Desastre en Cartagena
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Desastre en Cartagena
Desastre en Cartagena
(marzo de 1939)
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Titivillus 27.06.17
Título original: Desastre en Cartagena. (Marzo de 1939)
Luis Romero, 1971
Diseño cubierta: Alberto Corazón
LUIS ROMERO.
DESASTRE EN CARTAGENA
El comandante de la brigada 206 se presenta en su puesto de
mando, en el pueblo de Buñol, provincia de Valencia; el capitán
Antonio Sempere, su jefe de Estado Mayor, le entrega la orden
que hace algunas horas se ha recibido. No ha sido demasiado fácil
dar con el comandante en Paterna, adonde se había desplazado el
día anterior, requerido para iniciar un cursillo en la Escuela de
Mandos, para seguir el cual había sido seleccionado.
A pesar de que conoce su contenido, coge el papel que le
tiende su jefe de Estado Mayor, firmado por el comandante Ci-
utat, jefe de operaciones del Ejército de Levante: «Tome usted las
disposiciones necesarias para trasladarse con su brigada a Cart-
agena y póngase allí a las órdenes directas del jefe de la base…»
—He prevenido a los jefes de batallón…
—¿Y el transporte?
—Se han comprometido a enviarnos los camiones suficientes
mañana por la mañana.
—¿Qué te dije? Va armarse follón en Cartagena; y para allá nos
mandan a nosotros. ¡Para una vez que iba a tomarme unas vaca-
ciones de tiros…!
—He hablado con De Frutos, las brigadas 207 y 223 están aler-
tadas; pero la orden de marcha sólo afecta a la 206.
—Cita a los jefes de batallón y a los comisarios…
Es la medianoche del 3 al 4 de marzo de 1939 y la orden ha
llegado por la tarde. La brigada 206 siempre está a punto de en-
trar en combate, si es que de entrar en combate se trata, pero hu-
biera sido preferible para los hombres que les concedieran un
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largado con cualquier pretexto y que no hay quien les haga re-
gresar, en particular si escaparon forrados de dinero.
Ninguno de ellos piensa ya en ganar la guerra; periódicos y
altavoces pueden predicar resistencia, resistencia y resistencia,
palabra que aburre a los mismos que la escriben o pronuncian.
Insisten quienes se pretenden informados en que la flota se
marcha y que si la escuadra abandona la lucha en ella huirán los
más significados, militares y paisanos. En tal caso sí que la guerra
se termina.
¿Quién podría ser el mandamás del coche negro y los motoris-
tas? Marino no lo era; desde luego, un pez gordo.
Distraído en sus preocupaciones, ha entrado pedaleando en
las calles de Cartagena; las ruedas botan sobre el adoquinado. Ha
llegado; lo importante es que está en su ciudad, en su casa. Dur-
ante su week-end militarizado, la guerra no cuenta, deja de existir
para él, igual le ocurre todas las semanas.
—¡Detenidos!
—Aceptamos el hecho puesto que no podemos evitarlo… Pero
tenemos que hablar… Tratemos de serenarnos todos, ¡caray!
Quizás hablando, y entre amigos, consigamos entendernos.
al otro extremo del hilo que une la base con el crucero Miguel de
Cervantes.
—¡Dígale usted a quien sea, que se han terminado dilaciones y
pretextos! Si dentro de un cuarto de hora no se ponen al aparato
Galán y Vicente Ramírez, les metemos cuatro pepinazos. Don
Miguel da ahora mismo orden de apuntar los cañones.
El aparato ha sido colgado con violencia. Fernando Oliva re-
flexiona. El Miguel de Cervantes está a unos seiscientos metros
en línea recta; sus cañones de popa son del 15,20. No cree que dis-
paren sin más ni más; pero en esta noche alocada cualquiera es
capaz de cualquier disparate.
—Que me pongan la línea en mi despacho y llévales para allá.
Les acompañas tú mismo. No es que estén en libertad, pero va-
mos a permitirles que se muevan por el edificio, o que salgan, si
conviene, bajo nuestra custodia.
La guardia ha sido asegurada por infantes de marina discip-
linados y de fidelidad indiscutible. El control del edificio está en
manos de Fernando Oliva y las puertas cerradas y defendidas. A
los rusos y a su intérprete les mantiene confinados en su des-
pacho; un plantón sin armas, para no alarmarles, se pasea por el
corredor —las puertas están abiertas— y les protege y vigila con
discreción. En el sótano han tenido que encerrar a algunos y el
nerviosismo del primer momento está siendo dominado.
Después que Oliva se ha instalado en su despacho entran,
acompañados del oficial de guardia, Galán, Ramírez, Morell y
Semitiel.
—Amenazan con cañonearnos desde el crucero Miguel de Cer-
vantes. Creo que no serán capaces de disparar, sin contar que dos
baterías de costa tienen bajo sus fuegos al crucero y a los demás
buques. No vamos a liarnos ahora a cañonazos. Podría hablar us-
ted, Galán, con el almirante, y trataríamos luego de ponernos
entre nosotros de acuerdo para solucionar este enrevesado lío.
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—¿Son muchos?
—Yo diría, mi teniente, que un par de compañías. Han venido
en camiones y debe haber más en otros puntos.
—¿Has hablado con alguno de ellos?
—¡Qué va! Les he esquivado por si se les ocurría interrogarme.
A un hombre de una alquería de por allá, le han dicho que en
Cartagena se han sublevado contra el gobierno y que vienen a rep-
rimir la sublevación.
Suboficiales, cabos y soldados van formando corro alrededor y
cuchichean. Una vez satisfecha en lo que puede la curiosidad de
los preguntones, Ginés se aproxima a los que desayunan, que han
advertido que algo anormal ocurre y que él es portador de
noticias.
—Vienen para acá tropas comunistas…
—¡La pringamos!
Un teniente se dirige a todos en voz alta.
—El gobierno envía tropas; nosotros no tenemos órdenes y
carecemos del armamento preciso para oponemos. ¡Aquí no ha
pasado nada! Conque, retiren esa bandera y escóndanla.
—Y usted —le dice a uno de los cabos— saque del encierro a
sus compañeros y dígales que ha sido una orden mal interpretada,
trasmitida, recálqueselo bien, desde la plana mayor del regimi-
ento. Y hágales una advertencia: que confiamos en que no vayan a
hacer el tonto: Que tengan presente que se les ha tratado con con-
sideración. Para el buen orden del destacamento conviene que es-
as tropas, sean quien sean, pasen de largo. Ya se las compondrán
los de Cartagena.
Por el rostro de los soldados puede comprobarse quiénes han
recibido una desilusión, quiénes se hallan atemorizados, y alguna
secreta complacencia que no trata de evidenciarse. Circulan en
voz baja diversos comentarios:
—En Cartagena les zurrarán.
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pesar del secreto que suele rodear a estas actitudes, llega un mo-
mento en que estallan, y también se produce un movimiento en
dirección inversa; muchos de los que se habían comprometido se
echan atrás y otros que se dieron como comprometidos no lo es-
taban. Se han barajado, en voz baja o en voz alta, los nombres de
Matallana, de Casado, de Menéndez y de diversos jefes del ejér-
cito. Conviene plantearse otros interrogantes: ¿Son en verdad
comunistas los militares profesionales que tienen el carnet, o para
algunos el hecho de afiliarse al partido ha sido procedimiento de
protegerse contra antecedentes derechistas? ¿Cómo reaccionarán
ésos ante un decidido enfrentamiento? Hay también los que se
han afiliado cediendo a presiones de distintos órdenes; aquéllos,
influidos por el hecho de que eran los comunistas los únicos ca-
paces de restablecer la disciplina en el ejército, y los ambiciosos
prontos a cambiar de chaqueta. En Cartagena, el contragolpe
parecía preparado y dispuesto sin fisuras, y salvo Gutiérrez, del
batallón de retaguardia, fuerzas de escasa entidad, se mostraban
dispuestos a oponerse al putsch comunista. Resulta que Galán
afirma que no hay tal putsch, que es una fantasía divulgada de
mala fe por los enemigos de la República; resulta que Vicente
Ramírez, Morell, Semitiel, los que más opuestos se manifestaban
contra Galán, parlamentan con él y acaban por ponerse de
acuerdo; resulta que el comandante García Martín no saca del
cuartel las primeras y magras fuerzas hasta el amanecer; resulta
que Arturo Espa se declara fascista o poco menos, que no se sabe
quién abre las puertas de la cárcel a los elementos de derechas
presos; que un viejo general, Barrionuevo, se instala en el parque
y se declara cabeza de una sublevación franquista, mientras que la
emisora de la «Flota» lanza al aire desesperados gritos pidiendo
ayuda al mismísimo Franco. Y Fernando Oliva y los suyos, tam-
bién parlamentan mientras mantienen el control del edificio de la
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—Sí, mi coronel…
—Acaba de recibirse un mensaje de Burgos. Mandan la es-
cuadra y preguntan si pueden desembarcar, y recomiendan que
tengamos preparado un práctico… Espere, son dos mensajes cor-
tos; se los voy a leer.
Le entregan el papel donde están redactados y Armentia con
voz pausada los lee al micrófono.
—Perfecto, mi coronel.
—De modo que no hay más que esperar unas horas para ir a
recibirlos al muelle. Por encima de todo, les considero nuestros
hermanos de armas.
Del fondo del aparato salta una voz desconocida, agria,
amenazadora.
—¡Cabrones! ¿A quién vais a recibir vosotros?
—¡Eh! ¿Quién es? ¡Oiga, oiga! ¿Quién ha interrumpido?
Las voces de Armentia y Espa interrogan airados a la tercera
voz.
—¿Quién ha hablado?
—¿Que quién ha hablado? ¡El jefe de las fuerzas de ocupación
de Cartagena! ¡Os doy diez minutos para rendiros! ¡Diez minutos!
—¡Ya sabe usted donde estamos! ¡Venga a buscarnos y nos
encontraremos!
Cuelga iracundo el aparato y queda un momento pensativo.
Las asombradas miradas de los demás se dirigen a Armentia.
Levanta la cabeza y habla pausadamente, reflexionando.
—Una voz desconocida que nos daba diez minutos para
rendirnos. Un tipo que se proclama jefe de las fuerzas de ocupa-
ción de Cartagena.
—¿Qué fuerzas son ésas?
—Habrá sido broma de mal gusto de algún rojo recalcitrante.
El acceso de ira seguido de momentánea depresión ha empali-
decido el rostro de Armentia.
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por las calles del centro antiguo es otro cantar; ellos sabrán los
motivos.
Maniobra con estudiada lentitud. No desea atraer la atención
de los soldados y que le den el alto o le disparen sin más averigua-
ciones. Renuncia; no se siente con ánimos ni ve posibilidad de
llegar al cementerio. De acompañarle la suerte como a la salida, el
regreso al parque puede hacerlo con idéntica facilidad.
De los difuntos, que hagan lo que quieran; los jefes decidirán,
no es asunto que le competa. Que los entierren en el propio
parque, que espacio no falta o que los metan en cualquier depend-
encia, los encierren con llave y aguarden a que la situación se
despeje.
Cuando dentro del patio y mientras cierran las puertas, desci-
ende de la cabina, se restriega la frente con la manga; está su-
dando. Por escapar de aquí se ha jugado el tipo y de nuevo vuelve
a estar aquí. El hecho de haberse librado de un balazo o de que le
enchironaran ha sido un regalo de la suerte; y bueno es consolarse
con lo que sea.
—Descargad eso que va en la caja del camión. Yo no pienso dar
golpe.
—¡Oye! Entonces, ¿tú crees que estamos copados?
—No digo tanto; lo que he visto es que me iban cerrando el
camino. Muchos tanques sí diría que tienen.
—Si tantos tuvieran nos habrían atacado.
—Veremos; aún estamos a tiempo.
Un sargento se presenta en el patio:
—¿Quién de vosotros es Antonio Castillo?
—Yo mismo. ¿Qué ocurre?
—El comandante Lombardero quiere hablar contigo. Me
parece que para que le cuentes por menudo lo que has visto.
—¡Ah, vaya!
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dorso del edificio sin que los hombres de Fernando Oliva dejen de
responder a los disparos. El desnivel del terreno dificulta cu-
alquier maniobra por ese lado.
La situación se prolonga y urge resolverla para que la ciudad
quede pacificada antes de que se presenten autoridades nombra-
das por el Consejo de Defensa de Madrid. También, si llegara a
producirse un desembarco fascista, cada vez menos probable, hay
que evitar que cuenten en la ciudad o en su zona con ninguna
cabeza de puente.
De las baterías de costa que han ido recuperándose, a decir de
los oficiales artilleros adictos al comandante Mira, unas pueden
utilizarse y otras no. Hay que reparar desperfectos, reponer piezas
y rectificar aparatos de tiro.
El mayor Artemio Precioso apremia al capitán Regalado para
que se apodere del edificio de la base y le ha enviado como re-
fuerzo compañías del batallón 823, que había quedado en reserva.
—¡Que se ponga ahora mismo al teléfono Femando Oliva!
—¿Quién le llama?
—Dile que hablo en nombre del jefe de las fuerzas que operan
en Cartagena, en nombre del único poder legal. ¡Que se ponga
ahora mismo al teléfono o lo vais a pasar mal!
—¡Espere!
Cientos de prisioneros son el desastroso balance de la in-
sensata aventura; su traslado, clasificación y vigilancia distraen a
muchos hombres de la brigada 206, si bien colaboran con ellos
guardias de asalto y soldados dispersos del 7.º batallón de reta-
guardia que han ido reagrupándose y elementos de otras unidades
que con escasos efectivos se reconstruyen. Y hay muertos y
heridos; también ellos han sufrido bajas; menos de las que temi-
eron a] principio.
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baten contra las peñas hasta que algunos brazos piadosos, si les
resulta factible, los izan a tierra.
El capitán Moyano, que ha sido rescatado del agua con una
pierna triturada, fallece en el islote de Escombreras. Carmen He-
via, que no ha conseguido salvarle, llora sobre su cadáver.
En el cercano pueblo de Escombreras, el doctor Estrada im-
provisa un puesto de cura. Profundas heridas, quemaduras,
hombres semiahogados; se esfuerza en atenderles lo mejor que
puede. A los cadáveres se les separa, y quienes han llegado a tierra
en mejor estado físico, después de un descanso colaboran con los
que se afanan en operaciones de salvamento o auxilio. Hay que
buscar medios para la evacuación a hospitales; nada hay en
Escombreras. Mucho ha sido el estrago.
Los heridos leves, aquellos que vomitando agua se han recu-
perado, se agrupan y procuran calentarse y reaccionar cubrién-
dose con algunas ropas y mantas, y con el café caliente con que
pescadores y sus familias les socorren.
Extraña e inesperada es la situación de estos hombres. Pri-
sioneros de guerra no lo son todavía; no se han presentado solda-
dos enemigos para hacerse cargo de ellos, y los carabineros, inhi-
bidos en ese sentido, se limitan a auxiliarles y a poner algún
orden.
Siguen llegando a la orilla nadadores extenuados; quedan
chorreando, jadeantes, tendidos sobre las rocas. Los pescadores
buscan a los últimos que han conseguido mantenerse a flote. Una
consigna circula entre los supervivientes: no denunciar a los ofi-
ciales. Que nadie distinga a quienes mandaban; soldados todos.
La consigna es una orden. Los náufragos son combatientes de un
ejército. Pocos son en proporción los supervivientes del naufragio;
más de un millar han perecido.
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A cada paso, siquiera sea con levedad, tiene que apoyar el pie
en el suelo. El dolor le penetra hasta el vientre, o los testículos,
que no sabe ya dónde quedan uno y otros. Sensaciones de calor
casi agradables le ascienden por el estómago y pecho, hasta el
cuello y rostro. Uno de los pescadores le ha hecho beber un trago
de café hirviendo que le ha entonado. La mejor medicina contra la
tiritona, la que le ha devuelto el resuello y le ha restituido a la
vida: una taza de coñac casi llena con que un pescador viejo,
escondiéndose de los demás, le ha obsequiado: «No digas nada;
no tengo más que esta botella, la guardaba para cuando mi hijo
viniera de permiso». Un hombre gordo, bondadoso, mal afeitado,
que se ha servido otra taza, a su decir para reponerse del susto.
Apurada la taza se le ha quedado mirando con ojos risueños y
desteñidos y ambos han soltado la carcajada.
A los prisioneros les suben en camiones; a muchos de los
heridos tienen que ayudarles los compañeros o los soldados
comunistas.
Pasa junto a unas rocas; debajo mismo el oleaje bate en una
pequeña ensenada. La tarde ha caído, comienza a oscurecer. Algo
se mueve acompasadamente en el agua. La curiosidad le impulsa
a asomarse.
Veinte, treinta, cuarenta cuerpos, encogidos, verdosos, incon-
cretos, se menean flotando entre dos aguas al compás del oleaje;
chocan con suavidad entre sí, se separan, se agrupan, dan contra
las rocas.
De nuevo la tiritera. Va a marearse, y si cayera al agua
quedaría incorporado al macabro pelotón. Respira a fondo, se ha
detenido, no acierta a moverse.
—¿Qué haces ahí parado? ¡Anda ya!
Si no le hablara en castellano con deje que tira a madrileño,
diría que este barbudo es un ruso; se apoya en un fusil largo, con
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—Sí, señor.
—¿Usted se ha sublevado?
—Sí, señor.
—¿Sabe usted cuál es la pena que corresponde a un militar que
se subleva?
—Sí, señor.
—Nada más.
Después de interrogados en parecida forma sus dos acom-
pañantes, Macián y Calixto Molina, y tras un momento de des-
canso, son llamados de nuevo y ante personas que ellos descono-
cen, se les dirige las mismas preguntas, a las que corresponden
con las mismas afirmaciones.
El comandante de la 206 ha interrogado también al general
Barrionuevo, quien se ha declarado cabeza de la insurrección y
asume la plena responsabilidad. A la vista de Artemio Precioso es-
tán las copias de los radiogramas intercambiados con el Cuartel
General de Burgos, que se habían hecho copiar y registrar. Barri-
onuevo, fatigado, deprimido, sin perder la entereza a pesar de su
edad y achaques, declara que él ha firmado esos partes. El joven
mayor de milicias, al terminar la breve declaración y despedirle,
estrecha la mano del anciano general y ordena su inmediato
traslado a Murcia a disposición del comandante militar de la
plaza.
Con su pluma «Waterman», Fernando Oliva redacta una hábil
y razonada declaración en la cual soslaya hechos como el de haber
izado la bandera rojo y gualda, se responsabiliza con el levantami-
ento bajo la consigna de «Por España y por la Paz», se afirma en
sus deseos de que la guerra termine en un acuerdo negociado y
acepta haber asumido la jefatura de la defensa del edificio de la
base.
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Con verdadera ansia cogen los tres cigarrillos que les tiende el
comisario. Los encienden y siguen caminando por la carretera.
Algo parece que se les haya aliviado el cansancio.
más joven se ha salvado, que corre por esos campos libre aunque
esté herido, le alivia la conciencia. Al callar lo que ha visto ha roto
cualquier lejana complicidad con los verdugos. Por el contrario el
silencio le convierte, en pequeña medida, en cómplice del
muchacho, del superviviente. ¡Maldita noche! ¡Maldito lío! ¡Mald-
itos sean todos ellos juntos!
Larrañaga.
Lazaga (alférez de navío).
Lenin.
León, María Teresa.
Líster, Enrique (coronel).
Lobo Blanco, Alfredo (sargento).
Lombardero Vicente, Manuel (comandante).
López-Cantí, Fernando (comandante).
López Iglesias, Manuel (comandante).
López Rodríguez, Venancio (capitán).
López Tovar, Pedro (mayor).
Loriente (capitán).
Llanos, Virgilio.
Macián Salvador, Jesús (capitán).
Maestre, José.
Manera, Enrique (oficial Marina).
«Manises».
Manzanera Gabarrón, Juan (oficial maquinista).
Marcos Bilbao, Pedro (oficial de marina).
Marín Gasca, Antonio (sargento).
Marón Jordán, Diego (capitán de navío).
Martín Alonso, Pablo (general).
Martín de la Escalera (coronel).
Martínez, Carmelo.
Martínez, Víctor (comandante).
Martínez Colunga, Rafael (capitán).
Martínez Dueso, Zenón.
Martínez Fuentes, Juan (capitán).
Martínez Monche, Antonio.
Martínez Monche, Luis.
Martínez Pallarés (capitán).
Martínez Pastor, Manuel.
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[1]
En los números 651 y 652 de Gaceta Ilustrada correspondi-
entes al 30 de marzo y 6 de abril de 1969, publiqué un amplio tra-
bajo sobre el final de la guerra. Allí me interrogaba: «… ¿Cuándo
comienza el final de la guerra española? ¿Durante la batalla del
Ebro? ¿A lo largo de la ofensiva de Cataluña? ¿En el momento en
que las tropas nacionales clavan la bandera en la raya del Per-
thus? ¿Cuando Inglaterra y Francia reconocen al gobierno de
Franco? ¿A la dimisión de Azaña?…» <<
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[2]
Por inercia seguimos calificando de «manuscrito» a lo que, es-
crito a máquina, no puede llamarse así. Comprendo que a nadie
puede interesarle si ese primer tratamiento de la obra estaba es-
crito a máquina o a mano, pero prefiero dejar constancia de mi in-
capacidad de hallar la palabra adecuada que decir lo que no es.
Tampoco la palabra original me sirve. Original es lo que ahora
entrego a la imprenta. <<
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[1]
El nombre correcto es Castillo Olite (N. del E. digital) <<
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[3]
Yo mismo, en mi aludido trabajo publicado en Gaceta Ilus-
trada doy como fecha de internamiento el día 7, dejándome,
supongo, arrastrar por quienes señalan aquella fecha. En la actu-
alidad estoy convencido de que debió ser el día 6. <<
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[4]
A lo largo del libro doy noticia de algunas actuaciones de la
aviación, tanto de la nacional como de la republicana. Las dos ac-
ciones más destacadas, son el bombardeo sobre el puerto y en
particular sobre el arsenal durante la mañana del 5 de marzo. Al-
gunos me han afirmado que no fue de mucha intensidad, pero los
daños que causó a la flota republicana es algo en que todos los
autores están de acuerdo. Y se conoce el nombre de algunos
heridos; carezco de evidencia sobre si hubo o no muertos. El
efecto en la flota fue, desde luego, desmoralizador. En el notable
libro La guerra de España desde el aire de Jesús Salas Larrazábal
no encuentro ninguna noticia al respecto. Personas que luchaban
en diversos bandos (en aquellos momentos había más de dos) co-
inciden en que bombardeó una escuadrilla de «Savoia». La otra
acción no causó bajas ni desperfectos, pero pudo haber afectado a
los buques nacionales, y en particular al Mar Negro que era el del
almirante. Fue el 6 por la tarde. «Katiuskas» que despegaron del
aeródromo de La Ribera y que procedían de otro más al interior,
Fuente Álamo, llevaron a efecto el ataque. Era la 2.ª escuadrilla
del grupo 24.
Se produjeron otros bombardeos. Las personas que estaban en
tierra no llegan a concretar horas ni circunstancias y muchos ig-
noran si se trataba de aviones nacionales o republicanos.
Aparatos SB («Katiuska») —bimotores de bombardeo ligero—
procedentes de La Ribera, dejaron caer bombas sobre la capit-
anía. No tengo noticias de que alcanzaran el edificio, pero sí es
posible que alguna bomba cayera en el monte de la Concepción,
desde donde se les debió contestar con fuego y también, a estos
aviones, debió dispararles la ametralladora que se cree estaba
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