseñarle a
usar el ordenador, así podría escribir directamente en él. Ahorraría un montón
de papel y tiempo.
—¿Y qué haría usted entonces?
—Me ocuparía del correo y de atender sus llamadas. Sólo con las que
recibe de mujeres me ocuparían parte del día.
—Y en dos semanas se largaría, muerta de aburrimiento. No voy a
arriesgarme a perderla.
—Entonces no le enseñaré nada.
—Aquí ha olvidado una ese —dijo él cinco minutos después. Ella se
levantó y se acercó a él.
—Cuando encuentre algún error como ese, coloca el cursor al final de la
letra —dijo colocando su mano sobre la de él. Bruce se tensó por el contacto
con su piel.
¿Qué me pasa? ¡Joder!, pensó Rayner.
—Ahí, ¿lo ve? Y prieta esta tecla para borrarla. Si se encuentra alguna
letra repetida, la palabra aparecerá subrayada en rojo, porque es un error y el
corrector lo sabe —dijo ella escribiendo una palabra con letras repetidas para
que lo viera. Entonces hace lo mismo que anteriormente. En hacerlo unas
cuantas veces no lo olvidará.
—Vale.
Bruce no la molestó en lo que quedaba de mañana, cosa que Lea
agradeció, porque significaba que no había errores, o que él ya sabía
solucionarlos.
—He llegado a cuando hablo de la detective.
—Estupendo —dijo acercándose de nuevo a él e inclinándose para mirar
la pantalla. Utilice la tecla que le he indicado para borrar, puede eliminar una
letra, una palabra o todas las lineas que desee. Y cuando lo haya borrado, sólo
tiene que escribir lo que quiere. El teclado es el mismo que el de una máquina
tradicional de escribir. Bueno, eso creo, yo nunca he escrito en una máquina de
escribir.
Lea se levantó de su silla poco después de las doce y cuarto.
—Será mejor que deje el ordenador hasta que usted vuelva, no vaya a
borrarlo todo.
—No se preocupe, si se diese el caso, lo recuperaré.
—Mejor no.
—De acuerdo. Cuando acabe de leer pulse las teclas control más ese, al
mismo tiempo y así se guardará seguro. Anote dónde se ha quedado para luego
seguir desde ahí.
—Matt ha dicho que vendría sobre la una y media.
—Por eso me marcho antes. Vendré un poco antes y le traeré la comida,
así le dará tiempo a comer. O mejor, llamaré a mi madre de camino a casa y le
diré que tenga preparada la comida para los dos. Comeré aquí con usted y así
no tiene que andar con prisas.
—Gracias.

Lea estaba recogiendo la cocina en casa de Rayner cuando llamaron a la


puerta y Bruce fue a abrir. Poco después Bruce y Matt entraron en la cocina.
—Hola, pelirroja —dijo el chico mirándola de arriba abajo, complacido
con su aspecto.
—Hola, Matt.
—¿De qué medidas quieres las fotos? —preguntó el chico a Bruce.
—Como ese cuadro más o menos —dijo señalando el que había en la
pared—. Le he dicho a Matt que quiero fotos de todas las portadas de mis
novelas, he pensado ponerlas en el despacho.
—Buena idea. Será como un reconocimiento a un trabajo bien hecho —
dijo ella.
—Me ocuparé de ello cuando vuelva a casa. ¿Las quieres enmarcadas?
—No, las enmarcaré aquí.
—Vale. Deberíamos irnos, puede que tarde en encontrar el lugar
adecuado.
—Pues vamos. Leandra, ¿lleva la pistola? —preguntó Bruce.
—Sí —dijo mirándolo con una sonrisa traviesa. Lea se puso la cazadora,
la bufanda y los guantes y salieron de la casa.

Bajaron del vehículo, Lea se puso la pistola en la cinturilla trasera del


vaquero y empezaron a andar. Caminaron un buen trecho hasta que Matt
descubrió el lugar que estaba buscando. Se encontraba en el profundo bosque.
Matt empezó a hacer fotos a Lea en varios lugares para comprobar la luz. Le
dijo que se colocara en un sitio determinado. Los rayos del sol penetraban
entre los árboles y se posaban sobre ella, sobre su rostro, convirtiendo su pelo
en un rojo endiablado.
—Espero que seas tan bueno como dice mi jefe y termines rápido. Esta
cazadora no es muy abrigada que digamos y estoy helada.
—Cielo, cuando veas las fotos pensarás que son las mejores que has
visto en tu vida. Quítate la bufanda y los guantes.
Lea se desprendió de ellos y se los dio a Bruce que, rápidamente se puso
la bufanda de ella alrededor del cuello porque estaba congelado. Y se dio
cuenta de que había cometido un error, porque la bufanda olía a ella e imaginó
que era Lea quien le rodeaba el cuello con sus brazos.
—Colócate en el mismo sitio. Dios, van a ser unas fotos preciosas —dijo
el chico mirándola a través del objetivo—. Suéltate el pelo.
Lea se quitó la goma y movió la cabeza a un lado y a otro para que los
mechones se separaran. La brisa helada acarició su rostro y movió sus
cabellos.
—¡Santa madre de Dios! —dijo Matt disparando fotos sin detenerse, para
capturar el movimiento de esa melena ondulada que, con la intensidad del sol
sobre ella, arrancaba destellos de un rojo brillante—. ¡Perfecta! ¡Eres
perfecta! ¿Dónde tienes la pistola?
Lea sacó el arma de su espalda, le quitó el cargador y lo guardó en el
bolsillo de la cazadora.
—¿Está descargada? —preguntó Bruce.
—Acabo de sacar el cargador. Bien, Matt, dime qué tengo que hacer.
El chico se acercó a ella y le desabrochó el tercer botón de la camisa.
Bruce se tensó al ver a Matt tocarla.
—Coge la pistola como se deba coger, yo no tengo ni idea.
—Sé coger un arma —dijo ella.
—Bien. Quiero que mires a Bruce, así el sol te acariciará el rostro.
Bruce, córrete medio metro a la derecha. Ahora apúntale. Yo estaré detrás de
él.
—¿Seguro que está descargada? —volvió a preguntar Bruce al ver el
arma apuntándole.
—La antecámara está vacía —dijo ella disparando al cielo para
demostrárselo.
—Vale.
—Apúntale.
Lea se colocó derecha, con los pies un poco separados y el peso del
cuerpo perfectamente distribuido, como le habían enseñado sus hermanos.
Luego estiró los brazos y colocó la mano izquierda debajo de la derecha.
Tenía los codos bien firmes para mantener una completa estabilidad. Inclinó un
poco el torso hacia delante y apuntó a su jefe.
Bruce la miró y se le heló la sangre. Era exactamente como él lo había
descrito en el último capítulo de su novela. Y Lea aún no lo había leído.
Matt hizo decenas de fotos desde todos los ángulos. Hasta que se detuvo
y la miró.
—Estás preciosa, cariño, pero necesito otra mirada. Piensa en la escena
de la novela. Delante de ti tienes al asesino y está estrangulando a una chica.
Tienes unos ojos preciosos, increíbles de hecho, pero quiero ver en ellos
rabia, cólera.
—Matt, yo no soy modelo, y no estoy enfadada.
—Leandra, se me había olvidado decirle, que cuando se ha marchado a
casa ha llamado la señorita Holt. Vendrá mañana y la llevaré a cenar.
Recuerde anotarlo en su agenda —dijo Bruce porque sabía que a Lea le
cabrearía que invitara a cenar a esa mujer, porque sería como despreciarla,
otra vez.
Matt lo miró sin entender por qué había comentado Bruce algo del
trabajo, precisamente en ese momento. Pero cuando volvió la vista hacia Lea
vio que su rostro estaba ruborizado y no por vergüenza, era furia y tenía un
brillo especial en los ojos, que en ese instante eran del mismo color que el
verde de los árboles y brillaban enfurecidos de rabia.
El corazón de Bruce latía descontrolado. Algo había sucedido en su
interior en ese preciso instante.
Matt empezó a disparar fotos sin detenerse, captando los detalles del
rostro de Lea mientras se movía de un lado a otro para aprovechar todos los
ángulos.
Lea no apartaba la mirada del rostro de su jefe, apuntando con la pistola
directamente a su corazón.
Bruce tenía ganas de reír, a pesar de tener un arma apuntándole, sólo por
ver el rostro colérico de ella. Esa chica era dulce, sensual, ingeniosa,
divertida y, ¡por Dios! Era excitante.
—Puedes descansar, preciosa, ya tengo todo lo que necesito.
Lea bajó el arma, sacó el cargador del bolsillo de la chaqueta y lo
introdujo en la recámara de la pistola. Bruce la miró preocupado. Lea lo miró
a su vez. Puso el seguro al arma y se la guardó en la espalda.
—Le habría gustado dispararme, ¿eh? —dijo él acercándose y
poniéndole la bufanda sin dejar de mirarla a los ojos—. Lo siento. Matt quería
verla furiosa y se me ocurrió que hablarle de Holt la enfadaría. No me ha
llamado. Póngase los guantes, está helada.
—Bruce, has tenido una idea genial, no te puedes imaginar las fotos que
he conseguido.
—Vamos al coche, hace mucho frío y Leandra está congelada. Veremos
las fotos en casa.

—¿Les apetece un café? —preguntó Lea cuando entraron en la casa.


—Buena idea, gracias. Estaremos en el salón —dijo Rayner.
Lea fue a la cocina. Sandra, la asistenta estaba planchando. Estuvieron
hablando mientras Lea preparaba el café. Lo colocó todo en una bandeja y se
dirigió al salón.
Al entrar echó un vistazo a la estancia, porque nunca había entrado. Era
una habitación muy acogedora. Sirvió el café y dejó las tazas sobre la mesita
junto con un plato de las galletas que su madre le había enviado a Bruce.
—Vamos a ver las fotos en el televisor, siéntese —dijo Rayner.
—Tengo cosas que hacer en el despacho, y luego me marcharé.
—¿No quieres ver las fotos? —preguntó Matt.
—No me agrada la idea de estar aquí viendo fotos mías, con vosotros.
Vendré a despedirme cuando acabe —dijo cogiendo su café y una galleta,
antes de abandonar el salón.
Cuarenta y cinco minutos más tarde volvió a entrar.
—Me voy a casa. Ha sido un placer conocerte, Matt.
—El placer ha sido mío, pelirroja.
—Que pase un buen fin de semana, Bruce. Le he dejado sobre su mesa
una nota con sus citas de mañana y el domingo.
—Gracias. Pase un buen fin de semana también. Y dele las gracias a su
madre.
Ellos dos se quedaron viendo las fotos, había algunas fantásticas.
Llegaron a las de la pistola.
—Esa es la que quiero para la portada. De haber estado cargada el arma,
me habría disparado.
—Sí, estaba realmente furiosa, pero ha valido la pena. Es una de las
mejores fotos que he hecho en mi vida, te lo aseguro y quedará una portada
preciosa.
—Quiero que me envíes dos copias de todas las fotos en las que Lea haya
salido bien.
—¿Dos?
—Sí, su madre y sus hermanos querrán tenerlas. Las necesito antes del
viernes, ese día Lea se marcha de vacaciones y quiero que se las llevé.
—Las tendrás aquí el miércoles a lo más tardar. Las fotos de los cuadros
te las enviaré unos días después.
—No hay problema. Ya sabes el nombre de la novela. Prepara la portada
y envíame las opciones que se te ocurran con el título y mi nombre.
—¿Sigues sin tener correo electrónico?
—Lea se ocupará de ello el lunes.

—Mamá, no te he preguntado nada respecto a Rex, porque esperaba que


fueras tú quien me hablara de ello —dijo Lea mientras conducía hacia la
cafetería de Vivien al día siguiente.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué hay entre vosotros?
Su madre se volvió para mirarla y Lea la miró a su vez.
—El miércoles, cuando volvimos de cenar, me besó.
—¿Sólo habéis compartido un beso?
—Un beso el miércoles, tres el jueves y el viernes…, he perdido la
cuenta.
Lea soltó una carcajada.
—Pareces una adolescente, incluso te has ruborizado.
—Me siento como si fuera la primera vez que salgo con un hombre. Y he
estado casada más de veinte años. Pensé que mi relación con los hombres
había terminado con el papá.
—Me alegro. Eres muy joven y mereces disfrutar y ser feliz. Lo que
siento es que hayas perdido seis años por estar asustada.
—Puede que estuviera destinada a conocer a Rex.
—¿Vais en serio o es sólo una aventura?
—No hemos hablado de ello, pero me siento muy bien cuando estamos
juntos. Estoy preocupada, porque Rex no va a contentarse con unos cuantos
besos. Y yo tampoco.
—Rex sabe lo que se hace. Tú limítate a dejarte llevar.
—Es extraño estar hablando de esto contigo.
—Yo siempre te lo he contado todo, ¿qué diferencia hay?
—Supongo que ninguna, si no tenemos en cuenta que yo soy la madre.
—Desde luego, yo no soy la más adecuada para hablar de sexo.
—Cariño, los chicos con los que estuviste no tenían ni idea de lo que
hacían.
—¿No crees que es demasiada casualidad que ninguno de los cuatro con
los que he estado, no supieran lo que hacían? Puede que tuvieran razón y yo
sea frígida.
—Un día te encontrarás con el hombre adecuado, uno que sepa cómo
tratar a una chica y entonces te darás cuenta de que has sido una estúpida,
haciendo caso a esos capullos.
Lea se rio por lo de capullo ya que su madre no solía decir tacos.

Entraron en la cafetería y se acercaron a la barra.


—Hola, Viv.
—Hola, Lea. Seguro que ella es tu madre, el pelo es inconfundible.
—Sí, soy su madre. Me llamo Nicole.
—Y yo Viv. Me alegro de conocerla, Lea me ha hablado mucho de usted.
—Nada de usted, cielo. Yo también quería conocerte.
—Hemos venido a tomar café.
—Estupendo, sentaos en la mesa que queráis. ¿Qué vais a tomar?
—Yo tomaré un té —dijo Nicole.
—Yo un café con un poco de leche.
—Me sentaré con vosotras, hoy esto está tranquilo.
Poco después estaban las tres en la mesa hablando un poco de todo.
—¿Pasarás las fiestas con tu familia? —preguntó Nicole.
—Yo no tengo familia. En Nochebuena cenaré y pasaré la noche con
Bruce, como cada año. Y el día de Navidad siempre comemos en casa de la
madre de Hardy.
—¿Ese Bruce que has mencionado es el jefe de Lea?
—Sí, somos amigos desde el colegio.

Cuando Nicole y Lea llegaron a casa se encontraron a Rex que venía de


una de las cabañas. Les propuso ir a cenar y al cine. Nicole aceptó, pero Lea
prefirió quedarse en casa a terminar de leer la novela que Bruce le había
prestado.
A las siete menos cuarto ya la había terminado y decidió llamar a su jefe.
No contestó, así que le dejó un mensaje en el contestador.
Bruce estaba en la cocina cuando sonó el teléfono y dejó que saltara el
contestador. Cuando oyó la voz de Lea pensó en coger el aparato, pero no
quería hablar con ella. Esa chica lo ponía nervioso y lo cabreaba por todo. A
Bruce le molestaba incluso que a ella no le importara que saliera con mujeres,
y además le recordara sus citas.

Hola, Bruce. No hace falta que me devuelva la llamada. Sólo quería


decirle que he terminado de leer la novela que me prestó ayer. Bueno,
supongo que también me la regalará, después de dedicármela. Me siento
orgullosa de trabajar para un genio como usted. Es una lástima que como
hombre no sea tan brillante como lo es como escritor, porque sería perfecto.
Su novela me ha encantado. Me pregunto si no habrá hecho un pacto con el
diablo para que guie su mano al escribir. Aprovechando que son las siete de
la tarde, le recuerdo su cita de hoy con Sally. Compruebe de nuevo la nota
que le dejé para que no se confunda de restaurante. Que pase una buena
noche.

Rex y Nicole se marcharon a cenar a las ocho. Lea se preparó un


bocadillo, cogió un zumo de la nevera y se sentó en la mesa de la cocina
dispuesta a escribir la escena para que Bruce la incluyera en su novela.
Pasó un montón de tiempo pensando, tachando lo que acababa de escribir,
arrugando hojas y tirándolas al suelo… Se dio cuenta que escribir no era tan
sencillo como había pensado. Le llevó más de tres horas escribir la escena
que tenía en mente.
—¡Tres horas para escribir cuatro folios! ¡Casi un folio por hora! —dijo
riéndose.
Pero la había acabado. La escena que tenía escrita frente a ella estaba
llena de tachones y palabras subrayadas…, pero había plasmado en el papel
todo lo que quería expresar. Todo lo que a ella le habría gustado hacer con
Bruce.

Lea se despertó al día siguiente, pero en vez de levantarse empezó a


pasar al ordenador la escena que había escrito la noche anterior. A las nueve y
media oyó a su madre y a Rex entrar en la casa riendo. Se puso un vaquero y
un suéter y bajó.
Nicole estaba en la cocina preparando el desayuno, llevaba la misma
ropa de la noche anterior y Rex estaba a su lado apoyado en la bancada.
—Y yo que estaba en la cama, haciendo tiempo para no despertarte,
porque suponía que te habrías acostado tarde, y mira por donde, estaba sola en
casa. Buenos días, pareja.
—Hola, cariño —dijo su madre algo ruborizada.
—Hola, pequeña —dijo Rex.
—¿Lo pasasteis bien anoche?
—Lo pasamos muy bien, gracias —dijo Rex sonriendo. Recibió un
codazo de Nicole.
—Sentaos, el desayuno está listo.
—Como el viernes no cené con vosotras no me pudiste contar lo de la
sesión de fotos.
—Tampoco hablé de ello con mi madre, quería contároslo a los dos
juntos.
—¿Fue todo bien?
—Sí, Matt es un chico muy cariñoso. He de reconocer que estaba muy
nerviosa.
Lea les contó todo lo ocurrido en el bosque.
—¡Qué listo tu jefe! —dijo Nicole—. Parece que te conoce bien y sabe
como enfadarte.
Capítulo 8
Bruce entró en el despacho poco después de que Lea llegara, ella estaba
ocupándose del correo.
—Buenos días.
—Hola, Bruce.
—¿Ha desayunado?
—Sí. Le he dejado en la cocina la comida que mi madre me ha dado para
usted.
—Gracias. Su madre está malacostumbrándome.
—Y que lo diga.
—¿Qué es ese ruído?
—La impresora. Estoy fotocopiando la escena que me pidió que
escribiera.
—Voy a desayunar, enseguida vuelvo —dijo él sonriendo y
preguntándose lo que habría escrito.
Bruce volvió al despacho, ella estaba trabajando en la novela.
—¿Cómo lleva lo del tabaco?
—Bueno... Me he dado cuenta de que ahora como más, y los dulces de su
madre vuelan. He incrementado el tiempo que paso en el gimnasio.
—Buena idea.
Después de que Bruce le dijera que necesitaba tener un correo
electrónico, para que Matt le enviara las pruebas de las portadas, Lea lo creó
y se lo envió al diseñador.
Bruce se sentó en su silla. Tenía las hojas que Lea había fotocopiado
sobre la mesa.
Recibieron un correo de Matt y ella se acercó a su jefe para abrirlo.
Había tres portadas, el título de la novela y el nombre de Rayner aparecía de
diferente forma en cada una de ellas.
—¡Dios mío! ¿Esa soy yo? —dijo inclinándose junto a él para ver la
pantalla.
—Ha quedado perfecta, ¿verdad? ¿Cuál le gusta más?
—¿Está seguro de que me quiere en la portada de su novela?
Estoy seguro de que me gustaría más tenerte en mi cama, pensó Bruce.
—Completamente seguro.
—Creo que el título queda mejor en la parte superior y su nombre debajo.
—Yo pienso igual. Dígale a Matt que nos quedamos con esta. Que nos la
envíe con el formato habitual.
Lea giró el ordenador un poco hacia ella, escribió el correo y lo envió.
—Ya está. ¿Va a seguir corrigiendo la novela?
—Lo haré después de leer la escena que ha escrito.
—Puede leerla cuando me marche.
—¿Le avergüenza que la lea estando usted aquí?
—Por supuesto que no —dijo apagando el portátil y cerrándolo.
Bruce cogió los folios y empezó a leer.

Los dos detectives se despidieron del capitán y de su compañera, la


detective Reeves, y salieron del bar.
—¿Usted no se marcha? —preguntó el capitán a la chica.
—Todavía no, tengo que hacer tiempo. Mi hermana me ha pedido que
no aparezca por casa. Por lo visto quiere tener una velada romántica con su
novio.
—¿Hasta qué hora tiene que estar desaparecida?
—Hasta por la mañana.
—¿Y qué va a hacer?
—Tomaré otra cerveza, iré a comer algo y puede que vaya al cine.
Luego iré a un motel y dormiré unas horas.
—Una noche de viernes muy completa. ¿No tiene ninguna amiga con
quien quedarse?
—Mis dos amigas están casadas y no quiero molestar. De no ser
viernes, le habría dicho a Sam, al detective Sloan, de ir a su casa, pero sé
que los viernes sale con alguna mujer y no me apetece estar allí.
—Pues..., que tenga una buena noche.
—Gracias, capitán, buenas noches.
Noah se dirigía a la puerta, pero se volvió de nuevo para acercarse a
ella.
—Detective, estoy pensando que, a pesar de ser viernes, yo no voy a
llevar a ninguna mujer a casa. Si quiere venir conmigo puedo ofrecerle esa
cerveza, algo para cenar, una película y la habitación de invitados.
—No quiero molestarle, pero gracias de todas formas.
—No va a molestarme en absoluto, y le aseguro que me hará un favor,
no me gusta comer solo. Vamos.
—De acuerdo.
Durante los quince minutos que duró el trayecto se sintieron
incómodos. Era palpable la atracción y la química que había entre ellos.
—¿Cómo lleva lo de su nuevo puesto? —preguntó ella.
—Después de mes y medio, ya me he acostumbrado al cambio.
—Seguro que su despacho en el FBI era más bonito y mucho más
grande.
—El despacho es lo de menos. Parece que se lleva bien con el detective
Sloan.
—Somos compañeros, y nos conocemos desde hace años. Pasamos
juntos mucho tiempo.
—¿Y con su otro compañero no?
—El detective Harrys está casado.
—¿Hay algo entre Sloan y usted?
—Si hubiera habido algo entre nosotros, me habría ido con él, ¿no le
parece?
—Supongo.

El capitán abrió la puerta de su casa y la dejó entrar delante. Luego


entró él y cerró la puerta.
—Le enseñaré su habitación.
—Vale —dijo siguiéndolo hacia la escalera.
—Si quiere puede ducharse antes de cenar, yo suelo hacerlo. Es como si
el agua se llevara el trabajo por el desagüe.
—Sí, a mí me sucede lo mismo.
—Ese es el baño, encontrará toallas limpias en el armario —dijo
cuando llegaron al rellano de la planta superior—. Y este es su dormitorio.
Espero que se sienta cómoda.
—Lo estaré, gracias. ¿Le importaría dejarme una camiseta y un
pantalón de chándal?
—Se lo traigo enseguida.
Poco después volvió con las prendas. No tengo zapatillas de su número,
pero estos calcetines son gruesos.
—Estupendo, gracias. Puede ducharse usted primero si lo desea.
—Tengo baño en mi dormitorio. Después de ducharme bajaré a
preparar la cena.
—Le ayudaré cuando acabe.
—¿En qué puedo ayudarlo? —dijo ella entrando en la cocina.
—Tiene el pelo mojado —dijo él al verla—. Lo siento, el secador está
en mi baño. Suba y séqueselo.
—No importa, no hace frío. ¿Qué está preparando?
—Pechuga de pollo rebozada y patatas fritas. ¿Quiere ir preparando la
ensalada?
—Claro —dijo ella colocándose a su lado frente a una tabla de madera
donde él acababa de dejar un cuchillo.
—Deberíamos tutearnos, vamos a cenar juntos —dijo él mirándola y
sonriendo.
—Vale.
—¿Te llaman Katherine?
—Kate.
—Yo soy Noah.
—Lo sé.
—Supongo que no estás saliendo con nadie, de lo contrario habrías ido
a su casa.
—Supones bien.
—Entre nosotros hay algo, ¿lo has notado tú también?
Ella se giró para mirarlo.
—Supongo que será química.
—Sea lo que sea, no he podido apartarte de mi cabeza desde el primer
día que te vi.
Noah se acercó a ella y le dio la vuelta para que estuvieran de frente.
Se inclinó y rozó los labios con los de ella.
—Vamos a cometer un error —dijo Kate.
—Valdrá la pena —dijo colocando la mano en su nuca para acercarla y
besarla—. Me encanta tu pelo.
Una especie de descarga eléctrica los recorrió a los dos en segundos,
cuando sus bocas se unieron. Fue el encuentro de esa tensión sexual, que
ambos habían experimentado en el momento en que se vieron en la
comisaría por primera vez. Esa atracción invisible e inevitable que los
había llevado hasta allí, a ese instante.
Kate le rodeó el cuello con los brazos y le devolvió el beso con más
ardor aún del que él había puesto. Cuando Noah hizo mención de separarse,
ella lo atrajo de nuevo para devorarlo, literalmente. Y cuando fue ella quien
intentó apartarse, porque le faltaba el aliento, Noah se sació de ella una vez
más.
—¡Joder! —dijo el capitán elevándola para llevarla a la mesa sin dejar
de besarla y sentándola sobre ella.
—Deberías apagar el fuego, el aceite está echando humo. Él lo hizo.
Noah la arrastró hasta el borde de la mesa y se colocó entre sus
piernas y Kate le quitó rápidamente la camiseta dejando sus pectorales al
descubierto.
—¡Hostia! —dijo volviendo a besarla.
La chica le acarició el pecho, los hombros, los bíceps. Noah hizo volar
por los aires la camiseta de ella, bueno la suya, y se lanzó a lamerle los
pechos. Kate sentía la boca de él, esa boca que encontraba tan sensual y que
estaba dándose un banquete con sus pezones.
Kate lo rodeó con sus piernas para tenerlo más cerca y poder sentir su
erección.
—¡Joder, Kate!
—Sí, eso es lo que haremos pronto —dijo abrazándolo para pegar su
pecho desnudo al de él—. Supongo que tendrás un condón a mano.
—¡Mierda! Los tengo arriba.
Noah deslizó la mano dentro del pantalón de ella y pasó con suavidad
los dedos por sus pliegues. Metió un dedo en su interior, y luego uno más.
—Estás tan húmeda... Umm, deliciosa.
Noah metía y sacaba los dedos de su interior mientras le lamía los
pezones duros y erectos.
—Más deprisa, por favor —dijo ella lanzándose de nuevo a su boca.
Kate empezó a gemir cuando él incrementó el ritmo y pronto la tuvo
jadeando entre sus brazos. Metió la mano dentro del pijama de él y le
acarició la polla apretándola. Y Noah soltó un gruñido.
—Voy a correrme para ti.
—Sí, cielo, dámelo todo.
Al oír esas simples palabras, el orgasmo alcanzó a Kate dejándola
devastada. Se abrazó fuertemente a él y Noah sacó los dedos de su interior.
Cuando Kate se tranquilizó y su respiración volvió a la normalidad,
dejó de rodearlo con las piernas y bajó de la mesa.
—Ahora te toca a ti —dijo ella bajándole el pantalón—. Siéntate en la
silla.
Cuando él lo hizo, Kate se arrodilló en el suelo y sin preámbulos se
metió la polla en la boca y empezó a moverse arriba y abajo.
—¡Dios mío! Hoy me ha tocado la lotería.
Kate lo acariciaba con la lengua y con los labios. Le mordisqueaba los
laterales del miembro al mismo tiempo que masajeaba sus testículos.
Empezó a subir y bajar de nuevo hasta que Noah sintió que estaba cerca.
—Si no quieres que me corra en tu boca, es el momento de que te retires
—dijo acariciándole el pelo.
Kate colocó las manos en los abdominales de él. Claramente no
pretendía retirarse. Empezó a acariciarlo mientras su boca subía y bajaba, y
Noah explotó en un orgasmo enloquecedor. Kate retiró la boca y dio unos
lametazos en la punta antes de ponerse de pie.
Luego se sentó a horcajadas sobre él para besarlo con descaro y
compartiendo ambos el sabor de la eyaculación.
—¡Hostia! Ha sido la mejor mamada de mi vida.
—Me alegro haber sido yo quien te la ha proporcionado.
—Voy a por un condón. Quiero follarte sentada en la mesa. No te
muevas de aquí.
—No voy a ir a ningún sitio —dijo ella sonriendo.
Noah se subió el pantalón y se dirigió a la escalera con piernas
temblorosas. Poco después apareció de nuevo, sentó a Kate en la mesa y se
puso el preservativo.
—Voy a follarte fuerte.
—Eso me va a gustar.
Noah entró en ella de una sola embestida, llegando hasta el fondo. La
penetró con acometidas tan brutales que ella soltaba un gemido con cada
una de ellas. Y él se moría de satisfacción al oírla.
Kate tuvo su segundo orgasmo, pero Noah no se detuvo y siguió con sus
potentes embestidas. Antes de llegar al clímax salió de su interior y volvió a
penetrarla hasta lo más profundo. Kate soltó un grito y se sujetó al borde de
la mesa con las dos manos para aguantar las descomunales estocadas. Noah
apoyó los tobillos de ella sobre sus hombros y
las acometidas se volvieron salvajes, rápidas y más fuertes, y los
gemidos de ambos se unieron en una especie de quejido alto e intenso.
Los dos se corrieron a la vez y Noah se desplomó sobre ella agotado.
Permanecieron así, con las respiraciones agitadas hasta que se serenaron y
recobraron el aliento.
—Y esto sin llegar a la cama —dijo ella sonriendo.
—¡Dios mío! Qué buena estás. No sabes las veces que he pensado en
follarte cuando te veía en la comisaría.
—Yo también.
—¿Tienes hambre?
—Estoy hambrienta.
—Vamos a reponer fuerzas, porque esta noche no vamos a dormir.
Se lavaron las manos, se vistieron y terminaron de preparar la cena. Se
lo comieron todo mientras ella le hablaba de los cotilleos de la comisaría.
Después de recoger la cocina entre los dos, subieron al dormitorio de Noah.
Kate se echó sobre la cama y él la desnudó mientras besaba la piel que
iba quedando al descubierto. Noah empezó a recorrerle el cuerpo con los
labios, saboreando cada centímetro de su piel. El roce de su incipiente
barba, cuando la acariciaba entre los muslos, casi hizo que Kate se
corriera. Pasó su lengua por el clítoris y ella se arqueó y abrió las piernas.
Él se sació con su sexo lamiéndola y la penetró con la lengua hasta que ella
no pudo soportarlo y estalló en un orgasmo apoteósico.
Noah ascendió para buscar sus labios y el sabor de la excitación de
ella se mezcló en sus bocas. A Kate le pareció un acto muy íntimo, y eso hizo
que aumentara más el deseo que sentía por él.
—Quiero decirte algo —dijo él mientras se quitaba la camiseta y se
desprendía del pantalón.
—¿Qué?
—¿Quieres mantener en secreto nuestra relación?
—¿Tenemos una relación?
—Por supuesto. En la comisaría nos comportaremos como siempre,
pero fuera de ella estaremos juntos. Iremos a cenar, al cine, a bailar... No
quiero una aventura contigo, Kate. Creo que estoy enamorado de ti.
—Menos mal, porque yo te quiero casi desde el primer día que te vi
aparecer por la comisaría.
—Todo aclarado. Ahora vayamos al asunto —dijo mirándola de arriba
abajo—. ¡Dios! Eres preciosa. Me gusta todo de ti.
—A mí me gusta tu cuerpo, mucho.
Noah empezó a besar, mordisquear y lamer su piel descendiendo por su
cuerpo. Y cuando llegó a su sexo le abrió las piernas y lo devoró hasta que
Kate se sintió devastada de nuevo por un orgasmo enceguecedor. Luego se
colocó sobre ella y la penetró. Esa vez se lo tomó con calma, con embestidas
lentas y profundas que la hicieron enloquecer.
Después de que se sosegaran, tras el orgasmo que habían compartido,
Kate empezó a acariciarlo con las manos y la lengua. Le lamía como si él
fuera el más exquisito de los chocolates. A continuación se colocó a
horcajadas sobre él y lo cabalgó con dureza hasta que alcanzaron de nuevo
las alturas y se dejaron llevar. Y tuvieron que detenerse porque estaban
exhaustos.
El capitán tenía cuarenta años, doce años más que Kate y sin duda, a
sus ojos, era el ejemplar más perfecto que ella había visto jamás. Tenía un
cuerpo imponente y esas manos que se habían deslizado por su cuerpo...
Noah la había hecho correrse una vez más, con la destreza que
demostraba su larga experiencia con las mujeres, un arte que Kate no
podría igualar en mucho tiempo.

Bruce miró a Lea, intentando que ella no pudiera adivinar en su mirada lo


mucho que deseaba tenerla entre sus brazos. Mientras leía esas pocas hojas
había imaginado que los protagonistas eran ellos dos. Sentía unos deseos casi
irrefrenables de besar sus labios, esos labios que encontraba de lo más
apetecibles. Quería acariciar ese cuerpo esbelto que lo volvía loco, y esas
piernas interminables que se moría por ver. Por no mencionar cuánto deseaba
estar dentro de ella. Ninguna mujer había conseguido que le hirviera la sangre
en las venas, y esa cría lo había logrado sólo con escribir cuatro páginas.
Nunca había deseado a una mujer como la deseaba a ella en ese momento.
Quería sentir su cuerpo desnudo sobre el de ella, o debajo de ella. Quería
sentir el contacto de su aliento sobre su piel. Quería sentir los labios de ella
acariciándolo.
Lea estaba concentrada en el trabajo, ausente de lo que a Bruce le
rondaba por la cabeza.
—¿Cómo lo hace?
—¿Como hago qué? —preguntó levantando la vista para mirarlo.
—Sorprenderme, no suelo sorprenderme con facilidad.
—Puede que tenga un don —dijo con una sonrisa tímida.
—¿Puedo hacerle una pregunta?
—Claro.
—¿Estas páginas que ha escrito, han sido una experiencia suya?
Lea no pudo evitar echarse a reír.
—Nada más lejos de la realidad. Los hombres con los que he estado, me
dejaron claro que soy frígida —dijo sonrojándose ligeramente.
—Una mujer frígida no puede escribir algo así.
—Le aseguro que sí puede. Y escribir no tiene nada que ver con la
realidad. Usted debería saberlo mejor que nadie. ¿Va a incluirlo en su novela?
—Sí, sólo he de decidir en qué parte de la historia irá mejor. Lo pensaré
mientras voy corrigiéndola. ¿Le importaría preparar el ordenador para que
pueda seguir?
—Claro que no —dijo levantándose y acercándose. Puso el ordenador
delante de él y se inclinó para ver la pantalla y descargar la novela.
Bruce aspiró el olor a jabón y… a juventud. Y se estremeció al tenerla
tan cerca.
—Listo, todo suyo.
—Gracias.
—Por cierto, he traído su novela para que me la dedique.
—Puede que no quiera regalarle esta.
—Claro que quiere, soy su fan número uno.
—De acuerdo —dijo sonriendo.
Cogió la novela, escribió la dedicatoria y se la entregó. Lea la leyó.
No sé cómo lo haré, pero algún día le demostraré que está usted muy
confundida. Bruce.
—¿A qué se refiere? —preguntó ella después de leerla.
—Cuando se lo demuestre lo sabrá. Le daré la siguiente novela antes de
que lo olvide.
Cuando Lea se marchó a casa, Bruce fue a la cocina a calentar la comida
que le había enviado Nicole. Mientras miraba las lentejas pensó que, si esa
mujer seguía enviándole la comida, se acostumbraría y la echaría de menos
cuando se marchase.

Esa tarde Lea sólo recibió la llamada de una mujer, y adelantó muchísimo
el trabajo. Bruce estaba concentrado leyendo la novela, buscando el momento
en el texto para introducir la escena erótica.
El sol se estaba ocultando y sus últimos rayos se filtraban a través de la
ventana posándose en Lea. Bruce la miró. Ella echó los hombros hacia atrás y
movió la cabeza a un lado y a otro para relajar las cervicales, que tenía tensas
por estar tanto tiempo seguido tecleando.
Bruce seguía mirándola. Esos ojos verdes eran como una caricia para él.
Dios, deseaba estar con ella y besarla hasta hacerla perder el aliento. Quería
deshacerse de ese suéter para contemplar esos pechos que había adivinado
debajo de la blusa blanca que llevaba el día de la sesión de fotos. Quería
quitarle ese vaquero que le marcaba ese culo de infarto. Y quería ver esas
piernas infinitas que prometían ser preciosas. Quería acariciar con su lengua
cada centímetro de su cuerpo y contemplar su rostro y sus ojos cuando le
provocara un orgasmo. Desde que ella le había dicho que era frígida, esa idea
se había instalado en su cabeza y no podía deshacerse de ella. Esa cría era una
tentación para un hombre.
Esos suaves cabellos rojos permanecían recogidos en lo alto de su
cabeza y Bruce se sentía tentado por ellos. ¿Cuándo había deseado introducir
los dedos en el pelo de una mujer?, se preguntaba. Pero eso era lo que más
deseaba en ese momento. Quería deshacerle el recogido, meter los dedos entre
esos mechones y acercarla a él para devorarle esos labios tan apetitosos.
De pronto Lea se sacó el lápiz que había utilizado como pasador para
sujetarse el pelo, como si hubiera adivinado los deseos de Bruce, y los
cabellos se deslizaron como una suave cortina de seda sobre sus hombros y
espalda. Lea cerró los ojos echándose hacia atrás en la silla.
De la cabeza de Bruce desapareció cualquier pensamiento coherente que
albergara. Sintió que algo caliente le recorría las venas a toda velocidad. Si
hubiese sido un hombre predispuesto a tener ataques cardíacos, ese habría
sido el instante en que habría sucedido. Menos mal que disfrutaba de buena
salud, aunque en esos momentos, su corazón golpeaba desbocado su pecho. El
ver esa cabellera roja, destacando el color por los rayos del sol,
convirtiéndola en una hoguera, había sido el detonante de que a Bruce le
afectara de esa forma la visión y de que tuviera una repentina erección.
¡Por el amor de Dios! ¿Desde cuando me he dejado yo arrastrar por mi
polla?, pensó.
Pero no podía negar que se había sentido intranquilo y algo turbado ante
aquella visión y sobre todo, ante esa respuesta tan intensa de su cuerpo.
El cuerpo de Bruce se tensó en un instante, cuando se dio cuenta de la
poderosa atracción que sentía por esa chica. Una atracción que no había
sentido nunca por ninguna mujer. Y tampoco quería sentirla ahora, y menos aún
por su asistente personal. No sabía la razón, pero esa chica era distinta. En
ocasiones deseaba protegerla y sentirla cerca cuando trabajaban. Pero otras
veces deseaba abalanzarse sobre ella y follarla sin compasión.
Lea cerró el ordenador devolviendo a Bruce a la realidad.
—¿Ya son las cinco?
—Sí. ¿Ha avanzado mucho?
—Sigo en el mismo capítulo.
—¿No ha tenido tiempo de acabarlo en toda la tarde?
—He estado un poco… distraído.
—Vaya, un defecto serio. Ya me estaba preocupando tanta perfección.
—Tengo la sensación de que la mayor parte del tiempo se burla de mí.
—¡Dios me libre! ¿Cómo se le ocurre algo así? Es mi jefe.
—Lo esconde con su ironía y su sarcasmo, pero yo sé leer entre lineas.
—A veces, ser demasiado inteligente, es un defecto. ¿Quiere seguir con
el ordenador?
—No. Dele las gracias a su madre por la comida.
—Lo haré —dijo ella apagando el ordenador y saliendo del despacho.
—Le compraré un regalo de Navidad en agradecimiento —dijo
levantándose para acompañarla.
—Mi madre no espera ningún regalo.
—Lo sé.
—No olvide su cita de hoy.
—Gracias por recordármelo.
Hubo un momento tenso entre los dos. Ambos lo notaron y se quedaron
mirándose junto a la puerta, sin saber qué hacer.
—Que pase una buena noche —dijo ella reaccionando.
—Lo mismo le deseo. Hasta mañana.

Bruce cenó con su cita de esa noche y luego fueron a casa de ella. Cuando
regresó, después de medianoche, se duchó y se metió en la cama. La imagen de
su asistente personal se materializó en su mente como un fantasma entre las
sombras de su habitación y sin él desearlo. Se había sentido incómodo
mientras cenaba con su cita. Y luego se había sentido aún más incómodo
cuando la follaba porque, a pesar de que era divertida y fantástica en la cama,
él había fantaseado con que ella era Leandra. Aunque lo intentó, no consiguió
quitársela de la cabeza. Empezaba a estar harto de esas citas programadas.
Nunca le había gustado acordar citas con antelación. Cuando le apetecía estar
con una mujer la llamaba y se veían de mutuo acuerdo. Y le jodía, todavía
más, que fuera su asistente quien le organizara las citas. Por supuesto, ella no
sentía nada por él, pero Bruce no podía dejar de sentir… eso, lo que fuera, por
ella. Lo que sentía por Lea no se parecía a nada que hubiera experimentado
con anterioridad, y no le gustaba. Lo único que deseaba era, dejar de sentirlo.

Lea entró en casa de Bruce al día siguiente. Se sentía cansada. La noche


anterior le había costado conciliar el sueño, por culpa de su jefe, porque no
había podido desprenderse de la imagen de él que tenía en la cabeza.
Durante los últimos quince días, que a ella le parecían como una vida
completa, había experimentado emociones nuevas y desconocidas. Se habían
apoderado de ella y la llevaban hacia donde querían, como si fuera arrastrada
por el viento. En su corta vida no había experimentado nada que se pareciera a
lo que sentía en su interior, desde que había conocido a Bruce. Claro que,
tenía veintiún años y se suponía que su experiencia, en todo, era limitada.
Nunca se le habría ocurrido pensar, que dentro de ella se hospedaran
sentimientos como esos. Se sentía ardiente, fogosa, apasionada, cuando en
realidad, estaba convencida de que era fría como el hielo. Esa contradicción
giraba en su mente y la hacía sentirse aturdida e insensata, como una idiota con
sensaciones absolutamente estúpidas. Nunca se había sentido así con respecto
a un hombre. Claro que, jamás había conocido a un hombre como Bruce, tan...
diferente a los chicos con los que había salido. Él estaba a otro nivel, a un
nivel superior, al que ella difícilmente llegaría a corto plazo. Bruce conseguía
que, con una sola palabra, una simple frase o una intensa mirada, se sintiera
desconcertada, aturdida y confusa, como una jodida adolescente. Tenía casi la
total certeza de que se había enamorado de él. En algún instante en esas dos
semanas, en que posiblemente había estado distraída, seguramente pensando
en él, le había entregado su corazón. El problema era que ahora no sabía como
recuperarlo. Para alguien como ella, con una experiencia rozando la nulidad,
Rayner era la personificación del sexo en todo su apogeo. Puede que esa idea
fuera la que hizo que la noche anterior no dejara de imaginar infinidad de
cosas…, con él. Cosas que la hacían incluso avergonzarse de sí misma.
Lea se ocupó primeramente del correo y luego leyó el email que Matt
había enviado junto con la foto definitiva de la portada de la novela. Aún no
se hacía a la idea de que en un futuro cercano, millones de personas verían su
foto.
Bruce entró en el despacho y a Lea le dio un vuelco el corazón.
—Buenos días.
—Buenos días, Bruce.
—¿Vamos a cambiar de asiento? —preguntó al verla sentada en su silla.
—No, estaba leyendo un email de Matt. Ha enviado la portada definitiva.
Creo que ha quedado muy bien, a pesar de ser yo quien aparece en ella.
—Ha quedado bien, precisamente porque usted está en ella.
Bruce se colocó detrás de Lea, apoyó una mano sobre la mesa y se
inclinó para mirar la foto en la pantalla por encima de su hombro. A Lea se le
alteró el pulso al tenerlo tan cerca, sintiendo su aliento.
Bruce se quedó ahí, sin moverse y sin hablar. Lea suponía que los
desenfrenados latido que estaba escuchando serían los de su propio corazón,
pero después de pararse a pensar un segundo, creyó que eran los de él, que
latían al unísono con los suyos, con el mismo desenfreno que los de ella.
Cada vez que Lea respiraba, Bruce percibía ese aroma al champú de su
pelo. Parecía como si hubiera entrado en trance. El deseo que sentía por esa
chica era incontenible. Deseaba retirarle el cabello hacia un lado y morder ese
cuello que lo tentaba. De pronto se preguntó si ese perturbador deseo que
sentía resultaría evidente para alguien tan inteligente como ella.
Después de preparar el ordenador para que él pudiera seguir leyendo su
novela, Lea volvió a su silla. Miró a su jefe y al ver que él la miraba, un suave
rubor apareció en sus mejillas. Encendió su ordenador y empezó a trabajar
mientras intentaba serenarse. Pero poco después se dio cuenta de que él seguía
allí de pie, mirándola.
—¿Le ocurre algo?
—Tengo un problema —dijo él arrepintiéndose al momento de haber
pronunciado esas palabras.
—¿Puedo ayudarlo?
—No.
—¿Es algo serio?
—Podría ser peor.
—Está poniendo en práctica su deslumbrante optimismo, ¿no?
Él sonrió.
Bruce era un hombre de éxito, millonario y con mucha vida corrida.
Muchos matarían por tener lo que tenía él. Sin embargo, Bruce no le tenía
aprecio a su vida. No tenía sueños ni ilusiones. Puede que esa fuera la causa
de que unas finas lineas de cinismo le rodearan los ojos. Pero cuando sonreía,
desaparecía por un instante de su rostro cualquier indicio de desilusión por la
vida. Como en ese momento, que Lea lo encontró tan atractivo que el corazón
casi se le paró.
—En ocasiones, la manera más efectiva de solucionar los problemas, es
no hacer nada al respecto —dijo ella.
—¿Quiere decir dejar que pase lo que tenga que pasar?
—Exactamente.
Un brillo fugaz apareció en los ojos grises de Bruce.
—Creo que voy a seguir su consejo por esta vez.
—Verá como tengo razón.
Bruce la miró sonriendo, porque el problema que había mencionado, era
ella. Sabía que desde hacía unos días algo había cambiado en él y… ¡Joder!
No quería averiguar de qué se trataba.
Rayner había logrado concentrarse en el trabajo. Podría haber adelantado
más, si no fuera porque a medida que iba leyendo iba cambiando algunas
cosas de las que había escrito.
Bruce estaba comiendo en la cocina poco después de que Lea se
marchara a casa. No sabía si era porque se había acostumbrado a estar con
ella, pero se preguntó si era normal que la echara de menos, cuando se había
marchado hacía escasos minutos.

Rayner estaba tomando café en la cocina cuando Lea volvió al trabajo.


—Hola.
—Hola. El estofado de su madre estaba delicioso, y el pan, ¡por Dios!
¿Dónde lo compra?
—Lo hace ella.
—No sé si invitarla a que venga a vivir conmigo. Podría hacer construir
en la parte de atrás de la casa una supercocina con todo lo necesario para que
empiece su negocio.
—Se lo diré. Se sentirá halagada. Pero no sé si ha pensado, que si mi
madre viniera a vivir con usted, yo también lo haría. Y le aseguro que no estoy
preparada para vivir con mi jefe. Ya lo veo más que suficiente.
—Cuando se marche de vacaciones me echará de menos.
—Sí, seguro que sí. Voy a dejar las cosas en mi habitación.
—¿Ve? Ya tiene incluso una habitación en mi casa.
—Para dejar el abrigo. Me serviría igual un perchero.
Bruce se rio viéndola salir de la cocina. Un minuto después Lea volvió a
entrar.
—¿Le apetece un café?
—Vale.
—¿Usted cocina tan bien como su madre? —dijo mientras le preparaba el
café.
—Sí, excepto en la repostería.
—Entonces, tal vez debería convencerla a usted para que venga a vivir
conmigo.
—No se moleste en intentarlo.
—Sabe, no me siento muy a gusto con esto de las citas. Las relaciones
sexuales programadas no son lo mío.
—¿Por qué?
—Es como si tuviera que acostarme con esas mujeres por obligación.
Nunca he programado ver a una mujer. Cuando me ha apetecido he llamado a
alguna y he quedado con ella.
—¿Por qué no me lo dijo?
—Porque… ¡Joder! Es tan eficiente…
—Eso no es lo que le dijo a Holt.
—¿No va a olvidar eso nunca? —dijo cabreado—. Ya le pedí disculpas
por ello, y no voy a volver a hacerlo.
—No espero nuevas disculpas.
—¿Qué pasa si un día no me apetece ver a la mujer que me ha asignado?
—Yo no le he asignado a nadie. Fue usted quien me dio una lista con el
nombre de todas ellas y los días que quería verlas. Si no quiere ver a alguna
de ellas sólo tiene que decírmelo y cancelaré la cita. O podría hacerlo usted,
parece que el teléfono sí lo domina bien.
—¡¿Otra vez se burla de mí?!
—¡¿Por qué me grita?!
—Usted también me está gritando.
—Le grito porque usted me está gritando, y no voy a ser menos. ¿Y sabe
lo que le digo? Yo trabajo para un escritor importante y me gusta mi trabajo,
pero mi cometido no es organizarle su vida sexual. Ni siquiera tengo la
obligación de contestar a las llamadas de sus amantes. Ese no es mi trabajo.
—¡Por supuesto que es su trabajo! El trabajo de una asistente personal es
hacerle la vida más fácil a su jefe.
—¡¿Entonces por qué se queja?! ¿Acaso no le estoy haciendo la vida más
fácil? —dijo encendida de furia.
— Y dé gracias a que no es mi tipo y no me atrae lo más mínimo, de lo
contrario tendría que follar conmigo.
—¡¿Con usted?! ¿Cree que me acostaría con un viejo como usted?
—Según dice es fría como el hielo. Tal vez un viejo como yo, sabría
descongelarla. A mí no me asusta el frío.
—Sería diferente si se tratase de su amigo Hardy.
—¿Está diciendo que se acostaría con Hardy? ¿A él no lo considera
viejo? He de informarle que tiene mi edad.
—Es posible que tenga su edad, pero él, además de ser un bombón, es
encantador.
—Y yo no.
—Usted también es encantador…, un encantador de serpientes.
—Parece que ha olvidado que tengo una larga lista de mujeres esperando
por mí.
—Eso es cierto, pero puede ser debido a dos cosas: la primera, que todas
esas mujeres sean estúpidas, y la segunda, que sea un mentiroso y lo finja todo,
puede que incluso los orgasmos. Yo me inclino por la segunda opción, porque
sería demasiada casualidad que se rodeara de tantas estúpidas y, según
Einstein, las casualidades no existen.
—¿Cree que finjo los orgasmos? ¿Cree que un hombre puede fingir algo
así? Ah, claro, lo había olvidado. Seguro que es lo que usted hace, debido a su
frigidez.
—Sabe, ya me han herido varias veces respecto a eso y precisamente sus
palabras no me van a afectar. ¿Y sabe por qué? Porque es algo que tengo
completamente asumido y tiene fácil solución
—¿Qué solución? ¿Irse a vivir con los pingüinos para no desentonar con
su frialdad?
—No, mantenerme alejada de los hombres. Sabe, lo que tiene de brillante
como escritor, lo tiene de despreciable como persona. Deseo de todo corazón
que tenga una plaza reservada para usted en el infierno.
Bruce vio que los ojos le brillaban de furia contenida. Tenía la misma
expresión en su rostro que en la portada de su nueva novela.
Lea se levantó, cogió su taza y abandonó la cocina.

Cuando Bruce entró en el despacho tenía frente a su silla el ordenador


encendido.
—¿Ya me ha puesto el trabajo delante? ¡¿Acaso tengo que hacer lo que
usted quiera?!
—No me grite, porque le oigo perfectamente. Ojalá no lo oyera.
—¡Gritaré todo lo que quiera porque esta es mi casa!
—Sí, es cierto, su casa, ese remanso de paz, calma y tranquilidad. Puede
que esta sea su casa, pero coincide que también es el lugar donde trabajo.
Lea recibió una llamada y contestó.
—Leandra Hawkins, asistente personal del señor Rayner, ¿en qué puedo
atenderle?
—¿Puedo hablar con Bruce?
—¿De parte de quién?
—Soy Claire.
Lea puso los ojos en blanco.
—El señor Rayner se ha ido a la Patagonia y no volverá en algún tiempo.
Pero le diré que ha llamado tan pronto vuelva.
—¡¿A la Patagonia?! —dijo él más cabreado aún cuando ella colgó—.
¡¿Ahora me he ido a la Patagonia?!
—Cuando decida ver a las cuatro mujeres que le han llamado
recientemente, dígamelo.
—Cancele la cita que tengo programada para mañana por la noche.
—¿Quiere cancelarla o posponerla para otro día? La noche del domingo
treinta la tiene libre.
—La veré ese día —dijo Bruce con una mirada furiosa.
Lea llamó seguidamente a la mujer.
—¿Quiere que cancele también la reserva del restaurante para la cena de
mañana?
—No la cancele todavía. Llame a Hardy, todavía no se habrá ido a la
consulta, y pregúntele si quiere cenar conmigo y si es que sí, dígale que lo
recogeré en la consulta cuando termine.
—De acuerdo —dijo ella haciendo la llamada—. Hola Hardy, soy Lea.
—Hola, preciosa.
—El señor Rayner me ha pedido que te pregunte si quieres cenar mañana
con él.
—Dile que sí.
—Te recogerá en la consulta cuando acabes.
—Bien. ¿Cómo te va con el ogro de tu jefe?
—Sin comentarios —dijo ella sonriendo—. ¿Estás bien?
—Sí, gracias. Podríamos quedar un día para cenar o tomar una copa.
—¿Te refieres a ti y a mí…, solos?
Bruce la miraba colérico. Le jodía que a su amigo lo tuteara y le llamara
por su nombre y que se refiriese a él como señor Rayner.
—Sí —dijo Hardy riendo.
—No es buena idea.
—¿Por qué? ¿Tú jefe te ha prohibido que salgas conmigo?
—A mi jefe no le importa lo que yo haga con mi vida, fuera del trabajo.
Pero quiero evitar relacionarme con gente allegada a él.
—Vale, ya hablaremos al respecto. Cuídate, pelirroja.
—Tú también. Su amigo cenará con usted mañana —dijo después de
colgar.
—¿Hardy quiere salir con usted?
—Eso no es asunto suyo.
Bruce no dijo nada más. Aunque no le apetecía estar sentado frente a ella,
no se movió y empezó a leer su novela. A los quince minutos no podía seguir
callado.
—¿No quiere salir con Hardy porque es frígida? ¿Le avergüenza que él
lo sepa?
Bruce la miraba desafiante. Esa mirada tan intensa provocó que el
corazón de Lea le latiera sin control y la sangre bullera a toda velocidad por
sus venas. Y no era debido a la excitación, estaba llena de ira. La mirada de
Lea se clavó en la de Rayner, en sus ojos había puro fuego.
—¿A usted le han enseñado a ser un cerdo repugnante, o es un talento
natural suyo?
A Bruce no le gustaron sus palabras, pero reconoció que las merecía.
Ninguno de los dos dijo nada más en toda la tarde. Poco antes de las
cinco, Lea empezó a ordenar su mesa.
—¿Cree que si me quedo corrigiendo la novela habrá peligro de que la
borre?
—Posiblemente —dijo ella sin mirarlo mientras apagaba y cerraba el
ordenador.
—¿No va a decirme qué hacer?
—Por supuesto que se lo voy a decir. Si la borra no toque nada y lo
solucionaré mañana.
—Si tengo alguna duda la llamaré.
—Fuera de mi horario de trabajo no soy su empleada. Si pretende que
esté pendiente de usted las veinticuatro horas del día, tendrá que darme un
incentivo.
Bruce la miró, pero no dijo nada, porque lo único que deseaba decirle
era: está usted despedida. Y no podía permitirse perderla.
—Me marcho. No olvide que su cita de hoy es Lauren. He dejado la nota
en su mesa.
—Vale.
—Quiero aclarar algo antes de irme. Los problemas personales que yo
tenga no tienen nada que ver con usted. No debe preocuparle si soy frígida o
no, porque eso no afectará a mi trabajo. Y le aconsejo que no vuelva a
mencionarlo, al menos delante de mí.
Bruce vio que estaba a punto de llorar y se maldijo.
Lea fue a su habitación y cerró la puerta. Entró en el baño, se sentó el la
taza del váter y rompió a llorar. Cuando se tranquilizó un poco, se lavó la cara
y cogió sus cosas.
No pensaba despedirse de él, pero cuando pasó por delante de la puerta
del despacho Bruce la llamó. Lea se acercó a la puerta, sin entrar. Al mirarla
supo que había llorado.
—¿Qué?
—Olvide lo que le he dicho sobre… su problema personal. Discúlpeme.
—¿Por qué se molesta en disculparse, si usted no se arrepiente de nada
de lo que dice?
—No quería mencionarle…
—Sí quería —dijo ella interrumpiéndolo—, pero me da igual. Usted
disfruta con el sufrimiento de los demás. O al menos con el mío.
Bruce vio que se le llenaban los ojos de lágrimas de nuevo.
—No soy un hombre muy delicado a la hora de hablar.
—Vaya, no me había dado cuenta. Hasta mañana.
—Adiós.

Bruce volvió a casa cerca de medianoche. Se duchó y se acostó. Y


entonces empezó el martirio. La presencia de su asistente apareció de nuevo
en su mente. La había tenido presente en sus pensamientos durante la cena. No
había podido dejar de pensar en lo sucedido con Lea esa tarde. Se había
comportado como un cabrón con ella. La tuvo presente también en su cabeza
mientras follaba con Lauren. Y ahora la tenía allí, en su cama. Hacía días que
el pensamiento de ella lo acompañaba cada noche cuando se metía en la cama.
Incluso había soñado con ella en un par de ocasiones. Veía su mirada
socarrona, esa manera que tenía de burlarse de él con su ironía y su sarcasmo.
En más de una ocasión le habría gustado apagar esas burlas, haciéndola gritar
de placer mientras la follaba. Estaba bien jodido, porque esa chica se le había
metido bajo la piel y no encontraba la manera de desprenderse de ella.
Frígida, pensó Bruce. Esa chica tiene lo mismo de frígida que yo de
santo.
Pasaba las noches pensando en cómo demostrarle que de frígida no tenía
nada. A eso se refería en la dedicatoria que le escribió en la última novela que
ella leyó. Algún día le demostraré que está confundida. Y por Dios que iba a
demostrárselo.
Capítulo 9
Bruce estaba en el despacho antes de que Lea llegara. Había vuelto a leer
la escena sexual que su asistente había escrito para su novela. Cada vez que la
leía imaginaba que la detective pelirroja era Lea, y él el capitán.
—Buenos días —dijo Lea al entrar.
—Buenos días. ¿Le importaría encender el ordenador antes de sentarse,
para que pueda seguir con la novela?
—Por supuesto que no —dijo ella sonriéndole.
A media mañana llamaron a la puerta y Bruce fue a abrír. Era un
repartidor con un paquete. Sabía que eran las fotos que le había hecho Matt a
Lea. Subió a su habitación, abrió el paquete y se sentó en la cama para verlas.
—¡Dios mío! Esa chica es una preciosidad. Después de verlas todas, las
metió en el cajón de la mesita de noche y volvió al despacho. Se sentó delante
del ordenador y empezó a trabajar.
—He leído su novela —dijo Lea media hora después—. Es fantástica,
pero eso ya no me asombra, porque todas lo son.
—Gracias.
—¿Va a escribirme una dedicatoria? —dijo dándole la novela.
—Siempre lo hago, ¿no?
—Ayer estaba muy cabreado conmigo. Pensé que ni siquiera me la
regalaría.
—Usted también estaba cabreada conmigo, por mi culpa, lo admito —
dijo cogiendo la novela. Escribió la dedicatoria y se la devolvió. Lea la leyó.
El problema ese que cree que tiene, no es realmente un problema. Le
aseguro que tiene una solución diferente a la que usted se ha impuesto.
Bruce.
Lea levantó la vista y lo miró.
—Las mujeres frígidas no existen, los hombres son los incompetentes. A
no ser que albergue en su cerebro algún trauma de su infancia.
—Si no le importa, no quiero hablar de ello.
—De acuerdo. Pero quiero decirle que, si en algún momento necesita
hablar, la escucharé.
—Ayer no parecía tan comprensivo.
—Ayer no fue mi mejor día —dijo levantándose para coger su novela
siguiente y entregándosela.
—Gracias.
Lea lo miraba de vez en cuando. Bruce estaba concentrado en el portátil.
Se le veía apartado, como si fuera un hombre inalcanzable.
Dios, es guapísimo. Y se le ve tan seguro de sí mismo... incluso con el
ordenador, pensó Lea sonriendo.
Al final de la mañana, Bruce había llegado a la parte de la novela donde
quería introducir la escena sexual. Y por la tarde, esa escena ya era parte de la
novela.

El Mercedes de Bruce estaba parado frente al edificio donde Hardy tenía


su consulta. Cuando salió subió al vehículo.
—Hola, ¿qué tal? —dijo Hardy.
—Bien, ¿y tú?
—Bien también. ¿Pasa algo? No sueles quedar para cenar entre semana,
al menos conmigo.
—Tengo que comprar unos regalos y quiero que me aconsejes.
—¿Para quién son los regalos?
—Para Leandra y para su madre.
—¿Y eso?
—Su madre me envía la comida todos los días.
—Qué suerte. En ese caso tienes que hacerle un buen regalo. ¿Por qué
vas a hacerle un regalo a Lea?
—El jueves estuvo aquí Matt, el diseñador de mis portadas.
Bruce le contó lo que hablaron sobre la portada de su novela.
—¿Y Lea aceptó?
—Nos costó mucho convencerla, pero sí, lo hizo.
—¿Entonces va a ser tu portada?
—De hecho ya lo es. Le ofrecí pagarle por haberlo hecho, pero no
aceptó. Si Matt hubiera tenido que buscar a una modelo me habría costado una
pasta. Así que le haré un buen regalo.
—¿Ha quedado bien en la portada?
—Ya me lo dirás tú, he traído las fotos que le hizo Matt para que las
veas.
Aparcaron en el centro, Bruce sacó las fotos de la guantera del coche y se
la dio.
—La de la portada de la novela la he puesto al final.
—¡Dios mío! Esta chica es preciosa —dijo Hardy a medida que iba
pasando las fotos.
—Sí, lo es. Leandra es, o parece ser dócil en un momento e impetuosa al
siguiente. Nunca me cansaré de esos cambios.
Hardy dejó de mirar las fotos para mirar a su amigo.
—Son unas fotos fantásticas. El color de sus ojos es perfecto en ese
entorno. Me encanta esta que está riendo y con el pelo revuelto por la brisa.
¡Es un bombón!
—Sí, un bombón con un genio de mil demonios. Y eso es lo que la hace
interesante. En ella no hay nada que sea simple o sencillo.
—Te gusta esa chica.
—No es eso. Bueno, no quiero decir que no me guste, esa chica le
gustaría a cualquier hombre que se preciara de serlo.
Hardy lo miraba de vez en cuando, intentando no sonreír, mientras seguía
viendo las fotos.
—Es testaruda de cojones y obstinada, pero al mismo tiempo, cariñosa,
temperamental... Tiene una osadía, un atrevimiento y un valor que muchos
desearían. Esa es la foto de la portada.
—Tienes razón, ha quedado preciosa. Lea está fantástica. Tiene unos ojos
increíbles, ¿eh? Y ese pelo... ¡Dios bendito! ¿Qué vas a hacer con todas estas
fotos?
—¿Por qué? ¿Quieres una?
—No me importaría, la verdad —dijo Hardy riendo porque su amigo
parecía celoso—. La pondría en la mesita de noche, para mirarla antes de
dormir.
—Se las daré a ella, tiene tres hermanos y seguro que ellos y su madre
querrán tenerlas. Bien, vayamos a por los regalos.
—¿Has pensado en algo? —preguntó Hardy cuando empezaron a caminar
por una de las calles principales de Kent.
—Si hubiera pensado en algo no te necesitaría, ¿no crees?
—No seas borde conmigo.
—Para Lea quiero algo de valor, pero que no pueda malinterpretar.
—Si le dices que es para agradecerle lo de la portada, no pensará en
nada más. A no ser que le hayas mostrado algún indicio, para que piense que te
gusta.
—Si supieras la que tuvimos ayer, ni siquiera insinuarías algo así.
—¿Qué le has hecho ahora?
—Me pasé con ella y la hice llorar. Me porté como lo que soy, un cabrón
hijo de puta, pero es que... ¡Joder! ¡Me saca de quicio! Me cabrea que, cuando
discutimos por algo, me conteste con toda la tranquilidad del mundo. Es
completamente inocente, pero tiene los cojones bien puestos, y me desafía
abiertamente. Y yo me cabreo aún más, y ella... ¡Dios! Resiste la presión con
la mayor dignidad.
—Me estás asustando, ¿qué le hiciste?
—Te lo contaré luego. Entremos en esta joyería.
—Hola —dijo el dueño cuando se acercaron al mostrador.
—Hola —dijeron los dos.
Después de casi una hora viendo lo que el hombre les mostraba, se
decidieron por unos pendientes de rubíes para Nicole y un colgante con una
esmeralda para Lea.
Cuando salieron del establecimiento fueron a un bar, al que solian ir a
veces y que estaba cerca, a tomar una copa.
—Bien, cuéntame qué le hiciste a esa pobre chica —dijo Hardy cuando
estaban sentados y con las copas delante de ellos.
—Cuando Leandra llegó yo estaba tomando un café en la cocina y le
ofrecí uno.
—¿Por qué la llamas Leandra? A ella no le gusta.
—Puede que lo haga por eso.
Bruce empezó a contarle la disputa desde el principio.
—¿En serio hiciste una lista con todas ellas y el día que querías verlas?
—Sí. Lea pensaba que me iba a acobardar —dijo riendo—. Así que he
tenido cena y sexo cada día desde el jueves pasado. Y no te lo pierdas, me
recuerda la cita de esa noche cada día, antes de marcharse.
Hardy se reía mientras Bruce avanzaba en la historia y soltó una
carcajada cuando le dijo que Lea se ofreció a comprarle vitaminas y
condones.
—Esa chica dice siempre lo primero que se le ocurre, sin pensar que
habla conmigo, que soy su jefe. Se muestra tal como es, sin importarle lo que
piense.
Bruce siguió con su narración.
—¿Quién es Holt?
—La ayudante de Edward, mi editor.
—Ah, la cabrona esa de quien me hablaste. Bueno, Lea tenía razón, le
dijiste a esa mujer que era una incompetente y ahora le dices lo contrario. Te
estabas contradiciendo.
—¿Siempre vas a estar de su lado? Te recuerdo que yo soy tu amigo.
—Si tiene razón, siempre se la daré.
Bruce siguió contándole.
—¡Hostia, Bruce! ¿Le dijiste que tendría que follar contigo si quisieras?
—Sí, ya sé que me pasé, pero es que… ¡Dios! Esa cría me dejaba sin
palabras, a mí, ¿te lo puedes creer? No puedes imaginarte la rapidez con que
trabaja su cerebro, es como si supiera lo que voy a decir antes de hacerlo,
porque me contesta casi antes de que acabe de hablar.
—No olvides que la inteligencia de esa chica es superior a la tuya… y
puede que también a la mía —dijo Hardy sonriendo.
Bruce le habló de la parte que se refería a la frigidez.
—¡Qué cabrón! Burlarte de ella sobre ese problema.
—Sí, me avergüenzo de lo que le dije, lo reconozco.
—Parece que no te aburres con ella.
—¿Aburrirme? Un día me va a dar un infarto. Ah, esto te va a gustar.
Bruce le contó a continuación la llamada de la mujer y que Lea le dijo
que él estaba en la Patagonia.
—¿Le dijo que estabas en la Patagonia? —dijo Hardy riendo de nuevo.
—Ahora me hace gracia, pero te aseguro que estuve a punto de
despedirla. Menos mal que pude contenerme. Su sarcasmo me mata. Es un
genio empleando frases sarcásticas.
—¿Cómo ha aparecido esta mañana?
—Como si el día de ayer no hubiera existido. Lea no conoce el rencor.
Vamos a cenar.
—¿Conoces la cita esa de Robert Burton: Todos los hombres son
capaces de domar a una fierecilla… menos los que tienen una?
Bruce se rio.
—A esa chica no la vas a poder domar, por mucho que te esfuerces. Esa
pelirroja es indomable.
—Lo sé, y eso me gusta.
—Te gusta algo más que eso de ella.
—Es posible.
—Ten cuidado con lo que deseas, no vayas a conseguirlo.

Estaban sentados en la mesa del restaurante esperando a que les sirvieran


la cena.
—Bien, cuéntame lo de su frigidez.
Bruce le contó la conversación telefónica que había escuchado entre Lea
y su hermano. Y luego le habló de cuando Lea le dijo que podría escribir
alguna escena romántica en su novela.
—¿Le pediste que la escribiera ella?
—Yo no escribo novelas románticas ni eróticas.
—¿Y te soltó que era frígida? ¿Así, sin más?
—Sí.
—¿Crees que lo es?
—En absoluto. Por lo que me dijo, habrá estado con algunos
incompetentes que le han metido eso en la cabeza. Y yo le hice daño
burlándome. Tal vez le hice más daño que ellos.
—Sí, la verdad es que no fuiste precisamente amable.
—Lee estas hojas —dijo Bruce sacándolas del bolsillo—. Es la escena
que Lea escribió para mi novela. Y luego me dices si crees que esa chica
puede ser frígida.
—Vaya, puede que sea frígida, pero en ese caso, imaginación no le falta
—dijo Hardy riendo después de leerlas—. Creo que me he empalmado. ¿La
detective es ella?
—Sí.
—Esa chica no puede ser frígida, a no ser que haya copiado una escena
de alguna novela erótica.
—Lea no haría algo así, sabiendo que voy a incluirla en mi novela.
—Tienes razón. Deberías controlar esa mala hostia que tienes, al menos
con ella. Es una buena chica y no se merece que le hagas daño. Si sigues así,
por mucho aguante que tenga, la vas a perder. Y te aseguro que jamás podrás
encontrar otra como ella.
—Lo sé. Sé que es muy inteligente… y sexy y, aunque me cueste
admitirlo, es encantadora. Y no se echa atrás cuando me enfado. Y eso me
desconcierta.
—Me dijiste que no soportabas a tus anteriores asistentes porque te
tenían miedo, ¿en qué quedamos?
—Desde luego ella no se acobarda. Cuando la miro fijamente con
indiferencia o desagrado, intentando intimidarla, no desvía los ojos de mí. Y
en ocasiones me da un repaso de arriba abajo para demostrarme que no le
afecta. Y la admiro por ello —dijo sonriendo.
—¿Sabes lo que creo?
—No, ¿qué crees?
—Creo que por fin, una mujer te ha pillado. Estás colgado por esa chica.
—Espero que no tengas razón, aunque sí ha cambiado algo en mí desde
que apareció. De todas formas, no voy a hacer ningún avance al respecto.
—¿Y eso por qué?
—Yo sólo salgo con mujeres para satisfacer una necesidad y lo hacemos
de mutuo acuerdo. Lea se merece tener una relación con un buen chico.
Además, es una cría y yo no soy un tipo para ella, solamente conseguiría
hacerle daño. Y trabaja para mí, así que el sexo está vedado. Sabes que no soy
de relaciones serias, no las busco y tampoco las deseo.
—Bruce, eres un buen hombre, y mereces tener a alguien en tu vida.
—Hardy, yo no podría tener una relación con una mujer, porque no sería
capaz de corresponderle como debería. Y menos aún con ella. Lo que siento
por Lea, si es que siento algo, se me pasará. Pasado mañana se marcha de
vacaciones y estará fuera casi dos semanas. Cuando vuelva me habré olvidado
de ella.

Era viernes, su último día de trabajo. Lea encontró a su jefe desayunando


lo que le había preparado su asistenta.
—Buenos días.
—Buenos días, Leandra.
—Mi madre le ha preparado comida para unos cuantos días y algunos
dulces —dijo dejando las bolsas en la bancada.
—Gracias —dijo él sonriendo—. ¿Le apetece un café?
—No, gracias. Voy a ponerme con la novela, quiero acabarla antes de
irme.
—De acuerdo. Voy a salir a hacer un recado, no tardaré. Prepáreme el
ordenador para dentro de media hora, por favor.
—Vale.

Bruce aparcó el todoterreno frente a la casa de su amigo Rex y tocó el


claxon antes de bajar del coche. Vio salir a su amigo seguido de una preciosa
pelirroja a quien reconoció como la madre de su asistente.
—Vaya, vaya. Mira a quien tenemos aquí. ¿Se te ha perdido algo? —dijo
Rex mientras lo veía acercarse a ellos.
—He venido a ver a Nicole —dijo Rayner sonriendo.
¡Santa madre de Dios!, pensó la mujer al verlo de cerca.
—Tú debes de ser Bruce.
—El mismo. Hola, Nicole —dijo acercándose a ella para darle dos
besos—. Ahora sé de donde sale la belleza de tu hija.
—Gracias. Me alegro de conocerte. Pasa, por favor. ¿Te apetece un café?
—Sí, gracias —dijo siguiéndola al interior de la casa.
—Vamos a la cocina.
—Gracias por las comidas.
—No tiene importancia. Siéntate.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Rex.
—Quería conocer a Nicole, y darle algo.
—¿A mí?
—Te he comprado un regalo de Navidad. Bueno, en realidad es para
agradecerte todo lo que has hecho por mí.
—Bruce, no lo he hecho para que me pagues con un regalo.
—Me apetecía comprarte algo y como Navidad está al caer… —dijo
entregándole un pequeño paquete envuelto.
—Pues muchas gracias.
—No hay de qué. También he comprado algo para tu hija. No como
regalo sino para agradecerle que se haya prestado para la portada de mi
novela.
—Todavía no está convencida de haber hecho lo correcto.
—Cuando veas la portada, tú misma la convencerás. Es perfecta. Me
gustaría que los abrierais el día de Navidad —dijo entregándole una bolsa
pequeña.
—Lo haremos. Gracias.
Cuando terminaron el café, Bruce se levantó.
—Ha sido un placer conocerte.
—Para mí también lo ha sido —dijo acompañándolo a la puerta—. Mi
oferta para la cena de fin de año sigue en pie.
—Aquí estaré.
—Estupendo. La cena con traje, no es necesario que te pongas corbata,
mis hijos las odian.
—Yo también.
—Cuídate, Bruce y felices fiestas.
—Lo mismo te deseo. Rex, te veo esta noche.
—¡Dios! Lo había visto de lejos en el restaurante al que fui a comer con
mi hija. Y Lea me había dicho que era guapo, pero se quedó muy corta.
—¿Has olvidado que estoy aquí? —preguntó Rex rodeándola por la
espalda.
—Claro que no, tú también eres guapo.

—Hola —dijo Bruce entrando en el despacho.


—Hola.
Bruce se sentó en la silla y se puso a escribir la escena de Lea en el
ordenador.
—Le he pasado los capítulos que he escrito a su portátil. ¿Cree que
terminará de leer y corregir la novela antes de que me marche? —preguntó Lea
después de un rato.
—Sí —dijo Rayner—. Ya he escrito su escena, he cambiado algunos
detalles y he añadido otros y ahora terminaré de leerla.
—Es su novela y sabrá lo que queda mejor.
—Usted lo detalló todo perfectamente. Por eso pensé que había sido una
experiencia suya.
Bruce vio que Lea sonreía sin dejar de teclear en el ordenador.
—Yo jamás tendré una experiencia de ese tipo.
—Yo no lo creo.
Lea levantó la vista por un instante para mirarlo.
—¿Va a echarme de menos? —preguntó Bruce.
Lea volvió a mirarlo sonriendo.
—¿Qué quiere que eche de menos? ¿Su rudeza al hablarme? ¿Lo mal que
me ha hecho sentir a veces? Creame, no voy a echarle de menos. Voy a
disfrutar de unos días fantásticos y no me acordaré de usted.
—Yo creo que sí la echaré de menos.
—Sí, supongo que sí, porque tendrá que contestar usted al teléfono y leer
la correspondencia.
—El correo se lo dejaré a usted. Y en cuanto a las llamadas, contestaré
sólo las que me interesen. De las restantes se ocupará usted a su vuelta.
—Vaya, muy amable, gracias. Le dejaré anotadas las citas que tiene hasta
que vuelva.
—Tal vez sería mejor que me llamara cada día para recordármelo, si no
le importa. A partir de mañana voy a concentrarme en la nueva novela, y
cuando estoy recopilando datos olvido las cosas.
—De acuerdo, le llamaré. ¿Sobre qué hora le parece bien?
—Por la tarde, sobre las seis.
—Bien.
Bruce siguió leyendo, pero con una sonrisa en los labios. Puede que Lea
no lo echara de menos durante sus vacaciones, pero sabía que él sí lo haría. Al
menos se había asegurado de que hablaría con ella cada día.
—¿Quiere llevarse las dos novelas mías que le faltan por leer?
—Me gustaría. Aún no he leído la que me prestó ayer.
—Tendrá tiempo durante las vacaciones —dijo levantándose para
cogerlas.
—Gracias —dijo ella cuando se las dio—. ¿Va a escribir una escena
erótica en la próxima?
—Esperaremos a ver las críticas y los comentarios cuando salga esta a la
venta. Si tiene buena acogida, las escribirá usted.
—Usted puede hacerlo mucho mejor que yo.
—Lo hablaremos cuando llegue el momento.
Lea llamó a su madre para decirle que no iría a comer porque quería
terminar lo que estaba haciendo antes de marcharse por la tarde e iba justa de
tiempo.
—¿Por qué no se va a casa a comer?
—Quiero terminar de pasar la novela al ordenador, no me gusta dejar las
cosas a medias. Luego la pasaré a un USB, así si me sucede algo la tendrá con
usted. Hardy mismo podría enviársela a Edward y el haría los arreglos finales.
—¿Tiene previsto que le pase algo?
—Con mis hermanos en casa es poco probable, pero nunca se sabe lo que
puede suceder.
—Procure que no le suceda nada, de lo contrario la despediré.
—Lo intentaré —dijo ella sonriendo.
—Puede comer conmigo algo de lo que su madre me ha preparado.
—No tengo tiempo y, precisamente hoy que necesito silencio, está muy
hablador.
—No creo que eso sea problema para usted, incluso hablando no deja de
teclear. No sé cómo lo hace.
—Soy superdotada —dijo ella dedicándole una sonrisa descarada.
—Sí, ya lo sé.
Ella lo miró y Bruce le guiñó un ojo. Lea perdió la concentración y tuvo
que rectificar los errores que había cometido.
—Ya no la molesto más. Cuando tenga hambre me lo dice y le prepararé
un sándwich.
—Muy amable, jefe.
Vivien entró en el despacho cuando Bruce le llevaba a Lea el sándwich y
un refresco.
—Te has buscado un criado —dijo la recién llegada a Lea—. Yo tomaré
un café con leche.
—Pues ya sabes donde está la cocina —dijo Bruce sentándose en su
silla.
—Pero qué gruñón —dijo la chica rodeándolo por detrás con los brazos
y besándolo en el cuello.
Lea los miró y algo se removió dentro de ella. Por suerte recibió una
llamada y se levantó para salir del despacho.
—Hola, Hardy.
—Hola, pelirroja. Bruce me dijo que te marchabas hoy de vacaciones y
quería despedirme.
—Muy amable. Me marcho tan pronto termine esta tarde.
—Que pases unas felices fiestas.
—Lo mismo te deseo.
Lea volvió al despacho y se quedó parada sin saber qué hacer al ver a
Vivien sentada en las piernas de Bruce. Y Bruce se dio cuenta de su
incomodidad. ¿Se sentía incómoda por molestarles? ¿O no le había gustado
verlos así?, se preguntó Bruce.
—Tengo que irme, me he escapado para despedirme de ti —dijo Viv a
Lea.
—Pensaba ir a la cafetería al salir de aquí para decirte adiós.
—Pues ya no tienes que hacerlo. Que pases unas felices fiestas —dijo la
chica levantándose y abrazándola.
—De todas formas, te llamaré.
—De acuerdo.
—¿Era Hardy quien ha llamado? —preguntó Bruce cuando su amiga se
marchó.
—Sí, quería despedirse de mí.

Lea acabó la novela unos minutos antes de las cinco de la tarde y pasó al
ordenador de Rayner los últimos dos capítulos para que él los leyera.
Luego ordenó los papeles que tenía sobre la mesa, desconectó la Tablet y
se aseguró de que la impresora estuviera apagada. Bruce también había
terminado de leer y corregir la novela en su totalidad.
Lea se acercó a él y se inclinó delante del portátil. Bruce sintió de nuevo
ese desasosiego que experimentaba cuando la tenía tan cerca. Pasó toda la
novela a un USB y luego la copió una vez más en otro. Cuando acabó apagó y
cerró el portátil de Bruce.
—Aquí está la novela completa —dijo dándole el USB—. Métalo en un
sobre y escriba en él lo que contiene.
—Vale —dijo él cogiéndolo.
—De todas formas, yo me llevo otra copia. La leeré de nuevo por si se ha
saltado algún error.
—Bien.
Lea fue a su habitación a por sus cosas. Se despidió de Sandra, la
asistenta, que estaba en la cocina y volvió al despacho. Desactivó el desvío de
llamadas y guardó el móvil y el auricular en el bolso.
—El teléfono es todo suyo.
—Qué ilusión.
—Bueno, me marcho. Que pase unas felices fiestas.
—Usted también —dijo acompañándola a la puerta—. No olvide
llamarme cada día.
—No lo olvidaré. Adiós.
Mientras Bruce la veía caminando hacia su coche sintió algo extraño en
el pecho, algo que lo hizo sentir desvalido. Esa chica… Sentía placer sólo con
verla, o con que ella le dedicara una sonrisa. Y cada vez que la tenía cerca
sentía un deseo irrefrenable de poseerla.
—Date la vuelta y mírame, quiero verte una vez más —dijo Bruce en voz
baja mientras ella abría la puerta del vehículo.
Y Lea se volvió a mirarlo con una sonrisa. Su jefe estaba ahí, de pie, con
ese suéter negro que hacía que su torso y sus hombros parecieran
espectaculares. Con las manos metidas en los bolsillos de esos vaqueros
desgastados que se adherían a sus potentes muslos como un sueño. Esa imagen
de él sería la que recordaría durante los siguientes días.
Capítulo 10
A Lea le había costado un montón dormirse la noche que llegaron a casa de
su madre. No podía quitarse a su jefe de la cabeza. Ese hombre tan sexy que
tanto la atraía, muy a pesar suyo, estaba empezando a perturbarla y a provocar
en ella pensamientos pecaminosos.
—Buenos días, mamá —dijo Lea entrando en la cocina.
—Hola, cariño.
—¿Has desayunado?
—Sí, pero me tomaré un café contigo. No has madrugado mucho.
—Estaba cansada.
—¿Cómo llevas lo de no tener que ir a trabajar?
—Bien. Anoche comprobé mi cuenta del banco. Rayner me ingresó ayer
tres mil dólares.
—¿No cobrabas mil quinientos?
—Me ha ingresado mil quinientos más por las vacaciones. No tenía
porque hacerlo porque acabo de empezar en el trabajo y no creo que me
corresponda casi nada.
—Pues qué amable, ¿no?
—Sí, ha sido muy generoso.

Los hermanos de Lea llegaron ese día a la hora de comer y fue un gran
acontecimiento, después de tantos meses sin verse.
Tan pronto acabaron de comer fueron a comprar el árbol de Navidad.
Lea estaba preocupada porque quería estar en casa a las seis para llamar
a su jefe. Y aunque lo que menos le apetecía era recordarle que tenía que ver a
una mujer, se moría de ganas por hablar con él. No sabía que iba a echarle
tanto de menos. Por suerte llegaron a casa a las cinco y media y mientras sus
hermanos pensaban en la manera de mantener el árbol en pie y su madre
buscaba los adornos navideños, ella subió a su habitación.

—Hola, Leandra.
—Hola, Bruce. Estaba preocupada porque no sabía si llegaría a casa a
tiempo para llamarlo.
—¿Había perdido el móvil?
—No, pero quería estar a solas cuando hablara con usted. No quería que
mis hermanos se rieran de mí, si me oían recordarle lo de su cita de esta
noche. Ese habría sido el cachondeo para todas las vacaciones.
—¿Qué tal su primer día sin mí?
—La verdad es que está siendo genial. He visto que me ha ingresado mil
quinientos dólares de la paga de Navidad. Usted sabe que no me corresponde
esa cantidad.
—Ya le dije que la considero muy eficiente, y quiero tenerla contenta.
—Veremos lo que le dura. Gracias.
—No hay de qué. ¿Está teniendo un buen día?
—No he hecho nada especial. Me he levantado bastante tarde, porque
anoche me costó dormirme.
—¿Porque me echaba de menos?
—No sea pretencioso, Rayner. Supongo que ha sido el cambio de cama.
Por la mañana he dado un repaso a la casa mientras mi madre hacía la compra.
Mis hermanos han llegado a la hora de comer. Es fantástico tenerlos aquí.
Después de comer hemos ido a comprar el árbol de Navidad. Siempre vamos
juntos a comprarlo y lo pasamos muy bien. ¿Usted iba con sus padres a
comprar el árbol?
—No, nunca tuvimos árbol, que yo recuerde.
—Lo siento.
—No importa.
—¿Ha comprado ya el árbol para su casa?
—Nunca compro árbol de Navidad.
—¿Porque quiere ser como sus padres?
Bruce no dijo nada.
—Mis hermanos están intentando ponerlo en pie, los oigo reír desde aquí.
Han quedado para salir esta noche, supongo que con alguna mujer. Después de
tantos meses imagino que necesitarán un desahogo. Ellos no son frígidos.
—¿Por qué bromea con eso?
—Porque es mejor bromear, que echarse a llorar.
—¿Qué hará esta noche?
—He quedado con unas amigas después de cenar. Iremos a tomar algo y
nos pondremos al día. Les hablaré de mi jefe y así también me desahogaré.
¿Qué ha hecho usted?
—Yo también me he levantado tarde. He pasado el día con la novela.
Tengo decenas de notas.
—No hace falta que se lo tome tan en serio, acaba de terminar la otra.
Necesita descanso y tranquilidad.
—En ese caso tendré que disfrutar de esa tranquilidad, porque cuando
usted vuelva, volverá el caos a mi vida.
—No creo que sea para tanto. Bueno, jefe, no le molesto más. Le
recuerdo que hoy tiene que ver a Sylvia. Mire la nota que le dejé sobre la
mesa.
—Muchas gracias.
—¿Qué tal la partida de anoche?
—Mal. Perdí un montón de pasta. Parece que mi suerte se la ha llevado
usted.
—Usted no es supersticioso. Bien, le dejo. Disfrute de esta noche.
—Gracias, usted también.
Lea se echó sobre la cama. La voz de Bruce permanecía en su cabeza.
Cerró los ojos e imaginó sus manos, con esos dedos largos que la fascinaban.
Su sonrisa de seductor consumado. Y esos increíbles ojos grises que cuando la
miraban la hacían estremecer.
Eran casi las tres de la mañana cuando Lea terminó de leer una de las
novelas que le había prestado su jefe. La dejó en la mesita de noche e iba a
apagar la luz, pero de pronto deseó llamarlo. Sabía que Bruce estaría
durmiento, o posiblemente, ni siquiera estuviera en casa, pero dejaría el
mensaje en el contestador.

Bruce entró en la cocina a las once de la mañana. Pulsó la tecla para


escuchar los mensajes del contestador mientras se preparaba el café.

Hola, Bruce. Sé que es muy tarde y estará durmiendo, aunque no le he


llamado para mantener una conversación con usted. Pero acabo de terminar
de leer una de sus novelas y quería volver a decirle que es usted un prodigio
de la naturaleza. Cuando leo un libro suelo ponerme en el papel del
protagonista o en el de la mujer con quien me identifique. Me he
enamorado, y nada menos que del asesino. Por cierto, podía haber escrito
una escena erótica entre él y la camarera, porque le aseguro que de haber
sido yo la camarera me habría liado con él. He reconocido muchos rasgos
de usted en el asesino: sus cambios de humor, su mala leche, su desprecio
por... mí. Pero en el fondo, ese hombre era amable y dulce. Su
comportamiento era debido a su terrible infancia. Y me pregunto si al
escribir esta novela se habrá basado usted en vivencias personales. Me he
permitido pararme a pensar un instante en usted. Su apariencia general es
infernal, pero tierna a la vez. Sus ojos son fríos y calculadores, pero en
algunos momentos se vuelven cálidos y acariciantes. Sus ojos son los de un
hombre que se siente bien consigo mismo, pero a veces pienso que tras ellos
se esconde una mente peligrosa. Desde que lo conozco se ha mostrado
conmigo frío, que no es lo mismo que frígido, pero tengo la sensación de que
es una máscara que emplea para que no me acerque a usted. Creo que en el
fondo es sensible, cariñoso y apasionado. Cuando digo apasionado no me
refiero respecto al sexo, que eso no puedo saberlo. Quiero decir a
apasionado con lo que hace, escribiendo. Ya me ha dejado claro que es un
hombre a quien no le gusta hablar de su vida pasada, y puedo entender su
postura, pero a veces es positivo hablar con otras personas de lo que nos
inquieta, aunque sean desconocidos. He pensado que un día podríamos
jugar al juego ese de las preguntas. Ya sabe, una botella de alcohol y dos
vasitos. Uno hace una pregunta y el otro contesta y si no lo hace, se bebe el
chupito. Yo no bebo, pero como usted ya conoce mi gran secreto, podré
contestar a todas sus preguntas y no necesitaré beber. Aunque claro, ¿por
qué iba a querer jugar, precisamente conmigo? Le dejo ya porque me estoy
yendo por las ramas. En realidad, sólo quería decirle que, a pesar de ser un
capullo insensible y desalmado, lo admiro. Le llamaré esta tarde a las seis.
Voy a dormir que mis hermanos me despertarán a las siete para ir a correr y
son más de las tres de la mañana.

Bruce se rio por lo de capullo insensible y desalmado. Volvió a escuchar


el mensaje mientras desayunaba. Se preguntó cómo era posible que, esa chica
con veintiún años, lo hubiera calado tan acertadamente.

—Hola, Leandra —dijo Bruce al contestar a la llamada de su asistente


esa tarde.
Lea sintió de nuevo el mismo escalofrío de turbación que el día anterior
cuando lo llamó. La voz de ese hombre era casi igual que las miradas frías que
le dedicaba. Por un lado la intimidaba, pero al mismo tiempo sentía
excitación.
—Hola, Bruce, ¿cómo está?
—Estoy bien, gracias, ¿y usted?
—Bien también.
—He escuchado su mensaje esta mañana.
—Cuando terminé de leer su libro no pude contenerme. Necesitaba
decirle cuánto me había gustado.
—Fue muy amable de su parte. Aunque dijo mucho más que eso.
—Sí, posiblemente me sentía inspirada.
—Así que se enamoró del asesino.
—Me temo que sí. Era un genio y tan perverso como usted.
—¿Como yo?
—Sí, usted tiene una mente perversa y he de admitir que eso me fascina.
Ahora sólo necesito saber cómo de profunda es su perversidad, para poder
vencerlo. Para derrotar una mente perversa es preciso saber hasta donde llega
su perversidad.
—¿Y usted lo ha averiguado?
—Todavía no, pero estoy en ello. Tal vez me excedí con el resto del
mensaje.
—¿Se está disculpando?
—No. He dicho que tal vez me excedí, no que me arrepienta de lo que
dije.
—¿Realmente piensa todo eso de mí?
—Sí. Creo que se esconde tras una máscara para que yo no pueda, ni
siquiera imaginar, que está atrapado en la oscuridad. Aunque no sé si es sólo
conmigo, o con todos.
Bruce permaneció en silencio.
—Pero supongo que le sucede a muchos hombres. Como dijo Mark
Twain: Los hombres son como la luna. Tienen una cara oscura que a nadie
enseñan —dijo ella para quitarle fuego al asunto.
—Supongo que todos tenemos secretos.
—Es posible.
—En cuanto al juego ese que me propuso, tengo que decirle que estoy
interesado.
—Perfecto. Que sepa que valen preguntas de cualquier índole.
—No hay problema. Y como bien dijo, siempre podemos no contestar y
beber el chupito. Buscaremos el momento.
—De acuerdo.
—¿Qué ha hecho hoy?
—Por la mañana salí a correr con mis hermanos. Estaba muerta, porque
no había dormido ni cuatro horas. Así y todo, he resistido. Después de
desayunar he ido con ellos a dar una vuelta. Habría preferido meterme en la
cama, pero he pensado que se marcharán en dos semanas y puede que no
vuelva a velos en meses. Después de comer se han ido a tomar café con unos
amigos y he aprovechado para acostarme a dormir la siesta. Y menos mal que
había puesto la alarma, de lo contrario seguiría durmiendo. ¿Qué ha hecho
usted?
—Yo me he levantado tarde. He pasado todo el día en el despacho. Tengo
la mesa llena de notas, mi lado y el suyo .
Bruce sonrió pensando que también tenía todas las copias de las fotos de
ella sobre la mesa, porque se había quedado una copia de cada una.
—Pensé que iba a relajarse.
—Lo he intentado, pero mi mente no deja de trabajar.
—Podría hacer un viaje a una isla paradisíaca y permanecer allí un par
de semanas. Sin duda se relajaría. O si necesita imperiosamente escribir,
puedo acompañarlo y ser yo quien tome las notas.
—¿Quiere que nos vayamos de vacaciones... juntos?
—De vacaciones no, me refiero a trabajar. ¿No sería fantástico escribir
en una playa de arena blanca y aguas cristalinas? Si no quiere que haya gente
podría alquilar una pequeña isla que estuviera desierta. Seguro que puede
permitírselo.
Por la mente de Bruce aparecieron las imágenes que ella le describía.
—¿Nos imagina a los dos, en una isla desierta, día tras día? —dijo Bruce
—. Acabaríamos el uno con el otro.
—Es posible que al estar relajado no fuera tan borde conmigo.
—Pensaré en ello.
—Muy bien. Mientras tanto, ya que no puede dejar de trabajar, active esa
mente perversa para maquinar su historia.
—Lo intentaré.
—He estado pensando en todas las novelas suyas que he leído. Dios,
tiene que tener una mente privilegiada para desarrollar todas esas tramas.
Porque, si hubiera escrito una, podría haber sido pura casualidad, ¿pero
nueve?
—Va a hacer que me ruborice.
—No creo que eso sea posible en usted, porque no tiene vergüenza.
Bueno, le dejo ya. Recuerde que hoy tiene que ver a Susan.
—Gracias por recordármelo.
—No me dé las gracias, cumplo con mi eficiente trabajo.
—Menos mal que mañana y pasado no tengo ninguna cita.
—Es cierto, por lo tanto no lo llamaré.Y no se queje, ya quisieran muchos
lo que tiene usted. Mañana es Nochebuena, ¿dónde cenará?
—Esa noche siempre la paso con Vivien y así amanecemos el día de
Navidad juntos. No sé si será en mi casa o en la de ella, ella lo decidirá.
—Estupendo, dele recuerdos míos.
—Se los daré. ¿Cómo está su madre?
—Encantada de la vida, con sus cuatro polluelos alrededor.
—Salúdela de mi parte.
—Lo haré. Que pase una buena noche.
Lea se quedó unos momentos más en su habitación. Lo echaba tanto de
menos que casi no podía respirar. El no verlo hacía que algo dentro de ella se
rompiera. Y las noches, cuando se acostaba, se quedaba hasta tarde leyendo
para no pensar en él. Necesitaba verlo. La presencia de Bruce le daba
claridad a su vida.

—La cena está lista —dijo Nicole levantando la voz para que la oyeran
sus cuatro hijos que estaban jugando con la consola.
Al instante entraron los cuatro empujándose y riendo y se sentaron a la
mesa.
—Bueno, pequeñaja, ya es hora de que nos hables de tu famoso jefe —
dijo uno de sus hermanos.
—La mamá nos ha contado lo de tu primera no entrevista y también cómo
se porta contigo.
—¿Estás segura de que es buena idea que trabajes para ese escritor?
—Me gusta trabajar para él. Es cierto que no es un hombre de trato fácil,
pero me divierto trabajando con él.
—A Bruce no le gusta que lo contradigan, ni que le contesten —dijo
Nicole—, y vuestra hermana parece que disfruta haciendo las dos cosas. Ha
tenido muchas asistentes, pero parece ser que las intimidaba.
—Y como yo no le tengo miedo y le planto cara, se siente descentrado —
dijo Lea riendo.
Lea estuvo hablándoles de las novelas que había leído de él y de cosas
que habían sucedido en el poco tiempo que trabajaba para él. Les contó lo de
su última novela, que la habían terminado recientemente. Y les dijo que había
incluído una escena que había escrito ella.
—¿Es en la que tú aparecerás en la portada?
—La misma. No sé ni por qué acepté.
—Aceptaste, porque Rayner te dijo que quería que fueras su portada —
dijo Nicole—. Y lo entiendo, porque incluso yo, sería incapaz de negarle nada
a un hombre como ese.
—Vaya, mamá, parece que el aire del bosque te ha sentado bien —dijo su
hijo mayor—. ¿Te has dado cuenta por fin de que en el mundo hay hombres?
—Si fuera únicamente el aire del bosque... —dijo Lea sonriendo.
—Me parece que aquí pasa algo.
—Creo que a Lea le gusta su jefe.
—No digas tonterías —dijo Lea a su hermano pequeño—. Si le
conocieras no se te ocurriría algo así.
—¿Y tú mamá? ¿Has encontrado algo en aquellos bosques?
Nicole se sonrojó y sus tres hijos se miraron entre ellos.

Lea estaba en la cocina preparando la cena con su madre. Era la hora en


la que solía llamar a su jefe y echaba de menos hablar con él. Estaba pelando
patatas y recordó un día que llegó al trabajo y Bruce estaba con Lys dando un
paseo. Había visto a su jefe de espaldas en el borde del lago. Tenía las piernas
algo separadas y las manos en los bolsillos. Con la mirada perdida en las
aguas parecía uno de esos héroes románticos con los que las mujeres
enamoradas soñaban.
—¿Qué piensas, cariño? —preguntó su madre—. Te noto un poco
distraída.
—¿Puedes creer que lo echo de menos?
—¿Te refieres al trabajo o a tu jefe?
—A mi jefe.
—Bueno, si yo lo tuviera cada día sentado frente a mí durante tanto
tiempo, también lo echaría de menos. Cariño, tu jefe es un bombón.
—Y eso que no lo has visto de cerca. Tiene una sonrisa matadora.
Nicole no le dijo que conocía a Bruce y que había visto esa sonrisa suya.
Pasaron una noche fantástica. La cena, como siempre, había sido
espectacular. Los hombres recogieron la mesa y prepararon el café mientras
Nicole y Lea se encargaban de dejar la cocina ordenada. Luego se reunieron
en el salón y recordaron anécdotas de navidades pasadas.

Nicole terminó de preparar el desayuno y encendió el equipo de música,


y puso un clásico de Navidad a todo volumen para que sus hijos se
despertaran.
Poco después los tenía a todos sentados en la mesa de la cocina.
—¿Abrimos los regalos? —preguntó Lea antes de empezar a desayunar.
—¿Todos los años tienes que preguntar lo mismo? —dijo su hermano
pequeño—. Primero el desayuno y luego los regalos.
Todos se rieron al ver que imitaba la voz de su madre. Después de
desayunar fueron todos al salón.
—Hay muchos regalos —dijo uno de los chicos.
—Este año tenemos regalos de otras personas, no para vosotros, para la
mamá y para mí.
Lea cogió todos los regalos en los que ponía el nombre de Nicole y los
dejó al lado de ella.
Sus tres hijos le habían comprado sus regalos en una joyería y habían
tirado la casa por la ventana.
—¡Oh, por Dios! Ya me habéis hecho llorar. ¿Por qué os habéis gastado
tanto dinero?
—Porque tenemos que agradecerte, que nos hayas dedicado toda tu vida
—dijo su hijo mayor.
—¿Me has comprado un ordenador? —preguntó a su hija.
—Lo necesitarás para tu futuro negocio.
—¿De qué negocio habláis?
—Os lo contaremos luego.
Nicole abrió el siguiente regalo y se quedó de piedra con la tarjeta en la
mano.
—Es de Bruce —dijo la mujer mirando los pendientes de rubíes.
—¿Ese Bruce es tu jefe?
—¿Son del escritor?
—¿Estás saliendo con él?
—¿Estás tonto? Bruce tiene tu edad. ¿Tú lo sabías? —preguntó Nicole a
su hija.
—Me dijo que iba a comprarte un detalle —dijo Lea.
—Esto no es un detalle.
—Este es el último, ábrelo.
Nicole rompió el papel, leyó la tarjeta y se quedó mirando el estuche de
terciopelo.
—¿Por qué no lo abres?
Nicole se quedó pasmada al ver la pulsera de rubíes.
—Es de Rex —dijo abochornada.
—¿Ese Rex es tu casero?
Lea asintió.
—¿Por qué te ha hecho un regalo el casero de Lea?
—La mamá y Rex están saliendo.
Los tres chicos miraron a su madre y ella se sonrojó.
—¿Cuándo pensabas decírnoslo?
—¡Por fin! —dijo uno de sus hijos—. Ya estábamos preocupados.
—¿Os parece bien?
—Por supuesto. Lea nos ha hablado muy bien de él.
—Parece que se haya puesto de acuerdo con Rayner, la pulsera y los
pendientes hacen juego.
—No es casualidad. Le dije a Rex que Bruce iba a comprarte un regalo,
hablaría con él.
—Ahora los de la pequeñaja —dijo el hermano mediano cogiendo los
paquetes de Lea y dejándolos en el suelo a su lado.
Sus hermanos le habían comprado un vestido de fiesta muy corto color
champán con unos zapatos altos y un bolso a juego. Nicole le había comprado
ropa y Rex una chaqueta muy abrigada. Vivien un gorro y una bufanda y Hardy
un perfume.
—¿Quién es ese Hardy?
—Un amigo de mi jefe.
—Los amigos de los jefes hacen regalos?
—No lo sé, es mi primer trabajo —dijo Lea.
Nicole le dio el paquete en el que estaban las fotos. Cuando Lea lo abrió
y las sacó, casi le da algo.
—¿Te han regalado fotos... tuyas? —dijo su hermano mirándolas por
encima del sofá—. ¡Joder! Estás preciosa.
—Lea, estás fantásticas en todas.
—Oh —dijo ella al llegar a la última que era la de la portada y ya tenía
el nombre de la novela y el de Rayner—. Esta es la portada de la novela.
—No me extraña que Bruce te quisiera para su portada —dijo su madre
—. Estás fantástica.
Lea abrió el último regalo. Leyó la nota que había sobre el estuche: No
crea que este es un regalo de Navidad. Es mi agradecimiento por la portada.
Bruce.
—Es de Rayner.
—¿Los jefes hacen regalos a sus asistentes?
—No lo sé, es mi primer jefe —dijo Lea sonriendo a su hermano.
Lea abrió el estuche y se quedó mirando el colgante.
—¿Eso es una esmeralda?
—No tengo ni idea. No he visto nunca una esmeralda.
—Sí lo es —dijo Nicole.
—¿Estás saliendo con tu jefe?
—¡No digas estupideces!
Los tres hombres abrieron sus regalos. Su madre les había comprado
ropa y Lea tres videojuegos.
Nicole y Lea llamaron a Rex para felicitarle la Navidad y darle las
gracias por los regalos.
Lea llamó luego a casa de Bruce, pero saltó el contestador y dejó un
mensaje.

Bruce se despertó a las once y media y fue a la cocina. Vivien estaba


preparando el desayuno.
—Buenos días, cariño —dijo Bruce acercándose a su amiga para besarla
—. Feliz navidad.
—Feliz Navidad —dijo Viv abrazándolo.
Llamaron a la puerta y Bruce fue a abrir.
—Feliz Navidad —dijo Hardy abrazando a su amigo.
—Feliz Navidad, Hardy. Pasa, íbamos a desayunar.
—Feliz Navidad, preciosa —dijo Hardy entrando en la cocina abrazando
a Viv.
—Feliz Navidad, Hardy.
—Mi madre quiere que estemos en su casa a la una y media.
—Bien. ¿Has desayunado?
—No, he venido a desayunar con vosotros.
—¿Por qué no traéis los regalos y vais abriéndolos mientras acabo el
desayuno.
Poco después ellos entraron con los paquetes.
—Este es para ti, de Lea y este el mío —dijo la chica a Hardy.
—¿Lea te ha comprado un regalo? —preguntó Bruce.
—Y yo a ella. Se lo envié a su madre a través de Rex.
—Yo también le di uno mío —dijo Viv.
Lea le había comprado a Hardy un suéter negro de cuello de pico. Lo
acompañaba una tarjeta: Feliz Navidad, Hardy. Apuesto a que este suéter te
queda de muerte. Lea.
—Lea tiene buen gusto —dijo enseñándoles el jersey.
Vivien le había comprado una camisa y una corbata.
—Este es de Lea y este mío —dijo Viv dándole los paquetes a Bruce.
Vivien le había comprado una cazadora de cuero negra.
—Cuando me deis vuestros regalos me sentiré mal, como siempre. Pero
vosotros sois ricos. Abre el de tu asistente. Espero que el de ella no me haga
sentir muy mal.
Bruce abrió el regalo y se encontró con la caja de un móvil. Y Hardy
soltó una carcajada al ver la cara de su amigo.
—Esa chica va a adiestrarte —dijo sin dejar de reír.
—Lo ha hecho para joderme, porque le dije que no quería tener móvil.
—Abre los tuyos, Viv, mientras cargo el móvil de Bruce y lo formateo.
Toma, hay una tarjeta.
Bruce la cogió y la leyó: Feliz Navidad, jefe. No se asuste, yo le
enseñaré a utilizarlo. Lea.
Lea le había comprado a su amiga un perfume de Dior. Nicole un bolso
que a la chica le encantó. Sus dos amigos se habían pasado, como cada año.
Le habían regalado un vestido de fiesta con los accesorios a juego. Y un juego
de gargantilla y pendientes de brillantes.
Hardy recibió una llamada y contestó.
—Feliz Navidad, pelirroja.
—Feliz Navidad, Hardy. Gracias por tu regalo. Eres el primer hombre,
que no es uno de mis hermanos, que me regala un perfume.
—Me gusta haber sido yo el primero. Me encanta el suéter.
Bruce miró a su amigo. ¿Había sido Hardy el primero? ¿El primero en
qué?, pensó Bruce.
Después de hablar con Hardy, Lea le pidió que se pusiera Viv para
felicitarla y darle las gracias por el regalo.
—¿Está mi jefe ahí?
—Sí, enseguida se pone —dijo Vivien.
—Hola, Leandra, feliz Navidad.
—Feliz Navidad. No tenía que haberme regalado algo así.
—¿No le ha gustado?
—¡Claro que sí! Pero me ha hecho sentir mal. Es como si le hubiera
cobrado por hacerme una foto.
—Tiene que reconocer que es una foto sensacional.
—Sí, todos me han dicho que la portada es preciosa. Pero no tenía que
haberse gastado tanto dinero conmigo.
—Yo tenía un motivo para hacerle un buen regalo. ¿Cuál es el suyo?
Porque acaban de decirme que el móvil que me ha comprado no es de los
baratos.
—Es Navidad.
—Lo ha comprado porque sabía que no quería móvil, ¿verdad?
—Es posible. Bruce le dejo, mi madre quiere hablar con usted. Que pase
un buen día.
—Lo mismo le deseo. Hasta pronto.

Bruce volvió a casa cerca de medianoche. Había ido a cenar con sus
amigos y luego a tomar unas copas. Estaba cansado. La noche anterior no
había dormido mucho. Tal vez porque no estaba acostumbrado a esa cama. O
porque ese día no había hablado con su asistente y la había echado de menos.
Al ver la luz del contestador parpadear pulsó la tecla para escuchar los
mensajes.
El primero era de Deborah Holt, la asistente de su editor. Empezaba a
preguntarse qué quería esa mujer de él. Borró el mensaje porque no tenía
intención de llamarla. Había dos más, el de su editor y el de Matt, pero ya los
había llamado por la mañana. Y luego escuchó el siguiente, el único que
realmente le importaba, el de su pelirroja. La mujer que le había impuesto, sin
desearlo, que tuviera un móvil.

Hola, Bruce. Acabo de ver su regalo y me ha sorprendido muchísimo.


Ha sido embarazoso para mí y me ha hecho sentir avergonzada, que lo sepa.
Creo que le dejé claro que no aceptaría dinero suyo por su maldita portada
y usted ha encontrado la forma de pagarme. Hablar con usted es como
intentar coger un pez resbaladizo. ¡Maldita sea! ¿Siempre tiene que salirse
con la suya?
Hola, Bruce, soy Nicole. Feliz Navidad. Disculpa a mi hija, está un
poco cabreada porque al ver tu regalo, sus hermanos han pensado que había
algo entre vosotros. Y ya sabes lo temperamental que es Lea. Aunque tengo
que decirte que a mí tampoco me ha gustado que me compraras algo de
tanto valor, simplemente porque te haya enviado algún plato de comida. Lo
he hecho con placer y no esperaba nada a cambio. De todas formas, gracias.
A Bruce le gustó saber que los hermanos de Lea pensaran que había algo
entre ellos. Pero lo que más le gustó fue que ella se cabreara por ello.
Subió a su habitación, se duchó y se metió en la cama. Y cómo no, su
pelirroja se coló entre sus pensamientos, otra vez.

Lea estaba en la cama agotada, había sido un día de familia muy intenso.
Aunque hablar con su jefe había suavizado la tensión que sentía desde el día
anterior, porque había echado de menos hablar con él. Ahora se encontraba
muy cansada y sin poder dormir, porque por su cabeza discurrían
pensamientos nuevos para ella y todos relacionados con Bruce. Ansiaba que la
besara, no podía desprenderse de ese pensamiento. La imagen de Bruce
aparecía en su cabeza. Veía su mirada, esa mirada seductora que en ocasiones
la hacía estremecer. Y esos labios que ella contemplaba desde su lado de la
mesa. Esos labios que le parecían deliciosos y que cada vez que le hablaban,
en su mente aparecían imágenes de lo más eróticas. ¡Mierda!, se dijo a sí
misma. Quería desviar sus pensamientos hacia otro lugar, pero no encontraba
nada más interesante que él.
Poco después, más tranquila en la quietud de su habitación, sonreía para
sí misma. Porque a pesar del carácter brusco de su jefe, le gustaba discutir con
él.

Lea pasó la mañana en el gimnasio con sus hermanos. Cada vez que los
miraba pensaba que muchas mujeres matarían por el privilegio de tener a esos
tres ejemplares en una habitación, a solas con ellas. Estaba corriendo en la
cinta mientras los veía sudar. Y de pronto, la imagen de su jefe se filtró entre
sus pensamientos. Últimamente había tenido muchas fantasías con Bruce, pero
no lo había visto desnudo y se preguntaba qué aspecto tendría. No tendría el
cuerpo de sus hermanos, eso estaba claro. Sus hermanos estaban más
musculosos, de lo normal, pero era por el trabajo, por los entrenamientos a
los que se sometían.
Bruce no necesitaba tener más músculos de los que tenía, él era perfecto
tal cual estaba. En su cabeza apareció una imagen de su jefe que la había
impresionado. Bruce había entrado en el despacho con un vaquero que se
amoldaba perfectamente a sus fuertes muslos y a sus largas piernas. La
camiseta se ceñía a sus pectorales marcándolos claramente. Y su boca. ¡Por
Dios bendito! Esa boca era una tentación y tan deliciosa como el pecado.
El rubor acudió a sus mejillas y sintió tanto calor de repente que tuvo que
tomar aire varias veces, sólo por imaginar lo que esa boca podría hacer sobre
su cuerpo.

Después de comer Lea subió a su habitación. Sus hermanos habían salido


y su madre estaba preparando dulces en la cocina. Quería leer la última novela
de Bruce, la que acababa de finalizar. Ya sabía de qué iba porque la había
copiado en el ordenador, pero quería leerla con tranquilidad y ver los cambios
que su jefe había hecho, tanto en el aspecto físico de la detective, como en la
escena que ella había escrito.
Y había cambiado ciertamente muchas cosas. Respecto a la detective
Reeves, que anteriormente se había limitado a escribir unas lineas admirando
su rostro de ojos azules y su pelo rubio, ahora había escrito: ...Su mirada, con
esos ojos verdes y esas pestañas inmensas era una experiencia inigualable y
cautivadora. Luego se refería a su boca como: Esos labios eran el sueño de
cualquier hombre. Y en cuanto a su pelo, había empleado las palabras de
Matt, su ilustrador, escribiendo que, el pelo de la detective parecía el cabello
de la “asistente”del diablo. Y había enfatizado lo de asistente. Lea supo que
eso sólo iba destinado ella, porque ella era su asistente y por lo que decía la
frase, él era el diablo. Lea se rio. Le gustó ese pequeño detalle. Nadie que
leyese la novela sabría la razón de ello. Era, exclusivamente, para ella.
Cuando llegó a la escena sexual reconoció al instante los cambios que
Bruce había hecho. La mayoría eran respecto a la detective, que Rayner había
dejado claro, al menos para ella, que era el aspecto detallado de ella misma.
Era el capitán quien hablaba de ello en la novela. Mencionaba que, se sentía
sobrecogido cuando veía ese pelo rojo esparcido sobre su almohada. O
cuando ella se inclinaba hacia él y el cabello le rozaba los pectorales. O la
gloriosa sensación que experimentaba al introducir los dedos entre sus
mechones para acercarla a él antes de besarla.
Más adelante, el capitán le hablaba a la detective de la excitación que le
recorría el cuerpo al mirarla a los ojos y ver cómo sus iris se oscurecían
cuando le daba placer. Hablaba de, la forma que ella lo miraba con descaro
e insolencia, antes de meterse la polla en la boca. Y Bruce había escrito que,
la boca de la detective estaba hecha para el pecado. Y que había tenido
fantasías con esa boca desde que la había visto por primera vez,
imaginando que ella lo había elegido, para pecar con él.
Y en cuanto al cuerpo… ¡Dios todopoderoso!, pensó Lea. Había elogiado
sus pechos, sus músculos suaves pero bien definidos. Y se había explayado en
su trasero y en sus largas piernas. Había destacado la juventud de la detective
con respecto a la del capitán. Y para más inri, había cambiado el físico de él y
ahora era moreno y con los ojos grises, como él mismo.
A Lea se le había quedado en la mente una frase de las que había leído.
El capitán le había dicho a la detective: Eres una tentación para un hombre y
una tentación como tú se merece un pecado como yo.
Hizo una pausa para llamar a su jefe pensando que esa escena que
acababa de leer había sido entre Bruce y ella. Y eso la dejó aturdida.
Bruce contestó a la tercera señal.
—Hola, Lea.
—Hola. ¿Me ha llamado Lea?
—Sé que no le gusta que la llame Leandra. Creo que ya la he castigado
suficiente.
—Sabía que lo hacía porque no me gustaba. ¿Va todo bien?
—Sí, todo controlado. ¿Qué tal pasó ayer el día?
—Muy bien, ya sabe, en familia.
—La verdad es que no lo sé. Su concepto de bien relacionado con la
palabra familia, es completamente diferente al mío.
—¿Quiere compartir algo conmigo al respecto?
—Si le hablara de mis secretos le vendería mi libertad.
—No es que esté interesada en su vida especialmente, pero supongo que
tiene razón. No puedo olvidar que confié en usted, al hacerle partícipe de algo
personal y no tardó en utilizarlo en mi contra. Así que, entiendo lo que quiere
decir. Aunque ha de saber que yo no soy como usted y jamás utilizaría algo
que me confiara, para hacerle daño. ¿Puedo preguntarle algo?
—Claro.
—¿Por qué estudió derecho?
—Buscaba la mejor forma para poder ser un cabrón hijo de puta, sin que
me lo tuvieran en cuenta. Ser abogado era la forma más simple de conseguirlo.
—Pues para ser ese el único motivo, se lo tomó muy en serio. Terminó la
carrera a los veintidós años y fue el primero de su promoción.
—Soy bastante inteligente.
—Me fascina su humildad.
—Muy amable —dijo él riendo.
—Estoy leyendo la novela que ha terminado. A pesar de que me contó el
final, pienso deleitarme con la lectura. Pocos tienen la posibilidad de leer la
novela inédita de un escritor famoso.
—¿Por dónde va?
—He terminado el capítulo once.
—Entonces ya ha leído la escena que usted escribió. ¿Qué le ha
parecido?
—Ha detallado minuciosamente el aspecto físico de la detective. Ha
conseguido que su aspecto sea inmejorable.
—No ha sido un gran esfuerzo, créame. La tenía a usted en mente.
—¿Por qué?
—Pues porque al escribirla pensé en la foto de la portada. Y coincide
que era una foto suya. ¿Ha notado algún cambio más?
—Algunos pequeños detalles en lo que yo escribí, que han mejorado la
escena. Y…, parece ser que también cambió el aspecto de capitán…, por el
suyo propio.
—Bueno…, sí. Pensé que, ya que usted era la protagonista principal, me
apetecía aparecer también en ella. Somos un equipo, ¿recuerda?
—Gracias por haber enfatizado la palabra asistente. Sé que únicamente
lo ha hecho para mí.
—Me apetecía dejarle un mensaje en mi novela.
—Pensé llamarle al móvil, pero no estaba segura de que supiera
contestar.
—Su sarcasmo se ha acentuado en Navidad.
—Lo siento.
—Sé que no lo siente.
—Tiene razón.
—De todas formas, aunque me ha impuesto que tenga un móvil, solamente
voy a tener en él los números de las personas que me importan. Tengo tres, el
de Hardy, el de Viv y el de usted.
—Vaya, me siento halagada de que me tenga en su móvil.
—Y puede estarlo.
—Estoy segura de que ahora se siente abrumado porque es algo nuevo
para usted, pero a medida que vaya aprendiendo, todo lo que un simple móvil
le puede ofrecer, se sentirá más cómodo.
—¿Qué puede ofrecerme?
—Bueno, además de las llamadas normales, podrá hacer y recibir
videollamadas y verse con la persona con la que habla.
—¿Con qué fin? No pienso tener en el móvil el número de ninguna mujer,
así que no me irá a decir que es para tener sexo telefónico. A no ser que esté
usted interesada.
Lea soltó una carcajada.
—Eso no se me había ocurrido. Además, puede enviar y recibir mensajes
escritos o hablados.
—También puedo llamar por teléfono.
—Tendrá GPS a su disposición.
—Tengo GPS en los dos coches.
—Ya, pero cuando vaya por la calle, o paseando… Podría perderse y con
el móvil encontraría el camino de vuelta.
—Cuando salgo a pasear llevo a Lys conmigo y ella encontraría el
camino de vuelta. ¿Y cree que podría perderme en la calle?
—Puede enviar y recibir emails.
—Para eso la tengo a usted.
—¡Por el amor de Dios! Sabe, hablar con usted es como salir a pasear a
través de paisajes maravillosos, para terminar siempre contra una pared.
—¿En serio? —dijo él riendo.
—Completamente.
—¿Por qué le gusta trabajar para mí? ¿No cree que se aburrirá con el
tiempo? Podría encontrar trabajos más interesantes.
—Posiblemente. Pero con usted no me aburro, usted se encarga de
mantenerme siempre entretenida.
—¿Entretenida?
—Sí, ya sabe, con todas esas broncas que tenemos y que es siempre usted
quien las empieza.
—¿Y eso la entretiene? —preguntó él riendo.
—Sí. De todas formas, cuando era joven pensaba que en el futuro tendría
mi propio negocio.
—¿Cuándo fue eso, la semana pasada?
—Puede que piense que soy una niña, pero está muy equivocado.
—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
—Porque sí.
—Me maravilla su lógica.
—¿Quién es ahora el sarcástico? Deberíamos terminar con la llamada, no
quiero que se le haga tarde por mi culpa. Recuerde que tiene que ver a…
—Sí, a Janice —dijo interrumpiéndola—. He visto su nota.
—Bien. Disfrute de la velada. Le llamaré mañana.
—Vale. Hasta mañana.
Bruce fue al despacho y se detuvo junto a su mesa. Observó las fotos de
Lea que estaban extendidas sobre ella y sonrió. Luego subió al dormitorio, se
desnudó y se metió en la ducha. Y su eficiente asistente volvió a su mente.
Sabía que su proceder era el de un adolescente y… ¡Por Dios! Tenía
veintisiete años. Pero no podía dejar de pensar en ella. Esa chica se metía en
sus pensamientos cuando le venía en gana. Esa cría, porque era una niña, lo
tenía bien agarrado por los huevos. Aunque tenía que reconocer que estaba
disfrutando, como no lo había hecho nunca. Esa chica era divertida y lo hacía
sentir vivo. Lea era como un reto para él, porque la deseaba, pero sabía que
no podía tenerla. Era temperamental y era la primera vez que se tropezaba con
una mujer así. Y también tenía que reconocer que a él le gustaba que tuviera
los cojones bien puestos y no se dejara amedrentar por nada.
De pronto se dio cuenta de que estaba masturbándose mientras el agua
caía sobre él. ¡Hostia puta! ¿Qué coño me está haciendo esa chica?
Salió cabreado de la ducha, primero porque no quería sentir por ella lo
que sentía, fuera lo que fuese y segundo, porque odiaba que ella le recordara
cada día a qué mujer tenía que ver.

Bruce se incorporó en la cama al oír a Lys ladrar. Miró el reloj, eran las
ocho y media de la mañana. Entonces oyó el timbre de la puerta. Se peinó con
las manos y bajó a abrir con pijama. Una furgoneta de reparto rápido estaba
frente a su casa. El chico le entregó un sobre muy grande y Bruce le dio una
propina. Luego fue al despacho y lo abrió. Eran las nueve fotos de las portadas
de sus novela, bueno, diez, porque le había pedido a Matt que le enviara dos
de la última que había escrito, porque quería darle una a su colaboradora.
Miró la foto y sonrió al ver a Lea. Recordó el momento en que Matt la hizo,
cuando ella le apuntaba con el arma. La ira provocaba algo en el rostro de esa
chica que a Bruce le fascinaba. Le sorprendía que el mal genio o el odio,
porque en ese momento Lea lo odiaba, fuera tan sexy en ella.
Después de desayunar y vestirse cogió las fotos y fue a la ciudad a
enmarcarlas. El chico de la tienda le dijo que se las llevaría a casa el sábado
por la mañana.

Lea subió a su habitación por la tarde para hablar con su jefe. Cada día
esperaba ese momento con ansia.
—Hola, Lea.
—Hola, Bruce, ¿todo bien?
—Sí, ¿cómo está?
—Genial. Hoy no puedo dedicarle mucho tiempo. Voy a salir a tomar
algo con mis hermanos antes de cenar y están esperándome.
—No se preocupe. Ya sé que hoy tengo que ver a Carla.
—¿Ha dedicado tiempo a su nueva novela?
—No, no consigo concentrarme.
—¿Por algo en especial? Puede que tanto sexo le haya bloqueado la
mente.
Bruce soltó una carcajada.
—Es usted muy buena. Me divierte hablar con usted.
—Era una broma, disculpe.
—No se disculpe por ser divertida. ¿Cuándo vuelve a casa?
—Pasado mañana. Mi madre y mis hermanos irán conmigo y se quedarán
unos días. Desde que vieron el regalo que le hizo Rex a mi madre, están
impacientes por conocerlo. Les dije que estaban saliendo juntos.
—¿Cómo se lo tomaron?
—Bien. Nos parecía raro que mi madre no hubiera salido con nadie
desde que mi padre murió. Así que todos estamos contentos. Puede que su
relación no llegue a buen puerto, pero al menos tendrá una experiencia y sabrá
que los hombres existen.
—Rex parece muy contento con su relación.
—Ella también.
—¿Tienen espacio en casa para todos?
—Rex les ha ofrecido a mis hermanos que se queden con él y han
aceptado. Bruce, tengo que dejarle, me están llamando.
—De acuerdo.
—Espero que su concentración vuelva pronto. Puede que sea porque ha
forzado demasiado su cerebro con las perversidades de su última novela.
—Es posible.
—Relájese y disfrute del sexo, ya que usted puede hacerlo. Dicen que el
sexo relaja. En unos días estará como nuevo para inventar nuevas
perversidades. Año Nuevo vida nueva.
—Siempre tan optimista.
—Sí, esa soy yo. Mañana no tengo que llamarle porque no tiene ninguna
cita. Espero que le vaya bien en la partida de póquer.
—Gracias.
Bruce, Hardy y Rex comieron juntos al día siguiente. Rex había vuelto
esa mañana de casa de su hermano.
—¿Cuándo vuelve Lea? —preguntó Hardy a Rex.
—Mañana. Su madre y sus hermanos vendrán con ella.
—Parece que a su madre le cuesta separarse de Lea.
—Está pasando una mala época. Sus hijos están en la Armada y pasa
mucho tiempo sin verlos, y ahora Lea se ha marchado de casa. Se siente sola.
—Nicole me dijo que Lea le había regalado un ordenador para Navidad
—dijo Bruce—. Puede que siga adelante con su idea del negocio ese de los
dulces. No creo que Lea la deje sola en casa, con un ordenador que no sabe
utilizar.
—Sí, esa chica no es de las que abandonan y le dijo a su madre que la
ayudaría.
—¿Qué hay entre su madre y tú? —preguntó Hardy.
—Esa mujer me gusta mucho.
—¿Cuántos años tiene?
—Cuarenta y cuatro.
—Es fantástico tener esa edad y una hija de veintiún años.
—Hardy, Nicole tiene tres hijos mayores que Lea. El mayor tiene
veintisiete, vuestra edad.
—¿Cómo es posible?
—Se quedó embarazada del chico con el que salía. Tuvo a su hijo a los
quince años.
—Vaya. ¿Cómo es? Me refiero a su aspecto.
—A eso te voy a contestar yo —dijo Bruce—. Siempre me has dicho que
Lea es un bombón.
—Es que lo es.
—Pues su madre es un bombón en su plenitud. Te aseguro que, de
encontrarla en algún local, tanto tú como yo intentaríamos seducirla.
—Bruce, te estás pasando —dijo Rex.
—¿Acaso no es cierto?
—Tienes razón —dijo Rex riendo.
—Te veo construyendo una nave para su negocio de repostería.
—Ojalá.
—¿Conoces a sus hijos? Has dicho que vendrían con ella.
—No, pero los conoceré, van a quedarse en mi casa unos días.
—¿A qué se dedican?
—Los tres son SEAL.
—¿Qué es eso? —preguntó Hardy.
—Los SEAL son un cuerpo de operaciones especiales de la Armada. Un
cuerpo selecto que opera en cualquier parte, aire, agua y tierra, de ahí el
nombre. Están entrenados para desenvolverse en cualquier situación por
extraña o difícil que sea. Lea me dijo que su hermano mayor es el jefe de su
unidad. Yo intenté en dos ocasiones pasar las pruebas para ser uno de ellos,
pero no lo conseguí.
—¿Y eso?
—A los SEAL los entrenan a conciencia durante cuatro semanas, y luego
una quinta y última a la que llaman la semana infernal. Y os aseguro que es
como estar en el infierno.
—¿Qué es lo que hacen? ¿Cuál es su misión?
—Trabajan en equipos de seis o siete hombres. Son lo mejor de lo mejor,
en todo. Los entrenan para hacer cualquier trabajo y luchar juntos, hasta la
muerte, si se presenta el caso. Los envían a los sitios más peligrosos, en
misiones que otros no pueden realizar. Permanecen lejos de la base y de sus
familias durante meses. No pueden comunicarse con ellos, porque sus
misiones son alto secreto. Conocí a algunos de ellos cuando estaba en la
Armada.
—¿Cómo son?
—Son los hombres con más sangre fría que he visto en mi vida. Todos
ellos son machos alfa. Esos hombres sonríen mientras afrontan el peligro. Son
letales, pero se comportan de una manera tan relajada que podrían engañar a
cualquiera. En sus misiones protegen con su vida a gente que no conocen. Os
aseguro que dan miedo, no por su físico, que en todos ellos es espectacular,
sino por lo que sabes que son capaces de hacer.
—¿Y en el trato con ellos? —preguntó Bruce—. Porque vas a tener a tres
de esos individuos en tu casa.
—Se muestran arrogantes, engreídos y muy seguros de sí mismo. Algo
parecidos a ti —dijo Rex mirando a Bruce y sonriendo—. Son sumamente
fríos y completamente relajados en cualquier ambiente, su inteligencia es fuera
de serie. Y se sienten superiores, pero sólo porque lo son.
—No parece que sean muy agradables —dijo Hardy.
—Lea dice que sus hermanos son fantásticos, y Nicole también.
—Son su familia, ¿qué van a decir?
—Lea los adora y según su madre, ellos a ella. Así que, Bruce, ándate
con cuidado.
—¿Cómo te llevas con Lea? —preguntó Hardy a Rex.
—Me encanta esa chica. Es fantástica.
—Pensaba que quien te gustaba era la madre —dijo Bruce.
—Sí, su madre también. No os podéis imaginar lo que ha hecho por mi
negocio. Se pasó un fin de semana sacando fotos de las cabañas, del río, del
bosque, y abrió una página ofreciéndolas. Al día siguiente empezaron a llamar
para hacer reservas. Lo tengo todo completo a partir del día siete de enero.
—Vaya con la pelirroja —dijo Hardy—. He de reconocer que a mí
también me gusta esa chica.
Bruce lo miró y Hardy le sonrió.
—Ha sido una comida interesante. Me ha gustado saber sobre ese
comando, para cuando me encuentre con ellos.
—¿Por qué vas a encontrarte con ellos? —preguntó Bruce.
—Porque Rex me ha invitado a cenar la noche de fin de año.
—A mí no me has invitado —dijo Bruce.
—Porque Nicole se adelantó y lo hizo ella.
—Así que cenaremos con tres SEAL —dijo Bruce.
—Y con su hermanita pequeña —añadió Hardy—. Ya puedes medir bien
tus palabras cuando te dirijas a tu asistente personal, porque sus hermanos
acabarían contigo en segundos.
—Tengo ganas de conocerlos —dijo Rex—. Es un orgullo que se queden
en mi casa.
Capítulo 11
Nicole, Lea y sus hermanos llegaron a las cabañas a las diez de la mañana
del sábado. Los tres hombres se instalaron en casa de Rex y las dos mujeres en
la cabaña de Lea. Nicole y Rex habían acordado que ella cocinaría en casa de
él y que harían todas las comidas allí, porque había más espacio. Mientras los
chicos se instalaban en sus habitaciones, Nicole guardó la comida que había
traído de casa en la nevera y luego fue al invernadero con Rex a coger algunas
verduras.
—Hemos invadido tu casa.
—Me alegro de ello —dijo Rex acercándose para besarla—. Me caen
bien tus hijos, aunque parece que no es recíproco.
—Dales un poco de tiempo. Saben lo nuestro y están de acuerdo, pero
quieren asegurarse de que eres bueno para mí.
—Te he echado de menos —dijo abrazándola.
—Y yo a ti, mucho —dijo ella besándolo de nuevo.

Llamarón a la puerta y Bruce fue a abrir.


—Vaya sorpresa. Hola Nicole —dijo besando a la mujer—. Pasa, por
favor.
—Hola, Bruce, ¿has comido?
—Voy a pedir algo por teléfono.
—Pues yo me he adelantado y te he traído la comida. Y unos dulces que
preparé ayer.
—Creo que me quedé corto con el regalo que te hice.
—No digas tonterías, tu regalo me encanta.
—Vamos a la cocina. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias. Están esperándome para comer. Te invitaría a que
comieras con nosotros, pero no sé si a mi hija le gustaría —dijo dejando lo
que había llevado sobre la bancada.
—Lo entiendo.
—Esta cocina es preciosa.
—Gracias. ¿Quieres ver la casa?
—Vale.
Bruce le enseñó primero la planta baja.
—Ahí es donde trabaja tu hija —dijo entrando en el despacho y
señalando la mesa.
A Nicole no le pasó desapercibido el despliegue de fotos que había sobre
ella y pudo distinguir que todas eran de su hija. Bruce se dio cuenta de que las
fotos estaban allí y la apresuró a que saliera de la habitación.
—He leído dos de tus novelas. Dios, Lea tiene razón, eres brillante.
—Gracias.
Subieron a la planta superior y él se disculpó por tener la cama sin hacer.
—Tienes una casa preciosa y el entorno es una maravilla —dijo cuando
llegaron de nuevo a la planta baja.
—Gracias. Me gusta la tranquilidad.
—Tengo que marcharme.
—Gracias de nuevo —dijo acompañándola a la puerta.
—No es nada. No olvides que el lunes es fin de año y cenarás con
nosotros.
—No lo olvidaré. Cena con traje, y corbata opcional.
—Exacto —dijo sonriendo y besándolo en la mejilla—. Cenaremos
sobre las nueve, pero puedes ir antes, si quieres.
—De acuerdo. ¿Te importa darme tu teléfono?
—Pos supuesto que no.
—¿Puedes añadirlo tú a mis contactos? Todavía no sé cómo se hace —
dijo sacando el móvil del bolsillo.
—No hay problema.
Nicole subió al coche y se abrochó el cinturón.
—Vaya, vaya. A Bruce le gusta Lea —dijo pensando en las fotos que
tenía sobre la mesa.

Bruce contestó al recibir una llamada en el móvil.


—Hola.
—Hola, Bruce —dijo Lea—. No estaba segura de que contestara al
móvil.
—Sabía que era usted. Su nombre estaba en la pantalla. ¿Qué tal la vuelta
a casa?
—¿Cómo sabe que he vuelto?
—Su madre vino a verme al mediodía.
—No me diga que fue a llevarle la comida.
—Eso es exactamente lo que hizo.
—Tiene a mi madre en el bote. Parece ser que es amable con todas las
mujeres, bueno, no con todas, conmigo no lo es la mayor parte del tiempo.
¿Puedo saber la razón?
—Puede que me guste verla enfadada. Me encanta el color y el brillo que
tienen sus ojos cuando se enfada.
—¿Habla de mí? ¿Seguro que no ha pensado que hablaba con otra mujer?
No me confunda con tanta amabilidad. ¿Qué tal está pasando las fiestas?
—Bien, supongo. No son unas fiestas que me vuelvan loco.
—¿Tiene que ver con que nunca tuviera un árbol de Navidad?
Bruce no contestó.
—Perdone, había olvidado que usted no habla de su pasado. Dejaré esas
preguntas para cuando juguemos delante de una botella.
—Puede que no conteste a sus preguntas.
—Yo soy muy insistente y conseguiré que se emborrache, y entonces
hablará.
—Ya veremos. ¿Ha tenido alguna relación seria con algún hombre?
—Si se puede llamar relación seria a salir con alguien durante un par de
semanas y darla por finalizada después de tener sexo con esa persona,
entonces sí.
—No me refería a eso.
—Yo nunca tendré una relación estable con nadie. Y tampoco inestable.
—¿Por el problema ese que cree que tiene?
—¿Que creo? —dijo ella riendo.
—¿Qué le gustaría para el futuro?
—Si se refiere a hombres, no tendré futuro.
—¿Qué le gustaría para su futuro, de no tener ese problema?
—Puestos a imaginar... Siempre he deseado salir con un hombre. Un
hombre que me apoye en mis decisiones y con quien poder hablar al final del
día. Con quien ir al cine y besarnos en la oscuridad. Un hombre con quien ir a
pasear cogidos de la mano. Alguien que me abrace cuando me sienta triste.
Quiero a alguien que me quiera tal y como soy y a quien yo querer. Quiero un
hombre con quien compartir mi vida. Alguien en quien pueda confiar y que
confíe en mí. Que sepa escuchar y comprenderme. Un hombre que me acaricie
cuando lo necesite. Que me haga estremecer sólo con mirarme y que altere mi
corazón únicamente con su presencia. Como me sucede contigo, pensó Lea. Lo
que realmente me gustaría es, saber que hay una persona que desea que yo sea
parte de su vida. Que yo sepa que, entre todos los millones de mujeres que hay
en el mundo, me ha elegido a mí. Me gustaría tener hijos. Yo tuve una buena
infancia y quiero proporcionársela a ellos.
—Quiere muchas cosas. Supongo que para usted, todo eso es el amor.
—Sí. Me gustaría enamorarme de un hombre y que él se enamore de mí.
Cuando dos personas están enamoradas hay una unión muy estrecha entre ellos.
Encajan a la perfección. Y están tan íntimamente unidos que son como una
única persona.
—¡Por el amor de Dios! ¿Cómo puede hablar así con veintiún años?
—Usted me ha preguntado. Simplemente me he dejado llevar por la
imaginación y le he dicho lo que me gustaría. Eso no quiere decir que vaya a
suceder. Soy consciente de que el sexo ocupa un papel muy importante en una
pareja. Y ahí es donde se desbaratan todos mis anhelos.
—Es muy joven, y tiene mucho tiempo por delante para darse cuenta de
que su problema es inexistente.
—No volvamos a ello, por favor.
—De acuerdo. Lo dejaré también para cuando tengamos esa botella frente
a nosotros.
—¿Usted ha tenido alguna relación seria?
—No, y nunca la tendré. Yo no deseo nada de todo eso que ha
mencionado. Que por otra parte me parecen chorradas. Me gusta mi vida tal
cual.
—Vaya, parece que vamos a quedarnos solteros los dos. Tal vez si sigo
trabajando para usted terminaremos siendo amigos.
—Yo no quiero ser amigo suyo.
Lea se quedó un instante en silencio.
—Lo entiendo. Me considera demasiado joven para poder ser amiga
suya. En fin, lo he llamado para recordarle su cita de esta noche. Tiene la nota
en su mesa.
—Gracias.
—¿Tengo que llamarle mañana o recordará su cita?
—Llámeme, si no le importa.
—De acuerdo. Que se divierta esta noche.

Bruce siguió con lo que estaba haciendo, evitando pensar en lo que le


había dicho a Lea: Yo no quiero ser amigo suyo. Por supuesto que no quería
ser amigo suyo. Lo que deseaba era follársela hasta que perdiera el sentido.
Terminó de poner la última alcayata en la pared y a continuación colgó
los nueve cuadros de las portadas de todas sus novelas. Dio unos pasos atrás
para observarlos y sonrió al ver a su asistente personal colgada de la pared.
De pronto lo invadió una sensación de ansiedad. Había echado mucho de
menos a Lea, más de lo que habría esperado. Todos esos días que había estado
sin verla había añorado su sentido del humor, su sarcasmo, su sonrisa y su
aguda inteligencia. Había intentado concentrarse en su nueva novela, pero
cada vez había quedado en un intento fallido, porque cada vez que levantaba la
vista de su escritorio y miraba al frente, ella no estaba. Y entonces Lea se
paseaba por su cabeza a su antojo. Y por las noches... ¡Santo Dios! Cada
noche salía con su cita programada, casi por obligación, porque no le apetecía
ver a ninguna de esas mujeres. Y seguro que esa noche no sería diferente a las
otras. Saldría a cenar con... Cleo. Luego irían a casa de ella y follarían. Y él
imaginaría, de nuevo, que hacía el amor con su asistente, y no se sentía
orgulloso de ello. Bruce intentaba no pensar en ella, pero era como intentar
que el agua de un arroyo fuera hacia atrás.
Subió a ducharse pensando en la conversación que habían mantenido. Esa
chica le gustaba. Le gustaba demasiado. Pero sabía que él no era el hombre
apropiado para ella. Y la deseaba de manera demencial. Se dijo que sólo sería
un capricho, porque sabía que no podía estar con ella, y era como un desafío.
Sería algo pasajero, volvió a decirse a sí mismo. Pero a pesar de repetirse lo
mismo una y otra vez, Lea permanecía en sus pesamientos, alentando ese deseo
que ardía dentro de él.
Sabía que no debería desearla y él no quería hacerle daño, pero era
consciente de que se lo haría, si daba un paso en falso. Porque él no era un
hombre de relaciones, y esa chica quería casarse, quería formar una familia.
Quería todo lo que él no podía darle. Lea quería un hombre que se
comprometiera, y la palabra compromiso relacionada con una mujer, no
formaba parte de su vocabulario.
Bruce cerró los ojos y elevó el rostro para que el agua de la ducha le
despejara las ideas. Desde que esa chica apareció, había introducido una
deliciosa manera de provocar el caos en su tranquila vida.

Rayner llegó a casa a la una de la mañana. Sacó a la perrita diez minutos


para que hiciera sus necesidades y subieron juntos a la habitación. Lys se
acostó en la cuna que tenía en el suelo junto a la cama de su amo. Bruce se
desnudó, tomó una ducha rápida y se metió en la cama. Y por primera vez
desde hacía mucho tiempo, se durmió rápidamente.
Dos horas más tarde se despertó empapado en sudor y alterado. Hacía
días que sus pesadillas le habían dado un respiro. Las pesadillas que lo habían
acompañado durante toda su vida. Al principio las provocaban las paliza que
recibía casi a diario y se despertaba aterrado. Su vida había cambiado mucho
en los últimos años, pero las pesadillas no lo habían abandonado.
Se dejó embargar por los horribles recuerdos de su infancia y
adolescencia, y por las experiencias traumáticas que lo habían acompañado
durante los primeros dieciséis años de su vida. Sus experiencias no habían
sido agradables, eso estaba claro, pero su vida actual lo satisfacía y, además,
desde que Lea se había cruzado en su camino, las pesadillas se habían
distanciado. Era como si esa chica fuera la pieza que él estaba esperando,
para que encajara en el caótico puzle de su vida.
Cerró los ojos de nuevo y sonrió al darse cuenta de que Lea lo tenía
obsesionado. Esa preciosa pelirroja estaba en sus pensamientos y en sus
sueños la mayor parte de las noches. Bueno, y la mayor parte de los días, para
qué iba a engañarse. Muchas veces la imaginaba desnuda en su cama, con ese
pelo del demonio esparcido por su almohada...
En vista de que no se dormía de nuevo, se levantó y se vistió. Estaba
amaneciendo. Se puso la chaqueta, la bufanda y los guantes y salió a dar un
paseo con su perrita.
Volvió a casa congelado y fue directamente a la cocina a prepararse un
café. Se lo tomó con un trozo del bizcocho que Nicole le había llevado.
Esa mujer es un cielo, pensó sonriendo. Se sirvió otro café y fue al
despacho con la taza. Se sentó en su silla y miró las fotos de su asistente.
—No sabes cuánto te echo de menos. Creo que ya no soy capaz de
escribir si no estás conmigo.
Empezó a leer todas las notas que tenía sobre la mesa. Quería olvidar a
esa chica. Tenía que olvidarla. Siempre había superado sus problemas, como
él llamaba a sus oscuros recuerdos, sumergiéndose en el trabajo. Pero eso no
le funcionaba con ella, porque Lea aparecía en su mente cuando menos lo
esperaba, turbándolo y haciéndole imaginar cosas que sabía que no iban a
suceder. Que no podían suceder.
Había conseguido llegar hasta ese día. Había estado nueve días sin verla
y solamente había pensado en ella unas... ¿trecientas cincuenta veces?
—¡Hostia puta! —dijo riendo porque volvía a pensar que se estaba
comportando como un adolescente... salido.
—Hola, Lea —dijo Bruce cuando la chica lo llamó a las seis.
—Hola, ¿va todo bien?
—¡¿Por qué no iba a ir bien?!
—Es una pregunta que se hace por educación. Como usted comprenderá,
a mí me importa una mierda si las cosas le van bien o no. Sólo lo he llamado
para cumplir con mi trabajo. Y sabe, ahora me arrepiento de haberlo hecho
todos estos días.
—¡Pues no lo hubiera hecho! ¡Estoy harto de usted y de su eficiencia!
¡Me tiene hasta los cojones!
—Cierto, no tenía que haberlo hecho, porque estaba de vacaciones y lo
último que quería era hablar con usted. Menos mal que hoy es el último día y
ya no tendré que llamarlo de nuevo. Le recuerdo que hoy tiene que ver a
Marie. Y hoy no le voy a desear que pase una buena noche. Hoy le deseo todo
lo peor, porque es usted un desagradecido. Estoy cansada de soportar su
condescendiente actitud de clara superioridad. Es usted un engreído, un
presuntuoso y un prepotente. Tiene tan elevado su ego que es extraño que no
levite en vez de caminar. No entiendo qué he podido hacer para que me trate
de esta forma, pero sí le diré que no lo merezco. Pensaba que su perversidad
se limitaba a sus novelas, ahora sé que se extiende hasta mí. Sabe, prefiero
que utilice conmigo esa máscara tras la que oculta la oscuridad de su alma,
porque así sabré a qué atenerme con usted. No soporto sus cambios de humor,
en los que en un momento es un hombre maravilloso e increíblemente amable y
en el momento siguiente es un cabrón hijo de puta. No creo que dure mucho
trabajando para usted. Y tiene razón en lo que me dijo ayer. Usted no debería
casarse nunca, y menos aún tener hijos, porque haría de sus vidas un infierno.
—Lea, lo siento. La noche pasada no pude dormir y hoy no es mi mejor
día.
—Me importa una mierda que lo sienta. Lo veré el miércoles, eso, si
decido seguir trabajando para usted —dijo ella antes de colgar.
Bruce se quedó quieto. Caóticos pensamientos invadieron su mente. La
idea de que Lea lo abandonara era demasiado espantosa para pensarla
siquiera.
—¡Mierda, mierda!
Lea no necesitaba mucho aliciente para encenderse. Era feroz, testaruda e
indomable. Y eso era lo que más le gustaba a Bruce. Y sabía que ella había
tenido razón en todo lo que le había dicho.
Cogió un paquete de tabaco del cajón, sacó un cigarrillo y lo encendió.
Lea dejó el móvil en la mesita de noche y se echó en la cama. No pudo
evitar echarse a llorar. Se maldijo por sentir todo lo que sentía por ese
hombre, y se planteó muy seriamente renunciar a su trabajo. El pensar en ello
aún la deprimía más, porque ahora su madre había encontrado a Rex y se
estaba planteando quedarse a vivir allí.

Nicole miró a su hija cuando entró en la cocina. Era imposible no darse


cuenta de que había llorado, y no unas simples lágrimas.
—¿Qué ocurre, cariño?
—No es nada.
—¿Has hablado con tu jefe?
—¿Conoces a alguien más, capaz de alterarme hasta el punto de hacerme
creer que soy una mierda?
—¿Quieres contármelo?
—En otro momento. ¿Te ayudo?
—Sí, termina de hacer esta salsa.
—Vale. ¿Qué tal te va con Rex?
—Muy bien. Creo que a tus hermanos les gusta.
—Rex es perfecto.
Los tres chicos entraron con el mencionado en la cocina.
—¿Qué te pasa, pequeñaja? —preguntó su hermano pequeño al notar que
había llorado.
—Tu madre me ha puesto a cortar cebollas.
—Chicos, poned la mesa, la cena está casi lista.

El móvil de Nicole sonó a las nueve de la mañana del día siguiente.


—Es Bruce —dijo Nicole a Rex que estaba tomando un café en la cocina
—. Vuelvo enseguida. Hola, Bruce.
—Hola, espero no haberte despertado.
—No, estaba preparando el desayuno —dijo entrando en el salón—.
¿Qué ocurre?
—Esta noche no podré asistir a la cena. Se me ha presentado un...
—No hace falta que inventes excusas —dijo interrumpiéndole—. Sé que
ayer tarde hablaste por teléfono con mi hija. No sé lo que pasó entre vosotros
porque no quiso hablarme de ello, pero me imagino que sacaste esa faceta de
cabrón que empleas con ella.
—No te equivocas. No había podido dormir la noche anterior y... estaba
pasando un mal día. Y como hago siempre, lo pagué con ella. Creo que está
planteándose dejar el trabajo, y no la culpo.
—Puede que deje el trabajo próximamente, pero no lo hará hasta que tu
novela esté totalmente terminada. Lea no deja las cosas a medias. ¿Por qué la
tratas así?
—Te aseguro que no lo sé.
—Debería aconsejarle a mi hija que deje el trabajo, porque la estás
perjudicando. Pero no sé lo que me sucede contigo, mi instinto me dice que
eres una buena persona. Y además me caes bien.
—Tú también a mí.
—Quiero que vengas a cenar y conozcas a mis hijos.
—No creo que a Lea le guste verme por ahí. Y por su despedida de ayer,
ella no sabía que me habías invitado.
—Yo no tengo que dar explicaciones a mis hijos de a quien invito a
cenar. Y si estás preocupado por Lea, puedes estar tranquilo porque no es
rencorosa. Seguramente ya habrá olvidado vuestra conversación.
—No sé...
—¿Tienes miedo?
—Tengo miedo a perderla. Pero no quiero estropear más nuestra
relación.
—¿Hay una relación entre mi hija y tú?
—Trabajamos juntos, somos un equipo.
—Pues si quieres que eso siga así, tienes que venir a cenar. Os hará bien
empezar el año juntos. ¿O acaso piensas portarte como un cabrón con ella esta
noche? Bruce, te considero un amigo y podemos arreglar nuestras diferencias
hablando. Pero mis hijos son un tema aparte. Si le haces daño a su hermana, o
simplemente la incomodas, te aseguro que se ocuparán de ti. ¿Te espero para
cenar?
—Allí estaré.
—Muy bien, hasta la noche.
—Gracias, Nicole.
—No me des las gracias. Pero sí quiero que sepas, que si le haces daño a
mi hija, seré yo quien acabe contigo.
—Lo sé.
Eso es una madre, pensó Bruce con los ojos brillantes por la emoción.

Bruce esperó hasta el último momento para ir a casa de Rex. Estaba


intranquilo, casi asustado, porque llevaba todo el día pensando que Lea pronto
lo abandonaría y sabía que si la perdía no lo podría soportar. De hecho,
empezaba a pensar que había perdido la capacidad de escribir, porque ella no
estaba sentada en la mesa frente a él.
Mientras conducía hacia la casa de su amigo pensaba en Lea. Se
preguntaba cómo serían esas largas piernas debajo de los vaqueros que solía
llevar. Tenía ganas de que llegara el verano para verla con falda, mejor con
minifalda.
Los coches de Lea y de Nicole estaban a un lado del de Rex y el de
Hardy al otro. Bajó del coche, subió los cuatro peldaños y llegó al porche.
Respiró hondo antes de llamar a la puerta.
Dios me ha escuchado por primera vez en mi vida, se dijo Bruce al ver
a Lea cuando abrió la puerta y aparecer ante él con un vestido de fiesta color
champán muy, muy corto y que dejaba ver unas piernas capaces de tentar al
mismísimo diablo.
Al verlo frente a ella se quedó aturdida y desconcertada.
Bruce la miró desde los pies y fue subiendo hasta que sus miradas se
encontraron. Fue una conexión instantánea y con una intensidad abrumadora.
Ambos se sostuvieron la mirada. Ese instante fue el más íntimo que había
habido entre ellos.
Lea deslizó la mirada por el cuerpo de Bruce con descaro.
—Tal vez deberíamos entrar en la casa —dijo Bruce—. Puede seguir con
su escrutinio en el interior. Hace un frío de muerte.
—Debí imaginar que mi madre lo invitaría —dijo ella apartándose para
dejarlo pasar y cerrando la puerta tras él.
Bruce se dio la vuelta para mirarla.
—Espero que se comporte bien conmigo esta noche, de lo contrario, será
su última noche de vida.
—Yo siempre me comporto —dijo él con esa sonrisa que Lea sabía que
había perfeccionado con los años—. Aunque no siempre me comporto bien.
La chica lo miró con el ceño fruncido.
—Esto es para usted —dijo dándole el cuadro de la portada envuelto.
—¿Otro regalo? Me tiene abrumada.
—Sé que no está muy contenta conmigo, pero le agradecería que se
esforzara en sonreír durante la velada.
—No se preocupe, seré de lo más amable con usted. Le obedeceré como
si fuera una orden.
—Su sarcasmo no es necesario.
Lea le dedicó una sonrisa resplandeciente que hizo que a Bruce le
temblaran las piernas.
—Le llevaré con mi madre. Acompáñeme, por favor.
—Será un placer —dijo él observando esas fabulosas piernas, ahora por
detrás.
—Mamá, ha llegado tu invitado —dijo Lea desde la puerta de la cocina.
—¡Bruce! Dios, cada vez que te veo estás más guapo —dijo la mujer
acercándose para besarlo.
—Tú estás increíble. Te he traído unas flores.
Lea lo miró y puso los ojos en blanco. Y Bruce la miró sonriendo.
—Oh, son preciosas—dijo cogiendo el ramo de calas miniatura color
rosa—. Lea, cariño, ponlas en ese jarrón y llévalas a la mesa.
—Sí, mamá.
—Acompáñame, voy a presentarte a mi gente —dijo Nicole cogiéndolo
del brazo y conduciéndolo al salón—. Ha llegado el último invitado.
Todos se levantaron de sus asientos. Al ver a los tres hombres, Bruce se
preguntó cómo era posible que fueran hijos de Nicole. Los tres hombres eran
muy altos, casi como él, pero además eran musculosos, más de lo normal, y
atractivos.
—Bruce, ellos son mis hijos, Ewan el mediano, Niall el mayor y Dash el
pequeño. Chicos él es Bruce Rayner, el jefe de Lea.
—Vaya, el escritor —dijo Niall dándole la mano—. Es un auténtico
placer conocerte.
—Lo mismo digo —dijo Bruce estrechándosela.
—¿Tú eres quien no permitió a Lea que hiciera la entrevista? —preguntó
Dash sonriendo y tendiéndole la mano.
—Me temo que sí —dijo estrechándosela firmemente.
—Me alegro de conocerte, mi madre nos ha hablado mucho de ti.
—Yo también me alegro.
—No he leído ninguno de tus libros, pero mi hermana y Niall dicen que
son fantásticos. Es un honor tenerte entre nosotros —dijo Ewan dándole la
mano.
—No digas chorradas —dijo Bruce estrechándosela.
—Gracias por venir —dijo Rex dándole la mano—. ¿Quieres un whisky?
—Sí, gracias. Hola Hardy.
—Hola, Bruce.
—Hola, Vivien —dijo Bruce abrazando a su amiga—. Estás preciosa.
—Gracias. Tú tampoco estás mal.
Bruce se sentó en el sofá junto a su amiga y cruzó las piernas. Hardy se
sentó al otro lado de la chica. Poco después entró Lea y se sentó en las piernas
de su hermano mayor.
Lea no quería mirarlo, pero sus ojos se dirigían hacia su jefe, sin poder
evitarlo. En ese momento no le importaba que fuera brusco con ella. A su
cuerpo, ese detalle le era indiferente. El físico de ese hombre era espectacular,
y el traje que llevaba era el revestimiento insuperable para un regalo perfecto.
Y Lea deseaba que él fuera su regalo de fin de año. Sabía que Bruce se había
acostado con infinidad de mujeres, pero eso le tenía sin cuidado, ella quería
ser la siguiente. Era la primera vez en su vida que deseaba realmente estar con
un hombre. Quería sentir las manos y los labios de Bruce recorriendo su
cuerpo. El corazón se le aceleró de repente adquiriendo un ritmo
descontrolado. Se preocupó al pensar que su hermano se daría cuenta y se
estremeció.
Volvió la mirada a Bruce, y de pronto las mejillas le ardieron y se
sonrojaron al ver la mirada tan intensa que le dedicaba él.
Lea intentaba prestar atención a la conversación que mantenían los
hombre sobre la pesca, pero le era del todo imposible concentrarse, con él
allí.
—Voy a ver si la mamá necesita ayuda —dijo levantándose
precipitadamente.
Nicole vio a su hija entrar en la cocina y quedarse quieta frente a la
ventana.
—¿Quieres llevar esto a la mesa?
—Claro —dijo dirigiéndose a su madre, pero cuando iba a coger la
fuente, Nicole no la soltó.
—¿Qué ocurre? —preguntó su madre al verla tan alterada.
—Ese hombre me pone enferma.
—¿Te ha hecho algo delante de tus hermanos?
—Él no necesita hacer nada para desestabilizarme. Lo consigue sólo con
mirarme —dijo cogiendo la fuente y saliendo de la cocina.
Cuando regresó, abrió el paquete que le había dado su jefe.
—Vaya —dijo al ver el cuadro con su foto.
—¿Qué es?
—Me lo ha traído Bruce.
—Estás preciosa en esa foto —dijo la mujer al verla.
—No parezco yo.
—Tú eres exactamente así, fuerte, temperamental y segura de ti misma.
—Lo de segura de mi misma no lo tengo muy claro. Últimamente no me
siento así.
—Han habido muchos cambios en tu vida recientemente. Tu primer
trabajo, una nueva casa y un jefe demasiado guapo y con el carácter de un
demonio, que ha puesto tu vida patas arriba. Necesitas un poco de tiempo para
asimilarlo todo.
Cuando Lea entró de nuevo en el salón, Bruce estaba de pie hablando con
su hermano mayor y con Rex. Lea dirigió la mirada hacia él. Era imposible no
mirarlo. Tenía que admitir que era un hombre asoladoramente atractivo. Lo
miró de arriba abajo. Ese traje negro le acariciaba el cuerpo resaltando sus
hombros y su espalda ancha. Tenía la chaqueta abierta y las manos en los
bolsillos y la camisa negra de seda se pegaba a su torso. Lea se sonrojó de
nuevo al mirarlo a la cara, porque Bruce la escrutaba de arriba abajo, mientras
hablaba con los hermanos de ella, sin perder detalle.
Lea se sentó junto a Vivien y estuvieron hablando de los regalos que
habían recibido en Navidad y de los días que Lea había pasado con sus
hermanos.
Inconscientemente acarició la esmeralda que colgaba de su cuello y miró
a Bruce, de nuevo. La mirada de Rayner recorrió el rostro de Lea sin saltarse
ninguno de sus rasgos, para finalmente, detenerse en su boca.
De pronto a Lea le faltaba la respiración y entreabrió los labios para
poder respirar mejor. Había imaginado que él se acercaba a ella y la besaba.
Se había excitado con ese beso irreal. Bruce se sintió unido a ella de una
manera para la que no estaba preparado.
En ese momento Lea deseó salir corriendo y esconderse en algún lugar, lo
más alejado posible de ese hombre que la desconcertaba, que hacía que lo
deseara, sin ni siquiera acercarse a ella y que la hacía sentir cosas que nuca
había sentido, y que no deseaba sentir.
—No sé si todos habéis visto la portada de la nueva novela de Bruce —
dijo Nicole entrando en el salón con el cuadro y mostrándolo—. ¿No os
parece fantástica?
—Oh —dijo Vivien que era la única que no la había visto—. Lea, estás
maravillosa.
—Gracias —dijo ella levantándose para coger el cuadro de las manos de
su madre y dejándolo en el suelo apoyado en la pared, de espaldas.
La chica miró a su jefe y volvió a ruborizarse.
—Vamos a cenar —dijo Nicole.
Todos se levantaron y fueron al comedor. Nicole había pensado
detenidamente la colocación de todos ellos en la mesa. Rex y ella la
presidirían. A un lado de Rex se sentó Bruce, y al otro lado Lea, frente a su
jefe. La chica se maldijo y lo miró. Y él le devolvió la mirada sonriendo
divertido.
Lea se odiaba a sí misma por permitir que Bruce causara en ella ese
efecto devastador, sólo con mirarla, sonreírle o dedicarle unas simples
palabras. Rayner siempre lograba que se sintiera inquieta y se sonrojara, como
si eso fuera una diversión para él.
Al lado de Bruce se sentaron los tres hermanos de Lea. Nicole no quería
que Bruce estuviera delante de ellos. Sabía que a sus hijos no se les pasaba
nada por alto y había notado que Bruce se estaba comportando de una forma
extraña. Las veces que había entrado en el salón siempre lo había cogido
mirando a su hija, como si no pudiera apartar la mirada de ella.
Y junto a Lea se sentaron Hardy y Vivien, que quedaban frente a los tres
SEAL.
La cena fue muy entretenida. Los militares contaron anécdotas del pasado
con su hermana, cosa que a ella no le gustó. Así y todo, no pudo evitar reírse
en más de una ocasión. Todos aportaron vivencias de su pasado con sus
familias. Vivien contó momentos graciosos que habían pasado en el colegio o
el instituto con sus dos amigos. Y Rex les habló de sus hermanos y sus
sobrinos. Bruce era el único que no había mencionado a su familia.
Lea lo vio reír por algo que había contado Nicole. Lo miró con atención.
En sus ojos había un brillo que ya le era familiar. Esa mirada ocultaba
demasiados secretos, y aunque ella tenía una ligera noción, tenía la esperanza
de que él le hablara de ellos .
Lea estaba fascinada con ese hombre, y pensando en ello se mordió el
labio inferior. Y toda la atención de Bruce se posó en la fascinante boca de su
asistente. Ella se ruborizó de nuevo. Bruce la miró a los ojos y le sonrió. Lea
pensó que esa sonrisa era un regalo sólo para ella.
—Ha sido una cena fantástica, y no únicamente por la comida. La
compañía ha sido lo mejor —dijo Bruce—. Gracias por invitarnos, Nicole.
—No me des las gracias, todos hemos disfrutado con vosotros. Traeré los
postres. No os mováis, por favor, vosotros sois invitados, aunque sólo por esta
vez. Mis hijos se encargarán de recoger la mesa.
—Mi madre siempre ha sido una explotadora —dijo Dash cogiendo unos
cuantos platos—. Y ya os lo ha dejado claro, la próxima vez que comáis aquí,
os tocará pringar como uno más.
—No se da cuenta que hemos venido a pasar unos días con ella, para
descansar —dijo Ewan cogiendo cuatro de las fuentes.
—Mi madre piensa que cuando estamos trabajando estamos de
vacaciones —dijo Niall cogiendo algunas cosas más.
—Yo no entiendo por qué tenemos que ser nosotros los que recojamos la
mesa, ellos también han comido —dijo Lea.
Los que permanecían sentados se rieron.
Después de los postres se acomodaron todos en el salón. Era casi
medianoche. Tenían dos botellas de champán preparadas junto a las copas y un
plato con dulce que había horneado Nicole esa mañana.
Cuando sonó la última campanada, Bruce pudo darse cuenta de lo que era
tener una familia.
Contemplaba a Nicole abrazarse con sus hijos y luego Lea con sus
hermanos. Esa familia estaba muy unida y se querían.
Luego se felicitaron unos a otros. Lea abrazó a Hardy y a Vivian, pero
cuando estuvo frente a Bruce no supo como comportarse. Rayner colocó una
mano en la espalda de la chica y la acercó para besarla en la mejilla. Lea se
estremeció al sentir la mano en su espalda desnuda y rezó para que su jefe no
se diera cuenta. Aunque no pudo esconder el rubor de sus mejillas.
Nicole se acercó a Bruce para abrazarlo y él la abrazó muy fuerte y más
tiempo del necesario. Y Nicole supo entonces que ese hombre estaba
hambriento de cariño.
Los hermanos de Lea se levantaron a la vez.
—Nosotros nos vamos. Mamá, nos llevamos tu coche —dijo Ewan.
—Vale.
—Voy a coger mi abrigo.
—No hace falta que salgas a despedirnos, pequeñaja —dijo Niall.
—No voy a despediros, voy con vosotros.
—Ni lo sueñes —dijo Dash.
—Claro que voy. La mamá me dijo que podía acompañaros.
—Cielo, si vienes con nosotros llegará un momento en que te quedarás
sola.
—¿Por qué iba a quedarme sola? ¿No vais a una discoteca?
—Sí, pero seguramente conoceremos a algunas chicas y nos iremos con
ellas. Tú eres una niña y no podremos estar pendientes de ti —dijo Ewan.
—Mañana es fiesta y te llevaremos a bailar.
—Pero hoy es Nochevieja. Y como vuelvas a decir que soy una niña te
daré la paliza de tu vida.
Todos se rieron.
—Mañana.
—¡Mamá! —dijo Lea enfadada.
—Lea, ya te han dicho que te llevarán mañana.
Sus hermanos se despidieron de todos y se marcharon. Lea se sentó y se
tomó otra copa de champán.
—Puedes venir con nosotros —dijo Hardy—. Vamos a ir a bailar.
—Sí, ven con nosotros, nos divertiremos —añadió Vivien.
Lea miró a su jefe. Estaba serio y ningún rasgo de su rostro mostraba que
deseara que ella los acompañara. Bruce no había dicho nada.
—Gracias, pero prefiero quedarme. Mamá, me voy a casa.
—¿Tan pronto?
—Mañana es mi último día de vacaciones y quiero aprovecharlo. Quiero
levantarme temprano —dijo besando a su madre y a continuación a Rex.
Hardy, Viv y Bruce se levantaron para despedirse de ella.
—Me alegro de que hayáis venido —dijo besando a Hardy y a su amiga
—. Bruce, lo veré el miércoles. Gracias por venir.
Lea abandonó el salón. Cogió el abrigo, se lo puso y salió de la casa.

Quince minutos después Lea salió de su casa dispuesta a correr. El aire


helado de la noche la hizo estremecer, pero se sintió bien tan pronto abandonó
la propiedad de Rex corriendo. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas sin
poder evitarlo. Se sentía mal porque sus hermanos no la hubieran llevado con
ellos. Aunque, no era eso lo que más le había molestado. Fue ese gesto de su
jefe, poco antes de salir, lo que la había hecho sentir mal. Y ahora aún se
sentía peor, al darse cuenta de que era una estúpida. ¿Por qué iba a querer su
jefe que ella los acompañara? Sabía que él no la soportaba. Sin ir más lejos,
el día anterior le había dicho por teléfono que estaba hasta los cojones de ella.
Las luces de un vehículo la alumbraron por detrás.
—Esa el Lea —dijo Hardy.
—¿Qué hace por aquí sola a estas horas? —dijo Bruce.
—Está corriendo —dijo Vivien—, lo hace todos los días.
—¿Quién sale a correr en Nochevieja?
—Una mujer a quien los capullos de sus hermanos, le han dejado claro
que es una niña.
—Es una inconsciente. Hardy, para el coche a su lado. ¿Qué coño está
haciendo? —dijo Bruce a Lea cuando bajó del vehículo.
Ella se detuvo y lo miró.
—¿Y a usted qué coño le importa? Déjeme en paz —dijo comenzando a
correr de nuevo.
—Sus hermanos tienen razón, es una niña y además, consentida.
Lea dejó de correr al instante y caminó hacia él que se encontraba delante
del coche.
—Ellos pueden decirme que soy una niña o lo que les apetezca, pero a
usted no se lo voy a permitir.
—Es que es cierto, es una cría inconsciente.
—¿Una cría inconsciente? En el trabajo no piensa lo mismo de mí, dice
que soy responsable y eficiente. ¡Y usted no es nadie para decirme algo así! Ya
soporto todas sus frases dañinas en el trabajo.
—Ahora no estamos en el trabajo, y no soy su jefe.
—¡Ja! Para usted seré su empleada en cualquier parte y se cree con
derecho a decir lo que le da la gana. Por eso no quería que les acompañara a
bailar. Claro, el gran Rayner no puede mezclarse con subordinados. ¡Pues bien
que se ha comido la cena que ha preparado la madre de su empleada!
—Yo no he dicho que no quisiera que viniera con nosotros.
—No hacía falta que lo dijera. Le conozco y lo he deducido por su
expresión. Usted es como un libro abierto para mí. Sabe, estoy muy cabreada y
no quiero decir o hacer nada de lo que pueda arrepentirme. Así que le
aconsejo que me deje en paz.
—No puede estar aquí sola.
—¿Y a usted qué le importa dónde o con quién estoy?
—No puedo dejar a una niña corriendo sola por el bosque.
Bruce vio como los preciosos ojos de Lea se oscurecieron con un brillo
que reflejaba la ira, al mismo tiempo que sus mejillas se tiñeron
instantáneamente de rojo. Podía verse la furia en sus ojos.
Las palabras de Bruce le perforaron el corazón presionándolo de tal
forma que a Lea empezó a faltarle el aire. Bruce se preocupó al verla tan
alterada.
—Suba al coche. La llevaremos a casa para que vuelva a ponerse ese
fabuloso vestido y vendrá con nosotros a bailar.
—¿Ahora sí quiere salir con una niña? No sabía que su perversidad
llegara hasta ahí.
—Lea necesita ayuda —dijo Vivien haciendo mención de salir del coche.
—Quédate donde estás. Y no creo que sea Lea quien necesita ayuda —
dijo Hardy—. Entre esos dos hay algo.
—No diga tonterías. Lo pasaremos bien —dijo Bruce.
—¿Le ha dicho alguna mujer que no en alguna ocasión?
—Si lo ha hecho, no lo recuerdo —dijo Bruce sonriendo.
—Pues es su noche de suerte, porque voy a ser la primera. No saldría con
usted ni aunque fuera el último hombre en la tierra. ¡Lárguese y olvídese de
mí!
—¿Y no quiere que le digan que es una niña? Mire como se comporta.
—Usted no es el mejor ejemplo para hablar de comportamiento. Ayer me
dijo que estaba hasta los cojones de mí. ¿Cómo cree que estoy yo de usted?
Bruce no pudo evitar sonreír divertido al verla tan enfadada. Estaba
completamente seguro de que esa chica iba a ser su ruina. Desde que había
aparecido en su vida, su mundo estaba del revés. Pero lo cierto era que se
sentía bien, porque esa chica le estaba haciendo la vida muy interesante,
sacándolo de su rutina y dando claridad a su oscuridad.
Lea se cabreó aún más al verlo sonreír.
—¿Y sabe lo que le digo? —dijo dando un tirón y rompiendo la cadena
de la que colgaba la esmeralda—. Quédese con su regalo. Las niñas no llevan
esmeraldas —dijo lanzándoselo a la cara.
Bruce lo cogió al vuelo.
—Lárguese y no vuelva a meterse en mi vida.

Bruce se metió en la cama esa noche. Estaba muy cansado e intranquilo.


Intranquilo porque esa chica, que lo cautivaba con su mirada, era la causante
de ello. Desde que la habían abandonado en el bosque, no había podido
desprenderse de la imagen de esos ojos verdes que siempre lo aturdían. Sabía
que entre ellos había una química difícil de ignorar. Y cuando Lea cediera a
esa química, o lo hiciera él, la tendría desnuda y a su merced. Y se saciaría de
ella, hasta que se evaporara de su cabeza. Y eso que no pensaba acostarse con
ella.

Lea fue a casa de Rex cuando se levantó. Nicole estaba en la cocina


tomando un café.
—Buenos días.
—Hola, cariño.
—¿No se ha levantado nadie?
—Rex se ha levantado temprano. Ha ido a arreglar no se qué en una de
las cabañas. ¿Quieres desayunar?
—Esperaré a que se levanten ellos.
—¿Tienes algo que contarme?
—¿Sobre qué?
—Sobre Bruce.
—¿Qué puedo decirte?
—Podrías empezar deciéndome que te gusta.
—No puedo negarlo. Creo que mi frigidez no existe con él.
Nicole soltó una carcajada.
—Te lo digo en serio. Me excita todo lo relacionado con él, aunque sea
la cosa más insignificante.
—¿Qué cosas?
—No sé… Su voz, por ejemplo. Cuando me habla me estremezco. Su
sonrisa me desconcierta. Incluso su olor me hace sentir aturdida.
—Eso parece algo más que gustarte.
—Y cuando me mira… ¡Dios mío! Cuando me mira no puedo evitar
sonrojarme. Anoche no sé lo que sucedió. Cada vez que lo miraba, él estaba
pendiente de mí. Me miraba como si fuera un gato mirando una ratonera
esperando pacientemente que la presa cayera en ella. Te aseguro que llegué a
pensar que me deseaba.
—¿Y por qué no iba a desearte? Siempre estás guapa, pero anoche
estabas espectacular. Tal vez se diera cuenta de que eres una mujer.
—Sí, sobre todo, eso —dijo contándole lo que había sucedido la noche
anterior.
—No entiendo por qué os lleváis tan mal.
—No creas que pienso en él como en mi futuro, pero no puedo evitar lo
que siento cuando está cerca, o simplemente al verlo.
—Es la primera vez que te encuentras con un hombre como él. Siempre
has salido con chicos de tu edad. No es que Bruce tenga muchos años más que
tú, seis años no son una gran diferencia, pero el tiene mucha vida corrida. Y
eso llama la atención de una mujer. Y si añadimos lo atractivo que es y, sin
despreciar ese cuerpo de infarto que tiene… ¿Qué quieres que te diga? Incluso
a mí me atrae. Además, pasáis mucho tiempo juntos.
—De todas formas, sé que no es un hombre adecuado para mí. Percibo
que hay algo oscuro en su pasado. Algo que hace que su comportamiento no
sea el normal. Y es un mujeriego.
—Es soltero y no tiene que dar cuentas a nadie.
—Lo sé. Me refiero a que yo no siento placer, y si saliera con alguien
como él…
—Has dicho que él te excita. Cielo, te he dicho muchas veces que no eres
frígida.
—En realidad, no sé si es excitación. No me siento sosegada con él.
—Tómatelo con calma. A medida que pase el tiempo te irás relajando en
su presencia y llegará un momento en que lo veas, sólo como tu jefe.
—Eso espero. ¿Qué tal con Rex?
—Muy bien.
—¿Habéis hablado del futuro?
—No hemos llegado a eso. Supongo que necesitamos algo más de tiempo
para conocernos.
—¿Cómo vais a conoceros si te marchas el viernes?
—Me ha dicho que irá a pasar conmigo el siguiente fin de semana.
Además, hablaremos todos los días por teléfono. Por cierto, me ha dicho que
hablaría contigo para ver si podías estar pendiente de los huéspedes ese fin de
semana.
—Le diré que me ocuparé de ello.
—Creo que me he enamorado de él.
—Y yo creo que él también está enamorado de ti. Tal vez deberías
plantearte venir a vivir aquí.
—Lo hablaré con él.
—Háblale también de lo del negocio de repostería.
Capítulo 12
Lea detuvo el coche junto al buzón de Rayner y cogió el correo. Después
de dejar sus cosas en la habitación fue al despacho. Se colocó el auricular
para atender las llamadas y empezó a abrir las cartas. Además de las que
había cogido del buzón había un montón de cartas en su lado de la mesa.
Seguro que su jefe no se había molestado en abrir ni una. Cogió las facturas
para archivarlas y al levantarse vio los cuadros que había en la pared. Se
sintió incómoda al verse entre las famosas novelas de su jefe. El siguiente
paso a seguir con la novela era maquetarla. A pesar de haberla leído quiso
comprobar de nuevo que no había cometido ningún error.
—Buenos días —dijo Bruce al entrar en el despacho a las diez menos
cuarto.
—Hola —dijo ella.
Lea lo miró y vio en su rostro esa máscara impenetrable. Pero quien la
miraba con esos ojos de un gris tormentoso, era el hombre que se escondía tras
ella. Lea no pudo ocultar la sonrisa de sus labios, porque apareció sin avisar.
Sin duda, se alegraba de verlo.
—Siento lo de la otra noche —dijo él sentándose en su lado de la mesa.
—Yo tampoco lo hice muy bien. La vida es simple y sencilla cuando todo
va bien, pero los pequeños contratiempos son necesarios para no aburrirnos. Y
además, hacen que descubramos lo que es realmente importante.
—Vaya, pensé que empezaría a discutir conmigo de nuevo.
—Hemos empezado un nuevo año y puede que las cosas cambien entre
nosotros a partir de ahora. Aunque no es probable —dijo sonriendo.
—¿Ha recibido alguna llamada hoy?
—No. He revisado el correo y no había nada que requiriera su atención.
—¿Ha visto los cuadros?
—Sí.
—¿Le gustan?
—Sí, aunque no me siento muy cómoda al verme en uno de ellos.
—Tiene que reconocer que es el más bonito de todos.
Lea lo miró y se ruborizó. Bruce sintió un gran placer al ver lo fácil que
era que se sonrojara y pensó que debería hacerlo, a propósito, más a menudo.
Le gustaba saber que tenía el poder de alterarla sólo con una mirada. Ella
también hacía que él se alterara en muchos momentos y sonrió al pensar en
ello.
—¿Cuándo se marcha su familia?
—El viernes por la tarde. Por cierto, le he dejado en la cocina unas
bolsas que me ha dado mi madre para usted. Todavía estamos comiendo las
sobras de la cena de Noche Vieja, y me temo que usted también lo hará.
—No me importa, todo estaba delicioso. Su madre es una gran cocinera.
Voy a llamarla para agradecérselo —dijo cogiendo el móvil y buscándola en
sus contactos—. Hola, Nicole.
—Hola, Bruce. ¿Todo bien?
—Sí. Ya se acabaron las fiestas.
—Ahora vuelta a la rutina.
—Gracias por lo que me has enviado con tu hija.
—Esta vez no me he esmerado mucho, son sobras.
—Así y todo, gracias. Espero que sigas pensando en trasladarte a vivir
aquí.
—¿Estás preocupado por las comidas?
—En parte, pero si te marchas te voy a echar mucho de menos. Te
considero una buena amiga.
—Tú también lo eres para mí. Nos marchamos el viernes por la tarde.
¿Te apetece comer ese día con nosotros?
—Será un placer. Iré con tu hija.
—Estupendo, hasta entonces.
—¿Dónde irá conmigo? —preguntó Lea después de que colgara.
—A comer con ustedes el viernes.
Lea soltó un bufido y Bruce sonrió.
—No sabía que también tenía a mi madre en su móvil.
—Usted no lo sabe todo sobre mí.
—Y ahora resulta que es amigo suyo. Me dijo que no quería ser amigo
mío.
—¿Está celosa? —dijo sonriéndole.
—¿Celosa? Creo que usted no está bien de la cabeza.
—Por su madre siento algo especial. También tengo el número de Rex en
el móvil.
—¡Vaya! Cinco contactos. Está claro que la tecnología es lo suyo.
Bruce se rio.
—Parece que ha empezado el año contento.
—Es porque usted está aquí. La he echado de menos.
—Ya lo sé. Ya no cabían más cartas en mi mesa.
—He echado de menos tenerla sentada frente a mí.
—Ya. Bueno, tendré que aprovecharme de que está contento, porque
seguro que el perverso que lleva dentro, volverá a aparecer en breve.
—¿Quiere aprovecharse de mí? —dijo mirándola y viendo como el rubor
aparecía en sus mejillas—. Veo que ha traído mis novelas. ¿Las ha leído
todas?
—Sí. Y he de admitir que son geniales. Aunque tengo que decirle que en
la última me decepcionó, porque supe quien era el asesino demasiado pronto.
—¿En serio? ¿Cómo lo supo?
—Usted desvió las sospechas hacia uno de los personajes durante gran
parte de la novela, hasta que descubrieron que no era zurdo sino diestro. Y por
los datos que había dado el forense sobre las autopsias, era zurdo. Pero en uno
de los capítulos hablaba de un testigo que había visto actuar al asesino a
través de un espejo, mientras empuñaba un cuchillo sobre una de las víctimas.
No le vio el rostro, pero afirmó que era diestro. Y supe que había invertido la
imagen que vio en el espejo, cuando no hay que hacerlo.
—Menos mal que la mayoría de la gente no es tan inteligente como usted.
Esa escena la escribí de pasada para que ese detalle pasara desapercibido.
Debí saber que a usted no se le pasaría por alto. Tendré que esforzarme en las
siguientes novelas y escribirlas pensando en usted. ¿Qué está haciendo?
—Leí su novela en las vacaciones y no encontré ningún error importante,
pero como estaba enfrascada en la lectura, voy a asegurarme de ello.
Emplearé el buscador para ver si los puntos, comas, guiones, etc. están
colocados en el lugar correcto.
—¿El buscador?
—Sí, le digo que busque un error determinado y lo busca en toda la
novela.
—¿Ha encontrado algo?
—Prácticamente acabo de empezar y de momento no he encontrado nada.
—Tengo que reconocer que los ordenadores ahorran mucho tiempo. ¿Qué
hará después de buscar todos esos errores?
—Hablaré con Edward para que me indique lo que necesita que haga. Y
si le parece bien, dedicaremos un rato para finalizarla.
—Lo haremos cuando usted lo decida. Voy a salir un rato. He quedado
con alguien para desayunar, y luego haré unos recados. ¿Le importaría sacar a
Lys unos minutos antes de marcharse por si tardo en volver?
—Descuide.
—Gracias.
—Procure no hacer nada que altere su buen humor. Ya sabe que cada vez
que está de mala leche lo paga conmigo.
—Lo intentaré —dijo él sonriendo.
Bruce subió al coche pensando que sentía muchas cosas por esa chica,
cosas que no le eran para nada familiares y lo desconcertaban.

La mañana del viernes Lea habló con Edward, el editor, y ya sabía todo
lo que tenía que hacer con la novela, antes de enviársela.
—Deberíamos irnos —dijo Bruce poco antes de la una.
—Sí —dijo Lea cerrando el portátil.
Lea se sentía intranquila en el corto trayecto a casa de Rex, al estar en un
espacio tan reducido, con Bruce.
—Sabe que tiene llamadas pendientes de algunas mujeres, ¿verdad? Si no
se pone en contacto con ellas, empezarán a llamar de nuevo. Al menos dígame
qué he de decirles cuando llamen.
—No quiero ninguna lista con citas. Cuando llame alguna limítese a
decirle que estoy fuera y que la llamaré cuando vuelva.
—¿Lo hará?
—¿El qué?
—¡Llamarla!
—¿Le importa que lo haga? —dijo girándose para mirarla.
—¿Por qué iba a importarme? —dijo empezando a ruborizarse—. Pero si
no la llama insistirá y tendré que ser yo quien tenga que hablar con ella, otra
vez.
—Llamaré a todas las que llamen…, pero cuando me apetezca.

Bruce paró el coche frente a la casa de Rex y bajaron. Al oírlos, Niall


salió a recibirlos y cuando Lea se acercó a él, su hermano la levantó por los
aires abrazándola.
—No sabes cuanto voy a echarte de menos. Hola, Bruce.
—Hola, Niall. ¿Todo bien?
—Sí. Los permisos deberían ser más largos, echo mucho de menos a mi
madre y a mi hermana.
—Lo supongo.
—Lea, entra en casa, ahora vamos nosotros.
—Vale —dijo la chica mirando a su hermano con los ojos entrecerrados.
—¿Qué ocurre?
—Ya se lo he dicho a Rex, pero me gustaría hablar también contigo.
—¿Sobre qué?
—Sobre Lea. Cuando nos marchemos se quedará sola. En casa de mi
madre no me preocupaba porque conocemos a los vecinos desde siempre y
ellos estaban pendientes de ellas, pero aquí es diferente. Rex me ha dicho que
cuidará de ella, pero no podrá hacerlo las veinticuatro horas del día. Me ha
asegurado que no saldrá por las noches, excepto las que tengáis partida y que
ese día se la llevará con él, pero por el día estará trabajando en tu casa y…
—Niall, en mi casa estará a salvo y tengo un perro, así que no estará
sola. No te preocupes, me encargaré de que esté bien.
—Gracias. Nosotros tenemos que estar en la base el domingo y estaremos
un tiempo sin aparecer y sin mantener contacto con ellas. Sé que eres su jefe,
pero mi madre te aprecia y confía en ti. Y ella no se equivoca con las
personas.

La comida estuvo muy animada. Lea consiguió relajarse porque su jefe


había pasado el tiempo hablando con los hombres y con su madre y no le había
prestado especial atención.
La familia tenía planeado marcharse después de comer. Ya tenían todo
cargado en los coches. Bruce le dijo a Lea que se quedarían hasta que se
marcharan.
Y Rayner se arrepintió, porque tuvo que contemplar a Lea llorando cada
vez que abrazaba a uno de sus hermanos y no quería separarse de ellos. La
chica estaba desolada cuando los coches se alejaron. Bruce cometió otro
error. Se sintió morir al verla tan afectada y la abrazó. Y Lea se aferró a él.
Bruce siguió abrazándola hasta que estuvo calmada.
—Ya sé que no quiere que deje de abrazarla —le dijo Bruce al oído—.
Pero esta noche la abrazaré de nuevo, si quiere.
Lea se separó de él de golpe.
—Lo siento, no pretendía derrumbarme. ¿Qué quiere decir con lo de esta
noche?
—Tenemos partida —dijo Rex—. Te lo dije ayer y dijiste que te
encargarías de la cena.
—Lo había olvidado.
—Puede quedarse si quiere, no es necesario que vuelva al trabajo.
—Tengo que coger el ordenador y el coche.
—Vamos, entonces.
Cuando Lea se marchó a casa y Bruce se quedó solo respiró
profundamente. ¡Dios! Cuánto le había gustado abrazarla. Sabía que con esa
chica había traspasado la barrera que se había impuesto años atrás, cosa que
jamás había hecho.

Lea estaba en la cocina concentrada en lo que hacía, pero de repente supo


que Bruce estaba allí, porque su corazón se había detenido por un instante y
las piernas le flaquearon.
—Hola —dijo él adentrándose en la cocina.
Lea se giró y lo miró. Se mordió el labio inferior y sonrió sonrojada.
Bruce se deleitó al ver que se le iluminaron los ojos al verlo. Se sintió
realmente bien al saber que era él quien la hacía reaccionar de ese modo.
—El vernos fuera del trabajo se está convirtiendo en una costumbre.
—Cierto —dijo él dedicándole una sonrisa de lo más seductora—. Una
costumbre muy agradable, por cierto.
La sonrisa de Bruce se amplió al ver como se ruborizaba de nuevo. Lea
se maldijo por cómo la hacía sentir su jefe. Últimamente Bruce estaba
flirteando con ella, pero de una forma tan sutil que siempre la cogía
desprevenida. Se preguntó si él se daría cuenta del caos de emociones que la
embargaba.
—Empiezo a pensar que ha sido una mala idea haber venido a vivir con
Rex. El que sean amigos está propiciando muchos encuentros entre nosotros.
—También soy amigo de su madre.
—Sí, lo sé. No entiendo qué ha podido ver en usted.
Él se rio.
—De todas formas no vive con Rex, sino en una de sus cabañas.
—Así era, hasta hoy. Parece ser que mi madre y él hablaron y decidieron
que era mejor que viviera con él, para estar acompañada por las noches.
—¿Vive con Rex? —preguntó. Claramente a Bruce no le había gustado
oír eso.
—Sí. En parte está bien porque me voy a ahorrar el alquiler. Menos mal
que no tengo previsto tener relaciones sexuales, de lo contrario no podría traer
a nadie a casa.
—Siempre podría ir a casa de él o a un hotel.
—¿Por qué iba a ir a un hotel?
—Bueno, yo nunca llevo a mujeres a casa.
—¿Las lleva a hoteles?
—La mayoría de las veces vamos a casa de ellas, pero cuando viven con
su familia…
—¿Por qué gasta dinero en hoteles teniendo una casa?
—No quiero arriesgarme a que no quieran marcharse.
—¿Por qué no iban a querer marcharse? Yo siempre quiero perderle de
vista.
Él la miró y se rio de nuevo.
—Es deliciosa cuando se le colorean las mejillas.
En ese momento, las mejillas de Lea adquirieron un rojo furioso.
Bruce sacó algo del bolsillo y se acercó a ella. Lea no apartó la mirada
de él, aún estando nerviosa.
—He traído algo que es suyo —dijo rodeándole el cuello y abrochándole
el colgante que ella le devolvió, bueno, que le tiró a la cara.
A la chica se le aceleró la respiración, más aún, al sentir los dedos de
Bruce sobre su cuello.
—Le queda fantástico. Y quiero que sepa que soy muy consciente de que
no es una niña.
Estaban cerca, muy cerca. Él le miró los labios y Lea pensó que iba a
besarla. Pero no lo hizo. En vez de eso, le sonrió y abandonó la cocina.
Lea siguió con la cena. Le habría gustado que él la abrazara como lo
había hecho esa tarde. Y que la besara. Quería sentir sus fuertes brazos
alrededor de su cuerpo. ¡Mierda!, se dijo, por los desconcertantes
pensamientos que estaban llegando a su mente de manera tan inoportuna.
Lea estaba llevando platos con comida a la mesa del comedor. Había
preparado todo para que lo pudieran comer de pie, ya que iban a pasar mucho
tiempo sentados jugando. Sobre la mesa había platos con croquetas,
empanadillas, montaditos de lomo y embutido…
Los hombres estaban de pie hablando mientras Lea terminaba de llevarlo
todo.
Ella los miró. Hardy era guapísimo. Le encantaban sus ojos color miel.
Bueno, en realidad, le gustaba todo el conjunto. Desvió la mirada hacia su
jefe. Bruce tenía un cuerpo fibroso y elegante. Tenía un sexappeal que no se
podía negar. Cualquier mujer se sentiría atraída por él. Lo había visto muchas
veces con traje y tenía que admitir que le sentaba bien. Pero con vaquero
estaba realmente bueno. Bruce caminó hacia donde estaban las bebidas.
Dios, ese hombre sabe moverse, pensó Lea mientras lo veía caminar.
Tiene un cuerpo perfecto.
De pronto sus ojos se encontraron con los de Bruce. Él le guiñó un ojo y
ella bajó la vista avergonzada.
—Podéis empezar a comer, voy a por las cervezas —dijo Lea.
Los hombres se acercaron a la mesa, que estaba a rebosar de comida. La
chica volvió con la bandeja llena de cervezas muy frías y las dejó sobre la
mesa.
—No sabes lo agradecido que estoy, de que aquel día aparecieras por
aquí para alquilar una de las cabañas —dijo Rex abrazándola.
—Sé la suerte que has tenido, creeme.
Todos se rieron. Bueno, todos menos Bruce que no le gustaba que su
amigo la abrazara.
—Dios mío, todo está buenísimo —dijo Peter.
—Cuando te canses de Rex, puedes venir a vivir conmigo —dijo Hardy.
—Eres demasiado guapo para vivir contigo.
De nuevo rieron todos, menos Bruce, por supuesto.
Lea subió a su habitación. A su habitación, porque ahora era suya ya que
vivía allí. Iba a salir con Vivien y sus amigas. Se duchó, se maquilló y se
vistió.
Cuando bajó todos estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina
jugando a las cartas. Bruce fue el primero que la vio aparecer. Llevaba un
vestido ceñido muy corto verde oscuro. A Bruce se le secó la boca al ver esas
piernas tan increíbles y tan largas. Lea se acercó a Rex por detrás para
abrazarlo y lo besó en la mejilla.
Por supuesto a Bruce no le gustó esa muestra de afecto. ¿Estoy celoso?,
se preguntó. Lo que sentía en su interior en esos momentos era algo que no
había experimentado en la vida. Jamás había sentido celos de nada o de nadie.
Pero esa mala leche que tenía en ese momento que le quemaba por dentro, esa
duda y ese pánico que sentía, estaba seguro de que eran celos.
Lea fue dando la vuelta a la mesa besándolos a todos para despedirse.
Estaba frente a Bruce. Sus miradas se encontraron. Lea sintió como los ojos de
Bruce le golpeaban el corazón.
—Lo veré el lunes, Bruce.
—Escucha, pequeña —dijo Rex cogiéndola de la mano—. Pórtate bien.
Y cuando vayas a volver a casa llámame, sea la hora que sea.
—Vale, papá —dijo besándolo de nuevo.
Lea se puso el abrigo y se marchó.
—¿Adónde va? —preguntó Bruce.
Rex lo miró con las cejas levantadas.
—Ha quedado con Vivien y sus amigas para cenar. Y luego iban a una
discoteca.
—Esa chica es preciosa —dijo Jack.
—Y que lo digas añadió Peter—. Y muy cariñosa.
—Si no fuera porque Bruce me tiene prohibido acercarme a ella… —
dijo Hardy—. Esa pelirroja es mi debilidad.
—Bruce, ¿no te sientes atraído por ella viéndola todos los días?
—Trabaja para mí. No puedo pensar de esa forma con ella.
Todos se marcharon a las tres de la mañana. Y Lea no había vuelto.

Bruce entró en su habitación y empezó a quitarse la ropa. No quería


pensar en Lea. Cada vez que lo hacía lo invadía algo desconocido, algo que
era nuevo para él, algo demasiado intenso. Y eso le estaba quitando el sueño
desde hacía días. Todo lo relacionado con esa chica lo atraía con una
profundidad que lo dejaba perplejo. Tenía un gran problema y no sabía como
solventarlo. Terminó de ponerse el pijama y se metió en la cama.
Tan pronto cerró los ojos, volvió a su mente la imagen de ella. Esos ojos
verdes lo miraban con un brillo especial. Y su pelo… ¡Santa madre de Dios!
Ese cabello era puro fuego.
Esa chica le provocaba una extraña mezcla de sensaciones y sentimientos
que nunca antes había experimentado. A veces sentía una necesidad casi
imparable de devorarla y otras veces, simplemente, necesitaba abrazarla. Se
había despertado en él un sentimiento de protegerla. Sí, sabía que tenía que
protegerla, sobre todo de él.

Lea llegó al mediodía a casa y terminó de preparar la comida.


—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Rex mientras comían.
—Bien. Esta mañana hemos terminado la novela de Bruce. Ya está
registrada y se la hemos enviado al editor. ¿Cuándo te marchas?
—Cuando vuelvas esta tarde del trabajo. Gracias por ocuparte del
negocio.
—No digas tonterías. Eso es lo que hace la familia, ayudarse unos a
otros. Y por como van las cosas, creo que pronto seremos familia.
—Ojalá tengas razón. Estoy loco por tu madre.
—Y ella por ti.
—En el invernadero sólo tienes que asegurarte de que las luces se
enciendan a la hora programada.
—Lo sé, Rex. Y en cuanto al negocio, los clientes tienen tu teléfono y si
sucede algo en sus cabañas te llamarán y tú me llamarás a mí, y yo le diré a
Rick que se ocupe del problema. Me lo has dicho varias veces.
—Si no estuvieras aquí, no podría irme.
—Entonces me alegro de estar aquí. Tú ocupate de disfrutar del fin de
semana con mi madre.

Lea entró en casa por la tarde al volver del trabajo. Rex estaba hablando
por teléfono.
—¿Hablabas con mi madre? —preguntó ella cuando colgó.
—Sí, me marcho en unos minutos.
—Vale.
—Tengo que hablarte de algo. Tu madre y yo lo hemos decidido juntos.
—¿Qué habéis decidido?
—No queremos que estés sola por la noche.
—No va a pasarme nada, y sabes que sé cuidar de mí misma.
—Lo sé. Pero todas las cabañas están ocupadas por gente desconocida.
—¿Crees que no podré defenderme si pasa algo?
—Eso no lo pongo en duda, pero es mejor que todos sepan que hay un
hombre contigo, así no pasará nada.
—¿De qué hablas? ¿Qué hombre?
—Bruce se quedará contigo hasta que yo vuelva.
—¿Perdona?
—Sí, ya sé que no os lleváis bien, pero es un hombre responsable y no se
acobarda fácilmente, en caso de que ocurra algo.
—¿Por qué no se lo has pedido a Hardy? ¿No crees que él también es
responsable?
—Por supuesto que lo es, pero tu madre no lo conoce bien, y confía en
Bruce. Y yo estoy de acuerdo con ella. Lea, tu madre me ha dicho que me
encargue de ello. No me hagas quedar mal.
—De acuerdo. ¿A qué hora vendrá?
—No lo sé.
—Intentaré que siga vivo hasta que vuelvas.
Lea y Rex se despidieron y poco después se marchó.
—¡Mierda! ¡Joder! ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Por qué ha tenido que
aceptar Bruce quedarse conmigo?

Bruce llegó a casa de Rex poco antes de las siete de la tarde. Abrió la
puerta y entró.
—Hola —dijo en voz alta para hacerse oír—. ¿Lea?
—¿Cómo ha entrado? —dijo la chica saliendo de la cocina.
—Rex me ha dado las llaves. ¿Qué hace?
—La cena.
—¿Le queda mucho para terminar?
—¿Acaba de llegar y ya está con exigencias?
—Tenemos que marcharnos en media hora.
—¿Marcharnos?
—Hoy es viernes, tenemos partida.
—Entonces no tenía que haber venido.
—Usted vendrá conmigo.
—Yo no iré con usted a ninguna parte.
—No voy a dejarla aquí sola. Le he prometido a su madre que cuidaría
de usted hasta que vuelva Rex y no voy a faltar a mi palabra.
—¿Por qué ha aceptado?
—Porque me lo ha pedido su madre.
—No me gusta esta situación. No me apetece tenerlo por aquí
merodeando.
—Eso es mutuo, creame. Pero tendremos que soportarlo. Cuando termine
la cena, la mete en un recipiente y nos la llevaremos.
—De acuerdo. Pero yo no iré con usted. Llamaré a Vivien y me quedaré
con ella.
—Usted irá donde yo vaya.
—También puede usted ir donde vaya yo.
—Lo haré, pero hoy tengo partida y me acompañará.
—Es usted un mandón.
—Llevaré mis cosas arriba —dijo sonriendo—. Rex me ha dicho que
ocupe la habitación del fondo, la que está junto a la de usted.
—¿Va a velar por mí mientras duermo?
—Para eso tendría que dormir con usted. Aunque, si quiere, yo no tengo
inconveniente —dijo mirándola y viendo como se sonrojaba.
Después de dejar las cosas en el dormitorio, Bruce bajó de nuevo y fue al
comedor. Sacó del maletín lo necesario para trabajar y lo extendió sobre la
mesa.
—Ya he terminado —dijo la chica desde la puerta.
—Vamos, entonces.

Bruce abrió la puerta del coche para que ella subiera. Se sentó y lo miró
seria. Él rodeó el vehículo y se sentó en el asiento del conductor, sonriendo.
—¿Dónde está Lys?
—La he dejado en casa. La he sacado un rato, antes de venir.
—¿Por qué no la ha traído?
—No sabía si le parecería bien.
—Prefiero tenerla a ella en casa que a usted. La recogeremos cuando
volvamos para que no pase la noche sola. Cuando usted se marche mañana
puede llevársela.
—No voy a ir a ningún sitio mañana, al menos sin usted.
—¿Piensa quedarse conmigo todo el fin de semana?
—Sí. Estará contenta, eso no lo ha conseguido ninguna mujer.
—Qué suerte tengo —dijo ella en plan sarcástico—. ¿No tiene ninguna
cita para mañana o el domingo?
—Sí, pensaba llamar a una amiga para quedar mañana por la noche, pero
tengo que cuidar de usted.
—No estará muy contento de tener que quedarse conmigo.
—Admito que en un principio no me gustó la idea, pero creo que
merecerá la pena. Podré conocerla mejor y… no sé, tal vez podamos
divertirnos, juntos.
Lea se giró para mirarlo, preocupada. Pero Bruce permanecía serio.
—¿A casa de quién vamos?
—De Hardy.

—Hola, Bruce. Hola, pelirroja —dijo Hardy cuando abrió la puerta—.


¿Qué haces con Bruce?
—Es mi niñera —dijo entrando en la casa.
Hardy miró a su amigo y cuando Bruce entró en la casa cerró la puerta.
—Rex ha ido a Newcastle a pasar el fin de semana con Nicole y me han
pedido que cuide de ella.
—¿A ti?
—Gracioso, ¿verdad? —dijo Lea quitándose las prendas de abrigo y
antes de que Bruce contestara.
—¿Te vas a quedar con él en su casa?
—No, él se quedará en la mía.
—Qué suerte tienes, tío —dijo Hardy riendo.
—Tienes una casa muy bonita.
—Gracias. Si Bruce no se porta bien contigo, lo echaremos de tu casa y
ocuparé su lugar.
—Ni lo sueñes —dijo Bruce.
Hardy sonrió. Cada vez se convencía más de que su amigo estaba loco
por su asistente.
—¿Te ayudo con la cena?
—La he encargado en un restaurante, estará al llegar. Pero puedes
ocuparte de ponerlo todo en la mesa, si quieres.
—Vale. He traído lo que había preparado para mi niñera y para mí.
—Estupendo.
La cena llegó cuando ya estaban los cuatro amigos en la casa. Lea
preparó la mesa y cenaron todos juntos, cachondeándose porque Bruce, con la
mala hostia que solía gastarse, tuviera que hacer de niñera. Y sorprendidos
porque Nicole le hubiera encomendado esa tarea, precisamente a él.
Después de cenar se sentaron en la mesa de la cocina, se sirvieron unas
copas y sacaron las cartas. Mientras, Lea recogió la mesa. Le ofrecieron jugar,
pero ella no aceptó. Así y todo se sentó con ellos, frente a su jefe. A Bruce no
le hizo mucha gracia porque cada vez que la miraba, y la encontraba
cuchicheando con Hardy, se ponía de mal humor y perdía la concentración.
Lea estaba aburrida y cansada después de una hora.
—Hardy, ¿te importa que me eche en el sofá hasta que nos vayamos?
—Claro que no, pero mejor te acuestas en una habitación. Puedes
quedarte a dormir.
—No va a quedarse a dormir. Acuéstate en el sofá, te despertaré cuando
terminemos.
Lea lo miró de mala manera, pero se dirigió al salón. Se quitó los
zapatos, se acostó en el sofá y se tapó con la manta que había sobre el
respaldo. Poco después estaba dormida.
Jack y Peter se marcharon a las dos de la mañana. Bruce fue al salón con
la ropa de abrigo de Lea.
—Lea, despierta, tenemos que irnos.
Ella gruñó y se volvió hacia el otro lado.
—Lea, tienes que levantarte, vamos.
La chica abrió los ojos y lo miró algo confundida.
—Tenemos que ir a casa.
Lea apartó la manta y se sentó para ponerse las botas. Cuando se puso de
pie, Bruce la ayudó a ponerse el abrigo. Se colocó delante de ella y se lo
abrochó. Lea no apartó la mirada de él. Bruce la miraba a los ojos de vez en
cuando, sintiéndose aturdido por la intensa mirada de su asistente. Le puso la
bufanda y le encasquetó el gorro de lana hasta las cejas. Y luego le dio los
guantes para que se los pusiera.
Hardy no perdió detalle de todos los movimientos de la pareja, y sobre
todo, de las miradas que se dedicaban. ¡Dios mío!, pensó al ver esa química
tan espesa que flotaba alrededor de ambos.

Ninguno de los dos dijo nada mientras iban de vuelta a casa, hasta que
pasaron por delante de la casa de Bruce.
—¡Para!
—¡Joder! Qué susto. ¿Qué coño pasa?
—Tenemos que recoger a Lys.
Bruce hizo marcha atrás y entró por el camino hasta la casa. Lea bajó del
coche. Abrió la puerta y la perrita salió.
—Hola, preciosa —dijo agachándose para acariciarla. La perrita empezó
a llorar contenta.
Bruce las miraba. En pocos días Lys se había encariñado con ella.
Aunque no le extrañaba, a él le había sucedido lo mismo.
—Iremos con el todoterreno, no quiero que me llene este de pelos —dijo
Bruce volviendo a subir al coche—. ¿Le importa coger las cosas de Lys?
—No.
—Los comederos están en la cocina y el pienso…
—Sé donde están —dijo interrumpiéndolo.
—Su cuna está en mi habitación.
—Vale.
Lea entró por primera vez en el dormitorio de Bruce. Era muy grande y
con dos ventanales enormes. Le pareció una estancia preciosa. Cogió la cuna y
bajó a la planta baja.
Cuando llegaron a casa de Rex, Lea cogió la cuna de la perrita y la bolsa
con las demás cosas. Entró en la cocina y puso agua en el bebedero. Bruce
entró tras ella.
—Ya está a salvo —dijo Bruce sonriendo—. Quiero decir en casa. No
conmigo.
—Pensé que iba a cuidar de mí —dijo mirándolo.
—Lo intentaré.
Bruce cogió la cuna y se dirigió a la escalera. Lea le siguió junto a Lys.
—Buenas noches —dijo la chica al llegar a su habitación.
—Será mejor que se quede la cuna, parece ser que Lys prefiere dormir
con usted —dijo al ver que el animal había entrado en el dormitorio de la
chica—. Y no me extraña, yo también lo preferiría. Deje la puerta entornada
por si quiere salir a beber.
Lea lo miró y él le sonrió. Otra vez la había hecho sonrojar.
—No pienso dejar la puerta abierta.
—Si lo dice por mí, puede estar tranquila. Le aseguro que usted no me
interesa lo más mínimo.
—Se pasa la vida contradiciéndose. Buenas noches —dijo entrando en la
habitación—.¡Usted no me interesa lo más mínimo! ¡Cabrón! —dijo en voz
baja e imitando la voz de él.

Lea se levantó al amanecer, a pesar de haber dormido escasamente un par


de horas. No había podido conciliar el sueño, sólo por pensar que Bruce
estaba durmiendo en su casa y en la habitación junto a la suya. Se puso la ropa
para correr y bajó la escalera seguida por la perrita.
Bruce se despertó de pronto sin saber qué lo había despertado. Miró el
reloj, eran las seis y media de la mañana. Se puso una sudadera encima del
pijama y salió de la habitación. La puerta del cuarto de Lea estaba abierta y no
había señal ni de ella ni de Lys. Tampoco estaban en la planta baja. Supuso
que habría ido a sacar a Lys. Entró en la cocina y se preparó un café. Media
hora después empezó a preocuparse. Hacía un frío de muerte y nadie estaría
tanto tiempo fuera a esas horas. Aún pasaron veinte minutos más, cuando
ambas entraron en la casa y fueron directamente a la cocina.
—Ah, hola —dijo Lea al verlo apoyado en la bancada.
Lea le puso agua fresca a la perrita y Lys se lanzó a beber. Luego cogió
un botellín de agua y se lo bebió en dos tragos.
—¿Dónde coño estaba?
—Hemos salido a correr. No me diga que estaba preocupado.
—¡Por supuesto que estaba preocupado! ¡Soy responsable de usted!
—¿Por qué me grita?
—¡Porque es una irresponsable! ¿Tanto le costaba decirme que se iba a
correr? Habría ido con usted.
—¿Cree que iba a entrar en su habitación para decirle que me iba a
correr?
—Si tenía miedo de entrar en mi dormitorio, al menos podía haber
dejado una nota.
—¿Miedo? ¿Cree que le tengo miedo? —dijo ella encendida.
—Ya veo que no. Desde luego, cuando se case, su marido se sentirá feliz
al comprobar que tiene una mujer dócil y complaciente en casa.
—¿Quién es el sarcástico ahora?
—Se me habrá contagiado de usted. Sabe, esto no va a funcionar si se
sigue portando así.
—¿Esto? ¿A qué se refiere con esto?
—A que no puedo cuidar de usted, si sale de casa sin avisar.
—¿Cuidar de mí? ¿Realmente cree que necesito que alguien cuide de mí?
—Si su madre me ha pedido que lo haga, será por algo.
—Si mi madre se lo ha pedido, será por alguna razón que desconozco. Le
aseguro que ella sabe, perfectamente, que no necesito que cuiden de mí. ¿Ha
desayunado?
—¡No!
—Sigue gritándome, y tengo que recordarle que esta es mi casa.
—Es la casa de Rex.
—Vivo aquí, por lo tanto también es mi casa.
—¿Y puede saberse por qué cojones vive con Rex?
—Porque él me lo ha pedido.
—¿Y se va a vivir con el primer hombre que se lo pide?
—¿Usted es tonto o qué? ¡Déjeme en paz! Voy a ducharme y, mientras lo
hago, pensaré si prepararé desayuno también para usted —dijo saliendo de la
cocina—. Nunca he conocido a un hombre tan molesto como usted.
—Al menos hay algo en lo que estamos de acuerdo.
Bruce subió también a ducharse. Cuando Lea bajó a la cocina su jefe
estaba sentado a la mesa mirando el móvil.
—¿Está leyendo sus emails?
Bruce la taladró con la mirada.
—¿O está comprobando si sus cinco contactos siguen en el móvil o han
desaparecido?
Lea no pudo evitarlo y soltó una carcajada. Volvió a mirarlo. La mirada
de Bruce era fría y turbulenta.
—¿No le interesa aprender cómo utilizar el móvil —dijo sacando de la
nevera huevos y beicon.
—¿Quiere que la ayude?
—¿A cocinar?
—No sé cocinar.
—Puede preparar el café y poner las cosas en la mesa. Eso sabe hacerlo,
¿no?
—¿Va a ser siempre tan sarcástica conmigo? —dijo acercándose a la
cafetera.
—No lo sé, usted saca lo peor de mí.
—Eso también lo tenemos en común.
—¿Por qué no sabe cocinar?
—Nunca lo he necesitado —dijo él mientras colocaba en la mesa los
cubiertos y las servilletas.
—¿Siempre ha sido rico?
—No, todo lo contrario.
—¿Su mamá le tenía siempre las comidas preparadas?
—Mi madre no se preocupaba de si comía o no.
—¿Entonces su padre?
Lea sabía que a él le molestarían sus preguntas, pero quería incitarlo a
que le hablara de su infancia.
—No quiero hablar de eso.
—Vale —dijo llevando los platos del desayuno a la mesa—. Siéntese.
—¿Qué va a hacer después de desayunar?
—Comprobaré el correo electrónico de Rex, para ver si hay reservas o
cancelaciones, y luego me acostaré.
—¿Va a acostarse?
—No he podido dormir mucho esta noche.
—Yo tampoco. No podía dejar de pensar que usted estaba en la
habitación de al lado de la mía. ¿Usted no pudo dormir por lo mismo?
—Creame, Bruce, yo tampoco estoy interesada en usted. No es mi tipo.
—¿Y cuál es su tipo?
—No me he parado a pensarlo. De todas formas, los hombres están de
más para mí.
—¿Salimos luego a comer?
—No hace falta que me lleve a comer, pero usted puede ir.
—Lo digo para que no se moleste en cocinar. Y no voy a ir a ningún sitio
sin usted.
—Como quiera. ¿Qué va a hacer después de desayunar?
—Creo que también me acostaré un rato. ¿Salimos a cenar esta noche?
—No me apetece arreglarme.
—No hace falta que se arregle, no le he pedido una cita. La llevaré a
comer la mejor pizza que haya probado en su vida. Así, al menos, saldremos
de casa.
—De acuerdo.
—¿A qué hora se levantará?
—Cuando me despierte.
—Vale. Si me levanto antes que usted, trabajaré un rato.
—Sí, va siendo hora de que empiece, porque no se puede decir que haya
trabajado mucho últimamente.
—¿Me está vigilando?
—Claro que no. ¿Está bloqueado de nuevo?
—No, pero tengo muchas cosas en la cabeza.
—Todos tenemos cosas en la cabeza.
—Usted se tomó unos días de vacaciones, imagine que yo hice lo mismo.
Cuando terminaron de desayunar, recogieron la mesa entre los dos y
subieron a sus habitaciones. Bruce sonrió al ver a la perrita entrar en el
dormitorio de ella.

Bruce se despertó a las once y media y bajó a la planta inferior. Lys


estaba dormida sobre la alfombra del salón, pero Lea no estaba por ninguna
parte.
—¡Esta cría va a acabar conmigo! —dijo mirando por la ventana. El
coche de Lea estaba aparcado junto al suyo.
Lea entró en la casa diez minutos después por la puerta de atrás.
—Otra vez ha salido sin dejarme una nota.
—He ido a coger unas verduras. ¿He de informarle de todos mis
movimientos?
—Sí, debe hacerlo.
—Desde luego, como niñera no tiene precio. Voy a preparar la comida.
—¿Qué vamos a comer?
—Berenjenas rellenas y una ensalada. ¿Le parece bien al señor?
—Estupendo. ¿Necesita ayuda?
—¿Sabe utilizar el cuchillo?— preguntó ella en plan irónico.
—Será mejor que vaya a trabajar, estoy harto de discutir con usted.
—Cuando el señor quiera, la comida está servida —dijo ella desde la
puerta donde estaba él una hora y media después.
Él la miró sonriendo.

Tan pronto Bruce aparcó el coche en el centro de la ciudad, Lea bajó y


fue hasta la acera. Nada más empezar a caminar se resbaló y Bruce la sujetó
por el brazo para que no se cayera.
—¿No puede tener cuidado?
—¿Cree que lo he hecho a propósito? Me he resbalado con el hielo.
—Deme la mano, no quiero que se caiga y se rompa algún hueso. Su
madre no me lo perdonaría.
Lea no quería darle la mano, pero él se la cogió y la sujetó fuerte para
asegurarse de que no la soltaba. Ese simple contacto, tan íntimo, puso a Lea en
tensión. Deseaba llegar cuanto antes al restaurante para que sus manos se
separasen y poder volver a respirar con normalidad. Bruce la soltó para abrir
la puerta y la dejó pasar delante. Y respiró hondo, porque a él también le
había afectado el llevarla cogida de la mano, incluso aunque ella llevara
guantes. Era la primera vez que iba cogido de la mano con una mujer.
Se sentaron en una de las mesas que había libres y cogieron las cartas del
menú.
—¿Qué pizzas le gustan a usted? —preguntó Lea.
—Barbacoa y pepperoni.
—¿Pedimos una de cada y las compartimos? Así probaré las dos.
—Me parece bien.
—¿Qué van a tomar? —preguntó la camarera.
—Una pizza barbacoa y otra de peperoni. Y para mí una cerveza.
—Para mí también cerveza —dijo Lea.
—Ella tomará una Coca Cola —dijo Bruce ignorándola.
Lea lo miró claramente irritada.
—¿Se puede saber qué está haciendo? No le he llevado la contraria para
no dejarlo en ridículo. Me apetecía una cerveza —dijo Lea cuando la
camarera se alejó.
—Rex me dijo que no bebía.
—Que no bebía, de manera habitual. ¿Cree que voy a emborracharme con
una cerveza?
—No lo sé, pero no quiero arriesgarme. ¿Por qué no hacemos una tregua?
Me apetece cenar tranquilo sin tener que discutir con usted.
—De acuerdo —dijo ella.
Bruce le habló de Kent, de su historia. Luego Lea le habló de las noticias
que había escuchado en el móvil mientras corría por la mañana. Y terminaron
hablando del trabajo.
—¿Ha adelantado algo de la novela?
—Lo cierto es que sí. Ya tengo las notas colocadas en orden.
—Parece que le da muchas vueltas a las notas que escribe.
—En las notas tengo básicamente todo un capítulo. Las escenas que
quiero que aparezcan, los personajes, los lugares… Cada nota me recuerda
algo que he pensado y al tenerlas en orden sólo tengo que escribir lo que tengo
en mi cabeza, al leer cada una de ellas. Esta noche escribiré el primer
capítulo.
—Admito que estaba un poco preocupada por mi trabajo. Me preguntaba
qué iba a hacer a partir del lunes. Al menos tendré un capítulo para pasar al
ordenador. Teclearé despacio para que me lleve bastante tiempo.
—¿Cree que va a perder su trabajo porque en algún momento no tenga
mucho que hacer?
—Usted es un hombre imprevisible y podría cambiar de opinión en
cualquier momento.
—Usted trabajará para mí siempre. A no ser que decida abandonarme.
—En ese caso, ya me quedo más tranquila.
—Quedamos en que éramos un equipo. Unas veces tendremos más
trabajo y otras veces menos. Y puede que cuando me encuentre bloqueado,
vayamos a trabajar a esa isla que mencionó.
—¿Habla en serio?
—¿Por qué no iba a hablar en serio? Usted dijo que sería relajante
trabajar en un sitio como ese.
—Eso sería el paraíso, sin móvil, sin ordenador…Le prometo que
encontraré el lugar adecuado y lo llevaré allí para que se desbloquee.
Solamente necesitará una libreta y un bolígrafo.
—Por lo que ha dicho, yo seré el único que trabajará.
—Yo le daré apoyo —dijo ella riendo—. ¿Cree que se bloqueará pronto?
—Ahora no tengo ninguna presión. Además, en unas semanas nos iremos
de viaje.
—Es cierto.
—Pero a la vuelta, si en algún momento me quedo sin ideas, la informaré
y usted se encargará de buscar esa isla.
—Será un placer. He pensado que, en mis ratos libres o cuando tenga
poco trabajo, podría encargarme de sus redes sociales. Si las tuviera, sus
lectores podrían seguirlo y lo conocerían un poco.
—Yo no necesito redes sociales. No quiero mostrar mi vida a millones
de personas que ni siquiera conozco. Además, no tengo tiempo.
—Me encargaría yo de ello.
—No quiero hablar de mi vida con nadie y tampoco que usted lo haga.
—Yo no podría hablar de su vida porque, de momento, no sé nada de
ella.
—¿Por qué dice de momento?
—Porque aún no me he propuesto averiguar cosas de usted.
—Mi vida no está en Internet.
—Eso es lo que usted cree. El caso es que si tuviera redes sociales, eso
le ayudaría a vender más novelas. Usted mismo se haría publicidad.
—¿Cree que necesito publicidad para vender mis novelas?
—No. Sin embargo sigue contradiciéndose. Dice que no necesita
publicidad y va a hacer una gira para promocionar su novela.
—Si fuera por mí, ni siquiera haría esa gira.
—A mí me gusta conseguir una novela firmada por el autor que me gusta,
y poder hablar con él, aunque sea sólo un instante.
—¿Quiere decir que si no viese a ese escritor no compraría su novela?
—La compraría igualmente, pero me gusta ver en persona a alguien que
me hace sentir buenos momentos, mientras leo su obra.
—Bueno, ya me ve a mí. Y parece que mis novelas le gustan.
Lea le dedicó una radiante sonrisa. La sonrisa de esa chica se deslizó por
el cuerpo de Bruce y se detuvo en su entrepierna.
—Sí, ya lo creo que lo veo, y más a menudo de lo que quisiera. Tenía
razón, esta pizza está buenísima.
—A propósito de la gira. Edward me preguntó el otro día qué me
parecería empezarla a primeros de febrero.
—Bien.
—Aunque creo que hay algo que no le va a gustar.
—¿Qué es?
—Deborah Holt irá de gira con nosotros, como mi relaciones públicas.
—Yo no tengo ningún problema con eso.
—Pensaba que no le caía bien.
—Y es cierto, pero si ella es educada conmigo, todo irá bien.
—No tiene que preocuparse, porque usted no se despegará de mí.
—Puede que eso no le guste a Holt, interferiría para hacer su trabajo.
—Ese es su problema.
Lea le pidió que le hablara de sus anteriores giras y estuvieron un buen
rato hablando de ello.
—Hay algo que me tiene preocupada en cuanto a ese viaje.
—¿Preocupada?
—Se entiende que usted va a firmar su novela en librerías y la novela
estará en los escaparates y todo el mundo la verá.
—De eso se trata, ¿no? ¿Cuál es el problema?
—Que yo soy la portada. Y me gustaría pasar desapercibida.
—¿Con su aspecto? —dijo sonriendo—. ¿Quiere pasar desapercibida
con su aspecto? Usted no podría pasar desapercibida.
Lea se sonrojó.
—Por eso he decidido que no lo acompañaré a las librerías.
—Por supuesto que me acompañará.
—Estaré con usted el resto del día, pero no puedo ir a las librerías. Me
moriría de vergüenza. La gente pensaría que estoy en su portada, porque nos
estamos acostando.
—¿Le avergüenza que piensen que se está acostando conmigo?
—Por supuesto, porque no es cierto.
—¿Le molesta que lo piensen, porque no es cierto? Porque de ser así,
podemos acostarnos y desaparecerá el problema.
—¡No diga tonterías! ¿Y que ha sucedido? ¿Ahora, de repente, me he
convertido en su tipo y no tiene problema en acostarse conmigo?
—Touché —dijo él sonriendo.
—Cuando acepté ser su portada, no pensé en las repercusiones que eso
tendría. Si me asegura que no tendré que ir con usted a las librerías, iré. De lo
contrario, me quedaré aquí.
—Usted vendrá conmigo. Ya solucionaremos el problema ese que la
inquieta. ¿Ha hablado con su madre desde que se marchó Rex?
—Sí, hablé con ella esta mañana.
—¿Le ha preguntado si me estoy portando bien?
—¿Por qué iba a preguntar algo así? ¿Tiene previsto no portarse bien?
—Me portaré lo mejor que pueda. ¿Ha terminado?
—Sí. Las dos pizzas estaban muy buenas.
—¿Quiere algo de postre?
—No, no podría comer nada más.
—¿Quiere que vayamos a tomar una copa?
—¿Quiere decir tomar usted una copa y yo una Coca Cola? —dijo
sonriendo—. Prefiero ir a casa. Puede dejarme allí y marcharse a tomar esa
copa.
—¿No le quedó claro cuando le dije que no me separaría de usted?
—Vale, vale.
—¿Le apetece un café? Aunque puede que la desvele.
—Lo prepararé en casa, si quiere. Y no suelo desvelarme con el café.

Al salir a la calle, Bruce volvió a cogerla de la mano y ella se tensó. Sin


embargo, él ya se sentía relajado, podría decirse que estaba cómodo al ir de la
mano con ella. Al llegar al coche, Bruce le abrió la puerta y ella le dio las
gracias.
—Lo he pasado muy bien en la cena – dijo él cuando se sentó al volante.
—Yo también. Es raro que hayamos estado tanto tiempo sin discutir.
—A mí me gusta discutir con usted. Me gusta ver como le brillan los ojos
cuando se enfada.
—¿Por eso hace que me enfade?
—Es posible —dijo sonriendo—. Creo que deberíamos tutearnos. ¿Qué
piensa usted?
—Es mi jefe.
—Ya, pero… no sé, hemos comido juntos varias veces, conozco a su
familia, su madre es amiga mía, estamos pasando juntos un fin de semana…
Deberíamos dejar a un lado las formalidades.
—¿Se refiere al fin de semana?
—No, me refiero de ahora en adelante.
—Si es lo que quiere, por mí no hay problema.
—Perfecto. ¿Has pensado en algo para esta noche?
—¿Algo?
—Sí, ¿qué vas a hacer después de que tomemos ese café?
—Supongo que me iré a dormir. Has dicho que ibas a escribir, y no me
voy a quedar despierta, mirando como lo haces.
—Estoy pensando, que este sería un buen momento para jugar a eso que
me propusiste.
—¿Al juego de las preguntas? —dijo ella ilusionada, al pensar que
podría preguntarle cualquier cosa.
—El mismo.
Lea no decía nada.
—¿Y bien? —preguntó él con una sonrisa sensual y un brillo extraño en
los ojos.
Esa pregunta le sonó a Lea provocativa. Era un pregunta y un desafío al
mismo tiempo. Y una gran tentación, solamente en dos simples palabras.
—De acuerdo.
—Perfecto. Supongo que Rex tendrá alcohol en casa.
—Está bien surtido. Hace un rato no me has dejado tomar una cerveza.
—Dijiste que contestarías a todas las preguntas y no tendrías necesidad
de beber. Además, ahora estaremos en casa y si bebes más de la cuenta, sólo
tendrás que acostarte.
—No voy a beber.
—Eso ya lo veremos.
Capítulo 13
Lea abrió la puerta y entraron en la casa.
—Ya que vamos a pasar un rato haciéndonos preguntas, como si fuéramos
amigos, propongo que nos pongamos cómodos. ¿Qué te parece si nos ponemos
el pijama?
—Me parece perfecto —dijo Lea—. Voy a ducharme y a cambiarme.
Cuando baje prepararé el café.
—Sacaré a Lys unos minutos.
Bruce se duchó y se puso el pijama. Lea estaba en la cocina cuando bajó.
Entró en el salón, la temperatura era agradable, así y todo, encendió la
chimenea.
Lea entró en el salón con los cafés y un plato de galletas y lo miró. Le
pareció de lo más elegante, incluso sentado de cualquier manera. Bruce tenía
las piernas estiradas y cruzadas en los tobillos. La chica vio una expresión
divertida en su rostro y fue consciente de que se había quedado embobada
mirándolo, otra vez.
—Parece que tu madre nos dejó bien provistos de dulces.
—Sí —dijo ella cogiendo una galleta y sonriendo.
—Bien, háblame de ese juego. ¿Alguna regla que tenga que tener en
cuenta?
—Podemos hacer cualquier tipo de pregunta o pedirle al otro que le
hable de algo en concreto.
—Vale —dijo tomando un sorbo de café.
—El que no conteste se toma un vasito de alcohol.
—Iré a por la bebida y los vasos —dijo Bruce levantándose—. ¿Qué
prefieres? ¿Vodka, whisky o ginebra?
—¿Cuál crees que me gustará más?
—No tengo ni idea. Yo prefiero el whisky.
—Entonces, uno de los otros dos... vodka. Puede que estés acostumbrado
al whisky y no te afecte.
—¿Quieres que me afecte? —preguntó sonriendo divertido.
—Sí.
—Pues vodka, entonces.
—Hola, mamá —dijo Lea descolgando el teléfono al oir la llamada.
—Hola, cariño. ¿Va todo bien?
—Sí.
—¿Qué hiciste anoche y hoy?
—Querrás decir que hicimos anoche y hoy, porque mi jefe se ha tomado
tu petición, de ser mi niñera, al pie de la letra y no se separa de mí.
—Bueno, pues, ¿qué habéis hecho?
Lea le habló de todo lo sucedido desde la noche anterior.
—¿Vais a acostaros ya?
—No, vamos a tomar un café mientras jugamos al ajedrez. Supongo que
jugando no podremos discutir.
—Muy bien, te dejo entonces. Te quiero. Dale un beso a Bruce.
—Yo también te quiero. Y tú dale uno a Rex. Un beso de parte de mi
madre —dijo cuando colgó.
—¿No me lo vas a dar?
Lea se limitó a mirarlo.
—¿Por qué le has dicho que vamos a jugar al ajedrez?
—Así evitaba preguntas.
—Bien, empecemos. Tú primera. Las mujeres siempre primero —dijo
llenando los vasitos de vodka.
—Vale —dijo Lea tomándose el café que le quedaba. ¿Cuando te pusiste
el pendiente y por qué?
—Después de publicar mi primera novela. Supongo que fue un acto
tardío de rebeldía. Mi padre nunca lo habría aprobado. Me toca. Cuéntame tu
primera experiencia sexual y qué edad tenías.
—Si me has hecho esa pregunta para que beba, no lo has conseguido. No
me avergüenzo de mi primera vez. ¿Quieres saber sólo lo referente al acto
sexual, o la historia larga y sus consecuencias?
—La larga. Tenemos toda la noche.
—Estaba en el instituto. Yo no era muy agraciada y mi desarrollo fue
tardío. Se burlaban de mí por mi aspecto, porque era demasiado alta, estaba
muy delgada y además plana como una tabla. A eso tengo que añadir que mi
pelo era color naranja, era como si llevara sobre la cabeza un manojo de
zanahorias y además, se reían llamándome cerebrito. Cuando eres adolescente
las cosas te afectan mucho más. Tenía dieciséis años. Estaba en el último
curso, iba dos cursos por delante de todos los de mi clase. El chico en
cuestión tenía dieciocho. Era uno de los chicos más populares del instituto. Un
día me invitó al cine. Me extrañó porque nunca me había dirigido la palabra y
además salía con las chicas más guapas. Le dije que no podía y me marché.
Unos días después me invitó a una hamburguesa y acepté. Era simpático,
aunque no teníamos nada en común. Quedamos de nuevo otro día y me llevó al
cine y me besó en los labios. Y una semana más tarde lo acompañé a una fiesta
en casa de uno de sus amigos. Estaba convencida de que yo le gustaba. Hasta
sus amigos me saludaban, cosa que no habían hecho nunca.
—¿A ti también te gustaba?
—En cuanto al físico no estaba mal, pero tengo que decir que era
aburrido, al menos para mí. Sus únicos temas de conversación eran el futbol y
su coche. No me gustaba, pero era el primer chico que me había pedido salir.
Mientras bailábamos me besó... con lengua. Ese fue mi primer beso y... la
verdad es que no me gustó. No sé lo que esperaba, pero desde luego eso no.
Pensé que era porque estaba nerviosa, pero no fue agradable. Más tarde me
llevó a uno de los dormitorios. No voy a excusarme diciendo que bebí, porque
no lo hice. Fui consciente de que iba a perder la virginidad y no dije que no.
Nada más entrar en la habitación me quitó el suéter. No llevaba sujetador, ya
te he dicho que estaba plana. Luego me tumbó en la cama, y volvió a besarme.
Tal vez debía haberlo detenido ahí, porque esa vez todavía me gustó menos.
De pronto me desabrochó el vaquero y me lo bajó sin más. Le siguieron las
bragas. De pronto me preocupé, porque todo estaba sucediendo demasiado
rápido. Lo vi desabrocharse el pantalón y bajárselo junto con los calzoncillos,
y tan pronto se puso el condón, me abrió las piernas y me penetró.
—¿Así, sin más?
Bruce la escuchaba con la mirada cálida y sin perderse ninguna de sus
palabras.
—Sí. Romántico, ¿eh? Aunque , sabes, eso fue lo mejor de la noche.
Cuando terminó, que no le llevó ni un minuto, contando incluso el tiempo que
tardó en desnudarnos a los dos, se subió el pantalón y salió de la habitación.
Yo me quedé allí, aturdida y dolorida. Me vestí rápidamente y bajé a la fiesta.
Él estaba con sus amigos y estaba abrazando a una chica. Todos me miraron y
se rieron. Y me marché. No podía creer que un chico fuera tan bruto e
insensible. Al llegar a casa se lo conté a mi madre. Mi padre no llegó a
enterarse y a mis hermanos se lo dije unos meses después, cuando ya estaba en
la universidad. Quisieron saber quién era, pero no se lo dije, porque sabía que
irían a por él y no quería que tuvieran problemas. Al día siguiente, cuando
llegué a clase, todos me miraban y se reían. Por lo visto, el grupo de amigos
había apostado diez dólares a que no conseguía follar conmigo. Ya ves, diez
dólares era el precio que pusieron a mi virginidad. Esa fue mi iniciación al
sexo.
—¡Cabrón! Tenías que habérselo dicho a tus hermanos. Ellos se lo
habrían cargado y nadie, excepto él, habría sabido el motivo de su muerte.
Vamos a cambiar de tema porque tengo ganas de golpear a alguien. Haz tu
pregunta.
—Dime dos cosas que no hayas hecho y no pienses hacer. Y la razón de
ello.
—Ya sabes una de ellas. Nunca he llevado a una mujer a casa... para
follar. Y la otra es que nunca he dormido con ninguna. Si estoy en su casa, al
terminar me marcho. Pero si estuviera en la mía, tal vez querría quedarse y no
quiero dormir con ninguna de ellas.
—No me has dicho la razón.
Bruce se tomó el chupito de vodka.
—De todas formas, llegará un momento en que salgas con una mujer y te
cases, y entonces tendrás que dormir con ella.
—Eso no va a suceder, porque no voy a salir con ninguna mujer y
tampoco me casaré. Háblame de tu segunda experiencia sexual.
—Creo que voy a probar el vodka —dijo tomándoselo de un trago.
Empezó a toser y se puso roja.
—¿Estás bien?
—Sí, ya ha pasado. No sabía que era tan fuerte.
—Te aconsejo que contestes a las preguntas.
—Lo intentaré.
—Tu turno.
—¿Qué diferencia hay entre flirtear y seducir?
Bruce llevaba una camiseta de cuello de pico por donde se veía una
pequeña parte de piel. Pero para Lea era más que suficiente, porque podía
imaginar el resto que se escondía debajo de la ropa.
—Flirtear es como un juego. Es algo que puede o no llevar a un fin.
Puede ser una sonrisa, una mirada, unas palabras al oído, un roce, una
insinuación…
—¿Es lo que estás haciendo conmigo últimamente?
—Tal vez —dijo él sonriendo—, pero ya te he dicho que un flirteo no
tiene que llegar a un fin. Flirtear es divertido.
—Para quien sepa hacerlo.
—No creo que tú tuvieras problemas para hacerlo. Eres muy inteligente y
rápida con las palabras. Además, para flirtear no tienes que empezar tú, si lo
hace el hombre, simplemente tienes que seguirlo, si te apetece, o ignorarlo.
—¿Y la seducción?
—La seducción es algo más serio. Es animar a alguien a que haga algo,
que en realidad ya quiere hacer. Es básicamente incitar y persuadir a una
persona hasta hacerla desearte por encima de todo. Y todo está permitido para
conseguirlo. Es conseguir, de cualquier forma, el cuerpo y la mente de alguien,
hasta hacerlo sucumbir a ti. ¿Te ha quedado claro?
—Sí.
—Como habrás comprobado, son totalmente diferentes. Puede que yo
haya flirteado contigo en algún momento, pero sólo porque es divertido. Y
contigo es tan fácil… Eres ingenua y me gusta sonrojarte.
—Vaya, gracias. Te toca.
—Repito la pregunta. Háblame de las relaciones sexuales que tuviste
después de esa primera vez.
—Eso no es repetir la pregunta, es ampliarla con creces. Pero creo que
esta vez voy a contestar, porque me da la impresión de que vas a repetirla
hasta que conteste por propia voluntad o a través del vodka. Sé que con quien
perdí la virginidad no me obligó a nada, pero siempre había pensado que mi
primera vez sería algo que recordara siempre con cariño. Sin embargo fue
algo cruel. Con una experiencia como esa no pensé que quisiera repetir.
Supongo que quería borrar ese duro recuerdo, con otro más agradable.
—¿Cuántos años tenías la segunda vez?
—Diecisiete. Estaba en la universidad. Salí un par de veces con un
compañero de clase, el tenía veinte. Ya estaba desarrollada —dijo ella
sonriendo—. Y mi pelo había cambiado, ya era rojo, como el de ahora.
—Me gusta mucho el color de tu pelo. Cuando te vi por primera vez,
pensé que sería tintado, porque no es un color muy común.
—Creía que esa primera vez, ni siquiera me habías visto.
—Te vi perfectamente. Continúa.
—Salimos un par de veces. Fuimos a tomar café y otro día a cenar. Pensé
que la historia se repetiría con él, pero al menos ya no era virgen y me
ahorraría el dolor. La siguiente vez que quedamos me llevó a su casa. Se
desnudó y luego me desnudó a mí. Era la primera vez que veía a un hombre
completamente desnudo, bueno, sin contar a mis hermanos que, como están
acostumbrados a vivir en la base con hombres, olvidan que mi madre y yo
somos mujeres. Se lanzó a mis pechos, amasándolos y… ¡Santo Dios! Sólo
sentí dolor. Le dije que lo hiciera con un poco más de suavidad, y no volvió a
tocarme los pechos. Bueno, lo cierto es que no me tocó en ningún sitio. Y lo
siguiente fue tan rápido que no me dio tiempo a nada. Se puso el condón, me
penetró y todo acabó en un instante. No sentí absolutamente nada, ni bueno ni
malo. Nada. Me llevó a casa y ya no supe más de él. Cuando nos veíamos en
clase me esquivaba. Un día lo encontré en la cafetería y le pregunté por qué
había desaparecido. Me dijo que yo era fría y no me gustaba que me tocaran, y
que a él le gustaban las mujeres ardientes.
—¿Cómo podía saber que no eras ardiente? No se tomó mucho tiempo
para averiguarlo.
—Puede que tuviera poderes y lo adivinara. El siguiente decidí que no
fuera de mi entorno. Había pasado un año desde la última vez, tenía dieciocho
años. No merece la pena perder tiempo entrando en detalles, porque fue más
de lo mismo. No me gustó cuando me besó. Salivaba más de la cuenta y sentí
arcadas. Me hizo daño al morderme los pezones. Y no sentí nada cuando me
penetró, puede que porque no me dio tiempo a que sintiera nada. Con él
tampoco hubo una segunda vez, cosa que no me importó en absoluto. Entonces
ya sospechaba que ocurría algo con mi cuerpo. El tercero y último fue hace
algo más de seis meses. El tenía veintitrés años y yo veinte. Trabajaba en una
empresa de informática. Él, al igual que los otros, no me dedicó mucho tiempo
en la cama. Supongo que trabajar en el cuerpo de una mujer es demasiado duro
para un hombre. Bueno, el caso es que con él sucedió lo mismo. Ese no se
limitó a decirme que era fría. Me dijo, sin rodeos, que era frígida. Y tenía
razón, porque es imposible que con los cuatro que he estado no haya sentido
nada. Sería demasiada coincidencia. ¿Y que no me gustara ni siquiera que me
besaran? El problema está en mí, lo sé.
—Te has encerrado en pensar que el problema es tuyo. Sé que hay
mujeres frígidas, pero porque arrastran algún trauma del pasado. Pero sin ese
apartado, puedo asegurarte que las mujeres frígidas no existen. Los hombres
con los que has estado han sido unos egoístas que sólo han pensado en su
satisfacción.
—Eso es lo que me dijeron mis hermanos cuando les hablé de ellos.
—¿Has hablado de esto con tus hermanos?
—Sí, y con mi madre. Todos opinan lo mismo.
—¿Y no confías en ellos?
—Sí, pero…
—Tu único problema es que no has estado con un hombre que haya tenido
paciencia para dedicarte el tiempo que necesitas. Todas las mujeres no son
iguales, y supongo que los hombres tampoco.
—Puede que el tiempo de dedicación de los hombres tenga un límite.
—Supongo que depende de la paciencia de cada uno. ¿Cuánto tiempo te
dedicaron?
—De principio a fin, una media de ocho minutos.
—Vaya, te has encontrado con los cuatro hombres menos pacientes del
planeta. De todas formas, esos ineptos ni siquiera tenían intención de
acariciarte. Sabes, Lea. Si quieres que la mujer con la que estás disfrute,
tienes que sacrificarte un poco. Un hombre tiene que hacer lo necesario hasta
que la mujer esté lista. Debe poner toda su atención en ella, el tiempo que
necesite. Sólo hay que descubrir cómo funciona cada mujer. Todo hombre que
se precie de serlo, es capaz de provocar un orgasmo a una mujer.
—Puede que tengas razón.
—Puede no, la tengo.
—¿Te has encontrado alguna vez con alguna mujer… difícil, como yo?
—Por supuesto. Y tú no eres difícil —dijo sonriendo—. Lo único que
necesité fue algo más de tiempo. ¿Has visto alguna película porno?
—Tengo tres hermanos y en sus habitaciones hay un arsenal. Mi hermano
Niall me dio algunas para que las viera.
—Vaya con Niall. ¿Las viste?
—Sí, y mientras las veía estuve recordando mis experiencias anteriores.
Te aseguro que soy frígida.
Lea cogió el vaso y se lo bebió de un solo trago.
—Has contestado a la pregunta, no tenías que beber.
—Lo necesitaba. Me toca preguntar. Tú conoces a mi madre y a mis
hermanos. Me gustaría que me hablaras de tus padres.
Lea vio claramente que Bruce se tensó, cogió el vaso y se lo bebió.
—Puedo hacer como tú y repetir la pregunta.
—No quiero hablar de mis padres.
Bruce se quedó un instante mirándola.
—Eres una mujer muy atractiva y con un cuerpo precioso. Eres divertida
e inteligente. Eres cariñosa con los que te rodean, excepto conmigo. Podrías
salir con cualquier hombre que eligieses y disfrutar algunos años del placer.
Sin embargo, tu sueño es conocer al hombre de tu vida, casarte y formar una
familia. Eso te hace una mujer muy especial…, para algunos hombres.
Lea se ruborizó hasta un punto estremecedor.
—Yo no te dije que quisiera que mi sueño se hicieran realidad en un
futuro próximo. Te aseguro que pienso disfrutar del sexo, si es que no soy
frígida, antes de tener una relación estable. A no ser que al primero que
conozca sea él.
—Él, siempre pensando en él. No sabes lo apetecible que eres para un
hombre cuando te sonrojas, simplemente porque diga algo agradable de tu
persona. Lea, tienes que olvidar tus experiencias anteriores.
—Soy fría, y eso no les gusta a los hombres.
—A mí no me importa el frío.
Lea tomó un trago de vodka. Era consciente de que Bruce observaba cada
uno de sus movimientos. Estaba nerviosa porque se le había pasado una idea
por la cabeza, que la había hecho estremecer. Y aquellos ojos grises la
observaban como si pudieran leer sus pensamientos.
—Te veo inquieta. ¿Quieres decirme algo?
—No sé cómo lo haces, pero parece que tengas el poder de leerme la
mente. La verdad es que sí quiero decirte algo, bueno, en realidad quiero
preguntarte algo.
—Adelante.
—¿Te importaría probar conmigo?
—¿Probar qué?
—Has dicho que las mujeres frígidas no existen y que a ti no te importa el
frío. Y has dejado claro que no te importa tomarte tu tiempo hasta que una
mujer esté lista. ¿Puedes intentarlo conmigo?
—Le di mi palabra a tu hermano de que cuidaría de ti.
—Te estoy pidiendo que cuides de mí. He pensado que la experiencia
puede ayudar y creo que tú tienes suficiente.
—¿Por qué me has elegido, precisamente a mí, para acabar con ese
descanso sexual que tú misma te has impuesto?
—Porque no hay peligro de que me enamore de alguien como tú.
—¿Por qué?
—No eres el hombre adecuado. ¿Qué me dices?
—Soy tu jefe.
—Dijiste que eras mi jefe en el trabajo, pero no fuera de él. Estás en mi
casa y no tenemos nada que hacer.
¡Dios! Esta chica, además de inteligente es demasiado directa, pensó
Bruce.
—Lea, yo no me acuesto con mis empleadas.
—No te estoy pidiendo que hagas el amor conmigo. Sólo que…, no sé,
que me beses. Tal vez que me acaricies. Quiero que me demuestres que eres
capaz de provocarme un orgasmo. No hace falta que lo tomes como algo
personal. Imagina que es una obra de caridad.
—Tú no eres así. Ni siquiera te has sonrojado al hablarme de esto. No
eres tú quien habla sino el vodka.
—Puede que el alcohol haya ayudado a que me atreva a hablar de ello,
sin avergonzarme, pero te aseguro que soy totalmente consciente de mis
palabras.
—Lea, me ha costado mucho encontrarte, eres la asistente perfecta para
mí. Pero algo así podría afectar a nuestra relación laboral, y no voy a
arriesgarme a perderte. Cualquier hombre estaría loco por complacerte, pero
ese hombre no soy yo. Lo siento.
—Bah, no te preocupes, olvida que te lo he pedido. Es algo que se me ha
ocurrido de repente y tú estabas aquí. Puedo intentarlo con otro, supongo que
hay muchos hombres con tu experiencia. Y acabas de decirme que podría salir
con el hombre que deseara. Aunque…, no veo cuál es el problema en probar
contigo. Para mí sería violento buscar a un desconocido y explicarle mi
situación. Ya he pasado el mal trago contigo y, sinceramente, no me apetece
hablarle de esto a otro. A ti ya te conozco. Sí, ya sé que no nos llevamos bien y
que pasamos la mayor parte del tiempo discutiendo. Y tampoco puedo olvidar
que no soy tu tipo, como bien dijiste. Y además, no puedo pasar por alto el que
me consideras una niña. Entiendo que no te atraiga una idea tan absurda. Pero,
por otra parte, ¿qué puede suceder si aceptas? ¿que descubra que realmente
soy frígida? En ese caso nada cambiará. O si por el contrario me demuestras
que tienes razón y haces que sienta placer, te estaré eternamente agradecida.
Puede que tú me hagas olvidar mis experiencias anteriores y hagas posible que
siga adelante con una vida sexual plena y satisfactoria.
—Me estás poniendo en un compromiso.
—Lo siento, no era mi intención incomodarte.
¿Incomodarme?, pensó Bruce. Necesitaba a esa chica con un ansia que
hacía que todas las experiencias que había tenido con las mujeres fueran una
tontería.
Lea se sintió avergonzada por su rechazo.
—Me temo que hemos acabado con este estúpido juego —dijo Lea
levantándose y cogiendo el vodka para bebérselo antes de marcharse.
—No te bebas eso.
Lea lo miró con el vaso en la mano.
—Te quiero plenamente consciente.
—¿Vas a ayudarme?
—Sí, voy a hacerlo, aún sabiendo que me arrepentiré. Pero como intentes
dejar el trabajo, te juro que serás tú quien se arrepienta. Dame tu palabra de
que no lo harás.
—No dejaré el trabajo nunca. Bueno, tal vez si me caso y cambio de
ciudad…
—Con eso me basta.
—Gracias. Sé que no me deseas y por eso tengo que agradecértelo
doblemente.
¿Deseo?, pensó Bruce. Esa palabra no podía describir lo que sentía en
ese momento.
Lea le sonrió algo inquieta. Y esa sonrisa derritió el ya debilitado
autocontrol de Bruce. Se decía una y otra vez que no debía hacerlo, pero algo
superior a él le hacía seguir adelante.
—No habrá penetración —dijo de repente preguntándose si había sido él
quien había pronunciado esas palabras.
—De acuerdo.
—Y esto quedará entre tú y yo.
—Te doy mi palabra de que no hablaré de ello con nadie.
—¿Qué te gustaría que te hiciera?
—Bruce, podría decirse que soy nueva en esto. Nadie me ha hecho nada,
excepto penetrarme y hacerme sentir dolor. Apuesto a que tú sabes mejor que
yo qué hacer. Así que puedes hacer todo lo que desees, excepto penetrarme,
pero…, sólo porque no quieres hacerlo.
—De acuerdo. Si te dedico alguna palabra o frase, que sepas que no va
dirigida a ti. Son cosas que se dicen en el momento.
—Yo no tuve que decirle nada a los chicos con los que estuve,
seguramente porque ese momento nunca llegó a mí. Pero te digo lo mismo, en
caso de que sienta placer.
—Vamos arriba —dijo levantándose y cogiéndola de la mano.
—¿Puedes creerte que estoy tan nerviosa como la primera vez?
—Olvida las veces anteriores. Imagina que esta es tu primera vez.
—Pero la primera vez perdí la virginidad.
—Ahora ya no eres virgen, así que no tendrás que perderla, ni
preocuparte de ello.
Bruce la llevó a su dormitorio y cerró la puerta para que Lys no los
molestara. Apoyó a Lea en la puerta y metió la mano entre su pelo, como había
deseado hacer cientos de veces. Fue deslizando los dedos por su cara, su
mandíbula y su cuello hasta llegar a la garganta y a Lea le provocó un
estremecimiento en todo el cuerpo. Bruce la besó en el cuello una y otra vez
ascendiendo hasta que llegó a sus labios.
Lea se sintió aturdida, no entendía lo que le estaba sucediendo. Sólo
deseaba experimentar las sensaciones que le estaba produciendo el contacto
de esa boca. Bruce le dio un sutil beso en los labios y Lea sintió como una
caricia.
—Cielo, cierra los ojos. Y ella los cerró.
Todos los sentidos de Lea se activaron de repente. Bruce estaba
simplemente rozándole los labios, pero sentía algo en su interior, algo
desconocido y desconcertante.
Lea tenía la respiración agitada. Bruce se separó de ella y Lea abrió los
ojos y él la miró.
Bruce estaba divertido, porque desde el mismo instante en que posó sus
manos sobre el rostro de ella sintió su estremecimiento y supo que de frígida
tenía bien poco. Notaba los sentidos de ella alborotados. Lea estaba
completamente aturdida y no era capaz de mantener un ritmo constante en su
respiración.
Bruce intentaba mantener su deseo bajo control. Quería ir despacio.
Lentamente. Le puso la mano en la nuca y se acercó a ella para besarla. No
quería precipitarse. Sabía que a ella no le había gustado cuando la besaron y
él quería demostrarle que le gustaba que la besara, al menos él. El primer roce
de sus labios con los de Lea había hecho que sus defensas se resquebrajaran.
Esa parte de él, que siempre mantenía encerrada, se había liberado. La boca
de Lea le supo a gloria en el mismo momento en que puso los labios sobre
ella.
—Sabes a delicioso pecado.
Lea acababa de darse cuenta que el simple roce de los labios de Bruce
sobre los suyos, había despertado algo en ella, y sus palabras se lo
confirmaron, al recorrerle algo el cuerpo en décimas de segundo.
Bruce profundizó el beso y Lea salió a su encuentro tímidamente con su
lengua. Él no sabía de dónde estaba sacando fuerzas para no cogerla, lanzarla
sobre la cama y desgarrarle la ropa antes de penetrarla. La cogió fuertemente
de la nuca y pegó su pecho al de ella, y entonces la besó con un ansia
desatada.
Lea sentía un cosquilleo recorrerle el cuerpo. Fue una sensación tan
intensa que la desconcertó.
Bruce intentó apartarse, porque se estaba descontrolando, pero entonces
ella subió sus manos hasta su cuello, metió los dedos entre su pelo y se
abalanzó sobre su boca. Y Bruce no tuvo más remedio que corresponderle.
¡Dios bendito!, pensó Bruce. Lea lo estaba matando. Esa combinación de
ingenuidad y dominación hizo que perdiera el control del beso. Se preguntó si
era él quien la había guiado a ella o al contrario.
—Un momento, cielo, un momento —dijo sujetándola por los hombros
para mantenerla separada de él—. Creía que no te gustaba que te besaran.
—He descubierto que sí me gusta, al menos contigo.
Bruce no pudo resistirse al oír sus palabras y volvió a besarla. Lea se
pegó a él, como una lapa, abrazándolo fuertemente y le devolvió el beso con
más ardor, si eso fuera posible.
¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!, pensó Bruce.
La sangre de Bruce corría a toda velocidad por sus venas y a su cerebro
parecía que le faltara oxígeno, porque no podía razonar. Volvió a separarla de
nuevo porque se sentía fuera de control y tenía una erección de caballo.
—Vayamos a la cama —dijo él cogiéndola de la mano y rezando para que
pudiera relajarse un poco en esos tres metros que los separaban del lecho.
Bruce la hizo sentarse y él se sentó a su lado.
—Puedo decirte en este preciso instante, que ya puedes olvidar lo de tu
frialdad y frigidez, eres una mujer muy ardiente.
—No he tenido un orgasmo —dijo ella mirándolo a los ojos.
—Me va a costar bien poco conseguirlo —dijo sonriéndole.
—¿Vas a durar unos minutos… como ellos?
—No, preciosa, voy a tomarme mi tiempo. No sabes las veces que he
deseado acariciar tu pelo —dijo introduciendo los dedos en él—. Tienes un
pelo precioso.
Bruce no pudo contenerse y la acercó a él para abalanzarse de nuevo
sobre su boca. Y Lea gemía mientras la besaba.
—Ahora voy a quitarte la camiseta —dijo cogiéndola del borde y
sacándosela por la cabeza.
Bruce se quedó mirando esos pechos perfectos.
—Veamos si consigo que borres de tu mente lo que te provocaron esos
ineptos en tus preciosos pechos.
Bruce echó un poco la cabeza hacia atrás para observarla. El cabello
rojo caía por encima de sus hombros cubriendo parte de sus pezones. Y Bruce
se sintió mareado por la impresión. Lea sintió un escalofrío al ver que esos
ojos grises la recorrían desde sus pechos a su rostro y se sintió intranquila. A
pesar de ello no apartó la mirada de él.
—Lo que he visto hasta ahora de tu cuerpo roza la perfección.
Bruce se inclinó para quitarle a Lea las zapatillas y luego se quitó las
suyas. Se levantó y la cogió en brazos, como si fuera una pluma, y la colocó en
el centro de la cama. Luego se colocó a horcajadas sobre ella.
—¿Puedes quitarte tú también la camiseta? No te tocaré, a menos que me
lo pidas.
Bruce se la sacó por la cabeza. Lea deslizó la mirada por toda su piel.
No tenía unos músculos como los de sus hermanos, por supuesto, pero los
músculos de sus bíceps, abdominales y pectorales se delineaban firmes y bien
definidos. Una fina linea de vello oscuro descendía desde la mitad de su
abdomen y se perdía en la cinturilla del pantalón del pijama. Bruce apoyó las
manos a ambos lados de la cabeza de Lea y la miró.
A la chica no le pasaron desapercibidas las cicatrices que vio en sus
hombros, brazos, pecho y vientre. Y estaba segura de que sería lo mismo en su
espalda. Le habría gustado preguntarle, pero algo en la mirada fría de Bruce le
pedía que no lo hiciera.
—Eres preciosa.
Bruce descendió hasta tener la boca de ella a su alcance y le lamió los
labios.
—He deseado un millón de veces besarte.
Lea seguía mirándolo, ruborizada. Se preguntó si las cosas que le decía
se las diría a todas las mujeres, o serían especialmente para ella.
Bruce la besó en la comisura de los labios, le mordisqueó la barbilla y
fue bajando por el cuello dándole pequeños besos hasta el escote.
Lea no podía dejar de pensar en esos labios deslizándose por su piel. En
el sabor de su boca. Y en el olor que le resultaba completamente irresistible.
Le había gustado que la besara, todas las veces que lo había hecho. ¿Por qué
no he sentido algo igual con los otros hombres con los que he estado?, se
preguntó. Porque eran unos ineptos, como le había dicho Bruce. Desde luego,
él tenía poco de inepto. Al menos besando.
Bruce volvió a su boca y la besó. Estaba devorándola literalmente y Lea
se sentía morir de placer. Si con un único beso hacía que se sintiera tan bien,
ahora comprendía por qué las mujeres perdían el sentido bajo las manos
expertas de los hombres. Y Bruce, sin duda, era uno de ellos.
Bruce sabía que esa chica no tenía mucha experiencia besando, pero sin
duda aprendía rápido. Menudos inútiles habían sido los que habían estado con
ella, que no le habían enseñado, ni siquiera, lo más simple del juego sexual.
Se apartó de esa boca que lo volvía loco. Se incorporó y empezó a acariciar
sus pechos con suavidad pasando ligeramente las yemas de los dedos sobre
ellos y los pezones. Lea lo miró con los ojos muy abiertos. Bruce bajó la
cabeza y lamió uno de los pezones mientras acariciaba el otro. Luego se lo
metió en la boca y lo chupó.
La piel de Lea ardía con el contacto de la boca de Bruce. Y la sangre
comenzó a correr por sus venas y a palpitar con violencia. Lea gemía
retorciéndose debajo de él sin saber lo que le sucedía.
Bruce volvió a subir a sus labios y se coló entre ellos, provocándola y
tentándola con roces lentos. Hasta que ella le rodeó el cuello atrayéndolo
hacia abajo. Él profirió un gruñido y se apoderó de su boca con un beso tan
caliente que la chica se olvidó de todo. Sentía un calor insoportable en su
interior, como si su cuerpo estuviera en llamas. Sentía el torso de Bruce
pegado a ella y era tan delicioso tenerle allí… A él, el corazón también le
palpitaba desenfrenado, ella podía sentir los latidos agitados sobre su propio
pecho.
Bruce deslizó una de sus manos hacia el costado de Lea acariciándola
con delicadeza. La metió dentro del pantalón para acariciarle la cadera. Lea se
sintió maravillada por todas las sensaciones desconocidas que estaba
experimentando. La mano de Bruce subía y bajaba desde la cadera por el
costado, mientras su lengua jugaba con sus pezones. Y se sintió desbordada.
—Es hora de desnudarte —dijo él incorporándose.
Bruce le bajó el pantalón y se lo sacó por los pies. Deslizó la mirada por
ese cuerpo que lo había dejado aturdido y luego la subió para encontrarse con
los ojos de ella.
—No sabes las veces que he imaginado acariciar estas piernas —dijo él
deslizando las yemas de los dedos desde el pie hasta el muslo de una de ellas
—. Tienes un cuerpo espectacular. ¿Quieres que termine rápido?
Lea no quería que esa noche acabara nunca y se limitó a negar con la
cabeza.
Bruce la miraba. Estaba sobre la cama, completamente desnuda y el pelo
extendido sobre la almohada. Esa mujer era puro pecado. Deseaba abrirle las
piernas y hacerla suya. Pero se esforzó por apartar esa idea de su mente.
Estaba confuso. Extrañas emociones aparecían en su cabeza.
Bruce se echó a su lado y empezó a acariciarla por todas partes. La
tocaba con suavidad, como si fuera su primera mujer. Tenía que relajarse
porque estaba demasiado excitado.
Las sensaciones de Lea flotaban a su alrededor y penetraban en ella
haciendo que su sangre hirviera, mientras el placer la iba invadiendo. Supo
que esa era la sensación que siempre había esperado al estar con un hombre.
Era algo intenso, como si estuviera soñando y no quisiera despertar.
El cuerpo de Bruce no dejaba de exigirle atención. Le costaba mantener
su erección a raya, pero consiguió que su autocontrol se mantuviera firme.
—Abre las piernas, cielo —dijo mordiéndole levemente el pezón, lo que
hizo que Lea se arqueara buscando la boca de él.
Lea abrió las piernas. Se sintió un poco cohibida al principio, pero sabía
que no volvería a tener otra oportunidad de estar con él. Y se entregó para
aceptar todo lo que él quisiera darle.
Bruce empezó a acariciarle el vello del pubis, perfectamente depilado
para exhibir biquinis descarados, como mostraban las marcas del sol. Sus
dedos se deslizaron para encontrar el clítoris, que acarició rodeándolo con las
yemas de los dedos. Lea elevó las caderas como si la hubiera impulsado un
muelle. La acarició entre los pliegues haciéndola gemir. Cuando introdujo un
dedo en su interior, Lea dio un grito y él volvió a llevar la boca a uno de sus
pezones para chuparlo.
Lea llevó una mano al pelo de él y lo sujetó para que no apartara la boca
de ella, y con la otra mano aferraba fuertemente la sábana. Bruce entraba y
salía de su interior sin desatender sus pechos.
El aroma de Lea, el calor que emanaba de su piel, la forma en que se
estremecía su cuerpo… ¡Dios mío!, se dijo Bruce. Lo quería todo de esa
chica. Sacó el dedo de su interior y metió dos, y empezó a moverlos
rítmicamente.
Lea cerró los ojos. Bruce pasaba el pulgar por el clítoris mientras la
penetraba con los dedos, sin darle tregua. Cada movimiento que hacía con su
mano estimulaba una zona interior que la volvía loca. Estaba aturdida y
desconcertada.
—Bruce, Bruce… —dijo con la respiración entrecortada.
—Sí, cielo, sé lo que sientes. Déjate llevar. Córrete para mí.
Lea tenía extrañas sensaciones. Sentía un calor abrasador. De pronto se
convulsionó y algo explotó dentro de ella.
—Bruce. Dios mío, Bruce —dijo sollozando.
Él sacó los dedos de su interior y se echó sobre ella para besarla
dulcemente. Su polla reposaba sobre el sexo de Lea y su tamaño aumentó de
forma instantánea.
Lea se sintió débil, temblorosa y devastada, pero al mismo tiempo
satisfecha.
—Fría y frígida —dijo Bruce incorporándose un poco para mirarla
sonriendo—. Te dije que alguna vez te demostraría que estabas equivocada.
—Esa fue la dedicatoria que me escribiste en una de tus novelas.
Gracias.
—Ha sido un placer. No sabes cuánto me gustaría follarte.
La suavidad de la voz de Bruce había desaparecido. Ahora su tono era
áspero. Había una química sexual entre ellos tan intensa que a Lea le costaba
respirar. De pronto tuvo miedo de que todo hubiera acabado.
—¿Qué te lo impide?
—Mi conciencia.
—¿Puedo tocarte?
Bruce sintió un escalofrío por todo el cuerpo que le bajó hasta centrarse
en su más que evidente erección, aumentando su tamaño. Levantó el rostro
para estar frente a ella. A Lea le ardían las mejillas y Bruce se lanzó de nuevo
a su boca. Y Lea correspondió al beso con el mismo ardor que él.
—Adelante —dijo sentándose a horcajadas sobre ella—, pero el
pantalón se queda donde está.
La chica lo miró sonriendo. El torso de Bruce estaba salpicado de un
suave y ligero vello oscuro y sólo con mirarlo la hizo gemir. Pasó las manos
sobre su piel. Su torso, sus brazos y su abdomen eran duros y fibrosos, sin un
gramo de grasa. Su cuerpo era perfecto.
—Me gusta tu cuerpo. ¿Ya has terminado?
—Creo que voy a hacer que te corras de nuevo, para que no haya
confusiones. Quiero que estés completamente segura de que tu cuerpo funciona
de puta madre.
Lea lo miró a los ojos. El diablo seguro que tenía unos ojos como esos,
conocedores, audaces y muy sensuales.
Bruce volvió a besarla, saboreándola a conciencia y haciendo que se
estremeciera. Su boca sabía a vodka y a… algo íntimo que la atraía.
Bruce dejó de besarla y deslizó la boca por sus hombros y fue bajando
por sus brazos, acariciándola con la lengua. Luego fue directo hacia sus
pechos para juguetear con sus pezones haciéndola enloquecer. Ella comenzó a
gemir y pronto sus gemidos se convirtieron en sollozos. Bruce seguía lamiendo
sus pechos. Atrapó un pezón entre los dientes y tiró de él, lo que provocó que
algo recorriera a Lea por todas sus terminaciones nerviosas.
Bruce bajó una de sus manos a su entrepierna para acariciarle el clítoris
y Lea se retorcía de placer debajo de él.
—Flexiona las piernas, cielo. Y ábrelas para mí.
Lea respiró profundamente y abrió las piernas. Bruce bajó hasta sus pies
y fue subiendo lentamente por una de sus piernas acariciándola con los labios
y la lengua. Luego subió por el muslo.
—Me encantan tus piernas. He soñado con ellas en más de una ocasión.
Bruce besó la parte interna de sus muslos y Lea se tensó. Él le separó las
piernas un poco más. Lea estaba totalmente expuesta ante él y por un momento
vaciló. Pero Bruce colocó las manos en sus caderas, sujetándola, y se inclinó
para saborearla. Y Lea soltó un grito.
Bruce la torturaba con la lengua de manera deliciosa y con una destreza
absoluta que la iba conduciendo irremediablemente a lo más alto. Estaba
desesperada. Quería más, y no dudó en colocar las manos en la cabeza de él
para que no se detuviera, al mismo tiempo que levantaba las caderas para
acercarse más a Bruce.
Él la sujetaba fuertemente. La oía gemir y pronunciar su nombre entre
jadeos, lo que no ayudaba para mantener a raya su autocontrol. Lea se
arqueaba sin ninguna vergüenza y se aferraba al pelo de él pidiéndole más.
El latigazo de lujuria que sintió Bruce fue brutal. Esa chica era como una
poderosa tormenta que lo golpeaba por todas partes. De vez en cuando se
detenía y pasaba a besarla en el vientre o los muslos. Sabía que no volvería a
estar con ella y no quería que se corriera tan pronto. Quería tenerla con él toda
la noche.
El cuerpo de Bruce latía con una necesidad amenazante. Necesitaba
hundirse en su interior. El deseo que sentía por esa chica lo estaba devastando.
Quería colocar su polla en su abertura y que ella lo rodeara con las piernas y
lo apretara para que se metiera en lo más profundo de su ser. Quería sentir el
calor de su interior.
Cuando volvió al clítoris, Lea estaba temblando de desesperación,
necesitaba que él la llevara hasta el final. El deseo le corría por las venas a
cien por hora. Bruce sentía su deseo y quería que sintiera el placer más grande
de su vida, con él.
Lea estaba tan pendiente de las sensaciones que experimentaba bajo la
boca de Bruce, que lo que se desató en su interior, la cogió totalmente
desprevenida. Con las primeras sacudidas del orgasmo, casi perdió el sentido.
Estaba desesperada. Cogía a Bruce de la cabeza apretándola contra su sexo.
Hasta que el corazón le estalló dentro del pecho y casi no podía respirar.
Bruce no podía creer lo apasionada que era esa chica. Era puro fuego. Un
fuego al que se entregaba por completo. El mismo fuego que él sentía por ella
en ese momento.
De pronto todo se desvaneció y Lea alcanzó un orgasmo demoledor
mientras gritaba el nombre de él una y otra vez.
Bruce se incorporó y se puso de rodillas. Le bajó las piernas y luego se
colocó sobre ella, apoyándose en los antebrazos para no aplastarla. La besó
de nuevo y ella le rodeó el cuello con sus brazos para acercarlo más.
El corazón todavía le retumbaba en el pecho. Le temblaba todo el cuerpo,
y estaba segura de que sus mejillas estarían tan rojas como las amapolas,
porque sentía un calor abrasador.
Bruce dejó de besarla y escondió el rostro en el cuello de ella aspirando
su olor, para no olvidarlo.
Lea jamás habría podido imaginar que se pudieran sentir tantas cosas a la
vez. Cosas que no se podían controlar. En muchos momentos había pensado
que su corazón iba a estallar.
Los dos estaban en silencio. Bruce intentó incorporarse porque la estaría
aplastando con su peso, pero ella se lo impidió abrazándolo más fuerte.
—¿Estás llorando? —dijo él al sentir los sollozos.
—Dame un minuto, por favor.
La intimidad que había entre ellos en ese momento robaba el alma.
Ambos estaban confusos. Sabían que tenían que separarse, que todo había
terminado, pero ninguno de los dos daba el primer paso.
—¿Por qué has llorado? —le preguntó él al oído.
—Desde que perdí mi virginidad he deseado saber lo que era que el
deseo corriera por mis venas de manera desenfrenada. Y ahora lo sé. Jamás
podré agradecértelo lo suficiente.
—Cariño, te aseguro que ha sido un verdadero placer ayudarte a
descubrirlo. Y si no hubiera sido conmigo, habría sido con otro.
—Debería devolverte lo que has hecho por mí. Me siento como si me
hubiera aprovechado de ti. No tengo inconveniente en que termines lo que has
empezado, pero si no quieres penetrarme, puedo hacer que te corras con la
boca. Nunca lo he hecho, pero lo he visto en las películas porno —dijo ella
sonriendo.
—Lea, no he hecho esto para satisfacerte y que tú lo hagas conmigo.
Entre nosotros no hay ni habrá nada, nunca. Lo he hecho como un favor. Te ha
quedado claro, ¿verdad?
Lo que podía haber sido lo más maravilloso y alucinante de su vida, de
pronto a Lea le pareció lo más degradante que había hecho.
—Sí, me ha quedado muy claro. ¿Puedes levantarte por favor?
Él se echó a un lado de la cama y Lea se levantó.
—Estoy pensando que ahora estoy en deuda contigo y no me gusta deber
nada. Podría pagarte de una forma lo que has hecho por mí —dijo recogiendo
el pijama del suelo y poniéndose el pantalón—. No tiene nada que ver con el
sexo. Has dejado claro que no hay ni habrá nada entre nosotros, y estoy
completamente de acuerdo contigo. De hecho, me alegro de que no hayas
querido follarme. Pero puedo ayudarte a hacer algo que has dicho que nunca
has hecho. Puedo dormir contigo esta noche.
—¿Has olvidado que también te he dicho que nunca dormiré con nadie?
Y menos aún contigo.
—Bien. Te debo una —dijo ella con un nudo en la garganta por sus
palabras y dirigiéndose a la puerta—. Buenas noches.
—Buenas noches.
Bruce cerró los ojos. Recordó lo que había sentido al besarla, al
acariciarla, al saborearla… Se dio cuenta de que la sangre seguía ardiendo en
sus venas. Era un hombre experimentado. Había estado con muchas mujeres y
conocía todas las sensaciones que se podían sentir con ellas. Y estaba
confundido, porque con Lea no había reconocido ninguna de ellas. No habían
llegado hasta el final, pero sabía que con ella eso también sería diferente. No
le gustaba sentir cosas nuevas y con esa chica, ninguna de las emociones que
había sentido le eran familiares. De pronto se sintió aterrorizado. Sí, sabía que
ella le gustaba, pero pensaba que era atracción física. ¡Qué equivocado
estaba! Esa pelirroja, con ese coeficiente intelectual tan alto y que se había
mostrado completamente desinhibida con él, se le había metido bajo la piel.
Lo había escandalizado al ver lo apasionada que se mostraba. ¡Dios! Cuánto
había deseado hacerla suya. Y ahora se maldecía por no haberlo hecho.

Lea se levantó poco antes del amanecer, se puso la ropa de correr y bajó
con Lys. Al salir a la calle se estremeció por la gélida brisa.
—Vamos, Lisie, empecemos a correr o nos congelaremos —dijo mientras
hacía estiramientos.
Lea sabía que había cometido un error, porque al estar con Bruce la
noche anterior, se había dado cuenta de que lo que sentía por él se había
incrementado. Y ahora sería mucho más duro verle cada día y no poder
besarlo ni acariciarlo. Tenía que pensar que había sido una aventura de una
noche, sin futuro ni opción a repetir. Además, no entendía por qué no quiso
hacerle el amor. Tal vez él no quería llegar tan lejos porque no se sentía
atraído por ella. Bien, era consciente de lo que habían hecho. De lo que ella le
había pedido que le hiciera. Y le estaba agradecida. Pero ahora tenía que
relegarlo a un rincón de su mente y cerrarlo bajo llave, para no volver a
pensar en ello.
Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Se sentía avergonzada por la
debilidad que sentía y por la forma en que él conseguía tentarla. Debatiéndose
con sus sentimientos decidió que las cosas tenían que seguir como antes de que
ocurriera, y ella iba a encargarse de ello.
Cuando volvió a casa fue directamente a ducharse. Salió del baño
envuelta en una toalla y otra en el pelo. Y al abrir se encontró a su jefe frente a
ella, con pijama.
—Hola, Bruce.
—Hola. ¿Por qué te has levantado tan temprano?
—Siempre me levanto al amanecer para ir a correr. Lys ha venido
conmigo —dijo mientras caminaba hacia su cuarto—. En secarme el pelo y
vestirme bajaré a preparar el desayuno.
—Vale —dijo sin apartar la mirada de ella, hasta que la puerta de Lea se
cerró.

—Siéntate, el desayuno está listo —dijo al verlo aparecer en la cocina.


—¿Qué vas a hacer esta mañana? —dijo él sentándose.
—Voy a dar un repaso a la casa. Luego comprobaré que todo está bien en
el invernadero. Y a continuación daré una vuelta por las cabañas a ver si todo
está en orden. Esta tarde iré a la oficina a contestar algunos emails que se han
recibido pidiendo reservas. ¿Qué harás tú?
—Trabajaré un rato. ¿Cuándo vuelve Rex?
—Mañana a primera hora. Ya te queda menos para soportarme.
—No ha sido tan duro como pensaba.
Sonó el teléfono de Bruce.
—Hola Viv.
—Hola, Bruce, ¿qué haces?
—Desayunando con Lea.
—¿Con Lea, tu asistente?
—¿Conoces a muchas que se llamen Lea?
—¿Te has acostado con ella?
—¿Estás loca? ¿Cómo se te ocurre una estupidez como esa? Rex ha ido a
pasar el fin de semana con Nicole y me pidieron que me quedara con ella.
—¿Estás haciendo de niñera de Lea?
—Sí, y creeme, es lo último que hubiera deseado.
Lea siguió desayunando, aunque podía oír perfectamente la conversación,
y las palabras de él se le clavaron en el corazón.
—¿Puedes pasarle el teléfono?
—Claro —dijo dándoselo.
—Hola, Viv.
—¿Por qué no viniste a pasar el fin de semana conmigo?
—Rex me dejó a cargo de las cabañas y el invernadero. Y mi madre y
Rex querían que hubiera un hombre aquí.
—¿Cómo se ha portado tu jefe?
—La mitad del tiempo ejerciendo de cabrón arrogante, pero la otra mitad
ha sido encantador. Una cosa compensa la otra.
—Iba a llamarte ahora por si querías salir esta noche. Conocimos a unos
chicos la semana pasada y nos han invitado a cenar y a bailar. El caso es que
se van a traer a un amigo y nos falta una chica. ¿Te apuntas?
—Sí.
—¿Quedamos en mi casa?
—Mejor me recoges tú. Por la expresión de la cara de mi jefe, no parece
que esté de acuerdo en que conduzca siete kilómetros sola. Luego me traes, o
ya me traerá ese chico que me toca de pareja.
—Lo cierto es que de chicos tienen poco. Rondan los treinta.
—Mucho mejor. Las experiencias que he tenido con chicos dejaron
mucho que desear.
—Vale, te recogeré a las ocho.
—Estaré lista. Hasta luego.
—¿Quién te ha dado permiso para salir?
—Yo no necesito permiso. Soy mayor de edad. Además, van a venir a
recogerme y me traerán a casa. No estaré sola ni un momento.
Bruce no pudo rebatir sus palabras, así que no dijo nada más.

Bruce pasó toda la mañana trabajando, o al menos intentándolo. Estaba


de muy mal humor, porque le molestaba que Lea saliera esa noche. ¿Por qué le
importaba algo así? Hizo un descanso para comer.
—Todo está buenísimo —dijo Bruce cuando probó el lomo asado y las
patatas salteadas con mantequilla, ajo y eneldo.
—Gracias.
—Si querías salir podías habérmelo dicho.
—¿Para salir juntos? —preguntó ella sonriendo.
—¿Por qué no? Anoche salimos a cenar.
—Ya nos hemos visto bastante durante el fin de semana, ¿no crees?
—Vivien ha dicho que los hombres con los que vais a salir son mayores.
—¿Y?
—Los hombres de esa edad no son como los chicos con los que saliste.
—Eso espero. Bruce, ya me has demostrado lo que soy capaz de sentir
con un hombre. Tu misión acabó anoche. A partir de aquí es asunto mío.
Recogieron la cocina entre los dos y luego Bruce subió a acostarse un
rato. La noche anterior no había pegado ojo pensando en lo sucedido con Lea y
estaba cansado.

Bruce se despertó a las seis y cuarto de la tarde. Lea no estaba en la casa


y la perrita tampoco. Estaba completamente oscuro y no le gustaba que
estuvieran fuera. Y como siempre, no había ninguna nota a la vista. Recordó
que comiendo le había dicho que iría a la oficina de Rex y fue hacia allí. La
puerta no estaba cerrada con llave y entró.
Lea levantó la mirada. Al verlo, los pensamientos que había apartado en
un rincón de su cerebro, volvieron de pronto a su mente para torturarla.
—No deberías estar aquí sola. Es peligroso.
—No estoy sola, ahora tú estás conmigo —dijo ella sin mirarlo.
—Eso es todavía peor.
—¿Otra vez flirteando? Aunque te parezca divertido, no pierdas el
tiempo conmigo.
—¿Ha habido alguna reserva? —preguntó todavía sonriendo.
—Ya no hay nada libre hasta final de mes.
—Rex nunca ha tenido las cabañas ocupadas en invierno.
—Antes no me tenía a mí —dijo mirándolo y sonriendo.
Lea lo miró de nuevo y sintió un torbellino de emociones que la
invadieron: temor a perderlo, excitación y un estremecimiento que la perturbó.
Había despertado al placer y eso era más fuerte que la voluntad. Sintió un
calor en su interior, algo que necesitaba ser saciado.
—Ya he terminado. Voy a casa a arreglarme.
—¿Por qué no llamas a Viv y le dices que lo has pensado mejor y que no
te apetece salir? —dijo Bruce mientras caminaban hacia la casa.
—¿Por qué iba a hacer algo así?
—Podemos salir tú y yo a cenar y luego ir a tomar una copa. O si no
quieres salir, podemos pedir que nos traigan algo a casa.
—Bruce, ayer dejaste muy claro la relación que hay y habrá entre tú y yo.
Y te dije que estaba de acuerdo. Eres mi jefe y eso no cambiará. No quiero
salir contigo. Sabes, no quisiste terminar lo que empezaste conmigo, y lo
entiendo. Pero ahora que has despertado en mí el deseo, necesito llegar hasta
el final para comprobar lo que se siente.
Lea se marchó a las ocho. Bruce pensó en llamar a alguna mujer para
salir. Pero desechó la idea. ¿Para que quería salir con una mujer si iba a
imaginar que estaba con Lea? Luego pensó en llamar a Hardy y tampoco lo
hizo. Al final se preparó un sándwich y vio un partido de fútbol en la
televisión. Y cuando finalizó fue al comedor y se centró en el trabajo. O al
menos lo intentó.
Se sentía aterrado al pensar que alguien, que no fuese él, le pusiera las
manos encima a Lea. ¡Dios! Tenía que quitarse a esa chica de la cabeza.
Estaba asustado porque sentía cosas por ella que no sabía como gestionar.
¡Joder! La deseaba. La deseaba mucho más allá de la razón y el sentido
común.
Bruce pensó de nuevo en ella. Tenía unas piernas increíbles. Bueno, en
realidad, todo su cuerpo era increíble. Estaba bien torneado, con músculos
suaves, pero definidos. Tenía unos hombros preciosos, al igual que su cuello,
largo y esbelto. Y sus muslos eran una maravilla. Una maravilla que sin duda
ese tío acariciaría esa noche. ¡Dios bendito! La deseaba más allá de la
decencia.

Eran las dos y media de la mañana cuando Bruce vio el resplandor de las
luces de un coche. Apagó la luz y miró por la ventana. El hombre le abrió la
puerta a Lea y la besó apoyándola en el vehículo. Bruce no lo pudo soportar y
salió al porche.
—¿Quién es ese? —preguntó el acompañante de Lea mientras caminaban
hacia la casa.
—Mi niñera.
—En ese caso me marcho. Te llamaré.
—Vale.
El hombre subió al coche y se marchó. Lea tropezó al subir los peldaños,
pero Bruce ni se inmutó. Ella entró en la casa y él cerró la puerta.
—Te dije que no volvieras después de la una y media.
—Eso te confirmará que acatar órdenes no es lo mío.
—Y además de no haber obedecido, llegas borracha.
—No estoy borracha. No he bebido mucho, es que no estoy
acostumbrada.
Lea tropezó de nuevo mientras se dirigía a la escalera.
—¿No estás borracha?
—La culpa es de los zapatos, son demasiado altos y no controlo mis
pasos —dijo mirándolo con una sonrisa divertida.
Se quitó los zapatos con ayuda de los pies. Eso hizo que se tambaleara, y
no cayó al suelo porque Bruce la sujetó.
—Pensaba que no te gustaban los hombres mayores.
—He cambiado de opinión —dijo subiendo la escalera.
—¿Te has acostado con él?
—Todavía no. No quería parecer ansiosa en la primera cita. Pero me ha
besado, varias veces.
—¿Te ha gustado?
—No besa como tú.
—¿Qué significa eso?
—No sé, ha sido diferente. Supongo que cada hombre tendrá su estilo.
Pero me ha gustado. ¿Por qué me has esperado levantado?
—No te he esperado, estaba trabajando.
—Pues no lo demores por mí. Buenas noches —dijo entrando en su
dormitorio seguida de la perrita.

Cuando Lea volvió de correr la mañana siguiente, el coche de Rex estaba


en la puerta. Entró rápidamente en la casa. Rex estaba en la cocina tomando
café.
—¡Hola! —dijo abrazándolo.
—Hola, pequeña. Te he echado de menos.
—Y yo a ti. ¿Mi madre está bien?
—Sí, te envía besos. Vendrá el próximo fin de semana.
—Estupendo. ¿Lo has pasado bien?
—Ha sido un fin de semana inolvidable. ¿Dónde está Bruce?
—Supongo que durmiendo. Anoche se quedó trabajando. Voy a ducharme
y desayunamos.
—Vale.
Lea bajó poco después. Preparó el desayuno y se sentaron a la mesa.
—¿Ha habido algún problema?
—No, todo está bajo control. Tienes todas las cabañas reservadas hasta
final de mes.
—Vaya. Eres genial. Le he dicho a tu madre que la quiero y ella me ha
dicho que siente lo mismo por mí.
—Eso es fantástico. ¿Entonces, montará aquí su negocio?
—Respecto a eso, creo que ha cambiado de opinión. Dice que se había
decidido por ese negocio porque iba a quedarse sola.
—Pero ahora estarás tú en su vida —dijo Lea.
—Eso me ha dado a entender.
—Mi madre ha sido feliz siendo ama de casa, cuidando de mi padre y de
nosotros.
—Eso mismo me ha dicho. Le dije que si quería distraerse podía echarme
una mano en la oficina a ratos, ya sabes, con las reservas, atendiendo las
quejas de los clientes, el teléfono... O ayudándome con algunas cosas de las
cabañas. Y parece ilusionada con ello.
—Me alegro muchísimo. Yo creo que sería completamente feliz cuidando
de la casa, de ti y del invernadero.

Bruce entró en su casa a las once de la mañana y Lys corrió a la puerta a


saludarlo.
—Buenos días.
—Hola, Bruce. ¿Has comido el desayuno que te dejé preparado?
—Sí, gracias. Y he leído tu nota. No te has molestado en escribir una nota
en todo el fin de semana, que era cuando la necesitaba, pero gracias por
decirme que te habías traído a Lys. ¿Has cogido el correo?
—Sí. No había nada importante.
—¿Tienes trabajo que hacer?
—No. Pero he pensado hacer una copia de tu novela. Me dijiste que
guardabas copias de todas.
—En realidad, es Edward quien se ha ocupado siempre de enviármelas.
—Lo sé, he hablado con él esta mañana. Le he dicho que yo me
encargaría a partir de ahora.
—Bien.
—Como tenemos las fotos de las portadas que nos envió Matt, he
pensado añadirlas a las copias que tienes de cada novela. Iba a ponerme ahora
con ellas. En un rato las tendré terminadas.
—Qué rapidez.
—Al no estar interesado en los adelantos tecnológicos, te estás perdiendo
muchas cosas interesantes. Bueno, no podemos olvidar que tienes un móvil de
última generación con cinco contactos en él —dijo sonriendo.
—Hacía tiempo que no aparecía tu sarcasmo. Ya empezaba a echarlo de
menos. Cuando veas que te aburres házmelo saber y pensaré en algo para
distraerte —dijo mirándola y viendo como se sonrojaba. Bruce no pudo menos
que sonreír.
Lea se levantó de su silla a la una.
—Bueno, me marcho. Volveré en una hora.
—De acuerdo.
Después de coger las cosas de su habitación, Lea se asomó al despacho.
—¿Qué vas a comer?
—Llamaré para que me traigan una pizza o cualquier otra cosa.
—Si quieres puedes venir a comer con nosotros.
—Estupendo —dijo levantándose—. Gracias.
—Pero no te acostumbres, yo no soy mi madre.
Lea le dijo que no hacía falta que sacara el coche, que irían con el suyo.
—¿Qué te parecería si te aumentara el sueldo digamos… quinientos
dólares al mes a cambio de que me prepararas la comida?
Lea lo miró extrañada.
—No me refiero a ir a comer a tu casa, sino que tú la traigas a la mía.
—Quinientos al mes. Poniendo yo los ingredientes, el gas, el desgaste de
utensilios, el tiempo empleado y mi trabajo. No es mucho que digamos.
Bruce sonrió.
—Bien, veamos. El cincuenta o el sesenta por cien de los ingredientes
corren a cargo de Rex, porque tiene el invernadero. Al igual que el gas y el
desgaste de utensilios. En cuanto al tiempo que emplearías y a tu trabajo, será
el mismo porque cocinarás de todas formas para vosotros. ¿No crees que
quinientos es más que suficiente?
—Eres muy listo. Vale, lo consultaré con Rex esta noche y te contestaré
mañana. No puedo creer que mi jefe me esté pidiendo que cocine para él.
—No te lo estoy pidiendo. Es una negociación.
Capítulo 14
Cuando Lea terminó de cenar buscó el móvil en el bolso para llamar a su
madre, pero no lo encontró y entonces recordó que lo había olvidado en casa
de Bruce. Subió a ponerse un vaquero y un suéter y bajó a la cocina. Le
escribió una nota a Rex para que no se preocupara, en caso de que volviera
antes que ella y salió de casa.
Subió al coche y abandonó la propiedad. Poco antes de llegar a la
entrada del camino de Bruce vio un coche a un lado escondido entre los
árboles. Pasó de largo sin entrar en la finca de su jefe, detuvo el coche un
poco más adelante y bajó. La casa no se veía desde la carretera, así que se
adentró entre los árboles hasta que pudo verla con claridad. Bruce le había
dicho que esa noche se quedaría a trabajar y le extrañó que la planta baja
estuviera a oscuras, al igual que el porche. La luz del dormitorio de su jefe
estaba encendida y vio dos siluetas a través de las ventanas. Tuvo un mal
presentimiento. Volvió al coche y condujo entre los árboles hasta detenerlo a
un lado de la casa. Sacó la pistola del bolso y se la puso en la espalda, en la
cinturilla del pantalón. Luego cogió el cuchillo que siempre tenía debajo de su
asiento y lo metió en su bota derecha. Guardó las llaves de la casa en el
bolsillo.
—Por favor, Señor, que Bruce esté bien —dijo antes de bajar del coche.
Se sacó la chaqueta, no quería que nada la molestase. Caminó hasta la
casa y miró desde la esquina hacia la puerta principal. Por suerte había luna
llena y veía suficiente. Vio algo en el suelo frente a los escalones del porche.
El corazón le dio un vuelco al pensar que podría ser Bruce. Pero a medida que
se iba acercando, prestando atención a cualquier ruido, vio que era más
pequeño que una persona y respiró aliviada. Se acercó más, y cuando
reconoció a Lys empezó a preocuparse seriamente. Se arrodilló en el suelo a
su lado. La perrita estaba mojada, y por el olor supo que era sangre, pero
todavía respiraba. La cogió en brazos y caminó hasta el coche. La dejó en el
suelo y sacó una manta del maletero. La envolvió y la acostó en el asiento
trasero.
—Lo siento, cariño. Antes de llevarte al veterinario tengo que ver como
está Bruce. La tapó bien y cerró la puerta sin hacer ruido—. Por favor, que él
esté bien —dijo en voz baja mientras se limpiaba las manos en el suéter,
porque las tenía llenas de sangre
Dio la vuelta a la casa y abrió la puerta trasera despacio. Entró y la dejó
entornada. Se dirigió a la escalera. ¡Dios mío!, se dijo al oír tres voces
desconocidas. De pronto sintió pánico porque no sabía si esos hombres irían
armados. Empezó a subir la escalera pegada a la pared y llegó a la puerta de
la habitación de su jefe, de donde provenían las voces. Sabía que era un riesgo
muy grande entrar. Y entonces pensó que tal vez esa sería su última noche.
Pero si era así, seguramente también sería la última para Bruce. Oyó golpes, y
a Rayner maldiciendo, y entonces dio gracias porque él estuviera vivo.
Respiró hondo y abrió la puerta. Todas las miradas se dirigieron a ella.
—Lea, vete, rápido —dijo Bruce. Pero ella no se movió.
—Vaya, vaya, vaya. ¿A quién tenemos aquí? —dijo el hombre que estaba
junto a Bruce.
Lea miró a su jefe. Estaba sentado en una silla con los pies atados a las
patas y las manos a la espalda, suponía que también atadas. Tenía golpes en la
cara. Un ojo estaba completamente cerrado por la hinchazón y el otro a
medias. Tenía un corte en la ceja que sangraba sin cesar y el labio partido. Sus
miradas se encontraron. Uno de los hombres la empujó para que se adentrara
en la habitación y cerró la puerta.
—¿Quién eres? —preguntó el que estaba al lado de Bruce, que parecía
ser el jefe.
—Trabajo para el señor Rayner.
—¿Eres su puta?
—¡No le hables así! —dijo Bruce. Eso le costó otro golpe en las
costillas con el bate de béisbol.
—¡No le pegues! —dijo ella—. Está atado. ¿Cómo eres tan cobarde?
—Sí, está atado como un perro, como lo que ha sido siempre. ¿Eres la
puta que se está beneficiando ahora?
—¿Crees que iba a acostarme con él? Soy su asistente.
—¿No te acuestas con él?
—¡Por supuesto que no! Más quisiera él.
—¿Estás herida? —preguntó Bruce.
—No, es sangre de la perrita. La han apuñalado. ¿Por qué lo habéis
hecho?
—Se lanzó sobre nosotros como una posesa. Dejémonos de cháchara.
Sabemos que te marchas cada día a las cinco. ¿Por qué has vuelto? ¿Querías
hacer horas extras... con tu jefe?
—He olvidado mi móvil.
—Pues me alegro de que hayas venido. Vamos a divertirnos un poco.
—¡Ni se os ocurra tocarla! —gritó Bruce.
—Vaya, parece que a ti sí que te importa la pelirroja. No vamos a hacerle
daño..., de momento. Voy a decirte lo que va a pasar, para que estés tranquilo.
Uno de mis amigos la va a desnudar y va a follarla. ¿Quién de los dos quiere
empezar?
—Lo haré yo. Quiero ser el primero. Seguro que es virgen.
—¡Si la tocáis os mataré!
—¿Tú? ¿Crees que estás en condiciones?
—Puede que no sea hoy, pero te aseguro que acabaré con quien le haga
daño.
—¿Eres virgen, muñeca? —preguntó uno de los hombres acercándose a
ella y cogiéndole los pechos.
—¡No la toques, hijo de puta!
El hombre que había al lado de Bruce le dio un puñetazo en la mandíbula.
—Seguiré explicándote lo que va a suceder, Rayner. Después de que Bill
se la folle, lo hará Harry. Y luego me hará a mí una mamada y me correré en su
boca. Y para terminar, me la follaré por el culo. Así quedará satisfecha por
todas partes.
Lea miró a Bruce y vio que le resbalaban las lágrimas por las mejillas de
la impotencia.
El hombre que estaba tocándole los pechos a Lea le metió las manos por
debajo del jersey para acariciarla. Ella le dio un rodillazo con todas sus
fuerzas en la entrepierna y el hombre cayó de rodillas.
—¡Zorra! —dijo maldiciéndola.
—¿Crees que iba a dejar que un cerdo como tú me tocara? —dijo
cogiéndole del pelo con una mano y dándole un puñetazo en la cara con la
otra.
El hombre intentó cogerla y ella dio un paso atrás. Cogió impulso y le dio
una patada en la cabeza. El hombre se desplomó en el suelo.
—¡Coge a la puta esa! ¡Maldita zorra! —dijo, aturdido en el suelo, a su
amigo.
Bruce estaba horrorizado. Sabía que después de eso la matarían. Y ella
parecía tan tranquila. ¿Por qué no intentaba huir? Bruce la miró fijamente. La
chica no mostraba ninguna emoción en el rostro. Había desaparecido la
dulzura que había siempre en su expresión. Los ojos le brillaban de furia.
Seguramente había un motivo especial para no enseñar a una mujer a luchar. Y
era que a veces se cabreaban.
—Vaya, qué blandengue eres, Bill. Pensé que tenías más huevos. Aunque
esta cría te los ha puesto de corbata —dijo el hombre que estaba detrás de
Lea.
—Desde luego tu puta tiene cojones —dijo el jefe—. Empieza tú con
ella, Harry. No tenemos toda la noche y me muero por probarla. Hay que
reconocer, Rayner, que tienes buen gusto para las mujeres. Siempre has
conseguido a las mejores, incluso en el instituto, a pesar de que eras un mierda
muerto de hambre. Esta tía es la hostia. Es guapa, tiene un cuerpazo y mal
genio. Reúne todo lo que me gusta en una mujer. Es de primera clase. Vamos,
Harry, ponte las pilas. Me muero por tener la polla en su preciosa boca.
El tal Harry se acercó a Lea y la rodeó por detrás con los brazos. Metió
las manos por debajo del jersey y las subió para tocarle los pechos.
—¡Dejadla en paz! ¡Por favor! ¡Os daré lo que me pidáis! No la toquéis
ni le hagáis daño. En la caja fuerte hay una buena cantidad de dinero. Os daré
la combinación. Y puedo daros mucho más. Os daré todo el dinero que tengo.
—Todavía no lo has entendido, ¿verdad? No necesito tu dinero. Lo único
que quiero es acabar lo que no pude hacer en el instituto, porque mi viejo me
habría matado. Pero ahora él está muerto, ya me encargué de ello. Qué lástima,
se quemó la cabaña, con él dentro. Pero antes lo até a un mueble para que no
pudiera salir.
Lea le dio un codazo en el plexo solar con todas fuerzas, antes de que el
hombre le pusiera un dedo en los pechos. Y sin darle tiempo a que
reaccionara, lo pisó fuertemente con el tacón de la bota. Y a continuación echó
la cabeza hacia atrás y le golpeó la cara tan fuerte, que se oyó el crujido del
hueso de la nariz al romperse. Luego se giró hacia él y le dio tal rodillazo en
la entrepierna que el hombre se dobló y cayó de rodillas.
—Lea, cuidado —gritó Bruce.
Ella se giró rápidamente, pero no pudo evitar que el otro hombre le
hiciera un buen corte en el brazo. Lea le dio un puñetazo en el estómago y él la
cogió por el cuello.
—Te voy a matar, puta.
Bruce no se dio cuenta de como ocurrió, pero segundos después, el
hombre estaba en el suelo y Lea a horcajadas sobre él, moliéndolo a palos. El
hombre intentó apuñalarla con el cuchillo que cogió del suelo, pero Lea sacó
el que llevaba en la bota y se lo clavó en el pecho.
—No me lo puedo creer —dijo el que estaba junto a Bruce—. Es una
gata salvaje. Me encanta.
Lea, aprovechando que el jefe hablaba con Bruce, fue hasta la ventana y
cortó la cuerda del riel de la cortina y ató a los dos hombres.
—Rick, llama a una ambulancia, me voy a desangrar.
—Antes tengo que acabar lo que hemos empezado. Sois dos inútiles.
Habéis permitido que una cría os dé una paliza y os ate como si fuerais dos
pollos asados. Está visto que tengo que ocuparme yo de todo.
—Ahora sólo quedamos tú y yo —dijo Lea mirando al hombre.
—Sabes, ahora ya me da igual que el cabrón este vea o no cómo te follo.
Voy a acabar con él ahora mismo —dijo cogiendo el cuchillo que tenía sobre
la mesita y clavándoselo en el hombro a Bruce.
—¡Lea, lárgate!
Ella no le hizo caso. Vio como ese ser despreciable sacaba el cuchillo
del hombro de Bruce.
—Si le rozas de nuevo, eres hombre muerto —dijo la chica.
El hombre la miró riendo.
—Parece que te gusta tu jefe, ¿eh? —dijo levantando de nuevo el cuchillo
para clavárselo en el pecho.
Bruce no lo miraba, tenía la vista clavada en ella.
—Suelta el cuchillo.
—Muñeca, cada vez me gustas más.
Cuando tomó impulso para clavarle a Rayner el cuchillo, Lea le lanzó el
suyo para clavárselo justo en la mano. El hombre soltó un grito y se lanzó para
abalanzarse sobre ella. Y Lea, sin pensárselo dos veces sacó la pistola de su
espalda y le disparó en la frente. El hombre se desplomó en el suelo como un
saco de patatas. Lea guardó la pistola y se acercó a Bruce. Y no pudo
resistirse a abrazarlo, antes de soltarle las manos y los pies.
—No voy a preguntarte cómo estás —dijo ella—. No sabes el miedo que
he pasado.
—Pues no se te notaba.
Lea cogió el teléfono de la mesita de noche y llamó a la policía. Le
dijeron que llegarían en diez minutos. Nada más colgar llamó Rex y después
de que Lea le dijera que Bruce estaba herido y que había dejado la puerta de
atrás entornada, él le dijo que iba para allí.
—Te ayudaré a levantarte.
—No creo que pueda moverme. Creo que tengo bastantes costillas rotas,
además del brazo y los dedos de la mano derecha. No podré trabajar por un
tiempo.
—Podrás pensar en la novela mientras te recuperas —dijo ella
desgarrando la funda de la almohada y doblándola para taponarle la herida del
hombro que no dejaba de sangrar. Luego le limpió la sangre de la ceja.

—Bruce…, ¿qué demonios ha pasado? —preguntó el comisario mirando


a su alrededor—. Ahora suben la camilla para trasladarte al hospital. ¿Estás
malherido?
—Estoy vivo.
—¿Es usted quién ha disparado?
—Sí.
—¿Dónde está la pistola?
Lea la sacó de su espalda y se la entregó. El policía la metió en una bolsa
de pruebas.
—¿Tiene permiso de armas?
—Sí. Bruce, me gustaría ir al hospital contigo, pero tengo que ocuparme
de Lys.
—¿Está viva?
—Cuando la encontré aún respiraba. Está en mi coche. La llevaré al
veterinario y luego iré al hospital.
—No puede marcharse —dijo el comisario.
—James, no va a huir —dijo Bruce.
—Paul, acompaña a la señorita al veterinario y luego llévala al hospital.
Yo estaré allí.
—De acuerdo, señor.
—Lea, el veterinario es…
—Sé quien es su veterinario, señor Rayner —dijo el oficial de policía
que iba a acompañarla.
—Cariño, ve a ocuparte de la perrita —dijo Rex—. Yo iré al hospital
con él.
Bruce cogió a Lea de la muñeca antes de que se marchara. Ella lo miró.
—Gracias.
—Con esto te pago lo que hiciste por mí el otro día —le dijo ella
inclinándose para hablarle al oído—. Ya no te debo nada.

Lea entró en el hospital acompañada por el policía. Subieron a la quinta


planta y entraron en la sala de espera. Rex se acercó a ella para abrazarla.
Hardy y Viv se levantaron y fueron hacia ella. Hardy la miró preocupado. Lea
estaba tan blanca como una pared recién enyesada. Tenía sombras azules
debajo de los ojos y el suéter blanco estaba manchado de sangre.
—¿Estás herida?
—La sangre es de Lys. La apuñalaron. El veterinario no sabe si se
salvará.
—Quítate el jersey y ponte el mío —dijo él sacándoselo.
Lea se lo quitó por la cabeza. Y Hardy vio que la manga de la camiseta
blanca que llevaba debajo estaba completamente roja.
—Estoy un poco mareada —dijo antes de desplomarse.
Hardy la sujetó para que no cayera al suelo. Luego la cogió en brazos y la
llevó a la sala de urgencias.
Una hora después volvió a la sala de espera.
—¿Cómo está? —preguntó Rex acercándose a él rápidamente.
—Tiene una herida muy profunda de arma blanca en el brazo y ha perdido
mucha sangre. Con todo lo sucedido seguro que se olvidó de que estaba
herida. Le hemos hecho una transfusión y está sedada, pero se recuperará.
—Voy a llamar a Nicole —dijo Rex apartándose de él.
—¿Ha venido el médico a deciros algo sobre Bruce? —preguntó Hardy a
Viv.
—Todavía no.
—¿Qué le ha ocurrido a la señorita Hawkins? —preguntó el comisario
acercándose a ellos—. Tengo que hablar con ella.
—Tiene una puñalada en el brazo y ha perdido mucha sangre. Tendrás
que esperar unos días hasta que se recupere, porque está inconsciente —dijo
Hardy.
—¿Y Bruce?
—Con él tampoco podrás hablar de momento. Están ocupándose de todos
los huesos que tiene rotos. Con un poco de suerte lo trasladarán mañana a una
habitación.
—Entonces volveré mañana. Tendré que dejar a un oficial aquí.
—Como quieras, James, pero puedes estar seguro de que Lea no irá a
ninguna parte.

Bruce se despertó y vio a Nicole con los ojos cerrados en el sillón junto
a su cama.
—Ya estás despierto —dijo la mujer levantándose y acercándose a él. Lo
besó en la frente.
—No quería despertarte, lo siento.
—No estaba dormida. No podré dormir hasta que sepa que Lea está fuera
de peligro.
—¿Lea? ¿Qué le ocurre a Lea? Estoy aturdido.
—Es por los calmantes.
Nicole le contó lo que le había pasado a su hija.
—No sabes cuánto lo siento, Nicole.
—No es culpa tuya.
—Cuando la vi entrar en la habitación me quedé helado. Podrían haberla
matado.
—No creo que sea fácil acabar con ella. Sus hermanos la entrenaron
bien.
—Si no fuera así, ahora estaríamos muertos los dos.
—Hola —dijo Hardy al entrar en la habitación—. ¿Qué tal estás, Nicole?
—Mejor que Bruce, pero muy preocupada.
—No lo estés. Acabo de ver los resultados de las pruebas que le han
hecho a Lea y todo está bien, aunque tendrá que quedarse aquí unos días.
¿Cómo estás, Bruce?
—Muy aturdido.
—Tienes muchos huesos rotos y los calmantes que te están administrando
son muy fuertes. Pero te aseguro que sin ellos no soportarías el dolor. ¿Tienes
hambre?
—Sí, aunque no creo que pueda comer —dijo levantando el brazo y la
mano escayolada.
—Yo te ayudaré —dijo Nicole.
—Gracias. ¿Sabe Viv lo que ha ocurrido?
—Sí, todos hemos pasado la noche en el hospital. Vendrá a verte al
medio día. Voy a ir a casa a ducharme y a cambiarme y volveré. Diré que te
traigan el desayuno.
—Hola —dijo Rex entrando poco después y besando a Nicole—. ¿Qué
tal estás, Bruce?
—Hecho una mierda.
—Vengo de ver a Lys. Las puñaladas no alcanzaron ningún órgano vital,
pero ha perdido mucha sangre. Tiene el mismo problema que Lea. El
veterinario dice que la salvó al meterla en el coche envuelta en una manta.
—Lea nos ha salvado la vida a los dos —dijo Bruce sin poder evitar que
las lágrimas le resbalaran por las mejillas. Nicole le dio un pañuelo para que
se limpiara.
—Tranquilo, todo va a salir bien —dijo Rex.
—Rex, ¿vas a quedarte con Bruce un rato?
—Sí.
—Entonces iré a casa a traer ropa para Lea. Cuando se despierte querrá
cambiarse.
—Cuando se despierte y le den el alta querrá irse a casa y no pensará en
cambiarse —dijo Rex.
—Conociéndola, seguro que se trasladará a vivir a esta habitación y se
quedará mientras Bruce esté aquí.
Rayner miró a Nicole, sorprendido por sus palabras.
—James no tardará en aparecer. Quiere hablar contigo y con Lea —dijo
Rex después de que la mujer se marchara.
—Rex, mató a un hombre para salvarme a mí. Puede que necesite ayuda
psicológica.
—En ese caso, tendrás que hacerte cargo de la factura.
—Eso es lo de menos. No quiero que tenga problemas. Si hubieras visto
cómo se defendió. Fue increíble. Yo estaba aterrorizado y ella, sin embargo,
parecía de lo más tranquila. Mostraba una frialdad y una entereza
sobrecogedora. No sabía que la habían entrenado sus hermanos.
—Sí, hicieron un buen trabajo con ella.
—Parece que a ti te lo cuenta todo.
—Lea confía en la gente.
—En mí, no.
—Porque eres un cabrón.
Nicole volvió a la hora de comer y trajo comida suficiente para todos,
incluidos Hardy y Viv.
El comisario entró en la habitación después de comer. Nicole estaba con
Bruce y se la presentó.
—El médico me ha dicho que podía venir a hablar contigo, pero que tal
vez estuvieras algo aturdido. ¿Lo recuerdas todo?
—Sí. ¿Dónde están los que me atacaron?
—En el calabozo. Aún no les he tomado declaración. Antes quería que tú
y tu asistente me contarais lo sucedido.
Bruce le dijo a Nicole que fuera a tomar un café porque de lo que iban a
hablar no era agradable, pero ella quiso escucharlo.

Bruce se despertó a media tarde y vio a Nicole dormida en el sillón.


Volvió a cerrar los ojos y pensó en Lea.
Sentía algo por esa chica y se preguntó cuándo había sucedido. Una parte
de él siempre había estado vacía, sin embargo, ahora algo había llenado ese
vacío, como si lo hubieran completado. Y estaba seguro de que Lea era la
responsable de ello. Pensó en cuando la había besado y en el sabor de su
boca. En los gemidos que hacía mientras la acariciaba. En lo bien que se sintió
cuando la besó en el cuello, y cuando sumergió los dedos entre sus cabellos.
En cómo había mordisqueado sus caderas y cómo había saboreado su sexo. Y
se le erizó la piel al recordar lo apasionada que era esa chica. Frígida, ja,
pensó.
El color de su pelo le recordaba a una puesta de sol. Parecía fuego.
Jamás había visto un color tan extraordinario. Y cuando llevaba el cabello
sujeto podía ver ese cuello esbelto e imaginaba sus hombros descubiertos.
Tenía un cuerpo espectacular. Era temperamental, atrevida y preciosa. Y a
pesar de que discutían a menudo, sabía que su carácter se correspondía
perfectamente con el de él. Esa mujer podría hacer sus días interesantes. Era
inteligente y con ella podría compartir algo más que sexo e insulsas
conversaciones. Era una chica tierna y soñadora, y él… un cabrón insensible.
¿Por qué no se despertaba ya? Necesitaba verla. Quería asegurarse de que se
encontraba bien. Quería… quería decirle tantas cosas.

Hardy fue al hospital después de su consulta y llevó la cena para todos.


Después de cenar le dijo a Nicole que se marchara a casa con Rex porque iba
a quedarse con Bruce y estaría pendiente de Lea.
—Nicole es fantástica —dijo Hardy cuando se quedaron solos.
—Sí, parece que toda la familia son buena gente.
—Lea será exactamente como ella, cuando tenga su edad.
—Seguramente.
—Rex ha tenido suerte al encontrarla.
—Sí.
—Rex tiene debilidad por Lea. Se le cae la baba cuando habla de ella.
¿Sigues sin estar interesado en tu asistente?
—Sí, pero no se te ocurra acercarte a ella.
—¿Vas a decirle que te gusta?
—¡Por supuesto que no!
—¿Por qué?
—No sé lo que siento por ella. Puede que sea deseo.
—¿Y no vas a hacer nada al respecto?
—Sé que si doy un paso, la perderé. Yo no soy el hombre adecuado para
ella.
—Esa chica te importa más de lo que crees.

Bruce supo que Lea estaba en su habitación, incluso con los ojos
cerrados. No sabría explicar cómo lo supo. Era como si sintiera su presencia
en la piel
Al verlo allí, tendido en la cama y en tan mal estado, se sentía agobiada y
parecía que iba a asfixiarse. No podía respirar y de pronto sintió unas
irrefrenables ganas de llorar. Se adentró en la habitación y se detuvo al lado
de la cama.
Bruce abrió los ojos. Bueno, no del todo, porque uno de ellos seguía tan
hinchado que era imposible que lo abriera.
—Estás aquí.
Lea vio cómo los ojos grises de Bruce brillaban y los latidos de su
corazón se aceleraron.
—Tu poder de observación es extraordinario, Bruce.
Él le sonrió. Y ella le dedicó una sonrisa tan brillante que Bruce tuvo que
parpadear porque se sentía cegado.
—¿Cómo te encuentras?
—Comparada contigo, estoy genial.
—Yo estoy bien jodido.
—Ya lo veo. Parece que he estado mucho tiempo dormida.
—Lys está bien —dijo Bruce.
—Oh, gracias a Dios. Tenía miedo de preguntarte por ella.
—¿Te han dado el alta? ¿Te vas a casa?
—Voy a quedarme aquí, contigo.
—¿Por qué?
—¿Porque qué?
—¿Por qué vas a quedarte conmigo?
—Porque soy tu asistente personal y tengo que estar a tu lado. Podemos
trabajar a ratos, cuando te sientas animado.
—Lea, no puedo ver bien. Y estoy tan aturdido que no puedo coordinar
mis pensamientos. No hace falta que te quedes. Tu madre ha permanecido
conmigo desde que llegué aquí. Ya habéis hecho más que suficiente.
—Si no quieres que me quede, dímelo y me marcharé.
—No he dicho que no quiero que te quedes. No sé de nadie mejor para
que me haga compañía, pero, ¿no crees que ya has hecho bastante?
—Si lo dices porque te salvé la vida, olvídalo. Te dije que eso
compensaba lo que tú hiciste por mí.
—¿Lo que yo hice por ti? Cariño, eso fue un placer para mí. De acuerdo,
te quedarás conmigo.
Lea le pidió a Hardy que utilizara su influencia para que llevaran un sofá
cama a la habitación de Bruce. Aprovechando que Nicole había ido a llevar a
su jefe café con leche y las magdalenas que a él le gustaban, Lea salió del
hospital para ir al veterinario a ver a la perrita y a casa de Bruce a coger unas
cosas.

Hola, jefe —dijo la chica entrando en la habitación.


—Hola, Lea. ¿Te sientes del todo bien? —preguntó Bruce deslizando la
mirada desde sus ojos hasta su boca, donde permaneció unos segundos, antes
de volver a sus ojos. Lea sintió esa mirada como una caricia.
—Sí. Mira, le he hecho fotos a Lys. Aún está medio sedada, pero se
pondrá bien —dijo mostrándoselas—. Adam dice que en unos días podrá
volver a casa.
—Adam —repitió él.
—Sí, el veterinario. Es un chico muy simpático.
—Vaya, un chico. Veo que todos los hombres que rondan mi edad te
parecen adecuados, simpáticos, jóvenes…, excepto yo.
—Tú eres mi jefe, y eso cambia las cosas.
—Ya veo. ¿Todo bien por mi casa?
—Sí. He traído el ordenador y todo lo que he encontrado de tu nueva
novela. Y tus cosas de aseo. He llamado a Sandra para contarle lo ocurrido y
no se asustara al ver tu habitación. Le he pedido que la limpie a fondo y que
tire las alfombras que están manchadas de sangre. No sé si son caras, pero la
sangre era de esos individuos.
—Bien hecho.
—También he hablado con Edward. Ha dicho que vendrá a verte —dijo
mientras terminaba de colocar sus cosas en el armario.
—Así que vamos a vivir juntos, otra vez —dijo Bruce.
—Y esta vez no en la misma casa, sino en la misma habitación —dijo
sonriendo.
Llamaron a la puerta y Lea fue a abrir.
—Hola, ¿Puedo pasar?
—Adelante, James —dijo Bruce.
—Hola —dijo el hombre mirando a Lea—. Soy el comisario McGuire.
—Lo sé, lo recuerdo —dijo Lea—. Como puede ver, no he huido. Me
quedaré aquí, con el señor Rayner, hasta que le den el alta. A no ser que vaya a
detenerme.
—No voy a detenerla. He tomado declaración a Rayner y a los hombres
que los atacaron. Necesito escuchar la suya para atar unos cabos sueltos.
¿Puedo hacerle unas preguntas?
—Por supuesto, siéntese, por favor.
—¿Cómo tiene el brazo?
—El médico dice que es una herida limpia y curará bien.
—Ha estado inconsciente mucho tiempo.
—Parece ser que perdí mucha sangre. Después de que ustedes llegaran a
casa de Bruce me centré en su perrita y me olvidé de la herida.
—Fue usted muy valiente. Le dio a esos dos una buena paliza. ¿Practica
defensa personal?
—Tengo tres hermanos en la Armada, ellos se encargaron de entrenarme.
—¿Puede decirme por qué volvió a casa de Rayner aquella noche?
—Iba a llamar a mi madre y me di cuenta de que no tenía el móvil, y
entonces recordé que lo había olvidado en el trabajo. Esa fue la primera vez
que lo olvidé, y doy gracias por ello.
—Cuénteme detalladamente todo lo que ocurrió desde ese momento.
—Escribí una nota para Rex. Él había salido a tomar una copa con un
amigo y no quería que se preocupara, si llegaba antes que yo.
—¿Rex Decker?
—Sí, vivo con él.
—¿Qué hora era?
—Las ocho y media. Me puse la chaqueta, cogí el bolso y salí de casa.
—¿Por qué cogió el bolso, si sólo iba a por el móvil?
—En él llevo la documentación y las llaves del trabajo. No sabía si
Bruce estaría en casa. Unos doscientos metros antes de llegar vi un coche entre
los árboles.
—¿Cómo es posible que lo viera? Estaba oscuro e iba conduciendo y
estaba bastante escondido.
—En mi entrenamiento, mis hermanos insistieron, hasta la saciedad, que
siempre debía prestar atención a lo que me rodeaba, y es lo que hago. De
todas formas, soy muy observadora. El caso es que me extrañó ver allí un
coche, ya que la única casa cerca era la de Rayner. Si se hubiera dado el caso
de que el vehículo se averiara, lo habrían detenido junto a la carretera. Pero
estaba escondido.
—¿Qué pasó luego?
—Cuando llegué a la entrada del camino pasé de largo y detuve el coche
un poco más adelante. Bajé y me acerqué entre los árboles hasta que pude ver
la casa. Lo primero que llamó mi atención fue que la planta baja estuviera a
oscuras y hubiera luz en el dormitorio de mi jefe.
—¿Por qué le llamó eso la atención?
—Nadie apaga las luces de la casa para subir a su habitación, a no ser
para acostarse.
—¿Cómo sabía que Rayner no había subido a acostarse?
—No eran ni las nueve y Bruce suele quedarse a trabajar hasta tarde.
—Podría haber estado con una mujer.
—Soy su asistente personal y estoy al corriente de sus citas. Además,
también me extrañó que la luz del porche estuviera apagada. Esa luz se
enciende automáticamente al anochecer y permanece encendida hasta que
amanece.
—¿Se dirigió a la casa?
—Estuve observando las ventanas del dormitorio durante unos minutos.
—¿Qué esperaba ver?
—No lo sé.
—¿Las cortinas estaban corridas?
—Sí, pero son casi transparentes y se podían apreciar las siluetas a
través de ellas. Vi a dos personas.
—Rayner podría estar con una mujer. Puede que ella lo llamara después
de irse usted.
—Bruce no lleva a mujeres a su casa. Y volvemos a lo mismo, de haber
sido así, no habría apagado las luces de la planta baja. Y además, las siluetas
eran de dos hombres.
—Podrían ser las de Rayner y algún amigo.
—Sí, si uno de ellos hubiera sido mi jefe.
—¿Supo que ninguno era Rayner por la silueta?
—Conozco a mi jefe, y le aseguro que lo reconocería. De todas formas,
de haber sido dos amigos suyos, no los habría subido a su habitación. A no ser
que fuera gay, y no es el caso. ¡Y no habría apagado las luces de la planta
baja! —dijo harta de repetir lo mismo.
—De acuerdo —dijo el comisario—. Había dos hombres en el
dormitorio de su jefe. ¿Qué hizo entonces?
—Volví al coche y conduje entre los árboles. Lo detuve cerca de la parte
de atrás de la casa.
—¿De la casa de Rayner?
—¿Sabe de alguna otra casa que haya cerca de la de él? Cogí la navaja
que siempre llevo en el coche y la metí en la bota. Luego cogí la pistola del
bolso y bajé del vehículo.
—¿Por qué llevaba la pistola en el bolso?
—Siempre la llevo conmigo.
—¿Estaba cargada?
—¿Para qué sirve una pistola sin cargar? ¡Por supuesto que estaba
cargada! Supongo que habrá comprobado que tengo permiso de armas.
—Sí. Siga, por favor.
—Me saqué la chaqueta. Guardé la pistola en la cinturilla del vaquero, en
mi espalda y las llaves de la casa en el bolsillo. Me acerqué hasta la esquina
de la casa y miré hacia la entrada. No había nadie.
—¿Cómo lo supo? Estaba oscuro.
—Había luna llena, y ya me había acostumbrado a la oscuridad. Vi algo
al pie de los escalones del porche. Un bulto grande. Pensé que podría ser
Bruce, pero al acercarme me di cuenta que era más pequeño que una persona.
Avancé, pegada a la pared del porche. Todo estaba en silencio. Reconocí a la
perrita y me acerqué a ella despacio. Estaba llena de sangre.
—¿Cómo supo que era sangre? La perrita de Bruce es negra.
—Sé distinguir el olor. Al comprobar que respiraba la cogí en brazos y
volví al coche. La envolví en la manta que llevaba en el maletero y la dejé en
el asiento de atrás. Entonces fui hacia la parte trasera de la casa.
—¿Por qué no nos llamó?
—Porque mi teléfono estaba dentro de la casa. Pensé que si hubiera
tenido el mando del garaje podría haber abierto y haber usado el teléfono de
cualquiera de los coches. Pero, aunque lo hubiera tenido no lo habría hecho,
porque la puerta chirría ligeramente al abrirse y me habría delatado.
—Dios mío, sí que se fija en los detalles —dijo el policía con una leve
sonrisa—. ¿Por qué no subió al coche y se marchó para pedir ayuda?
—Habían apuñalado a Lys. Tenía que saber si Bruce necesitaba ayuda.
—Siga.
—Abrí la puerta trasera y la dejé entornada. Me quedé un instante
escuchando. Oí a alguien gritar en la planta superior. Me acerqué a la escalera
y empecé a subir.
—¿Por qué no cogió el móvil y salió de la casa para buscar ayuda?
—Porque no sabía, si cuando volviera, Bruce estaría vivo todavía.
Llegué a la puerta de donde provenían la voces. Y la abrí, sin más. Me quedé
aterrada al ver el aspecto de mi jefe, allí, atado. Eran tres contra uno, y lo
tenían atado.
Lea le contó lo que sucedió a continuación y el policía se dio cuenta de
que había sido tan minuciosa como Rayner.
—¿Cómo se siente después de haber matado a una persona?
—No es una sensación agradable. Pero no podría decirse que ese era un
hombre. Mató a su padre y pensaba matarnos a nosotros. Le aseguro que no me
arrepiento de lo que hice.
—Le salvó la vida a Rayner.
—Sí, creo que voy a pedirle un aumento de sueldo.
El policía sonrió.
—No es fácil apuntar y disparar contra una persona.
—Me he dado cuenta, pero entre matarlo a él o que él acabara con mi
jefe… ¿qué quiere que le diga? No tuve que pensarlo mucho.
—Puede que necesite apoyo psicológico.
—Si lo necesito, lo tendré.
—¿Tiene otras armas, además de la Bereta?
—Sí. Tengo una Browning.
—No abandone la ciudad sin hablar antes conmigo.
—Estaré aquí al menos dos semanas. Luego podrá encontrarme en casa
de Rex o en la de mi jefe.
—Bien. Espero que se recupere pronto.
—Gracias.
—Si recuerda algo nuevo, llámeme. Aunque no creo que haya olvidado
nada —dijo sonriendo.
—Lo haré.
—A ti te costará más recuperarte —dijo el policía a Bruce—. Has vuelto
a nacer. No todos tienen tu suerte.
—Lo sé.
El comisario se marchó.
—¿Por qué subiste a mi habitación? —preguntó Bruce.
—Por si necesitabas ayuda. Y no me equivoqué. Ese hombre te habría
matado. Y no quería perder mi trabajo.
—¿Lo hiciste por no perder el trabajo?
—¿Por qué si no?
Poco después, dos chicos entraron con un sofá cama y lo dejaron pegado
a la pared.
—Supongo que no estarás en condiciones de trabajar —dijo Lea.
—No. Me siento aturdido. Le he dicho al médico que no quería que me
medicaran, pero siguen haciéndolo.
—A los médicos no les gusta que interfieran en su trabajo.
—Siempre tengo ganas de dormir.
—Pues duerme. He traído unas novelas. Cuando estés despierto puedo
leer para ti.
—Lo que deberías hacer es irte a casa.
—Eso no va a pasar. Mi trabajo es estar contigo.
—Puedes irte por las noches.
—¿Te importa que duerma aquí?
—No.
—Entonces no se hable más.
Las visitas eran continuas. Rex y sus amigos de póquer iban a verlo todos
los días después del trabajo. Hardy se pasaba por allí por las mañanas
mientras trabajaba y volvía cada tarde después de la consulta y Vivien lo
acompañaba. Nicole preparaba comida para Bruce y todos los que estuvieran
con él. Sandra, la señora que se ocupaba de la casa de Bruce también fue a
verle, al igual que el veterinario.
—¿Vas a acostarte? —preguntó Bruce al ver que estaba haciendo la
cama.
—Sí. Estoy cansada. Ha sido un día muy largo. Mi madre vendrá a
primera hora con el desayuno —dijo metiéndose en la cama y girándose hacia
él.
—Está cocinando para mí, bueno, para todos.
—Ya sabes que siente debilidad por ti.
—No sé cómo voy a poder pagárselo.
—En volver a casa le envías un ramo de flores.
—¿Crees que algo así se paga con flores? Me gusta tu madre. Es una
mujer fantástica.
—En eso estamos de acuerdo.
La enfermera entró a darle la medicación y a curarles a los dos las
heridas. Y poco después los dos estaban dormidos.

Lea se despertó a las siete de la mañana cuando la enfermera entró de


nuevo a darle la medicación a Bruce.
—Buenos días.
—Buenos días, Bruce. ¿Cómo te encuentras?
—Me despierto tan desorientado que casi preferiría no despertarme.
Bruce la miró. Tenía el pelo revuelto y la marca de algún pliegue de la
almohada en la mejilla. Y la encontró preciosa.
Después de que Nicole ayudara a Bruce con el desayuno entraron dos
mujeres para asearlo y afeitarlo. Lea y su madre aprovecharon para salir a la
calle a dar un paseo.
Dos horas después Lea fue a tomar un café con Hardy, aprovechando que
Bruce dormía.
—Hola, Bruce —dijo su editor entrando en la habitación.
—Hola, Edward.
—No voy a preguntarte cómo estás porque ya me hago una idea.
—Estoy hecho una mierda. Siéntate.
Bruce le contó lo sucedido.
—¡Santa madre de Dios! ¿Lea mató a un hombre?
—Sí. Si no fuera por ella ahora no estaría aquí.
—Esa chica siempre me ha caído bien, aún sin conocerla.
La puerta se abrió y entró la susodicha.
—Lo siento, no sabía que tenías visita. Volveré luego.
Edward miró a la chica asombrado. Era la de la portada de la novela de
Bruce.
—Lea, no hace falta que te marches. Ayer me dijiste que te gustaría
conocer a Edward.
El hombre se levantó y se acercó a ella.
—¿Tú eres Edward? —preguntó ella sonriendo.
Ese hombre era realmente atractivo. Alto, rubio y con los ojos azules.
—El mismo —dijo sonriendo y besándola en la mejilla—. Me alegro de
conocerte.
—Y yo a ti. Pensaba que eras mayor. No sé la razón, pero te imaginé con
cincuenta años.
—Espero no haberte decepcionado. Tengo dos años más que Bruce. Eres
la portada de la novela.
—Sí…, bueno… Mi jefe me lió y acabé aceptando.
—En la portada estás preciosa, aunque he de decir que mucho más al
natural.
—Gracias —dijo ella ruborizándose.
Bruce miraba a uno y a la otra.
—¿Lea es la portada de tu novela porque estáis juntos? —le preguntó el
editor a Bruce.
—¡Por supuesto que no! ¿Cómo se te ha ocurrido algo así? —dijo la
chica.
—¿Cómo va la publicación de la novela? —preguntó Rayner para
cambiar de tema.
—Saldrá a la venta la próxima semana. Pensaba que salieras de gira en
una semana,pero ahora... Esperaremos a que te recuperes. Bruce me dijo que
lo acompañarías —le dijo a Lea.
—En un principio ese era el plan, pero ahora no estoy segura.
—Por supuesto que vendrás conmigo.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no quieres acompañarlo?
—Porque cuando acepté ser su portada no pensé en las consecuencias.
—¿Qué consecuencias?
—¡Por favor! Tú mismo acabas de pensar que estábamos juntos,
simplemente por ser su portada. Cualquiera que me vea con él pensará lo
mismo que tú.
—Eres mi asistente personal y me acompañarás.
—¡Ni lo sueñes!
—Si no me acompañas, me temo que perderás tu trabajo.
—Me has dejado temblando.
Edward la miró sonriendo. Ahora entendía por qué Lea seguía trabajando
con Bruce. Su amigo había encontrado una mujer a su medida.
—Podrías disfrazarte —dijo Edward.
—Esa sería una opción. Seguro que con una peluca no me reconocerían.
Mi pelo es escandaloso.
—Ocultar ese pelo sería un crimen. Cuando te he visto casi me da un
pasmo al verlo.
Bruce miró a su asistente. Estaba ruborizada.
—Aunque tus ojos tampoco pasarían desapercibidos.
—Edward, si quieres acostarte con ella, pregúntaselo sin rodeos. Lea es
de lo más directa.
—Puedes apreciar que el comportamiento de mi jefe no ha cambiado,
después de la paliza que recibió. Sigue siendo tan sensible y diplomático
como de costumbre —dijo ella en plan sarcástico.
—¿Vas a comer aquí, en el hospital?
—Sí, mi madre no tardará en llegar con la comida para nosotros. Me
estoy quedando aquí con él.
—¿Tu madre le trae la comida a Bruce?
—Sí. Las madres suelen ser personas sensatas, pero por alguna razón,
que no logro entender, Bruce la tiene encandilada.
—¿Te interesa su madre? —preguntó Edward.
—No en el sentido que piensas. Si te quedas unos minutos, lo entenderás.
—¿Por qué te quedas a dormir con él?
—Eso me pregunto yo —dijo Lea sonriendo—. Puede que porque las dos
personas que Bruce considera su familia tienen que trabajar, y como mi trabajo
es estar con él…
La puerta se abrió y entró Hardy.
—¿Cómo está el enfermo?
—Con ganas de irse a casa.
—Tendrás que aguantar un poco más. Hola, pelirroja —dijo besándola en
la mejilla.
Bruce les presentó.
—Ya tenía ganas de conocerte. Bruce me ha hablado mucho de ti, y
también Lea.
—¿Le has hablado de mí? —preguntó el editor a la chica sonriendo.
Hardy miró a su amigo y sonrió al ver su cara. Sin duda no le gustaba que
Edward flirteara con Lea.
Poco después entró Nicole y Bruce los presentó.
—Un placer conocerte. Ahora entiendo por qué tu hija es tan guapa.
—Muy amable. Yo también me alegro de conocerte. Lea me ha hablado
mucho de ti.
Edward miró a Lea levantando las cejas.
—¿Qué? Me caías bien por teléfono y le hablaba a mi madre de nuestras
conversaciones.
—No sé si habré traído suficiente comida para todos.
—Por mí no te preocupes —dijo el editor—. De hecho, iba a pedirle a
Lea que me acompañara a comer.
—Esa es una buena idea —dijo Nicole—. Sácala a que le dé un poco el
aire. Lleva aquí metida demasiado tiempo.
Hardy volvió a mirar a Bruce divertido. Seguro que no estaba muy
contento con la visita de Edward.

—Hoy no estás muy hablador —dijo Lea cuando se quedaron solos por la
noche.
—No tengo nada que decir.
—¿Quieres que busque alguna película en la televisión?
—La televisión aquí es una mierda.
—Tienes razón. ¿Me descargo una en el ordenador y la vemos?
—No me apetece, pero puedes verla tú. Yo voy a dormir.
—Entonces dormiré también —dijo empezando a hacer la cama.
—No sé por qué no me dejan levantarme. A mis piernas no les pasa nada.
—Les dará miedo que te caigas. De todas formas, ¿adónde irías?
—A pasear por los pasillos. O al baño. ¿Sabes lo humillante que es que
tenga que hacer mis necesidades en la cosa esa?
—Puedo imaginármelo. Aunque tampoco deberías quejarte, dos mujeres
te asean cada día.
—¿Y crees que eso me gusta? Eso también es humillante. Y este pijama…
¿Has visto algo tan ridículo?
—Tienes razón. Si fueras a pasear por los pasillos irías enseñando el
trasero —dijo ella sonriendo—. ¿Necesitas algo antes de que me acueste?
—No. ¿Lo has pasado bien con Edward?
—Sí, muy bien. Es un hombre muy agradable.
—¿Ha intentado llevarte a la cama?
—No, ni siquiera lo ha insinuado.
—¿Te gustaría que lo hiciera?
—Te estás portando como un cretino con ese tema. ¿Por qué le dijiste que
me preguntara si quería acostarme con él? Hiciste que me avergonzara.
Aunque creas que soy una niña, no lo soy. Y te aseguro que soy capaz de
seducir a un hombre, sin tu ayuda. Yo veo a Edward como parte del trabajo.
De hecho, hemos pasado la comida hablando de su editorial, de tu novela y de
las giras que has hecho anteriormente. Me ha dicho que suelen invitarte a
cenas y fiestas. Voy a tener que comprar ropa para esas ocasiones.
—Compra lo que necesites y dame las facturas, yo me haré cargo.
—Tú no eres mi marido para que te hagas cargo de mi ropa. Además no
tendré que comprar muchas cosas. Vamos a ir a varios estados y podré repetir
la ropa.
—¿Eso quiere decir que vendrás conmigo?
—Antes has dicho que perdería mi trabajo, si no te acompañaba. No es
que me preocupe perderlo, pero no quiero hacerlo —dijo mirándolo y
sonriendo—. ¿Puedo preguntarte algo?
—¿Si te digo que no, desistirás?
—No. La ignorancia es una enfermedad y la única cura es hacer
preguntas.
—Lo suponía. Adelante.
—Tengo entendido que estuviste trabajando en un bufete, en Seattle.
—Cierto.
—Y que eras muy bueno.
—No te creas todo lo que oigas.
—¿Por qué te fuiste de allí?
—Después de publicar mi primera novela, me di cuenta de que me
gustaba más el trabajo de escritor que el de abogado. Yo había nacido aquí y
me gustaba esto. Aquí tenía amigos, Hardy, James, Peter y Jack. Nos
conocemos desde el colegio. En Seattle sólo tenía compañeros de trabajo. Me
apetecía volver y empezar aquí una nueva vida.
—¿Te has arrepentido en algún momento?
—No. Me gusta el silencio de mi casa y pasear por el bosque con Lys.
Tengo tranquilidad para poder concentrarme. Me gusta vivir aquí.
—A mí también me gusta esto. ¿Quiénes eran los hombres que entraron en
tu casa?
—Uno de ellos, el cabecilla, estuvo conmigo en el instituto. Era un matón
y todos lo temían. Me tenía entre ceja y ceja porque a mí no conseguía
intimidarme. Nos peleamos en dos ocasiones y en las dos salió malparado.
Era de esos que se meten con los que no pueden o no saben defenderse.
—Vaya, un cobarde. Y siguió siendo un cobarde hasta su último momento.
—Sí. A los otros dos no los conocía.

No podía moverse. Estaba paralizado y aterrorizado. Los recuerdos del


pasado daban vueltas en su mente confundiéndolo. Sus sentidos se hacían
pedazos repletos de recuerdos, de imágenes, de sensaciones abrumadoras tan
potentes que se sentía devastado. Estaba ahogándose en los recuerdos. La
garganta le dolía y sentía la boca seca. Todos los sentimientos y el horror que
había ocultado en su mente durante años volvían a la superficie en cada una de
las pesadillas.
—¡No, no, no! ¡Por favor, no! ¡Para, para!
Lea se despertó y se sentó en la cama. Se levantó y se acercó a él.
—Bruce, Bruce —dijo ella acariciándole la cara.
—¡Me he caído! ¡Se lo he dicho mil veces!
—Bruce, despierta.
—¡Mamá, ayúdame!
Bruce abrió los ojos al notar que lo zarandeaban. Y cogió a Lea
fuertemente por el brazo.
—Bruce, soy Lea. Despierta. Tienes una pesadilla. Bruce, me haces daño
—dijo porque la estaba apretando fuertemente del brazo, justo en la herida.
Bruce se despertó y reaccionó. Al ver a Lea frente a él con lágrimas en
los ojos, se asustó.
—¡Dios mío! ¿Qué he hecho? —dijo soltándola y cubriéndose el rostro
con la mano— Lo siento, lo siento.
—No te preocupes. Has tenido una pesadilla, eso es todo.
—Te he hecho daño. Estás llorando.
—No es nada. Es que me has apretado en la herida.
Bruce le miró el brazo y vio que la tela del pijama estaba manchada de
sangre.
—Madre mía, estás sangrando.
—Bruce, tranquilízate, no es tu culpa. Se me habrá abierto la herida
—No debí permitir que te quedaras a dormir aquí. Llamaré al médico.
—¡No! Mañana me curará Hardy. No quiero dar explicaciones de lo que
ha pasado. Improvisaré una venda.
Lea fue al baño a coger un rollo de papel higiénico y una compresa.
Luego cogió del armario una camiseta. Se sentó en el sofá y se quitó la parte
de arriba del pijama. Le quitó a la compresa el papel adhesivo y colocó la
compresa sobre el corte y luego envolvió el brazo varias veces con el papel
higiénico, y se puso encima una camiseta oscura.
—¿Ves? Todo solucionado.
—Esto no tenía que haber pasado.
—Ahora vamos a dormir y olvidaremos esto, ¿vale? ¿Quieres hablarme
de tus pesadillas? Sospecho que no es la primera que tienes.
—No quiero hablar de ello.
—De acuerdo. Durmamos.

Hardy fue a ver a Bruce antes de empezar su trabajo en el hospital, como


cada mañana. Lea estaba dormida y Bruce le contó lo sucedido la noche
anterior.
—Voy a coger lo necesario para curarla. Ahora vuelvo.
Hardy y Bruce estaban hablando en voz baja.
—Estabas dormido, Bruce. Lea no lo tendrá en cuenta, lo comprenderá.
—¿Qué comprenderé? —preguntó la chica sentándose en su cama.
—Hola, pelirroja. Bruce me ha contado lo sucedido.
—Quedamos en que quedaría entre tú y yo —dijo Lea a su jefe.
—Veamos esa herida —dijo Hardy sentándose al lado de la chica.
—¿Cuándo podré levantarme? —preguntó Bruce mientras Hardy le
quitaba la venda provisional que llevaba en el brazo—. Estoy harto de estar en
la cama. Y de que me laven y me afeiten como si fuera un inútil.
—Llevas aquí tres días, Bruce. Tendrás que tener paciencia. Tienes que
venir conmigo, cielo. Tengo que darte unos puntos en la herida. Los dos
salieron de la habitación.
—Todo arreglado —dijo Lea cuando volvieron a entrar cuarenta y cinco
minutos después.
—Me marcho, pelirroja. No te acerques demasiado a la cama de tu jefe,
que es peligroso.
—Sólo cuando duerme —dijo besándolo y sonriendo.
—Os veo luego, pareja.
A las diez entraron como cada día las dos chicas dispuestas a lavar a
Bruce.
—Hoy lo afeitaré yo —dijo Lea a las chicas.
—Bien, le dejaré una toalla y la crema que tiene que ponerle en los
cortes de la ceja y los labios cuando finalice.
—Gracias —dijo Lea abandonando la habitación.
Cuando vio a las dos chicas salir minutos después entró.
—¿Todo bien?
—Sí.
—Supongo que esas chicas estarán encantadas de lavarte.
—Si quieres, puedes decirle mañana que te encargarás tú de hacerlo.
—Afeitarte será más que suficiente. Por cierto, no te he preguntado si te
parecía bien que lo hiciera.
—¿Estás enfadada conmigo?
—No, ¿por qué lo preguntas?
—No me gustaría que me afeitaras estando enfadada.
—No estoy enfadada, pero si te sientes incómodo lo entenderé.
—No me siento incómodo.
—Bien, voy a coger tus cosas de aseo.
Cuando Lea regresó utilizó el mando para subir la cama y que Bruce
quedara sentado. Luego se sentó frente a él.
—Esto sería más fácil sentados en sillas, el uno frente al otro.
—Puedes sentarte sobre mis piernas.
—¿Eso forma parte de tu flirteo conmigo? ¿Es por la medicación? ¿O te
afectó uno de los golpes que te dieron?
—Será la medicación—dijo él sonriendo.
—El jabón que usan aquí no tiene nada que ver con este —dijo mientras
extendía la crema de afeitar por el rostro—. El de aquí huele a desinfectante.
—Es cierto.
—Ya te ha bajado la hinchazón del ojo. Al menos ya puedes abrir los
dos.
Lea le miró los ojos por un instante. Ese gris se parecía al humo. Por más
que intentaba descifrar lo que expresaban, no podía percibir sus pensamientos.
Bruce no apartaba la mirada de ella mientras lo afeitaba. Lea no levantó
la vista ni una vez, porque sabía que él la estaba mirando.
—¿Te he dicho alguna vez que me gusta mucho tu boca?
Lea lo miró ruborizada, pero no dijo nada.
Cuando terminó de afeitarlo fue al baño y volvió con una toalla húmeda
que aplicó sobre su rostro. Cuando la retiró lo miró a los ojos y el corazón le
empezó a latir a toda velocidad dentro del pecho.
—Eres jodidamente preciosa.
—Me temo que la medicación te está provocando estragos.
Bruce sonrió sin decir nada, pero Lea se sentía aturdida y desconcertada.
Le secó la cara y le puso aftershave.
—Esta loción huele de maravilla. Es el olor normal en ti.
Bruce volvió a sonreír. Lea intentó serenarse para que el ritmo de su
respiración volviera a la normalidad. Le preocupaba que Bruce lo notara y
descubriera que él era el causante de ese efecto. Eso si no se había dado
cuenta ya.
Lea cogió el tuvo de crema. Lo miró a los ojos, esos ojos grises que la
dejaban a menudo sin aliento. Luego desvió la mirada hacia sus labios, esos
labios sensuales que le recordaban las cosas que podía hacer con ellos.
Bruce observaba todas sus reacciones. Había notado el acelerado ritmo
de su corazón y su mirada, que expresaba todo lo que sentía.
Lea le aplicó la crema en el corte de la ceja. Y luego la extendió sobre el
corte del labio con la yema del dedo y Bruce notó que ella entreabría los
labios para poder respirar mejor.
—Tus ojos tienen el color del bosque.
Lea se humedeció los labios con la lengua, porque de repente los sentía
secos. Y Bruce siguió con la mirada el movimiento de ella. La cogió de la
nuca y la acercó a él.
—Gracias —le susurró al oído.
El aliento de Rayner le acarició la piel con la misma delicadeza que su
susurro y se quedó inmóvil, con la respiración agitada, como si fuera un
cervatillo aterrado.
Tan pronto reaccionó lo recogió todo y lo llevó al baño.
—¿Quieres hacer algo? —preguntó cuando regresó. La enfermera
acababa de administrarle la medicación
Bruce la miró durante un instante. La deseaba como no había deseado a
nadie en la vida. Y eso que estaba en el hospital, con un montón de huesos
rotos.
—Con la medicación no tardaré en dormirme.
—Entonces descansa.

—¿Vas a dormir? —preguntó Lea cuando salió del baño por la noche, ya
con el pijama.
—Ahora no tengo sueño.
—¿Quieres que veamos una película en el ordenador?
—Será incómodo para ti, si tienes que estar en una silla.
—Puedo sentarme en la cama a tu lado. Si a ti no te importa.
—No me importa.
—¿Has visto Australia?
—No me suena.
—Entonces la veremos. Es un poco larga, pero creo que te gustará.
—De acuerdo.
—Me pondré en este lado para no hacerte daño en la mano escayolada.
¿Crees que si entra la enfermera me reñirá por estar en tu cama?
—Yo me encargaré de la enfermera.
Lea cogió el portátil y lo dejó sobre las piernas de él. Se quitó las
zapatillas, se subió a la cama y se tapó con la manta que había a los pies de la
misma.
Poco después estaban viendo la película. Y un poco más tarde Lea estaba
dormida apoyada en el hombro herido de Bruce.
Él se concentró en la película para no pensar en ella. Y cuando terminó se
vio con el ordenador sobre las piernas y sin saber qué hacer. Hardy entró
media hora después y sonrió al verlos. Bruce abrió los ojos.
—Vaya, vas avanzando a la carrera.
—Se ha dormido mientras veíamos una película.
—Y no querías despertarla.
—No. Y eso que me está matando el dolor del hombro. ¿Puedes llevarte
el ordenador?
Hardy lo cogió, lo apagó y lo dejó sobre la mesa.
—¿Puedes cogerla en brazos y acostarla en su cama?
—Claro —dijo Hardy retirando la manta—. Creía que estaba metida en
la cama contigo.
—Dijiste que era una buena chica.
—Y lo creo, pero no sé…, pensé que la habías convencido para que se
metiera contigo dentro.
Hardy la acostó en la cama y la tapó.
—¿Cómo te encuentras?
—Me he sentido bien viendo la película, con ella a mi lado.
—Me lo imagino.

—Hola, pelirroja —dijo Hardy al entrar en la habitación a la mañana


siguiente.
—Hola, Hardy —dijo besándolo.
—¿Has venido a verla a ella o a mí?
—A ella, por supuesto.
—Lo suponía. Lea, quería decirte que puedes marcharte a casa. Hardy,
Jack y Peter se turnarán para pasar tiempo conmigo el fin de semana. Y le he
pedido a Viv que se quede por las noches.
Lea lo miró desde los pies de la cama. Los ojos grises de Bruce eran
fríos, como el cielo en una tormenta. Su mirada parecía un rayo láser que fuera
a traspasarla. Lea le sostuvo la mirada un instante, sin desviarla.
—No te caigo muy bien, ¿eh?
Bruce no dijo nada. Hardy miraba a su amigo. Lea se dio la vuelta y se
dirigió al armario. Sacó la mochila y metió todas sus cosas en ella. Después
de añadir la bolsa de aseo cerró la cremallera.
—En el cajón de la mesita tienes el móvil y el cargador. Cuando quieras
trabajar me llamas. Que pases un buen fin de semana —dijo cogiendo la
mochila.
—Gracias.
—Adiós, Hardy.
—Te acompaño —dijo abriendo la puerta para que ella saliera delante
—. Quiero que vengas a mi consulta el lunes por la mañana para revisarte la
herida. Le diré a la enfermera que te pase tan pronto llegues.
—De acuerdo. Gracias —dijo besándolo.
—No debería afectarte nada de lo que te diga Bruce. Ya sabes que es un
cabrón.
—Lo sé.
—Puede que pase por tu casa el fin de semana.
—Eso me gustará.
—Eres un cabrón, ¿lo sabías? —dijo Hardy cuando volvió a entrar en la
habitación.
—Por supuesto.
—Parece que disfrutas haciéndole daño. ¿Por qué le has dicho que se
marchara?
—La deseo demasiado. Esta mañana he estado a punto de besarla. Es
mejor que se mantenga alejada de mí.
—Podrías habérselo dicho de otra forma. Estaba apunto de llorar cuando
se ha marchado. Ha estado a tu lado cuando peor te sentías y ahora que te
encuentras mejor la echas. ¡Por el amor de Dios! Esa chica ha matado a un
hombre para salvarte la vida.
—Ella me conoce, sabe cómo soy. No me lo tendrá en cuenta.
—Crees que la conoces, ¿verdad? Esa chica no volverá por aquí, a no ser
para trabajar.
—La conozco bien. Esta tarde aparecerá, como si no hubiera pasado
nada.
—Vas a perderla. Vas a quedarte sin ayudante personal, otra vez. ¿Y
sabes qué es lo mejor? Que seguirás deseándola y no podrás hacer nada al
respecto, porque ya no estará contigo.
—No digas tonterías. Lea no va a dejar el trabajo.
—¿Cuántas veces crees que va a perdonar tus putadas? Pero si piensa
incluso que no te cae bien.
—Tengo que mantenerla alejada de mí.
—Pues lo has conseguido.
—A esa chica le gusto. Y no quiero gustarle.
Capítulo 15
Nicole entró en la habitación poco antes de la una. Besó a Bruce y luego a
Hardy.
—¿Cómo estás?
—Supongo que mejor. Tengo ganas de largarme de aquí.
—Cada día que pasa te queda uno menos para volver a casa. ¿Hardy, te
importa ayudarlo con la comida? Ahora que Lea está en casa quiero comer con
ella.
—Claro.
—Entonces me marcho. Hay suficiente comida para los dos.
—Gracias —dijo Hardy.
—Nicole, no hace falta que vuelvas a traer comida, ya has hecho bastante
por mí —dijo Bruce.
—No me importa hacer un poco más de comida. Os dejo. Si no puedo
venir esta noche, te enviaré la cena con alguien.
—No parecía enfadada contigo —dijo Hardy cuando Nicole se marchó
—. Supongo que Lea no le ha dicho que la has echado.
Hardy se marchó después de comer. Por la tarde lo visitaron Jack y Peter.
Más tarde volvió Hardy acompañado de Viv. Rex le llevó la cena y Vivien le
ayudó a comer. Y luego, Hardy y la chica se marcharon. Hardy pensó en
quedarse a dormir con su amigo, pero quería que se sintiera solo, al no estar
Lea. Pensaba que esa chica era la mujer ideal para él y quería que se diera
cuenta.
A Bruce le costó dormir, incluso con la medicación. Lea no había ido a
verlo, como le había dicho Hardy, y se sentía culpable por cómo la había
tratado.
Al día siguiente, domingo, se despertó muy desanimado. Le había pedido
a Hardy que no fuera a verlo, porque pensaba dormir todo el día. Y le pidió
que llamara a todos para que tampoco fueran a visitarlo.
Pasó el día durmiendo o con los ojos cerrados. Echaba de menos a Lea y
parecía que ella no volvería por allí. Era un desagradecido. Lea tenía razón
cuando le dijo que tenía un problema de bipolaridad. A veces se portaba con
ella con ternura y otras veces la apartaba de él, como si no le importara lo más
mínimo. Sabía que Lea sentía algo por él, pero fuera lo que fuese, él no quería
tener nada con ella. Y se encargaría de que eso siguiera así. Sabía que no la
trataba bien, pero tenía que mostrarse firme. Quería que pensara que él no
merecía la pena.
A las diez y media de la noche le dieron la medicación y rezó para que le
hiciera efecto y se durmiera rápidamente. Pero no tuvo suerte, porque Lea
apareció en su mente y se encontró perdido en sus pensamientos.
Bruce sabía que no era el hombre que ella necesitaba. Lea se merecía un
hombre que no llevase el bagajeque él llevaba a cuestas. Sabía que desde que
ella se cruzó en su camino, algo había cambiado en él. En realidad no sabía lo
que quería. Bueno, sí lo sabía. Quería pasar con ella una noche, o tal vez dos,
o... más. Necesitaba estar con ella para saciar el deseo que lo atormentaba.
Pero no podía engañarse, sabía que había algo más. Se sentía bien cuando
estaba con ella. Lo hacía reír, aunque él no quisiera. Le gustaban las salidas
que tenía, su sarcasmo, y la forma en que le contestaba y lo ponía en su sitio
cuando se pasaba de la raya. Sí, le ocurría algo extraño con ella. Algo que
desconocía y no era capaz de controlar. Algo que no sabía cómo afrontar.
Lea era una chica dulce, generosa y amable. Y siempre la cagaba con
ella. Le gustaba su sonrisa. ¡Santa madre de Dios! Esa maldita sonrisa
ocupaba a menudo gran parte de su mente. Se había permitido, incluso, pensar
en un futuro con ella. Pero su vida era oscura y sombría y no podía castigarla
con una vida vacía.

Al día siguiente, tan pronto el médico salió de la habitación, Bruce cogió


el móvil y la llamó.
—Hola, Bruce.
—Hola.
—¿Estás bien?
—Mucho mejor. El médico acaba de marcharse. Me ha dicho que puedo
levantarme, y ducharme, sin mojarme la escayola.
—Esa es una buena noticia.
—Me preguntaba si podrías traerme algo de ropa.
—Claro, ¿qué necesitas?
—Creo que lo más adecuado serían pantalones de chándal, así podría
vestirme solo.
—Tienes razón.
—Pues dos pares de pantalones, algunas camisetas, ropa interior,
calcetines y deportivos. Creo que tengo unos con velcro, así no necesitaré
ayuda.
—De acuerdo, hoy mismo lo tendrás ahí.

Hardy entró en la habitación de su amigo al mediodía cuando acabó su


turno.
—Lea me ha dicho que te dé esto —dijo dejando la bolsa de viaje en el
sofá.
—¿Ha estado aquí?
—Sí, tenía que verle la herida.
—¿Está bien?
—Se va curando. Aunque le quedará una fea cicatriz. Dice que cuando
esté curada se hará un tatuaje para disimularla.
—No ha pasado a verme.
—Ya te dije que no lo haría. Ayer fui a verla y comí con ellos. Por la
tarde fuimos a...
Hardy se interrumpió al ver entrar a Nicole.
—Hola, guapísimos.
—Hola, Nicole —dijeron los dos al mismo tiempo.
—Lea me ha dicho que estás mucho mejor y que ya puedes levantarte, y
ducharte solo.
—Sí, me ducharé antes de que se vaya Hardy, por si necesito ayuda.
—Si en algún momento me necesitas, dímelo.
—¿Me vas a ayudar en la ducha? —preguntó Bruce sonriendo.
—Tengo tres hijos y los he visto desnudos, y supongo que tú tendrás lo
mismo que ellos.
—Sí, supongo. Gracias, lo tendré en cuenta.
—Como tienes compañía, me marcho.
—Muchas gracias por todo —dijo Bruce—. Estoy en deuda contigo.
—Y que lo digas —dijo la mujer besándolo.
—Si encontrara una mujer como esa, te aseguro que no me importaría
casarme —dijo Hardy cuando Nicole salió y mientras ponía la comida en la
mesa.
—Sí, mujeres como ella no abundan.
—Tu amorcito es como ella.
—¿Mi amorcito?
—Puedes seguir negándolo, pero sé que estás loco por Lea. Cuando esa
chica está cerca de ti, esa expresión de mala leche que tienes siempre en el
rostro, se suaviza y te vuelves tierno y cariñoso. Esa chica saca lo mejor de ti.
Lo pasas bien con ella. Entre vosotros hay algo especial, aunque tú procuras
que ese algo dure poco.
—También saca lo peor de mí. Y no estoy loco por ella. Es...
—Ya. Te he traído el periódico para que le eches un vistazo. Has salido
en la primera página.
—¡Mierda! Sabía que pasaría.
—Es difícil ocultar algo así. Deberías llamar a Lea para que venga a
trabajar. Ella se encargará de que los periodistas no te molesten.
—Antes de que llegara Nicole me estabas diciendo que fuiste a verla
ayer.
—Sí. Después de comer fuimos a dar un paseo con Lys.
—¿Lys ha salido de la clínica?
—Lea la recogió el sábado, cuando la echaste de aquí. No se ha separado
de ella ni un minuto. El veterinario le dijo que tenía que vigilarla para que no
se arrascase ni se mordiera las heridas. Pasa con ella las veinticuatro horas
del día.
—¡Mierda!
—Sí, mierda. Se ocupó de ti cuando peor estabas. Salvó tu vida y la de tu
perrita. Y desde que la echaste de tu lado se ha estado ocupando de ella. Si
dejas escapar a esa chica cometerás la estupidez más grande de tu vida.
—¿Cómo voy a pedirle que venga a trabajar? No puedo escribir.
—Es tu asistente personal. Puedes dictarle y ella escribirá por ti.
Bruce la llamó esa noche.
—Hola, Bruce.
—Hola. Me he duchado y me he vestido solo. Y he estado toda la tarde
levantado.
—No sabes cómo me alegro.
—Quería preguntarte si podrías venir a trabajar mañana.
—Claro. ¿Quieres que haga el horario habitual?
—Lo dejo a tu elección.
—Estaré allí mañana a las nueve. Te llevaré el desayuno.

—Buenos días —dijo Lea al entrar en la habitación al día siguiente.


—Hola. ¿Cómo está tu herida?
—Mucho mejor, gracias —dijo poniendo el desayuno sobre la mesa.
—Me alegro. ¿has desayunado?
—Sí. Ya estás vestido.
—Me he levantado a las siete, tan pronto me han dado la medicación.
Vestirme me lleva un buen rato —dijo sentándose a la mesa.
—¿Te molesta estar sentado? —preguntó ella al ver la mueca de dolor.
—Es por las costillas.
—¿Qué tal tu primera ducha?
—No fue fácil. Lo de lavarme el pelo fue una odisea, no podía ponerme
el champú en la mano. Gracias por enviarme el gel y el champú.
—Ahora hueles como siempre. No me gustaba ese olor a desinfectante.
No te has afeitado.
—No he sido capaz de llegar a tanto con la mano izquierda. Me afeitará
Hardy cuando venga.
—Puedo hacerlo yo, antes de que empecemos a trabajar, si quieres.
—Vale. Siento haberte dicho que te marcharas.
—Olvídalo. Tengo que admitir que me sentó mal. Pero mi madre hizo que
me diera cuenta de que cometí un error al quedarme contigo. Tú y yo no somos
familia, ni siquiera amigos, soy tu empleada. No te di opción a que decidieras
si querías que me quedara. Me disculpo por ello. Entiendo perfectamente que
prefieras que Vivien se quede contigo.
—Nadie se ha quedado conmigo desde que te marchaste. Cuando tuve la
pesadilla me di cuenta de que no podías seguir aquí. Te hice daño.
—Las pesadillas son la razón de que no duermas con ninguna mujer,
¿verdad?
—Supongo. Ya te diste cuenta de que es peligroso dormir conmigo.
Podría acabar con una mujer.
—Conmigo no lo tendrías fácil.
—Puedes quedarte a dormir, siempre que no te acerques a mí, si tengo
una pesadilla.
—No puedo, Bruce. Lys está en casa desde el sábado y tengo que
ocuparme de ella. Mi madre y Rex la vigilarán mientras estoy trabajando, pero
no es justo que tengan que estar pendientes de ella también por las noches.
—Tú tampoco tendrías que ocuparte de Lys.
—No me importa hacerlo. La quiero.
—Ella se encariñó contigo desde el primer momento que te vio. Cuando
estás tú, a mí me ignora. Voy a lavarme los dientes.
Cuando Bruce volvió, Lea fue al baño a coger lo de afeitar y una toalla.
Lea había pensado que después de estar unos días sin verlo, no sentiría
nada al volver a encontrarse con él. Qué equivocada había estado. Tan pronto
entró en la habíatación había sentido un hormigueo en el estómago. Y cuando
él la miró, se ruborizó temblando de deseo. Y eso, por una simple mirada.
Bruce se sentó en el sillón y ella lo hizo en una silla frente a él, con las
piernas entre las suyas.
Le miró la barba incipiente y deseó pasar la mano sobre ella. Deseaba
sentirla en la cara, sobre sus pechos y en la entrepierna. Bajó la mirada
perturbada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Y entonces le
miró la boca. Esa boca que era como una fantasía hecha realidad. Tenía que
relajarse, de lo contrario no podría coger la cuchilla. Respiró profundamente y
levantó la mirada. Intentó esforzarse en no mirarle los labios, pero fracasó en
el intento. Levantó los ojos para encontrarse con los de él. Habría jurado que,
a pesar de su inexperiencia, había deseo en la mirada de Bruce.
—Ayer te compré un regalo —dijo ella extendiendo la crema de afeitar
sobre su rostro.
—¿Un regalo?
—Es una tontería. Bueno, en realidad, dos tonterías. Las he dejado en la
mesita de noche Cuando salí con Lys del veterinario el sábado, vi una tienda
de artesanía y entré. El techo estaba lleno de cientos de campanillas de viento.
—¿Qué es eso?
—Esas piezas de cristal que se cuelgan y se mueven con el viento.
Compré unas para Rex y otras para ti —dijo pasándole la cuchilla por la
mejilla.
—¿Qué utilidad tienen?
—No creo que tengan ninguna utilidad, excepto que son preciosas. Y no
está de más rodearse de cosas bonitas y de sonidos agradables. Puedes
colgarlas en el porche, cerca de la ventana del despacho, que es donde
trabajas. Te aseguro que el sonido es relajante. Aunque no hace falta que las
cuelgues, si no quieres.
—Por supuesto que las colgaré.
—Las de Rex son de varios colores. Las tuyas son del mismo color,
porque eres más serio que Rex —dijo sonriendo—. Pero tienen un color verde
precioso. El mismo color del bosque que rodea tu casa.
—En ese caso, son del mismo color que tus ojos.
—Supongo que sí —dijo ruborizándose.
—¿Y el otro regalo?
—Ese puede que no te guste, porque es para llevarlo puesto. Compré una
igual para mí —dijo subiéndose la manga para que viera la pulsera de cuero y
plata.
—¿Me has comprado una pulsera?
—Ahora me doy cuenta que fue una estupidez. Cuando las vi me vino a la
cabeza lo sucedido en tu casa. Cuando te vi sentado en aquella silla y atado...
—¿Las compraste para recordar aquel día?
—No —dijo ella sonriendo—. No quiero tener recuerdos de ese tipo.
Más bien para recordar que tú y yo compartimos una experiencia. Sé que es
una tontería, y no pretendo que te la pongas.
—Pero tú la llevas puesta.
—Yo no soy tú.
—Me gusta cómo te queda.
—Las compré negras porque eres un hombre oscuro.
—¿Soy un hombre oscuro?
—Hay momentos en la vida que nos son insoportables. Habría que tener
mucha suerte para que no nos alcance la oscuridad que nos ofrece en algún
momento. Creo que a ti, esa oscuridad te ha alcanzado de pleno.
—¿A ti te ha alcanzado?
—Cuando pensé que era frígida me sumergí en esa oscuridad. Era
terrible pensar que pasaría toda la vida sin experimentar placer alguno —dijo
sin dejar de afeitarlo—. Tú me sacaste de ella. Aunque supongo que hay
muchas clases de oscuridad. Parece ser que la tuya la arrastras desde el
pasado. ¿Puedo hacerte una pregunta?
—¿Sobre mi pasado?
—No exactamente.
—Adelante.
—¿Has hablado con alguien sobre lo que quiera que te pasó?
—No.
—Tú puedes costearte un profesional. Tal vez él pudiera ayudarte a
acabar con tus pesadillas, como tú acabaste con las mías.
—Puedo soportar mis pesadillas.
—Durmiendo solo. ¿Vas a sacrificar toda tu vida sin intentar buscar la
solución?
—Dormir solo es la solución.
—¿Qué pasará cuando te cases?
—No pasará nada, porque no voy a casarme.
—¿No vas a casarte porque tienes pesadillas?¿No deseas compartir tu
vida con nadie? ¿Tener hijos?
—No voy a casarme y punto. Eso es para las personas como tú, que creen
en el amor.
—¿Tú no crees en el amor?
—No.
—Sin embargo conoces a gente que es feliz en su matrimonio.
—Cierto. Pero eso no sucederá conmigo.
—Listo —dijo después de quitarle el jabón de la cara y ponerle loción.
Lea llevó las cosas al baño. Cuando volvió colocó la mesa delante de
Bruce y ella se sentó frente a él.
—¿Qué quieres hacer? —dijo mirándolo.
Ese pelo negro, alrededor de aquel rostro que cortaba la respiración, y
esos ojos grises tan intensos, la aturdieron por un instante. Él la miró a la vez
con una sonrisa tan sensual, que la sangre de Lea coloreó sus mejillas
súbitamente.
Por suerte llamaron a la puerta y Lea fue a abrir. Era el paciente de la
habitación de al lado.
—¿Conoces a pacientes de este hospital? —preguntó cuando el hombre
se marchó.
—La semana pasada pasaste mucho tiempo dormido. Conocí a algunas
personas y me caen bien.
—Tú te llevarías bien hasta con un árbol.
Lea soltó una carcajada. Lo miró a los ojos y volvió a ver ese algo, como
si fuera a perder el control en cualquier momento. Y entonces se dio cuenta de
que aquel atisbo de peligro en su mirada le hacía parecer mucho más
irresistible.
—Bien, ¿por dónde empezamos?
—¿Vas a ir a comer a casa?
—En una hora no me da tiempo. Mi madre traerá la comida, pero si no
quieres que coma aquí, puedo ir a la habitación de cualquier paciente.
—¿Por qué no iba a querer que comieras aquí?
—Mi madre me ha dicho que no debo abusar de ti.
—¿Siempre haces caso a tu madre?
—Cuando creo que tiene razón, sí.
—Me gustaría que comieras conmigo.
—Entonces, me quedaré.
—Bien, empecemos. Estoy un poco descentrado. Ni siquiera recuerdo si
escribí algo de la novela.
—Tienes escrito el primer capítulo —dijo poniéndole la libreta delante
junto con todas las notas—. Supongo que todas esas notas son para el
siguiente.
—No tengo ni idea de lo que escribí. Déjame que lo lea.
—Aprovecharé para ir a hablar con tu vecino. Volveré en quince minutos.
—De acuerdo.
Cuando Lea regresó, Bruce estaba intentando tomar algunas notas con la
mano izquierda, pero era un desastre y desistió.
—Esto no funciona.
—Bruce, tendrás que imaginar por un tiempo que yo soy tus manos.
Limítate a decir lo que quieres anotar y yo lo escribiré.
Antes de que Lea se sentara llamaron a la puerta y Lea fue a abrir. Era un
periodista. Lea salió de la habitación y cerró la puerta para atenderlo en el
pasillo. Se deshizo de él lo antes que pudo.
Pasaron la mañana tomando notas. Después de que comieran lo que
Nicole les llevó, Bruce ordenó todo lo que tenía anotado y empezó a dictarle
el siguiente capítulo.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Hardy entrando en la habitación.
Estaba de guardia ese día y se pasaba a menudo a verlos.
—Bien —dijo Lea.
—Yo no me siento muy inspirado, es difícil trabajar aquí —dijo Bruce—.
Déjame la libreta que vea lo que hay escrito.
—¿La libreta?
—Sí, la libreta.
—Pero..., puede que no lo entiendas.
—Entiendo perfectamente tu letra.
—Es que...
—¿Qué pasa?
—Es que no vas a entender nada.
—Dame la libreta.
—Como quieras —dijo ella entregándosela.
—Pero... ¿qué cojones es esto? —dijo Bruce mirándola.
—Cuando me contrataste no me dijiste que tenía que tener conocimientos
de taquigrafía. Me estabas dictando muy deprisa, así que he tenido que
inventar un cógido sobre la marcha para poder seguirte.
—¿Has inventado un código mientras te dictaba?
—Sí.
—Pero..., ¿tú entiendes lo que has escrito?
—Por supuesto.
—Pero hay muchas letras sueltas.
—Cada letra es una palabra.
—¿Qué significa la a?
—Si es mayúscula, asesino. Minúscula, administrativo.
—¿La c?
—Mayúscula, centro comercial. Minúscula, comisaría.
Bruce la miró perplejo.
—He usado todo el abecedario. Además, empleo dos letras seguidas,
mayúsculas o minúsculas. O tres. Y los números, del cero al nueve.
—Estás de broma.
—Yo no bromeo con el trabajo.
—Dios, eres fantástica —dijo Hardy riendo.
—¿Y lo recuerdas todo?
—Tengo buena memoria.
—¿Y cómo pretendes que yo lea esto?
—Bueno, hay varias opciones. Puedo anotarte cada letra o letras con su
significado al lado y sólo tendrás que sustituirlas.
—Tardaría un mes en leer un capítulo.
—Puedo pasar al ordenador lo que me has dictado, descodificado. ¡Ah!
Se me olvidaba que no sabes usar el ordenador.
Hardy soltó una carcajada y Bruce miró a Lea con los ojos entrecerrados,
claramente enfadado.
—¿Qué diferencia hay en que lo escriba en taquigrafía o empleando mi
propio código? No podrías leerlo de ninguna de las dos formas.
—Eres de mucha ayuda. Vamos, la asistente ideal.
—Me pregunto si naciste con esa mala leche o has ido perfeccionándola
con los años. ¿Acaso sabes taquigrafía? No, claro que no. Te dejaré escrito en
tu libreta lo que me has dictado antes de irme. Y voy a ponerme a ello porque
son casi las seis y tengo que marcharme a ocuparme de Lys. Ella es cariñosa,
nada que ver contigo.
Lea empezó a descifrar todo lo que había escrito y lo dejó delante de él.
—Escribe notas con lo que se te ocurra —dijo ella poniéndose la
chaqueta.
—No puedo escribir.
—Practica con la mano izquierda. O aprovéchate de las visitas para que
lo hagan por ti, ahora que no dispones de una asistente personal las
veinticuatro horas del día. Te veré mañana a las nueve. Adiós, Hardy —dijo
abrazando al médico.
—Adiós, preciosa —dijo acompañándola a la puerta y cerrándola tras
ella—. Desde luego no estás ganando muchos puntos tratándola así.
—Yo no necesito ganar puntos con ella.
—Sabes, creo que tienes razón. Esa chica es demasiado buena para ti y
no está a tu alcance.
—No hay nada que esté fuera de mi alcance.
—No se me ha pasado desapercibido que estás jugando con ella. Tienes a
un montón de mujeres dispuestas a complacerte.
—Eso es aburrido. Con Lea es imposible aburrirse.
—En eso te doy la razón —dijo Hardy sonriendo—. Me encanta esa
chica.
—¿Crees que habrá alguien a quien no le guste?
—No. Es muy inteligente, ¿eh? No entiendo por qué pierde tiempo
trabajando para ti.
—Gracias.
—No creo que se conforme trabajando contigo durante mucho tiempo.
—Si en algún momento decide abandonarme, le subiré el sueldo hasta un
punto que no pueda rechazarlo.
—¿Y vas a seguir sintiendo lo que sientes por ella, sin hacer nada al
respecto?
—Sí.
—A veces no te entiendo.

Lea no apareció por el hospital durante todo el sábado. Estaba


respetando el horario de trabajo. Bruce la echaba mucho de menos, pero sabía
que se estaba ocupando de Lys.
—Hola, Lea —dijo Bruce contestando al teléfono a las diez de la noche.
—Hola, ¿cómo has pasado el día?
—No voy a decirte que bien, porque odio estar aquí. Sobre todo los fines
de semana.
—¿Porque no me ves?
—Pues, aunque no lo creas, sí. Cuando estamos trabajando el tiempo
pasa rápido. Ha venido James, no hay ningún cargo contra ti.
—Lo suponía. Anoche hubo partida aquí.
—Echo de menos esas noches. Y la rutina, que antes pensaba que era
aburrida. Hardy ha pasado la tarde conmigo y Viv ha venido a las ocho, acaba
de marcharse.
—¿Por qué no le pides a ella que se quede contigo?
—No necesito a nadie. ¿Qué tal está Lys?
—Esta mañana la he llevado al veterinario. Tiene las heridas casi
curadas y ya le han sacado el vendaje. Ya puede dar largos paseos y tengo que
empezar a hacerla correr un poco cada día.
—Me alegro de que esté bien. El médico me ha dicho que seguramente
me quitarán la escayola el lunes.
—Eso sí es una buena noticia. Ya no tendrás que dictarme nada. Lástima,
ahora que ya manejo mi código a la perfección.
—¿Te he dicho que eres fantástica?
—Mejor no me digas nada halagador, porque si me acostumbro, cuando
saques tu vena perversa, otra vez, me afectará más.
—Procuraré contenerme.
—Eso no va a pasar, porque es un rasgo de tu personalidad.
—Pero a ti te afecta.
—Es cierto. Pero como te contesto siempre, no me afecta tanto como
debería. Y seguro que me afectará menos a medida que pase el tiempo. Ya
tengo ganas de que vuelvas a casa. A mí tampoco me gusta el hospital. No
hemos adelantado prácticamente nada en la novela.
—Aquí no puedo concentrarme. Este ambiente es deprimente. Echo de
menos el olor del bosque, la tranquilidad de mi casa, incluso el frío, cuando
voy a pasear con Lys.
—Te entiendo.

—Hola —dijo Lea al entrar en la habitación al día siguiente por la noche.


—Hola, Lea, no te esperaba.
—Mi madre y Rex han salido a cenar y me ha pedido que te preparara la
cena. Si no te importa cenaré contigo.
—Me gusta cenar contigo. ¿Qué has preparado?
—Sopa de pescado, filetes de lenguado rebozados y patatas salteadas —
dijo abriendo los contenedores en la mesa—. Siéntate antes de que se enfríe.
—Huele delicioso.
—No soy tan buena como mi madre, pero me defiendo —dijo cortando el
pan.
—No te subestimes. Esta sopa está de muerte. Hoy parece que toda la
gente que conozco tenía planes, he pasado la tarde solo y aburrido.
—Procuraré distraerte para que no te aburras.
—No tendrás que esforzarte, porque tú eres mi mayor distracción.
Lea no entendía a ese hombre. A veces flirteaba descaradamente con ella
y otras, en cambio, era de lo más borde. Pero tenía que admitir que cuando
flirteaba con ella se sentía bien.
—¿Y qué has hecho toda la tarde, solo?
—Pensar.
—¿En la novela?
—En varias cosas. Principalmente en ti, pensó Bruce.
—Esta mañana he dado un largo paseo por el bosque con Lys.
—No deberías ir sola, es peligroso.
—Voy armada. Y a estas alturas, ya deberías saber que sé cuidar de mí
misma.
—Así y todo, debes tener cuidado.
—¿Te preocupas por mí?
—Tú te has preocupado por mí desde que me dieron la paliza. Y nadie se
preocuparía por su jefe, sobre todo teniendo tan mala leche.
—Con mala leche y todo, a mí me caes bien.
—¿En serio?
—Claro —dijo mirándolo y sonrojándose al ver la sonrisa en sus labios.
—¿Te importaría traerme mañana algo de ropa? Puede que me den el alta.
—Claro. ¿Qué necesitas?
—Un vaquero, un suéter y una chaqueta.
Lea le pidió que le hablara de cuando vivía en Seattle y trabajaba en el
bufete y le habló de ello mientras cenaban.
—¿Cuál será mi trabajo durante la gira?
—Estar a mi lado en todo momento.
—¿Tendré tiempo libre?
—¿Para hacer qué?
—Para visitar la ciudad en la que estemos, salir por la noche…
—Me temo que no. Tu madre me ha hecho prometerle que cuidaría de ti.
Y también se lo prometí a Niall.
—Pero tú saldrás a cenar con gente.
—Y tú me acompañarás.
—¿Y cuando quedes con una mujer?
—Entonces te quedarás en tu habitación.
—¿Voy a estar cuatro semanas sin separarme de ti?
—Hace un momento has dicho que te caía bien.
—Pero no tanto como para pasar un mes juntos.
—Te acostumbrarás. Y procuraré portarme bien —dijo él sonriendo.

—Buenos días —dijo Lea al entrar en la habitación al día siguiente—. Te


he traído lo que me pediste.
—Gracias.
—Vamos a desayunar, siéntate.
Lea puso mantequilla en un par de rebanadas de pan y se las puso delante.
Entonces se dio cuenta de que Bruce llevaba puesta la pulsera de cuero.
—Me encanta este pan.
Lea le dedicó una sonrisa que a Bruce le llegó al alma. Permaneció un
instante observándolo. La personalidad de Bruce era arrolladora. Cuando
estaba con él le parecía un depredador vigilando a su presa. Y su aspecto
hacía que se reafirmara en ello, porque era brutal, aunque tierno al mismo
tiempo. Sus ojos eran fríos como el hielo, pero cuando la expresión de su
rostro se suavizaba, como en ese momento, su mirada era cálida. A Lea le
gustaba disfrutar del espectáculo de su presencia.
Le miró la boca. Los labios de ese hombre eran su perdición. Estaba
segura de que podría seducir a cualquier mujer y persuadirla para que hiciera
todo lo que él deseara. Por Dios, con esa boca podría seducir incluso a la
monja más beata.
Cuando bajó de las nubes se dio cuenta de que él la estaba mirando
fijamente. Su corazón comenzó a bombear fuertemente y se ruborizó.
—¿Te encuentras bien? Pareces… aturdida.
—Esa palabra no abarca para describir lo que siento en este momento —
susurró ella.
Bruce la miró esbozando una sonrisa. Y ella rezaba para que él no
pudiera oír los erráticos latidos de su corazón, delatándola. Un calor apareció
en su bajo vientre. Lea le dirigió una rápida mirada y se estremeció al
comprobar que Bruce seguía mirándola.
—¿A qué hora suele venir el médico?
—Entre las diez y las once.
—Entonces no merece la pena que trabajemos antes.
—Sí, mejor esperamos. Estoy preocupado.
—¿Por qué?
—¿Y si la mano no me queda bien?
—No digas tonterías. Hardy me dijo que tu médico es el mejor cirujano
del estado.
—Si las cosas no salen bien, no podré volver a escribir.
—Tienes otra mano. Además, yo estaré contigo. Puedo seguir usando mi
código secreto —dijo sonriendo.
—Te manejas a la perfección con él.
—Bruce. Todo va a salir bien —dijo acariciándole la mano por encima
de la mesa—. Y yo voy a estar siempre contigo. Y podrás hablar conmigo de
lo que quieras. Podemos ser amigos.
Amigos, pensó Bruce. Aceptar ser amigo suyo era tentador. Igual de
tentador que el pecado. Sería como hacerse amigo del mismo Lucifer, y
seguramente igual de peligroso. Ya le costaba bastante esfuerzo estar alejado
de ella.
—Tú y yo no podemos ser amigos.
—¿Por qué?¿Tiene algo que ver con que me besaras y me acariciaras?
Bruce la miró fijamente dejando que los recuerdos fluyeran por su mente
con la misma libertad que la sangre corría por sus venas. Recordó cada detalle
con claridad. Revivió cada sonido, cada roce, el olor, el sabor, cada sensación
que había experimentado con ella.
—Ocurrió una única vez. Yo ya lo he olvidado. Además, fue una obra de
caridad por tu parte. Dame una razón por la que no podamos ser amigos.
—Tengo más de una razón. No puedo ser amigo de una mujer que me
provoca una erección, simplemente con su presencia. Y no puedo ser amigo de
una mujer que, en más de una ocasión la he imaginado desnuda en mi cama.
Lea lo miró sin poder dar crédito a sus palabras y con las mejillas color
escarlata.
Por suerte, el médico entró en ese momento. Después de hablar unos
minutos con Bruce le dijo que irían a recogerlo en quince minutos.
Cuando se marchó, Bruce volvió a sentarse para terminar de desayunar.
Lea no se sentó. No quería estar frente a él. No deseaba encontrarse con su
mirada. Las palabras que le había dicho daban vueltas en su cabeza. No podía
creer que él la deseara y tenía que olvidarlo.
Bruce fue al baño a lavarse los dientes. Reconoció que había sido un
estúpido al dejarle claro que la deseaba. No quería que ella se hiciera
ilusiones, pero no había podido resistir la tentación de decirle lo que pensaba.

Lea estaba nerviosa. Había pasado más de una hora desde que Bruce
había salido de la habitación y no sabía nada de él. Estaba en el pasillo
apoyada en la pared cuando lo vio aparecer. Un celador empujaba su silla de
ruedas. Bruce levantó la mano para mostrarle que la escayola había
desaparecido y ella le sonrió.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó después de que el chico saliera con la
silla de ruedas—. ¿El médico ha dicho que todo está bien? ¿Podemos
marcharnos a casa?
A Bruce le gustó que dijera marcharnos a casa.
—Creo que ha ido bien —dijo levantando la mano y moviendo los dedos
—. Me han hecho unas radiografías. El médico vendrá después de verlas.
—¿Te duele? —preguntó ella acariciándole los dedos.
Bruce la miró y ella le devolvió la mirada. Los ojos de él estaban
brillantes y Lea se estremeció. El pulso se le disparó bajo la atenta mirada de
él, pero no bajó la cabeza sino que le mantuvo la mirada.
El médico entró media hora después acompañado de una enfermera.
—¿Está todo bien? —preguntó Bruce levantándose.
—¿Podría dejarnos solos? —dijo el médico a Lea.
—Puede hablar delante de ella con toda libertad —dijo Bruce.
—De acuerdo. Siéntese, señor Rayner.
Bruce se sentó en el sofá y Lea a su lado. Ella le cogió la mano. El
médico se apoyó en la cama.
—Las radiografías muestran que todo está bien. Notará hormigueo en los
dedos durante unos días. Sé que su trabajo es escribir, pero por el momento no
quiero que fuerce la mano. Puede hacerlo durante unos minutos, tres o cuatro
veces al día. Tiene que acostumbrarse poco a poco. Le he traído esta pelota
para que ejercite la mano y los dedos —dijo entregándosela—. Quiero que
pase la mayor parte del día apretándola y aflojándola.
—De acuerdo.
—Las costillas no están completamente soldadas, pero se están
recuperando bien, aunque tendrá que llevarlas vendadas. Quiero que se eche
en la cama, al menos tres veces al día durante una hora. Si es más tiempo,
mejor. Y debe dormir ocho horas por la noche. Cuando se siente ha de estar
recto, de todas formas, ya habrá notado que siente molestias cuando no lo
hace.
—Sí, lo sé.
—Quiero que venga a mi consulta el día once —dijo entregándole el
papel con la cita que Bruce le pasó a Lea—. Ese día le harán radiografías y
veremos si todo está bien.
—Vale.
—No conduzca en las próximas dos semanas. La enfermera le curará
ahora la herida del hombro y le explicará cómo proceder. Tendrá que hacer lo
que ella le diga hasta que esté completamente curada.
—¿Cuándo puedo irme a casa?
—Tan pronto recoja sus cosas. Puede recoger el alta firmada en el
mostrador del pasillo.
—Estupendo.
—La enfermera le dará unos calmantes por si los necesita.
—No quiero más calmantes.
—Bien. Pues eso es todo. Ha sido un placer ocuparme de usted. Lo veré
en mi consulta.
—Gracias por todo —dijo Bruce dándole la mano.
—¿Le importa quitarse la camiseta? —preguntó la chica después de que
el médico se marchara.
Lea estaba prestando toda su atención mientras lo curaba.
—No restriegue la herida cuando se duche. Y después de secarse aplique
esta pomada y cúbrala. En unos días verá que la herida está seca y sólo
entonces podrá suspender las curas. Le quedará una fea cicatriz.
—Así recordaré ese día —dijo mirando a Lea.
—Las costillas tienen que seguir vendadas, excepto cuando se duche.
—Vale.
La enfermera le dio a Lea todo lo necesario para las curas.
—Gracias.
Lea puso los ojos en blanco cuando la enfermera abandonó la habitación.
—¿Qué?
—Pensé que iba a comerte con los ojos. ¿Todas las mujeres se quedan
embobadas contigo?
—Tú no lo haces. ¿Estás celosa?
—Llamaré a mi madre para que no traiga la comida y le diré que
comeremos con ellos —dijo ella ignorando sus palabras.
—¿Vamos a comer en tu casa?
—Sí. Vístete —dijo ella, dejando los vaqueros y el suéter que le había
traído sobre la cama—. Larguémonos de aquí.
Lea guardó las cosas de Bruce en la bolsa de viaje. Cuando salió del
baño con la bolsa de aseo, Bruce estaba intentando abrocharse el vaquero.
—¿Puedes ayudarme? No puedo abrocharme los botones.
—Vaya, por Dios —dijo ella mirando la cinturilla del pantalón y el vello
que se escondía por su interior.
A Bruce no le pasó desapercibido el rubor de sus mejillas. Lea se acercó
a él y le abrochó los cuatro botones sin perder tiempo. Y él sonrió al verla tan
incómoda.
—Empieza a ejercitar la mano con esa pelota o tendrás que ir con
chándal.
—¿Tienes problema en abrochar unos botones?
—Sí, si no son míos.
Capítulo 16
—Eres un hombre con suerte —dijo Lea cuando salieron de su casa y
mientras conducía.
—¿Por qué lo dices?
—Te preparan las tres comidas del día y además, te regalan verduras y
hortalizas.
—Tienes razón, aunque pago para que me preparen las comidas.
—Ah, lo había olvidado.
Entraron en la casa seguidos de la perrita.
—¿Vas a acostarte?
—No, por Dios, estoy harto de estar acostado.
—El médico ha dicho que tienes que acostarte una hora, unas cuantas
veces al día. Deberías hacerlo ahora.
—¿Estarás aquí cuando me levante?
—Sí. Me ocuparé del correo y de los mensajes del teléfono. Y luego
prepararé la cena.
—En ese caso, me acostaré —dijo caminando hacia la escalera. De
pronto se detuvo—. ¿Te importa desabrocharme el pantalón?
Lea se acercó a él y lo hizo sin mirarlo.
—Cuando te levantes ponte un pantalón de chándal.
Bruce le dedicó una sonrisa deslumbrante y Lea sintió tal deseo por él,
que experimentó verdadero dolor físico.
Bruce sólo pretendía estar echado un rato, pero se había dormido y se
despertó tres horas más tarde. Entró en la cocina. Lea estaba preparando la
cena y no tuvo que mirar hacia atrás para saber que él estaba allí. Percibió su
presencia igual que se siente la brisa en la piel.
—Hola.
—Pensaba que tendría que subir a buscarte —dijo volviéndose para
mirarlo.
—Me he dormido.
—Eso está bien.
—¿Qué estás preparando?
—Cordero al horno y una ensalada.
—Me muero de hambre. ¿Te quedas a cenar conmigo? —dijo sentándose
a la mesa.
—Sí. Cenaremos en diez minutos. ¿Cuándo sueles ducharte, por la
mañana o por la noche?
—¿Por qué? ¿Quieres ducharte conmigo?
—¿Eres tonto o qué? Lo digo porque vives solo y tendré que ser yo quien
te cure.
—Solía ducharme por las noches, después del gimnasio.
—Si quieres te duchas después de cenar y te curaré antes de irme.
—De acuerdo. Creo que luego me acostaré. A pesar de todo lo que he
dormido, me encuentro cansado. ¿Había algo importante en el correo o en los
mensajes?
—Nada que no haya podido solucionar. Había un par de mensajes de
gente que no conozco, te he dejado las notas en tu mesa. Y otros de unas
cuantas mujeres.
—Olvídate de concertarme citas. No voy a ver a ninguna mujer, de
momento.
—De acuerdo —dijo aliñando la ensalada y poniéndola en la mesa.
—Tengo que disculparme por lo que te he dicho hoy en el hospital.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella sirviendo la cena en los platos y
sentándose a la mesa.
—A las razones que te he dado para que no seamos amigos.
—Disculpas aceptadas —dijo sin mirarlo.
—No me disculpo por lo que te he dicho, sino por habértelo dicho.
—Sí, no deberías haberlo hecho. Empiezo a pensar que a veces me
hablas sólo para avergonzarme. No me has engañado ni por un momento. Tú
no me deseas, pero disfrutas haciéndome sentir incómoda. He llamado a
Edward para decirle que ya estás en casa. Vendrá a verte esta semana.
—¿A mí o a ti?
—¿A mí? ¿Por qué iba a querer verme a mí?
—Porque le gustas.
—No digas tonterías. ¿Por qué dices algo así? Dijiste que no crees en el
amor.
—El amor es una enfermedad maligna que lo destruye todo a su paso.
Pero he dicho que le gustas, no tiene nada que ver con el amor.
—Parece que vayas por la vida sin sentir... nada.
—Tal vez sea así.
—¿Cuáles son tus sueños?
—Yo no tengo sueños, sino pesadillas. Cuando no esperamos nada es
cuando tenemos el control de nuestra vida. Soñando con el futuro
desperdiciamos el presente.
—Todo el mundo tiene sueños.
—Yo no.
De pronto Bruce deseó sentir ese suave cuerpo junto al de él. Deseó
saborear de nuevo sus labios. Quería que la mirada triste que tenía ella en ese
instante y esa lástima escondida en su silencio se convirtieran en una mirada
de deseo, de pasión por él. Deseaba la mirada que vio en ella cuando entró en
la cocina hacía escasos minutos. Esa mirada que se concentró en él. Vio en sus
ojos deseo, sólo por un instante, pero estaba completamente seguro que lo
deseó. Y Bruce necesitaba penetrarla y saciarse de ella.
Interrumpió su erótica fantasía y la miró fijamente, y Lea no apartó sus
ojos de él. Esa mirada era la de un hombre experimentado, como él, y era más
maduro de lo que representaba su edad. Era una mirada íntima y seductora que
advertía que era un mujeriego. Y Lea se maldijo porque eso, aún la atraía más.
—¿Cuál es tu sueño?
—Me gustaría ser la persona más importante en la vida de un hombre.
—Otra vez con el amor. ¿Por qué sueñas con el futuro? El futuro es un
papel en blanco a la espera de que se escriba.
—Hablar contigo de amor, sentimientos o emociones es una pérdida de
tiempo. Pensé durante mucho tiempo que era fría, pero comparada contigo, era
tan cálida como las aguas del Caribe.
—Supongo que la señorita exmoratoria sexual tiene sus buenas razones
para hablar de ello.
—Sí, ahora sé que soy cálida y apasionada. Y tú eres frío como un
iceberg.
—Puede que sea frío en ciertos asuntos, pero no respecto al sexo.
—Para mí eres frío en todos los aspectos.
—Cuando estuvimos juntos en casa de Rex no oí que te quejaras.
—Estaba un poco bebida —dijo sonriendo.
—Entonces tendré que demostrártelo un día.
—Puedo asegurarte que eso no va a ocurrir. ¿Quieres postre? He
preparado macedonia de frutas.
—Tal vez luego.
—Lo dejaré en la nevera —dijo levantándose—. Si no te importa,
dúchate mientras recojo la cocina y te curaré luego. Quiero irme a casa.
—Vale. Te llamaré cuando acabe. Despégame el esparadrapo de la
venda, lo tengo en la espalda.

Cuando Bruce la llamó, Lea cogió la bolsa con lo de las curas y subió al
dormitorio. Repiró hondo al verlo sentado en la cama sólo con el pantalón del
pijama.
—Te curaré primero el hombro.
Lea estaba concentrada en lo que hacía, pero sabía que él la estaba
mirando fijamente. Cada vez que rozaba la piel con los dedos notaba el mismo
hormigueo en el pecho y en su sexo, que había sentido cuando él la acarició en
casa de Rex. Y por supuesto, se sonrojó.
Se ruborizaba tan fácilmente que Bruce sintió lástima de ella. Aunque
tenía que admitir que disfrutaba con el proceso.
Después de que le curara el hombro, Bruce se puso de pie para que le
vendara el torso. Lea pasaba las manos por detrás de él, rodeándolo con la
venda, y al hacerlo se pegaba a su cuerpo. Se humedeció los labios y a Bruce
se le secó la garganta al verla. De pronto, el cansancio que había sentido
minutos atrás desapareció de su cuerpo. En ese instante deseaba empotrarla
contra la pared y hundirse en ella hasta el fondo. Estaba excitado y su erección
era más que evidente. ¡Joder! Esa chica no lo sabía, pero tenía el poder
absoluto de su sexo. Santo Dios, estaba comportándose como un principiante.
Tuvo la tentación de abrazarla y reclamar su boca, pero logró controlarse.
—¿Vas a quedarte cada día hasta por la noche para curarme?
—Si algún día no puedo por alguna razón, buscaré a alguien para que lo
haga. Soy tu asistente y tengo que solucionar tus problemas.
—¿Todos?
—Todos los que pueda. Ya he terminado. Le pondré a Lys la comida antes
de marcharme.
—Gracias… por todo.

Era el primer día en casa de Bruce después de que volvieran del hospital.
Trabajaban a ratos, Lea tomando notas y escribiendo lo que Bruce le dictaba.
Ya no estaba acostumbrada a trabajar frente a él y estaba algo desconcertada.
Y además, Bruce la miraba como si estuviera viendo algo que nadie más era
capaz de ver. En parte le parecía halagador, pero al mismo tiempo la
inquietaba.
—Hola —dijo Lea al abrir la puerta de la calle y ver a Edward.
—Hola. No sé cómo lo haces, pero cada vez que te veo estás más guapa.
Bruce maldijo cuando escuchó la voz de su editor. Edward le caía bien y
eran amigos, pero sabía que estaba interesado en Lea y eso no le gustaba.
—Hola, Bruce —dijo entrando en el despacho.
—Hola —dijo él levantándose y dándole la mano.
—¿Cómo estás?
—Mucho mejor. Siéntate, por favor. ¿Qué te trae por aquí?
Edward se sentó en el sofá y Bruce frente a él.
—¿Os apetece un café?
—Sí, gracias —dijo Bruce.
—He venido a hablar de la gira.
—Podías haber llamado.
—Lo sé. Pero quería verte. Las portadas de tu novela quedan genial en
esa pared.
—Gracias.
—¿Puedes concentrarte teniendo la foto de Lea ahí?
—La tengo sentada frente a mí cuando trabajamos, ya estoy
acostumbrado.
Lea entró con los cafés. Estuvieron hablando de las fechas posibles para
comenzar la gira.
—Has dicho que tienes que ver al médico el día once. ¿Qué te parece si
salís el viernes quince?
—Me parece bien.
—Lo arreglaré para ese día. Te enviaré un email con todo detallado —le
dijo a Lea.
—De acuerdo.
—¿Tienes otra novela en mente?
—Sí, aunque en estos momentos estoy algo descentrado.
—Es normal. ¿Te apañas bien con las comidas?
—Lea se encarga de ello y de curarme por la noche.
—Ya me gustaría a mí encontrar una asistente como tú —dijo el editor
mirándola.
—Ya te dije que soy muy eficiente —dijo sonriendo—. ¿Te quedas a
comer?
—No, he quedado con alguien, pero te lo agradezco.

Lea fue a casa de Bruce el sábado a las nueve. Le preparó el desayuno y


mientras él desayunaba sacó a la perrita a dar un paseo. Luego se marchó a
casa. Al medio día volvió otra vez con la comida, pero se marchó enseguida
porque llegó Hardy y le dijo que se quedaría con Bruce. Lea le había llevado
una lasaña para la cena y Bruce dedujo que ese día no volvería por allí.
Vivien llegó por la noche y se encargó de calentar la cena para los dos.
—¿Por qué no subes a ducharte? —dijo Vivien—. Lea no podía venir
esta noche y me ha pedido que te curara la herida.
—¿Por qué no ha podido venir?
—Iba a salir a cenar con alguien.
—¿Con quién?
—Con uno de los hombres que cenamos, cuando hacías de su niñero.
—¿La has dejado ir sola con él?
—Bruce, no es una niña.
—Subiré a ducharme.
Después de que Vivien lo curara, Bruce dijo que iba a acostarse y su
amiga se marchó.
A las diez y media estaba metido en la cama… pensando en Lea. La
imaginaba en brazos de ese hombre y se sentía morir. La deseaba con cada
respiración. No podía deshacerse de aquel deseo que parecía ocuparlo todo.
Nunca había sentido nada igual por otra mujer.

Hardy llegó a primera hora de la mañana a casa de su amigo. Le dijo que


se vistiera porque irían a desayunar y luego comerían con su madre. Bruce
estaba seguro de que Lea le había pedido a Hardy que se ocupara de él,
porque estaría harta de acompañarlo.
Y no se equivocaba, aunque no de que estuviera harta, sino porque se
sentía tan atraída por él, que tenía miedo de que Bruce se diera cuenta.
Lea acababa de acostarse. A pesar de ser muy tarde no podía dormir y
pensó en Bruce. La intensidad con la que la miraba hacía que se estremeciera.
Ese hombre era puro deseo y el cuerpo de Lea lo reclamaba. Deseaba verlo
desnudo. Quería acariciar su cuerpo con las manos y los labios. Y lo que más
deseaba era hacer el amor con él. Recordó un día que estaban trabajando el
uno frente al otro. La calefacción estaba bastante alta y Bruce se había quitado
el suéter. Llevaba una camiseta de manga corta debajo. La manga presionaba
sus bíceps y… Lea deseaba que la acariciara de nuevo con esas manos
grandes y fuertes. Quería quitarle la camiseta y recorrer sus músculos con los
dedos. Deseaba abrazarlo y sentirlo pegado a ella. Quería sentir el vello de su
pecho contra sus pezones desnudos.
Había estado más de una vez a punto de perder el control, por eso quería
dar un descanso a sus inapropiados pensamientos. Esa era la razón de haber
salido a cenar con ese hombre la noche anterior. Le caía bien y era agradable.
Y ella quería hacer el amor, quería saber qué se sentía. Bruce no había querido
hacerlo con ella, sin duda porque no la deseaba.
Sin embargo, a pesar de que ese hombre le había propuesto ir a su casa
después de cenar, ella no aceptó.

—Lea, no tienes que preocuparte por mí —dijo Bruce el lunes después


de que ella lo interrogara sobre las veces que había descansado durante el fin
de semana—. Ya estoy casi bien. Ya no te necesito.
—De acuerdo. ¿Has encontrado a alguien para que te vende las costillas.
—Lo hará Hardy, o Vivien.
—¿Estás enfadado conmigo?
—¿Por qué iba a estar enfadado?
—No lo sé. ¿Quieres que trabajemos?
—Voy a salir a dar un paseo. Y cuando vuelva, puede que me acueste un
rato.
—¿No dormiste bien anoche?
Lea lo miró de arriba abajo. Bruce llevaba un vaquero negro desgastado
y un suéter del mismo color que sus ojos. Parecía más joven y más rudo.
Exudaba sexualidad por todos los poros de su piel. Ese hombre era la viva
imagen del éxito y de la confianza en sí mismo. Parecía peligroso e inflexible.
Un hombre a quien era mejor no hacer enfadar.
—He dormido perfectamente. Vamos, Lys.
Lea sabía que a su jefe le ocurría algo. Le había dejado claro que no
quería que ella volviera a ocuparse de las curas. Se preguntó si le sucedería lo
mismo que a ella, que se sentía tan atraído que le preocupaba perder el
control. Pero desechó la idea por estúpida.
Lea no tenía trabajo y se preguntó qué haría los siguientes días, si Bruce
no escribía. Y últimamente, no podía decirse que estuviera muy interesado en
hacerlo.
Bruce estuvo toda la mañana durmiendo. Lea estaba preparando la mesa
para comer cuando entró en la cocina.
—Por fin te has levantado. Siéntate, la comida está lista. ¿Quieres vino?
—Sí.
—Quiero pedirte algo.
—Después de todo lo que has hecho por mí, puedes pedirme lo que
quieras.
—No tengo trabajo. He estado toda la mañana prácticamente sin hacer
nada. ¿Te importa que vaya esta tarde a comprar la ropa que necesito para el
viaje? Así aprovecho para pasar tiempo con mi madre e ir a cenar con ella.
—Por supuesto que no me importa.
—En ese caso, me marcharé después de comer. He dejado en la nevera
unos sándwiches y ensalada para la cena.
—Entonces, dabas por hecho que te daría la tarde libre.
—Sabía que no te negarías. ¿Cuándo vas a empezar a trabajar en serio?
—Acabo de terminar una novela.
—Lo sé. Y soy consciente de que habrán sido unos meses estresantes.
Pero yo no tengo nada que hacer.
—¿Te aburres?
—No quiero aburrirme.
—Empezaremos a trabajar mañana.
—De acuerdo. ¿Quién te pondrá la venda esta noche?
—¿Por qué? ¿Quieres hacerlo tú?
—Me has dejado claro que no quieres que lo haga. Pero, si en algún
momento no tienes a nadie, no me importará venir.
—Pero hoy vas a cenar con tu madre.
—Puedo venir cuando termine. No te estoy forzando, lo digo por si no
puede venir nadie. Sé que no me necesitas.
—Si vienes esta noche, te lo agradeceré.
—No hay problema.

—Hacía tiempo que no hablábamos a solas —dijo Lea a su madre


mientras cenaban—. Estás tan ocupada con tu novio que ya no tienes tiempo
para mí.
—Oh, no. Lo siento, cariño.
—Mamá, es broma. Estas últimas semanas han sido un caos.
—Lo importante es que todo ha salido bien. ¿Qué tal te fue con el hombre
ese que saliste?
—Es muy agradable y simpático. Me besó unas cuantas veces.
—Me dijiste que tiene treinta años. Los hombres de esa edad no se
conforman con besos.
—Lo sé. Me invitó a ir a su casa después de cenar, pero le dije que
estaba cansada. Me da la impresión de que quiere una relación, y no estoy
preparada.
—¿No estás preparada para una relación? ¿O para una relación, con él?
—Cuando estamos juntos no siento esa chispa que se debe sentir. Cuando
me besa no siento… nada.
—No sientes, lo que sientes cuando estás con tu jefe.
—Sé que es una tontería sentir algo por Bruce. Pero en mi interior se
enciende algo cuando lo veo. Ese hombre me tiene muy confundida.
—Te gusta de verdad, ¿eh?
—Creo que estoy enamorada de él.
—Vaya.
—Sé que es un hombre con problemas.
—¿A qué te refieres?
Lea le contó lo de la pesadilla de Bruce en el hospital.
—Ese hombre es una combinación tentadora de soledad y devastación. Y
no puedo dejar de pensar que me necesita. Me gustaría cuidar de él. Ojalá
confiara en mí para poder compartir su carga conmigo. Quisiera meterme en su
interior y ayudarlo.
—No sabía que te sentías así.
—Aquel día que entré en su habitación y lo vi atado y con todos esos
golpes, quise morir. No puedo evitar sentir lo que siento. Pero Bruce nunca se
casará.
—Eso lo dicen muchos.
—Él no lo dice en vano. No sé lo que le ocurrió en el pasado, pero sigue
afectándole. Sé que se siente muy solo. Y yo tengo un problema muy grande.
—¿Qué problema?
—Lo deseo de una manera salvaje. Lo quiero todo de él, lo que se ve y lo
que hay en su interior. No sabía que existía una pasión abrasadora como la que
siento, esta necesidad por él me tiene turbada.
—Sí, creo que estás enamorada. Puede que cambie de opinión en el
viaje. Vais a estar juntos un mes. Tal vez se dé cuenta de que eres la mujer
perfecta para él. Yo creo que lo eres.
—¿En serio lo crees?
—Sí. Y además, me gusta Bruce.
De camino a casa, Nicole dejó a su hija en casa de Rayner, porque Lea
había dejado allí el coche.
—¡Bruce! —dijo Lea entrando en la casa.
La perrita bajó corriendo la escalera para saludarla y supo que su jefe
estaba arriba. Pensó que estaría durmiendo. Subió la escalera y se dirigió al
dormitorio. La puerta estaba abierta, pero la cama estaba vacía. Oyó la ducha
y se acercó al baño. La puerta estaba abierta y tocó en el marco con los
nudillos.
—Bruce —dijo sin asomarse porque sabía que la mampara de la ducha
era de cristal transparente.
—Hola. Has llegado pronto. Dame cinco minutos, salgo enseguida.
Lea cogió las cosas para las curas y se sentó en la cama. Bruce salió del
baño con una toalla en las caderas y secándose el pelo con otra.
Santa madre de Dios, pensó Lea al verlo. El cuerpo de ese hombre era
perfecto. Sus músculos se tensaban poderosos con el movimiento de su brazo.
Se le hacía la boca agua al ver esos brazos, y esas venas que se apreciaban en
los antebrazos le daban un aspecto brutal. Y sin saber la razón, a Lea, eso le
pareció endemoniadamente sexy.
Los ojos de Bruce la taladraron mientras recorrían el cuerpo de ella y
Lea se estremeció. Esos ojos grises como el mercurio, esa boca de labios
seductores y ese fibroso cuerpo con sólidos músculos… Ese cuerpo sería la
fantasía de cualquier mujer.
Lea se ruborizó al sentir esa firme mirada recorrer su cuerpo, y por los
pensamientos pecaminosos que la abordaban. Su respiración se agitó, su pulso
se aceleró y sintió una presión en su bajo vientre.
—¿Has comprado lo que necesitabas?
—¿Qué?
—¿No ibas de compras con tu madre?
—Ah, sí. Perdona, estaba distraída.
—¿Te he distraído yo?
—No seas engreído. Simplemente estaba pensando en algo. Sí, ya he
comprado todo lo necesario. Tengo unos vestidos fantásticos. Siéntate, te
curaré el hombro.
Bruce se sentó en la cama y ella le curó sin mirarlo a los ojos.
—Vamos a vendar las costillas. Levántate, por favor.
Bruce se colocó delante de ella y Lea empezó con la tarea.
El olor a gel y a champú que desprendía Bruce se convirtió en un
poderoso afrodisíaco que hizo que Lea lo deseara hasta la locura. Además, era
consciente de que llevaba una toalla, y nada más. Lo miró un instante a los
ojos y no pudo evitar ruborizarse de nuevo.
—Sabes —dijo él acercándose a ella y hablándole al oído—. Me gusta
muchísimo ver sonrojarse tus mejillas cuando te miro o te digo algo…
atrevido.
El tono sensual que empleó le erizó a Lea el vello de la nuca. Esas
simples palabras fueron como una bienvenida al pecado. ¿A cuántas mujeres
habría seducido con la voz? Ese hombre era peligroso, y ella estaba encantada
de unirse al peligro.
—Sigues flirteando conmigo —dijo mirándolo a los ojos.
Bruce le dedicó una sonrisa ladeada que la hizo temblar. Terminó de
vendarlo y le puso el esparadrapo. Antes de que se apartara de él, Bruce metió
los dedos entre los cabellos de ella. La sujetó por la nuca y se acercó para
besarla.
Bruce le dio un simple beso en los labios, seguido de otro y otro más.
Pero luego le mordió el labio inferior. A Lea se le aceleró la respiración y
entreabrió los labios para coger aire. Bruce aprovecho para meter la lengua en
su boca… y ella se derritió en sus brazos. La besaba sin piedad, saboreando
todos los rincones de su boca, hasta que ella se unió a él y la pasión de ambos
se desató. Lea subió las manos a su cuello y pegó el cuerpo al de él.
Todas las sensaciones que Bruce se había negado hasta ese momento
salieron de golpe a la superficie y recorrieron su cuerpo excitado. El aplomo
que había adquirido con los años se le escapaba como agua entre los dedos,
llevándose su capacidad de reaccionar. Le rodeó la cintura con los brazos y la
acercó más a él. Lea notaba su evidente erección y pronunció un gemido. Ese
sonido hizo que Bruce se detuviera y la apartara de él.
—Lo siento —dijo apartándose de ella.
—Imaginaba que dirías eso. Yo también siento haberte correspondido,
pero no he podido evitarlo. He dejado en la cocina un trozo de tarta que te he
traído del restaurante. Hasta mañana.
Lea fue llorando durante el trayecto a casa. En su mente se repetían una y
otra vez las palabras lo siento que Bruce había pronunciado después de
besarla.
—¡Maldito cabrón!

Lea bajó a desayunar a las ocho del día siguiente. Su madre estaba en la
cocina tomando un café.
—Buenos días, mamá.
—Hola, cariño.
Lea se preparó el desayuno y se sentó frente a su madre.
—No tienes buena cara.
—No he podido dormir bien. Bruce me besó anoche.
—¿Por eso no has dormido?
—No porque me besara, sino por lo que dijo después de hacerlo.
—¿Qué dijo?
—Que lo sentía. Tal vez debería dejar el trabajo.
—¿Es lo que quieres?
—No, pero es lo que debería hacer. Lo pensaré seriamente cuando
volvamos de la gira —dijo secándose las lágrimas.
—No te preocupes. Todo se arreglará con el tiempo. Llámalo y dile que
te has levantado con fiebre. O mejor aún, lo llamaré yo.
—Si no voy pensará que estoy asustada por lo del beso. Y no voy a darle
esa satisfacción. Lo que necesito es olvidarme de él.
—No va a ser fácil, viéndolo cada día.
—Ayer me derretí en sus brazos mientras me besaba. Apuesto a que sabe
que siento algo por él. Ese hombre parece que tiene el poder de leer mis
pensamientos.

Bruce notó que Lea había llorado nada más verla.


—¿Has desayunado? —preguntó Lea.
—Sí, me he tomado un café con leche y la tarta que me trajiste anoche.
—Te he traído la comida y la cena. Y algo para tomar con el café, de
parte de mi madre.
—Gracias. ¿Podrías acompañarme el sábado a comprarle un regalo?
—Claro. Ya me dirás a qué hora quieres que venga a recogerte.
—Vale.
—Ayer estuve trabajando toda la tarde.
—No estarás forzando la mano.
—No. Estuve tomando notas y ejercité la mano con la pelota. ¿Lo has
oído?
—¿El qué?
—Las campanillas de viento que me regalaste. Las colgué ayer en el
porche. Tenías razón, me gusta el sonido.
—Sí, es relajante.
—¿Estás bien?
—Claro.
—Has llorado.
—A veces, la vida es un poco dura, pero todo tiene solución —dijo
empezando a ocuparse del correo.
Bruce intentaba concentrarse en lo que hacía, pero no podía evitar
desviar la mirada hacia ella. Contemplarla se estaba convirtiendo en algo
rutinario. Ninguna mujer había conseguido semejante reacción en él y el
saberlo no le hacía sentirse realmente cómodo.

Lea entró en la cocina de Bruce a las nueve de la mañana el sábado


siguiente. Él estaba preparándose un café y se dio la vuelta para mirarla. Sus
ojos grises plateados se deslizaron desde la cabeza a los pies de la chica. Y a
ella le recorrió un escalofrío de inquietud. Bruce le guiñó un ojo y Lea se
ruborizó. Él sonrió y se giró para servirse el café. Lea se sentó y lo miró
mientras caminaba para sentarse a la mesa.
Había un sutil atisbo de barba alrededor de su sensual y provocativa
boca. Eso, el pendiente negro que lucía en el lóbulo de su oreja y el largo de
su pelo, que acariciaba el borde de su suéter, le daban un aspecto casi
peligroso a su apariencia.
—Estás preciosa cuando te sonrojas.
Ese hombre era directo y descarado. Y la combinación de ambas cosas la
aturdía… y la fascinaba a la vez. Y volvió a sonrojarse.
—Creo que deberíamos establecer algunos límites —dijo Lea de pronto.
—¿De qué hablas?
—Cuando dos personas trabajan juntas, ha de haber límites.
—De acuerdo. Supongo que lo dices por lo del beso y porque de vez en
cuando flirteo contigo. ¿Vas a decirme cuáles son esos límites? ¿O te limitarás
a avisarme cuando me pase de la raya?
Lea percibió el enojo en el tono de su voz.
—Olvida lo que he dicho.

Dejaron el coche en un aparcamiento en el centro de la ciudad. Bajaron


del vehículo y se abrigaron bien antes de salir a la calle. Bruce la cogió de la
mano por si resbalaba con el hielo que había en la acera, y ella se lo permitió.
Le habría gustado no llevar guantes para poder sentir el contacto de su piel.
Entraron en la joyería y el propietario se acercó a ellos.
—Las pasadas navidades, un amigo y yo compramos esto aquí —dijo
Bruce mostrándole la pulsera y los pendientes de Nicole, que Lea había
llevado a petición de Bruce.
—Lo recuerdo —dijo el joyero.
—Nos gustaría ver algo que combine con ellos.
—Creo que tengo el collar del juego. Un momento —dijo entrando en una
habitación. Poco después salió—. Sí, es del mismo juego —dijo poniéndolo al
lado de las otras joyas.
—Perfecto.
—Bruce, es precioso, pero es demasiado —dijo Lea.
—Aunque ese collar también me gusta —dijo Bruce señalando los
brillantes de la vitrina.
—Tenemos la pulsera y los pendientes a juego también.
El móvil de Lea empezó a sonar.
—Es mi madre. Vuelvo enseguida —dijo saliendo del establecimiento.
Lea entró unos minutos después.
—¿Ya está? —preguntó ella al ver que el joyero le estaba dando a Bruce
la bolsa de la joyería con el borde precintado para que no se viera el interior.
—Sí. El collar de rubíes era perfecto. Así tendrá el juego.
—A mi madre le dará un infarto cuando lo vea —dijo cuando salían de la
joyería—. Y puedo asegurarte que no volverá a cocinar para ti. Tendrá miedo
de que le compres algo más.
—No me importa. Tú vas a cocinar para mí. Por cierto, ya he arreglado
lo de tu aumento de sueldo —dijo Bruce cogiéndola de nuevo de la mano.
—Muy bien.
—¿Puedes guardar la bolsa?
—Claro.
—¿Dónde quieres ir?
—No conozco muchos sitios de esta ciudad.
—Te llevaré a un parque que me gusta.
Caminaron quince minutos hasta llegar. A Lea le encantó. No había ni una
flor, sólo árboles y el verde del suelo.
—Todo es verde, no hay ni un ligero toque de color.
—Lo diseñaron así. Eligieron árboles que mantuvieran todo el año las
hojas. Lo único que rompe la monotonía del verde es el azul de las aguas
cristalinas del lago y el blanco de la cascada.
—¿Hay un lago como el tuyo?
—El lago que hay frente a mi casa no está en mi propiedad.
—¿Y eso qué importa? Está delante de tu casa, es como si fuera tuyo.
—Este es algo más grande —dijo sonriendo y conduciéndola hacia allí.
—¡Oh, Dios mío! ¡Es precioso!
—Suelo venir aquí a menudo. En verano me gusta sentarme en uno de
esos bancos a pensar.
—No me extraña. Es una vista impresionante.
—Tienes razón —dijo él, que no miraba hacia el lago, sino a ella.
Caminaron por el parque. Lea tenía dificultad para respirar al estar tan
cerca de él. Era como si para aspirar oxígeno a sus pulmones tuviera que
respirar mucho más deprisa. Se sentaron en un banco.
—El otro día cuando llegaste a casa por la mañana, habías llorado. ¿Qué
pasó? Por tu aspecto, supe que no habías dormido bien la noche anterior.
—Eres muy observador. La vida tiende a complicarse de vez en cuando.
Y en estos momentos, mi vida es complicada.
—Estás divagando.
—Divagar es un ejercicio muy sano para la mente, y aporta grandes
beneficios.
—¿Qué beneficios?
—Mientras divagamos sobre algo, razonamos y podemos llegar a
soluciones que no conseguimos, de no hacerlo.
—Tienes veintiún años. ¿Cómo puede complicarse tu vida?
—Sabes, cuando una persona tiene que tomar decisiones importantes con
la ayuda del cerebro, es relativamente sencillo. Tienes que ubicar el asunto en
cuestión, aislar las cosas a favor y en contra y luego decidir. Es fácil, rápido y
seguro. Pero, Bruce…, es totalmente distinto cuando tienes que tomar una
decisión realmente importante, con el corazón. Eso es lo complicado.
El sonido de su nombre pronunciado por ella, como un susurro, lo
invadió llegándole a lo más hondo. Lea lo miró esbozando una dulce sonrisa.
Pero él pudo ver las lágrimas a punto de desbordarse en sus ojos y tuvo que
esforzarse para no abrazarla. Quería besarla de nuevo. Quería que sus cuerpos
se unieran para poder sentir ese olor suyo que lo embriagaba. Quería sentir el
calor de su piel y el latir de su corazón. Y quería que sus curvas se amoldaran
a su cuerpo.
—¿Tienes un problema que tienes que solventar con el corazón?
—A ti no te parecerá complicado porque, según tú, no tienes corazón.
—¿Puedo ayudarte?
—¿Ayudarme? —dijo ella sonriendo—. No, no puedes. Pero gracias por
ofrecerte. A veces, para solucionar un problema, lo único que se necesita es
dejarlo a un lado, hasta que sea el momento idóneo.
—¿Acostumbras a hacer eso con todos los problemas que se te
presentan? ¿Los dejas de lado para más adelante?
—¿Por qué no? Que no encuentre una solución, no significa que no la
haya. Puede que la encuentre más adelante. Puede que suceda algo inesperado
y cambien las cosas. A veces, incluso, los problemas se solucionan solos, con
el tiempo. ¿Y qué pasa si quiero esperar a que los astros estén alineados y que
mi horóscopo sea propicio?
—No me digas que crees en esas chorradas.
—Soy muy positiva. Completamente diferente a ti, que parece que
únicamente esperas cosas negativas de la vida. Como bien dijiste, el futuro es
una página en blanco y la vamos escribiendo con nuestros actos, nuestros
pensamientos, nuestras ilusiones, nuestras fantasías…
—¿Qué fantasías tienes?
Lea lo miró y no pudo evitar reírse. A Bruce le gustaba verla reír.
También le gustaba lo ingeniosa que era y las cosas que se le ocurrían. Y el
tono de su voz cuando se enfadaba, y su rubor… ¡Por todos los infiernos! Le
gustaba todo de esa chica.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Que, precisamente tú, me preguntes eso.
—¿Por qué?
—¿Qué fantasías tienes tú?
—Yo no tengo fantasías.
—A eso es a lo que me refiero. No tienes fantasías, no deseas nada para
el futuro, no quieres tener una relación seria con una mujer. Perdona que te
diga, pero tu vida me parece deplorable —dijo ella sonriendo.
—A mí me gusta mi vida.
—En realidad, no me refería a tu vida sino, a tus aspiraciones en la vida.
Eres tan negativo… A veces tengo la sensación de que te sientes solo. Ya sé
que tienes un trabajo que te apasiona, una casa preciosa en un entorno único,
amigos, una preciosa perrita y dinero suficiente para hacer todo cuanto desees.
Pero, ¿realmente eso es todo a lo que aspiras? ¿No sientes un vacío en tu
interior? ¿No anhelas nada?
—Tal vez deberías haber estudiado psicología. Sí, creo que lo que tengo
es suficiente, y no anhelo absolutamente nada. Y, por supuesto, no siento un
vacío en mi interior.
—Puedes seguir engañándote a ti mismo, pero a mí no me engañas.
Aunque es cierto que eres un hombre cruel e indómito.
—Indómito —repitió él con una sonrisa divertida.
Su sonrisa parecía divertida, pero su mirada…, su mirada era fría e
intensa a la vez. Bruce tenía aspecto de estar reprimiendo su genio y Lea no
sabía durante cuánto tiempo más podría dominarse. Aunque a ella le hacía
gracia, porque no le importaba cabrearlo y además, no sabía por qué estaba
irritado. Lo miró sonriendo. Y supo que su cabreo se acentuaba por momentos.
—Sé que no has tenido una vida fácil. Al menos es lo que has dejado
entrever en nuestras cortas conversaciones. Pero sé que eres un hombre íntegro
y cariñoso.
—¿Eso crees?
—He visto cómo te comportas con Vivien, con mi madre y con Lys. Un
hombre que siente ese cariño y ese aprecio, no es un hombre que carece de
corazón. Eso, sólo puedo creerlo, si pienso en mí misma y en cómo me tratas.
—Yo siento aprecio por ti.
Ella le dedicó una tierna sonrisa. Los ojos de ambos se enredaron por un
instante. Lea no pudo evitar deslizar la mirada hasta sus sugerentes y
seductores labios.
—Sabes, Bruce. Tienes un carácter muy inestable. Estás contento y de
repente estallas en un arrebato de ira. Eso sí, sólo conmigo. Y en algunos
momentos me cuesta lidiar con eso. Aunque sí he notado que te has contenido
muchas veces. A veces me preguntó qué haré o diré en los próximos minutos u
horas, que te inciten a tratarme con la brusquedad que sueles emplear conmigo.
—No parece que a ti te importe demasiado.
—No es agradable que te traten con indiferencia, o que te griten, pero me
he dado cuenta de que mi aguante es poco común.
—Joder, creo que me conoces demasiado bien. Me gusta hablar contigo.
Y he de admitir que me fascina tu forma de ser. Eres capaz de cabrearme con
una simple palabra y al instante, desarmarme con una de tus sonrisas. Y
rebosas tanta felicidad y amor que a veces me siento turbado.
—Vaya, jefe. Me ha dejado traspuesta. Le aseguro que jamás habría
esperado oír algo así de sus labios.
—No has contestado a mi pregunta.
—¿Qué pregunta?
—¿Qué fantasías tienes?
—Define fantasía —dijo ella mirándolo.
—Es lo que una persona reproduce en su mente a través de imágenes.
Pueden ser cosas pasadas que desea recordar o futuras que desean que
sucedan. O imaginar algo que no va a suceder.
—¿Puedo serte sincera?
—Si no quisiera escuchar la verdad, no te preguntaría.
—Es que… me besaste.
—Ya me disculpé por ello.
—¡Ya sé que te disculpaste!
—Lea, fue un impulso. Tal vez porque hacía tiempo que no estaba con una
mujer.
—Mis fantasías son sexuales. Desde que descubrí que no era frígida,
pienso en algunas cosas. Cosas que no voy a concretar, precisamente contigo.
—Tengo entendido que la semana pasada saliste con alguien.
—Sí. Pero era la segunda vez que salía con él. No creí oportuno pedirle
que me llevara a la cama para llevar a cabo mis fantasías.
—¿No quería acostarse contigo?
—Sí, me invitó a su casa después de cenar, pero no acepté. Tuvo que
contentarse con unos cuantos besos.
—¿Te sentiste bien cuando te besó?
—Bueno…
—¿No te gustó?
Lea le lanzó una rápida mirada y Bruce vio que se sonrojaba. No tuvo
que darle más explicaciones. Supo que con ese hombre no había sentido lo
mismo que cuando él la besó.
—Me sorprende tu franqueza. Sobre todo porque prácticamente no nos
conocemos. Personas tan transparentes como tú no abundan. ¿Sabes ya todo lo
que te llevarás al viaje?
—Sí, ya tengo la lista hecha.
—¿Lista?
—Sí. Me gusta hacer listas para todo. Soy muy organizada. Soy la reina
de la organización.
—¿Y tu familia no se ha deshecho aún de ti?
—Soy demasiado perfecta para que lo hagan.
—Y veo que también la más engreída.
—¿Podemos ir ya a comer? Me muero de hambre.
Fue un largo paseo hasta el aparcamiento. Cuando subieron al coche,
Bruce iba indicándole el camino para llegar al restaurante.
—Gira a la izquierda. Lea se confundió y giró a la derecha.
—¡Joder! ¿Estás sorda? Te he dicho a la izquierda.
—¿Tienes que ser siempre tan borde y desagradable? Ya me extrañaba
que estuvieras tanto tiempo de buen humor. ¿Tú no te confundes nunca?
—No.
—Eres un arrogante engreído. ¡Relájate que estás convaleciente!
Bruce no pudo reprimirse y se rio. Decididamente, esa chica no le tenía
ningún miedo.
—Ya me lo has dicho muchas veces.
—Es que lo eres.

—El chico con el que salí el sábado me trajo a cenar aquí —dijo ella
cuando entraron en el restaurante.
—De haberlo sabido, te habría llevado a otro sitio.
Bruce la ayudó a quitarse la chaqueta y luego separó la silla para que se
sentara.
—Te comportas como un caballero, pero sigues siendo un capullo.
—Gracias —dijo él sonriendo y sentándose frente a ella—, por lo de
caballero.
Pidieron la comida y el camarero se retiró.
—Háblame de ti.
—¿De mí? —preguntó Bruce.
—Sí, de algo que no haya leído en Internet. No sé…, sobre ti y Hardy. O
de Vivien. Cómo los conociste, por ejemplo.
Bruce le habló del colegio y del instituto. Le contó cómo lo había
ayudado el padre de Hardy al darle trabajo. Luego le habló de Vivien y de su
familia. Pero no mencionó nada sobre su propia familia. Luego él le preguntó a
ella y Lea le habló del instituto y de la universidad. Le contó cosas de su
padre. Y de la relación que tenía con sus hermanos.
Bruce se estremecía cuando ella le contaba algo divertido y se reía. Su
entusiasmo era contagioso. Si hubiera podido elegir un momento para detener
el tiempo, habría sido uno de esos momentos que ella se reía y sus ojos
brillaban de felicidad. Esa chica resplandecía cuando estaba contenta.
Bruce había sido la compañía sublime para una comida perfecta. Lea no
había esperado nada de él, pero Bruce se había comportado con una sutil
amabilidad. Y había sido considerado. Su comportamiento le había hecho
olvidar que ese hombre era un grosero desalmado. Habían estado charlando
como si fueran dos buenos amigos.
Mientras caminaban hacia el coche, cogidos de la mano, Bruce pensó que
esa chica era perfecta. El deseo por ella bullía en su interior y se preguntó si
habría algo más provocador para un hombre, que una mujer perfecta.
Capítulo 17
Bruce fue a casa de Rex con la perrita. Ese día se marchaban de gira y
Nicole le había invitado a comer para despedirse. Además se había ofrecido a
quedarse con Lys mientras estuvieran fuera. Después de comer, Bruce metió el
equipaje de Lea en el coche y se fueron a su casa. Un coche les recogería a las
tres para llevarlos al aeropuerto.
Lea se asombró al ver la diferencia que había de viajar en primera clase,
a hacerlo en clase turista. Lea se durmió tan pronto despegó el avión. Bruce no
pudo dormir, pero pasó todo el vuelo con los ojos cerrados, pensando en ella.
No podía desprenderse de la idea de que la deseaba. Y ese deseo era el más
claro de todos los que había experimentado hasta el momento. Se había dado
cuenta de que necesitaba a esa chica, y esa necesidad era más potente y
profunda, que cualquier necesidad que hubiera tenido en su vida. En su interior
había brotado un sentimiento de posesión hacia ella tan feroz, crudo y
delicado, que se confundía con la misma desesperación.
—Lea, despierta. Vamos a aterrizar.
—¡Mierda! Me he dormido. Anoche no pude descansar por la expectativa
del viaje.
—Mejor, así se te ha hecho más corto.
—Quería disfrutar de este vuelo, porque era el más largo que Íbamos a
hacer.
—Yo he estado despierto y te aseguro que me he aburrido como una
ostra.
—¿Por qué no me has despertado? Podríamos haber hablado.
—Mejor que hayas dormido. Las próximas semanas van a ser agotadoras.

Lea alucinó con las habitaciones contiguas que les asignaron en el hotel.
—Mi habitación es preciosa —dijo Lea entrando por la puerta que las
comunicaba.
—Supongo que será como la mía.
—He llamado a mi madre, a Hardy y a Viv para decirles que hemos
llegado bien. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Pedir que nos suban algo de cenar. Luego me ducharé y me acostaré.
—¿No vamos a bajar al restaurante?
—No. ¿Cuántos días estaremos aquí?
—Hasta el domingo al medio día, que saldremos para Boston. Mañana
tienes que ir a firmar por la mañana y por la tarde. Y tienes que asistir a un
cóctel a las ocho.
—Estoy cansado antes de empezar.
—¿Diga? —dijo Lea contestando a la llamada.
—Soy Deborah Holt, páseme con el señor Rayner.
—El señor Rayner está ocupado. Dígame lo que quiere y se lo
comunicaré.
—Yo no hablo con empleadas.
—Entonces lo lleva claro.
—Dígale al señor Rayner que le espero en el bar del restaurante.
Tomaremos una copa antes de cenar.
—Se lo diré. Si decide no bajar, la volveré a llamar —dijo Lea antes de
colgar.
—¿Quién era?
—Holt. Me ha dicho que no habla con empleadas. Te espera en el bar del
hotel para tomar una copa antes de cenar.
—Has conseguido lo que querías. Cenaremos en el restaurante.
—Holt ha dicho que te esperaba a ti.
—Y tú me acompañarás.
—De acuerdo —dijo ella sonriendo—. ¿Tengo que cambiarme?
—Yo no pienso hacerlo.
—Entonces yo tampoco. Seguro que no le va a gustar que aparezcamos
con vaquero.
—Ese es su problema.
Bruce apretó el botón para llamar el ascensor.
—Espero que te comportes —dijo él cuando salieron del ascensor.
—Yo siempre me comporto, aunque no siempre bien —dijo ella
empleando las mismas palabras que él le había dicho unas semanas atrás.
Bruce la miró sonriendo.
—Entoces, espero que ella se porte bien y no te haga enfadar.
—Ya sabes que tengo mucho aguante.
—Es cierto, pero también sé que no sueles quedarte callada.
—¿Quieres que sea dócil y sumisa... con ella?
—Por Dios, no. Eso sería lo último que quisiera ver.
Lea reconoció a Holt tan pronto entraron en el bar, por cómo miraba a su
jefe de arriba abajo. A medida que se acercaban pudo apreciar la sorpresa en
el rostro de la mujer. Sin duda acababa de descubrir que ella era la portada de
la novela de Rayner.
—Señor Rayner —dijo acercándose a ellos y tendiéndole la mano—. Soy
Deborah Holt, un placer conocerlo.
—Mucho gusto —dijo estrechándosela—. Le presento a la señorita
Hawkins.
—Hola —dijo prácticamente sin mirar a Lea.
—Hola —dijo Lea divertida. Le gustaba ver a esa mujer desconcertada.
—¿Tomamos una copa?
—Si no le importa, preferimos ir directamente a cenar. Estamos cansados
—dijo Rayner.
—En ese caso, vayamos al comedor.
Bruce se colocó entre las dos mujeres y se dirigieron al restaurante.
—Siento mucho lo que le sucedió. ¿Se encuentra bien?
—Sí, estoy totalmente recuperado.
Bruce separó la silla para que Lea se sentara, luego se sentó frente a ella.
Holt lo hizo a un lado.
—¿Ella fue quién le salvó la vida?
—Sí.
—Mañana a las diez tiene que firmar en una librería —dijo Holt después
de que pidieran la cena—. Y por la tarde a las cuatro en otra.
—Me lo ha dicho mi asistente.
—Le recogeré a las nueve y cuarto en la puerta del hotel.
—Allí estaremos.
—Supongo que habrá traído varios trajes.
—Supone bien.
—Procure no repetir el traje estando en la misma ciudad. Nos
encontraremos con periodistas y sería conveniente que no fuera vestido
siempre igual.
—Lo tendré en cuenta.
—Mañana asistiremos a un cóctel en su honor. Asistirán el alcalde y
algunas personas influyentes.
—Bien.
—No tiene que preocuparse por nada, porque yo vendré a recogerlo
siempre y le recordaré con antelación la hora de cada evento.
—No hace falta que se lo recuerde —dijo Lea—. Tengo el horario y el
lugar de todos los actos a los que tenemos que asistir.
—Si tiene alguna duda sobre algo —dijo Holt, ignorando las palabras de
Lea—, o necesita cualquier cosa, llámeme. A cualquier hora del día o de la
noche.
—Si tengo alguna duda, mi asistente la llamará. Y si necesito algo, ella se
ocupará.
Lea lo miró con una sonrisa de satisfacción.

—Gracias —dijo Lea cuando caminaban hacia el ascensor.


—¿Por qué?
—Por estar de mi parte durante la cena.
—Lea, cometí un error una vez. No volverá a suceder. No te
menospreciaré delante de esa mujer, nunca más.
El tiempo que estuvieron en el ascensor fue difícil de superar para Lea.
En ese espacio reducido se respiraba una tensión sexual difícil de ignorar.
Bruce no hablaba, no se movía, ni siquiera la miraba, pero de él se
desprendía... algo. Algo que tenía a Lea al borde de la histeria. De pronto se
encontró con la respiración agitada. Respiró profundamente cuando las puertas
se abrieron.
Bruce abrió la puerta de su habitación y la dejó pasar delante. Cuando
cerró la puerta, para Lea, la habitación ya no era impersonal. La presencia de
Bruce hacía que el ambiente se caldeara con una energía desbordante. Como si
ese fuera el cometido de ese hombre al entrar en una estancia.
—¿Desayunamos juntos mañana? —preguntó ella.
—Sí. Ahora pediré el desayuno. ¿Te parece bien a las ocho?
—Claro. Mañana iré con vaquero, ya sabes que quiero pasar
desapercibida.
—Con que estés en la sala en la que firme la novela me basta.
—Mañana voy a levantarme a las seis. Iré al gimnasio antes de
desayunar. Este mes no voy a hacer mucho ejercicio.
Yo podría hacerte sudar, si quisieras, pensó Bruce.
—Bien, te veré mañana.
Lea se metió en la cama sonriendo al recordar cómo se había sentido en
el ascensor. ¡Dios! Cuando estaba cerca de él, era como si se sumergiera en un
profundo trance.

Lea miró a su jefe de arriba abajo cuando bajaban en el ascensor al día


siguiente. Ese hombre tenía un cuerpo vergonzosamente escandaloso. Pensó
que debería estar prohibido a un hombre estar tan bueno.
—¿Algún consejo de mi asistente personal, en el primer día de la firma
de mi novela? —dijo él al verla mirándolo.
—Deberías mostrar un aire algo arrogante. Eso debe serte familiar.
Bruce la miró con esa sonrisa tan suya que a Lea derretía.
Holt y Bruce entraron juntos en la librería. Lea lo hizo unos minutos
después. Se quedó aturdia al ver que en el escaparate había decenas de
ejemplares de la última novela de Bruce. Y cuando entró se sintió avergonzada
al ver la foto suya a tamaño natural. Por suerte llevaba una gorra que le
ocultaba el pelo. Cuando localizó la mesa donde Bruce se sentaría se colocó
en un rincón desde donde podía verlo.
Lea se esforzaba para concentrarse en algo que no fuera su jefe. Ese
hombre llenaba la sala sólo con su presencia. Lo observó cruzar la estancia.
No podía evitar admirar su elegancia y su descomunal aspecto.
Tenía que reconocer que su jefe tenía estilo. Ninguna de las personas que
se acercaban a la mesa, la mayoría mujeres, recibía únicamente la firma de la
novela. Bruce hablaba con cada uno de ellos, bromeaba y los hacía reír. Lea
se preguntó de qué hablaría con todas esas mujeres, para que se alejaran de la
mesa suspirando con una sonrisa. Y las envidió.
Cuando salieron de la librería no pudieron deshacerse de Holt, porque
había reservado mesa para dos en un restaurante. Lea se sintió un poco
incómoda cuando llegaron, porque era un local muy elegante y ella no vestía
adecuadamente. Holt lo notó y se sintió bien por ello. Hasta que Bruce le dijo
que estaría preciosa, incluso, si fuese vestida con una sábana.
Holt apretó los dientes al oír sus palabras.

Por la tarde estuvieron en otra librería. Bruce miraba hacia Lea, que
permanecía en un rincón, para cerciorarse de que seguía allí. Una de las veces
que la miró vio que Holt estaba a su lado. Al principio pensó que su asistente
estaba tensa, pero poco después la notó relajada e incluso le había sonreído a
Holt.
Mientras Lea lo veía reírse con las mujeres que se acercaban a él, algo
empezó a deshacerse dentro de ella. Algunos hombres incitaban a las mujeres
a tener fantasías con ellos, se decía suspirando.
Cuando terminaron, Holt los llevó al hotel.
—Has estado de pie todo el día. Estarás cansada —dijo Bruce cuando
llegaron a la habitación.
—Menos mal que llevaba zapato plano. Así y todo, estoy muerta.
—He visto que hablabas con Holt en la librería. ¿Te ha molestado?
—Creo que he sido yo quien la ha molestado a ella.
—¿Qué has hecho?
—Le he dicho que me estaba acostando contigo.
—Pensaba que te ocultabas, porque no querías que nadie te reconociera y
pensara eso.
—Y es así. Pero se ha acercado a mí y me ha preguntado: ¿Le ha costado
mucho ser la portada de la novela de Rayner? He visto envidia en su mirada.
Ella sí quiere acostarse contigo.
—¿Qué le has contestado?
—Le he dicho que no me había costado mucho. Quería dejarlo ahí, pero
ha insistido diciendo: ¿Cuántas veces tuvo que acostarse con él para
conseguirlo? Después de eso he cogido confianza. Ella daba por hecho que
nos habíamos acostado, así que le he dicho: Para conseguir la portada, una
sola vez.
Bruce se rio.
—Pero esa tía no había acabado y ha dicho: Vaya, debe ser muy buena
en la cama. Y entonces le he dicho que la primera vez no tenía mucha
experiencia, por ser tan joven, pero que tú me estabas poniendo al día, porque
a ti no te faltaba experiencia. Luego ha insistido preguntándome qué había
sacado de ti. Primero le he dicho que no era asunto suyo, pero he añadido que,
el sexo contigo era más que suficiente.
—Lo siento —dijo él, aunque estaba sonriendo.
—Pues yo no lo siento. Esa mujer estaba muerta de rabia.
—Me has dejado en muy buen lugar.
—Ya sabes que soy muy eficiente y tengo que hacer todo para que quedes
bien.

Lea llamó a la puerta de la habitación de Bruce y él le dijo que pasara.


Iba sin zapatos y Bruce la miró de arriba abajo.
—No consigo subirme la cremallera. ¿Te importa ayudarme? —dijo
poniéndose de espaldas a él.
—Por supuesto que no.
—Gracias. Espero que no te importe que lleve las joyas que le regalaste
a mi madre. Me dijo que quedaban bien con este vestido.
—¿Por qué iba a importarme? Te quedan genial.
—¿Por qué te has puesto corbata?
—Holt ha dicho que debía llevarla.
—¿Siempre haces lo que te dicen? Con camisa blanca y corbata no
pareces tú.
—¿Crees que se enfadará si me pongo una camisa negra y sin corbata?
—¿Te importa mucho que se enfade?
—No.

Bruce entró en el salón donde ofrecían el cóctel con Lea y Holt.


Varias personas se acercaron a saludar a Bruce, porque lo conocían de
las giras anteriores. Bruce les presentó a Lea, pero no como su asistente. La
mujer del alcalde se acercó a ella y la cogió del brazo diciéndole que quería
presentarle a unas amigas. Lea miró a Bruce con una súplica, pero él se limitó
a guiñarle el ojo.
Bruce la miraba desde lejos. Ese vestido rojo ceñido y esos tacones tan
altos la hacían sobresalir entre las otras mujeres. Las piernas de esa chica
podrían ser la fantasía de cualquier hombre, recorriéndolas con los labios.
Bruce tomó un sorbo de champán para alejar sus pecaminosos pensamientos y
volver a la realidad. Pero volvió a mirarla. Lea era la clase de mujer que
todos los hombres mirarían en cualquier salón con cientos de mujeres, y las
eclipsaría a todas. Tenía un cuerpo impresionante, con unas curvas de infarto.
Un cuerpo con unos músculos suaves, pero definidos. Y su rostro... Ese rostro
era un sueño, con esos ojos que irradiaban felicidad. Y no podía olvidarse de
esos labios, que a cualquier hombre le gustaría devorar.
Bruce era casi un desconocido, y que pudiera originar tal respuesta en su
cuerpo, a pesar de la distancia que los separaba y de estar rodeados de una
multitud, hizo que Lea lo deseara más.
Bruce se acercó a ella. La luz incidía en su rostro, suavizando sus rasgos
y haciendo que su pelo negro brillara. Lea pensó que estando con él, cualquier
entorno se esfumaría, porque no habría ninguna mujer que viera otra cosa,
excepto él.
—¿Te encuentras bien?
—Estoy algo aturdida. Creo que he bebido más de la cuenta y apenas he
comido. Es mejor que me vaya al hotel.
—Entonces, vámonos.
—No, por favor. Esto es en tu honor. Si me acompañas me sentiré mal.
—De acuerdo. Vamos a recepción y pediremos un taxi.

Bruce entró en el dormitorio de Lea a las cinco de la mañana del día


siguiente.
—Lea, levanta.
—¿Qué pasa? —dijo adormilada—. Es de noche, ¿qué hora es?
—Las cinco de la mañana. Vamos a salir a desayunar.
—¿A las cinco de la mañana?
—Quiero llevarte a una cafetería que hay en el mercado. Hacen el mejor
café del mundo. Prepara la maleta y la dejaremos en recepción.
—Vale —dijo levantándose—. ¿Quieres poner la maleta sobre la cama?
Voy a lavarme y a peinarme.
—Pero date prisa. No debí dejarte venir sola anoche.
—Bruce, eras la estrella del lugar, no podías marcharte. No volveré a
beber. ¿Llegaste muy tarde?
—A media noche. Podría haber vuelto antes, pero me costó deshacerme
de Holt. ¿Te incomodó alguien con alguna pregunta?
—No, todos fueron muy amables. Sabían que era tu asistente personal.
—Yo no te presenté como tal.
—Holt se encargó de que todos lo supieran. Pero, Bruce, yo no me
avergüenzo de mi trabajo. Me gusta ser tu asistente personal.
—Vamos, ¿a qué esperas? Dijiste que era la primera vez que venías a
Nueva York y no tenemos mucho tiempo.

Lea pasó una mañana genial. Fueron a desayunar a la cafetería que Bruce
le había mencionado. Pasearon por las calles, antes de que la ciudad se
despertara. Hacía un frío de muerte y Bruce la rodeaba con el brazo para
acercarla a él. La llevó a hacer un rápido recorrido turístico y teminaron
sentados en un banco en Central Park, comiendo un perrito que habían
comprado en un puesto en la calle.
—He pasado una mañana inolvidable —dijo ella mientras volvían al
hotel.
—Te conformas con poco. Te traeré a Nueva York en otra ocasión y
dispondremos de tiempo para verlo todo.
—¿Voy a ir de vacaciones con mi jefe?
—Vacaciones no, vendremos a trabajar, pero veremos la ciudad en los
descansos.
—Vale —dijo ella sonriendo, aunque sabía que eso no ocurriría.

La primera putada de Holt la recibieron tan pronto entraron en el avión.


Cuando Lea iba a entrar con Bruce en primera clase, Holt le dijo a Lea que
ella viajaba en clase turista.
—¿Disculpe? —dijo Bruce—. Ella se sentará conmigo.
—Bruce, no te preocupes. El viaje a Boston es muy corto. Te veo luego
—dijo entrando en el pasillo de la clase turista.
La zorra esa había jugado bien sus cartas, pero no sabía la mala hostia
que se gastaba su jefe. Estaba completamente segura de que esa sería la
primera y la última vez que viajaban separados.
—Llama a Edward —dijo tan pronto entraron en la habitación del hotel.
—Hola, Lea.
—No soy Lea, soy Bruce.
—¿Qué tal? ¿Ha ido todo bien en Nueva York?
—Sí. ¿Te encargaste tú personalmente de reservar los vuelos?
—No, se encargó Deborah de todo.
—¿Sabías que había reservado para ella y para mí asientos en primera
clase y para Lea en clase turista?
—¿Qué? Por supuesto que no.
—Pues arréglalo, porque si no lo haces antes de dejar Boston, Lea y yo
volveremos a casa.
—Lo arreglaré tan pronto cuelgue.
—Bien. Y, Edward, no quiero malas caras de parte de Holt. De lo
contrario, prescindiré de ella y Lea se encargará de todo.
—No te preocupes, la llamaré ahora. Si tienes algún problema, llámame.
—Gracias —dijo colgando y dándole el móvil a Lea—. No te quites el
abrigo. Coge el gorro y la bufanda, nos marchamos.
—¿Adónde?
—A conocer Boston.
—Pero Holt ha dicho que vendría para cenar contigo.
—Que se busque a otro. Llámala y dile que tú y yo cenaremos solos.
Piensa que somos amantes, así que no le sorprenderá.
Lea la llamó y le gustó oír a Holt cabreada.
—Dame las joyas que has traído para que las guarde en la caja fuerte.
Bruce las guardó junto a un sobre abultado que contenía el juego de
brillantes que le había comprado a Lea.
—¿Qué es eso? —preguntó ella al ver el sobre.
—Eres demasiado curiosa. Vámonos.

—¿Qué tal ha ido el vuelo con Holt? —preguntó ella cuando salieron del
hotel.
—Bien. Nada más sentarme he cerrado los ojos para hacerme el
dormido, y me he dormido de verdad. ¿Y tú?
—Mis acompañantes eran agradables. A un lado tenía a un hombre de
negocios de Nueva York y al otro a un estudiante universitario que iba a casa a
pasar unos días. Hemos visto una película en su ordenador, compartiendo los
auriculares.
—Siempre tan sociable. Lea le sonrió.
Pasaron una tarde fantástica. Demasiado fantástica, se dijo Bruce. Se
estaba divirtiendo en esa gira y le gustaba estar con ella. Pero no le pasó
desapercibida la forma que tenía Lea de mirarlo. Esa chica era totalmente
transparente y sabía que sentía algo por él. Y eso tenía que acabar. Le estaba
dando pie a que se acercara demasiado a él y se arrepintió de haberla llevado
a conocer la ciudad.
—¿Qué planes tenemos en Boston? —preguntó Bruce cuando volvían al
hotel.
—Mañana tienes firma por la mañana y por la tarde. El martes, también
por la mañana.
—¿Tenemos algo para mañana por la noche?
—No.
—Bien. Mañana trabajaremos cuando volvamos al hotel. Quiero
adelantar la novela.
—Perfecto. Podemos aprovechar todos los ratos libres que tengamos
para trabajar.
Lea le dio las buenas noches y fue a su habitación. Había notado a Bruce
diferente desde que habían vuelto al hotel, pero no le dio mayor importancia,
debido a su temperamento impredecible.

Bruce llamó a la puerta de Lea a las ocho del día siguiente.


—Buenos días.
—Hola, Bruce.
—He pedido que nos suban el desayuno. Estará a punto de llegar.
—Bien —dijo ella que estaba en la cama con la tablet.
—He estado pensando en lo que dijiste antes de empezar este viaje.
—¿Sobre qué?
—Sobre tener que acompañarme a las librerías. No hace falta que vengas
conmigo.
—¿Por alguna razón?
—No tienes que estar allí, sintiéndote mal por si te reconocen.
—Nadie me ha reconocido hasta ahora.
—Quédate en el hotel. Duerme, ve al gimnasio... No sé, lo que te
apetezca.
—De acuerdo. ¿Vendrás a comer?
—Supongo que sí. Me llevaré el móvil y te llamaré en caso de no venir.
Puedes pedir lo que quieras al servicio de habitaciones, o bajar al restaurante.
Pero no salgas del hotel.
—Vale.
Bruce salió de la habitación sintiéndose culpable por la mirada de
decepción que había visto en ella al decirle, sin mencionarlo, que ya no la
necesitaba.
—Lea, el desayuno está aquí.
—Desayuna tú, no me esperes —dijo desde el baño.
Lea se tomó su tiempo en la ducha. De pronto deseó que él se marchara,
no quería verlo.
Bruce ya había desayunado cuando ella entró en la habitación con
vaquero y una camiseta.
—El desayuno ya estará frío.
—No importa —dijo sentándose a la mesa.
—Tengo que marcharme. Hasta luego.
—Adiós.
Ahora estaba segura de que a Bruce le pasaba algo. Había cambiado de
la noche a la mañana. Al comienzo del viaje le había dicho que no se
separaría de ella y tres días después, le estaba dejando claro que no la
necesitaba.
Lea abandonó el hotel poco después. La idea de permenecer en él toda la
mañana no la atraía demasiado. Estuvo conociendo la ciudad. Se hizo un
montón de fotos que iba enviándole a su madre y a Hardy. A la una volvio al
hotel para comer con Bruce. Eran las dos y media y no había aparecido. Así
que volvió a marcharse. A las tres y media la llamó.
—Hola.
—Hola, Lea. Siento no haberte llamado. El dueño de la librería nos ha
invitado a comer y no he podido negarme. Y..., me he olvidado de ti.
Lea pensó en ese nos, que sin duda se refería a él y a Holt.
—No te preocupes. Holt estará contenta. Deseaba quitarme de en medio y
lo ha conseguido. Apuesto a que antes de lo que esperaba.
—¿Has comido en la habitación?
—No.
—¿En el restaurante?
—Tampoco. He pasado la mañana fuera. He vuelto a la una al hotel para
comer contigo y, al ver que no aparecías, he vuelto a salir.
—Te dije que no salieras del hotel.
—También dijiste que me llamarías en caso de no venir a comer. Volveré
al hotel sobre las siete y media o las ocho, dispuesta a trabajar. Eso si no
tienes otros planes. Aunque estoy pensando que eres tú quién tiene que
escribir, yo sólo he de pasar al ordenador lo que escribas, y eso me llevará
escasos minutos. Ahora tienes una ayudante personal, que no soy yo, y tendré
mucho tiempo libre. Y ya sabes que no me gusta aburrirme. Así que..., puede
que vuelva tarde.
—Si quieres volver a casa no dudes en decírmel —dijo él cabreado.
—Lo haría, si fueras tú quién estuviera corriendo con mis gastos, pero
Edward se ocupa de ello. Por cierto, me ha llamado esta mañana para saber
cómo te iba y le he dicho que le preguntara a Holt.
—Tengo que dejarte.
—Muy bien.
—¿Estás enfadada porque he comido con Holt?
—¿Qué? Bruce, tú no eres el centro de mi universo. Que tengas un buen
día.
Bruce había estado toda la tarde de mala leche por lo que Lea le había
dicho. A pesar de que sabía que ella tenía razón en todo. Holt le dijo de ir a
cenar cuando salieron de la librería. Sabía que quería acostarse con él, porque
se le había insinuado en más de una ocasión, pero Bruce se había hecho el
desentendido.
Lea no había llegado cuando volvió al hotel. Se sentó a trabajar. O al
menos, lo estuvo intentando durante un tiempo. Se había acostumbrado a
trabajar teniéndola frente a él y ahora le faltaba algo. Pero al final logró
concentrarse y escribió un buen rato.
Bruce llamó a la puerta de Lea a las ocho y media de la mañana del día
siguiente. Ella estaba en el escritorio con el ordenador.
—Buenos días.
—Hola —dijo ella volviéndose para mirarlo.
La mirada que le lanzó, con esos ojos plateados, le recordaron a un rayo,
y parecía ser capaz de partir en dos la mesa en la que estaba sentada.
—He pedido el desayuno. Lo traerán en cinco minutos.
El tono de voz totalmente controlado hizo que Lea se levantara sin decir
nada y se dirigiera hacia la otra habitación pasando junto a él, sin mirarlo.
Aquel tono de voz tan bajo era aún más peligroso que su mirada. Sabía que su
jefe estaba haciendo un gran esfuerzo para dominar su mala hostia y estaba
totalmente segura de que en cualquier momento explotaría y..., ella tendría que
lidiar con ello.
—¿A qué hora llegaste a noche? —preguntó él sentándose a desayunar.
—Poco después de medianoche. Pero no estuve sola, así que no corrí
peligro.
—¿Con quién estuviste?
—Conocí a un chico en una cafetería y pasamos la tarde juntos, y por la
noche fuimos a cenar. ¿Cenaste con tu asistente?
—Mi asistente eres tú.
—Lo seré cuando volvamos a Kent.
—Cené aquí y luego estuve trabajando.
—¿Has adelantado mucho? —preguntó untando mantequilla en una
tostada, sin mirarlo.
—Terminé el segundo capítulo y estoy preparando el tercero.
—Perfecto. Lo pasaré al ordenador cuando te vayas.
—Vas a venir conmigo.
—Creo que no.
—Trabajas para mí y harás lo que yo diga.
—Si sigues por ahí, no vas a conseguir mucho.
—Me tienes hasta los cojones, ¿sabes?
—Eso no es nuevo, ya lo he oído antes. Pero sabes, ya estoy inmunizada.
—Eres la persona más terca que conozco.
—¿Puedo saber qué coño hice para que me dijeras que no me
necesitabas?
—Yo no te dije eso. No quería que te sintieras mal, obligándote a
acompañarme.
—No me hagas reír. ¿Crees que soy estúpida? Puede que hicieras algo
así por cualquier otra persona, pero no por mí. Me soportas, entre comillas,
porque soy la única asistente que te ha durado. Pero..., ¿quieres que crea que
te preocupas por mí?
—Hoy vendrás conmigo.
—Ni lo sueñes.
—Estás rozando el límite.
—Si estás insinuando que estás a punto de despedirme, adelante.
—Quieres que me disculpe, ¿es eso?
—No quiero tus disculpas, porque sé que no serían sinceras.
—Entonces, ¿qué cojones quieres?
—No quiero nada. Ayer me lo dejaste claro. Desde este momento, mi
trabajo consistirá en pasar lo que escribas al ordenador. Ahora tienes a
alguien que se ocupa de ti. Y te aseguro que ella estará dispuesta las
veinticuatro horas del día. Aquí no tengo que ocuparme de tu correo. Y no me
separo del móvil por si recibes alguna llamada. Así que, estoy haciendo mi
trabajo.
—Lea, no hagas que me cabree.
—El primer día de la gira me prometíste que no me humillarías delante
de ella. Y has vuelto a hacerlo, rompiendo tu palabra. Aunque no se lo hayas
dicho con palabras, le has dejado claro que ya no querías que te aompañara a
las librerías, ni a comer. ¿Qué hice para que cambiaras en una noche? —dijo
ella con los ojos brillantes por las lágrimas contenidas.
—Lo pasé bien contigo en Nueva York, y aquí. Muy bien, de hecho. Pero
no quiero tener nada contigo, que no sea trabajo. Lea, tú buscas una relación y
yo no tengo tiempo ni ganas de salir con nadie. Y mucho menos, contigo. Me
he dado cuenta de que te gusto o que sientes atracción por mí.
—¿Y cuál es el problema si me siento atraída por ti? Supongo que eso les
pasará a todas las mujeres que te ven.
—No quiero que sientas eso por mí.
Ella lo miró un instante sin decir nada, pero su rostro se transformó en un
gesto de incertidumbre.
—En ese caso, volveremos al plan inicial. Iré contigo a las firmas.
Comeré o cenaré contigo, cuando tengamos que hacerlo con alguien
relacionado con tu trabajo. Te acompañaré a las recepciones y fiestas, como tu
asistente personal. Cuando estés trabajando me sentaré frente a ti, aunque no
tenga nada que hacer. Pero cuando vayas a comer o a cenar solo, con Holt, no
estaré contigo. Y no vuelvas a decirme que no puedo salir del hotel porque,
sabes, tú no eres nadie para prohibirme nada. Eres mi jefe y no te importa lo
que hago en mi tiempo libre. Y te relego de la promesa que le hiciste a mi
madre y a mi hermano de cuidar de mí. La llamaré hoy y se lo dejaré claro.
Puede que ella sea amiga tuya, pero yo no. Voy a vestirme —dijo levantándose
sin terminar de desayunar.
Lea pensó en ponerse un vaquero y un suéter para seguir pasando
desapercibida, pero cambió de opinión. Tenía un montón de vestidos nuevos
preciosos, y a la mierda con que la reconocieran. Nadie la había forzado a ser
la portada de la novela. Se había acabado esconderse. Si la reconocían, pues
muy bien. Si pensaban que se estaba acostando con él, perfecto. ¿Cuál era el
problema si no la conocía nadie?
—Cuando quieras —dijo entrando en el dormitorio de él. Lea llevaba un
vestido negro muy corto de manga larga con un buen escote y unos zapatos de
tacón también negros. Con su altura y los ocho centímetros de los tacones, era
casi tan alta como Bruce.
Él la miró de arriba abajo y maldijo que estuviera tan guapa y deseable.
La ayudó a ponerse el abrigo y ella cogió el bolso.
—Parece ser que has perdido esta discusión.
—Yo nunca pierdo, Bruce —dijo con una pícara sonrisa—. Me limito a
dejar que creas que has ganado.
—Me temo que no vas a pasar desapercibida con ese aspecto —dijo
sonriendo por sus palabras, mientras se dirigían al ascensor.
—He decido que no volveré a esconderme. A fin de cuentas, aquí no me
conoce nadie —dijo dedicándole una sonrisa radiante.
Lea sintió un placer especial cuando vio a Holt, que se le notó en la cara
lo poco que le gustaba su presencia.

El dueño de la librería miró a Lea asombrado, al reconocerla como la


portada de Rayner.
—Pensé que no se podría superar la belleza de la foto de la portada, pero
al natural es mucho más guapa.
—Gracias, muy amable.
—¿Quiere sentarse al lado del señor Rayner mientras firma? Apuesto a
que le pedirían que usted también les firmara la novela.
—Muchas gracias, pero no. Yo no tengo ningún mérito.
—¿Es usted modelo?
—No, soy la asistente personal del señor Rayner. La idea fue de su
diseñador de portadas, cuando me conoció.
—No me extraña que la eligiera. Seguro que muchos han comprado la
novela por esa foto.
—Si es así, supongo que ya que la tienen la leerán, y eso es lo que
importa. Y entonces se darán cuenta de que la portada es insignificante,
comparada con el contenido del libro. El señor Rayner es brillante.
Bruce la miró y ella le sonrió.
—Estoy de acuerdo con usted. Señor Rayner, puede ocupar su lugar
cuando quiera.
—Claro —dijo dirigiéndose a la mesa y sentándose.
Lea se sentó con el hombre en un sofá. Desde allí podían ver
perfectamente a Bruce. Rayner miró hacia ellos. Lea cruzó las piernas y a
Bruce se le secó la garganta.
Cuando terminó de firmar, tres horas después, Bruce se levantó y caminó
hacia ellos.
Ese hombre es un placer para la vista, es físicamente la perfecta
perfección, pensó Lea mirando como se acercaba.
—¿Te has aburrido mucho?
—En absoluto —dijo Lea levantándose—. He disfrutado de las vistas.
Lea pensó que había sido algo atrevida, porque Bruce sabría que se
refería a él. De todas formas, Bruce había descubierto que a ella le gustaba,
así que, ¿cuál era el problema? Él había flirteado varias veces con ella, ¿por
qué no podía hacerlo ella también? Él no quería tener una relacion, en
especial con ella y le aseguró que nunca habría nada entre ellos, que no fuera
trabajo. Pero eso no le impedía flirtear con él.
—Bruce, ¿vamos a comer? —preguntó Holt cuando iban en el coche.
—Gracias, Deborah, pero tenemos que volver al hotel a trabajar.
Ya se tutean, pensó Lea. ¿La habrá besado como me besó a mí?
—¿Quedamos entonces para cenar? —insistió Holt.
—Hoy no, estoy cansado. Cenaremos en la habitación y nos acostaremos
pronto.
—Vale —dijo contrariada—. Te recogeré mañana a las ocho y media.
—A Holt no le ha hecho gracia ese nos acostaremos pronto —dijo Lea
acercándose a él para hablarle al oído, aunque estaban solos en el ascensor.
A Bruce se le erizó el vello de la nuca. El aliento de Lea tan cerca fue la
caricia más perturbadora que había experimentado en su vida.
Lea se separó de él y Bruce la miró con los ojos entrecerrados.
—Voy a cambiarme. Me pondré algo cómodo para trabajar —dijo ella
cuando entraron en la habitación.
—Yo también.
Lea entró poco después con pantalón de chándal y una camiseta.
—Estoy lista para no hacer nada —dijo dejando el ordenador sobre la
mesa.
—Supongo que podrás hacer algo.
—Sí. Pasar el segundo capítulo al ordenador me llevará al menos quince
minutos. ¿Dónde quieres que me siente?
—En ese lado de la mesa.
—Estaremos igual que en tu casa.
—Así no perderemos la costumbre. ¿Dónde iremos mañana?
—A Washington D.C. —dijo cogiendo la libreta de Bruce y dejándola
junto al ordenador. Lo encendió y empezó a escribir.
Veinte minutos después lo apagó y lo cerró. Se echó hacia atrás en la silla
mirándolo. Bruce levantó la vista hacia ella.
—¿Ya has terminado?
—Sí.
—¿Y te vas a quedar ahí, mirándome?
—¿Te molesta que te mire? Si te molesta puedo salir a dar una vuelta.
—Prefiero que sigas mirándome.
Dios mío. Ese tío era jodidamente guapo. Ese pelo negro que le
enmarcaba su perverso rostro. Esos ojos que la fascinaban. Y su soberbia
constitución...
Bruce la miró sonriendo.
Madre mía, y esa sensual sonrisa. Volvió a mirarlo sonriendo.
—¿Qué es lo que te divierte?
—Si la gente supiera que me pagas dos mil dólares, únicamente por
mirarte... Muchas mujeres pagarían por poder hacerlo.
Algo estaba pasando, se dijo Bruce. En el ascensor, Lea le había
susurrado al oído, sin ninguna necesidad. ¿Y ahora le decía eso? No era
normal en ella halagarlo por su físico. ¿Estaba flirteando con él? Por supuesto
que no. Esa chica no sabría ni como hacerlo. Pero, por si acaso, no se daría
por aludido.
—He notado que Holt y tú habéis perdido las formalidades. ¿Os habéis
acostado ya?
—Eso no es asunto tuyo.
—Lo siento, tienes razón.
—¿En serio no tienes nada que hacer?
—No. Voy a llamar a Hardy.
—¿A Hardy? ¿Por qué?
—¿Y por qué no? Ayer me llamó él.
—¿Para qué te llamó?
—Eso no es asunto tuyo. Iré a mi habitación para no molestarte.
—No me molestas.
—Vale —dijo marcando el número.
—Hola, pelirroja.
—Hola, doctor.
—¿Me has llamado para que vaya a rescatarte?
—No —dijo sonriendo—. Puedo manejar a mi jefe. Y si se pone muy
borde, siempre puedo darle una paliza.
Bruce se rio mirándola y a Lea le gustó verlo reír.
—¿Dónde estás?
—En el hotel, en la habitación de Bruce. Él está trabajando.
—¿Y tú no trabajas?
—No tengo nada que hacer, es demasiado lento escribiendo.
—¿Y por qué no vas a dar una vuelta?
—Porque tengo que estar con él, siempre que esté haciendo algo
relacionado con el trabajo.
—¿Y qué haces mientras él trabaja?
—Mirarlo.
—¿Mirarlo?
—Sí. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo atractivo que es.
—Llevas semanas viéndolo.
—Lo sé. Tal vez haya prestado más atención, desde que esta mañana he
oído los comentarios de algunas mujeres que esperaban en la cola a que les
firmara la novela. No puedes imaginar las barbaridades que decían. Y
entonces lo he mirado y me he dicho: Hostia, qué razón tienen.
Sin duda a Lea le ocurre algo, está diferente, se pensó Bruce.
—¿Qué tal con Holt?
—No perdamos tiempo hablando de ella.
—Me gustaron las fotos que me enviaste ayer. ¿Quién era ese chico?
—Lo conocí ayer por la tarde y pasamos bastantes horas juntos.
—¿Por qué no pasaste el día con Bruce?
—Ya sabes como es de impredecible. A primera hora de la mañana me
dijo que no me necesitaba, así que Holt hizo de su asistente personal durante
todo el día. Seguro que estaba encantada, porque no encuentra la forma de
llevárselo a la cama. Aunque puede que lo consiguiera anoche. Tengo ganas de
volver a casa. Este viaje promete ser un verdadero aburrimiento.
—Te echo de menos.
—Y yo a ti. En una ocasión me dijiste que podríamos salir a cenar o a
tomar una copa.
—Sí, pero tú dijiste que no querías salir con nadie allegado a tu jefe.
—He cambiado de opinión.
—¿Quieres salir conmigo?
—¿Me lo estás pidiendo?
—No, es una pregunta. Ya sabes que soy mayor que tú. Bruce y yo
tenemos la misma edad.
—Por favor, no te compares con él. Es un gruñón y siempre está de mal
humor, al menos conmigo. Y me trata como a un felpudo. ¿Por qué no salimos
un día cuando volvamos? Podemos ir a cenar, a bailar, al cine...
—¿Hablas de amistad o de otra cosa?
—Ya somos amigos.
—De acuerdo, hablaremos de ello cuando vuelvas.
—Vale.
—Lea, tengo que dejarte.
—Bien. Hasta pronto.
—Adiós, pelirroja.
—¿Le has enviado fotos a Hardy?
—Sí.
—¿Y le has propuesto salir con él?
—Sí.
—¿No sabes que eso lo hacen los hombres?
—¿Y tú no sabes que las mujeres también pueden tomar decisiones?
—¿Vas a salir con Hardy?
—Crees que no soy suficientemente buena para él?
—Yo no he dicho eso. ¿Te gusta Hardy?
—¿Te importa que prepare la maleta mientras trabajas? Ya me he cansado
de mirarte.
—No me importa.
Lea se fue a su habitación y Bruce se quedó maldiciéndola a ella, a su
amigo y a él mismo por ser tan gilipollas. ¿Acaso no era eso lo que quería?
¿No le había dicho que no quería tener nada, especialmente con ella?
¡Hostia puta!
—Ya tengo listo el equipaje. ¿Quieres que prepare el tuyo? —dijo
sentándose frente a él.
—Lo haré yo luego.
—No te olvides de sacar las joyas y el sobre misterioso de la caja fuerte.
—No lo olvidaré.
—¿No vas a decirme lo que hay en ese sobre? Soy tu asistente personal y
se supone que he de saberlo todo sobre ti.
—¿Y crees que lo sabes todo sobre mí, excepto lo que hay en ese sobre?
—Bueno, he de reconocer que no sé nada de tu lado oscuro.
—Mi lado oscuro —repitió él sonriendo.
—Aunque creo que también debería estar al corriente de eso, después de
saber lo que hay en ese maldito sobre.
—¿Por qué te interesa tanto lo que contiene ese sobre?
—Porque no quieres que lo sepa. Y eso me intriga. ¿Te importa si voy un
rato al gimnasio?
—Iremos al gimnasio antes de cenar.
—Vale. ¿Cuánto calculas que tardarás en terminar esta novela?
—Depende del tiempo que emplees en molestarme hablando. ¿Crees que
es fácil concentrarse oyéndote hablar como una cotorra?
—Podría ayudarte con la novela.
—¿Ayudarme?
—Si me contaras lo que tienes en mente podría darte ideas. Apuesto a
que se me ocurren cosas interesantes.
—No lo dudo. Pero me gusta pensar que la he escrito yo solo.
—La última no la escribiste solo. Recuerda que yo escribí la escena
romántica.
—Querrás decir erótica.
—Lo que sea.
—Escribe otra escena similar para esta, así estarás entretenida. Se me ha
olvidado decirte que muchas mujeres la han mencionado, y me han felicitado
por ella.
—Tal vez deberías haberme nombrado en la novela como colaboradora.
Bruce la miró sonriendo.
—¿Quieres sacarme dinero?
—Ya te saco un pastón cada mes, casi sin pegar golpe —dijo con una
cálida sonrisa.

Los siguientes días transcurrieron como los anteriores. Los ratos que
tenían libres los aprovechaban para trabajar. Bruce había comido con Holt un
par de veces, pero Lea no los acompañó. Estuvieron un día en Washington
D.C., un día y medio en Filadelfia y otro en Columbia. Lea no había vuelto a
flirtear con Bruce. Únicamente estaban a solas cuando estaban trabajando o
cuando subían a acostarse.
La noche anterior habían llegado a Miami y ese día se levantaron
temprano. Lea salió a la terraza que compartía con la habitación de Bruce y se
encontró allí con él.
—Buenos día —dijo Bruce.
—Buenos días. Este calor es una delicia.
Tú sí que eres una delicia, pensó Bruce mirando ese escueto pijama que
dejaba sus piernas a la vista.
—¿Qué planes tenemos aquí? ¿Qué día es hoy?
—Lunes. Hoy tienes firma a las diez y a las cuatro. Esta noche tienes que
asistir a una fiesta. Asistirán algunas personalidades destacadas. Hay que ir
con traje, pero de manera informal. Te librarás de la corbata.
—Estupendo.
—Mañana firmas por la mañana. Después de comer tienes dos entrevistas
en los dos periódicos más importantes de la ciudad. Y una aparición breve en
las noticias de la tarde, en la cadena principal de televisión.
—Al menos no tenemos nada mañana por la noche.

Poco antes de las ocho Lea entró en la habitación de Bruce. No llamó


porque la puerta estaba abierta. Se quedó quieta y completamente abrumada al
verlo con pantalón, sin camisa y descalzo. Ya lo había visto con el torso
desnudo, pero se aturdió. Miró ese vello atravesar sus imponentes oblícuos y
desaparecer en la cinturilla del pantalón. Esos pectorales eran un sueño hecho
realidad.
Bruce parecía divertido al verla aturdida. Y cómo no, ruborizada.
—Volveré luego.
—No digas tonterías. Me has visto con menos ropa. Vamos, entra. No voy
a hacerte nada —dijo con una sonrisa pícara—. Y ya te dije que entre tú y yo
no sucedería nada. Cariño, te aseguro que no eres mi tipo.
—Tú tampoco eres el mío, creeme —dijo, aunque se le había caído el
alma a los pies.
¡Arrogante imbécil! ¿Que no es mi tipo le he dicho? Ese hombre es el
tipo de cualquier mujer, pensó ella, aunque no le pasó desapercibida la
mirada que le echó de arriba abajo.
Lea lucía un vestido de tirantes estampado muy corto. Llevaba un
colgante y una pulsera que le habían regalado sus hermanos, y junto a ella, la
pulsera de cuero como la que llevaba Bruce.
Ese día lo acompañó a comer, a pesar de que solamente les acompañaría
Holt.
Esa mujer me asesinaría si pudiera, pensó Lea, al ver la cara que puso,
cuando vio a Bruce aparecer con ella.

Bruce y Lea estaban juntos en el salón. Lea llevaba un vestido verde de


gasa del mismo tono que sus ojos. Era por encima de la rodilla, de tirantes y
con un escote escandaloso, y unas sandalias altas a juego. Al cuello llevaba la
esmeralda que le regaló Bruce.
Lea se apartó de él cuando el alcalde se acercó a saludarlo. Y poco
después se les unieron el capitán de policía y su esposa. Bruce aprovechó para
colocarse de espaldas a la pared para poder ver toda la sala. Miró a Lea. Ese
vestido bailaba entre sus piernas cuando caminaba y era una delicia
contemplarla.
—¿La chica que ha venido con usted es su esposa? —preguntó la mujer
del capitán de policía.
Bruce volvió a mirar a Lea y permaneció un instante en silencio,
pensando en ello. Se sintió algo turbado, al darse cuenta que había pensado
que no le importaría que fuera su esposa.
—No estoy casado. Ella es mi asistente personal. Y la hija de una buena
amiga mía.
—Pues hacen buena pareja. Es una chica preciosa. Al reconocerla como
la portada de su novela pensé que eran pareja.
—Si pensara en algo sobre ella que no fuese trabajo, su madre me
arrancaría la cabeza. La idea de aparecer en mi novela fue de mi diseñador de
portadas. Y no crea que aceptó enseguida. Es muy tímida. ¿Tímida?, pensó
Bruce. Esa chica es una descarada.
Bruce no perdía de vista a Lea. Los hombres revoloteaban a su alrededor
haciéndola reír. Jamás había conocido a ninguna mujer capaz de provocar en
él tal combinación de sensaciones y necesidades en su interior.
Lea fue al baño para deshacerse de los hombres que pululaban a su
alrededor. Cuando volvió a la sala se acercó a la barra del bar.
—Hola, pelirroja —le dijo el camarero.
—Hola. Pensé que los camareros que trabajaban para personas
importantes eran más serios.
—Yo soy serio —dijo con una sonrisa seductora—. Soy Jules.
—Yo Lea.
Bruce vio desde lejos cómo el chico cogía la mano de Lea y la sostenía
entre la suya más tiempo del necesario.
—Eres la chica más guapa que hay en este salón —dijo poniendo delante
de ella un vaso.
—Todavía no te he dicho lo que quería tomar.
—Me han ordenado que cuando vengas a la barra, te sirva Coca Cola o
zumo.
—¿Puedo saber quién te lo ha ordenado?
—El tío que está con el alcalde. El del traje gris que tiene a su lado a esa
rubia que quiere llevárselo a la cama.
Lea se volvió a mirar donde el chico le indicaba. Holt estaba junto a su
jefe, muy pegada a él.
—¿Crees que conseguirá llevárselo a la cama?
—Lo dudo. A ese tío sólo le interesa una mujer en esta sala. Y esa eres
tú.
—¿Yo? —dijo Lea riendo y volviendo a mirar de nuevo a su jefe—.
Estás confundido. Ese es mi jefe y no hay, ni habrá nada entre nosotros.
—Si tú lo dices...
—¿Por qué piensas que le intereso?
—Porque ha estado vigilándote, como un halcón, desde que habéis
llegado.
—Es amigo de mi madre y ella le ha pedido que cuide de mí.
—Por cómo me mira, no parece que le guste que hables conmigo.
—Yo puedo hablar con quien quiera.
—¿Puedes salir con quién quieras también?
—Sí, el problema es que en los ratos libres quiere que trabajemos.
—Es una forma de mantenerte a su lado. ¿Quieres cenar conmigo
mañana?
Holt se acercó a la barra y Lea no pudo contestar. El chico se apartó un
poco de ellas.
—Tu jefe es un hombre extraño —dijo Holt.
Un hombre extraño, pensó Lea, volviéndose para mirarlo de forma
descarada. Esa sí sería una manera extraña de describir a un hombre que sería
capaz de seducir incluso a una momia. Lea seguía mirándolo, intentando no
sonrojarse. Y Bruce se dio cuenta de esa mirada tan intensa.
—¿Le das todo lo que necesita, que no presta la más mínima atención a
ninguna mujer?
Lea no dijo nada. Se limitó a mirarla con una radiante sonrisa. Y Holt se
alejó, evidentemente cabreada.
—Pensaba que habías dicho que no había nada entre vosotros —dijo el
camarero acercándose.
—Y no hay nada. Pero ella piensa que sí.
—¿Porque eres la portada de su novela?
—Sí.
Lea volvió a mirar a su jefe. Bruce la estaba mirando con tal voracidad y
de una forma tan posesiva que Lea tuvo que tragar saliva. Su respiración se
agitó, pero tuvo el coraje de seguir contemplándolo con la misma avidez que
él en su mirada.
—¿Has dicho que no había nada entre vosotros?
Lea se volvió para mirar al camarero. Y él vio el rubor en sus mejillas.
—Vaya, no me había dado cuenta de que para ti, él también es el único
hombre que te importa.
—No digas tonterías.
Lea se volvió a mirar a su jefe una vez más y su pulso se aceleró al verlo
acercarse. La belleza de ese hombre era salvaje y devastadora. Echó un
vistazo a su alrededor y vio cómo lo miraban las mujeres, y se quedaban un
tiempo observándolo de arriba abajo. Y era porque, su jefe era un regalo para
la vista.
¡Madre mía!, pensó mientras lo veía acercarse. Un hombre que se mueve
así tiene que ser un sueño en la cama.
—Hola.
—Hola, Bruce.
—¿Puede servirme un whisky con hielo, por favor?
—Enseguida, señor.
—Con él eres más formal —dijo Lea mirando al camarero y sonriendo.
—Él no es tan guapo como tú.
Lea soltó una carcajada y el chico le guiñó un ojo.
—¿Estás bien? —preguntó Bruce a Lea.
—Claro, ya te has encargado de que no pruebe el alcohol.
El camarero puso un posavasos sobre la barra y dejó encima el whisky.
—Mañana voy a salir a cenar —dijo Lea.
—¿A cenar?
—Jules me ha invitado —dijo señalando al chico.
—Mañana terminaremos tarde de trabajar y cenaremos mientras
trabajamos.
—No te preocupes, preciosa. Sólo por haberte tenido delante durante
quince minutos ha merecido la pena.
Bruce lo miró fijamente intentando intimidarlo, pero el chico se limitó a
sonreírle.
—Pelirroja, ven a verme si te aburres.
—Lo haré —dijo ella sonriéndole divertida.
Bruce la cogió del brazo y la alejó de la barra, llevándola a un rincón de
la sala.
—¿Qué te pasa? ¿No te has dado cuenta de que ese tío estaba intentando
seducirte?
—Me he dado cuenta —dijo Lea mirándolo con una cálida sonrisa—. Sé
que estaba flirteando conmigo.
—No estaba flirteando. Estaba intentando llevarte a la cama.
—¿Y todo eso lo has visto desde la lejanía?
—No hace falta ser un as para verlo.
—¿Por qué no puedo ir a cenar con él?
—Porque no.
—Vaya, eres de lo más convincente. Ya puedes trabajar rápido para que
mañana tenga trabajo, porque si termino de pasar al ordenador lo que has
escrito pronto, me iré a cenar.
—Y yo te aseguro que no saldrás a cenar con ese. ¿No te das cuenta de
que no quiere comer contigo sino comerte a ti?
Lea soltó una carcajada.
—Se llama Jules.
—Me importa una mierda cómo se llame. A partir de ahora no te
separarás de mí.
—Eso ya lo he oído antes. Parece que has olvidado que soy mayor de
edad. Voy a obedecerte, pero sólo porque aquí no podemos discutir.
¿Tardamos mucho en marcharnos?
—¿Por qué? ¿Quieres llegar al hotel para empezar la discusión?
—Preferiría estar en el gimnasio del hotel antes que aquí, rodeada por
estos viejos. No hay nadie de mi edad. No sé por qué he venido contigo.
—Te he traído conmigo, porque si te hubieras quedado en el hotel, no
habrías ido precisamente al gimnasio. ¿O me equivoco?
Lea lo miró con una pícara sonrisa.
—Lo que me imaginaba. Quiero que permanezcas pegada a mí. Y pórtate
bien.
—¿Cómo voy a portarme mal pegada a ti? Aunque podríamos jugar.
—¿Jugar?
—Dijiste que flirtear es como un juego. ¿Puedo flirtear contigo?
—¿Conmigo?
Lea acercó la mano a la de él y le acariciaba la parte de atrás de la
muñeca subiendo y bajando la pulsera de cuero.
—¿Te ha servido alcohol ese cretino?
—No.
—Entonces, ¿qué estás haciendo? —dijo acercándose a ella para
hablarle al oído—. No juegues con fuego a no ser que quieras quemarte.
—Contigo no corro peligro. Una vez quise quemarme contigo y te rajaste
—dijo ella intentando parecer segura, aunque le temblaban las piernas.
—¿Quieres practicar conmigo para cuando salgas con Hardy?
—A Hardy no le importará enseñarme. Apuesto a que sabe qué hacer con
una mujer.
—Puede que no sepa qué hacer con una cría.

El lunes llegaron a Dallas por la noche, después de haber pasado por


Atlanta, Nashville, Chicago y Nueva Orleans, donde se había presentado
Edward, el editor de Bruce y había permanecido un día con ellos. Y Bruce
estuvo toda el día de mala leche porque Edward no se separó de Lea ni un
instante.
Bruce había pasado todos esos días ignorando los flirteos de Lea.
Aunque le habría gustado seguirle la corriente. En más de una ocasión se le
había pasado por la cabeza acabar con todo eso y llevarla directamente a la
cama. No recordaba haber estado nunca tan desesperado por acostarse con una
mujer.
—Estoy muerta —dijo cuando entraron en el hotel de Dallas a las diez de
la noche.
—Imagínate cómo estoy yo, que soy mayor que tú.
—No pensé que las giras fueran tan agotadoras.
—¿Por qué crees que no me gustan? Háblame de los planes que tenemos
aquí.
—Mañana tienes firma por la mañana y por la tarde. Por la noche, los
texanos darán una fiesta en tu honor en un hotel. De etiqueta. Y al día siguiente
saldremos para Lincoln a las doce. Tendremos que salir del hotel a las nueve y
media.
—Será mejor que nos acostemos.
—¿Sin cenar?
—Dios, no perdonas una. Hemos cenado en el avión.
—¿A eso lo llamas una cena? Era un tentempié. Estoy hambrienta.
—Pues pide que nos suban algo. Me ducharé mientras.
Los dos se habían duchado y estaban cenando con pijama. Sus manos se
rozaron al ir a coger pan al mismo tiempo. Fue un ligero roce durante un
segundo, pero eso desconcertó a Lea. Por suerte estaba sentada, de lo
contrario, le habrían flaqueado las piernas, y el ánimo. A veces, al tenerlo
cerca sufría un bloqueo en el cerebro. Incluso sentía cierta dificultad para
respirar.
Bruce la miraba mientras comía. Intentaba escuchar lo que estaba
diciendo. ¡Dios! Esa chica era inagotable. ¿Cómo era posible que siempre
tuviera un tema del que hablar? ¿No se cansaba nunca? Y eso que estaba
agotada… La miraba, intentando prestar toda su atención, pero su mente iba
por otros caminos. Bruce no quería que Lea descubriera todas las sensaciones
que despertaba en él. Pero, sobre todo, no podía dejar que supiera el poder
que tenía sobre su cuerpo y sobre su mente. Esa chica, sin saberlo, se había
adueñado de él. Y Bruce estaba en un callejón sin salida.

Holt entró en la habitación de Lea. Bruce había bajado a tomar un café


con el director del hotel, que era uno de sus fans. Bruce le había dicho a Holt
la noche anterior que no se pondría traje para ir a la firma esa mañana y ella le
había dicho que subiría a su habitación para ver su vestuario y aconsejarle
cómo vestir.
Bruce entró en su habitación y oyó, a través de la puerta que estaba
abierta, a Lea y Holt discutiendo.
—Es una locura. Aquí en Dallas, la gente se fija mucho en el aspecto y
debería llevar traje y corbata —decía Holt.
—Con traje parece un hombre demasiado arrogante y serio. Ya es
arrogante de por sí, pero con traje, ese defecto se acentúa. Aunque a mí me
gusta su arrogancia —dijo Lea sonriendo—. Debería ir de manera informal.
Parecería más accesible. Y hay que tener en cuenta que, el noventa y cinco por
cien de los lectores son mujeres. A mí me gusta más con un vaquero y una
camiseta. Se le ve más cercano a la gente. Es más, él.
—¿Qué puede saber usted sobre eso? A nadie le gusta ver a un hombre de
éxito con vaquero.
—¿Acaso no tiene ojos en la cara? Con vaquero, ese hombre conseguiría
que las mujeres le suplicaran que las llevara a la cama.
—Ahí se nota la poca clase que tiene usted.
—¿Se ha preguntado por qué no ha conseguido todavía acostarse con él?
Puede que sea porque, esa elegancia de la que usted presume, no vaya con él.
A Bruce no le gusta ir con traje, se siente más cómodo vistiendo de manera
informal. Y no estoy diciendo que no sea un bombón con traje.
¡Dios! Esa chica lo volvía loco, se decía Bruce mientras entraba en la
habitación de Lea, con un vaquero negro y una camiseta blanca.
—Hola, Deborah.
—Hola. ¿Te importaría enseñarme la ropa que has traído? Si no quieres
llevar traje, supongo que podremos encontrar algo formal dentro de lo
informal.
—No hace falta. No voy a cambiarme.
—Pero… no puedes ir así —dijo Holt mirándolo de arriba abajo.
—¿Quién lo dice?
—Yo soy tu asesora de imagen.
—Si cuando esté firmando la novela veo que alguien me pone mala cara,
te prometo que volveré a cambiarme. Lea me ha dicho que la librería está a
cinco minutos de aquí.
—Como quieras. Espero que al menos te afeites.
—Lo haré, si tengo tiempo —dijo él sonriéndole—. Si no te importa,
espéranos bajo. Lea todavía tiene que vestirse. O mejor aún, espéranos en la
librería, iremos caminando.
Lea se vistió con vaquero y camiseta negra y unos botines negros altos. Y
Bruce no se afeitó.
Lea lo miraba cuando hablaba con las mujeres, mientras les dedicaba las
novelas. Todas estaban encantadas. Y es que, ese hombre, con un simple
vaquero y una camiseta sencilla, era el hombre más increíble con el que se
había cruzado en su vida. Y las mujeres, por la forma que suspiraban mientras
lo miraban esperando, pensaban lo mismo que ella.
Lea lo contempló desde la distancia. A su mente llegaron imágenes de él
acariciándola y besándola. Imágenes que había intentado olvidar, sin
conseguirlo. La cazadora de piel negra que llevaba Bruce, similar a la de ella,
le daban la imagen del chico malo de las películas. Ese que siempre muestran
de lo más sexy y como un pecador consumado. Y esa mirada retaba a las
mujeres a cometer con él uno de esos pecados.
Capítulo 18
Bruce y Lea se estaban vistiendo para asistir a la fiesta que se celebraría
en la mansión de un millonario que se dedicaba al petróleo. Su mujer, treinta
años más joven que él, le había pedido conocer a Rayner y él nunca le negaba
nada a su joven esposa.
Cuando Lea vio a Bruce con esmoquin casi le da un infarto. Estaba
arrebatador.
—¿Te queda mucho?
—Ya estoy lista —dijo Lea entrando en la habitación de Bruce.
Lea miró la mesa en la que se encontraba él y vio el sobre.
—No me digas que voy a ver por fin lo que hay en ese sobre.
—Sí —dijo rompiendo el precinto y abriéndolo.
—¿Es el estuche de una joyería?
—Muy observadora— dijo abriéndolo. Sacó la pulsera de brillantes y se
la puso a Lea en la muñeca.
—¿Qué es esto?
—¿Te quito la pulsera de cuero?
—¡No! ¿Qué significa esto?
—Es un regalo.
—¿Un regalo?
—Sí —dijo cogiendo la gargantilla y poniéndosela en el cuello.
Lea dio un respingo cuando le rozó la nuca al abrochársela.
—Bruce.
—No llegué a agradecerte que me salvaras la vida. Nunca podré
agradecértelo lo suficiente, pero quiero que aceptes esto. Además, te queda de
muerte con ese increíble vestido.
—Bruce... no sé que decir.
—No tienes que decir nada.
—Gracias.
—Ponte los pendientes y vayamos a la fiesta.
—¡Madre mía! —dijo mirándose en el espejo.
Lea se dio la vuelta con los ojos anegados de lágrimas y lo abrazó muy
fuerte.
—¿Esto es otro intento tuyo de flirtear conmigo? —dijo abrazándola
también.
—No. Es para darte las gracias por el regalo más fabuloso de mi vida.

Los anfitriones estaban en el recibidor de la mansión recibiendo a los


invitados. A Lea no le gustó la forma que la esposa de aquel millonario miraba
a Bruce.
Lea se quedó maravillada cuando entraron en aquel suntuoso salón. Todos
los hombres vestían esmoquin. Las mujeres lucían unos vestidos increíbles y
unas joyas maravillosas que hacían palidecer las que llevaba ella. Aunque a
Lea le encantaba el regalo de Bruce y sabía que se habría gastado una fortuna
con él.
Lea caminaba junto a él, cogida de su brazo. Se sentía un poco aturdida,
casi intimidada por toda aquella obscenidad de lujo. Había mesas con los
manjares más apetitosos que había visto en su vida. Los camareros vestían de
uniforme y paseaban por la sala portando bandejas con copas de champán.
Estaba abrumada.
—¿Estás bien? —preguntó Bruce al notar la tensión de su mano en el
brazo.
—Esto no es para mí.
—Para mí tampoco, te lo aseguro. Procuraré que nos vayamos cuanto
antes —dijo cogiendo dos copas de la bandeja de uno de los camareros y
entregándole una a ella.
—¿Hoy vas a permitir que beba?
—Una copa, dos como mucho.
—¿Se nota que estoy tensa?
—Sólo lo noto yo. El champán te relajará un poco.
—Bruce, no me dejes sola entre toda esta gente.
—No lo haré.
Pero no lo cumplió. Poco después, Sylvia, la dueña de la mansión alejó a
Bruce de ella y de momento, Lea no supo qué hacer. Se sintió desorientada. No
tardó mucho en acercarse un hombre a ella. Y luego se les unió otro, y otro
más.
Bruce la miró desde el otro lado de la sala. Lea llevaba un vestido negro
largo muy sencillo, pero se amoldaba a su cuerpo como un pecado. Pensó que
había algo especial en una mujer preciosa, alta y con un cuerpo increíble. Algo
que hacía que un hombre diera gracias de ser hombre, al verla. Esa chica
destacaba con un sencillo vestido entre esas mujeres que lucían trajes de
firma, que posiblemente costaban lo que un empleado de una empresa ganaba
en un año.
Lea intentó sobrellevar con entereza las miradas de Bruce y no
ruborizarse, porque cada vez que lo miraba, él tenía la mirada fija en ella. No
importaba que estuviera hablando con otras personas, él nunca la perdía de
vista.
Los temas que tocaba la orquesta eran clásicos, la mayoría valses y Lea
dio gracias de que su madre la obligara a aprender a bailar, practicando con su
padre y sus hermanos.
—¿Me concede este baile? —preguntó el dueño de la mansión a Lea.
—Desde luego —dijo ella mirando a Bruce y preguntándose por qué ese
hombre no apartaba a su mujer del lado de su jefe, que lo sujetaba del brazo
como si no quisiera que se le escapara, en vez de bailar con ella.
Cuando terminó la música salieron de la pista. El hombre cogió dos
copas de champán y le dio una a ella.
Unos minutos después miró a Bruce y se quedó paralizada. Se encontraba
al otro lado del salón y había cierta distancia. Esos ojos grises que tanto la
aturdían a veces y al mismo tiempo la fascinaban, tenían toda su atención en
ella. La contemplaba con tanta intensidad que a Lea se le agitó la circulación y
un escalofrío le recorrió el cuerpo. No fue capaz de apartar la mirada de él.
El corazón se le aceleró al ver que Bruce caminaba hacia ella. Lo veía
moviéndose, seguro de sí mismo, con una elegancia tan sensual, que le cortó el
aliento. Se acercaba a ella como un depredador, sin prisa, pero sin detenerse.
La intensidad de su mirada era profunda y estaba centrada en ella, como si
estuvieran solos y lo único que viera fuera, ella. Esas piernas largas y
musculosas recorrían la distancia que había entre ellos.
Si no me acuesto con ella, jamás desaparecerá de mi mente, pensó
Bruce. Estaba completamente seguro de que la obsesión y el deseo que sentía
por esa chica no desaparecería hasta que lograra estar en su interior.
Su sonrisa de complicidad, mientras se acercaba, la hacía saber, con toda
exactitud, el efecto que producía en ella. Cuando lo tuvo delante pudo apreciar
lo devastadoramente atractivo que era ese hombre.
Bruce se colocó a su lado, le cogió la mano y le acarició la palma con el
pulgar. Y ese pequeño roce provocó en ella un estremecimiento.
Bruce la llevó a la pista y la hizo girar hasta que quedó frente a él.
Empezó a guiarla con movimientos elegantes y tan firmes que nadie podría
poner en duda quien llevaba las riendas.
—He visto que has bailado con Selleck, el dueño de esto. ¿Habéis tenido
una conversación interesante?
—Oh, sí. Me ha estado hablando de sus pozos de petróleo y de sus
petroleros. Y mientras lo hacía, me han venido a la memoria todas esas mareas
negras que han arrasado tantas playas en todo el mundo. Tenía ganas de
vomitar. Apuesto a que tu conversación con su mujer ha sido más interesante.
—La verdad es que sí —dijo sonriendo—. Me ha dicho que vendría a mi
habitación del hotel a primera hora de la mañana. Y no ha sido una pregunta
sino una afirmación. Al decirle que me marchaba mañana temprano, me ha
pedido que me quedara aquí, a pasar la noche y así podría ir a mi cuarto,
cuando su marido se durmiera.
—Supongo que no te habrá gustado la idea, ni te habrás excitado.
—¿Por qué dices eso?
—Dices que yo soy una cría. Su marido me ha dicho que tiene un año más
que yo.
—Tienes razón, con ella no me he excitado —dijo acercándola más a él
—, pero contigo sí.
Bruce bajó la mano hasta la cadera de ella y presionó suavemente hasta
que Lea notó su excitación sobre su centro del placer. Sintió deseos de
rodearle el cuello con los brazos y pegarse a él todo lo posible.
El siguiente tema era mucho más lento y el baile se transformó en un
suave balanceo. Lea colocó las manos en su nuca y él le rodeó la cintura. Sus
cuerpos estaban totalmente pegados y sus mejillas unidas. En ese momento a
ninguno de los dos les importaba si alguien pensaba que estaban juntos.
—Quiero recorrer cada centímetro de tu cuerpo con mis labios —dijo él
en un susurro.
Lea había recibido algunos piropos de hombres, pero aquellas palabras
no eran precisamente un piropo. Era una frase llena de lujuria. Y el suave tono
de su voz provocó en ella un temblor que le recorrió la sangre.
—¿Ahora estás flirteando tú conmigo?
—Cielo, esto no tiene nada que ver con flirtear —dijo separándose un
poco para mirarla.
Lea se quedó atrapada por ese último susurro que fue como una
abrasadora caricia. Pero ese brillo que vio en sus ojos fue lo que hizo que la
sangre le ardiera y circulara por sus venas a toda velocidad.
Bruce había cambiado de opinión respecto a no tener ninguna relación
física con ella y Lea no sabía la razón. Pero estaba segura de que esa noche
sería suya. O ella iba a hacerlo suyo, dependiendo de cómo se mirara.
También sabía que Bruce le rompería el corazón, pero el deseo la consumía
por dentro. Decidió que ya se encargaría de su corazón roto, cuando llegara el
momento.
—¿Quieres que nos marchemos? —le preguntó Bruce al oído.
—¿Tú quieres irte?
—Es lo que más deseo.

Lea estaba apoyada en la pared del ascensor mientras subían a su


habitación. Bruce se acercó a ella y metió los dedos entre sus cabellos para
posarlos en su nuca. La miró y vio cómo se ruborizaba. A esa chica le
favorecía el toque rosado en sus mejillas. Cerró las manos con cuidado en ese
precioso pelo y tiró delicadamente de él. Lea echó ligeramente la cabeza hacia
atrás y su cuello quedó a merced de Bruce. Besó el cálido hueco de su
garganta. Sus labios presionaron sus palpitantes venas sintiendo el desbocado
latido de su corazón. Bruce colocó las manos sobre sus hombros mientras la
miraba y fue deslizándolas con suma suavidad por los brazos hasta llegar a sus
manos y entrelazó los dedos con los de ella. Acercó el rostro al de Lea y posó
los labios sobre los suyos. Bruce percibió la sacudida de la reacción que
provocó ese contacto, aunque no estaba seguro de si procedía de ella o de él.
Se separó para mirarla una vez más y vio en su rostro confusión..., pero
también un deseo que se incrementaba por momentos. Se acercó de nuevo y la
besó. Lea entreabrió los labios y él metió la lengua en su boca para explorarla.
Quería devorarla, pero todavía no.
Lea se soltó de sus manos y le rodeó el cuello. Su cuerpo traicionero
estaba reaccionando al beso sin poder resistirse. Notaba la sangre palpitar por
sus venas, mezclada con el deseo, y deslizarse a través de ella, hasta llegar a
su clítoris.
Lea se había pegado completamente a él y lo estaba devorando. Un
relámpago de excitación atravesó a Bruce y fue directamente a su entrepierna.
—Cariño, detente. De lo contrario te follaré aquí.
Cuando se apartó de lla la miró. Lea tenía el rostro deliciosamente
sonrojado y sus ojos deslumbraban.
—Para haber besado sólo unas pocas veces, lo haces genial —dijo
sonriendo—. La palabra atracción no puede abarcar esto que hay entre
nosotros.
—Y que lo digas —dijo ella haciendo que Bruce se riera.
Bruce la cogió de la mano y caminaron hacia la habitación.
—Tal vez deberíamos hablar, antes de hacer nada —dijo él cuando
entraron y cerró la puerta.
—¿Después de las desastrosas relaciones sexuales que he tenido, quieres
que hablemos? Bruce, quiero saber lo que se siente al estar con un hombre que
sabe lo que hace. Pero si incluso sabes donde está el clítoris. Apuesto a que
los chicos con quien estuve no lo sabían.
Bruce soltó una carcajada. Se quitó la chaqueta.
—No quiero hablar, Bruce.
No quiero hablar, Bruce, repitió él en su mente. ¡Hostia puta! ¿Cómo
era posible que esa chica lo sedujera con esa simple frase?
—De acuerdo, no hablaremos. Pero quiero dejarte claro que esto será
sólo una relación sexual —dijo retirando la colcha de la cama—. Cuando uno
de los dos quiera terminar no habrá recriminaciones.
—No hay problema —dijo acercándose a él—. ¿Tienes algo más que
decir? Estamos perdiendo un tiempo precioso.
Bruce la besó tan profundamente y de una forma tan erótica y sensual que
sus bocas parecían haberse fundido.
—Deberían exigir tener licencia para besar así —dijo ella con la
respiración agitada.
—¿Cómo sabes que no la tengo?
Lea se lanzó de nuevo a su boca. Le dio un beso tan directo y natural que
él perdió por un momento el equilibrio, con los sentidos alerta.
Bruce empezó a desnudarla lentamente. La luz de la habitación se
deslizaba por su piel. Podía escuchar la agitada respiración de ella, que se
cortaba cada vez que la rozaba al quitarle el vestido. No llevaba sujetador. Se
quedó un instante observando sus pechos... y su cuerpo.
—¡Santa madre de Dios! Eres la cosa más bonita que he visto en mi vida.
Bruce la cogió en brazos y la llevó a la cama. Le desabrochó las
sandalias y se las quitó. Luego le siguió el tanga y se quedó desnuda. La
contempló con los ojos oscurecidos por la lujuria. Sacó unos condones del
cajón y los dejó en la mesita de noche.
—Vaya engreído estás hecho —dijo Lea riendo al ver todos esos
condones.
—Engreído, ¿eh? —dijo quitándose la camisa, los zapatos y los
calcetines.
Bruce se subió a la cama y se sentó a horcajadas sobre ella.
—No me digas que esta vez tampoco te quitarás el pantalón.
—Más tarde. Ahora necesito acariciar tu cuerpo con los labios.
Bruce se inclinó hacia ella y le lamió la latente vena de la garganta y
luego volvió a besarla con desesperación. Las manos de Bruce recorrieron el
cuerpo de Lea y a ella se le derritió algo en el alma. No podía creerse que
estuviera con el hombre que amaba. Estaba asustada y encantada al mismo
tiempo. Su cuerpo estaba experimentando decenas de sensaciones con sus
caricias. Las mismas que experimentó con él semanas atrás.
Bruce recorrió la cicatriz que tenía en el brazo salpicándola de suaves
besos.
—Siento que esto haya estropeado tu preciosa piel. Te llevaré a un
cirujano para que la haga desaparecer.
—No. Quiero que permanezca en mí, para recordar que tú y yo pasamos
juntos una mala experiencia.
Bruce se centró en sus piernas, acariciándolas con los labios y la lengua.
Volvió a sentarse sobre ella, se inclinó y le dio un ligero y tierno beso. Y ese
contacto hizo que el cuerpo de Lea se disparara. Algo estaba ardiendo en su
interior. Empezó a acariciarle los pezones con las yemas de los dedos y luego
bajó la boca a uno de ellos. Las terminaciones nerviosas de Lea se activaron
hasta conseguir que su cuerpo casi agonizara. Bruce no se detenía. Parecía
querer darse un festín con sus pechos. Se retorcía debajo de él y le apretaba la
cabeza contra su pecho para que no se apartara. Cuando Lea pronunció su
nombre, el sonido de su voz se apoderó de él, llegándole a lo más hondo.
Bruce fue deslizando los labios por su abdomen y su vientre, y luego por una
cadera y por la otra, besando, lamiendo y dando pequeños mordiscos. Y Lea
no pudo hacer más que entregarse a las sensaciones que la embargaban.
—Flexiona las piernas y ábrelas para mí. Lea lo hizo.
Bruce acarició con la lengua la parte interior de sus muslos de manera
ascendente. Y acto seguido se centró en su clítoris.
—¡Oh, Dios mío!
Bruce la miró.
—Sentir tu lengua acariciándome ahí es lo más delicioso que he
experimentado en mi vida. ¿Crees que podrías repetirlo?
Bruce le sonrió. Y volvió a hacerlo. Siempre había pensado que Lea era
una experta disimulando lo mucho que lo deseaba, pero en ese momento, pudo
ver en su rostro todas las sensaciones que estaba experimentado.
—Voy a hacer que te corras rápido, porque necesito follarte. No aguanto
más.
—Menos mal. Pensé que nunca te quitarías ese maldito pantalón.
Bruce soltó una carcajada. Metió la mano entre sus piernas y ella las
abrió con todo el descaro del mundo. Estaba tan excitada que los ojos le
brillaban con furia. Bruce metió el dedo en su interior y empezó a moverlo
adentro y afuera. Seguidamente le introdujo dos y Lea lanzó un sonoro gemido.
Dios, este hombre tiene un don en sus dedos, pensó ella.
—¡Por todos los infiernos! ¿Todos los hombres saben hacer lo que tú
haces? —dijo levantando las caderas enfurecida por lo que estaba a punto de
llegar—. Por favor, no pares.
Lea le suplicaba una y otra vez que no se detuviera. Necesitaba que
Bruce hiciera algo, lo que fuera. Bruce encontró la zona erógena en su interior
y Lea empezó a jadear. Luego bajó la boca a su clítoris sin dejar de mover los
dedos.
—¡Bruce! Dios, Dios, Dios.
Lea movía la cabeza de un lado al otro cuando el orgasmo la alcanzó,
recorriendo su cuerpo con tanta violencia que creyó que iba a partirse en dos.
Lo cogió del pelo para que no se moviera de ahí, mientras levantaba las
caderas suplicando. Bruce sintió la presión en sus dedos cuando los músculos
lo aprisionaban. Ella empezó a convulsionarse y de pronto se sintió devastada
por la marea de sensaciones incontenibles que la invadieron.
Bruce sacó los dedos de su interior. Le dio un beso en el clítoris y se
incorporó para acercarse a sus labios y besarla hasta casi hacerle perder el
sentido.
—¿Cómo te siente? —dijo apoyándose en los antebrazos a ambos lados
de ella.
—Me he sentido genial, desde que hace casi dos meses me pusiste en el
programa de descongelación. Pero ahora... Dios mío, Bruce. Me gustaría
repetir esto cada noche.
—No me importó descongelarte, te lo aseguro. De lo que me arrepiento
es de no haberte follado entonces.
—¿Vas a quitarte ya el pantalón?
—Sí.
—Yo también quiero tocarte —dijo acariciándole la cara—. No tengo tu
experiencia, pero creo que me las apañaré.
—Más tarde podrás tocarme cuanto quieras, pero, cielo, ahora necesito
follarte y correrme dentro de ti para desprenderme de esta tensión que he
soportado desde que te conozco.
Bruce se puso de pie, se desabrochó el pantalón y se lo bajó junto con el
bóxer.
—Oh —dijo Lea al ver el miembro—. No creo que eso pueda entrar
dentro de mí.
—Claro que sí.
—Me vas a hacer daño.
—Vas a sentir muchas cosas, pero te aseguro que daño no.
—No me habías dicho que era tan grande.
—Te lo habría dicho, si me lo hubieras preguntado —dijo riendo.
—Supongo que no habría sido muy correcto decirle a mi jefe: Perdone,
¿cuánto mide su polla?
—No sé que decirte, a veces has sido muy descarada conmigo. Cielo, mi
polla se amoldará a ti, como si fueras un guante.
—¿Estás seguro?
—Completamente.
—Vale. ¿Puedo tocarte ahora?
—No.
Bruce se colocó sobre ella y le abrió las piernas. La acarició para ver si
estaba lista y sonrió al recordar que ella creía que era frígida. Estaba
completamente húmeda. Se puso el condón. Lea le sostuvo la mirada mientras
la penetraba y comprobó que no había sentido ningún dolor. Empezó a
moverse con embestidas lentas. Lea estaba asombrada al sentir aquella
sensación total de plenitud al tenerlo dentro. Había esperado eso durante
mucho tiempo. Arqueó la espalda pidiéndole más profundidad, pero era Bruce
quien tenía el mando de sus movimientos. Poco después fue incrementando el
ritmo para volver después a la lentitud. Sacaba la polla hasta prácticamente
estar fuera y la introducía de nuevo hasta lo más hondo. Bruce la miraba,
pendiente de cada expresión en su rostro.
De pronto la sorprendió una oleada de placer. Un intenso orgasmo estalló
en su interior y se expandió hasta el rincón más apartado de su cuerpo. Repetía
el nombre de Bruce como una letanía. Él no se detuvo. Aún no había acabado
de saborear las sensaciones que la invadían, cuando una de ellas se intensificó
convirtiendose en algo tan abrumador que la envolvió en una ola de pura
sensualidad.
Bruce no pudo aguantar y se dejó llevar, liberando por fin esa tensión que
había estado consumiéndolo durante semanas. Lea estaba a punto de lanzarse
al precipicio. Sólo necesitó que Bruce bajara su boca a uno de sus pezones
para arrastrarla con él.
Débil y completamente sorprendido, se echó sobre ella. Se sentía
devastado, como si hubiera perdido toda la energía... y la capacidad mental
para pensar en lo que le había ocurrido y lo que había experimentado. Ella lo
abrazó.
—No me ha dolido —dijo hablándole al oído—. Ha sido... No tengo
palabras.
—Sabes, cielo —dijo mirándola—. El sexo es como cocinar. Cualquiera
puede hacerlo, pero no todos lo hacen bien. Siento que cuatro incompetentes
se cruzaran en tu camino.
Ese adorable sonrojo tiñó las mejillas de Lea y él la besó en la punta de
la nariz sonriendo.
—Quiero tocarte y acariciarte como has hecho tú conmigo.
—¿No estás cansada?
—No para esta misión. Además, tengo miedo de que aparezca uno de tus
cambios de humor y no quieras volver a estar conmigo.
—Eso no va a suceder. Dame dos minutos para que me lave.
—Vale.
Cuando Bruce volvió a la cama Lea le dijo que se tumbara. Se colocó
dos almohadas debajo de la cabeza y esperó. Lea se puso de rodillas a su
lado.
—Así estás perfecto —dijo mirándolo y sonriendo.
Recorrió con timidez el rostro de Bruce con los labios. Con ella,
cualquier cosa, un roce de sus labios, una caricia, unas palabras al oído...,
todo lo hacía arder de deseo. Ella lo serenaba desatando sus músculos tensos
y lo excitaba provocando otros nuevos.
Lea deslizaba los labios por su mandíbula y lo besaba en el cuello, lenta
y delicadamente. Los músculos se tensaban cuando deslizaba sus labios sobre
ellos. Lea amasaba, acariciaba y los presionaba con manos diestras. Intentaba
excitarlo, calmarlo y seducirlo, pero no sabía que ya lo había seducido. Puede
que las caricias fueran torpes e inexpertas, así y todo, consiguieron llevar a
Bruce a un estado de violenta desesperación.
El erotismo de la situación, los roces delicados o hambrientos de su
lengua y esos mordisqueos con sus perfectos dientes... Todo ese cúmulo
abrumó a Bruce de tal manera, que las sensaciones que estaba experimentando
acabaron por desbordarlo.
Lea se echó de pronto sobre él, para besarlo con desesperación y él le
devolvió el beso con un gruñido salvaje. Sentía un deseo tan abrumador por
entrar de nuevo en ella que estuvo a punto de suplicar.
Lea volvió a su recorrido salpicando besos por sus pectorales, su
abdomen, acariciando suavemente el vello que encontraba a su paso. Cuando
llegó a la polla la acarició con la mano de arriba abajo, desde la raíz a la
punta. Se le entrecortaba la respiración cuando sentía un estremecimiento en
Bruce. Sabía que él estaba perdiendo el control, como le sucedía a ella. Cogió
fuertemente la polla por la base y se la metió en la boca. Y en ese instante, él
perdió la cabeza. Su instinto se impuso y empezó a alzar las caderas para
marcar el ritmo que quería. Lea lo masturbaba con la mano al mismo tiempo
que jugaba con su lengua en la polla. Cuando empezó a masajear los testículos
con la otra mano, Bruce soltó un sonoro taco y se corrió.
Lea se incorporó y se echó sobre él. Bruce la abrazó y escondió el rostro
entre sus cabellos intentando tranquilizarse.
—Tengo que reconocer que sabes cómo hacer disfrutar a un tío— le dijo
Bruce al oído.
—Estaba un poco nerviosa por si no lo hacía bien..
—Cielo, ha sido perfecto. No tenías que tragarte el esperma.
—Me ha gustado. Ahora sí me siento cansada.
—Yo estoy muerto.
—¿Puedo dormir contigo? —Bruce se quedó un instante en silencio—.
Por favor.
—De acuerdo. Pero si notas que tengo una pesadilla, sales de la cama.
—Vale.
Lea puso la alarma del móvil y lo dejó en la mesita de noche. Luego se
metió en la cama y se colocó junto a él. Bruce pasó el brazo por detrás de su
espalda y ella colocó la mano sobre su pecho.
—Duerme, cielo. Por la mañana voy a devorar tu precioso cuerpo y de tu
descarada boca arrancaré más de un grito de puro placer.
—Tal vez debería poner el despertador una hora antes.
—Lo que yo digo. Eres una descarada.
Tener conocimiento de que era la primera mujer con la que iba a pasar la
noche, en la misma cama, era como si lo estuviera viendo más desnudo que
nunca. Bruce estaba intranquilo, pensando que podría hacerle daño mientras
dormía. Lea le acariciaba con los dedos el vello del pecho y cuando sus dedos
se detuvieron supo que estaba profundamente dormida. Pensó que no podría
dormir al no estar solo, pero unos minutos después estaba plácidamente
dormido.

Lea se despertó con la claridad del amanecer. Los recuerdos de la pasada


noche revoloteaban en su mente y sonrió. Se sentía... satisfecha. Seguían en la
misma posición que se habían dormido. Empezó a deslizar suavemente las
yemas de los dedos por el pecho de él para no despertarlo, pero de pronto se
sintió valiente. Si se despertaba, mejor. Se incorporó y empezó a besarlo por
donde iban pasando sus dedos.
La exquisita sensación de los labios de Lea sobre su piel, hizo que Bruce
se erizara. Recordó esa tentadora y sensual boca en otra parte de su cuerpo y
su excitación fue repentina.
—¿Ya ha sonado el despertador? —preguntó sin abrir los ojos y
acariciando el cabello de ella que se deslizaba por su pecho.
—No, pero quería serte útil, adelantando la faena que me prometiste
anoche.
—Vaya..., eres la asistente personal perfecta.
Bruce la puso de espaldas con un único movimiento, se colocó sobre ella
y la besó. Se deslizó hacia abajo para saborear sus pechos y luego el ombligo,
y siguió bajando. Las puntas del pelo de Bruce iban acariciando la piel de
Lea, estremeciéndola. Le mordisqueó el interior de los muslos y ella abrió las
piernas instintivamente. Cualquier parte que él tocaba o rozaba de su piel
hacía que su deseo se encendiera un poco más.
—Eres una desvergonzada —dijo levantando la vista para mirarla
sonriendo.
—Lo sé —dijo ruborizada—. Hasta yo me sorprendo de mi
comportamiento.
Bruce escondió el rostro entre sus rizos y le acarició el clítoris con la
nariz. Luego separó con delicadeza los sedosos pliegues y la lamió a placer.
Lea boqueaba como un pez fuera del agua. Y cuando introdujo la lengua en su
interior, ella levantó las caderas jadeando y gritó su nombre al sorprenderla un
orgasmo apoteósico.
—Ahora voy a follarte, porque no puedo soportar no estar dentro de ti —
dijo poniñendose un condón.
Que Bruce la deseara de esa forma tan brutal y que ella pudiera
corresponder a ese deseo, era algo que jamás habría esperado. Se introdujo en
ella hasta el fondo de una sola estocada. Y se quedó inmóvil.
—Esto es como estar en el paraíso.
Empezó a moverse despacio, a pesar de que su cuerpo le pedía acelerar.
Pero quería tiempo. Quería aguantar horas allí, simplemente con ese balanceo
en el interior de ella. Le hizo el amor lentamente y con una destreza exquisita.
Poco después, Bruce pensó que moriría en cualquier momento. Jamás
había experimentado un placer tan grande con una mujer. Su atrevida y
descarada asistente personal estaba experimentando con él, empleando su
intuición femenina, y él iba a acabar muerto en cualquier momento. Esa chica
era la pasión en estado puro. Era como fuego. Y ese fuego lo invitaba a
quemarse sin pensar en las consecuencias. Sus manos, su boca, sus piernas se
movían con el único propósito de rozarlo, de estar cerca de él. Bruce tuvo que
aumentar el ritmo, de pronto necesitaba correrse dentro de ella, ya no podía
retrasarlo, aunque lo deseara.
Cada vez que Lea contraía su sexo cálido alrededor de su polla, él gruñía
empujando más fuerte en su interior. Pensaba que como siguiese así mucho
tiempo, iba a desplomarse sin sentido. Lea sintió los primeros espasmos y se
incorporó para rodearlo por el cuello y atraerlo hacia ella para besarlo de tal
forma, que Bruce casi sufre un infarto.
Lea se lanzó por el precipicio y Bruce se incorporó para seguir
follándola con embestidas salvajes y con cada una de ellas la hacía gritar.
Bruce se decía a sí mismo que eso era sólo pasión, mientras sus músculos
se tensaban doloridos. ¿Sólo pasión?, pensó. El deseo que se desataba en su
interior no era sólo pasión. Aunque no quería averiguar de qué se trataba. El
placer traspasó todo su cuerpo como una descarga que lo dejó exhausto y…
¿aturdido? ¿Cuándo se había sentido aturdido después de un orgasmo? Se
echó sobre ella y enterró el rostro en su cuello. Lea lo abrazó muy fuerte.
—Vaya. Esto se va poniendo interesante —dijo ella—. Pensé que nada
podría superar lo de anoche, pero, ¡Santa madre de Dios! Ha sido glorioso.
—Sí, para mí también lo ha sido. ¿Qué hora será? Deberíamos
levantarnos y ducharnos.
—¿Podemos desayunar antes? Estoy muerta de hambre.
—Pediré el desayuno —dijo él sonriendo.
A los veinte minutos estaban desayunando con pijama.
—¿Satisfecha?
—Sí. ¿Puedo ducharme contigo? Me gustaría aprovechar cada momento
que estemos juntos.
—¿Te refieres a que quieres follar en la ducha?
—Por supuesto —dijo dedicándole una traviesa sonrisa.
—Dios mío. ¿Tú no eras frígida?
—No me recuerdes eso, porque hemos perdido mucho tiempo por tu
culpa. Si hubieras llegado hasta el final desde aquel día… De repente, el sexo
contigo ha pasado a ser mi prioridad en la vida.
—En ese caso, vamos a la ducha. No podemos perder más tiempo —dijo
cogiéndola de la mano y acercándola a él para besarla.
No fue un beso tierno ni delicado. Bruce le lastimaba los labios por el
ardor que sentía en su interior. Parecía furioso consigo mismo y pasaba de la
furia al deseo en segundos. La había besado antes y había despertado su
pasión, pero en esa ocasión había algo más, algo más profundo y desesperado.
La besó como si no fuera a detenerse en horas. Introdujo los dedos de una
mano en su enredado cabello mientras con la otra vagaba por su cuerpo con
entera libertad. La cogió de una nalga atrayéndola hacia él para que notara su
erección, mientras Lea le devoraba los labios y la boca.
Bruce se sintió de nuevo desconcertado. Esa intensidad, esa pasión, esa
química tan increíble que sentía con ella, era algo que no había experimentado
con ninguna mujer.
—Vamos a la ducha, o volveremos a la cama y te follaré —dijo cogiendo
un condón.
Nada más colocarse debajo del agua, Lea cerró los ojos al sentir que
Bruce la cogía fuertemente por las nalgas y se pegó a él moviendo las caderas
restregando su sexo con la erección. Él soltó un gruñido que pareció echar
gasolina sobre las llamas que ardían en su interior. Lea se abalanzó sobre su
boca.
Después de ponerse el condón la elevó como si no pesara nada y la instó
a que lo rodeara con las piernas. La sujetó fuerte, hundiéndose en ella de una
sola embestida. Bruce le decía al oído encendidas y crudas palabras sexuales
que hicieron que Lea se volviera loca. La penetraba una y otra vez con
estocadas brutales y ella se aferraba a sus hombros, temerosa de soltarse.
Porque no había experimentado nada tan salvaje en su vida.
Lea gritaba su nombre una y otra vez, con cada invasión de esa polla que
la fascinaba y sucumbió al orgasmo que la alcanzó súbitamente. Pero Bruce,
aunque bajó el ritmo hasta que ella se sosegó, siguió invadiéndola,
prolongando el clímax antes de llevarla a otro orgasmo. Las palabras de Bruce
en su oído y su masculina voz la hicieron caer de nuevo. Lea gritó al sentir la
primera convulsión y luego gritó de nuevo mientras el orgasmo se extendía por
su cuerpo y su sexo se contraía fuertemente aprisionando la inflexible
erección. Se quedó sollozando su nombre mientras él seguía invadiéndola con
embestidas descomunales, hasta que se detuvo abrazándola con tanta fuerza
que Lea casi no podía respirar, mientras se vaciaba dentro de ella.
—Si seguimos así, tendré que comprar una caja gigante de preservativos.
—No te preocupes, yo tengo una caja muy grande.
—¿Pensabas follar indiscriminadamente durante la gira? Siento no
haberte dejado mucho tiempo libre.
—La compré la semana pasada en la farmacia del hotel, cuando decidí
que iba a seducirte.
—¿Decidiste que ibas a seducirme?
—Estuve flirteando contigo varios días, pero no te dabas por aludido, así
que pensé saltarme los flirteos y avanzar directamente hacia la seducción.
Bruce soltó una carcajada.
—Así estás más guapo —dijo mientras se ponía la ropa interior y lo
miraba.
—¿Ese así quiere decir desnudo?
—No —dijo riéndose—. Quiero decir que estás relajado. Como si te
hubieras quitado esa máscara que suele acompañarte.
—Puede que sea porque eres la amante más increíble que he tenido hasta
ahora. Eres receptiva, tremendamente sexy, tierna y cariñosa. Y llevas camino
de convertirte en un arma letal para mí. Has hecho que me sienta más relajado
que nunca.
—Tú no sueles halagarme con palabras. ¿Estás seguro que eres Bruce
Rayner, el novelista?

El vuelo no fue muy largo, pero Bruce y Lea se quedaron dormidos en el


avión.
Nada más llegar al hotel se asearon y se cambiaron, y salieron para la
librería. El dueño del establecimiento acompañó a Bruce a la mesa y se sentó
dispuesto a firmar. Había una cola descomunal, sobre todo mujeres, esperando
su turno para hablar con él.
Lea lo observaba desde un rincón. Llevaba pantalón y camisa negros con
el cuello abierto y las mangas subidas hasta la mitad de los antebrazos.
Ese hombre exuda un poder indomable, pensó Lea. Los años habían
creado una obra maestra con Bruce, una obra digna de admirar. Apuesto a que
cada una de esas mujeres piensa que es la única por la que Bruce siente
interés. Lea pensó en lo que hacían últimamente cuando estaban a solas y un
cálido placer le recorrió el cuerpo y la hizo sonrojar. Le quiero, Dios mío. Le
quiero con tal desesperación que desearía decírselo.
Bruce miró a Lea cuando la última mujer se alejó. Esa chica era única
entre tanta normalidad, brillaba con luz propia. Llevaba un sencillo vestido
que solamente en alguien como ella podría parecer de un diseñador
importante. Ese pelo era memorable. Y su sonrisa… Dios, esa sonrisa podría
poner a sus pies al hombre más poderoso. Y ella, ni siquiera era consciente de
ello. Que Dios lo ayudara si Lea se daba cuenta del poder que ejercía sobre
él. Y ese poder amenazaba peligrosamente a su orgullo y a su autocontrol, se
dijo Bruce sonriendo.
Esa noche cenaron con Holt. Había habido algunos cambios imprevistos
para los siguientes días y quería ponerlo al corriente.
Lea se tensó mientras estaban cenando porque Bruce colocó la mano
sobre su muslo y la acariciaba. Poco después se levantó para ir al servicio.
Necesitaba unos minutos para relajarse, porque estaba completamente
excitada.
Bruce la miró mientras caminaba hacia la mesa y pensó que reconocería a
esa chica en cualquier lugar, sólo por su forma de moverse. Tenía una
elegancia y una seguridad en sí misma, que comunicaba a cualquiera que la
viera, que era una mujer que sabía lo que quería.

Bruce no pudo esperar a entrar en la habitación. Tan pronto salieron del


ascensor, la colocó contra la pared y la besó. Su boca parecía desesperada. La
besaba con furia. Estaba haciéndola arder de deseo, porque notaba cuánto la
deseaba y eso la excitaba. La humedad se hizo presente entre sus piernas.
Bruce se apartó bruscamente y abrió la puerta de la habitación. Nada más
cerrarla, la empotró contra la pared y volvió a besarla mientras le acariciaba
los pechos por encima del vestido. Y ella se dejaba hacer, temblando y
disfrutando de su boca.
—Más, Bruce. Quiero más —dijo con la voz entrecortada rogando más
caricia.
—Joder —dijo apretándola de las nalgas y pegándola a su cuerpo para
que notara el bulto de su erección y viera lo excitado que estaba.
La pasión de Lea apareció inesperada, peligrosa, frenética.
—Bruce, por favor.
Él se apartó con un gruñido. Cogió el vestido por la parte baja y lo subió
para quitárselo por la cabeza. Lea empezó a gemir al sentir el calor de su boca
sobre su pezón por encima del encaje del sujetador. Bruce se lo desabrochó y
se lo quitó en un segundo. Y ella volvió a gemir cuando él se metió el pezón en
su boca. Sintió los lametones de su lengua y el roce de sus dientes.
—Dios, no sabes cuánto te deseo —dijo bajando la mano entre sus
cuerpos y desabrochándose el pantalón. Se lo bajó lo suficiente para que su
erección quedara libre —Rodéame con las piernas.
—El condón —dijo ella.
—¡Mierda! —dijo metiendo la mano en el bolsillo del pantalón para
coger la cartera y sacar de ella el condón que llevaba siempre, para una
emergencia.
Lo rasgó con los dientes y se lo puso en tiempo récord. Lea se desprendió
del tanga y le rodeó la cadera con una pierna. Y él la elevó para que lo
rodeara con la otra. Se introdujo en ella con una estocada brutal que la hizo
gritar. Bruce se hundía en ella con desesperación, como si fuera la última vez
que pudiera hacerlo. Lea se aferraba a sus hombros sin dejar de besarlo,
también desesperada.
Ese hombre era implacable, infatigable. Entraba en ella hasta el fondo
con cada embestida, hasta que la mente de Lea perdió el control de su cuerpo y
se corrió con fuerza. Bruce la siguió unos segundos después. Se detuvo en la
más deliciosa de las profundidades y se dejó llevar. Permaneció allí, con las
piernas temblorosas y el rostro apoyado en el hombro de ella.
—Vaya —dijo Lea.
—He sido muy brusco —dijo sin aliento sacando la polla de su interior.
—Ha sido perfecto —dijo ella dándole un ligero beso en los labios y
bajando los pies al suelo.
—He pasado toda la tarde en esa maldita librería pensando en follarte.
—Parece que estamos muy compenetrados, porque yo he pensado lo
mismo, más de una vez.
—No sé lo que me ocurre contigo, pensé que el deseo que sentí por ti
durante semanas iría disminuyendo. Pero no es así.
—Puede que tengamos que estar juntos más tiempo del que tenías
previsto. Voy a ducharme.
—Yo me ducharé luego. Voy a tomar una copa.
Bruce se sirvió un whisky y se sentó en el sofá. Lea no sabía dónde se
estaba metiendo. No sabía la clase de hombre que era realmente. Esa chica era
demasiado dulce y tierna para saber lo que le convenía. Y él era lo último que
le convenía a alguien como ella. Pero eso no impedía que la deseara hasta la
desesperación. La deseaba con tanta intensidad que le impedía pensar de
manera racional. Cuando Lea entró en la habitación, Bruce estaba con el
teléfono.
—¿Practicando con el móvil? —dijo poniéndose una camiseta larga.
—Hacía tiempo que no empleabas tu sarcasmo —dijo sonriendo.
—Tengo que practicar para cuando volvamos a casa —dijo sentándose en
sus piernas y metiendo los dedos entre sus mechones—. Y hablando de
trabajo. No estamos trabajando mucho que digamos.
—Últimamente, en mi mente sólo estás tú.
—Pensaba que te apasionaba escribir.
—No tanto como follar contigo.
—¿Te he dicho que lo que más me gusta de ti es la forma tan romántica
que tienes para decir las cosas?
—La próxima vez que te diga que me gusta follarte, lo acompañaré con
unas flores.
—Eres genial —dijo ella riendo—. ¿Quieres que trabajemos un poco?
—Tal vez mañana. Hoy prefiero follar contigo.
—¿Dónde están las flores?
—Haré que te olvides de las flores… y de todo, cuando salga de la ducha
—dijo levantándola.
—Yo también prefiero follar a que me regales flores. Tal vez me
precipité al pensar, en alguna ocasión, que eres demasiado mayor.
—¿Tal vez? —dijo desabrochándose la camisa y quitándosela.
Lea miró esos pectorales, esos bíceps y ese vientre plano con esa tableta
deliciosa.
—La verdad es que estás bueno de cojones.
Bruce se rio cuando se bajaba el pantalón y el bóxer juntos.
—Eres una desvergonzada —dijo dándole una palmada en el culo y
dirigiéndose al baño—. Tú también estás buena de cojones.
Bruce volvió al dormitorio con una toalla en las caderas.
—Vamos a la cama.
—¿Vamos a acostarnos ya? Es pronto.
—Es la hora perfecta —dijo quitándose la toalla y sacándole a ella la
camiseta.
—Como es temprano, hoy voy a hacerte yo el amor primero.
—De acuerdo. ¿Alguna postura en especial? —preguntó Bruce sonriendo.
—Lo iré pensando mientras te acaricio. Acuéstate boca abajo. Quiero
explorar tu espalda y tu trasero.
Bruce se echó sobre la cama. Cruzó los brazos sobre la almohada y
apoyó la mejilla en ellos. Lea se sentó a horcajadas sobre sus nalgas. Tan
pronto puso las manos sobre su espalda, Bruce se tensó.
—Por detrás también estás bueno.
Lea miró con detenimiento las cicatrices. También tenía algunas en la
parte de delante.
Bruce se rio pensando en lo atrevida que se había vuelto su asistente
personal. Estuvo en tensión todo el tiempo mientras ella lo acariciaba con las
manos y con los labios. En más de una ocasión estuvo a punto de echarla sobre
la cama y entrar en ella.
Cuando se sació en su espalda le dijo que se diera la vuelta. Y él
obedeció.
Bruce la miró y le guiñó un ojo. Y ella se ruborizó.
Se sentó a horcajadas sobre él y se inclinó para acercarse a sus labios.
Se los lamió y él los abrió para aceptarla. Entonces lo besó. Su roce, su
sabor…, todo en ese hombre era exquisito. Todo en él la excitaba, cómo lo
sentía bajo sus manos, la forma en que la miraba. Las manos de Lea se
volvieron salvajes. Lo acariciaban sin dejar de explorar ni un milímetro de
piel, mientras luchaba porque sus bocas permanecieran unidas. Cuando estaba
con él siempre se excitaba. Era guapo, inteligente, muy sexy y un perfecto
amante. El lote completo. Y era suyo, al menos por un tiempo. Y, en vista de la
protuberante erección que notaba debajo de su trasero, la deseaba tanto o más
que ella a él. Lea siguió con sus caricias, recorriendo su piel y besando cada
una de las cicatrices que encontraba a su paso. Cuando se metió la polla en la
boca, Bruce tuvo intención de mover sus caderas y sujetarle la cabeza para
que no dejara lo que estaba haciendo. Pero le había dejado claro que esa vez
ella quería llevar el control y lo respetaba. Lea se incorporó.
—Condón —dijo como si fuera una orden y que hizo reír a Bruce.
—En el cajón.
Lea cogió el preservativo, lo sacó del envoltorio y lo estudió. Bruce no
tenía intención de ayudarla. Se reía en su interior al ver pasar los minutos y
pensando que, si seguía así, Lea lograría que se corriera, sólo por la
expectativa. Se rio cuando al fin logró ponérselo soltando un bufido. Entonces
puso las rodillas al lado de él, colocó la polla en su entrada y bajó de golpe,
lo que hizo que Bruce se estremeciera.
—Tócame los pezones.
Cuando Bruce empezó a acariciarlos formando círculos con los pulgares,
ella empezó a moverse.
—¿Quieres indicarme el ritmo que te gusta?
—Busca tu propio ritmo —dijo él.
Lea se inclinaba a veces hacia delante para que el miembro entrara desde
diferentes ángulos. Su pelo rozaba el pecho de Bruce y ese simple roce estaba
consiguiendo que él se excitara más. Lea cogió una de las manos de él y la
llevó a su clítoris para que la tocara. Su joven amante aprendía deprisa, era
exigente, muy receptiva y no le importaba hacerle saber aquello que la
excitaba. Lea encontró el ritmo perfecto para los dos. Se corrió dos veces
mientras él aguantaba, haciéndola detenerse de vez en cuando para besarla. Se
estremeció cuando el orgasmo se apoderó de él. Lea comprobó que los rasgos
del rostro de Bruce se suavizaron por unos segundos, en los que vio un atisbo
de vulnerabilidad.
Bruce no había esperado sentir aquella necesidad de ella. Desafío y
atracción sí, pero no ese dolor que sentía en su interior. Eso no era lo que él
quería ni lo que había planeado. Pero no podía dejar de sentir… eso.
Lea se echó sobre él y escondió su rostro en su cuello hasta que se
tranquilizó.
—Estoy cansada.
—Menos mal. Estaba temiendo que quisieras seguir. Yo estoy muerto.
Vamos a dormir —dijo sacándose el condón y dejándolo en el suelo.
Lea se puso boca arriba. Bruce estaba de lado, con la cabeza apoyada en
la mano cerrada, mirándola con una sonrisa. No podía apartar la mirada de
aquella chica que acababa de follarlo de esa manera tan sensual… y atrevida.

Los dos se despertaron al día siguiente con la alarma del móvil.


—¿Esa es tu alarma o la mía? —preguntó Lea sonriendo porque sabía
que Bruce no sabría ni programar la alarma.
—Esas palabras han hecho que me enfade, y voy a proporcionarte un
castigo.
Se colocó rápidamente sobre ella, cogió un condón y se lo puso en
segundos. Después de asegurarse que estaba húmeda, la penetró y se quedó
quieto.
—Menudo castigo —dijo abrazándolo—. Esto es más bien un aliciente
para que me porte mal.
—Eres una descarada.
—No hemos hablado de cómo te sientes al dormir conmigo.
—Me siento bien. La primera noche pensé que no podría dormir, pero
dormí perfectamente. Las pesadillas me han dado una tregua. Aunque no tiene
nada que ver con que duerma contigo. A veces he pasado días sin tenerlas.
—Puede que te sientas solo por las noches y necesites compañía para que
las pesadillas desaparezcan.
Bruce le hizo el amor con delicadeza. Lea no sabía que él pudiera ser tan
tierno y delicado.

Al mediodía, después de que acabara la firma en la librería fueron


directamente al aeropuerto. Se dirigían a Santa Fe. Holt les propuso ir a cenar
cuando llegaron, pero Bruce le dijo que tenía una videollamada en una hora y
cenarían en el hotel. Lea casi suelta una carcajada. ¿Había oído bien? ¿Bruce
había dicho que tenía una videollamada?
Cuando entraron en el ascensor, Lea no pudo reprimir la risa por más
tiempo.
—No sabía que tuvieras conocimiento de que existían las videollamadas
—dijo riendo.
—Te lo he oído decir a ti —dijo riendo también.
—¿Y por qué le has dicho eso?
—No quería que cenásemos con ella. Tú y yo vamos a meternos en la
cama y no vamos a salir de ella hasta mañana.
—¿Y eso por qué?
—Porque necesito follarte durante horas, a ver si me sacio de ti de una
puta vez.
—Pero no nos saltaremos la cena, ¿verdad?
—No, cielo. La comida es sagrada. En entrar en la habitación llama para
que nos la suban.
—Esta noche deberíamos descansar.
—Olvídalo.
—Bruce, mañana será un día muy duro. Firmarás por la mañana y por la
tarde. Y tan pronto acabes, tendremos que salir para el aeropuerto. El vuelo es
a las diez de la noche.
—Dormiremos al mediodía y en el avión.
—Parece que necesites imperiosamente estar conmigo.
—No lo parece, es la realidad.
Después de cenar se metieron en la cama. Bruce empezó a acariciar su
cuerpo. Deslizaba las manos por la piel de Lea, como si sentir el contacto de
su cuerpo desnudo fuera para él tan necesario como respirar. Lea tuvo la
sensación de que ese hombre había sido creado con la única misión de
complacerla, a ella. La dureza y tensión de sus músculos y el sutil vello de su
pecho, que le hacía cosquillas en los pezones, el aroma y el sabor de su piel,
todo embriagaba sus sentidos.
Bruce se deslizó hacia abajo y gruñó suavemente sumergiéndose en la
resbaladiza carne de entre sus piernas. Lamió separando los sensibles pliegues
e introdujo la lengua en su interior. Lea agitaba nerviosa las caderas
pidiéndole más. Lo que estaba sintiendo era tan increíble que tenía ganas de
llorar. Y poco después su cuerpo se tensó con las sacudidas del orgasmo. Le
temblaban las extremidades y no pudo contener el llanto, al pensar en lo que
sentía por Bruce.
Todavía estaba sin fuerzas y sin aliento cuando él fue ascendiendo,
besando cada centímetro de su piel hasta llegar a sus pechos. Por donde la
tocaba dejaba estelas de fuego que la hacían arder. Sin demora, Bruce se puso
un condón y la bajó al suelo para que se pusiera de pie y se inclinara sobre la
cama. Y se enterró en ella desde atrás. Bruce la penetraba de manera salvaje,
sujetándola fuertemente de las caderas.
Las sensaciones se acumulaban en el interior de Lea y fueron
incrementándose hasta que fue incapaz de pronunciar palabra, hasta que el
orgasmo la atravesó. De pronto recordó que pronto acabaría lo que había entre
ellos y soltó un gemido de desesperación. Bruce aceleró las embestidas
jadeando y se corrió. Cuando se tranquilizó se quitó el condón y lo tiró al
suelo. Luego la cogió en brazos, la llevó a la cama y se echó sobre ella.
Sonrió al pensar que ninguna mujer había conseguido dejarle sin aliento.
Nunca habría imaginado que sentiría una pasión tan grande por una mujer,
como si la hubiera estado esperando toda su vida.
—Sabes, cielo. Creo que tenías razón. Deberíamos dormir. De repente
me siento exhausto.
—Yo también —dijo ella acurrucándose muy cerca de él. ¿Sigues
pensando que no deseas nada para el futuro?
—Lea, deseo vivir el presente. Prefiero vivir el día a día, sin pensar en
más allá.
Bruce se quedó despierto un rato después de que ella se durmiera. Se
preguntaba si lo que sentía por Lea era amor. Todo lo que había sentido hasta
el momento no tenía ningún significado, si lo comparaba con todo lo que había
experimentado con ella. ¿Eso era amor? ¿O era simplemente el más
desconcertante y abrumador de los deseos?

Al día siguiente Lea apagó la alarma y volvió a quedarse dormida. Bruce


ni siquiera la había oído. Se levantaron con el tiempo justo para ducharse,
vestirse y tomar un café con leche en la cafetería del hotel.
Bruce echó de menos todo el día estar con ella. Habían tenido que ir a
comer con un importante periodista. Le habría gustado hacerle el amor al
despertarse por la mañana, y al medio día. No habían podido estar a solas en
todo el día, ni siquiera para compartir un beso. ¿Cuándo he deseado estar con
una mujer a todas horas?, se preguntaba Bruce. Con Lea estaba
experimentando muchas cosas por primera vez. Y ahora estaban allí, en el
aeropuerto, con Holt, que no se separaba de ellos ni un instante.
Llegaron al hotel de Denver después de medianoche. Estaban cansados,
pero Bruce la deseaba más que nunca. Y cuando empezó a acariciarla, Lea se
olvidó del cansancio. Se devoraron la boca el uno al otro. Luego se
desnudaron rápidamente, ansiosos por sentir la piel del otro contra la suya.
Bruce la sentó en el escritorio y le abrió las piernas para colocarse entre ellas.
Lea lo rodeó con los brazos, le acarició la espalda y los bíceps. Y gimió
cuando él bajó la boca hasta su pecho y se metió un pezón en la boca. El deseo
recorría su cuerpo a gran velocidad centrándose entre sus piernas. Bruce no
era sólo un hombre atractivo, era irresistible. Tenía un humor agudo que a Lea
le encantaba. Era un conversador increíble y tan sexy como el diablo. Y por si
eso fuera poco, la química y la atracción que había entre ellos, hacía del sexo
algo apoteósico.
Bruce conocía su cuerpo como si lo hubiera estudiado durante toda su
vida. Sabía dónde tocarla para conseguir la máxima excitación. Sabía cómo
acariciarla para aflojarle la tensión que la invadía. Dios mío, ese hombre era
un verdadero experto en el arte del placer.
Lea se sujetó fuertemente al borde de la mesa. El corazón se le aceleró y
la sangre comenzó a correr por sus venas a toda velocidad cuando Bruce se
agachó, le abrió los pliegues con los dedos y comenzó a rodear el clítoris con
la punta de la lengua. Lea comenzó a gemir moviendo las caderas desesperada
y sosteniendo la cabeza de él pegada a su sexo. Los músculos se le contraían
por la imperiosa necesidad de correrse. Bruce metió dos dedos en su interior y
los movía haciéndola gemir. Estaba empapada por su propia excitación. Él se
incorporó, cogió el condón que había dejado sobre el escritorio y se lo puso.
Deslizó la polla por la resbaladiza entrada. Lea sintió su calor y su dureza y la
boca se le hizo agua. Bruce la miró fijamente mientras se enterraba en ella. La
embestía con acometidas suaves, sin apartar la mirada de esos ojos verdes que
lo tenían fascinado. No podía dejar de acariciarle el cuello, los hombros, los
pechos. Sentía la necesidad de incrementar el ritmo, pero no quería acelerar
sus movimientos. Quería follarla durante horas.
Lea se lanzó a su boca cuando la alcanzó el orgasmo y luego lo abrazó
muy fuerte. Cuando ella se calmó un poco, Bruce sacó la polla de su interior y
bajó a Lea al suelo. Hizo que se recostara boca abajo sobre la mesa y abriera
las piernas. Se agachó detrás de ella y la lamió desde atrás. Y luego se
incorporó y volvió a penetrarla. Y entonces ya no se reprimió. Empezó a
embestirla con brutales acometidas que la hacían gemir. Parecían dos salvajes
follando como bestias. Lea estaba tan excitada que oía los latidos de su pulso
en las sienes. Pensó que el corazón se le saldría del pecho, con el orgasmo que
se formaba dentro de ella.
Bruce la siguió unos segundos después y se echó sobre su espalda. Le
mordió la nuca y el hombro, lo que provocó en Lea un estremecimiento. El
cuerpo les palpitaba a ambos. Bruce salió de su interior, se sacó el condón y
lo tiró a la papelera. Luego la cogió en brazos y la llevó a la cama. Se acostó a
su lado, pegando el pecho a su espalda. Estaban agotados y sin hablar. Hasta
que Lea se giró hacia él y rompió el silencio.
—Te quiero, Bruce.
Lea no encontró ninguna razón para negar lo que sentía por él. Aunque sí
sabía que no era lo bastante atrevida para pensar en lo que él sentiría por ella.
Bruce se separó de ella y la miró fijamente. Y Lea sintió frío de pronto. De
hecho, estaba helada, como si la separación de sus cuerpos la hubiera
trasportado al Ártico. Toda pretensión de sonrisa se desvaneció de los labios
de Bruce. Sus ojos grises se oscurecieron volviéndose del color de las
sombras.
—¡No digas tonterías! Tú no me quieres. Las chicas como tú confunden el
sexo con el amor —dijo levantándose de la cama.
Por la rigidez de su cuerpo, Lea supo que estaba furioso. Jamás lo había
visto así. Su mirada era sombría.
—Estoy segura de que tú también sientes algo por mí.
—Ahora ya no dices sólo tonterías, sino gilipolleces.
—Bruce, sé que tuviste problemas en tu infancia.
—Tú qué sabrás.
—Sé que estuviste veintiocho veces en hospitales de Kent y de los
pueblos de los alrededores. Siete de esas veces tuvieron que ingresarte. Sé
que te has roto diecinueve huesos.
—¿Con quién has hablado?
—No he tenido que hablar con nadie. Sé cómo usar un ordenador.
—¿Has estado averiguando cosas sobre mí?
—Tú no querías hablarme de ello. Lo que te sucedió forma parte de ti. Si
no me hablas de ello nunca podremos conocernos. Sé que no serán cosas
agradables. Siempre he sabido que había oscuridad en tu vida. Bruce, a mí no
me importa ir al valle de las sombras contigo.
—Has invadido mi intimidad sin mi consentimiento. Y estás loca. Yo no
te quiero. Entre tú y yo sólo hay sexo. Y a ti no te importa mi pasado.
—En realidad sí me importa, porque tu pasado te impide desear un futuro
con alguien.
Lea sabía que estaba muy cabreado y que perdería el control en cualquier
momento. Sintió los nervios tensarse en su interior, pero no se amedrentó,
porque estaba segura de que eso era lo que él esperaba. En vez de eso, lo miró
fijamente, como él la miraba a ella.
—Yo no tengo la culpa de que te hayas metido bajo mi piel y te hayas
instalado en lo más profundo de mi corazón.
—Lea, tú eres una chica lista. Te aseguro que tú no me quieres. Y, por
supuesto, yo no te quiero a ti. Tener buen sexo dos días te ha confundido.
—Puedes seguir diciéndote eso a ti mismo. No hay mayor ciego que el
que no quiere ver. Tengo que decirte que no te quiero desde hace dos días,
sino desde el día que fui a aquella entrevista y te vi. Ese fue el momento en
que te metiste bajo mi piel. No dejé de pensar en ti durante el trayecto de
vuelta a casa. Y lo mismo sucedió las dos semanas siguientes. Y luego me fui a
Costa Rica con mi madre y durante las tres semanas que permanecimos allí, no
pude apartarte de mis pensamientos. Así que no me digas que he confundido lo
que siento, con el sexo. Puede que tengas razón y realmente no tengas corazón,
pero yo sí tengo. Ahora he comprendido que no debí decirte que te quiero. He
cometido un error.
Bruce la miró asustado y sin saber qué decir.
—¿Alguna mujer te ha dicho alguna vez que te necesita? ¿Qué pierde la
razón cuando estás cerca? ¿Que piensa en ti durante el día y sueña contigo
durante la noche? ¿Que no sabía lo que era realmente vivir hasta que te
conoció? ¿Que cuando le sonríes, la sangre corre por sus venas caliente y
espesa y el corazón se le acelera? ¿Que no sabía lo que era el deseo hasta que
tú se lo mostraste? ¿Que cuando te ve revolotean cientos de mariposas en su
vientre? Pues esas son algunas de las cosas que me suceden contigo. Te quiero,
Bruce. Estoy loca por ti.
—Lea, tienes que razonar.
—¿Crees que aquel día que encontré a Lys malherida en tu puerta, entré
en la casa para ayudar al capullo de mi jefe? Si hubieras sido simplemente mi
jefe y no me hubieras importado, habría cogido a Lys y me habría marchado. Y
habría llamado a la policía para que se hiciera cargo. Entré porque no sabía a
qué te estabas enfrentando y tenía que ayudarte. Porque no podía pensar en una
vida sin ti.
—Esta noche dormiré en la otra habitación.
—Vale.
Bruce entró en su dormitorio y se miró en el espejo de cuerpo entero que
había en la pared. Frente a él tenía a un hombre atractivo que en el fondo nadie
conocía. Tal vez porque él no quería que lo conocieran o porque a nadie le
importaba conocerlo. Entrecerró los ojos como si en ese momento hubiera
reconocido que, bajo esa máscara de cabrón desalmado, había un hombre
triste y sombrío que necesitaba cariño y comprensión.

Lea se despertó y abrió las cortinas. Hacía un día precioso. Estaban en


Denver, en el Estado de Colorado. Otra ciudad que no iba a conocer, se dijo
sonriendo.
Lea llamó a la puerta de Bruce y al no contestar abrió despacio. La
habitación estaba vacía. Cogió la nota que había sobre el escritorio y la leyó.

Deborah quería hablar conmigo y he ido a desayunar con ella. Ve a la


librería y nos veremos allí. Bruce.

A Lea le extrañó esa nota. Algo estaba pasando. Aunque hubieran


discutido no era lógico que él se marchara sin verla antes. Y además ¿había
escrito Deborah? Entre ellos siempre la llamaban Holt. ¿Y había ido a
desayunar con Holt, sin contar con ella?
Lea llegó a la librería a las diez en punto. Bruce apartó la mirada de la
mujer con la que estaba hablando durante unos segundos y la centró en ella,
como si hubiera sabido que estaba allí y reclamara su atención. Lea le sonrió,
pero Bruce desvió la mirada y se centró en la mujer que tenía delante. A pesar
del esfuerzo que le costó conseguirlo, no volvió a mirarla en ningún otro
momento.
Holt le dijo a Bruce que había reservado mesa en un restaurante que le
iba a gustar. Lea no pasó por alto la complicidad que había entre ellos y se
preguntó si debería acompañarlos. Pero Bruce no había roto la relación o lo
que fuera que había entre ellos, de manera que nada había cambiado.
Bruce no la miró directamente a los ojos en todo el tiempo que estuvieron
en el restaurante. Y tampoco le habló. Cuando Lea le hacía alguna pregunta, él
contestaba con monosílabos.
Por la tarde fueron a la otra librería. Lea permaneció tres horas y media
sentada en un sillón al fondo de la estancia, y con la mirada fija en Bruce. Él
no la miró en ningún momento.
—Lea, vuelve al hotel, yo iré más tarde —dijo Bruce acompañándola al
coche que les esperaba en la puerta.
—De acuerdo, pero iré andando.
—No conoces la ciudad y puedes perderte.
—No tendrás esa suerte. Tengo GPS en el móvil —dijo empezando a
caminar por la acera.
Ahora estaba segura de que ocurría algo. Tal vez quería cortar con ella y
le daba apuro decírselo. Aunque Bruce no era un cobarde, ¿o sí lo era?

Lea pidió la cena cuando entró en su habitación y mientras la subían se


duchó y se puso el pijama. Después de cenar fue al dormitorio de Bruce
porque el portátil estaba allí y se sentó en el escritorio. Estaba hablando con
una amiga por Skype cuando se abrió la puerta. Bruce dejó pasar a Holt
delante y luego entró él. Se quedó aturdido al verla allí.
—Ve a tu habitación. Ya acabarás lo que estés haciendo mañana.
Lea lo miró durante unos segundos tan aturdida como él. Bajó la vista a la
pantalla del ordenador.
—Kate, tengo que dejarte, ya hablaremos.
—De acuerdo.
Lea apagó el portátil y lo cerró, y luego se levantó. Entró en su habitación
y cerró la puerta. Cuando Bruce oyó que cerraba con llave, algo se rompió
dentro de él. Era la primera que la puerta que los comunicaba se cerraba con
llave.
Lea se sentía confundida. Estaba nerviosa. Fue al mueble de las bebidas y
se sirvió un coñac. Cogió la copa y salió a la terraza. Lea estaba hecha de una
pasta muy dura y no solía llorar, pero desde que conocía a Bruce se había
vuelto una blandengue. Y esa vez tampoco pudo evitar soltar unas lágrimas.
Todo había acabado entre ellos, aunque él no se lo había dicho. Se preguntó si
podría seguir trabajando para él. Cuando se terminó el coñac se metió en la
cama. Por los sonidos que le llegaban a través de la puerta sabía que estaban
haciendo el amor. Pensó que moriría de tristeza. Intentó recordar el olor de
Bruce, el tacto cálido de su piel, el sabor de sus besos y la sensación de
tenerlo en su interior… y no pudo recordar nada. Las lágrimas resbalaban por
sus sienes. Por suerte el coñac hizo efecto y se quedó dormida.

Lea se levantó a las siete y media cuando sonó la alarma. En dos horas
tenían que salir para el aeropuerto. Pidió el desayuno y mientras lo subían
preparó la maleta. Después de desayunar se maquilló y se vistió. Eligió el
perfecto atuendo de la asistente personal. Falda negra estrecha por encima de
la rodilla y con un pequeño corte a un lado. Camisa blanca de seda y chaqueta
negra. Se puso los zapatos más altos que tenía, eran negros y con diez
centímetros de tacón. A las nueve y veinte salió de la habitación con el
equipaje. Bruce bajó cinco minutos después. Holt les esperaba en la puerta.
Irradiaba felicidad. Le había llevado casi un mes, pero había conseguido
acostarse con Bruce. Lea lo miró cuando se acercaba a ellas y le sonrió. Y él
se sintió aturdido por esa sonrisa.
Lea empleó el tiempo que tuvieron que esperar en el aeropuerto para dar
una vuelta por las tiendas, mientras Bruce y Holt desayunaban.
Lea se había descargado una película y la vio durante el vuelo con los
auriculares. Bruce se durmió, o se hizo el dormido.
Después de dejar el equipaje en las habitaciones, acompañados por Holt,
bajaron a comer al restaurante. Lea medía con tacones casi un metro noventa y
Holt no le llegaba ni al hombro, y eso la hizo sentir bien.
Bruce había esperado que estuviera enfadada. De hecho, quería verla
enfadada. Quería ver de nuevo esa mirada brillante por la furia. Le recordaba
a una guerrera fuerte y tierna a la vez. Sin embargo, parecía contenta. No se le
veían ojeras, por no haber dormido. No tenía los ojos rojos, por haber llorado.
De hecho, su aspecto era inmejorable.
Durante la comida fue amable con Holt y con Bruce y lo trató como si
nunca hubiera ocurrido nada entre ellos, que no hubiera sido trabajo.
Bruce estaba sorprendido por la entereza que mostraba esa chica. Lea se
había quitado la chaqueta y él vio que no llevaba la pulsera de cuero, esa
pulsera que sabía que llevaba, porque le recordaba a él.
Por la tarde Lea les acompañó a la librería, como el día anterior. No
estaba pasando por su mejor momento, pero tenía que hacer su trabajo, que era
acompañar a Bruce y él no le había dicho que no lo hiciera.
Al terminar subieron al coche. Lea subió en el asiento del copiloto
porque Holt ya se había sentado detrás. Y a Bruce se le rompió algo más
dentro de él. Holt y Bruce quedaron en que irían cada uno a su hotel a
cambiarse para ir a cenar y que ella lo recogería en una hora.
Lea y Bruce no se dirigieron la palabra mientras subían en el ascensor. Ni
siquiera se miraron. Entraron en la habitación de Bruce y ella fue directamente
a la puerta que comunicaba con a suya. La abrió, pero ante de entrar se volvió
hacia él.
—¿Puedo hablar un momento contigo?
—Claro —dijo sentándose en el sofá. Lea se sentó en el sillón frente a él.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué con ella?
—No importa quien sea. Lo nuestro ha terminado, Lea.
—Yo no tengo problema con que haya terminado, era lo que acordamos.
Pero sí importa que te hayas acostado, precisamente con ella. ¿Lo has hecho
para hacerme daño? Estos dos últimos días han sido muy extraños. ¿No crees
que al menos merecía saber que lo nuestro había terminado, antes de acostarte
con ella? No te tenía por un cobarde.
—Sabes. Eres la mujer más insoportable que he conocido. Estoy harto de
que siempre andes averiguando sobre mi pasado. Te has montado una historia
sobre mí, que no tiene nada que ver con la realidad. ¿Por qué no me dejas en
paz? No quiero que me tengas lástima. Lo que quiero es que te olvides de mí.
Mi pasado, mi presente y mi futuro no son asunto tuyo. ¿Me has oído? Estoy de
ti hasta los cojones. Estoy harto de aguantar tus estupideces. Estoy harto de
verte cada día. Estoy harto de tu sarcasmo. ¡Estoy harto de ti! Ojalá no te
hubiera conocido nunca.
Los ojos verdes de Lea brillaban de furia y las lágrimas resbalaban por
sus mejillas sin poder detenerlas, y Bruce se estremeció.
—Te pagaré este mes completo, porque tenemos que acabar la gira. Y te
ingresaré dos meses más por no haberte avisado con tiempo. Cuando
volvamos a Kent dejarás el trabajo. Ahora, si no te importa, tengo que
cambiarme.
Lea lo miró sin decir nada. De repente, la necesidad de desaparecer era
desesperada. Se levantó y fue a su habitación cerrando la puerta tras ella.
Bruce se sintió morir. Pero sabía que le estaba haciendo un favor
apartándola de él.
Esa noche Bruce salió a cenar con Holt. Estuvo durante toda la cena
distraído. Tenía una sensación extraña. Algo le decía en su interior que las
cosas iban a cambiar en su vida, y no precisamente para mejor. Sentía con toda
claridad que algo se había roto en su interior. La linea defensiva que había
construido a lo largo de los años con las mujeres, no sólo se había
resquebrajado, se había roto por completo.
Después de cenar fueron a tomar unas copas y cuando llegaron al hotel,
Bruce le dijo que no se encontraba bien y subió solo. Se duchó y se metió en la
cama. Pensó en la conversación que había tenido con Lea y se asustó. Pero
luego recapacitó. Habían discutido muchas veces y a ella siempre se le pasaba
el enfado rápidamente. Al día siguiente iría a la librería como si nada hubiese
pasado.
Capítulo 19
Lea no apareció por la librería al día siguiente. Al mediodía Bruce no
volvió al hotel. Y por la tarde Lea tampoco apareció. A las nueve y media
volvió al hotel, después de cenar con Holt. En media hora tenían que salir para
el aeropuerto. Llamó a la habitación de Lea, pero ella no contestó. Abrió la
puerta, que ya no estaba cerrada. La habitación estaba vacía. No había ninguna
nota y llamó a recepción por si había dejado algún recado. El recepcionista le
dijo que se había marchado la noche anterior a las dos y media de la mañana.
Bruce volvió a su habitación. Y ahora sí que se sentía aterrado.

Lea llamó a la puerta de la casa de Rex.


—¡Lea! —dijo Nicole abrazándola—. Pensaba que volvíais la semana
que viene.
Lys apareció corriendo.
—Hola, preciosa. Te he echado de menos —dijo arrodillándose para
abrazarla—. Ese era el plan, pero estaba cansada y he decidido volver antes.
—¿Bruce no ha vuelto contigo? —preguntó Nicole mientras entraban en
la casa.
—Él tiene que acabar la gira. De haber sabido que era tan agotador, no lo
habría acompañado.
Nicole no le preguntó nada, pero no la engañó ni por un momento.
Conocía demasiado bien a su hija. Parecía contenta de estar en casa, pero sus
ojos habían perdido el brillo que solían tener.
Poco después, Lea fue a casa de Bruce. Detuvo el coche en la entrada del
camino, bajó del vehículo y caminó hasta el lago. Las montañas se perfilaban
contra el cielo jaspeado de nubes grises. Del mismo color que sentía en su
corazón. El viento soplaba a través del lago levantando minúsculas gotas de
agua helada. Lea sintió frío en su interior. Respiró profundamente y volvió
hasta el coche. Metió las llaves de Bruce en el buzón y se marchó.
Condujo hasta la cafetería de Vivien y tomó un café con ella. Sólo la
informó de que había dejado el trabajo. Hablaron unos minutos de la gira y se
marchó. Cuando salió llamó a Hardy y él la invitó a cenar.

—No sabía que volverías tan pronto —dijo Hardy mientras esperaban la
cena.
—He vuelto yo sola.
—¿Y eso?
—Ahora no voy a hablarte de ello. Sólo te diré que ya no trabajo para él.
Y además, quiero decirte que olvides lo que te dije por teléfono.
—¿Te refieres a lo de salir?
—Sí. No puedo salir contigo. Me he acostado con Bruce. No voy a estar
con él de nuevo, pero eres su amigo, y no me parece correcto.
—No te preocupes, Lea. Tú y yo somos amigos, y eso no va a cambiar.
De todas formas, siempre he sabido que te gustaba Bruce. ¿Por qué has dicho
que no volveréis a estar juntos? ¿Qué te ha hecho ahora?
—Nada en especial, ya sabes cómo es. Cometí un error al acostarme con
él.
—¿Quieres contármelo?
—Prefiero no hablar de ello, de momento.
—De acuerdo.

—Rex me ha pedido que me case con él —dijo Nicole a su hija mientras


cenaban los tres y enseñándole el anillo.
—¡Oh, Dios mío! Mamá, es precioso. No me habíais dicho nada.
—Queríamos decírtelo en persona. Voy a vender la casa, ya no pienso
irme de aquí.
—Es normal. ¿Cuándo os casaréis?
—Este verano, cuando vengan tus hermanos.
—Eso está a la vuelta de la esquina.
—Voy a ir a casa para decidir lo que quiero conservar y enviarlo aquí.
—¿Cuándo vas a ir?
—Cuanto antes.
—¿Puedo acompañarte?
—Me quedaré allí varios días, y tú tendrás que trabajar.
—Ya no trabajo para Bruce.
—¿Y eso? —preguntó Rex.
—Las cosas no han ido bien en la gira. Os hablaré de ello más adelante,
¿vale?
—No te preocupes, cariño. Nos lo contarás cuando estés preparada —
dijo su madre—. ¿Quieres que nos vayamos mañana temprano?
—Sí, me gustaría —dijo Lea, porque sabía que Bruce volvería al día
siguiente por la tarde.

Bruce no había vuelto a acostarse con Holt desde la noche que


encontraron a Lea en su habitación. Se sentía tan culpable que casi le dolía. Se
sorprendía pensando en Lea demasiadas veces al día. Esa chica se estaba
convirtiendo en una amenaza para su salud. Cuando veía a Holt, que ahora
hacía de su asistente personal, no podía dejar de pensar en ella. Lea era
escrupulosamente eficiente, pero había que añadirle que era tierna y cariñosa.
Aunque era fría cuando lo requería y tenía una energía incombustible.
Bruce nunca se había divertido trabajando, ni siquiera habría imaginado
que pudiera hacerlo. Hasta que llegó ella. Con Lea no tenía que medir cómo
comportarse. Podía hablar de cualquier cosa con ella, incluso de sexo, sin
problema. Eso sí, cada vez que lo hacían conseguía ruborizarla. Bueno, lo
cierto es que hacía que se sonrojara simplemente con mirarla. Y eso lo volvía
loco. Lea era un gran alivio en su vida, con tantas presiones,
responsabilidades y… oscuridad.
Cada vez que tenía a una mujer con ojos verdes frente a él en la librería
mientras le firmaba el libro, pensaba en esos ojos furiosos que había visto la
última vez que estuvieron juntos y se estremecía. En esos días había
descubierto que le gustaban las mujeres con temperamento.
Pero lo peor eran las noches, cuando se metía en la cama. Entonces
recordaba la forma en que Lea lo hacía reír. Y añoraba la manera en que lo
encendía con sus besos y sus caricias, haciéndolo arder de pasión. Pensaba
que con el paso de los días, su recuerdo y las sensaciones que había
experimentado con ella desaparecerían. Pero los días se sucedían unos tras
otros y lo que sentía por ella ganaba fuerza e intensidad, persiguiéndolo a
todas horas. Y no sabía si era una simple coincidencia, pero desde que ella se
había marchado, las pesadillas habían vuelto a invadirlo cada noche y se
sentía devastado.

Bruce llegó a casa a última hora de la tarde. Sandra, la señora que se


ocupaba de su casa se había asegurado de que estuviera limpia y la nevera
bien surtida. Nada más entrar llamó a Rex.
—Hola, Bruce. ¿Estás ya en casa?
—Sí, acabo de llegar. Me pregunto si podrías traerme a Lys.
—Lys no está aquí. Nicole y Lea se fueron esta mañana temprano a
Newcastle y se la llevaron.
—¿Cuándo volverán?
—Creo que se quedarán allí un par de semanas. Nicole va a vender la
casa y tienen que revisar sus pertenencias para decidir lo que quieren
conservar. Después de enviarlo aquí vaciarán la casa y la pondrán a la venta.
—¿Por qué se han llevado a Lys? Lea sabía que yo volvía hoy.
—La verdad es que no te ha mencionado desde que volvió.
—Vale. ¿Dónde será la partida esta semana?
—En mi casa.
—De acuerdo, te veré entonces.
Bruce salió de casa para ir a ver a su amiga Vivien. Detuvo el coche
junto al buzón y al abrirlo se le cayó el alma a los pies al ver las llaves que le
había dado a Lea de su casa. En ese instante supo que la había perdido.
Su amiga estaba al corriente de que Lea ya no trabajaba para él, pero no
sabía nada más. Simplemente le había dicho que había dejado el trabajo.
Al salir de la cafetería llamó a Hardy y quedaron para cenar.

—¿Me has echado de menos? —preguntó Bruce a su amigo que le


esperaba sentado en una mesa del restaurante. Hardy se levantó y se
abrazaron.
—Podría decirte que no, pero te mentiría —dijo volviendo a sentarse—.
¿Cómo ha ido la gira?
—Bien, supongo. Estoy agotado con tantos vuelos y tantos hoteles.
Después de que pidieran el vino y la cena, el camarero se retiró.
—¿Qué tal la nueva novela?
—No estoy escribiendo. Me he tomado un respiro. Quiero relajarme
antes de empezar.
—Pensé que habías empezado a escribir una cuando estabas en el
hospital.
—Es cierto, pero no le he dedicado tiempo desde hace un par de
semanas. Cuando veas a Lea, dale esto, por favor —dijo sacando un sobre
abultado del bolsillo de la chaqueta—. Olvidó en el hotel las joyas que se
llevó.
—¿Por qué no se las das tú?
—Las cosas entre nosotros han cambiado.
—Lo sé. Me dijo que había dejado el trabajo. Bien, se las daré.
—¿La has visto?
—Sí.
—¿Estáis saliendo?
—Hemos ido a cenar un par de veces, y al cine. Como amigos.
—Ella te pidió de salir.
—Sí, pero cuando volvió me dijo que lo olvidara, porque se había
acostado contigo y no lo consideraba correcto. Y menos mal, porque no habría
sabido cómo rechazarla.
—¿Qué te contó?
—Que había dejado el trabajo y que se había arrepentido de acostarse
contigo. ¿Vas a decirme lo que pasó entre vosotros o tendré que adivinarlo?
—Esa chica me pone de los nervios y saca lo peor de mí.
—Estás loco por ella.
—El sexo con ella es espectacular.
—Pensaba que era frígida.
Bruce le contó todo lo que había sucedido en la gira y con ellos.
—Como dice el dicho: Dale a un hombre cuerda suficiente y él mismo
se ahorcará. Estás jodido, tío. Esa chica no te va a perdonar. Esta vez no te
librarás fácilmente. ¡Con Holt! ¡Te acostaste con Holt!
—Parece que la conoces bien.
—Lea es transparente. Tu mente está ofuscada y no puede ver con
claridad. Yo sabía que estaba enamorada de ti, antes de que me lo dijeras.
—Yo pensaba que sólo le gustaba.
—¿Estás enamorado de ella?
—Sabes que siempre he eludido los compromisos y que lo de casarme
estaba de más. ¡No se puede ser más gilipollas! Yo mismo he caído en mi
propia trampa dejándome atrapar, por la única mujer a quien no merezco.
—¿Que no mereces? ¿Cómo puedes pensar eso? Bruce, eres un hombre
excepcional y te mereces lo mejor. Sí, es cierto que también eres un cabrón,
pero, ¿cómo podrías ser de otra forma con la infancia que te obligaron a vivir?
Desde que Lea entró en tu vida, supe que era la mujer perfecta para ti. Sabes,
cuando las personas pasan tiempo juntas, y vosotros habéis pasado mucho
tiempo juntos desde que os conocéis, sus vidas se conectan. Y vosotros habéis
conectado perfectamente. Estáis hechos el uno para el otro.
—No digas tonterías. Creo que mi vida con las mujeres ha terminado. Lo
único que siento es que Holt haya sido la última.
—¿Por qué te acostaste con ella? Apuesto a que eso es lo que más jodió a
Lea.
—Lo sé. Y creo que lo hice por eso. Cuando me dijo que me quería me
cegué. Quería apartarla de mí y sabía que acostándome con Holt la alejaría
para siempre. No sabes cómo me he arrepentido.
—Es posible que puedas arreglarlo.
—No, Hardy. Sé que esta vez no podré arreglarlo. Sabes, la idea de
casarme y tener hijos me aterraba. Pensaba que la sangre de mi padre se
impondría y que sería como él.
—Bruce, tú y yo sabemos que ese hombre no era tu padre.
—Cierto, pero mi madre era como él, y ella sí era mi madre.
—Tu madre era una mujer amargada. Había sido maltratada por él desde
que se conocieron.
—Y en mí encontró un desahogo.
—Sí, eso creo. Y en cuanto a lo de maltratar a tus hijos… Si lo hicieras,
Lea te daría una paliza —dijo sonriendo.
—Estás dando por hecho que me casaré con ella —dijo sonriendo
también.
—Puede que te lleve algún tiempo conseguir que te perdone. Y otro tanto
convencerla de que la quieres. Porque la quieres, ¿verdad?
—Si los sentimientos indomables, posesivos y todas las emociones que
siento cuando estoy con ella, como cuando no esta, son amor… sí, estoy
jodidamente enamorado de ella.
—Sabes que Lea no será una esposa obediente. No podrás manipularla. Y
no se dejará manejar por ti —dijo Hardy sonriendo—. Esa chica, a pesar de
su corta edad y de estar tan unida y protegida por su familia, es muy
independiente. Y demasiado obstinada. Y se enfrentará a ti siempre que crea
que tiene razón. Puede que incluso cuando piense que no la tenga.
Los dos se rieron.
—Sí, esa chica es valiente de cojones. Es exigente y tozuda. Y creo que
su misión en la vida es volverme loco. Que Dios me ayude, estoy
desesperadamente enamorado de ella. Ni siquiera puedo imaginar mi futuro,
sin que ella esté en él.
—Bien, llegados a este punto, te ayudaré.
—¿Me ayudarás a que me perdone?
—A Lea le caigo bien, y confía en mí.
—Qué suerte tienes.
—Veamos. En primer lugar, vas a tener que hacer uso de tu escasa
paciencia, porque esto te va a llevar tiempo.
—Espero que no demasiado.
—Serás paciente durante el tiempo que haga falta. Vas a tener que
empezar por el principio.
—¿Qué quieres decir?
—Lea no es una mujer experimentada en cuanto a los hombres.
—Cosa que agradezco.
—Lo que significa que no sabría jugar contigo al juego de la seducción.
—Yo no estaría muy seguro de eso. A mí me sedujo, y necesitó bien poco.
—Hazme caso. Imagina que no la conoces, que es una chica preciosa con
un cuerpo de infarto.
—No hace falta que te fijes tanto en sus atributos.
—Vale —dijo Hardy sonriendo al ver que estaba celoso—. Imagina que
es una chica ingenua…
—¿Ingenua? —dijo Bruce interrumpiéndolo.
—¿Piensas interrumpirme con cada palabra que diga?
—Intentaré no hacerlo. Pero en lo de ingenua, te equivocas.
—Piensa que conquistarla va a significar para ti más que todas las otras
conquistas que has hecho, juntas. Tienes que intentar llegar a ella con ternura,
con amabilidad. Dos cosas que tú desconoces —dijo riendo.
—¿Te hace gracia?
—Claro. Eres tú quien va a pasarlo mal, no yo. Bien. Tienes que
olvidarte por completo de los métodos que has empleado con las mujeres a lo
largo de tu vida.
—¿A qué te refieres? Sabes que ya me he acostado con ella.
—Me refiero a todo. Imagina que es la primera mujer para ti, sin olvidar
que es muy joven e inexperta. Tienes que seducirla de la forma más sutil y
delicada que conozcas. En eso no creo que tengas problemas, porque siempre
has tratado bien a las mujeres. Pero siempre sin olvidar, que es ingenua,
entrecomillas, y muy, muy inteligente.
—¿Esos son tus consejos?
—Sí. Y te aseguro que no van a ser sencillos. Pero no te preocupes, te
ayudaré en lo que pueda.
—Vaya, te lo agradezco —dijo Bruce con sarcasmo.
—Piensa que es una chica tímida.
—¿Te he oído bien? ¿Has dicho tímida?
—Se sonroja a menudo.
—Puedo asegurarte que su sonrojo no tiene nada que ver con la timidez.
—Mi consejo es que no la molestes, ni te acerques a ella en unas
semanas.
—¿Qué?
—Lea necesita pensar y recapacitar sobre lo que ocurrió entre vosotros.
Necesita tiempo para echarte de menos. De todas formas, anoche hablé con
ella y me dijo que esta mañana se marchaba a Newcastle con su madre y se
quedarán allí, al menos dos semanas. Y cuando vuelva volverá a marcharse a
casa de una amiga que está en la universidad y pasará un tiempo con ella. Nos
va a venir bien que esté ausente. Urdiremos un plan, como hacíamos en el
instituto cuando queríamos ligarnos a una chica.
—Tú eras quien necesitaba un plan, yo no tenía problemas para ligar.
—Deberías olvidarte de esa arrogancia.
—Vale —dijo Bruce riendo—. ¿Sabes? No he escrito nada desde hace
dos semanas, pero no por haberme tomado un descanso, sino porque Lea no
está conmigo. Es como si se hubiera llevado mi inspiración.

Lea y Nicole volvieron a casa dos semanas después. Y nada más llegar,
Lea preparó la maleta porque pesaba salir al día siguiente temprano. Nicole
fue a llevar a Lys a casa de Bruce. La perrita se volvió loca al verlo cuando él
abrió la puerta.
—Hola.
—Hola, Bruce, ¿cómo estás?
—Bien. Tú estás tan guapa como siempre. Pasa, por favor.
—Gracias. Te he traído unas magdalenas que he preparado esta mañana.
—Muchas gracias. ¿Te apetece un café?
—Sí —dijo siguiéndolo a la cocina.
—Rex me dijo que estabas en Newcastle.
—Sí, Lea y yo hemos tenido unos días duros. Hemos estado revisando las
cosas de la casa y… había demasiados recuerdos. La he puesto a la venta.
—Algo me comentó Rex.
—Me ha pedido que me case con él y he aceptado —dijo enseñándole el
anillo.
—Vaya, felicidades —dijo abrazándola—. Siéntate.
—Ya no voy a marcharme. Nos casaremos este verano, cuando vengan
mis hijos. Te traeré la invitación cuando sepamos la fecha.
—Bien —dijo él mientras preparaba el café. Luego se sentó frente a ella
—. Supongo que no has venido para traerme las magdalenas y para decirme
que estás comprometida.
—No. He venido a hablar de Lea. Desde que volvió de la gira, sólo me
ha dicho que dejó el trabajo. Yo no quiero presionarla, pero está triste y no sé
cómo ayudarla. Tienes que decirme lo que ocurrió entre vosotros.
Bruce tomó un sorbo de café y la miró.
—Lea me dijo que me quería.
—¿Y?
—Y yo reaccioné de una manera despreciable.
Bruce se sinceró con ella contándole lo que había ocurrido durante la
gira. Y luego le habló de su pasado. Le contó todo lo sucedido con sus padres,
con pelos y señales, desde que era un niño. Y Nicole estuvo llorando todo el
tiempo que él estuvo hablando.
—Nunca he hablado de esto con nadie.
—Gracias por hablar conmigo. Pensabas que ibas a portarte con Lea,
como se portó tu padre con tu madre y contigo.
—Sí. Me asusté. Siento haberle hecho daño. Me gustaría que esto
quedara entre nosotros. Encontraré el momento para hablar con Lea de ello.
—¿La quieres?
—Estoy loco por ella.
—Yo sabía que Lea estaba enamorada de ti. Por el brillo de sus ojos
cuando te nombraba. Por la forma que te miraba. Pero sobre todo lo noté el día
que volvió a casa después de esa entrevista que no le concediste. Por Dios,
soporté cinco semanas escuchando cómo la habías tratado. Sabes, creo que mi
hija ha llegado al fondo de tu alma. ¿Y sabes qué ocurre cuando una mujer
llega al alma de un hombre?
Bruce negó con la cabeza.
—Que ese lugar le pertenece y no lo abandonará nunca.
—¿Eso quiere decir que sigue queriéndome?
—He dicho el alma, no el corazón. Sabía que tú también la querías. Me
di cuenta la noche de fin de año. No sé si te diste cuenta, pero no apartaste la
vista de ella en toda la velada.
—Qué observadora.
—Bruce, no te preocupes. Todo se arreglará.
—¿Eso crees?
—Ahora que sé que tú también la quieres, sí. Te quiero, Bruce. Siempre
he sentido algo especial por ti. Me he preguntado muchas veces por qué había
aparecido en mí ese sentimiento. A veces he llegado a pensar que era
atracción. Ahora lo entiendo. Mi corazón me decía que necesitabas que te
quisieran —dijo con lágrimas en los ojos.
—Gracias. Yo también he sentido algo especial por ti, desde que nos
conocimos— dijo abrazándola y con los ojos brillantes por la emoción.
—No voy a entrometerme entre vosotros, no pienso mover un dedos por
ayudaros, pero confío en que arregles lo tuyo con Lea. Merecéis estar juntos.
Lea se marcha mañana a casa de una amiga y permanecerá con ella unas
semanas. Creo que le va a sentar bien estas lejos por un tiempo. Necesita
pensar. No te des por vencido, Bruce. Te aseguro que ella merece la pena.
Tómalo como un desafío.
—La quiero demasiado para rendirme. Puede que peque de arrogante,
pero te aseguro que vas a ser mi suegra.
—Me alegra oír eso. No habría nada que me complaciera más.
—Nicole, si logro arreglar las cosas entre nosotros, le pediré que se case
conmigo. Y lo haremos cuanto antes.
—Muy bien. Mira a ver si lo solucionas pronto y nos casamos juntos.
Él la miró sonriendo.

Lea volvió a casa después de estar fuera cuatro semanas.


—Me he hecho un tatuaje —dijo Lea a su madre mientras deshacía el
equipaje.
—¿Un tatuaje?
—Sí, ya te dije que quería disimular la cicatriz del brazo —dijo
sacándose el suéter.
—¡¿Te has tatuado el nombre de Bruce?!
—No quiero olvidar ese día.
—¿Pero su nombre? ¿Qué pasará cuando te enamores de otro?
—Eso no va a ocurrir. Porque no habrá otro hombre en mi vida.
—Todavía no me has dicho lo que sucedió entre Bruce y tú.
—Lo siento, mamá. Necesitaba tiempo.
—¿Quieres contármelo ahora?
—Sí. ¿Te gusta el tatuaje?
—Me encanta.
Lea le contó todo lo ocurrido. Y Nicole comprobó que Bruce le había
dicho exactamente lo mismo.
—No lo he visto en casi dos meses. Pensé que el tiempo me ayudaría a
olvidarlo, pero no ha sido así. No he podido dejar de pensar en él en todo este
tiempo —dijo Lea llorando—. Me dijo que no quería volver a verme nunca
más.
—Sabes, cariño. No voy a darte ningún consejo, pero tengo la sensación
de que ese hombre siente algo muy profundo por ti. Pero tiene miedo.
—¿Miedo?
—Sí, miedo.

El siguiente mes fue un infierno para Bruce. Seguía sin poder escribir, y
estaba tan desanimado que ni siquiera tenía ganas de volver a intentarlo.
Empezó a barajar la idea de volver a la abogacía. No le gustaba tanto como
escribir, pero se estaba muriendo de aburrimiento y necesitaba hacer algo.
Bruce estaba esperando a Hardy en el restaurante en el que habían
quedado para comer. Hardy entró y se sentó frente a él.
—¿Todo bien? —preguntó Bruce.
—Sí. Disculpa que me haya retrasado, se ha presentado un paciente sin
previa cita.
—No te preocupes.
—¿Sigues sin poder escribir?
—Sí. Hace un par de días comí con Edward. Le dije que lo dejaba.
—¿Que dejabas qué?
—He terminado con mi trabajo de escritor.
—¿Qué? ¿Estás loco?
—Intentó convencerme para que no lo hiciera y le dije que me tomaría un
tiempo para pensarlo.
—Bien.
—Pero ya tengo otro trabajo.
—¿Otro trabajo?
—Voy a volver al bufete.
—No me jodas.
—Soy buen abogado.
—Lo sé, pero lo dejaste porque te gustaba más escribir.
—Hardy, he perdido la inspiración. Me siento delante del papel y no se
me ocurre absolutamente nada. Hace un mes y medio que volví.
—No es la primera vez que te sucede. Has estado bloqueado muchas
veces.
—Esto no es lo mismo.
—Bruce, no te precipites. Tienes dinero suficiente para vivir
holgadamente toda tu vida, sin tener que trabajar. Así que, ¿cuál es el
problema?
—El problema es que me estoy volviendo loco sin hacer nada.
—Lo entiendo. ¿Sigues cocinando?
—Sí, el libro que me regaló tu madre es fantástico. Las recetas son muy
sencillas, incluso para mí. Y he descubierto que me gusta cocinar.
—Me alegro de que ocupes algo de tiempo en ello. ¿Crees que a Lea le
gustará saber que vas a volver a tu antiguo trabajo y que te trasladarás a
Seattle?
—No creo que a ella le preocupe eso. De todas formas, lo averiguaré
pronto. Antes de marcharme hablaré con ella. Y si sigue queriéndome le
pediré que venga conmigo.
—A Lea le gusta vivir aquí y a ti también. Ayer volvió a casa. Ha estado
fuera mucho tiempo.
—Puede que el tiempo haya hecho que se olvide de mí. ¿La has visto?
—Sí, la vi anoche. Estaba cenando en un restaurante con Viv y sus
amigas.
—¿Había hombres?
—No.
—¿Cómo está?
—Tan guapa como siempre.
—Podías haberme dicho que tenía ojeras, que había perdido peso, que
estaba demacrada…
—¿Por qué iba a mentirte?
—Para que me sintiera algo mejor, imaginando que yo era el responsable
de su deterioro.

—Ayer me encontré a Bruce en la ciudad y me invitó a un café —dijo


Nicole mientras comían.
—¿Cómo está? —preguntó Lea.
—Más guapo que nunca. ¿Sabíais que había dejado de escribir?
—No tenía ni idea —dijo Rex.
—¿Qué quieres decir con que ha dejado de escribir? —preguntó Lea
—Le han ofrecido trabajo en el bufete en el que trabajaba antes y ha
aceptado. Se va a trasladar a Seattle.
—¡¿Qué?!
—A mí también me sorprendió —dijo su madre—. Después de leer sus
novelas, no pensé que ese hombre pudiera dedicarse a otra cosa.
—Tengo que salir a hacer algo —dijo Lea levantándose—. No tardaré.
—Pero no has comido.
—Comeré luego —dijo saliendo de la casa.
—Dijiste que no te entrometerías entre ellos —dijo Rex cuando se
quedaron solos.
—Bruce es demasiado lento. Además, no me estoy entrometiendo.
Simplemente he dicho lo que él me dijo —dijo Nicole sonriendo.
Capítulo 20
—Lea... —dijo Bruce cuando abrió la puerta de su casa y se la encontró
delante.
—¿Tú eres tonto? ¿Qué pasa? ¿Tienes efectos retardados? ¿Te pegaron un
golpe en la cabeza esos tres cabrones que entraron en tu casa y te ha aparecido
ahora? ¿Vas a volver a trabajar de abogado?
—Perdona, se me está quemando la comida —dijo dirigiéndose a la
cocina. Lea cerró la puerta y fue tras él.
—¡Por el amor de Dios! ¿Quién deja el trabajo para el que ha nacido y
además le apasiona, para ser un picapleitos? Sólo un gilipollas. Eso es lo que
eres, un capullo gilipollas. ¿Mi trabajo no sirvió de nada? ¿Todos esos meses
soportando tus cambios de humor y tus malos modos? ¿Y luego un mes de gira
contigo, sintiéndome exhausta, para que lo tires todo por la borda? No se me
ocurren adjetivos para describirte. Eres un cabrón estúpido. Y sabes, también
un hijo de puta. Ojalá no te hubiera conocido. ¿Estás cocinando?
—Bueno, se me terminó el chollo de que me trajeran la comida y ya no
soy capaz de volver a la comida precocinada. Lea —dijo volviéndose para
mirarla.
Los ojos de ella estaban brillantes y echaban chispas por la irritación.
—No he venido a hablar de lo nuestro, si es que hubo algún nuestro
alguna vez. Ese episodio se acabó y está enterrado. Ya dijiste lo que tenías que
decir la última vez que nos vimos.
—Tengo más cosas que decir.
—Me parece bien, pero yo no quiero escucharlas. ¿Por qué has dejado de
escribir?
—Porque he perdido la inspiración y no se me ocurre nada. Y este no es
un bloqueo como los que he tenido anteriormente. Es definitivo.
—No digas tonterías. Pero te hice una promesa y voy a cumplirla.
—¿Qué promesa?
—Te dije que cuando estuvieras bloqueado te llevaría a algún lugar para
que te relajaras.
—Sí, una isla, lo recuerdo.
—¿Puedes cogerte dos semanas libres?
—Desde que volví de la gira no tengo nada que hacer.
—¿Cuándo tienes que empezar en el nuevo trabajo?
—No tengo fecha. Antes tengo que encontrar una casa en Seattle para
vivir. E instalarme.
—Nunca te ha gustado vivir en Seattle.
—Me acostumbraré.
—¿Puedes permitirte gastar unos miles de dólares?
—Por supuesto.
—Lo arreglaré y te avisaré cuando tengamos que marcharnos.
—Vale. Necesitarás mi tarjeta del banco para hacer las reservas.
—Sé tu número. Recuerda que fui yo quien compró tu ordenador. Y tengo
buena memoria.
—De acuerdo. Lea, los vuelos en primera clase.
—Vale. Te llamaré tan pronto sepa la fecha y te diré lo que tendrás que
llevar.
—Bien. Tu madre me dijo que se casaba este verano. Quiere que asista a
la boda.
—Eres su amigo, supongo que es lo normal.
—¿Te sentirás mal si voy?
—¿Dejarás de ir si te digo que sí?
—No.
—¿Para qué me lo preguntas entonces?
—Dios, me encanta tu pelo.
Lea lo miró un instante, luego dio media vuelta y salió de la casa.

Lea llamó a Bruce el siguiente domingo.


—Hola, Lea.
—Hola. Ya tengo las reservas. Salimos el próximo jueves, el dos de
mayo a las ocho de la noche.
—De acuerdo. ¿Qué tengo que llevar?
—Bañador, alguna camiseta y unos deportivos. No necesitas nada de
aseo. Y tampoco el móvil, porque no hay Internet.
—¿Sólo eso? ¿Vamos a estar incomunicados?
—Sí. También deberías llevarte lo necesario para escribir, por si te
desbloqueas de repente. Ah, y la correa de Lys.
—¿Lys irá con nosotros?
—Sí. He gastado más de lo previsto porque he tenido que comprar una
jaula para su transporte.
—No hay problema.
—El vuelo es a las ocho, pero tenemos que estar allí con bastante
antelación, por la perrita. Te recogeremos el jueves a las cuatro de la tarde.
—Estaré preparado.

Rex, Nicole y Lea fueron a recoger a Bruce y a la perrita con el


todoterreno de Rex, porque la jaula cabía detrás.
Antes de que metiera a Lys en la jaula para que la llevaran a la bodega
del avión con los otros animales, Lea le dio dos pastillas que le dio el
veterinario, así dormiría durante todo el trayecto. Bruce la miró sonriendo.
Esa chica pensaba en todo.
Nada más despegar les sirvieron la cena. Hablaron cuatro frases escasas
mientras comieron. Y luego Lea se dispuso a dormir. Lo que menos necesitaba
era hablar con él. Ya era suficiente martirio tenerlo al lado.
Bruce se acomodó en su asiento reclinado y cerró los ojos. Recordó lo
que le había dicho Nicole al oído cuando lo abrazó para despedirse: No
tendrás otra oportunidad como esta para convencer a Lea de que la quieres.
Los dos se quedaron rápidamente dormidos. La azafata tuvo que
despertarlos para decirles que iban a aterrizar. Bruce pudo darse cuenta de la
eficiencia de su asistente personal, nada más bajar del avión. Se encargó de
recoger a la perrita. Plegó la jaula y la guardó en una taquilla que había
reservado previamente. Luego les recogió un coche para llevarlos a la costa.
Y allí les esperaba una lancha. No eran las nueve de la mañana cuando los
dejaron en la isla. El chico que los llevó les dijo que volvería cada tres días
para asegurarse de que estaban bien y saber si necesitaban que les llevara
algo.
Bruce sonrió cuando puso los pies en la playa. Eso no era una isla sino un
islote en el que había sólo una... cabaña, porque a aquello no se le podía
llamar casa.
Lys se puso a correr como una loca por la playa. Había pasado diez horas
dormida y necesitaba ejercitar los músculos.
—Vaya —dijo Bruce al ver la hamaca doble entre dos cocoteros, y una
cama fuera de la cabaña, con mosquiteras.
—¿Te gusta el sitio?
—Es el lugar perfecto. Me gusta esta cama aquí fuera.
—La cabaña no parece gran cosa, pero leí cientos de reseñas y todas
coincidían en que todo aquí era perfecto y no habían tenido ningún tipo de
problema. Vamos a desayunar, estoy hambrienta —dijo entrando en la casa.
Al menos eso no ha cambiado en ella, pensó Bruce, porque Lea siempre
tenía hambre.
La cabaña estaba provista de todo lo necesario. Había dos habitaciones
con camas de matrimonio, un baño completo, un salón no muy grande con un
sofá muy cómodo y una cocina bien equipada. La nevera estaba repleta, al
igual que la despensa, con todo lo que había encargado Lea.
—Creo que esta es la única mesa, así que tendrás que trabajar aquí.
—Hay otra fuera. Y puede que trabaje en la cama del exterior.
—Son tus vacaciones, tú decides.
Lea preparó dos cafés con leche y sacó de la mochila las magdalenas que
les había preparado su madre.
—Echaba de menos estas magdalenas. ¿Qué haremos ahora? —preguntó
Bruce mirándola a los ojos.
Lea tenía unos ojos preciosos, pero Bruce se dio cuenta de que algo había
cambiado en ellos. Ahora eran fríos y no tenían ni un atisbo de calidez.
—Bruce, tú haz lo que tengas que hacer, pero no cuentes conmigo para
nada. No quiero que hablemos sobre notros. Lo nuestro acabó. Te he traído
aquí para que pienses qué quieres para tu vida. No estoy aquí porque quiera
estar contigo, precisamente. Pero me gustaría que, además de relajarte, puedas
tomar la decisión acertada y que no abandones tu sueño. Aunque creas que no
tienes sueños, escribir es tu pasión.
—¿Y qué harás tú?
—Bueno, estar aquí ya es un sueño. Esta playa es una maravilla. Nunca
había visto una arena tan blanca y un mar tan cristalino. Voy a dedicarme a
bañarme, a tomar el sol y a pescar.
—¿A pescar?
—Sí, les pedí que trajeran una caña y cebos. He ido a pescar muchas
veces con mi padre y mis hermanos, y también con Rex. A mí también me
vendrá bien este retiro para pensar en mis cosas y tomar decisiones para mi
futuro. Voy a cambiarme. Iré a dar la vuelta a la isla con Lys.
—En veinte minutos estarás de vuelta —dijo él al pensar en el tamaño de
la isla.
—Es posible —dijo sonriendo y dirigiéndose a su habitación.
Bruce se atraganto con el café que estaba bebiendo al verla aparecer con
una camisa blanca transparente. No llevaba la parte de arriba del biquini.
Empezó a toser.
—¿Estás bien?
—Sí, no es nada. Te veo luego.
Después de desayunar, Bruce se cambió y se puso el bañador. Salió de la
casa y se echó en la hamaca. Esa mini isla era un paraíso. Había tomado una
decisión… y con una determinación inquebrantable de conquistar a Lea. Pero
tenía que hacer bien las cosas. Y tenía dos semanas por delante.
La vio aparecer a lo lejos, con Lys a su lado, caminando por la orilla.
Llevaba la camisa en la mano y tenía un cuerpo espectacular. Se preguntó si
iría prácticamente desnuda el tiempo que estuvieran allí. Porque eso que
llevaba cubría bien poco de su cuerpo. Su fuerza de voluntad tenía un límite y
esa chica lo estaba poniendo duramente a prueba. No la perdió de vista ni un
instante. Lea se metió en el agua y Lys la siguió. Estuvieron nadando un buen
rato. Cuando salieron, ella se puso la camisa y caminó hacia la cabaña.
—Sí, ponte la camisa, cielo —dijo Bruce en voz baja con sarcasmo.
Porque esa camisa transparente, sobre el cuerpo mojado era… La tela se
adhería a su cuerpo y se le trasparentaba todo. Podía ver perfectamente los
pezones y tuvo una erección. Esto va a ser un infierno, pensó Bruce
intentando no mirarla y apartarla de su mente. Flexionó las piernas para
disimular la evidencia de su deseo.
—¿Habéis recorrido la isla entera?
—Sí —dijo ella sonriendo—. Voy a coger el protector solar y tomaré un
rato el sol. ¿No te bañas?
—Luego. Estoy siguiendo tu consejo, dedicándome a pensar en lo que
quiero para mi vida. Que todo se reduce a ti, pensó Bruce.
—¿Qué te apetece comer? —preguntó Lea cuando salió con una toalla y
el bronceador.
—Yo me encargaré de la comida.
—¿Vas a cocinar para mí?
—Tú has cocinado para mí muchas veces.
—Pero quiero que te relajes.
Si vas a vestir así durante las dos semanas, no creo que consiga
relajarme, pensó.
—He descubierto que, además de gustarme cocinar, me relaja.
—En ese caso, no hay problema. Hasta luego.
Bruce se preguntaba, viéndola alejarse, si esa chica habría planeado la
ropa que traería, para ponerlo enfermo.
—¿Qué tal, picapleitos? ¿Está lista la comida? Me muero de hambre —
dijo ella cuando volvió de la playa.
—Comeremos en diez minutos. Tengo el pan con ajo en el horno.
—Me tienes sorprendida.
—Me alegra sorprenderte.

—¿Estás cabreada conmigo porque ya no escribo? —preguntó Bruce


mientras comían.
—¿Qué te sucedió para que lo dejaras? ¿Te bloqueaste, así, sin más? Sé
la pasión que sientes mientras planeas lo que sucederá en tu novela.
—No he podido volver a escribir desde que me abandonaste.
—Yo no te abandoné. Me despediste.
—Cierto, pero te dije que sería efectivo, cuando volviéramos a casa. Te
marchaste una semana antes de finalizar la gira. Me dejaste tirado.
—Bueno, no te dejé solo. ¿Crees que iba a quedarme allí, después de que
me dijeras todas aquellas cosas? Bruce, no quiero volver a hablar de aquello.
No quiero hablar de nosotros. Tendremos que dejar eso a un lado, si queremos
que esto funcione. La cena estaba deliciosa, gracias.
—Ha sido un placer cocinar para ti.
Después de recoger la cocina entre los dos, Lea volvió a la playa. Tenía
que procurar no bañarse con él y llevar una camisa con manga cada vez que
estuvieran juntos, porque no podía permitir que Bruce viera su tatuaje. Estuvo
tomando el sol y bañándose. Bruce se acercó a la playa a media tarde para
bañarse y entonces ella se levantó y se puso la camisa.
—Voy a correr un rato antes de cenar.
—Vale.
Lea no se lo iba a poner fácil. Sabía que no quería estar a su lado, por
eso siempre ponía alguna excusa para alejarse de él.
Lea dio cuatro vueltas a la isla corriendo con Lys. Luego volvió a la casa,
se duchó y se puso un pantalón corto y una camisa de gasa negra, casi
transparente. Preparó la cena mientras Bruce permanecía en la hamaca
balanceándose. Y volviéndose loco pensando qué podía hacer con ella.
Pasaron cinco días más en los que Lea evitaba estar con él, en la playa.
Había conseguido que no se bañaran juntos ni una vez.

—Hola, abogado —dijo Lea cuando se acercó a la casa.


Bruce la miró sonriendo. Estaba en la mesa que había fuera y había
decenas de notas sobre ella. Lea se sintió bien. Sabía que había empezado a
trabajar, y lo había visto pasear por la playa, pensando.
—Hola, ¿qué tal ha ido?
—Hoy cenaremos pescado fresco —dijo enseñándole los cuatro
ejemplares que había pescado.
—Vaya, tienen buen tamaño.
—Sí, voy a poner el carbón en la parrilla mientras los limpio y preparo
una ensalada.
—Yo me encargaré de la parrilla.
—No, tú sigue con lo que estás haciendo. No tenemos prisa.
—¿Cuántos días llevamos aquí? —preguntó Bruce mientras cenaban—.
No sé ni en qué día estamos.
—Ese era el plan, que te olvidaras de todo. Hoy es sábado, llevamos
aquí ocho días.
—¿Cuándo nos marcharemos?
—El domingo de la próxima semana. Nos quedan siete días.
—¿Podemos quedarnos más tiempo?
—Me temo que no. Al día siguiente de marcharnos llegará una pareja.
—Lástima. Estoy escribiendo.
—Lo imaginaba. ¿Has tomado una decisión?
—¿Trabajarás conmigo cuando volvamos?
—No.
—¿Vas a buscar trabajo?
—Más adelante. Tengo dinero ahorrado, y al vivir con Rex no tengo
gastos. Esperaré a que se casen. Luego decidiré qué hacer.
Bruce fue a dar una vuelta a la isla con la perrita, necesitaba pensar en el
desarrollo de la novela. Había escrito cuatro capítulos en cinco días. Se
preguntaba si la presencia de Lea tenía algo que ver en ello. ¡Por supuesto que
tenía que ver! Ni siquiera tenía pesadillas desde que habían llegado allí.

Bruce estaba echado en la hamaca cuando Lea salió de la casa después


de ducharse. Se echó sobre la cama que había en el exterior. Vieron la puesta
de sol y ya estaba prácticamente de noche. Ninguno de los dos decía nada,
hasta que Bruce rompió el silencio.
—La primera vez que me pegó mi padre fue porque se me cayó un vaso
de agua sobre la mesa mientras comíamos. Mi padre se levantó y me bajó de
la silla de un tirón. Me dio un bofetón. Le dije que no me pegara y me dio otro
mucho más fuerte, sólo por hablar. Luego me empujó y caí sobre una mesita y
me rompí el brazo.
Lea se puso tensa al escucharlo.
—Tenía cinco años, o tal vez menos. Me llevó al hospital y le dijo al
médico que me había caído. Esa fue mi iniciación a mi nueva vida. Desde ese
día recibí golpes y bofetones a diario. Cuando me quitaron la escayola, las
palizas eran mayores. ¿Sabes lo que es que te den un puñetazo cuando eres un
niño? ¿O que te azoten con un cinturón, por el mero hecho de que se te caiga
una cuchara, rompas un vaso, o simplemente tropieces? Tenías razón con tus
averiguaciones, estuve en infinidad de hospitales. Me he roto casi todos los
huesos del cuerpo, algunos más de una vez. ¿Sabes lo que es que te golpeen
con lo primero que tengan a mano, tan sólo porque hayas dejado unas migajas
de pan sobre la mesa? ¿O por no haber cerrado una puerta? ¿Puedes imaginar
lo que es, que necesites ir al baño urgentemente por la noche y no puedas
hacerlo porque te han prohibido que te levantes y sentir un dolor tan intenso en
el vientre que desees morir? ¿Sabes lo que es, que te hayan azotado en el
trasero y en la espalda por haberte orinado en la cama y que te obliguen a ir al
colegio y creer que morirías de dolor al sentarte? ¿Serías capaz de imaginar lo
que es, que te obliguen, en pleno invierno, a bañarte en agua fría? ¿Sabes lo
que es no comer en dos o tres días? A veces me castigaban a estar de pie
durante todo el día, sin comer, sin beber y después de recibir una paliza.
¿Sabes lo que es, que después de una brutal paliza te desplomes en el suelo y
te abofeteen una y otra vez para despertarte y que cuando lo haces te den unos
latigazos por haberte caído inconsciente? No recuerdo haber dormido durante
todos esos años sin sentir dolor en el cuerpo. Cada vez que me daban una
paliza deseaba que no parasen hasta que acabaran con mi vida. ¿Sabes lo que
es, dormir a oscura, cuando sientes pánico de la oscuridad? A veces deseaba
que me golpearan lo bastante fuerte para que tuvieran que llevarme al hospital,
porque allí se portaban bien conmigo. ¿Puedes imaginar lo que es crecer sin
saber lo que es un cumpleaños? ¿Sin saber lo que es un regalo? Tuve que vivir
una vida vacía, sin alegría, sin esperanzas, sin sueños. Pensaba que la vida no
tenía sentido y deseaba morir antes de la siguiente paliza. ¿Sabes lo que es,
que tus padres no te den ni un beso, ni un abrazo? Andaba siempre a tientas
para no cometer ningún error, para ver si me salvaba de algún castigo. He
vivido mi infancia sobre una cuerda floja. Siempre asustado porque hiciera
algo que me condujera a la siguiente paliza. ¿Crees que mentía cuando te dije
que no tenía corazón? ¿Cómo se puede tener corazón si has nacido en la
violencia y te has criado en el odio? No puedes imaginar el miedo que he
pasado en mi vida, tanto de día como de noche. Porque durante el día, mis
padres se dedicaban a golpearme, rompiéndome huesos, sólo por diversión. Y
por las noches me abordaban las pesadillas. ¿Y sabes lo que es, siendo un
adolescente, que tu padre se vaya con una mujer, y venda antes la casa,
dejándote en la calle? Esas son algunas de las cosas que he tenido que vivir
durante mi infancia. ¿Es lo que querías saber?
Lea había estado todo el tiempo llorando. No tenía pañuelo y se secaba
las lágrimas con las manos, y tenía la camisa empapada. Se levantó, porque no
podía soportar más la angustia que sentía en el pecho. Pero en vez de
acercarse a él corrió hacia la playa y se sentó en la orilla.
Bruce esperó un tiempo prudencial para que ella se tranquilizara. Luego
caminó hacia la orilla y se sentó frente a ella.
—Cielo, no te he contado todo esto para que te sintieras mal. Sólo quería
que lo supieras, porque está relacionado con lo que sucedió entre nosotros.
—Lo siento. Siento que tuvieras que pasar por todo eso, solo.
—Eso es el pasado. Ahora quiero vivir el presente y el futuro. Siento lo
que te dije cuando te despedí.
—Dijiste que estabas harto de mí y que no querías volver a verme.
—Sé lo que dije, cielo.
—No es fácil olvidar algo así.
—Lea, yo sé lo difícil que es olvidar.
—Te acostaste con ella. Podías haberte acostado con la mujer que
quisieras y la elegiste a ella. ¿Sabes cómo me sentí al día siguiente cuando la
vi?
—Quería alejarte de mí, y sabía que si me acostaba con ella todo
acabaría entre nosotros. Tenía miedo. Me dijiste que me querías y me acojoné.
Nunca he querido casarme ni tener hijos, porque pensé que me comportaría
como mi padre. Y no podía permitir que tú pasaras por eso, porque me
importabas demasiado. Siento muchísimo haberte hecho daño. No dormí ni una
sola vez con ella. Sólo fue sexo y solamente una vez. Lea, te necesito. Echo de
menos hablar contigo y sobre todo escucharte. Echo de menos tenerte sentada
en la mesa frente a mí. Echo de menos tu sonrisa. Necesito tenerte a mi lado,
Lea. Echo de menos abrazarte, y tus besos. No sabes cuánto he anhelado
besarte. Me sentí muy mal cuando te dije todas esas cosas y te hice llorar. Ese
es el recuerdo que ha perdurado en mí todas estas semanas.
—Bruce, yo…
—Tú has devuelto la luz a mi alma, y te aseguro que nunca creí que me
desharía de la oscuridad que habitaba en ella. Las pesadillas me han
atormentado cada día desde que me abandonaste. Y nada más llegar aquí, han
desaparecido. Eso sí, ahora tengo pesadillas contigo. No puedo ni siquiera
soñar sin que estés en mi mente. En estos días me he dado cuenta de algo muy
importante. Era algo que ya sabía, pero que me ha costado aceptar. Mi corazón
es tuyo. Nunca podré mirar a una mujer sin desear que seas tú. Quiero
compartir mi vida contigo. Sé que no será fácil, pero intentaré cambiar mi
comportamiento. Quiero que formes parte de mi ser, que seamos sólo uno.
Quiero que seamos tú y yo, sin nada más entre nosotros.
Lea lo miró. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
—No sabes cuanto te quiero. Eres la única persona que consigue que mis
días oscuros se conviertan en radiantes y luminosos. Me gusta tu forma de ser,
y lo que eres. Me salvaste la vida y mi vida te pertenece. Te quiero, cielo. Te
quiero con toda mi alma.
—Yo también te quiero. Creo que más que hace dos meses.
Lea le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Fue un beso largo y
tierno que los dejó a los dos temblando.
—Tiene gracia que nunca haya querido casarme y tener hijos, porque me
he dado cuenta, que eso es lo que más deseo. Puede que lo haya deseado
siempre. Ya no habrá más secretos entre nosotros. Iré contándote poco a poco
el resto de mi vida. Y ahora vamos a casa porque me muero de ganas de
follarte.
—Podemos hacerlo aquí.
—Los condones están en la casa.
—¿Habías planeado esto?
—No sabía cómo resultaría, pero por si acaso, fue lo primero que metí en
la mochila.
Fueron hasta la casa corriendo. Llegaron con la respiración agitada.
Aunque eso no les impidió que, nada más llegar, Bruce la empotrara contra el
tronco de un cocotero y le devorara la boca, mientras se quitaban el uno al
otro la escasa ropa que llevaban. Volvieron a unir sus bocas. Bruce se apartó
de ella para entrar en la casa a coger un condón y cuando salió se lo puso en
décimas de segundo. Le rozó el clítoris con las yemas de los dedos y Lea se
estremeció. A continuación introdujo el dedo en su interior para ver si estaba
húmeda.
—Siempre preparada para mí —dijo ayudándola a que le rodeara con las
piernas.
La penetró con una sola embestida y Lea gritó.
—Dios, cómo echaba de menos estar dentro de ti —dijo penetrándola
hasta el fondo.
—Y yo tenerte dentro.
—No quiero moverme porque sé que me correré enseguida.
—Tenemos siete días para follar.
—De acuerdo —dijo él riendo—. No duraré ni diez segundos, pero
necesito moverme.
—Fóllame fuerte.
Poco después, Lea tuvo un orgasmo devastador y Bruce la siguió
segundos después.

—¿Vas a volver a trabajar conmigo? —preguntó Bruce mientras cenaban.


—¿Vas a olvidar esa estupidez de querer ser abogado?
—Soy abogado. Y muy bueno, por cierto.
—No lo dudo. Y pensabas ir a vivir a Seattle. A ti no te gusta vivir en
Seattle. Te encanta vivir en tu casa, en el bosque.
—Es cierto. He escrito cuatro capítulos desde que estamos aquí. Y
seguiré escribiendo, si tú estás conmigo.
—De acuerdo. Volveremos a trabajar juntos.
—Estupendo. Pero me tomaré un tiempo de descanso.
—Estarás agotado con todo lo que has trabajado en los dos últimos
meses.
—Los dos últimos meses me sentí vacío.
—¿Quieres un café?
—Sí.
Lea sirvió los cafés en las tazas.
—Tómatelo deprisa.
—No tenemos prisa.
—Puede que tú no, pero yo sí. Desde que llegamos aquí no he podido
dejar de pensar en follar contigo en el mar.
—Vaya, ¿tenías fantasías conmigo? —dijo él riendo.
—No podrías imaginar todas las fantasías que he tenido contigo en esta
isla.
—Bien, voy a por un condón e iremos a la playa —dijo bebiéndose el
café y levantándose.
—Mejor coge dos, por si acaso.
Bruce se acercó a ella, la levantó de la silla y volvió a devorarle la boca.
Y ella le correspondió con desesperación.

Bruce se quitó el bañador y la camiseta en la orilla y ella de deshizo de


su ropa. Él se abalanzó sobre sus pechos para acariciarlos con la lengua. Los
pezones se le irguieron con el contacto y Lea comenzó a gemir estremecida por
las sensaciones que invadían su cuerpo.
—Me gusta mucho tu cuerpo —dijo Lea acariciándole el pecho y los
hombros—. Me gusta acariciar estos músculos firmes. Me excita ver este
vello que baja desde tu pecho y se oculta por la cinturilla del pantalón —dijo
bajando la mano para acariciarle el miembro. Esta polla es sólo mía.
—Puedes estar segura de ello. —dijo inclinándose para meterse el pezón
en la boca—. Vamos al agua. Hagamos tu fantasía realidad. ¿Sabes que tu
cuerpo me vuelve loco?
—Me gusta que te guste —dijo ella siguiéndole.
Caminaron hasta que el agua les llegaba a la cintura.
—¿Estás lista para mí?
—Bruce, sólo con verte me humedezco.
—Dios mío —dijo metiendo el dedo en la resbaladiza abertura.
Bruce se puso el condón y se colocó frente a ella. Lea lo rodeó con la
piernas y entonces la penetró. Ella se abrazó a él. Te quiero, Bruce. Te quiero
como no he querido a nadie en mi vida.
—Oh, cielo. Hemos perdido dos jodidos meses por mi culpa. Por haber
sido un estúpido cabrón. Te quiero, Lea.
—Fóllame, quiero sentirte en lo más hondo.
Bruce la folló con estocadas brutales. Sacaba la polla hasta casi estar
fuera y volvía a meterla con ferocidad.
—Estás buena de cojones —dijo echándola hacia atrás para morderle un
pezón y luego el otro.
—Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
Lea sentía el corazón de Bruce latir sincronizado con la cadencia veloz
del suyo.
—No apartes la mirada de mí, cariño. Quiero que me mires cuando te
corras.
Lea se dejaba llevar mientras la mirada de Bruce le pedía, sin palabras,
que se corriera. Metió la mano entre ellos para acariciarle el clítoris y eso fue
suficiente para que lo cogiera por los hombros presionándolos fuertemente. Un
deseo imparable incitó a Bruce a dejarse llevar, pero consiguió refrenarlo. El
gemido que soltó Lea le provocó un nuevo destello de pasión, que también
consiguió reprimir. Las convulsiones azotaron el cuerpo de Lea y los músculos
de su vagina se contrajeron con espasmos internos. Un orgasmo enceguecedor
se abrió paso atravesando su cuerpo y se encontró flotando en la oleada de
placer más sensacional que había sentido hasta el momento.
Bruce sintió tal deseo por ella que dio una fuerte embestida y, tras
pronunciar un Dios mío, se corrió. De pronto se sintió más débil que nunca.
Ninguna mujer de las que había conocido había logrado hacerle sentir tan
débil.
—Ha sido increíble, Bruce.
—Cielo, tú y yo vamos a disfrutar mucho durante toda nuestra vida. Y
ahora vamos a casa porque quiero hacerte el amor, en una cama.

Entraron juntos en la casa. Se ducharon y se pusieron los pijamas. Luego


fueron a la cocina. Bruce levantó la mano que contenía un estuche. Lea lo miró
y luego lo miró a él.
—¿Qué es eso?
—Esto es exactamente lo que piensas. ¿Quieres casarte conmigo? —dijo
abriendo el estuche. El anillo era una sola esmeralda, no muy grande, del
mismo tono que el color de los ojos de Lea—. No he comprado la piedra muy
grande porque sé que no te gustan las cosas ostentosas.
—Es un anillo precioso —dijo mirando a Bruce, pero sin decir nada más.
Bruce se sintió nervioso de repente, pensando que tal vez ella no aceptara
casarse con él. Pero de pronto, los labios de Lea mostraron esa sonrisa que
tanto impactaba en Bruce y asintió con la cabeza.
—¿Eso es un sí?
—¡Sí, sí, sí! —dijo ella lanzándose a sus brazos. Bruce la abrazó muy
fuerte.
—Te quiero —le dijo Bruce al oído. Luego le puso el anillo en el dedo.
—Y yo a ti. Bruce, tengo veintiún años. Tal vez mi madre y mis hermanos
piensen que deberíamos esperar.
—Tu madre ha decidido cuándo quiere casarse y no me ha preguntado
nada al respecto, así que yo tampoco tengo que hacerlo. Y en cuanto a lo que
piensen tus hermanos, me trae sin cuidado. Eres mayor de edad y puedes tomar
tus propias decisiones. Pero sabes, cielo, llevo toda la vida esperándote y
quiero tenerte conmigo cuanto antes. Puede que no lo entiendas, pero me he
dado cuenta de que no puedo vivir sin ti.
—Nos casaremos cuando tú quieras. Yo tampoco quiero separarme de ti.
—Te daré el tiempo que necesites para organizar la boda, pero ni un día
más.
—No tardaré mucho. Quiero una boda sencilla con la familia y los
amigos. La boda de mi madre también será sencilla.
—¿Qué te parece si nos casamos con ellos? Podríamos hacer una boda
doble. Sería una maravilla ver a dos pelirrojas como vosotras avanzando por
el pasillo de la iglesia.
—Eso me gustaría muchísimo.
—Pero mientras tanto, quiero que vengas a vivir conmigo. Y no me digas
que tienes que hablar con tu madre, porque ella ha ido a vivir con Rex y no nos
ha preguntado nuestra opinión.
—Ya te he dicho que no quiero separarme de ti. Iré a vivir contigo.
—Eres la mujer con la que voy a compartir mi vida. Sé que tengo un
carácter muy fuerte, pero voy a trabajar en ello.
—A mí no me importa tu carácter. Puedo manejarte.
—Lo sé, cielo —dijo sonriendo y besándola en los labios—. Creo que no
vamos a llegar a la cama —dijo empujándola hasta tenerla apoyada en la
bancada.
Se besaron de nuevo y se acariciaron por debajo de la camiseta del
pijama. Bruce le acarició los pezones que se irguieron por el contacto. Lea ya
estaba gimiendo. Le bajó el pantalón corto del pijama y volvió a besarla. El
cuerpo de Lea palpitaba. Sentía el placer que la invadía, dulce y caliente.
Bruce abrió el cajón que tenían a su izquierda y sacó un preservativo.
—¿Tienes condones en la cocina?
—Lo cierto es que tengo en varios sitios. Pensaba pedirte que te casaras
conmigo y cabía la posibilidad de que aceptaras. Y, cariño, eres una mujer tan
ardiente… —dijo mientras rasgaba el condón y se lo ponía—. Con una mujer
como tú es mejor estar preparado.
Bruce le abrió las piernas y se deslizó suavemente en su interior. La
cogió del trasero y la acercó más al borde y sin soltarla la penetró de nuevo,
una y otra vez con acometidas rítmicas y pausadas mientras le hablaba en voz
baja. El erotismo de su voz la estaba volviendo loca de excitación. Estaban
muy cerca. Bruce se movía con lentitud mientras se miraban a los ojos y sus
alientos y sus gemidos se unían.
Lea estaba frenética por llegar a ese abismo tan deseado. Pero Bruce la
llevaba hasta lo más alto, hasta casi rozar el cielo, sin dejarla caer. Y el deseo
la estaba consumiendo. Lea estaba experimentando, con todas esas embestidas
tan lentas, lo que era arder a fuego lento. Metió las manos por debajo de la
camiseta de él para sentir el calor de su piel y oyó el suspiro que salió de los
labios de Bruce ante la caricia. Lea podía sentir cómo empezaba a formarse el
orgasmo dentro de ella. Y poco después lo sentía apresurarse por sus venas
llevándola a lo más alto… para caer a ese precipicio tan ansiado.
Bruce la miró mientras ella entraba en aquel torbellino, que no podía
controlar. Su respiración estaba agitada y le faltaba el aliento. De pronto, un
grito de placer, seguido del nombre de Bruce escapó de sus labios. En ese
instante, él pensó que podría vivir lo que le quedaba de vida, dentro de
aquella mujer, viéndola temblar y estremecerse.
Lea sentía hervir la sangre en sus venas, mientras se abrazaba fuertemente
a él. Lo sujetó por el cuello cuando los primeros espasmos la alcanzaron y
poco después se corrió. Y Bruce la siguió mientras ella todavía sentía los
últimos retazos del orgasmo.
—Te quiero, Bruce. Te quiero con locura —dijo abrazándolo.
—Yo te quiero tanto que duele, cielo.
—Pensaba que eras brillante sólo escribiendo, pero no sé si decirte que
el sexo lo supera.
Bruce se rio.
—Tengo una fantasía contigo.
—Dímela y también la haremos realidad.
—Me gustaría hacer el amor contigo, suavemente y durante horas, en la
cama que hay ahí fuera, mientras vemos el amanecer.
—Entonces vámonos a dormir, porque eso será lo que hagamos a primera
hora.

—Despierta, dormilona. En media hora amanecerá y tenemos una cita.


Prepararé café mientras te aseas.
—Vale.
Cuando Lea bajó a la cocina Bruce estaba apretando un tornillo de la
bisagra de uno de los armarios de la cocina.
—No sabía que tus manos podían hacer trabajos manuales.
—Cielo, tú todavía no sabes todo lo que pueden hacer mis manos —dijo
acercándose a ella. Le dio un beso que la dejó al borde del infarto.
—Siempre he pensado que te comportabas como un tipo duro, pero que
sólo era una fachada.
—¿Una fachada para qué? —dijo tomando un sorbo de café.
—Para esconder lo dulce y lo tierno que eres.
Bruce se acercó a ella y la besó en la punta de la nariz.
—Tierno, ¿eh? Termínate el café que voy a follarte, y no con ternura.
Lea se rio siguiéndole fuera de la casa.
—Sabes, también me gustaría follar en esa hamaca.
—Me da la impresión de que querías venir aquí, y no para que yo me
relajara, sino para aprovecharte de mí.
—Bueno, no voy a quejarme si tú te aprovechas también de mí.
—¿Eras tan descarada antes de que nos acostáramos por primera vez? —
dijo mirándola con una sonrisa sensual.
—Posiblemente no, pero tú eres una mala influencia. Has conseguido que
sea una adicta al sexo, al sexo contigo.
Bruce le quitó la camisa y luego se quitó el bañador. La echó sobre la
cama.
—Pensé que la habrías tirado —dijo él rozando la pulsera de cuero,
como la suya, que Lea llevaba en la muñeca.
—¿Cómo iba a tirarla si me recuerda a ti? Me la saqué aquella noche,
cuando os oí y supe que estabas haciéndole el amor. En ese momento no
deseaba pensar en ti.
—Siento lo que pasó. Y siento no haberte hablado de mi pasado.
—Bruce, deja de lamentarte por el pasado y mira hacia adelante. Lo
bueno del pasado es que puedes elegir los recuerdos que quieres que
permanezcan contigo. ¿Te habrías rendido si no hubiera aceptado volver
contigo?
—No me habría rendido nunca.
—Ahora hazme el amor.
Empezó a besarla dulcemente y luego bajó a sus pechos, pero en vez de
devorarlos, como otras veces, los lamió y los chupó con suavidad. Luego
acarició su vientre y sus costados con la lengua. Lea estaba encendida. El día
estaba despertando y era una maravilla estar allí, con el hombre que quería.
Bruce le fue acariciando las piernas empezando por los dedos. Y luego se
sumergió en su sexo, acariciándolo con la lengua. Lea ya estaba gimiendo. La
suavidad y la ternura que empleaba Bruce era estremecedora. Subió para
besarla y luego se deslizó acariciando un brazo con la lengua, y luego el otro.
Y de pronto se detuvo.
—No sabía que tuvieras un tatuaje —dijo incorporándose y sentándose a
horcajadas sobre ella para poder verlo.
Lea se sonrojó y se cubrió el rostro con las manos.
—Llevas tatuado mi nombre en tu piel.
—Bueno…, sí —dijo apartando las manos y dejando a la vista su rubor
—. Quería disimular la cicatriz.
—Y elegiste mi nombre.
—La cicatriz estaba relacionada contigo y… quería recordar ese
momento.
—Es un orgullo para mí. Aunque, ¿qué habría pasado si no hubiéramos
terminado juntos?
—Siempre podría decir que soy una de tus fans. Eres un escritor
importante. Pero, de todas formas, no pensaba salir con ningún hombre.
—¿Por qué?
—Porque te quiero y no podría querer a nadie más.
—Dios mío, Lea. Eres una mujer increíble. Y te quiero con locura. Jamás
voy a separarme de ti.
—No, no lo harás. Por la cuenta que te tiene —dijo ella sonriendo.
—Cuando volvamos a casa voy a tatuarme tu nombre aquí —dijo
señalando la cicatriz de la puñalada del hombro—. Para recordar ese
momento, contigo.
Se miraron a los ojos mientras Bruce la penetraba con embestidas suaves.
Lea sonrió. Todo el mundo vería lo bonito que era el envoltorio, pero
sólo ella conocía al hombre que había en su interior y su verdadero valor.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Bruce echado sobre ella, después de dos
horas haciendo el amor.
—Feliz, ¿y tú?
—Este es el día más feliz de mi vida.
—A partir de ahora vamos a follar en todas partes para que me
demuestres todo lo que sabes hacer con esas manos y esa boca.
—Pelirroja, no sabes cuánto me gusta que seas así de descarada conmigo.

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