00 COLOMBÁS, GARCÍA M. Monacato Primitivo 1 y 2 PDF
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Colombás
El monacato
primitivo
GARCÍA M. COLOMBAS, O. S. B.
EL MONACATO
PRIMITIVO
SEGUNDA EDICIÓN
(Segunda impresión)
MADRID • MMIV
Primera edición (2 vols.): enero 1974 (ISBN: 84-220-0665-0; 84-220-0729-0)
Segunda edición: diciembre 1998 (ISBN: 84-7914-384-3)
— Segunda impresión: junio 2004
Págs.
PARTE PRIMERA
INTRODUCCIÓN 3
Págs.
CAPÍTULO V . Los monjes en Palestina, Sinai, Persia, Arme-
nia y Georgia ¡54
Principios del monacato en Palestina 154
Lauras, cenobios y monjes egregios 153
La vida monástica en la península del Sinaí 167
Los inicios del monacato persa 168
Los monjes de Armenia I74
Inicios monásticos en Georgia 178
PARTE SEGUNDA
LA ESPIRITUALIDAD
'Vfi.
405
•IW
BIBLIOGRAFÍA 775
PARTE PRIMERA
U n a cuestión d i s p u t a d a
DAGL 2 (1910) 3047-3248. Como prueba de que el tema sigue siendo de actualidad, sobre
todo en Alemania, pueden citarse: G. K R E T S C H M A R , Ein Beitrag zur Frage nach dem Ursprung
frühchristlicher Askese: ZKG 61 (1964) 27-68; P. N A G E L , Die Motivierung der Askese in der
alten Kirche und der Ursprung des Monchtums in der alten Kirche: TU 95 (Berlín 1966);
B. L O H S E , Askese un Mónchtum in der Antike und in der alten Kirche, en Religión und Kultur
der alter Mittelmeerwelt in ParallelfoTSchung t.i (Munich 1969). Para la bibliografía de los
orígenes monásticos de las diversas regiones de la cristiandad antigua, véanse los lugares
correspondientes en los siguientes capítulos. Para la bibliografía corriente, consúltese sobre
todo el precioso Bulletin de sviritualité monastique que publica la revista Collectanea Cis-
terciensia (antes Collectanea ordinis Cisterciensium reformatorum) desde 1959.
3
R. R E I T Z E N S T E I N , Historia Monachorum und Historia Lausiaca: Forschungen zur
Religión und Literatur des Alten und Neuen Testaments 24 (Gotinga 1916).
Manifestaciones monásticas 11
Manifestaciones « m o n á s t i c a s » e n a m b i e n t e s
ajenos a la r e v e l a c i ó n j u d e o - c r i s t i a n a
4
A. J. F E S T U G I É B E , Sur une nauvelle édition du «De vita pythagorica» de Jamblique: Revue
des études grecques 50 (IQ37) 476.
5 Para el monacato en la India, véase, por ejemplo: S. D A T T A , Monasticism in India en
The Cultural Heritage of India t.z (Calcuta 1059) p.582-593; P . B R U M T O N , A Search in Secret
India (Londres 1934); T. P A N I K K A R , Algunos aspectos de la espiritualidad hindú, en Historia
de la espiritualidad, dirigida por B. Jiménez Duque y L. Sala Balust, t.4 (Barcelona 1969)
p.499-502; C. R E G A M E Y , E¡ hinduismo: F . K O N I G , Cristo y las religiones de la tierra t.3 (Ma-
drid 1960) p.129-184.
* J. M O N C H A N I N y H. L E S A U X , Ermites du Saccidánanda (Tournai-París 1957) p.33.
12 Cl. Orígenes del monacato cristiano
1 5
A.-J. FESTUGIÉRE, Sur une nouvelle édition... p.476; P. JORDÁN, Pythagoras... p.433.
Manifestaciones monásticas 17
vestía de lino y andaba descalzo, se dejaba crecer el pelo, lle-
1<s
vaba los ojos bajos y había prometido castidad perpetua» .
Para los filósofos cínicos nada tenía valor en este mundo a
excepción de la virtud y la tranquilidad. Manifestaban un des-
dén olímpico de los bienes materiales. Antístenes de Atenas
decía: «Prefiero volverme loco a probar el placer». Diógenes se
hizo mendigó, dormía en un tonel; viendo a un muchacho be-
biendo agua en la palma de la mano, tiró su copa por innece-
saria. Crates de Tebas se desprendió de sus riquezas, se juntó
con los cínicos y empezó a vivir como un pordiosero. Sócrates
llegó a ser dechado de renuncia; Arriano pone en sus labios
estas palabras: «Dios me ha enviado a vosotros como un ejem-
plo; no tengo bienes, ni casa, ni mujer, ni hijo, ni siquiera una
1 7
yacija, ni utensilios» .
Heredaron los estoicos buena parte del ideal de los cínicos,
cuyas tradiciones respetaban en grado sumo. Su moral era
austera, exigente. Epicteto parece describir al monje cristiano
cuando entona el Elogio del cínico:
1 6
FILOSTRATO, Vita Apollonii 6 , u .
1 7
ARRIANO, Dissertationes 4,8,31.
1 8
EPICTETO, Pláticas 3,22. Citado por A. BREMOND, Le moine et le stoicien: R A M 8
(1927) 30.
18 C.l. Orígenes del monacato cristiano
su discípulo más allegado, fue todavía más allá e impuso al
19
filósofo una vida «más que monástica» .
Otros ejemplos de ascetismo fuera de la religión revelada
podrían aducirse. Bastan los citados para comprobar las sor-
prendentes analogías y coincidencias de vocabulario con el
monacato cristiano que ofrecen a primera vista. Pero nunca
ha podido probarse la existencia de lazos de dependencia di-
2 0
recta . El monacato cristiano no es hijo ni de las formas as-
céticas del hinduismo o del budismo, ni de las comunidades
pitagóricas, ni de cualquier otra manifestación pareja.
U n análisis un poco detenido de estas semejanzas es sufi-
ciente para descubrir que en la mayor parte de los casos se tra-
ta de meras afinidades accidentales, superficiales o aparentes.
Sobre todo aparece claro cuando se investigan los motivos. Los
monjes cristianos, por ejemplo, se retiran a la soledad para
seguir a Cristo y buscar a Dios, mientras que la renuncia de
los monjes del hinduismo y del budismo está inspirada por la
convicción de que el mundo, la persona misma, es una pura y
nefasta ilusión (maya) y por el deseo de evadirse de la cauti-
vidad de la vida individual y del ciclo de las reencarnaciones
para fundirse con el gran Todo impersonal o penetrar en el
nirvana. Algunos filósofos—lo hemos visto—practicaron la cas-
tidad perfecta, llevaron una vida austera, fueron vegetarianos.
Pero ¿por qué? Entre los pitagóricos descubrimos en el fondo
la creencia en la metempsicosis, como entre los hindúes. El
cuerpo (soma) es para ellos el sepulcro (sema) del alma, que
procede de un mundo superior y se ve obligada a llevar una
vida de expiación y destierro sobre la tierra a causa de un
pecado cometido en una vida anterior. El ascetismo de Pitágo-
ras y sus discípulos sólo se explica como parte esencial del pro-
ceso que conducirá al alma a su definitiva liberación. Otros
motivos se apartan igualmente de la auténtica doctrina ascética
del cristianismo. Así, su abstinencia de carne dimanaba lógi-
camente de la creencia de que todos los seres vivientes son hijos
de Dios en sentido estricto.
Tampoco puede aceptarse el paralelismo que se ha esta-
blecido entre el «hombre divino» del pitagorismo y el monje
cristiano. Existe, en efecto, una distinción radical entre el «hom-
bre divino» (theios ánthropos) y el «hombre de Dios» (Theoú
ánthropos) de las fuentes literarias del monacato primitivo. El
sabio pitagórico era considerado como un «hombre divino» y
2 0
Aunque se haya intentado muertas veces. Ya hemos citado la tesis de H. Weingar-
ten (nota 1) y la de J. Leipoldt (nota 1 1 ) . Otros historiadores han atribuido los orígenes del
monacato cristiano al budismo, al orfísmo, etc.
Manifestaciones monásticas 19
aun como un dios, porque su único título para presentarse en
calidad de mensajero de Dios consistía en su propia participa-
2 1
ción en la naturaleza divina . Escribe San Atanasio que San
2 2
Antonio sentía vergüenza de comer , y en seguida se piensa
en el influjo de la Vida de Pitágoras en la del insigne anacoreta;
mas, en realidad, si San Antonio y otros monjes antiguos se
avergonzaban de comer, era porque pensaban en el alimento
espiritual y porque esta servidumbre humana les impedía estar
unidos siempre con Dios conscientemente, mientras Pitágoras
no debía ser visto mientras comía para no perder la considera-
ción de «hombre divino». Si hay innegables analogías entre
Pitágoras, según lo presentan sus discípulos, y San Antonio,
conforme a la imagen que nos ha transmitido San Atanasio,
las discrepancias resultan mucho mayores. Probablemente uti-
lizó San Atanasio la Vita Pythagorae, pero no hay duda que,
para el ilustre biógrafo, el «hombre de Dios», Antonio, consti-
tuye una prueba viva de la enorme superioridad del asceta
cristiano sobre el «hombre divino» pagano, encarnado por Pi-
tágoras. En los orígenes del monacato se nos presenta, no el
«hombre divino» del helenismo, el filósofo, sino el Hombre-
Dios, Cristo. Los principios de la vida monástica hay que bus-
carlos en el ejemplo de Cristo y de los apóstoles, en los márti-
res y en los ángeles. En el «hombre d^ Dios» cristiano, el «hom-
bre divino» del helenismo encuentra su auténtica realización y
2 3
redención .
Parecidos rasgos separan el ideal y la vida del monacato
cristiano de las doctrinas de origen platónico o neoplatónico.
Este ascetismo filosófico estriba en la necesidad de repudiar
las condiciones sensibles que mantienen al hombre como se-
pultado en su propio cuerpo, o, desde otro punto de vista, es
considerado como un método puramente intelectual para des-
prender el espíritu de formas inferiores de conocimiento y
abrirlo a la contemplación de las ideas desencarnadas, desde
la que podrá pasar finalmente a la contemplación del Uno o del
Bien.
Por lo que se refiere al estoicismo, es bien conocida la esti-
ma en que la tradición cristiana ha tenido muchas de las sen-
tencias de Epicteto y Marco Aurelio, cuyo estilo se parece a
veces al del Evangelio y son de una innegable y exquisita belle-
za. «¿Qué otra cosa—escribe Epicteto—puedo yo, viejo y bal-
21 El paralelismo entre el «hombre divino» y el «hombre de Dios» es notable, pero más
evidentes son todavía las diferencias que ha subrayado A . - J . F E S T U G I É R E , Sur une nouveíle
<M¡lion... p.489-494.
2 2
Vita Antora'i 4 5 .
3 3
Véase el hermoso estudio de B . S T E I D L E , *Homo Dei Antonius*. Zum Bild des *Man-
nes Gottest im alten Mdnchtwn: Ántonius Magnus Eremita: SA 38 (Roma 1956) 148-200.
20 C-l. Orígenes del monacato cristiano
2 4
Pláticas 1,16,20-21. Traducción de P. Jordán de Urríes.
"Ep. 1 1 8 , 5 .
2 6
In Matth. 3,19.
SAN JERÓNIMO,
27 Véase G . P E N C O , La vita ascética come ^filosofía* nell'antica tradizione monástica:
S M 2 (1960) 79-93^
El monacato judío 21
El « m o n a c a t o j u d í o »
2 9
Es la tesis defendida por A. V O O B U S , History 0/ Asceticism in the Syrian Orient
t.i p.167-169.
3 0
En La spiritualité du Nouveau Testament et des Peres ( L . B O U Y E R , J . L E C L E R C Q , F. V A N -
D E N B R O U C K E y L . C O G N E T , Histoire de la spiritualité chrétienne t.i, París 1960) reacciona vi-
gorosamente L . Bouyer contra los que pretenden descubrir fuentes filosóficas en la primi-
tiva literatura cristiana y monástica. Dicha espiritualidad, según él, posee una originalidad
irreductible, pese a las diversas terminologías filosóficas en que ha sido expresada. Actitud
tan decidida contiene, a mi entender, mucha verdad. A menudo transformaron los escrito-
res cristianos los conceptos que tomaban prestados a la «sabiduría exterior», como a veces
la llaman. Pero no cabe duda que la filosofía grecorromana, así como otras corrientes inte-
lectuales de la época, ejercieron un influjo más o menos profundo en los autores monásticos.
3
' La bibliografía sobre Qumrán es muy extensa. Puede versé una buena selección en
A. G O N Z Á L E Z L A M A D R I D , LOS descubrimientos del mar Muerto: balance de veinticinco años
de hallazgos v estudios: BAC 3 1 7 (Madrid 1971) p.3-10. Para la historia de los descubri-
mientos de Qumrán y regiones circunvecinas, así como para la publicación de los textos
descubiertos, véanse las páginas 16-90. El monacato de Qumrán ha sido estudiado repeti-
damente: mencionemos sobre todo E. F . S U T C L I F F E , The Monfes of Qumrán as Depicted in
the Dead Sea Scrolls (Londres 1960), y J . V A N D E R P L O E G , " Les Esséniens et les origines du mo-
nachisme chrétien, en II monachesimo oriéntale (Roma 1948) p.321-339. Más bibliografía en
A. G O N Z Á L E Z L A M A D R I D , Los descubrimientos... p.7.
22 Cl. Orígenes del monacato cristiano
una tintorería; en la zona sur, una instalación de alfarería muy
interesante; un establo, varios almacenes, un estanque de se-
dimentación, seis cisternas, unos baños y un lavadero comple-
taban el monasterio. Si a esto se añaden las instalaciones indus-
triales descubiertas en A i n Fesja, a dos kilómetros de Qumrán
y pertenecientes a la comunidad, y los cultivos agrícolas de los
alrededores, tenemos un conjunto que evoca espontáneamente
la imagen de una abadía medieval, con vida propia, indepen-
diente y cerrada en. sí misma.
No todos los que componían la comunidad vivían en el
monasterio. Nos consta la existencia de grupos parciales, com-
puestos por diez miembros, que gozaban de cierta autonomía;
en veinticinco cuevas de los alrededores se han encontrado hue-
llas de habitación humana contemporánea de la de Qumrán;
otros posiblemente vivían en tiendas. Así, pues, parece que
Qumrán era la casa madre de una serie de pequeñas comuni-
dades esparcidas por la región, que se reunían en ella para ce-
lebrar juntamente sus principales fiestas. Todos sus muertos,
además, eran enterrados en el cementerio contiguo. Del nú-
mero de tumbas—mil doscientas, perfectamente alineadas—
parece desprenderse que el promedio de los monjes oscilaría
3 2
entre ciento cincuenta y doscientos .
Los descubrimientos de Qumrám han vuelto a replantear
el viejo problema de las relaciones entre los monjes cristianos
y los esenios, de quienes escribe Plinio en su Historia natural:
mlitude des Thérapeutes et les antécédents égyptiens du monachisme chrétien. en Philon d'Ale-
xandrie. Golloques nationaux du CNRS (Lyón, sept. 1966) (París 1967) p.347-359; I D . ,
Philon et les origines du monachisme: ibíd., p.361-373.
24 C.l • Orígenes del monacato cristiano
de vida. Algunos formaban una especie de comunidades mo-
násticas, como los de Qumrán, y renunciaban al matrimonio
y a la propiedad privada en orden a obtener la perfección.
Antes de ser admitidos se los sometía a un año de lo que lla-
maríamos hoy postulantado y dos de noviciado. En la ceremo-
nia de la profesión prestaban un «juramento formidable». Los
miembros indignos eran expulsados sin contemplaciones. T o -
dos practicaban la ascesis y distribuían su tiempo entre la ora-
ción, el trabajo manual y el estudio de las Escrituras.
Sobre la vida y mentalidad de la comunidad de Qumrán
nos informan, además de las fuentes arqueológicas, cinco tex-
tos principales hallados en las cuevas de los alrededores: la
llamada Regla de la comunidad, de carácter en parte doctrinal,
pero principalmente práctico y ceremonial; la Regla de la con-
gregación, primer anexo de la Regla de la comunidad; el Libro
de los himnos, que no parecen compuestos para ser cantados en
comunidad, puesto que su contenido es individualista y des-
cribe la experiencia de una persona muy concreta, sin duda el
llamado «Maestro de justicia»; el Comentario de Habacuc, en el
que se aplica el texto del profeta a personas y acontecimientos
del tiempo del comentarista; la Regla de la guerra,- que describe
la lucha de cuarenta años entre «los hijos de la luz» y los «hijos
de las tinieblas».
Estos documentos patentizan una concepción muy elevada
de la vida espiritual. Exigía la Regia de quienes la abrazaban
un serio compromiso de convertirse de todo corazón a la ley
de Moisés. El ideal propuesto se cifraba en participar en la vida
de los ángeles—penetrar en la compañía de los ángeles es una
especie de leimotiv en los escritos de Qumrán—, pues son los
únicos verdaderos servidores del verdadero culto. En la Regía
hallamos ya la trilogía monástica de la lectio, la meditatio y la
oratio, la oración continua y la confesión de los pecados. Los
cenobitas de Qumrán se separaban consciente y valerosamente
de la gran comunidad judía, que se estaba helenizando más y
más, y abrazaban la vida comunitaria como una «alianza santa».
Poseían una doctrina de la contemplación tan perfecta como
la de los terapeutas de Filón. Conocían toda una mística de la
luz y de misterios revelados, contemplados por el Maestro de
justicia y transmitidos por él a sus discípulos sirviéndose de
una nueva interpretación de las Escrituras, cuyo sentido se
hallaba admirablemente fecundado por su propia experiencia.
En una palabra, continuaban aquellos piadosos israelitas la
mística tradición del desierto, tan estimado por el pueblo de
Dios. Seguramente sin darse cuenta del todo, actuaban como
El monacato judio 25
representantes escogidos de todo el judaismo al internarse en
el yermo con la intención de preparar la venida del Mesías lle-
3 6
vando una vida de gran santidad .
Los hombres de Qumrán practicaban obras de supereroga-
ción que evidentemente no podía exigir en modo alguno la más
rigorista interpretación de la ley de Moisés. Así, la renuncia a
la propiedad privada en beneficio de la comunidad, la obedien-
cia a las leyes de ésta y-a la perfectamente establecida jerarquía
de superiores y oficiales, y especialmente el celibato, que sin
3 7
duda guardaban todos . Oraban juntos tres veces al día, «al
comienzo de la luz, cuando está en la mitad de su carrera y
3 8
cuando se retira a la habitación que le ha sido asignada» . La
lectura de la Biblia ocupaba un lugar importante de su vida.
Quienes deseaban ingresar en el monasterio debían someterse
a una larga prueba: un período de postulantado, de duración
indeterminada, y dos años de noviciado. A l final del primer
año, la asamblea preguntaba al instructor si el novicio tenía el
Espíritu de Dios, si se mantenía firme en su propósito, si se
sometía a las observancias. Terminado el segundo año, deci-
día la asamblea entera si debían admitirlo o no. En caso afirma-
tivo, recitaba el candidato una fórmula de confesión de sus
pecados y emitía un juramento solemne en presencia de todos.
Luego pasaba a formar parte de uno de los grupos de diez
monjes en que se dividía la comunidad, cada uno de los cuales
tenía al frente un sacerdote.
Las analogías entre estas costumbres y las del monacato
cristiano saltan a la vista. Después de describir el estilo de vida
de los cenobitas coptos, concluye San Jerónimo: «Tales refiere
Filón, imitador del estilo platónico, haber sido los esenios; ta-
les Josefo, el Livio griego, en la segunda historia de la cautivi-
3 9
dad judía» . Y un franciscano de nuestros días: «El monacato
cristiano está demasiado cerca de varias instituciones de Qum-
40
rán para no deberles las formas de su organización» . Con
todo, es preciso admitir que no existen relaciones directas de
paternidad y filiación entre el monacato cristiano y el judío
según nos permiten conocerlo las fuentes históricas disponi-
bles. ¿Podrán probarse estas relaciones con otros documentos
3 6
Cf. Is 40,3ss.
3 7
Cierto que en el cementerio de Qumrán se han encontrado restos de unos pocos es-
queletos femeninos, pero esto puede tener diversas explicaciones; no se opone necesaria-
iitrnte a un compromiso de celibato.
3 8
Regla de la comunidad 10,1.
•» Ep. 22,35.
4 0
B. R I G A U X , L'idéal d'un moine de Qumrán d la lumiére des écrits de la Mer Morte:
Kevue genérale belge 98 (1962) 1-19. F. S. Pericoli Rindolfini (Alie origini del monachesimo:
I» convergenze esseniche, Roma 1966) deñende la procedencia del monacato cristiano del
ludio, sin lograr el fin que se propone.
26 C.l. Orígenes del monacato cristiano
que tal vez se descubran? Por ahora sólo es cierto que el mo-
nacato cristiano no apareció hasta la segunda mitad del si-
glo n i y que el monasterio de Qumrán fue destruido el año 7 8 .
Y si posteriormente subsistieron otras comunidades esenias de
las que pudieron tomar modelo los primeros monjes cristianos,
aparecen éstos en una época en que la Iglesia estaba tan lejos
de la Sinagoga y le era tan contraria, que la imitación cons-
ciente de una institución judía parece sencillamente inimagi-
nable.
L o s m o n j e s o p i n a n s o b r e sus orígenes
Resulta curioso que en la inmensa investigación llevada a
cabo desde el último tercio del siglo x i x hasta nuestros días
acerca de los principios del monacato cristiano, se haya des-
cuidado casi por completo el estudio de lo que pensaron las
primeras generaciones de monjes sobre cuestión tan importan-
te para ellos. No cometamos ahora semejante omisión.
Los fieles cristianos de los primeros siglos estaban tan per-
suadidos de la unidad de ambos Testamentos, que se tenían
por herederos de las promesas hechas al pueblo de Israel.
Creían firmemente que dichos Testamentos no eran dos rea-
lidades diferentes, sino dos partes o dos tiempos de una sola
y única realidad, esto es, la historia de la salvación. De este
modo, la historia de Israel no era para ellos pura y primaria-
mente la historia del pueblo judío, sino la historia de la Iglesia
de Cristo, de la que Israel fue figura y principio. Y esta historia
de la salvación no ha terminado todavía, sino que prosigue en
la vida de cada uno de los cristianos.
Tal es, en suma, el fondo ideológico sobre el que hay que
situar la profunda convicción que tantas veces expresaron los
monjes de la antigüedad de ser los sucesores, no precisamente
de los terapeutas, esenios y cenobitas de Qumrán, sino de los
ascetas judíos que figuran en la Biblia, tanto en el Antiguo como
en el Nuevo Testamento. San Jerónimo—un monje insoborna-
ble si lo hubo—, dando forma literaria a una antigua tradición
de los Padres, trazaba este magnífico árbol genealógico a in-
tención de San Paulino de Ñola: «Cada profesión tiene sus
caudillos». Los generales romanos tienen a los Camilos, Fabri-
cios, Régulos y Escipiones; los filósofos, a Pitágoras, Sócrates,
Platón y Aristóteles...; los obispos y presbíteros, a los santos
apóstoles. Y prosigue literalmente:
«En cuanto a nosotros, tenemos por caudillos de nuestra profesión
a los Pablos, Antonios, Julianes, Hilariones y Macarios; y, para volver
a la autoridad de las Escrituras, nuestro príncipe es Elias, nuestro
Los monjes opinan sobre sus orígenes 27
príncipe es Eliseo, nuestros guías son los hijos de los profetas que
habitaban en el campo y en el yermo yfijabansus tiendas junto a las
corrientes del Jordán. Aquí entran también los hijos de Recab, que
no bebían vino ni licor que embriague, habitaban en tiendas y son
4 1
alabados por voz de Dios en Jeremías...»
4 1
Ep. 58,5.
4 2
In Matth. hom.68,3.
4 3 E E
G. M O R I N , Un curieux inédit du J V - V siécle. Le soi-disant évéque Asterius d'An-
sedunum contre la peste des agapétes: RBén 47 (1935).
4 4
Cf. Jer 2,2-3.
28 C.l. Orígenes del monacato cristiano
45
t e s » ; hemos visto ya cómo enumera también entre ellos a los
46
hijos de R e c a b ; otra colectividad era la de los verdaderos
israelitas que, rehusando amoldarse a la creciente impiedad,
«anduvieron errantes, cubiertos de pieles de oveja y de cabra,
necesitados, atribulados, maltratados..., perdidos por los de-
siertos y por los montes, por las cavernas y por las grietas de la
47
t i e r r a » . Pero fueron sobre todo las grandes figuras, las casi
sobrehumanas figuras de Elias y Juan Bautista, las que atrajeron
especialmente la atención de los monjes antiguos al formar su
árbol genealógico. Elias, el «varón de Dios», el profeta hirsuto,
rodeado de una aureola de misterio, que se aparta del mundo
y se acoge al desierto; casto, austero, hombre de oración y con-
templación, que habla y discute con Dios, se convierte en el
prototipo del monje, en la perfecta realización del ideal mo-
nástico. «Elias—dice San Gregorio de Nisa—, que vivió largo
tiempo en las montañas de Galaad, fue el iniciador de la vida
continente; y todos los que ordenan su existencia conforme al
48
ejemplo del profeta son el ornato de la Iglesia» . Juan Bautista,
el nuevo Elias, suscita todavía mayores entusiasmos. Los textos
que ponderan su grandeza como «monje» y modelo de monjes
4 9
son innumerables . He aquí, por ejemplo, uno de San Jeró-
nimo:
«Considerad, ¡oh monjes!, vuestra dignidad: Juan es el príncipe de
vuestra institución. Es monje. Apenas nacido, vive en el desierto, se
educa en el desierto, espera a Cristo en la soledad... Cristo es ignora-
do en el templo y predicado en el yermo... Dichosos los que imitan
a Juan, el mayor de los nacidos de mujer. Esperaba a Cristo, sabía
5 0
que vendría: sus ojos no se dignaban mirar otra cosa» .
L o s p r e d e c e s o r e s i n m e d i a t o s d e los m o n j e s
« Cf. Jn 1 5 , 1 3 .
<¡< In Ps. 43: M L 2 1 , 8 1 9 .
6 6
Para las vírgenes y los ascetas de la Iglesia antigua puede verse: J. W I L P E R T , Die Goít-
geweihten Jungfrauen in den ersten Jahrhunderten der Kirche (Friburgo 1892): H. A C H E L I S ,
Virgines subiniroductae (Leipzig 1902); H. K O C H , Virgines Christi: T U 3 1 (Leipzig 1907)
5 9 - 1 1 2 ; F. M A R T Í N E Z , I/as¿etísme cfcrétien pendant les troís premíers stécfes de l'Église (París
1913); H. K O C H , Quellen zur Geschichte der Ashese und des Mónchtums in der alten Kirche
(Tubinga 1931); M. V I L L E R - M . O L P H E G A L L I A R D , L'ascése chrétienne: D S 1,960-968; M. V I L -
L E R - K . R A H N E R , Aszese und Mystik in der Vaterezeit (Friburgo de Brisgovia 1939); E. Pe-
T E R S O N , L'origine dell'ascesi cristiana: Euntes Docete 1 (1948) 195-204; F. D E B. V I Z M A N O S ,
Las vírgenes cristianas de la Iglesia primitiva: BAC 45 (Madrid 1949); R. M E T Z , La consé-
cration des viérges dans l'Église romaine (París 1954); D. A M A N D D E M E N D I E T A . La virginité
9
chez Eusébe d'Emése et Vascétisme familial dans la primiére moitié de IV siécle: RHE 50
(1055) 777-820; A . V S O B U S , History of Asceticism in the Syrian Orient t.i: C S C O 184 (Lovaina
1958); G . T U R B E S S I , Ascetismo e monacheúmo prebenedettino (Roma 1961).
6 7
Supplicatio pro christwms 30.
6 » Del verbo griego askeo, en su acepción de «ejercitar» o «ejercitarse».
32 C.l. Orígenes del monacato cristiano
7 0
En el segundo tomo de la presente obra se trata más especialmerite este tema. Véase
el índice.
Predecesores inmediatos de los monjes 33
71
del Señor, morada del Espíritu Santo, ángeles t e r r e n o s . . . .
«Nadie se admire si son comparadas a los ángeles las que se
72
unen en desposorio con el Señor de los ángeles» . El título
de «esposas de Cristo» es, sin duda alguna, el más noble y
glorioso de cuantos se les han dado. Que no era una pura
hipérbole piadosa, lo demuestra el hecho de que la virgen
infiel a su propósito era considerada como adúltera y someti-
da a severísima penitencia.
La virginidad, según la doctrina común, no consistía en
la mera abstención de relaciones sexuales. Para Metodio de
7 3
Olimpo, por ejemplo, implica la inocencia t o t a l . Por eso se
exige de las vírgenes de Cristo la práctica de una ascesis vigi-
lante, el cultivo de todas las virtudes, una vida enteramente
santa. Los Padres no se cansan de inculcárselo: eviten las r e -
uniones mundanas, las fiestas bulliciosas, las familiaridades pe-
ligrosas; vistan modestamente y se comporten con sencillez y
humildad; practiquen frecuentes ayunos, se abstengan de man-
jares delicados, se alimenten con moderación; no descuiden
las velas nocturnas y otras prácticas ascéticas, que juzgan ne-
cesarias para conservar la virginidad. Deben estar despegadas
de los bienes temporales, al menos interiormente; las riquezas
sólo pueden servirles para practicar generosamente la caridad
con los pobres menesterosos. Su verdadero tesoro son los bie-
nes espirituales. La Escritura ha de ocupar en su vida un lu-
gar verdaderamente único; deben leerla, escuchar su lectura,
aprenderla de memoria, extraer a continuación el jugo de sus
enseñanzas mediante la reflexión personal y alternar su lectu-
ra y meditación con la oración y el canto de los salmos. En
realidad, los Padres identifican la virginidad plenamente v i -
vida por amor de Cristo con la perfección de todas las virtu-
des. Y señalan a María, a la vez virgen y madre de Dios,
como primicias, dechado y corona de las «vírgenes de Cristo».
Tal era el ideal que muchas vírgenes se esforzaron since-
ramente por alcanzar. Nos consta de algunas que vivieron r e -
tiradas, humildes, pobres, ocupadas en orar, leer y meditar
las Escrituras, trabajar en los menesteres que tradicionalmente
eran considerados como propios de la mujer; ayunaban con
frecuencia, se abstenían de comer carne y beber vino, y se
mortificaban de otras maneras, a veces con exceso; practica-
ban las obras de misericordia corporales con los huérfanos, las
viudas, los pobres y los enfermos, y las espirituales aconse-
jando, exhortando o consolando a quien lo hubiera menester.
7 1
Véase F. DE B. VIZMANOS, Las vírgenes cristianas... p.212-228,
7 2
SAN AMBROSIO De virginibus 1 , 3 , 1 1 .
7 3
Syn.pos.um 1 1 , 1 .
34 C.l. Orígenes del monacato cristiano
Pero el hecho de que los pastores de almas tuvieran que in-
sistir constantemente en algunos de sus deberes, bastaría para
probar que muchas «vírgenes de Cristo» estaban lejos de r e -
producir en sí la hermosa imagen que se les había propuesto.
Una costumbre especialmente escandalosa se extendió un
poco por todas partes, pero tal vez sobre todo en Oriente y
en el África romana: la cohabitación de una virgen con un
clérigo o un asceta varón. Son las virgines subintroductae. Es-
pecie de matrimonio espiritual, esta convivencia, so pretexto
de mutua ayuda tanto en lo temporal como en lo espiritual,
entrañaba en sí un grave peligro para los interesados y moti-
vo de escándalo para los extraños. Los Padres de la Iglesia
combatieron este abuso con el mayor rigor y las frases más
cáusticas.
No se puede pensar que todas las virgines subintroductae
obraran de mala fe, y lo mismo hay que decir de sus compa-
ñeros de vivienda. La ayuda que podían prestarse mutuamen-
te era muy real. El aislamiento de los ascetas, con todo, podía
evitarse de otra manera. Los obispos empezaron a fomentar
la agrupación de las vírgenes entre sí, hasta formar con ellas
comunidades más o menos organizadas, bajo la tutela del pro-
pio'obispo o de un clérigo especialmente indicado y la solici-
tud vigilante de una diaconisa. De este modo nacieron los
primeros monasterios femeninos.
Nuestra información acerca de los ascetas varones a lo
largo de los primeros siglos de la historia eclesiástica es mu-
cho más reducida. Existieron desde el principio del cristia-
nismo. La Didaché menciona a ciertos «apóstoles» itinerantes,
a la vez doctores, profetas y misioneros, que no sólo practi-
caron una pobreza heroica, sino que, con toda probabilidad,
observaron el celibato. No pocos Padres de la Iglesia, como
Tertuliano, San Cipriano, Orígenes y San Ambrosio, llevaron
vida ascética. Y pronto y en todas partes hallamos grupos de
continentes, como el formado en torno a Orígenes por sus
discípulos, tanto en Alejandría como más tarde en Cesárea
de Palestina, o el que se reunía en Aquilea bajo la dirección
de Cromacio, el futuro obispo de la ciudad, y al que pertene-
cieron Jerónimo y Rufino.
Su ideal y su modo de vida se parecían mucho a los de las
vírgenes. Tal vez algunos insistían bastante más en el estudio
de las Escrituras y las lucubraciones espirituales, y no pocos
iban ingresando en las filas del clero. Como las vírgenes, v i -
vían en el mundo, conservaban la propiedad de sus bienes y
cierta libertad de movimiento, no llevaban ningún vestido
Predecesores inmediatos de los monjes 35
especial y distintivo. Hacían limosna a los pobres y a la comu-
nidad eclesial, tomaban parte muy activa en la salmodia. No
pocos—ya queda dicho—cayeron en el abuso de juntarse con
una «hermana» para asistirse mejor mutuamente. Pero, a di-
ferencia de las vírgenes, la gran mayoría de ascetas varones
no se dedicaban a la virtud desde sus tiernos años; general-
mente eran conversos: en su juventud habían llevado una vida
más o menos licenciosa y no habían abrazado la continencia
hasta su conversión del paganismo al cristianismo, como es
el caso de Tertuliano, o hasta que decidían hacerse bautizar
tras un largo y alegre catecumenado, como es el caso de San
Jerónimo.
A l igual de lo acontecido con las vírgenes, los ascetas va-
rones fueron agrupándose cada vez más estrechamente, fuera
por propia iniciativa, fuera por voluntad de sus respectivos
obispos. Y de una organización muy rudimentaria pasaron
poco a poco a formar verdaderas comunidades, cada vez más
perfectas, que a veces se convirtieron en monasterios cuando
el monacato cenobítico fue imponiéndose en todas partes.
En realidad, el único elemento que el monacato naciente
aportó al ascetismo tradicional fue una mayor separación del
mundo: Ja fuga mundi, en sentido local y no solamente espi-
ritual, que siempre se predicó en la Iglesia. Como se ha no-
7 4
tado , el verbo monázein aparece en la Carta de Bernabé con
un sentido relacionado con el de monachós, no para aconsejar
la soledad, sino para todo lo contrario: «No viváis solitarios,
replegados en vosotros mismos, como si ya estuvierais justi-
75
ficados» . L o que tal vez indica que ya en el siglo n había
una tendencia a la vida anacorética. Y cuando Orígenes, gran
asceta y gran maestro de ascetas, enseñaba el apartamiento
del mundo, se apresuraba a precisar que no se trataba de una
7 6
separación local, sino m o r a l . «Hay que salir de Egipto—lee-
mos en otro pasaje—, hay que dejar el mundo si deseamos
seguir al Señor. Debemos dejarlo, digo, no como lugar, sino
como modo de pensar; no huyendo por los caminos, sino
7 7
avanzando por la fe» . En otra ocasión, sin embargo, aprue-
ba Orígenes que Juan Bautista morara en el desierto, lejos de
7 8
los vicios y el tumulto de las ciudades . Los monjes siguie-
ron a Juan Bautista. L a originalidad del monacato respecto
C a u s a s de la a p a r i c i ó n del m o n a c a t o
El a b i g a r r a d o m u n d o d e los p r i m e r o s m o n j e s
C A S I A N O , Collationes 18,4-8; Consultationes 3,3. Para la posterior evolución del tema, véase
G . P E N C O , II capitolo de genereribus monachorum nella tradizione medievale: S M 3 (1961)
241-257-
42 C.l • Orígenes del monacato cristiano
viviendo de su propia comida no sufren sujetarse a nadie. Realmente
suelen tener competición de ayunos, y lo que debiera ser cosa secreta
lo convierten en campeonatos. Todo es entre ellos afectado: anchas
mangas, sandalias mal ajustadas, hábito demasiado grosero, frecuen
tes suspiros, visitas de vírgenes, murmuración contra los clérigos y,
9 4
cuando llega una fiesta algo más solemne, comilona hasta vomitar» .
Egipto, p a r a í s o d e los m o n j e s
El monacato cristiano—lo acabamos de ver—representa un
paso más en la evolución de la vida perfecta que, desde sus
orígenes, se practicaba en la Iglesia. Según todas las probabili-
dades, el movimiento monástico, que adquirió pronto enormes
proporciones, surgió más o menos al mismo tiempo en diversos
países. ¡La afirmación tantas veces repetida de que nació en
Egipto y desde allí se propagó al resto del mundo cristiano,
constituye una simplificación insostenible. J
VEs, con todo, innegable que Egipto representó en la his-
toria del monacato primitivo un papel extraordinariamente bri-
llante, único. En Egipto aparecieron las primeras grandes figu-
ras de monjes, universalmente admiradas y propuestas como
modelo. En Egipto se especificaron relativamente pronto las
principales formas de vida monástica—el anacoretismo y, sobre
todo, el cenobitismo—, con perfiles nítidos, perfectamente de-
terminados, i Por su número, sus proezas ascéticas, su discre-
ción, su doctrina y sus virtudes, los monjes de Egipto alcanzaron
pronto gran celebridad: se escribe sobre ellos; se emprenden
largas y penosas peregrinaciones para visitarlos; se recogen
avaramente sus dichos y hechos. A fines del siglo iv es Egipto
el país clásico del monacato, el paraíso de los monjes. Además
de esta singular prestancia que tuvo no sólo en la historia del
monacato primitivo, sino también a lo largo de la evolución
de toda vida religiosa en el seno de la Iglesia, ocupa Egipto
un lugar propio en la geografía del monacato, como lo notaba
ya C . Butler: «En asuntos monásticos como en otros, Egipto
no debe ser considerado como un país de Oriente; tiene su
propio lugar aparte, a mitad de camino entre Oriente y Occi-
!
dente» . T o d o nos invita a empezar en Egipto nuestro viaje
espiritual a través del mundo antiguo en busca de monjes,
ermitas y monasterios.
1
C. Butler en la introducción a su edición critica de la Historia lausiaca: The Lausiac
History of Palladlas t.i (Cambridge 1904) p.240. Para el monacato egipcio en general, véa-
se: K . H E U S S I , Der Ursprung des Mónchtums (Tubinga 1936); P. V A N C A U W E N B E R G H , Étude
sur les moines d'Égypte deputs ¡e concite de Chakédoine (4S¡) jusqu'á Vinvasion árabe (640)
(Parls-Lovaina 1914); D. j . C H I T T Y , The Desert a City. An Introduction ta the Study of Egyp-
tian and Palestinian Monasticism under the Christian EmpiYe (Oxford 1966), S . S C H I W I E T Z ,
Das morgenlándische Mónchtum t.i (Maguncia 1904).
46 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
5
Ep. 108,14.
6
Dialogi 1,2: CSEL 1 , 1 5 3 - 1 5 4 -
48 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
» CoUationes 1 9 , 1 .
1 0
Historia lausiaca 58.
" Ibid., 5.
1 2
Prefacio a las reglas pacomianas: B O O N , p.8.
í 3
Historia lausiaca 3 2 .
Egipto, paraíso de los monjes 49
1 4
cidos sólo puede deducirse con certeza que Egipto estaba
poblado de monjes, ermitas y monasterios.
Los historiadores modernos han tratado de explicar el éxito
casi prodigioso que tuvo desde su mismo origen la vida mo-
nástica entre los coptos. El hecho resulta mucho más sorpren-
dente si se tiene en cuenta que el cristianismo no estaba to-
davía bien arraigado entre ellos, excepto, claro es, en los am-
bientes helenistas de Alejandría; pero Alejandría fue conside-
rada siempre como una ciudad extraña a Egipto. Los verdade-
ros coptos se convirtieron tardíamente, después de la muerte
del patriarca Pedro ( 3 1 1 ) . Fue una conversión brusca, multi-
tudinaria y, claro está, en innumerables casos sólo superficial.
Durante mucho tiempo subsistieron entre ellos tendencias gnos-
ticas más o menos conscientes, desviaciones mágicas, irreduc-
1 5
tibles islotes paganos . ¿Cómo pudo el monacato triunfar
tan brillamentemente en un país como aquél?
Omnia pecunia moventur. Buscad razones de índole eco-
nómica. No ha faltado quien atribuya la vocación monástica
de la mayor parte de los monjes del famoso Monasterio Blanco
a su extrema pobreza: labriegos de pocas tierras, se encontra-
ban en la miseria, de la que se libraban al ingresar en la vida
1 6
monástica . Otra razón aducida es la deserción de muchos
jóvenes egipcios que se negaban a militar en las legiones r o -
manas: los monasterios ofrecían a los tales «un refugio seguro
1 7
y la gloria del combate religioso» . En estas explicaciones hay
algo de verdad. No se puede negar que la inmensa mayoría
de los coptos eran pobres, a menudo miserables; eran gentes
ligadas a la gleba que con cierta frecuencia no podían satisfa-
cer la codicia de sus exactores o rehusaban servir por más
tiempo y se daban a la fuga. El vocablo «anacoreta», antes de
designar al monje, había significado «fugitivo». El desierto es-
taba allí como una perpetua tentación, tanto para ellos como
para los jóvenes coptos, patriotas ardientes, que sentían in-
1 4
Pueden verse en J.-M. B E S S E , Les moines d'Orient... p.2-9. M. Martin, después de va-
rios años de exploraciones en el desierto egipcio, ha comprobado la densidad de los esta-
blecimientos monásticos: a lo largo de treinta kilómetros, en la orilla derecha del Nilo, ha
podido contar, por ejemplo, ocho colonias monásticas diferentes, algunas de las cuales ocu-
paban una extensión de dos o tres kilómetros. Véase su articulo Laures et ermitages du désert
d'Égypte: Mélanges de l'Université Saint-Joseph (Beyrouth) 43 (1966) 1 8 1 - 1 9 8 .
'5 R . R É M O N D O N , Égypte chrétierme: DS 4,535-536. Egipto no tuvo buena prensa ni en-
tre los judíos ni entre los cristianos de Alejandría. Los judíos consideraban el país como
la tierra privilegiada de la idolatría, con un culto tributado a los animales y la práctica de
ritos inmorales. Para Filón, Egipto constituye el símbolo de la carne, con sus flaquezas y
tentaciones. Y si Clemente de Alejandría (que no era alejandrino de nacimiento) llega a pre-
ferir los egipcios a los griegos, Orígenes habla de Egipto en sentido desfavorable al comen-
tar la Escritura: es el destierro del alma, morada de los demonios, dominio de las tinieblas
de la ignorancia de la verdadera sabiduría: los egipcios están predispuestos por la naturaleza
a llevar una vida de esclavos'de los vicios. Véase G. B A R D Y , Le patriotisme... p.6-13.
1 6
J . L E I P O L D T , Schenute von Atripe... p.22-39.
1 1
R . R É M O N O N , Problémes... p.34.
50 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
S a n A t a n a s i o , « h e r a l d o y teólogo
d e l m o n a c a t o naciente»
L . - T H . L E F O R T , ibid., p.I.
2 0
2 1
Unas palabras de San Atanasio y la precisión con que asegura, en el prólogo de la
Vita Antonii, que trató personalmente al santo anacoreta indujeron a L . Bouyer, como an-
tes a Baronio, a creer que pasó una temporada en el desierto bajo su dirección y en calidad
de compañero de celda (véase L . B O U Y E R , La vie de saint Antot'ne... p.38-39). Pero L . von
Hertling fAntonius... p.7 nota) y K . Hbussi (Der UTStiprung... p.82-83) han demostrado
que tal afirmación se funda en una corrupción del texto de la Vita que presentan algunos
manuscritos.
M
L . B O U Y E R , L'/ncarnation et ¡'EgKse-Corps du Cftrist dans la théblogie de saint Athanast
(París 1943) p.I7.
« L . - T H . L E F O R T , en Vies copres p.II.
" Orat. 21.6: M G 35.i°87-
52 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
San A n t o n i o , p a d r e y m o d e l o d e e r m i t a ñ o s
4 5
A n t o n i o nació—tal vez hacia el año 2 5 0 , tal vez mucho
4 6
más tarde — e n la población de Coma (hoy Kiman-el-Arus),
situada en el Egipto medio, en la llanura de la ribera izquier-
4 7
da del Nilo, a unos siete kilómetros al sur de E l - W a s t a .
Sus padres eran campesinos ricos, que murieron cuando él
no tenía aún veinte años y le legaron sus propiedades y el cui-
dado de una hermana más joven que él. Antonio se sentía
llamado a una vida más perfecta. U n día que, según costum-
bre, se dirigía a la iglesia para tomar parte en la eucaristía,
iba pensando cómo los apóstoles habían dejado todas las cosas
para seguir al Señor y cómo los discípulos de los apóstoles
4 5
El documento esencial para conocer al gran anacoreta es la Vita Antonii; pero no
tlvben olvidarse otras fuentes históricas que ilustran su lejana y maravillosa figura: la pe-
queña colección de apotegmas que se le atribuyen, algunas de sus cartas y la que escribió
&tra$s¿oa, obispo de TfesauU, a. ios discípulos, del sonto pasa cosvaolasloa da su vwuftrts.. E l
lexto griego de la Vita, acompañado de la versión latina debida a Evagrio de Antioquía,
puede verse en M G 26,837-976; desgraciadamente, esta edición se basa en un manuscrito
»le Munich (cod. gr. 65), que reproduce una recensión metafrástica del siglo x, muy de-
iiciente. Los apotegmas atribuidos a San Antonio pueden verse en M G 65,76-88. De sus
1 artas sólo nos quedan unos pocos fragmentos del original copto; poseemos, en cambio,
una versión latina del siglo xv y otra georgiana de una colección de siete cartas traducidas
4I griego, ya conocida por San Jerónimo (véase: M G 40,977-1000 y 999-1066; G . GARITTE,
¡.ettres de saint Antoine. Versión georgienne et fragments copies: C S C O 148 [texto] y 149.
versión latina). Por desgracia, tanto el texto latino como el georgiano nos han llegado muy
retocados y corrompidos, lo que dificulta la buena comprensión de estos escritos, ya de por
il difíciles de entender, dado su arcaísmo teológico. L a espiritualidad reflejada en estas cartas
ha sido estudiada por F . GIARDINI, La dottrina spirituale di S. Antonio Abatte e di Ammona
tulle loro lettere (Florencia 1957)- L a carta de Serapión fue publicada por R. DRAGUET, Une
lettre de Sérapion de Thmuis aux disciples d'Antoine: L e Muséon 64 (1951) 1-25. El mérito
principal de esta carta consiste en que, siendo anterior a la Vita Antonii, prueba tanto la
«xistencia histórica del santo como el carácter ejemplar de su conducta monástica, la extra-
ordinaria autoridad que los ñeles atribuían a su intercesión y la existencia de un grupo de
discípulos en torno a ese maestro excepcional de vida religiosa.
Recientemente, el profesor H , Dorries fDie Vita...) ha querido demostrar que el autén-
tico Antonio es el de los apotegmas; Atanasio no sólo idealizó, según él, sino que trans-
formó el retrato de Antonio según sus propias conveniencias dogmáticas, polémicas y pas-
torales. Pero hay en esa actitud un auténtico error de método. L a Vita es obra de un con-
temporáneo y amigo de-Antonio y, por lo tanto, la fuente histórica más atendible. Vienen
después Paladio y Sozomeno en lo poco que nos cuentan de Antonio. Finalmente, los apo-
tegmas, fuente ciertamente posterior y de la que debemos servirnos con muchas precau-
i iones. En efecto, ¿quién nos da la seguridad de que las palabras y anécdotas que se atribu-
yen a San Antonio son realmente suyas? En vez de poder servir de piedra de toque para
lomprobar la autenticidad de lo que cuenta la Vita, como quiere Dorries, sólo pueden
utilizarse como complemento al relato de San Atanasio en cuanto concuerdan con el resto
de las fuentes o al menos no discrepan de él.
Entre los modernos estudios sobre San Antonio destacan: L . BOUYER, La vie de saint
Antoine (Saint-WandriHe 1950) y el volumen colectivo publicado bajo la dirección de
H, STEIDLE, Antonius Magnus Eremita: S A 38 (Roma IQS6). Para más información biblio-
gráfica, véase J . QUASTEN, Patrología t.2 p.155-160.
4 6
L a cronología de la vida de San Antonio es muy imprecisa. L a única fecha realmente
trgura es la de su muerte: el ano 356. Si es verdad, como se nos dice, que falleció a los ciento
»ineo años de edad, tuvo que nacer hacia el 250. Pero se puede objetar que la leyenda exa-
yera con frecuencia la edad de un anciano venerable, y nada nos impide pensar que Antonio
tuviera al morir diez o veinte años menos.
4 7
M . JULIEN, L'Égypte. Souvenirs bibliques et chrétiens (Lille 1889) p.62.
58 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
vendían también sus propiedades para que su precio se dis-
tribuyera entre los necesitados. A l llegar él a la iglesia, se es-
taba cantando el evangelio del joven rico: «Si quieres ser per-
48
fecto, ve, vende cuanto tienes y dalo a los p o b r e s . . . » A n t o -
nio sintió que estas palabras del Señor se dirigían a él y se
desprendió de sus bienes, conservando sólo una pequeña par-
te para su hermana. Más adelante oyó en la iglesia la lectura
de otro fragmento de San Mateo, que también se aplicó a sí
49
mismo: «No os inquietéis por el m a ñ a n a » . Salió de la igle-
50
sia y entregó a los pobres lo que se había r e s e r v a d o . El
carácter puramente evangélico de la vocación de Antonio no
podía subrayarse mejor.
En Egipto—nos dice Atanasio—el monacato estaba toda-
vía en sus principios; los que querían abrazar este género de
vida, salían de sus pueblos, se instalaban en las cercanías y se
dedicaban plenamente a las prácticas del ascetismo. Después
51
de colocar a su hermana, Antonio siguió la c o s t u m b r e .
Había por allí un anciano que desde su juventud llevaba vida
solitaria. Antonio lo tomó por maestro. Habita en una choza.
Como ha dado cuanto poseía, es pobre y tiene que trabajar,
tanto para ganarse su módico sustento como para poder so-
correr a los necesitados; el trabajo es, por tanto, su primera
ascesis. Su vida se distingue por la atención que se presta a
sí mismo y la disciplina férrea a que se somete. Ora asidua-
mente. Se impregna de las Escrituras, que toma como norte
de toda su conducta. Y procura completar su formación as-
cética visitando a otros varones espirituales, de los que recibe
consejos y buenos ejemplos: de uno aprende a orar, de otro
a tener paciencia, de un tercero a ser manso y humilde de co-
razón... Este período de su educación monástica se distingue
por la humanidad, por el equilibrio. El joven novicio busca
al mismo tiempo ser agradable a Dios y a los hombres, y se
esfuerza por alcanzar la amabilidad para con sus semejantes
y la asiduidad en la oración.
En este momento empieza a intervenir el demonio. Toda-
vía no manifiestamente, sino bajo sus habituales apariencias:
8
•• Mt 19,21.
« Mt 6,34
5 0
Vito Antonii 1 .
5 1
Se suele decir que Antonio confío su hermana a una comunidad de vírgenes y, por
lo tanto, se afirma implícitamente que existía en Egipto un monasterio de mujeres hacía el
año 270. Tal afirmación se fundamenta en dos palabras deí texto griego impreso: eis parthe-
nona. Pero la colación de una cincuentena de manuscritos griegos, así como de las versiones
latinas, copta y armenia, nos inclinan a preferir decididamente la lección eis parthenlan,
lo que significa que, al confiarla Antonio a unas vírgenes, consagró su hermana a la virgi-
e
nidad. Cf. G . GARITTE, Un couvent de femmes au III siécle? Note sur un passaje de la Vie
Gréque de S. Antoine: Scrinium Lovaniense. Mélanges historiques E. van Cauwenberg
(Lovaina 1961) 150-159.
San Antonio, padre y modelo de ermitaños 59
el mundo y la carne. Antonio se arrepiente de haber dejado
mis bienes, experimenta el atractivo del placer. Pero resiste
,i la tentación. Aumenta sus austeridades: vela gran parte de
l.i noche, cuando no la noche entera; come una sola vez al
illa, después de la puesta del sol, y a veces pasa dos y hasta
ruatro días sin saciar el hambre; su refección consiste sola-
mente en pan y agua; duerme en el suelo; se abstiene de uno
de los grandes placeres de los orientales: no se unge jamás
ion aceite. Tal fue la primera etapa que señala Atanasio en
5 2
l,i continua ascensión espiritual de A n t o n i o .
Ha terminado lo que podemos llamar el noviciado del
anacoreta. Antonio abandona su rústica morada, se priva de
la vecindad y ayuda de los otros anacoretas, va a vivir más
lejos. ¿Por qué? Sin duda, obedeciendo a una necesidad in-
terior; pero es difícil saber cuál es concretamente esta necesi-
dad. ¿Busca una mayor soledad? ¿Pretende un desprendi-
miento más absoluto? ¿Se siente llamado a luchar con el de-
monio en el combate singular del desierto? L o cierto es que
se retira precisamente a un lugar lleno de tumbas—sin duda,
una antigua necrópolis abandonada—y se instala en una de
ellas. Ahora bien, si se tiene en cuenta que, según creencia
muy arraigada en el alma de los antiguos, los demonios tienen
su guarida especialmente en la soledad y en las tumbas, pare-
ce claro que Antonio busca deliberadamente a los demonios.
En su tumba vive solo. Un amigo lo abastece de pan de vez
en cuando. Y los demonios acuden sin hacerse esperar, ya al
descubierto, a combatir al anacoreta. Empiezan por darle tan
soberana paliza que le dejan como muerto. Pero Antonio no
se acobarda. Los demonios insisten, quieren aterrorizarlo to-
mando formas de fieras temibles. Antonio resiste. Los demo-
nios siguen combatiéndole de mil maneras, le infligen nuevos
castigos. Antonio los sufre impertérrito. Ha vencido. Esta
segunda fase termina con una visión consoladora, en que Dios
se le manifiesta como espectador de sus combates y le pro-
5 3
mete que le auxiliará siempre .
Antonio tiene treinta y cinco años. Ha probado sus fuer-
zas. Sabe que la omnipotencia de Dios está con él. A h o r a
experimenta la necesidad de internarse en el desierto. Es el
paso definitivo. Abandona a su anciano maestro, que no quie-
re acompañarlo. Atraviesa el río, penetra en el gran desierto,
sube a la región montañosa y se instala en u n fuerte abando-
5 4
n a d o . Una fuentecita le procura agua. Se alimenta de ga-
5 2
Vita Antonii 2-7.
" Ibid., 8-10.
M
L. von Hertling (Antonias... p.32ss) emite ¡a hipótesis de que se trata de la misma
60 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
historia anterior contada diversamente. K.Heussi (Der Ursprung... p.88 nota 3) aprueba esta
hipótesis. Pero me parece que, a pesar de las semejanzas entre ambos episodios, las dife-
rencias son bastante numerosas y notables para que no puedan identificarse. Se trata de
una nueva etapa.
5 5
Vita Antonii 1 1 - 4 8 .
5 6
L . BOUYER, L a vie de saint Antoine p . 1 5 2 .
5' Vita Antonii 44. L a cita está tomada de Núm 24,5-6.
5 8
Tanto en la Vita (3 y 1 1 ) como en la tradición posterior, Antonio es considerado
muy explícitamente como el primer monje que habitó en el desierto. Jerónimo pretendió
arrebatarle este título para entregarlo a su héroe, Pablo de Tebas; pero tal conato fracasó
en sus principios: nadie quiso prestar fe a los sueños del literato latino.
5» Vito Antonii 14 y 15.
San Antonio, padre y modelo de ermitaños ^1
6 0
Ibid., 46.
« Ibid.
6 2
Ibid., 47-
« Ibid., 49-88.
6 1
Historia lausiaca 2 1 . Pispir se llama hoy Deir el-Mnemonn.
62 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
nitud de su vida espiritual. En esta época realiza la mayor
parte de los prodigios que la Vita le atribuye. Hace otro viaje
a Alejandría, invitado insistentemente por los obispos y todos
los hermanos para contradecir a los arríanos, que habían afir-
mado que compartía sus ideas.
Pasó los últimos quince años de su vida en compañía de
dos discípulos. Era ya muy anciano y necesitaba de sus ser-
6 5
vicios. Se nos dice que murió a los ciento cinco años de edad .
Supo con anticipación la hora de su tránsito y repartió sus
pobres vestidos entre sus amigos y sus dos discípulos, a quie-
nes hizo prometer que no revelarían a nadie el lugar de su
sepultura. Y lleno de gozo espiritual emprendió su última
6 o
huida. Era el año 356 .
Este es, en sus líneas generales, el curriculum vitae de A n -
tonio según se desprende del relato de Atanasio. Es posible
y aun probable que el biógrafo haya introducido algunos arre-
glos según sus conveniencias, pues se proponía, ante todo,
67
como hemos visto, dar a los monjes un modelo p e r f e c t o .
Pero, por lo esencial, el historiador moderno no tiene razones
de peso para mostrarse escéptico. La Vita fue compuesta
poco después de la muerte de Antonio, personaje conocidí-
simo; Atanasio no pudo, aunque lo hubiera querido, inventar
una vida con pormenores tan concretos—indicaciones locales
precisas, personas que todavía vivían y ocupaban cargos im-
portantes citadas por sus nombres—sin que se le tachara de
mentiroso. En cuanto a los milagros, profecías y luchas con
6 8
los demonios, se pueden hacer algunas reservas . No cabe
duda que Antonio—como también Atanasio—no estaba en-
teramente libre de las ideas sobre los malos espíritus que co-
rrían entre el vulgo, y es muy probable que viera demonios
6 5
Véase arriba, p.57 n.46.
66 L a Epístola ad discípulos Antonii, de Serapión de Thmuis, conservada en versión
siríaca y armenia, y escrita en 356, confirma la fecha tradicional de la muerte de Antonio.
Cf. R. DRAGUET, Une lettre de Sérapion de Thmuis aux disciples d'Antoine (Á. D. 356) en
versión syriaque et arménienne: L e Muséon 64 (1951) 24-25.
Todavía hoy conservan los monjes el recuerdo del «monte interior», donde se levanta
un monasterio copto muy antiguo—el llamado monasterio de San Antonio—, en los montes
de Wadi Araba, a 40 kilómetros del mar Rojo. Pero los dos discípulos de Antonio fueron
ñeles a su promesa, y nunca se supo dónde está enterrado. Antonio quería evitar con el
secreto que embalsamaran su cuerpo, edificaran sobre él un maityrium y le veneraran por
santo. Con todo, no pudo evitar que su nombre gozara ya en vida de gran celebridad, no
sólo en Egipto, sino también en España, las Galias, Roma y el África romana (cf. Vita An-
tonii 93).
6 7
Quería presentar a Antonio como «amigo de Dios»—al igual que Moisés, Josué, Sa-
muel y, sobre todo, Elias y Elíseo—, heredero de los mártires, pneumatophoros o portador del
Espíritu, un gran carismático y restaurador de la «vida apostólica», esto es, del ideal evan-
gélico, de la pureza de la fe y costumbres propia del tiempo de los apóstoles Quería hacer
resaltar que el buen monje basa toda su vida en las Escrituras, es respetuoso con- la jerar-
quía eclesiástica, no se desinteresa de las dificultades de la Iglesia... Todo esto, evidente-
mente, pudo haber influido, y sin duda influyó, en la composición de la Vita Antonii.
6 8
Véanse las conclusiones de L . von Hertling sobre la historicidad de la Vito Antonii,
en Studi... p.30-31.
San Antonio, padre y modelo de ermitaños 63
6 9
donde no los h a b í a . Sin embargo, a menos que queramos
cerrar los ojos a la evidencia misma, es preciso admitir que
Antonio fue uno de los taumaturgos más eminentes que han
existido, uno de los padres espirituales más hábiles y fecun-
dos de la historia, gracias a sus dones sobrenaturales y, en
particular, a su discreción de espíritus. Atanasio .le llama con
70
razón «el médico de todo E g i p t o » . A raíz de su muerte,
Serapión, obispo de Thmuis, escribe a los discípulos de A n -
tonio: «Tan pronto el gran anciano que oraba por el mundo
entero, el bienaventurado Antonio, dejó esta tierra, todas las
cosas degeneraron y se tambalearon y la ira devasta a Egipto.
... Mientras estuvo en la tierra, hablaba y oraba, y cuando
levantaba las manos, suplicaba la misericordia de Dios, no
permitía que bajara su furor; elevaba su mente y no la dejaba
71
descender» . Todo Egipto lo lloró como si hubiera perdido
7 2
a su p a d r e .
Su fama de monje cabal, santo e insuperable no conocía
límites. San Pacomio lo consideraba como «la forma perfecta
73
de la vida anacorética» . Preguntaron una vez a Shenute
—un hombre difícil si los hubo—, según refiere Besa: «Santo
padre, ¿hay actualmente algún monje semejante al bienaven-
turado Antonio?» Shenute respondió: «Si se juntara a todos
74
los monjes de nuestro tiempo, no harían un solo A n t o n i o » .
U n siglo más tarde, el historiador de la Iglesia Sozomeno
consideraba a Antonio como «el que inauguró la filosofía exac-
7 5
ta y solitaria entre los egipcios» .
6 9
Este importantísimo tema—la demonología—de la espiritualidad monástica se trata
detenidamente en el segundo volumen de la presente obra.
™ Vita Antonii 87.
'i R. DRAGUET, Une Xettre... p.13.
7 2
Vita Antonii 10,88 y 03.
7 3
Vies copies p.276.
7
< Sinuthii Hita bohairice 68-69: C S C O 4 1 , 3 5 .
7 5
Historia eedesiastica 6,33.
Antonio alcanzó tan gran celebridad a pesar de ser hombre rudo e iletrado. San Atanasio
hace notar expresamente que se «hizo famoso no por sus escritos ni por su sabiduría de este
mundo ni por arte alguna, sino tan sólo por su servicio de Dios» (Vita Antonii, 93). Y en
diversos pasajes insiste sobre la falta de letras de su héroe: no fue a la escuela (1), no apren-
dió letras (72 y 73). Para mí es evidente que Atanasio quiere pintárnoslo como iletrado con
el fin de probar dos de sus tesis: 1) que no son las letras, sino la virtud lo que nos acerca
a Dios: 2) que la profunda sabiduría de Antonio no era debida a su formación humana,
sino a la ilustración divina (Vita Antonii 66; cf. 83). Como iletrado le consideró toda la
antigüedad, San Agustín inclusive. Sin embargo, algunos autores modernos han querido
defender lo contrario. Así, según L . von Hertling (Antonius.,. p.14-15 nota), las mencio-
nadas frases de la Vita no significan que Antonio no hubiera aprendido a leer y escribir,
sino sólo que no habla recibido la formación retórica y humanística que solía darse a los
hijos de padres ricos, como era su caso. L . T h . Lefort (en R H E 28 [1932] 355-356) notaba
que, en el capítulo 4 de la misma Vita, se cuenta que, entre los anacoretas que Antonio fre-
cuentaba con el fin de adiestrarse en ia vida solitaria, había uno reputado «por su manera
de leer bien». G . Garitte'insiste largamente (A propos des lettres de saint Antoine l'Érmite:
Le Muséon 52 [1939! 1 1 - 1 4 ) en la interpretación ya señalada de las frases de Atanasio: lo
que éste quería significar es que Antonio no poseía una cultura pagana, que no había estu-
diado ni las bellas letras ni las ciencias. El fin que se propone con ello G . Garitte es claro:
el de preparar el camino para asegurar la autenticidad de varias de las cartas que se atri-
buyen a San Antonio. Pero, evidentemente, para ser autor de una carta no es preciso saber
64 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
Los anacoretas
escribir: basta con saber dictar. Ahora bien, cartas del género de las que Antonio es autor,
esto es, pequeños tratados destinados a circular entre el público, no solían, en la antigüedad,
escribirse de propio puño, sino que se dictaban, al igual que los libros, a un escriba de
profesión. El hecho de que Antonio no supiera escribir no sería una objeción a la autenti-
cidad de las cartas. Por lo demás, sabemos, por Sozomeno y por la' misma Vita (81), que
Antonio «escribió» a Constantino y al oñcial imperial Balado (Vita Antonii 86). Ahora bien,
a tales personajes no se les podía escribir en copto, y es evidente que Antonio se sirvió de
un amanuense que tradujera al griego lo que él le iba dictando.
7 6
Véase Vita Antonii 14 y 67.
7 7
J . GRIBOMONT, Antonio VEremita, S . , en Dizionario degli instituti di perfezione, t.l, s. v,
7 8
Para los anacoretas coptos, además de las obras citadas en la nota 1 del presenté capí-
tulo, véanse especialmente: R. DRAGUET, Les Peres du désert: Bibliothéque spsirituelle du
chrétien lettré (París 1949), a quien debe mucho la siguiente exposición: A . L . SCHMITZ,
Die Weit der asyptischen Einsiedler: Rómische Quartalschrift 37 (1929) 189-224.
1 9
Vies coptes p.268-269. Estas palabras acerca de los anacoretas existentes ya antes de
San Antonio en su mismo pueblo concuerdan perfectamente con lo que nos dice la Vita
Los anacoretas 65
Antonii 3. Y ambas frases se hallan confirmadas por otras fuentes, como, por ejemplo, la
/ listona lausiaca (16,1), a proposito de Natanael, un monje antiguo cuya celda ya no ocupaba
nadie «por estar demasiado cerca del poblado; él la habla edificado cuando los anacoretas
eran muy raros».
8 0
Vies captes p.257.
8 1
Collationes 1 6 , 1 .
66 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
8 6
Historia lausiaca 26.
8 7
Apophthegmata, Pafnucio, 4.
8 8
Ibid., Apolo, 2.
8 9
Ibid., Macario, 20.
9 0
Ibid., Matoes, 1 1 .
9 1
Ibid., Juan, sacerdote de las Celdas, 5.
9 2
Ibid., Macario de Egipto, 5.
68 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
" A . - J . Festugiére {Les moines d'Orien t.I, p.42-45) cita algunos ejemplos. Pero ¿cuán-
tos de ellos son realmente históricos?
1 0 0
Historia monachorum 2,6-7.
70 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
1 0 1
mentó . Tal es el origen de las colonias de ermitaños, de las
que hubo muchas en Egipto.
Las más célebres se encontraban en el norte, no muy lejos
de Alejandría. Eran las de Nitria, Escete y las Celdas. En
buena parte, eran famosas por ser las más fáciles de visitar y,
de hecho, las más visitadas. Es muy posible e incluso proba-
ble que en otras partes del inmenso país hubiera otras colo-
nias eremíticas tan virtuosas y edificantes, de las que nada
o casi nada sabemos. Pero es muy cierto también que en las
tres colonias mencionadas vivieron anacoretas dignos de todos
los elogios, como Ammón, los dos Macarios, Pambo, Pablo el
Simple, Poimén, Sisoes, Arsenio, Evagrio.
Según los documentos, la vida monástica empezó en Nitria
en las primeras décadas del siglo rv. Su fundador, o al menos
uno de los primeros monjes que habitaron aquel yermo, fue
A m m ó n , un asceta de vida harto novelesca. Perteneciente a
una rica familia egipcia, tenía unos veintidós años de edad
cuando, por conveniencias sociales, se casó; pero logró persua-
dir a su mujer que vivieran bajo el mismo techo como hermano
y hermana. Hacia 3 1 5 - 3 2 0 , con consentimiento de su compa-
ñera de ascetismo, se retiró al «monte de Nitria», donde, al
decir de Rufino y Sozomeno, no había todavía ningún monje,
mientras Paladio da a entender que sí. L o cierto es que el
anacoreta alcanzó fama de santo y que empezaron a reunirse
en su derredor muchos solitarios. Según San Atanasio, San
Antonio estimaba mucho a Ammón, y los Apotegmas nos cuen-
tan una visita que le hizo. De este modo pudo beneficiarse de
sus valiosos consejos. A m m ó n solía visitar dos veces al año
a su esposa, que dirigía una comunidad de vírgenes. Y se cuen-
ta que, cuando murió, Antonio lo supo inmediatamente por
1 0 2
revelación divina .
Con el tiempo, la colonia eremítica formada en torno a la
celda de San A m m ó n creció tanto, que algunos solitarios desea-
ron trasladarse más lejos y se internaron en el desierto. En los
orígenes de esta nueva agrupación monástica intervino, según
la tradición, el gran San Antonio cuando fue a visitar a su
amigo. Se llamó las Celdas.
El origen de Escete data de mediados del siglo iv y está
íntimamente ligado al nombre de San Macario de Egipto, lla-
mado también el Viejo o el Grande, uno de los más famosos
padres del yermo. La vida de Macario no es menos novelesca
que la de San A m m ó n . Nacido hacia el año 3 0 0 , en un pueblo
103 Para las colonias anacoréticas de Nitria, Escete y las Celdas, véase H . G . E . WHITE,
The Monasteries of Wddi'n Natrún, 3 vols. (Nueva York 1926-1933); J . G. GÜY, Le centre
monastique de Scéti dans la littératwe du V' siécle: O C P 30 (1964) 120-147; ID., Le centre
monastique de Scété au IV et au debut du V siécle (Roma 1964).
1 0 4
E . R . HARDY, ChristioM Egypt... p.89.
72 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
L a v i d a d e los a n a c o r e t a s
Nada hay más abierto que el desierto; cualquiera puede in
ternarse y afincar en él con tal que tenga medios de subsistir.
Sin embargo, pronto se formó una tradición según la cual
nadie podía ingresar debidamente en la vida monástica si no
encontraba un padre que le admitiera en ella. Por eso, lo pri
mero que debía hacer quien deseaba ser monje era buscarse
1 0 5
Historia lausiaca 7.
1 0 6 Ibid.
1 0 ' Ibid., 7,2.
La vida de los anacoretas 73
un maestro que le enseñase, teórica y, sobre todo, práctica-
mente, cómo comportarse en el yermo, cómo luchar contra las
pasiones y los demonios, cómo progresar en las virtudes.
Estos monjes llegados a la perfección y capaces de engen-
drar a otros para la vida monástica no faltaron jamás en los
desiertos de Egipto; han llegado hasta nosotros buen número
1 0 8
ile nombres famosos . L o ideal era convivir en la misma
choza con uno de esos padres aguerridos en la lucha espiritual
y poseedores del don de discreción. En los viejos documentos,
como en la Historia monachorum, es frecuente el caso de un
hermano—así se llamaba a los postulantes y a los monjes jóve-
nes o inexpertos—que pide a un solitario la gracia de vivir en
su compañía en el desierto. Pero no se mostraban los viejos
solitarios nada acogedores en tales casos. Era preciso, como
diríamos hoy, probar las vocaciones, y lo hacían a conciencia.
Es famosa la recepción que dispensó San Antonio a Pablo el
Simple. Cuatro días lo tuvo en ayunas a la puerta de su celda.
Le dice que se vaya, que es demasiado viejo, que la vida mo-
nástica es muy dura. Pablo resiste. Antonio le hace entrar y,
sin darle de comer, le hace trenzar cuerdas. No le gusta el tra-
bajo de Pablo, y le manda deshacer la cuerda y volver a empe-
zar. A l atardecer pone la mesa. Pero antes de empezar a comer
repite doce veces el mismo salmo y la misma oración. El refri-
gerio es sumamente sobrio: un panecillo para cada uno; no
pueden comer más porque uno, según explica Antonio, es
monje y el otro quiere serlo. Y de nuevo reza el gran anaco-
reta doce oraciones y doce salmos. Duermen un poco y se
levantan a medianoche para salmodiar hasta el amanecer. En-
tonces Antonio dice a Pablo: «Si puedes seguir este régimen de
1 0 9
vida día a día, quédate conmigo» . Tal vez se piense que
Antonio exageraba un poco porque Pablo era ya de edad
avanzada y quería desengañarlo; pero era lo normal. Pacomio,
¡oven y vigoroso, llamó a la puerta del anacoreta Palamón. El
anciano no se la abrió; se limitó a asomarse a una ventanita y
preguntarle: « ¿Qué quieres ?» Nada más, pues «era de lenguaje
conciso». «Por favor, haz de mí un monje», le respondió el
joven. Palamón empezó a probarlo: «Tú no puedes ser monje.
El servicio de Dios no es cosa fácil; muchos vinieron y no lo
soportaron». Pacomio no se desalienta: «Pruébame en este servi-
cio y verás». Palamón le pinta un programa poco ameno: «Mi
ascesis es ruda. En verano ayuno todos los días; en invierno
sólo como cada tres. Y por la gracia de Dios, no como más que
108 Para el concepto de paternidad espiritual en el monacato primitivo, véase el capítulo 3
del tomo 2 de la presente obra: «Los padres».
1 0 9
Historia monachoTum 24. Cf. Historia lausiaca 2 2 .
74 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
pan y sal; no tomo vino. Paso en vela, como me lo enseñaron,
la mitad de la noche, orando y meditando la palabra de Dios,
a veces incluso toda la noche...» Pacomio contestó: «Confío
que, con la ayuda de Dios y tus oraciones, soportaré todo lo que
has dicho». Palamón no resistió más, le abrió la puerta y ambos
a dos practicaron el ascetismo anacorético con gran aprovecha-
1 1 0
miento del joven Pacomio .
El ejemplo y la palabra del anciano formaban poco a poco
al nuevo monje. De estas palabras, consideradas como caris-
máticas, poseemos no pocos ejemplos. Los apotegmas—los ver-
daderos apotegmas—que han llegado hasta nosotros, no son
más que respuestas de los ancianos espirituales a las preguntas
concretas que les hacían los aprendices de monje. Los anaco-
retas no tenían regla ni superiores regulares. Se guiaban por la
inspiración interior, por la Escritura y especialmente por la
palabra carismática de los Padres. Es lo que se ha llamado «la
pedagogía de la dirección espiritual», cuya primera condición
era la obediencia ciega a la voluntad del anciano. La palabra
del anciano tenía una autoridad indiscutible: era la manifesta-
ción de la voluntad de Dios. Veamos, a guisa de ejemplo, un
apotegma en que se expresa bien esta convicción. Unos herma-
nos fueron a visitar a apa Félix, llevando consigo a un seglar.
Le suplicaron que les dijera una palabra. Después de rogárselo
largo tiempo, les dijo: «¿Queréis escuchar una palabra?» Le
respondieron: «Sí, padre». El anciano les dijo: «Ahora ya no
hay palabras. Cuando los hermanos interrogaban a los ancianos
y hacían lo que les decían, Dios les mostraba cómo hablar. Pero
ahora, como preguntan y no hacen lo que oyen, Dios ha reti-
rado la gracia de la palabra a los ancianos y no saben qué de-
1 1 1
cir» . Apa Félix debió de vivir en una época tardía, o tal vez
fuera excesivamente pesimista acerca de la obediencia de los
hermanos. L o que nos interesa aquí es la convicción que ex-
presa y que fue general entre los anacoretas durante mucho
tiempo. El logion era un don especial concedido tan sólo a los
monjes perfectos, una sentencia pronunciada en nombre de
Dios. Tanto es así, que los mismos ancianos que la pronuncia-
ban no la recibían en propiedad: servían de simple canal o
instrumento de la gracia. El logion debía ser pedido, y si el que
lo pedía no era digno, no obtenía respuesta de Dios. Dios for-
maba a los monjes y gobernaba el desierto a través de semejan-
tes apotegmas, igualmente notables por su finura psicológica y
por su profundidad espiritual. Por eso se consideró como un
»» Ibid., 3 8 , 1 1 . Cf. 3 1 , i y 3 2 . 1 2 .
l " Ibid., 38,10.
80 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
1 3 2
Vita Antonii 7.
1 3 3
Historia monachorum 1 .
1 3 4
Apophthegmata, Aquilea, 3.
1 3 5
Historia monachorum 2 . Cf. ibid-, 8.
3
> « Ibid., 6.
1 3 7
Collationes 5,10. Cf. ibid., 19,6.
38
> Ibid., 2,19. Cf. 12,15; 19.4-
1 3 9
Apoptthegmata, Isaac, 6.
3 4 0
Historia lausiaca 47.
4
• » Collationes 8,1.
La vida de los anacoretas 81
1 4 9
H . G . E . WHITE, The Monasteries... t.2 p.194-197.
1 5 0
Instituía 1,2. A l hábito monástico se le atribuían especiales virtudes y, como es na-
tural, se buscaron precedentes en la historia bíblica para cada una de sus partes, a las que
se asignaron, además, peculiares significados. Como ejemplo de ello puede verse el libro
primero de las Instituciones, de Casiano, dedicado íntegramente a la descripción del hábito
de los monjes de Egipto. Los solitarios, según Casiano, se servían de un cinturón a imita-
ción de Elias y Elíseo, como soldados de Cristo, etc. (1,1); si se cubren la cabeza con una
capucha, no es por utilidad, sino que, siendo la capucha prenda que usan los niños, les re-
cuerda que deben imitar su simplicidad e inocencia (1,3); las mangas de la túnica son tan
cortas para que les recuerden que han renunciado a las obras del mundo (1,4); la melota
o piel de cabra la usan a imitación de los que en el Antiguo Testamento fueron figuras pro-
féticas de la vida monástica y, además, porque simboliza la mortificación de las pasiones
de la carne, etc. (1,7); suelen llevar un bastón porque también lo llevaba Elíseo y, además,
porque su uso encierra una enseñanza espiritual: el monje no debe andar nunca inerme
entre tantos perros^—los vicios—como lo acosan, etc. (1,8)...
La vida de los anacoretas 83
1 5 2
Apophthegmata, Juan Colobós, 9.
1 5
' Véase C . DONAHUE, The Ágape oí the Hermits of Scete: S M I (1959) 9 7 - 1 1 4 .
154 Para la organización de las colonias de Nitria, las Celdas y Escete—-sin duda, las me-
jor conocidas—, véase H. G . E . WHITE, The Monasteries... t.2 p.168-188. Muchos por-
menores nos escapan enteramente por culpa de la excesiva sobriedad de las fuentes.
La vida de los anacoretas 85
1 6 1
Historia monachorum i; Historia lausiaca 3 5 .
1 6 2
Collationes 24,26.
3
>* Apophthegmata, Arsenio, 7. Cf. 8,25 y 37.
88 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
Las ermitañas
1 6 8
Historia lausiaca 5.
' « Cf. 1 Tim 2,12; 1 Cor 14,34.
1 7 0
I. HAUSHERR, Direction spirituelle... p.271.
1 7 1
La Vita Sanctae Syncleticae puede verse en Acta Sanctorum, de los bolandistas, ene-
2
ro. I p.242-257. Cf. G . D. GORDINI, Synkletika: L T K 9 (1964) 1 2 3 2 .
90 C.2. Monacato egipcio: orígenes, anacoretas
tismo más austero, de modo que su fama le atrajo u n grupo
de mujeres piadosas que le pidieron que las iniciara en la
vida ascética. La anacoreta se hizo rogar mucho, pero al fin
les expuso los tesoros de su doctrina y experiencia. Como
Antonio, hubo de sufrir Sinclética grandes ataques de los
demonios. A los ochenta años, por permisión divina, la com-
batieron con una espantosa enfermedad, convirtiendo todo su
cuerpo en una llaga de hedor insoportable. A los pocos meses
de martirio tan doloroso valientemente sufrido, volaba al pa-
raíso dejando en la tierra un buen número de hijas espiritua-
les. ¿Qué hay de histórico en todo esto? L o ignoramos. Lo
cierto es—y esto es lo que nos importa aquí—que el anónimo
autor consiguió lo que pretendía: santa Sinclética se convirtió
en símbolo e ideal para las vírgenes cristianas de aquel tiem-
po, y su Vita, en teología y manual de la vida solitaria de las
reclusas.
CAPÍTULO III
San P a c o m i o
La vida monástica—no se repetirá bastante—irrumpe en
la historia como un movimiento espiritual poderoso, amplio,
vario y libérrimo. Poco a poco fue encauzándose. U n primer
paso hacia su estructuración fueron las colonias de anacore-
tas. El cenobitismo—vocablo derivado de dos voces griegas:
koinós (común) y bios (vida)—constituye un paso ulterior y,
en cierto modo, definitivo para el común de los monjes.
U n paso ulterior, no precisamente en el orden cronológi-
co, sino en el lógico. En el cronológico, efectivamente, la vida
común aparece en Egipto prácticamente al mismo tiempo que
la vida cooperativa de las primeras colonias eremíticas; tal
vez un poco—muy poco—más tarde. Precisar tales minucias
en una historia tan compleja y lejana como la del monacato
naciente resulta imposible. Lo que consta es que Pacomio,
figura señera del cenobitismo primitivo, murió antes que A n -
tonio, el «primer anacoreta del desierto», y que los pacomia-
nos estaban organizando en la Tebaida su famosa koinonia al
mismo tiempo que se formaba en el norte del país la no me-
nos famosa colonia anacorética de Escete.
No es seguro que fuera San Pacomio el fundador del ce-
1
nobitismo cristiano . La vida común brotó, a lo que parece,
1
Para San Pacomio y su congregación, véase sobre todo H. VAN CRANENBURGH, Nieuw
tícht op de oudste hloostercongregatíes van de christenheid: de instelling van Sínt-Pachomius:
TGL 19 (1963) 581-605; 665-690; 20 (1964) 41-54; H . BACHT, Pakhome-der grosse «Adíen:
OuL 22 (1949) 367-382; ID., L'importance de l'idéal monastique de saint Pacóme pour l'his-
tuire du monachisme chrétien: RAM 26 (1950) 308-326; ID., Vom gemeinsamen Leben. Die
Hedeutung des pachomianischen Mónchideals /¿ir die Geschichte des chrislichen Mónchtums:
LuM 1 1 (1952) 9 1 - 1 1 0 ; ID., Antonius und Pachomius. Von der Anachorese zum Condbiten-
tum, en Antonius Magnus Eremita p.66-107; ID., Studien zum «Líber Orsiesii»: H J 77 (1958)
98-124; ID., Pakhóme et ses disciples, en Théologie... p.39-71; ID., La loi du iretour aux sour-
ces». (De quelques aspeets de l'idéal monastique pachómien) : RM 51 (1961) 6-25; P. DESEILLE,
t.'esprit du monachisme pachómien...: Spiritualité oriéntale 2 (Bellefontaine 1068); P. TAM-
MURRINO, Koinonia. Die Beziehung <Monasterium*-*Kirche* im frühen pachomianischen Mónch-
tum: EuA 43 (1967) 5 - 2 1 ; R. RUPPERT, Das pachomianische Mónchtum und die Anfánge
hlósterlichen Gehorsams: Münsterschwarzacher Studien 20 (Münstersctvwarzach 1971). Es
todavía útil, a pesar de su fecha, P. LADEUZE, Elude sur ¡e cénoWtistne pakhómien pendant le
IV' siécle et la premiére moitié du V (Lovaina-Paris 1898; reimpresión anastática, Franc-
fort 1962). A. Veilleux (La liturgie dans le cénobitisme pachómien au quatriéme siécle: SA 57,
Roma 1968) ofrece mucho más de lo que promete en el titulo; en las páginas X X - X X I I I se
hallará una bibliografía casi exhaustiva sobre Pacomio y los pacomianos. M. M. van Molíe
ha publicado una serie de artículos interesantes, pero que se deben utilizar con precaución,
ya que se basan en gran parte en conclusiones por lo menos discutibles: Essai de classement
chronologique des premieres regles de vie commune connue en chrétienté: VSS 84 (1968) 108-
127; Con/rontation entre les regles et la littérature pachómienne postetieure: VSS 86 (1968)
394-424; Aux origines de la vie communautaire chrétienne, quelques equivoques determinantes
92 C.3. Monacato egipcio: el cenobitismo
en diversos puntos de la geografía monástica más o menos al
mismo tiempo. En las propias Vidas del santo se mencionan
otros monasterios, en sentido de familias monásticas, ajenos
2
y posiblemente anteriores a la koinonia pacomiana . Pero hay
una cosa perfectamente adquirida para la historia, sin peligro
alguno de que nuevos hallazgos e investigaciones den al traste
con ella: en la evolución de la vida monástica ocupa San Pa-
comio un lugar verdaderamente único, de incalculable impor-
tancia. Pacomio supo encarnar, encauzar y modelar la vida
comunitaria de un modo que puede calificarse de esencial-
mente perfecto. «Con Pacomio—se ha escrito—se alcanza ver-
daderamente el punto de partida de todas las formas ulterio-
res de monacato cenobítico. Cuanto más profundiza nuestro
conocimiento de los escritos dejados por Pacomio y sus pri-
meros discípulos y sucesores, Teodoro y Orsiesio, tanto más
se impone esta certidumbre: Pacomio ha sido, en sentido ple-
no, el fundador y el padre del monacato cristiano de forma
3
cenobítica» .
4
Sobre San Pacomio poseemos una amplia documentación ,
gracias a la cual podemos reconstruir su vida con bastante
exactitud. Nació de padres paganos en la localidad de Esna
(alta Tebaida). Tenía unos veintitrés años cuando fue alista-
do a la fuerza en el ejército imperial. En la ciudad de Tebas,
primera etapa del convoy en el que iba, conoció a unos hom-
bres que acudieron a avituallar y consolar a los reclutas que
tan de mala gana se veían obligados a servir bajo estandartes
extranjeros. Profundamente conmovido por tanta caridad, Pa-
comio indaga y se entera de que sus bienhechores son cris-
pour l'avenir: VSS 88 (1960) 1 0 1 - 1 2 1 ; Vie commune et obéissance d'aprés les institutiones pre-
mieres de Pachóme et Basile: VSS 93 (1970) 196-225.
Para los discípulos y sucesores de San Pacomio, Orsiesio y Teodoro, véase especialmente
B. STEIDLE y O. SCHULER, Der Obern-Spiegel im iTestament* des Abtes Horsiesi (f nach 387J :
EuA 43 (1967) 22-38; J . - C . GUY, Horsiése: D S 7 (1969) 763; B. STEIDLE, Der heilige Abt
Theodor von Tabennesi: E u A 44 (1968) 91-103; ID., Der Osterbrief unseres Vaters Theodors
an alie Klóster: E u A 44 (1968) 104-119.
2
Algunos eruditos lo han puesto de relieve. Por ejemplo, P. Peeters, en A B 55 C1933)
154, quien, después de recoger algunos datos de esta clase, concluye que «Pacomio fue más
bien un reformador que el primer creador de la institución cenobítica». Personalmente opi-
no que es muy difícil precisar si se trata de verdaderos cenobios o de agrupaciones anaco-
réticas en torno a un "padre». Los textos monásticos primitivos no brillan muchas veces
por su precisión de lenguaje, lo que es muy comprensible: este lenguaje, como las diversas
clases de vida monástica, estaba en período de formación. Aquí, una vez más, no tenemos
otro remedio que mortificar nuestro prurito cartesiano de definirlo y clasificarlo todo.
3 H . BACHT, La loi... p.6-7.
4
Una lista completa de las fuentes pacomianas publicadas puede verse en A . VEILLEUX,
La Uturgie... p.XVII-XVIII (hay que añadir H . VAN CRANENBURGH, La vie latine de saint
Pachóme traduite du grec par Denys le Petit: Subsidia hagiographica 46, Bruselas 1969).
A . Veilleux ofrece a continuación una excelente introducción critica al conjunto de escritos
pacomianos, sobre los que tanto se ha discutido: las Vidas de Pacomio y sus primeros suce-
sores (p.11-107) y las reglas y demás obras de Pacomio, Teodoro y Orsiesio (p.114-137).
Es justo recordar aquí el nombre de L . - T h Lefort, a cuya paciencia y trabajo crítico se de-
ben, en su mayor parte, los grandes progresos de la investigación histórica sobre San Pa-
comio, su obra y sus discípulos; véase J . VERGOTE, Voeuvre de M . L . - T h Lefort: L e Mu*
séon 49 (1946) 41-62.
San Pacomio 93
>° Ibid., p . .
3
1 2
N o nos han llegado más que fragmentos del texto copto. L a antigua versión griega
ha desaparecido completamente. En la segunda mitad del siglo iv, muchos latinos entraron
en la Koinonia pacomiana, lo que movió al sacerdote Silvano a pedir a San Jerónimo que tra-
dujera las reglas al latín; San Jerónimo realizó, en efecto, hacia el ario 404, esta traducción
deí griego, que nos ha llegado en una recensión íongior y otra brevíor; el descubrimiento
de fragmentos coptos en IOIO demostró que la recensión longior es la auténtica. A . Boon
publicó una excelente edición crítica de la recensión auténtica en Pachomiana Latina (Lo-
vaina 1932), a la que L . - T h . Lefort añadió la edición de los fragmentos coptos y los excerpta
griegos.
13 Cf. A . VEILLEOX, La lirurgie... p . i 6 7 - : 8 i .
San Pacomio 97
go, pues eran extranjeros o alejandrinos; lo que complicó la
vida de la koinonia, teniendo que crear el oficio de «hermanos
intérpretes», es decir, monjes que conocían ambas lenguas y
repetían a los que no sabían copto las instrucciones de Paco-
mio, quien, por fin, se impuso el deber de aprender el griego
para mejor servir a todos. Como revelan las Vidas, los paco-
mianos, al igual que sus compatriotas, estaban sumergidos en
una orgía de sobrenatural: continuamente se habla de reve-
laciones, visiones de ángeles, luchas con los demonios. Su
teología es arcaica, simplista, materialista. Los había que ni
siquiera estaban inmunes de la tentación de idolatrar. He aquí
una anécdota significativa. Pacomio notó un día, en un reba-
ño, un toro muy hermoso que constituía el orgullo de algunos
de los hermanos; Pacomio pidió a Dios la muerte del toro por
no tener que «sorprender en idolatría a aquellos desgraciados,
después de haber renunciado al mundo y a sus malos deseos»,
y Dios le escuchó. Toros eran A p i s y Mneivis, objeto de
1 4
culto entre los egipcios .
Los miembros de la koinonia llegaron a ser una multitud
que pesaba enormemente sobre los hombros del santo. -Cierto
que las cifras que nos dan los diferentes autores no concuerdan,
ni la mayor parte corresponden a los años en que vivía Paco-
mio. En vida de éste se llegaron a fundar nueve monasterios,
uno de los cuales, Pbow, contaba unos siescientos monjes
1 5
hacia 3 5 2 , es decir, seis años después de la muerte del santo .
El mismo documento que nos ofrece la cifra anterior asegura
que, para la celebración de la Pascua, se reunieron más de dos
mil pacomianos. El imaginativo Paladio afirma que San Pa-
1 6
comio fue archimandrita de tres mil monjes ; en otro lugar
1 7
de la misma obra, calcula que eran unos siete m i l ; Casiano
1 8 l S >
nos habla de cinco m i l ; Sozomeno también de cinco m i l ,
2 0
y San Jerónimo nada menos que de cincuenta mil... Ante
tal variedad de cifras, parece que la única conclusión que se
pueda sacar es que la koinonia llegó a ser muy numerosa y que
2 1
ya lo fue en vida del fundador .
Estas cifras no incluyen a las monjas pacomianas, que,
según Paladio, eran más de cuatrocientas en el monasterio
1 4
Cf. J . VERGOTTE, En lisant iLes vies de saint Pahhómet: Chronique d'Égypte 22 (1947)
4 1 1 - 4 1 2 . L a cita es de Vies coptes p.194-195.
15 AMMÓN, Ep. 2: HALKIN, p.98.
, 6
Historia lausiaca 7.
7
1 Ibid., 3 2 .
i* Instituía 4,1.
1 9
Historia ecclesiastica 3,14.
2
» Prefacio a las reglas pacomianas: BOON, p.8.
2 1
P. Rezac (De forma... p.397) calcula que, a principios del siglo v, es decir, después
de cincuenta años de la muerte de Pacomio, la koinonia constaba de 5.000 a 7.000 monjes
98 C.3. Monacato egipcio: el cenobitismo
2 1
de Panópolis (Akim) a principios del siglo v . Sobre la fun-
dación y la vida de las monjas pacomianas poseemos algunos
datos. La hermana de Pacomio, María, que era virgen, habien-
do oído hablar de él, fue a visitarle en Tabennisi. A l enterarse
Pacomio, le mandó este mensaje: «Has sabido que aún vivo,
pero no te aflijas por no haberme visto. Si deseas abrazar esta
santa vida, examínate bien; los hermanos te construirán una
morada, y tú te retirarás en ella. Y, sin duda, por tu causa el
Señor llamará a otras a ti y se salvarán gracias a ti. Pues no
hay esperanza en este mundo para el hombre a menos que
éste practique el bien antes de salir del cuerpo y ser llevado
2 3
al lugar donde será juzgado según sus obras» . El mensaje
era severo. María lloró y siguió el consejo de su hermano,
quien envió a los hermanos para que le construyeran una ca-
bana no lejos de su propio monasterio. Y se cumplió su predic-
ción. Acudieron otras mujeres y se organizó un cenobio feme-
nino. María fue verdadera madre espiritual de sus hermanas
en la vida monástica: «vinieron a vivir junto a ella y practica-
ron la ascesis con ella, que fue su madre y su excelente anciana
hasta el día de su muerte». Pacomio designó como «padre» de
este monasterio femenino a apa Pedro, venerable anciano,
sabio y diserto, para que «les hablara frecuentemente de las
2 4
Escrituras» . Pedro se ocupaba también de proporcionarles lo
necesario para el trabajo manual, etc. En los monasterios fe-
meninos—fueron varios—se seguían, mutatis mutandis, las mis-
mas leyes y costumbres que en los masculinos.
Apa Pedro debió de ser un excelente auxiliar de Pacomio.
No faltaron a éste otros monjes que le ayudaran en el servicio
prestado a la koinonia cada vez más numerosa y heredaran dig-
namente la dirección de la misma. Así Petronio, a quien con-
fió el gobierno supremo en el lecho de muerte, pero que no le
sobrevivió más que unos dos meses y medio. Entonces pasó la
dirección a manos de Orsiesio, quien pudo ver cómo la obra
de Pacomio seguía creciendo con admirable vigor. Desgracia-
damente, con el número de monjes, como suele suceder, aumen-
taron también las dificultades. Algún superior de monasterio
mostró tendencias separatistas, y se produjo cierto malestar
en el seno de la koinonia ya en 3 5 0 . En tales circunstancias
tomó Orsiesio por coadjutor a Teodoro, que había sido el
discípulo predilecto y el brazo derecho de Pacomio. De O r -
siesio poseemos un precioso tratado sobre los deberes del
monje, que tradujo al latín San Jerónimo con el título de Doc-
2 2
Historia lausiaca 3 3 .
2 3
Vies raptes p.97-98.
2 4
Ibid., p.98.
San Pacomio 99
2 5
trina de institutione monachorum . Hombre generalmente esti-
mado y venerado por los hermanos, Teodoro no sólo logró
poner fin a la sublevación que amenazaba disgregar la koinonia,
sino también fundar algunos monasterios. A su muerte. San
Atanasio escribió una magnífica carta a Orsiesio, en la que
dice, refiriéndose al difunto: «Si es bienaventurado el varón que
teme al Señor, podemos llamarle ahora bienaventurado, con
plena seguridad de que ha arribado, como si dijéramos, al
puerto y vive ahora una vida sin preocupaciones... Por lo tan-
to, hermanos queridos y muy deseados, no lloréis por Teodoro,
porque no está muerto, sino que duerme. Que nadie llore al
recordarlo, antes bien imite su vida. No debemos afligirnos
2 6
por alguien que ha ido al lugar donde no hay aflicción» .
Pero por muy excelentes que fueran los discípulos y auxilia-
res de Pacomio, la koinonia es obra suya, su mérito permanece
indiviso. Porque a esos aventajados discípulos y dignos suce-
sores, ¿quién los formó en la vida monástica sino el propio
Pacomio? Fue él quien «larga, paciente y dolorosamente luchó
por doblegar y disciplinar la voluntad de sus compañeros y lle-
21
varlos a someterse por completo a una regla minuciosa» . No
se cansaba en su ardua tarea pedagógica. Instruía «asiduamen-
te» a sus hermanos «en las ciencias de los santos»—leemos en
una de sus biografías—y trabajaba en la salvación de sus almas
2 8
como el buen agricultor trabaja en el cultivo de su viña .
Les daba «reglas y tradiciones; las primeras fueron consignadas
por escrito, las otras aprendidas de memoria a la manera de los
2 9
santos Evangelios de Cristo» . Les inculcaba las ventajas de
la vida perfectamente comunitaria, su superioridad respecto
a la vida anacorética, pese a la opinión general, que consideraba
3 0
al solitario más perfecto que el cenobita . Es digno de no-
tarse que en ningún texto pacomiano aparece la idea—tan co-
rriente en ciertos ambientes monásticos a partir del siglo i v —
3 1
de que el cenobio es una escuela de anacoretas . El anacore-
ta—les decía—no se beneficia del ejemplo de sus hermanos.
Pacomio fue un pedagogo egregio. No sólo enseñaba con
palabra persuasiva y repleta de savia bíblica; su principal en-
señanza fue, sin duda, su actuación, su ejemplo. Alguna vez,
dejándose llevar de su gran rectitud de espíritu, acaso se exce-
3 3
Vies captes p.105-106.
3 4
Ibid., p . m .
102 C.3. Monacato egipcio: el cenobitismo
3 5
orar por todos» . Cuando le dijeron en cierta ocasión que el
hambre y la peste asolaban el país, aunque hacía ya dos días
que estaba ayunando, pasó otro día sin comer, diciendo: «Yo
tampoco comeré mientras mis hermanos padezcan hambre y
no encuentren pan»; y hasta que terminó el período de cares-
tía redobló sus ayunos y oraciones, cumpliendo lo que dice
el Apóstol: «Si un miembro tiene hambre, todos los miembros
3 6
sufren con él» .
Pero donde brilla mejor el maravilloso espíritu de amor
servicial que el santo poseía es en el trato con sus hermanos
monjes, en el desempeño de su cargo de padre de la koinonia.
Ser superior, en la Iglesia, equivale a servir a los demás. Pa-
comio, el primer superior de un cenobio cuya vida conocemos,
tomó a la letra las palabras de Jesús desde los primeros princi-
pios de su obra. Mientras sus tres primeros discípulos que se
quedaron con él se dedicaban «a grandes ejercicios y a nume-
rosas ascesis», él se tomaba tan en serio su misión de servir,
que desempeñaba al mismo tiempo que el oficio de padre del
3 7
monasterio, los de hortelano, cocinero, portero y enfermero .
Luego, cuando la congregación creció y se fundaron diversos
monasterios repletos de monjes, evidentemente, no pudo Pa-
comio seguir cumpliendo estos menesteres, pero perseveró en
el espíritu de servicio. Ni se arrogó ni permitió jamás que se
le hiciera objeto de ninguna excepción, de ningún privilegio.
Siguió siendo pura y simplemente el servidor de todos. Sin-
tiéndose una vez próximo a morir, mandó reunir a todos los
hermanos que se hallaban en el monasterio principal de la
congregación, Pbow, para celebrar juntos el misterio pascual,
les recordó, a guisa de despedida, su propia conducta para con
ellos. He aquí algunas de las frases del largo discurso que el
biógrafo pone en sus labios:
3 5
Ibid., p . 1 6 0 - 1 7 1 . L a cita es de Col 4,3.
3 6
Ibid., p.168. L a cita es de 1 Cor 12,26.
« Ibid-, p.94.
La congregación pacomiana 103
a mal reproche alguno que tuviera fundamento, aunque me lo hiciera
un simple hermano; al contrario, yo recibía la crítica en consideración
a Dios, como si hubiera sido el Señor quien me la dirigía. Y cuando
me disponía a salir para algún lugar o algún monasterio, jamás dije
por tener autoridad: 'Dame un asno para montar', sino que marcha-
ba a pie, dando gracias y con humildad, y si, después de mi marcha,
alguno de vosotros corría en pos de mi con una cabalgadura y me
alcanzaba en el camino, no la aceptaba sino cuando sabía que mi
cuerpo estaba enfermo...»
L a congregación p a c o m i a n a
4 0
Para la topografía de estos monasterios, véase L . - T H . LEFORT, Les premieres monas-
teres... Sobre su cronología y situación pueden consultarse los reparos de D . J . Chitty, A Note
on the Chronology of the Pachomian Foundations: SP 2, T U 64 (Berlín 1957) 379-385.
4 1
Para la siguiente descripción de la organización de la koinonia me sirvo sobre todo del
estudio de I. REZAC, De forma unionis monasteriorum sancti Pachomii: O C P 2 3 (1957) 3 8 1 - 4 1 4 .
La congregación pacomiana 105
das». Pacomio declaró: «Aquel de entre vosotros que Dios me
ha revelado que debe edificar vuestras almas en el temor del
4 2
Señor es Petronio, padre del monasterio de Tsime» . A s í Pa-
comio nombró a Petronio; Petronio, a Orsiesio; Orsiesio, a
Teodoro.
Todos los cenobitas pacomianos se reunían anualmente en
dos asambleas ordinarias. Estas reuniones tenían lugar en el
monasterio principal en Pascua y en el mes de agosto. El objeto
de la primera asamblea era celebrar todos juntos los misterios
de la redención; durante esta celebración se administraba el
bautismo a los monjes catecúmenos. El objeto de la reunión
del mes de agosto era dar cuenta al gran ecónomo de los asun-
4 3
tos materiales de los diversos monasterios . En estas asam-
bleas, además, los monjes se edificaban en común y escucha-
ban las admoniciones y exhortaciones del superior general;
se tomaban disposiciones para el buen régimen de la koinonia
y se nombraban y cambiaban los superiores de las casas. Nos
consta asimismo de la existencia de asambleas extraordinarias
en las que sólo solían tomar parte los constituidos en autoridad.
Todos los monasterios de la koinonia dependían del prin-
cipal, incluso económicamente. La administración común de
toda la hacienda estaba confiada al gran ecónomo, quien era
el único que guardaba el dinero y estaba encargado de la venta
de los productos del trabajo monástico y de la compra de todo
lo que se necesitaba en los diversos monasterios. Las opera-
ciones de compra y venta se hacían de ordinario en los pueblos
vecinos, y sólo de vez en cuando en Alejandría.
Como se ve, no se puede decir que los pacomianos forma-
ran una verdadera congregación unificada, si esto se entiende
en sentido moderno. La koinonia, en realidad, no merece el
nombre de congregación monástica en sentido jurídico, pues
no estaba formada por monasterios sui iuris. Sin embargo, en
la institución pacomiana aparece ya en embrión la organización
que, sólo al cabo de varios siglos, iba a imponerse a la vida
religiosa.
42 Vies coptes p.49.
43 En la mencionada traducción latina de varios textos pacomianos nos dice San Jeró-
nimo que, en la asamblea del mes de agosto, se celebraba una especie de jubileo, durante
el cual todos los hermanos se perdonaban mutuamente lo que pudieran tener unos contra
otros. Pero A . Veilleux (La liturgie... p.366-370), después de notar que ni las fuentes cop-
las ni las griegas mencionan esta práctica penitencial, prueba que se trata de una mala in-
terpretación de San Jerónimo.
106 C.3. Monacato egipcio: el cenobitismo
El m o n a s t e r i o p a c o m i a n o
I
108 C.3. Monacato egipcio: el cenobitismo
tar desde el principio no sólo con palabras, sino también con
obras. El postulante pasaba unos días a la puerta del monaste-
rio antes de que se le abriera. Habla Paladio de la acogida que
dispensó Pacomio a Macario de Alejandría disfrazado de se-
4 8
glar: lo tuvo siete días a la puerta sin darle de comer ; pero era
ésta una prueba muy normal también entre los anacoretas. De
ahí que los hermanos porteros se encargaran de «instruir en lo
tocante a la salvación a aquellos que se presentaban para ha-
cerse monjes, hasta el momento en que se les daba el hábito
49
monástico» . Les enseñaban algunas oraciones, los sometían
después al examen de admisión, y si los hallaban bien dispues-
tos, les enseñaban la regla cenobítica. Transcurridos unos días,
se les quitaban los vestidos de seglar y se les imponía el hábito
monástico. El portero conducía a los nuevos hermanos a la
asamblea de los monjes en oración y los hacía sentar en un
lugar del que no se apartaban hasta que el jefe de la casa a la
que eran asociados no les señalaba su lugar definitivo. Esto era
todo. Máxima simplicidad. Ni un noviciado más largo ni una
profesión explícita. La sola aceptación del hábito y el ingreso
en el monasterio eran bastante para significar la decidida y de-
finitiva voluntad del monje de abrazar su estado de vida; en
nuestro caso, además, equivalía a comprometerse a observar
todas las reglas propias de la institución cenobítica y soportar
el yugo de la obediencia a los superiores. Si de tarde en tarde
aparece en nuestra documentación alguna alusión a «prome-
sas», el contexto deja entender que se trata de las promesas del
bautismo, no de «votos» monásticos. Más adelante las cosas
cambiaron un poco. A l compromiso implícito del tiempo de
Pacomio, sucedió otro explícito, en que se aceptaba el régimen
de vida de la koinonia y luego asimismo sus «reglas»; compro-
miso que poco a poco fue considerado como contraído en pre-
sencia de Dios. Pero no consta ni parece probable que existie-
se un rito de profesión monástica ni compromisos análogos a
nuestros votos religiosos, salvo tal vez una especie de voto de
virginidad. El hecho de que muchos monjes procedían directa-
mente del paganismo y hacían su período de catecumenado y
recibían la catequesis bautismal y luego el mismo bautismo en
el seno de la koinonia, influyó decisivamente en la espirituali-
dad pacomiana. «Para Pacomio, la vida del monje no es más que
50
poner en práctica integralmente las promesas del bautismo» .
Luego de ser admitido en la koinonia, el nuevo monje—ya
4 8
Historia lausiaca 1 8 , 1 2 - 1 3 .
4 9
Vies copies p.97.
5 0
A . VEILLEUX, La liturgte... p.225. Para todo esto, véase la minuciosa demostración
de dicho autor, p.198-225.
El monasterio pacomiano 109
5 4
Para la eucaristía en los monasterios pacomianos, véase ibid., p.226-243.
55 Vies coates p.oo.
112 C.¡. Monacato egipcio: el cenobitismo
5 6
Ibid., p.gó.
5 7
Sin embargo, el pertenecer al clero no constituía un impedimento para ingresar en
la koinonia, con tal que los clérigos ingresaran con buena intención y se sometieran a las re-
glas comunes. Cf. Vies copies p.06.
5 8
Piaecepta 28.
5» Ibid., 59. Cf. 6,37 y 1 2 2 .
«o Ibid., 1 1 6 .
6 1
Ibid., 139-140.
El monasterio pacomiano 113
Cada monasterio pacomiano poseía una biblioteca. Varias
disposiciones de las reglas aluden al mucho cuidado que debía
tenerse con los libros, a su conservación, a su distribución a
los hermanos... Es de suponer que tales libros serían en su
mayor parte códices de la Biblia, pero no dejarían de estar re-
presentados entre ellos los Padres de la Iglesia. Con todo, por
muchos manuscritos que contuvieran las bibliotecas pacomia-
nas, siempre serían pocos dado el gran número de monjes; los
libros eran por entonces excesivamente caros para poder po-
nerlos a disposición de cada uno de los hermanos a la vez.
De ahí la necesidad de la instrucción oral. Conformándose
a la costumbre eclesiástica entonces generalmente vigente, Pa-
comio instituyó «tres catequesis semanales, una el sábado y dos
62
el día santo del d o m i n g o » , que corrían a cargo del padre del
monasterio. Los superiores de las distintas casas hablaban a
los hermanos «los días de ayuno», es decir, los miércoles y
6 3
viernes . Estas últimas catequesis parecen más importantes que
las primeras, por estar más íntimamente unidas al ayuno y a la
oración, y eran seguidas por un período de reflexión, en la que
el monje procuraba asimilarse las enseñanzas recibidas. Todas
las catequesis versaban siempre sobre la Escritura. Tanto San
Jerónimo como San Agustín hablan con interés muy marcado
de estas disputationes en sus respectivas descripciones del ce-
nobitismo egipcio. «Mientras el padre habla—escribe Jeróni-
mo—reina tal silencio que nadie se atreve a volver la vista a
otro ni a escupir. El elogio del orador está en las lágrimas de
los oyentes. Calladamente van rodando las lágrimas por la cara,
y el dolor no rompe siquiera en sollozos. Mas cuando toca el
tema del reino de Cristo, de la bienaventuranza venidera y de
la gloria futura, allí es de ver cómo todos, con moderados sus-
piros y levantados los ojos al cielo, dicen entre sí: ¿Quién me
64
dará alas como de paloma para volar y d e s c a n s a r ? »
La moderación y equilibrio de San Pacomio brilla en sus
disposiciones relativas a la alimentación. Las reglas mencionan
incidentalmente una comida, sin duda la principal, que se to-
65
maba en comunidad al m e d i o d í a ; pero de varios pasajes de
las Vidas se deduce que cenaban al anochecer. En la mesa co-
mún no se servían verduras cocidas ni carne—cosas reservadas
generalmente a los enfermos—; tampoco se bebía vino, ni se
condimentaba nada con aceite. Sin embargo, el menú resultaba
bastante variado si se compara con el de muchos solitarios: ver-
6 2
Vies coptes p.97.
6 3
Ibid. Cf. Praefatio de San Jerónimo s; Praecepta 115.
** Ep. 22,35-
6 5
Praecepta 103 y m .
114 C.3. Monacato egipcio: el cenobitismo
6 6
Ibid., 79. " Ibid.
6 9
6 7
Vies copies p.97.
Ibid., 129.
Shenute y el Monasterio Blanco 115
S h e n u t e y el M o n a s t e r i o B l a n c o
7 6
P . PEETERS, Le dossier covte de S. Pachóme et ses rapports avec la tradition grecque:
A B 64 (1946) 262.
118 C.3- Monacato egipcio: el cenobitismo
EL MONACATO SIRIACO
Los o r í g e n e s
1 3 - 3 2 ) ha demostrado que, hacia el año 170, un grupo de obispos, como Pinitos de Gnosos,
Palmas de Amastis y el papa Sotero, defendían una moral intransigente: si hemos de prestar
fe a Dionisio de Corinto, llegaron a imponer la continencia como obligatoria, aunque en
realidad «no hacían de ella una obligación absoluta», pero sí «la presentaban como el estado
normal del cristiano» (p.17).
5 Basándose en AFRAAT, Demonstratio 7,18-20, datada en 3 3 7 , F . C. Burkitt intentó
probar que el celibato era una condición indispensable para recibir el bautismo. La_ tesis
tuvo sus partidarios y sus adversarios, pues los textos de Afraat se prestan a diversas inter-
pretaciones. En su estudio Celibacy, a Requirement fór Admission to Baptism in the Early
Syrian Church: Papers of the Estonian Theological Society in Exile 1 (Estocolmo 1951),
A. VÓÓBUS emite la hipótesis de que el pasaje en cuestión es un vestigio de una catequesis
Los orígenes 121
que vivieran una vida de «pobreza», es decir, enteramente de-
dicada a la oración y al apostolado, en la que la observancia
6
del ayuno representaba un papel muy i m p o r t a n t e .
¿De dónde le venía a la Iglesia siríaca tan marcada prefe-
rencia por la ascesis? Su entronque con el judeo-cristianismo
no basta para explicarla. A . Voóbus piensa haber establecido
definitivamente la dependencia de la teología siríaca primitiva
con respecto a los esenios y, en especial, la comunidad de
Qumrán, que, como sabemos, se distinguía por su ascetismo,
basado en la extensión de la santidad sacerdotal a todos los
miembros de la familia espiritual como preparación para el
último día. Las ideas de Q u m r á n se difundieron entre la cris-
tiandad de Siria. Revelan esta influencia varios indicios: el
título de «hijos de la alianza», aplicado al principio a todos los
bautizados y reservado más tarde a determinados ascetas; los
temas de la «guerra santa» (ascetismo), de la pobreza, del celiba-
to, en los que se hace tanto hincapié; la conciencia de represen-
tar un papel en la purificación cósmica por la alianza (qeiama).
Pero al impacto de Q u m r á n hay que sumar otras influen-
cias. A l lado del ascetismo cristiano se desarrolló en Mesopo-
tamia, a partir de la segunda mitad del siglo ni, el movimiento
maniqueo. No podemos olvidarlo. Del maniqueísmo parecen
proceder algunos aspectos exóticos del monacato siríaco—los
veremos en seguida—, no sólo extraños al cristianismo, sino
incluso, al menos en apariencia, en pugna con sus principios.
De estar en lo cierto, A . Voóbus al señalar en la génesis
y primer desarrollo del monacato siríaco la huella tanto del
judaismo como de doctrinas y prácticas procedentes de Persia,
7
e incluso de la India , poseeríamos un dato de gran importan-
cia teológica: el monacato siríaco sería prolongación, a la luz
del cristianismo, de las tradiciones y fuerzas misteriosas que
han constituido el alma del drama religioso de la humanidad
8
y siguen siendo todavía elementos importantísimos del mismo .
bautismal de una época más primitiva, que Afraat utilizó cuando la recepción del bautismo
ya no implicaba el compromiso de guardar perfecta castidad. Pero ¿cómo no se dio cuenta
Afraat de la contradicción que había entre el documento litúrgico citado y la práctica de su
tiempo? La verdadera explicación parece ser la propuesta por A. F. J. KLI.TN (Doop en
ongehuwe staat bij Aphraates: Nederlands Theologisch Tijdschrift 14 [1959] 29-37): el
estudio del contexto prueba que Afraat no se dirige a todos los neófitos, sino sólo a los que,
con ocasión del bautismo, se deciden a dedicarse a la «santidad», esto es, a la observancia
de ia castidad perfecta.
6
A. VOÓBUS, History... t.i p.69-97.
7
Las comparaciones que hace Voóbus son del mayor interés; pero es lícito y aun pru-
dente preguntarse hasta qué punto están justificadas sus conclusiones. Resulta muy difícil
comprobarlo a los no especializados en tales estudios. A. Adams—un experto—opina que
las analogías entre el monacato y el maniqueísmo presentadas por Voóbus son frecuente-
mente artificiales. Véase su recensión de la obra de Voóbus en «Góttingische Gelehrte
Anzeigen» 231 (1960) 1 2 9 - 1 3 3 .
8
J . GRIBOMONT, Le monachisme au sein de l'Église en Syrie et en Cappadoce: S M 7 (1965)
12-13.
122 C.4- El monacato siríaco
En lo que no se puede discrepar en modo alguno del mo-
derno historiador del ascetismo en los países de lengua siríaca
es en su decidida repulsa de la pretendida tradición según la
cual el monacato no sería más que un producto importado
de Egipto. Esta tesis es ya del todo insostenible. La más digna
de crédito entre las fuentes históricas en que pretendía ba-
sarse, esto es, la Vita Hilarionis, de San Jerónimo, afirma que
San Hilarión, discípulo del gran San Antonio, fue el verdadero
fundador de la vida monástica en aquella cristiandad. Pero su
testimonio no es válido por lo que se refiere a los orígenes
de la institución en Siria, aunque pueda aprovecharse por lo
que se refiere a su desarrollo. Jerónimo vivía muy lejos de
Mesopotamia, donde existía de antiguo una densa y activa
población cristiana, casi completamente desconocida de los la-
tinos. ¿Qué podía saber Jerónimo de lo que pasaba en ella?
Teodoreto de Ciro, en cambio, es-un autor mucho más seguro:
conocía la lengua del país; se interesaba por el monacato, no
sólo como monje y obispo, sino también en calidad de histo-
riador de los varones ilustres que lo honraron con su santidad
y ascéticas proezas; conocía sin duda alguna, las tradiciones
más antiguas. Ahora bien, no sólo calla Teodoreto los oríge-
nes egipcios del monacato siríaco, sino que señala a su propa-
gación una dirección enteramente contraria: su ruta va de
Oriente a Occidente, no al revés, como debería ser si proce-
diera de Egipto. El testimonio de San Jerónimo, por lo tanto,
sólo puede significar que en 306, cuando San Hilarión se esta-
bleció en Majuma, el monacato egipcio no había llegado ni
siquiera a la Siria occidental. En suma, la vida monástica en
el mundo siríaco, particularmente en Mesopotamia y Persia,
debe considerarse como un fenómeno espontáneo y autóctono,
9
sin «relación alguna con Egipto» .
Tal vez constituyan el argumento más convincente en fa-
vor de esta tesis, que desbanca definitivamente la anterior,
ciertas características muy especiales del monacato siríaco. Son
rasgos tan visiblemente diferentes de los del monacato copto,
que excluyen toda dependencia mutua. Y a los Padres griegos
consideraban la vida monástica en los países de habla siríaca
como extremadamente original. San Gregorio de Nacianzo, por
ejemplo, habla con asombro de los monjes sirios que ayunaban
durante veinte días seguidos, llevaban grilletes de hierro, dor-
mían sobre la tierra desnuda y permanecían de pie en oración
imperturbables bajo la lluvia o la nieve y azotados por el
I 0
viento . No son hipérboles de un poeta. Los documentos
9
A . VÓÓBUS, History... ti P.1388S. 10 MG 37,1455-
Los orígenes 123
que nos han llegado coinciden en pintarnos el ascetismo de
tales monjes con rasgos enteramente desconocidos de sus co-
legas de Egipto. Dejemos a un lado lo que refiere Teodoreto
de Ciro del gran Jaime de Nísibe, que en su vida eremítica
rompió con todo vestigio de civilización; su testimonio, en
1 1
este caso concreto, no es bastante digno de crédito . A b u n -
dan hasta la saciedad otros relatos mucho más históricos. San
Efrén, en obras de cuya autenticidad no puede dudarse, des-
cribe una extraña variedad de ascetismo que confería a los
monjes que lo practicaban apariencias de animales salvajes.
Vivían con las bestias del campo, comían hierba como ellas,
se posaban en las rocas o en los árboles como los pájaros. Una
cosa los diferenciaba de los animales: su vida espiritual. Medi-
taban las Escrituras. Oraban sin cesar. Exhortaban fervorosa-
mente a sus visitantes. Pero lo que nos asombra en ellos es su
insaciable sed de mortificaciones. En efecto, no sólo se impo-
nían los más severos ayunos y vivían en la más extremada
pobreza y desnudez, sino que ejercitaban su imaginación—lo
veremos páginas adelante—en busca de nuevos tormentos para
su pobre cuerpo extenuado de tanto sufrir y soportar. Más
aún—y esto resulta más significativo—, los había que no se
resignaban a fallecer de muerte natural. Cifraban su ideal en
morir por Cristo a fuerza de tormentos, y como nadie se los
infligía, procuraban destruirse a sí mismos con ayunos inau-
ditos, exponiéndose a las mordeduras de los animales e incluso
entregándose a las llamas. «Eran entusiastas y se arriesgaban
en cualquier atrocidad. Algunos se preparaban a sí mismos
como comida para las serpientes y los animales salvajes... Otros,
en su entusiasmo, quemaban sus cuerpos en el fuego que los
1 2
consumía» .
Claro es que tal género de monjes no puede proceder de
1 3
Egipto . Sus características tampoco nos permiten pensar que
surgiera de la imitación de los personajes «monásticos» de la
Biblia. Algunas de sus peculiaridades no sólo no tienen su
origen en principios cristianos genuinos, sino que no pueden
1 1
La vida eremítica de Jaime de Nísibe está muy lejos de ser segura. Teodoreto de
Ciro es el único autor que la atestigua en una frase estereotipada—en ella y sólo en ella
funda Voóbus la pretendida anterioridad del eremitismo siríaco respecto al copto—, que,
dada la inseguridad crítica del texto de la Historia religiosa que poseemos, bien pudiera ser
una interpolación o una corrupción. Además, como probó P. Peeters (La légende de S. Jacques
de Nisibe: AB 38 [10.20] 285SS), este relato concreto de la Historia religiosa deriva de otras
fuentes, que fueron compiladas arbitrariamente en él, lo que complica todavía más las cosas.
Finalmente, hay que considerar que San Efrén, mucho más próximo cronológicamente de
Jaime de Nísibe y que se ocupa de él en sus escritos, ignora completamente este pretendido
período anacorético de su vida.
1 2
Ephraemi Syri sermones dúo, ed. P. ZINGERLE ÍBrixen 1868) p.20-21.
13 Véase una comparación entre el monacato sir'aco y el copto en A. VOÓBUS, Histo-
ry... t.2 p.291-315. Adviértase, con todo, que el autor simpliñca y exagera los rasgos del
monacato egipcio.
124 C.4. El monacato siriaco
1 4
Varios autores han recordado a los faquires de la India a propósito de los monjes de
Siria y Mesopotamia. Así, por ejemplo, W . K. L. CLARKE, St. Bastí the Great, a Study in
Monasticism (Cambridge 1913) p.42: «The most extravagant mortifications were practiced,
and an element of the Indian Fakir ivas undoubtedly present». Véase también L. DUCHESNE,
Histoire ancienne de VÉglise t.2 (París 1907) p.517.
1 5
Véase A. VÓÓBUS, History... t.i p. 158-169.
1 6
Para los «hijos e hijas del pacto», véanse: A. VÓÓBUS, The Institution of the Benai Qeia-
ma and Benat Qeiama in the Ancient Syrian Church: Church History 30 (1961) 19-27:
S. JARGY, Lestfils et lesfilles du pacte» dans la littéra{ure monastique syrienne: ©CP 17 (1951)
304-320.
1 7
Véase G . M. COLOMBÁS, El concepto de monje y vida monástica hasta fines del siglo V:
SM 1 (1959) 263-265.
Diversos tipos de anacoretas 125
San S i m e ó n , p r i m e r estilita
Bien merece San Simeón, inventor de tan original modo de
servir a Dios en la vida monástica, que nos detengamos un
momento en la contemplación de su vida y figura. No sólo
es uno de los héroes más sorprendentes de la hagiografía cris-
tiana, sino también el más célebre de los monjes de la Iglesia
siríaca, entre los que ocupa un lugar comparable al de San
Antonio entre los coptos. Teodoreto de Ciro, su contemporá-
neo y testigo ocular de su ascetismo, no duda en empezar el
largo capítulo que le dedica con estas palabras: «El famoso
Simeón, gran prodigio de la tierra habitada, es conocido por
todos los subditos del Imperio romano; mas no es menos cé-
lebre entre los persas, indios y etíopes. Su fama se ha propa-
2 2
gado aun entre los nómadas escitas» .
Nació de padres cristianos hacia el año 389, en Sisan o Sis,
en los confines de Siria y Cilicia. En su juventud fue pastor,
hasta que un buen día decidió abrazar la vida monástica. D u -
rante dos años vivió con unos ascetas. Después ingresó en el
célebre monasterio fundado en Teleda por dos discípulos de
Eusebio y regido entonces por Heliodoro. Simeón se distinguió
en seguida por una austeridad extremada. Mientras, por ejem-
plo, los otros monjes comían cada dos días, él ayunaba la se-
mana entera. Intentaron en vano los superiores moderar tales
singularidades, que causaban notable malestar en la comuni-
dad. A l cabo de diez años le persuadieron a abandonar el mo-
nasterio. Simeón se internó en la soledad y estableció su mo-
rada en una cisterna vacía. No duró mucho su retiro. Apenas
habían transcurrido cinco días, los superiores de Teleda se
arrepintieron de haberlo despedido, fueron a buscarlo y logra-
2 2
Historia religiosa 26. Para Simeón, primer estilita, véase sobre todo A. VOÓBUS, HÍS-
tory... t.2 p.208-223, y A.-J. FESTUGIÉRE, Antioche... p.347-4°i- Los textos concernientes
a Simeón—Teodoreto (Historia religiosa 26), una vida siriaca en dos recensiones y una vida
griega escrita por cierto Antonio, que se presenta como discípulo del santo— han sido pu-
blicados por H. LIETZMANN, Das Liben des heiligen Symeon: TU 32,4,
128 C.4- El monacato siríaco
San Efrén
Beck a los himnos en honor de Julián Saba y Abrahán Quidunaia: niega su autenticidad por-
que el autor es un monje.
Notemos, finalmente, a propósito de San Efrén, que otro especialista. L. Leloir, encuentra
en las obras ciertamente auténticas del santo los elementos precisos para trazarnos una
semblanza del mismo muy diferente de la de Vóbbus. Véase su Saint Ephrem, moine et pasteur,
en Théologie... p.85-07.
" A. VSOBUS, History... t.z p.02-110.
132 C.4. El monacato siríaco
L o s cenobitas
" Voóbus recurre con frecuencia y complacencia a esta biografía bastante fantástica,
como probó P. Peeters (La vie de Rabbula, évéque d'Édesse: RSR 18 [1028] 170-204). Un
buen estudio biográfico de Rabbula ha sido publicado recientemente: G . G . BLUM, Rabbula
mu Edessa. Der Christ, der Bischof, der Theologe: CSCO 300, Subsidia 34 (Lovaina 1969).
138 C.4. El monacato siríaco
3 5
A. Vóóbus (Die Rolle der Regeln im syrischen Monchtum des Altertums: OCP 24
[1958] 385-392) no está de acuerdo con esta aserción muy común y ha intentado desmentirla.
La codificación de las leyes eclesiásticas de Siria debida a Bar Hebraeus (BEDIAN, París 1898)
contiene tan sólo la Regla de Rabbula: pero el investigador estoniano, trabajando sobre
manuscritos inexplorados, ha encontrado una regla monástica atribuida a San Efrén, dos
a Filoxeno de Mabbug y una cuarta para monjas también anterior al siglo vi. Con todo,
Vóóbus no ha hecho más que confirmar la antigua opinión: el primitivo cenobitismo de
Siria v Mesopotamia se caracteriza por la falta de reglas, al menos en el sentido en que or-
dinariamente se entiende la expresión «regla monástica». Las reglas que ha señalado no son
otra cosa que compilaciones doctrinales.
La vida de los monjes sirios 139
L a v i d a de los m o n j e s sirios
56 Vita Pauli 5.
5? A. VOÓBUS, History... t.2 p.264.
5 8
Historia religiosa 24.
146 C.4. El monacato siriaco
El caso d e S a n J u a n C r i s ó s t o m o
tiano en el mundo fuera incompatible con la salvación eterna. Cierto que el tratado Adver-
sos oppugnatores vitae monasticae, obra de juventud, contiene algunas expresiones radicales;
mas la única cosa que su autor realmente deseaba era que todos los cristianos del mundo
imitaran a los monjes tanto como se lo permitiera su estado de vida, esto es, exceptuando la
castidad perfecta y la pobreza radical.
8 3
De compwnctione 1,6.
M Vita Hypatii u .
El caso de San Juan Crisóstomo 153
8 5
ca»? L o único que nos consta es que asoció cierto número
de monjes a su ministerio: dos en calidad de obispos, siete
como sacerdotes y un número mayor, imposible de fijar, que
1 rabajaban en las misiones de Fenicia. ¿Pero quiénes eran tales
monjes? No olvidemos, en efecto, que el vocablo monachos era
muy ambiguo. Pero aun en el caso de que fueran verdaderos
anacoretas o cenobitas, resulta perfectamente comprensible que
un obispo celoso necesitado de buenos colaboradores recurriera
a la ordenación de unos cuantos monjes para remediar las ne-
cesidades de la Iglesia, sin que esto constituyera en modo al-
guno un intento de desviar el monacato de su orientación pri-
migenia. En Siria existía un monacato dedicado al ascetismo,
la meditación de la Escritura y la oración. Y San Juan Crisós-
tomo no sólo conoció a estos monjes y vivió por algún tiempo
entre ellos, sino que siguió admirándolos, alabándolos y pro-
poniéndolos frecuentemente como modelos de virtud cristiana
a los otros fieles. Estaba persuadido de que su vida tenía un
profundo sentido eclesial: con su renuncia, sus austeridades,
sus virtudes y sus oraciones ejercían un poderoso y bienhechor
influjo en la Iglesia entera a través de la invisible pero extre-
madamente poderosa irradiación de la santidad.
8 5
La expresión es de Ivo Auf der Maur (Mónchtum... p.162). A mi juicio, el autor
Noticita no pocos de los textos que aduce en apoyo de su tesis. Sólo en un par de lugares
lamenta el Crisóstomo que los mejores cristianos se retiran a la soledad, en vez de permanecer
en el mundo edificando a sus conciudadanos con su buen ejemplo; pero esto puede expli-
carse como exageración retórica pasajera. Véase la severa crítica de la tesis de Auf der Maur
publicada por A. Louf en CollC 23 (1961) 1 1 6 - 1 1 8 .
CAPÍTULO V
P r i n c i p i o s del m o n a c a t o en Palestina
L a u r a s , cenobios y m o n j e s egregios
2
« Para San Charitón, véase el excelente articulo de G . GARITTE, Charitón (Saint) •
D H G E 1 2 , 421-423-
Lauras, cenobios y monjes egregios 161
Para San Eutimio el Grande, véase sobre todo J . DAKROUZES, Euthyme le Grand:
Ub 4,1720-1722, y R. GÉNIER, Vie de saint Euthyme le Grand (377-473) : les moines et l'Égli-
se en Palestine au V siécle (París 1000).
162 C.3. Palestina, Sinai, Persia, Armenia y Georgia
atacantes sin abandonar la celda. Su gran influencia mantuvo
en el recto camino de la fe a la aristocracia de Jerusalén—in-
cluida la emperatriz Eudoxia, viuda de Teodosio II—, así
como también a amplios sectores del mundo monástico. M u -
rió el 2 0 de enero del año 473, con fama de santo obrador de
milagros y adivino del porvenir. Su cuerpo fue honrosamente
enterrado en la misma gruta que le sirviera de morada. Años
más tarde su laura se convirtió en cenobio.
San Eutimio, llamado el Grande, ejerció poderosa influen-
cia en el monacato palestino. Con su ejemplo y enseñanza con-
tribuyó a la propagación del sistema semieremítico de las lauras.
Desde entonces la inmensa mayoría de solitarios vivió en de-
pendencia de una laura, bajo la jurisdicción más o menos ca-
rismática de un higumeno distinguido por sus virtudes y dis-
creción de espíritus. La importancia de Eutimio para el monaca-
to de Palestina resalta sobre todo del magnífico florecimiento
de instituciones monásticas debidas a sus discípulos, muy es-
pecialmente a San Sabas.
Cirilo de Escitópolis ha referido con entusiasmo y no pocos
pormenores la vida de Sabas, su «padre en la vida monástica»,
28
según propia e s t i m a c i ó n . Sabas era capadocio, natural de
Mutalaska, donde había nacido en 439. A la temprana edad de
ocho años ingresa en el monasterio de Flavianae. A los dieciocho
se dirige, como tantos otros monjes, a la tierra de promisión,
Palestina. Elpidio lo recibe en el cenobio de Passarion, pero
Sabas desea formar parte de la laura del varón de Dios Eutimio.
Refiere Cirilo de Escitópolis:
«El venerable Eutimio lo aceptó y, después de confiarlo por un
tiempo a su discípulo Domiciano, lo llamó y le dijo: 'No es convenien-
te para ti, siendo tan joven, que permanezcas en la laura; es mejor
para los mozos vivir en el cenobio'. El venerable Eutimio, efectiva-
mente, tenia cuidado en no permitir que un joven imberbe permane-
ciera en su laura, a causa de las maniobras del demonio. Por eso lo
mandó al bienaventurado Teoctisto con uno de los hermanos, encar-
gándole que le dijera: 'Recibe a este joven y mira por él, porque estoy
29
persuadido de que un día brillará en la vida monástica'» .
28 No existe ninguna biografía moderna de San Sabas. Se puede acudir al artículo Sabas
del DACL 1 5 . 1 8 9 - 2 1 1 .
» Vita Euthymit 3 1 . Cf. Vita Sabae 7.
Lauras, cenobios y monjes egregios 163
30 Vita Sabae 1 2 .
31 Ibid., 28-29.
164 C.5. Palestina, Sinai, Persia, Armenia y Georgia
por agua, guisaba el condumio de los albañiles, ayudaba a acá -
rrear piedras... Más tarde lo hallamos junto a Sabas en la fun-
dación de Castellion. Desempeñó los cargos de hospedero y
cocinero. Sólo al término de dos años de constante prueba se le
3 2
permitió ocupar su propia celda en la soledad .
Hemos visto cómo San Sabas aludía al «tres veces bienaven-
turado» abad Teodosio. La vida de este higumeno nos es cono-
cida gracias a un corto relato hagiográfico debido a la diligencia
de Cirilo de Escitópolis, así como también a un panegírico que
3 3
compuso Teodoro de Petra . Entre los años 460 y 4 7 0 reunió
Teodosio una comunidad cenobítica de cuatrocientos monjes
en el monasterio de Deir Dósi, en el desierto de Judá. Además
de los edificios y dependencias propios de todo cenobio grande,
poseía la comunidad un hogar para monjes ancianos, una hos-
pedería para visitantes y pobres del distrito y un hospital en
Jericó. Es, por lo tanto, evidente que se concedía un lugar im-
portante al ejercicio de las obras de misericordia. Como los
monjes pertenecían a diversas nacionalidades y hablaban varios
idiomas, había una iglesia espaciosa en la que los oficios se ce-
lebraban en griego, y otros tres oratorios en los que los dife-
rentes grupos étnicos comenzaban la sinaxis en su propia len-
gua; sólo al empezar la anáfora se reunían todos los monjes en
la iglesia para continuar la sagrada liturgia en griego y recibir
juntos la comunión. Es interesante notar que en el mencionado
panegírico de Teodosio se halla un pasaje en el que se ha que-
rido descubrir la primera mención de una «clínica psiquiátri-
3 4
ca» . En realidad, había establecido Teodosio en su vasto ce-
nobio un «lugar de reposo» en el que muy caritativamente reunía
y cuidaba a los ermitaños que, no habiendo recibido una ver-
dadera formación monástica al lado de un padre espiritual, ha-
bían practicado exageradas formas de ascetismo y sufrían con-
secuentemente perturbaciones psíquicas. El número de tales
monjes era tan elevado, que constituían una especie de comu-
nidad aparte dentro de la gran comunidad cenobítica. Pero nada
se nos dice del tipo de síntomas psíquicos que presentaban ni
de los métodos terapéuticos que se empleaban para curarlos.
Teodosio falleció santamente en 5 2 9 , a la avanzada edad de
ciento cinco años. Como el patriarca de Jerusalén había dado
3 7
Vita Ioannis Hesychaslae 5-6.
3 3
I-a Vida de San Teodosio, de Cirilo de Escitópolis, fue editada por E. Schwartz, en
la obra citada en la nota 20, y el panegírico del mismo santo, compuesto por Teodoro de
Petra, por H. USENER, Der heilige Theodosios, Schri/ten des TheodoTos und Kyriííos (Leip-
zig 1890). La traducción francesa de ambos textos—el segundo bastante mejorado—puede
verse en A . - J . FESTUGIERE, Les moines d'Orient t.3-3.
34 Véase P. CANIVET, Erreurs de spiritualité et troubles psychiques: RSR 50 (1962) 1 6 1 -
205. El pasaje de Teodoro de Petra en cuestión puede verse en H. USENER, Der heilige Theo-
dosios... p.41-44.
Lauras, cenobios y monjes egregios 165
L o s inicios d e l m o n a c a t o p e r s a
4 7
A . VÓÓBUS, History... t . i p.222.
4 8
Acta martyrum... t.2 p.400-401.
Inicios del monacato persa 171
5 2
History... t . i p . 3 1 3 .
174 C.5. Palestina, Sinaí, Persia, Armenia y Georgia
5 3
absolutamente nada, salvo sus libros , dirigió la escuela de
Nísibe a lo largo de cuarenta años.
Muchas fueron las personalidades relevantes que produjo
el monacato persa durante el período considerado en esta obra.
Mar Abda, mar Abdisho, mar Ahai y mar Jahballaha, por no
citar sino a los más destacados, fueron grandes ascetas, fun-
dadores de monasterios, maestros eminentes y hombres de
acción. Los dos últimos—ya queda dicho—ocuparon sucesi-
vamente el puesto más elevado en la jerarquía eclesiástica del
país. Mar Johannan de Kashkar y mar Jazdin sobresalieron
por su santidad; sus victorias sobre los demonios y sus extra-
ordinarios carismas. Mar Petion, gran misionero, murió már-
tir en el año 447. Mar Saba Gushnazad fue también varón
apostólico y más adelante anacoreta de gran reputación. To-
dos ellos vivieron en el siglo v.
Los monjes de A r m e n i a
Inicios monásticos e n G e o r g i a
C o r r i e n t e s ascéticas en A s i a M e n o r ;
Eustacio d e Sebaste; los mesábanos
5
Sobre el mesalianismo existen abundantes trabajos recientes, sobre todo estudiándolo
en diversos autores. Véase especialmente I . H A Ü S H E R R , JL'erreur fondamentale et la logique
du Messalianisme: O C P 1 (1935) 328-360; H . D O R R I E S , Dte Messalioner im Zeugnis ihrer
Eustacio de Sebaste; los mesalianos 183
T E O D O R E T O D E C I R O , Historia ¿eclesiástica 4 , 1 1 .
7
8
Cf. H. D O R R I E S , Urteil und Verurteüung. Ein Beitrag zum Umgang der alten Kirche
mit Háretikern: Zeitscrift für die neutestamentliche Wissenschaft 55 (1964) 78-94.
184 C-6. Asia Menor y Constantinopla
El c e n o b i t i s m o basiliano
S a n Basilio y l a v i d a monástica
38 J. G R I B O M O N T , Le recononcement... p.21)8-299.
3» J. G R I B O M O N T , Le monachisme au ¡V* siécle... p.410.
202 C.6. Asia Menor y Constantinopla
4 0
Regulae fusius tractatae 8.
" Ibid., s-
42 Véase la obra de S T . G I E T , Les idees et Vaction sociales de saint Basile (París 1041).
Libro excelente desde todos los puntos de vista, pero con tendencia a mitigar las ásperas
exigencias de Basilio.
Los monjes de Constantinopla y su comarca 203
L o s m o n j e s d e C o n s t a n t i n o p l a y su c o m a r c a
4 5
I D . , Le monachisme au sein de l'Église... p.22.
4 6
Orat. 43,62.
« Vita Danielis 8.
204 C.6. Asia Menor y Constantinopla
5 0
R . J A N I N , La banlieu asiatique de Constantinople: Echos d'Orient 22 (io2j> 182-100.
El texto griego de la Vida de Hipacio, de Calinico, fue editado por los Bonnenses en 1895
(Teubner); existe una excelente traducción francesa de este texto: A . - J . F E S T U G I É R E , Les
moines d'Orient t.2 (París 1961) p.9-82.
5 1
Para San Alejandro y el monasterio de los acemetas, véase V . G R U M E L , Acemites:
D S 1,160-175; S. V A I L H É , Acemites: D H G E 1,271-282; J . P A R G O I R E , Acemites: DACL
1,307-321-
206 C.6. Asia Menor y Constantinopla
«A mitad del camino entre cielo y tierra hay un varón que no teme
a los vientos que soplan de todas partes. Su nombre es Daniel. Ha-
biendo aseguradofirmementelos pies sobre una doble columna, emu-
la al gran Simeón. El hambre de los manjares celestiales, la sed de las
cosas inmateriales, constituyen su único alimento. De este modo
54
proclama al Hijo de la Virgen» .
5 4
Vita Danielis 19.
55 Ibid., 28.
5<¡ Ibid., 37.
210 C.6. Asia Menor y Constantinopla
El m o n a c a t o occidental y el oriental
1
Para el monacato occidental primitivo, véase sobre todo R. L O R E N Z . Die Anfange des
abendlandischen Mónchtums im 4. Jahrhundert: Z K G 77 (1066) 1-61 (síntesis muy bien
hecha y bien condensada). Para los reproches que se hicieron a los primeros monjes de Oc-
cidente, L. G O U G A U D , Les critiques formulées contre íes premiers moines d'Qccident: Revue,
Mabiilon 34 (1934) 1 4 5 - 1 6 3 . Pata la influencia del monacato de Oriente sobre el occidental,
j. G R I B O M O N T , L'inftuence du monachisme oriental sur le monachisme latin i ses debuts, en
L'Oriente cristiano nelto storio della cruütd: Accademia Nazionale dei Licei 361 (Roma 1964)
I19-128.
2
SAN AMBROSIO, In Exameron 3,23: CSEL 32,74-75-
212 C.7. Los monjes en Roma e Italia
3
fundación de comunidades ascéticas. Otros autores, como
L. Th. Lefort, sin poner en duda ni por un momento la pro-
cedencia copta del monacato occidental, reconocen que el pro-
blema de los orígenes es complejo, pues resulta completamente
imposible señalar con precisión quiénes fueron los primeros
en transportar la nueva corriente ascética desde las riberas del
Nilo a las del Tíber y a los demás países de la Europa occiden-
4
tal . Porque no podemos olvidar que en el siglo iv Egipto era
una provincia romana, y Alejandría, además de la capital ad-
ministrativa de la provincia y puerto de la mayor importancia,
el centro intelectual más reputado del mundo grecorromano.
La administración, el comercio y los estudios fomentaban con-
tinuos trasiegos de personas e ideas entre Egipto y el imperio
de Occidente, y particularmente con su capital, Roma. Sería
muy extraño, en tal contexto histórico, que correspondiera
a San Atanasio el papel de primer introductor del monacato
en las regiones occidentales de Europa. Volveremos luego sobre
este tema.
Como ya queda dicho, hoy día parece definitivamente ad-
quirido para la historia que el primer monacato latino hunde
sus raíces en el propio suelo de Occidente. Apareció como la
continuación y lógico desarrollo de la vida ascética practicada
por vírgenes y continentes en estos países desde la más remota
antigüedad cristiana. Todo nos lleva a esta conclusión. Las
descripciones de los diversos géneros de monjes que hallamos
en San Jerónimo y en las Consuliationes Zacchaei et Apollonii,
los monasterios urbanos de que hablan San Agustín y otros
autores eclesiásticos, los mismos cenobios creados por el santo
Obispo de Hipona y aun por San Jerónimo, pertenecen a una
tradición diferente a la del cenobitismo copto. En realidad, el
monacato occidental nació en el siglo iv, cuando algunos as-
cetas de los países latinos empezaron a vivir más separados
del mundo y se convirtieron en anacoretas, o, en el caso del
cenobitismo, se agruparon en comunidades más o menos com-
5
pactas y organizadas .
Esto no excluye, con todo, que el monacato de Egipto y,
en menor escala, el de Siria, Palestina y Asia Menor, ejercie-
ran una muy notable influencia sobre la génesis y primer des-
arrollo del monacato de Occidente. Influjo e impulso que lle-
garon sobre todo a través de versiones latinas de obras mo-
násticas griegas y de obras originales de escritores latinos r e -
pletas del espíritu del monacato copto y oriental. Así, las dos
3 G. BARDY, Les origines des écoles monastiques en Occident: Sacris erudiri 5 (1953) 86-104.
4 En RHE 29 (1933) 128-129.
5 Véase arriba, p.-ioss.
El monacato occidental y el oriental 213
1 3
S A N J E R Ó N I M O , Ep. 127,5.
1* Ibid.
3 5
En favor de esta fundación, cf. Ph. S C H M I T Z , La premiére communauté de viérges á
Rome: RBén 38 (1926) 189-195. En contra, G . D. G O R D I N I , Origine... p.229-231.
1 6
Más tarde esta comunidad se trasladó a ias afueras de la ciudad, a un ager urbanas
San Jerónimo y el ascetismo romano 217
l Hra agrupación de viudas y doncellas surgió en torno a Pau-
lii, amiga de Marcela, en el año 379. Por el mismo tiempo
o poco después Lea fundó un monasterium en los alrededores.
San J e r ó n i m o y el ascetismo r o m a n o
3uco protección
pertenecía a Marcela; pero en 410 yolvió a establecerse dentro de las murallas, buscan-
contra las invasiones de los bárbaros.
218 C.7. Los monjes en Roma e Italia
Así, pues, desamparado de todo socorro, me arrojaba a los pies de
Jesús, los regaba con mis lágrimas y domaba la repugnancia de mi
carne con ayunos de semanas. No me avergüenzo de mi calamidad;
antes bien lamento no ser el que fui. Acuerdóme haber juntado mu-
chas veces, entre clamores, el día con la noche y no haber cesado de
herirme el pecho hasta que, al increpar el Señor, a las olas seguía la
calma. Empezaba a tener espanto de mi propia celdilla como cómpli-
ce de mis pensamientos, e, irritado y riguroso conmigo mismo, pe-
netraba solo en el interior del desierto. Si en alguna parte daba con un
hondo valle, ásperos montes o hendiduras de rocas, allí era el lugar
de mi oración, allí el ergástulo de mi carne misérrima. Y el Señor
mismo me es testigo de que, después de muchas lágrimas, después
de estar con los ojos clavados en el cielo, parecíame hallarme entre
los ejércitos de los ángeles y cantaba con alegría y regocijo: 'En pos
17
de ti correremos al olor de tus ungüentos'» .
«Huye también de los varones que vieres por ahí cargados de cade-
nas, con cabelleras de mujeres..., barba de chivos, manto negro y pies
descalzos para soportar el frío. Todo eso son invenciones del diablo...
Son gente que se mete por las casas de los nobles, engañan a mujer-
zuelas, cargadas de pecados, que están siempre aprendiendo y no
24
llegan nunca al conocimiento de la verdad , fingen tristeza y, con
furtivas comidas nocturnas, hacen como que prolongan largos ayu-
nos. Vergüenza me da contar lo demás que hacen, no sea que piense
alguien que estoy componiendo una diatriba en vez de dirigirles mis
avisos. Otros hay—hablo sólo de los de mi propio estado—que am-
bicionan el presbiterado o diaconado para gozar de más libertad de
ver mujeres. Estos no tienen más preocupación que sus vestidos,
andar bien perfumados y llevar zapatos justos, que no les baile el pie
dentro de la piel demasiado floja. Los cabellos van ensortijados por
el rastro del salamistro o rizador, los dedos echan rayos de los anillos
y, porque la calle un tanto húmeda no moje las suelas, apenas si pisan
el suelo con la punta de los zapatos. Cuando vieres a gentes semejan-
2 5
tes, teñios antes por novios que por clérigos» .
2 4
2 Tim 3,6-7.
2 5 Ep. 22,28.
San Jerónimo y el ascetismo romano 221
P r o g r e s o s del m o n a c a t o r o m a n o
Pese a la resistencia y oposición que encuentra en el clero
y el pueblo, pese también a los nuevos ataques de un ex monje,
Joviniano, que niega el valor de la vida ascética y arrastra
tras de sí a buen número de monjes y vírgenes consagradas,
y a los de Vigilancio, otro asceta que con su pluma y su pala-
bra pretende igualmente despojar de todo mérito a la vida
2 8
Ep. 2 2 , 1 3 .
2 9 5
L . D U C H E S N E , Origines du cuite chrétien (París iQ2o) p.149-150; E.-CH. BABUT, Pris-
cillien et le priscillianisme (París 1909) p.70-72.
3 0
E. C A S P A R , Geschichte des Papstums t.i (Tubinga 1930) p.259.
3 1
S A N P A U L I N O D E Ñ O L A , Ep. 5,14: C S E L 29,33-34.
Progresos del monacato romano 223
monástica, ésta va avanzando más y más y echando hondas
raíces en el suelo de Roma.
A l lado del «monacato» doméstico y nobiliario de las viu
das y vírgenes que dirigió San Jerónimo, aparecen algunas
comunidades de varones—diversoria—, cuya organización y
3 2
fervor en el servicio de Dios alaba San Agustín en 3 8 7 . A l
lado de los sarabaítas, tan despiadadamente criticados por el
monje dálmata, y de los giróvagos, contra los que tuvo que
intervenir la autoridad de los papas, surgen figuras monásti
cas de gran prestigio, como la del senador Pammaquio, viudo
de la hija segunda de Santa Paula, Paulina, a quien Jerónimo
concede pomposamente el título de «capitán general de los
3 3
monjes» ; alma generosa, dedicóse Pammaquio a la asisten
cia de pobres y enfermos, con gran edificación del pueblo.
Las cosas habían cambiado hacia fines de siglo. La situación
era tan prometedora, que en 3 9 7 podía escribir San Jeróni
mo: «En nuestros tiempos Roma posee lo que antes no cono
ciera el mundo. Entonces eran raros los sabios, los poderosos,
los nobles cristianos; ahora hay muchos monjes sabios, pode
3 4
rosos y nobles» . Y en 4 1 2 , refiriéndose a Roma y sus arra
bales: «Por doquiera monasterios de vírgenes, la muchedum
bre de monjes no tenía cuento, de suerte que por el gran nú
mero de los que servían a Dios, lo que antes se tuviera por
3 5
afrenta, ahora se consideraba con honor» .
Claro que estas frases son hiperbólicas: Jerónimo seguirá
siendo hasta su muerte un retórico empedernido. Pero tam
bién contienen mucha verdad. Gracias sobre todo al celo p r o -
selitista del monje dálmata y a sus ilustres conquistas, la vida
monástica había obtenido carta de ciudadanía entre las más
elevadas clases sociales de Roma. Otros hechos debieron de
influir en su ulterior desarrollo: en 398, el regreso de Melania
la Vieja, figura ascética de singular prestigio, como veremos
más adelante; en 405, la estancia en Roma de Casiano, el
diserto e infatigable propagandista de las instituciones y de
la espiritualidad de los padres del yermo egipcio; la difusión
de la Vita Martini, de Sulpicio Severo, que tantas conquis
tas hizo para la vida monástica, de las Instituciones y las Co
laciones, de Casiano, y de varios textos monásticos griegos
traducidos al latín.
Con todo, hay que reconocer que el monacato romano
no había adquirido aún, a principios del siglo v, una configu-
M De moribus Ecclesiae catholicae 1,70: ML 32,1339-1340.
« Ep. 66,4.
M Ibid.
» Ep. 127,8.
224 C.7. Los monjes en Roma e Italia
ración bien determinada y estable. Sin excluir las comunida-
des masculinas descritas por San Agustín, las realizaciones
que conocemos pertenecen al campo de las iniciativas pura-
mente personales. La libertad de servir a Dios como mejor
les pareciera y cuadrara era tal vez el rasgo más común y
sobresaliente de la figura moral de aquellos «monjes» y «mon-
jas». Sólo existía un principio de vida comunitaria o cenobi-
tismo, sin regla escrita de ninguna clase y, sin duda, con usos
y costumbres muy diversos, aunque en todas partes se tenía
en cuenta el ya legendario ejemplo de los monjes coptos.
Una disciplina más estable fue introduciéndose poco a poco
bajo la dirección de los. papas, si bien no merezca mucha fe
la noticia del Liber pontificalis, según la cual el papa Inocen-
cio I ( 4 0 1 - 4 1 7 ) dio una constitución a los monasterios de la
3 6
Urbe . Esta obra de consolidación y reglamentación fue des-
arrollándose a lo largo del siglo v.
Por aquel tiempo empezaron a levantarse cenobios de va-
rones junto a varias de las basílicas; su objeto era asegurar en
ellas la celebración de la liturgia. El primero fue canónicamen-
te erigido por Sixto III (432-440) in Catacumbas, es decir,
junto a la basílica de San Sebastián, en la vía Apia. Si hemos
de atender a lo que trae el Liber pontificalis, la fundación del
llamado Monasterium magnum basilicae sancti Petri, esto es,
el de los Santos Juan y Pablo, fue debida al papa San León I
(440-461); y la del monasterio ad Sanctum Laurenttum—jun-
to a San Lorenzo in Agro Verano—, probablemente el que más
tarde se llamaría de San Esteban, al papa Hilario (461-468),
a quien se atribuye asimismo la erección del monasterio ad
3 7
Lunam, todavía sin identificar . El servicio litúrgico de las
basílicas y el hecho de estar situados en una gran ciudad die-
ron a estos monasterios características inconfundibles.
Hacia mediados del siglo v destacaba como escritor en
uno de ellos Arnobio el Joven, que tal vez fuera abad y ori-
ginario de África. Arnobio, como tantos otros monjes, se dejó
seducir por las ideas de Pelagio, o mejor, por el llamado se-
mipelagianismo; pero se apartó de tales doctrinas más o menos
sinceramente cuando la autoridad romana, que no bromea en
tales materias, le hizo comprender la necesidad de hacerlo.
«Ya en el siglo v—se ha escrito—, es Arnobio el tipo perfecto
de lo que será el monje de Occidente: un cristiano que vive
3 8
la vida de la Iglesia y de su sagrada liturgia» . En sus escri-
El m o v i m i e n t o m o n á s t i c o en el resto de Italia
4 2
EUGIPIO, Commoratorium vitae sancti Setwrim 4,7.
228 C.7. Los monjes en Roma e Italia
4 5
Historia ecclesiastka 6,31.
4 6
Ep. 63,66: ML 16,1258-1259: Cf. Serm. 2 2 : ML 17,800-801; Serm. de natali S. Ense-
ba': ML 17,719.
230 C.7. Los monjes en Roma e Italia
9
* Historia lausiaca 46
5 0
F. X. MÜRPHY, Rujinus of Aquileia... p.226.
Colonias monásticas latinas en Palestina 233
EL MONACATO EN LA GALIA
L o s principios d e la G a l i a monástica;
S a n M a r t í n d e T o u r s y sus fundaciones
3
Para las vírgenes, véase R. M E T Z , Les vierges chrétiennes en Gaule au IV" siécle: Saint
Martin... p.109-132.
S O Z O M E N O , Historia ecelesiastica 3 , 1 4 , 4 1 .
4
5
Sobre San Martín de Tours existe una obra capital e indispensable: la edición crítica
de la Vita Martini, acompañada de la versión francesa, una sustanciosa introducción y dos
volúmenes de comentarios, todo ello debido a J. Fontaine (Sulpice Sévére, Vie de saint Martin,
3 vols.: S C 1 3 3 - 1 3 5 , París 1967-1969). Véase también el volumen colectivo Saint Martin
et son temps: S A 46 (Roma 1961).
238 C.8. El monacato en la Galla
6
Para Sulpicio Severo, su mentalidad, sus procedimientos literarios y el valor histórico
de su Vita Martini, véase, sobre todo, el penetrante estudio de J . Fontaine, en su introduc-
ción a la Vita Martini t.i p.17-96 y 1 7 1 - 2 1 0 .
7
Vita Martini 2,4.
8 Ibid., 3.6.
San Martin de tours y sus fundaciones 239
edificante. Se distinguió por una benignidad, una caridad y,
sobre todo, una modestia sobrehumanas. La célebre escena
del pobre de Amiens con el que Martín dividió su clámide—el
tema más popular de la extensa iconografía martiniana—viene
a completar esta demostración a manera de exemplum. Más
aún, de creer a su apasionado y hábil biógrafo, no renunció
a. la carrera de las armas inmediatamente después de recibir
el bautismo por «haberse dejado ganar por las súplicas de su
tribuno» y gran amigo, quien le prometió «renunciar al siglo»
9
al expirar sus funciones .
Para terminar brillantemente la apología del largo servicio
militar de su héroe, Sulpicio Severo proyecta sobre la escena
de su licénciamiento el esquema clásico de las passiones de
los mártires militares. Cuando el cesar Juliano, en vísperas de
empezar una campaña, oye de labios de Martín esta sorpren-
dente declaración: «Hasta este momento he estado a tus ór-
denes; permíteme que ahora sirva a Dios... Soy soldado de
Cristo, no me es lícito combatir», se permite manifestar que
era el miedo, no motivos religiosos, lo que le hacían abando-
nar la milicia, Martín replica intrépido: «Si esto se me imputa
a cobardía y no a mi fe, mañana me pondré sin armas ante el
ejército y en nombre del Señor Jesús, con la protección del
signo de la cruz, y no con la del escudo ni del casco, penetraré
seguro en los batallones enemigos». A l día siguiente el ene-
migo envió emisarios y se rindió con armas y bagaje. Pero
Martín había sido encerrado en un calabozo por su santa
arrogancia.
Es muy probable que esta escena no haya existido más
que en la imaginación del biógrafo. Pero es cierto que el
soldado quedó definitivamente libre-—no sabemos cómo—de
sus compromisos militares y que desde entonces sólo comba-
tió para Cristo. Desde este año hasta el 3 6 7 transcurre un
decenio de excepcional importancia para su formación espi-
ritual. San Hilario de Poitiers, junto al que se refugia el ex
soldado, se convierte en su maestro. Hilario pertenece vero-
símilmente a la prehistoria del monacato galo-romano; nos lo
indican el mismo deseo de Martín de permanecer a su lado
cuando decide abrazar la vida ascética y los «hermanos» que
rodeaban al obispo, mencionados por Sulpicio Severo, y que
no pueden ser sino ascetas laicos o clérigos que vivían ascé-
ticamente en su compañía.
Buen conocedor de los hombres, Hilario quiso asegurarse
la colaboración de Martín en el desempeño de sus funciones
» Ibid., 3.5.
240 C.8. El monacato en la Galla
1 3
J. Fontaine, en el comentario a la Vita Martini, t.i p.159.
1 4
Vita Martini 7,1.
1 5
Véanse las atinadas observaciones y la bibliografía que ofrece J. Fontaine en el co
mentario a la Vita Martini, t.2 p.610.
" Vita Martini 7,7.
242 C.S. El monacato en la Galla
« Ibid., 9,3.
1 8
Ibid., 10,1-2.
» Ibid., 10,4.
San Martín de tours y sus fundaciones 243
ciendo del modesto ribazo del Loira una montaña alta y r o -
mánticamente escarpada. En realidad, el paisaje que nos des-
cribe está transfigurado por su imaginación de entusiasta del
ascetismo, lleno de erudición libresca acerca de los vastos
desiertos de Egipto. «Es la primera vez en las letras latinas
—se ha notado—que el tópico del paisaje ascético oriental se
2 0
proyecta sobre una soledad monástica de Occidente» . Sul-
picio Severo da al lugar el nombre de «monasterio de Martín»;
más tarde.se le llamó Marmoutier, Magnum Monasterium (el
Monasterio Grande).
Como había ocurrido en Ligugé, acudieron discípulos
deseosos de abrazar la vida monástica bajo la dirección del
monje-obispo. Según Sulpicio Severo, llegaron a ser unos
ochenta y «se formaban según el ejemplo del bienaventurado
2 1
maestro» . Moraba éste en una «celda» de madera, segura-
mente del mismo tipo que las cabanas de los campesinos galo-
romanos. Algunos de sus discípulos lo imitan y se construyen
sus propias cabanas; pero otros prefieren vivir como troglodi-
tas y se excavan sus habitaciones en la gredosa ladera, según
una costumbre que todavía existe entre los viñadores de V o u -
vrey. «Allí—prosigue el biógrafo—, nadie poseía cosa alguna
en propiedad; todo se ponía en común. Estaba prohibido com-
prar o vender lo que fuera, como acostumbran a hacer mu-
chos monjes. No ejercían arte alguna, a excepción del trabajo
de los copistas, al que sólo se destinaban los más jóvenes: los
2 2
adultos se dedicaban a la oración» . Según esto, practicaban
los monjes de Marmoutier la vida contemplativa integral. Pero
de nuevo hay que tomar el texto de Sulpicio Severo cum grano
salis. El ilustre biógrafo y asceta quiere oponer, a los abusos
de clérigos y monjes que se dedicaban al comercio propia-
mente dicho, el ejemplo de un asceterio totalmente consagrado
a la vida espiritual. De todos modos, no parece que se distin-
guieran los primeros solitarios de Marmoutier por su amor al
trabajo. No pocos pertenecían a la nobleza galo-romana, y la
comunidad entera podía subsistir gracias a las rentas que les
pasaban sus adineradas familias. Pues el trabajo de copiar
manuscritos confiado exclusivamente a los jovencitos poco de-
bía de reportar a la caja común y en modo alguno podía bastar
para sufragar la existencia de ochenta hombres, por muy as-
céticamente que vivieran.
Marmoutier, como Ligugé, no era un monasterio, sino una
especie de laura, aunque más numerosa. Los monjes permane-
2 0
J. Fontaine, en el comentadora !a Vita Martini, t.2 p.667.
2 1
Vita Martini 10,5.
2 2
Ibid., 10,5-6.
244 C.8. El monacato en la Gaita
23 Ib¡d, IO,7-
2* Ibid., 10,8.
25 Ibid.
2* Cf. J . Fontaine, en su comentario a la Vita Martini, t.2 p.689-690.
San Martin de Tours y sus fundaciones 245
2 7
Vita Martini 26,3 y 27,2.
2
« Ibid., 2 7 , 1 .
2 9
Cf. SULPICIO SEVERO, Ep. 3 , 1 7 ; Dialogi 1,25 y 2 , 1 3 - 1 4 ; Vita Martini 2 1 , 1 .
246 C.8. El monacato en la Gaita
El m o n a c a t o se p r o p a g a
U n oriental e n O c c i d e n t e : C a s i a n o
4 1
Sobre la patria de Casiano se ha discutido mucho. Algunos autores siguen afirmando
que nació en Provenza. Para el verdadero origen del autor de las Collationes, véase sobre todo
H. I. MARROÜ, Jean Cassien d Marseille: Revue du Moyen Age Latín i (1945) 5-26, y La
patrie de Jean Cassien: OCP 1 3 (1947) 588-596.
4 2
Collationes 2 4 , 1 .
Un oriental en Occidente: Casiano 251
4 4
J . - C . GUY, Jean Cassien... p.27.
15 De inris inlustribus 62.
4 7
<¡ L . LAURIN, Notice sur l'ancienne abbaye Saint-Victor de Marseille (Marsella io57);
F. BÉNOIT, L'abbaye de Saint-Victor et Véglise de la Maior d Marseille (París 1936) p.8ss;
F. ANDRÉ, Histoire de l'abbaye des relígteuses de Saint-Sauveur de Marseille (Marsella 1864)
P.2SS.
4 7
Cf. F. BENOIT, L'abbaye de Saint-Victor: Petítes monographíes des grands édifices
de la France (París 1936).
San Honorato, Lérins y los lirinenses ilustres 253
tro Casiano con formas monásticas bastante diferentes de las
normales en los desiertos egipcios. ¿Qué tenían que ver, por
ejemplo, los monjes ciudadanos con los anacoretas de Escete,
cuyo ideal y costumbres identificaba Casiano con la misma
vida monástica? No gustaron a nuestro monje sus colegas de
l'rovenza. Y se sintió con vocación de reformador. Castor,
obispo de A p t , lo confirmó en su propósito. Ambos, como sin
duda otros muchos, pensaban que el ascetismo galo—y el mo-
nacato occidental en general—tenía necesidad de tres cosas:
en primer lugar, de una adaptación práctica del admirado mo-
nacato egipcio, que tantos y tantas se proponían imitar sin
conseguirlo, por no tener presentes las diferencias de tempe-
ramentos y circunstancias; en segundo lugar, se notaba la fal-
ta de cenobios bien ordenados, en los que disciplinar tantas
iniciativas individualistas, indudablemente generosas, pero que,
por falta de dirección, resultaban completamente estériles; en
tercer lugar, finalmente, se imponía una formulación clara y
precisa de los fines originales del movimiento ascético y, en
general, de la espiritualidad que debía animar el ascetismo cor-
poral. A h o r a bien, nadie más indicado para realizar esta em-
presa teórica y literaria que un hombre como Juan Casiano,
que, además de poseer innegables dotes de escritor, se había
sometido a la disciplina regular de un cenobio palestinense,
había vivido como anacoreta en los desiertos de Egipto, había
interrogado a algunos de los más eximios padres del yermo,
había bebido en su misma fuente la doctrina espiritual de San
Juan Crisóstomo y se había ejercitado durante largos años en
las prácticas ascéticas y la contemplación de Dios bajo tan
grandes maestros. ¡Qué más quería Casiano sino complacer
a quienes le pedían esta síntesis de todo lo mejor del ascetismo
de Egipto y Oriente! Con mil amores emprendió la redacción
de sus dos grandes obras monásticas: las Instituciones cenobí-
ticas y las Colaciones espirituales, que constituyen uno de los
más preciados tesoros literarios de la espiritualidad cristiana.
nenses, fue acaso más por sus calidades espirituales que por
65
HUS conocimientos doctrinales» . L o que hizo de Lérins un
Nemillero de santos obispos fue su condición de monasterio
fervoroso y santo.
Antes de despedirnos de la famosa isla de San Honorato,
es justo que recordemos, siquiera sea brevemente, a sus más
ilustres alumni: San Hilario, San Máximo, Fausto, San Lupo,
San Euquerio, San Vicente, Salviano y San Cesáreo.
Hilario, pariente y discípulo predilecto de Honorato, nació
6 6
en 4 0 1 y se hizo monje de Lérins cuando era joven . Hono-
rato, que hubiera querido retenerle a su lado durante su epis-
copado, tuvo por lo menos el consuelo de morir en sus brazos
y, poco antes de expirar, aconsejar su elección para sucederle
en el régimen de la primera metrópoli de las Galias (430).
Hilario ejerció su ministerio durante casi veinte años, distin-
guiéndose por su abnegación, su celo y su caridad, que le
llevó a despojar las basílicas de sus tesoros, con riesgo de no
disponer más que de cálices de cristal, con el fin de rescatar
a los cautivos. Sencillo cuando se dirigía al pueblo llano, des-
plegaba gran talento oratorio cuando predicaba ante auditorios
distinguidos, siendo la admiración de los mismos profesores
de elocuencia.* Cierto que no fue siempre hábil y diplomático
en todos los asuntos, pero se hacía perdonar fácilmente gra-
cias a su pureza de intención y reconocida santidad. Esta se
manifestaba especialmente en su austeridad de vida, que pa-
recía la de un simple monje, a pesar de estar al frente de una
diócesis cada vez más eminente. El obispo de Arles no desde-
ñaba el trabajo manual; iba siempre a pie, aun cuando se tra-
tara de recorrer grandes distancias; su mesa era extremada-
mente frugal. Organizó con sus clérigos una especie de monas-
terio episcopal, «una congregación ávida de soledad, dedicada
a la corvtkvericia, impregnada de su ejemplo y formada por sus
61
instrucciones» .
Cuando, en 449, Hilario moría santamente, apenas cumpli-
dos los cuarenta y ocho años de edad, y dejando tras sí algunos
escritos, por lo menos otros tres lirinenses ocupaban sendas
cátedras episcopales. En 4 2 6 ó 4 2 7 , Lupo había sido nombrado
obispo de Troyes, mientras se hallaba en Macón con el fin
de distribuir a los pobres los bienes que todavía le quedaban;
Euquerio ocupó la sede de Lyón en una fecha imposible de de-
terminar, sin duda no muy posterior al año 4 3 0 ; Máximo,
6 5
P. RICHÉ, Education... p.145.
6 6
Para San Hilario de Arles, véase M . JOURJON, Hilaire d'Arles (saint): PS 7 (1969)
463-464 (bibliografía).
6 7
Vita S. Hilarii episcopi Arelatensis 7,10: M L 50,1229.
260 C.8. El monacato en la Galia 7
«» Ep. 6,1.
«' De statu animae 2,g: CSEL 1 1 , 1 3 5 . Para San Euquerio de Lyon, véase L. CRISTIANI,
Eucher (saint), évéque de Lyon: DS 4 (1061) 1653-1660 (bibliografía).
San Honorato, Lérins y los lirinenses ilustres 261
notable. Estuvo en relación epistolar con Paulino de Ñola,
I lonorato, Hilario, Salviano y otros personajes de la época,
pero, por desgracia, sus cartas se han perdido. Murió verosí-
milmente el 1 6 de noviembre del 449.
Es curioso comprobar que los dos inmediatos sucesores de
Honorato en el gobierno de la colonia monástica de Lérins,
Máximo y Fausto, se sucedieran asimismo en el gobierno de
la diócesis de Riez. San Máximo había ingresado en el monas-
terio insular a la temprana edad de doce años; era originario
de un vicus de la región de Riez, la diócesis que se le confió
a partir del año 4 3 4 , después de haber sido abad de Lérins
desde fines de 4 2 7 ; al morir, hacia el 460, gozaba de gran
fama de taumaturgo. Todavía más famoso fue Fausto, sin duda
alguna, uno de los más brillantes ingenios del siglo v. Origina-
rio, con toda probabilidad, de la Bretaña insular, se hizo monje
en Lérins poco antes del 4 2 8 . En 4 3 4 , pese a su juventud, fue
designado para gobernar el monasterio. En 4 5 2 tuvo un pe-
noso conflicto con el obispo de Fréjus, Teodoro, acerca de la
jurisdicción de éste sobre los lirinenses. Más tarde, ya obispo
de Riez, se complacía en visitar a sus hermanos de la isla
y recordarles, según apunta Sidonio Apolinar, las glorias de
la casa: «Cuál fue la santa vida del viejo Caprasio y del joven
Lupo, de qué gracias estuvo adornado el venerable padre Ho-
70
norato, qué clase de hombre había sido M á x i m o » . Fausto
de Riez combatió por igual la herejía pelagiana y las abruptas
ideas sobre la gracia que corrían bajo el patronato de San
Agustín, como veremos luego; estuvo muy mezclado en los
acontecimientos que marcaron la ocupación de la Auvernia
y la Provenza por los visigodos" ( 4 7 4 - 4 7 7 ) , y, pese a su mode-
ración, incurrió en las iras del rey Eurico, que le desterró de
su diócesis durante mucho tiempo; se distinguió siempre por
la austeridad verdaderamente monástica de su vida, lo que le
conquistó la veneración de su pueblo. Orador famoso, predicó
en su diócesis y fuera de ella, y, a su muerte, acaecida hacia
el año 4 9 5 , gran número de sus sermones fueron recogidos en la
llamada Colección galicana, que la crítica actual intenta resti-
tuirle por lo menos en gran parte. Los eruditos suelen atri-
buirle, además de los sermones, varios tratados teológicos y un
pequeño número de cartas.
Los escritos de Fausto constituyen una parte muy impor-
tante del legado literario de los lirinenses. Destacan también,
además de las obras de San Cesáreo de Arles, que ya pertene-
cen al siglo vi, dos tratados famosos: el Commonitorium de
7 0
Carmen 16,110-114.
262 C.8. El monacato en la Galia
L o s m o n j e s del J u r a
B a l a n c e del m o n a c a t o g a l o - r o m a n o
L o s principios del m o n a c a t o en el n o r t e de Á f r i c a
1
La Iglesia africana poseía una gran tradición ascética . Des-
de su misma implantación se mostró fecunda en vírgenes y con-
tinentes. En el siglo n i surgieron en su seno dos grandes y elo-
cuentes maestros de vida espiritual: Tertuliano (f c. 220) y San
Cipriano (f 258). Tertuliano fue un pensador original, rigo-
rista, intransigente; encarnó la negación de todo humanismo;
enseñó que, para ser cristiano, es necesario romper completa-
mente con el mundo; su puritanismo le condujo al cisma y la
herejía. San Cipriano, obispo de Cartago y mártir, gran admi-
rador de Tertuliano, pero menos apasionado, aunque tan ínte-
gro, poseía una marcada inclinación a la mística. Ambos man-
tuvieron muy alto el ideal de perfección y lo propagaron con
entusiasmo. Gracias a sus exhortaciones a renunciar a los pla-
ceres de la carne y a los bienes de este mundo para llegar a ser
verdaderos servidores de Cristo, numerosos fieles, tanto mu-
jeres como hombres, abrazaron la continencia.
Cierto que, una vez enmudecieron las voces de Tertuliano
y Cipriano, hubo que esperar hasta San Agustín para oír de
nuevo discursos tan vibrantes en favor del ascetismo; pero las
Passiones de los mártires y, acabadas las persecuciones, la pluma
de San Optato de Milevi y los cánones de los concilios atesti-
guan que tanto las vírgenes como los continentes siguieron
multiplicándose en el país. El clero, según todas las apariencias,
se reclutaba principalmente entre los ascetas. En cuanto a las
vírgenes consagradas a Dios, su número fue aumentando de
tal modo, que a fines del siglo iv formaban una institución
eclesiástica bien definida, y, como consecuencia de su normal
desarrollo, algunas se habían organizado en pequeñas comuni-
dades. Un canon del concilio de Hipona de 393, incorporado
luego a la legislación del concilio de Cartago de 397, llega a
imponer, a las que no tienen padres que las protejan, la obli-
1
Para el monacato primitivo del norte de África en general, véase: J . M . BESSE, Le mo-
nachisme africain. Extrait de Xa Revue du monde catholique (Paris-Poitiers IQOO); J . J . GAVI-
GAN, De vita monástica in África Septentrionali inde a temporibus S. Augustini usque ad inva-
siones Arabum: Bibliotheca Augustiniana medii aevi, ser. 2,1 (Turin 1962); R. LORENZ,
Die Anfánge..., p.23-26.
Los principios del monacato en el norte de África 273
Itinerario monástico d e S a n A g u s t í n
1 6
G . FOLLIET, AUX origines... p.36.
1 7 2
H. I. MARROU, Saint Augustin et la fin de la culture antique (París I949) p.167.
Gf. R. J . HALLIBURTON, The Inclination to Retirement. The Retreat of Cassiciacum and the
*\4onastery» of Tagaste: SP 5 (Berlín 1962) 327-340.
1 8
La primera expresión es de P. MONCEAUX, Saint Augustin et saint Antoine. Contribution
1) l'histoire du monachisme: Miscellanea Agostiniana t.2 (Roma 1931) p.74; la segunda, de
H. I. MARROU, Saint Augustin... p.439.
278 C.9- África, la Península Ibérica y las Islas Británicas
los terrenos de la iglesia; allí podrá levantar su monasterio y
vivir con los hermanos que se le irán sumando. Agustín pone
manos a la obra. Inaugura muy pronto el primer monasterio
agustiniano en el sentido propio de la palabra. Es feliz. Ahora
sí puede realizar al pie de la letra el consejo de Cristo al joven
rico: «Ve, vende cuanto tienes y da su precio a los pobres»;
consejo que había oído el mismo día de su conversión y que
desde entonces había ejercido sobre él una suerte de embrujo.
La característica fundamental de esta fundación de Hipona
será, para todos los miembros sin excepción, la renuncia a
todo lo que poseen y la estricta comunidad de bienes «según
19
el estilo de vida y el reglamento de los apóstoles» .
No pudo disfrutar Agustín durante muchos años de la
paz de su amado retiro. En 396 sucedía a Valerio en la sede
episcopal de Hipona. Y no queriendo perturbar la tranquili-
dad de los hermanos con el continuo ir y venir de tantos
huéspedes como tenía que recibir un obispo en aquella épo-
ca, resolvió trasladarse a la «casa del obispo». Allí sintió más
de una vez la nostalgia de la vida ordenada y enteramente
dedicada a las cosas de Dios que había llevado en el monas-
terio. «Preferiría mucho más—escribe—hacer todos los días
algún trabajo manual a horas determinadas, como está esta-
blecido en los monasterios bien ordenados, y aprovechar los
otros momentos libres para leer, orar o estudiar algún pasaje
de la Escritura, en lugar de sufrir las turbulentas angustias
de los pleitos ajenos acerca de negocios seculares que hay que
2 0
dirimir con una sentencia o arreglar con una intervención» .
Pero no quiso renunciar a lo que consideraba el nervio mis-
mo del monacato, esto es, la vida perfectamente comunitaria.
En la domus episcopi fundó el famoso monasterium clericorum,
que tantas imitaciones había de suscitar en vida y después
de la muerte de Agustín.
En efecto, debe considerarse San Agustín como «el pro-
motor por excelencia de la pobreza de los clérigos y de la
2 1
vita apostólica» , que iba a ser el gran ideal de los canónigos
regulares de la Edad Media. Pero hay que reconocer que no
le fue fácil implantar esta disciplina en Hipona. En 4 2 5 ex-
plicaba a los fieles el género de vida que se llevaba en la «casa
del obispo»: «He aquí cómo vivimos. En nuestra kjciedad no
es lícito a nadie tener nada propio. Acaso algunos tienen algo
en propiedad. A nadie está permitido. Los que tienen algo
El ideal monástico d e S a n A g u s t í n
No se puede contar a San Agustín entre los teóricos pro-
piamente dichos del monacato. No escribió ningún tratado
general sobre el tema al estilo de las Colaciones, de Casiano,
o del Asceticón, de San Basilio. Sus ideas monásticas se hallan
2 3
desparramadas por su voluminosa obra . Relativamente po-
cos son los textos de alguna extensión; pero incluso éstos no
se ocupan más que de algunos aspectos, de cuestiones anejas
o de problemas ocasionales. Así, el capítulo 33 del De mori-
bus Ecclesiae catholicae contiene la descripción de los diferen-
tes géneros de monjes. El ya citado de Operae monachorum
constituye el único tratado completo sobre un asunto particu-
lar. Otros textos mayores son el De virginitate, la carta 2 1 0 ,
la 2 1 1 propiamente dicha (la llamada obiurgatio) y los ser-
mones 355 y 356, también citados, relativos a la pobreza y la
vida común de sus clérigos.
Mención aparte merece la llamada Regla de San Agustín.
Es un documento discutido, que nos ha llegado en forma
masculina y femenina, con escasas variantes entre ambos tex-
tos. Puede darse como una conquista de la crítica moderna
el riaber probado la autenticidad del texto masculino contra
el texto femenino, considerado tradicionalmente como el pri-
mitivo; esta versión femenina, según la opinión hoy prevalen-
te, no es más que una adaptación tardía a un monasterio de
24
m u j e r e s . He aquí cómo resume A . Manrique el carácter
esencial de este documento:
«La Regla ad servos Dei del obispo de Hipona es un breve texto de
legislación religiosa, ciertamente circunstancial, en el cual se trazan
las líneas directrices de una comunidad, corrigiendo defectos, preci-
2 3
A. Manrique ha hecho obra muy útil al publicar, clasificados por temas, todos los
textos agustinianos relativos al monacato en su libro, ya citado. La vida monástica en San
Agustín.
2 4
Se ha escrito mucho últimamente sobre la Regla de San Agustín. La obra exhaustiva
sobre la cuestión es la debida a L . VERHEIJEN, La Regle de saint Augustin I: Tradition ma-
nuscrite; II: Recherches historiques: Études Agustiniennes (París 1967). Prueba Verheijen
que la Regía masculina es anterior a la femenina, simple transposición de la primera. Esa
regla masculina consta de dos textos, el Ordo monasterii y el Praeceptum, que a veces se
hallan juntos en los manuscritos, y otras, separados. El Ordo monasterii sería obra de Alipio,
aprobada por Agustín y tal vez enriquecida por éste con un preámbulo. Posteriormente siguió
Agustín el ejemplo de Alipio y puso por escrito lo que solía enseñar oralmente a los monjes
de la comunidad laica de Hipona, quienes son, sin duda, los destinatarios del Praeceptum.
Verheijen da la edición crítica de ambos textos.
El problema de los destinatarios de la Regla de San Agustín no está solucionado todavía.
Existen diversas opiniones. A. Manrique (La vida monástica... p.454-464), por ejemplo,
se inclina por los monjes de Adrumeto. Parece más probable la opinión de M. Verheijen.
Se hallarán unas páginas excelentes sobre la Regula S. Augustini en R. LORENZ, Die An/dn-
El ideal monástico de San Agustín 281
«Yo confieso que me doy enteramente a esa caridad de los que viven
conmigo, cansado como estoy de los escándalos del mundo. En esta
caridad común, descanso sin recelo, pues en ella siento a Dios, en
quien me arrojo seguro y en quien descanso quieto. Cuando veo a
alguien inflamado en la caridad cristiana y siento que por ella se hace
amigo mío fiel, me hago cargo de que todos los pensamientos que le
confío no se los confío a un hombre, sino a Dios, en quien él perma-
nece; pues Dios es caridad, y quien permanece en la caridad, permanece
31
en Dios y Dios en éh .
El cenobio agustiniano
El Á f r i c a monástica después d e la m u e r t e
de S a n A g u s t í n
4 9
Existe una abundante bibliografía sobre el priscilianismo, sin que los autores se pon-
gan de acuerdo, dada la escasez y la parcialidad de las fuentes. Una exposición breve y ecuá-
nime puede leerse en C . BARAUT, Espagne, I, Période patristique: DS 4 (1961) 1096-1098.
Véase también Z . GARCÍA VILLADA, Historia eclesiástica de España t . 1 , 2 (Madrid 1930)
2
p.9iss. Buena exposición y excelente bibliografía en J . MARTIN, Priscillian: LThK 8,768-
769; A . FRANZEN, Pricillianismus: ibid., 768-771.
292 C.9. África, la Península Ibérica y las Islas Británicas
ascetismo y el monacato. Por lo menos en las altas esferas. En
otros medios, particularmente entre la gente sencilla, el rigoris-
mo de su vida y de su doctrina moral—sobre todo al compa-
rarla con la existencia regalada de ciertos obispos, que precisa-
mente eran los que más se agitaban contra Prisciliano y los
suyos—gozaba de un prestigio enorme y conquistaba muchos
partidarios.
En medio de esta confusión aparece, como hemos visto, el
nombre de «monje» por primera vez en las actas eclesiásticas de
la península ibérica. ¿A qué clase de monjes aluden los padres
del concilio de Zaragoza del año 380? El texto no nos permite
adivinarlo. Pero cinco años más tarde, en 385, por una decretal
del papa Ciricio dirigida al metropolitano de Tarragona Hime-
rio, nos enteramos de la existencia de cenobios en aquella pro-
vincia eclesiástica, aunque no se especifican sus nombres. Tam-
bién en las islas Baleares había monjes por aquellos años. Cons-
ta documentalmente por lo que se refiere a Menorca y al siglo v;
Severo, su obispo, nos habla de una deodevota y de un nume-
roso grupo de hombres que vivían en comunidad, celebraban
el oficio divino de día y de noche, y, con sus oraciones y su vida
ascética, aportaban una contribución muy estimable y eficaz a
la renovación religiosa de la diócesis. En cambio, parece muy
problemática la existencia de una comunidad de monjes que,
según algunos historiadores, se había formado en la isla de
Cabrera; el abad Eudoxio y sus monjes, destinatarios de la car-
ta 48 de San Agustín, vivían en una isla llamada Capraria, pero
no se trata de Cabrera, sino tal vez de Capraia, donde consta
por otras fuentes que había monjes, o de cualquier islote del
mismo nombre situado cerca de la costa africana.
Dada la extrema escasez de nuestra documentación, no es
extraño que no conste de la existencia concreta de otros mo-
nasterios. Que éstos eran bastante numerosos, sin embargo,
nos lo sugiere implícitamente un texto publicado por G. M o -
5 0
rin . Contestando a la carta de una dama en que le pedía
consejos sobre la vida espiritual, una religiosa hispanorroma-
na la exhorta a consagrar los días que median entre las fiestas
de Navidad y Epifanía a la oración y prácticas penitenciales.
Conviene—añade la carta—pasar esta temporada en un mo-
nasterio, pues los monasterios deberían ser para los buenos
5 1
cristianos lo que la cueva de Belén para María y José . Como
sugiere Morin, el verdadero autor de estas cartas es muy pro-
bablemente el monje Baquiario. Pero sea de ello lo que fuere,
5 2
Véase supra, p . 1 5 5 - 1 5 6 .
5 3
De viris inlustribus 24 Para Baquiano, véase J . DUMR, Bachiarius: DSI.I 187-1188 ,
294 C.9. África, la Península Ibérica y las Islas Británicas
nocedor de la Biblia y perfectamente informado de las sanas
doctrinas acerca de la perfección cristiana. En su estilo, es-
maltado de imágenes, asoma el poeta al mismo tiempo que
el retórico hábil y fino.
Es lástima que un hombre como Baquiario tuviera que
emigrar de su país. Los obispos se mostraban severos con los
monjes y ascetas. Los que tomaron parte en el concilio de
Zaragoza del año 380 pronunciaron el nombre monachus úni-
camente para mostrar la poca simpatía que les inspiraba y
para prohibir a los clérigos que abrazaran la vida monástica.
Itacio, uno de dichos padres, era enemigo mortal de Prisci-
liano y al mismo tiempo odiaba tan cordialmente a los mon-
jes que, apenas veía a una persona amiga de leer la Biblia y
de las prácticas penitenciales, la acusaba de priscilianismo.
Un vestido pobre y un rostro pálido y demacrado delataban,
según él, a los herejes. Entre la jerarquía de la Iglesia hispana
y los monjes mediaba un verdadero abismo. Pero, a lo que
parece, esta actitud firme y adversa de los obispos, aunque
no siempre justa, fue provechosa al monacato naciente: lo
ayudó a desprenderse de todo lazo que pudiera ligarlo al
priscilianismo y lo reincorporó plenamente al seno de la Iglesia.
Luego las cosas fueron cambiando. Desde el momento que
los monjes mostraron una mayor sumisión a la jerarquía es-
tablecida por Cristo, la buena inteligencia con los obispos se
hizo cada vez más fácil. Por otra parte, a los obispos del ta-
lante de un Itacio fueron sucediendo otros más tratables y
comprensivos, que no sólo vieron todo el partido que podían
sacar de los monasterios como auxiliares de su labor pastoral
y seminarios de clérigos, sino que incluso supieron apreciar
el valor que la vida monástica tiene en sí misma. La decisión
que el papa Siricio comunicó a Himerio, metropolitano de
Tarragona: «Deseamos y queremos que los monjes se incor-
54
poren a los ministerios de los clérigos» , solamente cinco
años después del concilio de Zaragoza, puede considerarse
como el principio de la estrecha colaboración entre la jerar-
quía y el monacato peninsular que tan opimos frutos iba a dar
más adelante con una brillante serie de monjes-obispos.
Si nos preguntamos, finalmente, por el influjo del mona-
cato extranjero sobre el hispano en la época que nos ocupa,
sólo podemos contestar que, sin duda, fue muy real y múlti-
ple, pero que, por desgracia, carecemos de todo dato explí-
cito. Una conjetura posible, pero dudosa, es que Osio de
Córdoba introdujera e/i la Península las ideas monásticas de
54 Collectio cañamón Hispana 13: ML 84,635-
El monacato primitivo en las Islas Británicas 295
Early Brittsh Church (Cambridge 1958); F . J . RYAN, /rish Monasticism. Origines and Early
Deveiopment (Dubiin 1931); L. GOUGAUD, Les chrétientés celtiques (París 1911); W . DELIUS,
Geschichte der irischen Kirche von ihren Anfángen bis zum 1 2 . Jahrhundert (Munich 1954);
D. E . EASSON, Medieval Religious Houses, Scotland (Londres-Nueva York-Toronto 1957).
5 6
N. K. CHADWICK, The Age... p.19.
El monacato primitivo en las Islas Británicas 297
El m o n a c a t o , m o v i m i e n t o d e masas
7
De moribus Ecclesiae catholicae 1,31,65: M L 3 2 , 1 3 3 7 .
8
1 Cor 1,26-29.
9
H. I. MARROU, Histoire de Véducation dans l'antiquité (París 1948) p.436,
1 0
A. J . FESTUGIÉRE, Les moines d'Orient t.i: Culture ou sainteté? Jntroductton au mona-
chisme oriental (París 1961) p.23-25.
304 CÍO. LOS monjes y el mundo exterior
1 1
Vita Antonii 33.
1 2
Ibid., 72-73.
1 3
Vita hfypatü 29.
1 4
1 Cor 4,20.
El monacato, movimiento de masas 305
«Sobre las miserias que son patrimonio común de las almas y que
no dudo combaten desde fuera a los espíritus débiles, hay en mí una
en particular que se opone al desarrollo de mi vida espiritual. Es el
mediano conocimiento que me parece tener de la literatura. Ya sea
por el interés que se tomó en mí el pedagogo, ya sea por mi afición
de discípulo a la lectura, me impregné de ella hasta el fondo. En mi
espíritu se fijaron tan al vivo las obras de los poetas, las fábulas fri-
volas, las historias bélicas de que fui imbuido en mi infancia y mis
primeros ensayos en los estudios, que su memoria me ocupa inclu-
sive a la hora de la oración. Salmodiando o implorando el perdón de
mis pecados, el recuerdo importuno de los poemas aprendidos resba-
la por mi mente. La imagen de los héroes y sus combates parecen
flotar ante mis ojos. Y mientras estos fantasmas se burlan sarcásticos
de mí y bullen en la imaginación, mi alma no puede aspirar a la con-
templación de las cosas celestes. Ni las lágrimas que vierte a diario
16
pueden neutralizar el influjo de semejantes quimeras» .
1 5
Vita Hypatü 48.
1 6
Colíationes 1 4 , 1 2 .
1 7
SAN AGUSTÍN, Retractationes 1,3,4.
306 CÍO. LOS monjes y el mundo exterior
de futuras monjas, consagradas a Dios desde su nacimiento.
Jerónimo, el monje erudito por excelencia, excluye totalmen-
te las letras profanas. Las futuras esposas de Cristo no deben
recibir más formación que la centrada en las Escrituras, que
deben aprender enteramente siguiendo un orden sistemático.
Fuera de la Biblia, sólo debían estudiar los escritos de los San-
tos Padres: Cipriano, Atanasio, Hilario.
Así pensaban los grandes monjes que habían recibido—es-
tando todavía en el mundo, claro es—una educación clásica.
Otros no sólo condenaban las letras profanas: despreciaban
incluso la llamada «ciencia simple», esto es, la ciencia de las
cosas de Dios adquirida por el estudio. «Los padres espiri-
tuales más ilustres—ha escrito un buen conocedor de la ma-
teria—deben su reputación no a sus estudios, sino a su vida
1 8
y los dones que ella les ha valido de parte de Dios» . En el
terreno de la espiritualidad—el único que verdaderamente les
interesaba—, sólo cuenta la ciencia que Dios mismo comu-
nica a sus servidores. Por esta sabiduría carismática, y sólo
por ella, sienten el mayor aprecio. A sus ojos, uno de los tí-
tulos más honoríficos que puedan tributarse a un monje es el
1 9
de theodidaktos, «instruido por Dios» ; y si uno de los-gran-
des Capadocios, San Gregorio de Nacianzo, es conocido por
el sobrenombre de «el Teólogo», no cabe la menor duda que
se le dio este dictado no por su cultura, que era grande; ni
siquiera por su ciencia sagrada adquirida a fuerza de estudio,
sino por su santidad y por sus dones de contemplación. El
anónimo autor del Liber graduum formulaba límpidamente una
convicción comunísima entre los monjes antiguos: «Los idio-
tas que Dios escogió eran idiotas en las cosas temporales, y
sabios en las celestiales, como está escrito: "Puesto que no he
2 0
conocido las letras, entraré en las potencias del Señor' . Esto
es: Porque he rechazado la ciencia de la tierra, adquiriré la
21
sabiduría del c i e l o » .
Es preciso tener en cuenta todo esto si queremos com-
prender tanto el múltiple impacto, de signo a veces contradic-
torio, que el monacato causó en la Iglesia y la sociedad, como
las reacciones, también a menudo diametralmente opuestas,
que su conducta provocó—unas de total y entusiasta aproba-
ción, otras de áspera censura y repulsa—en la jerarquía ecle-
siástica y en las autoridades del imperio. Por desgracia, no
1 3
I. HAUSHERR, Direction spirituelle en Orient autrefois: O C A 144 (Roma 1955) 89.
1 9
En la misa solemne de rito armenio se conmemoran todavía los «santos monjes y anaco-
retas virtuosos e instruidos por Dios*.
2 0
Sal 7 1 , 1 5 .
2 1
Liber graduum 27,5.
Desviaciones dogmáticas 307
todos los monjes fueron «teodidactos». La inmensa mayoría
permaneció toda su vida en su radical ignorancia, su falta de
cultura. L o que acarreó lamentables consecuencias, como va-
mos a ver.
Desviaciones dogmáticas
«Kephalaia ¿nóstica* d'Évagre le Pontique et l'histoire de l'origénisme chez les Crees et chez les
Syriens: Patrística Sorbonensia 5 (París 1062), y la bibliografía señalada por el mismo autor
en la p. 63 nota 67.
3
« Anchoratus 8 2 : GCS 25,102.
3 1
Panarion 64,4: GCS 31,400.
3 2 Véase San JERÓNIMO, De uiris illuitribus 54.
Controversias origenistas de los siglos IV y V 311
para pasarse al bando contrario. Nada nos impide creer que
Artabio y Epifanio lo convencieran sinceramente de los erro-
res contenidos en las obras del maestro y de sus seguidores.
Jerónimo tiene, como tantos otros monjes de su tiempo, la
pasión de la fe católica. Y se lanza a la batalla secundando a
Epifanio. Este es un luchador que no respeta las reglas: pro-
voca un cisma entre los monjes; ataca al obispo de Jerusalén
en discursos pronunciados ante sus propios diocesanos; ejerce
sin reparos el ministerio episcopal en una diócesis que no es
la suya. Jerónimo, por su parte, rompe con su íntimo amigo
Rufino; se atrae la enemistad de su obispo, contra el que
publica un opúsculo; traduce al latín las piezas de la polémica
con el fin de ilustrar al papa y al mundo occidental. Con in-
mensa alegría y júbilo se entera, en el año 399, de la «conver-
sión» del patriarca de Alejandría y más tarde de su expedi-
ción contra los origenistas de Nitria. Y escribe «al beatísimo
papa Teófilo»:
«Todo el mundo se regocija y se gloría de tus victorias, y la mu-
chedumbre de los pueblos levanta gozosa los ojos al estandarte al-
zado en Alejandría y a los fulgentes trofeos contra la herejía. ¡Ade-
1
lante , i Mi enhorabuena pot tu telo de. la íel Has puesto bien de ma-
nifiesto que el haber callado hasta ahora no ha sido asentimiento, sino
traza. Francamente lo digo a tu reverencia: Nos dolía tu excesiva
paciencia e, ignorando la maestría del piloto, ansiábamos el aniqui-
lamiento de los piratas. Pero tú has tenido largo tiempo levantada la
3 3
mano y suspendiste el golpe, para descargarlo luego con más fuerza» .
3 6
The History of the Decline and Fall of the Román Empire t.3 (Londres 1903) p.418.
3 7
J . QUASTEN, Patrología t.2 p.105.
3
* F. CAVALLERA, Saint /eróme: sa vie et son oeuvre t.i (Lovaina 1922) p.202. Cf. A. Gur-
LLAUMONT, Les .Kephalaia gnóstico»... p.81-84.
3 9
Historia ecelesiastica 6,7.
4
0 Historia lausiaca 24 y 3 7 .
A. GUILLAUMONT, Les .Kephalaia gnosticat... p . 1 2 1 .
314 CIO. Los monjes y el mundo exterior
4 2
Ibid., p.120.
4 3
Ibid., p. 119-120.
Controversias origenistas de los siglos IV y V 315
L o s m o n j e s en las c o n t r o v e r s i a s cristológicas
D i s p u t a s en t o r n o a la gracia
54 Eí uso de este término se generalizó en el siglo xvil, pero hay que reconocer que no
es acertado. Su evidente matiz peyorativo hace pensar en una relación directa con la herejía
de Pelagio, cuando en realidad no es más que un antiagustinismo en materia de gracia.
Disputas en torno a la gracia 329
L o s obispos y los m o n j e s
6 3
Ibid., p.391.
6 4
Otros textos pacomianos, en L. UEDING, Die ¡Cañones... p.583-588.
6 5
J . LEIPOLDT, Schenute von Atripe... p.57. Cf. ibid., P.5Q-60.
«* ACÓ t.2-1 p.133 n.440.
6 7
SAN JERÓNIMO, Ep. 54,5.
Los obispos y los monjes 333
laicos, no había entre ellos presbíteros; por eso tenían que
frecuentar las iglesias seculares más próximas. Más tarde fue-
ron abrazando la vida monástica sacerdotes y clérigos, evi-
dentemente con permiso de sus respectivos pastores. Toda-
vía más tarde empezaron los obispos a ordenar monjes para el
servicio de los monasterios o de las colonias de ermitaños.
Así aparecieron verdaderas parroquias enteramente monásti-
cas. ¿Qué otra cosa eran, en efecto, las colonias de anacore-
tas, como las de Nitria, las Celdas, Escete, etc., agrupadas
en torno a una iglesia servida por un sacerdote o por un pe-
queño cuerpo presbiteral, bajo la jurisdicción del obispo dio-
cesano? Y la unión entre iglesia local y los monjes era todavía
más íntima y, sobre todo, más visible cuando se trataba del
monacato urbano, de los monazontes y parthenae, que partici-
paban en el culto de la comunidad local de una manera activa
y constante, y más aún en los monasterios episcopales, como
el de Vercelli o el de Hipona. Indiscutiblemente, los obispos
favorecieron, por lo general, el movimiento monástico. No
pocos pedían la fundación de monasterios en sus ciudades
episcopales o en las cercanías de éstas; otros los fundaron per-
sonalmente para acoger en ellos a sus diocesanos ganados por
el puro ideal de la perfección cristiana.
La conducta del episcopado no puede extrañarnos, sobre
todo si tenemos en cuenta que muchos de sus miembros pro-
cedían de la vida monástica o habían sido profundamente
marcados por la misma. En efecto, fuera por elección de los
arzobispos o metropolitanos, fuera a petición del pueblo fiel,
era un fenómeno cada vez más frecuente la ordenación de
monjes para ocupar las sedes episcopales vacantes, lo que cons-
tituye la manifestación más evidente de la unión y colabora-
ción entre clero y monacato. Según consta documentalmente,
Alejandro de Alejandría, Atanasio, Teófilo y sus sucesores re-
currieron repetidamente a los solitarios cuando necesitaban un
obispo. En la Galia, como vimos, después de la consagración
del monje San Martín como obispo de Tours, se proveyeron
tan reiteradamente sedes episcopales vacantes con obispos sa-
cados de los monasterios, que la alarma cundió entre las gran-
des familias galo-romanas de las que procedían tradicional-
mente los obispos del país. L o mismo sucedía en Oriente,
cuyos monasterios pueden llamarse sin exagerar «seminarios
68
de obispos» . Y esto a pesar de que la primera reacción del
monje ante el oficio episcopal o el simple presbiterado que
pretendían imponerle, fuera invariablemente de repulsa; por
8
* H. BACHT, Die Rolle... p.302.
334 C.10. Los monjes y el mundo exterior
humildad, por amor a la soledad, por fidelidad a la vocación
primera, procuraban escabullirse lo mejor posible. Ammonio
llegó a cortarse una oreja a fin de que no lo ordenaran obispo.
Y Casiano escribió la famosa frase: «El monje debe huir abso-
69
lutamente de las mujeres y de los o b i s p o s » . Teodoreto de
Ciro, por el contrario, dedica una hermosa página de su Dis-
curso sobre la caridad a justificar la costumbre que, desde fines
del siglo iv, iba generalizándose, de escoger a los obispos en-
tre los solitarios, y que acabaría por conducir en muchas
partes a una verdadera reforma del episcopado; más aún, en
otro pasaje de sus obras, escribe que incluso está permitido
al monje desear el episcopado, con tal que sea, naturalmente,
7 0
para servir mejor a la Iglesia , «pues el monje convertido en
obispo sabe perfectamente que, al cambiar de situación, per-
manecerá fiel a las obligaciones de la vida ascética y deberá
71
servir de modelo a la grey que le fuere confiada» . Teodo-
reto tenía presente, sin duda, su propia experiencia personal.
En suma, todo nos obliga a pensar que el monacato primi-
tivo, tanto en Oriente como en Occidente, logró mantenerse
por lo general en buenas relaciones con la jerarquía eclesiás-
tica. Claro que hubo excepciones. Que entre algunos monjes
y ciertos obispos surgieron divergencias y conflictos, es hu-
mano y natural; también los hubo entre otros cristianos y
sus pastores. Que las tensiones tomaran en algunos momentos
caracteres más generales y graves, se explica sobradamente por
las encendidas y confusas polémicas teológicas que en aque-
llos tiempos envenenaron los ánimos de tantos cristianos. Que
apuntara a veces cierta rivalidad entre la aristocracia jerárqui-
ca y sacramental del clero y la puramente moral y carismática
72
del monacato, es también humano y c o m p r e n s i b l e . En to-
dos los tiempos ha habido obispos de talante antimonástico
y monjes insoportables, y no es de extrañar que también los
hubiera en la época que nos ocupa. En cierta ocasión, por
ejemplo, cuando unos monjes intentaron levantar un cenobio
en Egipto, el obispo de la diócesis se puso personalmente al
frente de una muchedumbre furiosa que los expulsó del lu-
7 3
g a r . Otras veces surge el conflicto porque un monje se re-
bela contra el torcido proceder de su ordinario, como cuando
San Hipacio acoge en su monasterio al maltrecho San Alejan-
«* Instituía r i , i 8 .
™ Cf i Tit 3 , i -
7 1
P. CANIVET, Thédoret et le monachisme syrien avanl le concile de Chalcédoine, en TTiéo-
logie... p.280.
7 2
Pero nada prueba que esta rivalidad fuera habitual y general, ni que los conflictos
se basaran en la famosa oposición entre el carisma y la función en que tanto han insistido
los protestantes liberales.
7 3
Vtes copies p.120.
Los obispos y los monjes 335
7 4
Véase L. UEDING, Die Kanones... p.602. Para otros conflictos entre los monjes y la
jerarquía eclesiástica: ibid., p.502-594.
336 C.10. Los monjes y el mundo exterior
'5 Texto griego en ACÓ t.2-1,2 p.150; versiones latinas: ibid., t.2-2,2 p.55.
7 6
L. UEDING, Die Kanones... p.617-618.
338 C.10. Los monjes y el mundo exterior
internos de las comunidades. Nada absolutamente se halla en
los cánones acerca del derecho episcopal de regular los por-
menores de la observancia monástica o de administrar los bie-
nes de los monjes. L o único que los obispos afirman es su
derecho de aprobar o rehusar la fundación de monasterios en
sus respectivas diócesis, de vigilar y regular la conducta de
los monjes fuera de los muros de clausura, de mantenerlos
aplicados al cumplimiento de las obligaciones de su profesión
y evitar de este modo la repetición de los tumultos que tantas
veces habían provocado o secundado. Como ocurría ya ante-
riormente, los únicos monjes que están sometidos de un modo
especial a la jurisdicción de los ordinarios son los que poseen
alguna orden sagrada. Es muy probable que los obispos no
ejercieran sobre los demás otra jurisdicción que la que ejercían
sobre todos los fieles cristianos de sus respectivas diócesis.
Prueba suplementaria de que esta opinión es la verdadera
— y al propio tiempo indicio seguro de que los cánones mo-
násticos de Calcedonia fueron a menudo letra muerta—son
ciertas leyes promulgadas por los concilios locales de los si-
glos v - v u , que se limitan a meter en cintura a los monjes me-
rodeadores y a prohibir la erección de monasterios prescin-
diendo de la autorización del obispo de la diócesis. Jamás se
menciona en dichos concilios el derecho episcopal de interve-
nir en los asuntos internos de las comunidades.
La primera definición específica de la jurisdicción de los
obispos sobre los monasterios de sus respectivas diócesis y de
la autoridad del abad en su propio cenobio se halla en las actas
del tercer concilio de Arles, celebrado el año 4 5 5 . En ellas se
contiene—y se confirma—un pacto concluido entre San Ho-
norato, fundador y primer abad de Lérins, y el obispo de Fré-
jus, Leoncio. Es un documento interesante. Según él, el obis-
p o se comprometía a ordenar sacerdotes a monjes de Lérins
según las circunstancias lo exigieran, confirmar a los monjes
neófitos y bendecir el crisma para uso de la comunidad; sin
su permiso no se admitirían extranjeros en el monasterio; los
monjes que no eran clérigos permanecerían bajo la única au-
toridad del abad; el obispo no tendría derecho alguno sobre
ellos ni ordenaría a ninguno sin la autorización del abad, quien
no era en modo alguno un simple mandatario del obispo, sino
77
que era elegido por su propia comunidad m o n á s t i c a .
" C . J. HEFELE y H . LECLERCQ, Histoire des concites t.2 (Paris 1008) p.886. Cf. H . R. BIT-
TERMAN, The Council of Chalcedo and Episcopal Jurisdiction: Spcculum 1 3 (1938) 200-203.
Los eruditos se dividen cuando se trata de establecer el significado exacto de este pacto:
unos piensan que, gracias al mismo, el monasterio de Lérins gozaba de una situación pri-
vilegiada; para otros—y están en lo cierto, según todas las probabilidades—, el pacto no es
más que un reconocimiento del estado de cosas comúnmente reconocido. En realidad, el
El Estado romano y los monjes 339
E l E s t a d o r o m a n o y los m o n j e s
pacto está enteramente de acuerdo con la legislación calcedonense. Y el hecho de ser ante-
rior al cuarto concilio ecuménico viene a confirmar lo dicho arriba: el concilio de Calcedo-
nia, en términos generales, no hizo más que reconocer y confirmar un estado de cosas pre-
existente.
340 C.10. Los monjes y el mundo exterior
19
sine turba et tumultu . ¿Aludía a las bandas de monjes que
se precipitaban sobre los lugares de culto pagano armados de
7 9
bastones y barras de hierro? Seguramente. Con todo, no
parece que la mencionada cláusula fuera tenida en cuenta. Con
mucha probabilidad se refiere Teodoreto de Ciro a este edicto
imperial del año 399 cuando narra que San Juan Crisóstomo
reclutó y equipó un batallón de monjes para lanzarlos, «armados
de leyes imperiales», a través de toda la Fenicia «contra los
8 0
templos de los ídolos» .
Otros motivos de preocupación y enojo dieron al Estado
romano los monjes de la antigüedad. He aquí uno bastante
frecuente. Los abades no solían tener ningún escrúpulo en
facilitar el ingreso en la vida monástica a esclavos sin que les
constara del consentimiento de sus amos. Cuando éstos pro-
testaban, responderían lo que San Hipacio dijo en. semejante
coyuntura a los enviados del ex cónsul Monaxios: «Id y decid
a vuestro amo: Por lo que a mí toca, me niego a quitarlos
a Dios y devolvértelos. Son de Dios, puesto que se refugiaron
81
a su l a d o » . Mucho antes, en el año 365, una ley imperial
había prohibido expresamente que ningún esclavo o siervo de
8 2
la gleba se hiciera monje sin consentimiento de su señor .
Que la mencionada ley fuera muchas veces conculcada, nos
lo prueba el hecho, ya mencionado, de que el concilio de Cal-
cedonia, por voluntad del emperador, tuvo que promulgarla de
8 3
nuevo, convirtiéndola así en canon de la Iglesia .
En Egipto, a fines del siglo iv, las deserciones del servicio
militar eran cada vez más frecuentes. Sobre todo, por tres
causas: porque los jóvenes coptos sentían una repugnancia in-
vencible a partir para el extranjero—Siria, el Danubio, Á f r i -
ca—, adonde se les trasladaba normalmente; porque el senti-
miento nacionalista egipcio se hallaba por aquel entonces muy
exacerbado; y, finalmente, porque huir al desierto—el método
clásico de sustraerse a la milicia—había dejado de ser una
aventura arriesgada y temible. En efecto, las soledades se ha-
llaban pobladas de monjes, que acogían de buena gana a los
desertores, los escondían en sus ermitas y monasterios, y daban
con mucho gusto el santo hábito a cuantos deseaban sumarse
al ejército espiritual de los soldados de Cristo. Claro es que
7 8
Codex Theodosianus XVI 10,16: ed. TH. MOMSEN, t.1,2 (Berlín 1905) p.902.
7 9
Véase, por ejemplo, LIBANIO, Oraíio 30,88: ed. R. FOEBSTER, t.3 (Leipzig 1906) p.91.
8 0
Historia ecclesiastica 5,29.
8 1
Vita Hypatii 52.
8 2
Leges Novellae Valentiniani 3,34,3.
8 3
Para los curiales que pretendían eludir sus obligaciones haciéndose monjes, véase la
ley de 1 de enero de 370 en Codex Theodosianus 12,1,63: ed. TH. MOMSEN, t.i,2 (Berlín
1905) p.678.
El Estado romano y los monjes 341
El m o n a c a t o ante la opinión p ú b l i c a
9
< Pro templis oratio 30,88: ed. R . FOERSTER, t.3 (Leipzig 1906) p.9l.
9 2
Véase P. ALLARD, Julien VApostat t.2 (París 1910) p.263.
9 3
JULIANO EL APÓSTATA, Ep. 89: ed. BIDEZ, p.155.
9 4
Vitoesophistarum: ed. J . - F . BOISSONADE, Phüostratorum, Eunapii, Himerii reliquiae
(París 1849) p.472.
9 5
Ibid., p.476.
9 6
Fragmenta Historicorum Graecorum 55: ed. C . MÜLLER, 1.4 (París 1928) p.38-39.
9 7
F . - D . DEHÉQUE, Anf/ioiogie Grecoue t.r (París 1863) p.446.
El monacato ante la opinión pública 345
hay también, y en mayor número, firmados por autores cris-
tianos e incluso por monjes. Hemos recordado páginas atrás
la silueta de ciertos ascetas romanos trazada con tanta saña
como maestría por el implacable y satírico San Jerónimo. Su
paleta, como vimos, es rica en Colores fuertes. Del «tercer gé-
nero de monjes», que llama remnuoth y que, según dice, «en
nuestra provincia es el solo o el primero que se da», escribe
entre otras lindezas: «Todo e; entre ellos afectado: anchas
mangas, sandalias mal ajustadas, hábito demasiado grosero,
frecuentes suspiros, visitas de vírgenes, murmuración contra
los clérigos y, cuando llega una fiesta algo más solemne, co-
9 8
milona hasta vomitar» . Tan mal parado deja San Jerónimo
al monacato romano que no ha faltado quien sospechara que
San Agustín, siempre tan bueno y caritativo, se propuso reha-
bilitarlo en el De moribus Ecclesiae catholicae, alabándolo pre-
cisamente en los puntos en que su irascible predecesor lo había
atacado Mas, a su vez, tampoco el gran obispo de Hipona
resistió a la tentación de caricaturizar a determinados repre-
sentantes del variopinto mundo monástico. Así como las víc-
timas de la acerada crítica de Jerónimo fueron principalmente
los Terrvnuoth o sarabaítas, como los llamarán Casiano y San
Benito, la crítica agustiniana se centró en los giróvagos o mon-
jes vagamundos—ya tuvimos ocasión de verlo—, así como
también en algunos originales que se dejaban crecer libremente
el pelo. «Por lo que toca a la cabellera larga—escribe Agustín—•,
¿hay algo más abiertamente contrario al precepto del Apóstol,
por favor? ¿O hay que holgar hasta el punto de quitar el tra-
bajo a los peluqueros? Dicen que imitan a las aves del cielo.
¿Es que temen no poder volar sin cabellera?... ¡Cuan triste-
mente ridículo es el pretexto, difícil de expresar, que han en-
contrado para defender sus crines! 'El Apóstol', dicen, 'prohi-
bió llevar cabellera a los varones. Pero los que a sí mismo se
mutilaron por el reino de los cielos, ya no son varones'. ¡Oh,
1 0 0
singular demencia!»
La diferencia entre las caricaturas monásticas debidas a los
enemigos de los monjes y las trazadas por manos amigas y
aun domésticas estriba en que las primeras atacan a todo el
monacato en bloque, mientras que las segundas intentan ri-
diculizar tan sólo a los extraviados, a los infieles a su vocación,
.1 los falsos monjes. Estos—huelga insistir en ello—compro-
meten la buena fama de los auténticos ante paganos y cristia-
nos. Por eso, precisamente, no escatiman sus críticas los teó-
SAN JERÓNIMO, Ep. 22,34.
W
E.-CH. BABUT, Prócilíten et le Priscillianisme (París 1909) p.69 nota I.
0
I" SAN AGUSTÍN, De opere monachorum 31.39-40.
346 C.10. Los monjes y el mundo exterior
1 1 6
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Ep. ad Eph. hom.21,3.
1 , 7
Véase A. VOÓBUS, History... t.2 p.35-36.
1 1 8
Commentarii in Psalmos 34: ML 53,372.
1 1 9
Graecarum affectionum curatio 12,37: S C 57,430-431. El poeta citado es Homero
(Odisea 19,163): pero, en ve2 de «pino», Homero trae «piedra».
350 C.10. Los monjes y el mundo exterior
didas alabanzas que los tributaron los Santos Padres desde
la cátedra o en sus tratados morales, ni las idílicas descrip-
ciones de la vida monástica que hallamos con harta frecuen-
cia en San Atanasio, San Juan Crisóstomo, Paladio, San Eu-
querio de L y ó n y tantos otros autores de la época. Estos
textos constituyen una digna réplica a los ataques y calum-
nias de los enemigos de los monjes.
Nuestras fuentes atestiguan también con profusión que el
monacato primitivo gozó de la estima, veneración y admira-
ción del sencillo pueblo cristiano, y, a veces, en casos particu-
lares de monjes fuera de serie, de verdaderas masas que no
profesaban el cristianismo. En Egipto, en Siria, en Mesopo-
tamia, en la Galia, los monjes eran populares en el sentido
más literal del vocablo. El pueblo cristiano los consideraba
como un bien común, como cosa propia y entrañablemente
amada. Pero también gozaron a menudo de la mayor estima
e influencia ante personajes de la más alta sociedad, como
senadores, grandes dignatarios de la corte, emperatrices y em-
peradores que se convirtieron en sus patronos y bienhecho-
res. Los anales del monacato antiguo están esmaltados de
hechos y textos que prueban esta estima y veneración de
pequeños y grandes. Hemos tenido ocasión de recordar al-
gunos en las páginas precedentes; nada sería más fácil que
multiplicar tales ejemplos. Bastaría abrir la Historia religiosa
de Teodoreto de Ciro para ver a príncipes humillarse ante
los monjes y aconsejarse con ellos; a clérigos y aun obispos
solicitar su bendición y encomendarse a sus oraciones; al pue-
blo sencillo considerarlos como sus mejores amigos, aclamar-
los, recurrir a ellos en sus necesidades, suplicar su intercesión
ante los poderosos de este mundo y, sobre todo, ante el trono
de Dios. Recordemos las abigarradas muchedumbres que se
apretujaban en torno a la columna de San Simeón, el gentío
que salía a recibir a Julián Saba las raras veces que visitaba
la ciudad; según comentaba San Juan Crisóstomo, nunca se
juntó tan numeroso pueblo para escuchar la palabra de un
1 2 0
orador o sofista . M u y pronto se implantó en Oriente el
culto de los ermitaños, que se propagó al par del de los már-
tires. Los santos monjes, estando aún en vida, eran invocados
en los peligros. La buena gente iba en busca de agua y aceite
bendecidos por ellos, pues tenían fe en su virtud curativa y
su poder contra los demonios. A veces se entablaban verda-
deras batallas para apoderarse del cadáver de un santo ana-
coreta que acababa de morir e incluso se llegaron a construir
1 2 0
In Eph. hom. 21,3: MG 62,153.
Servicios prestados a la Iglesia y a la sociedad 351
de antemano iglesias destinadas a contener sus cuerpos en
cuanto expirasen, para asegurarse de este modo la posesión
de tan precioso tesoro.
Esta popularidad de que disfrutaban los monjes, su enor-
me influjo, no sólo sobre las masas ignaras, sino también so-
1 2 1
bre minorías selectas, se explican fácilmente . En algunos
países—Mesopotamia, Armenia, la península del Sinaí—se de-
ben sobre todo al hecho de haber sido ellos los primeros en
anunciarles el Evangelio; en otras partes, como en Egipto, a
su origen popular; en las ciudades, a sus actividades caritati-
vas y cultuales. Pero lo que sobre todo les conquistó la es-
timación del pueblo y de tantas personalidades egregias fue
su calidad de «hombres de Dios», de «soldados de Cristo»,
héroes de la vida cristiana, émulos y sucesores de los márti-
res, hombres mortales que llevaban «vida angélica» y, en no
pocos casos, profetas y taumaturgos. El pueblo cristiano, en
una palabra, era sensible a la categoría espiritual de gran parte
de los monjes y a los beneficios que de ella se derivaban tanto
para la Iglesia como para la humanidad entera.
S e r v i c i o s p r e s t a d o s p o r los m o n j e s
a la Iglesia y a la sociedad
1 2 1
Las causas de la popularidad e influencia de los monjes han sido objeto de un buen
análisis por H. lytutT, Die Rolle... p.310-313.
352 C.10. Los monjes y el mundo exterior
1 2 2
Demonstratio evangélica 1,8: MG 22,76.
123 vita Hypatii 32.
124 Véase Oratio 19,16: MG 35,1062; Oratio 4,71: MG 35,593.
Servicios prestados a la Iglesia y a la sociedad 353
l 2 5
nio de su amistad» . «Incluso los que viven enteramente so-
los en lo más recóndito del desierto—escribe San Agustín—,
aunque puedan vivir sin su compañía..., no pueden dejar de
amar a sus semejantes», y quienes les acusan de practicar una
«renuncia excesiva, no comprenden ni la utilidad de sus ora-
ciones ni la de los ejemplos que nos dan los que así se ocultan
1 2 6
de nuestra vista» . Sin duda alguna, la oración bajo todas
sus formas—propiciatoria por los pecados, de intercesión, de
acción de gracias—constituyó una contribución muy efectiva,
aunque invisible, del monacato antiguo a la prosperidad espi-
ritual y temporal de los hombres. A s í lo creían tanto los mis-
mos monjes como sus amigos y devotos que con tanta insisten-
cia y confianza se encomendaban a sus plegarias. «La tierra
habitada en la que domina la iniquidad es salvada por sus ora-
ciones, y el mundo cubierto de pecados se mantiene firme gra-
l 2 7
cias a sus rezos», dice San Efrén . Su misma existencia es
una oración muda, pero muy eficaz, ya que muchos de ellos
son «capaces de aplacar a Dios, y la virtud de este pequeño nú-
mero puede hacer desaparecer la maldad de un gran número,
pues las más de las veces la inmensa bondad del Señor quiere
1 2 8
conceder la salvación gracias a algunos justos» . Sin la ora-
ción de los solitarios—escribe el obispo Serapión de Thmuis—-,
no caería la lluvia, la tierra permanecería estéril, los frutos se
pudrirían en los árboles, el Nilo no experimentaría su anual
1 2 9
y beneficiosa crecida... La oración monástica atrae todas las
bendiciones divinas a la tierra. Pero, además, agradece estos
dones celestiales. «Los monjes—se ha escrito hermosamente—
dan gracias por todo el universo, como si fueran los padres de
la humanidad; dan gracias a Dios por todos y se adiestran en
la verdadera fraternidad»
Grandes y pequeños, ricos y pobres, cultos e ignorantes, los
cristianos tenían gran confianza en la intercesión de sus herma-
nos del desierto. Son innumerables los testimonios que nos lo
aseguran. Pero, entre todos, tal vez es el más emocionante un
pequeño lote de cartas, conservadas en sus originales, que va-
rias personas dirigieron a un monje de Egipto llamado Pafnu-
cio, muy probablemente en el siglo iv. Todos los corresponsa-
les de Pafnucio se preocupan casi exclusivamente de su propia
salvación eterna y le suplican que rece por ellos, a fin de que
el Señor les conceda las gracias que necesitan: Ammonio, la
1 2
' SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matth. hom.78,4.
1 2 6
De moribus Ecclesiae Catholicae 1,31,65-66.
1 2 7
Citado por E. BECK, Ascétisme... p.297.
1 2 8
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Gen. hom.42,5: MG 54,302.
1 2 9
Ep. ad monachos 3: MG 40,929.
" i SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matth. hom.55,5.
354 C.10. Los monjes y el mundo exterior
1 3 5
Los lugares de culto de los dioses eran considerados como signos del imperio de
Satán sobre el mundo.
1 3 6
Graecarum affectionum curatio 9,29: C S 57,344-345.
1 3 7
Referencias en P. CANIVET, Théodoret et le monachisme syrien avant le concile de
Chalcédoine, en Théologie... p.246.
138 Véase arriba, p . 1 5 0 - 1 5 1 .
139 Véase arriba, p.253ss.
» ° Véase arriba, p.353.
356 C.10. Los monjes y el mundo exterior
1 5 4
Jer 2 3 , 2 1 .
" 5 AMMONAS, Ep. 12,2: PO 10,604-605.
154 Para todo esto, véase arriba, p . 1 5 2 - 1 5 3 . Cf. p.52.
Servicios prestados a la Iglesia y a la sociedad 361
Puesto que, al igual que los apóstoles, los monjes lo habían
abandonado todo para seguir a Cristo, a Juan Crisóstomo le
parecía completamente normal confiarles las tareas apostóli-
cas más arduas en Persia, Armenia y Fenicia.
No sólo fue la voz de los pastores la que lanzó a los mon-
jes al campo del apostolado. A veces el ímpetu misionero na-
cía espontáneamente en los solitarios y aun en comunidades
enteras de cenobitas. U n ejemplo entre muchos nos lo pro-
porcionan los grandes monasterios de la llanura de Dana:
gracias a ellos, el cristianismo fue difundiéndose y arraigando
en la región, al propio tiempo que desaparecían los signos
1 5 7
exteriores de la vieja civilización pagana . Otro ejemplo:
una carta privada, cuya fecha aproximada sitúan los expertos
en el siglo n i o principios del iv—es el documento original
más antiguo que nos hable de los monjes de Egipto—, nos
descubre una comunidad monástica bien constituida que se
dedicaba a preparar a cuantos deseaban abrazar la fe cristiana
1 5 8
para la recepción de los sacramentos . Nos consta que nu-
merosos monjes de Siria y Palestina se hicieron misioneros
entre los paganos, en su mayor parte sin mandato alguno de
la Iglesia, por puro celo apostólico, como San Hilarión y sus
compañeros en los alrededores de Gaza. L o mismo se ve en
la Vida de San Hipacio: apenas se enteraba el santo de que
las gentes de Bitinia adoraban un árbol determinado, acudía
con sus monjes, cortaban el árbol y a continuación lo quema-
1 5 9
ban; «así las gentes se hacían poco a poco cristianas» . El
mismo documento nos informa de que el padre espiritual de
Hipacio, el santo archimandrita Jonás, «había civilizado la
1 6 0
Tracia de este modo y cristianizado a sus habitantes» . Es
cierto que tales noticias parecen demasiado sumarias, pero
atestiguan bien el celo misionero de aquellos santos monjes.
A principios del siglo v—en Egipto ya a fines del iv—consta
la existencia de una cura pastoral mejor organizada ejercida
por los monjes, especialmente en los países paganos que con-
finaban con las regiones que ellos habitaban. Para el Occiden-
te debemos recordar dos ejemplos insignes: el caso de San
Severino, que conquistó el título de «apóstol del Nórico», y la
gran obra pastoral y misionera del monacato celta, cuyos co-
mienzos hay que situar a fines de la época que nos ocupa en
la presente obra.
Historia religiosa 4. Cf. G. TCHALENKO, Vülages antiques de la Syrie du Nord t.i (Pa-
rís 1953) p.103-108.
158 Véase M . T . CAVASSINI, Lettere cristiane... p.272.
15» Vita fíypatii 30.
"O Ibid.
362 C.10. Los monjes y el mundo exterior
1 6 1
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matth. hom.72,4.
"2 Vita Hypatii 6.
Servicios prestados a la Iglesia y a la sociedad 363
LA ESPIRITUALIDAD
CAPÍTULO I
¿Existe u n a espiritualidad m o n á s t i c a ?
M o n a c a t o y cristianismo
L a « v i d a apostólica»
2 7
Vita Antonii 2.
2 8
Historia lausiaca 38.
2 9
Historia ecclesiastica 4,23.
3 0
Act 2,44-45.
3 1
Act 4,34.
3 2
Vies coptes 3.
3 3
Ibid.,p.65.
3 4
Ibid., p.269; cf. p.323.
3 3
Ibid.,p.i86.
3 6
Catechesis: CSCO 160 p.38. La «vida apostólica» se describe aquí como una existencia
pobre y dedicada a la imitación de Cristo, esto es, se la considera como sinónimo de vida
de perfección. San Orsiesio, en cambio, establece una relación entre la koinonia pacomiana
376 C.l. Naturaleza y génesis de la espiritualidad monástica
terio Blanco, no deja de aludir al tema en sus catequesis, y su
discípulo, sucesor y biógrafo, el archimandrita Besa, escribe
que los padres de la vida monástica establecieron normas
y leyes para que los hermanos, libres de todo cuidado, pu-
dieran servir a Dios practicando lo que está escrito: «Ninguno
3 7
tenía por propio cosa alguna, antes todo lo tenían en común» .
Ya hemos visto cómo, para San Basilio, el ideal cenobítico
consistía esencialmente en un retorno a la primitiva vida cris-
tiana. Su nostalgia del fervor de la Iglesia naciente marcó
profundamente su obra monástica. Basilio «está como obse-
sionado por este ideal de unión de los corazones y las almas,
de pobreza voluntaria, de fe alegre y enriquecida por los ca-
3 8
rismas del Espíritu» . Desea absolutamente que las «herman-
dades» reproduzcan con fidelidad tales rasgos del cristianismo
primigenio; cita muchas veces en sus obras ascéticas los ver-
sículos de los Hechos que nos los describen; quiere que, con-
forme a este modelo, los hermanos renuncien a toda propie-
dad personal y que se les provea de todo lo que necesiten.
Rasgo típico de esta concepción basiliana del monacato como
«vida apostólica» es su doctrina sobre los carismas: al igual
que la Iglesia primitiva, la comunidad monástica está vivi-
ficada por los dones del Espíritu Santo, concedidos con libe-
ralidad a sus diversos miembros y destinados a promover el
3 9
bien común .
El tema de la «vida apostólica» halla un eco no menos en-
tusiasta entre los cenobitas de Occidente. He aquí, por ejem-
plo, como se expresa San Jerónimo en una de sus pláticas a
los monjes latinos de Belén:
«Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos». Este
salmo se acomoda perfectamente a cenobios y monasterios. También
puede entenderse de las comunidades eclesiales, pero no se ve en
ellas, a causa de la diversidad de designios, concordia tan grande.
¿Qué fraternidad existe en ellas? Uno se apresura a ir a su casa, otro
al circo, otro está pensando en usuras hallándose aún en la iglesia.
En el monasterio, por el contrario, como existe un solo propósito,
hay también una sola alma... Dejamos a un hermano, y ¡ved cuántos
hemos hallado! Mi hermano seglar—y lo que digo de mí, lo digo de
cada uno—no me ama tanto a mí como a mis bienes. Pero los herma-
nos espirituales, que dejan sus propias posesiones, no ambicionan las
ajenas. Es lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles: «la muche-
«Estas son las reglas que prescribimos para que las observéis los
que vivís en el monasterio. En primer lugar, aquello por lo que os
habéis juntado en una comunidad: que viváis unánimes en una casa
y tengáis una sola alma y un solo corazón para con Dios. Y no digáis
que algo os pertenece en propiedad, sino que todo lo tengáis en co
mún. Que vuestro prepósito distribuya alimentos y vestidos a cada
uno de vosotros, no a todos lo mismo, pues no todos tenéis la misma
salud corporal, sino a cada cual según sus necesidades. Así, en efecto,
leéis en los Hechos de los Apóstoles que 'todo lo tenían en común' y
4 3
'a cada uno se le repartía según su necesidad'» .
4 7
J. MUYLDERMANS, Evagriana Syriaca (Lovaina 1952) p.144-145.
4 8
Cf. Homilías 11: SC 44.297SS.
•>» Ibid., 8: p.22I.
5° Ibid., 8: p.222.
" Ibid.
382 C.l. Naturaleza y génesis de la espiritualidad monástica
clase de salvación? El Líber graduum habla de una salvación
de segunda clase, pues sólo los perfectos verán a Dios cara
a cara. Filoxeno no dice nada sobre el particular, tal vez por
no tener ideas claras. Sin embargo, a veces parece considerar
los frutos de la perfección como una anticipación, ya en esta
vida, de una experiencia de la beatitud eterna, que será común
52
a justos y perfectos en el paraíso celestial .
Sería improcedente exigir a los autores monásticos anti-
guos la precisión teológica que la reflexión cristiana tardaría
siglos en alcanzar. Por lo demás, la distinción entre «justos»
y «perfectos» no implicaba, entre los monjes ortodoxos, des-
precio alguno de los primeros. El «perfecto»—lo hemos leído
en el tratadito atribuido a Evagrio Póntico—ama a todos los
hombres y ruega por ellos sin excepción. El «perfecto», ade-
más, no sería tal si no poseyera una auténtica y profunda
humildad. Como se lee en el mismo opúsculo, si «los justos
distinguen entre buenos y malos y tienen compasión de estos
ú l t i m o s , los p e r f e c t o s los c o n s i d e r a n m e j o r e s q u e ellos
5i
mismos» .
Otros autores monásticos se sirvieron de comparaciones
análogas, aunque menos peligrosas, para dar a entender de
algún modo la diferencia que media entre los cristianos que
viven en el mundo y los que abrazaron la vida perfecta. Así,
por ejemplo, San Jerónimo recuerda que las familias romanas
poderosas poseían dos clases de siervos: unos trabajaban para
el señor lejos de su presencia, en los campos, mientras otros
les servían directamente; cuando los primeros querían con-
seguir algún favor del amo, se lo pedían a través de los segun-
dos. Lo mismo ocurría en la Iglesia. «Nuestro Señor Jesu-
cristo»—añadía Jerónimo—«también tiene una numerosa ser-
vidumbre: tiene quienes le sirven en su presencia, tiene asi-
mismo otros que le sirven en los campos. Los monjes y las
vírgenes son, a lo que creo, los que le sirven en su presencia;
54
los seglares, en cambio, son los que están en el c a m p o » .
San Efrén prefiere usar una imagen parecida a la de «los jus-
tos» y «los perfectos», tan corriente, como queda dicho, entre
los escritores sirios. Explica que hay dos puertas para entrar
en el cielo: la de los que viven en el mundo y la de los que
guardan perfecta castidad, tienden a la perfección y llevan
5 5
su c r u z . Según San Agustín, los monjes forman las tropas
escogidas de Cristo, que le sirven por puro amor; los demás
52 Cf. ibid., I I : p . 4 1 4 - 4 1 5 .
5 3
Los justos y los perfectos 7: J . MUYLDERMANS, Evagriana Syriaca p.144.
« Tractatus in ps. 133: CC 78,284.
5 3 ;Jfi
Commentaire de 1'évc concordant 15,5.
La «.verdadera filosofía» 383
L a « v e r d a d e r a filosofía»
Monje
C a r á c t e r p e c u l i a r d e la espiritualidad monástica
De todo esto y de otros temas y textos que aún podrían
amontonarse, se desprende que los monjes, por citar una frase
de Paulo Orosio, no eran, ni se tenían, ni eran tenidos más
que por «cristianos que se entregan a la única obra de la fe,
después de renunciar a la múltiple acción de las cosas secula-
7 0
res» . Cristianos que sólo desean una sola cosa: serlo plena-
mente, realizar su vocación de bautizados con la máxima ur-
gencia, vivir su cristianismo con la radical simplicidad de los
primeros seguidores del Evangelio. A l retirarse a la soledad,
no pretendía el monje sino «vivir como cristiano, en compañía
de Dios; su alejamiento era, al mismo tiempo que un medio,
el símbolo permanente del designio que tenía de cercenar de
sí lo que en sí vivía del mundo pecador, practicando las robus-
tas virtudes del decálogo, con la simplicidad, la humildad y la
71
caridad del Evangelio» . «En último análisis, su ideal de vida
no difiere en modo alguno del de todo cristiano. Sólo la energía
desplegada en su esfuerzo por lograr el objetivo y la sinceridad
con que persigue este fin, marcan tales esfuerzos con un color
que le es propio, y esto hasta tan alto grado, que la perfección
que el monje trata de expresar en su vida cotidiana reviste
72
un carácter especial, monástico» .
Esencialmente, pues, la espiritualidad del monacato primi-
6 8
Cf. G . MORIN, Un curieux inédit... p.102-103.
6 9
Hom.9: SC 44,250.
7 0
Historia adversus paganos 7,33: CSEL 5 , 1 1 5 - 1 1 6 .
7
' R. DRAGUET, Les Peres... p.XLVII.
7 2
L . TH. A . LORIÉ, Spiritual Terminology... p. 165-166.
388 C.l. Naturaleza y génesis de la espiritualidad monástica
tivo no difiere de la de la Iglesia. Es la misma que fluye de la
Escritura, la que enseñaron Jesús y sus apóstoles, la que trans-
mitió la tradición de los Padres. Más aún, se puede afirmar
sin exageración que en aquellos siglos fueron los monjes los
más eminentes depositarios de la espiritualidad cristiana. Por
entonces, en efecto, según nota P. Pourrat, no se escribían
obras de espiritualidad para seglares, por la buena razón de
que «no había dos espiritualidades: una para las personas reti-
radas del mundo y otra para los simples fieles. Había una sola:
la espiritualidad monástica». Los fieles que aspiraban a la per-
fección llevaban vida monástica, fuera en el desierto, fuera en
un cenobio, fuera en sus propias casas; y los que, sin abrazar
el estado monástico, aspiraban a ser cristianos perfectos, imi-
taban a los monjes y leían los tratados espirituales compuestos
para éstos, ya que su doctrina era aplicable a todos los cris-
7:}
tianos .
Claro que esto pudo escribirse porque existe paridad, pro-
funda y esencial identidad, entre perfección monástica y per-
fección cristiana. Parece, con todo, que P. Pourrat hubiera
estado mejor inspirado si hubiera escrito que la única espiri-
tualidad existente en la Iglesia es la espiritualidad cristiana, la
cual se conserva especialmente pura y viva entre los monjes,
profesionales de la perfección evangélica, y en las obras escritas
para los monjes. En realidad, lo único que da un colorido
peculiar a la espiritualidad monástica, como convienen en ad-
mitir los especialistas, es lo absoluto de su búsqueda de la
perfección cristiana, la elección de ciertos medios, de ciertos
«instrumentos de perfección», con preferencia a otros, porque
les parecen más conducentes al único fin de toda espiritualidad
auténticamente cristiana, y una tendencia resuelta y ardiente
hacia las realidades escatológicas. La espiritualidad de los
monjes se distingue por el hincapié que hace en la renuncia,
la abnegación, la separación del mundo, a fin de practicar mejor
el ascetismo purificador, servir a Dios más directamente, apli-
carse a la oración y la contemplación exclusiva de las realidades
divinas. En fin de cuentas, el camino espiritual de los monjes
difiere del que debe seguir el común de los cristianos sobre
todo por el hecho de anticipar los primeros, desde el presente
y voluntariamente, las grandes renuncias que los segundos
tendrán que hacer forzosamente al término de su vida mortal.
Es un camino de perfección que consiste esencialmente en una
peregrinatio, una especie de nomadismo espiritual, en busca de
la Jerusalén perdurable.
7 3
La spiritualité chrétienne t . i (París 1 9 4 3 ) p.XI-XII.
Formación de la doctrina espiritual del desierto 389
CAPÍTULO II
Orígenes
Toda relación de autores representativos de la espiritualidad
monástica debe empezar con el nombre del más grande de los
maestros alejandrinos Cierto que Orígenes no fue monje;
pero Ernest Lucius no dudaba en llamarlo «padre» de la vida
8 7
M . LABOURDETTE: en Revue thomiste 46 (1947) 339.
1
Sobre la espiritualidad de Orígenes y su influjo en el monacato naciente, hay que
señalar, además de las obras de Bornemann, Crouzel y Vólker citadas en la nota siguiente:
W . SESTON, Remarques sur le role de la pensée d'Origéne dans les origines du monachisme:
RHR 108 (1933) 197-213: W . BOUSSET, Apophthegmata (Tubinga 1923) p.281-341; M . MARX,
Incessant Prayer in Ancient Monastic Literature (Roma 1946) p.49-70.
394 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguó
religiosa y, tal vez con más justeza, H. Strathmann le daba el
título de «precursor del monacato», que luego adoptó H. Crou-
zel en el hermoso estudio que encabeza el volumen colectivo
Théologie de la vie monastique; ya en 1 8 8 5 , Bornemann había
demostrado que los principales elementos de la teoría del mo
nacato se encuentran en Orígenes, y el grande y minucioso
estudio de W . Vólker no hizo más que confirmar plenamente
2
esta tesis . Hoy día está perfectamente claro que el gran
maestro de Alejandría influyó profunda y extensamente en
Evagrio Póntico, de quien, a su vez, tomó Casiano gran parte
de su doctrina, y que tanto San Basilio como los otros dos
Grandes Capadocios deben ser contados entre sus discípulos,
no sólo en materia de teología dogmática, sino también, y por
modo más eminente todavía, en teología espiritual. La doc
trina ascética de Basilio—se ha escrito—es tan semejante a la
de su maestro alejandrino, que, «al esbozar las grandes líneas
de la teología espiritual de Orígenes, se ponen los fundamentos
3
de la ascética basiliana» . Resulta, pues, incuestionable que el
«monacato docto», tanto en Oriente como en Occidente, estuvo
impregnado de la espiritualidad de Orígenes.
Hasta qué punto influyó también ésta en la generalidad de
los monjes, esto es, en lo que hemos llamado el «monacato
rústico», es objeto de controversia. Así, W . Seston, en un
estudio especial sobre la influencia origeniana en la Vita An
tonii, llega la siguiente conclusión: «Antonio y el perfecto ori-
genista discrepan en demasiados rasgos para que pueda creerse
que el tipo de asceta descrito por Atanasio se inspiró directa
4
mente en Orígenes» . Y J . Daniélou opina que el mencionado
artículo de Crouzel constituye «un error», pues tal vez favo
rezca la opinión de que Orígenes es el iniciador del monacato,
cuando los estudios que siguen en el volumen Théologie de la
5
vie monastique demuestran precisamente lo c o n t r a r i o . Pero
parece evidente que Daniélou se deja impresionar demasiado
por ciertas manifestaciones contrarias a Orígenes atribuidas
—seguramente sin motivo—a San Pacomio y a otros grandes
padres del monacato en una época en que estaba de moda
renegar del maestro alejandrino; y, además, no tiene en cuenta
un punto importante: el hecho de que alguien abomine públi
camente a Orígenes no prueba de modo alguno que esté libre
2 E. Lucius, Les origines du cuite des saints (París 1008) p.ioo nota 7; H. STRATHMANN
Askese: R A C r (1950) 763; H. CROUZEL, Origine, précurseur du monachisme: Théologie..,
p.15-38; F. W . B . BORNEMANN, In investigando monachatus origine, quíbus de causis ratío
habenda sit Origenis (Gotinga 1885); W . VÓLKER, Das Vollkomenheitsideal des Orígenes (Tu-
binga 1923).
s D. AMAND, L'ascise... p.34.
4
W . SESTON, Remarques... p.206.
5 En R S R 52 (1964) 146.
Orígenes 395
de su influencia espiritual, como podemos comprobarlo, por
ejemplo, en San Jerónimo. Y contrariamente a las conclusiones
del estudio de Seston, M. Marx, tras un examen más minu-
cioso de la cuestión, ha podido señalar una larga serie de temas
comunes a la Vida de San Antonio y a las obras de Orígenes,
como son: «el combate espiritual con los demonios, sus tácticas
y armas; la importancia dada a la oración continua, relacionada
necesariamente con una vida virtuosa; el reino de los cielos
dentro del alma, identificado con el estado de virtud; la repe-
tida exhortación a mantener la mente elevada hacia el cielo
y hacer y pensar las cosas de acuerdo con el reino; la impor-
tancia de la lectura y la meditación en la vida del asceta; la
armoniosa conjunción de una amplia actividad pastoral y una
vida de oración y contemplación; el ascetismo como sucedáneo
del martirio; el dinámico concepto de la vida espiritual como
un continuo crescendo», etc.; en ambos autores se encuentran
la misma «intensa seriedad moral, el firme intento de poner
en práctica a la letra el ideal del Evangelio, la renuncia—en el
sentido más absoluto—a todo lo que entorpece la vida ideal,
el ardiente deseo de estar ininterrumpidamente atento a las
cosas del alma»; con la notable diferencia de que en la Vita
Antonii no se hallan ni los errores ni las estravagantes lucu-
6
braciones del maestro alejandrino . En las cartas de San A n -
tonio—ya queda dicho—descubrimos una notable inspiración
origeniana, mucho más profunda que la que nos revela la Vita.
En suma, parece incontrovertible que Orígenes ejerció, directa
o indirectamente, notabilísimo influjo sobre la vida monástica,
de la que puede llamársele precursor y maestro.
7
«Monje antes del monacato» , con su constante ejemplo de
ascesis y contemplación, hubiera sido lo que, en la Edad Media,
se llamó un «espejo de monjes» de haber venido al mundo
medio siglo más tarde. Nacido hacia el año 185, de una fer-
vorosa familia cristiana—su padre Leónidas sufrió el martirio
en la persecución de Severo (año 2 0 2 ) — , se formó bajo la di-
rección de Clemente de Alejandría y más tarde asistió a las
lecciones de Ammonio Saccas. Fue un discípulo extraordina-
riamente aprovechado. Contaba tan sólo unos dieciocho años
cuando se le confió la dirección de la escuela catequética de
Alejandría. Su magisterio se hizo notar por su profundidad, su
elevación, su entusiasmo y eficacia. Formaba a sus discípulos
no sólo con su palabra ardiente e inspirada, sino tambitn con
su ejemplo. «Vivía como hablaba, y hablaba como vivía», dice
6
M . MARX, Incessant Prayer... p.67-68.
' B . STEIDLE, Die Rege! Sí. Benedikt's... p . 1 2 .
396 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
8
de él Eusebio de Cesárea . Habiéndose criado en la Iglesia
de los mártires, su sensibilidad religiosa no perderá nunca el
sello de los tiempos heroicos. Fue un gran asceta. Sus ayunos
eran frecuentes y prolongados. Dormía poco, sobre el duro
suelo y envuelto en una sola manta. Redujo sus vestidos al
mínimo imprescindible. A fuerza de ejercicio, había llegado
a soportar fácilmente tanto el frío como el más extremado
calor. Se cuenta que a lo largo de muchos años anduvo siempre
descalzo y durante un lapso de tiempo todavía más largo n o
probó el vino, ni más alimentos que los absolutamente necesa-
rios. Dedicaba la mayor parte de la noche a la lectura y pro-
fundización de la Biblia—su gran pasión—, que llegó a conocer
como nadie. Estimaba tanto la pobreza, que una vez, pese al
gran amor que profesaba a los libros, vendió todos los códices
que poseía para dar su precio a los necesitados. Más aún,
movido por el celo de un «alma demasiado ardiente, fiel, pero
9
no razonable» , tomó al pie de la letra y se aplicó a sí mismo
el texto evangélico sobre los que se hacen eunucos voluntaria-
1 0
mente por el reino de los cielos . Tuvo que sufrir las iras
de su obispo, Demetrio, sobre todo por haberse dejado orde-
nar de sacerdote. Obligado a abandonar definitivamente A l e -
jandría, se trasladó a Cesárea de Palestina, donde fundó y re-
gentó durante más de veinte años una escuela teológica que
alcanzó pronto gran celebridad. Siguió viviendo como asceta
y escribiendo obra tras obra, sin cansarse jamás. En 247, du-
rante la persecución de Decio, fue apresado y torturado. A
causa de estos padecimientos, murió en Tiro el año 252-253.
No obtuvo la palma del martirio, que había deseado tan ar-
dientemente, pero sí la aureola de confesor de la fe.
Su curriculum vitae contiene no pocos rasgos que podríamos
calificar de eminentemente monásticos. En realidad, sólo faltó
a Orígenes una cosa para ser un verdadero monje e iniciar,
con medio siglo de antelación, el movimiento que conduciría
al desierto a tantos cristianos: la separación real, física, del
mundo. En cuanto a la separación espiritual y moral, la prac-
ticó y recomendó repetidamente. «Tú que sigues a Cristo y le
imitas»—escribe, por ejemplo, comentando el Levítico—, «tú
que vives de la palabras de Dios, tú que meditas sobre su ley
de día y de noche, tú que te ejercitas en sus mandamientos,
tú estás siempre en el santuario y no sales nunca de él. En
efecto, no es en un lugar donde hay que buscar el santuario,
8
Historia ecelesiastica 6,3,7.
» Corran, in Matth. 15,3: GCS 10,354.
0
Mt 10,12.
Orígenes 397
1 1
sino en los actos, en la vida, en las costumbres» . Y si re-
cuerda en otra ocasión que Juan Bautista se retiró al desierto
huyendo del tumulto y de la corrupción de las ciudades para
vivir en la intimidad de Dios, la oración y la conversación de
l 2
los ángeles , no es para proponer a su auditorio la imitación
material del Precursor. El mismo, a lo que parece, sintió aflorar
alguna vez en su espíritu la idea de retirarse a la soledad para
entregarse por completo al estudio de la palabra de Dios y a
la divina contemplación, mas la rechazó en seguida como una
tentación del enemigo. Su puesto—tal era su convencimiento—
estaba entre sus discípulos, en la cátedra, en la defensa de la
fe, en la predicación de la palabra de Dios. La Iglesia tenía
necesidad de su servicio activo.
Poseía Orígenes la misma audacia de pensamiento, el mis-
mo optimismo y entusiasmo cristiano que su maestro y pre-
decesor, Clemente de Alejandría; pero todo esto tiene en sus
obras más energía, más color y grandeza. En cambio, carecía
de la cordial comprensión que Clemente sentía por lo s hombres.
Era un intelectual; vivía entre libros e ideas. Espiritualista
convencido, no tenía ninguna simpatía por las implicaciones
temporales del cristianismo. Asceta de una extrema austeri-
dad, practicaba y propugnaba la renuncia total a un mundo
que pasa. Sus escritos nos lo revelan como teólogo genial,
príncipe de los exegetas, brillante apologista, varón eminen-
temente espiritual y maestro de espiritualidad de talla extra-
ordinaria. Signo de contradicción tanto en vida como después
de muerto, tuvo grandes amigos y acérrimos enemigos, como
pocos hombres de todos los tiempos los han tenido; y su obra,
que contiene especulaciones y conceptos inadmisibles, sobre
todo si se contrastan con la teología ortodoxa, mucho más
desarrollada, del siglo vi, fue finalmente condenada por el
concilio ecuménico de Constantinopla del año 5 4 3 y por otros
concilios sucesivos. De ahí que muchos de sus escritos se
hayan perdido y que no pocos nos hayan llegado sólo en tra-
ducciones latinas expurgadas, debidas a Rufino y San Jeró-
nimo. A pesar de todo, todavía podemos hacernos una buena
idea de su doctrina espiritual, contenida e n sus grandes co-
mentarios bíblicos, en sus maravillosas homilías, en su tratado
Sobre la oración—el primer comentario científico de la ora-
ción cristiana y uno de los más influyentes—, en su vibrante
Exhortación al martirio.
Concibe Orígenes la vida espiritual como una ascensión
1 1
Hom. in Lev 12,4: GCS 6,462. Otros textos en F. W . B . BORNEMANN, In investigando
monachatus origine... p.34-38.
2
1 Hom. in Le 1 1 y 20: GCS 92,69 y 150.
398 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
magnífica y penosa. Magnífica, pues conduce a alturas verti
ginosas; penosa, porque supone mucho esfuerzo y sufrimien
to. En lo más alto de la ascensión coloca la plenitud de la
gnosis, la theoría, la iluminación, la mística unión con el L o -
gos. Hacia este fin maravilloso debe levantar los ojos el cris
tiano desde el momento mismo de emprender la subida. Pero
no cabe hacerse ilusiones: sólo se llega a las cumbres avanzan
do penosamente por el sendero de la renuncia, la purificación
y la ascesis más rigurosa. El ascetismo, sin duda alguna, sólo
tiene valor de medio; pero es un medio necesario, incluso en
las etapas superiores de la contemplación y mística unión con
Dios. Porque la vida del cristiano en este mundo implica lucha,
una lucha incesante, contra el pecado, las pasiones desorde
nadas y el demonio. Es un combate espiritual. Orígenes hace
hincapié en la renuncia. Es imposible combinar el amor de
Dios con el amor del mundo; por eso el cristiano debe des
prenderse de todo lo mundano: personas, riquezas, diversio
nes. El propio cuerpo es un enemigo muy temible: hay que
combatir sus pasiones, y particularmente su concupiscencia.
Quienes desean llegar a la perfección espiritual deben renun
ciar al matrimonio y a la familia, practicar frecuentes ayunos
y velas nocturnas, incluso despreciar la cultura profana, ex
cepto en cuanto es útil para adquirir la ciencia sagrada. A l
mismo tiempo, tienen que esforzarse por crecer en todas las
virtudes, y muy particular en la humildad.
Renuncia tan profunda y tan continuados esfuerzos son
posibles gracias a la gnosis, o mejor, forman ya parte de ella.
Como su maestro Clemente, tiene Orígenes un concepto muy
elevado de la gnosis. Se trata de una forma muy superior de
ciencia, un profundo conocimiento de la revelación, que es
a la vez intelectual y amoroso. No puede obtenerse por meros
procedimientos racionales, sino que se recibe sobre todo me
diante una iluminación gratuita que eleva al hombre a un es
tado superior. No puede darse verdadera gnosis sin una estre
cha unión con Cristo. Una de las grandes ideas y, a la vez,
una de las más insistentes recomendaciones que hallamos en
la obra de Orígenes es la imitación de Cristo. Seguir fielmente,
amorosamente, a Cristo, que avanza delante de nosotros con
la cruz a cuestas; participar así de su vida, constituye el único
medio de realizar la ascensión espiritual y entrar con él en su
gloria.
«Sólo los puros de corazón son capaces de adquirir la con
templación»: Orígenes repite sin cansarse este principio fun
damental. Pero asegura asimismo que, después de alcanzar
San Basilio de Cesárea 399
S a n Basilio d e C e s á r e a
A l decir de J . Quasten, la contribución de los «tres gran-
des Capadocios»—San Basilio de Cesárea, su amigo San G r e -
gorio de Nacianzo y su hermano San Gregorio de Nisa—«al
progreso de la teología, a la solución del problema helenismo-
cristianismo, al restablecimiento de la paz y a la expansión
del monacato es de tal categoría, que tuvo una influencia du-
1 3
radera en la Iglesia universal» . L. Bouyer les atribuye tam.'
1 3
J- QUASTEN, Patrología t.2 p . 2 1 3 .
400 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
bien, con razón, un papel de primera importancia en la ela-
boración de una espiritualidad monástica basada en las doc-
1 4
trinas de Orígenes . Con ellos empieza propiamente lo que
hemos llamado el «monacato docto», que tanta importancia
iba a tener. Sin embargo, es preciso añadir que su obra mo-
nástica fue muy diversa Hablando en términos generales,
puede decirse que San Basilio se aplicó a construir una ascé-
tica, y San Gregorio de Nisa una mística. En cuanto a San
Gregorio de Nacianzo, no es posible incluirlo entre los gran-
des teóricos del monacato, dada la escasa densidad de sus
1 5
escritos de este género
Ya hemos trabado conocimiento con San Basilio de Ce-
sárea Hemos examinado asimismo su obra y sus escritos mo-
násticos, en especial sus Reglas, que son, en realidad, direc-
1 6
trices de carácter teológico y m o r a l Veamos ahora cuáles
son los rasgos fundamentales de su espiritualidad monástica.
Esta se nos muestra muy pronto como esencialmente as-
cética. Con razón se ha dicho de San Basilio que es «un r o -
mano entre griegos», precisamente porque sus escritos nos lo
revelan como hombre de acción, interesado casi únicamente
en los aspectos prácticos y morales del mensaje cristiano,
mientras que los otros Padres orientales muestran marcada
preferencia por su lado metafísico. Otra característica de la
doctrina monástica basiliana es que, a pesar de ser la ense-
ñanza del más profundamente cristiano de los moralistas, no
desdeña tomar prestado a los estoicos ideas y expresiones para
formular consejos y preceptos puramente humanos, sigue a
Platón al considerar al cuerpo como elemento extraño al alma
y, con Plotino, v e en él una pesada carga que la oprime y una
1 4
La spiritualité... p.400.
1 5
La Comparación de las vidas, por ejemplo, es un poema que establece un paralelo entre
la vida en el mundo y la vida monástica sefcún. las reglas del género literario de la syncríseis,
perteneciente a la filosofía popular. Los otros escritos de interés para el tema que nos ocupa
son del mismo estilo; tienen por objeto, más que analizar y profundizar el ideal monástico,
defenderlo, cantarlo y exaltarlo, cuando no se dedican a fustigar los abusos de los monjes
indignos de su profesión. En suma, si de los poemas de Gregorio de Nacianzo pueden entre-
sacarse numerosos textos para evocar o divulgar, más que reconstruir, su ideario—lo que
se ha dado en llamar su «teología de la vida monástica»—, en vano buscaríamos en toda su
voluminosa obra, no ya una síntesis coherente y relativamente completa de ascética para uso
de los monjes, pero ni siquiera los elementos para construirla. Indudablemente, bajo este
aspecto como bajo tantos otros, su influencia sobrepasa ampliamente lo que ha llegado hasta
nosotros de su herencia literaria, que es, con toda probabilidad, casi todo lo que escribió.
Gregorio de Nacianzo, el gran mistagogo de los grandes espirituales que fueron Evagrio
Póntico, Diadoco de Fótice y el Pseudo-Dionisio Areopagita, por citar tan sólo los que per-
tenecen a nuestro período, irradió muchísimo más a través de su personalidad que a través
de sus escritos. Para el pensamiento de San Gregorio de Nacianzo sobre la vida monástica,
véase sobre todo J. PLAGNIEUX, Saint Grégoire de Nazianze: Théologie... p.i 1 5 - 1 3 0 . En las
páginas 1 1 6 - 1 1 8 de dicho trabajo se indican los textos de Gregorio de mayor interés desde
nuestro punto de vista. Véase también J. M. SZYMUSIAK, Amour de la solitude et vie dans
le monde d i'écoíe de saint Grégoire de Nazianze: VS 1 1 4 (1066) 120-160, y sobre todo
TH. SPIDLIK, Grégoire de Nazianze, Introduction á Vétude de sa doctrina spirituelle: O C A 189
(Roma 1971).
1 6
Véase t . t p . 1 8 4 - 1 9 1 .
San Basilio de Cesárea 401
San G r e g o r i o d e Nisa
(Leiden 1952) p.370-414, hay que sumar la de P. Maraval en SC 178 (París 1971), acompa-
ñada de la versión francesa, una introducción y abundantes notas.
3 2
Edición crítica del primer tratado en W . JAEGER, Gregorii Nysseni Overa t.8,1 p. 129-142,
y del segundo, ibid., p.173-214.
3 3
Edición crítica por J . McDough (Sobre los títulos de los salmos) y H. Langerbeck
(Exacta interpretación del Cantar de los Cantares) en W . JAEGER, o.c, t-5 y 6. La Vida de
2
Moisés fue editada por J . Daniélou en SC t.l (París I 9 5 5 ) , con traducción francesa y un
estudio introductorio. La primera edición no contiene el texto griego.
3 4
Saint Grégoire de Nysse dans rhistcure... p.136-138.
3 5
Gregorii Ñysseni Opera t.8,1 (Leiden 1952) 40-89. Hasta ahora sólo nos era conocida
en una recensión abreviada y mutilada del período bizantino, publicada en MG 46,287-306.
De ahí que numerosos críticos dudaran de su autenticidad o la rechazaran por espúrea. La
segunda parte era considerada como una copia o plagio de la Gran Carta del llamado Macario.
De este último problema vamos a tratar en seguida.
3
« Saint Grégoire de Nysse dans l'histoire... p.139.
San Gregorio de Nisa 407
« M a c a r i o » y el « L í b e r g r a d u u m »
dadas a luz por G . L . MARRIOTT, Macarii Anécdota. Seven Unpublished Homilies of Macarius:
Harvard Theological Studies 5 (Cambridge, Massachusetts, 1 9 1 8 ) , y una nueva serie por
E. KLOSTERMANN y H . BERTHOLD, Neue Homüxen des Makarius-Symeon 1: T U 7 2 (Berlín
1 9 6 1 ) . Para los escritos atribuidos a Macario, véase J . QUASTEN, Patrología t . 2 p . 1 6 9 - 1 7 5 .
4 5
El texto original completo fue descubierto por el incansable investigador de la tradición
manuscrita de «Macario», el profesor H. D ó r r i e s (Symeonvon Mesopotamien: Die Überliefe-
rung der messalianischen «Makario$»-Schriften: T U 5 5 , 1 [Leipzig 1 9 4 1 ] 1 4 4 - 1 4 5 ) y publi-
cada por el profesor W . J\EGER, Two Rediscovered Works... p . 2 3 1 - 3 0 1 .
4
<> Sólo la primera de las cartas atribuidas a Macario de Egipto, titulada Ad filios Dei y
conservada en latín, en siriaco y en algunos fragmentos coptos, pudiera ser la que, según
Genadio (De viris Ulustribus 1 0 ) , el famoso monje egipcio dirigió «a los jóvenes de su pro-
fesión». A . W i l m a r t publicó una edición crítica del texto latino en R A M 1 ( 1 9 2 0 ) 5 8 - 8 3 . Sin
embargo, su autenticidad no es segura.
4 7
El nombre de Simeón aparece en algunos de los manuscritos griegos como autor de
unas pocas homilías, y en la versión árabe, de todo el corpus macariano. Dórries concluye
que dicho Simeón era idéntico a Simeón de Mesopotamia, uno de los jefes del mesalianismo
—del que, por lo demás, sólo conocemos el nombre—•, fundándose sobre todo en los rastros
de mesalianismo hallados en Macario por L . Víllecourt en 1 9 2 0 . Cf. H. DÓRRIES, Symeon
von Mesopotamien, Die Überliferung der messalianischen «Makarios»-Schriften: T U 5 5 , 1 (Leip-
zig 1 9 4 1 ) ; L . VÍLLECOURT, La date et ¡'origine des «Homélies spirituelles» attribuées á Macaire:
Comptes rendus des séances de l'Académie des Inscriptions et de Belles Lettres ( 1 9 2 0 )
250-258.
4
8 A . BAKER, Pseudo Macarius and Gregory of Nyssa: V C 2 0 ( 1 9 6 6 ) 2 2 7 - 2 3 4 .
4 9
A partir del artículo d e L . Víllecourt, citado en la nota 47.
5 0
Cf., entre otros, J . MAYENDORF, S. Grégoire Palamas et la mystique orthodoxe (París
1 9 5 9 ) p . 2 2 - 2 8 , donde se muestra claramente en qué difieren los escritos macarianos del me-
salianismo propiamente dicho.
51 A s í , especialmente, W . V ó l k e r (Neue Urkunden des Messalianismus?: Theologische
Literaturzeitung 6 8 [1943I 1 2 9 - 1 3 6 ) y W . Jaeger (Two Rediscoreved Works-., p . 2 0 8 - 2 3 0 ) .
Volker no puede hallar nada esencial en los escritos macarianos que no proceda de la tradi-
ción patrística clásica; a raíz del descubrimiento y publicación del texto completo, tanto del
De instituto christiano, de Gregorio de Nisa, como de la Gran carta, de «Macario», Jaeger
412 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
Por desgracia, las cosas no son tan simples como a veces se
5 2
ha creído . ¿Se llegará un día a una solución satisfactorié? De
todos modos, por lo que se refiere al mesalianismo de «Maca-
rio», parece arriesgado afirmar que se trata de una mera «ilusión
53
óptica» de los modernos p a t r ó l o g o s . Los escritos macaria-
nos contienen rasgos heterodoxos innegables. Sin embargo,
guardémonos de examinar los documentos de época tan remo-
ta con mentalidad de teólogos tridentinos. Por entonces, no lo
olvidemos, la doctrina de la Iglesia distaba mucho de haber
sido formulada con toda precisión; la teología se estaba for-
jando, y es natural que en nuestros textos falte a menudo exac-
titud e incluso se deslicen ideas que no puedan interpretarse
de un modo ortodoxo. Por lo común, la transición de la recta
doctrina a la errónea es tan imperceptible, que difícilmente
puede determinarse dónde termina la primera y empieza la se-
gunda. Además no es necesario recurrir siempre al influjo me-
saliano cuando tropezamos con pasajes o expresiones algo ex-
trañas a nuestra mentalidad teológica moderna o simplemente
inaceptables. Es ciertísimo que los escritos macarianos repre-
sentan una muy notable continuidad con los textos del mona-
cato más primitivo, ayuno de paideia y «filosofía exterior», como
las cartas de San Antonio, los escritos de Ammonas y unos po-
cos más. Parece seguro que el misterioso «Macario»—es el mis-
mo caso que el de Gregorio de Nisa en su De instituto christia-
no—toma gran parte de su doctrina de la catequesis monástica
primitiva o de una tradición más popular que la que reflejan
las obras del «monacato docto». Es tal vez este carácter arcaico
lo que algunos han calificado de «mesalianismo difuso».
Llámese Macario, Simeón o como sea, el autor del corpus
macariano escribió en algún lugar del Próximo Oriente y era
insiste más particularmente que su predecesor en ia dependencia doctrinal y literaria de
«Macario* respecto al Gran Capadocio. El erudito profesor de la Universidad de Harvard cree
haber probado que la Gran Carta no es sino una «larga metáfrasis del tratado de Gregorio»,
como leemos en el mismo título de un capítulo de su obra mencionada (p.174). Otros críticos
piensan lo mismo. De ellos se deducen consecuencias importantes, como, por ejemplo, que
la obra de Macario, bajo muchos aspectos de consideración, constituiría una mera vulgariza-
ción de la doctrina espiritual de Gregorio de Nisa en medios monásticos más populares; pero
sobre todo quedaría muy claro que el documento teológico más completo que poseemos bajo
el nombre de «Macario» está libre de toda sospecha de herejía mesaliana, y, por lo tanto, como
concluye J. Quasten, si el autor de las Homilías y de la Gran Carta es la misma persona, «se
hace necesario plantear de nuevo toda la cuestión del origen mesaliano de las Homilías» (Pa-
trología t.2 p.174).
5 2
Según ha probado J. Gribomont, la argumentación de W . Jaeger es ambigua: tanto
sirve para apoyar la dependencia de Macario respecto a Gregorio como la de Gregorio res-
pecto a Macario (Le *De instituto christiano* et le messaíiam'sme de Grégoire de Nysse: SP 3:
TU [Berlín 1962] 312-322). Últimamente se han llevado a cabo otros estudios que favore-
cen la prioridad de Macario (véase, por ejemplo, A. BAKER, The Great Letter of Pseudo-
hiacarius and Gregory of Nyssa: SM 6 [1964] 381-387). El problema es complicado, sobre
todo porque el texto actual de la Gran Carta apenas puede considerarse como obra del autor
de las Homilías, tantas han sido las modificaciones introducidas. En una palabra, «Macario»
y sus escritos, muchos de ellos todavía inéditos y sin someter a una crítica rigurosa, siguen
siendo un misterio bajo muchos aspectos.
5 3
L . BOUYER, La spiritualité... p.446.
«Macario» y el «Liber graduum» 413
Evagrio Póntico
y los pocos conservados en el original griego hay que buscarlos bajo otros nombres, particu-
larmente bajo el de San Nilo de Ancira. Y no es fácil a menudo dilucidar lo que pertenece
realmente a este último y lo que salió de la pluma de Evagrio. Todo esto y otros tropiezos
menores dificultan extraordinariamente el progreso de la investigación. En suma, la crítica
tiene que resolver todavía muchos problemas antes que sea factible emprender un estudio
de conjunto suficientemente preciso. La bibliografía sobre Evagrio Póntico es muy extensa.
Para una buena noticia general, véase A. y C. GUILLAUMONT, Évagre le Pontique: DS 4 (1961)
I 7 3 I - I 7 4 3 , y, sobre todo, el excelente y ponderado «estudio histórico y doctrinal» que precede
la edición y traducción deEVAGRE LE PONTIQUE, Traite pratique ou le moine t.l: SC 170 (1971)
2 1 - 1 1 2 , debida a los mismos autores. Véase también J . QUASTEN, Patrología t.2 p.176-184.
6 1
I. HAUSHERR, Comment priaient... p.46.
6 2
ID., L'hésychasme... p.28.
6 3
J- QUASTEN, Patrología t.2 p.176.
6 4
A. GUILLAUMONT, Les «Képhalaía gnostíca»... p.15.
6 5
SÓCRATES, Historia ecelesiastica 4,23: SOZOMENO, Historia ecelesiastica 6,30. Entre otros
autores contemporáneos que se refieren a Evagrio, merece especial mención Rufino de Aqui-
lea en la redacción latina de la Historia monachorum (ML 21,448-449).
Evagrio Póntico 419
6 6
Historia ecclesiastica 6,30.
« Ep. 8 (entre las de San Basilio); ed. Y. COURTONNE, t.i (París 1957) p.23.
420 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
como a un destierro»—escribe en la carta 49—«para sufrir la
pena de mis numerosas iniquidades». Su régimen dietético co-
rrespondía a este plan penitencial. «Desde que empecé a vivir
en el desierto»—contó a Paladio—, «no he comido lechugas ni
otras verduras, ni nada de los árboles frutales o de la viña. J a -
68
más comí carne, ni me b a ñ é » . Ganaba su sustento ejerciendo
el oficio de copista, «pues escribía muy bien los caracteres de
O x i r i n c o » . Por humildad y por amor a la vida monástica,
69
7 2
Véase t.l p.309-316.
7 3
Historia ecclesiastica 4,23.
7 4
Historia monachorum (texto latino de Rufino): ML 21,448-449.
7
5 SÓCRATES, Historia ecclesiastica 4,23; GENADIO, De viris illustribus 1 1 .
7 6
Évagre le Pontique: D S 4 , 1 7 3 3 - 1 7 3 7 .
422 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
de las cuales una sola nos ha llegado en griego, por haber sido
incluido entre las de San Basilio (Ep. 8 ) . En este importante
corpus epistolarum pueden incluirse también dos cortos trata-
dos parenéticos en forma epistolar, conservados en siríaco.
El segundo grupo de escritos evagrianos incluye los que,
a pesar de no ser mencionados por Sócrates y Genadio, son
atribuidos al monje del Ponto por la tradición manuscrita.
Tales son el tratado Rerum monachalium rationes o Bases de la
vida monástica, obra de contenido bastante trivial sobre las
condiciones requeridas para ser monje; los comentarios bíbli-
cos, de los que por lo común sólo se conservan fragmentos;
algunas colecciones de sentencias, análogas a las que conoce
la tradición filosófica y gnómica griega.
Finalmente, un tercer grupo abarca importantes escritos,
que los manuscritos griegos y orientales atribuyen unas veces
a Evagrio y otras a Nilo de Ancira. ¿Quién es su verdadero
autor? Pese a los esfuerzos de la crítica moderna, el problema
Evagrio-Nilo está todavía lejos de haber sido dilucidado, pero
pertenecen muy probablemente a Evagrio el Tratado al mon-
je Eulogio, el De los diversos pensamientos malos y el De la ora-
ción, sin duda el más importante desde el punto de vista doc-
11
trinal, sobre todo para el estudio de la mística e v a g r i a n a .
7 8
Pese a que cuatro concilios ecuménicos sucesivos conde-
naron en bloque la obra de Evagrio Póntico, los historiadores
no admitieron siempre la heterodoxia de su doctrina. Así, a
fines del siglo XVII, podía escribir con perfecta buena fe M . Le-
nain de Tillemont: «Es propio de Dios, cuyos juicios son impe-
netrables, conocer la verdad de los reproches que se hacen a
Evagrio. Por lo que a nosotros toca, todo lo que podemos de-
cir es que el crimen de origenismo es común a muchas perso-
nas de las que se puede creer fundadamente que fueron bue-
nos católicos. Lo que nos queda de los escritos de Evagrio,
7S>
que sepamos, no lo hace condenar por nadie» . Sólo la pu-
blicación de los Kephálaia gnostica, primero en la traducción
armenia ( 1 9 0 5 ) y luego en la versión siríaca ( 1 9 1 2 ) , marcó un
principio de revisión de este juicio favorable a la ortodoxia de
Evagrio. En 1 9 3 4 , por ejemplo, I. Hausherr advertía que éste
7 7
No existe un corpus evagrianum impreso. Para las ediciones de estas obras, véase sobre
todo el artículo de A. y C. Guillaumont citado en la nota anterior. Los mismos autores pu-
blicaron posteriormente una edición crítica del texto griego del Practicas, acompañado de la
traducción francesa y una preciosa introducción, no sólo al tratado, sino a la vida, la obra
y la espiritualidad de Evagrio: Évagre le Pontique: Traite pratique ou le moine, 2 vols.: SG
170-171 (París 1071).
7
* El quinto (553), el sexto (680-681), el séptimo (787) y el octavo (86a).
7 9
Mémoires pour servir k Vhistoire ecclésiastique des six premiers siécles t.io (París 1705)
p.381.
Evagrio Póntico 423
no había integrado en su mística la teología trinitaria y que,
a pesar de hablar mucho de teología como fin supremo de la
ascensión del intelecto, esta mística era más filosófica que teo-
80
l ó g i c a . En 1 9 3 9 . H. U r s von Balthasar no duda en escribir
que Evagrio era «más origenista que Orígenes» y que su mís-
81
tica estaba más cerca del budismo que del cristianismo .
Mas la prueba irrecusable de la heterodoxia de la doctrina eva-
griana y la plena justificación de los anatemas fulminados por
los concilios ecuménicos nos la proporciona el nuevo texto
siríaco de los Kephalaia gnostica—muy diferente de los que
poseíamos hasta ahora y, sin duda, traducción fiel e íntegra del
perdido original griego—, descubierto y publicado por A . Guil-
82
l a u m o n t . En efecto, la obra maestra de Evagrio, según nos
la da a conocer este texto sin expurgar, contiene los errores
característicos de la doctrina atribuida a Orígenes en la pri-
mera controversia de fines del siglo iv y condenada más tarde
8 3
por el quinto concilio ecuménico (553) , tales como la pre-
existencia de las almas, la supresión escatológica de los cuer-
pos, etc. Resalta en particular entre tales errores una cristolo-
gía que merece con creces los reiterados anatemas de que fue
objeto. Cristo, según dicho texto, es un intelecto análogo a to-
dos los que formaban la hénada primitiva, con una sola dife-
rencia: mientras todos los demás intelectos abandonaron la
contemplación de la «ciencia esencial» y, consecuentemente,
fueron víctimas de una lamentable caída, él solo perseveró en
la contemplación de la Unidad y en poder de la «ciencia esen-
cial». Sólo en cuanto está unido inalterablemente al Verbo por
la contemplación, Cristo es y puede ser llamado Dios, lo que
le asegura una situación privilegiada y un papel único en la
redención de los intelectos caídos. Cristo es el creador del
mundo material, y él mismo se encarnó—no el Verbo—para
volver a conducir los intelectos caídos a la contemplación de
la «ciencia esencial» a través de la contemplación natural. Cuan-
do, finalmente, todos los intelectos sean «ungidos» con la «cien-
cia esencial» y todos sean «cristos», el reino de Cristo cesará y,
8 0
Le traite de Voraíson... p . 1 1 7 .
8 1
Metaphysik und Mystih des Evagrius Ponticus: ZAM 14 (1939) 3 2 y 39.
8 2
Les six Centuries des «Kephalaia gnostica» d'Évagre le Pontique: PO 28,1 (París 1958).
8 3
Nótese que no digo «la doctrina de Orígenes», sino «la doctrina atribuida a Orígenes».
En efecto, como nota pertinentemente A. Guillaumont (Les «Kephalaia gnostica»... p.42
nota 77), la fórmula de H. U. von Balthasar ya citada: Evagrio «es más origenista que Orí-
genes», supone que conocemos cuál es el «origenismo» del propio Orígenes, lo cual es, por
lo menos, discutible. Sin embargo, como ya se ha apuntado páginas atrás, creo que Evagrio
fue un discípulo fiel del Orígenes y que la publicación del texto íntegro de su gran obra hlo-
sófico-teológica contribuirá a conocer mejor el verdadero pensamiento del gran alejandrino.
Pero también debo añadir que, al simplificar y sistematizar excesivamente el pensamiento del
maestro, Evagrio debió de contribuir no poco a poner de relieve sus aspectos heterodoxos y,
por consiguiente, a su condenación.
424 c.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
abolida la materia, todos serán reintegrados a la Unidad, sin
84
que Cristo disfrute ya de preeminencia a l g u n a .
Sería injusto ver en el nuevo texto evagriano tan sólo una
masa de fantasías y errores dogmáticos. J . Daniélou piensa que
es «el documento tal vez más característico del platonismo
cristiano». Intento atrevido de unir la contemplación platónica
y la mística cristiana, tiene el mérito de constituir una impor-
tante etapa en el camino que conduce a San Máximo Confe-
sor. El mismo Daniélou no duda en escribir que conoce «po-
cas obras de la antigüedad cristiana que sean más cautivado-
ras. Se tocan en ella los límites supremos de la aventura del
espíritu que avanza en la soledad absoluta en busca de la luz
intelectual. Pero esta luz es para Evagrio la de la Trinidad. Las
audacias de su pensamiento no le impiden ser un gran espiri-
85
tual cristiano» . Así, pues, cuando sus discípulos emprendie-
ron la delicada tarea de corregir sus errores más notables, fal-
sificaron, sin duda, su pensamiento filosófico, pero, en cambio,
hicieron posible su irradicación asceticomística. Los correc-
tores, además, supieron respetar las más notables intuiciones
de su teología y el sabor de auténtica experiencia que hallamos
en sus escritos, lo que nos permite reconocer en él no sólo al
genial seguidor de Orígenes, sino al gran monje que vivió a
fondo la vida espiritual.
Falta todavía un buen estudio de las fuentes de Evagrio
Póntico. Indudablemente, influyeron en él los monjes de los
desiertos de Egipto donde vivía, en especial Ammonio y los
grandes padres de su tiempo, como ambos Macarios y Juan de
Licópolis. Los escritos evagrianos constituyen, hasta cierto
punto, un testimonio de la enseñanza oral que se transmitía
de maestro a discípulo entre los solitarios coptos. Las ideas de
Evagrio sobre la huida del mundo y la vida anacorética, buena
parte de su demonología y de su doctrina sobre las pasiones,
son debidas a sus maestros monásticos. Pero, sin duda alguna,
su deuda es aún mucho mayor con Orígenes, Gregorio de Na-
cianzo y, en general, la espiritualidad docta e intelectualista
nacida y cultivada en Alejandría. De ella tomó el conjunto de
especulaciones más o menos osadas, completamente ajenas al
monacato copto, que, junto con las doctrinas empíricas de los
padres del yermo, integró en un sistema personal y poderoso.
A u n q u e no carezca de originalidad en muchos puntos, es
sobre todo esta sistematización de las ideas de sus predeceso-
res lo que le conquistó un lugar preeminente en la historia de
8 4
Cf. V. CODINA, E¡ aspecto cristológico... p.75-76.
»> Cf. RSR 47 (19S9) 1 1 5 - 1 1 7 -
Evagrio Póntico 425
»° MG 86,898.
9 1
Le traite de l'orakon... p.117.
428 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
sas colecciones de sus sentencias y, sobre todo, los escritos de
Casiano, que tanto le debe en la elaboración de su doctrina
asceticomística.
Casiano
Hay mucho de verdad en la frase de S. Marsili: «En Ca-
9 2
siano releemos a Evagrio» . Como hemos visto al tratar de
9 3
establecer el curriculum vitae del célebre abad de Marsella ,
parece seguro que éste, durante su larga permanencia en Egip-
to, conoció a Evagrio Póntico y frecuentó su trato, y tendre-
mos ocasión, más adelante, de comprobar el cuño evagriano
de muchas de sus enseñanzas espirituales. Casiano es, indiscu-
tiblemente, un eslabón de suma importancia en la transmisión
de la espiritualidad intelectualista de los alejandrinos, el puen-
te que une la tradición monástica egipcia y oriental con el mo-
nacato latino. Pero su personalidad de maestro y escritor tie-
ne mucho más relieve que el de un simple puente o el de un
canal por el que corren aguas ajenas. Se trata—por usar otra
metáfora—de un astro con luz propia. Si es Casiano, como hay
que admitir en buena crítica histórica, el máximo doctor de
la espiritualidad monástica en Occidente, el más leído de los
escritores ascéticos antiguos y uno de los tres o cuatro que han
dejado profunda huella en la vida de la Iglesia latina, esto se
debe al acierto con que supo formular, de un modo propio y
original, una doctrina espiritual muy completa, atractiva y,
9 4
aunque próxima al origenismo, perfectamente ortodoxa . Tal
fue su papel histórico, y, sin duda, por esto ya sus contempo-
ráneos le consideraron, junto con San Agustín, una de las dos
lumbreras de la Iglesia de Occidente.
Dice Genadio que escribió «cosas necesarias a la profesión
9 S
de todos los monjes» . Y en realidad, si exceptuamos el tra-
tado De la encarnación del Señor contra Nestorio, que redactó
en 4 3 0 para un diácono romano que iba a ser con el tiempo
el papa San León Magno, todas sus obras tienen por destina-
tario a un público específicamente monástico: los monjes pro-
venzales de su tiempo. Compuso las Instituciones hacia 4 2 0 - 4 2 4
a petición del obispo Castor de A p t , que acababa de fundar
9 6
un monasterio . Dedicó la primera serie de Colaciones (I-X)
9 2
Giovanni Cassiano... p.161. Para una bibliografía esencial de Casiano, véase t.l p.249.
»' Véase t.l p.249-253-
9* M. CAPPUYNS, Cassien... col.1347.
95 De viris illustribus 62.
9 6
Las dos mejores ediciones de los Instituía son la de M. Petschenig: CSEL 1 7 (Viena
1888), y la de J.-C. Guy: S C 109 (París 1965), esta última acompañada de una ceñida versión
francesa.
\
Casiano 429
9 7
Edición crítica por M. Petschenig: CSEL 13 (Viena 1886), reproducida con algunas
modificaciones por E. Pichery: SC 42,54 y 64 (París 1955; 1958 y 1959). La versión francesa
de Pichery resulta excesivamente libre. Según Gregorio de Tours, Casiano compuso tam-
bién una regla monástica. Pero los fragmentos de la Regula Cassiani, incorporados por San
Benito de Aniano a su Concordia regularum, se encuentran literalmente en las Instituciones, lo
que ha hecho suponer a los historiadores que se trata de una regla facticia, compuesta de
textos sacados de las obras auténticas de Casiano.
9 8
En realidad, esta obra no lleva título en los manuscritos, pero Casiano la designa de
este modo en el prefacio de la primera serie de Collationes.
430 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
ciones vieron la luz pública casi en seguida y en un lapso de
tiempo muy breve.
Combinando hábilmente dos géneros literarios—describe
un viaje, cosa entonces muy de moda, y pretende reproducir
conversaciones espirituales entre un «anciano» famoso y sus
discípulos, cosa muy apreciada entre los monjes—, y haciendo
gala de un estilo poderosamente evocador, un vocabulario rico
y de buen cuño, y una terminología técnica y a menudo hele-
nizante, pero juiciosa y constante, ofrece Casiano al monacato
latino, en las Colaciones, una doctrina asceticomística de gran
alcance y prácticamente completa, pues abarca todo el itinera-
rio espiritual, desde la conversión hasta las cumbres más ele-
vadas de la contemplación sobrenatural. Esto, ni más ni menos,
es lo que pretende ya en la primera serie, verdadero tratado de
la perfección monástica que empieza por discutir cuál es el fin
del monacato y termina con la enjundiosa y espléndida doctri-
na sobre la oración contemplativa que se atribuye al abad
Isaac, y desarrolla, entre ambos extremos, temas tan impor-
tantes para la espiritualidad del monje como la discreción, las
tres renuncias, la concupiscencia de la carne y del espíritu, por
no citar sino algunos títulos. Si hemos de atender a lo que se
nos dice en el prefacio de las siete conferencias de la segunda
serie, no pretenden éstas sino completar lo tratado en la pri-
mera parte y aclarar lo que quedó oscuro; y de hecho podemos
comprobar que a menudo abordan los mismos temas desde
otros puntos de vista. L o propio de la tercera serie es que, a
diferencia de las conferencias anteriores, que se dirigían pre-
dominantemente a los monjes todavía en período de formación
en los cenobios, están escritas a intención de los anacoretas
que, bien formados bajo la dirección de un superior en el mo-
nasterio, viven en la soledad del desierto.
Las veinticuatro Colaciones se presentan como otras tantas
entrevistas concedidas a Casiano y a su amigo Germán por fa-
mosos padres de los desiertos egipcios. Pero se trata, evidente-
mente, de un hábil procedimiento literario que no nos obliga
a creer que el abad de Marsella se limite a reproducir fiel y
exactamente las conferencias espirituales en que tomó parte
muchos años atrás. Su fin principal al servirse de esta inocente
astucia no es otro que el de conferir a su propia doctrina mayor
autoridad y al mismo tiempo soslayar las suspicacias de los ce-
ladores de la fe, pues no debemos olvidar las circunstancias en
que la obra fue escrita, ni el hecho de que el propio Casiano,
según toda verosimilitud, había sido víctima de la reacción anti-
origenista. Si en su admirable síntesis ocupa la tradición del
Casiano 431
rudo monacato copto un lugar de cierta importancia, no cons-
tituye el elemento esencial. A l abordar las Colaciones, en efec-
to, tenemos la visión de un paraíso en el que encontramos de
nuevo las enseñanzas y experiencias que se nos revelan en los
Apotegmas, en las Vidas de San Pacomio y en otros textos del
mismo estilo, pero todos estos elementos se hallan «transpues-
tos, sublimados». En los Apotegmas, los monjes pisan el suelo
con ambos pies; en las Colaciones—la observación, un tanto
irónica, es de R. Draguet—, parecen «funámbulos que han de-
jado la tierra, la base natural y el sostén de todas las cosas, y
andan por el aire, por un caminito más estrecho incluso que
su propio pie»
Los elementos básicos de la construcción doctrinal de Ca-
siano son, como es sabido, muy otros de los que él mismo con
tanta insistencia declara. Su trato asiduo con los padres del
yermo marcó muy profundamente el espíritu del abad de M a r -
sella. Pero cuando, después de muchos años de haber abando-
nado Egipto, trató de poner por escrito una vasta concepción
espiritual, no se inspiró en primer lugar en la doctrina de algu-
nos monjes coptos, santos y simples, sino en la de los ascetas
alejandrinos, Evagrio Póntico y otros monjes doctos, a pesar
de que en sus obras monásticas no cite expresamente, a excep-
ción de la Biblia, sino poquísimas fuentes. Hoy nos consta que
Casiano utilizó los escritos de San Juan Crisóstomo, San Basi-
lio y San Jerónimo, la Historia lausiaca y la Historia monacho-
rum in Aegypto, los Apophthegmata Patrum, etc.; pero sabemos
que influyeron en su obra sobre todo la doctrina espiritual li-
geramente esotérica de Orígenes, Evagrio Póntico y, posible-
mente, la de autores de tendencia mesaliana moderada, aunque
resulta muy difícil admitir que se sirviera directamente del
Liber graduum siríaco o de las Homilías de «Macario», por muy
significativos que sean los paralelos doctrinales que ha puesto
1 0
en claro A . Kemmer ° . La dependencia con respecto a Eva-
grio, en cambio, es un hecho bien establecido, gracias sobre
1 0 1
todo al estudio de S. M a r s i l i . Dos datos bastarían para pro-
bar la importancia de esta filiación evagriana: en el plano ascé-
tico, Casiano adopta el catálogo de los ocho vicios capitales
codificados pocos años antes por Evagrio; y en el místico, acep-
ta su teoría de la «oración pura», como tendremos ocasión de
ver más adelante en sus respectivos lugares.
R. Draguet ha exagerado no poco la pretendida «trasposi-
O t r o s a u t o r e s espirituales
115 El valor histórico propiamente dicho de tales fuentes, pese a que se presenten como
«historias» y biografías, está muy por debajo de su valor espiritual. En realidad, lo que pre-
tendían ante todo sus autores era exponer, analizar, defender y propagar el ideal monástico,
como vimos en el caso concreto de la Vita Antonii. Cf. t.l p.53-57.
116 Véase t.i P 5 7 . nota 45 y p.64,
i n J . QUASTEN, Patrología t.2 p.160. El texto griego de las cartas de San Ammonas fue
editado por F . ÑAU (PO I I [1916] 432-454). y la versión siríaca por M . KMOSKÓ (Pü 10
I 9
' í l 8 Para ias ediciones de textos de San Pacomio, Teodoro y Orsiesio, véase: ti. BACHT,
Pakhóme et ses disciples... p.42 nota 7: J- QUASTEN, Patrología t.2 P.164SS.
436 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
pé y de su discípulo y sucesor Besa se han conservado cartas
U 9
y sermones .
Mención aparte merece Isidoro de Pelusio (+ entre 435
y 4 5 1 ) . Natural de Alejandría, monje y sacerdote famoso por
su piedad, su sabiduría sagrada y su erudición profana, nos
legó—caso único en toda la literatura antigua—una colección
de más de dos mil cartas, de las que desgraciadamente posee-
mos tan sólo ediciones muy defectuosas. Escritas con estilo
cuidado y agradable, estas cartas están dirigidas a obispos,
monjes y seglares de diferentes categorías, y muchas de ellas
tratan expresamente de temas espirituales. Su doctrina es sana
1 2 0
y vigorosa .
En el desierto de Escete, como es bien sabido, vivieron
algunos padres famosos por su virtud, su sabiduría y sus
carismas. Una imagen muy completa de sus enseñanzas se
encuentra en los Logoi o discursos del abad Isaías, que unos
llaman «de Escete» y otros «de Gaza». A lo que parece, se trata
de una sola y misma persona: un monje del siglo v, que vivió
primero en Escete y fue discípulo de algunos de los grandes
padres del yermo, y luego en Gaza, donde, ya en plan de
maestro, dirigió un monasterio desde su celda de recluso por
mediación de su discípulo Pedro. Descendiente y heredero
de los padres de la vida monástica, supo reflejar con gran
fidelidad su espíritu, lleno de discreción y sano realismo y de
una simplicidad conmovedora. Como tantos otros monjes que
se dejaron arrastrar por la autoridad del patriarca de Alejan-
dría, Isaías había abrazado la herejía monofisita; pero nada
de heterodoxo se trasluce en su obra. Esta, desgraciadamente,
se presenta en la actualidad como un todo compuesto de par-
tes de distinta procedencia, y es difícil, por no decir impo-
sible, distinguir lo añadido posteriormente del núcleo pri-
1 2 1
mitivo .
Siria produjo en la época que nos ocupa varios autores
eminentes: San Efrén, San Juan Crisóstomo y Filoxeno de
Mabbug. Por lo que se refiere a San Efrén, es bien sabido
cuan enmarañada está todavía la cuestión de la autenticidad
de las obras que corren bajo su nombre; lo que es muy la-
Cf. J. QUASTEN, Patrología t.2 p. 104-105.
1 2 0
Cf. ibid., p.188-193. I-as cartas de Isidoro de Pelusio pueden verse en MG 78.
1 2 1
Estos discursos eran conocidos sobre todo por una tardía versión latina (MG 40,
105-1206). El monje Augustinos publicó el texto original griego en Jerusalén, el año 1 9 1 1 .
Más tarde, A. Guillaumont editó los fragmentos sahidicos conservados bajo el titulo de
VAsceticón copie de l'abbé Isaie (El Cairo 1956), y, recientemente, R. Draguet, el asceticón
siríaco: Les cinq recensions de VAscéticon syriaque de l'abba Isaie, 2 vols.: CSCO 289-290 (Lo-
vaina 1968). Una traducción francesa délos Logoi, basada en el ms. de París B. N. Coislin. 123,
ha sido publicada por los monjes de Solesmes: Abbé Isaie: Recueil ascétique: Spiritualité
Oriéntale 7 (Abbaye de Bellefontaine 1970, pro manuscripto); la precede una buena intro-
ducción sobre Isaías y su obra.
Otros autores espirituales 437
1 2 2
Véase t.l p . 1 3 0 - 1 3 2 .
1 " Véase t.l p.149-153.
1 2 4
Para Filoxeno de Mabbug, véase sobre todo A. DE HALLEUX, Philoxéne de Mabboug.
Sa vie, ses écrits, sa théologie (Lovaina 1963). Para las homilías de Filoxeno, me sirvo de la
traducción debida a E. LEMOINE, Pfiííoxéne de Mabboug: Homélies: SC 44 (París 1956).
1 2 5
En una comunicación al Congreso de estudios bizantinos celebrado en Munich el
año 1958, O. Riedinger propuso su identificación con Pedro el Batanero, patriarca de An-
tioquía (cf. RHE 54 [1958] 939). Tal identificación ya había sido indicada por Lequien
(MG 94,274-303), basándose en la teología de sus obras. Pedro el Batanero fue discípulo
de Proclo y monje del monasterio de los Acemetas. Ahora bien, Riedinger encuentra en los
escritos del Pseudo-Dionisio alusiones autobiográficas (Ep. 8 y 10), muchos rasgos de la orga-
nización y de ta liturgia de los Acemetas y, más concretamente todavía, las innovaciones
litúrgicas atribuidas a dicho patriarca de Antioquía.
126 Las obras y las cartas del Pseudo-Dionisio se hallan en MG 3.
438 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
ella un influjo comparable al que obtuvieron en Occidente
l 2 7
durante la Edad Media .
En Asia Menor, además de los tres grandes Capadocios,
florecieron dos escritores monásticos eminentes: Marcos Er-
mitaño y Nilo de Ancira. Según todas las apariencias, Marcos
Ermitaño rigió en calidad de abad un monasterio de Ancira
(Ankara), en Galacia, antes de abrazar la vida solitaria en su
ancianidad, muy probablemente en el desierto de Judá, donde
falleció después del año 430. Si hemos de prestar fe a Nicé-
l 2 8
foro Calixto , había sido discípulo de San Juan Crisóstomo
y publicó al menos cuarenta tratados ascéticos y teológicos;
de hecho, Focio sólo menciona nueve, y estos nueve han lle-
gado hasta nosotros. Su teología es perfectamente ortodoxa,
y su espiritualidad, de tendencia ascética y netamente anti-
1 2 9
mesaliana .
San Nilo de Ancira ( t c.430) estuvo también al frente de
un monasterio de las cercanías de su ciudad natal. Conside-
raba a San Juan Crisóstomo como su maestro. Nos legó un
importante lote de obras que presentan todavía diversos pro-
blemas críticos: no pocos tratados debidos a autores más
o menos sospechosos de herejía, como Evagrio Póntico, se
refugiaron detrás de su gran reputación de varón ortodoxo
y espiritual para lograr salvarse de las llamas, y, en cambio,
se han perdido escritos que realmente le pertenecían. La co-
lección de sus cartas, en la edición de Leo Allatius, contie-
1 3
ne 1.061 piezas, repartidas en cuatro partes ° ; pero, si se
examinan un poco, se echa de ver que algunas han sido divi-
didas arbitrariamente, otras parecen a todas luces incompletas,
y no pocas son meros extractos de obras del propio Nilo o de
otros autores ascéticos. De carácter exegético y espiritual, tra-
tan preferentemente de cómo alcanzar la perfección mediante
la imitación de Cristo y se ocupan del tema de la «filosofía
espiritual», que aplican a la vida monástica. Entre sus escritos
auténticos mencionamos el Logos asketicós (De monástica exer-
citatione), Sobre la pobreza voluntaria y Sobre las ventajas que
se siguen para los monjes de vivir en los desiertos lejos de las
1 3 1
ciudades (De monachorum praestantia) .
De Diadoco de Fótice, en el Epiro, casi no sabemos sino
que vivió en el siglo v—murió antes, tal vez mucho antes, del
año 4 8 6 — y compuso unos pocos escritos, muy en particular
1 2 7
R. Roques ha publicado un trabajo sobre Éléments pour une théologie de l'état monas-
tique selon Denys l'Aréopagite: Théologie... p.283-314.
1 2 8
Historia ecelesiastica 14,3.
1 2
' Véase J. QUASTEN, Patrología t.2 p.528-532.
"0 MG 79,81-582.
1 3 1
Ediciones y análisis de estas obras en J. QUASTEN, Patrología t.2 p.522-524.
Otros autores espirituales 439
1 3 2
Cf. ibid., p.532-537. Edición crítica, con versión francesa: E. DES PLACES, Diaduque
de Photice: Oeuvres spirituelles: SC 5 bis (París 1955).
440 C.2. Teóricos de la espiritualidad del monacato antiguo
más que traducir al latín y acuñar, en frases de gran energía
1 3 3
y belleza, las enseñanzas de los padres .
M u y diferente es el caso del genial pensador y autor es-
piritual de altos vuelos que fue San Agustín. Pero Agustín
no pertenece a la categoría de los simples monjes o de los
simples abades, como San Jerónimo, sino a la más elevada
de los obispos. Fue un obispo lleno de celo del bien de las
almas que le habían sido confiadas y, al mismo tiempo, un
escritor que tiene presente todo el conjunto de la Iglesia ca-
tólica. Su importancia en la historia de la espiritualidad cris-
tiana es incalculable, pese a que no publicó obra alguna en
que se expusiera sistemáticamente un cuerpo de doctrina so-
bre el itinerario del alma deseosa de llegar a la perfección.
Pero apenas se hallará una sola página de toda su grandiosa
producción literaria en que no se proyecte alguna luz sobre
tema tan trascendental. En algunas de sus obras esta luz es
más viva, más concentrada. Recordemos las Confesiones, el
tratado De Trinitate, las Enarraciones sobre los salmos, los Tra-
tados sobre San Juan, etc. Todos los escritos agustinianos,
salvo raras excepciones, se dirigen a los cristianos en general,
y no a los monjes en particular. Para conocer la espiritualidad
específicamente monástica de San Agustín casi sólo poseemos
el tratado Del trabajo de los monjes, el De la santa virginidad
y la Regla que tradicionalmente se le atribuye. De ahí la pa-
radoja de que, habiendo ejercido una influencia inconmensu-
rable sobre la espiritualidad del monacato a través de los si-
glos, no puede ser considerado Agustín como un autor mo-
1 3 4
nástico importante .
Para terminar esta rápida e incompleta revista de los auto-
res espirituales que produjo el monacato en los siglos iv y v,
no podemos menos de mencionar las obras salidas de la sole-
dad insular de Lérins o de la pluma de hombres que se habían
formado en ella. No se conoce ningún escrito atribuido al
fundador, San Honorato. De la producción literaria de San
Hilario de Arles, que no fue muy considerable, se conserva
sobre todo un sermón De vita sancti Honorati. De San Eu-
querio de Lyón citemos principalmente el tratado Del despre-
1 3 3
Para San Jerónimo, véase t.i p.217-222-233 y 235. Para su doctrina, P. ANTIN,
e
Le monachisme selon saint Jéróme: Mélanges bénédiclins publiés d l'occasion du XIV centé-
naife de la mort de saint Benott par les moines de l'abbaye de Saint-Jéróme de Rome (Saint-
Wandrille 1947) p.69-113; ID., Saint Jéróme: Théologie... p.191-190; ID., Essai sur saint
Jéróme (París 1951); L . LAURITA, Insegnamenti ascetici nelle lettera di S. Girolamo (Roma 1967);
D. GORCE, La lectio divina des origines du cénobitisme á saint Benoit et Cassiodore. I: Saint
Jéróme et la lecture sacrée dans le milieu ascétioue romain (París 1925); J. GRIBOMONT, Jéróme
(sainti: DS 8,901-918 (bibliografía).
1 3 4
Para San Agustín y el monacato, véase el t.i p.274-286 (bibliografía en la p.275,
nota 9).
La Biblia, libro del monje 441
CAPÍTULO I I I
L a Biblia, l i b r o del m o n j e
6
Cf. Commentaire d l'Évangile concordan!: CSCO 137,1 p.18-19.
7
Cf. FRANKENBERG, p.568-560.
8
Cf. sobre todo D. GORCE, La lectio divina... p.221-234. Véase también P. ANTIN, ¿en-
ture sainte et vie spirituelle 3,3: «Saint Jérómet: DS 3 , 1 5 3 - 1 5 5 -
9
In Isaiam, prol. 1. Cf. Tractatus de ps. 77: CC 78,326: «Quoniam autem nescitis scrip-
turas, nescitis Xristum».
1 0
Alimento celestial: In Eccles. 12,3; pan del cielo: Ep. 78,15; carne y sangre de Cristo:
In Eccles. 3 , 1 3 .
1 1
Tractatus de ps. 147: CC 78,337-338. Cf. Tractatus de ps. 145: ibid., p.326.
1 2
Tractatus de ps. 1 3 1 : CC 78,274.
444 C.3. Las fuentes de la doctrina monástica
cía a sus religiosos—conocer las mismas venas y carnes de la
1 3
Escritura» .
Casiano, el gran maestro espiritual del monacato latino,
transmite fielmente las doctrinas de sus maestros orientales: la
Escritura es el alimento de la vida monástica, el instrumento
imprescindible de la formación del monje a lo largo de todo su
itinerario espiritual. Sin la ayuda de la palabra de Dios es im-
posible llegar al fin que el monje persigue: la «pureza de cora-
zón» y, a través de ella, el «reino de los cielos», que se inicia ya
1 4
en esta vida por la contemplación .
La tradición oriental y la occidental parecen unánimes. Sin
embargo, algunos pasajes de nuestra documentación nos in-
ducen a preguntarnos si existieron voces discordantes. En efec-
to, sobre todo en los Apotegmas de los Padres, hallamos ciertos
consejos y expresiones que, a primera vista, parecen contrarios
a que los monjes se sirvan de la Biblia. He aquí dos ejemplos:
Una vez preguntó apa A m ó n de Nitria al célebre apa Poimén:
«Si tengo necesidad de hablar con el prójimo, ¿de qué prefieres
que hable, de las Escrituras o de las sentencias de los ancianos ?»
Y Poimén respondió: «Si no puedes permanecer callado, más
vale que hables de las máximas de los ancianos que de las Es-
15
crituras, ya que esto último constituye un peligro rio pequeño» .
En otra ocasión interrogó San Antonio a unos anacoretas que
habían ido a visitarlo acerca de la explicación de un pasaje bí-
blico; todos se esforzaron en contestar lo mejor que supieron,
menos apa José, que respondió sencillamente: «No lo sé»; el
gran San Antonio decidió que apa José «había hallado el cami-
1 6
no» . El sentido de estos y otros textos parecidos es claro;
quieren significar tan sólo que, «si la utilización de la Escritura
es buena, no se sigue que toda utilización lo sea»- Ninguna de
estas anécdotas o sentencias se dirige contra el uso, sino contra
el abuso de la Biblia. Esta, en efecto, no es un fin, sino un me-
dio para llegar al fin. El único fin del monje es alcanzar la per-
fección que la palabra de Dios propone. De lo qvie deben guar-
darse los solitarios es de servirse de los libros sagrados contra
lo que éstos enseñan. Los textos monásticos a que nos referi-
mos aquí no se oponen en modo alguno a que los monjes lean
y mediten la Biblia, sino que pretenden poner un dique a la
vanidad, la curiosidad y la disipación que implicaba el conti-
nuo preguntar, especular y discutir en torno a textos escritu-
rísticos difíciles, tanto en conversaciones privadas entre mon-
1 3
Tractatus in Marci Evangelium 4: CC 78,473.
" Cf. J.-C. GUY, Écriture sainte... col.163-164; O. CHADWICK, John Cassian... p.151-153,
1 5
Apophthegmata, Ammón de Nitria 2.
1 6
Ibid., Antonio 1 7 .
La Biblia, libro del monje 445
jes como en las conferencias espirituales más numerosas. Por
respeto a la palabra de Dios, piden los padres que los hermanos
no la profanen considerándola como objeto de discusión, pen-
sando que un esfuerzo intelectual es capaz de penetrar en su
profundo sentido o sirviéndose de ella para hacer ostentación
de la propia sabiduría. La verdadera actitud del monje ante la
Sagrada Escritura es la humilde actitud de apa José: que con-
1 7
fiese su ignorancia .
Los maestros del monacato no se limitaban a recomendar
la frecuentación de la Biblia, sino que la imponían a sus discí-
pulos. La legislación cenobítica debida a San Pacomio y a sus
sucesores al frente de la koinonia ofrecen un ejemplo insigne de
ello. Conforme a estas reglas, en efecto, el postulante analfabe-
to que era admitido en cualquiera de sus monasterios, debía
aprender a leer, aunque no le gustara: etiam nolens legere com-
1 8
pelletur . A h o r a bien, todo el duro e ingrato trabajo que r e -
presentaba para aquellos coptos rudos y én sü mayor parte ya
adultos aprender a leer, no tenía otra finalidad que la de capa-
citarlos para servirse de la Sagrada Escritura en su vida espi-
ritual. Esto resulta obvio para quien conoce la mentalidad del
monacato primitivo. ¿Tiara qué querían 'ios monjes saber 'leer
sino para leer la Biblia? El contexto, además, demuestra clara-
mente que esta interpretación no es en modo alguno subjetiva,
ya que leemos en el precepto siguiente: «Y nadie absolutamente
en el monasterio debe dejar de aprender a leer y saber de me-
moria pasajes de la Escritura, al menos el Nuevo Testamento
1 9
y el Salterio» .
Cierto que la legislación pacomiana no estaba en vigor más
que en sus monasterios y conocemos a muchos monjes com-
pletamente analfabetos. Pero no era necesario saber leer para
conocer la Biblia, para vivir de ella y penetrar en su meollo.
Los hubo que, sin poseerla en códices o rollos de pergamino
y papiro, la poseían, al menos en gran parte, profundamente
grabada en su memoria. En efecto, era costumbre general apren-
der de coro largos pasajes y aun libros enteros de la Escritura.
Y esto tanto los monjes que no sabían leer como los que sabían.
De San Antonio cuenta su biógrafo que «estaba tan atento mien-
tras se leía la Escritura, que nada le escapaba, sino que lo
2 0
retenía todo; de este modo su memoria le servía de libro» .
Y acabamos de ver que a los pacomianos se les exigía saber de
memoria al menos el Nuevo Testamento y el Salterio. Paladio,
1 7
J . - C . GUY, Écriture sainte... col.162-163.
1 8
Praecepta, 130: BOON, p.50.
1 9
Ibid., 140. Véanse otros textos señalados por H . BACHT, Pakhóme et ses disciples...
p.41 nota o.
2
" Vita Antonii 3.
446 C.3. Las fuentes de la doctrina monástica
sin duda generalizando excesivamente, refiere que aprendían
21
de memoria toda la B i b l i a . Esta era, al parecer, una de las
especialidades de los héroes de Paladio: Marcos el Asceta, He-
2 2
rón, Serapión el Sindonita, habían realizado la misma proeza .
Es lógico que nos preguntemos ahora qué pretendían los
monjes al esforzarse por almacenar en su cabeza páginas y más
páginas de la Biblia y, si les era posible, la Biblia entera. Ello
nos lleva a tratar de uno de los ejercicios más comunes, más
apreciados y tal vez menos conocidos del monacato antiguo y
medieval: la melete o meditatio. En los textos monásticos grie
gos y coptos, el vocablo melete, como en los latinos la voz me
ditatio, no significa, las más de las veces, lo que entendemos hoy
día por «meditación»—aunque tampoco excluye este sentido—,
sino pronunciar o «rumiar» las palabras sagradas, no sólo en
orden a aprenderlas de memoria, sino para asimilarlas, para
grabarlas, si vale la expresión, en la propia naturaleza. En este
ejercicio intervenía el hombre entero: el cuerpo, pues la boca
pronunciaba continuamente el texto que se pretendía asimilar;
la memoria, que lo retenía; la inteligencia, que se esforzaba
por penetrar la profundidad de su significado; la voluntad, que
se proponía llevarlo a la práctica. El hombre entero se apro
piaba el pasaje bíblico. Y una vez lo poseía, no dejaba de
repetirlo, de «masticarlo», concentrando todas sus potencias
y facultades en cada una de sus frases, sacando el jugo de cada
una de sus palabras. Gracias a la meditatio, plantaba, por de
cirlo así, la Sagrada Escritura en lo más hondo de su propio ser,
2 i
a fin de que enraizara y diera abundantes frutos .
Numerosos textos prueban que los maestros considera
ban la melete como elemento fundamental del monacato. La
misma Vita Antonii ya recomienda y ofrece ejemplos de esta
2 4
práctica . En el resumido programa de vida monástica que
San Macario dio a un joven solitario, no se olvidó de aconse
jarle: «Recita de memoria el Evangelio y las Escrituras que r e
2 5
cuerdes» . Tanto en la Historia monachorum como en la His
toria lausiaca, la meditatio aparece como una costumbre muy
2 6
estimada . Casiano afirma que los famosos padres de Escete
2 1
se ejercitaban en ella durante todo él día , y la recomienda
2 8
con insistencia .
2 1
Historia lausiaca 3 2 , 1 2 .
2 2
Ibid., 18,26 y 37-
2 3
Para la meditatio, véase E. VON SEVERUS, Das Wort tMeditari» im Sprachgebrauch der
Heiligen Schrift: GuL 26 (1953) 365SS; H. BACHT, «Meditatio» in den arresten Mónchquellen:
ibid., 28 (1955) 360-373.
2 4
Cf. Vita Antonii 3.4.16.25.46 y 89.
2 5
Apophthegmata, Macario 10.
2 6
Cf. Historia monachorum 2,5; 8,50; 1 1 , 5 ; Historia lausiaca 1 1 . 1 8 . 2 2 . 3 7 . 4 7 y 58.
2 7
Instituía 1 1 , 1 6 .
2 8
Véase p.352.
La Biblia, libro del monje 447
San Pacomio y sus monjes nos ofrecen un ejemplo excep-
cionalmente interesante de la práctica de la meditatio. Cuén
tase del santo fundador de la koinonia que, al principio de su
vida monástica, «se aplicaba a largas recitaciones de las Sagra
das Escrituras». Habiendo permanecido fiel a esta costumbre,
llegó a conocer la Biblia con tan rara perfección, que era éste
29
«uno de los dones que más admiraban en él sus monjes» ' .
Pero no se contentó Pacomio con gozar de esta gracia, sino que
procuró que también sus discípulos la alcanzaran: quiso que
aprendieran a leer y estudiaran de memoria al menos el Nuevo
Testamento y el Salterio, y en sus reglamentos se insiste en que
«rumien» casi continuamente los textos sagrados que saben. Es
significativa, en efecto, la frecuencia con que aparece en los
Preceptos la expresión aliquid de scripturis meditan u otra equi
valente. «Terminada la reunión de los hermanos»—leemos, por
ejemplo—, «al dirigirse a sus celdas o al refectorio, recitarán
3 0
todos algún pasaje de la Escritura» . «Durante el trabajo no
hablarán de nada, sino que recitarán un pasaje de las Escrituras
3 1
o guardarán silencio» . Los panaderos, mientras ejercen su
3 2
oficio, cantarán alguna cosa de los Salmos o de las Escrituras .
En fin, la palabra de Dios debía ocupar el espíritu del monje
en todo momento, conforme a la exhortación del Santo: «Per
manezcamos firmes e inalterables. Pongamos un freno, con la
incesante rumiación de la palabra de Dios, a la efervescencia
de los pensamientos que se agitan en nosotros como agua en
ebullición. Mediante esta masticación, nos libraremos de la ley
de la concupiscencia y podremos entregarnos a lo que agrada
a Dios; nos preservaremos de las preocupaciones del mundo y
33
del orgullo, que es una desastrosa locura y el peor de los males» .
No cabe duda que la Sagrada Escritura era realmente el li
bro del monje. Muchas veces, incluso materialmente, el único
libro que poseía, una de las pocas cosas que les era lícito con
servar después de haber renunciado a todo; según Evagrio Pón
tico, en efecto, el anacoreta sólo podía poseer «la celda, el man
3 4
to, la túnica y el Evangelio» . Los monjes leían la Biblia, la
aprendían de memoria, la recitaban sin cesar, la meditaban,
la profundizaban, la convertían en carne de su carne y sangre
de su sangre. No es sorprendente, pues, que sus escritos mues
tren la influencia de la Escritura. Su lenguaje es un lenguaje emi-
2 9
Vita Graeca prima 1 1 8 .
3 0
Praecepta 28.
31 Ibid., 59.
3 2
Ibid., 1 1 6 . Cf., además, ibid., 6,13 y 37; San PACOMIO, Catequesis: CSCO 159.5;
Liber S . P . N. Orsiesii 51; Reglamentos: CSCO 159-85.
3 3
Mónita S . Pachomii: BOON, p.152.
3 4
Sobre la instrucción 3; J. MUYLDERMANS, Evagriana Syriaca (Lovaina 1952) p.158.
448 C.3. Las fuentes de la doctrina monástica
nentemente bíblico; sus textos están esmaltados de citas y de
reminiscencias de la Biblia; sus doctrinas no pretenden ni sue-
len ser en el fondo más que adaptaciones y variaciones de la
doctrina contenida en la palabra de Dios. Hablando de Casia-
no, escribe E. Pichery: «Para citar con tanta abundancia, con
tanta oportunidad y con frecuencia de memoria el texto sagra-
do, era preciso poseerlo hasta tal punto que nos llena de asom-
bro y nos produce una justa admiración. Grande es su recom-
pensa, pues debe a esta meditación religiosa la fuerza y la r i -
queza de su exposición, así como también, en un nivel más pro-
fundo, su sentido tan elevado y tan puro de las realidades so-
3 5
brenaturales» . Se podría decir lo mismo de otros escritores
monásticos. Pero más admirable aún es la erudición bíblica de
San Pacomio y sus discípulos San Teodoro y San Orsiesio,
hombres más bien rudos, que no gozaron de las ventajas de la
paideia griega. H. Bacht aduce algunos ejemplos de su mara-
villosa erudición escrituraria. A s í , el número 18 de los Prae-
cepta et instituía, cuyo texto ocupa tan sólo sesenta y dos líneas
en la edición de A . Boon, contiene citas o alusiones de diecisie-
te libros de la Biblia, especialmente del Antiguo Testamento.
En un fragmento de la primera catequesis de Pacomio, que
ocupa unas veintiséis páginas impresas, han dejado huella no
menos de cincuenta y dos libros de la Escritura. Bastan estos
datos para darse cuenta del soberano dominio de la palabra de
Dios con que Pacomio argumenta. Su discípulo San Orsiesio,
según ha demostrado H. Bacht, aventaja al maestro en este
punto concreto de la utilización de la Biblia. Esto ya había sor-
prendido a Genadio, quien, hablando de su Liber, dice que
contiene «casi todo el Antiguo y Nuevo Testamento, dispuesto
en forma de breves disertaciones, según las necesidades de los
3 6
monjes» .
Indiscutiblemente, la Biblia es el libro del monje, y el mon-
je, el hombre de la Biblia. Nada quiere quitar ni añadir a la
palabra de Dios cuando las circunstancias le obligan a escri-
bir o enseñar. A este respecto nos parecen significativas y
típicas las palabras de San Hipacio cuando monjes y seglares
acudían a su monasterio para que el hombre de Dios les re-
partiera el pan de la palabra edificante y consoladora: «Todo
lo que buscáis en mí, lo hallaréis en las Escrituras, inspiradas
37
por D i o s » .
3 5
Introducción a JEAN CASSIEN, Conférences t.i: SC 42 p.63.
3 6
De illustribus Ecclesiae scriptoribus 9. Cf. H . BACHT, Pakhóme et ses disciples... p.44-45.
3 7
Vita Hypatii, prólogo.
La Biblia, regla de vida 449
L a Biblia, r e g l a d e v i d a
¿Qué buscaban los monjes en las Escrituras? En primer
lugar, un camino que les condujera a la salvación, una norma
de vida, directrices para su conducta.
Proceder de otro modo hubiera sido insensato. «Leer, es-
cuchar y meditar asiduamente la palabra de Dios y no com-
pletar su lectura con las obras es una ruindad que de antemano
condenó y reprendió el Espíritu de Dios por boca del bien-
aventurado David [...]. Quien es constante en la lectura y está
lejos de las obras, halla su acusación en la lectura, y merece
una condenación tanto más grave cuanto desprecia todos los
3 8
días lo que todos los días escucha» .
Los maestros de la primitiva espiritualidad monástica se-
ñalan unánimes a la lectio divina este primer objetivo: apren-
der a vivir según la voluntad de Dios manifestada en la Biblia.
Todos están convencidos, por lo demás, de que la Escritura
sola basta para reglamentar la vida monástica en todos sus
pormenores. Esta idea se halla ya al principio del gran dis-
curso ascético que San Atanasio pone en labios de San A n t o -
nio: «Las Escrituras son realmente suficientes para nuestra
3 9
instrucción» . San Orsiesio hace hincapié en el texto de San
Pablo: «Todo cuanto está escrito, para nuestra enseñanza fue
40
e s c r i t o » . Creer en las Escrituras y poner en práctica lo que
las Escrituras prescriben, son las dos condiciones primeras
e indispensables para que el ideal monástico sea viable; sólo
apoyándose en la palabra de Dios podrá alcanzar el monje las
41
cimas de la perfección a que ha sido l l a m a d o .
Cuentan del joven Pacomio que recitaba la palabra de Dios
no como la muchedumbre, sino tomándola como guía y maes-
4 2
tra de v i d a . Tener cierto conocimiento de la Escritura no
era cosa rara. Jerónimo se quejaba de que en su tiempo todo
4 3
el mundo pretendía ser doctor en ciencias bíblicas . Pero
¿cuántos se esforzaban lealmente en traducir a la práctica lo
que leían en la Escritura? Los verdaderos monjes sí se esfor-
zaban. Cuenta, no sin admiración, Evagrio Póntico que un
hermano no poseía más tesoro que un códice de los evange-
lios; lo vendió y distribuyó su precio entre los hambrientos;
«lo que he vendido—explicaba—es el libro mismo que me
44
dice: 'Vende lo que tienes y dalo a los p o b r e s ' » .
3 8
FILOXENO DE MABBUG, Homilías i: SC 44.28.
3
» Vita Antonii 16.
4 0
Rom 15,4. Cf. Liber S. P . N. Orsiesii 41: BOON, p.135. También ibid., lo: p . 1 1 5 .
4 1
Cf. Macarii epistula magna: ed. W . JAEGER, TWO Rediscovered Works... p.291-292.
4 2
Vita Graeca prima 9; cf. ibid., 6.
4 3
Ep. 53,7-
4 4
Prácticos 2,97.
450 C.3- Las fuentes de la doctrina monástica
Frases y anécdotas como las precedentes se pueden reco-
ger a manos llenas en los escritos monásticos primitivos. T o -
das ellas ponen en evidencia una cosa: la Biblia no era para
ellos tan sólo la palabra de Dios in abstracto, sino también
in concreto. Veían en ella un libro sagrado que enseña a cada
uno de los seres humanos cómo agradar a Dios y correspon-
der a sus amorosas iniciativas. Sabían que está llena de men-
sajes dirigidos a cada uno de los hombres en particular y para
cada una de las situaciones de su vida.
Esta convicción profunda e inquebrantable dio origen a
la vida monástica. San Antonio, el más venerado de todos los
monjes antiguos y modelo perfecto de solitarios, abrazó tal
género de existencia porque acogió la palabra de Dios, pro-
clamada en la asamblea litúrgica, como si fuera una invitación
45
directa y personal que el Señor le d i r i g í a . M u y semejante
fue la vocación de San Simeón, el primer estilita. Alejan-
dro, el célebre fundador de los acemetas, persuadido por la
lectura de la Biblia, dejó el mundo e ingresó en el monasterio
4 6
del archimandrita Elias . Desde el primer día, el nuevo monje
se aplicó con gran ardor a realizar en su vida lo que leía en el
libro sagrado; pero tropezó con un obstáculo insuperable cuan-
do se dio cuenta de que no vivían como las aves del cielo y
los lirios del valle, sino que se preocupaban de su subsistencia.
«Padre—preguntaba Alejandro al buen archimandrita Elias—,
¿es verdad todo lo que está escrito en el Evangelio ?... Y si es
verdad, ¿por qué no lo cumplimos?» Y como su interrogación
no hallara nunca una respuesta satisfactoria, Alejandro em-
prendió la divina aventura que nos cuenta su biógrafo: desde
entonces fue su preocupación constante poner en práctica, con
toda su pureza, la perfección evangélica, que, para él, como
para San Basilio, consistía en practicar todo, absolutamente
4 7
todo lo que está contenido en la palabra de Dios .
Claro es que la inmensa mayoría de los monjes antiguos
no siguió el maravilloso ejemplo de Alejandro, para quien el
vocablo «discreción» carecía de toda acepción emparentada
con «mesura». Pero sus maestros espirituales les enseñaron
constantemente que debían plasmar toda su existencia con-
forme a la doctrina de las Escrituras, y, por lo general, se
esforzaron en hacerlo. Los textos monásticos primitivos mues-
tran, sin dar lugar a dudas, que tanto los anacoretas como los
cenobitas no reconocían otra ley ni regla de vida, como lo
comprobamos ya en la Vida de San Antonio. No sólo desem-
4
5 Véase t.l p.57-58.
4 6
Véase t.l p.205.
4 7
Cf. V. GRUMEL, Acemites: DS 1 , 1 6 4 - 1 7 2 .
La Biblia, regla de vida 451
sus reglas para que los monjes pudieran vivir todavía más
60
plenamente como monjes, es decir, «según las Escrituras» .
Sus discípulos reconocieron, de hecho, un carácter sagrado
a los reglamentos que les dio, precisamente porque sabían
61
que los había tomado de las «Sagradas Escrituras de C r i s t o » .
Convicción de una importancia enorme. Vivir bajo una misma
regla que se cree inspirada por Dios, constituía el fundamento
esencial del cenobitismo pacomiano.
Si pasamos de las instituciones pacomianas a las de San
Basilio de Cesare:), hallaremos el mismo principio, no ya im-
plícito, sino afirmado expresa y rotundamente. Como es bien
sabido, ningún autor eclesiástico ha insistido tanto en la ne-
cesidad de ajustar nuestra conducta a todos y cada uno de los
mandamientos y directrices morales contenidos en los libros
sagrados. El postulado fundamental de su doctrina es que el
«cristiano»—el monje—está obligado a la íntegra y rigurosa
observancia de la ley evangélica, sin olvidar el más mínimo
de sus preceptos. Los escritores basilianos están llenos de esta
idea fundamental: «Hemos fijado a nuestras acciones una regla
y un único fin: observar los mandamientos de Dios en orden
a serle gratos. [...] Mediante el celo en cumplir puntualmente
la voluntad de Dios en lo que se nos ordene, podremos unir-
6 2
nos a él» . A Basilio le tocó vivir en un ambiente religioso
profundamente turbado: un orgulloso espíritu de clase, des-
cabellados sueños místicos, intemperancias ascéticas, incluso
verdaderos errores dogmáticos, pululaban por entonces en el
6 3
incipiente monacato del Asia M e n o r . Basilio buscó en la
Sagrada Escritura un guía seguro para orientar el impetuoso
movimiento ascético promovido por Eustacio de Sebaste y sus
entusiastas discípulos. Las Reglas morales y el Asceticón, com-
puesto de las llamadas Regias largas y las Regías cortas, fueron
el fruto durable de este examen profundo de la palabra de
Dios en vistas a proporcionar un sólido fundamento a la vida
monástica y cada uno de sus elementos. Hasta el fin de sus
días, Basilio de Cesárea siguió considerando la Biblia, y en
particular el Nuevo Testamento, como la única regla monás-
tica auténtica.
Esto aparece muy claro si consideramos el concepto basi-
liano de obediencia religiosa. En efecto, a diferencia de otros
autores, no concibe San Basilio la obediencia monástica como
un compromiso facultativo y meritorio por el que el monje
6 0
J . - C . G u y , Écriture sainte... col.161.
6 1
Vies copies p . 2 1 2 .
6 2
Regulae fusius tractatae 5,3.
63 Véase t.i p.180-184.
454 C.3. Las fuentes de la doctrina monástica
somete su voluntad a las libres decisiones de un superior. Se-
gún él, se trata, esencialmente y en primer lugar, de una sumi-
sión total y sin condiciones a los mandamientos divinos conte-
nidos en las Escrituras. En esta perspectiva, el superior mo-
nástico no es, en realidad, más que un intérprete del manda-
miento divino, al que él mismo, el primero, está sujeto. Mandar,
en los monasterios, consiste en obedecer y hacer obedecer la
Escritura. San Basilio no puede ser más explícito: El superior
es, con relación a Dios, como el ministro de Cristo y el dispen-
sador de los divinos misterios. «Tema, pues, decir una pala-
bra o dar una orden al margen de la voluntad de Dios tal cual
está formulada en las Escrituras, y ser juzgado como falso
testigo de Dios y un sacrilego si introduce doctrinas nuevas
en las enseñanzas del Señor u omite alguna de las que placen
a Dios» 64.
Ciertos historiadores modernos han buscado los orígenes
del monacato en corrientes filosófico-espirituales ajenas al cris-
tianismo; los primeros legisladores del cenobitismo, como se
ve, no pretendieron otra cosa que ayudar a los hombres a prac-
ticar las enseñanzas de la Sagrada Escritura en toda su inte-
gridad y pureza. Los apologistas y tratadistas de la vida mo-
nástica acuden constantemente a la Biblia en busca de argu-
mentos. Así, por ejemplo, el discutido autor de las Consulta-
tiones Zacchaei et Apollonii justifica, con gran acopio de textos
y ejemplos tomados de la Escritura, observancias monásticas
tales como la separación del mundo, el vestido humilde, el
ayuno, la virginidad y la continencia perfecta, la oración asi-
65
dua, el canto de himnos y s a l m o s . Casiano autoriza la vida
eremítica con los insignes ejemplos de Elias, Elíseo, Juan Bau-
tista y los esforzados judíos de quienes dice la carta a los
Hebreos: «Anduvieron errantes, cubiertos de pieles de oveja
y de cabra, necesitados, atribulados, maltratados, aquellos de
quienes no era digno el mundo; perdidos por los desiertos
y por los montes, por las cavernas y por las grietas de la
66
t i e r r a » . Y cita a continuación pasajes justificativos tomados
del Antiguo Testamento: «¿Quién dio libertad al asno salvaje
y rompió sus ataduras ? Le di el desierto por casa, y por tienda
la llanura salada. Burlándose de las muchedumbres de la ciu-
dad y no oyendo la voz imperiosa del arriero, vaga por los mon-
67
tes al pasto y se va detrás de toda hierba v e r d e » . «Andaban
« Regulae brevius tractatae 98. Para el concepto de obediencia en San Basilio, véase el
excelente estudio de J. GRIBOMONT, ObMssance et Évangile selon saint Basile le Grand: V S S 21
(1952) 192-215.
6 5
Consultationes 3,4-6.
« Heb 1 1 , 1 1 . 3 7 - 3 8 .
s 7
Job 38,5-8, según los Setenta.
La Biblia, regla de vida 455
8 7
Vita Antonii, pasim.
8 8
Cf. MG 46,280 y 800 (Moisés); 796-805 (Elias).
8 9
Referencias en P. CANIVET, Théodoret et le monachisme... p.265.
9 0
CSCO 160,1-2; H. BACHT, Pahhóme et ses disciples... p.45.
9 1
Vita Hypatii 24.
La Biblia, espejo del monje 459
L a tradición monástica
Los padres
n5 Collationes 2 , 1 1 .
»» Ibid., 14,9. Cf. 18,3; Instituto 1,2,2.
1 , 7
Collationes 2 , 1 3 .
464 C.3. Las fuentes de la doctrina monástica
En el vocabulario monástico, el nombre «anciano» no servía
para designar una categoría social, sino una categoría espiritual.
«Anciano» era el monje que, bien ejercitado en su juventud,
bajo la dirección de su propio «anciano», en el estudio y la
práctica de las Escrituras, en discernir el origen y el sentido
de los múltiples pensamientos y deseos que afloran en el cora-
zón humano, en adquirir las virtudes y desarraigar los vicios,
había alcanzado una auténtica madurez moral, poseía una rica
experiencia personal, conocía teórica y prácticamente la doc-
trina de los padres y, muy particularmente, había recibido los
dones del «discernimiento de espíritus» y de la «ciencia espiri-
tual», esto es, el conocimiento íntimo y vivo de la palabra de
Dios. De este modo, el «anciano» era apto para enseñar a los
demás y rodearse de discípulos deseosos de recibir de él el
sagrado depósito de la «tradición monástica».
El «anciano» era, o al menos tenía capacidad de ser, un
1 1 8
«padre espiritual» . Esto no implica necesariamente que hu-
biera recibido la ordenación sacerdotal o desempeñara el cargo
de superior de un monasterio o de un centro eremítico; antes
bien lo ordinario era que no fuera sacerdote ni ejerciera nin-
guna función jerárquica propiamente dicha. R. Reitsenstein
resume perfectamente la íntima convicción de todo el mo-
nacato antiguo cuando escribe: «Nadie puede ser padre espi-
l 1 9
ritual si él mismo no ha llegado a ser espiritual» . A l padre
espiritual no se le exigía nada más sino que fuera un auténtico
espiritual. Pero no era poco. Ser «espiritual» implicaba, en la
concepción de los antiguos, haber recibido el Espíritu Santo al
cabo de un duro y largo combate, como premio de la perseve-
rancia en el ascetismo. Sólo el perfecto era verdaderamente
«espiritual» y «portador del Espíritu» (pneumatophoros). De ahí
el valor definitivo que se atribuía a la palabra de los «ancianos».
Sus sentencias eran consideradas oráculos, y los monjes noveles
y, en general, cuantos no habían alcanzado aún la perfección
tenían obligación de consultarlos. Sólo el «portador del Espí-
ritu» podía comunicarlo a sus discípulos, y de este modo
1 2 0
engendrar hijos espirituales .
118 Para la paternidad espiritual en el monacato primitivo, véase sobre todo L . DÜRR,
Heilige Vaterschaft im antiken Orient. Ein Beitrag zur Geschichte der Idee des eAbbas»: Heilige
Üherlieferung, Festgabe I . Herwegen (Münster de Westfalia 1938) 1-20; J. DUPONT, Le nom
d'abbé chez les solitaires d'Égypte: V S 77 (1947) 216-230; I . HAUSHERR, Direction spirituelle en
Orient autrefois: O C A 144 (Roma 1955); B. STEIDLE, «Homo Dei Antonius». Zum Bild des
tMannes Cofres» im alten Mónchtum: Antonius Magnas Eremita p. 148-200; F. VON LILIEND-
FELD, Anthropos Pneumaticos-Pater Pneumatophoros: Neues Testament und Apophthegmata
Patrum: S P 5; T U 80 (Berlín 1962) 382-392; H. VAN CRANENBURGH, De plaats van de «abbas»
ais geestelijke vader in het oude monachisme: TGL 20 (1964) 460-480.
1 1 9
Historia monachorum und Historia lausiaca (Gotinga 1961) p.195.
120 Los maestros antiguos se mostraban muy exigentes en este punto. Era uno de sus
axiomas más indiscutibles que a ningún monje que no hubiera alcanzado tal grado de per-
fección le era lícito dedicarse a la enseñanza, la predicación, la dirección espiritual o el go-
Los padres 465
A los «ancianos», por lo tanto, se les daba también el nom-
bre de «padre», o, más exactamente, de abba, término semítico
que, más o menos modificado, pasó al griego, al copto, al ar-
menio, al georgiano, al latín y, en general, a todas las lenguas
antiguas y modernas del mundo cristiano. ¿Cuál fue la causa
de tan sorprendente difusión? La explicación de I. Hausherr
1 2 1
resulta la más aceptable . Abba aparece varias veces en el
1 2 2
Nuevo Testamento , que los monjes conocían muy bien,
pues lo aprendían y recitaban de memoria. De allí lo tomaron,
sin duda. A h o r a bien, en el Nuevo Testamento, el nombre de
abba se aplica exclusivamente a Dios, Padre de nuestro Señor
Jesucristo y Padre nuestro, y es el propio Jesús quien lo pro-
nuncia, o el Espíritu Santo quien nos lo hace pronunciar a nos-
otros. ¿No es irreverente aplicarlo a los hombres? Más aún,
parece contrario a la voluntad de Jesucristo, que prohibe a sus
123
discípulos llamarse «padres» y « m a e s t r o s » . San Jerónimo lo
1 2 4
pensó así, efectivamente . Pero luego cambió de opinión,
y usa la expresión sanctus pater para designar al superior de
monjes, que puede decir a Dios Padre: «Mi pueblo no está
1 2 5
sometido a mí, sino a ti; me sirve para servirte a t i » . Esta
es la única justificación posible. Si los monjes, y, a su imita-
ción, los demás cristianos, han llamado «padre» o «abad» a sim-
ples mortales, ha sido precisamente para rendir homenaje a la
única paternidad divina, de la que dimana todo otro género de
1 2 6
paternidad . Porque abba no era, en el mundo monástico
1 2 7
primitivo, un mero título honorífico . Los «hermanos» 11a-
bierno de los demás. Los que todavía se afanaban en tos trabajos de la ascesis purificadora,
debían desechar tales impulsos como verdaderas tentaciones del demonio. Evagrio Póntico,
por ejemplo, enseña que los deseos de dirigir a los demás son inspirados por la vanagloria
(cf. Antirrheticós: Vanagloria 9,13,18), y que a la sugestión que nos mueve a volver al mundo
«para instruir a hermanos y hermanas y conquistarlos a la vida monástica», hay que recha-
zarla con las palabras que dijo el ángel a Lot: «Sálvate en la montaña para no perecer con
ellos» (Antirrheticós: Vanagloria 1; la cita está tomada de Gen 19,17). Filoxeno de Mabbug
exclama en una de sus cartas: «i Dichoso el guia avisado, el que permanece en su puesto hasta
que sea designado por el Espíritu para ser guía de los demásl» (Carta a un superior... 5:
ed. F. GRAPFIN, p . 3 1 5 ) .
1 2 1
Cf. Direction spirituelle... p.21-22.
i " Cf. Me 14,36; Rom 8,15; G a l 4,6.
i " Cf. Mt 23,9-
Cf. In Gal. 4,6.
2
i ' In Ps. 143: CC 78,314.
i " Cf. Ef 3 , 1 5 .
1 2 7
Abba, con el correr de los tiempos, se aplicó, sobre todo en Occidente, a los superio-
res de los monasterios; pero originariamente servía para designar, como queda dicho, a los
monjes que, según la común estimación, habían alcanzado un grado elevado de perfección,
es decir, a los «ancianos". El abba de los primeros siglos monásticos no evocaba para nada la
jerarquía propiamente dicha: su autoridad emanaba espontáneamente de su unión con Dios,
de su santidad. En los Apotegmas, por ejemplo, se da este título a los monjes y a los hombres
de Iglesia, indistintamente, que se habían distinguido por sus virtudes, y, por consiguiente,
se habían hecho acreedores a que sus dichos y hechos se consignaran por escrito para trans-
mitirlos a la posteridad. Sin embargo, hay que añadir que la cortesía o el interés representan
a veces algún papel al atribuir el título de abba a ciertas personalidades eclesiásticas, como
Teófilo de Alejandría, que no brillaban precisamente por su santidad. Encontramos, además,
en los Apotegmas, «el abad del monasterio que San Epifanio poseía en Palestina» (Epifanio 1)
y «el abad del monte de Nitria» (Teófilo 1), lo que parece indicar que ya por entonces empe-
466 C.3 • Las fuentes de la doctrina monástica
maban «padres» a los «ancianos», porque los consideraban real-
mente como «padres espirituales», como personas que ejercían
la paternidad de Dios, y no tan sólo como simples consejeros
y directores de conciencia. Su cometido no estaba limitado
a enseñar, consolar, dirigir, corregir, resolver problemas mora-
les, etc. En los textos monásticos antiguos, el nombre de «pa-
dre», aplicado a un «anciano», debe tomarse en sentido propio
y real. Se trata de una verdadera paternidad, y no de una pa-
ternidad meramente legal y metafórica. El «padre espiritual»
era, como queda dicho, el hombre que, lleno del Espíritu Santo,
comunicaba la vida del Espíritu, engendraba hijos según el
Espíritu, hasta formar en ellos monjes perfectos, que, a su vez,
llegaran a ser «padres» y perpetuaran sobre la tierra el linaje
de amigos de Dios engendrando espiritualmente a otros hijos.
Que la paternidad espiritual no tenía nada que ver con
el sacerdocio, lo prueban, entre otros argumentos, el hecho
de que también hubo mujeres que fueron consideradas como
«madres espirituales». Evidentemente, al igual que los mon-
jes, las monjas podían llegar a poseer el Espíritu. La que lo
poseía recibía el título de amma o «madre», que corresponde
1 2 8
al título de abba, como lo advierte expresamente Paladio .
Amma, vocablo que recuerda el semítico em(ma), emparen-
tado con el copto mau, no implica necesariamente el ejercicio
de la maternidad espiritual, sino la capacidad de ejercerla;
por eso sería un error traducir siempre este nombre por el
de «abadesa» o «superiora» de una comunidad femenina. M u -
chas santas mujeres, sin duda en mucho mayor número que
el de santos hombres, pudieron tener escondida su alta calidad
espiritual, que les hubiera permitido, de presentarse la opor-
1 2 9
tunidad, guiar a otras almas por los caminos de Dios .
¿Cómo fueron los padres del monacato? ¿Qué rasgos fun-
damentales distinguimos en su figura moral?
Con el «discernimiento de espíritus», que los capacitaba
para aconsejar lúcidamente a sus discípulos, era, sin duda,
la caridad para con Dios y para con el prójimo su caracterís-
tica más destacada. Y la caridad, acompañada de una profunda
humildad, constituía esa dulzura y mansedumbre tan propias
de los más egregios monjes del desierto. Nada más ajeno de
nuestros «ancianos», en efecto, que la dureza, la inflexibilidad,
la incomprensión. Quien se confiaba a su tutela y los adoptaba
L a «filosofía e x t e r i o r »
l s s
Capitulo 1 3 : ed. ROBINSON, p.64-67.
1 5 6
J . PLAGNIEUX, Saint Grégoire de Nazianze: Théologie... p.127-128.
La «filosofía exterior» 473
1 5 7
Two Rediscovered Works... p.135.
»» Cf. ibid., p . 2 1 .
474 C.3. Las fuentes de la doctrina monástica
CAPÍTULO IV
La vocación
C o m p u n c i ó n y conversión
15 Ibid., 8,8,19.
16 Vita Fulgentü 2.
i ' Véase el hermoso estudio de U. Ranke-Heinemann, Das frühe Mónchtum. Set'ne Mo-
tive nach den Selbstzeugnissen (Éssen 1964).
18 Vies coptes p. 102-103.
Compunción y conversión 479
La renuncia
Retiro
8 0
Vies coptes p.268-269. Cf. Vita Antonii 3.
8 1
Historia lausiaca 22.
8 2
Epistula beali patris Arsenti 58: G. GARITTE, Une tlettre de S. Arséne» en géorgien:
Le Muséon 68 (1955) 273.
8 3
In Eph 4 hom.13,3: MG 62,92; Ad populum Antiochenum hom.6,3: MG 49,85; In
Matth. hom.20,2: PG 57,287.
8 4
In Matth. hom.7: MG 57,80; Ad Theodorum lapsum 1 , 1 7 : MG 47,303-
8 5
Ep. 2, dirección y principio: CSEL 54,10.
8 6
Vies coptes p. 198.
8 7
Cf. O . ROUSSEAU, Communauté ecclésiale et communaaté monastique: La Maison-
Dieu 51 (1957) 10-30.
8 8
De tnoribus Ecclesiae catholicae i,3i,'yí; ML 32,1339.
-
490 C.4- Renuncia y apartamiento del mundo
89
—secretissimi ab omni hominum conspectu —constituye la meta
a que esperan y desean llegar los auténticos anacoretas, por-
que creen sencillamente que serán tanto más monjes cuanto
más solitarios. L o prueba la autoridad irrecusable de la Vida
de San Antonio, en la que distinguimos claramente cuatro eta-
pas o huidas en su constante esfuerzo por desprenderse de
todo lo terreno y vivir sólo con Dios y para Dios; ahora bien,
como ya vimos, estas etapas en el camino de la soledad, que le
conducen finalmente a un monte austero y aislado donde es-
tablece su última morada terrena, representan, según el bió-
grafo, otros tantos estadios en su avance por la senda de la
perfección. San Atanasio, por lo demás, no experimenta la
menor necesidad de justificar la conducta de Antonio; al con-
tarnos sus heroicidades ascéticas, legitima la huida al desierto,
de la que hace los mayores elogios. «El personaje, su género de
vida, sus imitadores, todo es propulsado, alabado, exaltado.
Esta existencia es altamente recomendada; es tal vez nueva,
9 0
pero enteramente digna de aprobación» .
Diadoco de Fótice tiene una frase capaz de escandalizar al
moderno humanismo cristiano: «Desde todos los puntos de
9 1
vista, la separación del mundo [anachóresis] es útil» . No ha-
cía más que expresar un pensamiento común a los maestros
espirituales del monacato primitivo. ¿Daban, tal vez, dema-
siada importancia a este elemento peculiar y característico de
la vida monástica? ¿Despreciaban verdaderamente la obra del
Creador? Es posible que ciertos solitarios hicieran demasiado
poco caso de los valores temporales y aun que los condenaran;
pero no hay que tomar siempre sus palabras al pie de la letra,
pues se trata a menudo más bien de exageraciones de lenguaje
que de verdaderas actitudes vitales. San Agustín, de todos mo-
dos, más sensible al atractivo del monacato urbano y partida-
rio de poner límites a la fuga mundi, nota explícitamente que
algunos ermitaños «parecen haber dejado las cosas humanas
9 2
más de lo que sería justo» . Pero de ahí a acusar a los monjes
antiguos de maniqueísmo, como hicieron algunos de sus con-
temporáneos para injuriarlos y desprestigiarlos, hay un gran
paso. Nada puede justificar tal reproche, sobre todo si se di-
rige a los maestros del monacato. En una encuesta sobre
el «desprecio del mundo» en la literatura monástica latina de
la antigüedad, Jean-Claude G u y ha llegado a las siguientes
conclusiones: la expresión contemptus mundi no aparece en ella
8 9
Ibid., 1,3,66: col.1337.
'° O. ROUSSEAU, Communauté ecclésiale... p.18.
9 1
Capita centum de perfectione spirituali 18: SC 5bis.g4.
9 2
De moribus Ecclesiae catholicae 1,31,66: ML 32,1338.
Retiro 491
ni una sola vez, y cuando se trata de «despreciar» tal o cual va-
lor temporal, como, por ejemplo, las riquezas, el verbo con-
temnere equivale a renuntiare; los escritores monásticos de la
época no se planteaban la cuestión como lo hacemos nosotros,
mas el único teórico que aporta elementos para contestarla,
Casiano, no adopta una actitud pesimista respecto al mundo y
a las realidades materiales, antes bien se declara contra el dua-
lismo de las herejías de entonces, el gnosticismo y el maniqueís-
mo; la naturaleza creada, según él, no puede ser mala, porque
es obra de Dios, si bien la criatura sólo tiene de bueno aquello
que procede de Dios. «Para Casiano, si el monje vuelve las es-
paldas a las riquezas, al matrimonio, a la agricultura, no es
porque considera estos bienes despreciables en sí, sino porque,
para él, serían una distracción, lo desviarían del objetivo hacia
9 3
el que tiende» . L o mismo podría decirse de los maestros
orientales.
Con gran acopio de referencias a las fuentes del monacato
primitivo, Z. Alszeghy ha expuesto los motivos de la anachó-
resis monástica. La primera razón que impelía a aquellos hom-
bres, deseosos de salvarse a toda costa, a abandonar el mundo
era el deseo de librarse en lo posible de todo lo que puede im-
pedir esta salvación. Ahora bien, consideraban que el mundo,
el medio histórico concreto, era, a consecuencia de tantos pe-
cados, enemigo del reino de los cielos; pensaban que la gracia
no domina realmente en el hombre mientras éste es agitado
por las concupiscencias de este mundo; estaban convencidos
de que el demonio se sirve de los bienes terrestres para escla-
vizar al alma, mientras que los que logran despojarse de los
bienes de este mundo se vuelven espontáneamente hacia los
bienes celestiales. En realidad, la reacción contra el medio am-
biente del paganismo heleno, corroído por los vicios más ver-
gonzosos, puede explicar perfectamente la radicalidad e inclu-
so los extremismos de la anachóresis monástica. La segunda
razón expuesta por Alszeghy es que los monjes creían encon-
trar en la Escritura la invitación a huir del mundo, estaban
persuadidos de que Cristo ordena llevar una vida pobre y pa-
cífica lejos del mundo y de que la anachóresis es, como dice
Filoxeno de Mabbug, el medio de llegar a ser «imitador de
9 4
Cristo, compañero de Jesús» . Finalmente, el tercer motivo
consiste en la incompatibilidad de desarrollarse en la misma
persona los dos amores que pueden disputarse el corazón del
Destierro voluntario
L a profesión
1 1 7
Instituía 4,35.
Sermo de monachis, ascetis et eremitis li: LAMY, 4,170.
1 1 8
Apophthegmata, Poimén ¡ .
2
• ° Ibid., Poimén 2.
1 2 1
Coüationes 24,9.
La profesión 503
fortuna, San Arsenio renunció a ella diciendo: «Yo fallecí antes
1 2 2
que ese que acaba de morir» . ¿Cómo puede un muerto
heredar de otro muerto? A un clérigo que le reconvenía por
no haberse mostrado deferente con unos obispos que habían
visitado el lugar, le respondió el anciano Natanael: «Yo estoy
muerto para mis señores los obispos y para el mundo ente-
l 2 3
ro» . Abundan los textos que, implícita o explícitamente,
presentan la profesión como una muerte mística. Y, como
hemos visto en Casiano, no pocas veces este tema va unido
con el de la cruz. Así, cuando San Porcario, abad de Lérins,
aconseja al monje: «Abrázate a la cruz... como si estuvieras
1 2 4
ya muerto al mundo» . O cuando San Jerónimo escribe
a Eustoquia: «El que ha muerto con su Señor y con él ha
resucitado y ha crucificado su carne con todos los vicios y con-
cupiscencias de ella, no teme la tribulación, ni la persecución,
ni el hambre, ni nada absolutamente»; y, después de recordar
la muerte de Cristo, añade con su peculiar fervor: «La sola
paga digna es compensar sangre por sangre y, pues hemos
sido redimidos por la sangre de Cristo, morir de buena gana
1 2 S
por nuestro Redentor» .
Otro aspecto importante ofrece la doctrina sobre la profe-
sión en el monacato primitivo. Nuestros escritores la comparan
con frecuencia al sacramento de la iniciación cristiana; afirman
incluso que es un segundo bautismo. Y, en efecto, no se puede
negar que existen analogías entre ambos; analogías que sub-
rayarán más y más los rituales de los siglos posteriores a los
l 2 6
que nos ocupan en el presente volumen .
Antes de recibir el bautismo, el catecúmeno debe pronun-
ciar una solemne renuncia a Satanás. San Cirilo de Jerusalén
explica los términos de la fórmula usada en su Iglesia: erga
significa todas las acciones contrarias al logos; pompé, las fies-
tas más o menos relacionadas con la religión pagana y «la
pasión del teatro, las carreras de caballos, la caza y todas las
vanidades de esta clase»; latreía designaba propiamente el culto
1 2 7
idolátrico . A h o r a bien, sin duda alguna, la renuncia mo-
nástica que implícita o explícitamente tenía lugar en el acto
1 3 9
Jer 48,10; LXX.
4 0
1 instituta 4,33.
La búsqueda del paraíso perdido 507
141
«Según palabras del Apóstol , si vuelves a construir lo que ha-
bías destruido, te haces a ti mismo prevaricador. Mejor persevera
hasta el fin en la desnudez que has profesado en presencia de Dios
y de sus ángeles. Y no te contentes en permanecer simplemente en
este espíritu de humildad y paciencia que te ha hecho implorar con
tantas lágrimas, durante diez días, a la puerta del monasterio a fin
de ser admitido. Progresa en esta virtud y hazla crecer más y más.
Pues serla una gran desgracia si, en vez de progresar cada día más y
tender a la perfección como debes, volvieras atrás y cayeras en un
estado inferior al primero. Ya que 'será salvo' no quien hubiere
empezado a vivir en la renuncia, sino 'el que perseverare hasta
el fin'» i « .
CAPÍTULO V
LA ASCENSIÓN ESPIRITUAL
L a b ú s q u e d a del paraíso p e r d i d o
Un maestro de espiritualidad monástica de la antigüedad
enseñaba a sus discípulos:
«Desde su caida y su expulsión del paraíso terrenal, el hombre está
ligado por una doble serie de ataduras. Unas proceden de la vida
misma, de los cuidados que ella implica, del amor al mundo, a los
placeres carnales y las malas pasiones, a las riquezas y a los honores,
'"i Cf. Gal 2,18.
1 4 2
instituía 4,36. La cita es de Mt 24,13.
1 4 3
Cf. R. ROQUES, Éléments... P . 3 1 2 - 3 J 3 .
508 C-5. La ascensión espiritual
a toda ciase de creaturas; a la mujer, los hijos, los parientes, los lu-
gares, los vestidos; en suma, a todas las cosas visibles. Según la pa-
labra de Dios, el hombre debe desprenderse de todo esto por una
libre opción personal, pues cada cual está encadenado a estas cosas
visibles porque quiere. No podrá cumplir perfectamente la ley sino
después de escapar y librarse de todas estas ataduras. Pero, en el
interior, el alma humana se halla envuelta, cercada, encadenada por
los espíritus maléficos, que la mantienen en las tinieblas, le impiden
ver al Señor tanto como ella quisiera, creer y orar a su gusto. En to-
das partes, en el mundo invisible, encontramos hostilidad desde la
caída del primer hombre»
El camino de perfección
El itinerario espiritual que conduce al monje desde la «con-
versión» hasta las alturas de la perfección y le introduce de
algún modo, ya en esta vida, en el paraíso perdido, ha sido
descrito innumerables veces por los escritores de la antigüe-
dad. En realidad es un tema muy anterior al monacato. La
vida del hombre y su progreso en la virtud habían sido consi-
derados tradicionalmente como un camino, compuesto de di-
versos tramos. En la epístola a los Hebreos se concibe la exis-
tencia entera del cristiano como un viaje de retorno a su ver-
dadero hogar, el «reposo» de Dios, bajo la dirección de Cristo,
El camino de la perfección 511
1 0
Cf. K . HOLL, Enthusiasmus... p . 1 4 1 - 1 5 5 ; L . BOUYER, La vie de saint Antoine p.40;
cf. t i p.58-62.
1 1
j . QUASTEN, Patrología t.2 p.160.
1 2
Se conserva en siriaco y en latín: MG 34,405-410: edición crítica de A. Wilmart
(La letire spirituelle de l'abbé Macaire: RAM I [1020] 58-83). Como advierte J. Quasten (Pa-
trología t.2 p.173), no es seguro que la carta pertenezca realmente a San Macario de Egipto.
1 1
A. WILMART, La \>>**re spirituelle... p.50.
El camino de la perfección 513
2 1
Ibid., 1 1 , 6 .
2 2
F. GRAFFIN, Un inédit de l'abbé Isaie sur les étapes de la vie monastique: O C P 29 (1963)
449-454-
Grandeza y dinamismo de la vocación monástica 517
momento de su «conversión», de su renuncia, de su profesión;
atraviesa un espacio de purificación y de perfeccionamiento
moral; alcanza, si el monje ha sido fiel a la gracia, la libera-
ción de la tiranía de las pasiones, la plenitud de caridad, una
especial comunicación del Espíritu Santo; y, a partir de en-
tonces, la ruta se distingue por nuevas y maravillosas carac-
terísticas: una gran seguridad, una estabilidad sin zozobras,
el fervor, el gozo espiritual, una penetración cada vez mayor
en el conocimiento y en la familiaridad de Dios y del mundo
sobrenatural.
G r a n d e z a , d i n a m i s m o y a r d u i d a d de la
v o c a c i ó n monástica
2 3
I. Hausherr ha insistido repetidamente, con razón, en este punto. Cf., por ejemplo,
Penthos... p.32-33; Noms du Chn'st... p.127; Spmtualité' monaenle... p.17-18.
518 C.5. La ascensión espiritual
Porque—nótese bien—las teorías sobre el camino espiri-
tual del monacato no fueron excogitadas y consignadas por
escrito para excitar la admiración de los lectores. Eran algo
más que puras teorías: sus autores las presentaban como pro-
gramas obligatorios, como itinerarios que debían seguir cuan-
tos habían emitido de algún modo la profesión monástica. El
solo hecho de vestir el hábito monacal—no se repetirá bastan-
te—implicaba para los antiguos la obligación de tender a la
perfección sin desistir ni disminuir jamás la intensidad del es-
fuerzo. Profesar no significaba fijarse en un estado de perfec-
ción—en la vida monástica, tal como la concebían los antiguos,
nada era estático—, sino empezar a andar hacia una meta tan
sublime y lejana que nunca se alcanza del todo. A propósito
de Casiano se ha escrito con razón que «identifica monacato
y búsqueda de la caridad perfecta»; «monje no significa para
él sino el hombre que corre hacia la perfección... Su noción de
la vida monástica es enteramente dinámica, incluso militar
Se trata de un progreso interminable... Es monje quien se
pone en marcha de nuevo todos los días por esta carrera in-
2 4
finita» . L o mismo podría decirse, mutatis mutandis, de los
otros maestros de la espiritualidad monástica y aun de los pa-
dres del monacato simple, mucho menos inclinados a hablar
de las etapas superiores de la vida espiritual. El monje—dice
San Pacomio—debe avanzar incansablemente «por el camino
del Señor» y trabajar en la propia salvación con celo ardien-
2 5
te» ; y en otro lugar: «Progresa como las plantas jóvenes, y
agradarás a Dios como el becerro que echa cuernos y pezu-
2 6
ñas» . Los padres y maestros exhortaban continuamente a sus
discípulos a seguir avanzando, a progresar, a no dormirse en
el camino de la perfección, a no contentarse con lo ya avanza-
do. El mismo nombre de «monje» implicaba una exigencia cada
vez mayor de progreso, de perfección, de santidad. Según es-
tos textos, no se nace monje ni se convierte uno en monje por
el simple cambio de indumentaria. Ser monje se vislumbra,
por el contrario, como un término lejano y sublime, al que
sólo es posible llegar con los años, con el esfuerzo continuado
de todos los días y, naturalmente, con el auxilio de la gracia
de Dios. Apa José dijo: «No podrás llegar a ser monje si no
27
fueres enteramente llama, como el f u e g o » . Y Titoes, otro
de los padres famosos, al escapársele un suspito en presencia
de otro solitario, se excusó diciendo: «Perdóname, hermano,
2 4
A . DE VOGÜÉ, Monachisme et Églisc... p.232.
25 Catechesis: C S C O 160,2 y 29.
2 6
Ibid., p.23.
2 7
Apophthegamata, José 6.
Grandeza y dinamismo de la vocación monástica 519
que todavía no haya llegado a ser monje, puesto que he sus-
2 8
pirado en tu presencia» . Y Macario de Egipto, invitado a
dirigir la palabra a los solitarios de Nitria, confesó asimismo
que todavía no había llegado a ser monje, pero que había co-
nocido a verdaderos monjes: dos ermitaños que, procedentes
de un cenobio, vivían completamente aislados del mundo des-
de hacía cuarenta años y habían alcanzado el estado paradisía-
2 9
co del primer hombre . Son anécdotas reveladoras. En todas
hallamos la misma idea que de veras preocupaba a los autén-
ticos monjes: la de llegar a ser monjes; esto es, la de realizar
plenamente el programa espiritual que el nombre «monje», se-
gún ellos, encierra.
Los Padres no se cansaban de exhortar al progreso en el
camino del espíritu, no sólo porque conocían la flaqueza de la
humana naturaleza, que se cansa y rehuye el esfuerzo conti-
nuado, sino también porque eran conscientes de que la perfec-
ción no se alcanza nunca del todo, por mucho que se corra.
Uno de ellos, San Gregorio de Nisa, lo afirma rotundamente:
«La verdadera perfección nunca permanece inmóvil, sino que
siempre está creciendo de bien en mejor; la perfección no tie-
3 0
ne fronteras que la limiten» . Tales ideas—hay que notarlo—
no sólo eran una novedad, sino que contradecían la opinión
común de los intelectuales. Para los filósofos griegos, en efec-
to, la esencia de \z perfección, como lo indica el mismo vocablo
teleiosis, consistía en su calidad de cosa terminada y completa.
Pero Gregorio de Nisa, inspirándose en una tradición que
remonta a San Ireneo y Orígenes, objeta que, si esto fuera así,
en materia de virtud no podría haber perfección. Porque, se-
gún piensa, la virtud consiste esencialmente en un progreso,
en una marcha hacia adelante; lo que implica que la perfec-
ción de la virtud no puede ser otra cosa que un proceso conti-
nuo y sin fin. Gregorio de Nisa concibe este progreso y ten-
sión infinitos incluso en el seno de la beatitud eterna; es la
doctrina que J . Daniélou ha propuesto designar con el término
3 1
epéctasis, que toma del propio Gregorio . Si son bastante
raros los espirituales que le siguen hasta este extremo, la opi-
nión que mientras se vive en este mundo se puede y se debe
avanzar en el camino de perfección era general entre los monjes
antiguos.
Otro punto conviene subrayar aquí a propósito del progra-
ma espiritual del monacato primitivo: la convicción de que su
2 8
Ibid., Títoesó.
2 9
Ibid., Macario de Egipto 2.
3 0
De perfectione et qualem oporteat esse Christianum: MG 46,285.
3 1
Píatonismeet théologie mystique... p.291-307.
520 C.5. La ascensión espiritual
empresa constituía «el negocio más arduo que pueda imagi-
3 2
narse» . Ya su misma longitud hacía penoso el camino de
perfección; pero, además, durante su recorrido tenían que lle-
varse a cabo trabajos tan difíciles como deshacerse de los pro-
pios vicios y pasiones, luchar con los demonios, mantener el
cuerpo en la servidumbre mediante un riguroso ascetismo y
tantas otras cosas. Todo ello, claro es, resulta sumamente labo-
rioso para la naturaleza humana, y no es de maravillar que a la
pregunta: «¿Qué es un monje?», respondiera lacónicamente
apa Juan Colobós con esta sola palabra: Copos, esto es, «tra-
33
bajo fatigoso» . Ni que apa Isidoro replicara: «Hermanos,
3 4
¿tal vez no vinimos a este lugar a causa del copos?» Ni que
Zacarías definiera: «Quien se hace violencia en todo, éste es
35
m o n j e » . Recordemos la historia de Pablo el Simple, discípu-
lo de San Antonio, según la refiere Paladio: sólo después de
haber triunfado de las duras pruebas a que le sometió, mereció
oír de labios de su maestro la tan deseada noticia: «He aquí
3 6
que eres monje» . Igualmente significativas resultan las pa-
labras con que el viejo Palamón recibió al joven Pacomio, de-
seoso de abrazar la vida anacorética en su compañía: «Lo que
tú buscas no es una cosa cualquiera; de hecho, muchos hom-
bres vinieron acá por esta cosa y no la pudieron soportar; al
contrario, retrocedieron vergonzosamente, pues no quisieron
37
afanarse en la v i r t u d » .
«Afanarse en la virtud» es la divisa del monje que busca de
verdad a Dios y su paraíso. Porque, «si el hombre no trabaja,
3 8
no puede alcanzar a Dios» . De ahí que, necesariamente, la
vida monástica tenga que ser «trabajo» (ponos), «sudor» (hy-
dros), «fatiga» (copos). Y que tanto anacoretas como cenobitas
la consideren esencialmente como un «ejercicio» (áskesis), una
práctica constante de la mortificación y de la virtud, un con-
tinuo y penoso avanzar a través del desierto en busca de la
tierra prometida. Filoxeno de Mabbug recoge el común sentir
cuando escribe:
«Tú has sido llamado de Egipto, como los hebreos. El mar consti-
tuía una barrera ante ellos y los egipcios los perseguían. Delante
de ti se encuentra la terrible profundidad de las aflicciones, los su-
frimientos, los trabajos, las ansiedades, los tormentos, la penuria,
la pobreza, los dolores, las enfermedades, la privación de los amigos,
la separación de la familia, el alejamiento de los padres, el silencio,
35
- Cf. K . HEUSSI, Der Ursprung... p.218-266.
3 3
Apophthegmata, Juan Colobós 3 7 .
3 4
Ibid-, Poimén 44.
3 5
Ibid., Zacarías 1 .
3 6
Historia lausiaca 1 2 .
3 7
Vies copies p.84-85.
3
» Apaphthegrnata, El as 7.
La voluntad humana y la gracia divina 521
la quietud, la estrecha clausura, el vestido humilde, la vigilia, la con-
tinencia, la abstinencia, los oprobios y las injurias; si aflojas, los
trabajos y las fatigas, si obras con exactitud; las agotadoras velas noc-
turnas, la sed torturadora, enervante, extenuante. Todas estas cosas
y otras semejantes, como un mar temible, son barreras que obstacu-
3 9
lizan tu salida, y los demonios te persiguen como egipcios» .
«¡Qué puede haber de pesado o duro para aquel que abraza con
todo el ardor de su alma el yugo de Cristo y, firme en la verdadera
humildad y con la mirada fija en los sufrimientos del Señor, se ale-
gra en medio de todas las injurias, diciendo: 'Por lo cual me com-
plazco en las enfermedades, en los oprobios, en las necesidades, en
las persecuciones, en las angustias por Cristo, pues cuando parezco
40
débil, entonces es cuando soy fuerte'!»
L a v o l u n t a d h u m a n a y la gracia d i v i n a
5 3
De instituto christiano 46,25-47,11. La misma idea reaparece varias veces a lo largo del
tratado; cf., por ejemplo, p.57,13; 7 0 , 1 1 ; 84,1, etc.
5 4
Two Rediscovered Works... p.139.
5 5
Homilías espirituales 2 1 , 5 : ed. H. DÓRRIES, p.194.
5 6
W . JAEGER, TWO Rediscovered Works... p.105 y 106.
526 C.5. La ascensión espiritual
Los sacramentos
C o n c i e n c i a del p e c a d o
muerto a todas las cosas de este mundo; otro asegura que per-
manece de continuo sentado con María a los pies de Jesús;
un tercero, que hace compañía al Señor en el huerto de los
Olivos... El duodécimo, lleno de admiración, no sabe si lla-
mar a sus colocutores «hombres celestiales» o «ángeles terre-
nos»; pero sin duda les da una soberana lección de humildad
cuando les confiesa que sus propios pecados no le permiten
sino contemplar continuamente la perspectiva del infierno. «En
ella—añade—guardo mi espíritu, ejercitándome en la compun-
8 3
ción de la que el Señor ha hablado , juzgándome indigno del
cielo y de la tierra y meditando lo que está escrito: 'Mis lá-
8 4
grimas son mi pan día y noche'» .
El pensamiento del juicio universal era particularmente
apto para excitar la compunción de los monjes por una razón
muy concreta, como se ve en el siguiente apotegma de apa
Dióscoro:
«Si llevamos nuestro vestido celeste, no seremos hallados desnu-
dos; mas si no se nos hallare llevando aquel vestido, ¿qué haremos,
hermanos? Porque también nosotros habremos de oír aquella voz
que dice: 'Arroja a éste a las tinieblas exteriores; allí será el llanto y
8 S
el crujir de dientes' . Ahora bien, hermanos, será motivo de gran
infamia para nosotros si, después de haber llevado el hábito monás-
tico durante tantos años, en la hora del juicio no poseemos el vestido
86
nupcial» .
9 0
Historia religiosa, prólogo.
9 1
Apophthegmata, Arsenio 4 1 .
9 2
Verba seniorum 3,17: ML 73,862.
9 3
Cf. W . VÓLKER, Das Volkommenheitsideal... p.159.
9 4
H. DORRIES, The Place... p.285.
Conciencia del pecado 533
bre: tomar su culpa sobre sí mismo en presencia de Dios y
9 5
esperar ser tentado hasta su último aliento» . Como aquel
padre a quien sus discípulos querían convencer de que estaba
libre de faltas, el monje debe responder: «Si pudiera ver todos
mis pecados, tres o cuatro hombres no serían bastantes para
9 6
lamentarlos con sus lágrimas» . Pero hay algo mucho más
profundo en esta conciencia del pecado tan propia del desier-
to: «Ante la santidad de Dios, se desvanece pronto el concepto
de que el pecado... puede ser vencido en un período de tiem-
9 7
po más o menos largo» . No tardan los monjes en convencer-
se de que el hombre es pecador por naturaleza. Su experien-
cia de todos los días se lo va enseñando. No sólo los pecados
que tal vez cometieron en su vida pasada en el mundo, sino
los malos pensamientos y las perversas inclinaciones que ellos
designan con el nombre de logismoi, y que en el desierto les
atacan de continuo con redoblada intensidad, les hacen ver
claramente cuál es su condición. Y a medida que van avanzan-
do por el camino de perfección, van descubriendo más y más
cuál es su miserable estado de pecadores. «Cuanto más el hom-
bre se acerca a Dios—decía apa Matoes—, tanto más se ve
9 8
pecador», y alegaba el ejemplo de Isaías , que «en el momento
9 9
en que vio a Dios se llamó a sí mismo miserable e impuro» .
Aceptar esta realidad, enfrentarse con ella cara a cara y esfor-
zarse por no olvidarla nunca, son actitudes fecundas en con-
secuencias. Los rasgos ascéticos y penitenciales que presenta
la vida monástica se explican, en gran parte, por este sentido
del pecado, de la condición pecadora del hombre, tan arraiga-
do en nuestros monjes.
Y no sólo se consideraban individualmente como pecado-
res: se reconocían además miembros de una humanidad caída
y manchada, sentían cómo los pecados del género humano pe-
saban de algún modo sobre ellos. Nuestros textos lo testi-
fican abundantemente. San Pacomio, por ejemplo, describía
así la situación del mundo en su tiempo:
«Ya no hay padre que enseñe a su hijo, ni hay hijo que obedezca a
su padre. Las vírgenes prudentes han desaparecido. Todos los santos
padres murieron. Ya no hay madres ni viudas, y hemos llegado a ser
como huérfanos. Los humildes son pisoteados, se pega en la cabeza
a los pobres. Falta poco para que la ira de Dios estalle y nos visite, sin
que haya nadie que pueda consolarnos. Todo esto nos ha sucedido
10
porque no hemos hecho penitencia» ° .
9 5
Apophthegmata, Antonio 4 .
9 6
Ibid., Dióscoro 2.
9 7
H. DÓRRIES, The Place... p.280.
9
« Is 8.
9 9
Apophthegmata, Matoes 2.
100 Catéchése á propos d'un moine rancunier: CSCO 160,21
534 C.5. La ascensión espiritual
ioi Ib¡d.,p.25-
2
i» Ibid., p.2I.
IOJ Véase t.l p.352-353.
104 Prov24,l6.
ios Collationes 22,13.
El amor de Dios y la imitación de Cristo 535
sus mismas pasiones, sus mismas tentaciones. L o maravilloso
es que lograran superar la condición humana, no que alguna
vez sucumbieran y San Orsiesio tuviera ocasión de exclamar
con acento trágico: «¡Oh monacato, levántate y llora sobre ti
mismo; levántate y llora sobre tu respetable hábito que lleva-
1 0 6
rán los que pertenecen al género de los cerdos y los m u l o s ! »
El a m o r d e D i o s y la imitación d e C r i s t o
«Nos apartamos del mal, o por temor del castigo, y tenemos la dis-
posición del esclavo, o, movidos por el incentivo de la recompensa,
cumplimos los mandamientos por las ventajas que nos reporta, y nos
parecemos a los mercenarios, o acaso obramos el bien a causa del mis-
mo bien o por amor de aquel que nos dio los mandamientos, regoci-
jándonos de haber sido considerados dignos de servir a un Dios tan
1 0 7
grande y tan bueno, y tenemos así las disposiciones de los hijos» .
CAPÍTULO VI
EL ASCETISMO CORPORAL
L a «ciencia p r á c t i c a »
U n a v i d a diferente y difícil
Trabajo
2 6
Apophthegmata, Silvano 5.
2 7
Ibid.. Juan Colobós 2.
2
» Ibid., Antonio i .
548 C-6. El ascetismo corporal
2 9
ganar su pan con su propio trabajo . Y apela a su propio
ejemplo: «Aun cuando no nos hubiera faltado la asistencia de
nuestros padres, hemos estimado, sobre todas las riquezas, la
presente desnudez. Antes de poner nuestra confianza en su
ayuda, hemos preferido ganar con el propio sudor el cotidiano
alimento, pues, si exige mucho trabajo esta penuria, la repu-
tamos superior a la ociosa meditación de las Escrituras y a las
vanas lecturas que tanto encomias». También él—asegura A n -
tonio—se hubiera dedicado exclusivamente a la oración y la
lectura si el ejemplo de los apóstoles se lo hubiera enseñado
o lo hubieran determinado así los padres. Pero quien no tra-
baja, no sólo es infiel a la tradición del Apóstol y de los padres,
sino que, además, defrauda a los pobres, pues sólo los que
por flaqueza o enfermedad corporal no pueden ganar su pan
3 0
tienen derecho a vivir de lo ajeno .
En sus instrucciones monásticas insiste San Basilio con la
mayor energía en el deber del trabajo. Así escribe: «Todo pre-
texto de pereza es pretexto de pecado, pues se debe dar prue-
bas de celo, así como de paciencia, hasta la muerte. Y , según
las palabras mismas del Señor, la pereza, unida a la maldad,
3 l
condena al perezoso: 'Siervo malo y haragán'» . Y en otro
lugar, contestando Basilio a las preguntas: «¿Hay que descui-
dar el trabajo so pretexto de oración y salmodia?; ¿cuáles son
los tiempos oportunos para la oración?; y, en primer lugar,
¿hay que trabajar?», escribe entre otras cosas: «No es preciso
decir cuan gran pecado sea la pereza, puesto que el Apóstol
afirma claramente que el que no trabaja no tiene derecho
a comer. Del mismo modo que cada uno tiene necesidad del
alimento cotidiano, así también debe trabajar según sus
i 2
fuerzas» .
El hermano de Basilio, Gregorio de Nisa, reprocha a cier-
tos monjes que, «desdeñando las exhortaciones del Apóstol
y no comiendo su propio pan como se debe, sino teniendo la
boca abierta al de los otros, hacen de la ociosidad un arte de
3 3
vivir» .
Incluso los maestros del monacato sirio alaban el trabajo
3 4
manual de los monjes. Así, San Juan Crisóstomo , y aun el
mismo Teodoreto de Ciro, pese a su gran entusiasmo por la
oración, cuya primacía defiende opportune et importune. En su
Historia religiosa nos habla Teodoreto de monjes que excluían
2
' Cita Act 20,34 y I Tes 3,7-9.
3 0
Collationes 2 4 , 1 1 - 1 2 .
3 1
Regulae brevius tractatae 69. La cita es de Mt 26,26.
3 2
Regulae fusius tractatae 37,2. La cita es de 2 Tes 3,10.
3 3
De virginitate: GCS 25,184.
3 4
Cf. L. DALOZ, Le travail selon S. Jean Chrysostome (París 1959) p.161-165.
Trabajo 549
«No dice [el Señor] tan sólo que 'no siembran ni recogen', sino que
añade: 'ni almacenan en la despensa'... ¿Por qué, pues, quieren ellos
tener las manos ociosas y la despensa llena? ¿Por qué recogen los
frutos del trabajo ajeno, y los guardan y conservan para utilizarlos to-
dos los días? Eso no lo hacen las aves del cielo. Quizá hallen modo de
encomendar a otro también este trabajo para que cada día les sirvan
la provisiones preparadas. Pero por lo menos toman el agua de las
fuentes y construyen cisternas y pozos para obtenerla y conservarla.
45
Eso no lo hacen las aves del cielo» .
« Jn 6,27.
4 1
Le 10,42.
« 1 Tes 5,17.
4 3
Mt 6,25-34-
4 4
SAN AGUSTÍN, De opere monachorum 1,2.
« Ibid., 23,27.
Trabajo 551
nuestros maestros, debía trabajar. «El que no quiera trabajar,
no coma»: ésta es la razón más obvia. Hay que trabajar para
ganarse el sustento. A diferencia de los sacerdotes y clérigos,
ocupados en el servicio de la Iglesia, los monjes no tienen de-
recho a vivir del Evangelio. «Si son evangelistas»—escribía
Agustín—, «confieso que tienen [este derecho]. Si son minis-
tros del altar y dispensadores de los sacramentos, lo reclaman
46
justamente y no se lo a r r o g a n » . Pero no son nada de esto,
sino simples monjes, y deben trabajar para subvenir a sus pro-
pias necesidades.
Además, debían trabajar en beneficio del prójimo, espe-
cialmente de los huéspedes y de los necesitados. Es éste un
punto verdaderamente importante de la tradición monástica,
en el que podemos comprobar, una vez más, la influencia de
la Escritura sobre el ideal de los monjes antiguos. San A n t o -
nio y sus discípulos en el desierto, San Pacomio y los herma-
nos de su koinonia, los monjes de Oriente y los de Occidente,
trabajaban generalmente para tener con que agasajar a sus
huéspedes y socorrer a los pobres. L o s textos que nos lo ase-
guran son numerosos y de indudable autenticidad. No pu-
diendo citarlos todos, nos limitaremos a exponer la doctrina
de San Basilio, gran patriarca del monacato oriental, que,
como es sabido, reexaminó toda la teoría y la práctica del as-
cetismo y la fundamentó de nuevo sobre los inconmovibles
pilares de la palabra de Dios.
Como se recordará, una de las ideas más firmes y omni-
presentes de Basilio era que no se debe omitir ningún pre-
cepto evangélico, por pequeño que sea; de ahí que busque
por todos los medios una vía de conciliación y acoplamiento
de los textos que a primera vista parecen contradictorios. Esto
ocurre cuando se trata del trabajo de los monjes. Del examen
de sus Reglas morales se infiere que, según él, el trabajo mo-
nástico se sitúa en un contexto de pobreza y, más aún, de
caridad. «Hay que desprenderse de todo en beneficio de los
necesitados, y, una vez desposeídos de los propios bienes, una
vez pobres, trabajar con nuestras manos, más que para pro-
curarnos lo necesario para la vida, con el fin de seguir ayu-
dando a nuestros hermanos con el fruto de nuestro trabajo.
Esta es la doctrina que Basilio extrae del Nuevo Testamento
en su afán de armonizar los textos que parecen contradecirse,
47
y facilitar así el cumplimiento de todo el Evangelio» . La
misma doctrina e idéntica preocupación por armonizar los
4 6
Ibid., 21,24-
4 7
M. P É R E Z DE L A B O R D A , Trabajo y caridad... p.142.
552 C.6. El ascetismo corporal
diferentes textos se hallan también en la primera edición de
su Asceticón:
«Pregunta 1 2 7 : ¿Conviene tener solicitud por las necesidades de
la vida y, existiendo otro precepto del Señor que dice: 'Procuraos el
4 8
alimento que permanece' , no será superfluo aplicarse al trabajo ma-
nual?
Respuesta: El Señor mismo explicó su precepto en otro pasaje.
Pues cuando dijo: 'No os inquietéis sobre qué comeréis o qué bebe-
réis; las gentes de este mundo se afanan por todas estas cosas'; y aña-
4 9
dió: 'Buscad, pues, el reino de Dios y su justicia' , quiso decir cier-
tamente que no conviene buscar nada para la vida. Indicó lo que hay
que buscar cuando, después de decir: 'No os procuréis el alimento
¡
perecedero', añadió: 'Sino el que permanece hasta la vida eterna' 0,
Cuál sea este alimento, mostrólo en otro lugar cuando dijo: 'Mi ali-
5 1
mento es hacer la voluntad del Padre que me envió' . Ahora bien,
la voluntad del Padre es dar de comer a los hambrientos, dar de be-
ber a los sedientos, vestir a los que están desnudos, y otras cosas se-
mejantes. Y lo que se nos enseña en otro lugar: 'Mejor trabaje cada
uno, ocupándose con sus manos en algo de provecho de que poder
5 2
dar a los que tienen necesidad' . En conclusión, según lo que nos
enseñan tanto el Señor en el Evangelio como el Apóstol, es evidente
que no debemos estar solícitos ni trabajar para nosotros mismos, sino
que, obedeciendo al mandato del Señor y a causa de la necesidad de
nuestros prójimos, debemos ser solícitos y trabajar con mayor aten-
ción; sobre todo porque el Señor recibe como hecho a sí mismo lo
que hiciéremos a sus siervos, y promete el reino de los cielos a cam-
5 3
bio de tales servicios» .
S o l e d a d y clausura
7 2
Apophthegmata, Arsenio i y 2.
™ Ibid., 3 2 .
i* Cf. instituía 3,2.
7 5
Collationes 3 , 1 .
7 6
Verba seniorum 3,2.
7 7
Cf. I. H A U S H E R R , Penthos... p.93.
7 8
Collationes 2,2.
Soledad y clausura 557
«La celda del monje es el horno de Babilonia en el que los tres
jóvenes hallaron al Hijo de Dios; es la columna de nube desde
79
la que Dios habló a Moisés» '. Más aún, los anacoretas esta-
ban convencidos que, fuera de la soledad, no podía haber ver-
dadero conocimiento de Dios, verdadera contemplación. «Vos-
otros sabéis, mis queridos hermanos—escribía San A m m o -
nas—, que, desde la prevaricación, el alma no puede conocer
a Dios como es debido si no se aparta de los hombres y de
8 0
toda distracción» . O, como dice otro anciano, el monje debe
renunciar al conocimiento de los hombres, «a fin de que, libre
su pensamiento de todo cuidado, el conocimiento de Dios
8 1
venga a habitar en é l » . L o que Casiano, buen representante
del monacato docto, traduce así en su lenguaje abundante:
8 4
Sexmo de monachis, ascetis et eremitis 7: L A M Y , 4,158.
8 5
Diálogo de los ancianos sobre los pensamientos, 2: ed. J.-C. GUY, Un dialogue... p.177.
8 6
Vita Antonii 85. Cf. Apophthegmata, Antonio 10.
8 7
Apophthegmata, Antonio 3 1 .
8 8
Verba seniorum 2,14.
Soledad y clausura 559
el inacabable transcurrir de su. monótona vida en el desierto
emprendiendo algún viaje. U n viaje de devoción, natural-
mente. Hubo muchos que realizaron largas peregrinaciones.
Sin embargo, los padres no lo aprobaban. Evagrio Póntico,
por ejemplo, se opuso a que la diaconisa Severa y sus compa-
ñeras de vida religiosa emprendieran un largo periplo espiri-
tual; pensaba que, en vez de aprovecharles para el progreso de
sus almas, les perjudicaría. «Me sorprenderá mucho—añade
Evagrio—que en todo el trayecto no beban del agua del Nilo,
8 9
sea por los pensamientos, sea por las acciones» . El mismo
Evagrio, a pesar de las reiteradas instancias de sus amigos,
rehusó abandonar la soledad del desierto: «Pretendo vivir como
solitario y no conversar con los hombres, pues no es posible
ver a Dios si no expulsamos enteramente de nuestro intelecto
las pasiones y las imágenes de este mundo, que está lleno de
9 0
escándalos y de una multitud de lazos» . Gregorio de Nisa
desaconsejaba a los monjes peregrinar a Tierra Santa:
«El cambio de lugar no acerca a Dios; mas, estés donde estés, Dios
irá a ti si la hostería de tu alma es tal, que el Señor pueda habitar y pa-
searse en ti. Pero si tienes a tu hombre interior lleno de pensamientos
malos, aunque estuvieras en el Gólgota, en el monte de los Olivos
o junto al memorial de la resurrección, estarías tan lejos de recibir a
Cristo en ti como el que no ha empezado aún a confesarle. Aconseja,
pues, a los hermanos que abandonen sus cuerpos para ir a juntarse
9 1
con el Señor, pero no dejen Capadocia para ir a Palestina» .
Silencio
I. Hausherr ha distinguido tres grados de soledad, que
corresponden a las tres órdenes que la voz misteriosa dio a
Arsenio cuando éste pidió a Dios que le enseñara el camino
de salvación: fuge, tace, quiesce; huye de los hombres, guarda
1 0 7
silencio, mantente en la quietud . En primer lugar, uno
106 Véase t . l p.106.
1 0 7
Apophthegmata, Arsenio 1-2.
Silencio S 6 3
1 0 8
I. H A U S H E R R , L'hésychasme... p.r8.
1 0 9
Sobre el silencio religioso carecemos todavía de un estudio satisfactorio. Py . eG e v e
Solitude et sííence chez saint Jéróme: RAM 40 (1064) 265-276. ' ' '
1 1 0
Apophthegmata, Poimén 8.
' » Ibid., Titoes 2.
" 2 Ep. 12,4: PO 10,606.
1 1 3
P. S A L M Ó N , Le silence... p.17.
i " Homilías 4: S C 44,106.
564 C.6. El ascetismo corporal
que los monjes antiguos consideraban el silencio como una
especie de panacea universal; su virtud, según ellos, tenía
efectos generales e infalibles.
Tanto los maestros de anacoretas como los legisladores del
cenobitismo dieron reglas sobre el silencio. Notemos que nin-
guno lo impone de una manera absoluta; callar siempre no es
humano, no puede imponerse a nadie; si algunos monjes prac-
ticaron esta ascesis, fue por propia voluntad. Los anacoretas,
más que del silencio, se ocupan del buen uso de la palabra.
Así, al principio de su estancia en el desierto, Evagrio Póntico
recibió esta lección: «Cuando visites a alguien, no hables antes
que el otro te pregunte»; y Evagrio, maravillado, dijo: «Créeme
que he leído muchos libros, pero jamás encontré sabiduría
1 1 5
semejante» . Esta costumbre de los padres, que se convirtió
en ley, se basa en la discreción. Es preciso distinguir el tiempo
y las ocasiones en que es útil hablar según Dios; y ¿cómo estar
seguro de que Dios quiere que hablemos con utilidad espiri-
tual, si nadie nos pregunta? Luego, cuando Evagrio, a su vez,
se convirtió en maestro de monjes, aconsejaba: «Di muy dis-
tintamente lo necesario, en un tono conveniente y apropiado
a las exigencias del oído, haciendo escuchar tu palabra de un
modo inteligible y en voz alta, a fin de hacerla llegar agrada-
blemente a los oídos de los que te escuchan. Guárdate de
decir alguna cosa que no hayas examinado antes por ti mismo.
Guárdate asimismo de esconder, por envidia, la sabiduría a los
1 1 6
que no la poseen» . «Si hablas con tus compañeros, examina
1 1 1
tu palabra, y, si no es palabra de Dios, no hables» : he aquí
una regla preciosa y difícil, que resume bien la doctrina de los
maestros del desierto. Lo importante es decir únicamente lo
que conviene desde el punto de vista sobrenatural. A h o r a bien,
si se tiene esto presente, lo más normal es que el monje esté
callado. Los Apotegmas atribuyen a San Arsenio esta máxima
famosa: «Muchas veces me he arrepentido de haber hablado,
1 1 8
pero jamás de haber callado» , que, en realidad, si hemos de
1 1 9
prestar fe a Plutarco , remonta a Simónides, es decir, al
siglo v antes de Cristo.
En cuanto a los legisladores del cenobitismo, es claro que
estaban persuadidos de que sus monjes podían ser solitarios
viviendo en comunidad gracias, sobre todo, al silencio. Pero
esto suelen darlo por supuesto. Conociendo el carácter de las
1 2 9
Apophthegmata, Pambo 2.
3
> ° Ibid., Teófilo 2.
1 3 1
Historia religiosa 15 y 19.
Estabilidad 567
1 3 2
por Dios, también» . El silencio es importante en la vida
espiritual, pero el uso de la palabra presenta tal vez mayor
interés. L o que importa sobre todo es que, tanto al hablar como
al callar, el monje sea impulsado por motivos sobrenaturales.
A l mismo Poimén se le atribuye otro dicho no menos certero:
«Los hay que parecen callar, y su corazón condena a los demás.
Esos tales hablan sin cesar. A l contrario, alguien habla desde
la mañana hasta la noche y guarda silencio, pues nada dice que
l 3 3
no tenga una utilidad espiritual» . A s í como no puede haber
verdadera soledad si ésta no va acompañada del silencio, así
el silencio exterior vale muy poco si no va acompañado del
silencio interior.
Con el silencio sucedió lo que con la soledad. A l principio
se insistió en él sobre todo porque era un medio de huir del
pecado. La lengua que no conoce trabas, fácilmente se deja
arrastrar a la murmuración, a la detracción y a toda clase de
conversaciones pecaminosas. Pero, en seguida, los monjes fieles
a su vocación se dieron cuenta del valor místico del silencio.
Y ya no se habló tan sólo de callar para no pecar, sino también
de callar, porque callar es «dulce». Así, en este apotegma si-
ríaco: «El que se ha dado cuenta de la dulzura del silencio que
reina en su celda, no evita a su vecino, porque le desprecia, sino
1 3 4
a causa del fruto que recoge del silencio» Si el monje quiere
estar solo, es para gozar de una compañía infinitamente más
deseable que la de los hombres; si quiere practicar el silencio,
es para conversar con Dios. Este aspecto místico es lo que
explica, sobre todo, el culto al silencio que practicaron los
grandes monjes del pasado. En Arsenio, en Pambo y en sus
semejantes se cumple esta doble ley correlativa: el silencio los
conduce a las cimas de la vida de oración, y el hecho de vivir
en tales cumbres los hace silenciosos. Cuantos han gustado
las dulzuras del coloquio interior se distinguen por su amor
al silencio.
Estabilidad
Castidad
En el sistema ascético del monacato primitivo ocupan un
lugar muy relevante los elementos más directamente relacio-
nados con la egcráteia.
Vehículo de un concepto griego más bien que judío, la voz
egcráteia no tiene, en los idiomas modernos, un término equi-
valente que agote todo su significado. El Patristic Greek Lexi-
cón, de Lampe, propone como traducción nada menos que
tres vocablos: «templanza», «continencia» y «abstinencia»; a los
1 4 4
que podría añadirse, con toda propiedad, «autodominio» .
Naturalmente, no se trata aquí de la egcráteia heterodoxa
o encratismo, que, en nombre de principios dualistas, más
o menos conscientes, sobre el origen del mundo, condenaba la
materia y tendía a imponer a todos los cristianos, como con-
dición de salvación, la abstinencia del matrimonio y de «ali-
mentos fuertes», esto es, la carne y el vino. Tampoco nos refe-
rimos a la egcráteia que predicaron los filósofos paganos. Los
Padres de la Iglesia y los escritores monásticos hablan de una
egcráteia perfectamente cristiana y libre de todo error dualista,
que ponen en relación con otras virtudes y actividades espiri-
tuales, como la oración y la contemplación. A veces, la consi-
deran como fundamento de toda vida santa y sostén de todo
hábito bueno; su influencia—dicen—se hace sentir en toda la
actividad del hombre. «Quien se contiene respecto al deseo
de honores, es humilde; quien se domina con respecto a las
riquezas, es pobre en el espíritu querido por el Evangelio;
quien modera su indignación y cólera, es manso. La perfecta
egcráteia fija una medida a la lengua, un límite a los ojos y re-
1 4 5
frena los oídos» . En este sentido, la egcráteia «puede descri-
birse como el desarrollo y consumación de la renuncia. M a n -
tiene libre el alma una vez ha sido librada por el acto de la
I 4 6
renuncia» . Pero, ante todo y especialmente, es la egcráteia
«la abstinencia de las cosas agradables practicada en orden
1 4 7
a amortiguar el orgullo de la carne» , es «la madre de la casti-
1 4 8
dad» . La soledad espiritual y la integridad física del cuerpo
son sus cuidados más peculiares; la castidad perfecta y la mo-
deración en los alimentos, sus prácticas preferidas; y puesto
que la abstinencia en el comer y beber está sobre todo al ser-
1 4 4
LAMPE, p.202. M . Viller ha escrito que la egcráteia es una «virtudba stante difícil
de definir»; wes a la vez castidad, continencia, abstinencia, templanza y dominio propio»
(Aux sources de la spiritualité de S. Máxime: les oeuvres d'Évagre le Pontique: R A M I I [1930]
173-174)-
1 4 5
Regulae fusius tractatae 16,3.
1 4 6
DIADOCO DE FÓTICE, Capita centum de perfectione spirituali 42: S C sois.109.
1 4 7
Regulae fusius tractatae 16,2.
"« Ibid., 18.
Castidad 571
158 Instituía 1 1 , 1 8 .
1 ? 9
Historia monachorum 1,4-9.
16° Collationes 7,26.
l
i « Ibid., 15,4-
i « Ibid., 5.10.
574 C.6. El ascetismo corporal
Ayuno
1 6 3
Para el ayuno en el monacato primitivo, véase R . ARBESMANN, Fasting and Prophecy
in Pagan and Christian Antiquity: Traditio 7 (1949-1951) 1 - 7 1 (especialmente las pági
nas 32-36); M . MUSURILLO, The Problem of Ascetical Fasting in the Greek Patristic Writers:
ibid., 1 2 (1956) 1-64; P. REGAMEY, L'áge d'or des Peres: Redécouverte du jeúne (París 1959)
51-82; A.-J. FESTUGIÉRE, Les moines d'Orient t.i (París 1961) 59-74.
1 6 4
Este punto ha sido tratado de un modo casi exhaustivo por J. HAUSLEITER, Der Vege-
tcmanismus in den Antibe: ReítgionsGeschichth'che Versuche und Vorarbeiten; ed. L. MALTEN
y O. WEINREICH, t.24 (Berlín 1935) p.3l6ss.
Ayuno 575
«Hazte cenceño para entrar por la puerta estrecha; bebe agua para
beber la ciencia; aliméntate de legumbres para llegar a ser sabio en
los misterios; come con medida para amar sin medida; ayuna para
ver... Quien come legumbres y bebe agua, cosecha visiones y reve-
laciones celestes, la ciencia del Espíritu, la sabiduría divina y la ex-
plicación de las cosas escondidas; el alma que vive de esta manera
18s
percibe lo que la ciencia humana no puede conocer» .
185 Ibid, p . 4 1 3 .
186 L'áge d'or... p.5y.
7
i* Ibid., P-52SS.
188 Citado ibid., p . 5 2 .
189 Collationes 2,20.
i"> De ieiunio 8: J . M U Y L D E R M A N S , Evagriana Syriaca p.ist.
i » ! Instituía 5 , 1 3 .
580 C.6. El ascetismo corporal
yermo era con frecuencia la de aventureros muy audaces, a la
1 9 2
medida de su santa violencia» .
A primera vista, la lectura de nuestros maestros espiri-
tuales no nos causa esta impresión. Así, por ejemplo, hacién-
dose eco de la doctrina de Evagrio y de la Historia lausiaca,
sobre todo en el prólogo, Diadoco de Fótice puede escribir
estas líneas aparentemente muy suaves:
Velas nocturnas
Apa Teodoro dijo: «El cuerpo del monje se debilita co-
miendo poco pan». Pero otro anciano replicó: «Se debilita to-
2 0 7
davía más velando durante la noche» .
En realidad, ayunos y velas nocturnas van de ordinario a
la par en la doctrina y en las descripciones de la vida de los
monjes antiguos. Ayunos y vigilias es la fórmula que, para
Casiano, resume las prácticas de mortificación del monje. Son
los remedios clásicos para curar los «vicios de la carne» y man-
tener la vivacidad del espíritu.
Pasar en vela una parte de la noche era una costumbre muy
2 0 6
Les moines d'Orient t . i p.71-72.
207 Verba seniorum 4,18.
Velas nocturnas 583
generalizada de la Iglesia antigua. La «mística» de la espera
del Esposo invitaba a ello. Además, los ángeles y los bien-
aventurados en el cielo no duermen nunca. San Cipriano ani-
maba a sus fieles a «imitar lo que vamos a ser: como en el
reino tendremos sólo el día, sin intervención de la noche,
velemos en la noche como si gozáramos de la luz; destinados
a orar y dar gracias a Dios eternamente, ya aquí no cesemos
2 0 8
de orar y dar gracias» . Sólo los mortales tienen necesidad
de reparar las fuerzas mediante el sueño—recordaba San Agus-
tín—; sólo así les es dado vivir a intervalos: «No está de acuer-
do consigo mismo—añadía—quien desea vivir siempre y no
gusta de velar prolijamente. Desea que no exista la muerte
y no quiere recortar su imagen. Esta es la causa, ésta la razón
por qué el cristiano debe ejercitar frecuentemente su alma
2 0 9
en velas nocturnas» .
Los fieles solían pasar en vela parte de la noche del sábado
al domingo y las vigilias de las grandes solemnidades litúrgicas
y de las fiestas de los mártires locales. Los monjes, en cambio,
tanto en los desiertos como en las ciudades y pueblos, velaban
todas las noches, tanto para entregarse conjuntamente a la
salmodia del oficio acostumbrado como para dedicarse a la
oración privada y la meditatio de la Escritura, o, simplemente,
para vencer el sueño.
Porque consideraban el sueño como un pernicioso y solapa-
do favorecedor de sus enemigos. Como decía apa Poimén, «todo
2 1 0
descanso del cuerpo es una abominación para el Señor» .
¿Y qué descanso hay más completo que el sueño? El monje
debe vigilar continuamente. Sus enemigos son tantos y tan
agresivos, que al menor descuido pueden infiltrarse en la for-
taleza interior y conquistarla. La conciencia del monje debe
permanecer siempre, en cuanto sea posible, muy despierta.
Abandonarse voluptuosamente al sueño durante las horas de
la noche, parecía a nuestros ascetas un error vitando. El sueño
—lo sabían por experiencia—fomenta la indolencia, la pereza
y la actividad de los bajos instintos. De ahí que «la filosofía
monástica no tuviera en cuenta el sueño. Sólo el desvelo y las
211
vigilias eran compatibles con la vida e s p i r i t u a l » .
La doctrina sobre las velas nocturnas corría sobre todo en
forma de ejemplos. San Arsenio «acostumbraba pasar toda la
noche en vela»; al despuntar la aurora, cuando ya no podía
resistir más, decía al sueño: «Ven, siervo malo», y, sentado,
208 De dominica oratione 36: CSEL 3,1,203-294.
209 Sermo de nocte sancta 2: ed. G. M O R I N , p.20-21.
210 Verba seniorum 4 , 3 1 .
A . V Ó Ó B U S , History... t.2 p.2Ó4.
2 1 1
584 C.6. El ascetismo corporal
2 1 2
dormía un poco . El gran anacoreta solía decir: «Una hora
2 1 3
de sueño basta al monje, si es luchador» . ¿Y qué monje no
se consideraba un luchador? Doroteo, otro asceta acérrimo,
respondió a quien le invitaba a tenderse un rato sobre la estera
y descansar: «Si persuades a los ángeles que duerman, persua-
2 1 4
dirás también al hombre celoso» . El monje debía ser señor
del sueño, como contaba de sí mismo apa Sarmatas: «Cuando
215
digo al sueño: 'Vete', se va; cuando le digo:' Ven', v i e n e » .
Los que no lo habían dominado, lo combatían prácticamente
por todos los medios posibles.
Cierto que también, respecto al sueño, dieron los padres
y maestros del monacato consejos y directrices llenos de su
famosa «discreción». Casiano enseña que, como lo ha demos-
trado la experiencia, una excesiva privación del sueño es tan
perjudicial como el exceso contrario; la prudencia, de acuerdo
con la humildad, aconseja en este punto seguir la regla co-
2 1 6
mún . Pero ¿cuál era esta costumbre general? En Egipto
dormían dos horas en la madrugada del domingo, y unas tres
los demás días. Y esto que los monjes coptos solían ser los
más moderados en punto de ascetismo corporal. Seguramente,
podríamos repetir aquí con toda la razón lo que dice P. R. R é -
gamey de la discreción en materia de ayunos: la discreción de
los monjes antiguos era la de hombres que extenuaban siste-
máticamente sus cuerpos sin llegar a causarse la muerte, ni
caer en la locura, ni embrutecerse... L o único que se conse-
guía prácticamente al seguir las normas de la «discreción» era
racionalizar el combate, pero no suprimirlo ni disminuirlo.
Tal vez nadie haya celebrado con más entusiasmo, poesía
e insistencia que San Efrén las excelencias de las velas noc-
turnas de los ascetas, su carácter heroico, sus ventajas espiri-
2 X 1
tuales, su irrecusable necesidad . Los que pasan la noche
en vela son comparables a los ángeles; purificados por las vigi-
lias, están preparados para recibir al Esposo; la gloria y el
paraíso de delicias serán la recompensa de los que perseveren
despiertos en la alabanza de Dios. Acentúa San Efrén la im-
portancia de las velas nocturnas mediante una serie de exempla
bona y mala. Entre los primeros cita los de Moisés, Josué, David
(con particular insistencia), Elias, Job, Jonás, Daniel, los Ma-
Pobreza
«Sobre todo, huye del oro como de enemigo insidioso del alma y
padre del pecado, servidor del diablo. No te expongas a ser acusado
de acaparador so pretexto de servir a los pobres. Si alguien te da di-
nero para los pobres y sabes que algunas personas sufren necesidad,
aconseja a aquel a quien pertenece el dinero que lo lleve a los herma-
nos necesitados, no sea que, recibiendo tú este dinero, manches tu
2 2 8
conciencia» .
2 5 3
A. veces la idea es expresada por otros nombres equivalentes, como catorthoma, vo-
cablo de origen estoico, pero ya de dominio común, que significa un hecho cumplido, un
recte factura, como dice Cicerón.
2 5 4
Apophthegmata, Epifanio 4.
2 5 3
Ibid., Dióscoro I .
Otras prácticas del ascetismo corporal 593
CAPÍTULO VII
EL ASCETISMO ESPIRITUAL
L a perfección
i
596 C.7. El ascetismo espiritual
de Dios» o la «vida eterna». Ahora bien, subraya fuertemente
Casiano que la pureza de corazón no debe confundirse con la
renuncia por la cual el hombre penetra en el estado monástico.
Abandonar todas las cosas de este mundo—familia, patria, ri-
quezas, placeres, honores—no es lo mismo que haber alcanza-
do la perfección, ni mucho menos; es tan sólo ponerse en ca-
7
mino para llegar a ella . Se da el caso de que un monje ha re-
nunciado a grandes fortunas y luego tiene el corazón apegado
a objetos tan triviales como un punzón o una aguja; uno puede
haber distribuido a los pobres todas sus riquezas, y «seguir tan
celoso de un manuscrito, que no sufre que otro lea en él una
8
sola línea o simplemente lo toque» . Tampoco consiste la per-
fección en la práctica del ascetismo corporal; todos estos «ejer-
cicios» corporales no tienen valor alguno sino en cuanto son
medios que conducen a ella. El monje fijará su morada en la
soledad, se someterá a la ley del ayuno, perseverará en velas
nocturnas, se aplicará al trabajo manual y a la lectura de las
Escrituras sólo para llegar a poseer la «pureza de corazón»,
9
que no es otra cosa que la caridad . Sólo la «pureza de cora-
zón»—la caridad—cuenta verdaderamente; es lo único que im-
porta para penetrar en la vida eterna. Todo lo demás resulta
accesorio y debe tenerse por tal. No significa gran cosa omitir
algunas de las prácticas del ascetismo corporal con tal que lo
principal permanezca indemne. En cambio, de nada serviría
haber cumplido a la perfección todos los ejercicios accesorios
si no se obtuviera aquello a lo cual se ordenan: la «pureza de
1 0
corazón» .
Para llegar a la «pureza de corazón» o perfección de la ca-
ridad y, a través de ésta, a la vida eterna, al mismo tiempo que
se aplica el monje a los ejercicios corporales que hemos anali-
zado en el capítulo anterior, debe realizar en su interior la
«segunda renuncia», es decir, combatir y extirpar los vicios
del hombre interior. Estos vicios son, en realidad, las únicas
posesiones que realmente le pertenecen y, al propio tiempo,
las únicas que son radicalmente malas; renunciar a ellas, por
1 1
lo tanto, es absolutamente necesario . Casiano insiste repeti-
damente, y bajo diferentes formas, en esta idea capital a lo largo
de sus Instituciones y de sus Colaciones: el ascetismo corporal
no tiene valor alguno sino en cuanto favorece y expresa la re-
nuncia interior. ¿Qué utilidad puede tener, en efecto, llevar
7
Collationes i , 5 .
» Ibid., 1 , 6 .
» Ibid., 1,7-8.
10 Ibid.. 1,7.
» Ibid., 3,8-0.
La «milicia cristiana» 597
a cabo todas las renuncias visibles, las que constituyen al
monje a la vista de todos, si bajo el sayal continúa existiendo
un alma mundana y llena de vicios? ¿Cómo es posible llegar
a poseer la verdadera perfección, si todo se reduce a puras
apariencias externas? L o único verdaderamente esencial para
quien abraza el estado monástico, esto es, un estado que no
tiene otra razón de ser que conducir a la perfección cristiana,
consiste en abandonar «las costumbres, vicios y afectos anti-
1 2
guos tanto del alma como del cuerpo» .
L a «milicia cristiana»
Desarraigar los vicios y plantar las virtudes: he aquí, en
compendio, todo el trabajo ascético del monje. Pero antes de
abordar este tema capital de la espiritualidad del monacato
antiguo es preciso subrayar con fuerza un aspecto muy impor-
tante de esta espiritualidad; nos referimos a la idea, tantas v e -
ces repetida en nuestros textos, según la cual la reforma de
las costumbres y la purificación de los vicios no puede llevarse
a cabo sin una larga y violenta lucha.
Pasar del estado carnal del hombre del mundo al estado
espiritual del cristiano perfecto, implica necesariamente una
guerra, que los ascetas antiguos estaban seguros de desarro-
llar en un doble frente. Primero, tenían que combatir los há-
bitos inveterados del hombre viejo y destruir las pasiones
desordenadas que, más o menos despiertas, anidan en el fondo
del corazón humano. En segundo lugar, debían luchar contra
los demonios. Efectivamente, por el pecado original, la hu-
manidad entera se hizo esclava del Tentador por antonomasia,
y, aunque Cristo nos rescató de esta funesta esclavitud y cada
uno de los cristianos renuncia solemnemente a Satanás al re-
cibir el bautismo, los demonios no cejan de hacer la guerra a
Dios ni de hostigar a los hombres decididos a sacudir efecti-
vamente el antiguo yugo. Y a lo decía San Antonio: «Cuando
los demonios ven a los cristianos, y muy especialmente a los
monjes, esforzarse y progresar, al punto los atacan y tientan,
13
poniéndoles obstáculos para interceptarles el c a m i n o » . Y a
Orígenes, basándose en una frase de San Pablo, había distin-
guido dos grandes períodos en el conflicto espiritual: los que
todavía andaban lejos de la perfección, luchan contra la carne
y la sangre; los perfectos, como Pablo y los efesios, contra los
1 4
malos espíritus que señorean el mundo .
12 Ibid,3,6.
1 3
Vita Antonii 23.
O R Í G E N E S , In Iesum Nave hom.11,4: G C S , Orígenes 7 p.364. El texto en que se apoya
1 4
es Ef 6,12.
598 C.7. El ascetismo espiritual
Para los antiguos, decir «monacato» era lo mismo que decir
agón, combate. Hacerse monje, según San Jerónimo, equivale
1 5
a correr al campo de batalla (ad proelium festinare) . San
Juan Crisóstomo reconoce: «¡Grande es el combate de los mon-
1 6
jes!» A lo largo de toda su obra considera Casiano la vida
monástica muy particularmente como una larga lucha espiri-
tual. San Pacomio exhortaba a sus discípulos a llevar hasta el fin
17
«el combate del monacato» . En un sermón latino, probable-
mente de Fausto de Riez, se dice que los monjes no se retiran
del mundo a descansar seguros en el ocio, sino a batirse (ad
1 8
pugnam, ad certamen, ad agonem) . En suma, la idea de lucha
domina todo el horizonte del monacato antiguo a partir de la
misma Vida de San Antonio, en la que resalta con frecuencia
y singular vigor.
Cierto que el tema de la «milicia espiritual» remonta a una
1 9
gran antigüedad . Era frecuente entre los filósofos griegos,
especialmente entre los estoicos. Mas, en el Nuevo Testamen-
to, y aun en el Antiguo, tiene un significado distinto. Se trata
de una guerra en que Dios—o, más tarde, Cristo—lucha en sus
fieles. San Pablo precisa sus elementos y su estrategia. En sus
cartas aparece por primera vez la expresión «soldado de Cris-
20
to» —destinada a repetirse innumerables veces a lo largo de
toda la tradición de la Iglesia—; la vida del cristiano es presen-
tada como una perpetua milicia, y se describe detalladamente
2 1
la armadura de que debe revestirse . El tema fue enriquecién-
dose poco a poco. San Ignacio de Antioquía usa términos mi-
litares en su carta a San Policarpo, y Tertuliano, San Cipriano
y otros muchos autores de la antigüedad aplican la expresión
«soldado de Cristo» especialmente a los mártires y a los confe-
sores. El bautismo fue llamado por entonces el «sacramento
de la milicia», y la guerra espiritual que sostenían los fieles
era calificada de espectáculo maravilloso a los ojos de Dios y
de sus ángeles. Se representaba a la Iglesia como el «campa-
mento de Dios» (castra Dei), y a los herejes y cismáticos como
rebeldes y desertores.
En la historia literaria de la «milicia cristiana» merece es-
pecial mención el gran Orígenes. Su espiritualidad posee un
carácter acentuadamente dramático. Para él, toda la vida del
cristiano es un perpetuo combate,-que se desarrolla en el ser
1 5
Ep, ad Praesidium: ed. G . M O R I N , p.56.
16 De sacerdotio 6,5: M G 48,682.
7
1 Cathéchése d propos d'un moíne rancumer: CSCO 160,25-26.
i* Sermo I ad monachos: CSEL 2 1 , 3 1 4 .
i' Para este tema, véase una bibliografía escogida supra, p.6 nota 1 3 .
2
° 2 Tim 2,3.
« Ef 6,10-18.
La «milicia cristiana* 599
mismo del hombre. El espíritu (pneuma) y la carne (sarx) se
disputan el alma (psyché), sede del libre arbitrio y de la per
sonalidad. Don divino, el espíritu se identifica con la con
ciencia moral y conduce el alma a la oración y contemplación;
mientras que la carne, en sí buena, pero impuesta al alma des
pués de la caída de las esencias intelectuales-—Orígenes supo
ne la teoría de la preexistencia de las almas—, es fuente de
tentaciones. Pero no se limita a esto el combate espiritual, sino
que tiene dimensiones cósmicas. En efecto, además de la car
ne y el espíritu, se interesan por el alma dos clases de seres
muy diferentes: los ángeles y los demonios. A l producirse la
caída de las esencias intelectuales a causa del diferente uso de
la libertad de que Dios las había dotado, unas apenas se apar
taron de Dios, y se convirtieron en ángeles, mientras que otras
llevaron la rebelión hasta el extremo, y se convirtieron en demo
nios y fueron precipitadas en lo profundo del abismo. Entre
ambos mundos, el angélico y el diabólico, se hallan las esen
cias intelectuales que no cayeron más allá de la tierra; se con
virtieron en almas y fueron dotadas de un cuerpo humano.
Ahora bien, el alma humana puede alcanzar el estado angélico
con la ayuda de Dios y de los espíritus buenos, pero también
es capaz de seguir a los malos espíritus y precipitarse con ellos
2 2
en el abismo .
Los monjes heredaron el dramatismo de la espiritualidad
de Orígenes. Y se apropiaron, naturalmente, la idea de la «mi
licia espiritual» o «milicia cristiana», que desarrollaron a porfía
en todos sus aspectos. Tan suyo se hicieron este tema, que mu
chas veces las expresiones «militar para Cristo», «milicia espi
ritual», «milicia de Cristo» o «milicia celeste» equivalen a «vida
monástica», y miles Christi se convierte en sinónimo de monje,
como lo atestigua gran cantidad de textos. Así, por ejemplo,
San Agustín habla de los «soldados de Cristo», es decir, los
monjes, que «luchan en silencio, no para matar a los hombres,
sino para derrotar a los príncipes, potestades y espíritus de
2 3
maldad, esto es, al diablo y a sus ángeles» .
Es tanta la importancia de este tema, que no puede faltar
en las poéticas descripciones de la vida monástica que esmal
tan las homilías de San Juan Crisóstomo:
«Nada saben ellos [los monjes] de tristeza. Antes bien, como han
clavado en los cielos sus cabanas, así, lejos de las penalidades de la
presente vida, han puesto sus reales acampados contra el diablo, a
quien hacen la guerra como danzando. He aquí justamente la razón
2 2
H. CROUZEL, Origine, précurseur du monachisme: Théologie... p.27.
23 Ep. 220,11. Otros textos en G. M. COLUMBAS, El concepto... p.283-285.
600 C.7. El ascetismo espiritual
por qué, clavadas allí sus tiendas, han huido de las ciudades, plazas
y casas. En efecto, quien tiene que hacer la guerra, no puede morar
2 4
de asiento en casa...»
Y en otro pasaje:
«Contemplemos... aquellos ejércitos espirituales... No acampan en-
tre lanzas, como nuestros soldados..., ni armados de escudos y cora-
zas. No. Desnudos los veréis de todo eso, y, sin embargo, llevando a
cabo hazañas como no son capaces de cumplir los soldados imperiales
con sus armas. Y si eres capaz de comprenderlo, ven, dame la mano y
vamos los dos a esta guerra y veamos el orden de combate. Porque, sí,
también éstos hacen diariamente la guerra, y pasan a cuchillo a sus con-
trarios, y vencen a todas las concupiscencias que a nosotros nos ase-
dian. Allí las contemplarás derribadas por tierra, sin poder ni respi-
rar. Allí se ve puesta por obra aquella sentencia del Apóstol que dice:
'Los que son de Cristo han crucificado su carne con todas sus pasiones
y concupiscencias'. ¡Mira qué muchedumbre de cadáveres tendidos,
atravesados por la espada del espíritu!... ¡Mirad cuan espléndida
victoria! El trofeo que todos los ejércitos de la tierra reunidos no son
capaces de levantar, aquí lo levanta cada uno de los monjes, y derri-
bado está ante ellos cuanto significa desvarío y locura, las palabras
descompuestas, los vicios locos y molestos, el orgullo y cuanto de la
25
embriaguez toma sus armas» .
L o s m o n j e s y los d e m o n i o s
3 4
Vita Danielis 14.
3 3
Cf. Collationes 8 , 1 2 .
3 6
Historia monachorum 20,15-16.
3 7
Les moines d'Orient 1.1 p.32-33.
Demonología del desierto 603
3 8
diablo . Los textos que nos lo muestran han representado un
importante papel en la vida monástica. Los monjes antiguos,
especialmente los ermitaños, consideraban con toda verdad
la vida espiritual como una guerra invisible, triunfalmente
inaugurada por Cristo en la soledad, y se sentían llamados a con-
tinuarla con él y como él. Nuestros textos no dejan lugar
a dudas sobre este punto. En realidad, como lo ha demostra-
do K. Heussi, lo que atrajo a tantos monjes al desierto no fue
tan sólo el deseo de estar solos o la búsqueda del lugar privi-
legiado en que Dios suele hablar al corazón del hombre, sino
también el propósito de combatir y vencer al demonio en sus
3 9
propios dominios . Como escribe H. Bell, «un psicólogo mo-
derno reconocería en su combate un forcejeo interior contra la
lujuria de la carne y las tentaciones más sutiles del espíritu,
pero para ellos y sus admiradores eran sus adversarios visibles
40
y tangibles espíritus del infierno» .
D e m o n o l o g í a del desierto
3 8
Mt 4,1-14; Me 1 , 1 2 - 1 3 ; Le 4 , 1 - 1 0 .
3 9
Der Vrsprung... p . m .
4 0
H . B E L L , Egypt/rom Alexander the Great to the Arab Conquest (Oxford 1948) p.109-110.
604 C.7. El ascetismo espiritual
matizaciones poderosas y dignas de admiración no pueden
41
desvirtuarlas .
Los demonios—dicen nuestros maestros—no fueron ¿rea-
dos como son actualmente. Espíritus superiores, no permane-
cieron en su primer estado, sino que se rebelaron contra Dios
y se apartaron del estado original: la contemplación de las cosas
celestiales. Angeles caídos, «no son igualmente feroces y apasio-
4 2
nados, ni poseen la misma fuerza y la misma malicia» . Tienen
gustos diversos e incluso son hostiles entre sí. Sin embargo,
todos coinciden en una cosa: movidos por el odio y la envidia,
hacen la guerra a Dios y a los hombres de Dios, y se oponen
en cuanto pueden al avance del reino de Cristo. El tiempo y la
experiencia han hecho de Satanás un consumado maestro en
esta guerra espiritual. «Ya hace casi seis mil años que el demo-
nio está atacando al hombre», había escrito San Cipriano; «ya
se sabe por el mismo uso todo género de tentaciones y las artes
43
e insidias de d e r r i b a r » . Bien lo experimentaban nuestros
monjes. En la gran batalla de dimensiones cósmicas en que el
demonio está comprometido desde hace tanto tiempo, despliega
una táctica rica en recursos. Sus acometidas se distinguen por
su variedad. Satanás y sus ángeles caídos forman a veces un
verdadero ejército, con sus cuadros de mando y una estricta
disciplina militar; otras, prefieren el combate singular, y atacan
uno después de otro, empezando siempre por los menos fuertes.
Todos ellos, en efecto, tienen su especialización, sea cual fuere
su jerarquía. En general, suelen mostrarse ágiles, tenaces, hábi-
les y astutos. Su humor es cambiante. De vez en cuanto parecen
alegres y juguetones; con mucha más frecuencia, pretenden ate-
rrorizar al solitario con amenazas, gritos, aullidos y horribles
espectáculos. Adoptan las más diversas formas: a veces, anima-
les; a veces, humanas, híbridas o completamente fantásticas.
San Hipacio, por citar un ejemplo entre mil, solía ver muchos
demonios; en cierta ocasión se le aparecieron cuatro «en forma
44
de camellos con cuellos y cabezas de serpientes» . Es una
forma harto curiosa y seguramente digna de verse. También
tomaban el aspecto de leones, leopardos, osos, onagros, áspides,
escorpiones, dragones, hipocentauros, bestias humanas con pier-
nas y pies de asno, monstruos de tres cabezas... Con cierta fre-
cuencia se los veía bajo la apariencia de pequeños y nauseabun-j¡
dos negritos. Pero también se disimulaban bajo las formas más^
normales de mujeres seductoras, clérigos heréticos y dispu--
4 1
Para la demonología de Evagrio y Casiano, véase DS 3,196-205 (Evagrio) y 208-210
(Casiano).
4 2
Collationes 7,20.
4 3
Ad Fortunatum 2.
4 4
Vita Hypatii 28.
Demonología del desierto 605
4 7
Epist. ad Chüonem 2.
4 8
Ep. 1 3 , 5 : PO 10,610.
« Ep. 9,1: PO 10,589.
5 ° Ep. 9,3: PO 10,591. El editor de estos textos, M. Kmoskó, nota que muchos autores
de la antigüedad, como Tertuliano, Cirilo de Jerusalén, Casiano, etc., aducen estas palabras
como si fueran de la Escritura.
5 ' Collationes 7,xo.
5 2
Apophthegmata, Sinclética 14.
La armadura del monje 607
5 3
los hombres» ; ni siquiera pueden acercarse a una bestia sin
5 4
la autorización divina .
Como ya tuvimos ocasión de señalar, un sano e incontras-
table optimismo atraviesa la literatura del monacato primi-
tivo. La naturaleza humana es buena, recta; está inclinada al
bien. Dios creó al hombre de un modo irreprochable. No
peca sino el que quiere. El demonio nada puede contra nos-
55
otros sin el consentimiento de nuestra propia v o l u n t a d .
Todo nos invita a ser optimistas. El demonio no es más que
5 6
un tirano impotente, vencido por Jesucristo . Por poco que
se les resista, se puede comprobar que todos los espíritus del
mal, aun los aparentemente más temibles, son seres despre-
ciables. Ni siquiera les es dado disimular su presencia, que
se ve descubierta por indicios infalibles. La fetidez que dejan
en todas partes es una de estas señales. Otra, todavía más
característica, es la turbación que causan en los corazones
sometidos a su acción. Además, su penetración psicológica
no pasa de mediocre. No teniendo acceso al secreto de las
conciencias—privilegio exclusivo de Dios—, se ven limitados
a conjeturar por las manifestaciones exteriores los efectos que
sus sugestiones producen en el interior del individuo 57. Su
manera tumultuosa de actuar, las máscaras de que continua-
mente se sirven, prueban su impotencia y cobardía. Sus ar-
mas, aunque múltiples y eficientes, resultan ineficaces ante
5 8
la menor resistencia de nuestra p a r t e . De ahí que, si un
monje sucumbe a sus ataques, por muy digno de compasión
que sea, nadie sueñe en excusarle: la culpa es enteramente
suya por no haber sido solícito en el uso de los excelentes
medios de defensa que tenía a su disposición.
L a a r m a d u r a del m o n j e
«i Cf. Ef 6 , 1 1 - 1 8 .
«2 Oración (Mt 1 7 , 2 1 ; Me 9,29). Ayuno y sobriedad (1 Pe 5,8; Mt 24,42-44; 5,49). Sa-
grada Escritura (Heb 4,12; Le 3,4ss). Invocación del nombre de Jesús (Me 9,38; 16,17;
Mt 7,22; Le 9.49. etc.).
«' Hom. in Num. 25,4- Cf. también 20,1; 7.6.
64 Cf. M. MARX, ¡ncessant Prayer... p.52-56.
65 Cf., por ejemplo, Vita Antonii 1 3 .
66 Mónita 30: ed. A. WII.MART, p.478.
" Apophthegmata, Agatón 9.
La armadura del monje 609
cosas terribles acerca de la conducta de los demonios para
6 8
con el monje que o r a .
La Biblia constituye, según nuestros maestros, otra arma
69
de gran eficacia en el combate e s p i r i t u a l . Los monjes anti-
guos pudieron saberlo por la misma Escritura. Grávidas de
misterio y múltiples enseñanzas son las tentaciones de Jesús
que nos narra el Evangelio. Sin duda, los monjes las medita-
ron largamente—como asimismo todo el episodio de Cristo
en el desierto, su modelo de vida preferido—, y de esta medi-
tación dedujeron dos lecciones que aquí nos interesan parti-
cularmente. En primer lugar, pudieron enterarse de que los
demonios se sirven incluso de la misma palabra de Dios para
atacar a los hombres. Pronto habían de experimentarlo ellos
mismos, pues ya San Antonio advertía a sus discípulos que
«con frecuencia pretenden citar trozos de la Escritura» con el
70
fin de p e r d e r l o s . Y lo mismo enseña, por ejemplo, Casiano
cuando escribe que «toman las preciosas palabras de las Es-
crituras» y les atribuyen «un sentido diferente y pernicioso,
a fin de ofrecernos, bajo el aspecto engañoso del oro, la ima-
71
gen del u s u r p a d o r » . Nada podía, evidentemente, avalar me-
jor las perversas sugestiones del Enemigo que la referencia
explícita a la palabra de Dios.
Mas si los textos bíblicos, dolosamente aducidos, pueden
convertirse en arma mortal en manos de los demonios contra
los ascetas incautos, el ejemplo de Cristo—y ésta es la segun-
da lección que los monjes sacaban del episodio evangélico—
prueba que podemos y debemos servirnos también nosotros
de la Escritura para rebatir al Tentador. Adoctrinados por el
mismo Señor, los padres de la vida monástica adoptaron y
recomendaron este método defensivo. A u n el simple «rumiar»
de textos bíblicos era, para ellos, uno de los medios más efica-
7 2
ces para detener a los malos espíritus . Todos los demonios,
por poderosos que sean, sucumben ante la palabra de Dios
recitada con fe y aducida con amor. Refiere Casiano una cosa
extremadamente curiosa y significativa a este respecto. Su
propia experiencia y la de los ancianos le permitían asegurar
que en su tiempo los demonios no poseían ya la misma po-
tencia que en tiempos anteriores, cuando todavía eran pocos
los monjes que habitaban el desierto; era entonces tan fiera
su violencia, que sólo unos pocos anacoretas de virtud pro-
L o s aliados del m o n j e
8 4
Antirrheticós, praef.: F R A N K E N B E R G , p.473.
8 5
Ibid., Tristeza 27: F R A N K E N B E R G . p.507.
8
<> Heraclidis Paradisus 7: M L 74,278. Cf. Apophthegmata, Moisés 1.
8 7
Así, por ejemplo, S A N J U A N C R I S Ó S T O M O , in Matth. hom.8,4: M G 57,87; PSEUDO-
B A S I L I O , De renuntiatione saeculi 2: M G 31,620-632.
614 C.7. El ascetismo espiritual
El d i s c e r n i m i e n t o de espíritus
L a dirección espiritual
1 1 7
instituía 4,g.
>>» Deut 32,7.
1 1 9
Apophthegmata, Antonio 3 7 .
1 2 0
Historia lausiaca 27,
La dirección espiritual 621
tables, pues aseguraba que «muchos se infligieron la muerte,
uno lanzándose de lo alto de una peña, otro abriéndose el vien-
tre con un cuchillo, y otros de otras maneras»; y concluía: «Por-
que es un gran pecado no manifestar en seguida el propio mal
a quien tiene la ciencia antes de que la enfermedad se haga
121
c r ó n i c a » . Con razón, pues, dijo Juan Colobós: «Nadie rego-
cija tanto al enemigo como los que no manifiestan sus pensa-
1 2 2
mientos» .
La dirección espiritual, que tanto recomendaban los monjes
antiguos, se funda, como ya queda apuntado, en el hecho bien
comprobado de que la diácrisis falta a los jóvenes, a los prin-
cipiantes y, con frecuencia, a monjes de edad madura y aun
a los viejos. Los tales son como ciegos en la vida espiritual;
si no los guía alguien que vea bien, normalmente se extravían.
Esta es la razón por la cual a los padres de Escete, para citar
un ejemplo, no les gustaba que los hermanos vivieran comple-
tamente solos. El ermitaño, al menos hasta haber alcanzado
un grado eminente de madurez espiritual, necesita de un amigo,
un consejero, un apoyo, un consolador; alguien que le corrija
y le ayude a seguir adelante por la senda estrecha y áspera
de la vida monástica; necesita, en una palabra, de un padre
espiritual, tal como lo concebían los antiguos. Por eso, en las
lauras de Palestina no se permitía que ningún monje abando-
nara el cenobio para vivir como kelliotes, esto es, en una celda
separada, antes de poseer la discreción de espíritus; se consi-
deraba que hasta aquel momento necesitaba de la tutela con-
tinuada de un «anciano».
Los Apotegmas de los padres nos permiten vislumbrar cómo
se realizaba en la práctica esta dirección, puesto que muchos
de ellos no son otra cosa que la escueta narración de una con-
sulta hecha a un padre espiritual. Se nos habla simplemente
de una visita, de una pregunta y de una respuesta. A lo que
parece, aun suponiendo que la narración abrevia, todo trans-
curría en pocas palabras. La austeridad de la profesión monás-
tica, el temor a hablar inútilmente, y, sin duda, también el
deseo de ser claro, de facilitar el recuerdo de la respuesta y ha-
cerla más eficaz, el respeto que imponía un ministerio consi-
derado como de orden superior, todo ayudaba a imponer una
gran sobriedad y gravedad. Son realmente impresionantes estas
consultas. Y es que, además de las razones a que acabamos
de aludir, había una causa superior que excluía toda palabrería,
toda chanza, toda superficialidad: la convicción profunda de
Vigilancia
Entre los grandes medios con que cuenta el monje para
salir vencedor en la «guerra invisible», no se puede dejar de
mencionar, al lado de la discreción de espíritus y de la direc-
ción espiritual, la vigilancia o, como decían los antiguos en un
lenguaje más técnico, la nepsis. En efecto, tanto la dirección
espiritual como la diácrisis serían perfectamente inútiles si el
monje no estuviera siempre alerta, atento a los movimientos
1 2 3
del enemigo .
Esta vigilancia es tanto más necesaria cuanto más preciosos
son los tesoros que hay que guardar y, en consecuencia, mayor
la codicia de los ladrones. Es la comparación que usa Besa,
124
sucesor de apa Shenute en el régimen del Monasterio B l a n c o .
El término nepsis pertenece al vocabulario técnico de la
espiritualidad oriental. Es el nombre de acción del verbo neu-
tro néphein, que significa el estado de sobriedad, por oposición
a methyein, que designa el estado de embriaguez. De este primer
sentido material pasó a adquirir una acepción más noble: «el
estado de una inteligencia dueña de sí misma, prudente, pon-
derada, por oposición a esa especie de embriaguez mental que
despoja al espíritu de su equilibrio, no importa por qué causa:
1 2 5
la manía» . Tanto los escritores griegos profanos como la
Sagrada Escritura conocen este concepto y los vocablos que
le sirven de vehículo; pero fue entre los ascetas orientales donde
la doctrina de la nepsis conoció la fase más gloriosa de su
carrera.
Como lo ha demostrado 1. Hausherr fundándose en una
1 2 3
Para la nepsis, véase I. H A U S H E R R , L'hésychasme... p.273-285.
2 4
' De la vigilancia 4,2: C S C O 158,2.
1 2 5
I. H A U S H E R R , L'hésychasme... p.274.
Vigilancia 623
serie de textos primitivos, esta doctrina había tomado forma
entre los monjes cristianos desde los primeros tiempos. Así,
1 2 6
San Antonio opone la nepsis a los ataques de los demonios .
San Arsenio declara que es necesaria a todo hombre que no
1 2 1
quiere fatigarse en vano . De San Pacomio se nos dice:
«Su corazón era tan vigilante como una puerta de bronce con-
1 2 8
tra los ladrones» . Los textos son muy abundantes.
El papel de la nepsis, llamada también «atención», «guarda
del corazón» y «guarda del espíritu», consiste en dirigir la de-
fensiva, y su especialidad, en vigilar las posibles sorpresas;
gracias a ella, el espíritu puede repeler al adversario desde que
129
intenta a p r o x i m a r s e . Cuando Porcario, abad de Lérins,
aconsejaba: «Observa siempre la cabeza de la antigua serpien-
1 3
te, esto es, los inicios de los pensamientos» ° , formulaba uno
de los principios básicos de la espiritualidad del monacato pri-
mitivo. La «cabeza de la serpiente» aparece en otros textos para
ilustrar una doctrina constante. Ahora bien, este principio de
estrategia espiritual implica, evidentemente, una atención aguda
e indeficiente, una vigilancia sin distracciones ni olvidos. Por
usar una imagen que Evagrio toma de la Escritura, es preciso
montar la guardia en la puerta del corazón y preguntar, como
Josué, a cada uno de los pensamientos que se presentan: «¿Eres
131
de los nuestros o de los e n e m i g o s ? » Y no franquearle la
entrada sin estar bien seguros de su identidad.
Consecuentes con esta teoría de arrancar el mal de raíz
apenas asome, los maestros del monacato primitivo repitieron
mil veces y en todos los tonos la primera consigna de la vida
moral: el «conócete a ti mismo» socrático y el «atiende a ti
mismo» bíblico y filosófico a la par, sobre el que San Basilio
tiene toda una homilía. Y esto desde los principios. En efecto,
San Antonio ya recibió del cielo, según la tradición apotegmá-
tica, el aviso de dejar de escrutar los juicios de Dios, para
fijar su atención en otro tema más provechoso y urgente:
132
«Antonio, ocúpate de ti m i s m o » .
Para conocerse a sí mismos, los monjes de la antigüedad
aceptaron y recomendaron una práctica que ya conocían y
propalaban filósofos como Platón, Epicteto, Marco Aurelio,
1 3 3
Plotino y otros muchos: el examen de conciencia . Tanto
126 Vita Antonii 9.
1 2 7
Apophthegmata, Arsenio 33.
1 2 8
Vita Graeca prima 18: H A L K I N , p . n .
I. H A U S H E R R , Vhésychasme... p.279.
1 2 9
1 3 0
Mónita 8: ed. A. W I L M A R T , p.477.
E V A G R I O P Ó N T I C O , Antirrheticós: Orgullo 17: p.539; Ep. 11:
1 3 1
FRANKENBERG, FRAN-
K E N B E R G , p.574; cf. Jos 5.13-
1 3 2
Apophthegmata, Antonio 2.
1 3 3
Para el examen de conciencia entre los monjes antiguos, véase J.-C. G U Y , Examen de
624 C.7. El ascetismo espiritual
el examen general como el particular. Acerca del primero,
por curioso que sea, poseemos menos documentación que
sobre el segundo. Parece seguro que los monjes practicarían
el examen general al menos antes de ir a exponer a sus respec-
tivos padres espirituales el estado de sus almas. Apoyándose
en San Pablo: «Examinaos a vosotros mismos», e interpretan-
do estas palabras en sentido moral, San Antonio aconsejaba
a sus discípulos: «Que cada uno registre todos los días lo que
hace de día y de noche [...]. Tal es la observancia que garan-
tizará no volver a pecar: que cada cual anote por escrito las
acciones y movimientos de su alma como si debiera darlos
a conocer a los demás; y así lo escrito represente el papel de
l34
los ojos de nuestros c o m p a ñ e r o s » . Pero una doctrina pa-
reja es rara en los escritos del siglo iv. En cambio, los monjes
antiguos practicaban generalmente el examen particular, es
decir, el esfuerzo metódico por conocer y combatir los vicios
uno a uno, atacando siempre a los más dominantes. He aquí,
a guisa de ejemplo, lo que aconsejaba a sus discípulos el autor
de la Epistula ad Chüonem:
E l « d e m o n i o del m e d i o d í a »
5 3
1 DIADOCO D E F Ó T I C E , Capita centum de perfectione spirituaü 58: S C 5 bis.118; SAN
N I L O DE A N C I R A , De octo spiñtibus malitiae 1 3 : M G 7 9 , 1 1 5 9 .
1M 0 E octo spiritibus malitiae 1 3 .
632 C.7. El ascetismo espiritual
en la celda, la compunción, el conocimiento de la naturaleza
de esta tentación.
En cuanto a la identificación del demonio de la acedía con
el «demonio del mediodía»—daimónion mesembrinón, daemonium
meridianum—del salmo 90,6, parece que tuvo origen entre los
solitarios de Egipto. El primer testimonio escrito que conoce-
mos es el de Evagrio Póntico: «Dicen que el demonio del me-
l 5 S
diodía es el de la acedía» . Paralelamente, Casiano atribuye
1 5 6
la identificación a «algunos ancianos» . Ahora bien, Evagrio
escribía en un desierto de Egipto y Casiano habla de los mon-
jes egipcios. Posiblemente se trata de una exegesis corriente
entre los monjes origenistas que se agrupaban en torno al pro-
pio Evagrio Póntico.
Las virtudes
1 6 7
Apophthegmata, Poimén 129.
1 6 8
Collationes 2 1 , 2 5 .
636 C.7. El ascetismo espiritual
capítulos de la primera colación y toda la segunda. Hay que
añadir en seguida que entiende por «discreción», sobre todo,
el «discernimiento de espíritus»; pero también la considera como
moderationis generatrix (madre de la moderación) y la opone
169
al vitium nimietatis (vicio de la d e s m e s u r a ) . Tomándola en
ambos sentidos, le otorga el título de «fuente y raíz de todas
1 7 0
las virtudes» . Su papel consiste en mantener al monje a igual
distancia de los excesos, guiarle por el camino real, sin permi-
1 7 1
tirle desviarse ni a la derecha ni a la izquierda . La colección
sistemática latina de Apotegmas contiene todo un libellus de
115 números titulado De la discreción, en el que se pueden
hallar multitud de ejemplos de dicha virtud en ambos sen-
tidos del vocablo.
La discreción acabó por imponerse, al menos entre los me-
jores. En efecto, conocemos numerosos casos de monjes santos
que, movidos por la discreción, prescinden a veces de reglas
y costumbres bien establecidas y consideradas por muchos
como intangibles y sacrosantas. De ordinario es el servicio
y el amor del prójimo la ocasión inmediata. El ayuno y el
silencio, por ejemplo, son prácticas muy recomendables y r e -
comendadas de la vida ascética, pero comer y hablar pueden
ser a veces manifestaciones de la caridad, y, por consiguiente,
mucho más importantes que las reglas que se infringen. Por
eso, un anciano podía decir: «Este parece que guarda el silencio,
pero habla sin cesar, puesto que su corazón juzga a los demás;
aquél habla de la mañana a la noche, y no falta al silencio,
1 7 2
puesto que nada dice que no sea provechoso a los demás» .
Los textos monásticos abundan en parecidas anécdotas: U n
hermano fue a visitar a un ermitaño, y al despedirse le dijo:
«Perdóname, padre, por haberte privado de seguir la regla».
El anacoreta respondió: «Mi regla es acogerte con hospitalidad
1 7 3
y ponerte de nuevo en tu camino con paz» . Nuestros monjes
no eran, en modo alguno, ni formalistas ni escrupulosos. No se
hacían esclavos de las reglas y costumbres, y se ha notado que
esta enfermedad psíquica tan penosa que son los escrúpulos
apenas aparece, o tal vez no aparece absolutamente, en los
1 7 4
textos espirituales o teóricos del monacato primitivo . Los
verdaderos monjes gozan de la libertad de los hijos de Dios;
son humanos, muy humanos. La discreción, en último análisis,
E l ascetismo c o m o m a r t i r i o y liturgia
Núm 12,3-8.
I M
Cf. Ep. 56: F R A N K E N B E R G , p.605; Ep. 27: p.583; Ep. 4 1 : p.585; etc.
1 9 5
Para el tema de la vida monástica considerada como martirio, véase M . V I L L E R , Le
martyre et Vascése: R A M 6 (1925) 105-142; E. E. M A L O N E , The Monk and the Martyr:
Studies in Christian Antiquity 1 2 (Washington 1950); I D . , The Monfe and the Martyr: An-
tonitis Magnus Eremita... p.201-228.
642 C.7. El ascetismo espiritual
escritores de la antigüedad compararon la vida monástica,
como la vida ascética en general, al martirio cristiano. Esta
analogía era altamente honorífica, pues el martirio gozaba de
la máxima consideración en la Iglesia, constituía el ideal su-
premo, la perfección más encumbrada a que podía aspirar un
cristiano deseoso de seguir a su Señor hasta el fin. Durante la
era de las persecuciones, los padres habían considerado con
frecuencia a los mártires como los imitadores de Cristo por
excelencia, imágenes vivas del Señor sufriente, que reproducía
en ellos su propia pasión; «hombres del Espíritu» que experi-
mentaban en sí mismos la fuerza de Cristo resucitado, triun-
fante de nuevo en sus «testigos» sobre el reino del pecado y del
demonio. Los monjes fueron considerados como los herederos
de los mártires, porque también ellos reviven por el ascetismo
la pasión de Cristo, luchan contra el demonio, renuncian a los
honores y los placeres del mundo. Según escribe Casiano re-
firiéndose a los cenobitas, «la paciencia y la fidelidad rigurosa
con que perseveran devotamente en la profesión que abrazaron
un día, como que nunca dan satisfacción a sus deseos, los
convierte de continuo en crucificados para el mundo y mártires
l9<
vivientes» >.
Como en este texto de Casiano, en el antiguo epitafio de
San Martín de Tours iban a la par los temas del martirio y de
la cruz al afirmar que el patriarca del monacato galo fue un
l 9 7
martyr cruce . El monje es el hombre de la cruz; no hay
idea más repetida en los escritos ascéticos de la antigüedad.
Los textos son innumerables y muy expresivos. El monje es
un soldado de la cruz, avanza tras el estandarte de la cruz,
198
«sigue desnudo la cruz d e s n u d a » . Toda su vida consiste en
1 9 9
llevar la cruz tras las huellas de su Señor y Maestro . «Ejer-
citarse y disponerse a morir por amor de Cristo»—explica San
Basilio de Cesárea—, «mortificar los propios miembros que
están sobre la tierra, mantenerse de pie en orden de batalla
para hacer frente a todos los peligros que puedan sobrevenir-
nos a causa del nombre de Cristo, no apegarse a la presente
2 0 0
vida: he aquí lo que se llama llevar la cruz» . Los verdaderos
monjes—tal es la doctrina común—sufren con Cristo el supli-
cio de la cruz crucificando su propia carne y su propia vo-
Collationes 18,7.
1 9 7
E. L E B L A N T , Nouveau recueil d'inscriptions chrétiennes de la Gaule (París 1892) P-457-
m Cf. S A N J E R Ó N I M O , Ep. 58,2; Ep. 45,6; Ep. 14,1; Liber S. P. N. Orsiesii 30: B O O N ,
p . I 3 0 ; Instituía 4,34, etc.
199 Cf. Vies copees p.222; S A N B A S I L I O , Ep. 2,2; Regulae fusius tractatae 6,1; S H E N U T E ,
De discrimine temporum: CSCO 108,105; T E O D O R O , Catequesis 3: CSCO 160,52.
2 0 0
Regulae fusius tractatae 6 , 1 .
El ascetismo como martirio y liturgia 643
2 0
luntad y muriendo a todas las cosas de este mundo A la
pregunta: «¿Quién podrá llegar al término del arduo camino
de la vida monástica?», Filoxeno de Mabbug responde: «No se
puede llegar al fin más que por la muerte, pues nuestro Señor
ha decretado la muerte de cruz para el que marcha por este
2 0 2
camino» .
Esta muerte mística explica por qué los monjes antiguos
no cultivaron especialmente la liturgia. Los textos relativos
a este punto son claros y relativamente abundantes. Los padres
de la vida monástica consideraron que la gracia se comunicaba
a los monjes no sólo a través de los sacramentos, sino también
y particularmente a través de su profesión, de su ascetismo,
de su continua mortificación, del mismo modo que los márti-
res la recibían a través de la muerte sufrida por Cristo. De
ahí que la vida monástica, y luego más concretamente la pro-
2 0 3
fesión, fuera llamada un «segundo bautismo» . Su mística
crucifixión con el Señor, su martirio incruento, vino a ser, por
así decirlo, el sacramento peculiar del monje. Más aún, el
holocausto de la propia persona en toda su integridad, funda-
mental en la vida monástica, constituye para los antiguos una
consagración a Dios, un sacrificio, una liturgia. Según esta
mentalidad, los solitarios, presentes en el corazón mismo de
la Iglesia pese a su separación física de la comunidad humana,
ejercen un sacerdocio espiritual. Es éste uno de los temas más
arcaicos del monacato. No obstante el abuso que de él hicieron
los mesalianos, se halla en autores que, como Filoxeno de
Mabbug, combatieron a estos falsos místicos o, como Paulino
de Ñola, los ignoraron completamente. A s í pregunta Filoxeno:
«¿A qué templo puede ir el hombre espiritual, cuando él mismo
2 0 4
es el templo de D i o s ? » San Efrén había escrito, mucho
antes, de los solitarios: «Sus cuerpos son templos del Espíritu;
sus almas, una iglesia; su oración, un incensario puro». Y en
otro pasaje: «En vez del edificio de la iglesia, se hicieron a sí
mismos templos del Espíritu Santo, sus mentes sirven de al-
tares, y sus oraciones son ofrecidas a Dios en lugar de sacri-
2 0 s
ficios» . Cuando San Nilo de Ancira afirma que el monje
2 0 6
es un altar , quiere significar asimismo que su vida toda es
un sacrificio, una celebración litúrgica. La misma doctrina
corría en el Occidente monástico. San Paulino de Ñola, por
2 0 1
Cf., por ejemplo, Vies copies p.2i8; S A N J U A N C R I S Ó S T O M O , In Ep. ad Hebr. 15,4;
Collationes 18,7; S A N P O R C A R I O , Mónita: ed. A. W I L M A R T , p.479; L¡6er S . P . N. Orsiesii 50;
B O O N , p . 1 4 2 : S A N P A U L I N O D E Ñ O L A , Ep. 5,6, etc.
2 0 2
Carta a un superior... 1 2 - 1 3 : ed. F. G R A F F I N , OS 6 (1961) 3 3 3 .
2 4
203 véase supra p . 1 3 7 - 1 4 1 . ° Homilías 8: SC 44,239.
2 0 5
Ambos textos son citados por E. B E C K , Ascélisme... p.295-296.
2 0 6
Ep. 3.3a: MG 79.388.
6 4 4
C.8. El paraíso recobrado
ejemplo, escribe que el cuerpo de un monje es un templo,
2 0 1
y su corazón un santuario en que inmola su cuerpo y su alma .
Y en un panegírico de San Máximo, considera Fausto de Riez
la isla de Lérins como una gran ara sobre la que el santo
monje se sacrificó a sí mismo cual «víctima verdadera de Cris-
to», y otras muchas almas consumaron igualmente su holocausto
2 0 8
«en olor de suavidad» .
CAPÍTULO VIII
EL PARAÍSO RECOBRADO
Vida nueva
«El temor reinaba sobre los hebreos durante la noche. Que sea un
ejemplo para ti. Mientras esté en ti el temor, tu vida está en la noche;
pero, transcurrida la noche, a la vista de la mañana, el temor se ha
desvanecido. Del mismo modo, aquí, en cuanto se levanta para ti
la luz de la salvación al final de tu oración, se desvanecen tus angus-
tias; tus pensamientos se aligeran, como los miembros por la maña-
na; se disipa la negra nube, se levanta la claridad serena en tu alma,
atraviesas a pie el mar de la aflicción, se derrumba la muralla de la
angustia, andas confiadamente por el lugar temible, pasas la profun-
didad que jamás habías pasado, caminas por donde nunca había ca-
minado la naturaleza antigua, escapas del yugo de la servidumbre,
subes al lugar de tu libertad, abandonas Egipto con toda su miseria,
te recibe el desierto lleno de bienes celestiales, eres concebido y na-
ces de nuevo al nuevo mundo de la regla espiritual. Y en el lugar que
te concibe y te da a luz, se hunden las ruedas de tus enemigos, cesa
el ímpetu de su carrera, se para en seco su marcha, se apacigua y
enmudece la algazara de sus voces, las aflicciones se vuelven contra
ellos como las olas, y los que querían engullir son engullidos en el
F I L O X E N O D E M A B B U G , Homilías n : SC 44,414-415.
2
3
Filoxeno, en realidad, se refiere directamente al paso de lo que él llama la «regla de la
ley», o «regla del mundo corporal*, a la «regla de la nueva alianza», «regla del Espíritu», o «regla
espiritual», paso que se verifica cuando el cristiano deja al mundo para abrazar la vida mo-
nástica. Sin embargo, el monje no percibe real y plenamente las maravillas de que habla el
autor sirio hasta que se ha purificado de sus vicios, al término de un largo periodo de vigoroso
y esforzado ascetismo. El mismo Filoxeno, por lo demás, lo da a entender claramente cuando
escribe que «salir del mundo» no significa salir de él ostensiblemente, sino dejarlo, a él y a
su «regla», tanto mediante actos internos como en las acciones externas, y llegar a ser entera-
mente extraño incluso a su recuerdo. Cf. Homilías 9 : SC 44,268.
646 C.8. El paraíso recobrado
fondo del abismo. Y tú te hallas sobre el mar de la aflicción y de las
angustias, en su ribera, después de una feliz travesía. Y te vuelves y
ves en él todos tus enemigos, ahogadas las pasiones junto con los
demonios y engullida toda la regla del hombre viejo».
* i Cor 1 0 , 1 .
s G a l 3,27.
Ef 6,is.
«Apátheia» 647
no en símbolo, sino en verdad, porque la ciencia viene al encuentro
de tu ciencia sin ningún intermediario; donde no está instalado un
altar de oro desde el que sube un incienso corporal, sino el altar
del Espíritu, que recibe el incienso puro de todos los pensamientos
santos y razonables; donde no es puesto un vaso de maná en figura,
ni el alimento que fue dado por medio de los ángeles es conservado,
sino donde está instalada la mesa viviente, que es el mismo Cristo,
a fin de que todos sus miembros espirituales reciban de él, como los
miembros del cuerpo, el alimento espiritual; donde no se conserva
como recuerdo la vara que fue el signo de la elección de Aarón, sino
donde el mismo gran sacerdote, Jesucristo, consagra delante de su
Padre sustancias vivas y racionales; donde has abandonado todo sen-
timiento de lo que se ve y no oyes nada de lo que se dice y siente
por composición, porque todos los miembros del hombre viejo están
muertos en ti y has revestido el hombre nuevo, que, por la ciencia,
7
es renovado a semejanza de su Creador» .
«Apátheia»
F I L O X E N O D E M A B B U G , Homilías 9: SC 44,265-267.
7
10 Ep. 1 3 3 . 3 .
11 Prácticos 57.
1 2
De oratione 122.
3
1 Cierto que en la literatura del monacato primitivo se hallan cosas para todos los gustos,
y que en ciertos casos extremos y esporádicos presenta la apátheia características rayanas con
el cinismo. Considerándose muertos al mundo, algunos solitarios, si hemos de creer a nues-
tros autores, no se preocupaban lo más mínimo de lo que el mundo pudiera pensar de ellos.
Asi, según Paladio (Historia lausiaca 3 7 , 1 5 - 1 6 ) , el monje Serapión desafió a una virgen
consagrada a atravesar juntos y completamente desnudos la ciudad de Roma. Serapión se
proponía demostrar a dicha virgen que no eca tan perfecta como se decía y ella misma tal vez
creía. La virgen, evidentemente, se negó a realizar tan impúdica demostración, y Serapión
exclamó triunfante: «Yo estoy más muerto que tú, pues haría esto sin perturbación ni ver-
güenza*. Huelga añadir que tales anécdotas no nos dan el sentido de la apátheia en los grandes
maestros del monacato.
«.Apátheia» 649
del paraíso, fue en adelante víctima de sus pasiones. Pero
1 4
vino el Cristo apathe's, como lo llaman los Padres , libre de
toda debilidad emocional, para hacer partícipes de este don
1 5
a los hombres . El mismo Señor es, pues, la verdadera fuen-
te de la apátheia cristiana. El alma apathés se convierte en
1 6
esposa de Cristo , quien la conduce al «gozo de la apátheia» i?,
Tal es, en suma, la historia sagrada de la apátheia. Con
esto no se pretende dar a entender que no aparezcan jamás
en nuestros escritores resabios del concepto estoico, sino in-
dicar que los espirituales cristianos no usaron el vocablo sin
bautizarlo previamente, dándole matices cada vez más aleja-
dos de su significado original. Estos significados, como nota
G . W . H. Lampe, no pueden distinguirse siempre con toda
claridad en los textos patrísticos; sin embargo, da el mismo
autor una buena definición general de la apátheia en los es-
critos espirituales de la antigüedad cuando dice que es «do-
minio sobre las pasiones», y, por consiguiente, «desprendi-
miento» y «tranquilidad», más o menos grandes según los
diversos grados de la vida contemplativa; y especifica a con-
tinuación, basándose, como siempre, en los textos: «como des-
arrollo cristiano del concepto estoico de imperturbabilidad»,
constituye «un rasgo esencial de 'gnóstico' de Clemente» y el
«ideal de los antiguos monjes egipcios»; en relación con la
contemplación, «remueve obstáculos», «conduce a ella» y «a la
vida de perfección»; «reposo, paz contemplativa, característica
de los grados más altos de la vida contemplativa»; «producto
de la caridad», «por la inhabitación de Cristo impasible», «hace
al hombre igual a los ángeles», «lo conduce a la comprensión
de las cosas inmateriales», «forma parte de su alimento espi-
18
ritual» y «es lo mismo que el reino de D i o s » .
Gregorio de Nisa, gran maestro de la espiritualidad m o -
nástica, habla con frecuencia de la apátheia. A h o r a bien,
cuando, después de analizar todos los textos interesantes,
J . Daniélou trata de precisar lo que significa en sus obras,
escribe: «Es el vocablo que... designa la vida sobrenatural, la
gracia 'habitual', es decir, la participación del alma en la vida
divina. Tiene un carácter eminentemente positivo y no con-
siste, en modo alguno, en la eliminación de las pasiones en el
sentido físico del vocablo. Coincide, en cambio, con la desapa-
4
' Cf. S A N I G N A C I O D E A N T I O Q U Í A , Ep. ad Polycarpum 3,2; Ep. ad Eph. 7,2; SAN ATANA-
SIO, De incarnatione 54; S A N J U A N C R I S Ó S T O M O , In 2 Cor. hom.11.12, etc.
>5 P S E U D O - M A C A R I O , Ep. 2: M G 34,409.
>o « M A C A R I O » , Homilías espirituales 52,6: ed. G . L . M A R R I O T T .
" « M A C A R I O » , Homilías espirituales 4,25: ed. H. D Ó R R I E S , p.44-
18 LAMPE, p.i7o-i7i.
650 C.8. El paraíso recobrado
19
rición de las pasiones v i c i o s a s » . Y más adelante: «Desde
el punto de vista ya no de Dios, sino del hombre, la apátheia
se presenta como una imitación de Dios» una imitación de la
naturaleza divina en el sentido fuerte del ejemplarismo grie
2 0
go, esto es, en la participación de esta naturaleza . Y en la
conclusión de esta parte de su hermoso estudio: «Para Grego
2 1
rio, la apátheia no es otra cosa que la vida del mismo Cristo» .
Estamos, pues, m u y lejos de la apátheia estoica.
El pensamiento de Evagrio Póntico sobre la apátheia ha
sido objeto de un reciente, breve y sustancioso estudio de
22
A . G u i l l a u m o n t . L a apátheia constituye «la noción central»
2 3
de la doctrina ascética del filósofo del desierto , quien in
trodujo el término y el concepto en la literatura monástica.
Es, según él, «la salud del alma», y se alcanza más precisa
mente cuando las tres partes constitutivas de la misma—según
la teoría platónica, que Evagrio, como tantos otros, acepta
plenamente—son curadas y obra cada una según su propia
naturaleza. En realidad, lo que hay que devolver a la salud
para llegar a la apátheia son la parte irascible y la parte con
cupiscible, donde residen las pasiones, que, conforme a la
doctrina estoica, son las enfermedades del alma. Una vez
realizada la purificación, la parte racional del alma, esto es,
el nous o esencia del ser razonable, ya no se halla «oscurecida»
por los pensamientos originados por las pasiones y puede
ejercer libremente su función natural, que es la de conocer.
Apátheia y estado virtuoso son una misma cosa, pues la vir
tud también puede llamarse la salud del alma. En cada una
de las partes de ésta reinan entonces las virtudes correspon
dientes: la prudencia, la inteligencia y la sabiduría, en la parte
racional; la continencia, la abstinencia y la caridad en la con
cupiscible; el coraje y la perseverancia, en la irascible; la jus
ticia, en el alma entera. No es, pues, la apátheia algo mera
mente negativo: engendra la caridad y constituye el requisito
esencial para la contemplación. Como se ve, por tanto, con
trariamente a la inmerecida acusación que le hace Jerónimo,
Evagrio Póntico no quiere hacer del hombre ni una piedra
ni un dios. Su objetivo no es insensibilizarlo y deshumanizarlo,
sino procurarle la perfecta libertad: la comunión con Dios
por la contemplación. Los signos de que se posee la apátheia
son la oración sin distracciones, la paz del alma, el apacigua-
1 9
Platonisme et théologie mystique... p.ioi.
2 0
Ibid., p.i03-104.
2 1
Ibid., p.no.
2 2
En la introducción a Evagre le Pontique, Traite pratique... t.l p.98-112.
2 3
lbid.,p.o8.
i Apátheia. 651
miento de las capas profundas de la conciencia, que se mani-
fiesta especialmente en la calma de que se disfruta incluso
durante el sueño, y la capacidad de juzgarse objetivamente.
A u n q u e no puedan considerarse como infalibles, estos indi-
cios constituyen, en conjunto, un criterio precioso.
Tal vez bajo la influencia de Evagrio y, en general, del
pensamiento alejandrino, los padres del yermo conocieron la
doctrina e incluso el nombre de la apátheia, como lo atesti-
guan, por ejemplo, la Historia lausiaca, de Paladio, y, con
mayor fundamento, las colecciones de Apotegmas de los pa-
dres. En algunas de estas anécdotas—hay que confesarlo—,
la apátheia del monacato rudo tiene manifestaciones asimis-
mo muy rudas. A los ascetas llegados a esta cumbre de la vida
espiritual, nada les inquietaba, ni agitaba, ni espantaba, ni
turbaba en lo más mínimo. Sentían la más completa despre-
2 4
ocupación por lo que pudieran pensar o decir de ellos .
Pero también aquí sobresale el concepto de autodominio.
Como decía uno de aquellos monjes, poseer la apátheia equi-
25
vale a «reinar como un rey sobre las pasiones» .
Otro gran maestro de monjes, Diadoco de Fótice, men-
ciona con cierta frecuencia la apátheia en su librito de oro
Cien capítulos sobre la perfección espiritual; y por lo que dice,
se nota que le daba gran importancia en su concepción asce-
ticomística. Notemos especialmente un punto: «Ninguna otra
2 6
virtud puede procurar al alma la apátheia salvo la caridad» .
Y en otro lugar escribe: en «la caridad perfecta... no hay te-
2 1
mor, sino entera apátheia» . Y todavía en otro pasaje, ágape
2 8
y apátheia van de la mano, íntimamente compenetradas .
Todo esto, evidentemente, nos indica que, según Diadoco de
Fótice, la apátheia es patrimonio de los que han alcanzado
un grado elevado de caridad, y que cuanto más elevado es
este grado de caridad, tanto mayor será también la apátheia.
Esto no obstante, nuestro gran maestro espiritual impugna la
pretendida impecabilidad de los mesalianos y hace hincapié en
2 9
la necesidad de la lucha moral aun para los perfectos .
Isaías de Gaza-—o de Escete—, por citar todavía otro tes-
tigo de la tradición monástica, concibe la apátheia plenamen-
te cristiana como término bienaventurado de la laboriosa con-
versión moral y profunda transformación del ser humano:
«En el camino de la virtud hay caídas, pues existe el Enemigo;
existen cambio y variación; existen abundancia y restricción, existen
2 4
Historia lausiaca 8,4; 3 7 . 1 5 - 1 6 ; 59,1-
25 M G 65,176.
2 6 2 8
Capita centum de perfectione spirituali 89: SC 5DÍS.150. Cf. ibid., 74: p.133.
2 7 2 9
Ibid., 17: p.94. Ibid., 98: p.160.
652 C.8. El paraíso recobrado
imperfección y desánimo, existen alegría y pena del corazón; existen
melancolía y tranquilidad de corazón, existen progreso y sujeción.
Es un viaje hasta que llegues al reposo. Mas la apátheia está libre
de todas estas cosas. No tiene necesidad de nada. Pues está en Dios,
y Dios en ella. Ya no conoce la enemistad, ni caídas, ni incredulidad,
ni esfuerzo para guardarse, ni el temor de las pasiones, ni deseo al-
guno de nada, ni ninguna pena causada por el Enemgo. Sus glorias
son grandes e innumerables» 30.
3 3
Penthos... p.186-187.
«Pureza de corazón» 653
«Pureza de corazón»
3 4
Homilías espirituales 3 5 , i : ed. H. DÓRRIES, p.263. Para la anápausis, véase LAMPE,
p.115.
3 5
Ep. 1,9,3.
3 6
Tuscul. 4,4,8.
3 7
Ep. 1 3 3 , 3 .
3 8
Collationes 9,2.
3 9
Ibid., 18,16.
4
° Ibid., 1,6.
"i Ibid., 1,7.
« Ibid., 8,6.
654 C.8. El paraíso recobrado
4 3
theia, que, según S. Marsili, no difieren entre s í , pero de
aspecto mucho más cristiano y bíblico: el de catharotes o puntas
(pureza), que suele expresar más frecuentemente con la fra-
se puritas coráis (pureza de corazón).
Juana Raasch ha llevado a buen término una minuciosa
investigación sobre la «pureza de corazón» en el monacato
4 4
primitivo y en sus fuentes . De hecho estudia el tema casi
ab ovo. Se trata de un concepto anterior al cristianismo. Los
filósofos griegos, el Antiguo Testamento y la literatura judía
no-canónica lo conocían bien. Luego lo hallamos en los Padres
de la Iglesia anteriores al monacato. Claro que tanto el con-
cepto como su alcance, sus implicaciones y sus formulaciones
van cambiando. No sólo hay una evolución semántica de la
expresión, sino también diversidad de interpretaciones, que
dependen tanto de la vocación propia y la idiosincrasia de
cada autor como del contexto cultural en que escribe.
«Pureza de corazón» es, en la Biblia, la condición esencial
para presentarse ante la santidad de Dios. Para alcanzar esta
pureza señalan, al unísono la Escritura y la tradición monás-
tica, un medio muy eficaz: el recuerdo de Dios o memoria Dei,
esto es, el pensamiento, tan constante como sea posible de su
presencia invisible y del juicio a que todo hombre será some-
tido. Otros medios importantes para mantener limpio el co-
razón son la oración que brota espontáneamente de la memo-
ria Dei, o mejor, se confunde con ella, y la meditación de la
Escritura. También se citan entre los adminículos los ayunos
y la lucha contra los demonios.
Para Pacomio y los cenobitas de la koinonia, «pureza de
corazón» equivalía sobre todo a estar libre de malos pensa-
mientos, y su fin consistía en la visión de Dios. Hay en la litera-
tura pacomiana una notable insistencia en la pureza física y
moral. El hombre realmente puro posee el Espíritu Santo cada
vez con mayor plenitud y goza de inapreciables carismas,
como la diácrisis (en el doble sentido de discernimiento de
espíritus y discreción), visiones y revelaciones sobrenaturales.
Basilio, pese a su exquisita formación intelectual, da a la
«pureza de corazón» un sentido marcadamente moral. Es puro
de corazón quien cumple los mandamientos de Dios, todos
los mandamientos. Quien procura agradar a Dios siempre
y en todo lugar, y responde generosamente a las ilimitadas
exigencias del Evangelio.
El autor de las Homilías espirituales es, con Diadoco de
«3 S. M A R S I L I , Ciovanni Cassiano... p . 1 1 4 - 1 1 5 .
** J. R A A S C H , The Monastic Concept of Purity of Heart and Its Sources: S M 8 (1966)
7 - 3 3 . 1 8 3 - 2 1 3 ; 10 (1968) 7-55; 1 1 (1969) 269-314; 12 (1970) 7 - 4 1 .
«Pureza de corazón» 655
Fótice y Hesiquio, un representante de la mística experimen
tal en contraste flagrante con los escritores de la mística es
peculativa, como Evagrio Póntico. Para él, la experiencia de
malos pensamientos, aun después de recibir el bautismo, es
una prueba irrefutable de que Satanás sigue viviendo en el
corazón del cristiano. Una corriente de pensamiento que ha
llamos entre los judíos, los primeros cristianos y los Padres
de la Iglesia quiere que la purificación del corazón sea obra
del Espíritu Santo, quien reemplaza al espíritu del mal. Esta
idea es fundamental en «Macario» y en el movimiento espiritual
que representa. Pero pecan ambos por exceso de insistencia
en el aspecto místico y fenomenológico de la espiritualidad,
con merma del moral y ascético.
El panorama cambia notablemente cuando pasamos del
monacato popular al intelectual de Evagrio Póntico y su es
cuela. El fin de la vida activa consiste, para ellos, en purificar
la mente de las pasiones. La apátheia, por lo menos cuando
se trata de la parte más noble del alma, se identifica con la
pureza (catharotes). Evagrio escribe expresamente catharotes
45
es la apátheia del alma logiké . Apenas menciona el nombre
bíblico «corazón»; prefiere hablar de catharotes como cualidad
del alma. «Pero el estudio del término y concepto de pureza
de corazón en los precedentes escritores cristianos, en par
ticular Clemente de Alejandría y Orígenes, indica, sin error
posible, que la catharotes de Evagrio es la catharotes tes cardias
de Orígenes, para quien, con toda seguridad, era un sinónimo
46
cristiano de la apátheia y catharotes platónica» .
Y llegamos a Casiano. No hubo autor monástico que tra
tara de la «pureza de corazón» con mayor entusiasmo ni con
47
tribuyera tanto a su divulgación . Para él, como para Orí
genes, «corazón» es sinónimo de «espíritu». El egemonicón, que
es su parte más noble y más viva, se convierte, en la tra
ducción latina de Rufino, en el principale coráis. La expresión
se encuentra en el abad de Marsella para designar el principio
del conocimiento religioso. Toda la ascesis tiende, según él,
a la preservación o a la purificación de facultad tan preciosa
y tan expuesta a los ataques del enemigo. Preciosa, pues,
como principio del conocimiento intuitivo, pone el alma en
contacto inmediato con Dios y le hace dócil a su acción en la
medida en que se ha desembarazado de toda la «pesadez» cor
poral; expuesta a los ataques del enemigo por razón de su
4 5
Ep. 56: F R A N K E N B E R G , p.605.
4 6
J . R A A S C H , The Monastic Concept...: S M 12 (1970) 32.
4 7
Para este tema poseemos un buen estudio de M . O L P H E - G A L L I A R D , La pureté de coetn
d'apr es Cassien: R A M 17(1936) 28-60. Véase también, del mismo autor, Cassien. ..col. 247-259.
656 C.8. El paraíso recobrado
misma importancia y su fragilidad. Cuando Casiano habla
de «pureza de corazón», alude, sin duda alguna, a esta parte
del espíritu.
Siendo así las cosas, no nos sorprenderá que proponga a
sus lectores la «pureza» y la «tranquilidad» del corazón ( = e s
píritu) como el fin principal, el bien principal, a cuya obten
ción están ordenadas todas las prácticas del ascetismo. La
tranquilidad del corazón, fruto de su pureza, consiste en la
liberación de las malas pasiones, que mantienen el alma en la
inestabilidad y la turbación. La perfección que Casiano pro
pone con el nombre de «castidad» es una impasibilidad de la
carne liberada aun de las mismas leyes fisiológicas. Don so
brenatural y gratuito, la «paz sin eclipse», la perfecta «armo
nía fraternal» que reina inviolablemente entre el cuerpo y el
espíritu, supone no sólo el combate, sino también la victoria
sobre el enemigo, es signo de una íntima e inefable unión
con Dios y representa el más alto grado de la «pureza de co
razón». Imitación del estado angélico, sólo se concede a muy
pocos en este mundo y no tendrá su plena realización más
que en el otro.
Según Casiano, la «pureza de corazón» se identifica con la
«caridad». A h o r a sabemos en qué sentido profundo hay que
entenderlo. También se comprende por qué dedica a la «pure
za de corazón» los mayores elogios y hace de ella las más
cálidas recomendaciones. La perfecta armonía del hombre
paradisíaco, la pureza intacta de los espíritus angélicos, el goce
48
anticipado de «las primicias de la gloria y de la vida d i v i n a » ,
son fruto de la «inmutable tranquilidad del alma e inviolable
49
pureza de c o r a z ó n » que el abad de Marsella propone como
5 0
fin inmediato (scopos) a los esfuerzos ascéticos del m o n j e .
«Gnosis»
sima sabiduría. Véase sobre esto, por ejemplo, S A N J U A N C R I S Ó S T O M O , In Gen. hom. 14,5;
S A N C I R I L O D E A L E J A N D R Í A , In lo. 1,9; S A N A G U S T Í N , Contra lulianum 5,1, etc.
2
5 Mt 1 3 , 1 1 .
5 3 Mt 1 1 , 2 7 .
5 4
Jn 17,3-
35 r Cor 8,10.
56 1 Tim 6,20.
5' 2 Cor 4,6.
658 C.8. El paraíso recobrado
ortodoxa. Los escritores eclesiásticos más antiguos—los lla-
mados Padres Apostólicos—y los del siglo 1 1 hablan de ella.
Pero la elaboración del concepto tuvo lugar sobre todo en A l e -
jandría a lo largo del siglo n i . Para alcanzarla—enseñaban—
era preciso juntar el esfuerzo moral a la investigación inte-
lectual. Los grandes forjadores de la teoría gnóstica ortodoxa,
Clemente de Alejandría y Orígenes, hicieron hincapié en este
punto: sin obediencia a los mandamientos divinos, sin puri-
ficación previa de vicios y pasiones, no puede haber verdadera
ciencia de Dios y de los divinos misterios. La gnosis es hija
de la apátheia, de la puritas coráis.
El monacato docto heredó esta doctrina. Orígenes la había
llevado ya a gran perfección. Completando a Clemente, había
enseñado que la gnosis es un don absolutamente gratuito del
Espíritu Santo, el único maestro que puede enseñar al hombre
5 8
la verdadera ciencia de las Escrituras . También había hecho
hincapié con energía en el carácter afectivo de este conoci-
miento, poniendo de relieve la parte importantísima que tiene
en él el amor, hasta afirmar: «El conocimiento de Dios es un
5 9 6 0
amor espiritual» ; y en otro lugar: es «unión» y «comunión» .
De este modo, como se ve, la gnosis se convierte en lo que,
mucho más tarde, se llamará una mística, una experiencia
amorosa de Dios, presente en el alma; una mística que i r r u m -
pe, con vestido nupcial y apasionados acentos, en las homi-
lías y comentarios que el propio Orígenes escribió sobre el
Cantar de los Cantares, donde se revela una experiencia per-
sonal muy auténtica. Notemos, en fin, que para el gran ale-
jandrino aún no hay disociación ni verdadera distinción entre
«teología» y «mística», en el sentido que da a estas expresiones
la terminología moderna; la gnosis es a la vez investigación
intelectual de la palabra de Dios y unión amorosa, absorción
en Dios.
Esta doctrina, reformada y enriquecida con más o menos
matices, pasó sustancialmente a formar parte de las enseñan-
zas del monacato docto. Para éste, la gnosis se define, como
hace Lampe basándose en textos procedentes sobre todo de
la escuela alejandrina, como «un conocimiento contemplativo
o místico» que aumenta «después de la victoria obtenida sobre
las pasiones», se concede «a cada cual según sus progresos»
y, cuando alcanza su perfección, puede concebirse como «unión
6 1
de amor con Dios» y «asimilación a é l » . Insistamos que en
«Parrhesía»
7 3
Ep. 6,1: PO 10,582.
7 4
SAN JUAN CRISÓSTOMO, In Matth. hom.68,3-
7 5
Cf., por ejemplo, SAN JUAN CRISÓSTOMO, III homilía dicta praesente imperatore i-
M G 63,473.
7 6
G R E G O R I O DE N I S A ,Gran catequesis 6,10.
7 7
Pata el concepto de parrhesía, véase E. P E T E R S O N , Zur Bedeutungsgeschichte von Parre
sia. R. Seeberg-Festschrift (Leipzig 1927) p.283-297; W . J A E G E R , Parrhesía etfiducia: SP , .
TU 64 p.22i-239; G . M A R I É , Familiarité avec Dieu: DS 5.47-56; L A M P E , P . I 0 4 4 - , , : Q4
8 1
Vita Eüthymii 39.
8 2
Platonisme... p . 1 1 9 - 1 2 0 .
" Les lecons... p.53.
4
• Cf. E V A G R I O P Ó N T I C O , De orutione 99 y «oo.
El bautismo del Espíritu Santo 665
8 5
filósofo, especialmente a los cínicos . Pero a los paralelos que
puedan aducirse en esta materia, San Juan Crisóstomo opon-
dría sin duda el argumento de que la de los santos monjes era
86
una «libertad de lenguaje apostólica» , muy diferente por su
tono y su fondo de la de ciertos filósofos o mártires del pa-
ganismo.
E l b a u t i s m o del E s p í r i t u S a n t o
8 5
Ejemplos en A . - J . F E S T U G I E R E , Antioche... p.274-276. Casos de parrhesía en Teodore-
to de Ciro: P. C A N I V E T , Théodoret et le monachisme... p.266 nota 1 5 2 .
8 6
Ad populum Antiochenam de statuis hom.17,2: M G 49,174.
8 7
W . Bousset ("Apophtriegmata... p.2gg) nota, como una de las características de las
obras de Evagrio Póntico, las pocas veces que menciona al Espíritu Santo; en cambio, según
observa el mismo autor (ibid., p.320 nota r), abundan en ellas las expresiones compuestas de
un sustantivo y el adjetivo «espiritual».
8 8
Para el lugar que el monacato primitivo atribuía al Espíritu Santo en su concepción
de la vida espiritual, véase J . G R I B O M O N T , Esprit Saint II: «Esprit santificateur dans la spiri-
tualité des Peres». A) «Peres grecs»: DS 4 (1961) col.1238-1272; P. S M U L D E R S , ibid., B) «Peres
latins»: col.1272-1283; W . J A E G E R , TWO Rediscovered Works... p.98-107; F. G I A R D I N I , La
dottrina spirituale di S. Antonio Abate e di Ammona nelle loro lettere (Florencia 1957) p.23-29.
666 C.8. El paraíso recobrado
nicaciones sustanciales. Las fórmulas tradicionales se resumen
así: el Padre nos crea por el Hijo y nos hace perfectos por el
Espíritu Santo (movimiento descendente); y damos gloria al
Padre por el Hijo en el Espíritu Santo (movimiento ascen
dente). En las obras de los Padres, particularmente de los grie
gos, se hallan hermosos textos sobre el papel santificador del
Espíritu, cuyo nombre es evocado ordinariamente al mencionar
las Escrituras, que él ha inspirado y que sólo él puede auténti
camente interpretar.
Ahora bien, los monjes estaban persuadidos de que el
único verdadero Santificador no podía menos de interesarse
especialmente por ellos, que, por definición, no buscaban ni
deseaban otra cosa en este mundo que la santificación. En
desiertos y cenobios era sobre todo el Espíritu quien actuaba.
Y si admitían intermediarios humanos—los padres o «ancianos
espirituales»—, era porque los monjes estaban convencidos de
que los tales eran «portadores del Espíritu», sólo servían de
instrumentos del Espíritu, sólo hablaban y obraban en nombre
y bajo el impulso del Espíritu. De ahí la doctrina tan común
y constante según la cual el padre espiritual debía ser, indispen
sablemente y en primer lugar, un hombre espiritual (pneumá
ticos) en el sentido pleno de la palabra, es decir, un hombre
poseído por el Espíritu Santo, y, por consiguiente, dotado de
los carismas de la discreción de espíritus (diácrisis) y profecía.
De esta manera, el monje, desde su misma «conversión» hasta
su muerte, se sentía sometido a la constante acción del Pará
clito. Las cartas de San Antonio ya subrayan con fuerte realis
mo esta acción santificadora. «No penséis»—escribe el Santo
a sus discípulos—«que ni vuestro ingreso ni vuestro progreso
en el servicio de Dios sea obra vuestra, sino de un poder divino
8 9
que siempre os está asistiendo» . El Espíritu Santo es quien
los llama al combate, «fija el modo de la penitencia en los cuer
pos y en las almas», les ilustra acerca de las pasiones y cómo
vencerlas, les abre los ojos para que vean cómo la propia
santificación es el fin de todo ascetismo. El es «el guía de las
almas»; si el monje se deja conducir por él, alcanzará la vic
toria 90.
habita les revela los mayores misterios», de tal modo que «el
1 0 1
día y la noche se les hace una misma cosa» .
La tradición es unánime. Según el Liber graduum, los «per-
fectos» son aquellos que recibieron el carisma máximo, llamado
1 0 2
Espíritu Paráclito, que los llena y colma de Dios» . Para el
autor de las Homilías espirituales, la perfección cristiana con-
1 0 3
siste precisamente en «la efusión y ebriedad del Espíritu» .
Los escritores del monacato primitivo coinciden asimismo
cuando se trata de enseñar cómo prepararse para la recepción
del Paráclito, la «fuerza de Dios», el «carisma máximo», el «don
del Espíritu». Oigamos a San Ammonas: «Si queréis recibirlo,
entregaos al trabajo del cuerpo [ = ascetismo corporal] y al
trabajo del corazón [ = ascetismo espiritual]. Y dirigid vuestros
pensamientos hacia el cielo noche y día, pidiendo de todo co-
razón el Espíritu Santo, y se os dará... Y o , que soy vuestro
1 0 4
padre, rogaré por vosotros para que lo recibáis...» Pero
esto no será posible sin la perfecta pureza de corazón, sin la
extinción completa del espíritu de vanagloria, sin la total abne-
gación de la propia voluntad y del propio juicio, sin mucho
1 0 5
reposo, soledad y silencio en lo recóndito del desierto .
«Purificarse de la fealdad adquirida por los vicios—escribe
San Basilio—, volver a la belleza de la naturaleza, restaurar,
por así decirlo, la forma primitiva de la imagen real por la
pureza: sólo mediante esta condición es posible acercarse al
1 0 6
Paráclito» . En una palabra, es necesario haber superado
la empinada cuesta de la «vida práctica» tal como la exponen
nuestros maestros. La gran ley para llegar a ser «espiritual» la
formuló con clásico laconismo uno de los padres del yermo
107
cuando dijo: «Da la sangre, y recibe el E s p í r i t u » . Sólo por
el martirio de la praxis se obtiene esta calidad inapreciable.
Para penetrar en el reino es preciso que preceda una muerte
mística:
El « h o m b r e espiritual»
» ° Ibid., 18,2-3.
1 1 1
Cf., por ejemplo, la carta Ad filios Dei, atribuida a San Macario de Egipto: MG 34,
408-410.
1 1 2
Cf.,por ejemplo, Ammonas: PO 10,589 y 591,
1 1 3
Homilías espirituales 18,8.
«« Ep. 8: PO 10,587.
u 5
Cf. Homilías espirituales 18,7 y 9.
672 C.8. El paraíso recobrado
»« Ibid.
»" Ep. 6,i: PO 10,582.
1 1 8
Cf. L. B I E L E R , Theios Aner. Das Bild des tgóttüchen Menschen* ir, Spdtantike und
Frühchristentum (Viena 1935-1936).
"> Ep. 1,70-71: CSCO 149,4.
1 2 0
Historia monachorum 8,7.
El «hombre espiritual» 673
pación en la vida celeste, el cantar a coro con los ángeles, la alegría
sin fin, el permanecer continuamente en Dios, el parecerse a Dios;
en una palabra, lo que más puede desearse: llegar a ser Dios» 121.
El «portador del Espíritu» (pneumatophoros), como acaba-
mos de leer en San Basilio, difunde la gracia divina sobre los
demás, ejerce casi necesariamente, en círculos más o menos
amplios, lo que hoy llamaríamos un apostolado carismático,
esto es, el único apostolado que, según muchos de nuestros
maestros, es lícito al monje ejercer. He aquí, por ejemplo,
cómo lo explica Ammonas a sus discípulos. El monje—dice—
debe vivir habitualmente en la soledad, a ejemplo de Elias,
Juan Bautista y los otros padres. «No os imagináis, en efecto,
que los justos realizaron la justicia mientras vivieron con los
hombres, mezclados con ellos. No; sino que, después de haber
practicado mucho la soledad, la fuerza divina habitó en ellos,
y fue entonces cuando, ya en posesión de las virtudes, Dios
los envió en medio de los hombres para ser edificación de los
hombres y curar sus enfermedades. En vistas a esta función
fueron arrancados a la soledad y enviados a los hombres. Pero
Dios hs envía tan sólo cuando todas sus [propias] enfermeda-
des están curadas». Los que se arrogan la misión de ayudar
espiritualmente a sus semejantes sin haber alcanzado ellos mis-
mos la perfección espiritual, evidentemente no son enviados
de Dios, y, por tanto, no pueden hacer ningún bien verdadero
a las almas, antes bien perjudican a la suya propia. «Los que
son enviados por Dios, no desean abandonar la soledad, pues
saben que gracias a ella han conseguido la fuerza divina; mas,
por no desobedecer al Creador, van a edificar a los hom-
l 2 2
bres» .
Entre los diversos elementos que podemos distinguir en
este apostolado carismático de los «hombres espirituales» so-
bresale el don de enseñar. U n texto de Casiano nos ilustra, en
pocas palabras, sobre el concepto de la doctrina espiritual
propio de los antiguos: «Una cosa es tener facilidad de palabra
o brillantez en el decir, y otra penetrar hasta el corazón y el
meollo de las palabras celestiales y contemplar con la mirada
purísima del corazón los misterios profundos y escondidos.
Esto no puede alcanzarlo ni la ciencia humana ni la cultura
del siglo, sino sólo la pureza del alma por la iluminación del
l 2 3
Espíritu Santo» . En vano, pues, se esforzará por comuni-
car a las almas una doctrina espiritual quien no la posea a
fondo gracias a la santidad de su vida y a la iluminación del
121 MG 32,109.
i " Ep. 1: PO 11,432-434-
1 2 3
Collationes 14,9.
6 7 4
C.8. El paraíso recobrado
Espíritu. Macario se extiende sobre este tema: «Sucede que los
que son ricos por el Espíritu Santo, en posesión de tesoros
celestiales, en verdadera comunión con el Espíritu, anuncian
a los otros la palabra de verdad, les dan conferencias espiritua
les, quieren hacer bien a las almas». Macario lo aprueba, pues
se limitan a comunicar «sus propias riquezas y tesoros que
llevan en sí mismos». L o que no puede aprobar, en cambio,
es que los espiritualmente «pobres», los que «están enteramente
desprovistos de las riquezas de Cristo», pretendan anunciar «la
palabra de la verdad e instruir a sus oyentes»: como no poseen
un «tesoro espiritual propio», no pueden tomar de él lo necesa
1 2 4
rio «para enriquecer y fortalecer a los demás» .
Otra característica relevante del apostolado carismático es
la intercesión. El «hombre espiritual» siente la obligación de
ejercitar el don de parrhesía en favor de sus hermanos los
hombres. Lo dice expresamente, por ejemplo, San Ammonas
escribiendo a sus hijos espirituales: una vez en posesión del
Espíritu Santo, «ya no tendréis necesidad de orar por vosotros
125
mismos, sino sólo por vuestros p r ó j i m o s » . Macario describe
la intercesión como una urgencia que el Espíritu Santo hace
brotar en el alma de los «espirituales», que «gimen y se lamen
tan, por así decirlo, con motivo del género humano, imploran
do a Dios por toda la descendencia de Adán». La explicación
de su «aflicción» y sus «lágrimas» hay que buscarla en el hecho
de que «arden de amor del Espíritu por la humanidad». Pero
tal estado de ánimo es pasajero. «El Espíritu produce en ellos
tal gozo y tal arrebato de caridad, que quisieran, si fuera posi
ble, encerrar en sus corazones a todos los hombres, sin distin
126
ción de buenos y m a l o s » . Se trata, como se ve, de una mi
sericordia sin límites, participación de la misma misericordia
que llena el corazón de Dios, que inspira la oración de inter
cesión por todo el género humano. Misericordia e intercesión
que han sido consideradas justamente por los maestros espiri
tuales de la antigüedad como la piedra de toque para compro
bar la autenticidad de la experiencia mística.
Poco a poco se nos ha ido perfilando la imagen del «espiri
tual» que se representaban los antiguos. Es el hombre—o la mu
jer—que ha mortificado sus pasiones, ha alcanzado la apátheia,
o «pureza de corazón», y la caridad, y a través de ella ha adqui
rido la gnosis de las cosas divinas y la diácrisis de las humanas,
«de modo que, sin peligro para sí mismo, pueda guiar con pru-
24
l Homilías espirituales 18,5.
i" Ep. 8: PO 10,587.
1 2 6
Homilías espirituales 18,8.
El «hombre espiritual» 675
'3' Verba seniorum 167: M L 73,795; 18,20; col.985. Para la diórasis, cf. I. HAUSHERR, Di-
rection spirituelle.,. p.97-99.
678 C-8. El paraíso recobrado
vida ascética: «el fin único consiste en llegar a amar a Dios con
un total sentimiento de certidumbre de corazón, es decir, con
todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra
1 3 8
mente» . Sin embargo, aquí están los milagros, las profecías
y las visiones. El propio Casiano, luego de manifestar su pro-
pósito de pasarlos por alto, asegura a renglón seguido que no
sólo oyó contar, sino que vio con sus propios ojos algunos de
1 3 9
tales prodigios , y no puede resistir a la tentación de narrar-
nos, a lo largo de su obra, algunas anécdotas de esta clase.
Nosotros, sí, resistiremos firmemente a esta tentación, es
verdad, muy relativa. Está fuera de nuestro propósito reprodu-
cir, una vez más, una larga lista de fenómenos sobrenaturales
que, según nuestros autores, tuvieron por protagonistas a los
monjes; ni siquiera mencionaremos los más sobresalientes o los
más verosímiles. Diremos simplemente, con Hans Lietzmann,
que «todos los signos y milagros que obraron los hombres de
Dios del Antiguo Testamento, todos los que realizaron Cristo
y los apóstoles, todo es imitado y sobrepasado por los ilumi-
1 4 0
nados de la Iglesia primitiva» . Conocían la promesa del
Señor: «En verdad, en verdad os digo que el que cree en mí,
ése hará también las obras que yo hago, y las hará mayores
1 4 1
que éstas» . Hombres de fe ardiente, consideraban que nada
tenía de particular que los monjes en quienes la gracia del
Señor y la propia ascesis habían restaurado la inocencia original,
disfrutaran del dominio de A d á n sobre el cosmos. «Hombres
de Dios», obraban con lógica impecable las obras de Dios.
Poseedores del Espíritu, irradiaban necesariamente energías
sobrenaturales. Y preveían los acontecimientos futuros, con-
templaban lo que estaba sucediendo a grandes distancias, co-
nocían con mucha antelación la hora de su propia muerte, reci-
bían avisos de mensajeros celestiales, eran visitados por Cristo,
los ángeles y los santos, e incluso resucitaban a los muertos.
Según la íntima convicción de los antiguos, los santos monjes
pertenecían ya al paraíso. Tal es, en suma, el significado de los
fenómenos sobrenaturales de que son objeto o causa instru-
mental. Pero no debemos perder de vista, sobre todo, su carác-
ter carismático. Los monjes «espirituales» obran estos prodigios
en beneficio del pueblo, colaboran con él, con enorme efica-
cia, a la edificación de la Iglesia. En definitiva, son sus carismas
los que los constituyen en verdaderos apóstoles, los que les
confieren una autoridad e influencia incontrovertibles ante los
1 3 8
Capita centum de perfectione spirituali 40: SC 5 bis p.108.
1 3
' Instituto praef. 7.
2
1 4 0 Geschichte der alten Kirche t.4 (Berlín I 9 5 3 ) p . 1 5 1 .
Jn 1 4 . 1 2 .
El «hombre espiritual» 679
CAPÍTULO IX
ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN
L a o r a c i ó n y la c o n t e m p l a c i ó n
e n la v i d a del m o n j e
El ideal: la o r a c i ó n c o n t i n u a
1 7
Collationes 10,7.
1 8
Apophtl e;.nata, Pambo 7.
1 9
De orati. m 54.
2 0
Senlmtiae ad virgines 5: MG 40,1283.
2 1
I. H A U S H E R R , Direction spirituelle... p . 1 3 1 .
2 2
Cf. Vita Antonii 3 y 55.
2 3
Ep. ad filios Dei 2.
El ideal: la oración continua 685
2 4
con Dios . San Epifanio, obispo de Salamina y anteriormente
monje en Palestina, dijo: «El monje auténtico debe tener sin
25
cesar en su corazón la oración y la salmodia» . El testamento
que el santo apa Benjamín dio a sus discípulos fue un texto
de San Pablo a los tesalonicenses: «Estad siempre gozosos.
2 6
Orad sin cesar. Dad gracias en todo» . Nada recalca tanto el
santo abad de Lérins, Porcario, a lo largo de sus Avisos, como
la perseverancia en la oración: «Si es posible, habla siempre
con el Señor. Nada antepongas a la oración durante todo el
día... Haz verdaderamente lo que haces en silencio, paciencia
2 7
y oración», etc. Citar todos los textos que inculcan la ora-
ción sin intermisión sería prácticamente imposible.
Los monjes antiguos, según todas las apariencias, se ha-
llaban como fascinados por el ideal de la oración continua.
¿Por qué? Sin duda, porque también ellos, como todo hom-
bre, querían ser felices, y cifraban su felicidad en el trato asi-
duo, íntimo y amoroso con Dios. Pero también, y sobre todo,
porque leían en su Biblia frases muy claras y perentorias sobre
este particular, especialmente en el Evangelio: «Es preciso orar
2 8
en todo tiempo y no desfallecer» ; y en San Pablo: «Orad
2 9
sin cesar» . Este mandamiento del Apóstol halló en el mo-
nacato primitivo una resonancia enorme, maravillosa. Nuestros
monjes se esforzaron sinceramente por cumplirlo; pocos pro-
3 0
blemas pudieron interesarles más vivamente .
Porque no cabe duda que la oración continua es, en primer
lugar, un problema, un gran problema. El precepto, en su
sentido literal, no puede ser más categórico y ningún exegeta
de la antigüedad lo creyó hiperbólico. ¿Cómo iban a juzgarlo
tal los monjes, que tomaban tan en serio todo lo contenido en
la Escritura, su verdadera y única regla de vida? Y si no era
hiperbólico, ¿cómo podía cumplirse?
Evidentemente, «orar sin cesar», en el sentido obvio de
formular oraciones, sea oral, sea tan sólo mentalmente, debe
relegarse a los dominios de la utopía. Cierto que los mesalianos
se empeñaron en cumplir a la letra el precepto paulino; de
ahí su nombre de mesalianos o euquitas, es decir, «los que
oran», pues debió de ser ésta la característica más notada de
la secta, aunque ciertamente no la más heterodoxa. Según ellos,
por mandato del Evangelio y del Apóstol, no se debe hacer
3 * Collationes 10,4.
3 5 Apophthegmata, Arsenio 9.
688 C.9. Oración y contemplación. Etapas inferiores
forma de llama, abrasó cuanto había en la celda del monje;
éste, que creyó que iba a ser consumido por el fuego, desistió
de su propósito, si bien decía que no por temor del demonio,
3 6
sino por miedo a la vanidad . Apa Isaac, según testimonio
de Casiano, contaba de San Antonio: «Le he visto permanecer
tanto tiempo en oración, que con frecuencia el sol naciente le
sorprendía en su éxtasis, y le he oído exclamar en el fervor de
su alma: ¡ O h sol!, ¿por qué me estorbas? ¡No sales tan pronto
3 7
sino para arrancarme del resplandor de la verdadera l u z ! »
De San Arsenio solía referirse que la tarde del sábado «volvía
la espalda al sol y tendía sus manos al cielo en oración hasta
que el sol iluminara de nuevo su rostro; entonces se senta-
3 8
ba» . Si los Apotegmas rechazan con cuidado todo lo que
tenga cierto relente de mesalianismo, admiten, con todo, al-
gunas anécdotas que a nosotros nos hubieran parecido sospe-
chosas, como la que se refiere de apa A p o l o de Escete: no
hacía trabajo manual alguno, sino que oraba sin cesar, repi-
tiendo siempre las mismas palabras: «He pecado como hombre;
3 9
tú, como Dios, ten compasión de mí» . Otro monje, llamado
Pablo, tampoco trabajaba manualmente; todo su trabajo con-
sistía en orar sin intermisión, habiéndose fijado como norma
4 0
trescientas oraciones diarias . Es inútil seguir citando ejem-
plos; no lograríamos agotarlos. Teniendo presente la teoría y la
práctica del monacato primitivo por lo que se refiere a la ora-
ción, I. Hausherr ha formulado esta conclusión, a todas luces
acertada: «La regla de la oración no es fijarse un mínimum
de oraciones para poder dedicar todo el tiempo restante a otras
ocupaciones, sino determinar el máximum de tiempo que se
concederá a las obras exteriores, para volver en seguida a la
4 1
oración» .
L a l u c h a p o r la o r a c i ó n
«Hesychía»
6 1
Ep. 2,2.
V I C E N T E D E L É R I N S , Commonitorium i: ed. R . S . M O X O N (Cambridge 1915) p.4.
6 2
6 3
Cf. I. H A U S H E R R , L'hésychasme... p.io.
«t Ibid., p.17.
6 5
J. M U Y L D E R M A N S , Evagriana Syriaca p.85.
6
<> Homilías espirituales 3 5 , 1 : ed. H. D Ó R R I E S , p.263.
6 7 Cf. Mt 6,25.
694 C.9- Oración y contemplación. Etapas inferiores
6 8
perfección espiritual y el estado de oración ; otro, finalmen-
te, la «pureza»: «pureza de la vida», «pureza del corazón»,
69
«pureza de la contemplación» .
El amor y el cultivo del silencio y la soledad, de la tran-
quilidad y la paz, originaron en Oriente un sistema de espi-
ritualidad basado en la hesychía: el hesicasmo. Pero, por muy
entusiastas que fueran sus seguidores, jamás consideraron la
hesychía como un fin, sino como un medio—un medio exce-
lente ciertamente—para llegar al objetivo: la unión con Dios
por la oración perpetua. Es un fin magnífico que, sin duda,
tenía presente San Efrén cuando dedicaba a los hesicastas
estos macarismos:
«Bienaventurado aquel cuyo corazón está lleno de paz...
Bienaventurado aquel que permaneció tranquilo en el silencio.
Bienaventurado aquel que fue quieto y manso...
7 0
Bienaventurado aquel que permaneció solitario en casa» .
F o r m a s inferiores de oración
L A M P E , p.115.
« Cf. Collationes 19,3-6.
7 0
Hymnus de admonitione: L A M Y , t.4 p.784.
Formas inferiores de oración 695
El oficio canónico
«¡Oh salterio! ¡Oh cítara! Tú has sido hecho y creado para sal-
modiar a Dios: despierta, pues, y canta salmos. ¿Por qué estás dor-
mido? ¡Oh monje, que estás de pie [sólo] corporalmente!, ¿por qué
duerme tu alma y no cantas al Señor? ¡Maldito sea el hombre que
8 0
cumple la obra de Dios con negligencia! Si eres un salterio y una
81
cítara, ¿por qué estás callado y no glorificas a Dios?»
8 » i Cor 14,15.
«o Instituía 2,11.
9 1
Prácticos 6o.
9 2
Le traite de Voraison... p.130; Les lecons... p.120.
El oficio canónico 701
corregido por I. Hausherr: «La salmodia pertenece a la sabi-
duría multiforme, pero la oración es el preludio de la gnosis
9 3
inmaterial y uniforme» . L o que equivale a decir en len-
guaje más asequible: los salmos pertenecen a la contemplación
inferior, que se ocupa de las «razones» de las criaturas y que
constituye, según el propio Evagrio, un obstáculo a la con-
9 4
templación de Dios ; la oración, en cambio, pertenece al
orden de esta contemplación divina, «inmaterial y uniforme»,
y, en último término, se identifica con ella. Por eso es perfec-
tamente lógico que Evagrio escriba en otro lugar: «Si se te
ocurre una reflexión provechosa, que te supla la salmodia;
no rechaces el don de Dios para mantener la tradición». Sería
hacer un desaire a Dios, efectivamente, dejar de seguir su
inspiración por el infundado escrúpulo de infringir la regla
de las «oraciones canónicas». El texto evagriano prosigue: «Una
oración en la que no interviene la consideración y la vista
de la inteligencia, es una fatiga de la carne. No te complazcas
en la multiplicidad de los salmos, que arroja un velo sobre
tu corazón. M á s vale una sola palabra en la intimidad que
9 S
mil en la distancia» .
Evidentemente, Evagrio Póntico no era el único maestro
espiritual del monacato primitivo que pensara de este modo.
En Occidente—lo acabamos de ver—divulgaba Casiano ideas
9 6
parecidas . San Nilo de Ancira, aunque apreciara mucho
la salmodia, distinguía netamente entre la oración vocal y la
de los perfectos, que consiste en inefables efusiones de un
9 7
corazón abierto a Dios de par en par ; esta oración inefable
se refleja al exterior, haciendo resplandecer la faz del monje
hasta parecerse al mismo Señor transfigurado, radiante de
9 8
divina belleza, en la cumbre del Tabor . La doctrina de
Diadoco de Fótice—por citar todavía otro testimonio—no es
menos categórica: puesto a escoger entre oración vocal y men-
tal, prefiere decididamente la segunda, que se desarrolla «en
el secreto del corazón», bajo el impulso del Espíritu Santo " .
Obsérvese bien, no son tan sólo los monjes doctos los que
dan la preferencia a la oración personal y secreta sobre la «ca-
nónica». El cuidado de evitar en lo posible las celebraciones
comunitarias demasiado acaparadoras y, en último término,
fuente de distracciones, para cultivar mejor una oración íntima
9 3 De oratione 85.
9 " Cf. ibid., p.57.
9 5
Paraeneticós: F R A N K E N B E R G , p . s ó r .
9 6 Véase también Collationes 9,25.
9 1
De voluntaria paupertate 27: M G 79,1004.
9 8 Ep. 2,74: MG 79,233.
9 9
Capita centum de perfectione spiritaali 7 3 .
702 C.9. Oración y contemplación. Etapas inferiores
e ininterrumpida en cuanto esto es dado a la humana natura-
leza, lo hallamos por doquier entre los monjes antiguos. Así
en el cenobitismo pacomiano. Es cierto que las reglas se refie-
ren con cierta frecuencia al oficio canónico, pero no debemos
dejarnos impresionar por este criterio un poco superficial. La
oración pública necesita una reglamentación más larga y mi-
nuciosa que la oración privada, y San Pacomio o sus inmedia-
tos sucesores hablan del oficio por motivos de orden y puntua-
lidad. Pero en ningún lugar de los reglamentos se subraya la
importancia de la oración comunitaria ni se le da la primacía,
mientras sí se recuerda a los monjes su deber de «meditar»
continuamente la Escritura, esto es, su obligación de cultivar
la oración perpetua.
P r o p i e d a d e s d e la o r a c i ó n
114
discípulo s a n ó » . Dios sabía que el santo anciano cumpliría
su amenaza, y se apresuró a complacerle. Casiano enseña, de
acuerdo con la Sagrada Escritura, que «las oraciones son escu-
chadas por diferentes razones, según las diferentes condiciones
de las almas que oran»; pero no ignora que, sin poseer otro
título, basta al hombre ser perseverante en su oración para
1 1 5
obtener lo que pide .
Otro aspecto de la oración del monacato primitivo que no
puede descuidarse en modo alguno son las lágrimas. La oración
acompañada de lágrimas gozaba de un prestigio incomparable.
Y se comprende. ¿No constituye acaso la compunción, la «com-
punción del corazón», uno de los tesoros más estimados de las
primeras generaciones monásticas, hasta el punto de hacer de
ella el ambiente normal en que transcurría su vida? Su oración,
por lo tanto, no podía menos de estar profundamente marcada
por este sello que la autenticaba. Justamente ha notado un buen
conocedor de la espiritualidad oriental que los monjes influ-
yeron de un modo decisivo en dar un nuevo rumbo a la oración
l l 6
cristiana . En efecto, la oración de los cristianos había con-
sistido hasta entonces sobre todo en una petición de socorro
o de protección. La piedad cristiana parecía mirar hacia el por-
venir. Esta tendencia subsistirá, aunque menos aparente, entre
los monjes. Pero éstos se dejarán influenciar sobre todo por
el sentimiento de compunción, por el penthos, por la catányxis,
y llorarán sus pecados y multiplicarán las letanías pidiendo
perdón a Dios. Se diría que miran más hacia el pasado, aunque
sólo con el fin de prepararse un porvenir mejor. Claro que no
debe exagerarse la diferencia, pero es preciso admitir que los
monjes trasladaron el acento de un lugar a otro en materia de
oración. ¿Por qué? El influjo de Orígenes, ciertamente, debió
de pesar bastante; pero sobre todo fue determinante la influen-
cia del ambiente general de los nuevos tiempos, los que siguie-
ron a la paz de la Iglesia. Efectivamente, este cambio no ocurrió
desde los mismos orígenes del monacato. La Vida de San An-
tonio es muy diferente, desde este punto de vista, de las ense-
ñanzas y prácticas de San Arsenio y sus émulos, aunque todos
tiendan y lleguen a un mismo fin. La misma diferencia existe
entre Afraat y Efrén, separados tan sólo por unos lustros de
distancia. Evagrio Póntico recomendó vivamente la oración
penetrada de compunción:
«¡Oh Dios, ten piedad de mí, pecador! ¡Oh Dios, perdóname mis
ofensas! ¡Señor, purifícame de mi iniquidad, porque es grande! ¡Oh
1 1 4
Apophthegmata, Sisoes 1 2 .
1 1 5
Collationes 9,34.
u
« I. H A U S H E R R Noms du Chrisl... p.216.
708 C-9. Oración y contemplación. Etapas inferiores
Creador mío, ten piedad de mi flaqueza! ¡Oh mi Señor y Autor, per-
dóname! Tus manos obraron en mí y me plasmaron; no dejes que
perezca. Señor, que me formaste en un seno tenebroso y me hiciste
salir a la luz de tu bondad, haz que salga de las tinieblas odiosas a la
luz de tu conocimiento. Puesto que he salido del mundo, haz que no
me embarace de nuevo en sus negocios. Puesto que deseché su con-
cupiscencia, haz que no me manche de nuevo con ella. Ya que aparté
de él mi rostro, haz que no me ponga a mirarle de nuevo. He aban-
donado mi heredad, he despreciado el afecto de mis amigos, he re-
chazado todas las cosas: es hacia ti hacia donde quiero ir. Pero se me
han presentado mis pecados y me han hecho tropezar. Ladrones me
asaltaron desde su emboscada para cogerme. Los deseos se yerguen
contra mí como las olas del mar. Señor, no me abandones, antes bien
envía a alguien de lo alto y líbrame, arráncame, retírame del mar de
los pecados. Tengo una gran deuda de diez mil talentos y hasta hoy
no he pagado nada; ten paciencia conmigo y te lo devolveré todo. No
renegaré de tu amor, pues eres tú quien me ha formado de la tierra,
quien extiende su mano sobre mí y me guarda».
U7 Protrepticós: F R A N K E N B E R G , p.556.
118 r) oratione 6.
e
Biblia y oración
L a «lectio d i v i n a »
131 Collationes 1 0 , 1 1 .
132 Tractatus de ps. 143: CC 78,317-
133 Cf. Collationes 10,13.
134 Ep. 22,25-
La «lectio divina» 713
t e M L 26,430.
'<•' Cf. Ep. 108, Epitaphium sanctae Paulae.
Tractatus de ps. 77: CC 78,64.
La «lectio divina» 721
CAPÍTULO X
ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN
El i n t r i n c a d o u n i v e r s o d e la c o n t e m p l a c i ó n
L a c o n t e m p l a c i ó n d e los s i m p l e s :
«mística diorática»; « r e c u e r d o d e D i o s »
1 4
La collation des douze anachorétes 4: ed. J . - C . G U Y , p.423-424.
L A M P E , p.373. Para la «mística diorática», véase J . L E M A I T R E , Contemplation, «Mysti-
1 5
4 2
Ibid., Nesteros 5-
Ibid., Serapión 3 .
4 3
Ibid., Arsenio 1 3 .
** Ibid., Juan Colobós 3 2 .
4 3
Ep. 2 , 2 : ed. Y. C o u R T O N N E , t.l p.8.
736 C.10. Oración y contemplación. Etapas superiores
L a c o n t e m p l a c i ó n d e los seres c r e a d o s
7 1
Sal 138,16, según los Setenta.
744 C.10. Oración y contemplación. Etapas superiores
la Providencia y el juicio, el libro por el que se conoce que Dios es
creador, sabio, providente y juez; creador, por lo que ha pasado de
la nada al ser; sabio, por las razones secretas de las cosas; providente,
por las ayudas [que nos presta] para encaminarnos hacia la virtud
y la gnosis; juez, en fin, por los cuerpos diferentes de los seres racio-
7 4
nales, los mundos diversos y los que envuelven los siglos» .
L a c o n t e m p l a c i ó n de D i o s : mística extática
L a c o n t e m p l a c i ó n d e D i o s : mística catastática
L a «oración pura»
«El último paso, más que otro cualquiera, supone que Dios nos
tiende la mano; en él, más que en los otros, se debe pedir la gnosis
como una gracia. Es esta última llamada de la inteligencia despegada
de todo, 'el preludio de la contemplación inmaterial, simple y divi-
na'. De donde la expresión tan frecuente de Evagrio: 'en tiempo de
la oración'. Sólo entonces se produce la visión divina. Pero la oración
prosigue como un estado de incesante suspirar por esta luz divina
que ya nos rodea, como un apasionado asirse, se podría decir, a esa
'felicidad última', cuyas inefables delicias sólo entonces se entrevén.
La posesión no apaga el deseo, ni la contemplación la oración, sino
que más bien le confiere un ardor, un calor, un ímpetu de amor sin
igual, tanto que parece que hasta entonces nunca se había 'orado
114
de verdad'» .
Bardy, G. 28 49 186 198 211 616 619 629 Bet Laphat 171,
647. Bet Maishan 17),
Barison, P. 302. Bet Nuludra 172,
Baronio, cardenal 31. Bet /.alxlú \1\
Barsanulfo, San 427. Biblia: libro dal monje 441-448; regla de
Barsauma 173 319 320. villa 449 457, rupcjo de monjes 457-460;
Barshabba 173. iliblia y oración 710-712. Véase Exégesis
Barshabia 171. espiritual, IjcUfí divina, Metete- También 421
Barhadbeshabba 173. 475 476 477 478 479 493 494 495 504
Basiano, San 208. 50H 530 542 550 551 552 554 572 575
Basilio de Cesárea, San: vida 184-188 191; 586 603 60H 6119 610 641 658 661 662
Reglas morales 188-189; Reglas monásticas 726 738-739 744.
189-191; reformador del monacato 200- Bickcll, (i. 136
203. Véase Cenobitismo basiltano. Además Bidcz, J. 344.
29 30 40 42 47 180 181 182 213 214 226 Biclcr, 1.. 298 672.
232 266 275 280 281 285 303 305 362 Bicnnc 264.
363 364 369 371 373 376 390 394 399- Bitinia 361.
403 404 405 418 419 422 426 427 442 Bittcrman, H. R. 338.
450 451 453 454 455 460 462 471 474 Bizacena 2HH 289.
480 484 485 486 487 489 535 536 539 Bi/ancio 175 179. Véase Constantinopla.
540 548 551 552 553 554 561 562 565 Blcsila 221 299.
568 574 619 623 640 642 654 665 667 Blc.nd. ti. INO.
669 672 673 693 696 697 709 733 735
Bloomficld, M. W. 625.
737.
Blum, G.-G. 137.
Bassos 137 172.
Boissnnade, J.-R 344.
Bastiaensen, A. A. R. 213.
Boíl, Y. 407.
Batavis 227.
Bolonia 229.
Bauer, F. 422.
Bonoso 610 713.
Baume de Saint-Honorat 254.
Boon, A. 48 96 99 376 445 448 449 460
Baumstark, A. 77.
461 483 485 540.
Baur, Ch. 149.
Borda, M. 219.
Bautismo 528: «segundo bautismo» 372 503
Borncmann. Y. W. B. 393 394 397.
504 505 506. Véase Profesión monástica; del
Bosforo 203 205 207.
Espíritu Santo 665-670.
Boskoi 125.
Bawit 76.
Bottc, B. 77.
Baynes, N. H. 208 601.
Beck, E. 40 130 131 353 548 643. Boularcl, Y.. 149.
Beda el Venerable, San 300. Boulognc 248.
Bedjan, P. 169. Bousscr, W. 393 595 675 751.
Behnam 172. Bouycr, 1.. 21 51 53 57 60 370 372 399 404
Belén 44 154 158 160 166 234 235 250 292 412 512 543 680 753.
310 316. Braga 293.
Belisario 286. Brcmond, A. 17,
Bell, H. I. 115 354 603. Brcscia 228.
Benito de Aniano, San 429. Bretaña 261.
Benito de Nursia, San 101 214 342 497 553 Hrunton, P. 11.
567 713. Buda 12.
Benjamín, monje 685. Budgc, K. A. W. 567 595.
Benoit, F. 252. Budismo; monacato budista 12 18.
Berea, 133 135. Burdeos 230.
Berliére, U. 9. Burkitt, I', C. 120.
Berthold, H. 4 1 1 . Butlcr, <:. 4,5 751.
Bes 676. Huytracrt, li. M. 29.
Besa 63 116 302 376 436 622.
Besarión 88 467.
Besineau, P. 237. Cabaasut, A. 616.
Besse, J.-M. 49 237 272 330 676. Cabrera 292.
Bet Aramaie 173. Cadióu, R. 725.
Bet Garmai 169 171. Caguán 289.
Bet Gatraie 173. Caín 575.
Bet Gube 172. Calama 283.
762 índice de temas y autores
Calcedonia 161 316 319 320 321 322 335 Cavallera, F. 313.
336 337 338 339 340 342. Cavarnos, J. P. 405.
Calcidia 308. Cavassini, M. T. 354 361.
Calcis 125 137 206 217 231 304. Celda 559-560.
Calderini, A. 225. Celdas de los anacoretas de Egipto 75-76.
Calinico 152 304. Celdas (Colonia anacorética de las) 70-72
Callahan, V. W. 405. 79 84 250 313 337.
Camelot, P.-Th. 659 681. Celestino I 271 296 329.
Camignan, J. 22. Celestio 323.
Campania 230. Cenobio y cenobismo 383 402 455 462.
Cándida Casa 300. Véase Vida apostólica.
Canivet P. 141 164 334 355 458. Cenobitismo agustiniano: el ideal 280-283; pro-
Cannes 254. cedencia de los monjes 283-285; obser-
Canto 554 555 698 699. Véase Salmos y vancias 285; organización 285-286. Véase
salmodia. Agustín de Hipona.
Cap Roux 254. — basiliano: independiente de San Paco-
Capadocia 167 197 266 321. mio 191-193; el ideal 193-194; caracte-
Capersana 141. rísticas 194-199. Véase Basilio de Ce-
Cappuyns, M. 249 251 428. sárea.
Capraia 225 292. —pacomiano: ideal 96; procedencia y
Capraria 221 292. mentalidad de los monjes 96-97; su
Caprasio, San 254 261. número 97; monjas pacomianas 97;
Caridad 651; con los pobres 551 552-592. monasterios y organización de la koino-
Carismas 376 672-680. Véase apostolado ca- nia 103-105; estructura y vida de cada
rismático. uno de los monasterios 106-115. Véase
Carlson, M.L. 457. Pacomio.
Carmen de providentia divina 249.
Carta de Bernabé 35. — en Palestina 165.
Cartago 226 272 273 276 289 348. — en los países de lengua siriaca 138-139.
Casel, O. 499. Cerdeña 289.
Cesárea de Capadocia 175 185 191 202.
Casiano 21 28 30 41 42 46 47 48 65 66 68
Cesáreo de Arles, San 247 259 261 262-263
76 77 78 80 81 82 85 86 87 97 115 144
159 166 213 214 223 247 249-253 263 329 342 441.
264 266 269 270 280 288 295 305 309 Chadwick, N. K. 295 296 297 298 299 431
315 327 328-329 330 334 346 369 377 432 444 528.
382 383 386 428434 439 441 444 446 Chad-«ick, O. 249 330.
448 454 456 460 462 463 471 474 475 Chalon-sur-Saóne 262.
479 480 481 482 483 491 499 501 502 Charitón, San 160.
503 505 506 507 511 514 515 518 521 Chenoboskion 93.
523 527 528 534 540 541 542 544 545 China 119.
547 548 553 554 556 557 559 560 569 Chinon 247.
571 572 573 575 576 577 578 579 580 Chipre 155 166 313.
581 582 584 586 589 594 595 596 602 Chitty, D. J . 45 104 154 167.
603 604 606 609 610 615 617 620 624 Cicerón 218 592 653.
625 626 627 628 630 631 632 634 635 Ciencia práctica 541 543.
638 639 640 641 642 648 653 655 656 Ciücia 127 142.
660 661 673 675 677 678 681 682 684 Cilleruelo, L. 275.
687 688 689 690 691 692 695 699 700 Cipriano de Cartago, San 34 241 272 306
701 702 703 704 705 706 707 709 711 583 598 713 714.
712 714 715 716 717 718 719 721 722 Cira 147.
723 724 725 727 729 731 738 740 741 Circina 290.
742 745 748 750 751 753 754 755 756 Cirenaica 274.
757. Cirilo de Alejandría, San 204 218 220 221
Casiciaco 276 277. 577 657.
Caspar, E. 222. Cirilo de Escitópolis 158 162 163 164 663
Caspio (mar). 174 178. 676.
Cassien, Mons. 77. Cirilo de Jerusalén, San 36 42 156 503 606.
Castellion 163 164. Ciro 133 134.
Castidad 570-573 656. Clain 241.
Castor de Apt 253 428. Clarke, V. K. L. 124 185 194 371.
Catequesis pacomiana 113. Claudiano Mamerto 260.
índice de temas y autores 763
Vicente de Cremona 228. Voóbus, A. 31 119 120 121 122 123 124
Vicente de Lérins, San 258 259 260 261-262 131 135 136 137 138 144 145 147 168
693. 170 172 176 184 349 356 416 581 691
Vichapatzor 177. 711 719.
Vicios: véase Ijtgismoi. Vosgos 264.
Víctor de Turín 228. Vouvrey 243.
Víctor de Vita 286 287.
Victricio de Rouen, San 44 247 24S.
Wadi Araba 62.
Vida angélica 372. Wadi-en-Natrum 48.
Vida apostólica 374-379. VC'adi Phara 160 161.
Vida monástica: véase Monacato, Monje. YC'agenaar, K. 442.
Vienne 237. Walorek, M. 619.
Vigilancia 622-624. Weber, H. O. 249.
Vigilancio 222 234. VCéingarten, H. 9.
Vigilias 145. Weinreich, O. 574.
Viliecourt, L. 411. Wenzel, S. 629 631.
Viller, M. 31 38 540 570 616 641 681 737. White, H. G. E. 71 76 82 84 86 341.
Vírgenes cristianas, precursoras del mona- VC'hitehorn 300.
cato 31 32-34. Widmann, J. 616.
I irgines subinlrodudae 34. Wilmart, A. 411 503 512 537 608 623 685.
Virginidad 405. Véase Castidad. Wilpert, J. 31.
Virtudes 632-639. Winandv, J. 38.
Vischer, L. 185. Wutz, F. 732.
I '¡la Antonii, de San Atanasio 53-57.
I ¡ta Hjpatii 458. Xeniteia: véase Destierro voluntario.
Vizmanos, F. de B. 31 33.
Vocación monástica 475-478. Yovhan Mandakowni 176.
Vóght, A. 625.
Vólker, W. 35 393 394 404 411 532. Zacarías, monje 520 565.
Von Arnim, H. 15. Zaragoza 291 292 294.
Von Campenhausen, H. F. 68 495. Zebinas 506.
Von der Goltz, E. 576. Zenón 321.
Von Hertling, L. 51 54 59 62 63. Zenop de Klag 175.
Von Ivanka, E. 407. Zeugma 125 135.
Von Lilienfeld, F. 464. Zingerle, P. 123.
Von Severus, E. 372 442 446. Zumkeller, A. 275.
B I B L I O G R A F Í A
SIGLAS
Vita vel regula = Vita vel regula sanctorum patrum Romani, Lupicitá et Eu-
gendi, monasteriorum Iurensium abbatum, ed. F. M a r t i n e :
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VS = La vie spirituelle (París).
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