Una Pelirroja Indomable - S. Giner PDF
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Una Pelirroja Indomable - S. Giner PDF
S.GINER
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incorporación a un sistema informático, ni su trasmisión en cualquier forma o
por cualquier medio, sin previo aviso.
Copyright © S. Giner. Septiembre 2.019
Todos los derechos reservados.
Los nombres, personajes, lugares y sucesos que aparecen en esta historia
son ficticios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Correo electrónico: susi_giner@hotmail.com
Twitter: @sginerwriter
Contents
Title Page
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 1
Lea echó un vistazo al espejo retrovisor para comprobar que estuviera
presentable. Miró la hora del reloj en el salpicadero del coche y bajó
rápidamente del vehículo. Se puso la chaqueta mientras corría hacia la entrada
del hotel. Antes de traspasar la puerta respiró hondo y entró en el hall del
edificio. Caminó con pasos apresurados hacia la recepción.
—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarla? —preguntó la recepcionista.
—Buenas tardes. Tengo una entrevista con el señor Rayner, el escritor.
—Las entrevistas son en el salón Walford, por allí —dijo la chica
señalando hacia un lado—. El nombre está en la puerta.
—Muchas gracias.
Lea caminó hacia donde le había indicado la recepcionista. Vio la puerta
con el nombre escrito en letras doradas. Un hombre salía precisamente de allí
en ese momento y cerró la puerta tras él.
Vaya ejemplar, pensó Lea.
—Disculpe —dijo cortándole el paso porque el hombre iba a alejarse.
Casi le da un infarto al verlo de cerca. Al estar frente a él sintió algo
recorrerla por dentro. No sabía la razón, pero supo que ese hombre era,
especial. Sintió una atracción instantánea hacia él. Sí, era especial y... ¡Dios!
Tenía un cuerpo perfectamente perfecto. Ese hombre debería ser arrestado por
escándalo público.
—He visto que ha salido del salón Walford. Soy Leandra Hawkins. Tengo
una entrevista con el señor Rayner. Envié mi currículum hace unos días.
—Las entrevistas han terminado —dijo él haciéndose a un lado, porque
la tenía delante, para marcharse.
—Siento haber llegado tarde —insistió ella dando un paso hacia al lado
que él se había desplazado y colocándose de nuevo frente a él—. Se me ha
pinchado una rueda y me ha costado cambiarla porque no podía aflojar dos de
las tuercas.
—Me parece perfecto, pero como ya le he dicho, las entrevistas han
terminado. Ahora, si me disculpa.
—Escúcheme. He conducido muchos kilómetros hasta aquí, para irme sin
hablar siquiera con el señor Rayner. Estoy segura de que él entenderá el
motivo de mi retraso.
Lea vio acercarse a un hombre y detenerse junto al hombre con el que
hablaba.
Pero bueno, ¿todos los hombres que hay por aquí tienen el mismo
aspecto?, pensó Lea al ver el espécimen que tenía frente a ella.
—Hola —dijo el recién llegado sonriéndole.
—Hola —dijo Lea algo aturdida, sonrojándose.
—¿No vas a presentarnos? —preguntó el hombre que acababa de llegar
al otro.
—No. ¿Acaso no me he expresado con claridad? Le repito que las
entrevistas han terminado.
Lea lo miró a los ojos y se ruborizó. Ese hombre tenía unos ojos grises
preciosos.
—Espero que no sea usted el relaciones públicas del señor Rayner
porque, de ser así, su trabajo deja mucho que desear. Y que le quede claro que
no he conducido cien kilómetros para hablar con un subordinado. Dígale al
señor Rayner que quiero hablar con él. Eso, si es capaz de hacer algo tan
sencillo.
El hombre la miró sin decir nada. Su rostro no mostraba expresión
alguna.
—Estoy esperando —dijo Lea inquieta, porque los labios de ese hombre
eran tentadores. Y esa barba incipiente la estaba matando.
—No tiene porque hacerlo. Lárguese. Ha llegado tarde y no me gusta la
impuntualidad.
Lea se preguntaba por qué ese hombre la atraía tanto, con lo borde que
era.
—Es usted un fantoche engreído. Exijo hablar con el señor Rayner.
—Está hablando con él.
Lea se quedó mirádolo fijamente, aturdida.
—En ese caso, me alegro de haber llegado tarde y que no me haya
atendido, porque no me habría gustado trabajar para usted.
¡Dios santo!, se dijo Lea para sí misma y ruborizándose de nuevo porque
ese hombre era realmente guapo.
—Perfecto —dijo él—. Y le aconsejo que, antes de presentarse a una
entrevista, se duche o, al menos, se lave la cara.
Lea se quedó mirándolo unos segundos y el rubor de sus mejillas se
acentuó.
—Es usted un grosero y un imbécil.
Lea dio media vuelta y caminó hacia la salida del hotel. Abrió la puerta y
antes de salir se volvió para mirarlo. Los dos hombres seguían allí, de pie,
con la mirada fija en ella. Bruce pudo distinguir, incluso en la distancia, la
furia que había en los ojos de esa pelirroja.
—Joder, Bruce. Has sido muy brusco con ella, ¿no crees?
—Eso la ayudará a no llegar tarde a su próxima entrevista. Creeme, le he
hecho un favor.
—Me preguntaba por qué te duran tan poco tus asistentes, ahora lo
entiendo.
—Son todas unas incompetentes. Vamos a tomar una copa antes de cenar.
—A mí me ha gustado la pelirroja.
—Hardy, a ti te gustan todas las mujeres, independientemente del color
de su pelo.
—No me gustan todas, pero esa en especial, estaba realmente bien. ¿Has
elegido ya a alguna de las que se han presentado? —preguntó mientras se
dirigían al bar del hotel.
—Elegiré a cualquiera de ellas.
—La pelirroja tenía carácter, creo que encajaría bien contigo... y con tu
mala leche.
—Todas las pelirrojas tiene carácter. Es lo que las diferencia de las
demás.
—Aunque, en realidad, no era la clásica pelirroja. Su pelo era más
oscuro.
—Puede que fuera tintado.
—Tintado o no, me habría gustado ver esa melena suelta. Parecería una
hoguera.
—Tú y tus fantasías sexuales.
Entraron en el bar y se sentaron en la barra.
—Buenas tardes, ¿qué les sirvo?
—Un whisky con hielo —dijo Bruce.
—Yo tomaré lo mismo. ¿Por qué le has dicho que tomara una ducha o se
lavara la cara? Has sido muy grosero.
—Llevaba grasa en la mejilla, no la has visto porque era la que estaba de
mi parte.
—¿Grasa?
—Ha dicho que ha llegado tarde porque se le había pinchado una rueda y
no podía aflojar las tuercas.
—Entonces, ¿no era una excusa? ¿esa ha sido la razón de que llegara
tarde?
—Supongo.
—Eres un cabrón, ¿lo sabes? La pobre chica ha conducido cien
kilómetros y la has echado sin darle una oportunidad. Parecía una buena chica.
—Hardy, a mí no me importa si es una buena chica o no. Yo busco una
asistente personal.
—¿Lo que llevas en esa carpeta son los currículums de las que has
entrevistado?
—Sí.
—¿Puedo verlos?
—Claro —dijo Bruce pasándole la carpeta.
Hardy la abrió y leyó el primero.
—Esta es demasiado mayor, tiene cincuenta y dos años.
—¿Qué tiene que ver la edad para hacer un buen trabajo?
—La edad no es lo que más importa, pero ha trabajado de dependienta en
una tienda de ropa durante veinticinco años.
—¿Y cuál es el problema?
—No entiendo qué tiene que ver, el trabajo al que se ha dedicado durante
casi toda su vida, con el tuyo. ¿Qué es lo que necesitas que haga tu asistente?
—Que conteste al teléfono y que sea buena dando excusas para que yo no
tenga que ponerme. Que lleve mi agenda. Que se ocupe de pasar mis novelas
al ordenador. Que las revise y corrija. Que haga todo lo que hay que hacer
para enviarla al registro y a mi editor, antes de publicarlas.
—¿Y crees que la dependienta de una tienda de ropa está capacitada para
ello?
—Ha dicho que tiene conocimientos de informática.
—Veamos la segunda. Esta es más interesante —dijo Hardy sonriendo—.
Trabaja en un bar.
—Sabe usar un ordenador.
—Me extraña que, con la mala leche que tienes y con lo perfeccionista
que eres escribiendo, no seas más exigente a la hora de elegir una asistente
personal —dijo cogiendo el siguiente currículum—. Esta, al menos, trabajaba
en una oficina. Eso sí, sólo duró tres meses. No es muy mayor, tiene treinta y
seis años. ¿Era guapa?
—No me he fijado en el aspecto de ninguna de ellas. Es algo irrelevante.
—¿Esta que tienes tachada es la pelirroja que acabas de despachar?
—Sí.
—Vaya —dijo después de leer el currículum—. Esta es la mejor de
todas. Creo que has cometido el error más grande de tu vida al no querer
atenderla. ¿Has leído esto? Estudió Física y Matemáticas en Harvard, además
de Ingeniería Informática. Y tiene un postgrado de Especialización de Datos.
Fue primera en su promoción en todas las carreras. Y para culminar todos
estos estudios sin importancia —dijo Hardy con sarcasmo—, tiene un máster
en Economía. Aquí hay algo que no cuadra.
—A lo mejor, además de no ser puntual, es una mentirosa. ¿Qué es lo que
no cuadra?
—Tiene veintiún años. ¿Cómo ha podido estudiar todo eso en cuatro
años? Es imposible. Para estudiar todas esas carreras necesitaría, al menos,
ocho años. Eso siendo muy inteligente.
—Puede que sea superdotada.
—Si todo esto es cierto, sin duda lo es. Aunque ella sabría que podías
informarte y averiguarlo. Me pregunto por qué ha venido a una entrevista
contigo. Con este currículum, podría encontrar trabajo donde quisiera, incluida
la NASA.
—Deberías leer entre lineas. No tiene ninguna experiencia.
—¿Crees que esta chica necesitaría experiencia para desempeñar el
trabajo que tú requieres? ¿Y cómo va a tener experiencia con veintiún años?
Espero que no se tropiece con otros como tú, de lo contrario, seguiría sin tener
experiencia. Sabes, Bruce. Cuando he hecho los comentarios sobre el físico y
la edad de las tres mujeres que has entrevistado, no hablaba en serio. Yo no
me fijo en eso a la hora de elegir a una persona para que trabaje en mi equipo,
me importa, sobre todo, el trabajo que realiza. Y esa pelirroja tiene un
currículum que nadie despreciaría.
—Mamá, ya he llegado.
—Estoy en la cocina.
Lea se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero del recibidor. Luego
entró en la cocina y le dio un beso a su madre.
—¿Qué tal la entrevista?
—No ha habido entrevista.
—¿La han cancelado?
—No. Voy a cambiarme y luego te cuento.
—No tardes, la cena está lista.
—Estupendo, estoy hambrienta.
Cinco minutos después Lea entraba de nuevo en la cocina. La cena ya
estaba sobre la mesa y se sentó frente a su madre.
—Umm, qué bueno —dijo al ver el plato con carne en salsa y patatas
fritas.
—¿Qué ha ocurrido?
—Se me pinchó una rueda y tuve que parar a cambiarla. Me llevó mucho
tiempo porque no podía sacar las tuercas. Menos mal que un chico paró y se
ofreció a ayudarme, de lo contrario todavía seguiría allí.
—¿Ya se había ido el escritor cuando llegaste?
—No, pero se negó a hacerme la entrevista.
—¿Por qué? ¿No le explicaste a qué se debió el retraso?
—Lo hice, pero no atendió a razones. Dijo que había llegado tarde y no
salió de ahí.
—No parece que sea muy comprensivo.
—No lo es, te lo aseguro. Es brusco y grosero.
—¿En serio?
—Sin lugar a dudas. Me lo encontré cuando salía de la sala en la que
había hecho las entrevistas y lo confundí con un empleado suyo.
—¿Lo confundíste? Pero me dijiste que habías visto una foto suya que
habías encontrado en Internet.
—Su aspecto actual no tiene nada que ver con esa foto. En ella llevaba
barba y parecía mayor. Le insulté, mamá —dijo Lea sonriendo.
—¿Por qué?
—Estaba cabreada. Me repitió varias veces que las entrevistas habían
terminado, como si yo fuera sorda o estúpida. Y sin darme a conocer que él
era Rayner. Pensaba que era un empleado suyo y le exigí que quería ver a su
jefe. Y volvió a negarse. Así que le dije que era un fantoche engreído.
—¿Eso le dijiste? —dijo Nicole riendo.
—No pude contenerme. Ni siquiera sé cómo se me ocurrió emplear esa
palabra. No tenía ni idea de que estuviera en mi vocabulario. ¿Me has oído
alguna vez decir fantoche?
—No.
—Luego me dijo que antes de una entrevista debería ducharme, o al
menos, lavarme la cara. Y le dije que era un grosero y un imbécil.
—No puedo creer que le dijeras eso.
—Ese hombre es un arrogante de cuidado.
—¿Por qué te dijo lo de la ducha? Te duchaste antes de salir.
—En ese momento no lo supe, pero cuando me marché y entré en el
coche, me miré en el espejo y vi que tenía grasa en la cara.
—Vaya por Dios.
—Ya sé que no debí decirle esas cosas, pero no me pude contener.
Además, se las merecía.
—Supongo que sí. Siento lo de la entrevista.
—Bah, no importa. Es el primer currículum que he entregado. Ya
encontraré otra cosa.
—Eso ya lo sé, pero estabas tan ilusionada...
—Me gustaba la idea de trabajar para un escritor de su categoría.
—He estado pensando que podríamos irnos de viaje. Sabes que lo
tenemos pendiente desde hace tiempo. Tus hermanos han estado ingresando
dinero en mi cuenta desde hace años.
—Dijiste que querías hacer ese viaje cuando cumplieras los cincuenta, y
tienes cuarenta y cuatro.
—Puedo adelantarlo. ¿Qué más da unos años más o menos? Y casi es
mejor ahora, antes de que encuentres trabajo, de lo contrario, no podrías
acompañarme. ¿Qué te parece?
—Me parece bien.
—Estupendo.
—¿Cuándo quieres que nos marchemos y adónde?
—Me gustaría ir a Costa Rica. Unos amigos estuvieron allí hace un par
de años y les encantó.
—Vale.
—Podríamos ir el próximo mes. Necesitaré un par de semanas para
prepararlo todo. No podemos llamar a tus hermanos, pero confío en que
llamen ellos, antes de marcharnos, al menos, para que sepan que no estamos en
casa.
—Mamá, ellos no volverán hasta Navidad, ya nos lo dijeron la última
vez que llamaron. Y en Costa Rica también podemos recibir llamadas.
—Tienes razón. Podemos pasar allí tres semanas, relajándonos y
tomando el sol. Y cuando volvamos, tendrás las pilas recargadas para buscar
trabajo. ¿Qué te parece?
—Me parece estupendo. En terminar de cenar miramos los vuelos y los
hoteles. Y haremos las reservas, si quieres.
—Sí. ¡Nos vamos de vacaciones!
—Me alegro de verte tan contenta.
—Sabes que el papá y yo queríamos hacer un largo viaje para compensar
todos los que no hicimos. Además, necesito hacer algo. Al menos me
entretendré dos semanas preparando lo del viaje y luego tres semanas fuera.
He de confesar que me aburro como una ostra. Creo que cuando volvamos voy
a buscar trabajo, aunque sea algo de media jornada.
—Mamá, nunca has trabajado fuera de casa.
—Lo sé, pero es que tenía mucho trabajo con vosotros, la casa, el papá,
las reuniones del colegio y el instituto... Cuando tus hermanos se marcharon mi
trabajo disminuyó considerablemente. Y luego, cuando el papá murió... Y
ahora tengo que añadir que cuando tú te marches, me quedaré sola.
—Mamá, esté donde esté, vendré a verte y tú irás a verme a mí.
—Ya lo sé. Hablaremos de eso a la vuelta. Ahora háblame del escritor.
¿Qué aspecto tiene?
—Seguro que si te lo digo, vas a pensar que miento.
—Tú nunca mientes.
—No te podrías imaginar a ese hombre, o al que se acercó cuando
hablaba con Rayner. Que por cierto, no quiso presentarnos. No sé si era un
amigo suyo, su hermano o, qué sé yo. Pero... ¡Santa madre de Dios! Ese
hombre es un ejemplar a tener en cuenta. Mide más o menos como Rayner, son
muy altos, medirán uno noventa, como Niall. Tiene el pelo castaño claro y
corto. Una boca muy sensual. Y unos ojos color miel preciosos.
—¿Y de cuerpo?
—Es delgado y se notaba fibroso. Llevaba un traje gris que le sentaba de
maravilla. Y tendrá la misma edad que Rayner.
—¿Y qué me dices del escritor?
—Rayner es... Umm. Podría decirte que está bueno, pero me quedaría
cortísima. Tiene unos labios carnosos muy sugerentes. Y unos dientes blancos
y perfectos. Fue una pena que abriera la boca para hablar.
—Vaya, vaya, vaya.
—Ese hombre es como esos modelos que vemos es las revistas y
pensamos que no existen en la realidad y que no podríamos encontrarlos por la
calle. Tiene aspecto de chico malo. Seguro que te encantaría. Llevaba un traje
negro y yo no podía pensar en otra cosa, que no fuera imaginar lo que había
debajo. Llevaba una camisa de seda, también negra con tres botones
desabrochados. Sostenía una carpeta en la mano y pude apreciar sus dedos.
Sus manos son grandes, fuertes y bonitas. Tiene el pelo tan negro como el
carbón, con un corte informal, de esos que les queda el pelo como si estuviera
despeinado. Además, lo lleva un poco más largo que lo tradicional. Su boca es
carnosa y sensual. Lleva un pendiente pequeño con una piedra negra en la
oreja izquierda. Su nariz es recta y perfecta. Pero lo que más me llamó la
atención fueron sus ojos. Son de un gris que me recordaron a una tormenta
eléctrica. Y además, tenía barba de dos o tres días. Ese hombre es una
maravilla.
—Vaya, para ser tan brusco y antipático, le has prestado mucha atención.
—Menos mal que era un maleducado —dijo Lea sonriendo—, de lo
contrario, habría babeado frente a él.
Las dos se rieron.
Bruce entró en su casa a las siete de la tarde con su perrita, Lys. Subió a
su habitación, se desnudó y se metió en la ducha. Olía a barbacoa. Luego bajó
a la planta inferior y se sentó en la mesa de su despacho dispuesto a trabajar.
Había pensado salir a cenar con una mujer, pero tenía algunas ideas para la
novela que estaba escribiendo y quería plasmarlas en papel. De pronto se
acordó de que tenía que llamar a su futura asistente personal. Se levantó,
salió del despacho y fue a la cocina. Levantó el teléfono y llamó a casa de la
chica.
—Nicole Hawkins, ¿dígame?
—Buenas noches, soy Bruce Rayner, ¿podría hablar con Leandra
Hawkins?
—No se retire, por favor.
La madre de Lea fue hasta el pie de la escalera con el teléfono
inalámbrico en la mano.
—Lea, tienes una llamada —dijo levantando la voz para que su hija la
oyera.
—Dile, a quién sea, que le llamaré mañana —dijo la chica asomándose a
la escalera y hablándole en el mismo tono de voz.
Bruce podía escuchar perfectamente las palabras de ambas.
—No creo que a tu futuro jefe le haga mucha gracia que no hables con él.
Por lo que me has dicho, no parece muy simpático.
—Ya bajo.
—Sé amable con él —dijo Nicole cuando le dio el teléfono.
—Igual que él lo fue conmigo —dijo cogiendo el aparato—. ¿Señor
Rayner?
—El mismo —dijo él aún sonriendo por el último comentario que había
oído—. He escuchado su mensaje. Me siento halagado de que prefiera trabajar
conmigo que para el Gobierno.
—Sí, bueno. Supongo que prefiero algo más sencillo para mi primer
trabajo.
—¿Cuándo podría venir a firmar el contrato? Si no recuerdo mal, dijo
que vivía a cien kilómetros de Kent.
—Sí, vivo en Newcastle. Iré cuando a usted le parezca bien.
—Si viniera mañana se lo agradecería. Quiero que empiece a trabajar
cuanto antes.
—Puedo ir mañana a firmar el contrato, no hay problema, y podrá
ponerme al día en lo referente al trabajo. Pero… tengo que buscar un sitio
para vivir y luego hacer la mudanza y eso me llevará algún tiempo. Además,
faltan tres semanas para Navidad, y yo siempre paso esas fiestas con mi
familia. Tal vez sea mejor que empiece después de Año Nuevo.
—Señorita Hawkins, necesito que empiece cuanto antes. Estoy
terminando de escribir una novela y tengo un plazo de entrega.
—¿No le sirvió ninguna de las mujeres a las que entrevistó?
—Las tres que se presentaron a la entrevista trabajaron para mí.
—¿Las tres? Pero la entrevista fue hace poco más de un mes.
—Eso no viene al caso. Tengo que entregar la novela al editor a finales
de enero. No se preocupe por las navidades, podrá pasarlas con su familia.
—De acuerdo. ¿A qué hora le va bien que vaya mañana?
—¿Qué le parece sobre las diez de la mañana?
—No hay problema. Dígame la dirección.
—¿Tiene GPS en el coche?
—No, pero sí en el móvil.
—Vivo a las afueras de Kent, en el bosque. La dirección es: Norfolk, 39.
—¿Vive en el bosque?
—Sí.
—¿Tengo que trabajar en su casa?
—Claro, es donde trabajo.
—¿En el bosque?
—¿Algún problema con eso? ¿Es alérgica a los árboles?
Ella soltó una carcajada.
—No, no soy alérgica. Y no tengo problema. ¿Su dirección está en el
GPS?
—¿Cree que le habría preguntado si tiene GPS si mi dirección no
estuviera en él?
—Tiene razón.
—No vivo en el bosque profundo, y recibo el correo. De todas formas,
llámeme si tiene algún problema.
—¿Hay cobertura en el bosque para usar el móvil?
—¿Se está burlando de mí?
—Por supuesto que no. Es que no quiero perderme entre los árboles y
estar incomunicada.
—La carretera pasa por delante de mi casa.
—En ese caso, hasta mañana a las diez.
—Hasta mañana —dijo él antes de colgar.
—¿Has quedado en ir a verle mañana? —preguntó su madre entrando en
el salón.
—Sí. Quiere que empiece cuanto antes. Mañana cuando vuelva miraré las
ofertas de apartamentos en alquiler en Kent.
—Muy bien.
—Rayner vive en el bosque.
—¿En el bosque?
—Supongo que los escritores necesitan tranquilidad para poder
concentrarse.
Capítulo 2
Lea detuvo el vehículo junto al buzón que había en el arcén de la carretera.
Al leer el nombre de Rayner hizo marcha atrás para entrar por el camino, que
suponía la llevaría hasta la casa, porque había muchos árboles y desde allí no
se veía. Después de unos doscientos metros apareció ante ella una
construcción enorme. Era toda de madera, con grandes ventanales.
Al oír el vehículo, Rayner se levantó y miró por la ventana. Lea bajó del
coche y cerró la puerta. Luego abrió la puerta trasera, se inclinó para coger el
bolso que estaba en el asiento y lo dejó sobre el techo del coche.
—Bonito trasero —dijo Rayner cuando la vio inclinada.
A continuación se puso el abrigo, cogió el bolso y caminó hacia la
entrada de la casa. Llamó al timbre y Bruce abrió poco después.
Lea lo miró y se ruborizó. Había olvidado lo guapo que era ese hombre.
Lo contempló unos segundos, pero fue suficiente para sentir la reacción de
alerta que experimentó su cuerpo.
Se quedó embobada mirándolo. Se dijo a sí misma que era una estúpida,
mientras intentaba centrarse en algo que no fuera él. Tendría que
acostumbrarse a verle sin que se sintiera aturdida. Suponía que, después de
unos cuantos días trabajando con él, todo iría bien.
—Hola —dijo él tendiéndole la mano.
—Hola —dijo ella estrechándosela. Cuando Rayner le apretó la mano, el
corazón de Lea se aceleró. Ese simple contacto produjo en ella una descarga
eléctrica que azotó todo su cuerpo.
—Me alegro de volver a verla. ¿Ha tenido algún problema para
encontrarme? —dijo haciéndose a un lado para que ella entrara—. Pase, por
favor.
—Gracias. Estoy aquí, ¿no? Y he sido puntual.
—¿Me da su abrigo?
—Claro —dijo sacándoselo. Él lo cogió y lo colgó en el perchero del
recibidor.
Cuando Bruce se volvió hacia ella, la miró de arriba abajo, y Lea se
sonrojó de nuevo.
—No crea que me he arreglado por usted. Mi madre me ha obligado. Ha
dicho que, después de nuestra entrevista. Bueno, la no entrevista, tenía que
estar presentable.
—No tenía que haberse molestado, esto no es una cita. Si hubiera venido
con chándal ni siquiera lo habría notado.
Lea se quedó de piedra al oír sus palabras. Desde luego, la delicadeza de
ese hombre, brillaba por su ausencia.
Por eso me has mirado de arriba abajo hace un instante, pensó ella.
Capullo.
—Acompáñeme.
Caminó detrás de él admirando su manera de andar y… su trasero.
Es un capullo, cierto, pero no se puede negar que es un capullo de
primera, pensó entrando en el despacho.
En dos de las paredes habían estanterías que llegaban desde el suelo al
techo, repletas de libros. En otra pared había un mueble bajo largo y sobre él
un televisor de … puede que de cincuenta pulgadas. Y junto a él, un DVD y un
equipo de música. Frente al televisor había un sofá de tres plazas color
burdeos con una mesita delante. En la pared restante había una mesa muy
grande de madera pulida y junto a ella un ventanal con vistas a un lago, que se
entreveía a través de los árboles, y las montañas nevadas al fondo. La vista
parecía una postal.
A Lea le extrañó que la mesa no estuviera colocada en horizontal,
paralela a la ventana sino en perpendicular. A ambos lados de la mesa había
dos cómodas sillas de despacho.
La mitad de la mesa estaba cubierta por libretas, folios, notas adhesivas,
bolígrafos. Había un cenicero repleto de colillas, encendedores de todos los
colores y varios paquetes de Marlboro, algunos vacíos y arrugados. La otra
mitad de la mesa estaba completamente vacía. Detrás de ambas sillas había
dos estanterías más con libros, pegadas a las paredes.
—Siéntese —dijo él señalándole una de las sillas. Cuando ella lo hizo, él
se sentó también—. Aquí es donde trabajo. Y usted lo hará donde está sentada.
—¿No voy a tener una mesa para mí? —dijo Lea, pensando que si lo
tenía frente a ella, se distraería y no sería capaz de trabajar.
—¿No tiene suficiente espacio?
—Sí…, sí, claro. No hay problema.
—Por su bronceado, diría que ha estado esas tres semanas en un lugar
cálido —dijo Bruce mirando esos ojos que resaltaban más con el nuevo tono
de piel y fascinado por ellos.
—Sí, en Costa Rica.
—Este es el contrato —dijo sin darle tiempo a comentar nada respecto al
viaje—. Hablemos de todos los puntos por si no está de acuerdo con algo.
—Vale.
—El contrato tendrá vigencia desde el uno de este mes y cobrará a final
del mismo.
—Pero no voy a empezar hasta dentro de unos cuantos días.
—No importa. Tendrá un sueldo de mil quinientos dólares más dos pagas,
en julio y en diciembre. ¿Conforme?
—Sí.
—Por cierto, tiene que darme los datos de su banco.
—Le enviaré una foto de mi tarjeta.
—Prefiero que me los anote en un papel.
—¿Lo quiere ahora?
—No hace falta. Ya lo hará cuando empiece. Trabajará de lunes a
viernes, de nueve a cinco. Al medio día puede hacer un descanso para comer.
—¿De cuánto tiempo?
—No sé. ¿Cuánto tiempo tarda usted en comer? —dijo encendiendo un
cigarrillo.
—No me he cronometrado. Pero lo haré desde hoy y le informaré.
—¿Se está haciendo la graciosa?
—Para nada. ¿Podré comer aquí o tendré que marcharme? Esto está
bastante aislado, y... no hay nada por los alrededores.
—Puede hacerlo aquí.
—¿Podré calentar la comida en su cocina?
—Como si quiere cocinar en ella.
—Yo creo que un descanso de una hora estaría bien.
—Lo que usted diga. Disculpe un momento, no me acordaba que había
dejado encerrada a Lys. No sabía si tenía miedo a los perros.
—Me gustan los perros.
Rayner salió del despacho. Segundos después entró corriendo una perra
labrador negra. Lea giró la silla y la perrita apoyó la cabeza en sus muslos.
—Hola, preciosa. Soy Lea, y voy a trabajar aquí. Vamos a ser buenas
amigas, ¿verdad?
—No espere que le conteste, todavía no la he enseñado a hablar.
Lea lo miró con una sonrisa tan dulce y tierna que logró que Bruce se
sintiera aturdido.
—¿Seguimos? —dijo sentándose de nuevo frente a ella.
—Claro —dijo girando la silla para mirarlo de frente.
Rayner vio que la perrita se acostaba en el suelo junto a la chica. Eso lo
irritó, porque siempre se sentaba a su lado. Además, no había hecho eso con
ninguna de sus asistentes.
—Hablemos de las vacaciones. Dijo que las navidades son importantes
para usted.
—Sí. Me gustaría tener libre del veinticuatro de este mes al uno de enero.
—No hay problema. Aunque, como le dije, tengo que entregar el
manuscrito a finales de enero.
—Puedo llevarme el trabajo a casa en las vacaciones. Aunque no creo
que sea necesario, soy rápida trabajando.
—Eso espero, porque mi novela no va a salir de aquí.
—Me parece perfecto, porque me gustaría disfrutar de mi tiempo libre,
sin pensar en el trabajo. ¿Cuántas vacaciones tendré al año?
—Un mes.
—¿Podré elegir las fechas?
—Ya ha elegido las navidades. ¿Qué otras fechas le interesan?
—¿Tengo que decidirlo ahora?
—Me gustaría saberlo con tiempo.
—Es que…, verá. Tengo tres hermanos que pasan mucho tiempo fuera
trabajando, a veces hasta medio año. Cuando terminan van a casa a pasar un
par de semanas con mi madre y conmigo. Me gustaría que mis vacaciones
coincidieran con sus permisos. El problema es que ellos no saben cuando
tendrán esos permisos con demasiada antelación.
—Podremos arreglarlo. De momento ha quedado claro que quiere
disponer de nueve días en Navidad. Ya me informará del resto cuando lo sepa.
—Gracias.
—¿Supondría para usted algún problema acompañarme en mis viajes?
—En un principio no. ¿Qué clase de viajes? ¿Puede especificar?
—Cuando termino una novela y la publican suelo hacer una gira de tres o
cuatro semanas para firmarla. Pero durante ese tiempo sigo trabajando y me
gustaría que estuviera conmigo.
—No hay problema. ¿Puede decirme en qué consistirá mi trabajo?
—Se ocupará de mi agenda. Planificará todas mis citas, que deberán ser
siempre por la tarde, porque suelo trabajar hasta altas horas de la noche y las
mañanas las dedico a dormir. Lo que quiere decir que no quiero voces altas, ni
música en casa por las mañanas.
—No voy a tener a nadie con quien hablar, excepto con Lys. A no ser que
la enseñe a hablar en breve o que viva alguien más aquí. Y suelo escuchar
música con los auriculares.
—Vivo solo. Y tengo que advertirle que no me gustan las bromas.
—Entendido. Y no se preocupe que no seré yo quien interrumpa su sueño.
—Perfecto. Cada mañana, cuando llegue, recogerá el correo del buzón
que hay a la entrada del camino. Lo leerá y obrará según su criterio.
—Yo no sé nada sobre su trabajo, tendrá que darme un tiempo para
ponerme al día.
—Lo que no sepa puede preguntármelo. Aunque, espero que aprenda
pronto, porque no me gusta que me interrumpan mientras trabajo.
—En ese caso, ¿por qué tengo que trabajar frente a usted?
—Porque esta es mi casa y esta es mi mesa. Y usted trabaja para mí.
—En teoría, todavía no. Mi trabajo no será efectivo hasta que firme el
contrato.
—¿Siempre tiene contestación para todo?
—Creo que sí. Mi mente trabaja rápida.
Lea lo miró ruborizada y arrepentida de sus palabras. Se mordió el labio
inferior y eso hizo que Rayner bajara la mirada hasta su boca.
—Contestará a todas las llamadas. Las anotará y por la tarde, antes de
que se marche, las comentaremos. Y luego volverá a llamarles y les dirá lo
que le he dicho al respecto. En cuanto a las personales… mejor me pregunta
cuando reciba las llamadas.
—Pero ha dicho que no quiere que le moleste.
Bruce la miró entrecerrando los ojos y Lea no pudo evitar sonreír.
—¿Le hace gracia?
—No es eso. Es que se está contradiciendo, y quiero que las cosas
queden claras entre nosotros, para que no haya malentendidos.
—Pensé que era de esas que siempre quieren decir la última palabra.
Ella sonrió al recordar que su madre siempre le decía: ¿Siempre tienes
que tener la última palabra?
—Es posible que lo sea.
—Volvamos a lo que nos ocupa.
—Una pregunta antes de seguir. ¿Por qué no recibe las llamadas
personales en el móvil?
—¿Qué móvil?
—¿No tiene móvil? ¡No tiene móvil! —dijo Lea sin poder contenerse—.
¿Sabe en qué siglo vivimos? ¿Quién no tiene móvil en estos tiempos?
—Yo.
—¿Y por qué no tiene móvil?
—Porque no lo necesito. Y si lo tuviera, estarían molestándome a cada
momento.
—¿Y si le llama una mujer, qué se supone que tengo que decirle?
—Diga siempre que no estoy y que le dejen el mensaje.
—O sea que tengo que atender a todas sus llamadas.
—Eso es.
—Supongo que su teléfono es moderno, no de los que había en el siglo
pasado.
—Supongo —dijo él que no tenía ni idea de por qué le preguntaba algo
así.
—En ese caso, necesitaré el nombre y número de todos sus contactos
para guardarlos en mi móvil y desviaré todas las llamadas desde su teléfono al
mío. Así podré atenderlas con el auricular sin tener que interrumpir mi trabajo.
—Hágalo como a usted le parezca. Se los daré cuando empiece a
trabajar, y espero que sea a la mayor brevedad. Lo más importante en este
momento es la novela. No está terminada, pero sólo me faltan escribir dos o
tres capítulos.
—Bien, tan pronto empiece, me concentraré en ella.
—Tiene que pasar todo lo que he escrito al ordenador. Mientras lo hace,
yo terminaré de escribirla. Luego tendrá que hacer lo que solía hacer mi
editor, antes de publicarla. Hablará con él y él le dirá qué es lo que requiere.
—De acuerdo. ¿Escribe las novelas a mano?
—Sí. ¿Algún problema con eso?
—No —dijo ella sonriendo.
—¿Le llevará mucho tiempo hacer lo que se requiera para enviársela al
editor?
—¿Se refiere a lo que ha mencionado, cuando haya terminado de
escribirla?
—Sí.
—Unos minutos.
—¿En serio?
—Claro.
—En ese caso no entiendo por qué el editor me exige que lo haga yo.
—Supongo que porque nadie trabaja ya como usted —dijo ella sonriendo
—. Apuesto que es el único escritor que no escribe directamente en el
ordenador.
—A usted no le importa cómo escribo ni dónde lo hago. Sólo tiene que
limitarse a hacer el trabajo, sin rechistar.
—Vale. Pero sabe. Si escribiera en el ordenador contribuiría con la
conservación del medio ambiente.
—Veo que sí es de las que siempre dice la última palabra. ¿Va a hacerme
perder más tiempo con sus comentarios, que por otra parte no me interesan?
—Lo intentaré.
—A ver si se esfuerza un poco y lo consigue. ¿Cuánto le llevará pasar la
novela al ordenador?
—Depende de las páginas que tenga la novela. Entre una y dos semanas.
Eso si no me interrumpe demasiado hablándome y no recibo muchas llamadas
al día.
Bruce la miró irritado.
—No la interrumpiré. Estaba preocupado porque pensé que le llevaría
más tiempo. Bien. Cuando la tenga en el ordenador, enviará una copia al
registro. Y después de asegurarse de que está debidamente registrada, se la
enviará al editor.
—Vale.
—¿Está de acuerdo con todo lo que hemos hablado?
—Con absoluta reticencia.
Bruce la miró y quiso sonreír, ya que con sus palabras le decía que estaba
de acuerdo con todo, pero con dudas. Pero se contuvo.
—¿Tiene alguna pregunta?
—No, preguntas no, todo me ha quedado muy claro. Pero me gustaría ver
el equipo con el que voy a trabajar.
—¿Qué equipo?
—El ordenador.
—¿Qué ordenador?
—Un momento, ¿no tiene ordenador?
—Nunca lo he necesitado. Siempre he escrito las novelas en libretas y
luego las he pasado a máquina.
—O sea que, utiliza unas cuantas libretas y además bastantes folios —
dijo ella.
—¿Qué pasa, recibe comisión por la venta de ordenadores?
Lea soltó una carcajada.
—¿Con qué trabajaban sus otras asistentes? ¿Les daba papel y lápiz?
—Ninguna duró lo suficiente como para tener que usar un ordenador.
—Vale. No le haré preguntas al respecto.
—¿En serio?
—Pero sí le diré que ha perdido un tiempo precioso. Si me hubiera
atendido cuando me presenté a la entrevista, ahora tendría todo lo que ha
escrito en el ordenador. Y podría relajarse.
—¿Qué le hace pensar que no estoy relajado?
—Siempre parece enfadado.
—Puede que sea usted quien me haga enfadar.
Ella volvió a reír.
—Bueno, volviendo a lo que estábamos hablando. Puedo usar mi portátil.
Pero los fines de semana y cada día después del trabajo, me lo llevaré a casa.
Y su novela estará en él.
—Tiene razón. ¿Puede usted encargarse de comprarlo?
—Podemos comprarlo ahora, y así lo tendrá aquí para cuando me
incorpore al trabajo.
—Hoy no tengo intención de salir.
—No tiene que salir. Lo compraremos por Internet y se lo traerán a casa.
—De acuerdo.
—Voy a coger el portátil del coche, ahora vuelvo —dijo cogiendo las
llaves del bolso y saliendo del despacho.
Cuando se quedó solo, Bruce sonrió. Estaba completamente seguro de
que esa chica le iba a traer problemas. Lea volvió a entrar cinco minutos
después.
—Dios, qué frío —dijo porque no se había puesto el abrigo.
Lea sacó el portátil de la funda y lo colocó sobre la mesa, delante de él.
Luego cogió su silla de ruedas y la arrastró hasta colocarla junto a la de él.
—Ahora estoy en su territorio —dijo sentándose a su lado y mirándolo
con una sonrisa divertida—. Me refiero a su parte de la mesa.
Bruce la miró como si fuera una alienígena. Lea abrió el portátil y lo
encendió.
—Necesito su Wifi.
—¿Qué es eso?
—¡Por el amor de Dios! Es el acceso a Internet. No puedo usar el
ordenador sin él.
—¿Para qué quiero Internet, si no tengo ordenador?
—Tiene razón —dijo ella riéndose.
—Desde que ha entrado en mi casa se la ve muy divertida.
—Usted me divierte. Vale, usaré el Wifi de mi móvil —dijo
introduciendo los datos en el portátil—. Tiene que contratar Internet, de lo
contrario, no podré hacer mi trabajo.
—¿Dónde se contrata?
—En la compañía telefónica.
—Hágalo usted. Es mi asistente personal y se supone que tiene que
solucionarlo todo.
—De acuerdo. Aunque todavía no soy su asistente personal —dijo
sonriendo—. ¿Tiene alguna influencia de la que pueda echar mano?
—¿Para qué?
—Para que lo instalen cuanto antes. Suelen tardar varios días.
—Conozco a alguien.
—No esperaba menos de usted.
Lea estuvo mirando varias páginas.
—Estos son de mesa, y estarían bien, pero ha dicho que quiere que le
acompañe en sus viajes y necesitaría un portátil. Y no necesita tener dos
ordenadores. Bueno, a usted ni siquiera le haría falta uno —dijo mirándolo
con una pícara sonrisa.
—Sigue divertida.
—Su trabajo no es muy importante —dijo ella sin prestar atención a sus
palabras.
—Gracias —dijo Bruce con sarcasmo.
—No me refiero a que no sea importante, sino a que no requiere de
muchas especializaciones. Quiero decir que podría hacer mi trabajo con el
ordenador más simple. Pero, por otra parte, la asistente personal de un escritor
de su categoría no puede tener un simple ordenador, el portátil tiene que estar
a la altura de un hombre como usted.
—Yo no lo voy a usar.
—Eso lo tengo claro. Pero la gente que me vea con él puede pensar, qué
tacaño es ese escritor. Y yo no quiero que piensen que no me proporciona lo
último en tecnología.
—¿Me está haciendo la pelota? Porque de ser así, no se moleste. Eso no
funciona conmigo.
—Puedo asegurarle que nunca, jamás, le haré la pelota. Eso no es lo mío.
—Si seguimos perdiendo tiempo no acabaremos ni a la hora de cenar.
Elija el que quiera.
—Supongo que no tiene problemas de dinero.
—Supone bien.
—Este es fantástico —dijo mientras leía las características del
ordenador que tenía en la pantalla—. Ha salido al mercado hace sólo unos
días. Es un poco caro. Cuesta casi mil seiscientos dólares.
—¿Le gusta a usted?
—Me encanta.
—Entonces adelante.
—Deme unos minutos más para terminar de leer esto.
Bruce la estuvo observando. La tenía muy cerca y podía oler el aroma a
jabón que desprendía su piel. No llevaba perfume. Hardy tenía razón, esa
chica era una preciosidad. Y de pronto deseó ver su pelo suelto.
—Es perfecto —dijo Lea devolviéndolo a la realidad—. La pantalla es
grande y será cómodo para usted cuando, quiera leer algunos trozos de su
novela. Y para mí también, que pasaré mucho tiempo frente a él. Creo que lo
compraremos. Bueno, lo comprará. ¿Suele hacer copias de sus novelas?
—Sí.
—Estupendo, porque al comprarlo regalan una impresora compatible con
el portátil. No es que una impresora sea cara, pero esta es de buena calidad. Y
ya que estamos comprando, no estaría mal que tuviera una Tablet. Me sería
muy útil para llevar su agenda. Aunque si no quiere gastar más dinero puedo
apañarme con mi móvil.
—Compre la maldita Tablet también.
—Me encanta comprar así.
—¿Así cómo?
—Con el dinero de los demás —dijo dedicándole una radiante sonrisa—.
Bien, ya lo tengo todo seleccionado. ¿Quiere comprar un móvil?
—¿Para qué quiero un móvil, si voy a tenerla a usted?
—Para cuando esté solo.
—No.
—Vale, necesito su tarjeta del banco.
Bruce cogió la cartera que tenía sobre la mesa y la sacó. Lea colocó la
tarjeta junto al ordenador e introdujo los datos. Luego se la devolvió.
—Bien, ya tiene mil novecientos cincuenta dólares menos. Lo traerán
todo el miércoles. Ahora contrataremos Internet.
—Parece ser que me va a salir cara —dijo él mientras Lea marcaba el
teléfono de la compañía de Bruce. Ella le dedicó una radiante sonrisa.
—Ya lo tiene contratado —dijo quince minutos después—. Ahora tiene
que llamar a su influencia y le dice que lo necesita para mañana.
—Mi influencia es el director de la compañía de teléfono.
—Perfecto —dijo apagando el portátil.
Lea se levantó, cogió el ordenador y lo metió en la funda. Luego arrastró
la silla hasta devolverla a su sitio y se sentó.
—¿Hay algo más que desee decirme?
—Tiene que firmar el contrato —dijo cogiendo el documento y
acercándolo a ella. Le dio un bolígrafo.
Lea lo leyó y luego lo firmó.
—Ahora sí trabajo para usted —dijo sonriendo—. Esta noche me
dedicaré a buscar alojamiento. Le llamaré tan pronto me instale.
—Procure que sea pronto —dijo levantándose al mismo tiempo que ella.
—Lo intentaré.
Bruce la acompañó a la puerta. Cogió el abrigo de ella del perchero. Iba
a ayudarla a ponérselo, pero Lea le dijo que no se lo pondría. Antes de que
Bruce abriera la puerta se volvió hacia él.
—¿Por qué no permitió que hiciera la entrevista?
—Había leído su currículum y pensé que no era adecuada.
—Estudié informática.
—Además de otras cosas, lo sé. Pero no tenía experiencia.
—¿Sus otras asistentes tenían experiencia?
—Eran mayores. Usted me pareció demasiado joven.
—¿Y cree que después de un mes he envejecido?
Él se limitó a mirarla, sin pizca de humor.
—¿Por qué le han durado tan poco sus otras asistentes?
—El trato conmigo es un poco… difícil. Me gusta que hagan las cosas a
mi manera.
—No tiene Internet ni ordenador. No tiene ni zorra idea de informática.
¿Cómo pretende que se hagan las cosas a su manera?
—Las otras me tenían miedo.
—¿Miedo? —dijo ella riendo—. ¿Por qué iban a tenerle miedo?
—A veces soy un poco brusco e intimido a la gente.
—¿En serio? Quién lo diría… —dijo con sarcasmo—. Debe saber que
yo no le tengo miedo.
—Eso ya lo veremos. ¿Ha leído mis novelas?
—No. ¿Es un requisito necesario para desempeñar mi trabajo?
—¿No está interesada?
—De momento no. No me gustan los thrilers. Pero puede que las lea,
aunque sólo sea para saber si mi jefe es bueno en lo que hace.
Él abrió la puerta.
—Adiós, jefe.
—Hasta pronto.
—Va a ser divertido tener a esa chica aquí —dijo Rayner sonriendo
cuando cerró la puerta.
Lea paró el coche en una cafetería que había antes del desvío que tenía
que tomar para volver a casa. Eran las doce y tenía hambre. Decidió tomar un
tentempié. Entró en el local y se sentó en la barra.
—Hola, ¿qué vas a tomar? —preguntó la chica desde detrás de la barra.
—Un café con leche y algo dulce.
—La tarta de zanahoria está muy buena.
—Pues tomaré un trozo. Gracias.
—No te he visto antes por aquí —dijo la chica mientras preparaba el
café—, y no es temporada de turismo.
—Trabajo muy cerca de aquí. Bueno, empezaré tan pronto encuentre un
sitio para vivir.
—¿En alguna empresa que conozca? —dijo dejando el café con leche
delante de ella.
—No, trabajaré de asistente personal de un escritor.
—¿Bruce? ¿Bruce Rayner? —dijo dejando el plato con la tarta sobre la
barra.
—Parece que sólo hay un escritor por aquí.
—Puede que haya más, pero yo sólo lo conozco a él.
—¿De qué lo conoces?
—Nos conocemos desde el colegio. Somos amigos.
Lea la observó. No era una belleza, pero tenía algo. Se preguntó si ese
amigos significaría algo más.
—¿Vienes de su casa?
—Sí, he ido a firmar el contrato. Por cierto, soy Leandra Hawkins, pero
me llaman Lea.
—Encantada. Yo soy Vivien Hattson, pero suelen llamarme Viv.
—Mucho gusto, Viv.
—Entonces, ¿estás buscando un sitio para vivir?
—Sí. Vivo en Newcastle. Necesito algo urgente. Rayner tiene prisa
porque empiece.
—Sí, me dijo que tiene que entregar la novela el próximo mes.
—Esta noche buscaré en Internet las ofertas de las inmobiliarias. Si no
encuentro nada que me guste, me alojaré en una pensión hasta que lo encuentre.
—No sé si podrá interesarte, pero hay unas cabañas en el bosque que se
alquilan. Allí no vive prácticamente nadie en invierno, pero en verano está al
completo. Y están muy cerca de la casa de Bruce.
—Estar sola en medio del bosque no me atrae demasiado.
—No estarías exactamente sola. El dueño, Rex, vive en una de las
cabañas. Es un hombre muy agradable. Aquello es precioso. ¿Bruce sabe que
estás buscando casa?
—Claro. Me ha dicho que me diera prisa.
—Es raro que no te haya mencionado las cabañas, él y Rex son amigos.
—Puede que haya pensado que no me gustaría vivir allí, aislada. ¿Puedes
darme la dirección?
—Claro, no tiene pérdida. ¿Sabes volver a casa de Bruce?
—Sí.
—Pues cuando pases su casa sigues recto. A dos kilómetros de allí, en el
lado izquierdo verás un cartel que dice: Rex Decker.
—Gracias.
—¿Qué te ha parecido Bruce?
—Eres su amiga.
La chica se rio.
—Sí, ya sé que es un poco brusco con la gente.
—¿Un poco? Cualquier otra, en mi lugar, no volvería por allí. Pero yo no
me acobardo fácilmente.
—Cuando lo conoces a fondo es diferente.
—No creo que quiera conocerlo a fondo.
Vivien volvió a reírse.
—Tienes que reconocer que es guapo.
—Guapo es quedarse corto, pero no estoy interesada en él.
—Sí, supongo. Creo que es demasiado mayor para ti. ¿Puedo preguntarte
tu edad?
—Tengo veintiún años.
—Eres muy joven.
—Bueno, voy a acercarme a ver esas cabañas —dijo cuando terminó la
tarta—. ¿Qué te debo?
—Hoy invito yo.
—Gracias, volveré por aquí.
—Eso espero.
Capítulo 3
Lea entró por el camino que conducía a las cabañas y paró el coche frente
a la que ponía Oficina. Bajó del vehículo, se puso el abrigo y miró a su
alrededor. El paisaje era una maravilla. Se acercó a la puerta, en ella había
pegada una nota en la que decía: Estoy en la cabaña 3. Lea caminó hacia la
primera que había a la derecha, pero no vio ningún número. Siguió caminando
hasta la siguiente y comprobó que esa era la número 1, y continuó hasta la
número 3. La puerta estaba abierta y entró.
—¿Señor Decker? —dijo desde la puerta.
—Pase, estoy en la cocina.
Lea entró en la cabaña. Era un espacio abierto. El salón y la cocina
estaban separados por una barra de desayuno.
—Hola, ¿es usted el señor Decker? —preguntó al ver a un hombre que
estaba trabajando en el grifo del fregadero.
—El mismo —dijo girándose para verla y dejando de trabajar—.
Llámame Rex y puedes tutearme.
—Vale. Hola, soy Lea Hawkins.
—Hola, Lea, ¿te has perdido?
—No. He ido a una cafetería y Vivien, la camarera, me ha dado su
dirección.
—En realidad, Vivien no es la camarera, sino la propietaria.
—Ah, no lo sabía. Estoy buscando un sitio para vivir y me ha dicho que
tú alquilas cabañas.
—Sí, es cierto, pero no de manera permanente, sino por semanas.
—¿Cuánto cobras a la semana?
—Quinientos dólares.
—Eso es demasiado para mí. Es más de lo que voy a ganar. Empezaré a
trabajar en unos días y mi trabajo está sólo a dos kilómetros de aquí. Pero no
puedo pagar ese precio. Disculpa que te haya molestado.
—No me has molestado. No hay ningún trabajo a dos kilómetros de aquí.
—Es en la casa de un escritor.
—¿Vas a trabajar para Rayner?
—Sí. Viv me ha dicho que las cabañas están vacías en invierno.
—Sí, hace demasiado frío para venir por aquí. Sólo se atreven algunos
aficionados a la pesca. La temporada alta es de abril a septiembre.
—Entonces, tienes las cabañas vacías durante seis meses. Si me
alquilaras una, digamos que por quinientos dólares al mes durante todo el año,
sólo perderías la mitad. Así y todo, ganarías seis mil al año. Sé que quinientos
dólares es un precio muy bajo por una de estas cabañas.
—Si te alquilase una, no podría disponer de ella durante los seis meses
de temporada baja.
—¿Y cuál es el problema, si las tienes todas vacías?
Él la miró sonriendo.
—Me caes bien, pero…
—Vivien me ha dicho que vives aquí solo. ¿Podemos negociar el precio?
Rex volvió a sonreír, y quiso saber qué tenía pensado esa preciosa
pelirroja para negociar con él.
—Soy todo oídos —dijo cruzándose de brazos y apoyándose en la
bancada.
—Si me alquilas una de tus cabañas ya no vivirás solo. Me refiero a que
me tendrías cerca.
—¿Y eso es bueno? —preguntó sonriendo porque la cosa se ponía
interesante.
—Yo creo que sí. Trabajaré de lunes a viernes, de nueve a cinco. Puedo
ayudarte con los trabajos de mantenimiento a partir de esa hora, y los fines de
semana que no vaya a ver a mi madre.
—¿Haciendo qué?
—Cualquier cosa. La verdad es que se me da bien todo. Puedo pintar;
lijar; limpiar las cabañas cuando los clientes se vayan… También sé
desatascar fregaderos. Además, se jugar a las cartas y al ajedrez. Ah, y sé
cocinar, muy bien por cierto. Podría prepararte la cena. Piensa lo que
significaría que cocinaran para ti cada noche. Si contrataras a una persona que
lo hiciera, tendrías que pagarle una fortuna cada mes. Y podrías sumar el
dinero ese que te ahorrarías, a los quinientos de mi alquiler. Apuesto a que
serían más de dos mil.
Rex la observaba sonriendo. Esa chica era de las que no se daban por
vencida.
—Y tengo que añadir que estudié Ingeniería Informática. Podría llevarte
la contabilidad y crear una página para tu negocio, o actualizarla, si tienes una.
¿Y si te garantizo que puedo conseguir que tengas las cabañas ocupadas
durante la temporada baja? Si consideraras eso, tendrías que darme una
comisión, como a cualquier agente inmobiliario. Imagina por un momento que
consigo que tengas las cabañas alquiladas durante los seis meses que están
vacías. Eso supondría algo más de doce mil al año. ¿Cuántas cabañas tienes?
—Trece —dijo él divertido.
—Conseguirías ciento cincuenta y seis mil al año.
—Vaya, también se te dan bien los números —dijo al comprobar la
rapidez con la que había sacado la cuenta.
—También estudié Económicas.
—Y tendría que añadir esas comisiones, que se supone que tendría que
darte, al alquiler que me pagarías. Vamos, que al final resultaría que te estaría
estafando.
Lea soltó una carcajada. Y él se rio con ella.
—Lo que quiero decir es que te compensaría con otras cosas el bajo
alquiler.
—¿Y dices que vas a trabajar para Rayner?
—Sí, he firmado el contrato hace un rato.
—Eso me va a gustar verlo. Creo que eres la persona perfecta para tratar
con él.
—Ya me he dado cuenta de que es un hombre de trato difícil, pero podré
manejarlo.
Rex volvió a reír. No podía imaginar a su amigo manejado por una niña,
porque no sabía la edad de esa chica, pero era muy joven.
—Me caes bien. De hecho me caes muy bien, pero me gustaría pensarlo
unos días.
—No hay problema, pero que sea lo antes posible, por favor. Mi jefe
necesita que empiece cuanto antes, y no me gustaría enfadarlo más de lo que ya
está.
—¿Por qué lo dices?
—Creo que no le caigo muy bien. Parecía enfadado conmigo —dijo
sonriendo.
—¿Y eso te hace gracia?
Ella se limitó a sonreír de nuevo. Sacó del bolso un bloc de notas y un
bolígrafo, anotó su teléfono y le dio el papel.
—Este es mi móvil, llámame cuando tomes una decisión.
—Lo haré.
—Por cierto, ¿te importaría que viniera mañana con mi madre? Me
gustaría que conociera el entorno en el que voy a trabajar, y esto es una
maravilla.
—No me importa en absoluto.
—¿Te parece bien sobre las once?
—Sí, claro. Estaré por aquí.
—Gracias. Bueno, me marcho.
—Conduce con cuidado.
—Lo haré. Un placer haberte conocido. Hasta mañana.
—Hasta mañana. Vaya, vaya, Bruce —dijo sonriendo cuando Lea se
marchó—. No sabes con qué vas a tener que lidiar.
Cuando Lea salió de su cabaña a las seis de la mañana del día siguiente,
Rex estaba esperándola en el porche.
—Buenos días.
—Buenos días, Rex.
—¿Has dormido bien?
—Sí, ¿y tú?
—También —dijo él aunque le había costado dormirse pensando en
Nicole. Era la primera vez que una mujer le quitaba el sueño—. Iremos por la
carretera. No está muy iluminada, pero sí lo suficiente.
—Vale —dijo haciendo estiramientos antes de empezar—. Mis hermanos
me iniciaron en esto el último año de instituto, al mismo tiempo que
empezaron a entrenarme. Querían que supiera defenderme.
—Supongo que eran conscientes del peligro de hoy en día.
—Sí. En todos sus permisos incrementaban mi entrenamiento y antes de
marcharse me decían lo que debía hacer mientras estuvieran fuera. También
me enseñaron a utilizar armas —dijo mientras corrían.
—¿Qué clase de armas?
—Cuchillos, navajas o cualquier objeto punzante. Sé utilizarlos con
bastante precisión. Y además, me enseñaron a disparar. Tengo que decirte que
mi puntería es excelente.
—Puedes seguir tu entrenamiento conmigo.
—Vale, pero esperaré a que mi madre se marche. Ahora quiero pasar el
mayor tiempo posible con ella. La encuentro un poco decaída por el hecho de
que va a quedarse sola.
—Tu madre es muy joven, ¿por qué no se ha vuelto a casar?
—Sí, es joven, tiene cuarenta y cuatro años. Pero desde que mi padre
murió no ha tenido ninguna cita.
—¿No ha salido con hombres desde hace seis años?
—No.
—Podíamos haberle pedido que viniera a correr con nosotros.
—¿Mi madre? —dijo riendo—. Te aseguro que lo he intentado muchas
veces y me dice que no tiene prisa como para ir corriendo. Un día que insistí
hasta la saciedad me acompañó. Después de correr doscientos metros me dijo
que se volvía a casa.
—¿Y qué me dices del gimnasio? ¿Te acompaña?
—A veces. Se sienta y me da conversación.
Los dos se rieron.
—Puede que si se lo pides tú te haga caso.
—¿Yo?
—Creo que le caes bien.
—En ese caso lo intentaré, si quieres.
—Me gustaría que lo hicieras. Creo que en estos momentos necesita
distraerse. Y tú serías una buena distracción.
—¿Estás haciendo de casamentera?
—¡Por supuesto que no! Qué cosas se te ocurren. Pero tienes que admitir
que es guapa.
—Eso no te lo voy a discutir.
—Y además tiene la edad perfecta. ¿Cuántos años tienes tú?
—Cuarenta y seis.
—¿Lo ves? Dos años más que ella. Y eres su tipo.
—¿Te lo ha dicho ella?
—No. Pero le gustan los hombres atractivos, altos y fuertes. Puede que no
salga con hombres, pero te aseguro que no se ha olvidado de ellos.
—Has dicho que sabes disparar, ¿tienes armas?
—Sí, tengo una Bereta. Mis hermanos pensaron que era adecuada para
mí, porque es ligera, pero letal. Es semiautomática. Dispara quince balas y el
retroceso no es excesivo. Me siento cómoda con ella. Es la que suelo emplear
cuando voy a practicar. Y tengo también una Browning, aunque sólo practico
con ella de vez en cuando.
—¿Dónde sueles entrenar?
—Hay un campo privado de tiro en Seattle y suelo ir un par de veces al
mes.
—Podemos organizarlo para practicar una vez a la semana. Ahora no hay
huéspedes y no hay peligro. Y antes del verano puedo construir un espacio
para ello. A mí también me vendrá bien practicar.
—¿Tienes armas?
—Un par de pistolas y un rifle.
—De acuerdo. No comentes con mi madre lo de las armas. A ella no le
gustan y no sabe que las tengo.
—Descuida.
Cuando Lea entró en casa, su madre notó enseguida que estaba enfadada.
Muy enfadada.
—Hola, cariño.
—Hola, mamá.
—¿Qué ocurre?
—Nada. ¿Vas a acompañarnos al gimnasio? —preguntó al ver su
vestimenta.
—Sí, aunque no haré mucho ejercicio, porque tengo agujetas.
—Si vas a hacer menos que ayer, no hace falta que nos acompañes. Voy a
cambiarme.
Poco después estaban los tres en el gimnasio. Lea corría en la cinta con
un ritmo imparable.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Rex en voz baja.
—No me lo ha dicho, pero seguro que es algo relacionado con su jefe.
Lea bajó de la cinta y fue directamente al saco de boxeo. Se puso los
guantes y comenzó a golpearlo con manos y pies como si le fuera la vida en
ello.
—Creo que ya has dado bastantes golpes por hoy —dijo Rex sujetando el
saco.
—Supongo que sí, me voy a casa. Iré preparando la cena.
Hardy y Bruce entraron en casa de Peter. Jack, otro de los amigos estaba
en el salón junto a Rex, ambos tomando una cerveza.
—Hola —dijo Hardy al entrar.
—Se os ha hecho tarde.
—Algunos trabajamos —replicó Bruce.
—Sentaos, ¿una cerveza?
—Claro.
—¿Qué tal la novela? —preguntó Rex.
—Terminándola.
—¿Sabéis que Bruce tiene una nueva asistente personal? —dijo Hardy.
—¿Otra? —dijo Jack riéndose—. ¿Desde cuándo trabaja para ti?
—Desde el martes.
—Vaya..., tres días —dijo como si hubiera batido un récord de
permanencia.
—Muy gracioso.
—Esta no es como las anteriores —dijo Hardy—. Además de ser una
preciosidad, es más inteligente que todas ellas. Y lo mejor de todo es, que
tiene los cojones bien puestos y no se deja avasallar. Por lo que Bruce me ha
contado, tiene un carácter de mil demonios.
—Puede que esa chica sea lo que necesitas —dijo Peter—. Dijiste que
las otras eran asustadizas y que eso no te gustaba.
—Ahora no estoy seguro de qué es mejor. Lo que sí puedo decirte es que
esta no se deja amedrentar.
—¿Vive en tu casa?
—¿En mi casa? ¿Por qué iba a vivir en mi casa? No tengo ni idea de
dónde vive.
—Yo sí lo sé —dijo Rex.
—¿Conoces a mi asistente?
—Si tenemos en cuenta que corremos juntos todas las mañanas, que
vamos juntos al gimnasio todas las tardes, y que desayunamos, comemos y
cenamos juntos cada día, sí, la conozco. De hecho, vive en una de mis
cabañas.
—Pero tu alquilas las cabañas por semanas, y si no recuerdo mal, cobras
quinientos dólares —dijo Bruce que de pronto se sintió mal al pensar que
hubiera algo entre Lea y su amigo.
—A ella se la he alquilado por quinientos al mes. Esa chica es insistente
y, no se cómo, pero cuando me di cuenta me había convencido y le había dicho
que sí. Os aseguro que una chica como esa puede conseguir lo que se
proponga.
—¿Por qué no me dijiste que vivía en tu propiedad?
—Se me pasaría —dijo Rex sonriendo porque acababa de darse cuenta
de que el interés de su amigo por Lea, era algo más que profesional.
—Me dijo que su madre está con ella.
—Sí, se quedará hasta antes de Navidad.
—¿Cómo es su madre? —preguntó Jack.
—Tan guapa como la hija.
Lea y su madre salieron a cenar al día siguiente que era sábado, ya que
Rex había quedado con alguien. Entraron en el restaurante y se sentaron en una
mesa junto a una de las ventanas.
—¿Se te ha pasado ya el enfado con el bombón de tu jefe? Por lo que
dijiste el otro día, parece que Rayner te gusta.
El camarero les llevó las cartas del menú y decidieron sobre la marcha.
—Sí, me gusta en cuanto a su físico, pero respecto al resto… Es
arrogante, antipático, orgulloso… Vivir con un hombre así tiene que ser un
infierno. No me extraña que siga soltero.
—Pero es guapo.
—Es más que guapo. Y un cretino.
—Me gustaría comprobar si es tan atractivo como dices.
—Pues estás de suerte, porque acaba de entrar por la puerta.
—¿En serio? ¿Puedo volverme?
—Sí, está ayudando a su acompañante a quitarse el abrigo.
—¡Santa madre de Dios! —dijo Nicole al verlo—. Es un verdadero
bombón.
—Espero que no se sienten cerca de nosotras. Lo último que deseo es
tener que saludarlo.
El camarero les llevó las bebidas que habían pedido y dos minutos
después volvió con los platos de sopa.
—La mujer que lo acompaña es muy guapa.
—Cierto —dijo Lea.
Por suerte les dieron una mesa apartada de ellas, aunque podían verlos
perfectamente desde donde se encontraban.
—Ahora entiendo por qué te cuesta concentrarte en el trabajo cuando lo
tienes delante. Me está desconcentrando incluso a mí. Y eso que al estar lejos
no puedo apreciar bien sus facciones
—Sí, es el hombre perfecto, si no abre la boca.
—¿Y dices que no sonríe? Parece que con esa mujer no tiene problema en
hacerlo.
—Entonces es que yo no le caigo bien. ¿Sabes con quién iba a cenar Rex?
—No. Puede que con una mujer. Es joven y supongo que saldrá con
mujeres.
—Tú eres más joven que él y no sales con hombres. Cuando murió el
papá tenías treinta y ocho años, y en estos seis años no has tenido ni una sola
cita.
—Es complicado. Tengo miedo.
—¿Miedo?
—Sólo he estado con un hombre en toda mi vida. Me casé cuando era una
adolescente y… No sabría como comportarme.
—¿No sabrías como comportarte con un hombre? Que lo dijera yo
tendría sentido, pero tú. Yo te veo muy natural con Rex.
—Porque es agradable y simpático, y lo considero un amigo.
—Un amigo muy atractivo.
—Eso es cierto.
—Y tiene un cuerpo estupendo.
—Eso también es verdad.
—Ya que te sientes a gusto con él, podrías aprovechar para practicar.
—¿Practicar qué?
—A tener una cita. Salir a cenar, ir al cine, a bailar…
—No creo que esté preparada.
—¿Por qué no le pides que te ayude a introducirte en el mercado? Has
dicho que lo consideras un amigo.
—¿Estás loca? Eso sería como pedirle que me llevara a la cama.
—Bueno, esa no sería una mala idea. Si sólo has estado con el papá, te
vendría bien tener otra experiencia.
Lea tenía la sensación de que la observaban. Levantó la vista y se
encontró con la mirada de su jefe. Se la sostuvo un instante y volvió a prestar
atención a su madre.
Lea estaba indecisa con la elección de la ropa para ponerse. Era jueves e
iría a comer con su jefe y el diseñador de las portadas. Pensó que si se ponía
vestido, Bruce pensaría que se había esmerado, para impresionar a ese
hombre y no quería que pensara de ella que era tan superficial. Decidió
ponerse un vaquero y un suéter abrigado verde. Su madre estaba en la cocina
cuando bajó a las ocho y cuarto.
—Buenos días.
—Hola, cariño, ¿qué tal la cena?
—Muy bien. Después de cenar fui con Vivien a su casa y estuvimos
hablando. ¿Qué tal tu noche?
—No estuvo mal.
—¿No estuvo mal?
—Nada mal —dijo Nicole sonriendo—. Rex me llevó a cenar a un
restaurante muy bonito y luego fuimos a tomar una copa.
—Tu primera cita y parece que todo fue bien.
—Rex es un buen conversador y muy divertido. Y baila muy bien.
—También te llevó a bailar. Vaya, una cita casi completa. ¿Terminó ahí o
te llevó a la cama?
—¡Leandra!
Llamaron a la puerta y Lea fue a abrir sonriendo.
—Hola, Rex.
—Hola, pequeña.
—¿Qué tal tu cita?
—Genial. Tu madre es fantástica.
Los dos fueron a la cocina. Nicole miró a Rex y se ruborizó. A Lea no le
pasó desapercibido el detalle. Puede que esos dos no hicieran el amor la
noche anterior, pero estaba claro que había habido algo más de lo que su
madre le había contado.
—Hola, Nicole.
—Hola, Rex —dijo ella sin volverse a mirarlo.
—Hoy no vendré a comer —dijo Lea cuando estaban desayunando—.
Bruce quiere que coma con él y el diseñador de portadas.
—Muy bien. Por cierto, llévale a tu jefe esas galletas que preparé ayer.
—Estará encantado. Ese hombre se alimenta a base de bocadillos y
comida preparada.
—¡Qué horror!
—Oye, antes de que llegarais yo también comía igual que él.
—Prepararé un poco más de comida cada día y se la llevas.
—Tenía que haber imaginado que dirías eso. No me hace gracia llevarle
comida a mi jefe.
—¿No te da lástima?
—¿Lástima?
—Vive solo, en una casa enorme.
—Mamá, ese hombre no podría vivir con nadie.
Esa tarde Lea sólo recibió la llamada de una mujer, y adelantó muchísimo
el trabajo. Bruce estaba concentrado leyendo la novela, buscando el momento
en el texto para introducir la escena erótica.
El sol se estaba ocultando y sus últimos rayos se filtraban a través de la
ventana posándose en Lea. Bruce la miró. Ella echó los hombros hacia atrás y
movió la cabeza a un lado y a otro para relajar las cervicales, que tenía tensas
por estar tanto tiempo seguido tecleando.
Bruce seguía mirándola. Esos ojos verdes eran como una caricia para él.
Dios, deseaba estar con ella y besarla hasta hacerla perder el aliento. Quería
deshacerse de ese suéter para contemplar esos pechos que había adivinado
debajo de la blusa blanca que llevaba el día de la sesión de fotos. Quería
quitarle ese vaquero que le marcaba ese culo de infarto. Y quería ver esas
piernas infinitas que prometían ser preciosas. Quería acariciar con su lengua
cada centímetro de su cuerpo y contemplar su rostro y sus ojos cuando le
provocara un orgasmo. Desde que ella le había dicho que era frígida, esa idea
se había instalado en su cabeza y no podía deshacerse de ella. Esa cría era una
tentación para un hombre.
Esos suaves cabellos rojos permanecían recogidos en lo alto de su
cabeza y Bruce se sentía tentado por ellos. ¿Cuándo había deseado introducir
los dedos en el pelo de una mujer?, se preguntaba. Pero eso era lo que más
deseaba en ese momento. Quería deshacerle el recogido, meter los dedos entre
esos mechones y acercarla a él para devorarle esos labios tan apetitosos.
De pronto Lea se sacó el lápiz que había utilizado como pasador para
sujetarse el pelo, como si hubiera adivinado los deseos de Bruce, y los
cabellos se deslizaron como una suave cortina de seda sobre sus hombros y
espalda. Lea cerró los ojos echándose hacia atrás en la silla.
De la cabeza de Bruce desapareció cualquier pensamiento coherente que
albergara. Sintió que algo caliente le recorría las venas a toda velocidad. Si
hubiese sido un hombre predispuesto a tener ataques cardíacos, ese habría
sido el instante en que habría sucedido. Menos mal que disfrutaba de buena
salud, aunque en esos momentos, su corazón golpeaba desbocado su pecho. El
ver esa cabellera roja, destacando el color por los rayos del sol,
convirtiéndola en una hoguera, había sido el detonante de que a Bruce le
afectara de esa forma la visión y de que tuviera una repentina erección.
¡Por el amor de Dios! ¿Desde cuando me he dejado yo arrastrar por mi
polla?, pensó.
Pero no podía negar que se había sentido intranquilo y algo turbado ante
aquella visión y sobre todo, ante esa respuesta tan intensa de su cuerpo.
El cuerpo de Bruce se tensó en un instante, cuando se dio cuenta de la
poderosa atracción que sentía por esa chica. Una atracción que no había
sentido nunca por ninguna mujer. Y tampoco quería sentirla ahora, y menos aún
por su asistente personal. No sabía la razón, pero esa chica era distinta. En
ocasiones deseaba protegerla y sentirla cerca cuando trabajaban. Pero otras
veces deseaba abalanzarse sobre ella y follarla sin compasión.
Lea cerró el ordenador devolviendo a Bruce a la realidad.
—¿Ya son las cinco?
—Sí. ¿Ha avanzado mucho?
—Sigo en el mismo capítulo.
—¿No ha tenido tiempo de acabarlo en toda la tarde?
—He estado un poco… distraído.
—Vaya, un defecto serio. Ya me estaba preocupando tanta perfección.
—Tengo la sensación de que la mayor parte del tiempo se burla de mí.
—¡Dios me libre! ¿Cómo se le ocurre algo así? Es mi jefe.
—Lo esconde con su ironía y su sarcasmo, pero yo sé leer entre lineas.
—A veces, ser demasiado inteligente, es un defecto. ¿Quiere seguir con
el ordenador?
—No. Dele las gracias a su madre por la comida.
—Lo haré —dijo ella apagando el ordenador y saliendo del despacho.
—Le compraré un regalo de Navidad en agradecimiento —dijo
levantándose para acompañarla.
—Mi madre no espera ningún regalo.
—Lo sé.
—No olvide su cita de hoy.
—Gracias por recordármelo.
Hubo un momento tenso entre los dos. Ambos lo notaron y se quedaron
mirándose junto a la puerta, sin saber qué hacer.
—Que pase una buena noche —dijo ella reaccionando.
—Lo mismo le deseo. Hasta mañana.
Bruce cenó con su cita de esa noche y luego fueron a casa de ella. Cuando
regresó, después de medianoche, se duchó y se metió en la cama. La imagen de
su asistente personal se materializó en su mente como un fantasma entre las
sombras de su habitación y sin él desearlo. Se había sentido incómodo
mientras cenaba con su cita. Y luego se había sentido aún más incómodo
cuando la follaba porque, a pesar de que era divertida y fantástica en la cama,
él había fantaseado con que ella era Leandra. Aunque lo intentó, no consiguió
quitársela de la cabeza. Empezaba a estar harto de esas citas programadas.
Nunca le había gustado acordar citas con antelación. Cuando le apetecía estar
con una mujer la llamaba y se veían de mutuo acuerdo. Y le jodía, todavía
más, que fuera su asistente quien le organizara las citas. Por supuesto, ella no
sentía nada por él, pero Bruce no podía dejar de sentir… eso, lo que fuera, por
ella. Lo que sentía por Lea no se parecía a nada que hubiera experimentado
con anterioridad, y no le gustaba. Lo único que deseaba era, dejar de sentirlo.
Lea acabó la novela unos minutos antes de las cinco de la tarde y pasó al
ordenador de Rayner los últimos dos capítulos para que él los leyera.
Luego ordenó los papeles que tenía sobre la mesa, desconectó la Tablet y
se aseguró de que la impresora estuviera apagada. Bruce también había
terminado de leer y corregir la novela en su totalidad.
Lea se acercó a él y se inclinó delante del portátil. Bruce sintió de nuevo
ese desasosiego que experimentaba cuando la tenía tan cerca. Pasó toda la
novela a un USB y luego la copió una vez más en otro. Cuando acabó apagó y
cerró el portátil de Bruce.
—Aquí está la novela completa —dijo dándole el USB—. Métalo en un
sobre y escriba en él lo que contiene.
—Vale —dijo él cogiéndolo.
—De todas formas, yo me llevo otra copia. La leeré de nuevo por si se ha
saltado algún error.
—Bien.
Lea fue a su habitación a por sus cosas. Se despidió de Sandra, la
asistenta, que estaba en la cocina y volvió al despacho. Desactivó el desvío de
llamadas y guardó el móvil y el auricular en el bolso.
—El teléfono es todo suyo.
—Qué ilusión.
—Bueno, me marcho. Que pase unas felices fiestas.
—Usted también —dijo acompañándola a la puerta—. No olvide
llamarme cada día.
—No lo olvidaré. Adiós.
Mientras Bruce la veía caminando hacia su coche sintió algo extraño en
el pecho, algo que lo hizo sentir desvalido. Esa chica… Sentía placer sólo con
verla, o con que ella le dedicara una sonrisa. Y cada vez que la tenía cerca
sentía un deseo irrefrenable de poseerla.
—Date la vuelta y mírame, quiero verte una vez más —dijo Bruce en voz
baja mientras ella abría la puerta del vehículo.
Y Lea se volvió a mirarlo con una sonrisa. Su jefe estaba ahí, de pie, con
ese suéter negro que hacía que su torso y sus hombros parecieran
espectaculares. Con las manos metidas en los bolsillos de esos vaqueros
desgastados que se adherían a sus potentes muslos como un sueño. Esa imagen
de él sería la que recordaría durante los siguientes días.
Capítulo 10
A Lea le había costado un montón dormirse la noche que llegaron a casa de
su madre. No podía quitarse a su jefe de la cabeza. Ese hombre tan sexy que
tanto la atraía, muy a pesar suyo, estaba empezando a perturbarla y a provocar
en ella pensamientos pecaminosos.
—Buenos días, mamá —dijo Lea entrando en la cocina.
—Hola, cariño.
—¿Has desayunado?
—Sí, pero me tomaré un café contigo. No has madrugado mucho.
—Estaba cansada.
—¿Cómo llevas lo de no tener que ir a trabajar?
—Bien. Anoche comprobé mi cuenta del banco. Rayner me ingresó ayer
tres mil dólares.
—¿No cobrabas mil quinientos?
—Me ha ingresado mil quinientos más por las vacaciones. No tenía
porque hacerlo porque acabo de empezar en el trabajo y no creo que me
corresponda casi nada.
—Pues qué amable, ¿no?
—Sí, ha sido muy generoso.
Los hermanos de Lea llegaron ese día a la hora de comer y fue un gran
acontecimiento, después de tantos meses sin verse.
Tan pronto acabaron de comer fueron a comprar el árbol de Navidad.
Lea estaba preocupada porque quería estar en casa a las seis para llamar
a su jefe. Y aunque lo que menos le apetecía era recordarle que tenía que ver a
una mujer, se moría de ganas por hablar con él. No sabía que iba a echarle
tanto de menos. Por suerte llegaron a casa a las cinco y media y mientras sus
hermanos pensaban en la manera de mantener el árbol en pie y su madre
buscaba los adornos navideños, ella subió a su habitación.
—Hola, Leandra.
—Hola, Bruce. Estaba preocupada porque no sabía si llegaría a casa a
tiempo para llamarlo.
—¿Había perdido el móvil?
—No, pero quería estar a solas cuando hablara con usted. No quería que
mis hermanos se rieran de mí, si me oían recordarle lo de su cita de esta
noche. Ese habría sido el cachondeo para todas las vacaciones.
—¿Qué tal su primer día sin mí?
—La verdad es que está siendo genial. He visto que me ha ingresado mil
quinientos dólares de la paga de Navidad. Usted sabe que no me corresponde
esa cantidad.
—Ya le dije que la considero muy eficiente, y quiero tenerla contenta.
—Veremos lo que le dura. Gracias.
—No hay de qué. ¿Está teniendo un buen día?
—No he hecho nada especial. Me he levantado bastante tarde, porque
anoche me costó dormirme.
—¿Porque me echaba de menos?
—No sea pretencioso, Rayner. Supongo que ha sido el cambio de cama.
Por la mañana he dado un repaso a la casa mientras mi madre hacía la compra.
Mis hermanos han llegado a la hora de comer. Es fantástico tenerlos aquí.
Después de comer hemos ido a comprar el árbol de Navidad. Siempre vamos
juntos a comprarlo y lo pasamos muy bien. ¿Usted iba con sus padres a
comprar el árbol?
—No, nunca tuvimos árbol, que yo recuerde.
—Lo siento.
—No importa.
—¿Ha comprado ya el árbol para su casa?
—Nunca compro árbol de Navidad.
—¿Porque quiere ser como sus padres?
Bruce no dijo nada.
—Mis hermanos están intentando ponerlo en pie, los oigo reír desde aquí.
Han quedado para salir esta noche, supongo que con alguna mujer. Después de
tantos meses imagino que necesitarán un desahogo. Ellos no son frígidos.
—¿Por qué bromea con eso?
—Porque es mejor bromear, que echarse a llorar.
—¿Qué hará esta noche?
—He quedado con unas amigas después de cenar. Iremos a tomar algo y
nos pondremos al día. Les hablaré de mi jefe y así también me desahogaré.
¿Qué ha hecho usted?
—Yo también me he levantado tarde. He pasado el día con la novela.
Tengo decenas de notas.
—No hace falta que se lo tome tan en serio, acaba de terminar la otra.
Necesita descanso y tranquilidad.
—En ese caso tendré que disfrutar de esa tranquilidad, porque cuando
usted vuelva, volverá el caos a mi vida.
—No creo que sea para tanto. Bueno, jefe, no le molesto más. Le
recuerdo que hoy tiene que ver a Sylvia. Mire la nota que le dejé sobre la
mesa.
—Muchas gracias.
—¿Qué tal la partida de anoche?
—Mal. Perdí un montón de pasta. Parece que mi suerte se la ha llevado
usted.
—Usted no es supersticioso. Bien, le dejo. Disfrute de esta noche.
—Gracias, usted también.
Lea se echó sobre la cama. La voz de Bruce permanecía en su cabeza.
Cerró los ojos e imaginó sus manos, con esos dedos largos que la fascinaban.
Su sonrisa de seductor consumado. Y esos increíbles ojos grises que cuando la
miraban la hacían estremecer.
Eran casi las tres de la mañana cuando Lea terminó de leer una de las
novelas que le había prestado su jefe. La dejó en la mesita de noche e iba a
apagar la luz, pero de pronto deseó llamarlo. Sabía que Bruce estaría
durmiento, o posiblemente, ni siquiera estuviera en casa, pero dejaría el
mensaje en el contestador.
—La cena está lista —dijo Nicole levantando la voz para que la oyeran
sus cuatro hijos que estaban jugando con la consola.
Al instante entraron los cuatro empujándose y riendo y se sentaron a la
mesa.
—Bueno, pequeñaja, ya es hora de que nos hables de tu famoso jefe —
dijo uno de sus hermanos.
—La mamá nos ha contado lo de tu primera no entrevista y también cómo
se porta contigo.
—¿Estás segura de que es buena idea que trabajes para ese escritor?
—Me gusta trabajar para él. Es cierto que no es un hombre de trato fácil,
pero me divierto trabajando con él.
—A Bruce no le gusta que lo contradigan, ni que le contesten —dijo
Nicole—, y vuestra hermana parece que disfruta haciendo las dos cosas. Ha
tenido muchas asistentes, pero parece ser que las intimidaba.
—Y como yo no le tengo miedo y le planto cara, se siente descentrado —
dijo Lea riendo.
Lea estuvo hablándoles de las novelas que había leído de él y de cosas
que habían sucedido en el poco tiempo que trabajaba para él. Les contó lo de
su última novela, que la habían terminado recientemente. Y les dijo que había
incluído una escena que había escrito ella.
—¿Es en la que tú aparecerás en la portada?
—La misma. No sé ni por qué acepté.
—Aceptaste, porque Rayner te dijo que quería que fueras su portada —
dijo Nicole—. Y lo entiendo, porque incluso yo, sería incapaz de negarle nada
a un hombre como ese.
—Vaya, mamá, parece que el aire del bosque te ha sentado bien —dijo su
hijo mayor—. ¿Te has dado cuenta por fin de que en el mundo hay hombres?
—Si fuera únicamente el aire del bosque... —dijo Lea sonriendo.
—Me parece que aquí pasa algo.
—Creo que a Lea le gusta su jefe.
—No digas tonterías —dijo Lea a su hermano pequeño—. Si le
conocieras no se te ocurriría algo así.
—¿Y tú mamá? ¿Has encontrado algo en aquellos bosques?
Nicole se sonrojó y sus tres hijos se miraron entre ellos.
Bruce volvió a casa cerca de medianoche. Había ido a cenar con sus
amigos y luego a tomar unas copas. Estaba cansado. La noche anterior no
había dormido mucho. Tal vez porque no estaba acostumbrado a esa cama. O
porque ese día no había hablado con su asistente y la había echado de menos.
Al ver la luz del contestador parpadear pulsó la tecla para escuchar los
mensajes.
El primero era de Deborah Holt, la asistente de su editor. Empezaba a
preguntarse qué quería esa mujer de él. Borró el mensaje porque no tenía
intención de llamarla. Había dos más, el de su editor y el de Matt, pero ya los
había llamado por la mañana. Y luego escuchó el siguiente, el único que
realmente le importaba, el de su pelirroja. La mujer que le había impuesto, sin
desearlo, que tuviera un móvil.
Lea estaba en la cama agotada, había sido un día de familia muy intenso.
Aunque hablar con su jefe había suavizado la tensión que sentía desde el día
anterior, porque había echado de menos hablar con él. Ahora se encontraba
muy cansada y sin poder dormir, porque por su cabeza discurrían
pensamientos nuevos para ella y todos relacionados con Bruce. Ansiaba que la
besara, no podía desprenderse de ese pensamiento. La imagen de Bruce
aparecía en su cabeza. Veía su mirada, esa mirada seductora que en ocasiones
la hacía estremecer. Y esos labios que ella contemplaba desde su lado de la
mesa. Esos labios que le parecían deliciosos y que cada vez que le hablaban,
en su mente aparecían imágenes de lo más eróticas. ¡Mierda!, se dijo a sí
misma. Quería desviar sus pensamientos hacia otro lugar, pero no encontraba
nada más interesante que él.
Poco después, más tranquila en la quietud de su habitación, sonreía para
sí misma. Porque a pesar del carácter brusco de su jefe, le gustaba discutir con
él.
Lea pasó la mañana en el gimnasio con sus hermanos. Cada vez que los
miraba pensaba que muchas mujeres matarían por el privilegio de tener a esos
tres ejemplares en una habitación, a solas con ellas. Estaba corriendo en la
cinta mientras los veía sudar. Y de pronto, la imagen de su jefe se filtró entre
sus pensamientos. Últimamente había tenido muchas fantasías con Bruce, pero
no lo había visto desnudo y se preguntaba qué aspecto tendría. No tendría el
cuerpo de sus hermanos, eso estaba claro. Sus hermanos estaban más
musculosos, de lo normal, pero era por el trabajo, por los entrenamientos a
los que se sometían.
Bruce no necesitaba tener más músculos de los que tenía, él era perfecto
tal cual estaba. En su cabeza apareció una imagen de su jefe que la había
impresionado. Bruce había entrado en el despacho con un vaquero que se
amoldaba perfectamente a sus fuertes muslos y a sus largas piernas. La
camiseta se ceñía a sus pectorales marcándolos claramente. Y su boca. ¡Por
Dios bendito! Esa boca era una tentación y tan deliciosa como el pecado.
El rubor acudió a sus mejillas y sintió tanto calor de repente que tuvo que
tomar aire varias veces, sólo por imaginar lo que esa boca podría hacer sobre
su cuerpo.
Bruce se incorporó en la cama al oír a Lys ladrar. Miró el reloj, eran las
ocho y media de la mañana. Entonces oyó el timbre de la puerta. Se peinó con
las manos y bajó a abrir con pijama. Una furgoneta de reparto rápido estaba
frente a su casa. El chico le entregó un sobre muy grande y Bruce le dio una
propina. Luego fue al despacho y lo abrió. Eran las nueve fotos de las portadas
de sus novela, bueno, diez, porque le había pedido a Matt que le enviara dos
de la última que había escrito, porque quería darle una a su colaboradora.
Miró la foto y sonrió al ver a Lea. Recordó el momento en que Matt la hizo,
cuando ella le apuntaba con el arma. La ira provocaba algo en el rostro de esa
chica que a Bruce le fascinaba. Le sorprendía que el mal genio o el odio,
porque en ese momento Lea lo odiaba, fuera tan sexy en ella.
Después de desayunar y vestirse cogió las fotos y fue a la ciudad a
enmarcarlas. El chico de la tienda le dijo que se las llevaría a casa el sábado
por la mañana.
Lea subió a su habitación por la tarde para hablar con su jefe. Cada día
esperaba ese momento con ansia.
—Hola, Lea.
—Hola, Bruce, ¿todo bien?
—Sí, ¿cómo está?
—Genial. Hoy no puedo dedicarle mucho tiempo. Voy a salir a tomar
algo con mis hermanos antes de cenar y están esperándome.
—No se preocupe. Ya sé que hoy tengo que ver a Carla.
—¿Ha dedicado tiempo a su nueva novela?
—No, no consigo concentrarme.
—¿Por algo en especial? Puede que tanto sexo le haya bloqueado la
mente.
Bruce soltó una carcajada.
—Es usted muy buena. Me divierte hablar con usted.
—Era una broma, disculpe.
—No se disculpe por ser divertida. ¿Cuándo vuelve a casa?
—Pasado mañana. Mi madre y mis hermanos irán conmigo y se quedarán
unos días. Desde que vieron el regalo que le hizo Rex a mi madre, están
impacientes por conocerlo. Les dije que estaban saliendo juntos.
—¿Cómo se lo tomaron?
—Bien. Nos parecía raro que mi madre no hubiera salido con nadie
desde que mi padre murió. Así que todos estamos contentos. Puede que su
relación no llegue a buen puerto, pero al menos tendrá una experiencia y sabrá
que los hombres existen.
—Rex parece muy contento con su relación.
—Ella también.
—¿Tienen espacio en casa para todos?
—Rex les ha ofrecido a mis hermanos que se queden con él y han
aceptado. Bruce, tengo que dejarle, me están llamando.
—De acuerdo.
—Espero que su concentración vuelva pronto. Puede que sea porque ha
forzado demasiado su cerebro con las perversidades de su última novela.
—Es posible.
—Relájese y disfrute del sexo, ya que usted puede hacerlo. Dicen que el
sexo relaja. En unos días estará como nuevo para inventar nuevas
perversidades. Año Nuevo vida nueva.
—Siempre tan optimista.
—Sí, esa soy yo. Mañana no tengo que llamarle porque no tiene ninguna
cita. Espero que le vaya bien en la partida de póquer.
—Gracias.
Bruce, Hardy y Rex comieron juntos al día siguiente. Rex había vuelto
esa mañana de casa de su hermano.
—¿Cuándo vuelve Lea? —preguntó Hardy a Rex.
—Mañana. Su madre y sus hermanos vendrán con ella.
—Parece que a su madre le cuesta separarse de Lea.
—Está pasando una mala época. Sus hijos están en la Armada y pasa
mucho tiempo sin verlos, y ahora Lea se ha marchado de casa. Se siente sola.
—Nicole me dijo que Lea le había regalado un ordenador para Navidad
—dijo Bruce—. Puede que siga adelante con su idea del negocio ese de los
dulces. No creo que Lea la deje sola en casa, con un ordenador que no sabe
utilizar.
—Sí, esa chica no es de las que abandonan y le dijo a su madre que la
ayudaría.
—¿Qué hay entre su madre y tú? —preguntó Hardy.
—Esa mujer me gusta mucho.
—¿Cuántos años tiene?
—Cuarenta y cuatro.
—Es fantástico tener esa edad y una hija de veintiún años.
—Hardy, Nicole tiene tres hijos mayores que Lea. El mayor tiene
veintisiete, vuestra edad.
—¿Cómo es posible?
—Se quedó embarazada del chico con el que salía. Tuvo a su hijo a los
quince años.
—Vaya. ¿Cómo es? Me refiero a su aspecto.
—A eso te voy a contestar yo —dijo Bruce—. Siempre me has dicho que
Lea es un bombón.
—Es que lo es.
—Pues su madre es un bombón en su plenitud. Te aseguro que, de
encontrarla en algún local, tanto tú como yo intentaríamos seducirla.
—Bruce, te estás pasando —dijo Rex.
—¿Acaso no es cierto?
—Tienes razón —dijo Rex riendo.
—Te veo construyendo una nave para su negocio de repostería.
—Ojalá.
—¿Conoces a sus hijos? Has dicho que vendrían con ella.
—No, pero los conoceré, van a quedarse en mi casa unos días.
—¿A qué se dedican?
—Los tres son SEAL.
—¿Qué es eso? —preguntó Hardy.
—Los SEAL son un cuerpo de operaciones especiales de la Armada. Un
cuerpo selecto que opera en cualquier parte, aire, agua y tierra, de ahí el
nombre. Están entrenados para desenvolverse en cualquier situación por
extraña o difícil que sea. Lea me dijo que su hermano mayor es el jefe de su
unidad. Yo intenté en dos ocasiones pasar las pruebas para ser uno de ellos,
pero no lo conseguí.
—¿Y eso?
—A los SEAL los entrenan a conciencia durante cuatro semanas, y luego
una quinta y última a la que llaman la semana infernal. Y os aseguro que es
como estar en el infierno.
—¿Qué es lo que hacen? ¿Cuál es su misión?
—Trabajan en equipos de seis o siete hombres. Son lo mejor de lo mejor,
en todo. Los entrenan para hacer cualquier trabajo y luchar juntos, hasta la
muerte, si se presenta el caso. Los envían a los sitios más peligrosos, en
misiones que otros no pueden realizar. Permanecen lejos de la base y de sus
familias durante meses. No pueden comunicarse con ellos, porque sus
misiones son alto secreto. Conocí a algunos de ellos cuando estaba en la
Armada.
—¿Cómo son?
—Son los hombres con más sangre fría que he visto en mi vida. Todos
ellos son machos alfa. Esos hombres sonríen mientras afrontan el peligro. Son
letales, pero se comportan de una manera tan relajada que podrían engañar a
cualquiera. En sus misiones protegen con su vida a gente que no conocen. Os
aseguro que dan miedo, no por su físico, que en todos ellos es espectacular,
sino por lo que sabes que son capaces de hacer.
—¿Y en el trato con ellos? —preguntó Bruce—. Porque vas a tener a tres
de esos individuos en tu casa.
—Se muestran arrogantes, engreídos y muy seguros de sí mismo. Algo
parecidos a ti —dijo Rex mirando a Bruce y sonriendo—. Son sumamente
fríos y completamente relajados en cualquier ambiente, su inteligencia es fuera
de serie. Y se sienten superiores, pero sólo porque lo son.
—No parece que sean muy agradables —dijo Hardy.
—Lea dice que sus hermanos son fantásticos, y Nicole también.
—Son su familia, ¿qué van a decir?
—Lea los adora y según su madre, ellos a ella. Así que, Bruce, ándate
con cuidado.
—¿Cómo te llevas con Lea? —preguntó Hardy a Rex.
—Me encanta esa chica. Es fantástica.
—Pensaba que quien te gustaba era la madre —dijo Bruce.
—Sí, su madre también. No os podéis imaginar lo que ha hecho por mi
negocio. Se pasó un fin de semana sacando fotos de las cabañas, del río, del
bosque, y abrió una página ofreciéndolas. Al día siguiente empezaron a llamar
para hacer reservas. Lo tengo todo completo a partir del día siete de enero.
—Vaya con la pelirroja —dijo Hardy—. He de reconocer que a mí
también me gusta esa chica.
Bruce lo miró y Hardy le sonrió.
—Ha sido una comida interesante. Me ha gustado saber sobre ese
comando, para cuando me encuentre con ellos.
—¿Por qué vas a encontrarte con ellos? —preguntó Bruce.
—Porque Rex me ha invitado a cenar la noche de fin de año.
—A mí no me has invitado —dijo Bruce.
—Porque Nicole se adelantó y lo hizo ella.
—Así que cenaremos con tres SEAL —dijo Bruce.
—Y con su hermanita pequeña —añadió Hardy—. Ya puedes medir bien
tus palabras cuando te dirijas a tu asistente personal, porque sus hermanos
acabarían contigo en segundos.
—Tengo ganas de conocerlos —dijo Rex—. Es un orgullo que se queden
en mi casa.
Capítulo 11
Nicole, Lea y sus hermanos llegaron a las cabañas a las diez de la mañana
del sábado. Los tres hombres se instalaron en casa de Rex y las dos mujeres en
la cabaña de Lea. Nicole y Rex habían acordado que ella cocinaría en casa de
él y que harían todas las comidas allí, porque había más espacio. Mientras los
chicos se instalaban en sus habitaciones, Nicole guardó la comida que había
traído de casa en la nevera y luego fue al invernadero con Rex a coger algunas
verduras.
—Hemos invadido tu casa.
—Me alegro de ello —dijo Rex acercándose para besarla—. Me caen
bien tus hijos, aunque parece que no es recíproco.
—Dales un poco de tiempo. Saben lo nuestro y están de acuerdo, pero
quieren asegurarse de que eres bueno para mí.
—Te he echado de menos —dijo abrazándola.
—Y yo a ti, mucho —dijo ella besándolo de nuevo.
La mañana del viernes Lea habló con Edward, el editor, y ya sabía todo
lo que tenía que hacer con la novela, antes de enviársela.
—Deberíamos irnos —dijo Bruce poco antes de la una.
—Sí —dijo Lea cerrando el portátil.
Lea se sentía intranquila en el corto trayecto a casa de Rex, al estar en un
espacio tan reducido, con Bruce.
—Sabe que tiene llamadas pendientes de algunas mujeres, ¿verdad? Si no
se pone en contacto con ellas, empezarán a llamar de nuevo. Al menos dígame
qué he de decirles cuando llamen.
—No quiero ninguna lista con citas. Cuando llame alguna limítese a
decirle que estoy fuera y que la llamaré cuando vuelva.
—¿Lo hará?
—¿El qué?
—¡Llamarla!
—¿Le importa que lo haga? —dijo girándose para mirarla.
—¿Por qué iba a importarme? —dijo empezando a ruborizarse—. Pero si
no la llama insistirá y tendré que ser yo quien tenga que hablar con ella, otra
vez.
—Llamaré a todas las que llamen…, pero cuando me apetezca.
Lea entró en casa por la tarde al volver del trabajo. Rex estaba hablando
por teléfono.
—¿Hablabas con mi madre? —preguntó ella cuando colgó.
—Sí, me marcho en unos minutos.
—Vale.
—Tengo que hablarte de algo. Tu madre y yo lo hemos decidido juntos.
—¿Qué habéis decidido?
—No queremos que estés sola por la noche.
—No va a pasarme nada, y sabes que sé cuidar de mí misma.
—Lo sé. Pero todas las cabañas están ocupadas por gente desconocida.
—¿Crees que no podré defenderme si pasa algo?
—Eso no lo pongo en duda, pero es mejor que todos sepan que hay un
hombre contigo, así no pasará nada.
—¿De qué hablas? ¿Qué hombre?
—Bruce se quedará contigo hasta que yo vuelva.
—¿Perdona?
—Sí, ya sé que no os lleváis bien, pero es un hombre responsable y no se
acobarda fácilmente, en caso de que ocurra algo.
—¿Por qué no se lo has pedido a Hardy? ¿No crees que él también es
responsable?
—Por supuesto que lo es, pero tu madre no lo conoce bien, y confía en
Bruce. Y yo estoy de acuerdo con ella. Lea, tu madre me ha dicho que me
encargue de ello. No me hagas quedar mal.
—De acuerdo. ¿A qué hora vendrá?
—No lo sé.
—Intentaré que siga vivo hasta que vuelvas.
Lea y Rex se despidieron y poco después se marchó.
—¡Mierda! ¡Joder! ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Por qué ha tenido que
aceptar Bruce quedarse conmigo?
Bruce llegó a casa de Rex poco antes de las siete de la tarde. Abrió la
puerta y entró.
—Hola —dijo en voz alta para hacerse oír—. ¿Lea?
—¿Cómo ha entrado? —dijo la chica saliendo de la cocina.
—Rex me ha dado las llaves. ¿Qué hace?
—La cena.
—¿Le queda mucho para terminar?
—¿Acaba de llegar y ya está con exigencias?
—Tenemos que marcharnos en media hora.
—¿Marcharnos?
—Hoy es viernes, tenemos partida.
—Entonces no tenía que haber venido.
—Usted vendrá conmigo.
—Yo no iré con usted a ninguna parte.
—No voy a dejarla aquí sola. Le he prometido a su madre que cuidaría
de usted hasta que vuelva Rex y no voy a faltar a mi palabra.
—¿Por qué ha aceptado?
—Porque me lo ha pedido su madre.
—No me gusta esta situación. No me apetece tenerlo por aquí
merodeando.
—Eso es mutuo, creame. Pero tendremos que soportarlo. Cuando termine
la cena, la mete en un recipiente y nos la llevaremos.
—De acuerdo. Pero yo no iré con usted. Llamaré a Vivien y me quedaré
con ella.
—Usted irá donde yo vaya.
—También puede usted ir donde vaya yo.
—Lo haré, pero hoy tengo partida y me acompañará.
—Es usted un mandón.
—Llevaré mis cosas arriba —dijo sonriendo—. Rex me ha dicho que
ocupe la habitación del fondo, la que está junto a la de usted.
—¿Va a velar por mí mientras duermo?
—Para eso tendría que dormir con usted. Aunque, si quiere, yo no tengo
inconveniente —dijo mirándola y viendo como se sonrojaba.
Después de dejar las cosas en el dormitorio, Bruce bajó de nuevo y fue al
comedor. Sacó del maletín lo necesario para trabajar y lo extendió sobre la
mesa.
—Ya he terminado —dijo la chica desde la puerta.
—Vamos, entonces.
Bruce abrió la puerta del coche para que ella subiera. Se sentó y lo miró
seria. Él rodeó el vehículo y se sentó en el asiento del conductor, sonriendo.
—¿Dónde está Lys?
—La he dejado en casa. La he sacado un rato, antes de venir.
—¿Por qué no la ha traído?
—No sabía si le parecería bien.
—Prefiero tenerla a ella en casa que a usted. La recogeremos cuando
volvamos para que no pase la noche sola. Cuando usted se marche mañana
puede llevársela.
—No voy a ir a ningún sitio mañana, al menos sin usted.
—¿Piensa quedarse conmigo todo el fin de semana?
—Sí. Estará contenta, eso no lo ha conseguido ninguna mujer.
—Qué suerte tengo —dijo ella en plan sarcástico—. ¿No tiene ninguna
cita para mañana o el domingo?
—Sí, pensaba llamar a una amiga para quedar mañana por la noche, pero
tengo que cuidar de usted.
—No estará muy contento de tener que quedarse conmigo.
—Admito que en un principio no me gustó la idea, pero creo que
merecerá la pena. Podré conocerla mejor y… no sé, tal vez podamos
divertirnos, juntos.
Lea se giró para mirarlo, preocupada. Pero Bruce permanecía serio.
—¿A casa de quién vamos?
—De Hardy.
Ninguno de los dos dijo nada mientras iban de vuelta a casa, hasta que
pasaron por delante de la casa de Bruce.
—¡Para!
—¡Joder! Qué susto. ¿Qué coño pasa?
—Tenemos que recoger a Lys.
Bruce hizo marcha atrás y entró por el camino hasta la casa. Lea bajó del
coche. Abrió la puerta y la perrita salió.
—Hola, preciosa —dijo agachándose para acariciarla. La perrita empezó
a llorar contenta.
Bruce las miraba. En pocos días Lys se había encariñado con ella.
Aunque no le extrañaba, a él le había sucedido lo mismo.
—Iremos con el todoterreno, no quiero que me llene este de pelos —dijo
Bruce volviendo a subir al coche—. ¿Le importa coger las cosas de Lys?
—No.
—Los comederos están en la cocina y el pienso…
—Sé donde están —dijo interrumpiéndolo.
—Su cuna está en mi habitación.
—Vale.
Lea entró por primera vez en el dormitorio de Bruce. Era muy grande y
con dos ventanales enormes. Le pareció una estancia preciosa. Cogió la cuna y
bajó a la planta baja.
Cuando llegaron a casa de Rex, Lea cogió la cuna de la perrita y la bolsa
con las demás cosas. Entró en la cocina y puso agua en el bebedero. Bruce
entró tras ella.
—Ya está a salvo —dijo Bruce sonriendo—. Quiero decir en casa. No
conmigo.
—Pensé que iba a cuidar de mí —dijo mirándolo.
—Lo intentaré.
Bruce cogió la cuna y se dirigió a la escalera. Lea le siguió junto a Lys.
—Buenas noches —dijo la chica al llegar a su habitación.
—Será mejor que se quede la cuna, parece ser que Lys prefiere dormir
con usted —dijo al ver que el animal había entrado en el dormitorio de la
chica—. Y no me extraña, yo también lo preferiría. Deje la puerta entornada
por si quiere salir a beber.
Lea lo miró y él le sonrió. Otra vez la había hecho sonrojar.
—No pienso dejar la puerta abierta.
—Si lo dice por mí, puede estar tranquila. Le aseguro que usted no me
interesa lo más mínimo.
—Se pasa la vida contradiciéndose. Buenas noches —dijo entrando en la
habitación—.¡Usted no me interesa lo más mínimo! ¡Cabrón! —dijo en voz
baja e imitando la voz de él.
Lea se levantó poco antes del amanecer, se puso la ropa de correr y bajó
con Lys. Al salir a la calle se estremeció por la gélida brisa.
—Vamos, Lisie, empecemos a correr o nos congelaremos —dijo mientras
hacía estiramientos.
Lea sabía que había cometido un error, porque al estar con Bruce la
noche anterior, se había dado cuenta de que lo que sentía por él se había
incrementado. Y ahora sería mucho más duro verle cada día y no poder
besarlo ni acariciarlo. Tenía que pensar que había sido una aventura de una
noche, sin futuro ni opción a repetir. Además, no entendía por qué no quiso
hacerle el amor. Tal vez él no quería llegar tan lejos porque no se sentía
atraído por ella. Bien, era consciente de lo que habían hecho. De lo que ella le
había pedido que le hiciera. Y le estaba agradecida. Pero ahora tenía que
relegarlo a un rincón de su mente y cerrarlo bajo llave, para no volver a
pensar en ello.
Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Se sentía avergonzada por la
debilidad que sentía y por la forma en que él conseguía tentarla. Debatiéndose
con sus sentimientos decidió que las cosas tenían que seguir como antes de que
ocurriera, y ella iba a encargarse de ello.
Cuando volvió a casa fue directamente a ducharse. Salió del baño
envuelta en una toalla y otra en el pelo. Y al abrir se encontró a su jefe frente a
ella, con pijama.
—Hola, Bruce.
—Hola. ¿Por qué te has levantado tan temprano?
—Siempre me levanto al amanecer para ir a correr. Lys ha venido
conmigo —dijo mientras caminaba hacia su cuarto—. En secarme el pelo y
vestirme bajaré a preparar el desayuno.
—Vale —dijo sin apartar la mirada de ella, hasta que la puerta de Lea se
cerró.
Eran las dos y media de la mañana cuando Bruce vio el resplandor de las
luces de un coche. Apagó la luz y miró por la ventana. El hombre le abrió la
puerta a Lea y la besó apoyándola en el vehículo. Bruce no lo pudo soportar y
salió al porche.
—¿Quién es ese? —preguntó el acompañante de Lea mientras caminaban
hacia la casa.
—Mi niñera.
—En ese caso me marcho. Te llamaré.
—Vale.
El hombre subió al coche y se marchó. Lea tropezó al subir los peldaños,
pero Bruce ni se inmutó. Ella entró en la casa y él cerró la puerta.
—Te dije que no volvieras después de la una y media.
—Eso te confirmará que acatar órdenes no es lo mío.
—Y además de no haber obedecido, llegas borracha.
—No estoy borracha. No he bebido mucho, es que no estoy
acostumbrada.
Lea tropezó de nuevo mientras se dirigía a la escalera.
—¿No estás borracha?
—La culpa es de los zapatos, son demasiado altos y no controlo mis
pasos —dijo mirándolo con una sonrisa divertida.
Se quitó los zapatos con ayuda de los pies. Eso hizo que se tambaleara, y
no cayó al suelo porque Bruce la sujetó.
—Pensaba que no te gustaban los hombres mayores.
—He cambiado de opinión —dijo subiendo la escalera.
—¿Te has acostado con él?
—Todavía no. No quería parecer ansiosa en la primera cita. Pero me ha
besado, varias veces.
—¿Te ha gustado?
—No besa como tú.
—¿Qué significa eso?
—No sé, ha sido diferente. Supongo que cada hombre tendrá su estilo.
Pero me ha gustado. ¿Por qué me has esperado levantado?
—No te he esperado, estaba trabajando.
—Pues no lo demores por mí. Buenas noches —dijo entrando en su
dormitorio seguida de la perrita.
Bruce se despertó y vio a Nicole con los ojos cerrados en el sillón junto
a su cama.
—Ya estás despierto —dijo la mujer levantándose y acercándose a él. Lo
besó en la frente.
—No quería despertarte, lo siento.
—No estaba dormida. No podré dormir hasta que sepa que Lea está fuera
de peligro.
—¿Lea? ¿Qué le ocurre a Lea? Estoy aturdido.
—Es por los calmantes.
Nicole le contó lo que le había pasado a su hija.
—No sabes cuánto lo siento, Nicole.
—No es culpa tuya.
—Cuando la vi entrar en la habitación me quedé helado. Podrían haberla
matado.
—No creo que sea fácil acabar con ella. Sus hermanos la entrenaron
bien.
—Si no fuera así, ahora estaríamos muertos los dos.
—Hola —dijo Hardy al entrar en la habitación—. ¿Qué tal estás, Nicole?
—Mejor que Bruce, pero muy preocupada.
—No lo estés. Acabo de ver los resultados de las pruebas que le han
hecho a Lea y todo está bien, aunque tendrá que quedarse aquí unos días.
¿Cómo estás, Bruce?
—Muy aturdido.
—Tienes muchos huesos rotos y los calmantes que te están administrando
son muy fuertes. Pero te aseguro que sin ellos no soportarías el dolor. ¿Tienes
hambre?
—Sí, aunque no creo que pueda comer —dijo levantando el brazo y la
mano escayolada.
—Yo te ayudaré —dijo Nicole.
—Gracias. ¿Sabe Viv lo que ha ocurrido?
—Sí, todos hemos pasado la noche en el hospital. Vendrá a verte al
medio día. Voy a ir a casa a ducharme y a cambiarme y volveré. Diré que te
traigan el desayuno.
—Hola —dijo Rex entrando poco después y besando a Nicole—. ¿Qué
tal estás, Bruce?
—Hecho una mierda.
—Vengo de ver a Lys. Las puñaladas no alcanzaron ningún órgano vital,
pero ha perdido mucha sangre. Tiene el mismo problema que Lea. El
veterinario dice que la salvó al meterla en el coche envuelta en una manta.
—Lea nos ha salvado la vida a los dos —dijo Bruce sin poder evitar que
las lágrimas le resbalaran por las mejillas. Nicole le dio un pañuelo para que
se limpiara.
—Tranquilo, todo va a salir bien —dijo Rex.
—Rex, ¿vas a quedarte con Bruce un rato?
—Sí.
—Entonces iré a casa a traer ropa para Lea. Cuando se despierte querrá
cambiarse.
—Cuando se despierte y le den el alta querrá irse a casa y no pensará en
cambiarse —dijo Rex.
—Conociéndola, seguro que se trasladará a vivir a esta habitación y se
quedará mientras Bruce esté aquí.
Rayner miró a Nicole, sorprendido por sus palabras.
—James no tardará en aparecer. Quiere hablar contigo y con Lea —dijo
Rex después de que la mujer se marchara.
—Rex, mató a un hombre para salvarme a mí. Puede que necesite ayuda
psicológica.
—En ese caso, tendrás que hacerte cargo de la factura.
—Eso es lo de menos. No quiero que tenga problemas. Si hubieras visto
cómo se defendió. Fue increíble. Yo estaba aterrorizado y ella, sin embargo,
parecía de lo más tranquila. Mostraba una frialdad y una entereza
sobrecogedora. No sabía que la habían entrenado sus hermanos.
—Sí, hicieron un buen trabajo con ella.
—Parece que a ti te lo cuenta todo.
—Lea confía en la gente.
—En mí, no.
—Porque eres un cabrón.
Nicole volvió a la hora de comer y trajo comida suficiente para todos,
incluidos Hardy y Viv.
El comisario entró en la habitación después de comer. Nicole estaba con
Bruce y se la presentó.
—El médico me ha dicho que podía venir a hablar contigo, pero que tal
vez estuvieras algo aturdido. ¿Lo recuerdas todo?
—Sí. ¿Dónde están los que me atacaron?
—En el calabozo. Aún no les he tomado declaración. Antes quería que tú
y tu asistente me contarais lo sucedido.
Bruce le dijo a Nicole que fuera a tomar un café porque de lo que iban a
hablar no era agradable, pero ella quiso escucharlo.
Bruce supo que Lea estaba en su habitación, incluso con los ojos
cerrados. No sabría explicar cómo lo supo. Era como si sintiera su presencia
en la piel
Al verlo allí, tendido en la cama y en tan mal estado, se sentía agobiada y
parecía que iba a asfixiarse. No podía respirar y de pronto sintió unas
irrefrenables ganas de llorar. Se adentró en la habitación y se detuvo al lado
de la cama.
Bruce abrió los ojos. Bueno, no del todo, porque uno de ellos seguía tan
hinchado que era imposible que lo abriera.
—Estás aquí.
Lea vio cómo los ojos grises de Bruce brillaban y los latidos de su
corazón se aceleraron.
—Tu poder de observación es extraordinario, Bruce.
Él le sonrió. Y ella le dedicó una sonrisa tan brillante que Bruce tuvo que
parpadear porque se sentía cegado.
—¿Cómo te encuentras?
—Comparada contigo, estoy genial.
—Yo estoy bien jodido.
—Ya lo veo. Parece que he estado mucho tiempo dormida.
—Lys está bien —dijo Bruce.
—Oh, gracias a Dios. Tenía miedo de preguntarte por ella.
—¿Te han dado el alta? ¿Te vas a casa?
—Voy a quedarme aquí, contigo.
—¿Por qué?
—¿Porque qué?
—¿Por qué vas a quedarte conmigo?
—Porque soy tu asistente personal y tengo que estar a tu lado. Podemos
trabajar a ratos, cuando te sientas animado.
—Lea, no puedo ver bien. Y estoy tan aturdido que no puedo coordinar
mis pensamientos. No hace falta que te quedes. Tu madre ha permanecido
conmigo desde que llegué aquí. Ya habéis hecho más que suficiente.
—Si no quieres que me quede, dímelo y me marcharé.
—No he dicho que no quiero que te quedes. No sé de nadie mejor para
que me haga compañía, pero, ¿no crees que ya has hecho bastante?
—Si lo dices porque te salvé la vida, olvídalo. Te dije que eso
compensaba lo que tú hiciste por mí.
—¿Lo que yo hice por ti? Cariño, eso fue un placer para mí. De acuerdo,
te quedarás conmigo.
Lea le pidió a Hardy que utilizara su influencia para que llevaran un sofá
cama a la habitación de Bruce. Aprovechando que Nicole había ido a llevar a
su jefe café con leche y las magdalenas que a él le gustaban, Lea salió del
hospital para ir al veterinario a ver a la perrita y a casa de Bruce a coger unas
cosas.
—Hoy no estás muy hablador —dijo Lea cuando se quedaron solos por la
noche.
—No tengo nada que decir.
—¿Quieres que busque alguna película en la televisión?
—La televisión aquí es una mierda.
—Tienes razón. ¿Me descargo una en el ordenador y la vemos?
—No me apetece, pero puedes verla tú. Yo voy a dormir.
—Entonces dormiré también —dijo empezando a hacer la cama.
—No sé por qué no me dejan levantarme. A mis piernas no les pasa nada.
—Les dará miedo que te caigas. De todas formas, ¿adónde irías?
—A pasear por los pasillos. O al baño. ¿Sabes lo humillante que es que
tenga que hacer mis necesidades en la cosa esa?
—Puedo imaginármelo. Aunque tampoco deberías quejarte, dos mujeres
te asean cada día.
—¿Y crees que eso me gusta? Eso también es humillante. Y este pijama…
¿Has visto algo tan ridículo?
—Tienes razón. Si fueras a pasear por los pasillos irías enseñando el
trasero —dijo ella sonriendo—. ¿Necesitas algo antes de que me acueste?
—No. ¿Lo has pasado bien con Edward?
—Sí, muy bien. Es un hombre muy agradable.
—¿Ha intentado llevarte a la cama?
—No, ni siquiera lo ha insinuado.
—¿Te gustaría que lo hiciera?
—Te estás portando como un cretino con ese tema. ¿Por qué le dijiste que
me preguntara si quería acostarme con él? Hiciste que me avergonzara.
Aunque creas que soy una niña, no lo soy. Y te aseguro que soy capaz de
seducir a un hombre, sin tu ayuda. Yo veo a Edward como parte del trabajo.
De hecho, hemos pasado la comida hablando de su editorial, de tu novela y de
las giras que has hecho anteriormente. Me ha dicho que suelen invitarte a
cenas y fiestas. Voy a tener que comprar ropa para esas ocasiones.
—Compra lo que necesites y dame las facturas, yo me haré cargo.
—Tú no eres mi marido para que te hagas cargo de mi ropa. Además no
tendré que comprar muchas cosas. Vamos a ir a varios estados y podré repetir
la ropa.
—¿Eso quiere decir que vendrás conmigo?
—Antes has dicho que perdería mi trabajo, si no te acompañaba. No es
que me preocupe perderlo, pero no quiero hacerlo —dijo mirándolo y
sonriendo—. ¿Puedo preguntarte algo?
—¿Si te digo que no, desistirás?
—No. La ignorancia es una enfermedad y la única cura es hacer
preguntas.
—Lo suponía. Adelante.
—Tengo entendido que estuviste trabajando en un bufete, en Seattle.
—Cierto.
—Y que eras muy bueno.
—No te creas todo lo que oigas.
—¿Por qué te fuiste de allí?
—Después de publicar mi primera novela, me di cuenta de que me
gustaba más el trabajo de escritor que el de abogado. Yo había nacido aquí y
me gustaba esto. Aquí tenía amigos, Hardy, James, Peter y Jack. Nos
conocemos desde el colegio. En Seattle sólo tenía compañeros de trabajo. Me
apetecía volver y empezar aquí una nueva vida.
—¿Te has arrepentido en algún momento?
—No. Me gusta el silencio de mi casa y pasear por el bosque con Lys.
Tengo tranquilidad para poder concentrarme. Me gusta vivir aquí.
—A mí también me gusta esto. ¿Quiénes eran los hombres que entraron en
tu casa?
—Uno de ellos, el cabecilla, estuvo conmigo en el instituto. Era un matón
y todos lo temían. Me tenía entre ceja y ceja porque a mí no conseguía
intimidarme. Nos peleamos en dos ocasiones y en las dos salió malparado.
Era de esos que se meten con los que no pueden o no saben defenderse.
—Vaya, un cobarde. Y siguió siendo un cobarde hasta su último momento.
—Sí. A los otros dos no los conocía.
—¿Vas a dormir? —preguntó Lea cuando salió del baño por la noche, ya
con el pijama.
—Ahora no tengo sueño.
—¿Quieres que veamos una película en el ordenador?
—Será incómodo para ti, si tienes que estar en una silla.
—Puedo sentarme en la cama a tu lado. Si a ti no te importa.
—No me importa.
—¿Has visto Australia?
—No me suena.
—Entonces la veremos. Es un poco larga, pero creo que te gustará.
—De acuerdo.
—Me pondré en este lado para no hacerte daño en la mano escayolada.
¿Crees que si entra la enfermera me reñirá por estar en tu cama?
—Yo me encargaré de la enfermera.
Lea cogió el portátil y lo dejó sobre las piernas de él. Se quitó las
zapatillas, se subió a la cama y se tapó con la manta que había a los pies de la
misma.
Poco después estaban viendo la película. Y un poco más tarde Lea estaba
dormida apoyada en el hombro herido de Bruce.
Él se concentró en la película para no pensar en ella. Y cuando terminó se
vio con el ordenador sobre las piernas y sin saber qué hacer. Hardy entró
media hora después y sonrió al verlos. Bruce abrió los ojos.
—Vaya, vas avanzando a la carrera.
—Se ha dormido mientras veíamos una película.
—Y no querías despertarla.
—No. Y eso que me está matando el dolor del hombro. ¿Puedes llevarte
el ordenador?
Hardy lo cogió, lo apagó y lo dejó sobre la mesa.
—¿Puedes cogerla en brazos y acostarla en su cama?
—Claro —dijo Hardy retirando la manta—. Creía que estaba metida en
la cama contigo.
—Dijiste que era una buena chica.
—Y lo creo, pero no sé…, pensé que la habías convencido para que se
metiera contigo dentro.
Hardy la acostó en la cama y la tapó.
—¿Cómo te encuentras?
—Me he sentido bien viendo la película, con ella a mi lado.
—Me lo imagino.
Lea estaba nerviosa. Había pasado más de una hora desde que Bruce
había salido de la habitación y no sabía nada de él. Estaba en el pasillo
apoyada en la pared cuando lo vio aparecer. Un celador empujaba su silla de
ruedas. Bruce levantó la mano para mostrarle que la escayola había
desaparecido y ella le sonrió.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó después de que el chico saliera con la
silla de ruedas—. ¿El médico ha dicho que todo está bien? ¿Podemos
marcharnos a casa?
A Bruce le gustó que dijera marcharnos a casa.
—Creo que ha ido bien —dijo levantando la mano y moviendo los dedos
—. Me han hecho unas radiografías. El médico vendrá después de verlas.
—¿Te duele? —preguntó ella acariciándole los dedos.
Bruce la miró y ella le devolvió la mirada. Los ojos de él estaban
brillantes y Lea se estremeció. El pulso se le disparó bajo la atenta mirada de
él, pero no bajó la cabeza sino que le mantuvo la mirada.
El médico entró media hora después acompañado de una enfermera.
—¿Está todo bien? —preguntó Bruce levantándose.
—¿Podría dejarnos solos? —dijo el médico a Lea.
—Puede hablar delante de ella con toda libertad —dijo Bruce.
—De acuerdo. Siéntese, señor Rayner.
Bruce se sentó en el sofá y Lea a su lado. Ella le cogió la mano. El
médico se apoyó en la cama.
—Las radiografías muestran que todo está bien. Notará hormigueo en los
dedos durante unos días. Sé que su trabajo es escribir, pero por el momento no
quiero que fuerce la mano. Puede hacerlo durante unos minutos, tres o cuatro
veces al día. Tiene que acostumbrarse poco a poco. Le he traído esta pelota
para que ejercite la mano y los dedos —dijo entregándosela—. Quiero que
pase la mayor parte del día apretándola y aflojándola.
—De acuerdo.
—Las costillas no están completamente soldadas, pero se están
recuperando bien, aunque tendrá que llevarlas vendadas. Quiero que se eche
en la cama, al menos tres veces al día durante una hora. Si es más tiempo,
mejor. Y debe dormir ocho horas por la noche. Cuando se siente ha de estar
recto, de todas formas, ya habrá notado que siente molestias cuando no lo
hace.
—Sí, lo sé.
—Quiero que venga a mi consulta el día once —dijo entregándole el
papel con la cita que Bruce le pasó a Lea—. Ese día le harán radiografías y
veremos si todo está bien.
—Vale.
—No conduzca en las próximas dos semanas. La enfermera le curará
ahora la herida del hombro y le explicará cómo proceder. Tendrá que hacer lo
que ella le diga hasta que esté completamente curada.
—¿Cuándo puedo irme a casa?
—Tan pronto recoja sus cosas. Puede recoger el alta firmada en el
mostrador del pasillo.
—Estupendo.
—La enfermera le dará unos calmantes por si los necesita.
—No quiero más calmantes.
—Bien. Pues eso es todo. Ha sido un placer ocuparme de usted. Lo veré
en mi consulta.
—Gracias por todo —dijo Bruce dándole la mano.
—¿Le importa quitarse la camiseta? —preguntó la chica después de que
el médico se marchara.
Lea estaba prestando toda su atención mientras lo curaba.
—No restriegue la herida cuando se duche. Y después de secarse aplique
esta pomada y cúbrala. En unos días verá que la herida está seca y sólo
entonces podrá suspender las curas. Le quedará una fea cicatriz.
—Así recordaré ese día —dijo mirando a Lea.
—Las costillas tienen que seguir vendadas, excepto cuando se duche.
—Vale.
La enfermera le dio a Lea todo lo necesario para las curas.
—Gracias.
Lea puso los ojos en blanco cuando la enfermera abandonó la habitación.
—¿Qué?
—Pensé que iba a comerte con los ojos. ¿Todas las mujeres se quedan
embobadas contigo?
—Tú no lo haces. ¿Estás celosa?
—Llamaré a mi madre para que no traiga la comida y le diré que
comeremos con ellos —dijo ella ignorando sus palabras.
—¿Vamos a comer en tu casa?
—Sí. Vístete —dijo ella, dejando los vaqueros y el suéter que le había
traído sobre la cama—. Larguémonos de aquí.
Lea guardó las cosas de Bruce en la bolsa de viaje. Cuando salió del
baño con la bolsa de aseo, Bruce estaba intentando abrocharse el vaquero.
—¿Puedes ayudarme? No puedo abrocharme los botones.
—Vaya, por Dios —dijo ella mirando la cinturilla del pantalón y el vello
que se escondía por su interior.
A Bruce no le pasó desapercibido el rubor de sus mejillas. Lea se acercó
a él y le abrochó los cuatro botones sin perder tiempo. Y él sonrió al verla tan
incómoda.
—Empieza a ejercitar la mano con esa pelota o tendrás que ir con
chándal.
—¿Tienes problema en abrochar unos botones?
—Sí, si no son míos.
Capítulo 16
—Eres un hombre con suerte —dijo Lea cuando salieron de su casa y
mientras conducía.
—¿Por qué lo dices?
—Te preparan las tres comidas del día y además, te regalan verduras y
hortalizas.
—Tienes razón, aunque pago para que me preparen las comidas.
—Ah, lo había olvidado.
Entraron en la casa seguidos de la perrita.
—¿Vas a acostarte?
—No, por Dios, estoy harto de estar acostado.
—El médico ha dicho que tienes que acostarte una hora, unas cuantas
veces al día. Deberías hacerlo ahora.
—¿Estarás aquí cuando me levante?
—Sí. Me ocuparé del correo y de los mensajes del teléfono. Y luego
prepararé la cena.
—En ese caso, me acostaré —dijo caminando hacia la escalera. De
pronto se detuvo—. ¿Te importa desabrocharme el pantalón?
Lea se acercó a él y lo hizo sin mirarlo.
—Cuando te levantes ponte un pantalón de chándal.
Bruce le dedicó una sonrisa deslumbrante y Lea sintió tal deseo por él,
que experimentó verdadero dolor físico.
Bruce sólo pretendía estar echado un rato, pero se había dormido y se
despertó tres horas más tarde. Entró en la cocina. Lea estaba preparando la
cena y no tuvo que mirar hacia atrás para saber que él estaba allí. Percibió su
presencia igual que se siente la brisa en la piel.
—Hola.
—Pensaba que tendría que subir a buscarte —dijo volviéndose para
mirarlo.
—Me he dormido.
—Eso está bien.
—¿Qué estás preparando?
—Cordero al horno y una ensalada.
—Me muero de hambre. ¿Te quedas a cenar conmigo? —dijo sentándose
a la mesa.
—Sí. Cenaremos en diez minutos. ¿Cuándo sueles ducharte, por la
mañana o por la noche?
—¿Por qué? ¿Quieres ducharte conmigo?
—¿Eres tonto o qué? Lo digo porque vives solo y tendré que ser yo quien
te cure.
—Solía ducharme por las noches, después del gimnasio.
—Si quieres te duchas después de cenar y te curaré antes de irme.
—De acuerdo. Creo que luego me acostaré. A pesar de todo lo que he
dormido, me encuentro cansado. ¿Había algo importante en el correo o en los
mensajes?
—Nada que no haya podido solucionar. Había un par de mensajes de
gente que no conozco, te he dejado las notas en tu mesa. Y otros de unas
cuantas mujeres.
—Olvídate de concertarme citas. No voy a ver a ninguna mujer, de
momento.
—De acuerdo —dijo aliñando la ensalada y poniéndola en la mesa.
—Tengo que disculparme por lo que te he dicho hoy en el hospital.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella sirviendo la cena en los platos y
sentándose a la mesa.
—A las razones que te he dado para que no seamos amigos.
—Disculpas aceptadas —dijo sin mirarlo.
—No me disculpo por lo que te he dicho, sino por habértelo dicho.
—Sí, no deberías haberlo hecho. Empiezo a pensar que a veces me
hablas sólo para avergonzarme. No me has engañado ni por un momento. Tú
no me deseas, pero disfrutas haciéndome sentir incómoda. He llamado a
Edward para decirle que ya estás en casa. Vendrá a verte esta semana.
—¿A mí o a ti?
—¿A mí? ¿Por qué iba a querer verme a mí?
—Porque le gustas.
—No digas tonterías. ¿Por qué dices algo así? Dijiste que no crees en el
amor.
—El amor es una enfermedad maligna que lo destruye todo a su paso.
Pero he dicho que le gustas, no tiene nada que ver con el amor.
—Parece que vayas por la vida sin sentir... nada.
—Tal vez sea así.
—¿Cuáles son tus sueños?
—Yo no tengo sueños, sino pesadillas. Cuando no esperamos nada es
cuando tenemos el control de nuestra vida. Soñando con el futuro
desperdiciamos el presente.
—Todo el mundo tiene sueños.
—Yo no.
De pronto Bruce deseó sentir ese suave cuerpo junto al de él. Deseó
saborear de nuevo sus labios. Quería que la mirada triste que tenía ella en ese
instante y esa lástima escondida en su silencio se convirtieran en una mirada
de deseo, de pasión por él. Deseaba la mirada que vio en ella cuando entró en
la cocina hacía escasos minutos. Esa mirada que se concentró en él. Vio en sus
ojos deseo, sólo por un instante, pero estaba completamente seguro que lo
deseó. Y Bruce necesitaba penetrarla y saciarse de ella.
Interrumpió su erótica fantasía y la miró fijamente, y Lea no apartó sus
ojos de él. Esa mirada era la de un hombre experimentado, como él, y era más
maduro de lo que representaba su edad. Era una mirada íntima y seductora que
advertía que era un mujeriego. Y Lea se maldijo porque eso, aún la atraía más.
—¿Cuál es tu sueño?
—Me gustaría ser la persona más importante en la vida de un hombre.
—Otra vez con el amor. ¿Por qué sueñas con el futuro? El futuro es un
papel en blanco a la espera de que se escriba.
—Hablar contigo de amor, sentimientos o emociones es una pérdida de
tiempo. Pensé durante mucho tiempo que era fría, pero comparada contigo, era
tan cálida como las aguas del Caribe.
—Supongo que la señorita exmoratoria sexual tiene sus buenas razones
para hablar de ello.
—Sí, ahora sé que soy cálida y apasionada. Y tú eres frío como un
iceberg.
—Puede que sea frío en ciertos asuntos, pero no respecto al sexo.
—Para mí eres frío en todos los aspectos.
—Cuando estuvimos juntos en casa de Rex no oí que te quejaras.
—Estaba un poco bebida —dijo sonriendo.
—Entonces tendré que demostrártelo un día.
—Puedo asegurarte que eso no va a ocurrir. ¿Quieres postre? He
preparado macedonia de frutas.
—Tal vez luego.
—Lo dejaré en la nevera —dijo levantándose—. Si no te importa,
dúchate mientras recojo la cocina y te curaré luego. Quiero irme a casa.
—Vale. Te llamaré cuando acabe. Despégame el esparadrapo de la
venda, lo tengo en la espalda.
Cuando Bruce la llamó, Lea cogió la bolsa con lo de las curas y subió al
dormitorio. Repiró hondo al verlo sentado en la cama sólo con el pantalón del
pijama.
—Te curaré primero el hombro.
Lea estaba concentrada en lo que hacía, pero sabía que él la estaba
mirando fijamente. Cada vez que rozaba la piel con los dedos notaba el mismo
hormigueo en el pecho y en su sexo, que había sentido cuando él la acarició en
casa de Rex. Y por supuesto, se sonrojó.
Se ruborizaba tan fácilmente que Bruce sintió lástima de ella. Aunque
tenía que admitir que disfrutaba con el proceso.
Después de que le curara el hombro, Bruce se puso de pie para que le
vendara el torso. Lea pasaba las manos por detrás de él, rodeándolo con la
venda, y al hacerlo se pegaba a su cuerpo. Se humedeció los labios y a Bruce
se le secó la garganta al verla. De pronto, el cansancio que había sentido
minutos atrás desapareció de su cuerpo. En ese instante deseaba empotrarla
contra la pared y hundirse en ella hasta el fondo. Estaba excitado y su erección
era más que evidente. ¡Joder! Esa chica no lo sabía, pero tenía el poder
absoluto de su sexo. Santo Dios, estaba comportándose como un principiante.
Tuvo la tentación de abrazarla y reclamar su boca, pero logró controlarse.
—¿Vas a quedarte cada día hasta por la noche para curarme?
—Si algún día no puedo por alguna razón, buscaré a alguien para que lo
haga. Soy tu asistente y tengo que solucionar tus problemas.
—¿Todos?
—Todos los que pueda. Ya he terminado. Le pondré a Lys la comida antes
de marcharme.
—Gracias… por todo.
Era el primer día en casa de Bruce después de que volvieran del hospital.
Trabajaban a ratos, Lea tomando notas y escribiendo lo que Bruce le dictaba.
Ya no estaba acostumbrada a trabajar frente a él y estaba algo desconcertada.
Y además, Bruce la miraba como si estuviera viendo algo que nadie más era
capaz de ver. En parte le parecía halagador, pero al mismo tiempo la
inquietaba.
—Hola —dijo Lea al abrir la puerta de la calle y ver a Edward.
—Hola. No sé cómo lo haces, pero cada vez que te veo estás más guapa.
Bruce maldijo cuando escuchó la voz de su editor. Edward le caía bien y
eran amigos, pero sabía que estaba interesado en Lea y eso no le gustaba.
—Hola, Bruce —dijo entrando en el despacho.
—Hola —dijo él levantándose y dándole la mano.
—¿Cómo estás?
—Mucho mejor. Siéntate, por favor. ¿Qué te trae por aquí?
Edward se sentó en el sofá y Bruce frente a él.
—¿Os apetece un café?
—Sí, gracias —dijo Bruce.
—He venido a hablar de la gira.
—Podías haber llamado.
—Lo sé. Pero quería verte. Las portadas de tu novela quedan genial en
esa pared.
—Gracias.
—¿Puedes concentrarte teniendo la foto de Lea ahí?
—La tengo sentada frente a mí cuando trabajamos, ya estoy
acostumbrado.
Lea entró con los cafés. Estuvieron hablando de las fechas posibles para
comenzar la gira.
—Has dicho que tienes que ver al médico el día once. ¿Qué te parece si
salís el viernes quince?
—Me parece bien.
—Lo arreglaré para ese día. Te enviaré un email con todo detallado —le
dijo a Lea.
—De acuerdo.
—¿Tienes otra novela en mente?
—Sí, aunque en estos momentos estoy algo descentrado.
—Es normal. ¿Te apañas bien con las comidas?
—Lea se encarga de ello y de curarme por la noche.
—Ya me gustaría a mí encontrar una asistente como tú —dijo el editor
mirándola.
—Ya te dije que soy muy eficiente —dijo sonriendo—. ¿Te quedas a
comer?
—No, he quedado con alguien, pero te lo agradezco.
Lea bajó a desayunar a las ocho del día siguiente. Su madre estaba en la
cocina tomando un café.
—Buenos días, mamá.
—Hola, cariño.
Lea se preparó el desayuno y se sentó frente a su madre.
—No tienes buena cara.
—No he podido dormir bien. Bruce me besó anoche.
—¿Por eso no has dormido?
—No porque me besara, sino por lo que dijo después de hacerlo.
—¿Qué dijo?
—Que lo sentía. Tal vez debería dejar el trabajo.
—¿Es lo que quieres?
—No, pero es lo que debería hacer. Lo pensaré seriamente cuando
volvamos de la gira —dijo secándose las lágrimas.
—No te preocupes. Todo se arreglará con el tiempo. Llámalo y dile que
te has levantado con fiebre. O mejor aún, lo llamaré yo.
—Si no voy pensará que estoy asustada por lo del beso. Y no voy a darle
esa satisfacción. Lo que necesito es olvidarme de él.
—No va a ser fácil, viéndolo cada día.
—Ayer me derretí en sus brazos mientras me besaba. Apuesto a que sabe
que siento algo por él. Ese hombre parece que tiene el poder de leer mis
pensamientos.
—El chico con el que salí el sábado me trajo a cenar aquí —dijo ella
cuando entraron en el restaurante.
—De haberlo sabido, te habría llevado a otro sitio.
Bruce la ayudó a quitarse la chaqueta y luego separó la silla para que se
sentara.
—Te comportas como un caballero, pero sigues siendo un capullo.
—Gracias —dijo él sonriendo y sentándose frente a ella—, por lo de
caballero.
Pidieron la comida y el camarero se retiró.
—Háblame de ti.
—¿De mí? —preguntó Bruce.
—Sí, de algo que no haya leído en Internet. No sé…, sobre ti y Hardy. O
de Vivien. Cómo los conociste, por ejemplo.
Bruce le habló del colegio y del instituto. Le contó cómo lo había
ayudado el padre de Hardy al darle trabajo. Luego le habló de Vivien y de su
familia. Pero no mencionó nada sobre su propia familia. Luego él le preguntó a
ella y Lea le habló del instituto y de la universidad. Le contó cosas de su
padre. Y de la relación que tenía con sus hermanos.
Bruce se estremecía cuando ella le contaba algo divertido y se reía. Su
entusiasmo era contagioso. Si hubiera podido elegir un momento para detener
el tiempo, habría sido uno de esos momentos que ella se reía y sus ojos
brillaban de felicidad. Esa chica resplandecía cuando estaba contenta.
Bruce había sido la compañía sublime para una comida perfecta. Lea no
había esperado nada de él, pero Bruce se había comportado con una sutil
amabilidad. Y había sido considerado. Su comportamiento le había hecho
olvidar que ese hombre era un grosero desalmado. Habían estado charlando
como si fueran dos buenos amigos.
Mientras caminaban hacia el coche, cogidos de la mano, Bruce pensó que
esa chica era perfecta. El deseo por ella bullía en su interior y se preguntó si
habría algo más provocador para un hombre, que una mujer perfecta.
Capítulo 17
Bruce fue a casa de Rex con la perrita. Ese día se marchaban de gira y
Nicole le había invitado a comer para despedirse. Además se había ofrecido a
quedarse con Lys mientras estuvieran fuera. Después de comer, Bruce metió el
equipaje de Lea en el coche y se fueron a su casa. Un coche les recogería a las
tres para llevarlos al aeropuerto.
Lea se asombró al ver la diferencia que había de viajar en primera clase,
a hacerlo en clase turista. Lea se durmió tan pronto despegó el avión. Bruce no
pudo dormir, pero pasó todo el vuelo con los ojos cerrados, pensando en ella.
No podía desprenderse de la idea de que la deseaba. Y ese deseo era el más
claro de todos los que había experimentado hasta el momento. Se había dado
cuenta de que necesitaba a esa chica, y esa necesidad era más potente y
profunda, que cualquier necesidad que hubiera tenido en su vida. En su interior
había brotado un sentimiento de posesión hacia ella tan feroz, crudo y
delicado, que se confundía con la misma desesperación.
—Lea, despierta. Vamos a aterrizar.
—¡Mierda! Me he dormido. Anoche no pude descansar por la expectativa
del viaje.
—Mejor, así se te ha hecho más corto.
—Quería disfrutar de este vuelo, porque era el más largo que Íbamos a
hacer.
—Yo he estado despierto y te aseguro que me he aburrido como una
ostra.
—¿Por qué no me has despertado? Podríamos haber hablado.
—Mejor que hayas dormido. Las próximas semanas van a ser agotadoras.
Lea alucinó con las habitaciones contiguas que les asignaron en el hotel.
—Mi habitación es preciosa —dijo Lea entrando por la puerta que las
comunicaba.
—Supongo que será como la mía.
—He llamado a mi madre, a Hardy y a Viv para decirles que hemos
llegado bien. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Pedir que nos suban algo de cenar. Luego me ducharé y me acostaré.
—¿No vamos a bajar al restaurante?
—No. ¿Cuántos días estaremos aquí?
—Hasta el domingo al medio día, que saldremos para Boston. Mañana
tienes que ir a firmar por la mañana y por la tarde. Y tienes que asistir a un
cóctel a las ocho.
—Estoy cansado antes de empezar.
—¿Diga? —dijo Lea contestando a la llamada.
—Soy Deborah Holt, páseme con el señor Rayner.
—El señor Rayner está ocupado. Dígame lo que quiere y se lo
comunicaré.
—Yo no hablo con empleadas.
—Entonces lo lleva claro.
—Dígale al señor Rayner que le espero en el bar del restaurante.
Tomaremos una copa antes de cenar.
—Se lo diré. Si decide no bajar, la volveré a llamar —dijo Lea antes de
colgar.
—¿Quién era?
—Holt. Me ha dicho que no habla con empleadas. Te espera en el bar del
hotel para tomar una copa antes de cenar.
—Has conseguido lo que querías. Cenaremos en el restaurante.
—Holt ha dicho que te esperaba a ti.
—Y tú me acompañarás.
—De acuerdo —dijo ella sonriendo—. ¿Tengo que cambiarme?
—Yo no pienso hacerlo.
—Entonces yo tampoco. Seguro que no le va a gustar que aparezcamos
con vaquero.
—Ese es su problema.
Bruce apretó el botón para llamar el ascensor.
—Espero que te comportes —dijo él cuando salieron del ascensor.
—Yo siempre me comporto, aunque no siempre bien —dijo ella
empleando las mismas palabras que él le había dicho unas semanas atrás.
Bruce la miró sonriendo.
—Entoces, espero que ella se porte bien y no te haga enfadar.
—Ya sabes que tengo mucho aguante.
—Es cierto, pero también sé que no sueles quedarte callada.
—¿Quieres que sea dócil y sumisa... con ella?
—Por Dios, no. Eso sería lo último que quisiera ver.
Lea reconoció a Holt tan pronto entraron en el bar, por cómo miraba a su
jefe de arriba abajo. A medida que se acercaban pudo apreciar la sorpresa en
el rostro de la mujer. Sin duda acababa de descubrir que ella era la portada de
la novela de Rayner.
—Señor Rayner —dijo acercándose a ellos y tendiéndole la mano—. Soy
Deborah Holt, un placer conocerlo.
—Mucho gusto —dijo estrechándosela—. Le presento a la señorita
Hawkins.
—Hola —dijo prácticamente sin mirar a Lea.
—Hola —dijo Lea divertida. Le gustaba ver a esa mujer desconcertada.
—¿Tomamos una copa?
—Si no le importa, preferimos ir directamente a cenar. Estamos cansados
—dijo Rayner.
—En ese caso, vayamos al comedor.
Bruce se colocó entre las dos mujeres y se dirigieron al restaurante.
—Siento mucho lo que le sucedió. ¿Se encuentra bien?
—Sí, estoy totalmente recuperado.
Bruce separó la silla para que Lea se sentara, luego se sentó frente a ella.
Holt lo hizo a un lado.
—¿Ella fue quién le salvó la vida?
—Sí.
—Mañana a las diez tiene que firmar en una librería —dijo Holt después
de que pidieran la cena—. Y por la tarde a las cuatro en otra.
—Me lo ha dicho mi asistente.
—Le recogeré a las nueve y cuarto en la puerta del hotel.
—Allí estaremos.
—Supongo que habrá traído varios trajes.
—Supone bien.
—Procure no repetir el traje estando en la misma ciudad. Nos
encontraremos con periodistas y sería conveniente que no fuera vestido
siempre igual.
—Lo tendré en cuenta.
—Mañana asistiremos a un cóctel en su honor. Asistirán el alcalde y
algunas personas influyentes.
—Bien.
—No tiene que preocuparse por nada, porque yo vendré a recogerlo
siempre y le recordaré con antelación la hora de cada evento.
—No hace falta que se lo recuerde —dijo Lea—. Tengo el horario y el
lugar de todos los actos a los que tenemos que asistir.
—Si tiene alguna duda sobre algo —dijo Holt, ignorando las palabras de
Lea—, o necesita cualquier cosa, llámeme. A cualquier hora del día o de la
noche.
—Si tengo alguna duda, mi asistente la llamará. Y si necesito algo, ella se
ocupará.
Lea lo miró con una sonrisa de satisfacción.
Por la tarde estuvieron en otra librería. Bruce miraba hacia Lea, que
permanecía en un rincón, para cerciorarse de que seguía allí. Una de las veces
que la miró vio que Holt estaba a su lado. Al principio pensó que su asistente
estaba tensa, pero poco después la notó relajada e incluso le había sonreído a
Holt.
Mientras Lea lo veía reírse con las mujeres que se acercaban a él, algo
empezó a deshacerse dentro de ella. Algunos hombres incitaban a las mujeres
a tener fantasías con ellos, se decía suspirando.
Cuando terminaron, Holt los llevó al hotel.
—Has estado de pie todo el día. Estarás cansada —dijo Bruce cuando
llegaron a la habitación.
—Menos mal que llevaba zapato plano. Así y todo, estoy muerta.
—He visto que hablabas con Holt en la librería. ¿Te ha molestado?
—Creo que he sido yo quien la ha molestado a ella.
—¿Qué has hecho?
—Le he dicho que me estaba acostando contigo.
—Pensaba que te ocultabas, porque no querías que nadie te reconociera y
pensara eso.
—Y es así. Pero se ha acercado a mí y me ha preguntado: ¿Le ha costado
mucho ser la portada de la novela de Rayner? He visto envidia en su mirada.
Ella sí quiere acostarse contigo.
—¿Qué le has contestado?
—Le he dicho que no me había costado mucho. Quería dejarlo ahí, pero
ha insistido diciendo: ¿Cuántas veces tuvo que acostarse con él para
conseguirlo? Después de eso he cogido confianza. Ella daba por hecho que
nos habíamos acostado, así que le he dicho: Para conseguir la portada, una
sola vez.
Bruce se rio.
—Pero esa tía no había acabado y ha dicho: Vaya, debe ser muy buena
en la cama. Y entonces le he dicho que la primera vez no tenía mucha
experiencia, por ser tan joven, pero que tú me estabas poniendo al día, porque
a ti no te faltaba experiencia. Luego ha insistido preguntándome qué había
sacado de ti. Primero le he dicho que no era asunto suyo, pero he añadido que,
el sexo contigo era más que suficiente.
—Lo siento —dijo él, aunque estaba sonriendo.
—Pues yo no lo siento. Esa mujer estaba muerta de rabia.
—Me has dejado en muy buen lugar.
—Ya sabes que soy muy eficiente y tengo que hacer todo para que quedes
bien.
Lea pasó una mañana genial. Fueron a desayunar a la cafetería que Bruce
le había mencionado. Pasearon por las calles, antes de que la ciudad se
despertara. Hacía un frío de muerte y Bruce la rodeaba con el brazo para
acercarla a él. La llevó a hacer un rápido recorrido turístico y teminaron
sentados en un banco en Central Park, comiendo un perrito que habían
comprado en un puesto en la calle.
—He pasado una mañana inolvidable —dijo ella mientras volvían al
hotel.
—Te conformas con poco. Te traeré a Nueva York en otra ocasión y
dispondremos de tiempo para verlo todo.
—¿Voy a ir de vacaciones con mi jefe?
—Vacaciones no, vendremos a trabajar, pero veremos la ciudad en los
descansos.
—Vale —dijo ella sonriendo, aunque sabía que eso no ocurriría.
—¿Qué tal ha ido el vuelo con Holt? —preguntó ella cuando salieron del
hotel.
—Bien. Nada más sentarme he cerrado los ojos para hacerme el
dormido, y me he dormido de verdad. ¿Y tú?
—Mis acompañantes eran agradables. A un lado tenía a un hombre de
negocios de Nueva York y al otro a un estudiante universitario que iba a casa a
pasar unos días. Hemos visto una película en su ordenador, compartiendo los
auriculares.
—Siempre tan sociable. Lea le sonrió.
Pasaron una tarde fantástica. Demasiado fantástica, se dijo Bruce. Se
estaba divirtiendo en esa gira y le gustaba estar con ella. Pero no le pasó
desapercibida la forma que tenía Lea de mirarlo. Esa chica era totalmente
transparente y sabía que sentía algo por él. Y eso tenía que acabar. Le estaba
dando pie a que se acercara demasiado a él y se arrepintió de haberla llevado
a conocer la ciudad.
—¿Qué planes tenemos en Boston? —preguntó Bruce cuando volvían al
hotel.
—Mañana tienes firma por la mañana y por la tarde. El martes, también
por la mañana.
—¿Tenemos algo para mañana por la noche?
—No.
—Bien. Mañana trabajaremos cuando volvamos al hotel. Quiero
adelantar la novela.
—Perfecto. Podemos aprovechar todos los ratos libres que tengamos
para trabajar.
Lea le dio las buenas noches y fue a su habitación. Había notado a Bruce
diferente desde que habían vuelto al hotel, pero no le dio mayor importancia,
debido a su temperamento impredecible.
Los siguientes días transcurrieron como los anteriores. Los ratos que
tenían libres los aprovechaban para trabajar. Bruce había comido con Holt un
par de veces, pero Lea no los acompañó. Estuvieron un día en Washington
D.C., un día y medio en Filadelfia y otro en Columbia. Lea no había vuelto a
flirtear con Bruce. Únicamente estaban a solas cuando estaban trabajando o
cuando subían a acostarse.
La noche anterior habían llegado a Miami y ese día se levantaron
temprano. Lea salió a la terraza que compartía con la habitación de Bruce y se
encontró allí con él.
—Buenos día —dijo Bruce.
—Buenos días. Este calor es una delicia.
Tú sí que eres una delicia, pensó Bruce mirando ese escueto pijama que
dejaba sus piernas a la vista.
—¿Qué planes tenemos aquí? ¿Qué día es hoy?
—Lunes. Hoy tienes firma a las diez y a las cuatro. Esta noche tienes que
asistir a una fiesta. Asistirán algunas personalidades destacadas. Hay que ir
con traje, pero de manera informal. Te librarás de la corbata.
—Estupendo.
—Mañana firmas por la mañana. Después de comer tienes dos entrevistas
en los dos periódicos más importantes de la ciudad. Y una aparición breve en
las noticias de la tarde, en la cadena principal de televisión.
—Al menos no tenemos nada mañana por la noche.
Lea se levantó a las siete y media cuando sonó la alarma. En dos horas
tenían que salir para el aeropuerto. Pidió el desayuno y mientras lo subían
preparó la maleta. Después de desayunar se maquilló y se vistió. Eligió el
perfecto atuendo de la asistente personal. Falda negra estrecha por encima de
la rodilla y con un pequeño corte a un lado. Camisa blanca de seda y chaqueta
negra. Se puso los zapatos más altos que tenía, eran negros y con diez
centímetros de tacón. A las nueve y veinte salió de la habitación con el
equipaje. Bruce bajó cinco minutos después. Holt les esperaba en la puerta.
Irradiaba felicidad. Le había llevado casi un mes, pero había conseguido
acostarse con Bruce. Lea lo miró cuando se acercaba a ellas y le sonrió. Y él
se sintió aturdido por esa sonrisa.
Lea empleó el tiempo que tuvieron que esperar en el aeropuerto para dar
una vuelta por las tiendas, mientras Bruce y Holt desayunaban.
Lea se había descargado una película y la vio durante el vuelo con los
auriculares. Bruce se durmió, o se hizo el dormido.
Después de dejar el equipaje en las habitaciones, acompañados por Holt,
bajaron a comer al restaurante. Lea medía con tacones casi un metro noventa y
Holt no le llegaba ni al hombro, y eso la hizo sentir bien.
Bruce había esperado que estuviera enfadada. De hecho, quería verla
enfadada. Quería ver de nuevo esa mirada brillante por la furia. Le recordaba
a una guerrera fuerte y tierna a la vez. Sin embargo, parecía contenta. No se le
veían ojeras, por no haber dormido. No tenía los ojos rojos, por haber llorado.
De hecho, su aspecto era inmejorable.
Durante la comida fue amable con Holt y con Bruce y lo trató como si
nunca hubiera ocurrido nada entre ellos, que no hubiera sido trabajo.
Bruce estaba sorprendido por la entereza que mostraba esa chica. Lea se
había quitado la chaqueta y él vio que no llevaba la pulsera de cuero, esa
pulsera que sabía que llevaba, porque le recordaba a él.
Por la tarde Lea les acompañó a la librería, como el día anterior. No
estaba pasando por su mejor momento, pero tenía que hacer su trabajo, que era
acompañar a Bruce y él no le había dicho que no lo hiciera.
Al terminar subieron al coche. Lea subió en el asiento del copiloto
porque Holt ya se había sentado detrás. Y a Bruce se le rompió algo más
dentro de él. Holt y Bruce quedaron en que irían cada uno a su hotel a
cambiarse para ir a cenar y que ella lo recogería en una hora.
Lea y Bruce no se dirigieron la palabra mientras subían en el ascensor. Ni
siquiera se miraron. Entraron en la habitación de Bruce y ella fue directamente
a la puerta que comunicaba con a suya. La abrió, pero ante de entrar se volvió
hacia él.
—¿Puedo hablar un momento contigo?
—Claro —dijo sentándose en el sofá. Lea se sentó en el sillón frente a él.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué con ella?
—No importa quien sea. Lo nuestro ha terminado, Lea.
—Yo no tengo problema con que haya terminado, era lo que acordamos.
Pero sí importa que te hayas acostado, precisamente con ella. ¿Lo has hecho
para hacerme daño? Estos dos últimos días han sido muy extraños. ¿No crees
que al menos merecía saber que lo nuestro había terminado, antes de acostarte
con ella? No te tenía por un cobarde.
—Sabes. Eres la mujer más insoportable que he conocido. Estoy harto de
que siempre andes averiguando sobre mi pasado. Te has montado una historia
sobre mí, que no tiene nada que ver con la realidad. ¿Por qué no me dejas en
paz? No quiero que me tengas lástima. Lo que quiero es que te olvides de mí.
Mi pasado, mi presente y mi futuro no son asunto tuyo. ¿Me has oído? Estoy de
ti hasta los cojones. Estoy harto de aguantar tus estupideces. Estoy harto de
verte cada día. Estoy harto de tu sarcasmo. ¡Estoy harto de ti! Ojalá no te
hubiera conocido nunca.
Los ojos verdes de Lea brillaban de furia y las lágrimas resbalaban por
sus mejillas sin poder detenerlas, y Bruce se estremeció.
—Te pagaré este mes completo, porque tenemos que acabar la gira. Y te
ingresaré dos meses más por no haberte avisado con tiempo. Cuando
volvamos a Kent dejarás el trabajo. Ahora, si no te importa, tengo que
cambiarme.
Lea lo miró sin decir nada. De repente, la necesidad de desaparecer era
desesperada. Se levantó y fue a su habitación cerrando la puerta tras ella.
Bruce se sintió morir. Pero sabía que le estaba haciendo un favor
apartándola de él.
Esa noche Bruce salió a cenar con Holt. Estuvo durante toda la cena
distraído. Tenía una sensación extraña. Algo le decía en su interior que las
cosas iban a cambiar en su vida, y no precisamente para mejor. Sentía con toda
claridad que algo se había roto en su interior. La linea defensiva que había
construido a lo largo de los años con las mujeres, no sólo se había
resquebrajado, se había roto por completo.
Después de cenar fueron a tomar unas copas y cuando llegaron al hotel,
Bruce le dijo que no se encontraba bien y subió solo. Se duchó y se metió en la
cama. Pensó en la conversación que había tenido con Lea y se asustó. Pero
luego recapacitó. Habían discutido muchas veces y a ella siempre se le pasaba
el enfado rápidamente. Al día siguiente iría a la librería como si nada hubiese
pasado.
Capítulo 19
Lea no apareció por la librería al día siguiente. Al mediodía Bruce no
volvió al hotel. Y por la tarde Lea tampoco apareció. A las nueve y media
volvió al hotel, después de cenar con Holt. En media hora tenían que salir para
el aeropuerto. Llamó a la habitación de Lea, pero ella no contestó. Abrió la
puerta, que ya no estaba cerrada. La habitación estaba vacía. No había ninguna
nota y llamó a recepción por si había dejado algún recado. El recepcionista le
dijo que se había marchado la noche anterior a las dos y media de la mañana.
Bruce volvió a su habitación. Y ahora sí que se sentía aterrado.
—No sabía que volverías tan pronto —dijo Hardy mientras esperaban la
cena.
—He vuelto yo sola.
—¿Y eso?
—Ahora no voy a hablarte de ello. Sólo te diré que ya no trabajo para él.
Y además, quiero decirte que olvides lo que te dije por teléfono.
—¿Te refieres a lo de salir?
—Sí. No puedo salir contigo. Me he acostado con Bruce. No voy a estar
con él de nuevo, pero eres su amigo, y no me parece correcto.
—No te preocupes, Lea. Tú y yo somos amigos, y eso no va a cambiar.
De todas formas, siempre he sabido que te gustaba Bruce. ¿Por qué has dicho
que no volveréis a estar juntos? ¿Qué te ha hecho ahora?
—Nada en especial, ya sabes cómo es. Cometí un error al acostarme con
él.
—¿Quieres contármelo?
—Prefiero no hablar de ello, de momento.
—De acuerdo.
Lea y Nicole volvieron a casa dos semanas después. Y nada más llegar,
Lea preparó la maleta porque pesaba salir al día siguiente temprano. Nicole
fue a llevar a Lys a casa de Bruce. La perrita se volvió loca al verlo cuando él
abrió la puerta.
—Hola.
—Hola, Bruce, ¿cómo estás?
—Bien. Tú estás tan guapa como siempre. Pasa, por favor.
—Gracias. Te he traído unas magdalenas que he preparado esta mañana.
—Muchas gracias. ¿Te apetece un café?
—Sí —dijo siguiéndolo a la cocina.
—Rex me dijo que estabas en Newcastle.
—Sí, Lea y yo hemos tenido unos días duros. Hemos estado revisando las
cosas de la casa y… había demasiados recuerdos. La he puesto a la venta.
—Algo me comentó Rex.
—Me ha pedido que me case con él y he aceptado —dijo enseñándole el
anillo.
—Vaya, felicidades —dijo abrazándola—. Siéntate.
—Ya no voy a marcharme. Nos casaremos este verano, cuando vengan
mis hijos. Te traeré la invitación cuando sepamos la fecha.
—Bien —dijo él mientras preparaba el café. Luego se sentó frente a ella
—. Supongo que no has venido para traerme las magdalenas y para decirme
que estás comprometida.
—No. He venido a hablar de Lea. Desde que volvió de la gira, sólo me
ha dicho que dejó el trabajo. Yo no quiero presionarla, pero está triste y no sé
cómo ayudarla. Tienes que decirme lo que ocurrió entre vosotros.
Bruce tomó un sorbo de café y la miró.
—Lea me dijo que me quería.
—¿Y?
—Y yo reaccioné de una manera despreciable.
Bruce se sinceró con ella contándole lo que había ocurrido durante la
gira. Y luego le habló de su pasado. Le contó todo lo sucedido con sus padres,
con pelos y señales, desde que era un niño. Y Nicole estuvo llorando todo el
tiempo que él estuvo hablando.
—Nunca he hablado de esto con nadie.
—Gracias por hablar conmigo. Pensabas que ibas a portarte con Lea,
como se portó tu padre con tu madre y contigo.
—Sí. Me asusté. Siento haberle hecho daño. Me gustaría que esto
quedara entre nosotros. Encontraré el momento para hablar con Lea de ello.
—¿La quieres?
—Estoy loco por ella.
—Yo sabía que Lea estaba enamorada de ti. Por el brillo de sus ojos
cuando te nombraba. Por la forma que te miraba. Pero sobre todo lo noté el día
que volvió a casa después de esa entrevista que no le concediste. Por Dios,
soporté cinco semanas escuchando cómo la habías tratado. Sabes, creo que mi
hija ha llegado al fondo de tu alma. ¿Y sabes qué ocurre cuando una mujer
llega al alma de un hombre?
Bruce negó con la cabeza.
—Que ese lugar le pertenece y no lo abandonará nunca.
—¿Eso quiere decir que sigue queriéndome?
—He dicho el alma, no el corazón. Sabía que tú también la querías. Me
di cuenta la noche de fin de año. No sé si te diste cuenta, pero no apartaste la
vista de ella en toda la velada.
—Qué observadora.
—Bruce, no te preocupes. Todo se arreglará.
—¿Eso crees?
—Ahora que sé que tú también la quieres, sí. Te quiero, Bruce. Siempre
he sentido algo especial por ti. Me he preguntado muchas veces por qué había
aparecido en mí ese sentimiento. A veces he llegado a pensar que era
atracción. Ahora lo entiendo. Mi corazón me decía que necesitabas que te
quisieran —dijo con lágrimas en los ojos.
—Gracias. Yo también he sentido algo especial por ti, desde que nos
conocimos— dijo abrazándola y con los ojos brillantes por la emoción.
—No voy a entrometerme entre vosotros, no pienso mover un dedos por
ayudaros, pero confío en que arregles lo tuyo con Lea. Merecéis estar juntos.
Lea se marcha mañana a casa de una amiga y permanecerá con ella unas
semanas. Creo que le va a sentar bien estas lejos por un tiempo. Necesita
pensar. No te des por vencido, Bruce. Te aseguro que ella merece la pena.
Tómalo como un desafío.
—La quiero demasiado para rendirme. Puede que peque de arrogante,
pero te aseguro que vas a ser mi suegra.
—Me alegra oír eso. No habría nada que me complaciera más.
—Nicole, si logro arreglar las cosas entre nosotros, le pediré que se case
conmigo. Y lo haremos cuanto antes.
—Muy bien. Mira a ver si lo solucionas pronto y nos casamos juntos.
Él la miró sonriendo.
El siguiente mes fue un infierno para Bruce. Seguía sin poder escribir, y
estaba tan desanimado que ni siquiera tenía ganas de volver a intentarlo.
Empezó a barajar la idea de volver a la abogacía. No le gustaba tanto como
escribir, pero se estaba muriendo de aburrimiento y necesitaba hacer algo.
Bruce estaba esperando a Hardy en el restaurante en el que habían
quedado para comer. Hardy entró y se sentó frente a él.
—¿Todo bien? —preguntó Bruce.
—Sí. Disculpa que me haya retrasado, se ha presentado un paciente sin
previa cita.
—No te preocupes.
—¿Sigues sin poder escribir?
—Sí. Hace un par de días comí con Edward. Le dije que lo dejaba.
—¿Que dejabas qué?
—He terminado con mi trabajo de escritor.
—¿Qué? ¿Estás loco?
—Intentó convencerme para que no lo hiciera y le dije que me tomaría un
tiempo para pensarlo.
—Bien.
—Pero ya tengo otro trabajo.
—¿Otro trabajo?
—Voy a volver al bufete.
—No me jodas.
—Soy buen abogado.
—Lo sé, pero lo dejaste porque te gustaba más escribir.
—Hardy, he perdido la inspiración. Me siento delante del papel y no se
me ocurre absolutamente nada. Hace un mes y medio que volví.
—No es la primera vez que te sucede. Has estado bloqueado muchas
veces.
—Esto no es lo mismo.
—Bruce, no te precipites. Tienes dinero suficiente para vivir
holgadamente toda tu vida, sin tener que trabajar. Así que, ¿cuál es el
problema?
—El problema es que me estoy volviendo loco sin hacer nada.
—Lo entiendo. ¿Sigues cocinando?
—Sí, el libro que me regaló tu madre es fantástico. Las recetas son muy
sencillas, incluso para mí. Y he descubierto que me gusta cocinar.
—Me alegro de que ocupes algo de tiempo en ello. ¿Crees que a Lea le
gustará saber que vas a volver a tu antiguo trabajo y que te trasladarás a
Seattle?
—No creo que a ella le preocupe eso. De todas formas, lo averiguaré
pronto. Antes de marcharme hablaré con ella. Y si sigue queriéndome le
pediré que venga conmigo.
—A Lea le gusta vivir aquí y a ti también. Ayer volvió a casa. Ha estado
fuera mucho tiempo.
—Puede que el tiempo haya hecho que se olvide de mí. ¿La has visto?
—Sí, la vi anoche. Estaba cenando en un restaurante con Viv y sus
amigas.
—¿Había hombres?
—No.
—¿Cómo está?
—Tan guapa como siempre.
—Podías haberme dicho que tenía ojeras, que había perdido peso, que
estaba demacrada…
—¿Por qué iba a mentirte?
—Para que me sintiera algo mejor, imaginando que yo era el responsable
de su deterioro.