Rulfo Juan - Lluvina
Rulfo Juan - Lluvina
Rulfo Juan - Lluvina
Juan Rulfo
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso.
Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no
hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y
la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El
aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de
por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío
del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son
tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a
caer sobre la tierra.
Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las
ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas
de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio
iluminado por la luz que salía de la tienda.
-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el
horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que
no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde
para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá
eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el
más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de
muerto…
-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año
llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando
nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces
cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos
como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que
si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce
días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de
que no regresen en varios años.
“…Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de
estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de
esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones
endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al
caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si
así fuera.”
-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted
que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la
tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran
entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que
quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí
como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está
siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente
como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
“…Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del
viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra;
pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la
imagen del desconsuelo… siempre.
Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños
jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.
El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto.
Ahora venía diciendo:
-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el
recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta
ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá
viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo
y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me parece recordar el
principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire usted, cuando yo llegué por
primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza?
Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento
como si me enjuagara la cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le
contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó
no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en
el suelo, se dio media vuelta:
“Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.
“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos
quedamos.
“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros,
fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la
encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia
solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.
“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más
con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba
el aire como un cedazo.
“-¿Y el mesón?
“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las
rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado
asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos… Pero
no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este
pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios
por nosotros.
“…¿No cree que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que
se me quite el mal sabor del recuerdo.”
-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina,
¿verdad…? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde
que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y
es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a
nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan
y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día
de la muerte, que para ellos es una esperanza.
“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así
es, sí señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la
puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose
los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera
siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.
“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han
nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan
flacas. Los niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba
y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre
al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.
“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que
anda donde sólo Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las
tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando
regresan y un como gruñido cuando se van… Dejan el costal de bastimento
para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie
vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca… Es la
costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida
trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como
quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…
“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte,
sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa
gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.
“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra
fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de
acomodarnos en alguna parte. El Gobierno nos ayudará.’
“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y
se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron
los dientes molenques y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.
“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo
bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros
nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no
podemos dejarlos solos.
“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de
mezquite seco y tragándose su propia saliva. Los mirará pasar como
sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.
“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.
“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora,
dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me
dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’
En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe
que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plata encima
para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el
experimento y se deshizo…
Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde
los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.