Desastre en Cartagena

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Tras publicar Tres días de julio (que fue, como se re-

cordará, el libro más vendido en España en 1967), Luis


Romero abordó el estudio del final de la guerra civil, uno
de cuyos episodios más decisivos es el que se relata en la
presente obra. Una paciente y prolongada investigación
sobre documentos, visitas al escenario de los hechos, en-
trevistas con muchísimas de las personas de los distintos
bandos que protagonizaron o fueron actores secundarios
en aquellos sangrientos sucesos, han puesto en manos
del autor un impresionante acopio de datos, los más de
primerísima mano y muchos de ellos inéditos.
¿Por qué, hasta ahora, los sucesos de Cartagena han sido
silenciados, tergiversados o mal explicados desde los dis-
tintos bandos en lucha? Una frase del autor en el prólogo
podría darnos la clave: «… en Cartagena nadie gana, to-
dos pierden…» Así, pues, Desastre en Cartagena es la
crónica de una derrota, y no sólo aclara definitivamente
lo que hasta ahora constituía un enigma histórico, sino
que contribuye a reflejar admirablemente el clima de
temor e incertidumbre que caracterizó el final de la
guerra.
En Tres días de julio se reveló como cronista imparcial, y
ahora ha sabido imprimir a Desastre en Cartagena una
eficacia narrativa que convierte a esta obra en un libro de
lectura tan fácil como apasionante.
Luis Romero

Desastre en Cartagena
(marzo de 1939)

ePub r1.0
Titivillus 27.06.17
Título original: Desastre en Cartagena. (Marzo de 1939)
Luis Romero, 1971
Diseño cubierta: Alberto Corazón

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
PRÓLOGO
Cumplen por ahora los cuatro años de que, terminado y pub-
licado mi anterior libro, Tres días de julio, me propuse estudiar
otra época o etapa de nuestra guerra. Esta vez sería el final.
Desechada la idea de que podía ceñirme a los tres últimos días y
efectuado un primer análisis de los hechos, llegué a la conclusión
de que si resultaba imposible señalar cuándo comenzaba el fi-
nal,[1] mi trabajo debería abarcar aproximadamente el último
mes. Es decir, desde la reunión que el presidente del gobierno,
Negrín, a su regreso de Francia, sostuvo en Los Llanos (Albacete)
con los principales mandos del ejército, la marina y aviación re-
publicanos. Esa fecha, que me costó trabajo establecer y que,
salvo prueba en contrario, fue el 27 de febrero de 1939, pensé que
sería la que debía servirme de arranque para el libro.
Desde siempre —aunque en rigor mi «siempre» se refiera a
mucho antes de aquellos días en que los hechos se produjeron—
me interesó lo que pudiera llamarse la revuelta de Cartagena, que
en el libro he titulado, Desastre en Cartagena, porque el que me
hubiese gustado, Caos en Cartagena, ya había sido utilizado en
un fascículo de mucha difusión que se ocupaba de este episodio.
Recordaba imprecisamente haber oído por radio, entonces, las
noticias que sobre los hechos se dieran, pero también recuerdo
que al día siguiente una información de mayor resonancia las
desplazaba: la sublevación de Casado. Y noticias de primer rango
fueron precipitándose y dando de lado la sublevación cartagenera.
La lucha en Madrid entre fuerzas comunistas y «casadistas»,
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alusiones a las gestiones de paz, la última ofensiva y el final de la


guerra. De lo de Cartagena no se habló más, o se habló muy poco.
Terminada la guerra, la vida individual iba a orientarse por otros
caminos que harían que cualquier relato, incompleto y parcial
siempre, mereciera atención secundaria.
Cuando ya tenía recogida buena copia de material para mi
libro sobre el final de la guerra, que confío será el próximo que
publique, me hallé desbordado. Libros, cartas, notas de entrevis-
tas, publicaciones, mapas, fotografías, folletos, apuntes, fotocopi-
as de documentos y periódicos, fichas y demás me acechaban por
los cuatro costados y, dada su naturaleza, sus contradicciones, la
intrincada complejidad de los acontecimientos y su difícil traduc-
ción a la verdad objetiva, y la condición de provisionalidad que to-
davía me era forzoso atribuir a mis conclusiones, sumado a la ne-
cesidad de visitar a más personas, escribir a otras, cotejar libros
entre sí o con diversas fuentes, hacían que el trabajo y la incer-
tidumbre me abrumaran. Construí una serie de cuadros sinópti-
cos para poner en claro, ante mí, fechas y circunstancias, y uno de
ellos lo dediqué a los hechos de Cartagena, que, aunque muy lig-
ados al conjunto, presentaban un carácter distinto, o diferenciado
por lo menos, y una localización geográfica un tanto aislada. De
ahí me vino la idea, para disminuir el papeleo, de seguir un méto-
do, quizá no demasiado recomendable: historiar primero y por
separado lo ocurrido en Cartagena, tema sobre el cual había re-
unido más datos, y después ensamblar el resultado en el común.
Así lo comencé a hacer poniéndome ante la máquina y des-
glosando las notas, apuntes y documentación que a Cartagena se
referían.
Esto debió ocurrir año y medio atrás. El trabajo, a pesar de las
dificultades que presentaba, lo despaché con cierta rapidez. Me
obligó a realizar algún nuevo viaje, a diversas visitas, a la revisión
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de algunas de las conclusiones anteriores. Terminé un


manuscrito[2] que momentáneamente quedó arrinconado.
Nuevos viajes, nuevos trabajos, hasta que hace unos meses y
enfrentado con la imposibilidad de dar al nuevo libro sobre el fi-
nal de la guerra el tratamiento literario con que lo había conce-
bido o proyectado —en cierta medida semejante a Tres días de ju-
lio— y considerando además que si la narración de los sucesos de
Cartagena iba a ocupar cerca de las cuatrocientas páginas y el en-
samblaje con el resto resultaría difícil, era preferible decidirse por
lo que pudiera haberme decidido antes: dedicar un libro entero a
aquellos hechos, al drama, caos, o desastre de Cartagena.
Examinando el manuscrito, lleno de correcciones, que
quedara arrumbado, advertí ciertas lagunas, una en particular,
que tenía que colmar si iba a publicarse como volumen separado
del resto. Se hacía imprescindible vencer algunas reservas para
ampliar datos y superar contradicciones. Un viaje que dio por res-
ultado dos conversaciones intensivas de ocho o más horas cada
una, dejaron el manuscrito en condiciones de ser rehecho. El
resto era compulsación de datos sobre la marcha y corrección de
algunos errores que pudieran haberse deslizado.
¿Merecía la pena dedicar un libro tan voluminoso a estos «tres
días de Cartagena»? Éste es el interrogante que me formulé yo en
primer lugar, que los editores se hicieron cuando les propuse la
publicación y que quizá se pregunte el futuro lector al enfrentarse
con el libro. Sólo deseo que la respuesta del lector, que en definit-
iva es quien tiene la última palabra, coincida con la mía y con la
que dieron los editores una vez leído el manuscrito. Podría alegar
razones y argumentos en favor de esa respuesta afirmativa hasta
llenar páginas y páginas de comentarios; confío en que el texto
haga innecesarios comentarios y alegaciones.
Podría aseverarse, resumiendo mucho, que en Cartagena
nadie gana, todos pierden, y de ahí que ninguno haya demostrado
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demasiado interés en comentar aquellos hechos, y menos en pon-


erlos en claro. Aparentemente, y usando una terminología ele-
mental, ganaría la brigada 206; sin embargo, mientras está oper-
ando sobre Cartagena ya le han segado la hierba debajo de los
pies; enviada por el gobierno Negrín a sofocar la sublevación y a
evitar que la flota republicana abandone la lucha, resulta que
mientras combate, la flota se ha internado en Bizerta, que el gobi-
erno Negrín, derrocado, ha partido para el exilio y que también lo
han hecho los principales dirigentes del PCE. En el último in-
stante, el partido encomienda a los combatientes de la 10.ª di-
visión un nuevo cometido que podrán cumplir en los últimos días
de la guerra. Pero ésa es ya otra historia. De la misma manera los
supervivientes del Castillo de Olite[*] y miembros de la quinta
columna se apoderarán de la ciudad con un día de antelación a la
llegada de las tropas nacionales. Para ser exactos, el comandante
López-Cantí, que había sobrevivido a la tragedia del Castillo de
Olite, comunicó a Burgos a las 15 horas 10 minutos, del 29 de
marzo, haberse hecho cargo del mando de la plaza. Plasta las 17
horas del día siguiente no llegó la 4.ª división, que mandaba el
general Alonso Vega, del cuerpo de ejército de Navarra, unidades
de la marina y tropas embarcadas. Pero, ya lo he dicho, ésta es
otra historia.
Los sucesos de Cartagena, aparte de su interés histórico-
político, presentan otro interés, el que pudiéramos llamar hu-
mano o psicológico, que casi me atrevería a calificar de novelesco
por la carga de emoción, por lo intrincado de las situaciones en
que se encontraron metidos dirigentes y comparsas, porque todas
las fuerzas internas que mueven al hombre en sus determ-
inaciones, desde el heroísmo a la cobardía, desde el oportunismo
a la fidelidad, desde la audacia al conformismo, desde la con-
secuencia al desconcierto, blanduras y crueldades, lo quijotesco y
lo sanchopancesco, dobleces, disimulos, chaqueteos, gallardías se
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dieron con profusión y, en algunos casos, actitudes que parecen


incompatibles se juntaban en el ánimo y en la conducta de las
mismas personas. Establecer un punto de claridad dentro de ese
torbellino de actuaciones individuales ha sido uno de los objetivos
que me he propuesto; confío haber conseguido algo en tan com-
plejo dominio, aunque he de confesar que puedo haber equivoc-
ado matices. Treinta años corridos son mucha distancia; las cir-
cunstancias que siguieron a los hechos plantearon situaciones ex-
tremas, y a algunas personas la confusión de aquellas tremendas
horas no les dio ocasión siquiera de poner en claro sus propios
sentimientos y les obligó a obrar por impulsos inmediatos, casi
primarios. Me atengo principalmente a los hechos y en el cuadro
general de la situación me he esforzado por hallar los motivos y
móviles. Conversaciones personales y documentación, por lo gen-
eral redactada en momentos bastante inmediatos a los sucesos,
quizá demasiado, me han servido de guía. En ningún caso trato de
enaltecer, justificar, o disminuir, y menos condenar a nadie. Ha
sido preciso juntar el material recogido, descomponerlo y recon-
struirlo de nuevo con arreglo a los resultados del conjunto, y
evitar que nadie me influyera en esa labor.
Antes de proponerme escribir Desastre en Cartagena, ni ese
otro libro sobre el final de nuestra guerra, que quedará des-
glosado en dos, había tratado de hallar respuesta a los confusos
recuerdos personales sobre tan singulares acontecimientos. Hugh
Thomas, el mérito de cuyo libro no excluye la conveniencia de so-
meter a comprobación lo que relata, da una versión sucinta.
Porque probablemente no atribuyó mucha importancia a los
hechos, se deduce que no los estudió con datos suficientes y ver-
aces, de ahí las equivocaciones en que incurre. Broué y Témime,
les dedican un párrafo; también hay errores, incluso en la visión
panorámica de lo que aconteció. A Cartagena se refieren con may-
or extensión Jesús Hernández en su obra Yo, ministro de Stalin
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en España, Edmundo Domínguez en Los vencedores de Negrín, y


Álvarez del Yayo en Les batailles de la liberté. Casi todos los que
han escrito sobre el conjunto o postrimerías de la guerra, aluden a
Cartagena con mayor o menor extensión. La circunstancia de
haber reconstruido a posteriori los hechos confusos ya de suyo, a
través de versiones fraccionadas, de primera, segunda y hasta ter-
cera mano y siempre partidistas, les suele hacer incurrir en inex-
actitudes y contradicciones. Se extiende más, también con evid-
ente parcialismo desde luego, Manuel Benavides en su libro La
Escuadra la mandan los cabos. Da muchos nombres, añade y
precisa circunstancias, y a pesar de que no estuvo allí, resulta
evidente que intentó, y en cierta medida lo consiguió, averiguar
bastante sobre los sucesos, incluso en sus detalles, que le fueron
explicados por personas que sí estuvieron presentes. Otro libro
importante y de interés por lo que al episodio de Cartagena se re-
fiere, es la Historia de la Guerra de España, de Julián Zugaza-
goitia. En la edición de 1940, que es la que manejo, se le dedican
al tema siete apretadas páginas, y aun se le alude en otras. La lec-
tura de estas páginas acrecentaron mi interés al respecto. Debo
advertir, sin embargo, que estoy en desacuerdo con alguna de las
afirmaciones que se hacen: «… el coronel Armentia, jefe indud-
able de los falangistas», a pesar de que más adelante matiza me-
jor su verdadera posición. Tampoco estoy de acuerdo con algunas
de las revelaciones que hace sobre la flota, pues, de creerle, los de-
cididamente «quintacolumnistas» ejercían en ese momento una
influencia tan decisiva que me parece exagerada. Dice en otro
punto, que «los rebeldes confiesan más de cuatrocientos muer-
tos», y como de esta cifra se excluyen los del Castillo de Olite, que
fueron muchos más, y los que cayeron víctimas de las represalias,
resulta una exageración —no digo que sea imputable sólo a Zuga-
zagoitia— que desvirtúa los acontecimientos; pues los muertos re-
beldes en acción de guerra no parece sobrepasaran la veintena.
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No alude, en cambio, a la presencia de buques nacionales de


guerra y de transporte frente a Cartagena. Como los demás que
tratan del suceso, equivoca fechas y horas. En algún caso me temo
que le arrastrara al error el subconsciente deseo de extraer con-
secuencias políticas. Dice, por ejemplo: «La estación emisora de
la escuadra, establecida en Los Dolores, es asaltada y emite, un
poco más tarde de que Casado leyese desde Madrid el manifiesto
de la Junta Nacional de Defensa, en idioma de Franco, la noticia
de que Cartagena es del Caudillo». Comprobado está que cuando
se constituye en Madrid el Consejo Nacional de Defensa, la
emisora de Los Dolores había sido recuperada por fuerzas de la
brigada 206 desde hacía bastantes horas, unas diez o doce aprox-
imadamente, o quizá más. Al hacer estos comentarios, y en este
caso con mayor fundamento, no pretendo polemizar con nadie y
menos con quienes no pueden contestar. Comprendo muy bien
las condiciones en que escribieron sus libros y la escasez de datos
que manejaban, que se reducían en ocasiones a explicaciones or-
ales, desordenadas, proporcionadas casi siempre por personas
que trataban de justificarse, de justificar a alguien o de atacar a
sus enemigos con animosidad que les obcecaba. Hay también los
que tergiversaban con lo que calificaría de mala fe, si es que el
término tiene aplicación en cuestiones de guerra y de política o en
estos casos hay que sustituirlo por «finalidades de propaganda».
Me veo obligado a confesar que, con más datos, más tiempo para
cotejarlos y analizarlos, y sin proponerme servir a nadie, yo
mismo he podido, a mi vez, equivocarme.
He citado, de pasada, algunos libros. Son muchos más los leí-
dos y también artículos o trabajos aparecidos en revistas pollo
general publicadas en países hispanoamericanos. Las contradic-
ciones eran tan grandes, salvo cuando se copiaban unos a otros,
que suscitaron mi interés por los hechos de Cartagena bastante
antes de pensar en escribir sobre ellos. Algunas circunstancias de
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nimia apariencia contribuyeron a acrecentar mi interés. Por ejem-


plo, es común a casi todos los autores, la noticia de que el coronel
Armentia se suicidó al fracasar la sublevación. Una persona, a
quien nunca agradeceré bastante las largas horas que dedica a in-
formarme en cada una de sus visitas periódicas a Barcelona,
archivo viviente y generoso, luchador viejo y nunca desengañado,
me aseguró que el coronel Armentia no se había suicidado, sino
que había sido muerto en el asalto al parque de artillería. Los in-
formes que me daba eran concluyentes: la identificación de la per-
sona que disparó contra Armentia, o de una de las que dis-
pararon. ¿Cómo y por qué podía repetirse un error en tantos lib-
ros y escritos? Cuando hallé un testigo presencial de la muerte del
coronel Armentia —no quien disparó contra él, sino, por el con-
trario, alguien que se salvó del trance por milagro— comprendí las
causas del error. Cayó el coronel con la pistola en la mano y en
aquellos momentos de confusión fueron varios los que le vieron
caído; pienso, que la pistola pudo quedar dirigida contra su
cabeza. La noticia errónea correría por ambos bandos simultánea-
mente. También hay quienes cuentan que el coronel salió al
corredor con bombas de mano; quien lea este libro, averiguará
por qué debió circular esta noticia. ¿Hubo un miento de suicidio
más o menos consciente en aquella salida brusca de Armentia em-
puñando la pistola? La hipótesis no es descabellada; también
pudo ser desesperado intento de abrirse camino o un acto de gal-
lardía final independiente de la idea de suicidio.
Otros pequeños errores que se me hicieron en seguida evid-
entes, como atribuir el ataque gubernamental-comunista contra
los rebeldes de Cartagena a la 11.ª división, cuando esta unidad se
había disuelto al final de la campaña de Cataluña, al pasar la raya
francesa, y otros muchos que resultarían largos de enumerar pero
que saltan a la vista, hicieron que cuando me propuse escribir
sobre el tema procurara acudir a fuentes más directas y en
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particular a las personas que participaron en los sucesos y me res-


ultaban asequibles.
Estaba olvidando comentarlo y por algo será que, como es nor-
mal, recurría a lo que sobre los sucesos de Cartagena se había
publicado en España. La Historia Militar de la Guerra de España
les dedica dos cortos párrafos. El primero comienza así: «La subl-
evación comunista (sic) de Cartagena, mandada por un madrileño
de nombre Escanilla…» Diez líneas se reservan al episodio en el
libro Guerra de Liberación, del coronel Díaz de Villegas. A pesar
de que la versión es más ajustada, se advierte que los hechos no
fueron suficientemente estudiados, por lo menos en su planteami-
ento primero, o que se carecía de datos suficientes cuando el libro
fue escrito. Acaecidos a menos de un mes del final de la guerra, se
marginaban. En otea obra, dedicada a la guerra en el mar, ni se
les alude siquiera… Hasta la Historia General de la Cruzada estu-
dia superficialmente y con errores evidentes el episodio de Cart-
agena. De la superficialidad con que el hecho está narrado daré
una prueba. La sublevación falangista la da como ocurrida el día
cinco; después, haciéndose eco de un autor republicano —que
peca de optimista— dice que, por la tarde, el levantamiento de
Cartagena estaba casi dominado. Y, en cambio, añade que el
Castillo de Olite fue hundido cuando se preparaba a las opera-
ciones de desembarco. Como el hundimiento del transporte ocur-
rió el día siete hacia el mediodía, las consecuencias que pudieran
deducirse serían desoladoras. Claro que la cosa no ocurrió así.
Digamos en descargo de ese formidable archivo de datos que es la
discutida Cruzada, que si para reconstruir los hechos de marzo de
1939 no nos ha dado un solo dato válido, en cambio, en otros
volúmenes, hemos hallado antecedentes de las personas que en
esos días han jugado papeles importantes, a los cuales en algún
caso aludimos y en otros nos han servido para documentamos y
comprender mejor determinadas actitudes.
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Había realizado dos viajes a Cartagena, había hablado con


muchísimas personas y tenía un conocimiento de los hechos
bastante amplio, cuando leí las memorias del almirante don Juan
Cervera Valderrama, aparecidas poco antes. Si no me equivoco, es
el primer libro de los publicados en España en que se habla con
cierta extensión de los sucesos de Cartagena. Para empezar, los
enfoca desde el lugar que él ocupaba, jefe del Estado Mayor de la
Armada; segundo, habla como uno de los protagonistas y testigo
presencial de cómo los hechos fueron vistos desde el Cuartel Gen-
eral del Generalísimo en Burgos. Sobre la versión que da después,
de lo ocurrido en Cartagena, es decir, lo que se refiere a hechos
que le fueron contados, diferimos en algunos puntos y no es de
extrañar dada la época en que el almirante debió redactar sus me-
morias y la escasez de noticias que todavía circulaban, en particu-
lar con respecto al enemigo. Además, y eso no conviene olvidarse,
los sucesos de Cartagena son una parte reducida, un episodio, en
el conjunto de unas memorias voluminosos. Hay un dato que me
inclino a suponerlo errata: «La flota republicana, que está nave-
gando desde las ocho horas en silencio…» Tampoco era fácil que
en aquella época dispusiera de noticias precisas sobre el movimi-
ento de la brigada 206, a la cual supone interviene en la lucha con
bastante retraso. Los propios sublevados de Cartagena tardaron
demasiado en identificar a los combatientes de esta unidad que
eran quien les estaban acorralando y obligando a encastillarse y
por tanto a quedar aislados. Para mi trabajo, las memorias del
almirante Cervera han sido de gran valor. Además de proporcion-
arme algunos datos muy precisos, han servido para confirmarme
de manera oficial las noticias que ya tenía sobre la presencia
frente a Cartagena, de la escuadra de bloqueo y de las importantes
fuerzas de desembarco. Igualmente sobre lo que le sucede al
Castillo de Olite, que coincide con las distintas noticias de muy di-
versas fuentes recogidas personalmente por mí. Y algo más, que
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considero interesante en las citadas memorias, el párrafo que re-


produzco y que parece explicar algo: «Se hicieron amargas con-
jeturas sobre estos dolorosos sucesos y, cual ocurre frecuente-
mente, la fantasía enjuició a todos los que más o menos directa-
mente intervinieron y señalaron como responsables de un
quebranto inherente a operación de tan gran envergadura y ex-
cepcional urgencia. Ni el Estado Mayor de la Armada pudo realiz-
ar labor más metódica y previsora ni las autoridades desmayaron
en su difícil ejecución. La premura del auxilio y escasez de materi-
al impuso que se utilizaran, para el transporte de tropas, los bar-
cos que había a mano, algunos sin condiciones, desprovistos de
estación radiotelegráfica. Los movimientos de los transportes, que
tenían estación de radio, se conocían al detalle tanto en los puer-
tos de origen cuanto por las fuerzas navales que había preparadas
para recibirlos y guiarlos. Así ocurrió a los primeros que pudo el
almirante incorporarlos a su insignia, pero, por muy doloroso que
sea, no es extraño que esos dos vapores, sobre los que se cebó la
desgracia, careciendo de elemento moderno tan indispensable a
pesar de las gestiones que hicieron en Castellón para instalárselos
de fortuna, recibieran la sorpresa de encontrarse, al recalar, con el
fracaso de la tentativa y la orgía de comunistas adueñados, dur-
ante unas horas, de las defensas del puerto. Bien disculpable es
que el dolor acucie la responsabilidad, pero la verdad histórica
tiene que oponer el valladar de tantos quebrantos como registran
las crónicas militares consecuencia de circunstancias, tiempo,
oportunidad, fenómenos inevitables que laceran el alma de quien
aguarda con esperanza el desarrollo feliz de sus decisiones. ¡Des-
cansen en paz las víctimas de aquellos sucesos que vistieron de
luto los últimos actos de la campaña marítima!»
Si a pesar de mi ignorancia de las ciencias militares —no de las
armas y los conocimientos propios del soldado raso— se me
permite opinar con respecto al desembarco en Cartagena que no
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llegó a realizarse, diré, a la vista de los elementos que ahora tengo


al alcance de la mano y que en su totalidad quedan explicados en
el libro, que pudo efectuarse con muchas probabilidades de éxito.
Si como, según parece, el general Martín Alonso propuso desem-
barcar un número reducido de hombres, su instinto no le en-
gañaba. En Portman pudieron, venciendo las dificultades que
fuera, haber situado en tierra unidades de choque, que no
faltaban entre las tropas embarcadas. La brigada 206 constaba de
cuatro mermados batallones y eran las únicas fuerzas organizadas
que operaban en la ciudad. Esas unidades nacionales —seguimos
hablando en hipótesis— hubiesen podido, en primer lugar, reforz-
ar las baterías en poder de Arturo Espa, más las antiaéreas, y op-
erar después sobre la ciudad. Asegurado el arsenal, y la Muralla
del Mar, donde contaban con fuerzas que les hubiesen apoyado,
les resultaría posible facilitar el desembarco de mayores efectivos,
atacar a las baterías del frente derecho en poder de los «guberna-
mentales» (que en ese momento no sabían lo que eran) y proteger
a quienes en aquel frente derecho aún resistían. En esas condi-
ciones el desembarco general podía llevarse a cabo en el mismo
muelle de Cartagena. La moral de los que estaban en el parque
hubiese subido de grado hasta permitirles convertirse en una
fuerza combatiente en el corazón de la ciudad, y a la brigada 206
no le hubiese quedado más solución que, o inmolarse en una
lucha callejera, o retirarse. Todo esto son puras especulaciones
cerebrales. Quienes debían decidir en aquel momento sobre la
conveniencia del desembarco no disponían de más información
que unos mensajes que se advertían optimistas y en ocasiones
desmentidos por los hechos, y esos mismos hechos, que debían
desconcertarles. Si transcurridos tantos años y con datos a la vista
hay que realizar aún un esfuerzo considerable para poner en claro
lo que ocurría en Cartagena, mucho exigir sería que lo comprendi-
eran en pocas horas quienes se encontraban a varias millas de la
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ciudad y con penuria de elementos de juicio. Por otra parte, los


sublevados, incomunicados entre sí, tampoco estaban en condi-
ciones de suministrar informes demasiado exactos sobre la situa-
ción general que ellos mismos desconocían. Supongo que, utiliz-
ando términos más estrictos, alguien habrá especulado sobre la ir-
reversibilidad de los acontecimientos; a la memoria me viene una
forma vulgar y perogrullesca de un amigo que decía al respecto:
«Si la meva tia tingués c… seria el meu tio». Las cosas ocurrieron
así.
He hablado con muchas de las personas que intervinieron en
los sucesos de Cartagena en distintas posiciones y bandos. Entre
quienes desempeñaron un papel de primera línea, el porcentaje
de aquellos a quienes he conocido y me han facilitado datos es el-
evado. Con uno de ellos no he conseguido verme, pero hemos
cambiado tan larga y detallada correspondencia y su generosidad
ha sido tanta, adelantándome datos de un libro que piensa publi-
car, que le considero amigo. Tres personas con quienes hubiese
deseado hablar, mejor dicho, cuatro, tanto para llegar al fondo de
algunas incógnitas que se me plantean como para tratar de des-
cubrir la intimidad de su ánimo, por curiosidad de novelista, y
también por conocer los resortes secretos, los que funcionan en la
oficina del alma, y que tanto influyen en la historia, han muerto.
El coronel Armentia sería el primero. Creo haberlo interpretado
con justicia y dar la clave de sus móviles y actitudes en cada mo-
mento, o por lo menos ayudo al lector a imaginarlas. Es, a mi en-
tender, la figura humanamente más dramática de todo el con-
flicto. ¡Cuánto debió padecer en unas horas hasta ese momento en
que empuña la pistola y sale al corredor a enfrentarse con el en-
emigo! (Y qué equívoca resulta aquí la palabra enemigo). También
hubiese deseado conocer a Fernando Oliva; sólo sé de él lo que me
han contado, que no ha sido mucho y lo que pueda «decir» una
fotografía que un poco por casualidad ha dado en mis manos.
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También conozco su conducta, aunque en ella existen varios ec-


lipses, me refiero a las horas en que permaneció en la base, difí-
ciles de rellenar con la imaginación. Oliva no se rindió; la base fue
tomada por asalto y él hecho prisionero. Ese documento que en el
libro le dejo redactando no lo he leído; no creo que se conserve.
Desearía haber conocido a don Miguel Buiza. En los fascículos de
«Códex» se ha publicado de él una breve y sugestiva semblanza;
la fotografía es defectuosa y apenas responde a ninguna pregunta
que pueda hacérsele. Buiza se llevó a la tumba algunos secretos;
su conducta, a veces, parece paradójica; quizá no lo fuera tanto. Y
lo mismo podría decirse de la de Femando Oliva. El otro persona-
je, el cuarto, al cual me refiero, es Calixto Molina. Le veo impuls-
ivo, generoso, decidido, precipitado. Digo en un momento que fue
el «detonante», por lo que a la sublevación nacionalista se refiere,
y en efecto, así parece comprobado que fue. Sobre ese punto pre-
ciso me hubiese gustado hablar con él. Espontáneo y franco como
debía ser, hubiésemos congeniado. Resortes un poco casuales y
un mucho disparatados que mueven la historia y que sólo me ha
sido posible insinuar, me habría agradado tratarlos con amplitud,
desmenuzarlos.
En el índice onomástico, lo mismo que hice en la segunda edi-
ción de Tres días de julio, he colocado un asterisco junto a aquel-
los nombres que no corresponden con el auténtico. Advertirá el
lector que se trata de personajes muy episódicos; alguno de ellos,
de los que llamo «reconstruidos», porque inventados no lo son, y
la significación del nombre que pongo en su boca, más que
nombre, es grito desesperado. Entre los que señalo con asterisco
hay uno, que doy cambiado, que corresponde a quien pudo haber
jugado quizá un papel importante de no haberse frustrado su in-
tervención antes de haberla comenzado; sin embargo, fue testigo
de acontecimientos que me ha parecido interesante relatar. Otro
me ha pedido que no aparezca su nombre verdadero, ignoro el
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porqué, pero cada cual es dueño de imponerme condiciones sobre


los relatos que haya podido hacerme, siempre que no haya jugado
un papel de importancia capital, su actuación sea demasiado
pública o figure en otros libros o publicaciones. Eso es lo que yo
supongo debe hacerse y la norma a la cual me atengo. En los casos
que no me ha sido posible hacer la consulta, lamentaría contrariar
a nadie. Ya silencio algunos nombres.
Gran parte del libro está dialogado; es un sistema que los his-
toriadores repudian, pero a mí, novelista que hace historia sobre
unos hechos muy recientes, el procedimiento me permite una
porción de matizaciones que de otra manera serían difíciles de
comunicar al lector. De estos diálogos, algunos están copiados de
«memorias» o «declaraciones», dictadas por los propios interesa-
dos o compuestas a base de datos que dejan escaso margen al er-
ror. Deseo aludir concretamente a una escena que resuelvo por
medio de diálogo sin que ninguno de los interlocutores me la haya
dictado. Me refiero a la conversación que en el libro sostienen
Fernando Claudín y el mayor Precioso. Sentado que esta visita se
realizó y conocidas las causas, he tenido que recurrir a otras
fuentes para establecer lo que aquella conversación pudo ser. Las
fuentes han sido amplias y algunas muy concretas y precisas pro-
cedentes de personas que, como el propio Femando Claudín, as-
istieron a la última reunión del Comité Central del PCE celebrada
en suelo español. Hechos que se produjeron con posterioridad, en
los días inmediatos, son bastante elocuentes para hacerme creer
que no he sentado una frágil hipótesis y que el margen de error a
que me expongo es mínimo. Dispuesto estaría a rectificar si se me
demostrara haberme equivocado.
Añadiré, en relación a los diálogos, que si en ellos he dado en-
trada a algunos toques de verismo coloquial, no entraba en mi
propósito convertir esos diálogos en alarde literario-lingüístico al
cual podían prestarse por la diversidad regional de los
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interlocutores, sus distintas clases sociales de procedencia, profe-


siones y demás. En la mayor parte de los casos he seguido con es-
crupulosa fidelidad las versiones que he podido conseguir.
Uno de los personajes más controvertidos, difíciles y comple-
jos de la historia española contemporánea es don Juan Negrín,
que era presidente del Consejo en los momentos en que comienza
el libro y que dejó de serlo, por lo menos de manera efectiva, dur-
ante los días que el libro abarca. Esforzándome por escribir con la
mayor veracidad sobre la guerra, me ha parecido importante lleg-
ar a comprender en la medida de lo posible las peculiaridades de
su idiosincrasia. Cuanto sobre él tengo leído está tan tocado de
parcialidad que resulta difícil comprender nada con respecto a su
condición. Partidarios o enemigos le describen de manera de-
masiado opuesta. En otro lugar he escrito que la idea de que es-
tuviera «vendido», «entregado» o de que perteneciera al partido
comunista y por intermedio del partido dependiera de la URSS, la
he desechado por considerarla inexacta. Algo muy distinto es el
hecho, que parece indiscutible, de que —dada su posición en el
panorama político republicano durante la guerra, que es cuando
de verdad comienza la actuación política de Negrín, y en especial
los problemas que origina la división interna del PSOE y las rival-
idades, incluso personales, que se producen en el seno de este
partido, considerando el descenso de vitalidad, que por efecto de
la guerra, sufren los partidos democráticos, y la actitud de los an-
arcosindicalistas en el frente y en la retaguardia— la única fuerza
eficaz en la cual puede apoyarse Negrín para gobernar, es el
partido comunista, en lo militar y también en lo político hasta
cierto punto. Por otro lado, y para acentuar aún más sus ataduras
con los comunistas, la URSS es la única gran potencia que toma
partido decidido y efectivo en favor del gobierno y suministra
armas y material al precio que fuera; que el precio, o los precios,
es otro cantar. A mi entender, lo que existe entre Negrín y los
21/410

comunistas (URSS, PCE, III Internacional) es una pugna, una


pugna secreta, apenas confesada, subyacente y enconada. Los
comunistas necesitan a Negrín, socialista moderado, demócrata
sobre el papel, y que, además de ser capaz de sostener en el gobi-
erno a republicanos y anarcosindicalistas, es excelente pantalla
frente a los gobiernos democráticos y la opinión mundial. Negrín
no puede dejar de contemporizar con los comunistas, de dobleg-
arse en ocasiones ante sus exigencias o de verse obligado a acept-
ar hechos consumados; confía en que un giro de la política inter-
nacional pueda alterar la relación entre él y los comunistas y ser él
quien lleve de verdad y sin mediatizaciones el timón del gobierno
de una República triunfante en la cual soñaba por encima o por
debajo de no se sabe qué cataclismos. Nada de eso sucedió; ter-
minada la guerra, Negrín no se trasladó a la URSS y continuó
siendo lo mismo que había sido desde que entró de verdad en el
escenario político: rabiosa e intransigentemente negrinista.
He conocido muchas personas que le trataron, y aun quienes
se relacionaron con él muy de cerca; largas conversaciones sobre
la personalidad de Negrín he sostenido (algunas abusivas, como la
visita que le hice a un ex-diputado socialista y a su esposa, que se
prolongó hasta casi el amanecer); también por carta he interrog-
ado a los cuatro puntos cardinales. Tres aspectos de su vida
aparecen con cierta independencia: el científico, el político y el
personal o íntimo. Independientes entre sí sólo lo son en pequeña
medida; la unidad es el hombre. Cuando en conversaciones se
abordaba el tercero de esos aspectos, mi interés en escuchar o
preguntar, no era afán de chismorreo, sino porque aquello incidía
en alguna medida en su carácter general y con su carácter en su
actuación política. Lo mismo podría decirse de su personalidad
científica.
En la escena de este libro en que presento a Negrín solo, med-
itando en los problemas que le agobian y a los cuales pretende
22/410

escapar para concederse un momento de descanso, me he prop-


uesto presentar a Negrín exactamente en ese momento, no dar
una visión total de su personalidad. Ese momento que es el cuatro
de marzo, irnos días después de la entrevista en Los Llanos con
los jefes militares que se han mostrado partidarios de la paz, una
paz para conseguir la cual —con exigencias que aquí no vamos a
comentar pero que, aparte de otras razones, dada la relación de
fuerzas eran inaceptables para el enemigo— Negrín había realiz-
ado gestiones que fracasaron. A las pocas horas de esa escena en
que trato de interpretar el pensamiento íntimo de Negrín, estall-
ará la sublevación de Cartagena, la marcha de la flota republicana,
y en un encadenamiento que no le permitirá ni respirar, el golpe
de Casado y la expatriación. En ese «soliloquio ambientado», por
llamarlo de alguna manera, insinúo determinadas intenciones y
un desfallecimiento o cansancio, enmascarado en su propia e in-
negable egolatría. Quede pues entendido, que, como en el resto de
la obra hago con los demás personajes, le presento en un mo-
mento concreto de su actuación, en el presente riguroso en que el
libro está escrito.
Algunas contradicciones se me han planteado en mis intentos
por aclarar los hechos, contradicciones muy difíciles de resolver,
que me han sumido en cavilaciones y aun diría en dolorosas du-
das. Las he resuelto, cuando la lógica u otras pruebas no me ser-
vían de guía segura, de acuerdo con mi leal saber y entender.
Entre estas contradicciones o dudas (no de las que he calific-
ado de dolorosas) algunas de menor importancia se planteaban
como consecuencia del libro de Jesús Hernández Yo, ministro de
Stalin en España. En México tuve ocasión de comunicar por telé-
fono con Jesús Hernández, pero no pudimos entrevistarnos; salía
de viaje en aquellos días y no regresaría antes de mi marcha. Me
encargó que le presentara un cuestionario. Se lo envié desde
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España por correo. No recibí contestación; Jesús Hernández ha


muerto. Mis preguntas quedaron sin respuesta. Eran difíciles.
Con otros autores que he leído y hablan de la sublevación de
Cartagena, no he tratado de ponerme en contacto para pedirles
aclaraciones. Asombra los errores sobre fechas, errores no
pequeños, porque contribuyen a desvirtuar los acontecimientos.
Personas distintas declaran en sus memorias haber tomado inici-
ativas con respecto al envío de tropas a Cartagena al enterarse de
los acontecimientos, cuando quien lea mi libro comprobará que el
traslado de la brigada 206 estaba ordenado desde muchas horas
antes, y que probablemente cursó la orden el subsecretario del
Ejército, coronel —o general— Cordón y por iniciativa del propio
Negrín, aunque ese último secreto no lo conozco. La orden no
pudo darla fulano y fulano y fulano, cuando ya estaba dada y en
ejecución.
Para que el lector pueda darse cuenta del intrincado laberinto
por medio del cual hay que buscar la senda que conduce a la ver-
dad, voy a citar otro libro, publicado no hace muchos años, en
1968; su importancia viene de que está escrito por el mayor Víctor
de Frutos, que mandaba la 10.ª división y que a esta división
pertenecían las brigadas 206, que llegó a Cartagena al iniciarse los
sucesos, y las brigadas 207 y 223, que lo hicieron coincidiendo
con el final de los combates. Y conviene añadir que el propio
De Frutos llegó a Cartagena en los días inmediatos. La verdad es
que el autor confiesa su «escasa memoria» y alude a los posibles
errores u omisiones que pueda cometer debido a los días de tanta
actividad como angustia que le tocaron vivir durante aquellas
fechas como en las siguientes. Sin embargo, los errores parecen
excesivos; de una aventura que relata se deduciría que la subleva-
ción de Casado fue anterior a la de Cartagena, siendo así que esta
última se adelantó veinticuatro horas a la de Madrid. Más ad-
elante dice que las fuerzas que reconquistan Cartagena eran las
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partidarias del gobierno Negrín; olvida un importante detalle en


todo caso, y es que, si lo eran, y no lo dudo, partidarias, el gobi-
erno Negrín, cuando se completa la reconquista de la ciudad y las
baterías, ha abandonado el territorio republicano, y ése es un dato
a consignar. Los años, la distancia y la carencia de documentación
pueden inducir a errores sobre cosas inmediatas. Así, De Frutos
dice que las brigadas de su división partieron unas a continuación
de otras y que llegaron a Cartagena de la misma manera. Mis noti-
cias no son ésas, como ya queda precisado. Y dice aún más, que la
brigada 206, que pertenecía a su propia división, «se lanzó a la
conquista de la ciudad cooperando con la brigada 11.ª, mandada
por el comandante Rodríguez quien se encontraba en dicha
base…» Pues bien, la brigada 11.ª —y tengo motivos personalis-
mos para saberlo— no la mandaba Rodríguez, y pertenecía a la
35.ª división del XV cuerpo de ejército; desapareció en la retirada,
al entrar en Francia tras la batalla de Cataluña. Lo que Rodríguez
—creo haberlo dicho— mandaba en Cataluña era la 11.ª división,
que también se disolvió en la frontera y no podía cooperar a la re-
conquista de Cartagena. En cuanto al teniente coronel Joaquín
Rodríguez, no estaba en Cartagena y se presentó allá unas veinte
horas después de haber estallado la sublevación. De este hecho
tengo testimonios directos que me merecen crédito, pero, además,
Juan Modesto, ex-jefe del ejército del Ebro, en su libro Soy del
Quinto Regimiento da una versión personal en la cual queda evid-
enciado que cuando se da orden a Rodríguez de salir para Cart-
agena ya se ha producido la sublevación, y la flota republicana ha
zarpado del puerto.
En ningún momento trato de desacreditar a otros autores,
pero sí deseo resaltar que las inexactitudes y contradicciones,
unas determinadas por falta de memoria o ignorancia de los
hechos, otras por haber dado por buenos sin comprobación rela-
tos aproximados, otras por afán de lucimiento personal y otras
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aun por partidismo, inducen a errores a quienes desean recon-


struir lo acontecido basándose en libros o relatos que andan pub-
licados en muy distintos lugares y que han ido apareciendo en
diferentes épocas. Sirva de ejemplo el hecho de que el jefe de una
división pueda creer —y no hay mala fe en ello— que con una de
sus propias brigadas colaboró una unidad en ese momento
inexistente.
He dejado de intento para hablar en último lugar del único
libro, que yo sepa (salvo una novela, que recuerdo), dedicado en
su integridad al relato y análisis de lo que sucedió en Cartagena
aquellos días de marzo. Es de publicación reciente: 1969, y creo
recordar que el año ya andaba avanzado. Su autor es un abogado,
don Manuel Martínez Pastor, y la obra se titula Cinco de marzo de
1939. Cuando estuve en Cartagena, tuve noticia de que este libro
se estaba preparando, pues, como es natural, coincidimos en al-
gunas de las personas entrevistadas. A mi entender, es el primer
intento de poner en claro los tantas veces aludidos hechos de
Cartagena. En el prólogo, su autor declara sus limpias intenciones
y señala las dificultades y limitaciones con que ha tenido que
luchar, y confiesa que esas dificultades «han alicortado el primit-
ivo proyecto del autor y lo hacen dejar esta edición primera en
una especie de edición provisional en espera de que sea posible a
él o a cualquier otro…» Estas líneas enaltecen al autor, que ha re-
cogido, supongo que sobre el terreno, y por tanto en Cartagena, la
mayor parte del material que aporta, que es mucho, considerable
y directo. Como él reconoce, es más bien un libro provisional,
valiosa contribución a la historia de aquellos días. Mal oficio es el
de juzgar un libro por parte de quien escribe otro sobre idéntico
tema. Los libros que ha consultado y cita los conozco a excepción
de uno, y lo mismo ocurre con una parte del material privado es-
crito. En algunos puntos coincidimos y en otros no, y no coincidi-
mos en el enfoque o punto de partida y es que a mí me parece que
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en ocasiones la proximidad de los árboles impide o trastrueca la


visión del bosque. La carencia de datos sobre las fuerzas que les
atacaban, que fue una de las desventajas de los sublevados, se re-
fleja todavía en su libro, como él mismo reconoce. Hay errores fá-
ciles de subsanar y que no pueden extrañar a quien como yo ha
andado metido en el caos cartagenero. Uno de ellos se refiere a las
horas en que se cursan los radios en extracorta entre los buques
de la flota republicana camino de Argel y de Bizerta; un error,
según creo, de doce horas. Y me apresuro a advertir que varios
autores se equivocan en veinticuatro horas por lo que se refiere al
internamiento[3] y que una de las personas que navegaban en esos
buques, una de las principales, tuvo que recurrir a un esfuerzo de
memoria y a reconstruir las circunstancias especiales en que real-
izó el viaje para precisar, después de tantos años, la fecha exacta.
Otra confusión de fechas se refiere al golpe de Casado contra
Negrín. También son muchos quienes equivocan la fecha o las co-
incidencias entre ambas sublevaciones. Un libro estimable, el más
extenso de cuantos han abordado el tema y el que lo trata en
muchos de sus puntos con mayor agudeza.
Y como los temas se encadenan unos con otros, ahora es
ocasión de referirnos a algo que —hasta que colectivamente no se
decida abordarlo de manera total, abierta e histórica, lo cual
parece todavía prematuro— considero un tanto vidrioso, y si me
decido a hacerlo es porque entre los cartageneros su recuerdo per-
manece vivo y doloroso. Me refiero a la represión que siguió al
aplastamiento de la sublevación. Las cifras de muertos que allí se
me comunicaron de palabra me parecieron demasiado elevadas;
ni siquiera las cito. Una relación nominal hecha en los primeros
momentos, da un total de cuarenta y cuatro que se clasifican
como «prisioneros fusilados», y se añaden veinticinco cadáveres
más sin identificar. Martínez Pastor publica una lista que com-
prende la relación total de los muertos sufridos por los
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sublevados; cincuenta y tres en conjunto. Como en la lista que yo


poseo, aparte de los fusilados, figuran dieciséis nombres más
como muertos en acción de guerra, el número de fusilados según
la relación de Martínez Pastor se reduciría a treinta y siete, lo cual
significa una diferencia bastante notable. No he hecho un cotejo
sistemático entre ambas listas, pero sí he notado a faltar en la
nómina del señor Martínez Pastor el nombre de un miembro de la
quinta columna que aparece en su libro y en el mío, y que perdió
la vida en las circunstancias que venimos calificando de
«fusilado». Me refiero a estos datos por considerarlos de interés
dentro de los comentarios que yo mismo hago sobre mi libro.
También conviene llamar la atención sobre el hecho que de los
jefes militares de la sublevación ni uno sólo cae víctima de las
represalias y lo mismo sucede con las dos personas que figuraban
como mandos civiles de la «quinta columna». Y eso a pesar de
que, salvo el teniente coronel Lorenzo Pallarés, todos ellos fueron
hechos prisioneros e identificados. Es muy posible que la lista del
señor Martínez Pastor no pretenda ser exhaustiva y que falten al-
gunos nombres, y que a la que yo manejo, hecha en momentos de
cierta confusión, se le añadieran nombres de otros muertos por
causas distintas, o que entre los cadáveres no identificados pudi-
eran encontrarse incluso las bajas enemigas.
Que el movimiento insurreccional de Cartagena tuvo una im-
portancia superior a la que le han dado la mayor parte de quienes
desde cualquier bando han escrito sobre nuestra guerra, queda
demostrado al considerar que es la primera evidencia grave de los
síntomas de descomposición que estaban minando la zona repub-
licana y que iban a dar al traste con la resistencia, Que la marcha
de la flota republicana y su internamiento en puerto francés es
acontecimiento considerable, y que a su vez, tanto la actitud in-
hibitoria de la flota como la sublevación de Cartagena tuvieron
que influir de manera muy directa en el ánimo del jefe del
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gobierno, y también sobre los dirigentes comunistas en la decisión


de renunciar a un enfrentamiento con Casado (el enfrentamiento
en Madrid y en algunos puntos aislados donde se produjo, fue
más bien movimiento espontáneo iniciado por algunos jefes milit-
ares que obran, casi diríamos, por cuenta propia). La sublevación
de Cartagena es la primera irrupción en la guerra de una «quinta
columna» un tanto caótica y desordenada, más un estado de opin-
ión que una organización capaz de mover fuerzas coherentes y de
eficacia combativa, capaz, sin embargo, de desencadenar un golpe
cuyas consecuencias fueron importantes. Se producen combates
de cierta dureza, intervienen ambas aviaciones[4] y se movilizan,
aunque después apenas intervengan, la escuadra nacional de blo-
queo y efectivos de dos divisiones. El número de muertos, aunque
la mayor parte haya que atribuirlos a una circunstancia desgra-
ciada y casi fortuita, es muy elevado; muertos en acción de guerra.
Podrían añadirse, resumiendo los datos que aparecen en el libro,
una serie de circunstancias más de todo tipo que, sumándolas a
las que quedan apuntadas, creo que justifica que los historiadores
del futuro presten mayor atención a estos hechos.
La proximidad de las fechas a que se refiere este libro con el fi-
nal de la guerra, creo que lo hacen acreedor de unas añadiduras a
manera de epílogo aunque, paradójicamente, las incluya en el
prólogo. Deseo advertir que lo sucedido con posterioridad no lo
he estudiado con tanto detalle y que también se me plantean al-
gunas dudas. Don Joaquín Pérez Salas, a quien se alude en el
texto y que fue nombrado jefe de la base militar de Cartagena,
según los periódicos de Madrid tomó posesión de su cargo el día 7
de marzo por la tarde. Los testimonios que tengo, aunque confus-
os en lo que a fechas se refiere, me hacen suponer que no fue así.
Probablemente tomó posesión el 8 o el 9, por lo menos de manera
efectiva. La noticia periodística publicada en Madrid procede de
Murcia y dice, entre otras cosas, que «las autoridades militares y
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civiles actuaron enérgicamente…», lo cual hace que no pueda


dársele demasiado crédito. En el mismo periódico, ABC del 9 de
marzo, entre otras adhesiones al Consejo de Defensa de Casado,
se inserta el siguiente telegrama: «Del teniente coronel jefe de la
base de operaciones de Cartagena: El movimiento de los subl-
evados de Cartagena ciudad y cercanías ha terminado total-
mente, lográndose todos los objetivos y quedando, por tanto, ter-
minado dicho movimiento insurreccional, al mismo tiempo todas
las fuerzas cumplimentan a vuecencia y demás miembros de ese
Consejo Nacional de Defensa». De no ser apócrifo el telegrama,
pues hay que considerar que ese día se está luchando in-
tensamente en Madrid y la prensa es un arma sicológica, no hay
duda de que quien lo firma es el teniente coronel Rodríguez y no
don Joaquín Pérez Salas, cuya graduación era la de coronel. El
telegrama podría ser auténtico, y responder a las órdenes que el
partido comunista había transmitido a Rodríguez por intermedio
de Pedro Checa. Vuelvo a insistir, y no tengo más remedio que re-
iterarme en ello, que quien no cribe con sumo cuidado las noticias
sobre Cartagena caerá en la mayor de las confusiones. Así, el
mismo periódico de Madrid, el ABC, en su número del día 7 pub-
lica un despacho de la Agencia Febus. «General jefe grupo ejérci-
tos a coronel Casado, Madrid. Jefe flota me ha remitido
siguiente telegrama: “A presidente Casado; la flota en buen es-
píritu, se encuentra a las órdenes de vuecencia. Lo que traslado
para conocimiento”». Sorprendente noticia, a menos que llegara
con retraso y fuese producto de las breves vacilaciones del almir-
ante que quedan reseñadas en el texto. No creemos auténtico ese
telegrama, y menos cuando a continuación se afirma que la guar-
nición de Cartagena y la dotación de la flota republicana se han
puesto incondicionalmente al servicio del Consejo Nacional de
Defensa, y la noticia tiene que referirse al lunes 6, fecha en que la
mayor parte de la guarnición de Cartagena está sublevada y la
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flota se interna en Bizerta. Y aunque nos desviemos de a donde


queríamos ir a parar, no podemos por menos de preguntarnos
quién pudo cursar el radiograma que se transcribe en el texto, y
que parece influyó en el ánimo de Buiza. Dice así: «Ministro De-
fensa Nacional a jefe flota republicana: Dominada situación
Cartagena sírvase reintegrarse a base naval»; según parece fue
radiado desde la estación de Portman a las 4 horas 20 de la
mañana del 6 de marzo, y una hora antes desde la estación de
Palos se decía a Valencia: «Por orden superior curse lo siguiente
a “Cervantes”. Ven a Cartagena, todo tranquilo con República».
Estos dos radiogramas son para mí dos enigmas. Para empezar, ni
había tranquilidad en Cartagena ni la situación estaba dominada.
Pero es que durante esa noche y pocas horas antes se ha dado el
golpe de Estado contra el gobierno de Negrín, que no tardará en
abandonar España. ¿Se cursan esos radiogramas por orden del
gobierno? Hay que considerar que dice «ministro» y no «conse-
jero». ¿Se cursan por orden del Consejo de Casado? ¿Proceden de
cualquier iniciativa particular? Lo malo es que algunos han
sacado de esos radiogramas la consecuencia de que en la noche
del domingo estaba sofocada la rebelión de Cartagena.
El día 8 o 9 de marzo, salvo prueba en contrario —quiero de-
cir, que alguien con fundamento me rectifique— el coronel Pérez
Salas toma el mando efectivo de la base y se instala en ella; se
nombran nuevas autoridades. Don Esteban Calderón, acepta el
cargo de jefe del Estado Mayor Mixto (el que desempeñaba Vi-
cente Ramírez) y don Marcial Morales, republicano moderado, es
nombrado jefe de servicios civiles (que ha abandonado Semitiel).
Parece que se nombra gobernador militar de la plaza al teniente
coronel Rodríguez. Como si después de las tensiones, de la lucha y
de las consecuencias que acarrea, los cartageneros hubiesen lleg-
ado al límite de su resistencia, se inicia un período de tranquilid-
ad que coinciden todos en atribuir a la presencia del coronel Pérez
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Salas. Los presos, en Cartagena, en Murcia, donde estén, van


siendo puestos en libertad. El afianzamiento en la zona republic-
ana del Consejo Nacional de Defensa podría hacer suponer que a
algunos de los sublevados, no apretados por los instructores de las
causas, les sería factible demostrar que su conducta fue anti-
comunista, que se comportaron como casadistas avant la lettre.
Pero salen de la prisión personas como Arturo Espa, y, aún más,
el comandante don Manuel Lombardero, sobre cuya actitud en el
contexto de la rebelión no cabía la menor duda. Pedreño se rein-
corpora al CRIM de Murcia; son puestos en libertad los artilleros;
Antonio Bermejo es bien tratado por Frutos, jefe del SIM; don
Pedro Pernal repuesto en su cargo; el joven Alberto Molina, que
en aquella noche trágica tuvo ocasión durante una angustiosa
busca de auxilios de comprobar alternativamente cómo puede en-
vilecer la cobardía a unos, mientras que otros están prontos a ar-
rostrar cualquier riesgo por salvar a un fugitivo que se desangra,
termina, tras peripecias varias, atendido en un hospital. Nada
sabemos de la suerte posterior de Antonio Castillo, que consiguió
al fin su propósito de no ser hecho prisionero en el parque. Tam-
poco del sargento Lobo, cuyos tres machetazos algunos pueden
considerar traidores, pero a quien nadie negará la virilidad y gal-
lardía de su actitud. El submarino C-2 llegó a Palma; don Luis
Monreal, justo, justo, salvó la vida. El general Barrionuevo,
trasladado a Valencia, fue allí tratado con consideración y en los
postreros momentos el general Matallana en persona le puso en
libertad, ofreciéndole a él y a otros una pistola por si necesitara
defenderse contra la acción de algún incontrolado de última hora.
Una brisa de alivio después de la tragedia benefició a quienes sal-
varon la vida. Quedaban, claro, las familias de los muertos. Al-
guien me ha contado que el día de San José, hecho extraordinario,
nevó sobre Cartagena y que se comentó que aquella nieve simbol-
izaba la bandera blanca de la paz. Según de donde soplaba el
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viento y batía la mar iban apareciendo, a una u otra orilla de la


bahía, cadáveres de los que murieron en el Castillo de Olite; los
últimos rescatados a las aguas eran masas informes, irrecono-
cibles. Un cabo de carabineros se encargaba de recoger la docu-
mentación de aquellos entre cuyas ropas se encontraban papeles.
Centenares de soldados recibieron sepultura.
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El 28 de marzo por la noche, el coronel Pérez Salas reunió en


su despacho de la base a las autoridades de Cartagena. Les comu-
nicó que la guerra se había perdido y que convenía se mantuvier-
an en sus puestos para asegurar el orden y evitar tumultos
imprevisibles.
El 29 por la mañana volvieron a «sublevarse» los del 4 de
marzo y muchos más. Ya no había enemigos. Parece que
Fernando Oliva y otros oficiales se presentaron en la base y exigi-
eron del coronel Pérez Salas la entrega del mando. Pérez Salas en-
tendía que sólo debía hacerlo al jefe militar que llegara al frente
de las fuerzas nacionales. Quedó arrestado en su despacho, o más
bien, dejado de lado. Algunos fueron a proponerle que abandon-
ara España. Les contestó que lo hicieran ellos, que él, como milit-
ar, se quedaba a responder de su conducta. Fue consecuente hasta
el fin; murió fusilado.
Muchos se dirigieron a Fuente Álamo a buscar a los supervivi-
entes del Castillo de Olite y, como queda reflejado en el telegrama
que hemos reproducido, el comandante López-Cantí se hizo cargo
del mando de la plaza en nombre de Franco. Hubo banderas,
vivas y manifestaciones.
Quienes quisieron evacuar al extranjero se retrajeron al arsen-
al, cuya puerta cerrada se abría a quien llamaba a ella. Hubo que
poner al Campilo en condiciones de navegar. Embarcaron
muchos y se hizo a la mar arbolando, según me han contado,
bandera nacional. A continuación, en un bou evacuaron también
don Esteban Calderón, don Marcial Morales y otros dirigentes. En
la Algameca quedaba custodiado por una compañía de carabiner-
os un importantísimo tesoro. Tengo ante mí la copia de su invent-
ario. Una parte considerable eran obras de arte, pero muchas de
sus cajas, de poco peso y fácil transporte, contenían joyas y lin-
gotes. Claveros de ese tesoro eran don Esteban Calderón y don
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Marcial Morales, que se expatriaba llevando en el bolsillo veinte


duros de plata que le regaló un amigo. También en el bou embar-
có el capitán de carabineros que custodiaba el tesoro y cuyos
hombres continuaron en su guardia hasta dar el relevo, se
llamaba Ambrosio Mora. El tercer clavero, funcionario del Banco
de España, parece que quedó en Cartagena.
Nadie atacó el arsenal. En el muelle, un músico militar con su
clarinete tocaba en un solo improvisado el Cara al Sol, aprendido
de oídas en las radios nacionales escuchadas en secreto.
De cómo cumplieron las tropas de la 10.ª división el cometido
que Pedro Checa le transmitió a Rodríguez en nombre del FCE,
con respecto a la evacuación, queda testimonio en los libros de
Jesús Hernández y en Los que no perdieron la guerra, de Víctor
de Frutos, ya citados, y en otros más. La mayor o menor exactitud
con que los hechos sean relatados, nada altera lo esencial del
testimonio. Palmiro Togliatti, Jesús Hernández, Pedro Checa y
muchos otros abandonaron la provincia en aviones o por mar.
Este prólogo, entreverado de epílogo, podría hacerse intermin-
able, es como un soliloquio confidencial con quienes se dispusier-
an a leer Desastre en Cartagena y con aquellos que terminada la
lectura releen estas líneas. Mucho podría añadir, podría dar datos
y más nombres y más todavía. Cuando se estudia un asunto nunca
se llega al fondo; no existe el fondo, cualquier acción, cualquier
móvil, cualquier gesto, aportan renovado interés. Si en algunos
aspectos no he conseguido tanta información como hubiese de-
seado, en otros me ha sobrado, y por lo que se refiere a algunos
extremos no he deseado averiguar más.
Quiero añadir que en Cartagena hubo quien calificó el levan-
tamiento de marzo, de «Movimiento de la Justificación» y otros,
más graciosos ellos, de «Los Previsores del Porvenir». Que en
cierta medida la idea que engloban esos calificativos influyó en
mayor o menor grado en algunos de los que intervinieron en el
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levantamiento parece evidente. Una pregunta me planteo. La que


se llamó «ley de responsabilidades políticas», dada en Burgos el
13 de febrero de 1939 y publicada en los periódicos del siguiente
día y que supongo sería ampliamente difundida por radio ¿podía
ser conocida y pudo influir en la conducta de algunos? Vista desde
hoy, aquella ley a nadie le extrañará que la califique de rigurosa.
¿Pudieron suponer algunos de los implicados en la rebelión que
atenuaría la aplicación de su articulado o de artículos de otro
código con que iba a juzgársele, el hecho de participar en un acto
arriesgado como lo era provocar o adherirse a la sublevación
cartagenera?
Otro suceso que pudo influir en el ánimo de los sublevados fue
la muy reciente rendición de la isla de Menorca protagonizada por
Luis González de Ubieta, que había sido durante la etapa que no
lo fue Buiza, jefe de la flota republicana. En la rendición de Men-
orca había servido de intermediario el comandante del crucero
inglés Devonshire, capitán Muirhead Gould, y la rendición se con-
sumó el día 8 de febrero por la mañana, abandonando Mahón, en
el citado crucero Devonshire, Ubieta y creo que unas cuatro-
cientas personas más. Es un episodio poco conocido de la guerra.
El ultimátum a los republicanos fue presentado por un oficial de
la marina nacional que se trasladó desde Palma a bordo del
Devonshire. En la España republicana estaba bastante difundida
la creencia de que podría conseguirse, una vez eliminados los
comunistas y aquellos que «tenían las manos manchadas de san-
gre», ciertas condiciones para llegar a «una paz con vencedores y
vencidos», que eso ya se aceptaba, pero una paz que fuera algo
más que la rendición incondicional o la derrota sin paliativos.
Pudiera ser que a esas reconciliaciones tardías, cuando las guerras
se acercan a su fin, se inclinan más los que ven la derrota próxima
que aquellos que tienen el triunfo al alcance de la mano. Y eso
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debe ser algo consubstancial con la propia condición humana. La


historia es pródiga en ejemplos.
Dos cortas advertencias desearía hacer a los lectores. La
primera se refiere a la terminología que empleo; si me dirigiera a
lectores de obras literarias sería ridículo el hacer cualquier advert-
encia, pero en este caso lo creo conveniente para evitar observa-
ciones ociosas y cartas que se contestan o se dejan de contestar. El
lector atento advertirá que no sólo en los diálogos, sino que tam-
bién en la manera de expresarme y en los comentarios o razo-
namientos, suelo «dejarme influir» por el protagonista de la es-
cena, sea individual o colectivo. No puedo extenderme en ampliar
o justificar esta explicación de urgencia. La manera literaria con
que el libro está escrito la he seleccionado para poderme tomar
libertades y hacer comprender mejor los personajes, las circun-
stancias, los móviles y disyuntivas y las mismas acciones. Esta re-
gla tampoco la he seguido con rigidez; Desastre en Cartagena no
es ejercicio literario, más lo considero libro de historia con
propósito de transmitir a los demás lo que en alguna medida he
conseguido desentrañar.
La segunda advertencia se refiere a los errores que hayan po-
dido escapárseme por limitaciones en la información, por haber
considerado buena versión la que no lo fuera, o porque yo mismo
me haya extraviado en cualquiera de los laberintos. Algo de lo que
critico a otros en este mismo prólogo puede serme después critic-
ado a mí mismo. Cuanto más ambiciosa es la obra y con mayor
empeño se proponga un autor aproximarse a la verdad, mayor es
la obligación de conseguirlo.
Como en Tres días de julio, tampoco doy en este libro los
nombres de las personas que me han ayudado con informes y no-
ticias y sin el concurso de las cuales hubiese sido imposible ll-
evarlo a término. Larguísimas cartas e informes, horas de conver-
sación, nuevas preguntas, cotejo de datos, indiscreciones, asaltos
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a la intimidad del recuerdo, casualidades increíbles… Estos traba-


jos se convierten en una aventura fascinante que a veces se hace
extensiva a los generosos colaboradores. No hace falta que deje
constancia de hasta qué punto les agradezco a todos, sin excep-
ción, la ayuda que me han prestado. También en este libro he de
expresar mi reconocimiento al viejo amigo cartagenero, que no
nombro aquí para eludir las excepciones, que hizo posible con sus
conocimientos de la ciudad y su comarca, de las gentes y de una
porción de recursos que movilizó en mi ayuda, que los trabajos y
gestiones que me llevaron a Cartagena multiplicaran por diez su
eficacia; no regateó el sacrificio de sus horas de trabajo ni de sus
horas de descanso. A él, más directamente que a nadie, pediría ex-
cusas si en algún punto he cometido errores sobre la geografía
cartagenera, o sobre cualquier otro extremo relativo a su tierra,
pues me aleccionó sin ahorrar tiempo, kilómetros y molestias con
tanto conocimiento de causa como desinterés.
Escribir un libro sobre la guerra, averiguar una serie de cir-
cunstancias en ocasiones dolorosas y llegar a conclusiones las más
de las veces decepcionantes, haberse sentido forzado a revivir esas
sensaciones para mejor comprenderlas, deja el ánimo un poco
traumatizado. En menor medida, debe ocurrirles lo mismo a los
lectores. Cada libro sobre la guerra puede ser un escalón ascend-
ente en la altísima escalera que lleva hacia la paz. Digo puede ser,
no estoy absolutamente seguro que lo sea. Por lo menos quiero
dejar constancia de que tal es mi propósito, y la verdad es siempre
positiva. De lo que uno se convence es de que el mejor camino
para la paz no tiene que pasar indefectiblemente por la guerra,
por lo menos el que conduce a la paz verdadera, la única en que
uno cree, porque el diccionario atribuye a la palabra varias
acepciones.

Estana, abril 1971


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LUIS ROMERO.
DESASTRE EN CARTAGENA
El comandante de la brigada 206 se presenta en su puesto de
mando, en el pueblo de Buñol, provincia de Valencia; el capitán
Antonio Sempere, su jefe de Estado Mayor, le entrega la orden
que hace algunas horas se ha recibido. No ha sido demasiado fácil
dar con el comandante en Paterna, adonde se había desplazado el
día anterior, requerido para iniciar un cursillo en la Escuela de
Mandos, para seguir el cual había sido seleccionado.
A pesar de que conoce su contenido, coge el papel que le
tiende su jefe de Estado Mayor, firmado por el comandante Ci-
utat, jefe de operaciones del Ejército de Levante: «Tome usted las
disposiciones necesarias para trasladarse con su brigada a Cart-
agena y póngase allí a las órdenes directas del jefe de la base…»
—He prevenido a los jefes de batallón…
—¿Y el transporte?
—Se han comprometido a enviarnos los camiones suficientes
mañana por la mañana.
—¿Qué te dije? Va armarse follón en Cartagena; y para allá nos
mandan a nosotros. ¡Para una vez que iba a tomarme unas vaca-
ciones de tiros…!
—He hablado con De Frutos, las brigadas 207 y 223 están aler-
tadas; pero la orden de marcha sólo afecta a la 206.
—Cita a los jefes de batallón y a los comisarios…
Es la medianoche del 3 al 4 de marzo de 1939 y la orden ha
llegado por la tarde. La brigada 206 siempre está a punto de en-
trar en combate, si es que de entrar en combate se trata, pero hu-
biera sido preferible para los hombres que les concedieran un
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descanso más largo y, para la eficacia de los batallones, que les


hubiesen facilitado contingentes para completar las compañías. Y
a él, no le hubiese ido mal una temporada en la Escuela de Man-
dos, lejos de urgencias y preocupaciones inmediatas, perfeccion-
ando sus conocimientos militares, que en más de sus tres cuartas
partes no pasan de empíricos.
Coloca el oficio a un lado de la mesa, sobre un montón de
papeles, y se sienta; sin apenas fijarse, por rutina, pasa la mirada
sobre estadillos de tropa, armamento, suministros.
La brigada 206 es una de las tres que componen la 10.ª di-
visión, que manda el mayor Víctor de Frutos y pertenecen al XXII
cuerpo de ejército, de Ibarrola. Tras las fracasadas operaciones de
Extremadura habían sido enviadas a la provincia de Valencia y
aquí se hallaban acantonadas en plan de descanso y reorganiza-
ción. Nadie esperaba que se les señalaran tan pronto nuevos
cometidos, pues después de la batalla de Cataluña —la derrota de
Cataluña— los frentes se mantienen tranquilos y no parece que,
por el momento, el enemigo prepare una nueva ofensiva. Por lo
que respecta al ejército republicano, no se halla en condiciones de
emprender una acción de importancia. Aquí domina la política,
turbia política que se caracteriza por maniobras derrotistas de
quienes, engañados o cobardes, desean poner fin a la guerra a cu-
alquier precio, y entregar a Franco y a los suyos cerca de ciento
cincuenta mil kilómetros cuadrados de territorio, la capital de
España incluida, y puertos como Valencia, Alicante, Cartagena y
Almería, ciudades tan principales como Murcia, Jaén, Ciudad
Real, Albacete, Guadalajara, y tierras, industrias, minas, buques, y
un ejército de seiscientos mil hombres por lo menos.
El mayor de milicias Artemio Precioso Ugarte, de veintidós
años de edad, estudiante antes del 18 de julio de 1936, atento a
sus obligaciones militares directas y preocupado por la marcha
adversa de la guerra, no ha prestado suficiente interés a los
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rumores que corren sobre conjuras de altos jefes procedentes del


antiguo ejército en confabulación con políticos enemigos del
partido comunista, con anarquistas resentidos, y entreguistas de
diversa especie, con el propósito de derribar al gobierno de
Negrín, en el cual, por otra parte, están representadas las diversas
tendencias políticas. Terminada la retirada y evacuación de
Cataluña, jefes y comisarios del ejército del Ebro, todos ellos
pertenecientes al partido comunista, han regresado desde Fran-
cia. Modesto, Líster, Tagüeña, Etelvino Vega, Delage, Joaquín
Rodríguez Fusimaña, Castro Delgado, Francisco Gullón, López
Iglesias, Mateo Merino, Romero Marín Soliva, Virgilio Llanos,
entre otros, y también Francisco Galán, que estaba encuadrado en
el ejército del Este. Leales y capaces como son, pueden y deben
sustituir a los traidores o a quienes flaquean en el cumplimiento
de su deber, pues nunca se había oído que los profesionales de la
guerra conspiren para hacer la paz.
Que se trataba de rumores alarmistas, a los cuales está tan
acostumbrado desde el principio de la guerra como al peligro de
las balas enemigas, es lo que él suponía, pero hace un par de días,
estando en Valencia, ha sido informado de que la supuesta con-
jura no es un bulo más, sino realidad con verdaderas posibilid-
ades de cumplirse, si el gobierno y el partido no extreman la vigil-
ancia y dictan las medidas adecuadas.
Los centros de la conspiración parece que se localizan en Mad-
rid, alrededor del coronel Casado y probablemente en Valencia,
dentro de la Agrupación de Ejércitos, y puede tener otras ramific-
aciones. En Cartagena, la flota está insubordinada y, lo que es más
grave, a la cabeza de la rebeldía figuran el almirante jefe y su com-
isario político, diputado socialista, que cumple su cometido pre-
cisamente a la inversa de lo que es su deber. También está com-
plicado el jefe de la base, un viejo general de antes del 18 de julio,
y muchos de los marinos procedentes del antiguo cuerpo general.
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El mayor Precioso se limita a acatar la disciplina militar y la


del partido, que están por fortuna en idéntica línea, y no existe la
mínima contradicción entre ambas. Las cuestiones políticas le
parecen ajenas a su deber inmediato, pero, de acuerdo con las in-
formaciones recibidas, ya no se trata de intrigas o zancadillas
políticas, sino de una actitud que ha de calificarse de traición,
pues arriesga el porvenir de la nación entera, amenaza la super-
vivencia de la República y es portavoz de una derrota aceptada
con resignación propia de carneros y no de militares.
Comprende, gracias a las informaciones de su camarada, cuál
puede ser el significado de la orden que acaba de transmitirle Ci-
utat. El gobierno, apoyado por el partido, se dispone a decapitar la
conspiración, a ser posible sin derramamiento de sangre; bastará
una combinación de cargos militares como resultado de la cual el
mando directo se ejerza en exclusiva por jefes de probada lealtad,
que no estén dispuestos a darse por vencidos. Los cambios van a
iniciarse en Cartagena, que sobre ser plaza militar importante, es
la base naval, y la flota, por voz de su jefe supremo, el almirante
Buiza, ha amenazado con hacerse a la mar, no se sabe con qué
propósitos, si para entregarse al enemigo, internarse en puerto
neutral o amenazar con su potente artillería a Valencia y apoyar la
sublevación que en cualquier momento pudiera estallar.
¿Habrá ocurrido algo en Cartagena? ¿Un golpe contra el gobi-
erno por parte de los entreguistas de la flota? ¿Una sublevación? o
¿Se envía la brigada para acallar cualquier protesta y reducir la
oposición con que pueda encontrarse el nuevo jefe de la base que
haya nombrado el gobierno para sustituir al viejo general
derrotista?
Cuando entra el comisario político, sorprendido en sus med-
itaciones, finge centrar la atención en los papeles de trámite que
tenía entre las manos.
—¿Qué crees? ¿Habrá jaleo del gordo?
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—Si lo hay, peor para ellos…


—Pero ¿se sabe a qué vamos?
—La orden es muy escueta. Yo supongo que a apoyar al nuevo
jefe de la base, y a impedir que la flota cumpla su amenaza de
hacerse a la mar.
—Se habla de Paco Galán como nuevo jefe de la base; dicen
que mañana aparecerá su nombramiento en la Gaceta.
El comisario político de la brigada 206 tiene veintiséis años,
militante del partido comunista, es de palabra persuasiva y enér-
gico en sus determinaciones cuando la ocasión lo exige. En su
vida civil, tan distante hoy, era peluquero de oficio y militaba en la
UGT y en las juventudes socialistas.
—¿Cómo han acogido la noticia de que salimos?
—Ya los conoces; siempre dispuestos. Con tropas como las que
tenemos podemos ir a cualquier parte.
DÍA 4…
Don Carlos Bernal García está sentado tras la amplia mesa de
su despacho en la jefatura de la base de Cartagena. La decoración
de la estancia responde a ese lujo paradójicamente pobretón, im-
personal y marchito de los despachos oficiales. El cargo de jefe de
la capitanía de la base suele ocuparlo por tradición un marino y
Bernal pertenece a la plantilla del ejército de tierra, pues procede
del cuerpo de ingenieros. Figuró entre los pioneros de la aviación.
Hoy se siente viejo y desencantado.
En pie, frente al general, apoyadas las manos en la mesa e in-
clinado hacia delante, el ingeniero de caminos don Rafael de la
Cerda se esfuerza en convencerle de que capitanee una subleva-
ción destinada a mantener el orden y a precipitar el final de la
guerra. Se han conocido hace poco más de un mes, pues el re-
ciente nombramiento del general Bernal como jefe de la base llev-
aba aparejada la presidencia de la Mancomunidad de los Canales
del Taibilla, que dirige el ingeniero La Cerda. El general se halla al
corriente de cuantos argumentos le expone; no es la primera vez
que lo hace en un alarde de confianza que mejor podría calificarse
de imprudencia. Olvidan los conspiradores que Bernal es un gen-
eral republicano y masón, y que La Cerda forma parte de un
grupo —«otro» grupo de conspiradores— que se proponen en-
tregar la plaza a las tropas del general Franco.
—Mi general, va a producirse una enorme confusión y el pelig-
roso caos final que usted desea salvar, se hará inevitable si no le
ponemos remedio. Usted es la persona más caracterizada, observe
que no me canso de repetírselo, para colocarse al frente de este
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movimiento. Por su alta graduación anterior al comienzo de la


guerra, por el cargo que ocupa, por su historial que no enturbia a
los ojos de nadie los servicios que haya podido prestar al bando
republicano, pues lo que tratamos ahora es evitar derramamien-
tos de sangre, y todos los militares y paisanos de buena voluntad
acatarían su autoridad…
—Amigo La Cerda; lo que usted me propone, incluso su insist-
encia a despecho de mis negativas, no deja de halagarme. Pero ya
conoce mi criterio. La guerra está perdida para nosotros los re-
publicanos. Una acción violenta en estos momentos finales nada
contribuiría a solucionar. He recibido un teletipo del gobierno en
que, además de confirmar mi ya sabida destitución, me anuncia la
llegada del teniente coronel Francisco Galán. Por si fuera poco,
me comunican, y lo he de interpretar a manera de amenaza, que
viene acompañado de dos brigadas. No nos hallamos en condi-
ciones de enfrentarnos con esas fuerzas y, por lo que respecta a la
confianza que ustedes tienen en la ayuda del general Franco, le
diré que cuando tiene el triunfo al alcance de la mano, no va a
cometer la imprudencia de arriesgar a sus hombres en una aven-
tura incierta capitaneada por un general republicano. Y obrará
con razonable cautela.
—No se trata de una aventura incierta. La flota mantiene en-
cendidas las calderas y está dispuesta a zarpar. El almirante, el
comisario, oficiales y auxiliares, hasta la marinería están de
acuerdo en que urge dar por terminada la guerra. Que marchen al
extranjero cuantos se hayan manchado las manos de sangre,
cuantos hayan cometido estragos o depredaciones; ésos son
quienes en el último momento podrían cometer, a la desesperada,
nuevos crímenes y desmanes. Sólo los que temen al castigo de-
sean ahora prolongar la resistencia.
—Sabe usted que mi decisión está tomada; le agradezco el in-
terés que le merece mi persona y cuánto valora lo que yo pueda
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hacer y dejar de hacer. Pero, insisto, es una locura. Con Galán o


sin Galán, con brigadas o sin brigadas, la guerra la tenemos per-
dida. Evitar nuevas luchas y calamidades es lo único que debemos
proponernos en estos momentos en que nos conviene guardar la
serenidad. Lo mismo que a usted, le digo a Vicente Ramírez, a Ar-
mentia, a Morell, a cualquiera que por motivos distintos y con fi-
nalidades que no coinciden con la de usted y sus amigos, se hallan
igualmente dispuestos a oponerse por la fuerza a que Galán tome
el mando, y pretenden que yo, al negarme a cedérselo, me coloque
al frente de un movimiento insurreccional.
Puesto en pie, el general Bernal inclina la cabeza cansada y
alarga la mano al ingeniero La Cerda.
—Lo siento, general; a pesar de que no me ha convencido, si
usted no se pone al frente, por mi parte me retiro de la empresa.
Un alzamiento, en esta ocasión, sin ir encabezado por una figura
de prestigio y en ejercicio del mando, puede convertirse en de-
sastrosa derrota.
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—Intente usted convencerles; va a producirse una catástrofe.


Al quedarse solo el general Bernal se sienta, descansa los
brazos sobre la mesa y abandona cualquier resistencia al peso de
los hombros fatigados. Aquí todos conspiran. La Cerda debe
hacerlo en combinación con Arturo Espa, segundo jefe del regimi-
ento de artillería, quizá con Vicente Trigo, con su propio ayud-
ante, con los paisanos que encerró el SIM, con… ¡cualquiera sabe
con quién! Y conspira Fernando Oliva, jefe del Estado Mayor de la
base, capitán de navío, que es también de los que han venido a
presionarle para que se subleve. Conspira Vicente Ramírez, jefe
del Estado Mayor Mixto, que insiste para que al negar a Galán el
traspaso de poderes, se coloque contra el gobierno y fuera de la
ley. Y con Vicente Ramírez están de acuerdo, Norberto Morell,
jefe del arsenal, Antonio Ruiz, subsecretario de Marina, el teni-
ente coronel de armas navales Luis Monreal, el jefe de servicios
civiles de la base, Semitiel… Y hasta el coronel Gerardo Armentia,
jefe del regimiento de artillería, ha visitado este despacho durante
esta agitada mañana, para decirle que deben oponerse al golpe
comunista, cuya repercusión inmediata en Cartagena es el nom-
bramiento de Galán, y encarecerle la conveniencia de apoyar a
una junta militar que va a formarse para derribar al gobierno y
gestionar la paz. No son, pues, fascistas más o menos encubiertos,
sino marinos o militares de probada ejecutoria republicana, a
muchos de los cuales le unen lazos de hermandad. ¿Qué se pro-
ponen? ¿Están siquiera de acuerdo en algo más que en sublevarse
contra el gobierno? ¿Cuántas conspiraciones convergentes,
paralelas o divergentes, están en marcha? Unos desean escapar;
otros, arrimarse al vencedor y protegerse contra los rigores de las
represalias; los menos comprometidos buscan, al congraciarse
con los franquistas, conservar sus puestos y graduaciones.
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Les ha prometido que se pondrá en comunicación por teletipo


con Matallana y con Casado por si fuese cierto que en Valencia o
Madrid se levantan contra el gobierno; le parece inútil y peligroso
comunicarse con nadie; no lo hará.
Y en la flota está ocurriendo algo semejante. ¿Destituir a
Negrín y gestionar la paz? ¿Huir para internarse en un puerto ex-
tranjero? ¿Entregar los buques al enemigo? Cada cual reserva y
oculta sus pensamientos, cada cual piensa obrar según su person-
al conveniencia.
El pasado lunes, 27 de febrero, el jefe del fantasmal gobierno
que rige los destinos de la asendereada República, decapitada por
dimisión de su presidente, reunió en el aeródromo de Los Llanos
a los principales jefes militares. Estuvieron de acuerdo, con la ex-
cepción intempestiva e intemperante del bueno de Miaja, en que
la guerra no podía ganarse y que, en consecuencia, el deber del
gobierno era conseguir de inmediato una paz negociada. Y él, ad-
virtió a Negrín que de no hacerse muy pronto, se producirían
sublevaciones. No podía denunciar a quienes le han ido haciendo
confidencias o abiertas proposiciones, pero sí prevenir al gobierno
para evitar males mayores, enfrentamientos inútiles y fratricidas.
Los hechos se precipitan, son síntomas que anuncian el final
inmediato, pero incierto. Está cansado, enfermo, decepcionado;
no se meterá en más aventuras. Cuando se hace una guerra no
debe perderse; ellos la han perdido. ¡Que llegue Franco, antes de
que la sangre vuelva a correr por Cartagena, que bastante ha cor-
rido ya!
Se levanta y camina hasta la ventana. Apoya la frente en el
cristal, corre el visillo. Las chimeneas de los destructores y de los
cruceros Libertad, Cervantes y Méndez Núñez, humean. El pu-
erto y la ciudad parecen tranquilos mientras todos caminan hacia
la tragedia con fatalismo imposible de gobernar.
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En el despacho de su jefe de Estado Mayor estarán conspir-


ando, conspirarán en los cuarteles de infantería naval y de artil-
lería, conspirarán en el arsenal y en los buques. Entretanto, Galán
y sus brigadas se acercan a Cartagena con las armas prontas.
Acaricia con la mano sus mejillas fláccidas. Pasará a sus hab-
itaciones y avisará al barbero. Por lo menos, que lo que suceda le
coja con aspecto externo normal y correcto, como corresponde a
un militar.

La noticia de que el teniente coronel Francisco Galán ha sido


nombrado jefe de la base ha impresionado vivísimamente a los
mandos de la Marina y del Ejército, que esta mañana se hallan,
juntos o separados, celebrando entrevistas y reuniones en el edifi-
cio de la capitanía, situado en la Muralla del Mar. El jefe de la
base domina una plaza, capital del único departamento marítimo
de la República, pues Cádiz y El Ferrol se hallan en poder de
Franco, que cuenta con arsenal, astillero, importantes industrias
navales y militares, parque de artillería, numerosas baterías de
costa y antiaéreas, y asimismo con fuerzas de guarnición.
Marinos y militares están más o menos vinculados a una, dos,
o más conspiraciones paralelas, concéntricas, confusas por mal
definidas y a medias declaradas, que se atan, desatan y rebullen
en distintos despachos, en pasillos y antesalas. De momento ex-
iste acuerdo sobre un punto; negarse a que el mando de la base
sea entregado al comunista Francisco Galán, en quien ven un pe-
ligro para sus intenciones e incluso para sus vidas, o por lo menos
para su libertad.
La noticia que difunde el general Bernal y avalan diversos
rumores de que Galán contará con el apoyo de dos brigadas de
choque, que se hallan en camino, ha enfriado el ánimo de algunos,
si bien los más suponen que la aproximación de esas brigadas es
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bulo puesto en circulación para amedrentarles y que al general le


sirve de pretexto para inhibirse.
El coronel de armas navales, Norberto Morell, jefe del arsenal,
al leer esta mañana en el diario Cartagena Nueva la designación
de Francisco Galán y el cese del general Bernal, que hasta ese mo-
mento sin secundarlos contemporizaba con sus planes, ha com-
prendido que se ha producido el esperado y temido golpe
comunista. Varios jefes de filiación comunista van a ser designa-
dos para ocupar diversos puestos clave en toda la zona republic-
ana y, en consecuencia, se esperan nuevas destituciones. Morell se
ha apresurado a requerir la presencia de su amigo Antonio Ruiz,
que es en la actualidad subsecretario de Marina y acaba de re-
gresar de Valencia. Han convocado a otros compañeros y, a lo
largo de la mañana, han tenido diversos cambios de impresiones.
Ahora, presididos por el jefe del estado mayor mixto, Vicente
Ramírez Togores, y reunidos en su despacho, acaban de concluir
el acuerdo de no ceder ante Galán, oponiéndosele por la fuerza si
se hace necesario, para lo cual cada uno debe tomar sus pre-
cauciones y actuar llegada la ocasión.
—Nos hallamos ante un auténtico golpe de estado por parte
del partido comunista; si ahora cediéramos una vez más como
venimos haciéndolo, se convertirían en amos de la situación y
nosotros seremos desplazados quitándonos cualquier posibilidad
de actuar más adelante.
—Curioso golpe de estado, propiciado por el jefe de gobierno y
sancionado por decreto.
—Hemos de partir del principio de que no hay gobierno que
valga, desde el momento que el presidente de la República ha di-
mitido. Y este nombramiento y los que se sucederán para entregar
el poder absoluto al partido comunista, desposeen al llamado
gobierno de cualquier autoridad moral, si es que le quedaba
alguna.
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Vicente Ramírez, como Antonio Ruiz, era teniente de navío y


ambos se distinguieron cuando la frustrada sublevación de julio
de 1936, en Cartagena. Habla a sus compañeros con autoridad y
decisión.
—Si estáis de acuerdo, cuando se presente aquí Galán, yo seré
quien plantee la cuestión en nombre de los demás y vosotros me
respaldaréis.
—Es preferible que hable uno y le apoyemos en bloque.
—De acuerdo.
—Y si el general Bernal le entrega sin más el mando…
—Tampoco lo aceptamos; y en caso de que Galán se ponga fla-
menco, se le arresta. Hemos de tomar las previsiones necesarias;
a las once de la noche tener guardias en la ciudad y controlar los
edificios principales. El coronel Armentia nos presta el apoyo de
su regimiento.
Antonio Ruiz, alto y grueso, joven, antes que la subsecretaría
de Marina ocupó el cargo de jefe de la base, a raíz de los sucesos
de julio de 1936. En los últimos meses de la guerra, él, como Vi-
cente Ramírez, como Morell y otros jefes y oficiales de la flota han
llegado a la conclusión de que la guerra está perdida y de que hay
que poner fin a la lucha en las mejores condiciones que se puedan
conseguir del enemigo. En su reciente estancia en Valencia ha
cambiado impresiones con amigos del ejército y ha advertido
idéntico deseo en todos ellos y aún más, está convencido de que
su actitud, en lo poco que puede manifestarse, cuenta con la aqui-
escencia de la población civil. Se habla de una junta militar que dé
un ultimátum al gobierno para abandonar la lucha, y que en caso
de que el gobierno se resista a hacerlo, le destituya.
Ellos tendrán que abandonar España, pero antes se consider-
an obligados a evitar dos males: primero, que los comunistas obs-
tinados en la continuación de la guerra a cualquier precio, con-
quisten el poder militar; segundo, los desórdenes que pudieran
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producirse en los últimos momentos ante un colapso de la autor-


idad. Deben prestarle al país un postrer servicio; mantener la
autoridad y el orden para lo cual han pensado incluso en dar el
relevo a oficiales que a los ojos de los franquistas estén menos
comprometidos. Vicente Ramírez ha pensado en el teniente cor-
onel de artillería Arturo Espa, del cual es notorio que su adhesión
al gobierno republicano ha sido forzada y menos que tibia.
—Teniendo en cuenta que debemos eludir los choques violen-
tos, y si estáis de acuerdo —dice Antonio Ruiz— puedo intentar
entrevistarme con Negrín, en mi calidad de subsecretario, y
plantearle la situación con la crudeza que haga falta en nombre de
todos. Quizá nos comprenda y estemos a tiempo de evitar un en-
frentamiento peligroso…
—¡Lo que Negrín tendría que haber hecho es dimitir, o
quedarse en Francia como ha hecho Azaña!
—Bien; pero una entrevista de Ruiz con él no estará de más; lo
único es que nadie sabe dónde diablos está el dichoso presidente.
—De momento se me ocurre ir a Alicante; allá alguien sabrá
informarme…
—Lo que no veo claro es para qué necesitamos a Negrín…
—Oponernos de frente a Galán equivale a insubordinarnos;
hay en la base, en la guarnición y en la misma flota, algunos ele-
mentos que no sabemos adónde están decididos a llegar. Con-
viene averiguar, por nuestra parte, lo que Negrín piensa sobre la
posibilidad de buscar un final digno e inmediato con respecto a la
guerra.
—No hace una semana que con claridad lo expuso en Los
Llanos al declarar que cuantas gestiones había intentado de acer-
camiento al enemigo habían fracasado, y que ésa era la causa que
obligaba a endurecer su posición de resistencia. El nombramiento
de Galán es respuesta elocuente.
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—No sabemos. En una semana, tal como andan las cosas,


puede haberse presentado alguna nueva posibilidad y ante una
actitud unánime por nuestra parte podría revocar el
nombramiento…
—Habida cuenta de que el general se obstina en entregarle el
mando, nuestro acto de insubordinación es más grave, puesto que
ya no es contra el ministro sino contra nuestro jefe natural.
—Iré a visitar a Negrín; quién sabe si de la visita puede salir
una solución.

En su despacho de jefe del estado mayor de la base, Fernando


Oliva Llamusí, se reúne con algunos oficiales de marina: José
María de la Puerta, Emilio Rodríguez Lizón, que en agosto de
1936 fue sacado del hospital y a punto estuvo de ser linchado por
el pueblo y la marinería amotinados, Federico Vidal, Luis
Abárzuza y Luis Núñez de Castro, comandantes estos últimos de
los destructores Jorge Juan y Escaño, respectivamente y algunos
otros. Han quedado de acuerdo en que la sublevación comenzará
a las once de la noche y que se le negará al comunista Galán la en-
trega del mando de la base. Confían en que el regimiento naval
núm. 1 se subleve, pues su jefe, el comandante García Martín, ha
dado su acuerdo. Para la guardia del edificio de capitanía de la
base se elegirán soldados de confianza.
Como a pesar de los rumores que corren con insistencia sobre
la salida de la flota, éstos parecen confusos y se ignora la decisión
final del almirante Buiza, Luis Núñez de Castro transmitirá la
consigna a otros oficiales embarcados de que se esfuercen en pre-
sionar sobre Buiza, Bruno Alonso y los comandantes de los
navíos, para conseguir que la escuadra zarpe de Cartagena.
El movimiento en el edificio de la base es incesante. De nuevo
el coronel Armentia con el teniente coronel Espa están hablando
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con el capitán Vicente Trigo. El ingeniero La Cerda parece irritado


tras su fracaso de convencer al general de que se coloque al frente
de la sublevación.
—Aconseja que suspendamos nuestros proyectos; afirma que
vienen para Cartagena dos brigadas comunistas en apoyo de
Galán y que hay que evitar el derramamiento de sangre…
—¿Suspender lo acordado? Hemos trabajado y arriesgado de-
masiado. Ahora que llega el momento no podemos echamos atrás.
Si el general da el mando a Galán, nosotros nos opondremos por
la fuerza.
Un teniente de infantería de marina, que es quien va a quedar
encargado de la guardia del edificio, exclama:
—A Galán, si se presenta aquí, será al primero que detendre-
mos al sonar la hora convenida.
—Eso de las brigadas es el cuento del coco para que nos
mantengamos quietos.
Al ingeniero La Cerda, la negativa del general Bernal le ha im-
presionado desfavorablemente.
—Un golpe de fuerza sin la jefatura de un mando militar que la
aglutine, se imponga al conjunto y arrastre a los vacilantes, me
parece con demasiadas probabilidades de fracasar. Por mi parte
me quedaré en casa…
Los propósitos que animan a quienes en esta mañana se reún-
en, discuten, se acuerdan o desacuerdan en la base, son distintos y
mal definidos en sus límites. Algunos no se conformarán con
oponerse al gobierno y al partido comunista; aprovechando la
confusión tienen el propósito de apoderarse de la plaza para en-
tregársela a Franco. La guerra está acabándose y a ellos les corres-
ponde tomar iniciativas antes de que sea demasiado tarde y el
tinglado republicano se derrumbe por sí solo, porque en este caso
formarán entre los vencidos sin ningún atenuante.
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Tan pronto como han comunicado al almirante Buiza que se


ha recibido una transmisión en la TSH de a bordo, ha acudido al
gabinete del radiotelegrafista. Espera con impaciencia la
respuesta de la Agrupación de Ejércitos, con cuartel general en
Torrente, a la pregunta que esta misma mañana les ha formulado
sobre el resultado del ultimátum que algunos jefes militares iban
a presentar al presidente del Consejo de ministros, en el sentido
de que, o negocia inmediatamente la paz, o ellos toman el poder
con el apoyo de la flota y destituyen al gobierno.
La actitud de Negrín ha quedado explícita. El nombramiento
de Francisco Galán, notorio comunista, como jefe de la capitanía
de la base de Cartagena, puede interpretarse como una réplica, y
un reto.
Con el comisario de la flota, Bruno Alonso, y los demás man-
dos de la base y el arsenal, han visitado al general Bernal para
conocer su actitud definitiva. No parece inclinado a oponerse a la
transmisión de poderes; alega que la guerra está irremisiblemente
perdida, lo mismo si es él o es Galán jefe de la base, y que no hay
mejor solución que esperar los acontecimientos, con lo cual se
evitará que se derrame sangre a causa de choques de unos con
otros. Y que, por tanto, no cree en la oportunidad de un
pronunciamiento.
En la flota el ambiente es muy otro; los comandantes de unid-
ades, los comisarios, incluso los auxiliares, subalternos y los mar-
ineros, salvo una minoría de comunistas o negrinistas, que tam-
bién los hay, están de acuerdo en que hay que abandonar, de una
manera u otra, la lucha. Dos días atrás se han manifestado en este
sentido en una reunión convocada por él, a bordo de este mismo
buque, el crucero Miguel de Cervantes, insignia de la flota repub-
licana, y esta misma mañana los comandantes de los buques,
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alarmados por el nombramiento de Galán, han vuelto a presion-


arle para que la flota abandone Cartagena.
El oficial radiotelegrafista le entrega el texto y Buiza se
traslada a su cámara para descifrarlo al amparo de posibles indis-
creciones. Cuando termina la traducción lo relee: «Encontrán-
donos desatendidos por una parte del ejército y habiendo sur-
gido otras dificultades, queda sin efecto el acuerdo de oponerse a
Negrín y, en consecuencia, le relevamos a usted del compromiso
contraído. La flota puede obrar con arreglo a su criterio». No
acierta a comprender qué puede haber sucedido para desbaratar
el plan, plan que, por otra parte, no parecía suficientemente tra-
bado. En la reunión sostenida con Negrín en Los Llanos, a pesar
de que los mandos militares —salvo la intempestiva salida de tono
de Miaja, que se mostró partidario de la resistencia a ultranza,
actitud que nadie creyó sincera— se mostraron partidarios de una
inmediata negociación de paz; no lo hicieron, sin embargo, con
suficiente energía. Él fue quien habló de manera más terminante;
no es la hora actual propicia para respetos y circunloquios.
Por fortuna, y en virtud de este radiograma que le envía el
general Matallana y que no es bastante explicativo como para
comprender qué fallos se han producido y a quién deben ser at-
ribuidos, lo que sí queda claro es que él, y con él la flota, quedan
desligados de la acción de los militares. Le advirtió al jefe del
gobierno, en Los Llanos, que, de no gestionarse una paz inmedi-
ata, la flota abandonaría la lucha; lo hará.
El almirante Miguel Buiza y Femández-Palacios queda un mo-
mento perplejo tras la resolución que acaba de tomar. ¿Cuál
puede ser, de ahora en adelante, la marcha de los acontecimien-
tos? ¿Qué deducciones pueden sacarse del radiotelegrama envi-
ado por el general Matallana? ¿Se habrán achicado algunos de los
jefes militares y Negrín se dispondrá a destituirlos y a nombrar en
su reemplazo a los comunistas que le han acompañado desde
64/410

Francia sin duda con semejante propósito preconcebido? ¿Qué


problemas planteará en tierra, es decir, en la base y en la plaza de
Cartagena, la llegada de Francisco Galán? A pesar de que el gener-
al Bernal se muestra indiferente ante su destitución, ¿aceptarán la
autoridad de Galán hombres tan resueltos como Vicente Ramírez,
Morell, Fernando Oliva, Monreal, el mismo Antonio Ruiz? ¿Y le
acatarán el coronel Armentia, el jefe del regimiento naval, o el de
los servicios civiles de la base?
Los interrogantes se le van presentando encadenados. ¿Qué
ocurrirá en otros lugares? Esa «desatención por una parte del
ejército» a que alude el radiograma ¿qué alcance tiene? Casado,
Menéndez, el propio Matallana ¿se resignarán con pasividad ante
una destitución fulminante para ceder la plaza a jefes comunistas?
Negrín, para establecer una resistencia numantina, que él precon-
iza como único recurso para la salvación —bonita salvación— de
la República, cuenta con el apoyo de los jefes del ejército del Ebro.
Los jefes del ejército del Ebro, todos ellos del partido comunista,
fueron derrotados primero en la misma batalla del Ebro, después,
en seguida, en Cataluña. La propaganda movida por los órganos
de su propio partido no basta para ocultar la realidad del desastre.
Si en Cataluña el ejército franquista triunfó sobre ellos por la su-
perioridad aplastante de hombres y recursos, en caso de que inicie
una ofensiva contra la zona Centro-Sur, lo hará con una superior-
idad aplastante de hombres y recursos, y con un entusiasmo acel-
erado, que, a la inversa, los combatientes republicanos han ido
perdiendo a fuerza de decepciones.
Dobla cuidadosamente el texto y la traducción del radiograma
y se los guarda en el bolsillo. No desea que, por el momento, nadie
conozca el contenido de la comunicación que acaba de recibir de
Valencia; primero se lo notificará a Bruno Alonso. Cualquier ner-
viosismo es peligroso y la situación está de por sí bastante com-
plicada para que se provoquen nuevos equívocos.
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Sube al puente; pasea por la cubierta. El crucero Miguel de


Cervantes está atracado de popa al muelle comercial. A estribor la
flotilla de destructores. Frente al Miguel de Cervantes, en el ma-
lecón de la Curra, el crucero gemelo que antes fue insignia: el
Libertad. Otros buques están amarrados en el puerto y el resto en
la dársena del arsenal. La flota republicana está pronta para
zarpar.
El aire del mar, húmedo y suave, le alivia la tensión; da media
vuelta y camina en dirección a la proa dando la espalda a la
ciudad. A estribor, en lo alto, el castillo de Galeras, a babor y a
proa el de San Julián.
Si los mandos de la base y el arsenal deciden oponerse a
Galán, es decir, a colocarse contra los comunistas y el gobierno,
que no es tal gobierno desde que Azaña ha dimitido de la presid-
encia de la República y el presidente de las Cortes no la asume de
manera decidida y activa presentándose en España, si la artillería
se suma íntegra y también el regimiento de infantería de marina,
y todos ellos obran de acuerdo con la flota, la plaza de Cartagena
es inexpugnable. Ya puede presentarse Galán acompañado de tro-
pas como asegura Bernal. Claro que el éxito dependería de la vol-
untad común de enfrentamiento. Lo mejor es que la flota obre con
independencia, si llega el caso, y que se haga a la mar en espera de
acontecimientos.
Preferible es que la flota republicana opte por el poco glorioso
final de un internamiento en puerto extranjero que por actitudes
suicidas a la manera de Cavite, a cuya gloria hay elevado un
monumento ahí, al extremo opuesto del muelle donde el Cer-
vantes está atracado. Como almirante de esta escuadra, él es re-
sponsable de los buques que la componen y de la vida de los mil-
lares de hombres que suman las tripulaciones. Por encima de con-
tingencias políticas, que la historia viene demostrando que son
pasajeras, no puede responsabilizarse de privar a la nación, hoy
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dividida, de lo mejor y más lucido de su flota, estos buques que


arbolan bandera republicana.
Con antelación debieran haber previsto los gobernantes y los
políticos, cuantos peligros se han ido presentando, y evitar esta
penosa situación de intemperie y desamparo de los buques frente
a los ataques de la aviación enemiga. Que a los marinos repub-
licanos les califiquen de lo que quieran, que las palabras, y en la
mar más de prisa, se las lleva el viento. Será él, Buiza, quien se es-
forzará por preservar unidades y dotaciones de un desastre final,
en cuyo desencadenamiento parecen complacerse los comunistas.
A la escuadra la salvará él, un marino republicano, que los fran-
quistas, que se las dan de patriotas en exclusiva, serían capaces de
dar órdenes a la aviación ítalo-germana para que la trituren.
Observa complacido la estampa del crucero Libertad, gemelo
del Cervantes. Fino y eficaz de línea; potente artillería del 152, de-
fensas antiaéreas suficientes. Ni se lo entregará a Franco en
bandeja, ni tolerará que se lo hunda. Que la guerra se ha perdido,
es un hecho triste, pero cierto; hay que disponerse a afrontarlo
con sus peores consecuencias.
Miguel Buiza es uno de los marinos pertenecientes al cuerpo
general, que por propio convencimiento y voluntad quedó al ser-
vicio del gobierno republicano cuando se produjo la sublevación
de 1936. La mayor parte de sus compañeros, de sus antiguos ami-
gos, luchan en el bando contrario. Muchos fueron asesinados aquí
mismo, en Cartagena, o sobre la cubierta de sus buques; una sal-
vajada, masacre trágica que no se excusa con pretextos de urgen-
cia revolucionaria. Ante sus ojos está el Libertad; a bordo de ese
buque condujo, en inútil y arriesgado esfuerzo, a la flota republic-
ana hasta el mar Cantábrico, cuando la campaña del Norte, y
luego volvió con los buques a Cartagena. En la base naval del Fer-
rol la suerte cayó del lado opuesto; allá, en julio de 1936, triun-
faron quienes se sublevaron contra el gobierno. Tampoco se
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quedaron ellos cortos en la represión, al primero que fusilaron fue


al contralmirante Azarola y, por medio de algunos marineros pas-
ados al bando republicano, le llegaron noticias de que los pelo-
tones de fusilamiento anduvieron activos contra subalternos y
marineros amotinados —¿Amotinados? ¡Qué paradoja!— en favor
del gobierno de entonces. Pero la historia se repite y nadie puede,
en conciencia, saber quién se amotina o subleva y si la razón y la
justicia pueden enfrentarse a la legalidad. ¿No van ahora ellos a
insubordinarse contra el gobierno?
Media vuelta brusca y camina hacia popa con paso apresurado
como si tratara de escapar de su propia sombra. Desciende a la
toldilla, se planta cerca del asta con las piernas abiertas y las
manos enlazadas por detrás de la espalda. Frente a él, a su
izquierda, y por encima de los muelles, el paseo de la Muralla con
sus palmeras y jardines que le dan un vago aire entre provinciano
y colonial; detrás, la ciudad de Cartagena; más a la izquierda, el
arsenal, amurallado, con sus dársenas, diques, instalaciones, y la
Constructora Naval. Casi en frente, ligeramente a su izquierda, el
edificio al cual, desde que comenzó la guerra, ha sido trasladada
la capitanía de la base, destaca sobre los demás edificios del paseo
de la Muralla; a su espalda, se levanta el monte de la Concepción,
que han utilizado para perforar túneles que sirven de refugios al
personal de la base. A la derecha, el hospital de Marina y en el
mismo edificio el cuartel de los infantes de marina, que ahora lla-
man regimiento naval, y más allá la plaza de toros y más allá aún
el cuartel de Antigones, donde se aloja el 7.º batallón de reta-
guardia. Ahí, en el edificio gris y anodino de la capitanía de la
base, es donde va a jugarse la decisión final, contando o no con el
apoyo del general Bernal, y, en definitiva, sin que la flota se vea
forzada, a menos que sea por imperativos inesperados, a tomar
parte activa en el forcejeo.
68/410

Advierte que estaba retorciéndose los dedos, que está ner-


vioso, en constante desasosiego. La guerra ha quemado a cuantos
en ella han intervenido. En 1936, a pesar de tener tras él una bril-
lante hoja de servicios en la campaña de África y de haber apoy-
ado en 1934 el desembarco en Ifni del coronel Capaz, era un joven
capitán de corbeta, Miguelito Buiza, amigo de sus amigos; sus
cuarenta años de hoy le pesan y abruman como si en este corto
plazo su nave personal hubiese doblado un cabo peligroso,
quedando a merced de malos vientos y peores mares. Días antes
de haber tomado, por segunda vez, durante el período bélico, el
mando de la flota, su mujer, víctima de la depresión que le pro-
ducían las circunstancias en que están viviendo, agravadas por un
pésimo embarazo, se ha suicidado. Buiza nota dentro una
oquedad que le acongoja. Tratará de mantener clara la cabeza, ín-
tegro el prestigio ante sus subordinados, algunos de ellos díscolos
e inclinados hacia opuestos extremos, y tratará también de actuar
con oportunidad y decisión según lo exijan las circunstancias y
para bien común Miguel Buiza es el almirante en jefe de la flota
republicana.
Nueva media vuelta para dirigirse al puesto de mando. Retir-
ará la orden de «preparados para salir», ya que el comisario
Bruno Alonso, para acallar nerviosismos acaba de publicar un
comunicado afirmando que no van a zarpar, y la sustituirá por
«régimen de normalidad». Que salgan los marineros francos de
servicio; quizá sea la última ocasión de reunirse con sus familias,
quien la tenga, o con sus novias. Se mantendrá a la expectativa y,
según se desarrollen los acontecimientos, cursará órdenes; Cart-
agena está ahí mismo, en un momento pueden reintegrarse a los
buques el completo de las tripulaciones.
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Cuando el teniente coronel Francisco Galán llega, en las prox-


imidades de Elda, a la finca donde ha sido requerido por el jefe
del gobierno y ministro de Defensa, finca que en la jerga militar
ha sido designada con el nombre de «Posición Yuste», se halla
preocupado y la urgencia de la llamada no le ha dado tiempo ni a
buscar un uniforme que ponerse.
Desde que al igual que otros jefes militares y comisarios
comunistas regresó de Francia, tras la retirada de Cataluña, a la
llamada zona Centro-Sur, la inactividad a que se ha visto
sometido, más que tranquilizarle le estaba exasperando. Rumores
alarmantes, amenazas vagas, presagios catastróficos y el desen-
canto inevitable por la adversa marcha de la guerra y por el ambi-
ente derrotista que se respira, contribuían a esa progresiva exas-
peración que, por fin, ha venido a romper la orden urgente de
presentarse ante don Juan Negrín.
Durante la campaña de Cataluña tenía a su mando el XI
cuerpo, perteneciente al ejército del Este. Entre el macizo del
Montsec y la frontera francesa, sus divisiones se fueron batiendo
en retirada. Por desgracia, el ejército republicano convierte a sus
hombres en expertos de esta clase de ejercicios. Lo mismo le ocur-
rió en Aragón y en el ejército del Norte; sólo en los primeros
meses, en Somosierra, aguantaron con firmeza las peores
embestidas de los fascistas. Eran los comienzos de la guerra,
cuando a las desordenadas e improvisadas milicias de partido mal
aglutinadas con los escasos restos del disuelto ejército y con
guardias de asalto, respondían los comunistas con la creación del
V regimiento.
La guerra pesa; treinta y un meses de ilusiones desvanecidas,
de esperanzas, de exigencias para con uno mismo y para con los
demás, de tensiones físicas y morales. La guerra pesa; treinta y un
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meses en la proximidad de la muerte, amenazados por la derrota


con alternativas de victoriosas y efímeras esperanzas. Pero las
posibilidades de derrota o victoria no dependen de la capacidad
individual de sacrificio, ni siquiera del gobierno, el ejército o el
pueblo. Potencias extranjeras ejercen influencias decisivas en un
laberíntico juego de provocaciones y miedos, de transacciones y
fintas que escapan al empeño y hasta a la comprensión del
soldado. Y el teniente coronel Francisco Galán es un soldado, que
considera cada vez más escasas y distantes las posibilidades de
victoria y que coloca su esperanza en la obediencia militar que
aprendió en la Academia, en la disciplina que en lo político le ha
inculcado el partido comunista y en la posibilidad de una actitud
defensiva a ultranza en espera de que un conflicto internacional,
que puede estallar en cualquier momento, altere las condiciones
en que la lucha se desarrolla en la Península y abra nueva brecha
a las esperanzas.
La guardia de «guerrilleros» que custodia la «Posición Yuste»
le deja pasar una vez identificado. Galán se lleva el puño a la sien
en movimiento maquinal mil veces repetido.
—El señor presidente le espera…
Con el doctor Negrín están reunidos el subsecretario de De-
fensa, Antonio Cordón, antiguo capitán de artillería y diplomado
de estado mayor, miembro hoy del comité central del partido, y
que hace tres días acaba de ser ascendido a general. Jesús
Hernández, del buró político y comisario inspector de las fuerzas
de tierra, mar y aire, y, disimulado tras su borroso aspecto de pro-
fesor pacifista, el todopoderoso «Ercoli», representante de la In-
ternacional comunista, el italiano Palmiro Togliatti, que simula
limpiar con aplicación sus gafas.
—Amigo Galán, le he convocado con cierta precipitación
porque voy a encargarle una misión delicada. Siéntese.
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El presidente del gobierno y ministro de Defensa viste un traje


oscuro y, aunque parece fatigado, la voz y el tono con que le habla
son enérgicos y convincentes. A través de los cristales de las gafas,
los ojos se fijan con realidad escrutadora, impersonal e in-
quietante; observan y no permiten ser observados.
—Estamos en presencia de una sublevación inminente contra
la política de resistencia del gobierno que presido. Por las noticias
que nos llegan, confirmadas por distintos conductos que no dejan
lugar a dudas, los focos principales se sitúan en Madrid y Cart-
agena. Usted, Galán, habrá oído los rumores que circulan desde
nuestra llegada de Francia; son ciertos. Acabo de nombrarle a us-
ted jefe de la base naval de Cartagena. Salga inmediatamente para
hacerse cargo del mando y venza las dificultades que se le presen-
ten para conseguirlo. Encontrará al comisario jefe, Osorio Tafall,
a quien he enviado a Cartagena para entrevistarse con las autorid-
ades de la plaza y en particular con el almirante Buiza, jefe de la
flota, uno de los cabezas del complot, y anunciarle su nombrami-
ento con intención de tantear su posición ante el hecho con-
sumado. Con el propósito de que su autoridad se vea respaldada y
como ignoramos la actitud que puedan adoptar las autoridades de
la plaza, se han cursado órdenes a una brigada de confianza, la
206, de la 10.ª división, para que se ponga en camino hacia Cart-
agena, y una vez allá a sus órdenes directas. Detrás de ella, y por si
fuese necesario, saldrá el resto de la división. Nada más, teniente
coronel; no se demore… y mucha suerte.
Parece que, al estrecharle la mano, el jefe del gobierno da por
terminada la entrevista.
—Observe, señor presidente, que estoy en traje civil…
—El hábito no hace al monje. Póngase en camino, que el
tiempo apremia, y hacia las once de la noche estallará la subleva-
ción. Mejor que esté usted sobre el terreno para hacerla abortar, o
para aplastarla. Tenga en cuenta que, sin excluir la máxima
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energía, le recomiendo que negocie, que negocie, que negocie.


Tenemos noticias de que la flota tratará de hacerse a la mar, de
desertar, o de intimidarnos, y nos resulta imprescindible conser-
var en nuestras manos los buques, así como la plaza y el arsenal
de Cartagena.
El coche que le ha traído a la «Posición Yuste» le espera a la
puerta de la villa; un oficial de órdenes que le ha sido asignado se
le presenta.
—A Murcia…
Complicada debe andar la situación; y el mandato y las re-
comendaciones que acaba de recibir, resultan un tanto vagos.
Tendrá que improvisar de acuerdo con la manera con que los
acontecimientos vayan presentándose. Mientras dure el trayecto,
tiempo le quedará para reflexionar. ¿Se trata de una orden de
carácter militar o se le encomienda una gestión política? Al actual
jefe de la base, a quien él va a reemplazar, le conoce desde los
primeros días de la guerra: don Carlos Bernal, general de ingeni-
eros, destinado antes del 20 de julio de 1936 en la Primera In-
spección del ejército. Castelló le nombró subsecretario de Guerra
y le dio el mando de la columna de Somosierra, mando un tanto
inconcreto en aquellas urgentes circunstancias. Buena persona, el
general Bernal; no habrá con él mayores dificultades. Y no deja de
sorprenderle que esté comprometido en aventuras conspiratorias.
Tendrá que averiguar quiénes le apoyan, azuzan, o pretenden util-
izarle como pantalla.
El oficial que le acompaña no parece mejor informado que él,
salvo de que su nombramiento ha sido publicado en los periódicos
de la mañana.
En Murcia se detendrá en la comandancia militar y en el local
del partido comunista para inquirir noticias. Podría desde allí
telefonear a Bruno Alonso, diputado socialista por Santander,
hombre íntegro, comisario de la flota, que aunque un tanto rudo,
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es más probable que consiga llegar a un entendimiento con él que


con los marinos. En ningún caso Bruno Alonso va a traicionar a la
República. Una conversación telefónica puede ser primera opera-
ción de tanteo en el terreno diplomático y de información en el
militar. «Negociar, negociar, negociar», es la consigna del presid-
ente, el encargo que le ha hecho a él, militar «desde su más tierna
infancia». A gusto tomaba el mando de la brigada ésa y entraba
por la fuerza; después negociaría más a gusto y con ventaja.
Sonríe; de militar acaban de transformarle en político y, tam-
bién como militar, su obligación es cumplir con las instrucciones
recibidas. Quizá la situación no sea tan grave como se la imaginan
y, a pesar del nerviosismo imperante, de la depresión en que
muchos mandos han caído tras la pérdida de Cataluña, no le sea
difícil llegar a un entendimiento. Antifascistas, de un color u otro,
lo son todos.
Para distraer sus pensamientos, mira a través de los cristales;
el sol, alto en el horizonte, se extiende sobre este paisaje seco,
llano, de cielo azul y limpio. Las palmeras le dan a esta tierra un
especial carácter.
—Desde que no se celebran fiestas religiosas, los ilicitanos
deben haberse perjudicado al no vender palmas para el domingo
de Ramos…
—Las escaseces habrán hecho subir el precio de los dátiles y
eso les servirá de compensación. Y supongo que terminada la
guerra, si los niños quieren ir a la iglesia con su palmita, se les
volverá a autorizar; no era precisamente la bendición de las pal-
mas una de las actividades peligrosas del clero…
—Sí, cuando termine la guerra, claro…

Amarrado al muelle de la Curra, el crucero Libertad da proa al


puerto y a la ciudad de Cartagena. Casi enfrente del Libertad, en
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el muelle comercial, está su gemelo y buque insignia, Miguel de


Cervantes. El Libertad desplaza más de nueve mil toneladas,
mide ciento setenta y seis metros de eslora y puede desarrollar
una velocidad de treinta y tres nudos. Hace catorce años que fue
botado y se le bautizó, entonces, con el nombre de Príncipe Alf-
onso, un viejo nombre que casi nadie recuerda a bordo. Existe un
tercer crucero de la misma serie, el Almirante Cernerá, pero ése
se halla en poder de los facciosos.
La noche ha corrido entre sobresaltos y agitación; circulan
rumores y más rumores, y la marinería no sabe a qué atenerse. Lo
que no llegan son noticias que merezcan el nombre de tales. Cada
tripulante ha traído a bordo su equipaje, pues lo que se afirma con
mayor insistencia y posibilidades de verosimilitud, es que la es-
cuadra va a abandonar Cartagena. ¿A dónde va a dirigirse? Unos
suponen que se hará a la mar para apoyar un cambio de gobierno,
pero otros están convencidos de que se internarán en un puerto
francés, antes de que se produzca un colapso que ponga fin a la
guerra y buques y tripulaciones sean apresados por el enemigo
triunfante y vengativo. Bruno Alonso acaba de publicar un comu-
nicado asegurando que la flota no marchará; nadie cree en la sin-
ceridad de la afirmación.
Desde los altos mandos a la marinería, pasando por comisari-
os políticos, auxiliares, contramaestres y condestables y cabos, se
muestran de acuerdo en que la cobertura antiaérea es insuficiente
y que por tanto no deben permanecer aquí expuestos a la de-
structiva actividad de la aviación enemiga. Y también, aunque este
segundo aspecto sea menos comentado, por lo menos en voz alta,
convencidos de que la guerra se debe considerar perdida, suponen
que la resistencia resultará inútil y agravará las represalias. Ante
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los pocos que están en desacuerdo, los comentarios se formulan


con mayor prudencia o disimulo.
Los tripulantes del Libertad han arriesgado la vida cuando la
ocasión lo exigía; en dos ocasiones el crucero ha sido tocado.
Ahora que la guerra camina hacia su fin, no desean caer sin pena
ni gloria en acciones que carecerían de sentido. Lo digan en voz
alta, en voz baja, o lo callen, su deseo es abandonar cuanto antes
la lucha y eludir el riesgo; han perdido el entusiasmo.
El cabo Taboada, natural de Vigo, y el marinero Carreras, de
Rosas, apoyan las espaldas en las fundas de las ametralladoras
checas de 40 milímetros con que han sido reforzadas las defensas
antiaéreas del buque. Tienen prohibido fumar en este sector y hoy
le corresponde la guardia al cabo Menéndez, encargado del apar-
ato «Rocord» para la dirección de tiro, y Menéndez, en lo tocante
a servicio, suele mostrarse severo.
—¿Fumamos de lo tuyo o de lo mío?
—De lo mío…
Carreras desearía comunicarle algo al cabo Taboada, pero a
éste, que perteneció a la tripulación del acorazado Jaime I, se le
atribuyen ideas extremistas, a pesar de que, desde que embarcó
en el Libertad, apenas habla de política y nunca se le ve reunido
con los elementos comunistas de a bordo.
—Para nosotros la guerra ha terminado; ya lo ves, yo soy de
Rosas, allá está la familia, que ya me han escrito…, dando la
vuelta por Francia. Los «fachas» han vencido; ¡mala suerte! No
creas que yo tenga miedo, lo puedes preguntar; estaba de guardia
el día que ahí cerca, al otro lado del malecón, salió un submarino
italiano según dijeron, y ¡zas! nos cascó a base de bien. Te vuelvo
a decir que miedo no tengo más que otro cualquiera, pero, ahora,
¿para qué jugarnos la piel?
—Yo de política no entiendo… Obedezco. Lo que me asusta es
que andemos por acá distraídos y que un día lleguen los fascistas,
76/410

tomen los castillos, nos encañonen y nos manden no movernos.


Porque una escuadra es igual que un hombre; si le dicen «manos
arriba» y está copado, pues lo está, y a chingarse. Y ten presente
que si a nosotros nos asusta que nos cacen, a los jefes les ocurre lo
propio. ¿Tú sabes lo que pasó en El Ferrol? Entre la marinería
hicieron una sarracina que para qué te voy a contar; pero al
primero que se cargaron fue al comandante del arsenal, al con-
tralmirante don Manuel Azarola, hombre considerado como po-
cos he conocido.
—Acá los jefes tienen el mismo afán de largarse que nosotros;
ninguno quiere que le echen el guante. Los que después prefieran
regresar, ya lo harán, que alguno hay entre los oficiales más fas-
cista que Franco.
—En este buque precisamente, sobre ese punto más vale
callar…
—Desde luego…
—Te confesaré una cosa; en los primeros meses muchos creían
haber hecho la revolución. Les habían calentado la cabeza con los
soviets, los marinos de Kronstadt y aquellas gaitas; cometieron
desmanes y atropellaron y mataron a los presos, y ocurrió que la
flota no pitaba. Yo soy veterano y he visto mucho, me han crecido
los dientes a bordo como quien dice. Y ¿sabes lo que te digo? Los
oficiales del cuerpo general, sean monárquicos, como lo eran la
mayoría, o republicanos como don Miguel, sin ir más lejos, como
don Antonio Ruiz, como don Luis González Ubieta, como don
Fernando Oliva, en fin, y los demás que tú conoces, pues todos el-
los, en el fondo, en el fondo, son fascistas…
—¡Hombre!
—Entiéndeme; no quiero decir que vayan a favor de Franco los
que sirven con lealtad a la República y, además, muchos de ellos
son masones, según se dice, que de eso no entiendo; lo que quiero
que comprendas es que, monárquicos o republicanos, carcundas o
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masones, por dentro tienen madera de fascistas, aunque ellos no


lo sepan.
—Oye, a propósito, ¿qué sabes de esa sublevación de que se
habla?
—Desde luego pasan cosas extrañas. La guardia ha recibido or-
den de vigilar por si llegaban grupos de tierra. ¿Quién pensaban
que podría venir a atacarnos? Y las calderas estuvieron encendid-
as. Algo traman los mandos; yo creo que contra los comunistas,
para mantener franca la salida de los buques.
—Un paisano mío, artillero, que es hijo de un propietario rico
y supongo que fascista, me dejó entender que en artillería había
jaleo, y que se cocía algo y que él estaba enterado. Rumores, hace
meses que los oigo, pero desde que se perdió Cataluña, com-
prendo que no hay nada que hacer. No es porque sea mi pueblo,
pero Rosas es una base formidable; puede fondearse allá una es-
cuadra entera si se quiere. Don Miguel Buiza estaba destinado en
Rosas, no creas.
—Demasiado abierto aquel golfo; yo no estuve nunca, pero lo
adivino por la forma en que viene dibujado en las cartas. La ría de
Vigo, ésa sí está cerrada; podrían fondearse todas las escuadras
del mundo, incluida la inglesa, y aún había de sobrar espacio para
otros tantos buques.
—Lo que pasa en Rosas es que los mapas engañan la vista; si
algún día vas allá lo has de ver con tus propios ojos. Mirando
desde el muelle, verás que es mucho más cerrada de como la
pintan.
Apuran tanto los cigarrillos que tras la última chupada no
queda una brizna de tabaco; el extremo del papel, sucio de saliva,
lo apagan entre el pulgar y el índice; luego lo lanzan al viento de
un papirotazo.
—Andar liando colillas como hacen algunos es una porquería.
—Ahí viene Fernando…
78/410

El cabo de guardia, con barboquejo, polainas y el correaje, se


acerca a ellos.
—¿Qué hacéis aquí vosotros?
—Nada, charlábamos…
—¿Se sabe algo?
—Eso tú, que estás de guardia…
—Ando preocupado; no me he despedido de la familia y temo
que la escuadra abandone el puerto de un momento a otro. Hay
follón, no sé lo que pasa, pero hay follón… Esto se acabó, ojalá que
salvemos el cuello.
—Dentro de tres días se cumple el aniversario del hundimiento
del Baleares. ¡Aquello eran tiempos! Una victoria porque sí.
—Dímelo a mí; estaba embarcado en el Alcalá Galiano, don
Fernando Oliva mandaba la flotilla de destructores. Quién le acer-
tó no se supo; seguro que le alcanzaron varios torpedos…
—Demasiado se habló de los torpedos; desde el Libertad le ar-
reamos unas andanadas que le barrimos la cubierta y quién sabe
si no fuimos nosotros los que le hundimos.
—¡Carajo! Hablamos de hace un año y parece que ocurrió hace
un siglo.
—Muchacho, ha cambiado el panorama. Había entusiasmo
entonces y hoy no lo hay, desengáñate. En cuanto ataca la
aviación, algunos sirvientes se ratean; nadie quiere morir ahora
que la guerra acaba.
—Oye, Cañeras, cuéntale al cabo Menéndez eso que te dijo un
artillero…
—Rumores de que puede sublevarse el regimiento de
artillería…
—El nuevo coronel, don Gerardo Armentia viene del frente de
Andalucía; estaba aquí cuando comenzó la guerra y es repub-
licano de ley, no de mentirijillas… Claro que también detuvieron
al coronel don Basilio Fuentes y le teníamos por republicano…
79/410

—Y lo sería, de otra manera no le hubieran confiado el mando


de la infantería de marina. Dijeron que eran manejos del SIM.
—No hemos de engañarnos; lo que pasa es que muchos jefes,
tanto de mar como de tierra, son anticomunistas y están contra
Negrín.
—Si se sublevara la artillería, pongamos un ejemplo, lo que me
preocupan son esas dos baterías: pueden disparar contra
nosotros…
Taboada señala en dirección a las baterías de San Julián y Fa-
jardo. Carreras calla, los cabos saben más que él.
—No te preocupes; hablé un día con Porta, que ya sabes que de
eso entiende un rato largo, y me aseguró que con nuestras piezas
del 152 no tenemos que temer a nadie, aunque por tierra los fas-
cistas se apoderaran de las baterías. Lo peligroso para un buque
sería al salir a la bahía y entrar en el campo de tiro del conjunto
de las baterías, ahí no habría nada que hacer. Pero no veo por qué
iban a disparar contra nosotros; es hablar por hablar. A la
aviación fascista hemos de estar atentos; de ahí nos llegan los
golpes.
—Desde luego, comentábamos con Taboada, porque ese pais-
ano mío, que sin ánimo de faltarle le creo a favor de los fascistas,
me confesó con mucho misterio que pueden sublevarse los artil-
leros y darnos un susto. Como le pregunté detalles, lo echó a
broma. Estoy en que ese paisano sabe algo; su padre es propiet-
ario, votaba a las derechas, y era hombre de misa como todos los
propietarios.
—No hagáis caso… Voy a dar una vuelta… Me preocupa, si
ocurriera algo y dan una orden urgente de zarpar, que no me
quedará tiempo para despedirme de los míos.
El cabo Menéndez se aleja hacia la proa. También está in-
quieto, como los demás. La noche pasada han ordenado reforzar
las guardias, han dispuesto los proyectores para enfocarlos hacia
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tierra si convenía hacerlo, se ha distribuido cartuchería en abund-


ancia. Se teme una agresión, pero ¿de quién? La flota y sus tripu-
laciones deben ser salvados. Hay una manera; si los gobernantes
no se entienden, poner rumbo a un puerto francés y solicitar asilo.

El coronel Armentia, jefe del regimiento de artillería de costa


n.º 3, y el teniente coronel don Arturo Espa, segundo jefe del
mismo regimiento, han abandonado el edificio de la base, fati-
gados de tantas discusiones y de dar vueltas y más vueltas al
mismo tema. Parece haber acuerdo sobre un punto: aunque con-
stituya una grave insubordinación contra el gobierno, negarse a
dar a Francisco Galán el mando. Como el general Bernal se in-
hibe, el jefe de Estado Mayor Vicente Ramírez ha asumido la re-
sponsabilidad de encabezar la oposición cuando llegue el mo-
mento. Van a dar un paso arriesgado; pero no pueden transigir
con que la jefatura quede en manos del partido comunista, que
antepone los intereses de la Unión Soviética a los de España.
—Amigo Espa, usted conoce al regimiento mejor que yo. ¿Nos
seguirán los oficiales, suboficiales y artilleros? ¿Qué le parece?
—Mi coronel, tengo el acuerdo personal de muchos, de la may-
oría. Esta noche, en las baterías, con las pocas armas de que
disponemos se montarán guardias adictas; y al que se oponga, se
le arrestará y asunto concluido.
—Que ocurra de manera pacífica. La flota, aunque Bruno
Alonso lo haya desmentido, está pronta a hacerse a la mar. Con
franqueza, Espa, no hay quien soporte a Negrín y su pandilla; ll-
evamos casi dos años de dictadura comunista… y antes, el caos.
Hay que dar un ultimátum al gobierno, y si ellos se niegan o se
ven incapaces, que se encargue una junta militar de llegar a una
paz con el enemigo lo más honrosa posible. Entre militares nos
entenderemos. La consigna para esta noche debe ser: «Por
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España y por la Paz». Que la conozcan los comprometidos y al que


circule sin consigna se le detiene de momento para neutralizarle
hasta que la situación se aclare. En Madrid, en Valencia, en
Murcia, en Ciudad Real… ocurrirá algo semejante cualquier día de
éstos. Los militares no podemos tolerar que los comunistas copen
los mandos del ejército; bastante hemos soportado ya. Entre dos
males, Franco y los soviéticos, no sé ya cuál empiezo a preferir.
Al teniente coronel Espa le duele no poder confesar a su cor-
onel la verdad entera: que algunos de los que esta noche van a
alzarse, no lo harán sólo por oponerse a la toma de posesión de
Galán y forzar a dimitir al gobierno, lo que se proponen es
apoderarse de la plaza. Comprometidos, infiltrados incluso, en
este confuso haz de conspiraciones hay cierto número de miem-
bros de organizaciones clandestinas de carácter franquista. Don
Gerardo Armentia es un caballero; de convicciones democráticas
y republicanas, masón según se cree, no aceptaría encabezar una
sublevación de tendencia nacionalista. Aunque no se colocara, a
estas fechas, abiertamente en contra, puesto que considera la
guerra perdida, lo más probable es que se inhibiera y es preferible
que sea el propio coronel quien subleve el regimiento; los tibios y
vacilantes le acatarán por disciplina.
Calixto Molina, que ha servido a las órdenes de Armentia en el
ejército de Andalucía, y que le conoce desde antes de comenzar la
guerra, pues les unen lazos de amistad, se compromete a influir
sobre él en el último momento, a inclinarle hacia su bando y a
hacerle aceptar la jefatura de la base, es decir, de la plaza de Cart-
agena. Calixto Molina es un tanto impulsivo, pero conoce al cor-
onel y habrá sospesado las posibilidades antes de decidirse y
comprometerse.
Primero a lo largo del paseo de la Muralla, después por las
calles de Gisbert y la Caridad, han ido paseando mientras
comentaban los hechos y la agitación que domina en la base. Por
82/410

La Serreta desembocan frente al edificio del parque de artillería


donde tiene su cuartel y plana mayor el regimiento n.º 3 de artil-
lería de costa. El edificio es una sólida y antigua construcción
amurallada, verdadera fortaleza cuyas condiciones defensivas, sin
confesárselo el uno al otro, están ambos calculando con automat-
ismo profesional.
—¿Desea algo más, mi coronel? Quiero retirarme a casa…
—Nada, Espa. Voy un momento a mi despacho y después me
retiro también; hemos acordado que, para no levantar sospechas,
seguiré la costumbre de los demás días. Calixto Molina vendrá a
avisarme cuando llegue el momento de actuar.
—A sus órdenes, mi coronel…
—¡Que tengamos suerte y que todo sea para bien!
El chófer, que acechaba la llegada del teniente coronel Espa, se
le aproxima.
—Vamos a casa…
Está muy fatigado, le convendría descansar de tantas horas de
ajetreo y más considerando que las próximas van a ser de aúpa.
Para las once de la noche ha circulado la orden. Y el primer acto,
de doble insubordinación, consistirá en sacar de la cárcel a los
presos políticos, de acuerdo con el director don Pedro Bernal.
Pondrán en libertad al odontólogo del regimiento naval Antonio
Bermejo, al director de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad,
Ramos Carratalá y a otros civiles que tiene encarcelados el SIM,
que parecen ser los dirigentes civiles de la conspiración. Lo que se
pregunta Arturo Espa es quiénes serán los verdaderos jefes. ¿Exi-
stirá una dirección responsable? ¿Habrá alguna conexión con
Burgos o se tratará de una sublevación, así por las buenas?
El automóvil rueda hacia el barrio de Peral. El teniente coronel
Espa se esfuerza en pasar revista mental a lo actuado desde la
mañana, en hacer balance de las entrevistas, las órdenes que ha
ido dando, contrastar las dificultades que entraña ese doble juego
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conspirativo, en que unos saben y callan, otras saben y hablan, y


otros saben y hacen como si no supieran. Él cumplirá su misión;
sublevar las baterías y lograr que se sometan a su mando. En caso
de que les ataquen por tierra las posibilidades de defensa son es-
casas; no disponen de más fusiles que los imprescindibles para las
guardias.
Tiene citados en su casa a los capitanes Meca y Delgado, sep-
arados ambos del servicio por desafectos. Usando de la diploma-
cia, o como sea, quiere que esta noche se encarguen ellos dos del
mando de las baterías de Fajardo y San Julián. Ambos son buenos
artilleros y estas dos baterías son las únicas que podrían, en caso
de necesidad, batir la escuadra. Porque la actitud que pueda ad-
optar la flota ante los hechos es todavía una incógnita que admite
diversas conjeturas. Y hay que conseguir que los buques abandon-
en el puerto y el mar de Cartagena, De no hacerlo por iniciativa de
sus mandos o por negociaciones, sólo la amenaza de las baterías
puede obligarles.
También tiene citado al sargento de artillería Calixto Molina,
hombre de acción y plena confianza, que es quien enlaza con la
«organización», entidad vaga que, por el momento, se le aparece
fantasmal e inconcreta, no en su fin, pero sí en su estructura y
medios. Convendrá actuar con prudente cautela y más hasta que
la flota abandone Cartagena. Este movimiento es confuso, andan
mezclados nacionales y antifascistas con sus diversas gamas inter-
medias. Lo prudente es no crear estados de violencia ni incompat-
ibilidades, ni asustar a nadie, pues cualquier colaboración debe
ser aceptada, recibida y aprovechada, si bien eso mismo puede
resultar perjudicial en el caso de que surgieran reacciones
imprevistas.
El tiempo y las circunstancias obran en favor de esta subleva-
ción que, en otra época y ocasión, hubiese sido insensatez
peligrosa.
84/410

A Juan Pedreño le comentan en broma los amigos que termin-


ada la guerra puede dedicarse al ciclismo. No deja de asistirles un
punto de razón. Más de dos horas lleva pedaleando por esta car-
retera y aún no ha llegado a Los Dolores. Como los demás sába-
dos, recorre a golpe de piernas y propulsión pulmonar los cin-
cuenta kilómetros que separan las oficinas del CRIM n.º 6, de
Murcia y su casa de Cartagena. El lunes se verá forzado a deshacer
el camino para reintegrarse al centro de recluta y movilización,
donde ha conseguido que le «enchufaran» para evitar que le
manden al frente. A él se le hace más penoso el pedaleo de re-
greso, quizá por aquello de que más vale ir que volver, pero el
lunes es un día que debe considerarse remoto, y no pensando en
su proximidad, se consigue olvidarlo.
Conoce de memoria el camino; le aburre. Acaba de dejar atrás
el Albujón y la carretera que lleva a Pozo Estrecho. El auténtico
viaje lo da por terminado en Los Dolores. A partir de ahí, a des-
pecho de que aún le queden unos kilómetros de darle a las
piernas, considera que «ha llegado»; una manera de engañarse y
de ir entreteniendo la monotonía del camino.
Un descenso recto y prolongado; le gusta embalarse. La visib-
ilidad es larga y la velocidad no presenta peligro; parece tobogán
atenuado. Considera que este corto sprint no le hace ganar ni
cinco minutos; le proporciona placer, ya es bastante. Suspende el
pedaleo y previene las manos en los frenos. Bajo la sombra de los
árboles, que a esta hora oscurecen la calzada, han surgido dos mo-
toristas, y tras ellos, a mucha velocidad, un automóvil negro.
Crispa las manos gradualmente sobre el freno. Debe tratarse de
algún jefazo, y ésos transitan por la carretera como si les pertene-
ciera, sin preocuparse de los demás. Como los ricachones de
antes, pero peor. Se coloca a la derecha fuera de la franja asfaltada
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y centra la atención en el manejo del manillar. El otro anda en


magnífico coche, requisado y con escolta. Él es soldado raso, y de
los «enchufados»; en el ejército popular ocupa una de las escalas
inferiores.
En el momento de cruzarse, advierte que se trata del mismo
personaje que le ha adelantado a la salida de Murcia; no le
conoce. Algún pez de los gordos; él sólo conoce a los que aparecen
fotografiados en los periódicos o cartelones. ¿Un ministro? En to-
do caso, alguien que ha hecho una rápida visita a Cartagena,
donde no habrá permanecido mucho más de una hora. Un com-
pañero del CRIM le ha dicho que el ministro de Gobernación, un
tal Gómez, socialista, se desplazó ayer a Cartagena. Desde luego
que algo grave ocurre; unos aseguran que la guerra se acaba, otros
que los militares van a sublevarse contra los comunistas, otros
que son Negrín y los comunistas quienes preparan un golpe, y no
faltan quienes, en voz más baja, dicen estar enterados de que la
«quinta columna», de acuerdo con militares profesionales, mari-
nos de los antiguos y guardias de asalto, quieren apoderarse de los
edificios importantes y que recibirán ayuda de Burgos por tierra y
mar. Rumores, muchos; desde que comenzó la guerra han circu-
lado bulos para satisfacer las actitudes más opuestas. Los que cor-
ren ahora parecen más fundamentados. Ayer estaba en el CRIM
uno de los jefazos de la comandancia militar de Murcia, que debía
ser «faccioso» hasta los tuétanos, y declaró delante de todos que
la guerra estaba acabada, y que el gobierno carecía de legalidad
desde el momento en que el presidente de la República abandonó
España, y más aún después de su dimisión. La República, sin
presidente, hacía inconstitucional la presencia y autoridad del
gobierno, y que los altos jefes militares, los de carrera, así se lo
habían advertido a Negrín en una reunión que tuvieron cerca de
Albacete. Otro de los rumores que circulan, es que facilitan pasa-
portes a los rojos más comprometidos y que muchos se han
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largado con cualquier pretexto y que no hay quien les haga re-
gresar, en particular si escaparon forrados de dinero.
Ninguno de ellos piensa ya en ganar la guerra; periódicos y
altavoces pueden predicar resistencia, resistencia y resistencia,
palabra que aburre a los mismos que la escriben o pronuncian.
Insisten quienes se pretenden informados en que la flota se
marcha y que si la escuadra abandona la lucha en ella huirán los
más significados, militares y paisanos. En tal caso sí que la guerra
se termina.
¿Quién podría ser el mandamás del coche negro y los motoris-
tas? Marino no lo era; desde luego, un pez gordo.
Distraído en sus preocupaciones, ha entrado pedaleando en
las calles de Cartagena; las ruedas botan sobre el adoquinado. Ha
llegado; lo importante es que está en su ciudad, en su casa. Dur-
ante su week-end militarizado, la guerra no cuenta, deja de existir
para él, igual le ocurre todas las semanas.

No puede más; ha dado orden de que no le molesten venga


quien venga y ocurra lo que ocurra. Una excepción: cuando re-
grese de Cartagena el comisario jefe Osorio Tafall, que le avisen.
Está anocheciendo; corre las cortinas para conseguir una oscurid-
ad completa. Afloja la corbata, arroja la americana sobre una
butaca y se descalza. Desdobla una manta de respeto que saca del
armario y se cubre con ella el cuerpo.
Los colchones son mullidos y, al tumbarse sobre ellos, una
sensación de alivio le invade y conforta. Necesita abandonarse,
que vaya ganándole la placentera sensación física del reposo
aumentada por la convicción de que está, realmente, des-
cansando. No necesita sólo que descansen músculos, células; más
importante le resulta la certidumbre de ese descanso, la plena
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conciencia de que él, Juan Negrín, está tumbado, a oscuras, en


aislamiento absoluto de los demás.
Soberbios lechos los de estas mansiones señoriales de pueblo;
todo estaba aquí previsto para el disfrute y recreación de los sen-
tidos, para el reposo incluso de quienes no trabajaban. Camas an-
churosas y blandas, buenas para el amor extraconyugal y el cony-
ugal y menos buenas para morir entre latines, potingues y rosari-
os mascullados, olor a cera quemada y rapaces avideces
testamentarias.
Ha conseguido, echado, parte de la tranquilidad que tanto ne-
cesita; pero sigue expuesto, sin que las órdenes que ha dado sean
barrera suficiente, a que vengan a fastidiarle con cualquier noticia
grave que en cualquier momento puede llegar. No ha querido con-
fesar que pensaba acostarse; el presidente del consejo de minis-
tros nunca reposa. Encima del mármol del secreter, sobre el cual
hay colgado un espejo cursi e indiscreto, se amontonan telegra-
mas, estudios, estadillos, partes, informes confidenciales y ul-
trasecretos, borradores de leyes, el guión del próximo discurso,
recomendaciones, súplicas, el temario del consejo de ministros de
mañana; mil problemas en los que ahora debería estar ocupado.
Lo que necesita es descansar, aunque sólo fuera para recuperar
energías y poderse ocupar más adelante de todo ello con ver-
dadera eficacia.
El edificio republicano está hundiéndose; por momentos se
deteriora y cuartea y lo que interesa es no dejarse alcanzar de
pleno por los escombros. Se va al carajo sin pena ni gloria; España
tendrá que enfrentarse con el destino que los españoles merecen,
que se han ganado a pulso. Rodeado de ineptos, a un hombre solo
nada positivo le es factible intentar; no puede, por más jefe de
gobierno que sea, enfrentarse con la totalidad de los españoles.
Ha luchado, se ha esforzado hasta el agotamiento, ha derrochado
energías, imaginación, astucia; sin vacilaciones ha asumido, ante
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la historia y ante su conciencia, responsabilidades que otros es-


quivaban o ha cargado con culpas que no podían achacársele. El
resultado es idéntico: fracaso. Unos le han adulado, bastantes han
pretendido con tretas utilizarle como palanca y pantalla de sus
propios fines, muchos le han traicionado y más le traicionarán y
calumniarán, de ahora en adelante. Todo va al garete; los mismos
que le encumbran tratarán de hundirle. Le acusarán de déspota,
de cruel. ¿Puede, quien está al frente de los destinos de una
nación en guerra, mostrarse misericordioso, blando o siquiera
correcto con los enemigos, con los partidarios esquivos o
aprovechados, con el pueblo cuyos destinos le están encomenda-
dos? Prim, o uno de aquellos generalotes, dijo que las revolu-
ciones no se hacen con canónigos. Tenía razón. La guerra se hace
con dureza que se aproxima a la crueldad, los sentimentalismos
quedan reducidos a actitudes propagandísticas o a conveniencias;
la generosidad es tentación a la cual no puede ceder el
gobernante. A lo que debe aspirar es a que los propósitos se
cumplan. Lo importante es, pues, la calidad y justicia de esos
propósitos. Los enanos están incapacitados para ejercer funciones
de gobierno, intervienen en la historia en calidad de comparsas.
La historia, después, se muestra implacable ante sus actitudes va-
cilantes o su ruindad ante las decisiones. ¿Qué se dirá del famoso
tribuno don Manuel Azaña en el porvenir? Que pronunciaba bel-
los discursos sin relación con cuanto a su alrededor ocurría,
soslayándolo o ignorándolo. Desgracia para un país que, obligado
a entrar en guerra contra poderosos enemigos coaligados, tiene al
frente en calidad de jefe de Estado un globo de papel de colorines
hinchado de aire caliente. Hueras palabras y escrúpulos monjiles,
aderezado el conjunto con insufrible soberbia y cobardía
constitucional.
El drama se precipita camino del desenlace. Los políticos se
acobardan y hacen dejación ante el enemigo de pomposos ideales
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que utilizaron como trampolín para saltar sobre la mediocridad


de la que nunca debieron haber salido. Los militares le tienen
miedo a la guerra, que es el oficio para el que nacieron, de cuya
nómina vivieron, y a la primera oportunidad se salen del juego o
conspiran con la finalidad de abandonarlo cuando temen que se
haya vuelto peligroso. El pueblo carece de altura de miras para
aceptar el sacrificio, desentendiéndose de que la pretensión de
eludir ese sacrificio será origen de sacrificios más dolorosos. Cu-
alquier quisque piensa en la huida, en el «señores, aquí no ha pas-
ado nada», como si la excusa fuera válida para el enemigo, en-
soberbecido y cruel, que acecha con la estaca en alto. Como único
apoyo cuenta con una partida de fanáticos, entre los que no faltan
los incapaces encumbrados por obediencias ciegas o por la propa-
ganda dirigida, una pandilla compuesta por gentes atentas a in-
tereses políticos que no son los de su propia nación.
Segismundo Casado conspira con apoyo y beneplácito de los
ingleses; Miaja, el héroe de cartón piedra, se atiene a su personal
interés; la flota amenaza con abandonar la lucha pretextando que
les tiran bombas; en Cartagena quieren sublevarse; don Julián
Besteiro se dispone a entrar en escena disfrazado de santón expi-
atorio. Nadie está en su lugar. Modesto, Líster, los grandes
derrotados del Ebro, los vencidos de Cataluña, querrían copar los
mandos militares para el partido comunista. No puede enfrent-
arse contra todos: partidarios, adversarios y enemigos. Nada fun-
ciona, nadie responde como debiera; ni siquiera una Numancia de
guardarropía podrá montarse aquí.
Conspiran contra él. ¡Ojalá le destituyan! Pero ¿quién puede
destituirle? El bueno de don Manual Azaña ha dimitido irrevoc-
ablemente … «oída la opinión del general Rojo, jefe responsable
de las operaciones militares, en presencia del presidente del Con-
sejo, de que la guerra está perdida; y en vista del reconocimiento
del general Franco por los gobiernos de Francia e Inglaterra…»
90/410

y otras zarandajas. Y ahora, en una República sin presidente, él se


encuentra en la curiosa situación de condenado a la pena de ejer-
cer a perpetuidad la jefatura del gobierno; una sentencia inédita
hasta el momento. ¡Que tomen de una vez el poder los militares,
los marinos, los comunistas, quien lo quiera! Está harto, fati-
gadísimo, asqueado. La solución es dejar obrar al tiempo, a los
acontecimientos en su fatal devenir; asistir a su desarrollo en
actitud de sonambulismo que no excluya un resorte de vigilancia
para tomar rápidas decisiones cuando lleguen momento y
ocasión.
¿Cómo enfrentarse con un ejército poderoso y dotado, con
unidad de mando y voluntad de victoria, respaldado por dos po-
tencias que no se molestan en disimular su ayuda, sin disponer
más que de tropas desmoralizadas, mal pertrechadas, sin moral,
cuyos jefes carecen de ánimo y coraje, de auténtico espíritu milit-
ar? Él solo no puede contra todos; le han abandonado. Lo grave es
que ahora se atreven a decírselo en la cara. No puede mandarles a
todos al paredón, degradarles o destituirles de un plumazo. Re-
curre a este último expediente, lo pondrá en práctica presionado
por los comunistas y como recurso extremo, y puede ocurrir que
los efectos sean contraproducentes y precipiten el estallido que
preludie el final.
Sobre el heroico espíritu de los combatientes y del pueblo y
otros tópicos mitinescos, tampoco pueden montarse ilusiones sól-
idas. Una cosa es la propaganda, y otra, muy distinta, haberles
visto pasar la frontera francesa, derrotados, hace menos de un
mes. Una imagen decepcionante; una pesadilla cinematográfica
que puede repetirse. Pero aquí, ni siquiera hay frontera…
En esta finca de Elda, que han titulado «Posición Yuste», per-
dida en la España leal, por lo menos se respira; y de la ventana
para afuera, la paz del campo es una presencia reconfortante. Ha
cerrado la noche, por las rendijas no penetran líneas de luz. Que
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Osorio Tafall regrese lo más tarde posible, porque Osorio Tafall


será portador de malas noticias, y, lo que es peor, de renovados
motivos de preocupación, de imprevistos problemas. Ayer,
Paulino Gómez, que estuvo en Cartagena, regresó cargado de pes-
imismo. El almirante Buiza y el comisario de la flota, socialista de
pacotilla, demuestran tal prisa por terminar la guerra que no
ocultan su intención de abandonar la lucha, de desertar. Y el jefe
de la flotilla de destructores, García Barreiro, llegó a insolentarse
con el ministro. No existe medio de evitarlo; si desean marcharse,
se marcharán. Galán, desde tierra, no podrá impedirlo, y conven-
cerles, tampoco les convencerá. La marinería está de acuerdo con
los mandos en el «sálvese-quien-pueda-y-el-prójimo-que-se-
chinche». La flota, casi íntegra, es una de las pocas cartas
efectivas que le quedan para jugar de cara a la resistencia, la
evacuación o la negociación.
Nada se conseguirá en Cartagena. Osorio traerá las noticias
del paje de Mambrú. Todo lo esperan de él, confían sólo en él.
¡Que actúen ellos! Ha enviado a Francisco Galán a Cartagena con
órdenes e instrucciones y poderes para resolver la papeleta de
acuerdo con las características con que se presente. Ha moviliz-
ado fuerzas para que le apoyen por las malas si llega la necesidad,
que para eso un militar no necesita instrucciones precisas. Previa-
mente ha desplazado como negociadores al ministro de Gober-
nación y al comisario general. ¿Qué más puede hacer? ¿Present-
arse él a discursearles? ¿Amenazarles con un revólver? ¿Tirar de
las estachas para retener el buque insignia? Y el masonazo de
Bernal conspira, y los de capitanía y el arsenal le apoyan, y hasta
los fascistas en la flota, en la guarnición y entre el paisanaje han
formado ridículas células, a creer los informes del SIM que le
transmite Garcés.
¡Está harto! Lo sensato es considerar la guerra perdida de una
puñetera vez, y con medios políticos, apoyos internacionales que
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no faltan, y los abundantes recursos económicos que se ha cuid-


ado de situar a resguardo de contingencias bélicas, más la ex-
plotación adecuada de la propaganda sentimental, trasladar el
frente al extranjero y continuar allá, otro tipo de lucha, en col-
aboración con los leales que le secunden. O retirarse, que también
se ha ganado el retiro, el descanso…
—¿Qué ocurre ahora?
Sin duda se ha adormilado; de nuevo las pegas, se acabó el
reposo.
—Que espere abajo…
Con las manos mojadas se restriega el rostro y luego se lo frota
con la toalla. Unos golpes de peine le bastan para recomponer la
figura. Ante el espejo se ajusta la corbata y se estira la americana.
Sentado en el borde del lecho embute los doloridos pies en los
zapatos.
Mientras desciende por la escalera de la mansión campestre a
que ha quedado reducida la presidencia del gobierno, ve al comis-
ario del ejército, Bibiano Osorio y Tafall, que pasea preocupado
por la sala.
—¿Qué hay por Cartagena? Como si lo viera, malas noticias.
—En efecto, don Juan, usted lo adivina. Me he entrevistado
con Bruno Alonso, que ha exigido que el almirante Buiza asistiera
a la conversación. Entre otras lindezas y exabruptos, ya sabe usted
lo basto que es, me ha declarado que no reconocía mi autoridad ni
la del gobierno. De regreso, en Murcia, he encontrado a Galán. Me
parece demasiado optimista. Quizás él consiga arreglarlo, con o
sin apoyo de la brigada, pero me temo que sea tarde y que el con-
flicto va a plantearse con violencia.

El teniente coronel Arturo Espa ha elegido como ayudante,


para la acción que se disponen a emprender, al capitán Jesús
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Macián Salvador, que lo es del regimiento. La visita que ambos


hacen al puesto de mando del grupo de artillería que llaman del
«frente izquierdo», no era esperada a esta hora tardía. El
comandante Payá, que es quien lo manda, intenta disimular su
sorpresa; les ha hecho pasar y les ofrece asiento.
—Comandante, como usted debe saber, la situación se
presenta algo complicada, por lo cual me parece conveniente que
las posiciones se manifiesten claras. Va a producirse un golpe de
estado comunista; si ese golpe prospera, la guerra se prolongará
con exigencia de mayores sacrificios y privaciones a militares y
población civil. No podemos estar de acuerdo en que unos
señores, por conveniencias políticas que no compartimos y que
quizá les son impuestas por un país extranjero, nos conduzcan al
suicidio. El pueblo y la guarnición de Cartagena han decidido
oponerse, por la fuerza si hace falta, al putsch comunista y esta
misma noche se producirá un levantamiento general. El regimi-
ento está de acuerdo; el coronel tomará el mando en el Parque.
Usted, comandante Payá, es libre de obrar de acuerdo con su con-
ciencia, pero desearíamos conocer cuál es su decisión.
—Estoy a sus órdenes. Y para mayor certeza, y si me lo
permite, preferiría consultar con los capitanes de las cuatro bater-
ías a mi mando.
—Convóquelos. Cuanto más claras queden las actitudes, tanto
mejor. No se trata de una imposición autoritaria, deseamos el
pleno acuerdo de los compañeros de armas.
Espa, acompañado de Macián, sale a pasear por la explanada.
Se aproximan al automóvil que les ha traído en cuyo interior es-
pera el capitán Alejandro Delgado, separado hasta hoy, del servi-
cio. El artillero Nieva, a quien Espa acaba de designar como su
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escolta personal, convencido de su papel, se mantiene en activa


vigilancia.
—¿Va bien?
—Así creo. Ha convocado a los capitanes para recabar su
apoyo; pero, como ya suponíamos, está de nuestra parte y su ad-
hesión ha sido inmediata.
—¿Le parece a usted que el capitán Meca se habrá hecho cargo
ya de la batería de Fajardo?
—Tampoco creo que se le presenten contratiempos. La guardia
de esta noche nos es adicta y está prevenida de su llegada. En la
batería de Fajardo el artillero Senac es nuestro hombre de confi-
anza; un muchacho eficaz y entusiasta.
—Por ahora los acontecimientos se desarrollan según nuestros
deseos.
Van presentándose los capitanes convocados. Ruiz Jiménez,
que manda la batería de San Julián, les saluda al pasar ante ellos
con leve gesto de complicidad.
Entran de nuevo en el puesto de mando. El teniente coronel
Espa se queda en pie. Los capitanes fuman para distraer o disimu-
lar la impaciencia. Es el comandante Payá quien se dirige a los
reunidos.
—El teniente coronel desea conocer la actitud de ustedes ante
un golpe de estado de signo comunista que está próximo a estall-
ar. No es cuestión de rumores, se trata de hechos. Cartagena y
nuestro regimiento se levantará esta misma noche, ¿qué actitud
piensan tomar ustedes?
—Estamos de acuerdo.
—No podemos tolerar que esa gente nos mangonee por más
tiempo.
—Por mi parte, aguardaba esta oportunidad.
Arturo Espa les aventaja en estatura y autoridad.
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—Gracias; no esperaba otra respuesta de ustedes. Hay que ter-


minar de una vez con esta guerra fratricida que los comunistas
quieren prolongar. Queda una incógnita por resolver: la actitud
definitiva de la flota. A pesar de que se rumorea, y hay indicios
para creer ciertos los rumores, de que abandonará el puerto, to-
davía no lo ha hecho. Si en las pugnas que se manifiestan entre los
mandos predominara la de aquellos que quieren continuar la
guerra, que son minoría insignificante, nosotros tendríamos en
contra a los buques. De ahí la importancia que en esta primera
fase doy a su batería de San Julián, que, con la de Fajardo,
pueden, aunque confío no lleguemos a tan doloroso extremo,
verse obligadas a entrar en acción.
—Pero, dicen que la flota también está sublevada…
—Y lo está; pero debemos prever cualquier contingencia y
mantenernos en guardia. Mi opinión, si les interesa conocerla, es
que la guerra hay que considerarla terminada. Cartagena no hará
más que adelantarse a otras plazas.
Al salir, y en la explanada, Espa retiene al capitán Ruiz
Jiménez mientras hace señas al capitán Delgado de que se
aproxime a ellos.
—¿Tiene usted inconveniente en admitir en su batería al cap-
itán Delgado en calidad de asesor…? Podría ocurrir que se hiciera
imprescindible disparar contra algún buque.
—Lo que usted me ordene… Si quiere le cedo el mando en
cuanto lleguemos a la batería. Yo estoy a sus órdenes.
—Conserve usted el mando y que el capitán Delgado, si llega el
momento, se encargue de la dirección del tiro.
De nuevo ruedan por el camino que conduce en descenso
hacia Cabo de Agua, lugar donde está emplazado el puesto de
mando del conjunto de las baterías costeras. Delante, se sienta
junto al chófer el artillero Nieva. Desconfiaban de este muchacho
no tanto por su carácter introvertido como porque, siendo
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jornalero eventual del campo de Albacete, podía esperarse con so-


brada razón que fuese un revolucionario ardoroso.
—Macián. ¿No habremos olvidado nada? Es tan complicada la
maquinaría, y si nos falla una pieza nos damos el batacazo y si nos
damos el batacazo nos veremos ante el paredón.
—Con ser Cartagena ciudad de largos muros, no los habría su-
ficientes para fusilarnos en línea. Vamos a ser muchos esta noche;
para empezar todos los artilleros, por lo menos los de las baterías.
—Las antiaéreas me preocupan. ¿Enlazarán los de la DECA
con los dirigentes del levantamiento por otro conducto distinto?
—No creo que en ningún caso se atrevan a oponerse a
nosotros.
—He mandado enlaces al comandante Lombardero, que vive
en Los Dolores, es de Estado Mayor, y no ha servido en el ejército
desde que comenzó la guerra, circunstancia que le define.
Al teniente coronel Espa le preocupa el hecho de que no
aparece en este arriesgado levantamiento cabeza visible, y so-
specha que no existe ni siquiera invisible.
El aire salino empaña los cristales del vehículo. Reconocidos
por el centinela que defiende el acceso a la alambrada, les saluda y
franquea el paso. Los faros iluminan la explanada, el cuartelillo, el
puesto de mando de Cabo de Agua. Los haces luminosos se pier-
den sobre el mar.
Manda la guardia esta noche el capitán Antonio Rubio.
—Reúna la tropa, incluidos los dos soldados de ingenieros que
tienen a su cargo el telégrafo. Voy a dirigirles cuatro palabras.
Desde este momento podemos considerarnos sublevados.

Está produciéndose una confusión que cada vez se le hace más


difícil de aclarar. Muchos, y el teniente coronel Espa en primer
lugar, le suponen a él enlace de una organización clandestina, y lo
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cierto es que ni puede decirse de él que sea enlace, ni existe una


verdadera organización, pues lo poco que llegó a conseguirse en
ese sentido está desbaratado. Primero detuvieron al comandante
Marcos Navarro, y más adelante, también el SIM detuvo a los
principales elementos civiles. Pequeños grupos dispuestos, sí los
hay pero no una amplia organización.
Calixto Molina López es en la actualidad sargento de artillería.
Cuando la proclamación de la República, quemó públicamente el
retrato del «rey felón», como decían entonces; era jefe de la
policía municipal. Calixto Molina es joven, corpulento y apasion-
ado. Demócrata y republicano convencido, desde que empezó la
guerra comprendió el fracaso a que aquel desorden iba a conducir
a la nación y a la propia República. El mismo 20 de julio comen-
zaron los crímenes. A un gitano, llamado el «Chipé», lo lincharon
y su cadáver fue arrastrado por las calles, profanado, colgado y,
por último, de nuevo lo arrastraron y, rociándolo de gasolina, fue
quemado. La elección de Calixto Molina ya estaba hecha; aquello
no era democracia, ni libertad, ni justicia, ni fraternidad, ni
igualdad, ni nada. Después, vinieron las matanzas de los barcos-
prisión, el España y el Sil. Derrumbados los ideales que le enarde-
cieron, hubo de colocar sus energías en otra parte. Comenzó a
conspirar con sus amigos, a ponerse de acuerdo con ellos, a crear
redes clandestinas para cuando la ocasión se presentara propicia
a actuar.
Calixto Molina siente gran admiración y amistad por don Ger-
ardo Armentia, que ahora es su coronel y lo fue también en el
frente de Andalucía donde estuvieron juntos; pero ya antes, se
conocían de la logia. El coronel Armentia sigue manteniendo a la
República una fidelidad que no merece y que a él puede perderle,
pues cuando lleguen los de Franco no reconocerán la bondad
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personal o las actitudes caballerescas hacia unos ideales a los


cuales sigue sirviendo por encima de desengaños. Armentia está
dispuesto a ponerse al frente de una sublevación de signo repub-
licano, antigubernamental y anticomunista; lo que no se atreve a
confesarle Calixto Molina, ni tampoco Espa, que sí lo sabe, es que
muchos cartageneros, paisanos, militares y hasta marinos van a
aprovechar la confusión para hacerse con el control de las instala-
ciones y ponerse a las órdenes de Franco. Él tratará de convencer
a Armentia en el último instante, porque sólo así, apoderándose
de la plaza y entregándosela a los vencedores en calidad de jefe,
sin que ellos tengan que entrar en batalla ni perder más hombres,
podrá el coronel conservar sus estrellas y salvarse de la prisión.
La actividad de Calixto Molina, en los días últimos y en partic-
ular durante el de hoy, ha sido mucha y desordenada. Tan pronto
recibía órdenes y las trasmitía, como las daba por iniciativa
propia.
Ha tomado contacto con su antiguo amigo, el ex-guardia civil
Cascales, ha llevado recados de Espa, o a Espa, ha acompañado al
coronel Armentia, ha prevenido a artilleros de su confianza sobre
la sublevación que va a producirse, ha enviado aviso a Los Barrer-
os, a Los Dolores, a personas procedentes de la derecha, o como él
mismo, de la izquierda, y sobre todo a aquellos jóvenes, que por
influencia de lo que oyen por las radios nacionales se han procla-
mado falangistas y se han organizado, mejor o peor, como tales.
Por su cuenta ha cursado órdenes o avisos para que se prevengan,
se armen e instalen controles en las carreteras a la hora
convenida.
Otro de sus amigos, el agente de policía Juan Alajarín, que
formó parte de un grupo de los llamados de «socorro blanco»,
tenía que encargarse en unión de otros policías del control de la
central telefónica; pero los policías han considerado que ocupar la
telefónica es acción que corresponde a los militares.
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Queda convenido que a las once, con una compañía de artiller-


os del cuartel de San Antón, irá a sacar de la cárcel a los elemen-
tos franquistas que están allí encerrados: Antonio Bermejo,
Ramos Carratalá, Antonio Rosique, Sabas Navarro, gente import-
ante que sabrá lo que conviene hacer en medio del lío espantoso
que va armarse y del cual saldrán triunfadores los más decididos y
audaces.

Desde que dejó a los batallones apercibidos y en orden de


marcha, y se convenció de que los prometidos camiones iban lleg-
ando a los puntos de concentración, el comandante de la brigada
206, acompañado de su comisario político, se ha trasladado en
automóvil a Murcia para inquirir noticias, tantear el terreno y
preocuparse del abastecimiento de la brigada y de su amuni-
cionamiento para el caso de que tuviera que entrar en fuego. El
mando de la brigada, durante el traslado a Cartagena, queda a
cargo de su jefe de Estado Mayor, que le merece entera confianza.
En la sede del partido comunista de Murcia, el mayor Precioso
ha podido cambiar impresiones con algunos dirigentes y comuni-
car por teléfono con miembros del partido, pero las noticias que
se tienen sobre la situación en Cartagena son imprecisas y contra-
dictorias. La única certeza es que ha sido nombrado, por el gobi-
erno, jefe de la base naval de Cartagena, en sustitución del general
Bernal, Francisco Galán, teniente coronel con brillante historial y
miembro del partido comunista.
Cuando salían del edificio del partido para dirigirse a la
comandancia militar y continuar las gestiones, han descubierto en
otro automóvil a Francisco Galán que iba acompañado por el
comisario general, Osorio Tafall. Artemio Precioso se ha aproxim-
ado a su coche y se les ha presentado. Él conocía a Galán pero,
evidentemente, Galán no le conocía a él, y sin descender del
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coche, le ha dicho que puede seguir viaje a Cartagena y que allí, a


la entrada, se encontrarían.
Han estado recorriendo distintas dependencias de la comand-
ancia para preocuparse de la organización de los suministros de la
brigada, sin olvidar el de tabaco, pues, como el comandante y el
comisario saben por experiencia, contribuye en alto grado para
mantener la moral del combatiente y más aún la del soldado que
espera entrar en combate. Las raciones de pan y de tabaco,
abundantes o escasas, y el rancho, frío o caliente, son otras tantas
armas de cuyo suministro deben preocuparse los jefes de unidad,
si es que pueden hacerlo.
Terminadas las gestiones han seguido en el mismo automóvil
hacia Cartagena. Al comandante le preocupa la imprecisión de las
órdenes que lleva y por otro lado le tranquiliza, pues piensa que el
nudo del problema estriba en una dificultad política que podría
resolverse en conversaciones entre los altos jefes y los enviados
del gobierno. Francisco Galán es hombre capaz y prestigioso y es
probable que no se atreva nadie a oponerse a su nombramiento, a
pesar de que por Cartagena corran vientos de «fronda», más o
menos exagerados por la fantasía levantina y la tradición
cantonalista.
La ciudad permanece aparentemente tranquila, solitaria.
Castigada por las bombas enemigas, muchos de sus habitantes la
han abandonado estableciéndose en barrios y pueblos periféricos.
No pocos de sus edificios están en ruinas o semidestruidos.
Decide presentarse en la capitanía de la base; podría habérsele
adelantado desde Murcia el teniente coronel Galán y encontrarse
en apuros.
Desde este paseo con palmeras, las siluetas de los buques de
guerra, que la luna destaca, imponen. Por lo menos la flota no ha
abandonado el puerto ni parece en preparativos de hacerlo. Uno
de los aspectos principales de la misión en la cual debe colaborar
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consiste en evitarlo. En caso de derrota del ejército popular, con-


tingencia que no puede descartarse, la zona geográfica del
sudeste, con Cartagena como pivote, podría convertirse en cabeza
de puente para nuevas operaciones si las circunstancias inter-
nacionales lo propiciaban y, en el peor de los casos, sería un pu-
erto seguro para una evacuación masiva bajo la protección de la
escuadra. Esta conjuración de vía estrecha encubre cobardías mal
disimuladas de republicanos y socialistas, de anarquistas, de mar-
ineros de agua dulce y de militares profesionales; añádansele los
fascistas infiltrados en organizaciones, en el ejército y hasta entre
los mandos, fascistas que acojonados durante más de dos años
empiezan ahora a descararse, al amparo de una supuesta descom-
posición que les garantiza un progresivo grado de impunidad. O
no saben descubrirlos o no les interesa desenmascararlos y les
protegen con la vana esperanza de que el día de mañana se con-
viertan a su vez en agradecidos amparadores. Asquea andar
dando la cara en los frentes para que los emboscados de la reta-
guardia jueguen a conspiradores, ejerzan un demoledor derrot-
ismo y entorpezcan la obra del gobierno que no cuenta con más
apoyo que el que le presta el partido.
Un anciano general le recibe en su despacho de la capitanía.
—Mi general; traigo orden de presentarme al teniente coronel
Galán…
Artemio Precioso, que permanece en pie, le ha alargado la or-
den al general, que la lee con parsimonia.
—Bien, comandante; usted y su brigada tienen orden de pon-
erse bajo la autoridad del jefe de la base, y el jefe de la base soy yo.
—Perdone, mi general, pero me han dicho…
—La orden está escrita y clara y usted debe cumplirla. Care-
cemos en Cartagena de acuartelamientos adecuados para sus
fuerzas. Vaya en busca de la brigada 206 y trasládese con ella a
cabo Palos.
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—Mi gente está acostumbrada a dormir al raso, con una manta


les basta; somos combatientes y estamos en guerra. Y la orden
dice «trasládese a Cartagena».
—¡Basta, comandante! Repito que soy yo el jefe de la base. Us-
ted y su brigada se van a cabo Palos y allí se les dará instrucciones
para su alojamiento.
Bernal le examina con ojo fatigado pero lúcido.
—Vuelvo a pedirle excusas, mi general, pero sé que me han
mandado a las órdenes del teniente coronel Francisco Galán…
—¡Usted no está a las órdenes de ninguna persona determin-
ada! ¡Obedezca, como es su deber de militar, al jefe de la base!
Sale preocupado, el comisario le esperaba en el coche, a cierta
distancia de la puerta del edificio.
—El general Bernal me ordena que nos traslademos con toda
la brigada a cabo Palos; quiere alejarnos de la ciudad. No estoy
dispuesto a que me separen del lugar donde debemos cumplir
nuestra misión. Además, se comenta que el general Bernal es una
de las cabezas de la conspiración. Salgamos de Cartagena y
vayamos a buscar a Galán, que es quien en definitiva debe decidir,
y también a tomar contacto con las vanguardias de la brigada.
—No creo que lleguen tan pronto…
—Cuanto antes lleguen los batallones, estaremos más seguros.

—Te presentas a las once y media en punto en el puente de Los


Barreros; allá te encontrarás con Alberto, el más joven de los Mo-
lina y con algunos más. Pedro Sanz os entregará fusiles para la
guardia, que él los tiene. La consigna es clara: «Arriba España» y
el otro ha de contestar «¡Viva Franco!» ¿Está entendido? Tengo
que advertirte que si el otro tío contesta: «Por España y por la
Paz», también vale como consigna: es la de los artilleros y los in-
fantes de marina y de otros que nos apoyan, o nosotros les
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apoyamos a ellos, que la cosa no está clara. Cualquiera que dé una


de esas consignas: militar, comisario, guardia de asalto, cara-
binero o el propio diablo, está con nosotros. Quien no conozca
ninguna de las dos consignas, así vaya vestido de obispo, le de-
sarmáis sin contemplaciones ni temor y queda detenido. Una ex-
cepción: si se trata de un conocido vuestro y estáis seguros de que
no es comunista, pero que muy seguros… ¡eh! ¿Que si puedes ir a
tu casa? No empecemos, chaval, una guardia es una guardia y a
ver si lo vais aprendiendo. Si es que te apresuras, llégate a tu casa
y coges una manta, pero no te la vayas a colgar del hombro como
Diego Corrientes o José María el Tempranillo, sino al estilo milit-
ar, bien doblada y en bandolera. Y te advierto esto porque voso-
tros, los que no habéis servido en la mili, me merecéis poca confi-
anza. No, no protestes, ya sé que os portaréis como hombres si
llega la ocasión; de otra manera, ¿crees que os íbamos a confiar
un fusil y el control de la carretera de La Palma? Lo que pasa es
que hay que demostrar espíritu militar hasta en los más pequeños
detalles, y eso hay que haberlo mamado. ¿Que si llevo tiempo vis-
tiendo el caqui? Llevo quince años de mili, hermano, y cuando
senté plaza de turuta no tenía la edad que tú tienes ahora, y ya ves
cómo me luce el pelo, y estos tíos me han dado estas barras dora-
das, que no valen un pito y veremos si salvo los galones de sar-
gento cuando lleguen los otros, que no lo veo tan claro. Los demás
también quedan advertidos; a los prisioneros se les trata con en-
ergía y educación también, siempre que no se insubordinen o se
pongan pelmas. Esta noche y mañana va a haber demasiada con-
fusión y tardaremos algún tiempo en distinguir quiénes son ami-
gos y quiénes enemigos. No hace falta, por ejemplo, que los atéis
codo con codo, basta que uno, con el fusil dispuesto vaya siguién-
dole al tío; si os sabe dispuestos a arrearle un chinarrazo, por la
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cuenta que le tiene no tratará de darse el piro. Los lleváis a la cár-


cel de San Antón que allá tendrán espacio libre y tiempo para
meditar. Si ahora te llegas a casa, no estará de más que te hagas
con alguna provisión de boca; no sabemos cuándo se os podrá rel-
evar ni si resultará posible enviaros suministro, y el hambre es
muy contraria al espíritu militar. Y desde ahora, tened en cuenta,
tú y los demás, que estáis militarizados, es decir, bajo las orde-
nanzas y disciplina de la milicia; que eso de la Falange, por aquí y
por el momento —mañana no te digo— tiene menos autoridad.
Conque a cumplir como los hombres y que a ninguno se le ar-
rugue el ombligo, y si hay que poner a un tío patas arriba, se le
pone. Andando, chaval, y suerte que haya.

El director de la prisión de Cartagena, don Pedro Bernal


Martínez, de acuerdo con lo convenido con Monterde, que le ha
venido a visitar por orden de Calixto Molina, está esperando que
una compañía de artilleros del cuartel de San Antón se presente
para poner en libertad a los presos políticos y hacerse cargo de su
seguridad. Se trata naturalmente de los presos de carácter
derechista o por lo menos enemigos del gobierno; la casi totalidad
de la población penal.
A las once va a sublevarse el regimiento de artillería, y el de in-
fantería naval, también los marinos de la base y probablemente
los del arsenal y la intendencia de la armada. Aprovechando el
caos que va a producirse con la marcha de la flota, que probable-
mente va a hacerse a la mar, en audaz y segundo golpe de mano,
se pondrá la plaza a las órdenes de Franco y se dará por termin-
ada la guerra.
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Para evitar que por desconcierto o nerviosismo se produzca a


destiempo un tiroteo, ha alertado a la guardia de la prisión de que
van a presentarse los artilleros, que no vendrán con intención
agresiva, y no deben hacerles resistencia. Se han tomado pre-
cauciones en el sentido de nombrar para la guardia de esta noche
a soldados de confianza. Los elementos comunistas o in-
transigentes que pudieran poner dificultades a la liberación de los
presos, se les acaba de conceder permiso o se les ha alejado con el
pretexto de servicios en el exterior.
En la plaza de Cartagena, lo mismo entre las fuerzas armadas
como entre los marinos y la población civil, sin excluir sectores
que han alardeado hasta hace poco de antifascistas, se percibe un
ambiente de laxitud y derrotismo propicio a que a don Pedro
Bernal, persona de orden y funcionario de prisiones, no le parezca
descabellado, aunque sí algo peligroso, el meterse en esta
aventura.
Los elementos rojos, entre los cuales son mayoría quienes por
su actuación temen el castigo, no piensan más que en la huida y se
han hecho con pasaportes en regla. Los demás, se resignan a
aceptar lo que venga; están hartos de guerra. Muchos tibios que se
dejaron arrastrar a posiciones antifascistas, como ellos decían, de-
sean que se les ofrezca ocasión de colaborar en algo; lo que se
llama «hacer méritos».
Encerrados en la misma celda están don Antonio Ramos Car-
ratalá, director de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad, don An-
tonio Bermejo, el joven dentista destinado ahora en infantería de
marina y don José Sánchez Rosique, industrial cartagenero. Fuer-
on detenidos y encerrados a principios de febrero por los agentes
del SIM, acusados de encabezar una organización de socorro a las
familias perseguidas o con parientes encarcelados o muertos. En
esta cárcel hay muchas personas decentes y de bien, por lo menos
en el aspecto político y religioso, pues esta maldita guerra ha
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trastocado los valores y nadie ocupa el lugar que le corresponde.


Desde que en julio de 1936 se inició la revolución, se ha visto obli-
gado, contra su voluntad y usando del disimulo, a mantener entre
rejas a ciudadanos honorables, mientras que ladrones y asesinos
probados andaban sueltos haciendo de las suyas. Una situación
semejante no podía prolongarse, y la hora de restablecer el orden
parece que ha sonado.
El oficial de guardia viene en su busca y, a pesar de que nadie
puede oírles, le habla en voz baja.
—Don Pedro, ahí llegan los artilleros.
Una patrulla armada, que manda el brigada Montes, se
presenta a la hora convenida a las puertas de la prisión. Con los
artilleros vienen Calixto Molina y el agente de policía Alajarín,
ambos conocidos de don Pedro Bernal.
—Que se levante el rastrillo y pasen estos señores.
Dos oficiales de prisiones entran con los recién llegados mien-
tras los artilleros quedan fuera, formados sin demasiado rigor. Al-
gunos charlan con los soldados de la guardia que vigilan sin
entusiasmo las calles adyacentes.
—¿Qué, Molina, cómo marcha?
—Ya estamos sublevados, don Pedro. Yo… y usted. Ahora unos
irán hacia la emisora de la «Flota republicana» y otros al parque
de artillería, donde nos espera el capitán Serna. Yo tengo que ir a
buscar al coronel y acompañarle al parque… No sé qué cara pon-
drá cuando vea a estos señores en libertad y, por si fuera poco, in-
stalados en el parque. La suerte está echada y la que sea sonará.
Los oficiales de prisiones van abriendo las rejas. Salen de la
primera celda, Ramos Carratalá, Bermejo y Sánchez Rosique.
Abrazan a Calixto Molina, abrazan al director de la prisión. Jun-
tos los presos y los liberadores, nadie oculta la alegría, su ilusion-
ada confianza ante los acontecimientos que se preparan. Las noti-
cias que reciben los detenidos son de un desbordado optimismo.
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—¡Ha estallado la sublevación!


—Vamos para el parque, que nos esperan… Allá tenemos fusil-
es para todos.
El director de la prisión se acerca a Calixto Molina.
—¿Usted va a quedarse en el parque? Se lo digo porque mi hijo
estará allí; se llama como yo, Beltrí de segundo apellido. Es muy
joven…, que cumpla como corresponde, pero que no cometa
imprudencias…
Mientras se dirigen a la puerta comentan los hechos en voz
alta. De los presos, unos van afeitados; otros, por el contrario,
barbudos; pálidos sin excepción.
—El coronel Armentia está con nosotros… Y el teniente cor-
onel Espa estará sublevando en este instante las baterías de costa.
El señor Alajarín, aquí presente, es desde ahora el nuevo jefe de
policía de Cartagena.
Estrechan las manos al director de la prisión, le palmotean los
hombros y la espalda. Calixto Molina se dirige al brigada Luis
Montes y a los artilleros.
—A vosotros os corresponde vigilar a estos camaradas y con-
ducirlos sanos y salvos a sus destinos. ¡En marcha, pues!
Don Pedro Bernal les ve alejarse por las calles desiertas y os-
curas; hostiles. Durante algunos momentos se oye el rumor de las
pisadas y las conversaciones. ¿Qué va a suceder ahora? ¿O habrá
verdaderamente terminado la guerra y la iniciativa tomada por el-
los en Cartagena se estará repitiendo en Madrid, en Valencia, en
Murcia, en Alicante, en Albacete…? Los capitostes y los elementos
más comprometidos huirán en la escuadra, eso es lo que va a pas-
ar y quizá sea lo mejor.
—Permanezcan ustedes atentos; si trajeran nuevos detenidos,
los ingresan en las celdas y me avisan; no voy a acostarme por
ahora…
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En algún lugar lejano, suenan dos disparos. La noche destaca y


aísla los sonidos y aumenta su volumen; no hay motivos para
alarmarse.

Después de marchar un rato nerviosos, en silencio, atentos al


ladrido de un perro o al chirriar de los ejes de un carro
campesino, poco más allá de las últimas casas, donde empiezan
las huertas, se detienen junto a una casilla abandonada.
—¡Muchachos! Hemos llegado; aquí os quedáis de guardia
vosotros. Me vigiláis la carretera; coche que pase, coche que de-
tenéis. Consigna: «Por España y por la Paz». Quien no conozca la
consigna, queda arrestado sin más explicaciones. Cuando reunáis
a un número de detenidos, tres o cuatro por ejemplo, o cinco, si se
tercia, los conducís a la prisión de San Antón y allí los entregáis.
Con un par de vosotros, una pareja, basta y sobra para la
conducción.
Un joven pecoso, remangado de nariz, que a diferencia de los
demás, que son artilleros, lleva en la cazadora el emblema de in-
fantería, habla en voz baja, como si temiera que le escucharan es-
pías de un invisible enemigo.
—¿Qué ocurre? Yo vengo ahora dado de alta del hospital y no
estoy enterado de nada…
—Que la guerra se ha acabado y andan sueltos cuatro cabrones
que se empeñan en continuarla a espaldas de los demás, por culpa
de que ellos están pringados hasta las orejas y el canguelo les con-
vierte en matones. Es cuestión de trincarles y desarmarlos. Los
jefes ya saben lo que tienen que hacer después con ellos; nosotros
obedecemos órdenes.
—¿Y no hubiera debido yo presentarme en mi batallón? Sólo
faltará que luego me metan un paquete; ya me he retrasado dos
días en el pueblo. Mi madre decía que tenía que reponerme…
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—Tú, aquí; déjate de presentaciones. Yo mismo, si llega el


caso, responderé de que has estado prestando este servicio por or-
den de la superioridad. No tenemos tiempo ahora de andar de un
lado a otro; los comunistas pueden adelantársenos y sorpren-
dernos en cuclillas…
Con voz tan pronto ronca, tan pronto atiplada, un artillero de
diecisiete años, que lleva sobre los hombros un abrigo de paisano,
interrumpe al suboficial.
—¿Y si vienen muchos, qué hacemos?
—Mayor motivo para desarmarles. No os preocupéis, que nada
ha de ocurrir ni creo que se atrevan a haceros resistencia. Yo re-
correré los puestos durante la noche. ¡Ah! Si detenéis a algún des-
pistado, que aunque no conozca la consigna os parece buen
muchacho, pues le sumáis a la patrulla. Los únicos peligrosos son
los comunistas, ¿entendido? Y, oído al parche, no os dejéis intim-
idar si se trata de algún comisario o jefe o de la marina. La con-
signa a rajatabla. Vosotros no sabéis más que las órdenes que se
os han dado y sin consigna no pasa ni Dios. Y le exigís la pistola, y
si amenaza o grita, le metéis el cañón del fusil en la barriga.
Cumplís órdenes. En fin, una guardia normal. El cabo queda al
mando, y como es veterano, le respetáis como a sargento, que la
veteranía es un grado, ya lo sabéis.
—Es que yo no tengo fusil…
—Agarras el del primero que sorprendáis.
—Como no me había presentado cuando llamaron mi quinta,
no sé manejarlo, nunca he disparado ni al blanco.
—¡Coño! ¡No me pongas pegas! Cualquiera de estos te en-
señará; eso se aprende en seguida. Y no olvidar la consigna: «Por
España y por la Paz». ¡Salud, muchachos!
Cubierto por largo capote, con el gorro cuartelero sucio de
grasa y ladeado, da media vuelta y se aleja en dirección a
Cartagena.
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—Oye, cabo. ¿Podemos fumar?


—Desde luego, el que tenga tabaco. Pero que no se vea mucho;
lo cubrís, así con la mano, que yo conocía a un tipo que por fumar
en la trinchera le metieron un balazo en mitad de la frente.
El artillero le da un cigarrillo al cabo y ofrece el paquete a los
demás.
—La guerra se ha acabado y habrá tabaco para todos; allá no
les falta pan, ni tabaco, ni nada de lo necesario.
—Eso es cierto; pero al soldado no le pagan diez pesetas como
aquí. Le pagan dos cochinos reales.
—Su dinero vale más que el nuestro…
—Y acabada la guerra nos han de licenciar; entonces, cada cual
a su avío.

Las calles permanecen oscuras; hace dos años que en Cart-


agena no se enciende el alumbrado público, como medida de pre-
caución contra los bombardeos. El ambiente solitario y medroso
recuerda a las poblaciones situadas en los frentes de combate.
Como el chófer parece desorientado, el comandante de la bri-
gada 206 se asoma a la ventanilla y observa.
—Estas calles son iguales unas a otras —dice el chófer—. Sé
que tenemos que ir, más o menos, en esa dirección, hasta encon-
trar una calle ancha, mejor adoquinada, que ya es la carretera.
—Oriéntate, que de aquí al Albujón no vamos a encontrar a
nadie a quien podamos preguntar.
Sentado a su lado, el comisario trata de encender su delgado
cigarrillo con un chisquero.
—¿Habrán llegado ya los batallones? Por mi parte no veo la
necesidad de que vaya a cabo Palos ninguno de ellos…
—No he pensado obedecer órdenes semejantes. Acamparemos
a la entrada de la ciudad y procuraré mantener contacto con
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Galán. Las buenas palabras se las lleva el viento y los informes de


los camaradas de Murcia, que tienen motivos para estar en-
terados, y los que recibí por teléfono, no son tranquilizadores. Si
estalla la temida sublevación debemos estar prontos para actuar.
Por mi voluntad, de estar aquí los batallones hubiese ocupado los
edificios; pero tampoco puedo empezar por insubordinarme.
La brusquedad del frenazo les obliga a agarrarse al asiento
delantero. Unos soldados les encañonan con fusiles por ambos la-
dos del coche. Baja el cristal de la ventanilla.
—¿Qué ocurre ahora?
El que parece mandar la patrulla lleva la pistola en la mano.
—¡La consigna!
—¿Qué consigna? Soy el jefe de la brigada 206 y voy en acto de
servicio.
—¿Sabe usted la consigna?
—¿Qué consigna? ¡Apártense ahora mismo! ¡Y, saluden!
—¡A desarmarlos!
La puerta se abre, el que manda la patrulla le apoya el cañón
de la pistola en el costado. Les obligan a bajar y les desarman.
—¡Os atendréis a las consecuencias! ¡Esto es un acto de
insubordinación…!
—Tenemos órdenes y esta noche hay nueva consigna. Órdenes
muy severas. ¡Quedan detenidos!
Interviene el comisario político tratando de aplacarles:
—El mayor y yo llevamos una importante comisión de servicio
y no podéis obligarnos a perder tiempo. Comprendo que cumplís
con las órdenes, pero nosotros no hemos recibido la consigna, sin
embargo debemos pasar…
—¡Eh! Vosotros; llevadlos detenidos y mucho cuidado con
ellos.
112/410

Artemio Precioso nota en los lomos el imperativo del cañón de


la pistola. Son artilleros, casi todos muy jóvenes; están nerviosos.
Parecen quintos.
Oyen unos pasos por un camino que desemboca en la car-
retera. Uno de los artilleros se adelanta más allá de la cuneta y
amartilla el fusil.
—¡Alto! ¿Quién vive?
—¡«Por España y por la Paz»!
—¡De acuerdo! ¡Hemos detenido aquí a unos!
La escuadra viene mandada por un cabo. Dos de sus compon-
entes visten de paisano. Con mayor, menor, o ningún disimulo les
observan los recién llegados; pero los artilleros que les han sor-
prendido les siguen teniendo encañonados.
—Ya podéis llevaros a los presos; les entregáis y en seguida
volvéis para acá. ¿Entendido?
¿«Por España y por la Paz»? Consigna desusada a lo largo de
la guerra, consigna con significado no difícil de interpretar. Ha es-
tallado la sublevación y ellos han sido atrapados. La brigada, con
mando accidental, carece de órdenes precisas. Llegarán a las
proximidades de Cartagena y no sabrán qué hacer. Mientras
buscan quién les dé órdenes, en el caso de que la sublevación no
se haya generalizado y nadie sea capaz de dar órdenes, se perderá
tiempo y ahora acaban de comprobar que los rebeldes controlan
las salidas de la ciudad, quizá la ciudad entera. Al comandante no
le resulta posible hablar con el comisario; les llevan es-
trechamente vigilados estos quintos que dominados por los nervi-
os resultan más peligrosos. «Por España y por la Paz» es la con-
signa de los artilleros, y en Cartagena hay un regimiento entero de
artillería al cual pertenecen la totalidad de las baterías de costa.
Un regimiento, por muy mermados que estén sus efectivos, son
varios millares de hombres. ¿Se habrá sublevado el regimiento
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íntegro? Y ¿qué significarán esos jóvenes paisanos agregados a la


escuadra que llegaba por el camino…?
—Muchachos; comprendo que obedezcáis las órdenes —el
comisario que lleva las manos ligeramente levantadas y los brazos
abiertos, habla con voz persuasiva a los artilleros que le siguen y
encañonan—, y os diré más, obedecer las órdenes es la primera
obligación del soldado. Pero, órdenes, ¿de quién las recibís? ¿No
os habrán engañado? ¿No se habrá infiltrado alguien, que trate de
meteros en un lío? He oído vuestra consigna; «por la Paz»…
Todos deseamos la paz, pero para los antifascistas la única paz
posible es la victoria…
—¡Cállese de una vez y no nos cabree…!
—No pretendo cabrearos, sino que trato de entender, de que
me expliquéis cómo y por qué unos soldados de la República,
pueden detener al jefe de una brigada, a su comisario, a un con-
ductor que cumple su servicio… Quisiera comprender y que voso-
tros veáis claro; tenemos traidores infiltrados…
La decisión está tomada. Los artilleros que les conducen son
quintos inexpertos y demuestran su inquietud. Hay que salir de
esta trampa en la cual han caído. Si la trampa ha sido casual o
premeditada traición de los «caballeros» de la base, es algo que
carece de importancia; en su momento se pondrá en claro. Lo im-
portante es actuar en el instante que la ocasión sea propicia.
—… Si os creyera fascistas no me atrevería a hablaros. Pri-
sionero de fascistas sólo puedo esperar el pelotón de fusilamiento,
y me parece lógico. Pero esta situación, que sin duda proviene de
un error, porque entre nosotros no puede haber lucha…
El mayor marcha a la derecha del grupo, junto a la cuneta.
Desde que ha comenzado a imaginar el plan adopta una actitud
sumisa como la de quien, abrumado por los hechos, se resigna a
aceptarlos. Pasan junto a unos árboles, más allá de la cuneta hay
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un desnivel y unas matas que se adivinan como manchas oscuras;


más allá no se ve nada.
De un salto, cae en el campo. Corre, primero paralelo a la car-
retera, en dirección contraria a la que llevaban, agachado, pro-
tegiéndose con el terraplén.
—¡Alto! ¡Alto!
Varios disparos de fusil, voces, amenazas. Ni siquiera oye el
silbido de las balas; les ha despistado.
Brinca sobre las matas y se aleja de la carretera; los pies se le
hunden en la tierra arada. Aún oye otro disparo y las voces cada
vez más lejanas. Los guardianes se increpan entre sí, quizás
amenazan a los otros detenidos. Vuelve la cabeza; no se ve a nadie
ni ellos pueden verle. Sigue corriendo jadeante y desorientado por
en medio de los campos. Junto a una cerca se detiene para darse
un momento de reposo. Trata de orientarse y, alejándose de la
carretera, toma un sendero oblicuo. Detrás de él ladran unos per-
ros a mucha distancia.
DÍA 5…
—El comandante Julio Faguás al aparato. ¿Eres tú, Arturo? A
tus órdenes; el grupo de Cenizas dispuesto. Los hechos se han de-
sarrollado según lo previsto. Hemos arrestado a algunos elemen-
tos como medida de precaución. Ninguna resistencia ni violencia.
Espero órdenes tuyas y mantengo la vigilancia.
—Perfecto; aquí en cabo de Agua todo bien.
Empiezan a responder las baterías que han ido siendo alerta-
das de acuerdo con las consignas convenidas con cada una de el-
las. El grupo de Cenizas dispone de piezas de gran calibre: «Wick-
ers» de 15 pulgadas. La suerte les ha favorecido a este grupo, pues
el comandante Carlos Mira, que de ordinario lo manda, es
hombre de ideas extremistas que se hubiera opuesto a sus planes
y que, por su capacidad y convicción, resultaría mal enemigo. A
causa de un accidente de automóvil está dado de baja de servicio.
El comandante Faguás le ha sustituido sin necesidad de des-
tituirle o encerrarle.
—Mi teniente coronel…, la batería de Jorel, al teléfono.
Arturo Espa, que acaba de sentarse, acude de nuevo al teléfono
que le tiende el artillero que se ocupa de la centralita.
—Aquí el alférez Saavedra. ¡A sus órdenes, y arriba España!
Sin novedad en la batería y dispuesto.
—Bien, Saavedra; mantenga la vigilancia y me comunica cu-
alquier novedad.
La batería Jorel está emplazada cerca del cabo Tiñoso. La
componen tres piezas de 15,24 cm. El alférez Saavedra, que lo es
de complemento, merece la entera confianza de Espa. Desde que
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le han movilizado, su mujer le sustituye en su cargo de farero en


la isla de Escombreras.
—Soy el capitán Mateo Nieto; la batería de Aguilones es
nuestra. Sin novedad.
Las llamadas se suceden; es la hora convenida y los objetivos
primeros van cumpliéndose.
—Mi teniente coronel, soy el artillero Senac. Nos hemos hecho
cargo de las piezas de Fajardo. Los elementos sospechosos han
sido arrestados. Estamos dispuestos y esperando órdenes.
—Perfecto. Mantenga la vigilancia.
—La Parajola al habla. Nos hemos visto obligados a poner bajo
vigilancia al capitán Martínez y a unos cuantos más. El teniente
Hurtado ha tomado el mando. ¡A sus órdenes! Estamos prontos a
cumplirlas.
Ha dormido poco más de una hora abrumado por la fatiga.
Recuperado ya, el teniente coronel Arturo Espa, comprueba como
una a una las baterías se ponen bajo su mando. En la primera
hora de la madrugada del domingo domina la totalidad de las
baterías de costa del regimiento n.º 3, desde las proximidades del
cabo Palos hasta el cabo Tiñoso. Y ha conseguido que se pusiera a
sus órdenes una de las baterías antiaéreas de la DECA, que no
pertenece al regimiento. Ni una resistencia que merezca el
nombre de tal, ni un incidente grave. Los comprometidos, que son
la mayoría de los oficiales, suboficiales, cabos y artilleros no se
han visto obligados a emplear las armas. Favorable y alentador
comienzo.
Conoce de memoria las baterías, podría imaginarlas con los
ojos cerrados en sus emplazamientos o dibujadas sobre el mapa.
Con complacencia, sin embargo, observa el mapa que ocupa una
de las paredes del puesto de mando. San Julián, Aguilones, Jorel,
Castillitos, Parajola… Trece en total. Examina la situación de la
batería antiaérea, que acaba de ponerse bajo su mando, en el
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momento en que, precisamente, estaba preocupado porque los


cañones de la defensa especial contra aeronaves escapan a su con-
trol. Están dotadas de buenas piezas: «Wickers», del calibre 10,5,
de fuego rápido, que lo mismo pueden disparar contra la aviación
que contra objetivos de mar o tierra, pues su ángulo de tiro de
360º en horizontal puede alcanzar los 85º, y aún más, en posición
vertical. Su alcance es de quince kilómetros en la primera posición
y de nueve mil metros en la segunda. Manejadas con destreza dan
un fuego de hasta veinte disparos por minuto. Los dirigentes de la
sublevación, o el coronel Armentia, si va a ser su cabeza visible,
deberían conseguir que el conjunto de las baterías antiaéreas se
pusiera a sus órdenes, para que, si llega el caso, sea posible co-
ordinar el conjunto.
Acompañando a Arturo Espa están en la gran sala del puesto
de mando de cabo de Agua, el capitán Macián, el suboficial Anto-
nio Marín Gasca, que hace las veces de secretario, y el artillero
Nieva, más el encargado de las líneas telefónicas. Enlaza por telé-
fono el puesto de mando con las baterías de Aguilones y Cenizas
por medio de hilo directo y dispone de líneas con la capitanía de
la base y con el Gobierno Militar. Y, a través de la centralilla del
Gobierno Militar, se comunica con las demás baterías.
—¡Mi teniente coronel! La DECA del Atalayón está también
con nosotros.
Alentadora noticia; otra batería antiaérea. La que está próxima
al cabo Tiñoso.
Desde los enormes ventanales que dan sobre el mar, a estas
horas sólo oscuridad se descubre, oscuridad que acentúa la sensa-
ción de aislamiento aliviada por las llamadas del teléfono. La
guardia encargada de la custodia de cabo de Agua permanece
alerta si bien, por el momento, no parece haya nada que temer.
Éste es otro de los puntos flojos que preocupan a Espa: ni el
puesto de mando ni ninguna de las baterías tienen posibilidades
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de una defensa eficaz por tierra. Pocos hombres y menos fusiles;


apenas los indispensables para unos puestos rutinarios de
centinela. En caso de ataque las probabilidades de resistencia ser-
ían mínimas.
Desde el parque de artillería, el capitán Serna Carbonell les ha
comunicado que del cuartel de San Antón habían salido efectivos
de una batería sin piezas, para liberar y custodiar a los presos,
según el plan previsto.
El timbre del teléfono no les sobresalta, pues hasta el mo-
mento los hilos son portadores de noticias que inclinan al optim-
ismo y permiten presagiar el éxito.
—¡Arturo! Soy el capitán Sema. ¡Ya están aquí, acaban de lleg-
ar los de la prisión provincial con los artilleros que les han cus-
todiado! Tenemos a don Antonio Ramos, a Bermejo, a los señores
Guindulain, Sabas Navarro, Rosique… Calixto Molina y Alajarín
han venido con ellos y Calixto sale ahora en busca del coronel
para que tome el mando.
—Perfecto…
—Un pequeño contratiempo. El capitán Meca ha venido al
parque y dice que cuando se ha presentado en la batería de Fa-
jardo, el centinela le ha dado el alto, y que en vista de lo que él cal-
ifica de actitud poco tranquilizadora por parte del centinela, ha
decidido dar marcha atrás y venirse al parque con el doctor Pérez
Espejo que le acompañaba.
—¿Cómo, que Meca no ha llegado a Fajardo? Pero si me han
comunicado que la batería estaba a nuestras órdenes… ¡Un mo-
mento! ¡Caray! Ahora recuerdo que quien me ha dado la novedad
ha sido el artillero Senac; ni había reparado que no era Meca
quien me hablaba.
—¿Qué hacemos, le digo algo?
—Esperemos a mañana…
120/410

—Otra cosa; está a mi lado el comandante Cifuentes, que ha


llegado con los presos y que quiere hablarte…
—Que se ponga al teléfono. Y tú, tenme al corriente de lo que
ahí suceda.
—¡Espa! No hemos tenido dificultad y la ciudad permanece
tranquila. Están incorporándose voluntarios. Los que no se de-
ciden son los del 7.º batallón de retaguardia, pero por el momento
no dan señales de vida y lo mejor será dejarles de lado; cuando
pretendan reaccionar la plaza estará dominada. Ahora esperamos
al coronel.
—Muy bien, Cifuentes. Id poniendo orden ahí y encuadrando a
la gente.

Malhumorado o enigmático, como quien presiente graves


males, el general Bernal se ha retirado a una finca de los
alrededores en la cual habita, después de entregarle el mando sin
cordialidad ni ceremonia. Los demás, el jefe del estado mayor
mixto, Vicente Ramírez, el jefe del arsenal, coronel de artillería de
la Armada, Norberto Morell, el del estado mayor de la base,
Fernando Oliva, y José Semitiel, que lo es de los llamados servi-
cios civiles, todos ellos sin excepción y los demás marinos que les
acompañan, han adoptado contra el teniente coronel Francisco
Galán una actitud hostil e inconsiderada. Vicente Ramírez es
quien parecía capitanearlos y ser su portavoz. Al final, y sin pre-
ocuparse por disimular su contrariedad, han cedido, convencidos
a medias por las razones aducidas por Galán de que las órdenes
que trae no son las de emplear contra ellos la mano dura, y más
bien lo contrario, esforzarse por conseguir acuerdos que permitan
la colaboración entre antifascistas leales a la República, con inde-
pendencia de su color político y olvidándose de actitudes adopta-
das en momentos de apasionamiento.
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Hace menos de dos horas que Galán ha llegado a Cartagena y


la orden recibida se ha cumplido. Así acaba de comunicárselo al
subsecretario del Ejército, general y camarada Antonio Cordón,
que está en Elda, en la «Posición Yuste» acompañando al presid-
ente del gobierno.
Existía, y los indicios resultaban evidentes, y en eso no erraba
Negrín, mar de fondo. Por lo menos, por el momento y a con-
trapelo de los que van a quedar como subordinados y colabor-
adores suyos, ha conseguido hacerse cargo de la jefatura de la
base. Con esfuerzo, y usando de la paciencia, ha de procurar
meterles en cintura; destituirá a quien convenga y pondrá en su
lugar a gente de confianza. Se le ha presentado un camarada, que
ha sido designado para ponerse a sus órdenes, el comandante del
cuerpo especial, José Luis Solís, que está destinado en la flota.
La brigada 206, que acude a Cartagena por orden del gobi-
erno, no puede tardar en llegar. Debe hallarse en las proximid-
ades, si bien por el momento su presencia en la ciudad pudiera
haber originado complicaciones y contribuido a crear situaciones
de violencia. La gestión por vía diplomática está dando resultados
positivos. Ni siquiera va armado de una pistola para imponer su
autoridad en último extremo y su indumentaria civil no es la más
a propósito para hacerse respetar por estos marinos insubordina-
dos. Que están en contra del gobierno y de la autoridad de Negrín
no lo disimulan. Acaba de llegar un capitán de aviación llamado
Adonis Rodríguez para comunicarle que en el parque de artillería
no le han permitido la entrada, lo que le hace conjeturar que los
artilleros están sublevados, y aún peor, que observa desusada
agitación en el propio edificio de la base.
Su mayor preocupación, ahora que la incógnita de la toma de
mando ha quedado resuelta de manera favorable, es la actitud que
adoptará la flota. Desde la sede del partido, en Murcia, ha tele-
foneado a Bruno Alonso, a quien conoció en los principios de la
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guerra, en el período heroico en que si existían fisuras en las


fuerzas leales, no eran tan virulentas como lo son hoy. Le ha hab-
lado con palabras cordiales, aludiendo a antiguas fraternidades y
a la unidad que debe animar a los antifascistas. Bruno ha contest-
ado correcto, pero evasivo, y se ha apresurado a dejar sentado que
su cargo de comisario de la flota excluía cualquier jurisdicción en
tierra. Y la flota, según el propio almirante se lo manifestó a
Negrín, piensa abandonar la lucha y hacerse a la mar si no se ges-
tiona una paz inmediata, paz que parece por el momento excluida
de los planes del presidente del gobierno.
Y que la flota se haga a la mar es precisamente lo que él debe
evitar, pero ¿cómo? Pactando. ¿Con quién? Con todos. Por el mo-
mento, y salvo que recurra a los fusiles de la brigada 206, la única
arma de que dispone es la palabra. Teme que en esta plaza de
Cartagena le va a ser difícil hacerse obedecer y aún teme más que
las fuerzas de la guarnición se le insubordinen.
La puerta se abre de golpe con sorpresa de los presentes; am-
bas hojas ceden a un empujón. Fernando Oliva, uniformado, pero
sin gorra, pálido, nervioso, con la pistola en la mano y acom-
pañado de un oficial de infantería de marina y una escuadra de
soldados con cartucheras y la bayoneta en el fusil, irrumpen en el
despacho.
—¡Galán! ¡Dése usted por arrestado!
El oficial y dos de los soldados se dirigen hacia la mesa ante la
cual está sentado Francisco Galán. Los demás que se hallaban con
él instintivamente han reculado. Galán, irritado y sorprendido,
gesticula ante Oliva, que luce en la solapa la insignia correspondi-
ente a la medalla del valor.
—¡Yo soy el jefe de la base!
—¡Aquí no hay jefe que valga!
Ante una vacilación de los soldados de la guardia, Oliva les
increpa.
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—¡Deténganle! ¡No tiene aquí autoridad ninguna!


—¡Dará cuenta al gobierno de este atropello!
—¡Alférez! Llévele detenido.
Le han sorprendido y además desarmado, pero aún con pistola
al cinto ninguna posibilidad de resistencia se le presentaba fact-
ible. Oliva es joven, los labios se le contraen por efecto de la ira o
la excitación; las orejas, algo separadas del cráneo, le han enroje-
cido. Alto, fino, rubio; la imagen misma del marino de casta, del
más absoluto de los reaccionarios. En malas manos ha caído.
—¡Cometéis un acto de insubordinación y seréis tratados como
rebeldes! ¡Se os formará consejo de guerra!
—¡Cállese, Galán! No hay tal insubordinación porque no hay
tal gobierno… Si han de celebrarse consejos de guerra, nosotros
formaremos los tribunales.
Cae, desalentado, en una butaca del despacho a donde le han
conducido. Ha confiado demasiado en sí mismo; debería haber
entrado con la brigada y rodeado de una escolta. O ¿cabrá la pos-
ibilidad de arreglar todavía el conflicto de alguna manera? ¿Se
tratará de un acto impulsivo, impremeditado por parte de
Fernando Oliva y su facción? También puede ser una conjura
sutilmente tramada en que cada uno jugara su papel… Ha de ser-
enarse y planear algo; no le dejarán encerrado mucho rato y si al-
guien se presenta a hablar con él, una vez los ánimos aplacados,
existen posibilidades de llegar a acuerdos. Los batallones de la
brigada 206 en la ciudad, le serían ayuda y argumento poderoso
en su favor, pero lo peor que puede ocurrir es que comience a
derramarse sangre por un choque a tiros entre antifascistas.
A la puerta aparecen Norberto Morell, Vicente Ramírez y
Semitiel. Oliva, que no entra en el despacho, les grita desde fuera:
—¡Vosotros, también quedáis detenidos!
—Pero, Fernando, ¿no te das cuenta de que cometes una
insensatez?
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—¡Detenidos!
—Aceptamos el hecho puesto que no podemos evitarlo… Pero
tenemos que hablar… Tratemos de serenarnos todos, ¡caray!
Quizás hablando, y entre amigos, consigamos entendernos.

Los despachos correspondientes a la jefatura de servicios


civiles, en el edificio de la base, están desiertos. Sobre la mesa del
que corresponde a Semitiel, la lámpara permanece encendida.
Después de la detención de Francisco Galán, se ha producido un
momento de confusión y de peligro, al cual, por fortuna, y
aprovechando el desorden, José Luis Solís ha conseguido escapar.
Cuando Fernando Oliva y sus hombres, que conducían arrestado
a Galán, han salido y, tras la detención casi simultánea de
Ramírez, Morell y Semitiel, han penetrado en el despacho con las
pistolas en la mano y dominados por esa excitación que puede
desembocar en el homicidio, marineros e infantes de marina in-
disciplinados. Al comandante Solís le han recordado las escenas
terribles de los primeros tiempos, aunque esta noche parecieran
ser de signo contrario, o por lo menos distinto, y precisamente
por esa causa, la situación resultaba peligrosa para él.
Los amotinados han procedido a detener a cuantas personas
se hallaban presentes, al ayudante de Francisco Galán, a otros ofi-
ciales, ordenanzas, a él mismo, en actitud de violencia
indiscriminada.
Los amotinados han bajado a los detenidos al patio central,
que estaba oscuro, y les encaminaban hacia los sótanos. En un
momento de despiste, ha logrado ganar una escalera gracias a su
conocimiento del edificio y en el tumulto no han advertido su
falta.
Solís vaga por estos despachos, temeroso, encendiendo o apa-
gando luces para orientarse en busca de lugar seguro para
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ocultarse hasta averiguar qué está sucediendo en el edificio, cuál


es el carácter exacto del motín y las intenciones de los amotina-
dos. Las cabezas parecen ser Fernando Oliva y Ricardo Ruiz,
sobrino de don Antonio, el subsecretario de Marina, a quien no ha
visto esta noche en la base, y por tanto ignora si estará o no entre
los sublevados.
A José Luis Solís le había designado el partido para asesorar a
Francisco Galán sobre los recovecos y meandros de la complicada
política o subpolítica de la marina y aún de la guarnición cart-
agenera, tan compleja, sutil y peligrosa en estos momentos. Galán
está encerrado y él anda vagando, huido y con riesgo de caer en
manos de quienes ignora si se convertirán en carceleros o en ver-
dugos, porque la actitud de los amotinados no era tranquiliz-
adora. Entre ellos habrá alguno de aquellos que demostraron su
crueldad y falta de escrúpulos cuando se acorralaba o asesinaba
fascistas y en esta ocasión estará igualmente pronto a hacer lo
propio con los que suponga comunistas, con la malvada esperanza
de congraciarse con los que ya supone vencedores.
Al fondo de un pasillo ve un despacho iluminado; cree re-
cordar que es el que corresponde a los pocos asesores soviéticos
que quedan en Cartagena. Un consejero, único, recién llegado, y
dos jóvenes telegrafistas que manejan la emisora con la cual se
comunican con la URSS, o con quien sea.
El «camarada» es un hombre tosco y malhumorado. No ha
debido entender sus apresuradas explicaciones, pero sí que se
halla en apuros. No quiere comprometerse, y por otro lado tam-
poco debe comprender lo que está sucediendo en el edificio. Con
gestos adustos le ordena que se marche, ante la mirada amistosa
de los jóvenes subordinados que no se atreven a interceder.
De un despacho que comunica con el del asesor entra el «peri-
boche». Es un judío argentino, cordial, de mediana edad, a quien
conoce de haberle visto sea en la escuadra sea en la misma base.
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—Hay un motín y me han detenido; han arrestado a Galán; y a


nosotros nos llevaban a los sótanos. Busco dónde esconderme
hasta que pase la tormenta; eso es lo que quiero…
El intérprete habla en ruso con el asesor, que malhumorado,
parece desentenderse; tampoco el intérprete parece tranquilo.
—Ven conmigo. Ahí está mi habitación. No creo que la regis-
tren. Puedo proporcionarte indumentaria de paisano; escondere-
mos tu uniforme. En fin, entre camaradas hemos de ayudarnos…
—¡Caray! Es que me han dado un susto esos energúmenos…
—Tengo aquí una cazadora de cuero, una boina, pantalones de
paisano. De momento te quedas aquí, esto no va a durar mucho, y
de la comida que nos den a nosotros, comerás tú.
—Gracias, camarada; me veía perdido. Esperábamos una subl-
evación, pero nos hemos confiado suponiendo que había pasado
la oportunidad y con ella el peligro…

Al oficial de guardia del edificio de la base se le ha planteado


un dilema. De la flota llaman por teléfono con insistencia pregun-
tando por el jefe de la base. Él mismo ha detenido y encerrado a
Francisco Galán, que ha acudido con nombramiento oficial del
gobierno. El general Bernal se ha marchado a su casa. A Vicente
Ramírez le tienen también arrestado. ¿Quién es jefe de la base?
Fernando Oliva no quiere ponerse al teléfono. El almirante, don
Miguel Buiza en persona, es quien ahora insiste en hablar con el
jefe.
—… Me he enterado que tienen detenido al teniente coronel
Galán, y a don Vicente, y a don Norberto. Les doy un cuarto de
hora para ponerles en libertad. ¿Lo oye usted? ¡Un cuarto de
hora!
Como Fernando Oliva está junto al aparato escucha la con-
minación de Buiza. La voz de Bruno Alonso suena a continuación
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al otro extremo del hilo que une la base con el crucero Miguel de
Cervantes.
—¡Dígale usted a quien sea, que se han terminado dilaciones y
pretextos! Si dentro de un cuarto de hora no se ponen al aparato
Galán y Vicente Ramírez, les metemos cuatro pepinazos. Don
Miguel da ahora mismo orden de apuntar los cañones.
El aparato ha sido colgado con violencia. Fernando Oliva re-
flexiona. El Miguel de Cervantes está a unos seiscientos metros
en línea recta; sus cañones de popa son del 15,20. No cree que dis-
paren sin más ni más; pero en esta noche alocada cualquiera es
capaz de cualquier disparate.
—Que me pongan la línea en mi despacho y llévales para allá.
Les acompañas tú mismo. No es que estén en libertad, pero va-
mos a permitirles que se muevan por el edificio, o que salgan, si
conviene, bajo nuestra custodia.
La guardia ha sido asegurada por infantes de marina discip-
linados y de fidelidad indiscutible. El control del edificio está en
manos de Fernando Oliva y las puertas cerradas y defendidas. A
los rusos y a su intérprete les mantiene confinados en su des-
pacho; un plantón sin armas, para no alarmarles, se pasea por el
corredor —las puertas están abiertas— y les protege y vigila con
discreción. En el sótano han tenido que encerrar a algunos y el
nerviosismo del primer momento está siendo dominado.
Después que Oliva se ha instalado en su despacho entran,
acompañados del oficial de guardia, Galán, Ramírez, Morell y
Semitiel.
—Amenazan con cañonearnos desde el crucero Miguel de Cer-
vantes. Creo que no serán capaces de disparar, sin contar que dos
baterías de costa tienen bajo sus fuegos al crucero y a los demás
buques. No vamos a liarnos ahora a cañonazos. Podría hablar us-
ted, Galán, con el almirante, y trataríamos luego de ponernos
entre nosotros de acuerdo para solucionar este enrevesado lío.
128/410

Cede su sitio a Galán y se aparta. Los otros tres quedan en pie


junto a la mesa, hostiles y preocupados. El oficial de guardia se
acerca a Fernando Oliva.
—Soy el jefe de la base, el teniente coronel Galán, quiero hab-
lar con don Miguel Buiza…
—Galán, soy Bruno…, les he dado un cuarto de hora…
—No pasa nada, Bruno; deseo hablar con Buiza…
—Dígame, Galán, ¿qué está ocurriendo ahí? ¿Se han
apoderado de la base los fascistas, acaso? Aquí han llegado mar-
ineros que han tenido que burlar a patrullas sublevadas que an-
dan por la ciudad… Un amigo de Bruno Alonso, ha llegado con la
noticia de que se han sublevado los fascistas… ¿Está usted deten-
ido o no? ¿Qué ocurre con Vicente Ramírez, con Morell…?
—Veamos, Buiza; para empezar creo que esa orden de disparar
debe suspenderse. Si la flota hace fuego sobre la base se produ-
ciría una hecatombe que nos alcanzaría a todos. Aquí ocurren
anormalidades, desde luego. He sido arrestado…, hemos sido ar-
restados… Ahora marchamos por buen camino; nos hallamos re-
unidos. Es cosa que debemos tratar entre nosotros. Le agradezco
su intervención, que ha venido a plantear la crisis, y por ahí comi-
enza la vía del entendimiento. Si usted y el comisario quieren
venir… Soy realista y me doy cuenta de que mi nombramiento ha
desencadenado este malentendido y como lo importante en este
momento es mantener la unidad entre antifascistas, voy a poner-
me en comunicación con don Juan Negrín y presentarle la dim-
isión. Que recaiga el nombramiento en alguien que sea capaz de
aunar voluntades…
—De acuerdo; nosotros somos los primeros interesados en que
no se produzcan violencias. Hágame el favor de decirle a Vicente
Ramírez que se ponga al teléfono.
Vicente Ramírez ocupa el lugar de Galán. Desconfían unos de
otros. Norberto Morell permanece hosco, con los brazos cruzados.
129/410

José Semitiel escucha con atención y observa los rostros de unos y


otros. Acompañado del oficial de guardia, Oliva se ha retirado.
—Creo que podemos entendernos todavía… Se han producido
algunos incidentes. Oliva se ha conducido de manera
descomedida con nosotros. En fin, estamos ahora reunidos y va-
mos a procurar sosegamos. Antonio Ruiz marchó ayer a media
tarde a visitar al doctor Negrín y por ahí puede también venir al-
guna solución para este galimatías.
—¿Pero qué ocurre en la ciudad, Ramírez? Corren rumores
que se han echado a la calle elementos quintacolumnistas…
—No sé nada; estamos aquí encerrados. Armentia ha sacado a
los artilleros a la calle con la consigna «Por España y por la Paz».
Armentia es hombre de honor y republicano íntegro, pero se bar-
runta algo anormal entre los artilleros. Al capitán Adonis, que es-
taba de jefe de día, no le han permitido entrar en el parque.
—Me iréis dando noticias. Que nadie os toque el pelo de la
ropa; contáis con mi apoyo personal.
—Gracias, Miguel…
Desciende el brazo con lentitud hasta apoyar el teléfono en el
soporte. La situación se ha complicado tanto, que nadie sabe por
dónde empezar para buscarle posibles soluciones, y tampoco
nadie acierta a comprender en qué puedan consistir esas
soluciones.
Los demás esperan que Vicente Ramírez hable, que rompa el
silencio, que se defina.
—Vamos a ver si guardamos la calma. Buiza, en un arranque,
es capaz de hacernos volar a todos por los aires. Concertemos un
armisticio. Usted, Galán, ¿qué propone? Por el momento es el jefe
de la base, y conste que no lo digo con ironía.
—Tratemos de salir de este enredo. Voy a intentar ponerme al
habla con Negrín, que es quien me envió a aquí. Yo no he hecho
más que obedecer. Dimito y que él proponga un nuevo jefe para la
130/410

base; alguien a quien ustedes estén dispuestos a acatar. Más que


eso, por mi parte, no puedo hacer. Y puesto que resulta evidente
que se ha producido una sublevación y la cabeza visible es el cor-
onel Armentia, empecemos por hablar con ese señor. Donde no
pueda llegar yo, dada mi posición, traten de llegar ustedes.
Ramírez descuelga de nuevo el teléfono. Es cierto que Armen-
tia ha sacado tropas a la calle, pero estaban todos ellos convenidos
para oponerse a Galán con medios violentos si llegaba el caso.
—Para empezar a cero, voy a pedirle que retire las tropas de la
calle, y restablecida la normalidad, hablaremos.

—¿De manera que esos caballeros se han plegado a darle el


mando al teniente coronel Galán? Tanta fingida firmeza, tanto
conciliábulo, tanto comprometer a los demás, para nada. Que el
general Bernal acabaría inhibiéndose era de prever. ¡Pero Vicente
Ramírez, Morell y los demás que estaban comprometidos…! Yo
hago honor a mi palabra; los comunistas no se apoderarán de la
plaza mientras podamos evitarlo. Prescindiremos por el momento
de los señores de la base que nos han fallado, hasta el punto de
que Ramírez se ha atrevido a pedirme que retirara las patrullas de
la calle. La verdad es que yo no sé quién manda allí, si mandan to-
dos o nadie manda.
El coronel Armentia, a quien sigue Calixto Molina, ha entrado
en su despacho del parque de artillería.
—Mi coronel, aquí tenemos al comandante Cifuentes, a quien
habían encerrado los sicarios del SIM. Militares y paisanos, que
también los hay, están dispuestos a apoyarnos y se concentran en
el parque para ponerse a sus órdenes. Tenemos aquí a algunos ca-
rabineros, agentes de policía…, esperan que les mande usted. El
capitán Meca, el capitán Ródenas…, muchos han acudido a su
patriótico llamamiento.
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—¿Tenemos ocupados los principales puntos de la ciudad?


Hay que controlar las salidas. Y que comience a organizarse la de-
fensa del edificio. No podemos descartar la posibilidad de que
seamos hostilizados. Que se doblen las guardias.
—El capitán Serna se ha venido ocupando de ello hasta su
llegada.
—Acabo de conminar a la flota a abandonar el puerto. Que
cada cual cumpla su palabra. Buiza tenía que hacerse a la mar y
dar un ultimátum al gobierno, ahora resulta que había mandado a
los marineros a dormir a casa. En el caso de que haya cambiado
de opinión, yo obligaré a los buques a abandonar el puerto y el ar-
senal. Si desatienden su compromiso, que zarpen para Alicante, o
para Argel. En Cartagena no les queremos.
Sentado en su mesa se restriega con energía el cogote con las
yemas de los dedos; después, excitado, se desabrocha el corchete
que cierra el cuello de la guerrera.
—Que entren el comandante Cifuentes y el capitán Serna.
¿Qué ha podido ocurrir en la base para que hayan cedido ante
Galán, o contemporicen con él? Ya está el mando principal en
manos de un comunista. Llegarán fuerzas adictas al partido,
comenzarán las destituciones —si no los fusilamientos— y la
guerra, suicida e inútil, continuará, porque Franco y los suyos
jamás pactarán con Negrín ni los pro-soviéticos. Después de dos
años y medio de guerra, ha sido declarada en territorio repub-
licano (¡qué ridículo y absurdo!) la ley marcial.
Los nacionalistas comenzaron su sublevación con la proclama-
ción, ilegal, desde luego, del estado de guerra; una medida lógica.
Proclamado ahora aquí también el estado de guerra, es a los milit-
ares a quienes corresponde decidir, visto el fracaso reiterado de
los políticos. Y la decisión de los militares profesionales y con-
scientes sólo puede ser una: entablar inmediatas negociaciones
para conseguir la paz.
132/410

—¡A sus órdenes, mi coronel! Me ofrezco a usted para lo que


me mande y le felicito por su patriótica iniciativa. Nos tiene in-
condicionalmente a su lado; ya no es cuestión de ideologías polít-
icas. La paz y la tranquilidad de España es preocupación que nos
une a todos los militares y a los patriotas.
—Gracias, Cifuentes. Es una satisfacción saber que cuento con
ustedes.
—A sus órdenes.
—Y usted, capitán Serna, ¿han sido tomadas las medidas para
reforzar la guardia, mantener retenes y encuadrar a los voluntari-
os que se presenten?
—Sí, mi coronel. Nos han traído detenidos a algunos elemen-
tos comunistas, marineros…, personas que consideramos por el
momento peligrosas si andan sueltas.
—Que se les trate con la debida consideración y que se es-
tablezcan guardias de elementos de confianza para su custodia.
Póngase de acuerdo con el comandante Mena para organizar a esa
gente que se presenta voluntaria. Que sólo se distribuya arma-
mento a quienes puedan hacer uso de él, tanto por conocer su
manejo como porque merezcan que confiemos en ellos.
—Mi coronel, también tenemos aquí algunos guardias de
asalto, miembros de la Guardia Nacional Republicana pro-
cedentes de la antigua Guardia Civil, infantes de marina…
—Esta noche van a producirse muchas confusiones. A quienes
desconozcan la consigna, «Por España y por la Paz», si además
resulten sospechosos, que los conduzcan a la prisión de San
Antón; pero las patrullas de los controles o las rondas, será
preferible que a marinos, militares y en especial a los oficiales, les
dirijan hacia aquí; ustedes se encargan de la clasificación.
—¿Desea comunicar con el teniente coronel Espa? Las baterías
de costa están bajo su control…
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—Sí, póngame. Hemos de prevenir los medios a emplear por si


la flota se niega a cumplir lo pactado.
Corpulento, de cabello espeso y rizado, tiene ahora cuarenta y
nueve años, la mirada del coronel Armentia, tras los gruesos
cristales de sus gafas, demuestra una preocupación que no ex-
cluye la serenidad.
Con brusquedad agarra el aparato que le tiende el capitán
Serna.
—¿Es usted, Espa? ¿Cómo marcha eso? Me han dicho que está
siendo un éxito…
—Trece baterías dispuestas y a mis órdenes… y a las suyas, mi
coronel. Y, por el momento, contamos también con dos de la
DECA. La que se halla emplazada junto a la nuestra de el Jorel,
cuyo jefe está de acuerdo con el alférez Saavedra, y la de sierra
Gorda.
—Mi felicitación, Espa. Aquí las cosas nos las veo tan claras.
De la flota sin noticias; parece que están avisando a los marineros
francos de servicio para que embarquen. Calixto Molina me ha in-
formado de que nuestras patrullas han detenido a alguno. Los de
la base, se han puesto inexplicablemente en contra de nuestra
actitud; ni lo entiendo ni deseo comunicarme más con ellos. Vacil-
aron y le entregaron el mando a Galán. Tenga, pues, preparadas
las piezas de Fajardo y San Julián para abrir fuego sobre la flota si
se hace necesario o por lo menos para mantener la amenaza. No
estoy dispuesto a que uno a uno se vayan rajando. Ha fallado la
base, no vaya a ocurrir lo mismo con la flota y nosotros nos que-
demos solos o seamos atacados. Por si nos incomunicaran, sepa
usted que la orden es que a las tres de la madrugada debe abrirse
fuego contra los buques. Ahora bien, le advierto que la orden es
en exclusiva para el caso de que se corte de manera irregular
nuestro contacto. Para evitar equívocos manténgalo conmigo cada
cuarto de hora.
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—Cuente con las baterías para lo que sea.


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Entre la enmarañada confusión, un hecho aparece claro: las


baterías de costa obedecen a Arturo Espa. En el parque se están
reuniendo elementos heterogéneos. Personas salidas de la cárcel;
fascistas, para llamarles por su verdadero nombre. Y se colocan a
sus órdenes y le apoyan con entusiasmo. ¿Debe felicitarse por ello
o sentirse avergonzado en su republicanismo? El coronel don Ger-
ardo Armentia Palacios está preocupado; ha cumplido siempre
con su deber y obrado de acuerdo con su conciencia. En las postri-
merías de esta absurda guerra, ocurrirán sucesos imprevistos y se
hallará ante dilemas de difícil solución; ya están presentándosele.
Precipitado, casi atolondrado, entra Calixto Molina en el des-
pacho, sin pedir siquiera permiso. Calixto Molina es un buen ele-
mento y quizás el que se muestra más activo y decidido aunque
tome demasiadas iniciativas por su cuenta.
—¡Mi coronel! El regimiento de infantería naval está con noso-
tros. Una patrulla ha sido localizada en la calle con la consigna:
«Por España y por la Paz». El comandante García Martín cumple
su palabra. ¡Una gran noticia, mi coronel!

En la capitanía de la base, la situación, a medida que la noche


avanza, no se clarifica a pesar de que las personas enfrentadas
simulan ante los otros y hasta quizás ante ellas mismas que se es-
fuerzan en conseguirlo. Las posiciones de unos y otros son ant-
agónicas y adolecen de falta de concreción, lo que hace más difí-
ciles las conversaciones y más frágiles los acuerdos de principio.
Norberto Morell se ha trasladado al parque de artillería en cal-
idad de parlamentario y con las debidas garantías. La situación
que pudiéramos llamar política es en el parque asimismo confusa
debido a la presencia de los presos que han sido puestos en liber-
tad. El coronel Armentia, a petición de Galán y Ramírez, ha
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aceptado trasladarse a la base, y allí se ha puesto al habla con el-


los. La entrevista no ha sido demasiado cordial en sus inicios
pero, poco a poco, y en vista de que Galán ha comunicado al pres-
idente del gobierno su dimisión y de que no pretende imponerse
por la fuerza, la actitud, primero intransigente, de Armentia, va
cediendo.
Desde el parque al edificio de la base han dado escolta a Ar-
mentia, a pesar de que le han ofrecido garantías en cuanto a su se-
guridad personal, un pequeño grupo de los paisanos que han
salido de la cárcel. Ramírez ha pretendido que los miembros de
las guardias los retuviesen, pero la guardia obedece aún a
Fernando Oliva, y a los suyos, que aunque también están parla-
mentando mantienen el edificio en su poder. De ahí que no les
haya sido difícil regresar al parque. La actitud hacia ellos de Vi-
cente Ramírez, que les considera abiertamente fascistas y enemi-
gos, no les ha parecido tranquilizadora.
También han acudido a la base Buiza y Bruno Alonso. El com-
isario se muestra dispuesto a cañonear a los sublevados, que no
sabe quiénes son ni cuál es su verdadera postura. Antes de la lla-
mada conminatoria que hicieron a la base, se le presentó a Bruno
Alonso un socialista de Águilas, Francisco Díaz, que le ha comu-
nicado que ha sido detenido e interrogado por un grupo de presos
fascistas que han sido sacados de la prisión por los artilleros subl-
evados. También algunos de los marineros que se incorporan hab-
lan de patrullas a las cuales han tenido que sortear y hablan de
dos consignas; una la ya conocida «Por España y por la Paz», y
otra tan extraordinaria y alarmante en zona republicana como es:
«¡Viva Franco; Arriba España!» El mando de la flota, cuya in-
transigencia hacia el gobierno presidido por Negrín era la más ex-
trema, parece ahora inclinado a reconsiderar la situación si bien
manteniendo su independencia con respecto a los jefes de tierra y
conservando su derecho a la iniciativa con respecto a los buques.
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Buiza y Bruno Alonso, después de la entrevista, se han retirado al


crucero Miguel de Cervantes y se mantienen a la expectativa.
Para tratar de llegar a un acuerdo y por concesiones expresas o
tácitas por parte de unos y otros, Vicente Ramírez se ha conver-
tido en hombre clave y analiza la situación que se presenta escur-
ridiza, equívoca y peligrosa.
No parece ahora imposible obligar a ceder algo en sus posi-
ciones intransigentes al coronel Armentia y a Fernando Oliva. Ar-
mentia, que tiene dadas órdenes a Espa de que a una hora de-
terminada y salvo contraorden comience a cañonear a los buques,
se inclina por lo menos a un aplazamiento indefinido. La actitud
de Fernando Oliva es más compleja, y Vicente Ramírez no llega a
penetrar hasta el fondo de sus verdaderas intenciones. Se pro-
clama dispuesto a ceder y a evitar choques personales o de tropas,
y a ello le ha inclinado sin duda, más que la amenaza de los
cañones del Miguel de Cervantes, la posibilidad de desembarco
de marinería, lo cual puede llevarse a cabo en corto espacio de
tiempo. A Ramírez le consta que es Arturo Espa quien domina las
baterías de costa, y aunque Espa no haya aparecido mezclado en
ninguno de los líos de «socorro blanco» y otros de tipo conspirat-
ivo seudofranquista o abiertamente fascista que han sido des-
baratados por el SIM, cuyo jefe, Frutos, es precisamente un ex-
maquinista de la armada y ha tenido informado a Ramírez, a éste
le son conocidas las convicciones de Arturo Espa. Vive en un
chalet contiguo al suyo en el barrio de Peral y sabe que sólo forz-
ado por las circunstancias ha servido en el ejército republicano. Al
principio fue perseguido y se lo querían cargar, y él mismo, como
vecino y amigo, le sacó de apuros en más de una ocasión. A
Ramírez no se le escapa que, paralela a la posición antiguberna-
mental de muchos de los mandos y de la oficialidad, posición en la
cual él mismo participa, está asomando una actitud radical que se
inclina hacia la entrega de la plaza, con sus fuertes, a Franco, y
140/410

que se desconoce cuáles puedan ser sus intenciones con respecto


a la flota. Esa sublevación fascista no está definida aún, pero al-
guien ha sacado a los presos de la cárcel, se ha señalado la presen-
cia de patrullas, y de momento el desacuerdo entre republicanos,
la desunión y desconcierto, no permiten hacer nada para com-
batirla. Y algo más grave se insinúa: que algunos de los que han
roto la disciplina siguiendo las vías de la sublevación contra el
gobierno vayan inclinándose o les convenga pactar con los subl-
evados fascistas. Y aún hay más, una brigada o dos, o quizás una
división entera, con mandos y tropas comunistas, debe hallarse
muy próxima a Cartagena. ¿Cuál será la reacción de esas tropas al
encontrarse una ciudad alzada contra el gobierno? ¿Pudiera
Galán, al sentirse fuerte y respaldado por las armas, trocar su
actitud transigente por una vindicativa y extrema? Las tropas
pueden traer órdenes directas del gobierno y una larga lista de fu-
silables entre los cuales, sin duda, figuraría él entre los primeros y
casi todos los reunidos en la base. Buiza y Bruno Alonso aseguran
que la flota no toleraría una acción violenta sobre Cartagena por
parte de fuerzas comunistas, pero ¿podrían oponerse? ¿Cómo?
Una división de hombres fogueados es mucha división en el in-
terior de una ciudad sin mando ni autoridad, y una amenaza in-
cluso para la propia flota.
El ordenanza entra y se lleva los ceniceros repletos de colillas;
el despacho está lleno de humo y alguien enciende dos velas para
disiparlo, velas que sugieren recuerdos funerarios.
El antagonismo entre Francisco Galán y el coronel Armentia
mengua. Galán está comportándose de manera distinta a la que
temieron desde que les llegó la noticia de su nombramiento. Lo
difícil es saber con certeza si los temores estaban o no fundados,
pues Galán tampoco dispone de fuerzas para imponerse a los de-
más por la violencia.
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—Mi coronel, preocupado con estos problemas había olvidado


felicitarle a usted; aun sin conocerle personalmente sabía que le
han otorgado la medalla del valor.

«¡Aquí la emisora “Flota Republicana”, en Cartagena, al servi-


cio de España! ¡Atención, cartageneros! ¡Atención españoles to-
dos! ¡Cartagena ha sacudido el yugo marxista que la oprimía y se
pronuncia en favor del caudillo Franco y de la auténtica España!
¡Arriba España! ¡Viva Franco! ¡Los elementos sanos de la guarni-
ción, las fuerzas de orden público y el pueblo cartagenero han de-
cidido hacerse cargo del poder y ponerse a las órdenes de nuestro
invicto Caudillo, cuyo auxilio solicitamos! ¡Ciudadanos de Cart-
agena, los que amáis a España, acudid a presentaros a las nuevas
autoridades, manifestaos en las plazas, ofreced vuestra
entusiástica colaboración, demostrando que sois buenos patri-
otas! ¡Viva España! ¡Arriba España!»
La voz emocionada y vibrante, calla. Como si sonaran dis-
tantes, comienzan a oírse los compases de la marcha real, que los
fascistas han convertido en himno nacional. Un disco viejo y ray-
ado. Las inesperadas voces han surgido de la emisora, situada
cerca de Los Dolores, la que se llama de la «Flota republicana», la
misma que durante estos años ha sido vanguardia de la democra-
cia, de la libertad, del progreso. La misma emisora que tanto se ha
esforzado en ridiculizar Queipo de Llano desde su micrófono de
Sevilla.
—¡Estos cabrones se han sublevado! ¡Estamos perdidos! La
quinta columna se ha apoderado de Cartagena…
—No te precipites. Hay que averiguar primero si domina Cart-
agena o la Emisora de la Flota. Conservemos la serenidad. Yo es-
taba en Valencia, y no recuerdo bien el día, pero hacia el 10 o 12
de julio de 1936, oímos algo parecido por aquella radio. Unos
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irresponsables de la Falange, en audaz golpe de mano, se apoder-


aron de los micrófonos de la emisora. ¿Sabes cómo acabó aquello?
Que muchos fueron a parar a la cárcel y que el local de la Derecha
Regional Valenciana, lo quemamos para escarmiento…
—¿No dices que eran de la Falange?
—¡Y qué más daba! Tal para cual… ¿Y el 20 de julio, dónde es-
taban los guapos que vociferaban desde la radio? Cuando vieron
al pueblo en armas, se metieron en su casa o trataron de huir o
esconderse. Les fuimos cazando como a conejos.
—Hoy es diferente, no vayamos a engañarnos. Tenemos la
guerra perdida. Entonces era distinto, había ilusión, estábamos
unidos los antifascistas; aunque los republicanos fuesen una
caterva de ineptos y burgueses, la República tenía un gobierno.
¿Hoy qué tenemos? Mierda. La aviación intervencionista nos
bombardea cuando le da la gana. La gente huye de Cartagena
aterrorizada y hambrienta. Los cuarteles están llenos de fascistas
camuflados para no ir al frente y son los mismos jefes quienes les
enchufan. Los marineros han perdido el impulso revolucionario
de los primeros meses, piensan en darse el bote, y entre los jefes
los hay que, si los dejan, entregarían los buques a Franco a cam-
bio de que les respetara los dorados y las pagas.
—No exageres. Admito que alguno de los antiguos marinos de
carrera sea fascista, pero entre las clases y la marinería, no. Que
los bombardeos y esta inactividad de la flota les haya rebajado la
moral, bueno…
—A eso se le llama canguelo. Los que actuaron al principio, los
célebres «guardias rojos», los componentes de los comités revolu-
cionarios, saben que si los fascistas les echan mano les pondrán
de cara a la pared. Y lo que quieren es escapar, cuanto antes, a
Orán o a Tánger, a donde sea. Les domina el pánico de que Franco
les agarre por sorpresa.
143/410

—Pues si escuchan esa cochina radio se les pondrá la carne de


gallina.
—¡Toma! Como a ti o como a mí…
—¡Hombre! Esos rebuznos no me hacen gracia, pero te diré
que no creo que a mí vaya a pasarme nada grave. Al fin y al cabo
no hice más que cumplir con mi deber obedeciendo a mis superi-
ores. Ningún consejo de guerra del mundo puede condenarme por
eso. Expedientarme y lo más expulsarme del ejército no te digo,
porque son así de injustos los fascistas, o quitarme el grado y de-
jarme otra vez de brigada es lo más probable. Mientras me respet-
en la antigüedad…
—Eres un optimista. Yo me largo de España en cuanto pueda;
para eso me han extendido el pasaporte. Mi mujer y las hijas se
quedarán aquí. A ellas no van a hacerles nada. Mi suegro, no es
que sea fascista, pero de derechas sí lo era, aunque ahora a mí me
lo niega; es propietario y tiene un mediano pasar. Prefiero esperar
en el extranjero a que la tormenta amaine. Me han asegurado de
buena tinta que el gobierno ha depositado fondos en el extranjero
para satisfacernos las pagas, y con un poco que te lleves de oro, o
joyas, pues te arreglas.
—Hay quien tiene reunido azafrán. Por una bolsa de varios
kilos dicen que se pagan muchos duros por ahí…
Después de la «marcha real», un disco del pasodoble «Los
Voluntarios». De nuevo voces:
«¡Españoles! Cartagena se dirige a Cádiz, a San Fernando, a
Melilla, a Palma de Mallorca, a Burgos, a Salamanca… ¡Arriba
España! ¡Cartagena por Franco! Fuerzas del orden controlan la
ciudad y han destituido a los cabecillas rojos…»
—No me gusta nada; tenemos que decidirnos a hacer algo. De-
bería presentarme en el batallón; tú, si quieres, preséntate en el
radio. No podemos quedarnos en casa.
144/410

—¿Sabes qué te digo? Que estoy harto y que no quiero pegar


más tiros. No pienso meterme en nada, que se las compongan so-
los. Mañana a lo largo del día la situación se aclarará; entonces
veremos de qué lado caen las tornas. La guerra la tenemos per-
dida; es cuestión de capear el temporal, como dicen los marinos.
—Ayúdame a buscar alguna otra emisora: Madrid, Valencia,
Murcia… Porque si es un movimiento general, estamos perdidos;
nos han entregado.
—Este aparato es una porquería. Nunca he conseguido oír Ra-
dio Madrid. Veamos si Murcia emite algo.
Inclinados sobre el aparato accionan los mandos. Ruidos, pa-
labras entrecortadas cuyo tono desciende hasta extinguirse, una
emisión de música árabe. Cada vez que la aguja pasa ante la
emisora local, les ensordece el vocerío fascista.
—Saca esa botella de coñac. Me han puesto de mala leche.
Unos golpes dados en la puerta les sobresaltan. Cierra la ala-
cena que tenía abierta para coger la botella. Los golpes, apremi-
antes, imperativos, vuelven a sonar.
—¿Qué hacemos?
—Hay que abrir…
Un cabo, pistola en mano, se asoma a la puerta; detrás, unos
artilleros con fusiles.
—Quedan ustedes detenidos. ¡Manos arriba!
—¿Pero tú sabes quién soy yo? Todo Cartagena me conoce…
—Precisamente, aquí traigo apuntado su nombre.
—Veamos, ¿qué lío es éste?
—Nos hemos sublevado «Por España y por la Paz» y cumplo
las órdenes que me han dado en el regimiento.
—Pero ¿sois fascistas, acaso?
—¡Qué fascistas! Lo que llevo son veintidós meses de mili.
—Por la radio de la «Flota Republicana» chillan los de la
quinta columna.
145/410

—Mire, teniente, yo no sé más que las órdenes que me dan.


Detenerles a ustedes. Su nombre está en la lista y me los llevo a
los dos.
—Pero debe tratarse de un error. Detener a dos buenos repub-
licanos mientras los fascistas andan sueltos por Cartagena…
—Y a mí ¿qué me cuenta? ¿Vienen por las buenas o no?
El cabo sale delante, un soldado muy joven que se ha quedado
rezagado, al pasar por la puerta le da con el cañón del fusil entre
los omóplatos, y le dice entre dientes:
—¡Rojo, más que rojo! ¡Hijoputa!
En la calle el cabo ha seguido la ronda con cinco hombres y ha
mandado a dos de los artilleros que les conduzcan al parque. Por
fortuna, el que le dio con el cañón del fusil y le insultó es de los
que han seguido al cabo. Han intentado averiguar algo, pero los
artilleros les han mandado callar alegando que cumplen órdenes
sin especificar de quién.
—Menos mal que tuve la idea de enviar a la mujer y a los chi-
cos con el suegro para quitarles de los bombardeos y porque allá
tienen abundancia para comer.
Baja la voz para que los escoltas no le oigan.
—¿Tú entiendes algo? El cabo no creo que fuera fascista, pero
uno de los que se han marchado, sí lo era.
En voz todavía más baja, añade:
—¡Como le pueda meter mano, te juro que me las pagará!
Avanzan por las calles oscuras y desiertas; unos disparos de
fusil y pistola llegan de la dirección de la plaza de San Francisco,
que ahora llaman de La Pasionaria.
—En el parque algo nos aclararán; ahí tengo compañeros…
—Mientras no estén en el calabozo o hayan cambiado de
chaqueta.
146/410

Ayer todavía tuvo una larga conversación telefónica con Juan


García Pradas, director del diario CNT de Madrid. A medias pa-
labras llegaron a comprenderse. En Madrid, como en Cartagena,
ellos apoyarán a las fuerzas democráticas y sindicales que están
dispuestas a oponerse al golpe de mano comunista. García Pradas
le recomendó que mantuviera contacto con el comisario de la
flota, Bruno Alonso, diputado socialista por Santander y luchador
obrero de solera aunque militase en la UGT.
Pero, aquí los hechos se han desarrollado de manera imprev-
ista, y cuantas veces ha tratado de comunicar con Madrid, en la
central telefónica le contestaban que las líneas estaban inter-
rumpidas. A pesar de su condición de periodista avezado a la caza
de noticias, no ha podido hacerse cargo de qué es lo que ha suce-
dido en la ciudad a partir de las once de la noche. Si los rumores
durante el día se han precipitado con acelerada inquietud, cabal-
gándose unos a otros y sin que resultara factible separar los ver-
daderos de los falsos o exagerados, la noche ha traído un silencio
que, lejos de atenuar la inquietud, la acentúa. Paco Galán ha lleg-
ado y se ha hecho cargo del mando de la base; otros aseguran que
los marinos le han encerrado. Que los artilleros se han sublevado
es un hecho, pero también, y han venido compañeros a confirm-
árselo, circulan patrullas deteniendo a los antifascistas con la con-
signa de «Arriba España y Viva Franco». La quinta columna está,
pues, en la calle. Hay tiroteos ante la emisora del partido
comunista, contiguo a la Telefónica, pero, según sus informes, son
fascistas quienes lo atacan. La situación es desconcertante; ha
mandado a los redactores que se retiraran con precaución. En las
casas practican detenciones y hay paisanos con armas; fascistas
sin duda. No es lo que se esperaba; ningún antifascista puede con-
siderarse tranquilo y seguro en la ciudad, que se ha convertido en
147/410

peligroso cepo. Sin embargo, la flota sigue en el puerto, pero el


camino del puerto está bloqueado, y un impresor ha visto cómo
detenían a don Esteban Calderón en la calle San Francisco, sin
consideración a su graduación en la marina y al cargo de director
de la Sociedad de Construcción Naval. El impresor ha llegado
asustado a la redacción, portador de noticias alarmantes.
Miguel P. Cordón dirige en Cartagena el periódico anarcosin-
dicalista Cartagena Nueva, portavoz de los obreros de la CNT. El
otro periódico, Unidad, es el órgano de los comunistas.
El despacho desierto de la redacción, los teléfonos inútiles, la
imposibilidad de entregar el número de mañana a la imprenta le
desazona e irrita. Por la radio ha oído las proclamas desconcer-
tantes de la emisora de la «Flota Republicana». Desde el balcón,
la visión de las calles desiertas encoge el ánimo. Los faroles per-
manecen apagados y cualquier sonido perturba y alarma en medio
del silencio que envuelve los edificios y los aísla. Un enemigo in-
visible rodea la redacción y le acorrala a él mismo. Algunos dis-
paros espaciados retumban y desorientan. ¿Será cierto que los
fascistas se han adueñado de la ciudad? ¿Cómo ha podido produ-
cirse semejante hecatombe? ¿Qué traidoras complicidades lo han
permitido? Imposible levantar el entusiasmo popular, movilizar a
los obreros cartageneros, a la marinería, como en aquellos glor-
iosos días de julio. La obra contrarrevolucionaria, insidiosa y con-
stante del partido comunista y de los agentes soviéticos han
desembocado en este estado de desánimo popular; mientras los
fascistas gritan en la radio, nadie se lanza a la calle a darles réplica
y castigo con las armas en la mano. Es cierto que lo mejor del pro-
letariado cartagenero ha muerto en los frentes de combate, está
movilizado o, huyendo del peligro de los bombardeos, se ha
trasladado a las afueras. Pero ¿dónde están los obreros del arsen-
al, de la Constructora, los mineros, los pescadores de Santa Lucía?
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Nadie en las calles; los comunistas han castrado al pueblo, le han


decepcionado.
Del cajón de su mesa saca el «Astra» del 9 largo, compañera
de sus mejores momentos. En los bolsillos se mete tres car-
gadores. Amartilla el arma y se la coloca en la cintura. A él no le
detendrán como a un cordero; a él no le liquidarán junto a una
tapia o en una carretera como hicieron con los compañeros de
Zaragoza o de Sevilla. Saldrá de la ciudad, irá a Murcia o a Mad-
rid; allá verá a Val, a García Pradas, a Salgado, a González Marín.
Hay que aplastar a los fascistas de Cartagena, darles un castigo
ejemplar.
Los faros largos iluminan las calles. Prefiere que descubran el
automóvil que huir en las sombras. Los faros le permitirán des-
cubrir de lejos al enemigo y el «Astra» es su mejor argumento, su
única protección.
—¡Alto!
Pisa a fondo el acelerador y con la mano derecha empuña la
pistola. Por las ventanillas abiertas entra él frío de la madrugada.
Un soldado con fusil pretendía cerrarle el paso. De un salto se ha
refugiado detrás del edificio. En la esquina asomaban cabezas y
fusiles.
—¡Alto! ¡Alto!
Las voces pasan junto a la ventanilla. Apaga las luces y saca la
pistola.
Todavía oye la primera descarga, y menos, atenuada, la se-
gunda. Cae sobre el volante. El automóvil zigzaguea y pierde velo-
cidad. Derrumbado en la cuneta, gira aún sobre las ruedas
delanteras, hasta dar contra un árbol.
Los soldados llegan corriendo y abren la portezuela. Uno de el-
los apaga el motor. Tres de las ruedas están reventadas.
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Un tiro en el cuello y dos más en la espalda. Mana sangre, que


ensucia las ropas y la tapicería. Un corto jadeo y el silencio. La lin-
terna le ilumina el rostro. Uno de los soldados le examina.
—Éste es un anarquista. No me acuerdo del nombre…
El más joven de la patrulla viste de paisano; ha visto el orificio
del cuello y la sangre que escapaba a golpes. Cuando le han vuelto
la cabeza, el cadáver tenía los ojos abiertos. Sin que los compañer-
os lo adviertan se aleja hacia un portalón. Tiembla y le cuesta tra-
bajo sostener el fusil. Ha perdido la fuerza en las manos y en las
piernas. Antes de alcanzar el portalón, una bocanada ardiente y
amarga le sube a la boca. Vomita entre espasmos dolorosos.
—Trae; la pistola es para mí.
Han de separarle uno a uno los dedos crispados.
—Si no le acertamos, nos casca él a nosotros; estos de la Con-
federación son prácticos manejando la pistola.

La noche transcurre tranquila en el puesto de mando de cabo


de Agua. La mar rompe mansa debajo mismo de los grandes
ventanales. Los centinelas, que en las primeras horas se mostra-
ban nerviosos, han recuperado la calma y les domina un punto de
somnolencia. Convencidos de que la flota abandonará Cartagena y
que la guerra está a punto de terminarse, consideran que viven el
último episodio. Los más, por distintas causas, se alegran de que
así sea. Quienes no desean con activa vehemencia, encubierta
hasta ahora, el triunfo de las armas nacionales, se resignan a ello;
lo principal es que termine esta matanza, esta ruina y que la vida
vuelva a ser lo que era antes, o algo semejante por lo menos,
porque sobre lo que ocurre en zona enemiga circulan los más di-
versos rumores de acuerdo con la tendencia política de quien pro-
pala noticias o hace comentarios. La verdad nadie la conoce; ni
serán tan malos como unos sostienen y afirman las radios, los
150/410

periódicos y los oradores de mítines, ni tan buenos como otros se


obstinan en asegurar y ellos vocean por las emisoras de Burgos,
Salamanca, Sevilla y, desde hace poco más de un mes, por las de
Barcelona, que han oído en la clandestinidad.
En el interior del edificio del puesto de mando el teniente cor-
onel Espa comienza a sentirse preocupado. Del observatorio de
San Julián ha recibido una notificación redactada en clave: «Por
la carretera de Murcia y en dirección a Cartagena vemos avan-
zar numerosas luces de coches. Esperamos instrucciones». Ayer
el general Bernal se refería a dos brigadas comunistas que
vendrían sobre Cartagena a apoyar al teniente coronel Galán.
Nadie le hizo demasiado caso, preocupados por aquel tira y afloja
que les obsesionaba; Bernal llegó a afirmar que una se hallaba
acampada en las inmediaciones de El Albujón. ¿Y si esas luces
correspondieran a los faros de los camiones que conducen a las
brigadas? Espa se ha limitado a comunicar la noticia al parque de
artillería, para que sea el mando quien decida. Él no puede orden-
ar abrir fuego de batería contra unos camiones por el mero hecho
de que transiten desde Murcia a Cartagena. Su comunicado no ha
tenido respuesta y hace un instante, por segunda vez, el capitán
Delgado, desde San Julián, repite el mensaje.
Con Arturo Espa están reunidos el capitán Rubio, jefe de la
guardia del puesto de mando, el capitán Macián, el sargento
Marín Gasca, y Nieva que, mitad por aburrimiento mitad por im-
paciencia, sale de cuando en cuando al exterior a cambiar impre-
siones con los centinelas, dando largas chupadas a una pipa que,
por culpa de la mala calidad del tabaco, se le apaga a cada
momento.
Las noticias que le trasmiten del parque siguen siendo contra-
dictorias. El capitán Serna le comunica una de carácter optimista:
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fuerzas no determinadas del regimiento naval han salido a la calle


apoyando la sublevación. Por su parte, el coronel Armentia, que
está en la base, le ha ordenado que dejara sin efecto la orden an-
terior de disparar contra los buques, anunciándole al tiempo la
posibilidad de que los elementos más comprometidos se hagan a
la mar en dos cruceros; que en tal caso, no dispare y les deje vía
libre. Lo que ocurre en la base y en la flota son dos misterios; lo
que sucede en el parque tampoco se entiende.
—Ponme en comunicación con el parque; quiero hablar con el
comandante Cifuentes…
Espa enciende un cigarrillo y se pasea por la sala mientras el
telefonista acciona el aparato y localizan al comandante.
—Cifuentes, San Julián insiste de nuevo sobre el comunicado
referente a los camiones. ¿Qué decidís ahí?
—No sé; no tenemos información válida para actuar y el cor-
onel ha sido requerido de la base para que se traslade y le han
dado toda clase de garantías…
—Pero ¿quién manda en la base?
—Nadie sabe nada. Quien ha telefoneado muy cortésmente ha
sido Paco Galán. El coronel se resistía a acudir y ha exigido pa-
labra de honor de que no sería retenido contra su voluntad. Los
marinos han salido fiadores.
—Pienso que podrían afanarse en ganar tiempo, y que esos
camiones son tropas comunistas sobre cuya llegada corrieron ayer
rumores. Pero ¿quién se atreve a tomar iniciativas sin estar
seguro?
Sus preocupaciones aumentan. De una parte, en la ciudad hay
desconcierto y nada está todavía resuelto. Oliva no debe haber lo-
grado el control de la base desde el momento en que Galán actúa
con autoridad y libertad y Armentia se aviene a trasladarse para
parlamentar con él. De la flota no llega ninguna noticia de fácil
152/410

interpretación. De otra parte, una caravana de camiones avanza


hacia Cartagena.
Otro cigarrillo. Las horas de la noche transcurren con irritante
lentitud; cada vez que consulta el reloj teme que se le haya
parado. Con Macián inician nuevos temas de conversación que en
seguida languidecen por falta de interés.
—El coronel le llama desde la base…
Espa aplasta el cigarrillo y de un salto se precipita sobre el
teléfono.
—A sus órdenes…
—Las cosas van camino de arreglarse. Estoy reunido con estos
caballeros y también con el teniente coronel Galán, que se coloca
en actitud razonable. Él mismo se ha puesto en comunicación con
el jefe del gobierno para buscar unas bases de arreglo y evitar un
choque. Amigo Espa, debe usted deponer su actitud lo mismo que
yo estoy dispuesto a hacerlo, hasta que hallemos una fórmula sat-
isfactoria de concordia. Antonio Ruiz, en quien tenemos confi-
anza, va a ser probablemente nombrado nuevo jefe de la base.
—Mi coronel, lo siento, pero no estoy de acuerdo. El regimi-
ento ha dado un paso decisivo. No podemos retroceder. Mi cor-
onel, mi posición y la de los oficiales a mis órdenes es terminante:
no acatamos al gobierno ni a quien lo represente.
Alguien debía mantenerse junto al teléfono escuchando la con-
versación. La voz de Vicente Ramírez sustituye a la del coronel
Armentia.
—Arturo; esto se ha terminado. Corta la sublevación y te doy
palabra de que no habrá represabas. Las patrullas de artillería es-
tán deteniendo gente y eso no es posible tolerarlo. Corren por la
ciudad quienes han sustituido la consigna de «Por España y por la
Paz», por la de «Arriba España y Viva Franco». Una insensatez.
Depón tu actitud y aquí no ha pasado nada.
153/410

—Lo lamento, Vicente, pero ni yo ni mis oficiales nos


volveremos atrás; llegaremos hasta el fin.
—¡Me aseguraste en una ocasión que ni tú ni tus oficiales es-
tabais metidos en la conspiración! Yo mismo te propuse que si un
día —y reconozco que ese día puede estar muy próximo— de-
cidíamos abandonar Cartagena, resignaría el mando precisamente
en ti para evitar represalias y desórdenes. Ahora resulta que te has
sublevado…
—No discutamos ese punto, Vicente. Sería largo. A la pregunta
que me hiciste de manera concreta, te respondí que no. Pues bien,
nadie me habló ni me ha hablado del día en que la guerra haya
terminado. En cuanto a lo que tú llamas conspirar, comprende
que por amigos que seamos no podía confiarte secretos que no me
pertenecían. Y no tengo más que decirte; sigo donde estoy.
Cuelga el teléfono. Rubio, Macián, Martín Gasca se le quedan
mirando asustados. Nieva deja apagar la pipa. El timbre del telé-
fono vuelve a sonar. Arturo Espa inicia una actitud de rechazo
pero ante la insistencia del timbre el telefonista lo descuelga.
—Es para usted, capitán.
Macián coge, dubitativo, el aparato.
—¿Quién llama?
La voz del interlocutor no llega a los oídos de Espa, que tam-
poco consigue identificarle. Se guía por algunas palabras sueltas y
las respuestas de Macián.
—…
—No, Adonis, lo siento…
—…
—De ninguna manera, lo hecho hecho está…
—…
—Supongo que lo dices en broma. De otra manera no te ad-
mitiría semejante barbaridad…
—…
154/410

—No tenemos más que hablar, estamos de acuerdo con


nuestro teniente coronel y a él obedecemos.
Los cuatro permanecen en pie. Nieva pugna por encender la
pipa y se mantiene retirado y atento. El artillero que maneja la
centralita se mantiene asimismo a la expectativa. Macián habla
con lentitud, como si hubiese sido golpeado.
—Arturo… era el ayudante Adonis… Que si debemos rectificar
nuestra actitud, que nos garantizan que no nos pasará nada, que
es una locura y que el coronel está reunido con ellos para buscar
soluciones. Yo, ya lo has oído… me he negado. Entonces… me ha
conminado a que te destituyera y ha acabado diciéndome que te
pegue un tiro si te resistes. Ya los has oído… le he replicado que
suponía que me lo decía en broma.
—¡Caray! La situación se complica por ahí abajo.
—Las baterías nos obedecen.
—No sé qué pensar. Nadie nombra a Fernando Oliva. ¿Le
habrán arrestado?
—¿Y no podría ser que a nuestro coronel le tuvieran bajo
amenaza?
—Desde luego. Por lo menos Vicente Ramírez tenía la oreja
pegada al teléfono y escuchaba nuestra conversación. Lo que me
intriga y desconcierta es cómo hayan podido ponerse de acuerdo
Galán, Vicente Ramírez y Norberto Morell.
—Como no sea que la llegada de tropas comunistas haya vol-
teado la situación. Esos faros acercándose por la carretera…
—Si Galán dispusiera de tropas frescas nos hubiera
amenazado o atacado.
—Podría tener la certidumbre de que se acercan. Esa segurid-
ad le haría sentirse fuerte y a Ramírez, en cambio, temeroso y
conciliador.
—Tampoco me daba sensación de aplomo. Me hubiese hab-
lado en otro tono o utilizado la amenaza como argumento.
155/410

—Esperemos a mañana. El día aclarará posiciones y solucion-


ará incógnitas.
Vuelve a sobresaltarles el timbre del teléfono.
—El capitán Serna llama desde el parque.
—¿Qué ocurre ahí, Serna? Nos tenéis sobre ascuas. Acaba de
telefonearme desde la base el coronel. Desconcertante.
—¡No le hagas caso a nada de lo que te mande! ¡No atiendas a
sus órdenes! Le han tendido una celada; estamos convencidos de
que le presionan y obligan. Aquí está el comandante Cifuentes,
Bermejo, Ramos Carratalá, Guindulain, Sabas González, Rosique.
En ausencia del coronel hemos formado una especie de consejo.
Mientras el coronel no se reintegre a su puesto en plena libertad
daremos las órdenes nosotros.
—¿Y qué hay de nuevo?
—La emisora de la «Flota» está emitiendo. Da vivas a Franco y
proclama que la Falange se ha apoderado de Cartagena. La situa-
ción, sin embargo, es confusa. Aquí se presenta gente que no
sabemos si están en favor o en contra. Nos traen prisioneros y
entre ellos algunos peces gordos. Se han producido tiroteos entre
nuestras patrullas y elementos que suponemos del 7.ª batallón de
retaguardia. No creíamos que se nos opusieran porque al coronel
Gutiérrez se le había arrestado en la comandancia militar, y entre
la tropa había muchos enchufados y esperábamos de ellos un
comportamiento por lo menos pasivo. Hasta el momento nada
grave.
—Tenme al corriente de cuanto suceda. En las baterías, sin
novedad y en calma.

Agitada y optimista ha transcurrido la noche en el destaca-


mento que en La Aljorra tiene establecido el regimiento de in-
fantería naval, destacamento que comprende el tren regimental y
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diferentes servicios. Después de arrestar a tres cabos reputados


como gubernamentales y comunistas, el destacamento se ha subl-
evado, primero «Por España y por la Paz» y al escuchar las alocu-
ciones de la radio, cuya emisora está próxima, en favor de Franco.
Vivas; más vivas que mueras han sido lanzados hasta la fatiga,
unos por convicción y otros por congraciarse con los ya consid-
erados como vencedores. La creencia general es que en Cartagena
y su zona la guerra está decidida, puesto que son los mismos man-
dos del ejército popular y la marina, o los más sensatos entre el-
los, quienes han encabezado el golpe contra el desacreditado gobi-
erno de Negrín.
Muchos en este destacamento se han incorporado al ejército
contra su voluntad, movilizados por las quintas. Ninguno de ellos
había manifestado intención de ir al frente a luchar en defensa de
lo que tratan de hacer pasar por República y que es remedo de la
Unión Soviética, a la cual están entregados o vendidos los
gobernantes.
Al conocer las noticias difundidas por la emisora de la «Flota
Republicana» se han improvisado banderas «nacionales» confec-
cionadas arrancándole la franja morada a una republicana y co-
siéndole una segunda franja roja desprendida de otra bandera.
Elementos derechistas del pueblo de La Aljorra que habían ne-
cesitado ocultarse por haber sido perseguidos o por temor de
serlo, unidos a quienes se han visto forzados a disimular sus senti-
mientos políticos o religiosos, a los que se han considerado perju-
dicados en sus intereses económicos o vejados, y otros cuyas ideas
republicanas se han disuelto como consecuencia de las altern-
ativas de la guerra, han demostrado públicamente su alegría. Los
locales de la CNT y la emisora comunista han sido asaltados, las
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banderas e insignias destruidas y los retratos de Lenin y Stalin


destrozados.
Los oficiales del destacamento esperaban la sublevación, «Por
España y por la Paz», y la orden les ha sido confirmada por telé-
fono desde Cartagena por parte del capitán ayudante del regimi-
ento, Manuel Alarcón.
Ginés Sánchez Roca, que ha participado con entusiasmo en los
hechos, se felicita de que la guerra haya terminado con el triunfo
falangista. Desea comunicar la noticia a sus padres y a su novia
que viven en El Albujón, a pocos kilómetros de distancia. A pesar
de que la radio, que llaman de la «Flota Republicana», ha estado
emitiendo la noticia a los cuatro vientos, por haberlo hecho dur-
ante la noche, lo más probable es que no lo hayan oído, salvo que
algún vecino les hubiera avisado.
Cinco kilómetros en bicicleta los recorre él en un momento;
quiere darles un abrazo y celebrar con ellos el esperado aconteci-
miento. En el destacamento la disciplina anda relajada por obra
del natural desorden; ni necesita pedir permiso. A media mañana
estará de regreso sin que su ausencia haya sido advertida. Para no
asustar a la familia despertándola, ha esperado a que despuntara
el día. Son más de las seis; por la parte del mar se anuncia sobre
las lomas una leve franja de luz difusa.
Pedalea sin prisa; a despecho del frío, que en el punto del alba
aprieta, Ginés siente deseos de cantar. Terminada la guerra les li-
cenciarán. ¿Para qué va a necesitar el Generalísimo Franco tantos
soldados en armas? Y a los movilizados está obligado a mantener-
los. Una nueva etapa se abre en su vida después de estos treinta y
dos meses de maldita guerra y de perpetuo desorden revolucion-
ario que no ha conseguido más que destruir y arruinar al país y
enemistar a unos con otros.
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La luz va iluminando los campos. Bajo los almendros, retira-


dos de la carretera como si pretendieran ocultarse, descubre
soldados acampados que permanecen vigilantes.
Pedalea más aprisa como si la inquietud le impulsara. Usando
de disimulo les observa y va distinguiéndoles mejor. Por su indu-
mentaria y armamento se deduce que llegan del frente; no se trata
de fuerzas de guarnición. La actitud de esta tropa se le hace so-
spechosa; desplegados en una gran extensión de terreno, pro-
tegiéndose con el arbolado, se mantienen al acecho. ¿Al acecho,
de qué? ¿O de quién?
Vestido de uniforme como va, pueden darle el alto y detenerle.
Les diría que le han dado permiso para ir a su casa por enfer-
medad de su madre. Necesita averiguar a qué unidad pertenecen
estas tropas y cuáles son sus intenciones. Su actitud es de aparien-
cia intranquilizadora. Aproximarse y preguntarle a alguno de ellos
sería imprudente. Tienen las armas al alcance de la mano, algunos
apercibidas, como si esperaran un ataque o se dispusieran a un
nuevo avance tras el descanso. De producirse contra ellos una
agresión no procederá del destacamento de La Aljorra…
Ha elegido para detenerse una alquería muy próxima a la car-
retera, antes de la entrada del Albujón. Le conocen de vista y él no
tiene noticia de que la familia de la alquería se haya distinguido
por actitudes extremistas.
—¿Me podría dar un trago de agua?
—Ahí tienes el botijo.
Se apea de la bicicleta. Bebe un largo trago, pues la agitación
de ánimo le ha despertado de verdad la sed.
—Oiga, ¿quiénes son ésos?
—Han llegado de la provincia de Valencia durante la noche.
Unos oficiales se han acercado a preguntarme si tenía leche y les
quería vender. He procurado sonsacarles por qué desplegaban las
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tropas y se ocultaban entre los almendros. Les he dicho que tenía


una vaca pero que acababa de levantarme y que no la había or-
deñado. Uno de ellos, que parecía más simpático, me ha replicado
bromeando que a falta de leche un vaso de vino le entonaría. A ése
le he hecho pasar y le he sacado un vaso de vino hasta el borde.
Me quería pagar, pero el dinero que llevan no va a valer nada. He-
mos Hado juntos un pitillo y me ha dicho que venían cansados y
que habían abandonado los camiones. Que en Cartagena había
una sublevación contra el gobierno y que ellos acudían a sofo-
carla. Me ha dado un susto, porque creía que la guerra estaba
terminada.
El hombre, vestido de pana y con la boina encasquetada hasta
las cejas, se desentiende de la conversación y se aplica a guarnecer
la mula.
Debe renunciar a visitar a la familia y regresar al destaca-
mento a poner en guardia a los compañeros. Estos tipos traen
malas intenciones y los del destacamento no están en condición
de oponerles resistencia alguna.
Iniciado el regreso finge no advertir la presencia de los solda-
dos y consigue alejarse sin que le den el alto.
Los más comprometidos son los oficiales. Y el celador, que se
ha arrancado de la gorra de alguacil la estrella de cinco puntas ar-
rojándola al suelo con desprecio.
En el destacamento los soldados comienzan a dar señales de
cansancio a causa del madrugón. Están distribuyendo el desay-
uno; leche condensada aguadísima que recogen en platos de alu-
minio y beben con prisa antes de que se les enfríe. Los más ham-
brientos desmigan parte del chusco en el plato.
—A la salida de mi pueblo hay tropas camufladas entre los al-
mendros. Vienen de Valencia y parecen una unidad traída del
frente. Yo creo que se disponen a avanzar hacia aquí por la car-
retera general.
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—¿Son muchos?
—Yo diría, mi teniente, que un par de compañías. Han venido
en camiones y debe haber más en otros puntos.
—¿Has hablado con alguno de ellos?
—¡Qué va! Les he esquivado por si se les ocurría interrogarme.
A un hombre de una alquería de por allá, le han dicho que en
Cartagena se han sublevado contra el gobierno y que vienen a rep-
rimir la sublevación.
Suboficiales, cabos y soldados van formando corro alrededor y
cuchichean. Una vez satisfecha en lo que puede la curiosidad de
los preguntones, Ginés se aproxima a los que desayunan, que han
advertido que algo anormal ocurre y que él es portador de
noticias.
—Vienen para acá tropas comunistas…
—¡La pringamos!
Un teniente se dirige a todos en voz alta.
—El gobierno envía tropas; nosotros no tenemos órdenes y
carecemos del armamento preciso para oponemos. ¡Aquí no ha
pasado nada! Conque, retiren esa bandera y escóndanla.
—Y usted —le dice a uno de los cabos— saque del encierro a
sus compañeros y dígales que ha sido una orden mal interpretada,
trasmitida, recálqueselo bien, desde la plana mayor del regimi-
ento. Y hágales una advertencia: que confiamos en que no vayan a
hacer el tonto: Que tengan presente que se les ha tratado con con-
sideración. Para el buen orden del destacamento conviene que es-
as tropas, sean quien sean, pasen de largo. Ya se las compondrán
los de Cartagena.
Por el rostro de los soldados puede comprobarse quiénes han
recibido una desilusión, quiénes se hallan atemorizados, y alguna
secreta complacencia que no trata de evidenciarse. Circulan en
voz baja diversos comentarios:
—En Cartagena les zurrarán.
163/410

—Eso significa que la guerra no ha terminado como creíamos.


—Me temo que va a haber hule y del gordo.
Hay que prevenir a los del pueblo que no se manifiesten,
porque las fuerzas que lo atravesarán o acamparán en él son «en-
emigas». Que sigan su camino y no se detengan en La Aljorra ni
en sus alrededores.
—¡Eh, tú! Avisa al celador que se dé prisa en buscar la estrell-
ita esa de las cinco puntas y que se la cosa a toda marcha.
—Le ayudáis a buscarla, que como no la encuentre se le puede
caer el pelo.
Imaginando los apuros del impulsivo celador, los soldados
ríen de buena gana.
—¿A quiénes les tocaba la guardia hoy? Que se presenten in-
mediatamente con fusil y cartucheras. La consigna, si se acercan
por aquí, es muy sencilla; punto en boca y nadie sabe nada.

—¡Eh! Vosotros, ¿dónde vive el alcalde de este pueblo?


Un automóvil cubierto de polvo ha frenado frente al casino de
Los Dolores; dentro, un oficial, un comisario y dos soldados con
naranjeros apercibidos.
—¿… el alcalde…?
—Sí, el alcalde de este pueblo. ¿O es que no me habéis oído?
—Le han dejado atrás; a cosa de trescientos metros, una casa
con jardín. Pregunten.
El coche maniobra para dar la vuelta y se aleja. Ellos se
quedan paralizados; hasta que el coche se pierde casi de vista no
se atreven ni a hablar.
—¿Quiénes serán esos tipos?
—Un comisario y un capitán…
—¿De dónde vendrán? Me dan qué pensar. Y el coche cubierto
de polvo; vienen de lejos.
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—Me voy a avisar; voy a llegarme al Albujón. Y tú, convendría


que dijeras algo a los de la emisora, no sea que queden por aquí
fuerzas adictas al gobierno o las traigan del frente y hayan es-
cuchado la emisión y se arme el gran tomate.
—Pero eran cinco sólo, contando el chófer.
—Me da en la nariz que son los jefes de algún batallón que se
han adelantado a explorar el terreno, y que lo que buscan es la
emisora de la «Flota Republicana». Una corazonada.
—Yo voy a avisar a los compañeros.
—Podrías llegarte hasta los muchachos que hacen guardia en
el puente. Por lo menos que estén prevenidos. Y que manden un
enlace a casa de don Zenón, que es donde creo que los falangistas
tienen el puesto de mando.
Animados por las proclamas de la emisora y por militares y
paisanos que han llegado de Cartagena, en Los Dolores, han det-
enido a algunos elementos por considerarles comunistas y, como
tal, peligrosos. La batería de la DECA, que está en las proximid-
ades, no les ha hecho frente; los que la atienden han declarado
que ellos estaban de acuerdo y se sumaban a la causa nacional.

Dejándose conducir por el instinto o guiado por la capacidad


de orientación adquirida en las noches vividas a la intemperie a lo
largo de la guerra, evitando las carreteras, bordeando caminos,
corriendo a ratos hasta que la falta de aliento le frenaba, atraves-
ando campos, Artemio Precioso, en larga y agotadora caminata,
ha conseguido llegar al aeródromo de Los Alcázares. El jefe del
aeródromo, el comandante Ortiz, de quien él tenía noticias y por
el cual ha preguntado, se halla ausente, en Madrid, según le han
dicho. La actitud que ha observado en Los Alcázares no le ha
sacado de dudas; sublevados no están, pero el oficial que le ha
recibido se ha limitado a dejar sentado que no puede actuar sin
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órdenes superiores, y como favor personal ha puesto a su disposi-


ción un automóvil con chófer para que le condujera hasta la car-
retera de Murcia, donde el mayor Precioso supone pueden estar
esperándole los batallones de su brigada.
No conoce estas carreteras; en el camino les ha amanecido y
ahora ruedan por la principal. Una larga línea de camiones y tro-
pas que vivaquean en los campos, hacen vacilar al chófer, que, in-
stintivamente y por precaución, disminuye la marcha. El comand-
ante de la brigada 206 reconoce desde lejos a sus hombres;
pertenecen al batallón 821.
—¡Sigue! ¡Son ésos!
La ansiedad remite. Una sensación de bienestar le recorre el
cuerpo, como cuando de niño, los profesores le levantaban un cas-
tigo impuesto con injusticia. Nota los ojos húmedos de emoción y
cualquier cansancio se le ha borrado de los miembros y del pecho.
Los centinelas le saludan. Salta del automóvil.
—¡Gracias! Puedes regresar a Los Alcázares. Dile al oficial que
me ha hecho un favor importante.
La noticia de la llegada del comandante corre de boca en boca
a lo largo de la carretera. Las peripecias sufridas y el arresto del
comisario nadie los conoce.
Por la carretera, con paso apresurado, viene el capitán Vila,
que manda el batallón. Bajo, fornido, con las piernas ligeramente
arqueadas y una boina encasquetada; estaba inquieto por la tard-
anza del jefe de la brigada y había acampado a su gente en las
proximidades de la carretera, destacando una compañía en van-
guardia y montando guardias.
—¡A tus órdenes!
—¿Qué hay, «Gayumbo»?
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Ha abrazado al capitán como si en él abrazara a todos sus


hombres recuperados.
—¿Está completa la brigada?
—Sí, han ido llegando los batallones, el mío venía en van-
guardia. Algunos camiones se han averiado por el camino; son
unos cacharros. Ésa es la causa de que nos hayamos retrasado.
—¡Sargento! Mande enlaces a los jefes de batallón; que se
reúnan inmediatamente conmigo. Y también los comisarios…
El capitán Vila es gallego, y tan rubio que casi podría parecer
albino. Observa en el comandante una agitación desusada, pues
su carácter habitual es más bien reposado.
Le coge del brazo y le aparta junto a uno de los camiones. Mi-
entras esperan a los jefes de batallón le relata, resumiéndola, la
aventura que acaba de vivir en las últimas horas.
El primero en llegar es el capitán Sempere, jefe del Estado
Mayor. Reanuda las explicaciones y, en seguida, inquiere noticias
sobre el traslado de la brigada. Sempere le informa que, salvo las
averías de algunos camiones, que han provocado retrasos e inco-
modidades, el viaje se ha hecho sin novedad. La sección burocrát-
ica de la plana mayor, llegará al día siguiente.
Noticias sobre lo que ocurre en Cartagena, no las tienen; anal-
izando la detención del comandante y el comisario no llegan a
conclusiones demasiado claras. Uno de los jefes de compañía
junto con el comisario ha llegado, con escoltas, hasta Los Dolores,
en un automóvil. Las calles están casi desiertas y los escasos ele-
mentos civiles les huyen o esquivan y se han encerrado en sus
casas.
—A tus órdenes…
Van presentándose los jefes de batallón. El capitán Regalado,
sargento en el antiguo ejército, manda el batallón 822. Emilio
Sempere manda el 824, y Barrena, guerrero de nacimiento, serio
y modesto, que era campesino en Extremadura, su tierra cuando
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comenzó la guerra, manda el batallón 823. También se presenta el


capitán Úbeda, ayudanta de la brigada, que procede de las clases
del ejército. Algunos comisarios: han sido localizados y
advertidos.
—Os tengo que dar una mala noticia. La sublevación en Cart-
agena es un hecho. Tenemos al comisario detenido, y también al
chófer. Yo me he escapado por pies. Busquemos un observatorio y
planeemos el avance sobre la ciudad. Necesitamos recoger
informes.
Una alquería a poca distancia de la carretera, despejada de ár-
boles y con azotea, es el lugar que eligen para celebrar consejo.
—Vamos para allí…
—Artemio… He mandado a un enlace con encargo de localizar
el puesto de mando de un capitán que ha llegado de la escuela de
tanques de Archena. Le mando que venga a tomar contacto con-
tigo. El gobierno ha enviado carros blindados y tanques a sofocar
la rebelión y a cooperar con nosotros.
—¿Cuántas unidades son?
—Exacto no te lo sabría decir: ocho o diez blindados…
—Yo he visto tres tanques más por la carretera.
—Para la lucha en la ciudad nos serán muy útiles.
—A mí, me ha dicho el capitán que iba a adelantar cuatro tan-
quetas en plan de descubierta para tantear al enemigo.
—¿Dónde está? ¿Qué se sabe del enemigo?
—Un paisano me ha asegurado que en el puente de Los Do-
lores hay soldados de artillería haciendo guardia, y algún civil con
fusil y cartucheras. Y asegura que él ha oído dar vivas a Franco y
la Falange.
Suben a la azotea; ha salido el sol y se domina un amplio pan-
orama; los colores pardos de campos y montañas van
encendiéndose.
—No disponemos ni de un mapa.
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—Cartagena está rodeada de montes; dos castillos la dominan.


En esos montes y en los que bordean el mar y forman el litoral es-
tán emplazadas las baterías. Si el regimiento de artillería se ha
sublevado, las baterías de costa deben estarlo también. Mi opin-
ión es que debemos atacar por ambos flancos y apoderarnos de
los castillos y las baterías que dominan la ciudad. No conviene
desgastarse en un ataque frontal hasta que sepamos cuáles son las
fuerzas sublevadas y de qué elementos disponen. Podernos ad-
elantar un batallón, protegido por los blindados, para presionar
sobre la ciudad. Y las tanquetas, si el capitán está de acuerdo,
podrían hacer entradas rápidas de hostigamiento y tanteo.
—En Cartagena, aparte de la marinería de la flota, de las tripu-
laciones, que suman varios millares, hay el regimiento de artiller-
ía de costa n.º 3, está asimismo el regimiento naval n.º 1, que es la
infantería de marina, y un batallón de retaguardia, el n.º 7, cuyos
efectivos nadie conoce, porque aumentan y disminuyen. Los dos
regimientos no deben estar completos y dudo de su capacidad
combativa; la mayor parte deben ser «enchufados». Hay algunos
guardias de asalto, y que yo sepa nadie más.
—Pero disponen de una artillería formidable, de castillos, de
sólidos edificios; dominan el terreno, conocen la configuración de
las calles…
—¿Y todos, todos estarán sublevados, hasta los marineros…?
—Tenemos en Cartagena un millar de camaradas. Están los
obreros de la Constructora, los de las minas, los de las fábricas,
los descargadores del muelle, los pescadores…
—Hagamos el balance de las fuerzas combatientes…
—Sea lo que sea, insisto en que hemos de estudiar el plan que
os he expuesto. Tú, Antonio, lo desarrollas y perfeccionas. Entre
tanto hemos de procuramos información.
Llega corriendo uno de los comisarios que el enlace no había
encontrado. Irrumpe en la terraza acalorado por la carrera.
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—¡Vengo de hacer una descubierta con una patrulla!… ¡Se han


sublevado los fascistas también! ¡Arriba España y toda la hostia!
Una emisora de radio que hay cerca, en las afueras, dice que Cart-
agena se pone a las órdenes de Franco, y llama a Burgos, a Melilla,
a Málaga… Un puente lo han cortado con una barricada… detien-
en a nuestros camaradas y los encierran. La hijoputez triunfante…
Hemos de ir en seguida a por ellos.
Que las circunstancias han cambiado resulta evidente. Pero
una visión apasionada y local puede inducir a error. Ni la flota ni
muchos de los jefes que pensaban oponerse al gobierno pueden
ahora colocarse a las órdenes de Franco ¡No es posible!
—¡Ah!… Se me olvidaba… el capitán de los blindados de
Archena ha mandado poco antes de amanecer cuatro tanquetas
hacia Los Dolores para explorar el terreno. Tres, que se han ad-
elantado, no han vuelto. La otra, más rezagada, ha tenido que
hacer marcha atrás; la han tiroteado y ha visto barricadas.
—De momento que se ponga en alerta la brigada, que se camu-
flen los camiones bajo los árboles. No perdamos de vista que la
aviación fascista puede atacarnos. Y tú, «Gayumbo», llégate hasta
las compañías que tienes en vanguardia; que emplacen ametral-
ladoras y destaca una sección hasta que tome contacto con esos
tipos.
El capitán Vila se pone en pie y se dispone a descender por la
escalera.
—¡Un momento! Necesitamos que se hagan prisioneros y si
encuentran a algún afiliado al partido, o cualquiera que les
merezca confianza, que sea interrogado. Nos es precisa informa-
ción antes que nada.

—Usted primero, mi general, no faltaba más…


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A pesar de su traje oscuro de paisano y de las blancas alpar-


gatas que calza, como quien reside en el campo, el general don
Rafael Barrionuevo, presenta un aire digno y marcial. Con cierta
dificultad debida a los años y a que su salud anda vacilante des-
pués de la muerte de su hijo, sube a la tartana y se acomoda en
uno de los asientos.
El comandante don Manuel Lombardero, que el día 15 de julio
de 1936 llegó a su casa de Los Dolores a disfrutar del permiso ver-
aniego, y que al estallar la revolución fue dado de baja del ejército
y detenido, y que durante algún tiempo se sintió acorralado, desde
hace más de un año, semiolvidado de sus enemigos, va con-
siguiendo, a regañadientes, adaptarse a una vida retirada entre
sus libros y el cuidado de su jardín en el cual, por imperativo de
las circunstancias, alterna con el rosal, la tomatera.
De que Cartagena se ha sublevado no queda ahora duda. Y lo
ha hecho en favor de Franco. Hasta el momento, el comandante
de Estado Mayor, Manuel Lombardero, se ha negado a ligarse a
ninguna de las conspiraciones a que le invitaban amigos o cono-
cidos, sea por considerarlas carentes de secreto y seriedad o
porque en ellas andaban confundidas personas, y en especial mil-
itares, que sirviendo al ejército rojo no le merecían suficiente con-
fianza. Esta mañana, después de oír las llamadas de la emisora,
que por irrisión o descuido, aún se titula de la «Flota Republic-
ana», pero que se ha declarado nacional, considera que ha llegado
el momento de actuar.
No disponen de más vehículo que esta tartana en la cual van a
poner más de una hora para trasladarse a Cartagena, pero lo im-
portante es presentarse en el parque de artillería y unirse a los
que se han alzado en nombre del Generalísimo de los ejércitos
nacionales. Esta vez, por lo que puede deducirse de las alocu-
ciones, están dispuestos a jugar una baza clara y definitiva.
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Los demás se han ido acomodando en el interior de la tartana,


un poco apretados, pero nadie quiere dejar de incorporarse a los
sublevados. Con el general de la reserva de infantería de marina,
don Rafael Barrionuevo, que a despecho de años y achaques se
pone en camino, y del comandante Lombardero, los demás pasa-
jeros son el yerno de Barrionuevo, notario don José Pareja, José
García Sánchez, Pedro Sánchez Meca, y Fernando Querol, que
ocupa un puesto en la fiscalía de la base. El hijo del señor Sánchez
Meca lleva las riendas de la caballería.
—Les confieso, señores, que cuando ayer tarde se me present-
aron los capitanes Romero Duelo e Hidalgo Ros, excelentes patri-
otas, desde luego, a comunicarme que se preparaba un levantami-
ento para las once de la noche, no creí que fuera con el carácter
que ahora observo que se confirma. Estaba escarmentado por an-
teriores fracasos, como cuando destituyeron al coronel… vaya cor-
onel de ahora, don Basilio Fuentes. Andaban metidos en aquellas
conspiraciones gentes en las que no podía confiarse. A ustedes se
lo puedo confesar, algunos de los conspiradores, de nacionales
¡nada! Lo que pretenden es situarse con los vencedores. Tampoco
estaban claros los objetivos; porque no es lo mismo pretender
derribar a Negrín, que alzarse para entregarle la plaza al Gener-
alísimo. Son dos actitudes distintas y basta cierto punto, les diré,
que incompatibles. Porque, somos o no somos.
—Pero el teniente coronel Espa…
—Del capitán Espa —y subraya, con el tono la graduación— me
fío; ése sí merece confianza y lo que él emprenda acertado fin
llevará.
Durante treinta y dos meses, el comandante Lombardero no
ha tenido más comunicación con la zona nacional y con el ejército,
al cual en secreto se considera integrado, que el liviano hecho de
escuchar las emisiones de Burgos, Sevilla o Salamanca; lo único
que le ha sido posible. Ha meditado en su situación de inactividad
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las posibilidades de contribuir a la lucha, por medio de actos


útiles y ha pesado y medido posibilidades e inconvenientes, ries-
gos y proyectos.
—Usted, Lombardero, parece que a veces exagera. En la con-
spiración están personas como Ramos Carratalá, Rosique, Ber-
mejo, Sabas Navarro, Guindulain… en fin, creo que…
—De algunos de ésos también me fío, pero no dejan de ser
paisanos. Hubiéramos necesitado una personalidad militar, con
prestigio, energía y decisión. Una sublevación, aunque apoyada
por paisanos, debe siempre estar encabezada por un militar. Eso,
aunque no lleguen a producirse combates, conque si se producen,
no digamos. El siglo diecinueve es pródigo en ejemplos, y la his-
toria que nosotros hemos vivido nos lo confirma. En septiembre
del veintitrés no se producen choques sangrientos, pero, señores,
tenemos al frente a don Miguel Primo de Rivera, y el diecinueve
de julio…
La jaca marcha con paso monótono que les obliga a dar cabez-
adas. El general Barrionuevo lleva colocadas las manos sobre las
rodillas y no ha cambiado de postura. Como cordobés mantiene
una actitud grave y permanece silencioso y pensativo. Cuando
habla lo hace con acento andaluz.
—Aunque retirado como estoy, mi deber es presentarme a las
autoridades.
Y ¿quiénes son las autoridades?
—Lo ignoro; no supieron aclarármelo. Arturo Espa tenía la
misión de sublevar las baterías y el coronel Armentia el parque.
Como ustedes saben —va explicando Fernando Querol— ayer es-
tuve en la base, cosa que no hago más que cuando mi presencia es
absolutamente indispensable y no puedo excusarme, aunque ayer
fui en busca de noticias. Allí unos tiraban hacia un lado y otros
hacia otro. Vicente Ramírez hace causa común con Norberto
Morell. Fernando Oliva resulta para mí un misterio; algunos
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confían en que llegará a inclinarse hacia nosotros. Están Vicente


Trigo, y los marinos: Abárzuza y los Rodríguez Lizón, Federico
Vidal y los oficiales de la flota, Luis Núñez de Castro, que estuvo
reunido con algunos de los que nombro, Ruiz de Ahumada, En-
rique Manera y otros. De unos se sabe, de otros se rumorea.
—Mucha gente y poco secreto…
—Sí… puede… El ingeniero La Cerda, que ése sí merece entera
confianza aunque no fuera más que por las terribles pérdidas que
ha sufrido en su familia, hacía esfuerzos por convencer al general
Bernal para que se pusiera al frente…
—Con ese Bernal no se va a ninguna parte.
—Les cuento lo que vi o escuché… Se negaba a colaborar. La
Cerda se retiró indignado y decepcionado.
—En resumen, ¿quiénes son en Cartagena las nuevas autorid-
ades? ¿A quién debemos presentarnos? Por mi parte, en mi calid-
ad de comandante de Estado Mayor, que me he negado a costa de
riesgos y sinsabores a colaborar con esta gentuza, me arrogo el
derecho, si no existe persona más caracterizada, a asumir mi
puesto en representación del verdadero ejército español, hasta ser
relevado por quien el auténtico mando designe.
Unos soldados de artillería han hecho señas de que se detenga
la tartana. El comandante Lombardero se incorpora del asiento y
se asoma.
—¿Qué hacéis aquí, muchachos?
—La consigna…
—Soy el comandante Lombardero, de Estado Mayor, y viene
con nosotros el general don Rafael Barrionuevo.
Tras una vacilación, el artillero ha saludado de manera am-
bigua, sin seguir la norma del ejército republicano que consiste,
cuando se está armado, en llevar la mano derecha con el puño cer-
rado a la altura del hombro izquierdo, y en posición de firmes.
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En los cuarteles de San Antón les obligan de nuevo a deten-


erse. Descienden de la tartana y se identifican. Un teniente con las
dos barras doradas y la estrella de cinco puntas en la gorra, regla-
mentarias en el ejército popular, les saluda una vez identificados,
sin cuadrarse.
—A sus órdenes, mi general… Voy a buscarles un automóvil
para que les traslade al parque de artillería. La situación en la cap-
itanía de la base es confusa. Tengo orden de encaminar al parque
a cuantas personas se presenten: militares, marinos, guardias o
paisanos. Es en el parque donde se ha establecido el mando.
Suben a un automóvil y con ellos, en el estribo, un artillero ar-
mado de fusil.
Poco movimiento en las calles, a las cuales comienza a
asomarse el sol. Una escuadra, mandada por un cabo y reforzada
por dos paisanos armados, se cruza con ellos. Frente a la puerta
principal del parque, un corrillo de curiosos, donde no faltan
mujeres del vecindario, les abren paso y se aproximan a las puer-
tas para observar lo que ocurre en el interior.

Antes de proceder a un ataque contra los fuertes y baterías y


contra la ciudad, el arsenal y los muelles, las operaciones que ini-
cia la brigada 206 consisten en una toma de posiciones sobre la
carretera y sus flancos, despliegue de los batallones en dirección a
las líneas que van a ser los ejes de sus avances, y enviar secciones
y patrullas a procurarse información y a comprobar cuáles son los
puntos de resistencia, si es que los hay.
Localizadas las instalaciones de la emisora desde la cual los
fascistas vocean y comunican con los rebeldes, éstas van a ser uno
de los primeros objetivos. El influjo de la radio es importante,
como se viene demostrando a lo largo de la guerra. En el presente
caso hay que añadir el efecto que puede causar en el territorio
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republicano; cuando se atraviesan momentos en que la moral


decae, la influencia será nefasta. No serán muchos los que la hay-
an escuchado, pero las noticias se propagan, se exageran y acaban
desmoralizando.
Hay también que asegurar las comunicaciones con Murcia y la
retaguardia en general, y cubrir el normal aprovisionamiento de
la brigada.
Se ha visto volar un hidroavión de reconocimiento, pero tan le-
jano que no ha podido ser identificado. Por la declaración de un
labrador, se ha llegado al convencimiento de que no lejos hay una
batería de la DECA. Lo que se ignora es la actitud del mando de la
batería con respecto a la sublevación. Habrá que localizarla con
exactitud, tomar contacto con los artilleros si se mantienen en la
obediencia del gobierno o atacarles si se han insubordinado.
Varios de los camiones que quedaron rezagados han ido incor-
porándose. Y a los soldados, salvo a aquellos a quienes se les han
asignado servicios, se les ha concedido un breve descanso.
El capitán que manda los blindados de Archena proporciona
noticias inconcretas, pero lo cierto es que las unidades suyas que
han penetrado hacia la ciudad han sido hostilizadas. No hay un
frente continuo, más bien fuerzas indeterminadas que tienden
emboscadas. Tres de las tanquetas enviadas en plan de descu-
bierta no han regresado.
En este domingo —¿quién recuerda que sea domingo?—
soleado, y en el ambiente primaveral anticipado de esta amable
huerta, el teniente y el comisario de la compañía que ocupa la
vanguardia, acompañados del miliciano de la cultura, un sargento
y cinco hombres armados con bombas de mano, han instalado un
puesto de mando provisional en una casilla al borde mismo de la
carretera. Junto a una alcantarilla, aprovechando el desnivel, se
ha emplazado un fusil ametrallador que domina los campos. No
se ve a nadie. A lo lejos un labrador con su mula se aplica al arado
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de la tierra, como si cuanto acontece le dejara indiferente o en


nada le afectara.
Las patrullas han adelantado hasta cerca de Los Dolores utiliz-
ando caminos laterales y tratando de no dejarse ver por el en-
emigo que nadie sabe dónde se encuentra.
A través de los gemelos de campaña nada anormal se divisa y
hay que descartar la posibilidad de que el labrador del arado sea
disimulado espía que observe los movimientos de la tropa.
Calentándose al sol fuman y charlan en espera del regreso de
los batidores.
—En resumen, ¿quién se ha sublevado?
—Los fascistas…
—No puede ser; Cartagena en bloque no puede haberse pasado
al enemigo de la noche a la mañana. Circulaban comentarios
sobre un movimiento para derrocar al gobierno Negrín y la flota
estaba complicada.
—Cualquiera que se subleve, en guerra, contra el gobierno
legítimo, ha de ser considerado fascista y tratado como tal.
—Sin embargo, en Cartagena había gente nuestra; vaya, que
no creo que los nuestros se vayan con Franco por las buenas. ¿Y
los obreros, y las tripulaciones?
—Las pruebas están ahí. Por la radio daban vivas a Franco y le
pedían auxilio…
—Será un golpe de audacia de unos pocos…
Por la parte de atrás, pues han debido de dar un rodeo, llega
una de las patrullas. Traen con ellos a un soldado y un paisano; un
obrero con el cabello gris, que charla con los soldados. La patrulla
la manda un cabo moreno y chaparro, de treinta años, que era en
su pueblo, de la provincia de Badajoz, peón agrícola. Un soldado
de su mismo pueblo cuenta que a la hermana la violaron en su
misma casa unos moros, y que él se fue a los montes de Cáceres
armado con una vieja escopeta de un solo cañón, hasta que
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consiguió pasar a las líneas republicanas. Nunca habla de su fa-


milia y menos de lo sucedido a su hermana, pero el soldado ase-
gura que es cierto. En el combate se muestra duro con los enemi-
gos y muy hábil en aprovechar el terreno; es sobrio, valiente, su-
frido, silencioso y eficaz. Por analfabeto no ha podido, después de
aprender las primeras letras en la compañía, alcanzar mayor
graduación que la de cabo, pero suele utilizársele como sargento
en determinado tipo de misiones.
En el interior de la casilla, unos rayos de sol iluminan y cali-
entan a través de la ventana sin vidrios. El teniente se sienta en un
taburete, el comisario se mantiene en pie y el miliciano de la cul-
tura y el sargento aprovechan como asientos un saco de algarrob-
as y una collarada.
—Haz pasar primero al viejo, a ver si sacamos algo en claro.
Viste traje azul de mecánico y calza alpargatas. Al entrar se
quita la gorra de visera.
—Tú dices que eres miembro del partido. Enséñame el carnet.
—Lo tuve que romper, camarada, están deteniéndonos. Yo
vivo en Santa Lucía, y por la parte de acá no me conocen. Vine a
Los Dolores a visitar a mi compadre, que es antifascista, desde
luego, pero tirando hacia lo apolítico…
—Mucha casualidad que ninguno pueda presentar el carnet.
—¡Déjale hablar!
—Oiga, teniente, le digo la verdad aunque el comisario no me
crea. Pertenezco al partido desde enero del treinta y siete. A la
UGT desde hace casi treinta años, desde que trabajo, vaya.
—De acuerdo. ¿Qué has visto?
—En Cartagena dominan los fachas. Andan deteniendo a los
verdaderos antifascistas. Tirotean nuestro radio, que está cerca de
la Telefónica, en una casa que era propiedad de don José Maestre.
No me he atrevido a acercarme demasiado. Ellos están en el
parque de artillería y en la base. La verdad es que no estoy seguro
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que todos sean fascistas, porque en el parque está la bandera re-


publicana. En cambio, en el cuartel de Antigones…
—¿Qué es eso? ¿Dónde está?
—Está… yendo hacia allá a la izquierda y en alto, frente al mar,
cerca de la plaza de toros. En Antigones se aloja el 7.º batallón de
retaguardia; las puertas estaban cerradas y con guardia armada al
exterior. Un vecino de Santa Lucía que tiene a su hijo sirviendo,
me ha dicho que ese batallón se quedaría en favor del gobierno.
—Y, en Los Dolores, ¿qué?
—Mi compadre me ha contado que esta noche había los fascis-
tas y emboscados por la calle y militares, revueltos, hasta algún
marino, y que se apoderaron de la emisora y es cuando empez-
aron a bramar que daba asco oírles. Y venga detener a los antifas-
cistas. El que está mejor enterado es uno de sus sobrinos, de esos
jóvenes que no les interesa nada y están sólo para bailoteos y
mujeres, y como mi compadre, no es por decirlo, es más listo que
el hambre, ha ido tirándole de la lengua. Le ha confesado que la
guerra se la veían ganada, que en Los Barreros, un poco más allá,
un tal don José, Garrido creo que se apellida, tenía preparada algo
así como una compañía de falangistas, que ellos llaman centuria,
formada por viejos y jóvenes, lo peor de cada casa, señoritos,
desertores, enchufados y de todo lo malo en general…
—¿Tú les has visto? ¿Qué armamento tienen?
—Al verles, tiré, así, hacia las huertas, y pasé por unas empal-
izadas, no fueran a detenerme. Fusiles vi, y pistolas. Ametral-
ladoras y eso, no vi ninguna.
—Pero tropas regulares, ¿has visto?
—Pues… te diré, camarada teniente… De todo revuelto, hasta
dos guardias de asalto, que no sé cómo no se les cae la cara de ver-
güenza, y mucha chiquillada, de dieciséis o diecisiete años. Y en
casa de un médico que llaman don Zenón Martínez se reunían; y
ése tiene dos hijos falanges, que hoy todo el mundo lo comentaba.
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—¿Sabes por dónde se puede, subir a ese castillo de Galeras?


—No. Verlo, lo veo todos los días de mi vida, pero subir no he
subido, que es zona prohibida. Y de chiquillo me tiraba más el
mar…
—¡Quédate ahí fuera por si te necesitamos! Al avanzar te
vienes con nosotros; no con los de delante, no tengas miedo, y si
conoces a alguien, amigo o enemigo, nos lo señalas.
Antes de salir se rasca la cabeza y se coloca la gorra de visera.
El comisario le grita.
—Y no hacía falta que te descubrieras, que aquí todos somos
camaradas y la educación está bien, pero no es obligatoria…
—¡Salud!
El sargento entra con un joven vestido de militar, con la guer-
rera desabotonada y debajo un jersey de diversos colores. Tam-
bién lleva una bufanda y zapatos gastados de paisano. Antes de
que le pregunten, levanta el puño y rompe a hablar.
—Hemos de atacar en seguida la ciudad, a tiro limpio, y cor-
rerán como conejos. Nos meten en la cárcel y llevan presos al
parque; hay por ahí tíos de muy mal café y lo tienen todo copado y
van a armar la repanocha si no nos damos prisa y nos unimos los
antifascistas que lo somos, porque con el cuento de comunistas y
no comunistas y «Por España y por la Paz», los fascistas nos
cogerán y mandarán al paredón ya que los de la emisora le pedían
a Franco que enviara moros a fusilamos, que no es mentira, que
yo lo he oído así mismo con todas sus letras, y la flota ahí metida
sin moverse y es que la «guardia roja», lo mejor de la marinería,
murió cuando la explosión del Jaime I, que yo sé muy bien que
fue obra de los fascistas emboscados, que de muchos podría dar
los nombres, y la quinta columna está en todas partes como lo de-
muestra hoy, que hubiera habido que cargarse a los militares de
carrera y a los marinos, sin dejar uno…
—¡Calla de una vez, o te pego una guantada…!
180/410

—Espera a que te preguntemos, que hasta ahora no has dicho


nada con sentido ni seso.
—Mucho hablas, y me estás oliendo a fascista…
—¡Sargento, basta! No le aturulles más de lo que está.
—¡Es que me jode! Lo ha encontrado la patrulla y no queda
aclarado si le han hecho prisionero o se ha presentado de
voluntad.
—¿A mí, prisionero? Pues sí que…
—¿Llevaba fusil? Pregúntalo ahí fuera…
—Ya lo he preguntado. No lo llevaba, pero es capaz de haberlo
tirado…
—¡Basta! Soy yo el que interrogo.
—¿Qué hacías en Los Dolores?
—Pertenezco al 7.º batallón de retaguardia, y ayer por la
mañana me dieron permiso porque mi cuñada estaba de parto y
era sólo de veinticuatro horas y pensaba regresar, pero por la
noche con el lío de «Por España y por la Paz» me aconsejó el
médico que no saliera de casa, andaban poniendo controles y, si
no eras de los suyos, te trincaban…
—¿Y qué se contaba en tu batallón?
—Que la escuadra iba a desertar porque la guerra se acababa y
que así no la cogerían los fascistas, y que los artilleros no obed-
ecían al gobierno y que la guerra se acababa, eso.
—Pero, en tu batallón, ¿estaban o no con el gobierno?
—El coronel Gutiérrez, que lo manda y es comandante militar
de Cartagena, es republicano de toda la vida. En el batallón hay
muchos enchufados, la verdad sea dicha, que allá le meten a uno
por influencias…
—Como tú, cabrón…
—¡Déjale, tranquilo!
—Yo estoy ahí porque tengo la hernia…
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—Anda, ¡lárgate! y tu deber, es reintegrarte como puedas al


batallón. Busca caminos que no pase nadie… O si no, haces lo que
te dé la gana, te vienes con nosotros o te marchas a dormir.
—Yo lo que quiero es luchar contra los fachas… reconozco que
por causa de la hernia…
—¡De frente, mar…!
El sargento se asoma a la puerta para avisar al centinela.
—Al tío ése, que se largue, que se vaya a la mierda; le dejáis.
Vuelve a entrar en la casilla, enciende un cigarrillo.
—Para mí que es un fascista…
—¡Qué fascista! Lo que es un gilipollas como una casa.

Desde las calles que separan la capitanía de la base del parque


de artillería se oyen algunos disparos distantes y de difícil local-
ización; a medida que avanza la mañana la sonoridad es mayor y
los disparos no retumban con el medroso estampido de la noche.
Corpulento, de cabello oscuro y rizado, el coronel Armentia cam-
ina desentendido de sus acompañantes.
La manera como están desarrollándose los acontecimientos
contraría sus planes y desborda sus propósitos. Ráfagas de de-
presión le barren el ánimo y se sabe inerme contra ellas.
En la base nadie se entiende. Francisco Galán, contra quien se
habían puesto de acuerdo, mantiene una actitud contemporiz-
adora, que se hace sospechosa de equívoca. ¿Confía en la llegada
de las fuerzas que el gobierno manda en su apoyo? Desde ayer se
habla de dos divisiones de signo comunista, que a más de uno
tiene asustados, pero han transcurrido más de doce horas desde la
llegada de Francisco Galán y nada se sabe de esas fantasmales
fuerzas. ¿Se habrá extendido la sublevación contra Negrín y los
comunistas? La conspiración, si así podía llamarse a la concreción
de un estado de ánimo generalizado, era de amplio alcance y, a
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pesar del secreto que suele rodear a estas actitudes, llega un mo-
mento en que estallan, y también se produce un movimiento en
dirección inversa; muchos de los que se habían comprometido se
echan atrás y otros que se dieron como comprometidos no lo es-
taban. Se han barajado, en voz baja o en voz alta, los nombres de
Matallana, de Casado, de Menéndez y de diversos jefes del ejér-
cito. Conviene plantearse otros interrogantes: ¿Son en verdad
comunistas los militares profesionales que tienen el carnet, o para
algunos el hecho de afiliarse al partido ha sido procedimiento de
protegerse contra antecedentes derechistas? ¿Cómo reaccionarán
ésos ante un decidido enfrentamiento? Hay también los que se
han afiliado cediendo a presiones de distintos órdenes; aquéllos,
influidos por el hecho de que eran los comunistas los únicos ca-
paces de restablecer la disciplina en el ejército, y los ambiciosos
prontos a cambiar de chaqueta. En Cartagena, el contragolpe
parecía preparado y dispuesto sin fisuras, y salvo Gutiérrez, del
batallón de retaguardia, fuerzas de escasa entidad, se mostraban
dispuestos a oponerse al putsch comunista. Resulta que Galán
afirma que no hay tal putsch, que es una fantasía divulgada de
mala fe por los enemigos de la República; resulta que Vicente
Ramírez, Morell, Semitiel, los que más opuestos se manifestaban
contra Galán, parlamentan con él y acaban por ponerse de
acuerdo; resulta que el comandante García Martín no saca del
cuartel las primeras y magras fuerzas hasta el amanecer; resulta
que Arturo Espa se declara fascista o poco menos, que no se sabe
quién abre las puertas de la cárcel a los elementos de derechas
presos; que un viejo general, Barrionuevo, se instala en el parque
y se declara cabeza de una sublevación franquista, mientras que la
emisora de la «Flota» lanza al aire desesperados gritos pidiendo
ayuda al mismísimo Franco. Y Fernando Oliva y los suyos, tam-
bién parlamentan mientras mantienen el control del edificio de la
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base; y no se sabe con quién están ni a quién obedecen, caso de


que obedezcan a alguien.
Desde la base han comunicado con el jefe del gobierno, de
quien aseguraban no reconocer la autoridad, y aceptan sus com-
ponendas sin acordarse de que la madre del cordero consistía en
derribar a ese jefe y a ese gobierno. La flota vacila, amenaza a
quienes estaban de acuerdo con sus mandos y al final deciden zar-
par hoy mismo. Confirmando las conversaciones con el inefable
Negrín, acaba de recibirse por teletipo el nombramiento de Anto-
nio Ruiz como nuevo jefe de la base, a manera de transacción.
Galán lo acata, pero a Ruiz nadie lo encuentra; ha desaparecido.
Ninguno habla con sinceridad, con claridad, y él es el primero que
oculta sus intenciones, o las desconoce de puro confuso y descon-
certado. Nadie manifiesta sus pensamientos; cada cual se reserva
los triunfos, como en un juego entre tramposos o dementes.
Dos hechos resultan demostrados; la sublevación de los
falangistas, y él mismo los tiene metidos en el parque; otro, que,
en la flota, desde el almirante y el comisario hasta el último mar-
inero están deseando hacerse a la mar. Unas conclusiones claras;
los choques han comenzado, la ciudad entera vive sobre un
polvorín, y si no se templan los ánimos y cada cual hace su per-
sonal examen de conciencia, va a desembocarse en una matanza
en que resultará imposible distinguir amigos de enemigos.
¿Cuáles serán los propósitos secretos de Oliva, de Ardois, de
García de la Puerta, de Manzanera, de los marinos que se hallan
en capitanía? ¿Se ha sublevado Pallarés en el arsenal? Desde la
azotea de la base ha disparado una ametralladora contra un avión
gubernamental de observación que sobrevolaba la ciudad y el pu-
erto. Una red inextricable de cabildeos, intentos de componenda,
presiones, fintas dialécticas; y en el centro él, Armentia, coronel
jefe del regimiento de artillería de costa n.º 3. ¡Si supiera cuál es
la mejor solución, que puede contribuir a paliar los males de la
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martirizada España! ¿Que gane la guerra Franco de una vez y sin


más choques sangrientos? ¿Que se forme en zona republicana una
junta militar encargada de negociar la rendición? ¿Y si el precio
de esa junta fuera la obligación de luchar a muerte contra los
comunistas?
Del asta que hay en el balcón principal del parque cuelga la
bandera monárquica. Una manifestación externa de lo que en el
interior ha podido ocurrir durante su ausencia.
A su paso el centinela se cuadra, pero no cierra el puño al sa-
ludarle. Tampoco, menos mal, le hace el saludo fascista; hubiese
sido demasiado para soportarlo.
Armentia, seguido de sus tres acompañantes, cruza el patio,
suben la escalera. Unos le saludan con disciplina, otros no. Solda-
dos, paisanos, jóvenes y mayores, militares pertenecientes a otras
unidades, infantes de marina, carabineros, oficiales retirados o
expulsados del ejército popular por desafectos. El parque ha sido
invadido, su autoridad desbordada.
A medida que avanza por el corredor que conduce a su des-
pacho las energías decaen. Ha pasado la noche en vela, sometido a
múltiples presiones. Las de carácter moral, decepcionantes y ag-
otadoras. La puerta de su despacho está abierta. Respira a fondo
antes de entrar.
Personas de las cuales a unas conoce y a otras no, se hallan re-
unidas como en casa propia. Descubre rostros que le son famili-
ares, pero de algunos ni el nombre ha retenido en estas horas ago-
biantes. Salvo el comandante Cifuentes, los demás visten de pais-
ano. Este señor anciano, vestido de oscuro, es el general Barri-
onuevo. Los reunidos, al entrar el coronel Armentia, se ponen en
pie.
Quien se adelanta a recibirle es el comandante Lombardero.
—Hemos presionado para que le dejen salir de la base. El gen-
eral Barrionuevo se ha hecho cargo del mando supremo del
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movimiento. Plasta que la superioridad disponga lo contrario, soy


su jefe de Estado Mayor. Necesitamos que las posiciones queden
claras. ¿Cuál es su actitud exacta, mi coronel?
—Mi posición es la más clara. Soy yo mismo quien ha dado la
consigna: «Por España y por la Paz». A ella me atengo. La flota va
a zarpar; pero, hasta el momento en que lo haga, hemos de con-
temporizar con quien sea para evitar derramamiento de sangre.
Caso de adoptar actitudes extremas existe el peligro que, como ya
está rumoreándose, desembarque marinería de los buques.
Tenemos que evitar los choques.
—Mi coronel, ¿qué significa eso de «Por España y por la Paz»?
—Que debemos buscar un acuerdo aceptable para todos los es-
pañoles, una vez eliminado o marginado el partido comunista.
Lombardero observa a los presentes y detiene la mirada en el
gesto vago, reprobador, del general Barrionuevo.
—La consigna es demasiado inconcreta y apenas nos dice
nada. Usted asegura que se ha conseguido que la flota abandone
las aguas de Cartagena. Ésa sí sería noticia positiva. Si se cumple,
estamos dispuestos a reponerle en el mando del regimiento.

«Se presentará en ésa el señor don Antonio Ruiz, que ha sido


nombrado jefe de la base militar de Cartagena, el cual lleva in-
strucciones precisas para resolver el conflicto planteado». Anto-
nio Ruiz lee el texto del teletipo enviado por la presidencia del
gobierno, que acaba de entregarle el teniente coronel Galán tan
pronto como se ha presentado en el edificio de la base. A Fran-
cisco Galán, que viste de paisano, no le conocía más que de
nombre; otro tanto le ocurría a Galán con respecto a Antonio
Ruiz, y hasta el momento puede afirmarse que se han considerado
mutuamente enemigos.
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—Anoche me recibió Negrín, discutimos sobre la situación


planteada en Cartagena… pero, la verdad… El comisario general
Osorio Tafall me insinuó que quizás, yo podía… que tendrían que
recurrir a mí.
Ni Galán ni los demás le discuten a Ruiz. Desde Elda afirman
que el nombramiento se lo comunicaron anoche, lo cierto es que
se ha quedado a dormir en su casa, a pocos kilómetros de Cart-
agena, adonde se han visto obligados a mandarle a buscar. Sea lo
que sea, cualquier discusión resulta inútil en este momento.
—De todas maneras, a usted es a quien corresponde la jefatura
de la base. Durante las once horas, que en este instante se cum-
plen, no estoy seguro de si he sido yo o no lo he sido el jefe, pues
para ser sinceros esto ha andado revuelto. Dejemos ahora de lado
tan espinosa cuestión. No quiero crear dificultades ni provocar
desacuerdos. He dimitido y así se lo comuniqué durante la noche
al presidente del gobierno por teléfono, solicitándole el relevo.
Nos contestó que usted venía con el nombramiento. En cualquier
caso, la respuesta está escrita en el teletipo.
—Esto es una orden, me veo forzado a acatarla. Lo que con-
sidero imposible es ejercer autoridad alguna si la plaza de Cart-
agena está sublevada. En el auto en que veníamos hacia aquí nos
hemos visto obligados a dar la consigna «Por España y polla Paz».
Gracias a que mi ayudante, que ha venido a buscarme, la sabía.
En cuanto a las instrucciones a que alude el teletipo, no me ha
dado ninguna.
Norberto Morell y Vicente Ramírez se muestran preocupados,
y la fatiga y el desánimo les acentúa las facciones y la palidez.
—La situación es caótica. La sublevación ha derivado hasta to-
mar un carácter netamente fascista. Durante la noche se han
hecho detenciones en la ciudad. Fernando Oliva, que mantiene
una posición equívoca y que al principio fue violenta, apoyado por
un grupo y por la guardia, arrestó al teniente coronel Galán y
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también a nosotros dos y a Semitiel. El almirante y Bruno, por su


parte, amenazaron con cañonear el edificio si no nos ponían en
libertad. Hemos hablado con ellos, hemos pactado un armisticio
con Oliva. Armentia ha venido del parque, estábamos llegando a
un acuerdo. Arturo Espa amenaza con cañonear los buques,
cuando ya con Armentia teníamos convenido que cesara la
amenaza.
—¿Con qué fuerza contamos?
—Con ninguna. La flota se dispone a zarpar, no sé si porque ya
lo tenía decidido o por la amenaza de los artilleros. A bordo tienen
preparada marinería para un desembarco; por el momento no se
deciden y quizá sea preferible, porque de otra manera va a produ-
cirse una carnicería. Se oyen tiroteos en la ciudad. La emisora de
la «Flota» conmina a la escuadra para que ponga bandera blanca
o abandone el puerto y pide ayuda a Franco afirmando que Cart-
agena está en poder de la Falange. Pallares, en el arsenal, está
sublevado, y Pourtau en intendencia. Armentia acaba de
trasladarse al parque para enterarse de lo que ocurre, pues han
sacado a los presos fascistas de la cárcel y se han instalado en el
parque. Un general retirado, Barrionuevo, nos conmina y se pro-
clama único jefe de la base, y en favor de los fascistas.
—La verdad es que nadie —añade Semitiel— sabe con ex-
actitud cuál es la posición de Armentia que, deprimido y descon-
certado, parecía la cabeza visible de la sublevación y que ha sido
desbordado por la fuerza y derivación de los acontecimientos.
—Yo me he negado a hacerme cargo del arsenal, como me pro-
ponían, y Pallarás no se sabe a quién obedece. ¡Ah! Y Monreal
también está en el parque encerrado, suponemos que detenido, y,
según parece, también Esteban Calderón, que fue a despedir a su
hermano; el coronel Gutiérrez y otros muchos que no sabemos,
porque llegan hasta aquí pocas noticias y confusas.
Antonio Ruiz se dirige a Morell, que es quien le ha hablado.
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—¡Increíble! Monreal vino anoche a Elda conmigo. Estará det-


enido; si en el parque están los fascistas él no puede estar de
acuerdo con ellos.
—Pues estará preso, ya lo digo…
—A usted, Ruiz, es a quien le corresponde decidir. Si la brigada
que me prometió el gobierno llega, se pondrá a sus órdenes, no a
las mías. Es hora de terminar la pugna entre antifascistas o nos
hundimos sin remedio ante el verdadero enemigo que ya está
dando activas señales de presencia.
—Anoche, con el presidente del gobierno había una periodista
belga, hija de un senador no sé cuántos… Por lo que contaba, en
Madrid circulan rumores de que va a formarse nuevo gobierno
presidido por Julián Besteiro. El doctor Negrín replicó que no
pensaba en plantear la crisis, y que lo que había que nombrar, en
todo caso, sería nuevo presidente de la República.
—La flota está dispuesta para zarpar. Durante la noche los
marineros francos de servicio han sido requeridos y han embar-
cado. Y los buques permanecen en zafarrancho de combate.
—La verdad es que no se entiende nada…
—No es extraño; nosotros mismos tampoco nos entendemos.

Algunos de los artilleros de los que montan guardia en el


puesto de mando de cabo de Agua toman el sol en mangas de
camisa, aprovechando la benignidad de la mañana. Sentados, con
la espalda apoyada en el muro, dejan pasar las horas; a la intran-
quilidad de la noche ha seguido un cierto grado de somnolencia.
Otros permanecen tumbados en los petates, o empeñados en in-
terminable partida de tute. Las apuestas son fuertes; están con-
vencidos de que los billetes que poseen, emitidos por el gobierno
durante la guerra, no van a ser aceptados por los «nacionales».
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Habiendo ya perdido su valor, es casi como si apostaran moneda


de juguete.
El centinela da aburridos paseos con desgana. El único que
presta atención a su cometido es el encargado de la observación y
el telémetro. De un momento a otro espera que lleguen tropas
nacionales embarcadas; más que vigilar, otea el horizonte azuzado
por la curiosidad y el deseo. Con el pretexto de ofrecerle un cigar-
rillo, del cual ha separado una cuarta parte que guarda en la
petaca, se le aproxima un compañero.
—¿Ves algo?
—La escuadra nacional vendrá en nuestro auxilio, y tropas de
desembarco. Acabó la guerra, amigo, y la hemos ganado. Estaba
convencido desde el primer día que la ganaríamos.
Deshacen el tabaco en la palma de la mano y lían despacio un-
os cigarrillos flacos que encienden con pausa y cortesía.
—¿Qué quieres decir con eso de «hemos» ganado?
—Franco, nosotros…
—A mí me dan lo mismo aquéllos que éstos. Con que termine
la guerra estoy de acuerdo, pero que conste que yo no la he
ganado. Y tú, tampoco.
—Hasta ayer no me han dado ocasión de hacer nada, ni de-
mostrar mis ideas. Hoy es distinto. Yo, y tú también, estamos
sublevados en favor de los nuestros.
—¿Crees, con sinceridad, que todo irá mejor en el futuro? No
estoy demasiado convencido. Los ricos volverán a ser los amos, y
harán su ley. Ellos, con los militares y los curas son los que van a
gobernar, a su manera, buscando su provecho, que ya les cono-
cemos. Con más poder y fuerza que antes de julio de 1936, y más
aún que antes de que viniera la República. Y al que proteste, a la
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cárcel, o peor… Te aseguro que lo único que estoy deseando es que


termine de una vez la guerra; fuera de eso, ninguna ilusión.
—¿Y los falangistas? ¿Crees que no van a pintar nada? ¿O es
que no oyes las emisoras? ¿Acaso no te has enterado de lo que es
la revolución nacional-sindicalista?
—¡Cuentos!
—¿Supones que los grandes banqueros, los poderosos indus-
triales, o los pequeños, que para el caso es lo mismo, que explotan
a los obreros, que los especuladores, caciques y terratenientes van
a mandar de ahora en adelante? ¡Estás loco! Eso es lo que cuentan
los rojos para engañar a los incautos como tú. España será un
estado nacional-sindicalista.
—Y eso ¿cómo se come?
—¡Calla! ¡Calla! Que me harás cabrear… Yo no creía que fueras
de éstos…
—Ni lo soy. Lo hubiese sido de corazón y no estaría enchufado
en baterías de costa, hubiera ido al frente a dar el pecho; así lo
hizo mi hermano, que era socialista. Y lo mataron. Comprende
que no puedan ser los míos los mismos que mataron a mi
hermano.
—¡Hombre! Las guerras son las guerras…
Dan en silencio largas chupadas al cigarrillo.
—Pero ahora se ha terminado. Nadie más tiene por qué morir.
Una nueva era de hermandad y de justicia se ha iniciado. Y tú lo
verás y me gustaría que nos encontráramos dentro de unos años
para que me dieras la razón.
—Ojalá la tuvieras…
—Al tiempo.
—Eso, al tiempo…
Por los caminos desolados, de tierra rojiza, levantando polvo
se aproxima un automóvil al puesto de mando.
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—Anda, vete a avisar de que llega un auto. Supongo que no


será enemigo y vendrá a atacarnos.
—¡Hombre! En tal caso no vendría uno solo.
Corre hacia el edificio. Otros artilleros han descubierto el
coche que se aproxima. Predomina entre los artilleros un nervios-
ismo subyacente a pesar de que desde anoche, cuando virtual-
mente se sublevaron, no ha ocurrido nada, lo cual, por paradoja,
tiende a decepcionarles. Los de la guardia cogen los fusiles del
armero, pues conviene, y deben, estar prevenidos ante cualquier
eventual agresión.
—¡Si es el sargento Molina!
Con monosílabos o expresiones poco aclaratorias contesta a la
catarata de interrogantes que le lanzan los artilleros. Sin apenas
entretenerse, Calixto Molina entra en el puesto de mando en el in-
terior del cual Espa y los demás, que habían oído pronunciar su
nombre, le esperaban disimulando la impaciencia.
—¡A sus órdenes!
—¿Qué hay por abajo, Molina?
—¡Despiste y confusión! Por lo demás, perfecto; comenzamos
a organizamos. Nos hemos apoderado de la central telefónica y se
han mandado fuerzas, al mando del capitán Ródenas, a la plaza de
San Francisco a atacar el radio comunista. Desde anoche se le
hostilizaba, pero nadie se decidía a atacarlo en forma, y los tíos
están allá tan tranquilos, contestando con algún disparo de
cuando en cuando. La ciudad es nuestra. Algunos paquean y hos-
tilizan, pero es inevitable. En el parque tenemos a más de dos cen-
tenares de detenidos, y otros tantos que andan por allá y nadie
sabe con certidumbre si están arrestados o han acudido en
nuestra ayuda.
—¿Y el coronel?
—Misterio. Cuando yo he abandonado el parque todavía es-
taba en la base. Ha ocurrido algo importante; hace más de una
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hora se ha presentado en coche el general Barrionuevo. Le acom-


pañaba el comandante Lombardero, al cual avisamos ayer. Han
hecho izar la bandera nacional en el balcón principal y el general
se ha hecho cargo al momento del mando de la plaza.
—¿Y en la base, qué sucede?
—Misterio también. El comandante Lombardero les ha comu-
nicado que el único jefe era el general Barrionuevo. Unos se han
enfadado y parece que Fernando Oliva se ha puesto a las órdenes
de nuestro general. Mi impresión personal es que en la base no
manda nadie. Siguen reunidos, discutiendo; están de acuerdo,
según creo, hasta con Galán. Y al coronel Armentia pueden
haberle convencido o pueden haberle amenazado. Hay una cosa
clara, que ahora ellos conocen nuestra actitud.
—¿Y yo, en el parque, con quién debo entenderme o quién
puede darme órdenes? ¿El general Barrionuevo?
—Desde luego. Pero, comunique mejor con el comandante
Lombardero, que como jefe de Estado Mayor, que ha sido nom-
brado, toma disposiciones. De esta manera ganará tiempo.
—Ahora necesito que trasladen al parque a los detenidos de las
baterías de cabo Tiñoso; allá no hacen más que estorbar y crean
una situación violenta. También conviene mucho que las baterías
antiaéreas se coloquen bajo mi mando directo, de otra manera no
puedo darles órdenes. Y otro punto principal, Molina, puesto que
en el parque hay armamento habría que enviarme aquí unos
cuantos fusiles. Estamos indefensos por tierra.
—En cuanto a eso no hay pegas. El automóvil que me ha traído
puede regresar a Cartagena y traer los fusiles de que se disponga.
Yo mismo se lo ordenaré al chófer.
—¿Y de la escuadra, qué?
—Por lo que deduzco es el tema que se debate en la base. Me
temo que en vista del carácter que hemos dado al levantamiento,
el almirante Buiza y Bruno Alonso no acaben de decidirse a
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abandonar la ciudad en nuestras manos y menos el puerto y las


instalaciones.
—¡No lo entiendo! El propio coronel me dio órdenes de
apuntar con las piezas a los buques, y después, revocó la orden.
—Al coronel pudiera haberle ocurrido algo semejante que a
Buiza: que nuestra actitud y las voces de la radio le hayan de-
sagradado, o también que diera la contraorden con la pistola al
pecho.
El capitán Macián le pregunta a Molina.
—De los nacionales ¿ha llegado algún mensaje?
—Ni palabra.
—¿Y los camiones que anunciamos por la noche que se veían
adelantar con los faros encendidos por la carretera de Murcia?
—Al parque no han llegado noticias concretas. Alguien dijo
que unos muchachos habían cogido tres blindados… Corren
muchos bulos y cuesta separar la verdad de la mentira y más aún
de la natural exageración. Radio Los Dolores, la de la «Flota Re-
publicana», ha cursado un mensaje, creo que ha llegado por telé-
fono, diciendo que se veían por aquellas inmediaciones «algunas
fuerzas», sin precisar más. El comandante Lombardero conjetura
que puedan pertenecer al batallón de retaguardia, que está decidi-
damente en contra nuestro y son los que nos hostilizan desde di-
versos puntos.
Procedente del mar se oye el ruido de motores de aviación. El
artillero que hace guardia junto al telémetro avisa que los aviones
llevan la dirección de la bahía.
—¡Son los nuestros! ¡Son los nuestros!
Hacia Cartagena avanza una escuadrilla de «Savoia».
—Por fin dan señales de vida. Vienen en nuestro apoyo.
—Es la respuesta de Franco a las llamadas de la radio.
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Durante la noche han permanecido acuartelados. Se sabía,


aunque nadie pudiera explicar cómo, que el regimiento se hallaba
sublevado contra el gobierno. Primero fue el coronel don Basilio
Fuentes, a quien detuvieron los agentes del SIM y lo encarcelaron,
y ahora se rumorea que el actual jefe, el comandante García
Martín, así como el capitán ayudante Alarcón, están compro-
metidos con otras fuerzas de la guarnición y con los mandos de la
flota.
Hacia las tres de la madrugada se ha tocado a generala. Nadie
dormía en el cuartel y los soldados se entretenían y distraían su
inquietud aplicados a interminables partidas de siete y medio.
La oscuridad de la hora y lo defectuoso del alumbrado han res-
ultado circunstancias propicias para que un crecido número de
soldados, de los que cumplen su servicio en el regimiento de in-
fantería naval n.º 1, desaparecieran escapando a la formación. En
estos días en que la creencia de que la guerra termina se ha gener-
alizado, nadie desea resultar herido o muerto, o que le haga pri-
sionero quien sea.
El cuartel de infantería de marina ocupa una de las dos
grandes alas del edificio que incluye, en su otra ala, el hospital,
emplazado a continuación de la Muralla del Mar, frente al puerto,
cerca de donde está atracado el Miguel de Cervantes.
Asomándose con disimulo al patio, porque en ningún caso
convenía señalarse, José Navia, dibujante en su vida civil y cabo
cartógrafo en la Plana Mayor, ha visto abandonar el cuartel, hacia
las cinco de la mañana, a unas cuantas compañías incompletas,
algo así como un batallón mermado. El trabajo que le ha sido en-
comendado le ha librado de incorporarse a las compañías. Un
gran mapa de la base que le hacen instalar en el comedor de subo-
ficiales. Excelente pretexto, porque el cabo Navia ni desea
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cambiarse de chaqueta en el último momento y mucho menos es-


tá dispuesto a correr riesgos después que ha conseguido escapar
de ellos a lo largo de la guerra.
El cuartel parece desierto, pues los que se han ocultado se
cuidan mucho de no ser vistos. Las puertas permanecen cerradas
y todos se mantienen a la espera. Corren rumores, entre los pocos
que se mueven dentro del recinto, de que el Cervantes, consider-
ándoles sublevados, ha apuntado los cañones contra el cuartel.
Nadie podría explicar el porqué, puesto que, a su vez, se venía di-
ciendo estos días que la flota también iba a sublevarse.
Capitán de cuartel lo es hoy Rafael Martínez Colunga, pro-
cedente de las clases de tropa, que se ha limitado a cumplir las
órdenes de sus jefes y ha aceptado, por disciplina y sin muestras
de entusiasmo, la nueva consigna.
En el silencio que domina en el cuartel se oyen primero mur-
mullos, después voces y ruidos hacia la parte de atrás donde hay
una puerta que no suele utilizarse.
Un sargento, que viste el uniforme azul de la aviación, seguido
de lo que pudiera ser una sección de soldados, irrumpe en el
patio. En una mano la bandera tricolor desplegada y en la otra
una pistola. Los soldados que le siguen, también de aviación,
vienen armados.
Colocado en el centro del patio, el sargento agita la bandera y
la pistola. Con cautela van asomándose a las galerías o al patio al-
gunos de los soldados que se habían «camuflado».
—¿Qué es eso? ¿Sublevados contra la República? ¡Ahora
mismo! ¡Todos! ¡A gritar conmigo! ¡Viva la República!
Contestan algunas voces, los más próximos o los que se saben
bajo la mirada del sargento. Van apareciendo más soldados; salen
de los almacenes, del botiquín, de los despachos abandonados, de
la cocina. Algunos se aproximan a los de aviación.
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—¡No podemos tolerar que entreguistas y traidores dominen a


una ciudad de tradición democrática! ¡Juntos todos vamos a sofo-
car el motín, aquí no pasa nada! ¡Que se abran las puertas! ¡A
formar la banda de música!
Rodeando el patio, el centinela que estaba de plantón en la pu-
erta trasera que han abierto a los de aviación, corre hacia el
cuerpo de guardia.
El suboficial de guardia y los soldados que la forman, per-
manecen en el arco de la entrada principal al cual da el cuerpo de
guardia. El centinela llega despavorido.
—¡Venga, mi sargento! Ha ocurrido una desgracia…
—¿Qué ocurre?
—¡Venga! El capitán Martínez Colunga… Yo no sé si está
muerto…
En el patio van concentrándose algunos suboficiales, cabos y
músicos con los instrumentos.
—¡A formar, todos a formar! ¡El que no se presente en cinco
minutos me lo cargo, por facha! ¡Vosotros! ¡Traed aquí a los que
encontréis! Con el armamento completo y dotación de cartuchos.
De nuevo hay quienes tratan de regresar al escondite; a la
madrugada no han salido con unos ni ahora desean arriesgarse
por otros. Que luchen los que sean luchadores, los que se sientan
impulsados por sus ideales o aquellos que deseen hacer méritos.
—¿Te vienes conmigo al almacén del vestuario? Allí conozco
un rincón donde no nos encuentra ni Dios.
—Le conozco al sargento, es catalán, de mi barrio, de la
Barceloneta…
—¡Ah! Si quieres vete con él… yo me despisto.
—Cuidado; lo único que digo es que es de la Barceloneta y que
le conozco, pero de vista y gracias. Vamos para allá.
Suboficiales y cabos, muchos sin entusiasmo, van recuperando
a los soldados que encuentran y les obligan a colocarse las
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cartucheras y a coger el fusil. Unos cuantos van formando en el


patio.
El sargento de guardia y el centinela llegan a la puerta trasera,
que ha quedado abierta. En el suelo, boca arriba, con la cabeza y
el rostro cubiertos de sangre, que al resbalar es embebida por la
tierra seca, está el capitán Martínez Colunga. Dos soldados más
han acudido, quizá pretendían escapar por la puerta abierta pero
se han detenido asustados.
—Les dije que esperaran sin abrirles la puerta. La golpeaban y
exigían que se presentara el oficial de más graduación. El capitán
venía diciendo: «¿Qué querrán ahora ésos?», aún me parece que
le oigo…
Arrodillado en el suelo el sargento ausculta al capitán, primero
ha intentado tomarle el pulso en la muñeca.
—Mi sargento, voy a buscar a un médico, ahí en el hospital de
la Marina.
—El capitán está muerto, no necesita médico ni hospital.
—… Y él mismo abrió la puerta y salió. Venía el sargento de
aviación con la bandera recogida y la pistola en la mano. Yo no es
que me asustara, pero me quedé ahí mismo, retirado. Los solda-
dos traían el fusil dispuesto. El capitán entonces se puso delante.
Discutieron; yo no oí las palabras. Gritaron y fue en ese momento
cuando le pegaron un culatazo tremendo en la cabeza…
—Usted, vaya a buscar a los camilleros. Que traigan una manta
para taparle. Que lo lleven al depósito o al hospital si tiene que
verle antes un médico. Pero muerto, está bien muerto.
—A mí no me dio orden de que les impidiera el paso.
—Cierra esa puerta y corre el cerrojo. Mandaré a que te re-
leven, entretanto espera.
En el patio se ha reunido un corto número de soldados, están
formando en columna de a tres. También forman los de aviación
que han venido con el sargento, y los músicos con sus
198/410

instrumentos que brillan al sol; faltan algunos. El maestro de


banda ha enviado a un cabo para que localice a los ausentes.
—¡A ver cuánto vais a tardar en formar una compañía!
Los gritos, las discusiones cesan. Dos sanitarios cruzan el patio
con una camilla cubierta con una manta gris manchada de sangre.
Las botas militares asoman y se balancean al paso de los soldados.
Los camilleros se dirigen a la puerta principal, que ha quedado
abierta de par en par.
El maestro de la banda distribuye las partituras que los músi-
cos fijan en los instrumentos.
—¡Compañía, fiiirmés! ¡Armas al hombro!
La banda inicia los compases de «Puenteareas».
—¡De frente… Maar!
El pasodoble ayuda a marcar el paso a los que se preocupan de
ello, pues algunos marchan con desgana poco marcial. En cabeza
el sargento de aviación lleva desplegada la bandera. Al pasar
frente al cuerpo de guardia, los soldados le miran con hostilidad.

La escuadrilla, cinco trimotores «Savoia», ha penetrado polla


parte del mar; los aparatos arrojan su cargamento de bombas
sobre el puerto y arsenal. Las defensas antiaéreas de los buques
responden a la agresión. En las dársenas, columnas de agua como
geiseres alocados se levantan para en seguida derrumbarse entre
salpicaduras y remolinos. El cielo se va punteando de manchas
oscuras que estallan en súbitas explosiones, que a su vez se
metamorfosean en nubecillas blancas que el viento arrastra y dis-
uelve. Una estruendosa traca de dimensiones mortales hace
retemblar los cristales de los edificios expuestos a la onda expans-
iva, hasta hacer añicos algunos de aquellos que no han sido pro-
tegidos por fuertes tiras de papel engomado. Golpean ventanas y
199/410

puertas, parece que los muros vayan a derrumbarse con el es-


truendo de las bombas-trompetas-de-Jericó.
Cartagena ha sido bombardeada en muchas ocasiones; una
considerable proporción de sus vecinos han buscado refugio en
los pueblecillos de la llanura o de las orillas del mar Menor. Cada
nuevo bombardeo produce movimientos de pánico irreprimible,
pues los habitantes, movilizados o civiles, saben que las defensas
antiaéreas no son suficientemente eficaces. En esta ocasión, para
agravarlo, las baterías de la DECA, por haberse sumado a la suble-
vación, no disparan contra la aviación atacante.
Desde distintos puntos y desde distintos estados de ánimo, se
observa con gemelos a los aviones que, para unos son amigos a
despecho de su peligrosidad, y para otros, enemigos.
Una segunda pasada de la escuadrilla provoca nueva reacción
del fuego antiaéreo. Las bombas silban y estallan, y a manera de
réplica se multiplican los rápidos disparos de los buques. Las
ametralladoras de los cruceros trepidan en series epilépticas, y
como eco distante, confundidas con nuevas explosiones, las
granadas antiaéreas explotan en lo alto. El ámbito del puerto se
llena de agua estremecida, de humo, de metralla, de silbidos, de
olor a pólvora.
El destructor Sánchez Barcáiztegui ha recibido un bombazo
en la proa, tocados el Alcalá Galiano y el Lazaga; otros han sido
sólo alcanzados de refilón por la metralla. De los depósitos de
combustible de la Algameca, se alza con violencia espasmódica
una columna de humo negro en cuya base las llamas se retuercen
y crecen. Las bombas caen sobre el arsenal causando destruc-
ciones en muelles e instalaciones.
200/410

—¡Ha disparado la batería antiaérea de Los Dolores! ¡Ha


abierto fuego, mirad! ¡No está, pues, en poder de los fascistas y
traidores!
Planchas de hierro se doblan o saltan, se funden remaches. La
metralla barre o amenaza castillos y cubiertas. Astillas, cables,
cordajes, instrumentos, se confunden en órbitas breves que ter-
minan bajo las aguas agitadas por artificial y efímero oleaje.
Terminado el bombardeo, silencio en el puerto, en las calles y
edificios; silencio en el aire. Un estupor, un relajamiento general
que facilita la salida al miedo y al aturdimiento. La excepción se
produce en los buques alcanzados, donde los silencios definitivos
se compensan con las voces de mando y los lamentos de los
heridos.
Los buques están prestos para zarpar; desde las dos de la mad-
rugada tienen encendidas las calderas. A las nueve y media, las
cornetas han tocado zafarrancho de combate.
Pasada la alarma, llegan a los buques marineros rezagados que
afirman que la ciudad entera está en poder de los fascistas. No po-
cos compañeros han sido detenidos; otros, han conseguido
evadirse. Noticias alarmantes, confusas, coinciden en que corre,
junto a la consigna «Por España y por la Paz», la más peligrosa,
por enemiga, de «Viva Franco, Arriba España». Se habla de
patrullas, de puestos de control, de que junto al cuartel de Anti-
gones se mantiene una pequeña zona adicta a la República, de
tiroteos, de detenciones. Grandes choques parece no haberse pro-
ducido, como si unos y otros trataran de evitarlos. La impresión
de quienes han escuchado las emisiones de radio es más aguda.
Rumores de que una compañía de aviación ha llegado procedente
de Los Alcázares; muchos afirman haberla visto, con soldados de
infantería de marina, con la bandera tricolor desplegada, y hay
quien añade que una banda de música tocaba el «Himno de
Riego» y «La Internacional»; muchos, en cambio, juran y
201/410

perjuran que el regimiento naval está sublevado en favor de


Franco o de quien sea. Confusamente se alude a que a la entrada
de la ciudad están llegando tropas adictas al gobierno, pero no
falta quienes les contradicen afirmando que son unidades en des-
bandada a quienes persiguen las fuerzas nacionales que han roto
el frente sin saber aclarar cuándo y por dónde. Quién habla de
tanquetas, quién de carros de combate. Realidades y bulos andan
confundidos, y los habitantes de Cartagena, los que componen la
guarnición y las tripulaciones de los buques, con la excitación que
les domina hace meses y el aturdimiento de los sucesos que se
producen uno tras otro, se inclinan a la credulidad. Que deben es-
capar del encierro que supone el puerto y el arsenal de Cartagena,
está en el ánimo de todos. En algunas unidades se ha admitido un
corto número de paisanos, familiares de los marinos.
El teniente de navío Federico Vidal, que fue el primero que
durante la noche llevó a los buques la alarmante noticia de que la
sublevación tomaba carácter franquista, ha desaparecido y se
rumorea pueda hallarse en la emisora; alguien lo ha dicho y los
demás lo repiten. El comandante del Antequera, Pedro Marcos
Bilbao, presionó anoche para que se le detuviera como alarmista o
cómplice; no se le hizo caso. Ahora la emisora es la que conmina a
la flota para que ice bandera blanca y abandone sin tardanza el
puerto y el mar de Cartagena, amenazando con renovados ataques
de la aviación franquista y las baterías de costa.
Varios oficiales de marina presionan para que la escuadra se
haga a la mar, Abárzuza y Luis Núñez entre los más activos. Y
hasta el comisario Toucet, del Libertad, se muestra decidido
partidario de la marcha inmediata.
Nadie desea quedarse en Cartagena expuesto a las bombas de
la aviación, con la amenaza de las baterías de costa sublevadas, no
se sabe a favor de quién, pero en contra de la flota, con la «quinta
202/410

columna», misteriosa y heterogénea, patrullando por las calles y


atrincherada en el interior de algunos edificios.

En su despacho de Burgos, ciudad en la cual el Generalísimo


Franco tiene establecido su cuartel general, el almirante don Juan
Cervera Valderrama, jefe del Estado Mayor de la Armada, está
trabajando en cuestiones de trámite y organización. Después de
asistir a una misa temprana, aprovecha la festividad del domingo
en que suelen prodigarse los permisos y las oficinas quedan des-
pejadas, en particular durante las horas de misa.
La mañana transcurre plácida, el tiempo en Burgos sigue
siendo frío, pero la primavera que se aproxima presenta muy
leves anticipos. En su tierra gaditana, en su casa de Puerto Real,
la primavera será un hecho, vencidos los últimos temporales. Allí,
sólo los vientos traen humedades y fríos a destiempo.
El ayudante, que trabaja en el despacho contiguo, entra con
desacostumbrada precipitación.
—¡Algo sensacional, don Juan…!
Le arrebata al ayudante el mensaje que le tiende; un
cablegrama.
«Estación de San Fernando a E. M. Armada en Burgos. 11
horas. Muy urgente. Se ha captado emisión Radio Cartagena
poniéndose órdenes Generalísimo al grito Arriba España.
Continuamos escucha».
Con mirada interrogante observa a través de sus gafas oscuras
al ayudante que, de tan emocionado, no es capaz de hacer
comentario.
—El redactado es clarísimo; no admite error de interpretación.
—Voy a pedirles a Melilla, Málaga, Palma de Mallorca, a todas
las estaciones, que traten de captar emisiones de Cartagena.
203/410

—Por fortuna, el Caudillo se halla en Burgos. Vaya usted reco-


giendo las informaciones que pueda y me las envía con urgencia al
Cuartel General de Su Excelencia. Salgo para allá ahora mismo; es
un suceso de la máxima importancia. Rumores nos llegaban de
que algo anormal sucedía en la flota roja, pero esto es inesperado.
Descuelga de la percha la capa azul marino y se coloca la gorra
galoneada de oro.
—Alerte a las estaciones y reúna el mayor número posible de
datos. Necesitamos confirmación irrebatible de esa noticia. No
puede tratarse de una añagaza de los rojillos. Resultaría demasi-
ado burda y tampoco conduciría a nada.

—¿Teniente coronel Espa? Soy Antonio Bermejo; le llamo de


parte del general Barrionuevo. Hemos dado un ultimátum a la
flota. El general dice que disponga usted lo necesario para que si a
las doce y media no han zarpado los buques, las baterías disparen
sobre ellos. Nos han pedido este plazo alegando que no podían
hacerlo antes. Estamos convencidos de que la flota marchará; sin
embargo, conviene estar dispuestos para que no crean que las
amenazas son vanas.
—Dígale al general que curso las órdenes a las baterías que
pueden batir a los buques y que estaban alertadas desde ayer. A
las doce y media en punto, si no hay contraorden, abriremos
fuego.
Ha llegado el momento; a las doce y media se decidirá la
suerte de la sublevación. La flota es la carta principal con que
cuentan los adversarios y la única fuerza que puede oponérseles
con eficacia. Que se marchen; resultaría doloroso disparar sobre
los buques, entablar con ellos un duelo fratricida y sangriento.
Conviene alertar al resto de las baterías; que, si llega el momento,
no se produzca un solo fallo, error o vacilación. La flota debe
204/410

alejarse de Cartagena y su mar. Desde que los buques doblen el


malecón serán tratados como enemigos en caso de que pretendan
regresar o cañonear la plaza.
Arturo Espa lleva doce horas de guerra por teléfono, sin dis-
paros, muertos ni heridos. Trasmite la orden de Barrionuevo a las
baterías de Fajardo y San Julián para que a las doce y media se
apresten a romper el fuego. A las demás, para que permanezcan
alerta.
—Mi teniente coronel, otra vez preguntan por usted…
—¿Quién es ahora?
—Un jefe de Estado Mayor de la Armada, no ha dado su
nombre y desea hablar con usted personalmente.
Una llamada de la flota, algo decisivo que impulsa a los demás
a aproximarse al teléfono.
—Escuche, Espa. Le hablo en nombre del Estado Mayor de la
flota para que deje incumplida la orden de disparar sobre los
buques. No pueden ustedes atacarnos, no tienen derecho a
hacerlo. No podemos tolerar una amenaza semejante en el mo-
mento de tomar una determinación de tal trascendencia.
¡Muéstrese razonable y deponga su actitud!
—La orden está dada. Las baterías abrirán fuego automática-
mente al cumplir el plazo sin necesidad de que reitere la orden. Y
yo, por mi parte, tengo tomada una determinación y no me vuelvo
atrás. Vicente Ramírez ya lo sabe.
—En ese caso, déme su palabra de honor de que las baterías no
dispararán contra los buques mientras éstos realizan las manio-
bras de desatraque, mientras salgan de puerto y mientras ya en la
mar permanezcan al alcance de las baterías.
—Tiene usted mi palabra y la cumpliré por encima de todo.
Impongo por mi parte una condición. Irán enfundadas las piezas
de los buques y no se verán marineros en sus inmediaciones.
Deseo prevenirme también.
205/410

—Lo comunicaré y puede dar por aceptada su condición. No


deseamos abrir fuego contra ustedes.
—Ni está en nuestro ánimo atacar a los buques mientras
cumplan lo convenido. Confíe en mi palabra; no se les hostilizará
por parte de ninguna de las baterías a mi mando.

Las fuerzas de la brigada 206 han avanzado hasta Los Dolores;


han tenido que vencer una pequeña resistencia y han hecho al-
gunos prisioneros, sospechosos de antecedentes derechistas o
golpistas. También muchachos sorprendidos con armas, como si
jugaran; pues muchos ni siquiera las han disparado. El bom-
bardeo de la aviación sobre Cartagena resulta complicado de in-
terpretar, pero tratándose de aparatos «Savoia», y eso ha podido
ser observado y establecido, lo probable es que haya sido un
ataque contra los buques, en apoyo de los sublevados fascistas.
Artemio Precioso confía en sus hombres. La brigada 206 ha
sido constituida a principios de 1938, hace algo más de un año,
con cuatro batallones de veteranos, con gran mayoría de volun-
tarios muy politizados dentro de la disciplina comunista. El
batallón 823, que ahora manda el capitán Barrena, es el que
mandaba él cuando fue ascendido a mayor y a jefe de la brigada.
Ésta se compone en lo humano de tres núcleos principales; los
tres, buenos. Y los comisarios cumpliendo una meritoria labor
han conseguido homogeneizarlos hasta fundirlos. Predominan los
campesinos extremeños, tranviarios de Madrid y trabajadores de
la industria del calzado de la provincia de Alicante.
A medida que los batallones avanzan, y lo hacen de manera
lenta y progresiva, dejando siempre al 823 en reserva, adelanta él
su puesto de mando, instalándose en cualquier quinta o casa, o en
pleno campo cuando conviene.
206/410

El comisario y el chófer han sido liberados; sus guardianes, al


aproximarse las vanguardias, han escapado. No les han causado
ningún mal; les tuvieron encerrados con otros detenidos.
Entra Úbeda, el capitán ayudante.
—Se ha presentado a nosotros alguien que creo que te con-
viene hablar con él: un maquinista naval que procede de las
Juventudes. Conoce la ciudad y a sus gentes…
—Que pase…
Es un hombre joven, como jóvenes son los mandos militares y
comisarios de esta brigada. Le alarga la mano; se las estrechan.
—Pertenezco al partido y me he creído en la obligación de pon-
erme a tus órdenes. Soy maquinista naval y estaba haciendo el
cursillo de la Escuela Naval Popular para ingresar en el cuerpo
general. El partido demuestra mucho interés en que formemos
parte de este cuerpo el mayor número posible de militantes de su
confianza, con la finalidad de que la flota funcione. Como tú
sabes, los oficiales del cuerpo general eran en su mayoría monár-
quicos o fascistas; los que se quedaron con la República no se han
desprendido de resabios del espíritu que les era común a todos el-
los, incluidos los masones, los demócratas; marinos como Anto-
nio Ruiz, que merecía la confianza de Prieto, o como Ubieta y
Buiza que han mandado la flota. Ahora mismo, han estado con-
spirando, y me temo que lleguemos tarde y que cuando ter-
minemos el curso, nos encontremos sin buques.
—¿Tan mal lo ves?
—Sí; estoy casi convencido de que la flota se dispone a deser-
tar. Por lo menos, a unirse a un pronunciamiento para derrocar al
gobierno. La gran jugada, a mi entender, consistiría en llegar a las
baterías y a los muelles antes de que zarparan los buques; y con-
vencerles de que no lo hicieran. O amenazarles si se obstinaban.
207/410

—La flota puede decidir la suerte final de la guerra. Si la debil-


idad que aqueja la República no conseguimos enderezarla con la
flota en nuestro poder, mal irá si la perdemos.
El comandante de la brigada 206, igual que su comisario, han
simpatizado con Eugenio Sierra. Cambian impresiones, tienen
amigos comunes dentro del partido. Provienen de las Juventudes.
Ninguna razón existe para desconfiar de las intenciones del recién
llegado, y por la conversación, los juicios que emite, y sus conoci-
mientos de la plaza, comprenden que puede serles de mucha util-
idad ahora que se disponen a iniciar a fondo las operaciones.
Están comentando el plan que van a emprender y a Sierra le
parece el más acertado. Les facilita datos sobre la situación del
gobierno militar y la configuración de los montes en que las bater-
ías están emplazadas. Oyen discutir en la puerta. Úbeda sale y re-
gresa acompañado de un teniente.
—¡Mi comandante! Hemos asaltado el edificio de la emisora
que berreaba. Nada; al primer empuje han escapado casi todos.
No hemos podido coger prisioneros y me temo que hayan inutiliz-
ado las instalaciones.
—¿Habéis tenido bajas?
—Un herido leve; a ellos les hemos hecho dos muertos.

Desde el Miguel de Cervantes, por medio del teléfono que


tienen conectado con el muelle comercial, requieren a Antonio
Ruiz. Quien le llama es Buiza, para anunciarle que la flota se
dispone a zarpar y pueden embarcar en los buques los que quedan
en el edificio de la base.
—De acuerdo, Miguel; déjame, sin embargo, un momento para
informarme de la situación en la plaza. No sé… para decidir.
Con Antonio Ruiz están Norberto Morell, Semitiel y Galán.
208/410

—Habría que tomar una resolución. La ciudad está en manos


enemigas y nuestra propia situación, aquí en la base, es semejante
a la de unos prisioneros que, por amistad, se nos tolera libertad de
movimientos…
Nueva llamada del almirante.
—Antonio, no podemos esperar; los destructores se disponen a
soltar amarras…
—Vamos…
Decepcionados y al par aliviados, al venirles impuesta la res-
olución por una concatenación de circunstancias adversas contra
las cuales se reconocen impotentes para luchar, Semitiel y Morell
se ausentan para avisar a algunos de sus subordinados que están
convencidos que desean abandonar el edificio de la base y Cart-
agena. Hablarán también a Femando Oliva para que no se
produzcan en el último instante complicaciones.
El más deprimido es Francisco Galán; él solo nada puede
hacer aquí. En desacuerdo con los marinos, en desacuerdo con la
actitud abandonista de la flota, en desacuerdo con cuanto está su-
cediendo, no le queda otra salida ni refugio que los buques que ar-
bolan pabellón republicano.
—¡Póngame en comunicación con el parque de artillería!
Antonio Ruiz no sabe en este momento si es jefe de la base o
sigue siendo subsecretario de Marina. Dada la inutilidad del
cargo, sea cual sea, mejor es que, para evitar rozamientos con los
rebeldes, se olvide del nombramiento que, en mala hora, le ha
otorgado Negrín.
—Deseo hablar con el general Barrionuevo; soy Antonio Ruiz,
subsecretario de Marina…
—Al habla el general Barrionuevo…
—La flota se dispone a zarpar, y confío en que podrá hacerlo
sin incidentes. Espero que evitemos mayores destrozos y
derramamiento de sangre…
209/410

—Pueden salir los buques; las baterías no dispararán contra


ellos, hemos empeñado nuestra palabra de honor en tal sentido.
—Nada más; eso quería saber.
Desconcertados, inquietos, han ido reuniéndose en el des-
pacho de la jefatura de la base, en el cual han entrado sin pedir
permiso, oficiales de marina y paisanos. La prisa que les acucia,
no se molestan en disimularla y observan por las ventanas en dir-
ección al puerto donde las chimeneas de los buques humean.
En el momento en que Semitiel y Morell se presentan, Antonio
Ruiz se coloca la gorra y les dice a los reunidos.
—¡Señores, doy por terminada mi misión! ¡Vámonos!

Las tripulaciones de los navíos de la flota son víctimas del


mayor de los desconciertos. Los rumores que corren se contra-
dicen cada cinco minutos. Nadie está en condiciones de contrastar
su verosimilitud y suelen ser las noticias más disparatadas las que
alcanzan mayor difusión y son aceptadas por la credulidad a flor
de piel de la marinería.
Durante algún tiempo han estado formados en cubierta
patrullas de marineros con cartucheras y fusil, dispuestos a
desembarcar con objeto de combatir la fantasmal sublevación y
apoderarse de algunos edificios. Después, se ha dado contraorden
y las patrullas de desembarco han quedado disueltas. Auxiliares y
marinería comentan en corros; la anormalidad de la situación ha
permitido cierto grado de relajamiento en la disciplina, que
acentúa la comprobación por parte de los subordinados del
desconcierto de los superiores. Comisarios, comandantes, ofi-
ciales, auxiliares, van y vienen, conjeturan, cabildean. El bom-
bardeo aéreo no ha sido de gran intensidad, pero ha incidido
sobre nervios agotados y ha producido una mayor
desmoralización.
210/410

Circulan bulos alarmistas sobre muertos y heridos, se ponen


en circulación nombres, se rumorea sobre un ataque inminente de
tropas franquistas, sobre desembarcos fulminantes, se habla de
acciones combinadas de submarinos, aviación y baterías de costa
contra los buques. La amenaza de las baterías que pudieran hacer
fuego sobre la escuadra se torna obsesionante y se multiplican las
conjeturas sobre posibilidades de tiro indirecto de más baterías
sobre la dársena. El arsenal se ha sublevado, la capitanía de la
base también, la artillería, parte del regimiento de infantería de
marina, la «quinta columna» en peso. Están metidos en una
prisión con una sola puerta abierta; obedecerán con puntualidad y
disciplina cualquier orden de zarpar, que es la que esperan con
ansia. Ni el abandono de la patria, ni el alejamiento de las famili-
as, ni el rompimiento geográfico con las novias, son impedimen-
tos suficientes ni siquiera en el plano sentimental. El deseo de
huir les domina, les obsesiona. ¿A qué espera el mando? Hablan
de ultimátum, de traiciones, de futuras represalias si son apresad-
os; desean escapar, a donde sea.
Entre las distintas unidades de la flota hay un nervioso ir y
venir de radiogramas con noticias alarmantes y contradictorias.
Se comunican amenazas captadas de radios facciosas; temores y
desconfianzas que no osan manifestarse de manera explícita.
La resolución de zarpar está tomada. La situación de la flota es
peligrosa. Tampoco resultaba factible el desembarco para librar la
batalla en tierra. Mientras la lucha se decidiera en las calles, en los
edificios, en los montes, en las inmediaciones de las baterías de
costa, hubiesen cañoneado los buques, y éstos son la única
garantía de salvación.
«Babor y estribor de guardia».
Vicente Ramírez, jefe del Estado Mayor Mixto, cambia impre-
siones en el crucero Cervantes con el almirante Buiza. Acaba de
llegar a bordo procedente del edificio de la base. La situación allá
211/410

es pésima. Antonio Ruiz se ha presentado por fin, y acepta el


nombramiento del gobierno. Galán y los problemas relacionados
con su mando han perdido actualidad en unas horas. Comunista o
no, Francisco Galán se encuentra identificado con ellos y obran a
una. Pero ni Galán, ni Ruiz, ni nadie, puesto que tampoco dispon-
en de un soldado que les obedezca, ni hay quien acate su autorid-
ad, pueden poner remedio a una situación que se deteriora con
aceleración irrefrenable.
La guardia y algunos de los jefes y marinos de la base están
sublevados desde anoche. Como todos son amigos entre sí y
tratan de evitar la violencia física, o tal vez nadie se sienta con
fuerza y respaldo suficiente para imponerse a los demás, se con-
siguen frágiles acuerdos y se soslayan choques. En cualquier mo-
mento pueden producirse altercados graves que romperán el
equilibrio. Han sonado disparos que partían de la base y una
ametralladora antiaérea emplazada en la azotea ha agredido a la
aviación republicana. Las noticias que llegan son conminaciones y
amenazas. En las calles se producen escaramuzas y no han cesado
las detenciones. ¿Disponen de fuerzas para dominar la subleva-
ción de signo fascista, que es la que ha terminado imponiéndose?
¿Pueden los buques defenderse con eficacia contra la amenaza
que pesa sobre ellos? Hay que considerar más que probable que la
aviación de Franco no cesará en sus raids aunque sólo sea con el
objeto de ayudar a los suyos. ¿Qué otra solución, aparte de zarpar,
les queda? Ese general Barrionuevo, que se titula jefe de la plaza
de Cartagena, por un lado, y Arturo Espa, por otro, han señalado
un plazo perentorio para el abandono del puerto y han garantiz-
ado que no será atacada la flota si ella no les ataca.
Ante la escalerilla se detienen unos automóviles que proceden
del paseo de la Muralla. Antonio Ruiz, Semitiel, Morell, Adonis, el
propio Galán y varios más; uniformes azules y caquis, y trajes de
paisano.
212/410

Lejos se oyen estampidos de fusilería que rompen el silencio


de la ciudad.
Protegidos de la plaza hostil por los tinglados del muelle
comercial quedan algunos de los recién llegados, mientras otros
suben a la cubierta del crucero y se juntan a los mandos, que es-
tán reunidos en la toldilla de popa.
—¡La ciudad está dominada por los fascistas!
Bruno Alonso, que hasta el último momento ha sido partidario
de desembarcar con la marinería de los buques, deja caer con
desánimo los brazos.
—Si todo está en poder del enemigo, señores, por mí podemos
salir cuando ustedes dispongan…

La impaciencia, agravada por la fatiga, se hace insostenible.


Consulta una y otra vez el reloj como si los minutos retardaran
perezosos su obligatorio caminar. Las doce y ocho minutos en el
reloj de Arturo Espa.
El timbrazo del teléfono, terrible protagonista de estas horas,
le hace saltar del asiento.
—¡Mi teniente coronel, le hablo desde la batería de San
Leandro, del muelle de Santa Lucía! ¡La flotilla de destructores
desamarra e inicia la maniobra! ¡El Libertad desamarra, aquí
mismo! ¡Lo estoy viendo! ¡La flota se pone en movimiento en me-
dio de gran confusión! ¡Se marchan, mi teniente coronel, le juro
que se marchan, que se hacen a la mar!

Iniciada la maniobra de suelta de amarras y desatraque, los


buques se mueven con lentitud. Para ganar tiempo, acuciados por
la prisa que origina el temor a la amenaza o a la contraorden, en
alguno de los navíos las estachas han sido cortadas a hachazos.
213/410

Un humo negro y espeso nubla el sol. La flotilla de destructores


ha iniciado el movimiento. Botes y lanchas en peligrosas manio-
bras tratan de aproximarse a los cascos cargadas con los reza-
gados o paisanos que pretenden embarcar. Los botes abandon-
ados quedan a la deriva zarandeados por el lebeche y el súbito
oleaje de las hélices.
Las unidades que se hallaban atracadas en la dársena interior
del arsenal escapan en medio de la mayor confusión y llegan a
rozarse los cascos. Las chimeneas resuellan; maniobra la flotilla.
En barcazas ha conseguido trasladarse a otras unidades a la tripu-
lación del Sánchez Barcáiztegui, a cuyo comisario llevan en cam-
illa. Doblan los primeros destructores el Espalmador Chico y en-
filan la bocana.
Levando anclas, virando en arriesgadas maniobras, dejando a
popa agitada estela de espumas, la flotilla de destructores va dob-
lando el malecón de la Curra, que cierra el puerto de Cartagena:
Lepanto, Antequera, Gravina, Jorge Juan, Valdés, Miranda, Es-
caño, Ulloa, se hacen a la mar.
Chirrían los eslabones de las cadenas al entrar por los
escobenes, se halan estachas y el crucero Méndez Núñez se separa
del muelle y vira.
El viento que sopla del sudoeste complica la maniobra del
crucero Libertad. Un ancla echada a proa crea un instante de es-
tupor y desconcierto. ¿Qué pretende ahora el comandante? El vi-
ento y la maquinaria hacen virar al buque cuya popa pasa muy
próxima a la batería de San Leandro. Cuando se orienta al viento,
hala el ancla y da marcha avante. Maniobra rápida, valiente, del
más puro estilo marinero —¡Bravo por nuestro comandante!—
que permite al buque enfilar la salida del puerto y abandonarlo en
breves minutos.
214/410

El teniente coronel Galán y un pequeño grupo que le rodea


permanecen vacilantes sobre el muelle junto a la escalerilla del
Miguel de Cervantes, escalerilla que van a izar. Un último pudor
le impide abandonar el muelle de esta ciudad a la cual fue enviado
ayer tan sólo con plenos poderes y encargo de solucionar los prob-
lemas planteados, y sin culpa por su parte, se diría que su sola
presencia ha contribuido a agravarlos. La pérdida de Cartagena,
que queda en poder de los fascistas y de quienes colaboran con el-
los, equivale a una estocada en el flanco de la República, y la
huida de la flota es una hecatombe, de cuyos hechos, él, Paco
Galán, resulta ser uno de los protagonistas sin que le haya sido
otorgada opción para evitarla o para dejar de convertirse en uno
de los actores de primera línea.
—¡Galán! ¿Qué hace ahí? ¡Suba a bordo!
Los marineros se aprestan a izar la escala. El almirante Buiza
se ha apartado del grupo y desde la baranda le llama. Bruno
Alonso secunda al almirante con gestos inequívocos. Necesitaba
ese brusco requerimiento, necesitaba una fuerza extraña, ajena a
su voluntad, que le forzara. Su impotencia ante los acontecimien-
tos le ha dejado sensación de mala conciencia, y duda ante la
actitud que debe adoptar. Buiza lo ha resuelto; el tirón que neces-
itaba, lo ha recibido.
Asciende con precipitada e inconsciente ansiedad. Buiza y
Bruno Alonso le estrechan la mano efusivos, viejas fraternidades y
compañerismos se evidencian en emocionada acogida. El puerto
de Cartagena está en movimiento; oleajes artificiales chocan y
vuelven a chocar entre sí. Se respiran humaredas que crean un
crepúsculo ilusorio. Nadie aquí parece lúcido, es como si actuaran
ante la cámara un poco a lo sonámbulo, más allá de la voluntad.
Amigos y enemigos se reúnen en un destino común, y divergentes
propósitos: Galán, Vicente Ramírez, Antonio Ruiz, Norberto
Morell. El capitán de navío Diego Marón dirige la maniobra desde
215/410

su puesto de mando. Aquí están Bruno Alonso y Semitiel. Circu-


lan órdenes apresuradas. Con la gorra reglamentariamente colo-
cada y el uniforme de parada, ajeno en apariencia a cuanto
ocurre, distante en su compostura, el jefe del Estado Mayor, don
José Núñez de Castro, se encara con Galán; su voz es áspera,
agresiva.
—Usted, no es aquí más que un simple pasajero…
—¡De acuerdo! Pero tenga en cuenta que lo soy con categoría
de ex-jefe de la base de Cartagena, y exijo…
Antes de que la discusión se agrie en este momento en que los
nervios están en desordenada tensión, interviene Buiza, autoridad
máxima de la flota, cuyo prestigio personal deja caer en el platillo
de la balanza.
—Haga el favor, Galán, despejemos la toldilla; le mostraré su
camarote…
Trepidan las chapas, las chimeneas eyaculan humaredas
desesperadas. La ciudad, los castillos, los montes parecen girar
alrededor del navío.
En los muelles, mujeres acongojadas, con lágrimas en los ojos
y el pañuelo al aire, hombres torvos, emocionados, hostiles,
alegres, curiosos. Muchos indiferentes por acumulación de sensa-
ciones contradictorias, de sufrimientos, de miedos o esperanzas;
niños que se divierten con el desordenado y brillante carrusel de
acero, espuma y humaredas. Damas de chalet y pupilas de
lupanar se confunden en los adioses.
Agitando una bandera, de la cual nadie distingue desde los
buques si la tercera franja es morada o roja, ha desembocado en
los muelles un sargento de aviación. Sus propósitos se han frus-
trado durante el bombardeo que ha dispersado a su improvisada
hueste. Imposible recuperarla después. Muchos de los soldados,
incluso de los que llegaron a sus órdenes, se han dado maña en
ocultarse, o en regresar al cuartel de infantería naval. Le siguen
216/410

unos pocos soldados de aviación, algún infante de marina y es-


casos músicos que, ganados del arrebatado y contagioso entusi-
asmo o bajo efectos de amenazas, se obstinan en componer un
«Himno de Riego» carente de armonía y solemnidad.
Don Pedro Sánchez Meca, que se trasladó en tartana desde su
casa de Los Dolores al parque de artillería, también se halla
presente en el muelle. La sublevación ha cumplido su primer ob-
jetivo; la escuadra roja zarpa. La escuadra nacional podrá desem-
barcar en estos mismos muelles que quedan despejados. Al am-
paro de las baterías de costa nadie en Cartagena será capaz de
oponérseles. Cuatro disparos que se oyen a lo lejos representan la
inutilidad de un paqueo terrorista que carece de significación y
eficacia.
Los buques abandonan el arsenal y el puerto; les siguen sub-
marinos, barcos auxiliares, lanchas de pesca, botes en que a la
desesperada bogan hasta la extenuación quienes aún pretenden
ser recogidos por los navíos. Sánchez Meca correrá a comunicarle
la buena nueva al general Barrionuevo, a su amigo Lombardero, a
los compañeros reunidos en el parque. Pero no tiene prisa, desea
complacerse en el espectáculo.
El cabo Manuel Serantes García ha soltado las estachas del
Miguel de Cervantes y las ha dejado caer al agua. Se dispone a
saltar al chinchorro con remo a popa para ciar. Ve agitarse las
hélices entre remolinos de espuma, y como si le empujaran gi-
gantescas manazas, la popa del crucero se aparta del muelle. Ha
dado avante. Una congoja que le invade y desarma, se sobrepone
a la naciente ira; agita las manos en el aire. La popa y la bandera
tricolor se alejan más y más. ¡Le han dejado en tierra, le han
abandonado! A él, a Manuel Serantes García, y no a otro cu-
alquiera. Desde la cubierta del buque, alguien a quien no dis-
tingue por la distancia o por las lágrimas, corresponde a lo que
cree ademanes de despedida. El chinchorro, inútil, bate contra el
217/410

muelle; se ha quebrado el remo y cruje su maderamen


martirizado.
El buque insignia, que ostenta el pabellón del almirante, dobla
el malecón de la Curra dejando tras sí una orgullosa estela de es-
pumeantes aguas. El cabo Manuel Serantes se sienta en el bolardo
y se coge la cabeza con las manos. De buena gana se abandonaría
al llanto o les llamaría a todos hijos de puta a voz en cuello.

No ha podido evitar que mal disimuladas lágrimas le


humedezcan las córneas y trata de tragar la saliva amarga que le
desazona. Los muelles y la ciudad se alejan, el monte y castillo de
la Concepción pierden tamaño. Diminuto y borroso, un grupo de
mujeres que agitan los brazos. Él no ha podido despedirse de la
suya, abrazarla, decirle algo, no sabe qué, que hubiese conseguido
disminuir la pena de ambos. Flaco consuelo el hecho de conseguir
dar un último abrazo a su mujer y haberla visto llorosa en el
muelle, pero consuelo al fin y al cabo. Pudiera ser que al oír
rumores y, aún arriesgándose, ella hubiese cruzado corriendo la
ciudad y forme parte de aquel grupo anónimo que desaparece sin
remedio.
El cabo Fernando Menéndez, de la tripulación del crucero
Libertad, siente una decepción que el temor a la amenaza de las
baterías de costa no desplaza de su ánimo. Día amargo el de hoy
en que tantos meses, casi tres años, de sacrificio y riesgo, pierden
cualquier significado y se manifiestan inútiles.
De la Algameca se levanta un humo negro que sobrepasa la al-
tura del castillo de Galeras. Doblan la punta Terrosa. A la espalda,
el islote de Escombreras con su faro. No se vuelve a mirarlo, ha
perdido la capacidad de reacción. Sólo obedecerá las voces de
mando cuando despierten al autómata que lleva dentro. Su
218/410

condición íntima está anonadada por el fracaso, la incertidumbre


y la nostalgia que comienza a ganarle a una milla de la costa.
Distingue las bocas de los cañones de las baterías de costa y
adivina anteojos y telémetros acechándoles, midiéndoles, espián-
doles. ¿Abrirán fuego las baterías? Sería el fin. Mientras han es-
tado atracados ha participado de la incertidumbre de los com-
pañeros. Él confía en la pericia de su amigo, el ex-cabo Eugenio
Porta Rico, director de tiro y tercer comandante del Libertad, que
tiene alertados a los sirvientes de las piezas de a bordo para dar
réplica devastadora si alguien se hubiera atrevido a disparar con-
tra los buques.
A medida que se adentran en la mar están a la merced de ese
enemigo surgido en unas horas de entre sus propias filas, ese en-
emigo odioso cuyo rostro no conoce ni desea conocer tampoco.
Navegan ante las baterías; ahora sí que, dada la posición de los
buques, se hallan indefensos ante la potente artillería que puede
echarles a pique en breves minutos. La Parajola, Roldán, Castilli-
tos, Jorel, Fajardo, Podaderas… ¿Abrirán fuego contra ellos, con-
tra sus viejos compañeros? No quiere volverse de espaldas, fas-
cinado como anda por el azul del mar, por lo pardo de los cantiles,
por el alejamiento de la tierra, que no es la suya, pero en la que es-
taba echando raíces. Les amenazan también las bocas de fuego del
frente izquierdo: Aguilones, Cenizas, la Chapa, Portman.
La flota republicana abandona su base fiada en la palabra de
honor de quienes se han sublevado. ¡Si por lo menos hubiese po-
dido dar a su esposa el último beso, los últimos abrazos!

—¡La flota huye! ¡Navega mar adentro!


En el parque de artillería la noticia conmueve a todos, y mien-
tras en unos la alegría desborda hasta el grito o el cántico, en
otros la decepción y la amargura no consiguen ser disimuladas.
219/410

Los más acomodaticios fingen reacciones entusiásticas porque la


marcha de la flota es signo de la derrota republicana y conviene
ponerse a bien, aunque sea con precipitada urgencia, con los
vencedores.
—¡Arriba España!
—¡Viva Franco!
—¡Viva la Falange Española!
De manera menos ruidosa, un centellear alegre en los ojos
fatigados, un temblor de manos y breves frases de congratulación,
demuestra la complacencia el general Barrionuevo. El comand-
ante Lombardero lanza vivas que son coreados por los presentes,
civiles y militares, que forman lo que pudiéramos llamar, si lo
fuera, plana mayor de la sublevación. El coro lo forman artilleros
y suboficiales que se suman al entusiasmo.
—¡Viva Franco!
—¡Arriba España!
—¡Cartagena por Franco!
Entre aquellos que en el gimnasio o en las naves de la planta
baja están, de manera relativa e irregular, considerados como pri-
sioneros, también hay quienes se alegran por distintos motivos;
otros se aplican a evidenciar su actitud indiferente y no faltan
quienes ocultan su impotencia y rabia, y hasta quienes la
manifiestan.
—¡Partida de traidores! ¡Ya podéis graznar!
—¡Debería haber desembarcado la marinería y no dejar vivo a
uno sólo de estos hijos de puta!
—Sí, pero a condición de que se hubiesen cerrado las puertas,
porque éstos son capaces de plantarse en Murcia corriendo sin
parar…
Los hay moderados y pragmáticos.
—El caso es que la guerra acabe de una vez y la que sea sonará.
220/410

—Lo que me da coraje es no haberme podido largar con los


buques. ¡A donde sea!
Un cabo de la flota que les escuchaba, se vuelve.
—¿Pero es que te crees que huyen? En cuanto estén fuera del
alcance de las baterías, virarán de bordo y desembarcarán en cu-
alquier punto de la zona republicana y atacarán por mar y tierra.
Y más allá comentan otros, de los que están en libertad.
—¡Los amos de Cartagena!
—¿Y esos disparos que se oyen?
—¡Nada! Cuatro desgraciados del batallón de retaguardia.
Ahora se les ajustarán las cuentas. No tardarán en traerles aquí
como se merecen, por rojos; y además, por idiotas.
—¿Te has enterado de que dos patrullas que han mandado a la
Telefónica no han regresado?
—Pues es verdad. Quizá tuvieran órdenes de acudir después a
otro punto…
—¿Qué órdenes ni qué niño muerto? Que se han disuelto.
¡Imagínate! Una de ellas estaba compuesta por carabineros.
—¡Esos nacieron rojos y morirán siéndolo!
En otro grupo donde se juntan diversos uniformes e insignias,
vario en edades y procedencias:
—¡Muchachos! El triunfo es nuestro; esto se acaba. En cuanto
vengan los nacionales nos licenciarán. Terminada la guerra, ¿para
qué mantener y vestir a millón y medio de soldados que debemos
sumar entre ellos y nosotros?
—¿A ti te parece que nos conservarán la categoría militar que
tenemos?
—No sé que decirte. Sería lo lógico y equitativo. Ocurre que
entre los militares nada se contempla tanto como el escalafón. Pi-
enso que lo que nos conservarán es el grado que teníamos el 18 de
julio de 1936, más la antigüedad, o que quizá nos rebajen a los
que hemos quedado con la República el grado que nos
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ascendieron por lealtad. La verdad es que aquí se ascendía muy


aprisa.
—Entonces me conformo. ¿Y los gordos, y los de carrera?
—Según lo que se hayan significado, digo yo. Desde luego, a
los comunistas que se les pueda probar, no creo que reingresen, y
en los demás habrá sus más y sus menos. Hay que reconocer que
había cada tío que lo que merece son cuatro tiros, y si se los pegan
lo tendrá bien empleado.
—Lo injusto sería que pagáramos justos por pecadores.
—Es que nosotros es muy distinto del tipo a quien han cogido
prisionero. En cuanto esto se organice, llegan los fascistas…
bueno, los franquistas, o nacionales o como se llamen, y se en-
cuentran la plaza con el puerto, arsenal y baterías e instalaciones,
conquistadas. Y un ejército establecido con sus mandos naturales.
Cartagena no se rinde, se la entregamos a Franco después de
haberla conquistado con nuestro propio esfuerzo.
—¡Que sea como crees! A veces me da pánico pensar que
puedan llegar con la mala baba que dicen que tienen y empiecen a
formar consejos de guerra y a fusilar por aquí, a expulsar por allá,
a condenar a equis años de prisión.
—Exageraciones de la propaganda comunista para meternos
miedo y tenernos sometidos a la férula moscovita. A quien haya
matado o robado es natural, y a nadie puede extrañarle, que se le
castigue, puesto que son ellos los que ganan la guerra. A nosotros,
¿por qué iban a sancionarnos? Nos mantuvimos fieles al gobierno
y obedecimos a nuestros superiores… ¿Que debíamos haber obed-
ecido a los que se alzaron? ¿Y cómo lo averiguábamos entonces?
Cumplimos nuestro deber de militares, nadie puede reprocharnos
lo más mínimo.
En la «coronela» domina el optimismo. Están distribuyéndose
en firme los cargos que de ahora en adelante van a ejercerse en
Cartagena. Por teléfono queda convenido que Fernando Oliva se
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mantendrá en la base, cuyo edificio domina sin amenazas desde


que la flota ha huido. A Pallarás, se le confirma en su cargo de jefe
del arsenal. El teniente de navío Guitart servirá de enlace entre el
parque, la base y el arsenal. A don Jubo Fuentes se le nombra jefe
del regimiento de infantería naval, pues la actitud del comandante
García Martín, encerrado en el edificio de la base, no ha sido sufi-
cientemente satisfactoria. En la intendencia de marina, queda de
jefe efectivo el comandante don Pedro Pourtau que ya anoche se
hizo cargo del mando. Por último, se nombra alcalde de la ciudad
a don Pedro Sánchez Meca.
Entre otras medidas de menor importancia se distribuyen
mandos y misiones en el interior del parque.
Al coronel Armentia, que con don Esteban Calderón, Luis
Monreal, el capitán Mena y otros estaban arrestados en el des-
pacho contiguo, le va a buscar el comandante Lombardero por or-
den del general y acuerdo común. Lombardero se esfuerza por
que el tono de su voz parezca cordial; la natural alegría por el de-
sarrollo de los acontecimientos le sirve de estímulo.
—Coronel Armentia; lo que usted nos prometió se ha cump-
lido. La flota ha huido de Cartagena. Lamentamos lo ocurrido y
excuse nuestros recelos, lo complicado de las circunstancias los
justifican. El general Barrionuevo le pide que se reintegre al
mando del regimiento.
Por la escalera, cojeando, sube el capitán retirado Aureliano
Ródenas, que con Sabas González ha acudido esta mañana a ata-
car el radio comunista de la plaza de San Francisco. Entre que al-
gunos de los que le acompañaban se han esfumado y que los de
dentro oponen resistencia y están armados, el asalto se ha frus-
trado por el momento. Aureliano Ródenas, mutilado de África, se
apoya en un bastón; también le falta un ojo. Es uno de los oficiales
que están mostrando mayor decisión y energía. Dos de los
muchos que andan sin ton ni son por el parque, comentan:
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—Es un tipo formidable, ese Ródenas.


—Yo no le conocía…
—Cuando estaba en la Legión había un barbero, legionario,
claro, al cuál Ródenas había sentado la mano y arrestado, no re-
cuerdo por qué falta. Ya conoces tú los célebres castigos de la Le-
gión. El tal barbero fanfarroneaba, asegurando que mataría a
Ródenas. Entonces, Ródenas que se entera, porque la raza de los
chivatos está muy extendida, va y le dice: «¡Eh, tú, ven para acá a
afeitarme!» Cuando están dentro del cuarto, Ródenas cierra la pu-
erta con llave y la deja allá, a la vista del otro. Sentado en la
butaca, echa atrás la cabeza y ofrece el pescuezo. El barbero afeita
que te afeitarás y Ródenas sin decir ni mus ni alterarse. Termina
el afeitado; su poco de colonia con esas manos de marica que tien-
en algunos barberos y de las de aquél me acuerdo todavía. Róden-
as se levanta y le grita: «¡Tú, hijo de la gran puta, no matas a
nadie! ¡Lo que eres un cobarde! Me has tenido ahí a punto, con la
garganta a disposición de tu navaja, desarmado y con la puerta
cerrada. ¡Lo peor que puede ser un legionario es bocazas! ¡Y tú lo
eres, y un mierda por añadidura!» Le soltó media docena de
guantadas y un puntapié bien dado en el trasero. Cojonudo ¿eh?
—No sé hasta qué punto…, pero oye, eso se parece a una es-
cena de una película que estrenaron hace poco, de un tal Gabin.
—¡Chico! Verlo no lo vi; me lo contaron allá. Los legionarios
son así…
—Espérate, que cuando vengan, de cerca y en plan de enemi-
gos, puede que no te hagan tanta gracia.

Los partes se amontonan sobre la mesa de trabajo del Gener-


alísimo de los ejércitos nacionales, Francisco Franco. Diversas es-
taciones radiotelegráficas han captado mensajes; ora los de tono
patriótico y exaltado lanzados por la emisora que llamaban de la
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«Flota Republicana», de Cartagena, ora de algunas costeras o pro-


cedentes de buques de guerra. Resulta difícil abrir paso a la razón
entre la variedad de noticias afines o contradictorias. Prematuro
sería creer que puede formarse un juicio acertado.
—¡Excelencia!
De la sala contigua penetra un comandante de Estado Mayor
con un papel en la mano. El almirante Cervera, que permanece en
pie junto al Generalísimo, lo coge y se lo pasa a Franco.
—Radio Melilla acaba de transmitirlo.
«S. B. D. de Cartagena a Burgos a las 14 h. 20. Viva España,
Arriba España. El general Barrionuevo al Generalísimo Ejército
Español. Me hago cargo en nombre V. E. y ejército mando plaza
Cartagena. Tropas guarnición, ejército y marina están sumadas
ejército salvador patria. Escuadra abandonó puerto rumbo
desconocido. Ampliaré inmediatamente».
—Ésta comienza a ser una verdadera noticia.
El almirante Cervera lee con atención el telegrama que le
tiende el Generalísimo Franco.
—¿Conoce usted a ese general Barrionuevo…? Su nombre no
me suena entre los que se pusieron al servicio de los rojos, y si se
trata de un general de verdad, le conocería.
—De infantería de marina, pero… debía estar ya retirado.
—Que le busquen en las escalillas y que me pasen un informe
completo.
—Lo que parece evidente es que la escuadra roja ha abandon-
ado el puerto de Cartagena. La situación comienza a perfilarse.
El general Martín Moreno, jefe del Estado Mayor, ha acudido
al despacho y con él el jefe de la sección de operaciones, teniente
coronel Barroso.
225/410

Las noticias por el momento son escasas, insuficientes, como


base para tomar determinaciones, pero siendo así que ante la pos-
ibilidad de un desembarco proyectado en Águilas, hay efectivos de
una división prevenidos en Málaga, más un batallón de infantería
de Marina, y que en la zona de Castellón está la 83 división, tam-
bién alertada por si tuviera que trasladarse a Valencia, no estará
de más que se disponga lo necesario para el embarque inmediato
de estas unidades por si hubiera que operar sobre Cartagena. En
las próximas horas se recibirán noticias más concretas, que perm-
itan adoptar una decisión rápida. Las instrucciones que se
cursaron decían: «que a partir del día 4 todas las fuerzas deben
poder trasladarse de Castellón a Valencia y de Málaga a Almería
en pocas horas en caso de que reciban órdenes en tal sentido…»
Es cierto que los temporales han afectado a las comunicaciones y
pueden dificultar algo los desplazamientos pero esas fuerzas
deben hallarse en condiciones de moverse con rapidez.
—¿En el Grao de Castellón, tenemos vapores suficientes para
embarcar la división de Martín Alonso?
—Excelencia, tenemos cinco buques artillados, más dos trans-
portes y las veinte bacas que se armaron en Vinaroz… Puedo man-
dar también desplazar a Castellón a los minadores Marte y
Vulcano…
—¿Y los buques de Málaga?
—Algunos de ellos se habían trasladado a Cádiz a distintos ser-
vicios, pero supongo que deben haber regresado. Tenemos allí al
cañonero Launa, el Jaime II, artillado y cinco transportes más.
—A resultas de lo que dispongamos después, que se comu-
nique a Martín Alonso que desplace sus unidades hacia el Grao de
Castellón y que estén prontas a un eventual embarque. Que en
Málaga se dispongan también las fuerzas; comuníquele esto úl-
timo directamente al general Queipo de Llano.
226/410

—Excelencia. ¿Ordeno que los minadores Marte y Vulcano


pongan rumbo a Castellón?
—Y que el almirante Moreno sitúe la escuadra de bloqueo
frente a Cartagena. Mientras maniobremos las unidades de mar y
tierra podemos recibir informaciones más categóricas.
De nuevo entra el comandante:
—Melilla ha cursado este radio y comunica que ha acusado
recibo a la emisora del Arsenal de Cartagena.
«S. B. D. de Cartagena a Burgos a las 14 h. 25. El general
Barrionuevo, jefe de Cartagena al Generalísimo. Ruégole se
haga demostración aérea con aviones ese ejército sobre plaza
Cartagena baterías antiaéreas no dispararán. Escuadra roja
salió este puerto esperamos llegada escuadra nacional».
—Se confirma la salida de la escuadra roja. En caso de envi-
arles dos divisiones necesitan una fuerte cobertura naval. El
crucero Canarias debe situarse también frente a Cartagena.
El almirante va recogiendo los distintos partes que le entrega
el comandante que está en contacto con la estación receptora.
—Parece que la flota roja navega rumbo a África cambiando
los rumbos por miedo a que les ataque nuestra aviación…
—¿Para qué íbamos ahora a atacarles? Si se internan en algún
puerto, como sospecho, tendremos los buques en nuestro poder
dentro de breve tiempo. ¿Qué unidades había en Cartagena?
—Según informes de nuestros servicios, cuatro cruceros, ocho
destructores, dos o tres submarinos, y algunos buques auxiliares.
En su último parte, muy reciente, la aviación aseguraba haber to-
cado de pleno a un crucero y dañado a otras unidades. Los avi-
adores pecan en ocasiones de optimistas.
—Mientras no tengan la mala idea de hundir a los buques o
embarrancarlos en la costa africana.
—Dios haga que no prospere tan malvado propósito.
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—Unas ciento catorce millas separan Cartagena de Orán. En el


parte del general Barrionuevo no se precisa la hora en que la es-
cuadra ha zarpado; hay que deducir que no haría mucho tiempo,
pero el texto no dice «abandona» sino «abandonó» y eso parece
significar cierto lapso.
—Excelencia. ¿Contestamos al general Barrionuevo?
—Esperemos todavía… Que se tomen todas las medidas, sin
embargo, pues aunque se trata de una aventura dudosa, debemos
apoyarla con la máxima urgencia.

El tiroteo ha ido generalizándose. El edificio en donde, desde


que se inició la guerra, está alojada la jefatura de intendencia de la
armada, se halla situado en el corazón de la ciudad, en la plaza de
Prefumo, en que comienza la calle Mayor. Presenta su fachada
principal a esa plazuela y da por la espalda a un amplio jardín
asomado a la avenida que bordea el alto muro del arsenal.
Al interior llegan rumores sobre fuerzas gubernamentales que
se disponen a atacar y que de hecho empiezan a dar muestras de
actividad.
La radio de la «Flota», cuya emisora se halla en las inme-
diaciones de Los Dolores, ha dejado de emitir, y a pesar de que los
teléfonos del parque y de la base comunican noticias optimistas
sobre próximos desembarcos de fuerzas que envían los
«nacionales», lo cierto es que por esta parte de la ciudad los
partidarios del gobierno, vale decir los comunistas, están domin-
ando las calles y tirotean a mansalva.
Este mediodía, después que la flota ha zarpado y abandonado
Cartagena, el comandante don Pedro Pourtau ha hecho formar la
guardia, unos cuantos soldados de infantería de marina, más unos
jóvenes voluntarios, mandados por el teniente Pío, y ha izado con
solemnidad la bandera roja y gualda.
228/410

Don Pedro Pourtau García, comandante de intendencia de la


armada y jefe de acopios del arsenal de Cartagena, se hizo anoche
cargo del edificio, vista la actitud ambigua, más bien pasiva, que
ante los hechos adoptaba el intendente don Francisco Bosch, Los
elementos de defensa de que dispone son veintiocho hombres ar-
mados de fusil, entre los cuales los hay bisoños, paisanos y otros
de dudosa condición política. Estas fuerzas, a las que hay que
sumar algunos oficiales, no permiten hacerse ilusiones sobre pos-
ibilidades de defensa en caso de ser atacados en regla. La proxim-
idad del arsenal es lo que comunica a los sublevados de intenden-
cia un punto de seguridad.
En los comienzos de la guerra, don Pedro Pourtau fue juzgado
por un tribunal popular acusado de desafecto al régimen. Ab-
suelto por sentencia fue reintegrado al servicio. Desafecto lo era y
ha continuado siéndolo con la discreción que imponía una
prudencia elemental.
Las detonaciones de un cañón de pequeño calibre que cada vez
suenan más próximas les ha desconcertado e intimidado. Ven
evolucionar en la plaza, ante la misma puerta del edificio al
pequeño ingenio blindado. Comprenden que va a dispararles y
nadie acierta cómo defenderse de sus impactos ni qué medios
pueden utilizar para atacarlo; los proyectiles de los mosquetones
nada pueden contra el blindaje.
La puerta salta hecha astillas; un sólo cañonazo ha resultado
suficiente. El segundo disparo completa la obra y deja despejada
la entrada a posibles atacantes de infantería que ya nadie se pre-
ocupa de averiguar si acompañan o no a la tanqueta, pues la
fachada principal del edificio ha sido desalojada por parte de sus
defensores. El desconcierto se trueca en miedo y sin esperar
órdenes, algunos de los reunidos salen al jardín, lugar que consid-
eran más al abrigo. Cuando se lo propongan, los ocupantes de la
tanqueta entrarán con ella en el amplio portal.
229/410

Nadie sabe quién ha dado la orden, ni si se trata de una orden,


pero muchos ya se estaban anticipando.
—¡Retirada al arsenal!
—¡Al arsenal! ¡Vamos al arsenal!
Escapan por el jardín; algunos corren tanto que se atropellan.
Se oyen disparos que parten de diversos puntos pero no les llega
el silbido de los proyectiles. Un muchacho cae, herido en una
pierna; entre Juan Zaplana y Carmelo Martínez, que habían ven-
ido a intendencia a buscar suministros destinados al parque de
artillería, y que por el camino han oído detonaciones que presagi-
an combates, le arrastran como pueden para que no quede aban-
donado en manos del enemigo.
La calle Real aparece desierta. No la baten con intención de
hostigarles a ellos, pero se oyen tiros en distintas direcciones. Una
nueva carrera les coloca ante el gran portón que da acceso al ar-
senal. El arsenal permanece cerrado y ante la puerta se apiñan los
que les han precedido. Golpean la puerta, vociferan, amenazan.
Nadie había previsto tamaña contrariedad; hubiera bastado una
llamada telefónica.
—¡Abrid, somos nosotros!
Caen sobre la puerta puños y culatazos. Si al lado de dentro
hay centinelas están sordos, acobardados o permanecen indifer-
entes; o quizá se han alejado en busca de órdenes.
—¡Abrid al comandante Pourtau!
—Somos los de intendencia. ¡Que nos persiguen!
—¡Abrid, que van a achicharrarnos aquí fuera!
Los que forman el apretado grupo se pegan a la puerta como si
las enormes jambas pudieran servirles de protección. Si la tan-
queta enfila por la calle de la Intendencia, que bordea el edificio
que acaban de abandonar, si la infantería que debe seguirla hace
lo propio y les sorprende, no dejarán a uno vivo. Inesperado y ful-
minante fusilamiento dará al traste con todos ellos.
230/410

—¡Que avisen al teniente coronel Pallarés!


—¡Abrid, cabrones, de una vez!
Laten apresurados los corazones, quienes se desahogan grit-
ando, quienes, mudos, observan a su alrededor o dirigen la
mirada aterrada hacia la plazuela que forma en su desembo-
cadura la angosta callejuela de la Intendencia.
Tras la puerta suenan cerrojos. Con lentitud que les exaspera y
al tiempo alivia, el portillo cede y se abre para darles paso franco.

En nombre de los sublevados, el teniente coronel de artillería


naval, Lorenzo Pallarés Cachá, se ha hecho cargo del mando del
arsenal. Sucesivamente han ido nombrándole, o confirmándole en
el mando, diversas personas, pues son varios quienes en Cart-
agena dan órdenes. La última autoridad, que por ahora parece
definitiva, es el general retirado don Rafael Barrionuevo, pero
Fernando Oliva, que ocupa el edificio de la base, también da
órdenes. Hace poco se ha presentado el teniente Guitart de Virto a
pedirle fusiles, munición y granadas de mano. En un coche ha
salido hacia la base y tiene noticia de que, a pesar de haber sido
tiroteado el automóvil, las armas han llegado a su destino.
La situación en el arsenal no se presenta despejada. El in-
menso recinto, su dársena, instalaciones, edificios, talleres y esta-
ción radiotelegráfica son dominados desde el monte de Galeras y
otras alturas próximas y asimismo desde los cerros de la Atalaya.
Han sido vistas patrullas que van filtrándose y tiroteándoles sin
que desde el recinto pueda impedírseles el paso, ni ser contrar-
restados sus fuegos con eficacia. De boca en boca corre la noticia
de que el gobierno envió una brigada para apoyar a Galán y que
las patrullas que se ven pertenecen a esa brigada. Y se rumorea
que van penetrando en la ciudad y tomando posiciones en el
frente derecho en dirección a las baterías.
231/410

Al teniente coronel Pallarés le incitan los compañeros a que


adopte medidas contra su amigo Luis Monreal, de su misma
graduación y cuerpo, cuya postura política es conocida. Es cierto
que se mostraba contrario al golpe comunista y opuesto al nom-
bramiento de Galán, pero tampoco acepta, ni se recata de manife-
star su desacuerdo con el carácter que ha tomado la sublevación
cartagenera.
Luis Monreal fue detenido anoche, cuando regresaba de Elda
de acompañar a Antonio Ruiz; por desconocer la consigna «Por
España y por la Paz» le condujeron al parque. Puesto en libertad
por el general Barrionuevo se ha trasladado al arsenal, donde en
estas circunstancias su presencia está haciéndose inoportuna.
Podía Barrionuevo haberle soltado más temprano y habría aban-
donado Cartagena embarcado en la flota.
—Hay que arrestarle y encerrarle manteniéndole incomunic-
ado. Muchos suboficiales y marineros, incluso oficiales, que
primero se pusieron a nuestras órdenes, no están de corazón con
nosotros. Por inercia y porque la huida de los buques les ha hecho
creer que la guerra ha terminado, han consentido en acatarnos.
Ahora que les llegan noticias de que estamos sublevados y que el
gobierno envía tropas para reducirnos, según pueden comprobar
a simple vista, comienzan a vacilar aunque de momento lo disim-
ulen. Monreal, si se lo propone, puede asumir el mando de esos
elementos negativos, a los cuales se sumarán otros obedeciendo al
movimiento pendular y al dictado del oportunismo o si lo prefi-
eres del desconcierto. Amenazados como estamos, la situación se
volverá catastrófica.
—Ninguna noticia nos llega de la compañía de infantería de
marina que hemos enviado contra los comunistas. Su silencio
permite suponer que, o se ha disuelto o se ha incorporado a ellos
en vez de combatirlos. Tenemos aquí gente poco segura y ésos
obedecerán a Luis Monreal mejor que a nosotros.
232/410

—Vamos para allá…


A pesar de que las peripecias vividas en las últimas horas, la
pesadumbre que le causa el cariz que toman los acontecimientos y
lo inesperado de los que se van sucediendo, han disminuido la ca-
pacidad de asombro de Luis Monreal, se sorprende al verles en-
trar en su despacho.
—¿Qué queréis ahora?
—¡Escucha, Luis! Desearía que te hicieras cargo de que, tal
como la situación se presenta…
—¡De ninguna manera me sumaré a vosotros! Esa bandera que
habéis izado en el arsenal sigue siendo para mí la bandera en-
emiga; la de los monárquicos y fascistas.
—Lo que pretendía decirte es que dada la situación, y tu
misma actitud confirma lo que pensamos, nos vemos obligados a
arrestarte; no a discutir razones o sinrazones.
—Pues ya podéis empezar, puesto que os habéis apoderado por
la astucia y la fuerza del arsenal. ¡También me encerraron los del
parque! Y os aseguro que lo prefiero, así mi actitud queda clara;
me hacéis un favor.
—No querría encerrarte. Basta que me des palabra de honor de
que te quedas aquí, en tu despacho, y no vas a combatirnos ni a
unirte a quienes lo hagan.
—Lo que quiero es que me dejéis tranquilo.
—Confío en tu palabra de honor hasta tal punto, que renuncio
a ponerte guardia. Estos confían en tu palabra igual que yo.
—Desde este momento tienes mi palabra para lo que quieras.
No pienso meterme en este lío endiablado. Con los comunistas
sabes que no simpatizo, pero tampoco con los fascistas, que
conste.
Al abandonar el despacho oyen una ráfaga de ametralladora.
La inmensidad del área que ocupa el arsenal y lo complejo de las
233/410

instalaciones hace que las balas se pierdan. Desde el arsenal re-


sponde con desgana el fuego de algunos fusileros.
—Han emplazado una máquina. Me temo que si de verdad hay
una brigada sobre Cartagena, nos van a dar un disgusto.
Cuando ha zarpado la flota, los sublevados del arsenal han
conseguido que, con pretexto de averías que se han exagerado,
quedara en la base de submarinos el «C-2», que dispone de un
cañón de 76 milímetros y de una emisora, y cuyas averías reales se
aplica a reparar el ingeniero naval Galvache.
Los distintos edificios del arsenal ofrecen adecuado refugio
pues hasta el momento sólo les disparan con fusiles y ametral-
ladoras y no emplean ni morteros ni cañones de
acompañamiento.
El ingeniero y capitán Juan Martínez Fuentes, que Barri-
onuevo ha enviado al arsenal desde el parque, y el radiotele-
grafista Manuel Morales, con algunos que les ayudan, sirviéndose
de la emisora del arsenal han conseguido establecer contacto con
estaciones de la zona nacional.
—Y de esa compañía no llegan noticias…
—Prefiero que no lleguen; cada minuto que pasa sospecho con
mayor fundamento que las noticias que llegarán habían de ser
malas.

Fatigado, con los ojos como si miraran hacia adentro desde


detrás de los cristales de sus gafas, el coronel Armentia está sen-
tado a la mesa de su despacho. En sillas de alto respaldo, forradas
de terciopelo oscuro o en butacas, y formando amplio corro: el
general Barrionuevo, el comandante Lombardero, el también
comandante Cifuentes, Ramos Carratalá, Bermejo, Sabas
González, Guindulain, los hermanos Rosique. Avanza la tarde y
las esperadas noticias no llegan.
234/410

En un despacho próximo, un suboficial maneja un receptor de


onda corta. Las comunicaciones se han emitido por medio de la
estación radiotelegráfica del arsenal.
Se sienten y están bastante aislados y el tiroteo se oye cada vez
más próximo; ya se han hecho disparos contra el edificio. Patrul-
las que han salido del parque con distintas misiones, no han re-
gresado. A Sánchez Meca ni siquiera le ha sido posible llegar al
ayuntamiento para tomar posesión de la alcaldía. Tiradores no
identificados, que se supone pertenecen al 7.º batallón de reta-
guardia, o son desertores de otras unidades agrupados bajo el
mando de oficiales rojos, y extremistas que hacen la guerra por su
cuenta, circulan por las calles o se parapetan en las azoteas. Res-
ulta muy peligrosa la circulación por la ciudad. Disparan un poco
al tuntún; de muchos no se sabe en favor de quién están y hay
quienes ni ellos mismos lo saben.
En el gimnasio y en las naves de abajo donde se hallan con-
centrados los detenidos se producen con periodicidad que comi-
enza a hacerse alarmante signos de excitación, y hasta de abierta
rebeldía.
A Juan Pedreño, que a primeras horas se ha presentado en el
parque, atendiendo a indicaciones de algunos compañeros, le han
asignado vagas funciones de ordenanza. A pesar de que su rango
militar es de soldado nadie le reprende por emitir opiniones. En
tan caótica situación, se confunden militares y paisanos y las
graduaciones pierden importancia porque hay oficiales detenidos
y en otros no se tiene confianza. A Juan Pedreño, cuando ayer
venía en bicicleta desde Murcia, no se le ocurría pensar que pudi-
era asistir a tan singular reunión, ni siquiera a título de
subalterno.
—Las fuerzas de desembarco pueden llegar de Málaga, de Vin-
aroz, de Tarragona o Castellón. También, naturalmente, de Mal-
lorca. Considerando que hay que embarcar hombres, suministros,
235/410

municiones, artillería, ganado y demás impedimenta, no pueden


llegar aquí antes de mañana. Las operaciones de concentración y
embarque requieren cierto tiempo por muy próximas que se hal-
len acantonadas las tropas con respecto a los puertos.
—Podrían adelantarse el Canarias y otras unidades de guerra.
¿Qué distancia puede haber de Palma de Mallorca a aquí? ¿Unas
trescientas millas? Hay buques que alcanzan los treinta nudos…
—No sería aventurado suponer que los propios buques de
guerra trasladaran infantería de desembarco.
—Mañana podría haber aquí fuerzas suficientes.
—Nuestra situación es delicada. No contamos con unidades
organizadas, ni podemos confiar en personas que se presentan
como amigos y que llevan luchando contra nosotros tres años con
encarnizamiento…
—Tampoco podemos rechazarles de plano por exceso de
suspicacia porque en tal caso nos quedamos solos.
Por el entarimado del pasillo suenan unos pasos precipitados.
Breves golpes con los nudillos sobre la puerta entreabierta y sin
esperar contestación penetra un suboficial.
—¡Mensaje de Burgos! ¡Están transmitiendo del arsenal un
mensaje que acaba de recibirse de Burgos!
El comandante Lombardero salta de su asiento y se va hacia la
puerta. Un artillero que llega corriendo le entrega el mensaje al
cual Lombardero da una rápida ojeada y con la venia de Barri-
onuevo, lo lee en voz alta con entonación solemne.
—«SDD. de Burgos a Cartagena. 17 horas 30. El Gener-
alísimo al jefe militar de Cartagena. Ordenado a escuadra
nacional tome contacto. Envío importantes refuerzos. Ante caso
posibles envíos fuerzas rojas tapone accesos a Cartagena
destruyendo puentes que las detengan, aspillerando casas,
dando tiempo y espacio llegada tropas. Reciban todos los buenos
españoles el saludo de la España nacional». ¡Señores! ¡Franco
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está con nosotros! ¡Nos envía ayuda! ¡Podemos confiar sin


reservas!
De nuevo los ánimos se levantan y hasta se dan vivas. En las
conversaciones se multiplican las conjeturas más halagüeñas; las
impaciencias remiten. Pudiera ser que la escuadra nacional nave-
gue por mares próximos a Cartagena. Quien antes del comunic-
ado demostró decaimiento se afana en borrar la impresión de la
memoria de los compañeros.
—¡Otro mensaje de Burgos!
—¡Señores! Lo leo en voz alta. «SDD. Burgos a Cartagena. 17
horas 30. El Generalísimo al jefe militar de Cartagena. Comu-
nique noticias seguridad fondeadero y prepare práctico».
Lombardero redacta un radiograma de contestación que pasa
al general Barrionuevo quien lo lee, aprueba y firma. Como no se
trata de ningún secreto militar, el comandante Lombardero lo lee
en voz alta:
—«General Barrionuevo a Generalísimo Franco. Recibido
con gran emoción radio que me comunica escuadra nacional se
dirige a Cartagena participándole puede entrar desde luego en
el puerto y proceder desembarco. Todas baterías de costa y de-
fensa antiaérea sumadas movimiento. Arriba España. Viva
España».
Entrega el texto al suboficial que estaba a la espera.
—Que se registren esos radios con la hora en que se cursan y
los que llegan con la hora a la cual se han recibido. Debe quedar
de ellos la debida constancia oficial. Advierta que es muy urgente.
—Esas noticias hay que comunicárselas al teniente coronel
Espa —dice Armentia—. Es importante que las conozca.
—Desde luego debe informársele de que la escuadra nacional
navega hacia aquí a todo vapor; eso contribuirá a sostener su
moral.
—¿Espa?
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—Sí, mi coronel…
—Acaba de recibirse un mensaje de Burgos. Mandan la es-
cuadra y preguntan si pueden desembarcar, y recomiendan que
tengamos preparado un práctico… Espere, son dos mensajes cor-
tos; se los voy a leer.
Le entregan el papel donde están redactados y Armentia con
voz pausada los lee al micrófono.
—Perfecto, mi coronel.
—De modo que no hay más que esperar unas horas para ir a
recibirlos al muelle. Por encima de todo, les considero nuestros
hermanos de armas.
Del fondo del aparato salta una voz desconocida, agria,
amenazadora.
—¡Cabrones! ¿A quién vais a recibir vosotros?
—¡Eh! ¿Quién es? ¡Oiga, oiga! ¿Quién ha interrumpido?
Las voces de Armentia y Espa interrogan airados a la tercera
voz.
—¿Quién ha hablado?
—¿Que quién ha hablado? ¡El jefe de las fuerzas de ocupación
de Cartagena! ¡Os doy diez minutos para rendiros! ¡Diez minutos!
—¡Ya sabe usted donde estamos! ¡Venga a buscarnos y nos
encontraremos!
Cuelga iracundo el aparato y queda un momento pensativo.
Las asombradas miradas de los demás se dirigen a Armentia.
Levanta la cabeza y habla pausadamente, reflexionando.
—Una voz desconocida que nos daba diez minutos para
rendirnos. Un tipo que se proclama jefe de las fuerzas de ocupa-
ción de Cartagena.
—¿Qué fuerzas son ésas?
—Habrá sido broma de mal gusto de algún rojo recalcitrante.
El acceso de ira seguido de momentánea depresión ha empali-
decido el rostro de Armentia.
238/410

—Un momento, señores, esperen… A mi entender se trata de


algo más serio. La central por medio de la cual comunico con el
puesto de mando de Espa, en cabo de Agua, está instalada en el
gobierno militar. Si desde allí hablan, dejemos aparte quién fuera,
significa que dominan el edificio. Y si lo dominan quedamos in-
comunicados con el puesto de mando de Espa.
—¡Carajo!
—… Y lo que es peor. Cabo de Agua pierde la comunicación
telefónica con las baterías del frente derecho: Parajola, las del
cabo Tiñoso; en fin, con todas las de Poniente.
—Así es que Espa no puede comunicarse con ellos ni darles
órdenes…
—Quedan las comunicaciones ópticas. Puede también hablar
por teléfono con la base; así es que, aunque sea indirectamente,
podemos mantener relación con el teniente coronel Espa. Y él, a
su vez, con la Chapa y las del grupo de Cenizas, por intermedio de
Aguilones… indirectamente con alguna de las de la DECA.
—La cosa es grave, no podemos negarlo, pero lo importante es
que el Generalísimo nos envía la escuadra —Lombardero reflex-
iona y sigue—. Creo que debemos leerles a los concentrados en el
parque los dos radiogramas. Levantará la moral de los nuestros,
de los verdaderamente nuestros, y convencerá a los demás, igual a
los prisioneros que a los que fingen acatarnos, de la inutilidad de
cualquier intento o tentativa de resistencia.

Las horas se le hacen largas en el escondite. Alguno de los


plantones que pasean a lo largo del pasillo y que van relevándose,
ha podido descubrirle pero no le ha delatado; o le ha confundido
con el asesor ruso, los dos auxiliares telegrafistas o el
«periboche». Como éste habla castellano, puede cambiar impre-
siones, comunicarse, charlar con alguien en su semiencierro.
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La marcha de la flota la ha presenciado asomado a una de las


ventanas. Una tremenda derrota que le ha deprimido, pues
aunque se esfuerce en un alarde de optimismo, no llega a creer
que después de hacerse a la mar regrese a Cartagena, ni siquiera
que se refugie en Alicante u otro puerto republicano.
El intérprete le da algunas noticias, vagas, confusas. De lo que
ocurre en la ciudad poco se sabe; se oyen disparos desde la
mañana. En ocasiones suenan intensos y cercanos, otras veces se
alejan y se producen silencios. En la base manda Fernando Oliva;
con él están el jefe del regimiento de infantería de marina, y al-
gunos marinos y oficiales: Vicente Trigo, Juan Manzanera,
Rodríguez Lizón, y el capitán José Alarcón. Hay varios oficiales
más, y parece que uno que servía de enlace ha traído armas del ar-
senal a la base, y se ha quedado en el edificio.
Lo más significativo de cuanto le han contado al comandante
Solís es que en el balcón principal ondea la bandera roja y am-
arilla. ¿Definición o abdicación de Fernando Oliva?
El oficial de guardia suele girar alguna visita a las oficinas de
los rusos, de los cuales no se sabe si se hallan arrestados o qué; lo
cierto es que el oficial los trata con deferencia. Cada vez que la vis-
ita se produce, José Luis Solís se mete entre las ropas de la cama
del «periboche», y éste se apaña para disimular el bulto sentán-
dose en el borde; no le han descubierto. A mediodía los rusos y el
intérprete le han invitado a comer del rancho que les han servido.

Dos carros blindados avanzan en cabeza. La patrulla de in-


fantería se protege a la zaga de los carros, que infunden confianza
a los hombres que la componen.
El batallón 822, que manda el capitán Regalado, ha iniciado la
entrada en la ciudad después de haberse apoderado de los barrios
extremos. Les han informado de que en el edificio de la base se ha
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concentrado el mando de la sublevación y hacia ahí se encamina


esta patrulla a lo largo de las calles desiertas.
La menguada fuerza la manda un teniente, que lleva a su lado
a un cabo que cumplió en Cartagena el servicio militar antes de
que comenzara la guerra. Hacia la derecha, sin que pueda precis-
arse ni siquiera la distancia, suenan intermitentes tiroteos. Está
informado de que en el mismo centro de la ciudad los fascistas
hostilizan a los miembros del comité local del partido comunista y
a otros militantes que se defienden. Algunos que han escapado al
cerco, se han presentado y han sido interrogados por el comisario
de la brigada. Las noticias que han dado sobre la situación son
poco claras, cada uno cuenta su versión de los hechos, y señalan
distintos edificios como lugar en que está instalada la jefatura de
los sublevados. Tampoco se sabe con exactitud quién los manda.
Las tropas de la brigada 206 han hecho numerosos prisioner-
os, en particular al ocupar los barrios periféricos del norte. Milit-
antes del partido y de las Juventudes y simpatizantes, o personas
asqueadas de que los fascistas se hayan apoderado de la ciudad,
están presentándoseles para colaborar con ellos.
Las tanquetas han frenado. En el extremo de la calle, soldados
desconocidos, que no pertenecen a ninguno de los batallones de la
brigada, se ocultan en las esquinas. El teniente extiende la mano
derecha para mandar que los de la sección se detengan.
—¡Sargento Gutiérrez!
Adelanta algunos pasos, hasta colocarse junto al teniente. El
sargento Gutiérrez, es un extremeño, de la quinta del diecinueve,
que en los primeros meses de la guerra, cuando la columna re-
belde desembarcada de África atacaba por Extremadura, huyó de
su pueblo y se presentó en las filas republicanas. Voluntario desde
entonces, experimentado en los combates, bronco en el trato, ex-
pedito en las resoluciones, tirador de primera, astuto y fiel a sus
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jefes, es el más capaz para llevar a término cualquier misión


difícil.
—¡Acércate a esa gente y entérate de quiénes son! Anda con
prudencia y no manifiestes a qué unidad pertenecemos hasta que
te cerciores que están con nosotros. En caso de que fueran re-
beldes o entreguistas les haces prisioneros y si se resisten les
mandas una ráfaga y te proteges en un quicio. Nosotros avan-
zaríamos a tiros con las tanquetas por delante. Pero, una advert-
encia: si se entregan no hace falta que les dispares.
Escupe y no contesta. El sargento Gutiérrez es alto, huesudo,
desgarbado. Ojos oscuros, cejas pobladas, frente arrugada. Lleva
la barba gris crecida y el cogote rapado. Aprieta el naranjero con
ambas manos y se dispone a cumplir la orden.
—¡Tú, acompáñale! Y le cubres en caso de necesidad.
Considerado el riesgo que puede representar, no le complace
al cabo que hizo el servicio militar en Cartagena la misión que le
encomiendan. Según se sabe, pertenece a una familia pudiente de
la provincia de Toledo, gente religiosa aunque no significada en
política; se incorporó al ejército popular cuando su quinta fue
movilizada. Como siempre obedece con puntualidad a las
órdenes, eso sí.
—¡Eh!, vosotros, ¿quién sois?
—¡Séptimo batallón de retaguardia!
Gutiérrez avanza resuelto; los fusiles dejan de apuntar. Dobla
la esquina; tres soldados asustados le observan. El cabo que los
manda se acerca con timidez. Nada tiene que temer de estos chi-
cos; sean amigos o enemigos, igual da.
—¿Qué hacéis aquí?
—Nos han mandado vigilar esta calle…
—Pues sí que la vigiláis bien, ¡mamones! De retaguardia
teníais que ser…
—Es que, nosotros…
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—¡A callar! ¿Dónde cae el edificio de la base?


—Ahí cerca, en la Muralla del Mar. Están sublevados.
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—Quedaos ahí y a quien pase le detenéis si es un fascista o de


los entreguistas, que para el caso es lo mismo. Nosotros somos de
la 206 y nos manda el gobierno para acabar con esa gentuza y con
quienes les hayan apoyado. Espero que no me hayáis engañado.
Será mejor para vosotros.
A un gesto del sargento Gutiérrez los blindados avanzan y la
sección lo hace detrás, desplegada. En cuatro zancadas, el teni-
ente se incorpora al grupo de vanguardia.
Con precauciones se asoman al paseo. Abajo descubren las in-
stalaciones del puerto y el muelle comercial; las grúas y los tingla-
dos. Cruzan a saltos y ganan los jardincillos, protegiéndose con
los arbustos y los árboles, los bancos y los parterres.
—Eso es la capitanía; ahí están.
En algunas ventanas se ven sacos terreros, pero la primera im-
presión que produce el edificio es de hallarse abandonado. La
bandera fascista cuelga del asta.
Será mejor comenzar el ataque por sorpresa. El edificio está
respaldado por un monte por el que asciende una carretera. En
caso de que opongan resistencia se hará imprescindible tomar
primero la altura para lo cual necesitará refuerzos considerables y
esperar la noche. A menos que se rindan al primer envite o es-
capen, harán falta efectivos importantes para reducirles. El edifi-
cio es fuerte y domina el paseo y los muelles.
Los soldados van tomando posiciones, protegiéndose con los
bancos de piedra, en los árboles, o detrás de la balaustrada que
limita el jardín por la parte de la muralla, cuando la configuración
lo permite.
Una de las tanquetas maniobra con rapidez hasta poder dis-
parar aunque sea en ángulo oblicuo contra la fachada principal.
—¡Fuego!
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Los estampidos, aun esperándolos, les sobresaltan. La fusilería


rompe a su vez el fuego. El sargento Gutiérrez, con cuatro
hombres y un fusil ametrallador, corre la línea del arbolado para
situarse lo más cerca posible de la fachada y mejorar el tiro.
De algunas ventanas del edificio responden al fuego con dis-
paros espaciados, como si combatieran con desgana o se vieran
forzados a ahorrar la munición.
—¡Fuego! ¡Fuego otra vez!
Uno de los proyectiles ha acertado en una de las puertas y
saltan astillas. El humo y el polvo no permiten distinguir la
fachada, pero los daños que le causen cañones de tan escaso cal-
ibre no pueden ser considerables.
Arrecian los disparos de los defensores, parapetados tras los
sacos terreros. Los soldados de la brigada 206 tienen que buscar
mejores abrigos y las balas quiebran ramas y rebotan en la piedra.
El sargento Gutiérrez, que ha avanzado demasiado, retrocede car-
gado con el fusil ametrallador y se acoge a un pequeño talud que
forma el jardín.

Hasta anoche Fernando Oliva Llamusí era jefe del Estado


Mayor de la base de Cartagena; ahora no sabe lo que es, ni cuál es
el papel que representa en esta sublevación en que anda metido.
Su misión inmediata consiste en defender el edificio de la base,
que comienza a ser atacado por fuerzas no identificadas a las que
apoyan dos carros blindados que cañonean la fachada. Pertene-
cerán a la brigada comunista a la cual aludió, antes de su dimisión
el general Bernal. Creyeron algunos que se trataba de una artim-
aña puesta en circulación por el gobierno, por medio de Bernal,
para amedrentarles.
Nada pueden oponer a los cañones de pequeño calibre, pero
cañones al fin y al cabo, de estos carros que les han destruido la
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puerta principal. Lo importante es que no puedan forzar la en-


trada del edificio. Ha dado órdenes para establecer una fuerte
barricada, para lo cual trasladan y acumulan en la puerta cuantos
catres con sommier puedan reunirse. Trabados, formarán un val-
ladar elástico contra el cual los disparos resultarán inoperantes, y
servirán de alambrada contra un intento de asalto por parte de la
infantería.
Para la defensa del edificio dispone de fuerzas heterogéneas,
cohesionadas por la guardia de infantes de marina, que son los
mejor encuadrados y disciplinados. En las últimas horas ha con-
seguido algunos fusiles más, munición y unas bombas de mano
que arriesgándose le ha traído del arsenal su compañero Guitart
de Virto. Las fuerzas atacantes, por el momento tampoco son nu-
merosas y lo probable es que se trate de un primer tanteo. De no
ser por la presencia de los dos blindados, la defensa no ofrecería
dificultades. El almacén de víveres está abastecido, y dado lo sin-
gular de la situación es de esperar que el asedio no se prolongue.
Las noticias que le trasmiten del parque de artillería y del arsenal
son optimistas. Franco ha prometido el envío de fuerzas de
desembarco que llegarán mañana. Puede aguantar el asedio, eco-
nomizando munición, manteniendo la disciplina y la moral de las
fuerzas a sus órdenes, y no dejándose ganar él mismo por la
fatiga. Mañana, en un esfuerzo combinado de los tres focos de la
sublevación y con ayuda de las baterías de Espa, los de Franco
podrán atracar en el muelle mismo.
Desde ayer por la mañana, un ayer que parece muy lejano,
cuando se tuvo conocimiento del nombramiento de Francisco
Galán, los hechos se suceden con precipitado frenesí y con
desconcertante incongruencia. Él mismo se ha visto impelido a
actuar con apresuramiento e improvisación, inclinándose a res-
oluciones rápidas como la detención de Ramírez, Morell y Semit-
iel, arrojándoles como consecuencia al partido de su antes común
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enemigo: Galán. En ciertos momentos se ha visto obligado a es-


cabullirse, a transigir, a dar la callada por respuesta o a parla-
mentar, según le ha parecido más adecuado, siguiendo los
vaivenes de esta sublevación absurda en que está metido hasta el
fondo. ¿Es ahora jefe de la base como le ha comunicado el general
Barrionuevo, o encargado de la defensa del edificio de la base? Él
ha requerido al general Barrionuevo para que se trasladara a ejer-
cer el mando desde este edificio donde están, o estaban, centraliz-
ados los servicios; Barrionuevo se ha negado sin dar razones váli-
das. Una cadena de despropósitos se suceden sin interrupción,
muchos mandan y pocos obedecen. Que desembarquen las tropas
de Franco y que solucionen el enmarañado problema, porque si la
presencia de las brigadas comunistas es cierta, y los síntomas lo
hacen suponer, la situación va a complicarse más todavía. El ar-
senal es de difícil defensa por tierra, el parque se encuentra re-
pleto de enemigos y con un mando, que si Barrionuevo no pone
orden, resulta inoperante y confuso. Los que allá consideran pri-
sioneros más o menos vigilados pueden cambiar de frente cuando
les convenga hacerlo y no les faltarán apoyos entre los presuntos
sublevados. La base, si se deciden a atacarla en regla y con efect-
ivos importantes, no podrá extremar la resistencia. Le faltan a él
hombres para dominar con eficacia militar el monte y castillo de
la Concepción; ése es su punto vulnerable.
Mañana cumple el aniversario del combate naval de cabo
Palos. Fernando Oliva mandaba la flotilla de destructores. Hundi-
eron al crucero Baleares una de las dos mejores unidades de la es-
cuadra enemiga. Al regresar al puerto les recibieron en triunfo y a
él le condecoraron. Fernando Oliva, del Cuerpo General de la Ar-
mada, es uno de los héroes de la flota republicana; o lo era hasta
hace veinticuatro horas. Habrá que oír lo que dicen de él en este
momento, donde estén, que nadie lo sabe, sus antiguos subor-
dinados, sus jefes, sus compañeros y amigos, y el comisario Bruno
249/410

Alonso. ¿Dónde estará ahora la flota? No parece fácil que se


disponga a regresar a Cartagena afrontando las baterías de costa.
¿Tratarán de refugiarse en Alicante? Lo más probable, y dado el
estado de ánimo de la mayoría y la labor desmoralizadora de
quienes servían a la República a contrapelo, es que hayan puesto
proa a Argel para internarse; sería prueba de que la sensatez ha
predominado entre los mandos. La guerra la ha perdido la
República, el gobierno o lo que fuera, que con su legalidad a cues-
tas se dejó desbordar por pandillas de salvajes indisciplinados, y
cuando las matanzas del 15 de agosto de 1936 resultó que carecía
de autoridad y medios para evitarlas. El 15 de agosto asesinaron a
su hermano Alfredo, marino como él mismo.
De no complicarse la situación, van a entregarle a Franco la
plaza y el arsenal de Cartagena. Podrá desembarcar ahí mismo, en
el muelle. La plaza, el puerto, las baterías, el arsenal, van a en-
tregárselos ellos, los «rojos», que son quienes se han alzado. La
acción de los paisanos es poco estimable y el general Barrionuevo
y su jefe de Estado Mayor se han presentado cuando la situación
estaba planteada. Si les ha acatado y acepta su mando nominal,
puesto que nada deciden ni emprenden, es porque alguien tenía
que mandar, aunque sólo sea de nombre.
Las tanquetas se muestran activas y han emplazado un fusil
ametrallador que hace añicos los cristales de las ventanas; dis-
paros aislados llegan también desde el lado contrario, de la dere-
cha, pues a partir del momento en que la intendencia de marina
ha sido abandonado por Pourtau y los suyos, deben haber penet-
rado por esa parte de la ciudad, aislando por completo la base del
arsenal.
De la centralilla de teléfonos de la base se ocupa un marinero
que, desde esta mañana se ha declarado falangista y que cumple el
servicio con entusiasmo.
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—Telefonea de mi parte al teniente coronel Espa a cabo de


Agua, y le dices que haga unos disparos unos cien metros a la
izquierda del edificio, pues están atacándonos, y que les meta una
descarga también a nuestra derecha. Le comunicaremos el res-
ultado del tiro.
—¡Sí, don Fernando! Ahora mismo telefoneo.
—¡Sólo faltaría que les fallara la puntería y nos metieran los
pepinazos dentro!

Con la noche llega el agotamiento. Llevan demasiadas horas


insomnes y se sostienen en el confín de la extenuación. Al descon-
cierto de los sublevados, que sin apenas resistencia han ido
perdiendo los barrios periféricos y el dominio de las calles, tanto
del ensanche como del barrio antiguo, por las que apenas pueden
circular, se opone el desconcierto de las escasas y desperdigadas
fuerzas, si así puede llamárseles, que se les oponen, salvo los com-
ponentes de la brigada 206, que actúan en nombre del gobierno.
El comandante de la brigada 206 opera con precaución y va
avanzando sus batallones en forma de tridente. Huida la flota,
prefiere realizar la operación con el mínimo de bajas y como los
sublevados están atrincherados en distintos reductos y en alguno
de ellos oponen resistencia, conviene no lanzar a sus hombres a
ataques desesperados. El edificio de la intendencia, donde incluso
habían osado izar bandera franquista, ni siquiera ha sido defen-
dido. Una sola tanqueta de la escuela de Archena ha bastado para
ponerles en fuga. Los soldados del capitán Regalado han entrado
sin sufrir una baja. Los blindados y los tanques, que operan más o
menos de acuerdo con él, se han mostrado eficaces y si a primera
hora se perdieron tres unidades, que apresaron los fascistas, fue
por exceso de confianza de sus conductores.
251/410

La emisora de la «Flota Republicana» ha sido tomada, tam-


bién casi sin lucha, y lo mismo la comandancia militar. Numer-
osísimos son los prisioneros hechos en los barrios periféricos. Al-
gunas patrullas propias se obstinan en detener a personas carac-
terizadas, según los señaladores que se muestran celosos en ex-
ceso, como elementos de derechas y activos fascistas. Los comis-
arios se ocupan de la clasificación y para evitar surjan rebrotes re-
beldes a retaguardia lo mejor es irlos concentrando en algunas de
las fincas protegidas por altos muros. No desea emplear a demasi-
ados de sus hombres en esos menesteres como tampoco en la ocu-
pación de edificios, pues es él quien ataca y le conviene que la
mayoría de su tropa maniobre, avance y presione sobre los focos
enemigos. Va a ponerse cerco, o a apretar el cerco iniciado, al
sólido edificio del parque de artillería, que si lo defienden con ob-
stinación será hueso duro de roer. Algunos opinan que es ahí
donde se aloja el mando de la sublevación fascista. El arsenal se
está combatiendo desde las faldas de las montañas que lo domin-
an, pues no dispone de hombres ni de medios para cercarlo por la
parte de la calle Real. Esa zona se halla protegida por altísimo
muro en el cual la débil artillería de las tanquetas es incapaz de
abrir brecha, y aunque lo consiguiera, el boquete resultaría fácil
de defender por parte de los de dentro.
Ha sido ocupada, asimismo, la central de teléfonos y desalo-
jada de fascistas, que desde allí asediaban a los camaradas del
partido.
Avanzadas del batallón 824 que pugnaban por abrirse camino
hacia las baterías del frente que llaman izquierdo, que es donde
parece que los artilleros tienen su puesto de mando, han sido det-
enidas por un fuerte tiroteo que les han hecho desde la fábrica de
dinamita, en donde hay un destacamento rebelde.
A última hora de la tarde se ha presentado en Cartagena el
teniente coronel Joaquín Rodríguez, que en Cataluña estuvo al
252/410

frente de la 11 división del V cuerpo de ejército, el que mandaba


Líster, de quien era uno de los jefes favoritos. Rodríguez viste de
paisano y exhibe al mayor Precioso un oficio en que se le nombra
«jefe de las fuerzas que operan sobre Cartagena». Tras un
brevísimo cambio de impresiones y sin aportar ninguna idea ni
orden que se salga de las generalidades, Rodríguez se ha retirado
a un puesto de mando instalado a varios kilómetros del teatro de
las operaciones. Mejor impresión que la presencia de Rodríguez le
ha hecho a Precioso la llegada del comisario Virgilio Llanos, que le
acompañaba. Virgilio Llanos es un hombre maduro, experto
luchador y veterano del partido comunista, cordial y convincente.
A pesar de su cojera y su bastón, tiene fama de andar en van-
guardia en las batallas cuando cree que su presencia puede ser útil
aunque no sea más que para levantar el ánimo de los
combatientes.
Durante la noche, cinco trimotores nacionales han estado
sobrevolando la ciudad a baja altura; se oía, imponente, el ruido
de los motores. A unos les aterrorizaba la persistente proximidad
y a los sublevados y a sus partidarios pasivos, les comunicaba con-
fianza. Ni los trimotores han soltado bombas ni han sido hostiliz-
ados por las baterías antiaéreas de la DECA.
La esperanza que ponen en un desembarco inminente de
fuerzas franquistas mantiene la moral de los rebeldes. La misma
posibilidad, que empieza a ser considerada en serio, intranquiliza
a quienes les combaten. Los efectivos de que dispone Artemio
Precioso, ni siquiera contando con los refuerzos de las brigadas
207 y 223, que Rodríguez le ha prometido, podría oponerse a los
medios con que los franquistas se presentarían en Cartagena. La
posesión de las baterías de costa sería decisiva y es de suponer
que los fascistas, que mantienen una actitud pasiva, esperan la
presencia de sus aliados para lanzarse a la acción. Vale decir que
basta el momento las escasas salidas que han intentado se han
253/410

saldado con un fracaso; las patrullas se disolvían sin apenas com-


batir, y algunos de sus componentes, forzados por las circunstan-
cias o vacilantes en los vaticinios sobre quién ganará la partida, se
han entregado.
Los interrogatorios de prisioneros, militantes del partido, de
quienes se dicen evadidos, de guardias, de carabineros, de simples
ciudadanos continúan siendo contradictorios. Una impresión se
abre paso y afianza: que la sublevación cartagenera carece de co-
ordinación y que adolece de pluralidad de mando. En el parque de
artillería se señala la presencia de un general retirado, llamado
Barrionuevo, que mantiene contacto con el propio Franco, un
marino republicano, Fernando Oliva, da órdenes desde la base, un
teniente coronel de artillería, Arturo Espa ha amenazado a la flota
y tiene en su poder las baterías de costa y antiaéreas, excepto la de
Los Dolores, que no ha llegado a averiguarse con seguridad si
había o no actuado como sublevada. También en el arsenal hay
mando independiente que controla la emisora que les sirve para
comunicar con Burgos. Según declaración de algunos militares, el
que ha iniciado la sublevación ha sido el coronel de artillería que
manda el regimiento, Gerardo Armentia, republicano de antes y
de durante la guerra y cuya actuación, incorporado a los fascistas,
resulta desconcertante.
A los reunidos en el parque de artillería la situación tampoco
se les aparece demasiado clara en cuanto a lo que ocurre en el ex-
terior del edificio, ni con respecto a lo que dentro del parque su-
cede. A la inicial sublevación que debía encabezar el coronel At-
mentia ha venido a superponérsele otra, la promovida por los
paisanos salidos de la prisión en connivencia con oficiales del
mismo regimiento. Calixto Molina, que ha servido algo así como
de detonador, se ha quedado en el puesto de mando de las bater-
ías de costa acompañando al teniente coronel Espa. Al present-
arse en el parque un general, Barrionuevo, ha sido erigido en jefe
254/410

y ha asumido nominalmente el mando de la plaza, sin que el cor-


onel Armentia, con el cual se producen algunas discusiones haya
dejado de ejercer, salvo un lapso de destitución y arresto, el
mando del regimiento y aún del edificio. El general Barrionuevo y
quienes le apoyan con diversos grados de eficacia, entusiasmo y
sinceridad, desconocen las fuerzas de que disponen, fuerzas esca-
sas, desconectadas, sujetas a cambios de humor, a conveniencias
y oportunidades. Desconocen en mayor grado las fuerzas que les
están comenzando a atacar. Poco a poco han ido dejándose aislar
en el interior de este edificio, de las demás facciones sublevadas.
Ya desde la tarde dominan en las calles los elementos que les
combaten en nombre del gobierno. La principal preocupación y
actividad de esa supuesta junta insurreccional, colocada a la de-
fensiva y casi cercada, es mantener un precario contacto con el
Cuartel General de Burgos y confiar en que la escuadra y tropas de
desembarco enviadas desde los puertos nacionales más próximos,
ejerzan el dominio efectivo de la plaza de Cartagena. El propio
Generalísimo se lo ha prometido. Durante las últimas horas de la
noche y las primeras de la madrugada, por distintas longitudes de
onda se ha estado emitiendo un mensaje: «SDD. de Cartagena al
“Canarias”. Entre puerto con luces encendidas con toda urgen-
cia». El crucero Canarias no ha respondido.
Los radiogramas se emiten desde la estación del arsenal, que
en este instante se encuentra amenazado. Después de los primer-
os mensajes cruzados entre Cartagena y el Cuartel General de
Burgos durante la tarde, la comunicación ha seguido por la noche:
a las 18 horas 17, Burgos ha cursado el siguiente radiograma: «El
Generalísimo al gobernador militar de Cartagena. Dígame qué
cantidad de combustible llevaban los barcos escuadra roja al
hacerse a la mar». A las 18 horas 37, se respondía: «SBD: Cart-
agena a Burgos. Comandante militar a Generalísimo. Al salir los
barcos escuadra roja iban llenos de combustible». Una hora
255/410

después: «Que venga escuadra nacional cuanto antes Cartagena


y que mejor la pongan en comunicación para ver a qué hora
llegará». A las 20 horas 24 se recibía este radiograma: «Dice el
Cuartel General que tengan ánimo y no se impacienten, que
pronto llegarán». A las 20 horas 46, «SBD. de Cartagena a Bur-
gos. Parte del comandante militar al Generalísimo. Ruego
ordenen venga urgentemente gran masa de aviación y volando
bajo». A las 21 horas 5, se cursa en Burgos la respuesta: «SDD.
Del Generalísimo al jefe militar de Cartagena. Todos elementos
de la escuadra se concentran sobre ésa en la mar. Tengan confi-
anza. Aviación nacional vigila durante la noche comunicaciones.
Si necesita bombardeo aéreo indique objetivos». Contesta Cart-
agena a las 21 horas 32: «SBD. General Barrionuevo a Gener-
alísimo. Objetivos a bombardear: Cuartel infantería marina y
campos aviación Carmolí y Aparecida». «SBD. de Cartagena a
Burgos a las 22 horas 24. Comandante militar Cartagena a Gen-
eralísimo. Ruego ordene no sean bombardeados casco urbano
población ni cuartel infantería marina».
Desde las 23,58 del día 5 hasta la 1,35 del día 6 se hacen
muchas llamadas al Canarias cursándole, sin acuse de recibo, el
siguiente radio: «SBD. de Cartagena al “Canarias”. Entren pu-
erto con luces y proyectores encendidos con toda urgencia». No
teniendo contestación del Canarias se enlaza nuevamente con
Tetuán, dándose el anterior radio a la 1,41 para Burgos. «SBD. de
Cartagena al “Canarias” a 1 hora 45. El general jefe Barrionuevo
al comandante del crucero “Canarias”. Ruégole entren puerto
poniéndose en contacto fuerzas arsenal». Este radio se cursa de
Tetuán a Burgos: «SBD. de Cartagena a Burgos a las 2 horas 22.
El general Barrionuevo al Generalísimo. Ruégole máximo inter-
és que aviación nacional vuele mayor tiempo posible por encima
de esta plaza hasta llegada refuerzos anunciados». «SBD. de
Cartagena a Burgos. El general jefe plaza Cartagena a
256/410

Generalísimo. A esta hora 4,45 madrugada de hoy, continuamos


con el mismo entusiasmo en espera llegada escuadra nacional.
Agradeceré le acuse recibo. Viva España. Arriba España».
«SDD. de Burgos a Cartagena a las 4 horas 17. El Generalísimo
al jefe militar plaza Cartagena. A efectos maniobra diga qué
parte ocupa de Cartagena y fuertes y cuál es el enemigo». «SBD.
de Cartagena a Burgos a las 5 horas 07. El general jefe plaza
Cartagena al Generalísimo. Ocupadas por nuestras tropas todas
baterías defensa de costa y antiaéreas, todo el arsenal, parque
de artillería y jefatura base, además de otros lugares de menor
importancia plaza. Está desalojado cuartel de infantería marina
próximo al hospital Muralla. Enemigo disperso se contrae ele-
mentos batallón retaguardia n.º 7 por calles población. Conviene
urgente situación sobre Cartagena aviación servicio vigilancia
alrededores. En puerto esperará barcos que entren, remolcador
con práctico».
Superado el nerviosismo y la precipitación de la salida, y en
particular desde que los buques se han puesto fuera del alcance de
la artillería de costa, se navega en línea de fila. El buque insignia
va señalando rumbos y velocidades: «Rumbo 180. Formación
n.º 9. 20 nudos», y más adelante: «Rumbo 135, velocidad 15
nudos»…
Han volado aviones de reconocimiento sobre la flota y se
dudaba sobre la identidad de esos aviones. Eran las cinco y diez
minutos de la tarde.
Hacia las nueve de la noche, en la flota se capta una emisora
alemana que retransmite las noticias que ha emitido Radio Bil-
bao, dando cuenta de que en Cartagena se habían sublevado los
falangistas y algunas de las fuerzas de guarnición en la ciudad y
en especial las baterías de costa, y que habían obligado a huir a la
escuadra republicana, añadiendo que la población de Cartagena
257/410

se había unido a los sublevados y que se cantaron himnos y pro-


nunciado discursos.
A bordo de los buques se han producido conflictos, incluso in-
cidentes; algunos marineros de significación comunista han sido
puestos bajo arresto.
En el Miguel de Cervantes, Francisco Galán, a quien al subir a
bordo, el jefe del Estado Mayor de la flota, calificó en tono agres-
ivo de «simple pasajero», continúa sentado en el mismo ca-
marote. No es que literalmente esté arrestado, pero les parece me-
jor a los marinos que permanezca separado de los que le han de-
mostrado antipatía en evitación de que se reproduzcan antagonis-
mos. Habla con Buiza, con Bruno Alonso y con algunos otros. Las
horas transcurren amargas para Francisco Galán; sus recuerdos
pasan de este último acto que le ha tocado vivir a lo que para él ha
sido el resto de la campaña. Los primeros meses de Somosierra,
después pasó al Norte, más adelante la dura batalla de Teruel,
luego el frente de Aragón, la batalla y retirada de Cataluña. Tanto
esfuerzo, tanto sacrificio, tanto luchar en campo abierto contra un
enemigo que atacaba de cara, y al final de su trayectoria militar,
porque el final parece haber llegado, la sordidez de un combate
sin combate, en el cual no se distinguen amigos de enemigos y los
bandos se trastruecan en el espacio de pocas horas. Aquí, en el ca-
marote, reflexiona entre la apatía del cansancio, la impotencia, y
el vivo deseo, que en ocasiones se le desvela, de recomenzar. Por
el ojo de buey del camarote un radiotelegrafista, ocultándose y
con prisas, le ha comunicado que en la flota van arrestados
bastantes negrinistas de distintos niveles.
En el crucero Libertad, después de las doce de la noche, y ha-
biendo entrado por consiguiente en el día 6 de marzo, se festeja el
aniversario de la batalla de cabo Palos, batalla naval en la cual el
Libertad jugó importante papel. La victoriosa efemérides ha sido
conmemorada con humor alterno.
258/410

A 1 hora y 17 minutos el comandante del Libertad manda un


comunicado al mando de la flota, a bordo del Cervantes: «Ruego
me digan si en ese buque han recogido alocución Radio Madrid
explicando la formación del Consejo Nacional de Defensa,
presidido por Casado en sustitución del gobierno Negrín».
Tres minutos después contesta Buiza desde el Cervantes al
Libertad: «No ha sido recibida esa alocución por haber estado
con otra observación».
Vuelve al Libertad a las 2 horas 6 minutos de la madrugada a
radiar al Cervantes: «Trasmitida por Unión Radio Madrid ha
pronunciado una alocución el general Casado. Después habló
Mera, que calificó duramente a Negrín. Inmediatamente después
se leyó un manifiesto anunciando la constitución de un Consejo
Nacional de Defensa presidido por Casado y con la colaboración
de Besteiro, Wenceslao Carrillo y Mera. En el manifiesto se dice
al pueblo la verdad de la guerra y se califica al gobierno de
Negrín de traidor al pueblo y que tenía preparada la fuga. Apoy-
an al Consejo Nacional de Defensa, Izquierda Republicana,
Partido Socialista, CNT, UGT y Juventudes Libertarias. Están
excluidos los comunistas. Anuncian que se ha constituido por en-
cima del gobierno, el cual parece que no ha dimitido todavía».
A las 2 horas 21 minutos un comunicado del destructor Ante-
quera llega al buque insignia: «Este mando renueva su absoluta
adhesión al mando de la flota y enterado haberse constituido en
Madrid el Consejo Nacional de Defensa entiende debiera
prestársele la más cálida asistencia».
Ninguna contestación del almirante Buiza, que a las 2 horas
47, ordena a todos los comandantes «Rumbo 80», que es el que ll-
evan en ese momento los buques.
La noticia de la constitución de un nuevo gobierno o Consejo y
la destitución del que preside Negrín va filtrándose de arriba
abajo entre los tripulantes de los buques y se originan nuevos
259/410

conflictos. Muchos de los que, por comunistas o negrinistas, de-


seaban regresar a Cartagena o a puerto republicano, dejan de
mostrar entusiasmo por hacerlo, en otros se producen vacila-
ciones, hay quienes propugnan por el regreso de la escuadra y la
mayoría se inclinan a aceptar que se siga en el rumbo de África
sobre cuya significación final saben a qué atenerse.
Una estación situada en cabo Palos, por intermedio de Valen-
cia, trasmite a las 3 horas 20 el siguiente mensaje: «Por orden su-
perior curso lo siguiente a “Cervantes”. Ven a Cartagena. Todo
tranquilo con República».
Desde el buque insignia, Buiza sigue trasmitiendo rumbos y
velocidades. Navega la escuadra en dirección al norte de África.
A las cuatro de la madrugada el Libertad avisa al Cervantes,
que la estación de Portman está llamando con servicio urgente. Y
veinte minutos más tarde Portman comunica al jefe de la flota:
«Ministro Defensa Nacional a jefe flota republicana. Dominada
situación Cartagena sírvase reintegrarse a base naval».
La flota, al poco tiempo afloja la marcha, cambia el rumbo;
Buiza vacila. Sus compañeros, aquellos con los cuales se compro-
metió a derribar al gobierno, son quienes se han sublevado por
fin; él va recibiendo nuevas precisiones. Es cierto que del com-
promiso estricto ha sido relevado y que mientras Negrín enviaba a
Cartagena a Galán con el consiguiente desencadenamiento de tan
graves acontecimientos, los demás permanecieron a la expect-
ativa. Hay cambios de impresiones y opiniones diversas. Galán es
uno de los que se inclinan a regresar a Cartagena y ponerse a las
órdenes de ese nuevo gobierno, el que sea, si es de signo repub-
licano y antifascista.
A las 5 horas 44 minutos, el almirante cursa un mensaje a los
buques de la flota: «Formado nuevo gobierno compuesto por
general Casado, Besteiro, Val, Rodríguez Vega, Carrillo, San
260/410

Andrés y González Marín, de acuerdo todo esto con Matallana y


Menéndez. ¡Viva la República!».
Y diez minutos después, ordena a todos: «Rumbo 277». Los
buques inician el regreso a Cartagena.
DÍA 6…
Amanece sobre Cartagena. Una claridad, primero leve, que
han percibido quienes a la intemperie montan guardia o
vivaquean y que ha ido colándose a través de las ventanas en los
edificios donde otros hombres velan o dormitan. La lividez de la
amanecida sobresalta y tranquiliza, mitad por mitad. Sospechan
unos y otros que el día que se inicia pueda ser decisivo para la
lucha que han entablado contra un enemigo que para unos y otros
resulta difícil de identificar en medio de esta confusión ideológica
en que la oportunidad de desplazarse o unirse a los triunfadores
es cazada al vuelo. Quienes se han visto forzados a sumarse a
actitudes que desaprueban, intentan, protegidos por la máscara
que otorga la misma confusión, iniciar un nuevo viraje y ponerse
al lado de quienes creyeron débiles y van manifestándose fuertes,
y así hacer olvidar la pasajera debilidad entreverada de traición.
Amanece sobre Cartagena, la pálida claridad se desparrama
sobre las azoteas, desciende de los montes, se corre por los muros
de los castillos, avanza taimada sobre el adoquinado de las calles.
En los puestos más apartados se encienden hogueras, se dis-
tribuyen raciones de café entre los soldados que permanecen
próximos a las cocinas, muchos estómagos ayunan, se restriegan
ojos, se observan los ojos de quienes han pasado la noche in-
somne, pretendiendo averiguar lo más secreto de su sentir y en
busca de una esperanza que aliente la propia, huidiza y frágil
esperanza.
El puerto permanece encalmado, desierto. Una tonalidad ros-
ada sobre las aguas preludia y anuncia la salida del sol.
263/410

Las explosiones de los proyectiles antiaéreos han apagado el


ruido de los trimotores, que escuchaban complacidos como de
presencia protectora que eran.
—¡Cabo Negrete ha abierto fuego!
Imposible; la batería antiaérea de cabo Negrete se ha puesto a
sus órdenes y no había duda de que los dos aparatos que evolu-
cionaban sobre la ciudad eran nacionales. ¿Qué puede haber
ocurrido?
Arturo Espa sale de su puesto de mando. El tiro antiaéreo no
es nutrido ni preciso. Los aviones se alejan.
—¡Sólo hubiera faltado que derribaran alguno!
La presencia en el cielo de aviones nacionales comunicaba ali-
ento y confianza a los artilleros sublevados. Leves señales de aux-
ilio y presencia. Durante la noche han avistado luces de tres
buques, de los cuales uno parecía un crucero. No han respondido
a las señales ópticas que se les han hecho desde el puesto de
mando y han desaparecido rumbo a levante. Pero ahí estaban y no
navegarán lejos. Y ahora resulta que una de las baterías de la
DECA rompe fuego contra los aparatos que envían para pro-
tegerles. ¿Traición, despiste, o miedo?
Vuelve al puesto de mando seguido de Macián y Calixto
Molina.
—¡Ponme en comunicación con Cenizas!
No puede tolerar enemigos junto a él. La operación, tan frágil
en su planteamiento y situación, puede malbaratarse.
—Habla el teniente coronel Espa. ¿Qué ha sucedido? Los de la
DECA han disparado sobre los aviones.
—No sé. Aquí nos hemos quedado de piedra.
264/410

—Apunta la segunda pieza. En caso de que vuelvan a disparar


un solo proyectil contra un avión de los nuestros, les mandas al
diablo. ¡Deja la pieza apuntada ahora mismo!
La batería de Cenizas está compuesta de dos piezas del 38,10 y
se halla emplazada tan próxima a la antiaérea, que sólo con el re-
bufo de los gases los cañones de la DECA quedarán desmontados.
Enciende un cigarrillo en la colilla, muy apurada, del que está
terminando de fumar. Arroja con rabia la colilla al suelo; se estaba
quemando las yemas de los dedos.
—Comunícame ahora con cabo Negrete.
Los demás se mantienen pendientes de la orden de Espa. La
aviación está haciendo acto de presencia y con los prismáticos
acaban de descubrir en el horizonte dos buques que es probable
formen la vanguardia de los auxilios que les envían y que podrían
estarse concentrando antes de iniciar la operación definitiva.
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—¡Que se ponga ahora mismo el capitán! ¡Soy el teniente cor-


onel Espa!
—…
—Le llamo para hacerle una advertencia, una sola. Un disparo
más que parta de esa batería dirigido contra la aviación nacional
será la señal de arrasarla. ¡Téngalo muy presente! Una de las
piezas de Cenizas está apuntada. Si se repite lo que acaba de su-
ceder les barreremos sin nuevo aviso.
—… ¡Mi teniente coronel…! Ha sido una confusión; los ser-
vidores están nerviosos. Volaban bajo… el miedo. Una confusión.
—¡Capitán! No le digo más. Ya sabe a qué atenerse y comun-
íqueselo a los demás. ¡Un solo disparo y les liquido! No puedo tol-
erar lo ocurrido.
—Le aseguro que no volverá a suceder.
—Confío en su palabra.
Deja la mano descansando sobre el aparato telefónico. La con-
versación le ha fatigado. No querría tomar contra nadie medidas
severas, pero de ser imprescindible las tomará. Deben consider-
arse en acción de guerra. Y en esta acción que han emprendido, lo
mismo a él que a los demás les va la vida.
Los observadores tratan de identificar la silueta de los buques;
la lejanía no se lo permite. Parecen mercantes.
Uno de los artilleros descubre un hidroplano que evoluciona
sobre la ciudad. Aparece y desaparece tras las cumbres de los
cerros.
—Un aparato de observación.
—O me equivoco o la operación de desembarco está en ejecu-
ción. Esto son los prolegómenos, no tardaremos en tenerles aquí.
—Cuanto antes mejor.
Ayer tarde oyeron disparos de fusilería hacia la carretera de La
Unión. Si se trataba de las fuerzas que atacan a los distintos focos
268/410

sublevados, corrían el riesgo de que, desviándose en Alumbres,


vinieran sobre las baterías. Espa mandó enlaces a los pequeños
destacamentos de la fábrica de dinamita y a los que custodian los
polvorines con orden de que se opusieran a cualquier tropa que
avanzara, y que, en caso de apuro, se fueran replegando hacia
cabo de Agua. Por fortuna, las patrullas indeterminadas que han
hecho aparición en la ciudad, los soldados, escasos, del 7.º de re-
taguardia y algunos de aviación que parece actúan en favor del
gobierno, se muestran interesados en atacar otros objetivos. Tam-
bién le han comunicado la presencia de carros de combate y tan-
quetas. Ayer tuvo que ordenar en varias ocasiones a la batería de
Sierra Gorda que efectuara descargas contra el muelle y paseo de
la Muralla para proteger el edificio de la base contra tropas que le
asediaban. Al amanecer ha repetido el tiro a petición de Fernando
Oliva. Desde la última descarga la comunicación con la base ha
quedado interrumpida. No puede saber si la causa es que el edifi-
cio ha sido asaltado por los atacantes; desconoce su fuerza e im-
portancia y asimismo ignora los medios de defensa con que
cuenta Oliva después de la marcha de la flota. Queda lugar para
una hipótesis optimista hasta cierto punto: que los cañonazos
hayan cortado en algún punto la línea telefónica.
Arturo Espa observa con los prismáticos. Dos aviones repub-
licanos se aproximan con intención de atacar al hidro que evolu-
cionaba sobre Cartagena y que ha puesto rumbo mar adentro. Las
defensas antiaéreas de los buques, cuya bandera no logra distin-
guir, han abierto fuego contra los aparatos, que abandonan la per-
secución del hidro y regresan hacia tierra. Los puntos negros y las
explosiones progresan tras: los aviones en fuga. Los estampidos
llegan amortiguados por la distancia.
Entra en el puesto de mando y se dirige al telefonista.
—Con la DECA de cabo Negrete…
269/410

El estruendo de los motores de los cazas se aproxima. La artil-


lería de los buques ha cesado el fuego considerada la distancia.
—¡Capitán! ¡Dispare contra esos aparatos! Las piezas de Cen-
izas les tienen apuntados; si no cumple mi orden abrirán fuego
contra su batería.
Sale de nuevo a la explanada y sigue con los gemelos el vuelo
de los aviones que trazan un amplio giro y toman la dirección
norte. Primero son las nubecillas y en seguida, muy próximo, el
estruendo de las granadas. Los aparatos ganan altura con
presteza. Los disparos antiaéreos les siguen y envuelven.
—Desde luego, tiran a dar.
Durante unos minutos les observa con los prismáticos. Regres-
an a su base. Una hilera de nubecillas que va ensanchándose y
disolviéndose por la cola no les da reposo. Los aviones, veloces,
pierden ahora altura protegiéndose con el relieve de las
montañas.
—Llama al capitán de la DECA.
Dándole largas chupadas a la pipa para evitar que se le
apague, Nieva calma su impaciencia.
—¡Bien, capitán!
—Le dije que fue un error debido al nerviosismo…
—No me dé más explicaciones. Lo que deseo significarle es que
lo mismo usted que yo nos estamos jugando el cuello metidos en
una empresa arriesgada. No valen errores ni desfallecimientos y
hemos de actuar con energía y disciplina para que la empresa ter-
mine bien. Mantenga ahí la autoridad y tengamos confianza. Por
mi parte confío, capitán, en que esa batería cumplirá con su de-
ber. Y olvidemos lo pasado…

A las siete y veinte de la mañana, una orden del crucero in-


signia Miguel de Cervantes comunicada a las unidades de la flota,
270/410

ha desencadenado reacciones contrapuestas. A la decepción de


unos pocos, oficiales y marineros, se opone la sensación general
que ha sido de alivio; la orden significaba personalmente para
cada uno de los tripulantes un hecho: el final de la guerra. Venía
redactado el mensaje en los siguientes términos: «El mando de la
flota encarece a todos los de los buques que, dado el próximo
fondeo en un puerto extranjero, se mantenga por las dotaciones
de los mismos un perfecto estado de disciplina, uniformidad y
corrección».
A las 8 horas y treinta y seis minutos de la mañana, se cursa
nueva y definitiva orden: «El mando comunica a todos los buques
que por indicación de las autoridades francesas la flota se dirige
a Bizerta».
Difíciles han sido las últimas horas de esta noche para el
almirante Buiza, el comisario Bruno Alonso, los mandos del
Estado Mayor y los comandantes de los navíos de la flota repub-
licana. Poco se ha dormido a bordo; la inquietud de los mandos se
comunicaba hasta el último de los marineros. Basculaban los áni-
mos, se medían posibilidades. Entre el platillo de quienes de-
seaban con afán el internamiento de la flota, fuese por privar a la
República de una de sus armas casi intactas, fuese por deseo de
echar el telón a los casi tres años de guerra, y el platillo contrario,
el de quienes deseaban el regreso a Cartagena, ha pesado más el
de los primeros en la balanza de los indecisos y de quienes
tomaban las decisiones.
Desde las 5 horas 54 de la mañana, en que el mando ha dado
orden de poner rumbo a Cartagena, hasta la decisión final de bus-
car contacto con las autoridades francesas para internarse en
Argel, internamiento que los franceses han aceptado cambiando
Argel por la base de Bizerta, muchos son los radios que se han
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cambiado entre los distintos buques, diversas las vacilaciones y el


tironeo que se ha producido hasta inclinar de manera terminante
el ánimo de Buiza, quien, sin embargo, con intención de pedir el
internamiento en África, dio ayer al mediodía la orden de zarpar.
Es el comandante del Ulloa, quien, al poco de recibir la orden
de poner rumbo a Cartagena, ha cursado el siguiente mensaje di-
rigido al Cervantes: «Las noticias recibidas esta mañana ele
Madrid y Cartagena, que usted conocerá, creo que obligan a la
flota a decir también su posición en las actuales circunstancias,
creyendo necesario contestar a las llamadas urgentísimas que
Portman y cabo Palos hacen a la flota para tener más exacta in-
formación de la situación. Los bombardeos de ayer sobre Cart-
agena han dejado la base, como V. E. habrá oído por la radio de
la flota, sin petróleo; por lo tanto, creo muy necesario para ori-
entación de todos conocer su opinión».
Cuando ha recibido este mensaje, Buiza ha vuelto a vacilar.
Probablemente en el Estado Mayor de la flota hay quienes desean
inclinar su voluntad hacia el internamiento en puerto neutral, y
uno de ellos es José Núñez, el jefe del Estado Mayor. Poco antes
se ha captado un radio emitido, según ellos creen, por el sub-
marino C-2, que decía: «Cartagena a las órdenes de Franco», y
así se lo ha comunicado a los demás buques, añadiendo «… lo que
demuestra que la base no está en poder de la República y en ese
caso la opinión del mando de la flota es que ésta no debe re-
gresar a Cartagena. Con respecto a adhesión de la flota a gobi-
erno recién constituido, le manifiesto que el sábado pasado,
como recordará, quedé desligado de mi compromiso. Autorizo a
oponer cuantas objeciones tenga por conveniente hacer a esta
determinación. Contesten por la misma vía».
Sólo los comandantes de dos buques, el Almirante Antequera
y el Almirante Valdés parecen disconformes con la orden y rumbo
que se les impone. El destructor Lepanto les envía un radio a las 6
272/410

horas 32: «Ejecuten la orden». Y el Ulloa, cuyo comandante pre-


siona para que la flota se dirija a puerto francés, contesta al buque
insignia tres minutos después: «Recibido su radio, de acuerdo en
absoluto. Reciba mi inquebrantable adhesión».
Desde las ocho y media de la mañana, la flota republicana
navega rumbo a su internamiento: Bizerta.

Carlos Mira Mula, artillero, recientemente ascendido a


comandante, tenía a su mando el tercer grupo, que comprende las
baterías de Aguilones, La Chapa y Cenizas. Estaba dado de baja
para el servicio a causa de un accidente de automóvil. A pesar de
que los rumores que corrían sobre una sublevación activa del regi-
miento habían llegado a sus oídos, el cariz fascista que la rebeldía
ha tomado en Cartagena, cariz que se ha acentuado tan pronto ha
zarpado la flota, le ha causado sorpresa e indignación.
No sin riesgo ha conseguido reunir un reducido número de ar-
tilleros de su confianza que han desertado de la rebelión o han es-
capado a las detenciones. Una vez tomado contacto con el
comandante de la brigada 206, ha informado a sus servicios de
Estado Mayor de la situación y emplazamiento de cada una de las
baterías de costa, con mayor seguridad por lo que a su grupo re-
specta, ha facilitado detalles sobre municionamiento y efectivos
de armamento ligero, así como sobre los artilleros con que
cuentan. Le han llegado noticias de que el comandante Faguás le
ha suplantado en el mando de su grupo.
Manejando los teléfonos, que las fuerzas gubernamentales
tienen bajo su control, ha conseguido sostener breves conversa-
ciones con algunos artilleros de las baterías. Amenazas y tent-
ativas de persuasión han sido sus armas dialécticas. Su propósito
es convencer a los sublevados, por lo menos a quienes han sido
arrastrados por disciplina o compañerismo, que no por
273/410

convicción, a tan loca aventura, que el gobierno, el que sea, está


conquistando uno a uno los puntos de resistencia, que marchan
sobre Cartagena efectivos poderosos lo que hace que cualquier
tentativa de resistencia esté fracasada de antemano, y que en su
momento se exigirán severas responsabilidades a los implicados.
Asistencias, pocas son las que ha logrado; ha obtenido pequeños
éxitos en cuanto ha hecho vacilar el ánimo de un corto número de
oportunistas.
El conocimiento de cuanto se refiere a las baterías de costa, le
ha permitido animar al mayor Precioso para que acelere la
marcha de sus hombres contra las baterías que, diseminadas y
faltas de armamento ligero, no podrán oponer resistencia.
Por las del frente derecho que son las más próximas ha
prosperado el avance. Con la Parajola, que consta de tres piezas
de gran calibre, 38,10, ha tenido éxito y ha recuperado el mando
el capitán Martínez Pallarés, a quien tenían bajo vigilancia. La Pa-
rajola domina un amplio frente en el mar y la bahía y bate el ac-
ceso al puerto de Cartagena. Someterla a la obediencia ha sido
señalada ventaja. Por el momento se trata de la primera neutral-
ización del dominio que sobre las bocas de fuego de la costa de
Cartagena, ejerce el teniente coronel Arturo Espa. Si consiguiera
el control de las baterías, el temor que empieza a apuntarse de
que las tropas fascistas realicen un desembarco, habrá desapare-
cido. En Cartagena no hay escuadra que pueda arrimarse si las
baterías se le oponen. Lo importante es conseguirlo, destituir de
manera efectiva a Arturo Espa.

Según avanza la mañana, la situación de los insurgentes del


arsenal tiende a ser más comprometida. Batidos por las ametral-
ladoras y la fusilería enemigas se hallan semiincomunicados en
distintos edificios y dependencias. Las escasas fuerzas de que
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disponen sobre el papel, no se sabe si les obedecen; sus muestras


activas de espíritu combativo son nulas. Más que en su capacidad
de resistencia, descartado cualquier intento de ofensiva, confían
en el auxilio de tropas nacionales de desembarco. La presencia de
aviones durante las últimas horas ha contribuido a que la moral
no decaiga por completo.
Desde la estación emisora se sigue manteniendo contacto con
la zona nacional, la que hace unas horas se hubiera calificado de
«enemiga». En ocasiones, el tono de los radiogramas parece diá-
logo entre sordos. A las 8 horas 35, se ha cursado el siguiente
mensaje: «El general jefe de la plaza al Generalísimo. Nuestro
entusiasmo incólume reforzada esperanza próxima llegada de
esa escuadra. Insistimos conveniencia pase repetidamente
aviación nacional sobre esta plaza en misión vigilancia dando
seguridad todo vecindario constituye heraldo llegada inmediata
nuestros hermanos. Viva España, Arriba España». Y a las 8 hor-
as 57, nuevo parte: «Ruégole que aviación vigile batería anti-
aérea Los Dolores ignorándose por qué causa haya podido dis-
parar. Es urgentísimo desembarco».
Mientras las ametralladoras enemigas batan el recinto con
manifiesta impunidad, comprende el teniente coronel Lorenzo
Pallarés que ninguna acción es posible y la misma defensa se
vuelve precaria; refugiados en los edificios y en actitud de pasivid-
ad la iniciativa queda al capricho del enemigo. Los que por volun-
tad y convicción se han puesto bajo su mando, terminarán por
desmoralizarse mientras los demás irán cobrando ánimos. Están
anunciándoles el desembarco de tropas en los propios muelles del
arsenal, pero si no lo hacen con urgencia, cuando lleguen será
tarde. Antes de que la situación sea insostenible, conviene tomar
alguna medida, intentar algún medio de defensa activa. El cañón
275/410

del submarino C-2 está en uso. Requiere a algunos voluntarios


para que le acompañen.
—¡Vamos para allá, les daremos la réplica que merecen!
—Mientras llegamos al submarino nos van a asar a tiros.
Recorren al galope los espacios batidos. En el interior del sub-
marino están trabajando en la puesta a punto de una emisora por
si se pierde o destruye la del arsenal. Lo que le interesa a Pallarés
es el cañón del 0,75 para emplearlo contra dos de las ametral-
ladoras que disparan desde las faldas de los montes y que después
de cuidadosa observación tiene localizadas.
Protegiéndose tras el blindaje de la pieza, toman la puntería y
disparan. En las laderas del monte ven los efectos de las
explosiones.
Las máquinas enemigas rompen fuego contra ellos; les han
descubierto.
—¡Subid colchonetas!
Utilizan las colchonetas como escudos, colocándoselas sobre la
espalda, y forman con ellas un parapeto para proteger la muni-
ción. Nuevos disparos.
—¡Aquella ametralladora nos la hemos cargado!
—¿Estás seguro?
—Verá como no dispara más.
El fuego enemigo arrecia sobre el submarino; la cubierta
metálica y la torre se convierten en sonoras campanas batidas por
los diminutos badajos de los proyectiles. Saltan chispas del casco
del submarino C-2. Vuelven a disparar.
Es cierto que el fuego del cañón de 75 mm ha silenciado una
ametralladora, sea por haberla tocado o por que ha obligado a los
sirvientes a mudarse de emplazamiento. Pero el fuego, en general,
se ha multiplicado. La alegría por el éxito ha sido momentánea; la
situación de Pallarés y sus acompañantes resulta demasiado pe-
ligrosa. Deciden, cubiertos siempre por las colchonetas,
276/410

abandonar el submarino; el fuego enemigo es tan nutrido que


apenas pueden observar los resultados del tiro, ni hacer puntería.
A las 10 horas 41, se recibe en la estación del arsenal nuevo
mensaje de Burgos dirigido al general Barrionuevo: «Dígame ur-
gentísimamente qué objetivos exactos le conviene bata aviación.
Se va a bombardear Galeras. Dígame también qué partes del ar-
senal tiene ocupadas y qué fuertes están en su poder. Tengan fe y
confianza, llegan tropas».
¡Llegan tropas! Al teniente coronel Pallarés le entregan el
mensaje antes de comunicarlo al parque. El enemigo se corre por
los montes, mejora posiciones. Lanzarán el ataque y la vastedad
del recinto y lo disperso y desmoralizado de los soldados de que
dispone no le permitirán defenderse. Sin retransmitir el mensaje
al parque, redacta él mismo la respuesta para que se curse sin
pérdida de tiempo: «SBD. De Cartagena a Burgos, 10 horas 55.
El general plaza Cartagena a Generalísimo. La situación se hace
insostenible si no viene un rápido desembarco por encontrarse
amenazado arsenal y con éste la radio».
Por un instante renace el optimismo al conocer la noticia de
que se aproximan algunas unidades de la escuadra nacional. Una
doble descarga que suena, allí mismo, sobre el arsenal, les hunde
de nuevo en la confusión y el desánimo.
—¡La Parajola ha disparado contra la escuadra!
Por las faldas de los montes se mueven con cautela los solda-
dos enemigos. Nuevos estampidos, esta vez seguidos de la ex-
plosión de llegada.
—¡Aguilones hace fuego de contrabatería sobre la Parajola!
A pesar de lo potente de su artillería, la Parajola no vuelve a
disparar. La batería de Aguilones, situada en frente y al otro lado
de la bahía, machaca a la Parajola con su fuego. Y otra batería
aún, suponen que de las emplazadas hacia cabo Tiñoso, también
la bate.
277/410

Llega corriendo un marinero.


—¡Han cruzado el canal! ¡Los comunistas se nos han metido
en el recinto!
Penetran en el arsenal por uno de sus extremos. A los tiroteos
siguen enervantes silencios. No parece que tengan intención de
progresar, se muestran cautos.
—Mi teniente coronel, le llaman al teléfono.
—¿Quién es?
—No se ha identificado; insiste en que es personal y
urgentísimo.
Pallarés se pone a la escucha.
—Si no os rendís ahora mismo y hacéis la menor resistencia,
os fusilaremos a todos por traidores. Os tenemos copados. La
sublevación ha fracasado en Cartagena y la ciudad ha caído en
nuestro poder…
Cuelga, desanimado, el aparato.
—Hablaban desde el mismo recinto del arsenal; estoy conven-
cido que la llamada procedía del interior.
—¿Quién era?
—¡Yo qué sé!

Dos buques de transporte por una parte, y el crucero Canari-


as, separado de los otros dos, han puesto proa al puerto. Con los
prismáticos cree distinguir el pabellón nacional que arbolan. Por
fin llegan las fuerzas prometidas. Ha terminado la zozobra.
Primero oyen los estampidos de salida de los proyectiles. Una
de las baterías de grueso calibre ha hecho fuego. De inmediato
grandes surtidores se levantan en el mar en las inmediaciones de
los buques.
—¡Traición!
278/410

El alférez Saavedra, que manda la batería de Jorel, no alcanza


a interpretar lo ocurrido. La ira se sobrepone al susto y al desán-
imo iniciales.
—¡La Parajola ha disparado contra nuestros buques!
Una segunda descarga a dos minutos de la primera. Tampoco,
gracias a Dios, la puntería ha sido buena. Los buques viran mar
adentro y se protegen con humo.
La batería del Jorel consta de cuatro piezas del 15,24. Los
cañones giran en redondo.
—¡Trate de comunicar por heliógrafo con el teniente coronel!
Nuevas explosiones. Aguilones es ahora quien dispara contra
la Parajola. Saavedra tiene resueltos los cálculos. No necesita
recibir órdenes. Mientras éstas llegan podrían los proyectiles de la
Parajola hundir los buques que acuden a liberarlos y en los cuales
tienen puestas sus mejores esperanzas los sublevados de
Cartagena.
—¡Fuego!
De entre los oficiales de esta batería, Arturo Espa había desig-
nado a Saavedra para que se hiciera cargo del mando. Era quien le
merecía más confianza tanto por sus ideas como por su carácter.
—¡Fuego!
Huele a pólvora, el vientecillo que sopla no consigue disipar
los humos. Los artilleros se mueven con precisión, con rabioso
empeño. Corrige la puntería.
—¡Fuego!
—¡Vamos a planchar a esos cabrones!
Ocultos tras las columnas de humo que lanzan ellos mismos a
manera de protección, los buques se alejan de la costa. No han
sido disparados contra ellos nuevos cañonazos.

—¡Dé la orden de alto el fuego!


279/410

La batería de Aguilones cesa en sus disparos sobre la Parajola


que no ha respondido. También ha hecho fuego sobre la Parajola
una de las baterías del frente sur; la de Jorel.
Protegidos por una cortina de humo que va extendiéndose, Ar-
turo Espa ve alejarse a los buques. Un crucero, que debe ser el
Canarias, navega hacia ellos.
—¡Macián! Diles que mantengan las piezas apuntadas a la Pa-
rajola y no cesen en la vigilancia. Y si advierten maniobra so-
spechosa que disparen sin esperar mis órdenes.
De regreso del teléfono, el capitán ayudante trae otra noticia.
Por las faldas de los montes de Galeras se corren tropas hacia las
baterías de Fajardo y Podaderas. Acaban de comunicárselo desde
el puesto de mando de Aguilones.
—Si les atacan en forma decidida carecen de elementos de de-
fensa. Vamos a enviarle un mensaje a Saavedra. De momento que
vayan diciéndole que le felicitamos por su rápida acción contra la
Parajola.
Espa redacta la orden para la batería Jorel, con la cual no
puede comunicar por teléfono. «Ordene fuego sobre las faldas del
castillo Galeras por donde avanzan patrullas comunistas, Den-
tro de media hora, salvo contraorden, haga lo propio contra
Podaderas y Fajardo». Por heliógrafo la batería Jorel pide confir-
mación a la segunda parte del mensaje. De cabo de Agua le aclar-
an. «Acaban de comunicarme de Aguilones que se dirigen enemi-
gos hacia esas baterías». La contestación del alférez Saavedra es
inmediata: «Enterado. Ahora mismo dispongo lo necesario para
tirar sobre Galeras».
La situación en las baterías se descompone. Actuar con
firmeza es la única forma de luchar contra el fracaso. No resul-
taría tan catastrófico el hecho de perder las baterías como el que
éstas pasen a poder del enemigo en condiciones de ser utilizadas.
280/410

—Trasmita por heliógrafo a la escuadra el siguiente mensaje:


«Fuerzas comunistas avanzan por faldas castillo Galeras en dir-
ección baterías Fajardo y Podaderas. Batan estos objetivos
además batería Parajola, también en poder del enemigo».

La batalla, a medida que avanza la mañana, va generalizán-


dose en este complicado y fluido frente abierto en territorio re-
publicano. Fuerzas que los del parque no han conseguido identifi-
car les tirotean desde la noche y según transcurren las horas van
apretándoles el cerco. Han sufrido las primeras bajas. La comida
escasea; ayer pudo distribuirse una ración de arroz y algunos
botes de mermelada. Los rancheros se han comprometido a cocin-
ar hoy un nuevo rancho, magro de sustancia y escaso en calidad,
para las numerosas personas concentradas en el edificio.
Fusileros que han ido ocupando las casas más próximas, para-
petados en los pisos altos les baten ventanas y patios. Los del
parque han conseguido destacar tiradores en el edificio situado
frente a la puerta principal. Municiones no les faltan y los
hombres empeñados en la defensa no necesitan escatimarlas.
Como se carecía de bombas de mano, el comandante Lom-
bardero ha hecho comparecer al oficial del CASE, el maestro arti-
ficiero José Álvarez, y le ha conminado a que, con los medios de
que disponga, fabrique suficiente cantidad de ellas. Granadas ele-
mentales, con mecha que debe ser prendida antes de arrojarlas,
inadecuadas para los soldados que deben manejarlas, muchos
bisoños y elevada proporción de veteranos que tratan de escabul-
lirse y eludir el riesgo.
Las sorpresas se repiten; personas en quienes no se confiaba,
algunas que figuraban como prisioneros o cuya filiación política
inclinaba al recelo, han empuñado las armas y están dando
muestras de pericia y celo, mientras que algunas de aquellas en
281/410

quienes se puso confianza se comportan de manera opuesta. El


comandante Mena, a quien primero se tuvo arrestado, y después
se le encomendó la defensa del edificio, ha evidenciado una inefic-
acia total en su cometido. Su deserción y huida han demostrado
que esa ineficacia hay que calificarla de intencionada y culpable.
Hace veinticuatro horas que el comandante Manuel Lom-
bardero asumió la tarea de dirigir el estado mayor de la subleva-
ción y le resulta difícil conseguir un mínimo de eficacia de las per-
sonas concentradas en el parque. Salvo excepciones, ni los milit-
ares funcionan a satisfacción. Antonio Bermejo, desde que se ha
producido el primer herido, ateniéndose a su profesión de
médico, se ocupa de las curas y asistencia. Lombardero advierte
en unos desgana, en otros inexperiencia, y en bastantes, mala fe
disimulada. El ánimo general bascula y en los momentos de op-
timismo menudean las demostraciones de adhesión al carácter
franquista del movimiento; después, evidencian recelos, o su
enemiga.
Un incidente, provocado por un exceso de nerviosismo, en la
nave de los arrestados, ha terminado con disparos y con la muerte
de dos presos. El comandante Lombardero en persona se ha visto
obligado a intervenir para poner orden, aconsejar disciplina y
colocar una guardia de carabineros responsabilizándolos de la
vida de los detenidos, algunos de los cuales no se sabe si son ami-
gos o enemigos a pesar de que los policías se han dedicado a clasi-
ficarlos. Salvo de Alajarín y alguno más ¿cómo fiarse de los
policías que han estado al servicio del gobierno?
El último comunicado enviado al cuartel de Burgos es posible
que haya pecado de optimista. Las comunicaciones con los demás
focos rebeldes son precarias y la versión de los hechos llega al
parque deformada, con carácter de rumor, y retraso. Resulta im-
posible establecer en un momento dado cuál es la situación real
en la plaza. El último comunicado, firmado como los demás por el
282/410

general Barrionuevo, decía: «11 horas 45. Con fe ciega llegada


tropas hermanas esperamos. Conviene bata faldas Galeras y
Atalaya evitando radio arsenal, que está en nuestro poder.
Arsenal lo tenemos ocupado por completo así como parque artil-
lería. Observen batería Parajola, que es dudosa, así como bater-
ía defensa antiaérea Los Dolores evitando pueblo».
Desafiando el fuego enemigo, a primeras horas de la mañana
ha conseguido regresar al parque una camioneta enviada al arsen-
al, trayendo algunos víveres, tabaco y un soldado prisionero que
había sido detenido cuando merodeaba cerca de la puerta.
Del interrogatorio de este prisionero han venido en conocimi-
ento de que pertenece a la 10.ª división, que manda un jefe
comunista: Víctor de Frutos, y que estaba concentrada en la pro-
vincia de Valencia. Su brigada, la 206, salió de Buñol para llegar a
las proximidades de Cartagena, a un punto donde el interrogado
no se siente capaz de precisar, en la madrugada del sábado al
domingo. El muchacho parece asustado y por tal incapaz de ocul-
tar nada de lo que sepa que, por otra parte, es poco. Explica, pero
eso ya lo sabía Lombardero, que un número impreciso de carros
blindados de la escuela de tanquistas de Archena apoya a la bri-
gada, y que fuerzas de ésta que se infiltran en la ciudad, se
apoderaron de la emisora de la «Flota Republicana» en Los
Dolores.
Estas noticias, algunas de ellas imprevistas, le plantean nuevos
problemas. ¿Nadie conocía la presencia de esta brigada? Si, como
parece, se pusieron en marcha hacia Cartagena en la madrugada
del viernes al sábado, significa que el gobierno o el Estado Mayor
del Ejército rojo tenían informes precisos sobre la conspiración y
casi sobre la hora en que la sublevación iba a estallar. Pero ¿qué
sublevación? ¿La de elementos republicanos que se oponían al
gobierno y a los comunistas en la figura de su representante Fran-
cisco Galán? ¿A unos actos de indisciplina por parte de la flota,
283/410

que con anterioridad a la amenaza con la cual se le ha conminado,


se rumoreaba que desertaría? La verdad es que con fuerzas de la
10.ª división comunista o sin ellas, los nacionales van a desem-
barcar como lo tienen prometido, y que la misión que ellos deben
asumir, habida cuenta de que para atacar carecen de medios
idóneos, es mantenerse con firmeza a la defensiva. Los informes
conseguidos son importantes y deben ser tomados en cuenta. Tro-
pas organizadas les asedian y en cualquier momento harán su
aparición; eso si los tiradores dispersos, que suponían del 7.º
batallón de retaguardia, no son efectivos de la brigada a la cual
pertenece el prisionero.
Una de las baterías de costa ya se ha insubordinado, pero
según noticias recibidas del arsenal ha sido cañoneada por las que
manda Espa. Las explosiones se han oído desde el parque, si bien
en aquel momento no podían interpretar su sentido.
El ruido de los motores de aviación y el estallido de las bombas
hacia la parte de Galeras, es la respuesta del Generalísimo al úl-
timo mensaje. El desembarco es, pues, inminente; pero ¿por qué
razón sufrirá tanto retraso?
—El arsenal nos retransmite un nuevo radiograma de Burgos.
Lo lee de golpe con disimulada ansiedad antes de entregárselo
al general Barrionuevo: «11 horas 56. Dígame si es nuestro
castillo de San Julián». Con apresuramiento redacta la respuesta:
«Suponemos que es nuestro castillo San Julián, pero nos cercior-
aremos. Viva España, Arriba España».
—Mi general, haga el favor de firmarlo; que quede constancia
oficial de nuestra actuación en todo momento.
Con sus ojos claros, el general Barrionuevo le interroga
primero; luego le pregunta:
—¿Cree usted posible, Lombardero, que hayamos perdido San
Julián?
284/410

—Evitemos respuestas categóricas sin la plena seguridad. Me-


jor es no confundirles con excesos de confianza. Carecemos de
comunicaciones y nos están aislando. Prefiero demorar la contest-
ación hasta que sepamos con certeza a qué atenernos con respecto
a ello.
Firmado el despacho se lo entregan al ordenanza.
—Que lo cursen inmediatamente y se anote hora y fecha.
Consulta el reloj de bolsillo.
—Si éste no falla, son casi las doce y media…
Lombardero se pasea pensativo por la sala. Los demás per-
manecen silenciosos.
—Nos preguntan por el castillo de San Julián, podemos dedu-
cir por lógica una conclusión: que el desembarco se proyecta en la
bahía de Portman. Sí… seguro que donde van a desembárcales en
Portman.

De la batería de Jorel, el alférez Saavedra acaba de comunicar


al puesto de mando que ha disparado contra la DECA de Roldán,
cuyos antiaéreos habían abierto fuego contra aviones nacionales.
La situación en las baterías se cuartea y hay que mantener
sobre ellas una vigilancia constante. Espa no quiere dejarse ven-
cer por el desaliento. La colaboración que está prestándoles la
aviación nacional resulta útil pero insuficiente. De Cartagena no
puede esperar auxilios, pues quienes podrían enviárselos se han
encastillado en sus reductos.
Un incidente ocurrido hace algo más de una hora le tiene pre-
ocupado. Mientras desde el exterior observaba con los prismáti-
cos los buques nacionales, el artillero que cuida de las comunica-
ciones telefónicas ha respondido a una llamada sin averiguar
quién era el interlocutor. Le pedían información sobre la escuadra
nacional, y sin maliciar una añagaza, ha estado dando detalles
285/410

sobre la situación de los buques y lo más probable aunque no se


ha atrevido a confesárselo es que haya añadido comentarios de los
que en el puesto de mando se hacen sobre posibilidades de
desembarco y lugares más idóneos. Que el soldado no ha obrado
de mala fe es evidente; de otra manera hubiese silenciado la con-
versación que nadie ha escuchado. Lo cierto es que desde que ayer
tarde una voz les interrumpió cuando hablaba con el coronel Ar-
mentia para insultarles y amenazarles, no ha conseguido nueva
comunicación con el parque. Y desde el cañoneo sobre el muelle
tampoco le contestan desde la base. Ello permite deducir que
quien ha hablado con el telefonista es algún oficial de las fuerzas
que les combaten y que con engaño ha conseguido información
del mejor observatorio; su propio puesto de mando.
Reflexiona y procura alejar el malestar que el incidente le ha
producido. Analizando con desapasionamiento la situación con-
viene tener en cuenta que si es cierto que él ha conseguido comu-
nicar con la escuadra por heliógrafo y que los buques le han dado
el enterado, y si también es cierto que han respondido con bom-
bardeo aéreo a su solicitud de ayuda, en cambio nada le han con-
testado sobre intenciones o movimientos. De ahí que nada de lo
que el telefonista haya podido contar debe considerarse secreto.
Lo que vean ellos desde este observatorio puede en gran parte ser
avistado desde la Parajola en manos de los comunistas. Del incid-
ente debe conjeturarse que la acción de los atacantes adolece,
como la de ellos mismos, de falta de coordinación. Quien pre-
guntaba lo haría desde la central telefónica instalada en el gobi-
erno militar, desde la misma en que ayer tarde interrumpieron su
conversación con Armentia.
Le comunican de Aguilones que de la dársena del arsenal ha
salido un remolcador que abandonando el puerto navegaba al en-
cuentro de los buques de la escuadra hasta aproximarse a uno de
ellos. Cabría el peligro de que elementos gubernamentales del
286/410

arsenal, intenten desorientar al mando de la escuadra trasmitién-


dole noticias falsas, tendenciosas o en exceso pesimistas.
Calixto Molina sigue al detalle con los gemelos el rumbo del
remolcador desde que ha entrado en su zona de visión.
—¡El remolcador se separa de la escuadra y pone rumbo a
Portman!

A la salida del sol, como es de reglamento, los buques de la


flota republicana han izado bandera. Poco después, se han acer-
cado a ellos cruceros franceses que les han escoltado hasta la
bahía de Sadi-Salem, entrada del paso que da acceso al lago en el
cual se halla la base naval de Bizerta.
Acatando las instrucciones recibidas de las autoridades france-
sas, las unidades han ido fondeándose en la rada.
Cumplidas algunas formalidades con los mandos de la base,
barcazas conduciendo a soldados senegaleses atracan al costado
de los buques y suben a ellos.
Una orden circula: entregar a los soldados coloniales las car-
gas de proyección y el armamento portátil, y desmontar y en-
tregar los cierres de las piezas de artillería.
La flota republicana está siendo desarmada.

Una resolución rápida debe ser tomada de inmediato. La única


salida viable del arsenal es el mar. Desde el momento que con-
sigan entrar, el submarino C-2 les protegerá con su blindaje.
Navegando no les será difícil escapar del cerco ya que los
atacantes carecen de artillería y medios de navegación.
Había enviado un remolcador a la escuadra para informar de
palabra a los mandos nacionales de lo crítico de la situación en
que se encuentra el arsenal. Ninguna promesa de auxilio
287/410

inmediato se ha recibido hasta el momento. Por propia iniciativa


Lorenzo Pallarés ha mandado cursar un nuevo mensaje: «SBD.
Cartagena a Burgos. 14 horas 18. Ruégole urgencia reforzar de-
fensa este arsenal con desembarco de trescientos soldados per-
trechados como mínimo no pudiendo suministrar comida prob-
ablemente desde mañana. Por comandante remolcador R-12
habrá tenido información flota».
Las instalaciones de la estación emisora están amenazadas de
cerca por los comunistas y tiroteadas. El ingeniero Martínez
Fuentes le ha pedido refuerzos para la defensa y él ha enviado una
patrulla al mando de un teniente. La patrulla no ha combatido, se
ha disuelto y sin duda incorporado al enemigo.
Martínez Fuentes está convencido de que la situación del edifi-
cio y las instalaciones es cada vez más comprometida. Los radi-
otelegrafistas que hacen guardia ininterrumpida y que han col-
aborado en la puesta a punto de la emisora del submarino, están
agotados por el trabajo y la tensión que exige el servicio. Los es-
casos defensores flaquean; temen que se produzca un violento
ataque y no cuentan con medios para defenderse. Quedaría una
posibilidad: trasladarse a un edificio mejor protegido, quizá el al-
macén general. Podría instalarse allí la emisora de onda corta
hasta que acuda la escuadra o desembarquen las compañías que
se han solicitado y resuelvan momentáneamente la situación.
Protegiéndose, corriendo, como puede, atraviesa una consid-
erable distancia batida por las balas hasta el despacho de Lorenzo
Pallarés. El trepidar de las ametralladoras, los silbidos de algunos
proyectiles, los estampidos de la fusilería le han acuciado durante
la carrera; parecía que las bocas de todas las armas estuvieran
apuntándole a la cabeza. Llegar indemne es agradable sorpresa.
Lorenzo Pallarés le escucha. No dispone de elementos comba-
tientes para proteger la estación emisora. Sin embargo, y a costa
del sacrificio que sea, no debe ser abandonada. La escuadra se
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concentra en aguas de Cartagena. Ha sido requerida con insisten-


cia, como él sabe, asegurándoles que la plaza y el arsenal están
dominados. La operación de desembarco no tardará en dar comi-
enzo y los comunistas que les acosan, huirán. Debe cada cual resi-
stir en su puesto en un alarde postrero de hombría y fe.
—Mantener la comunicación resulta para nosotros vital, y ob-
serve como los atacantes, a pesar de su superioridad, se muestran
comedidos en los avances.
—Podríamos intentar el traslado de la estación de onda corta…
—¿Con qué personal instalaríamos la antena y cuanto ella
supone, batidos como estamos por el tiro enemigo? No encon-
traríamos a nadie dispuesto para faena tan arriesgada como lo
sería el alzado de postes, tendido de hilos… Y entretanto, quedaría
interrumpida la comunicación. Pueden dar órdenes, avisarnos de
algo o pasarnos instrucciones de interés.
—Quedaría la posibilidad de mantener el contacto por medio
de la emisora del C-2.
—Resistir a ultranza es nuestro deber. Estamos de acuerdo en
que resulta peligroso. Hace horas que les tenemos en el interior
del propio recinto y no han intentado un ataque. Deben faltarles
hombres. En el caso de que un nuevo giro desfavorable de la
situación lo hiciera imprescindible, ordene usted mismo
replegarse.
La depresión va ganando el ánimo de los sublevados del arsen-
al y en mayor grado de quienes aceptaron los hechos sin haberse
comprometido porque creyeron que la guerra se terminaba y no
había enemigo. Más que sublevarse contra el poder constituido se
creían destinados a mantener el orden en el último, difícil y pen-
oso paso hacia la paz definitiva. Quienes no han podido incorpor-
arse a la flota republicana en su huida o renunciaron a la marcha
por fatiga, confiados en que su conducta no les acarreará disgus-
tos con los vencedores y un último gesto podía en cambio
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favorecerles, comienzan a arrepentirse a pesar de que no lo mani-


fiesten. Los hechos se presentan de manera distinta a como ellos
lo supusieron. La guerra no ha terminado y el gobierno envía tro-
pas veteranas que se apoderan de la ciudad, de los fuertes, de las
baterías. La guerra no se ha perdido; la reacción gubernamental lo
demuestra y quien no se someta a tiempo, aprovechando cu-
alquier ocasión favorable, tendrá que dar cuenta de su conducta a
los tribunales militares que van a funcionar o, lo que será peor, a
los soldados enardecidos que harán justicia expeditiva por cuenta
propia. La escuadra nacional, está demostrado que no se arries-
gará a un desembarco; ha sido cañoneada y más baterías la com-
batirán si se aproxima. Del remolcador R-12, ninguna noticia.
Disparan ahora desde la parte de acá del muro, y el tiroteo se
generaliza en todo el recinto. O han forzado la muralla o alguna
puerta les ha sido abierta por la parte de la Constructora Naval.
La complicidad de cualquiera de los presuntos defensores les ha
allanado el camino. Avanzan desde varias direcciones. La resolu-
ción estaba tomada de antemano: hay que ponerla en ejecución
sin demora. Escapar al submarino C-2.
Entre un grupo de marineros, auxiliares y oficiales, corren el
ingeniero de la Constructora Naval, Galvache, Lorenzo Pallarés,
que de ninguna manera consentirá que le cojan prisionero, el ma-
quinista Celso Pérez Puente, y además Luis Monreal y el capitán
Argüelles, ayudante de Norberto Morell, a los cuales tenían bajo
arresto.
Entre el estampido de los disparos, la confusión que al penet-
rar las fuerzas del batallón 824 se ha producido y al amparo del
desorden general, los componentes del heterogéneo grupo en que
se confunden en idéntico afán de huida adversarios que casi son
enemigos, consiguen ganar el submarino, desamarrarlo y cerrar
las escotillas.
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Lo que desea Antonio Castillo, que se encuentra en el parque


contra su voluntad, es escapar; cualquier procedimiento o sacrifi-
cio le parecen buenos para conseguir su propósito. Ningún riesgo
resultará superior al que supone permanecer encerrado en este
recinto. El comandante ése que viste de paisano y que se ha
metido a mangonear, puede ir proclamando que los fascistas van
a desembarcar, lo que se comprueba a ojos vistas es que cada hora
les tienen más apretados los del gobierno, comunistas o como
quiera llamárseles. Mientras que ayer por la mañana los rebeldes
dominaban la ciudad y hasta el barrio de Los Dolores, la emisora
de radio incluida, y el arsenal y la base, hoy no hay quien salga del
parque y se han perdido los barrios, el Ensanche, la Central de
teléfonos y según los cañonazos que se oyen y los rumores que
corren, están perdiéndose baterías de la DECA y de las de costa. A
él no le atraparán acá porque al que le cojan las va a pasar negras,
y en la marimorena que se organice van a pagar platos rotos los
inocentes.
Ayudado por dos artilleros y un carabinero, cargan los tres
cadáveres en el camión. La operación se hace en silencio que no
presupone respeto solemne, pues las circunstancias no autorizan
remilgos. Ceremonia, ninguna; un agente de policía lo presencia.
Les ha advertido el policía que no conviene que los de dentro se
enteren de lo que están haciendo, cuanto se relaciona con difun-
tos rebaja la moral, cuyo nivel en la hora actual está por los
suelos. Mañana los cadáveres comenzarán a corromperse y será
peor. A este joven del cráneo horadado le conocía de vista desde
que era un mocoso. Ayer se mostraba alegre dando vivas a España
y a Falange como si a él le fuera en algo que ganaran los de aquí o
los de allá. No se enterará de quién gana y quién pierde en esta
lucha insensata. Él ha perdido definitivamente. Los otros estaban
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presos, se engallaron y en el tumulto les apiolaron. Acomodados


en la caja del camión van los tres juntos.
Para la misión que se dispone a cumplir, Castillo se ha ofre-
cido voluntario. Antes ha colaborado con un suboficial de marina
de los detenidos, a disparar contra una ametralladora, o fusil
ametrallador, que les batía desde una azotea. Han utilizado el
cañón de una tanqueta que ayer les quitaron a los del gobierno,
una pieza de tipo ignorado cuyo manejo nadie conocía; ni él tam-
poco. La responsabilidad era grande; sólo se disponía de tres
proyectiles y, de marrar el tiro, a cualquier mastuerzo podía
acudirle la sospecha y acusarle de saboteador. No es que la
severidad aquí dentro sea extrema, pero nadie sabe lo que puede
ocurrir si a alguien le entra nerviosismo. Los pobres que acaban
de cargar en el camión demuestran que donde hay armas pueden
dispararse. A la tercera vez han acertado el blanco. Felicitaciones
y demás a porrillo, pero del permiso para salir, ni hablar.
—Primero dejadme poner el motor en marcha y que se cali-
ente. Cuando os haga una seña abrís las puertas de golpe.
Ha estudiado a conciencia la operación. El tiroteo no es con-
tinuo, y cuando los fusiles callan es que los tiradores se han
cansado o que al no hallar contra quien disparar se distraen y to-
man un descanso. Antes ha observado desde las ventanas y no se
descubren barricadas que corten las calles, ni ha visto alma vivi-
ente que transite. Apretará el acelerador en el trayecto hasta la
puerta y cuando los que asedian al parque se den cuenta, el cam-
ión estará lejos y desenfilado. Sacará a los cadáveres del parque;
se ha ofrecido voluntario a correr este riesgo porque no piensa re-
gresar. Tampoco se ha comprometido a ello ni nadie se lo ha exi-
gido. Con lo que cumplirá es con el deber de conducir a estos des-
dichados al cementerio para que, si hoy no fuera posible, cuando
la situación se normalice se les entierre como Dios manda. Aban-
donar el camión cerca del parque y escabullirse sería cobarde
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villanía que él no cometerá. A enterrarles con sus propias manos


tampoco se siente obligado; si encuentra a algún empleado o
sepulturero en el cementerio le entregará los cadáveres como es
de ley, y cumplida su misión se meterá en casa y de ahí, de donde
en mala hora ha salido, no le sacará nadie hasta que el jaleo
concluya.
—¡Atención a la señal!
Unos golpes en el acelerador le aseguran de que el motor está
caliente. Desde hace unos minutos ni un disparo ha sonado en las
inmediaciones. Los que se oyen muy distantes vendrán del arsen-
al o de la base.
Suelta el freno y agita la mano izquierda. Las dos hojas del
portón se abren de golpe. A medida que el vehículo avanza por el
patio, mete la marcha y aprieta el acelerador como si tomara car-
rerilla. Detrás del camión se cierran las puertas. Agachado, el
pecho contra el volante y los hombros encogidos, se lanza a la
aventura. La atención que la mucha velocidad le exige apenas deja
hueco abierto para el miedo.
El viraje es tan rápido que la caja se inclina y cruje. Oye un dis-
paro y sigue con el pie apretando el acelerador. En otro viraje se
ve obligado a frenar; las ruedas de la derecha han saltado sobre el
bordillo de la acera. Los golpes que, como consecuencia resuenan
en la caja de madera le traen a la memoria los cadáveres.
Disminuye la velocidad; más peligroso resulta ir tan aprisa que
los supuestos enemigos que no descubre por parte alguna. Comi-
enza a creer que la expedición cuyo objeto secundario sería cump-
lir con una de las obras de misericordia que le enseñaban en la
latosa doctrina, va a llevarla a término feliz.
Desemboca en la calle de San Diego; una tanqueta plantada a
distancia le cierra el paso. Con temor a que le disparen hace
marcha atrás y se protege en una bocacalle. Desciende del camión
y se asoma procurando no ser visto. El carro intercepta la calle en
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la desembocadura a la plaza. Junto a un quicio hay unos soldados


sentados, con los mosquetones entre las piernas. Tendrían que
haber descubierto al camión o cuando menos oír el ruido del mo-
tor. Uno de los soldados se asoma al centro de la calle; Castillo se
oculta, y cuando vuelve a observar con precaución, el soldado se
ha desinteresado y regresa a sentarse con los compañeros. Podría
avanzar y pedirles paso franco para seguir al cementerio, con-
fesándoles si le preguntaban que venía del parque. Para enterrar a
los muertos se acostumbra conceder treguas. Desconfía; estos
soldados cuyo uniforme no pertenece a las tropas de guarnición
en Cartagena deben ser comunistas rabiosos y preferible es que
no le líen con preguntas y lleguen a la falsa conclusión de que él es
un fascista. Buscará otro camino dando los rodeos que sea pre-
ciso. Estos soldados y otros distribuidos por esta parte de la
ciudad, interrumpen la comunicación con Alicante, aíslan el En-
sanche de Santa Lucía y dificultan la llegada de refuerzos —¿pero,
qué refuerzos?— lo mismo al parque que a la base.
Modifica el itinerario; las calles de la ciudad se le aparecen tan
desiertas que de nuevo crece la esperanza. Decide tomar el cam-
ino más directo. Con el fin de evitar sorpresas pone atención a
cuanto descubre a través del parabrisas. No querría verse, que
otros le vieran a él, en estado semejante a los que lleva detrás de
la cabina. No corre demasiado; que se prolongue la exposición al
peligro es preferible a caer de sopetón en una emboscada.
En la Alameda le sobresalta la presencia de soldados, cuya in-
dumentaria, semejante a la de los otros, le afianza en la con-
vicción de que provienen del frente y no de la guarnición de
Murcia, por ejemplo. Pertenecen a una unidad combatiente y por
la lógica de los hechos esa unidad será comunista.
Cerrada la Alameda y los caminos hacia el cementerio resul-
taría imprudente entretenerse en buscar más pasos. Imprudente e
inútil. Ellos dominan la ciudad y sus salidas. Que no se dejen ver
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por las calles del centro antiguo es otro cantar; ellos sabrán los
motivos.
Maniobra con estudiada lentitud. No desea atraer la atención
de los soldados y que le den el alto o le disparen sin más averigua-
ciones. Renuncia; no se siente con ánimos ni ve posibilidad de
llegar al cementerio. De acompañarle la suerte como a la salida, el
regreso al parque puede hacerlo con idéntica facilidad.
De los difuntos, que hagan lo que quieran; los jefes decidirán,
no es asunto que le competa. Que los entierren en el propio
parque, que espacio no falta o que los metan en cualquier depend-
encia, los encierren con llave y aguarden a que la situación se
despeje.
Cuando dentro del patio y mientras cierran las puertas, desci-
ende de la cabina, se restriega la frente con la manga; está su-
dando. Por escapar de aquí se ha jugado el tipo y de nuevo vuelve
a estar aquí. El hecho de haberse librado de un balazo o de que le
enchironaran ha sido un regalo de la suerte; y bueno es consolarse
con lo que sea.
—Descargad eso que va en la caja del camión. Yo no pienso dar
golpe.
—¡Oye! Entonces, ¿tú crees que estamos copados?
—No digo tanto; lo que he visto es que me iban cerrando el
camino. Muchos tanques sí diría que tienen.
—Si tantos tuvieran nos habrían atacado.
—Veremos; aún estamos a tiempo.
Un sargento se presenta en el patio:
—¿Quién de vosotros es Antonio Castillo?
—Yo mismo. ¿Qué ocurre?
—El comandante Lombardero quiere hablar contigo. Me
parece que para que le cuentes por menudo lo que has visto.
—¡Ah, vaya!
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Unidades de la escuadra nacional y mercantes que deben


transportar tropas van concentrándose en la mar de Cartagena.
Desde las alturas donde se hallan emplazadas las baterías de costa
se les distingue a simple vista. Los movimientos de los buques
resulta difícil averiguar a qué móviles responden.
Desde su observatorio, Arturo Espa los contempla con interés
que linda con la ansiedad. Utilizando el heliógrafo les envía
mensajes relativos a su situación, a lo que está sucediendo en las
baterías de costa. A algunos mensajes le corresponden con el «en-
terado», a otros no le contestan.
A medida que las fuerzas que atacan a los sublevados de Cart-
agena advierten la inconsistencia de la organización facciosa y
cómo los rebeldes distribuidos en distintos focos han ido re-
plegándose a una actitud defensiva, la situación de la artillería de
costa ha ido, de rechazo, complicándose. Espa se da cuenta de que
las fuerzas atacantes tienden a concentrar esfuerzos sobre las
baterías, pues si consiguen apoderarse de todas o de un número
elevado de ellas, neutralizarán las posibilidades de desembarco de
los nacionales. Después la sublevación será sofocada sin esfuerzo
y la operación militar a que podía haber dado lugar, se frustra. Y
por el momento, la escuadra no da señales de disponerse de inme-
diato al desembarco.
La Parajola y dos baterías más del frente derecho han es-
capado a su mando. Por el momento las tiene amenazadas con el
fuego de Aguilones, Jorel y otras; y no se han atrevido a contestar
a los disparos. En las baterías de la DECA la situación es ambigua,
si bien las controla aunque sea con la amenaza de sus cañones.
Las piezas de la Chapa cubren la bahía de Portman, que a medida
que la situación en la ciudad se deteriora, es el punto que ofrece
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mejores posibilidades para efectuar un desembarco y operar sobre


Cartagena.
Las fuerzas comunistas, alentadas por la inmovilidad de los
barcos nacionales, aprovechan el tiempo para mejorar sus posi-
ciones hasta alcanzar las que les permitan en caso de desembarco
combatir con ventaja. En la situación actual se verían obligados a
replegarse o a huir en dirección a Murcia.
Las operaciones de penetración en la ciudad y sobre las bater-
ías sigue dirigiéndolas el comandante Artemio Precioso. El teni-
ente coronel Rodríguez ha instalado un puesto de mando a reta-
guardia y, preocupado por los sucesos políticos que se desarrollan
en zona republicana, se ha desentendido de la acción inmediata
de las tropas. La brigada 207, que manda el comandante Díaz, y la
223 de Ángel Muñoz, que completan la 10.ª división, están en
camino y se espera su llegada para colaborar con la 206; pero no-
ticias concretas de su paradero nadie las conoce.
A última hora de la noche, y por distintos conductos, los com-
batientes de la brigada, o por lo menos sus mandos, han recibido
la noticia de que, en Madrid, el coronel Casado, con la colabora-
ción de Besteiro y miembros de los partidos republicanos, so-
cialistas y en especial de los anarcosindicalistas, ha dado un golpe
contra el gobierno de Negrín, y con el apoyo y bajo protección de
tropas del IV cuerpo de ejército, que manda el anarquista Cipri-
ano Mera, han formado una junta facciosa que se titula Consejo
de Defensa. Además de Casado, integran el Consejo: Besteiro y
Wenceslao Carrillo por los socialistas, y Eduardo Val y González
Marín, dos luchadores caracterizados, por los anarquistas; más
elementos republicanos demócratas. Parece confirmarse que el
general Miaja se ha adherido al Consejo y que ocupa la presiden-
cia. Las noticias son poco claras y desconcertantes, y sin embargo
se tiene la impresión de que el gobierno vacila y que los apoyos al
Consejo se multiplican en Levante, Extremadura, Ciudad Real,
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Albacete y demás plazas republicanas, y que cuentan con el apoyo


por lo menos de una parte de la aviación.
Joaquín Rodríguez está consternado. Mantiene contactos con
miembros del comité central y la última noticia que le ha llegado
es desoladora. El gobierno Negrín, exceptuando a Vicente Uribe y
a Moix, a despegado del aeródromo de Monóvar a primeras horas
de la mañana; y también han marchado Dolores Ibárruri, Stepan-
ov, Cordón y otros.
De cara al partido comunista la sublevación de Cartagena y las
operaciones que se realizan están cobrando un segundo interés. Si
se sitúa la 10.ª división completa en Cartagena, la ciudad, los
fuertes y baterías, caso de que se conquisten, y el arsenal, con-
stituirán un formidable reducto. A menos que un desembarco fas-
cista no acabe cogiéndolos entre dos fuegos.
Por su parte, el mayor Precioso está demasiado ocupado en las
operaciones, y cuando ayer, a las tres horas de habérsele
presentado el teniente coronel Rodríguez como «jefe de las
fuerzas que operan sobre Cartagena», recibió procedente de su in-
operante puesto de mando un enlace que le entregó escrito en un
papelote: «Observo que sus fuerzas avanzan con lentitud. Tome
las medidas necesarias para ocupar sin tardanza todos los objet-
ivos», no sólo se indignó, se propuso desentenderse de Rodríguez
y obrar por su cuenta.
El comisario Virgilio Llanos ha ido informándole de la situa-
ción política que ha dado un viraje descorazonador porque la
huida del gobierno significa un desastre; el final de la guerra. Se le
pide y él se lo impone y se lo impondrá a sus hombres, un último
sacrificio. Para concentrar sus esfuerzos en la batalla en que está
empeñado, deberá olvidarse de lo demás, que no es lo accesorio,
más bien se trata de lo principal. Y está derrumbándose.
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En el arruinado castillo de la Concepción, que se alza en lo alto


de un cerro situado detrás de la capitanía de la base, Fernando
Oliva ha situado unos hombres para que vigilen la fachada pos-
terior del edificio. También hay ametralladoras antiaéreas
pertenecientes a la DECA. El castillo de la Concepción es ex-
celente mirador sobre el conjunto de la ciudad, y desde lo alto se
domina de cerca el arsenal.
A Fernando Oliva le comunican que fuerzas de las 206 brigada
han entrado en el arsenal y van penetrando en edificios y depend-
encias haciendo salir a cuantos encuentran. La resistencia en el
arsenal ha terminado. Ha huido de la dársena un submarino. A
los prisioneros los forman en largas filas.
El submarino C-2 en que han conseguido escapar algunos de
los que estaban en el arsenal, después de doblar el malecón de la
Curra, ha sido avistado por los observadores de las baterías de
costa y clasificado como enemigo. Suponiendo que los comunistas
han asaltado el arsenal si se han apoderado de un submarino es
lógico que intenten atacar por sorpresa a los buques de la es-
cuadra nacional. Tan pronto como le comunican a Arturo Espa la
noticia, da orden de que se haga fuego contra el sumergible antes
de que pueda desencadenar una catástrofe.
El disparo de una de las piezas de poco calibre emplazadas
cerca de la bocana, alcanza de refilón al casco sin dañarlo. Para
escapar al acoso artillero el C-2 se sumerge. Ninguno de los que
navegan conoce los aparatos más que de manera superficial y por
un momento se creen perdidos. Los motores no funcionan de
forma satisfactoria y deciden poner en marcha las baterías de re-
puesto. Tres objetos se proponen: alejarse del arsenal invadido
por los enemigos, proteger el casco del fuego artillero de sus ami-
gos que no les reconocen como tales, y escapar de la escuadra de
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Franco que, de descubrirles, les echaría a pique. En definitiva, in-


tentarán navegar sumergidos hasta alejarse de la costa y de la
escuadra.

En el parque de artillería, la sensación de aislamiento se es-


trecha. La salida del camión en dirección al cementerio y el obli-
gado regreso sin conseguir forzar el paso, confirma el estado de
cerco a que se hallan sometidos. Desde las azoteas, desde las
calles inmediatas les hacen fuego. Más que ataque es paqueo per-
tinaz y de efectos desmoralizadores. Tampoco funcionan los telé-
fonos; disponen sólo de un aparato receptor de radio de escasa
potencia. Noticias de lo que ocurre en la ciudad, en el arsenal, en
la base o en las baterías les llegan en forma de casuales comunica-
ciones. Duelos de artillería, bombardeos de aviación, tiroteo de
mosquetones o armas automáticas que arrecia o remite, les ob-
ligan a sacar consecuencias con escasez de elementos de juicio.
Una bala de fusil entra por una de las ventanas del propio des-
pacho del coronel donde siguen reunidos.
Desde que han averiguado que una brigada entera se encuen-
tra operando en la ciudad y su zona, al general Barrionuevo,
además de inquietarle el hecho en sí, le preocupa porque carecen
de medio de comunicárselo a la escuadra o al Cuartel General de
Burgos. Hasta el momento suponían que tenían enfrente al 7.º
batallón de retaguardia, a una compañía de aviación llegada de
Los Alcázares y a elementos dispersos, infantes de marina,
guardias de asalto, paisanaje de filiación comunista, marineros…
Los carros blindados, cuya presencia sí conocían, resultan difíciles
de evaluar en cuanto a su número. La presencia de una brigada
roja debería ser puesta en conocimiento del Generalísimo. La
situación empeora; sólo les queda la esperanza, que en ocasiones
se desvanece, del desembarco.
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Deserciones, se están produciendo bastantes, y la moral sufre


las consecuencias de la situación. El comandante Cifuentes y los
capitanes Meca y Serna acusan la fatiga consecuente a la actividad
desplegada y al esfuerzo sostenido a lo largo de tantas horas.
El coronel Armentia habla poco; discusiones que se producen
con el general Barrionuevo y el comandante Lombardero le hacen
permanecer después durante largos ratos silencioso; no indifer-
ente, sino taciturno. Cuando entre los prisioneros concentrados
en la nave de la planta baja se han repetido los altercados y se in-
sinúa un cierto movimiento de insubordinación, uno de los
presentes en el despacho se ha mostrado partidario de adoptar
medidas enérgicas. El coronel, golpeando con ambas manos los
brazos del sillón en que descansa, ha exclamado con vehemencia
inesperada: «¡No! ¡Nada de fusilamientos!». De inmediato, y
dominado el arrebato, ha añadido: «No es prudente usar la mano
dura; resultaría contraproducente y peligroso». Un cabo de mar-
ina arengaba a los detenidos incitándoles a rebelarse contra sus
guardianes.
Nadie piensa en tomar medidas rigurosas. A los detenidos
empieza a considerárseles como estorbo o vecindad peligrosa.
Están obligados a retenerles por no dar señales de debilidad ni
aumentar el contingente de enemigos.
El capitán ex-legionario Ródenas anima a algunos muchachos
que desde las ventanas responden a los tiradores comunistas
mientras que Lombardero trata de llevar al ánimo de los vacil-
antes o de aquellos a quienes sospecha o adivina hostiles el con-
vencimiento de que si por venirse la noche encima, se suspendiera
la operación de desembarco, mañana las tropas nacionales es-
tarán en Cartagena. Y precisa que no hay más que un desenlace
posible: el triunfo de Franco y el aplastamiento de sus enemigos.
Si consiguiera hacerse de nuevo con el control de la telefónica
podría restablecer contactos; sin embargo, hasta que anochezca,
301/410

la salida del parque es en exceso peligrosa y tampoco encontraría


gentes dispuesta a llevarla a la práctica.
A las 20 horas, Radio Melilla emite reiteradamente un mensa-
je. «Generalísimo a general Barrionuevo. Maniobra en ejecu-
ción». Los sublevados de Cartagena carecen de aparato para
captarlo.

A contrapelo, superando las adversidades que una a una van


presentándosele, sin dejarse vencer por la ignorancia a que le ha
sometido el aislamiento, Arturo Espa se esfuerza por remediarla
situación usando de los medios de que dispone: las baterías que
aún le obedecen.
Al observar que el remolcador que primero salió del arsenal
para unirse a la escuadra, navega hacia Portman, trasmite orden a
la batería de La Chapa, que es la más próxima, de que hagan pri-
sionero a uno de los tripulantes. Desea averiguar cuál es la misión
que han encargado al remolcador. Tras el R-12, un buque de
guerra, del tipo de los minadores, pone proa hacia Portman. Estos
indicios permiten conjeturar que el desembarco se efectuará en
esa ensenada, que suele utilizarse para la carga de mineral y que
carece de muelles de atraque. Por medio de señales ópticas comu-
nica al buque: «Pueden desembarcar libremente. La batería tir-
ará sobre accesos Portman. Si por llegar noche necesitan
proyector, díganoslo». Y a continuación, por teléfono, manda a la
batería de La Chapa que cañonee la zona de Portman y sus
caminos.
Tanto el buque de guerra como el remolcador vuelven a re-
unirse con el grueso de la escuadra y los transportes. Poco des-
pués, el mismo minador y un mercante navegan de nuevo en dir-
ección a Portman. Cuando ya suponían inminente el desembarco,
los buques detienen la marcha y permanecen próximos a tierra.
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De La Chapa telefonean a Espa comunicándole que al petrolero


Campilo, fondeado en Portman, lo consideran como un estorbo
para la operación, y que procurarán desembarazarse de él sacán-
dolo a alta mar.
Espa, Macián, Marín Gasca, Calixto Molina y Rubio siguen los
movimientos con ansiedad; la esperanza que contrarresta a la
fatiga les permite mantenerse en pie.
El remolcador no consigue mover al Campilo. Piensan en la
posibilidad de improvisar una tripulación contando con el jefe de
lanchas de la base. Habría que desplazarse a Cartagena a buscar
marineros.
Un bombardeo de la aviación republicana alcanza las proxim-
idades de cabo de Agua. Las piezas antiaéreas de La Chapa reac-
cionan de inmediato y a los observadores les parece haber tocado
a dos de los aparatos y así lo comunican. Aviones republicanos
atacan asimismo a la escuadra, que por medio de una compacta
barrera les pone en fuga no sin que antes hayan arrojado su carga
de bombas.
Malas noticias llegan de Sierra Gorda. El capitán Mosalve
anuncia que en los alrededores de la batería se concentran tropas
comunistas y que carece de elementos de defensa y que dada la
posición en que los atacantes se han situado ni siquiera puede
batirles con los cañones. Espa le trasmite orden de replegarse
sobre la batería más próxima, la de Conejo, o sobre la de Agui-
lones, con el fin de organizar con los fusiles de que se dispone un-
os cuantos núcleos de resistencia. Antes de abandonar las piezas
deben inutilizarlas; que arrojen a un pozo seco que hay allí las
llaves de fuego. De perderse la batería de Sierra Gorda que los
cañones no puedan ser utilizados contra la escuadra nacional.
Visto lo comprometido de la situación en que se hallan las
baterías de Fajardo y San Julián, rebasados sus emplazamientos
por las compañías que operan sobre el frente izquierdo, les da
303/410

orden de que tan pronto como se vean atacados en forma, se


replieguen al castillo, que cuenta con mejores posibilidades de de-
fensa, inutilizando antes las piezas.
En el momento en que se observa que la batería de Sierra
Gorda es ocupada, desde la de Conejo se abre fuego contra ella.
En el frente derecho continúa empeorando la situación. Anun-
cian de cabo Tiñoso que tropas enemigas se mueven desde la
parte de Mazarrón y que es posible que se dispongan a atacar las
baterías del extremo de Poniente. Noticias posteriores dan cuenta
de que el avance se ha iniciado, considerado lo cual se les trasmite
por heliógrafo la orden de que en caso de no poder defenderse, y
que tras de dejar inservibles las piezas, se concentren en la batería
de Atalayón y que allá se hagan fuertes hasta que se produzca el
desembarco.

… que por cielo, tierra y mar se espera


¡Arriba, escuadras, a vencer
que en España empieza a amanecer!
En cada uno de los buques, da las voces reglamentarias el jefe
más caracterizado.
—¡España!
—¡Unaaa!
—¡España!
—¡Graaandeee!
—¡España!
—¡Líiibreee!
—¡Arriba España!
—¡Arribaaaa!
Las tripulaciones de los buques de guerra y las tropas trans-
portadas están formadas sobre las cubiertas con el brazo en alto y
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la mano extendida. Han escuchado antes del Cara al sol el himno


de los Requetés, el Oriamendi, y comienzan los compases del
Himno nacional.
El sol está cayendo en el horizonte por detrás de Cartagena; la
costa, muy lejana, presenta líneas oscuras y alargadas, y más le-
jos, las pinceladas azul-gris de los montes. Un paisaje suave de
apariencia plácida en esta hora en que se inicia el crepúsculo, el
viento ha calmado y las olas son ondulaciones sin malicia.
En el centro de la formación naval está el buque insignia; un
mercante artillado, el Mar Negro. Le rodean, colocados a manera
de estrella, la totalidad de los buques que se han concentrado
frente a Cartagena, excepto el crucero Canarias, el más import-
ante de ellos, que se mantiene próximo a la costa en misión de
vigilancia.
La banda de música está formada en la cubierta del Mar
Negro. Cuando la banda termina el Himno nacional, las tropas
moras, piden el Himno jalifiano, y se accede a ello. Después,
tripulaciones y soldados prorrumpen en entusiastas vivas; al ejér-
cito, a la marina, a Franco, a España, y nuevos vivas y gritos y
brazos en alto.
El sol, que en el horizonte se ha reducido a medio disco rojo,
está tiñendo la parte más distante del paisaje. Las banderas de
combate se han arriado al terminar los himnos. El Canarias se
aproxima, y buques y hombres se disponen a pasar la noche a
bordo, pues según los rumores que circulan no va a desembar-
carse tampoco hoy; tal vez mañana. Mañana martes 7 de marzo.
Desde antes del amanecer de hoy lunes, ha estado navegando
frente a la costa el almirante de la escuadra de bloqueo, don Fran-
cisco Moreno, a bordo del Mar Negro, al cual acompañaba otro
buque artillado, el Mar Cantábrico. Los primeros transportes de
tropas han llegado procedentes de Málaga: el Jaime II con ocho-
cientos hombres a bordo, a las 13 horas. Zarpó ayer a las 19,45.
305/410

Después, se han presentado el Síster, el Lázaro y el minador


Marte, que ha llegado a las 15 horas 30 minutos, con 4200
hombres. El Canarias, y diversos transportes y unidades de
guerra han ido incorporándose a lo largo del día. Los minadores
Júpiter y Vulcano no lo han hecho hasta media tarde de hoy. En
el Vulcano venía embarcado el general Martín Alonso y la plana
mayor de la 83 división.
El minador Marte se ha aproximado a Portman para estudiar
las posibilidades de desembarco. A la primitiva idea de ejecutar la
operación en cabo Palos, ha sustituido —por orden del propio
Generalísimo Franco— la de llevarlo a efecto en la rada de
Portman.
Dos veces han sido atacados los buques por la aviación repub-
licana; la réplica antiaérea, briosa e inmediata, ha conseguido ale-
jar los aviones sin que ninguno de los buques haya sido tocado.
También ha abierto fuego contra el Mar Cantábrico una de las
baterías de Poniente.
A bordo del Mar Negro han celebrado una entrevista el almir-
ante Moreno y el general Martin Alonso, asistido ambos de sus re-
spectivos estados mayores. El primero de ellos cursa un radio a
las 20 horas al Cuartel General de Burgos: «Reunidos con general
jefe división 83 y falto aún de información sobre puerto de Port-
man, informo a VE: 1.º Durante todo el día de hoy no me ha sido
posible entablar relación con comandante militar de la plaza
Barrionuevo. 2.º He sido hostilizado por fuego baterías Oeste de
la plaza con tiro preciso. 3.º Baterías antiaéreas de Cartagena
han dado señales de actividad sobre aviación nacional y no
sobre la roja. 4.° Castillo Galeras me informan está en poder
rojo y ha mantenido fuego con castillo San Julián. Ante esta
situación que modifica anteriores, considero como únicas solu-
ciones: 1.º Desembarco en el muelle de Cartagena-arsenal, sólo
posible forzando boca puerto, expuesto a perder algunas
306/410

unidades, y forzando el desembarco en el arsenal, sería bajo pos-


ible fuego armas automáticas de Galeras. 2.º Desembarco en
Portman, con la dificultad de escasez de medios, pues barcos no
pueden atracar y se dispone sólo de dos barcazas que he
mandado reconocer. Según me informa mando división 83, el
desembarco en Portman se realizaría por fuerzas ligeras que en
raid sobre San Julián operarían ocupar Galeras con apoyo
aviación y escuadra para facilitar entrada a puerto resto convoy
y desembarco arsenal. Ruego a VE resolución».

En la punta de la Terrosa, al pie mismo de la batería Parajola,


un destacamento de artilleros está al servicio del potente reflector.
Manda este destacamento el sargento Alfredo Lobo Blanco.
Al anochecer, una de las piezas de la Parajola ha disparado
contra la que, al lado opuesto de la bahía, se halla emplazada
sobre el cerro de Aguilones, que cierra la ensenada de Escom-
breras. Aguilones, que es de las que se mantienen bajo el mando
de Arturo Espa, ha respondido con fuego de contrabatería con
rapidez e intensidad. La distancia que separa a ambas baterías es
de poco más de tres millas. Los artilleros destacados en el reflect-
or de la Terrosa oyen el estampido de salida, el solemne y
amenazador zumbido del proyectil sobre sus cabezas y, en
seguida, la brutal explosión.
La batería de Aguilones, que manda el capitán Mateo Nieto,
está castigando de tal manera las paquidérmicas piezas de la Pa-
rajola, que esta última ha quedado en silencio; es probable que le
haya inutilizado alguno de los cañones.
La explosión de los proyectiles de Aguilones producen el efecto
luminoso de relámpagos mortíferos sobre sus cabezas, en lo alto
del cerro en cuyas faldas se encuentran.
307/410

Permanecen tranquilos, nada les amenaza por el momento, y


si la proximidad del objetivo que están batiendo produce de-
sasosiego, disponen de un refugio excavado en la montaña para
caso de necesidad.
Al sargento Alfredo Lobo no se le oculta cuál es la manera de
pensar de los artilleros, muy jóvenes casi todos ellos, que sirven a
sus órdenes. Varios pertenecen a familias burguesas de Cart-
agena, conocidas por su postura derechista y están destinados a
esta unidad por haberse servido con habilidad de influencias en
evitación de ir al frente. En el regimiento de artillería de costa
número 3, entre jefes y oficiales los ha habido siempre más in-
clinados en secreto al triunfo de Franco que al de la República. Así
se explica que la sublevación inicial de signo anticomunista y diri-
gida contra el gobierno de Negrín haya tomado el carácter fascista
que ahora tiene.
En la Parajola arrestaron al capitán Martínez Pallarés, y
cuando las fuerzas de la brigada 206 han llegado, se han visto ob-
ligadas a restituirle el mando. Estas luchas, los cañonazos que
ahora se disparan, carecen de sentido y razón. Las bajas que están
produciéndose en Cartagena son inútiles, más aún que los demás
muertos de la guerra. Fuera de la bahía se ha concentrado la es-
cuadra fascista y la contienda toca a su fin. La guerra se ha per-
dido. Arriesgarse resulta estéril a pesar de que los comunistas se
obstinen en ello y aun pudiera ser que lo hagan sin otra finalidad
que la de conservar un puerto para la evacuación. Los españoles
están fatigados de tanta guerra, tanta destrucción y mortandad y
ruina. A quienes, en el lado opuesto, forman en las filas de
Franco, debe ocurrirles algo semejante; porque, españoles, lo son
todos.
Los sublevados han perdido algunas de las baterías, pero las
que se mantienen a las órdenes del teniente coronel Espa hacen
fuego contra las que disparan contra los barcos y la aviación
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fascistas. Resulta que estando a tiro buques y transportes no se at-


reven a hostilizarlos. Acabarán desembarcando.
En la noche y en el silencio, que después de los estallidos se
hace más evidente y obsesionante, el timbre del teléfono les
sobresalta como despertador inoportuno y agorero.
—Soy el capitán Martínez. Necesito que dirija el reflector con-
tra la batería de Aguilones; deseo tenerla iluminada.
Los artilleros se han reunido a escuchar la disminuida y dis-
tante voz del capitán de la Parajola. La expresión de sus rostros es
unánime: desaprobación y temor. De enfocarles con el reflector,
Aguilones disparará contra ellos. El luminoso redondel se conver-
tirá en diana con premio de carne propia.
El sargento Lobo se pone en pie y queda un momento pensat-
ivo. Sin necesidad de verlas, adivina las miradas ansiosas de los
muchachos y el anhelo común y compartido de que no cumpla la
orden. Convencido de que si les manda encender el reflector le
obedecerán, es a él a quien corresponde decidir. Los artilleros no
se le insubordinarán. Por lo que a él respecta, indisciplinarse en
acción de guerra lleva aparejado el fusilamiento.
Al tercer machetazo, la correa del motor salta rota.
—Habéis oído, supongo, puesto que escuchabais, la orden que
me han dado. Ya veis cuál es mi respuesta. Cumplir la orden era
inútil, pues tan pronto como hubiésemos encendido y transcur-
rido el tiempo justo de calcular la puntería, de un cañonazo nos
liquidaban.
Las bocas de fuego de Aguilones siguen trabajando contra la
Parajola.
De nuevo, y con mayor motivo esta vez, el timbrazo del telé-
fono les asusta.
—¿Qué pasa ahí, sargento? ¿Por qué no han encendido
todavía?
309/410

—Lo siento, capitán; al ponerlo en marcha, la correa del motor


ha saltado rota. Carezco de repuesto y no hay forma de arreglarla.
—Ahora mismo baja ahí el oficial del CASE para que com-
pruebe las causas de la avería. No hace falta que le recuerde que si
se trata de un acto de sabotaje, le mando fusilar inmediatamente.
Al maestro del CASE no puede engañarle, ni a nadie; que la
correa está seccionada a machetazos lo averiguaría un ciego
palpándola. El sargento Lobo ha tomado la decisión que le parecía
más justa; si la Parajola se obstina en disparar, que lo haga a
oscuras.
Larga se hace la espera. Están atemorizados los artilleros, y
también él, a quien en último extremo, pegarán cuatro tiros para
escarmiento general. Por otro lado, experimenta una punta de
tranquilidad que tiende a equilibrar el temor. A estas horas, si
llega a acatar la orden, los cañones de enfrente les habrían plan-
chado. Y, además, la suerte está jugada.
Alumbrándose con una linterna se presenta el oficial del
CASE. Cuando Lobo comprueba que llega sin escolta armada, se
descarga de una parte del temor. Temía que viniera acompañado
por un pelotón de soldados de la brigada comunista, no sólo con
la finalidad de pasarle por las armas sobre el terreno, sino para
disuadir a los muchachos de cualquier intento de
insubordinación.
—No se moleste en examinar nada. Hablemos claro. La correa
la he cortado yo mismo a machetazos. No dude de mi lealtad a la
República. Ni estoy con los fascistas ni siquiera con los que se han
levantado contra el gobierno, pero encender el reflector y dirigirlo
contra Aguilones hubiera servido para poco, y a nosotros nos hu-
bieran cascado. Ahora suba y cuente lo que quiera.
El oficial del CASE observa a Lobo en silencio. Ni él ni los
muchachos, que sobrecogidos les rodean, son capaces de interp-
retar el sentido de la mirada, ni hostil ni benevolente. Es cierto
310/410

que se encuentra solo, en medio de un destacamento en que se ha


cometido un grave acto de rebeldía y sabotaje, pero el maestro no
parece intimidado.
—¿Dónde está el teléfono?
Jorge Juan Colomer, artillero, de diecisiete años de edad, cart-
agenero, cuya familia está metida de pleno en la rebelión, sigue la
escena con dolorosa expectación. El temor a las represalias no ex-
cluye de su ánimo el vehemente deseo de que las piezas de la Pa-
rajola sean destruidas y que, por contra, las de Aguilones no sean
puestas en peligro.
—Capitán, he examinado esto… No hay duda de que se trata de
avería fortuita. La correa estaba desgastada y al poner el motor en
marcha…
—¿Puedes repararla…?
—Imposible. Hasta que no haya manera de trasladarse al
parque en busca de repuestos, no hay nada que hacer.
—Sube, pues, que aquí tenemos averías más graves.
El oficial del CASE da media vuelta; no se despide. Enciende la
linterna y se aleja cuesta arriba por el sendero que ataja hacia la
Parajola.
Tan preciso es el trazo que señala el silbido del proyectil que
partiendo de una de las piezas de Aguilones cruza la bahía, que
podría seguirse la trayectoria con idéntica precisión que si la bala
fuese luminosa. A la explosión no pueden evitar un movimiento
reflejo; se encogen de hombros.
—Muchachos, metámonos en el refugio, que la noche refresca.
No ocurra que en una de ésas, equivoquen la puntería, que esta
noche parece que no quieran dejarnos descansar tranquilos.

De donde ha llegado la orden nadie ha sabido aclararlo, pero


la orden consiste en ir a recoger un cadáver en las defensas
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antiaéreas que se hallan en el castillo de la Concepción; un subofi-


cial alcanzado por la metralla durante un bombardeo.
Como el plano de la base colocado en el comedor de los subofi-
ciales con finalidad de seguir las operaciones, ha dejado de tener
objeto, a José Navia le han adscrito a los servicios sanitarios del
cuartel de infantería naval, y es ahora uno de los dos camilleros
designados para el servicio.
En la noche se oyen dispersos tiroteos. El otro sanitario se ha
cargado al hombro los palos de la camilla. La luna se refleja en las
aguas del puerto. No llevan armas. ¿Para qué? En primer lugar,
son sanitarios y cumplen un cometido humanitario. En segundo
lugar, a nadie piensan atacar y de nadie defenderse.
El camino que sube al monte de la Concepción está tan ilu-
minado que ven como si de día fuese. Igual les verán a ellos los
sublevados de la base, que vigilan desde las ventanas posteriores.
A cualquiera podría ocurrírsele ensayar la puntería. Aceleran el
paso sin correr, pues la cuesta es empinada y no es prudente
llamar la atención.
—¡Alto! ¿Quién vive?
—¡Gente de paz! ¡Camilleros!
—¿Quién sois?
—Venimos del cuartel de infantería naval número uno, a re-
coger un cadáver. Nos han mandado.
—Podéis seguir…
Descubren un grupo de soldados que se protegen con las som-
bras de unos árboles del parque que cubre la falda del monte. Un
oficial se dirige al grupo de soldados en uniforme de campaña, es
decir, escasamente uniformados con prendas desteñidas, usadas,
y bien armados. Ello se aproximan y escuchan; nadie presta aten-
ción a los sanitarios.
312/410

—… este punto desde el cual dominamos el edificio. No podrán


resistir mucho tiempo. Nadie puede sublevarse contra el gobierno
legítimo sin ser vencido y aplastado. Hemos realizado la opera-
ción con poco esfuerzo y un herido leve; con poco esfuerzo, ca-
maradas, conquistaremos mañana la base. Queda a vuestro
mando el teniente, a quien ya conocéis y en el cual vosotros y yo
confiamos. Nada más, que cada uno cumpla con su deber como
hasta el momento. ¡Viva la República!
El oficial cuyas insignias no distinguen se marcha seguido de
tres escoltas. Debe ser el jefe del batallón.
El teniente que ha quedado al mando del reducido destaca-
mento o posición, da las primeras órdenes de rutina y distribuye
los puestos. Un sargento le pregunta a Navia.
—¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a recoger un cadáver que nos han dicho…
—Sí, allí está. Esperad la autorización del teniente…
Oyen una voz en la oscuridad de alguien que permanece entre
los matorrales.
—Que se lo lleven, porque ahí van a acabar por comérselo los
perros hambrientos que andan sueltos. He tenido que pegarle una
pedrada a uno y a otro apartarle de un puntapié. Más que perros
parecen chacales.
Alguien ha avisado al teniente de la presencia de los sanitarios
y de la misión que les trae.
—Mejor es que os lo llevéis cuanto antes…
Al pasar de nuevo frente de las ventanas posteriores de la base
el temor a los centinelas rebeldes vuelve a asaltarles. Navia
marcha delante; la camilla pesa y el pavimento es desigual. Un
pedrusco de regular tamaño está atravesado en medio del camino;
iluminado por la luna proyecta una alargada sombra. Navia lo
sortea; la camilla impide que lo vea el sanitario que camina a la
zaga. En el momento en que se disponía a avisarle, el sanitario
313/410

tropieza y suelta ambos palos de la camilla. El cadáver cae al bor-


de del camino.
—¡Caray!
Colocan en el centro la camilla y uno por los hombros y otro
por las rodillas alzan del suelo al muerto y vuelven a acomodarlo.
Hasta que abandonan el parque oyen los ladridos de los perros
hambrientos que les siguen, entre las plantas, sin atreverse a salir
al camino.

Los prisioneros del arsenal, el primero de los reductos re-


beldes conquistado, han sido conducidos a pie, cruzando la
ciudad, hasta la prisión de San Antón. Un capitán, que ha entrado
al frente de la compañía atacante, ha ido apresando a cuantos se
hallaban en el recinto, tras hacerles salir de los diferentes edificios
y dependencias, y buscándoles en los refugios donde había
quienes pretendían pasar inadvertidos. Primero les ha hecho
formar y, una vez descargada su rabia con insultos y amenazas,
les ha obligado a levantar el puño y a cantar La Internacional.
En la noche del sábado al domingo salieron de la cárcel de San
Antón los presos políticos de significación derechista o franquista.
Durante la noche y la mañana siguientes, patrullas rebeldes fuer-
on deteniendo a personas adictas al gobierno Negrín y en particu-
lar a los que consideraban sospechosos de adhesión al comunismo
y les condujeron a la misma prisión, en la cual les encerraron.
Llegaron a juntarse poco más de medio centenar porque una vez
repletas las celdas, los demás fueron conducidos al parque de
artillería.
Don Pedro Bernal Martínez, director de la prisión, es hoy uno
más entre los detenidos. Cuando ayer lunes soldados de la brigada
206 se presentaron en la cárcel y le obligaron a abrir las puertas
para poner en libertad a los presos negrinistas o comunistas, se
314/410

vio obligado a hacerlo. No tardó la prisión en llenarse de nuevo;


esta vez eran sublevados o sospechosos de haberles apoyado a
quienes se encerraba. El número de detenidos es tan elevado, que
a despecho de la probada elasticidad del aforo de las prisiones,
distribuyen a los prisioneros que van haciéndose en la ciudad por
cuarteles habilitados como cárcel o los alojan en un grupo escolar
ubicado en el mismo barrio que la prisión del partido. Y en los
barrios o pueblos de la periferia se han habilitado más prisiones.
El mayor Artemio Precioso, que sigue operando con su sola
brigada y los blindados de Archena, permanece atento a las
maniobras de los buques enemigos, que se mantienen a pocas
millas de la costa y, en consecuencia, concentra su interés en pre-
sionar sobre las baterías. El comandante de artillería Caídos Mira,
que colabora con el mayor Precioso, acentúa su empeño en
apoderarse de la batería de Cenizas que domina Portman, ensen-
ada que según los indicios es donde pudiera iniciarse el desem-
barco. En caso de que intenten ponerlo en práctica, si Mira
dispone de artillería útil y de personal apto para manejar las
piezas, hará que se frustre la operación.
La ciudad la tienen dominada. La resistencia de los encastilla-
dos en el parque es mínima y supeditada a la llegada de auxilios
por mar. Lo mismo sucede con la base. En ataque nocturno, al cu-
al se ha opuesto muy escasa resistencia, una compañía del capitán
Regalado se ha apoderado del monte y castillo de la Concepción,
desde cuyas laderas domina el edificio por la parte trasera.
Recurriendo a la colaboración de obreros cartageneros del
ramo de luz y agua y a especialistas de la misma brigada, han
cortado el suministro de energía eléctrica a los dos reductos que
los rebeldes conservan en la ciudad, lo que les sitúa en inferiorid-
ad para la organización interna durante la noche y les imposibilita
de servirse de emisoras o simples receptores de radio que pudier-
an utilizar para comunicarse o para tener noticias. También
315/410

controlan los teléfonos. En la central de la Compañía telefónica,


en la plaza de San Francisco, o de la Pasionaria, se ha instalado un
piquete de guardias de asalto que manda el capitán Navarro, envi-
ados desde Murcia por el gobernador.
Virgilio Llanos, que al igual que Joaquín Rodríguez se
presentó vestido de paisano, pues habiendo regresado de Francia
con los jefes militares y comisarios pertenecientes al partido
comunista del ejército del Ebro, se hallaban ambos a la expect-
ativa de destino y sin mando de tropas, mantiene contacto con
Precioso, visita los escenarios de la lucha y colabora con el comis-
ario de brigada.
El teniente coronel Rodríguez se muestra preocupado por la
situación política. Ha conseguido comunicar con Pedro Checa,
secretario de organización de partido y una de sus cabezas privile-
giadas. Le ha confirmado, añadiendo detalles, que el gobierno
Negrín ha abandonado y que también lo han hecho Pasionaria,
Cordón y algunos otros. Que está celebrándose una reunión del
comité central, y que puede anticiparle que las instrucciones del
partido son precisas: continuar las operaciones de Cartagena y
terminarlas. El auxilio de las dos brigadas de la 10.ª división es
inmediato. Que deben ser acatadas las órdenes del Consejo de De-
fensa constituido en Madrid y evitar cualquier conflicto o choque
con las nuevas autoridades. Lo importante es que una vez
aclarada la situación, la 10.ª división quede acantonada en Cart-
agena y su zona; tal es la conveniencia del partido en el momento
crítico por el cual se atraviesa y en vistas a la posible evacuación
de sus cuadros.
La situación está escapándosele de la mano al teniente coronel
Espa. Durante la noche, los buques nacionales permanecen a os-
curas. Los mensajes no reciben contestación. Quizá sea porque los
buques no deseen denunciar la posición que ocupan
316/410

respondiendo a las señales luminosas. El duelo artillero entre


Aguilones y Parajola no dejará de inquietarles.
Noticias de algo de lo que ha sucedido por la tarde en Portman
le van llegando a Espa. El patrón del remolcador R-12, ha
trasmitido a los carabineros de Portman y a los pescadores la or-
den de la escuadra de que reúnan barcas de pesca, botes, gabarras
de las que sirven para el transporte y carga del mineral y cuantos
elementos flotantes sea posible, para que las tropas puedan desde
los barcos trasladarse a la playa. A patrones de pesca y pescadores
experimentados se los han llevado en el remolcador para que lleg-
ado el momento sirvan de prácticos y guías.
A la batería de la Chapa le ha pedido Espa que le envíe un bote
o embarcación cualquiera para trasladarse a la escuadra o enviar
a los buques un emisario de confianza, Calixto Molina, por ejem-
plo, que a su fortaleza física para bogar une natural desparpajo, y
exponerles la situación exacta en que se hallan las baterías y
hacerles presente que, por encima de las dificultades, todavía se
está a tiempo de efectuar el desembarco a condición de que no se
demore.
El cabo Morcillo y un artillero se han presentado en cabo de
Agua con un bote de remos. Espa redacta un detallado informe
para que en la escuadra posean elementos suficientes de juicio.
Imposible salir a la mar en tan frágil embarcación, a oscuras care-
ciendo de datos sobre la situación precisa de los buques. Habrá
que esperar a las primeras luces del alba; esperar, esperar más.
Por medio de un teléfono de campaña conectado al hilo gener-
al, el comandante Carlos Mira se dirige a los artilleros de la bater-
ía de Cenizas conminándoles a la rendición. A despecho de que le
hayan suplantado o destituido de su calidad de jefe intenta hacer
valer su autoridad y prestigio. Firme en su proyecto,
aprovechando la oscuridad, llega hasta las proximidades de la
batería suponiendo que su intervención personal persuadirá a sus
317/410

antiguos subordinados, usando de promesas y amenazas, de que


se reintegren a la legalidad, eliminando o neutralizando a los re-
beldes contumaces. Oculto y protegido por una peña llama la
atención del centinela y se da a conocer. El centinela le prohíbe el
paso y se niega a cualquier diálogo. Mira renuncia a los métodos
de persuasión. Soldados que estaban distribuidos por las inme-
diaciones, van situándose al amparo de la oscuridad, en los
lugares a los cuales él mismo les conduce. Mañana servirán de
puntos de partida para el ataque.
Esta noche la aviación republicana bombardea Portman y su
zona en repetidas ocasiones. Los sublevados de Cartagena, al
igual que las tropas que los atacan, están convencidos de que la
decisión final está en manos de las fuerzas que indecisas per-
manecen embarcadas a escasas millas de la bocana del puerto.

Desde su cuartel general del ministerio de Hacienda, en Mad-


rid, el coronel Segismundo Casado, consigue ponerse al habla con
el teniente coronel Joaquín Rodríguez. Las noticias que sobre la
situación de Cartagena tienen los del Consejo Nacional de De-
fensa son contradictorias y pecan de optimistas.
Rodríguez, siguiendo las instrucciones del partido transmiti-
das por Pedro Checa, le da seguridades a Casado de que con inde-
pendencia del carácter político de la división que opera sobre
Cartagena, se colocan a las órdenes del único poder constituido en
territorio republicano. Le da cuenta del desarrollo de las opera-
ciones y de la inminente reducción de los focos rebeldes, salvo
caso de desembarco enemigo.
Por su parte, el Consejo de Defensa ha nombrado al coronel
don Joaquín Pérez Salas, uno de los jefes republicanos de mayor
prestigio, jefe de la base y le ha dado orden de que, apoyado por la
brigada 78 se desplace a Cartagena para poner fin a la sublevación
318/410

y al mismo tiempo controlar la plaza en nombre del Consejo y en


previsión de cualquier actitud de indisciplina por parte de las tro-
pas y jefes comunistas.

Los improvisados tripulantes del submarino C-2, cuando


emergen advierten contrariados que se hallan en aguas de Cart-
agena, en plena bahía y bajo una luna que les hace visibles. Las
baterías eléctricas de reserva para la propulsión, estaban
descargadas.
Descubiertos al salir a la superficie, por segunda vez son
cañoneados. En nueva y precipitada inmersión, a causa de la im-
pericia o del desplazamiento de agua de uno de los proyectiles, el
sumergible se coloca en posición tan oblicua que se aproxima a la
vertical. Cuantos van en el interior se agrupan en la popa para
contrapesar con sus cuerpos y recuperar un ángulo de inmersión
menos peligroso. Lo consiguen; las aguas se convierten para ellos
en camuflaje y parapeto.
Algunos conflictos se han producido entre las diversas perso-
nas que han buscado la salvación en el reducido ámbito del C-2.
Lorenzo Pallarés, que es artillero naval, no puede maniobrar con
eficacia ni navegar en alta mar. Por imperativo de las circunstan-
cias, Luis Monreal, que aunque también artillero procede del
cuerpo general, se ve obligado a dirigir el rumbo de la nave y a
ejercer su mando en cuanto a navegación. El comandante de má-
quinas, Celso Pérez Puente, se afana en que el C-2, a pesar del mal
estado de la maquinaria, logre cumplir su cometido.
Decididos a afrontar el riesgo, y de nuevo en la superficie,
siguiendo rumbos zigzagueantes consiguen escapar del área
batida por las baterías de costa de Espa, que siguen creyendo que
es un sumergible enemigo que intenta atacar a la escuadra
nacional.
319/410

Lorenzo Pallarés y sus parciales están en mayoría. Sublevados


en el arsenal contra el gobierno de Negrín, han mantenido comu-
nicación con el cuartel general de Franco a cuyas órdenes se han
puesto. Su intención es dirigirse a Palma de Mallorca u otro pu-
erto de la isla y presentarse allí a las autoridades nacionales. El re-
ducido grupo cuya figura más caracterizada es Luis Monreal, se
opone. Pretenden poner rumbo a Alicante o Valencia y present-
arse a las autoridades republicanas.
—Si vamos a Palma —exclama Monreal— a mí me fusilan.
—Y si desembarcamos en Valencia, a quien fusilan es a mí.
La oposición, que se degrada en argumentos vacilantes, adu-
cidos por Luis Monreal, apoyado por el capitán Argüelles, es ven-
cida con razones dialécticas que no pueden convencerle pero que
son avaladas por la razón práctica de la superioridad numérica de
los partidarios de Pallarés.
—Tú conduces el submarino a Palma; una vez allí haremos lo
posible y lo imposible para que nada malo te ocurra.
—No tengo opción; sois los más fuertes…
Los fugitivos del arsenal obedecen a Luis Monreal; es él quien
puede conducirles a donde los más desean y a donde los menos no
querrían llegar. El C-2 endereza el rumbo. Pallarés se muestra
preocupado; por paradójica contradicción la suerte común queda
a merced de la voluntad de Monreal.
—He de advertirte algo, Luis. Si cuando estemos cerca de la
costa veo que nos has conducido a Valencia o a cualquier otro pu-
erto republicano en lugar de a Mallorca, aun sintiéndolo mucho,
te mato.
—Me he comprometido a llevaros a Palma y he empeñado mi
palabra. Lo haré por encima de mis convicciones y del riesgo que
corro.
DÍA 7…
La noche en el parque de artillería transcurre con incer-
tidumbre que predispone al desaliento. Las tropas nacionales no
han desembarcado. El pesimismo se abre camino y algunos de los
que acudieron por voluntad al parque, consiguen desaparecer con
sigilosa prudencia. El cansancio y la tensión nerviosa sostenida a
lo largo de inacabables horas, la incomunicación en que se ven
sumidos, contribuyen a socavar los marchitos entusiasmos.
El comandante Lombardero se aplica a la reparación de algun-
os mosquetones desechados por inservibles.
Arrecia el fuego a medida que la noche avanza, y la oscuridad
en que se hallan sumidos desde que les han cortado la electricidad
añade un nuevo elemento al desconcierto. Han tratado de ilu-
minarse utilizando los motores de los camiones; han conseguido
escasos resultados prácticos. Faroles de petróleo que se hallaban
olvidados en los almacenes alumbran con notoria insuficiencia
corredores y dependencias. La última tentativa para restablecer la
comunicación con el exterior ha fracasado. Tres jóvenes falangis-
tas: Rodríguez Casaú, Pérez Milá y Cánovas, se han ofrecido para
intentar llegar a la Compañía telefónica y Antonio Castillo es
quien va a conducir el automóvil que les lleve. Al abandonar el
parque los oídos atentos han escuchado algunos disparos y el
ruido del motor que se alejaba hasta perderse. Las líneas telefón-
icas continúan sin funcionar. De los expedicionarios nada se ha
sabido en el parque.
En los últimos momentos de la noche se presiente un ataque.
Ametralladoras emplazadas frente a la fachada principal la baten
322/410

con monótona terquedad. Aumenta el número de bajas, el doctor


Bermejo, superando la penuria de material sanitario, se ocupa de
las curaciones de los heridos con la colaboración de otro médico
que se hallaba entre los prisioneros. Algunos tiradores abandonan
las ventanas más castigadas por el fuego enemigo y Lombardero
les requiere para que se reintegren a sus puestos. Nadie con-
seguirá evitar que la defensa se debilite.
Con las primeras luces, los atacantes redoblan su actividad y
una de las tanquetas situada frente a la puerta rompe el fuego con
su pequeño cañón. Varios disparos y la puerta se derrumba.
Soldados de la brigada 206 irrumpen en el recinto del parque de
artillería. El desconcierto y el desánimo en contraposición con la
briosa seguridad de los atacantes esterilizan cualquier tentativa de
resistencia. Penetran en los patios, en las dependencias; van
haciendo prisioneros a cuantos encuentran. Resulta difícil
averiguar quiénes son los sublevados y quiénes los que tenían det-
enidos. Carreras, voces, insultos, vivas, amenazas. Nuevas puertas
de las que dan al exterior son abiertas; nadie sabe quién lo ha
hecho. Más soldados que penetran. En pocos minutos los asalt-
antes dominan la planta baja.
Al capitán Ródenas y al soldado Juan Pedreño, que permane-
cen en el piso superior donde se halla el despacho del coronel, les
encomiendan una última misión. Utilizando las bombas fabrica-
das por el maestro artificiero con latas cargadas de explosivo y
metralla volar la escalera que comunica el piso con la planta baja.
Juan Pedreño, que el sábado se vino en bicicleta desde Murcia
con el ánimo de pasar dos días con su familia, se ve ahora con
unas bombas caseras en las manos, poseído de la casi certidumbre
que si les prenden la mecha ellos mismos volarán con la escalera.
Ródenas se ha adelantado renqueando hasta el primer descansillo
de la escalera, desde cuyo recodo domina el tramo inicial de la
misma. En la planta baja gritos de «¡Viva la República!»
323/410

«¡Mueran los traidores!» Dos faroles de petróleo medio iluminan


el largo corredor y el hueco de la escalera. La luz del día apenas
añade claridad a este corredor cuartelado a través de los vidrios
polvorientos de unas puertas que comunican con la terraza.
Ródenas, que se ha retraído y está encendiendo el chisquero
para prender la mecha de una de las bombas, le hace a Pedreño
precipitados gestos para que se retire o cubra. No tiene por donde
escapar; se arroja de bruces junto a uno de los ventanales en lugar
protegido por las sombras que dan las luces de petróleo confun-
diéndose con la claridad del día. Tres disparos, uno de los cuales
le pega a Ródenas en el vientre, obligan a Pedreño a pegarse al en-
tarimado. El capitán se dobla y derrumba sobre los escalones de-
jando caer las granadas y el chisquero encendido. Un oficial de la
206, seguido de un sargento y de unos soldados armados, dos de
los cuales alumbran con faroles que acaban de coger en el al-
macén, se asoman al rellano. Pedreño ha perdido de vista a Róde-
nas pero le adivina muy próximo, herido o muerto. Por el lado op-
uesto aparece el coronel Armentia del ángulo que hace al fondo el
corredor. Despeinado, con el cuello de la guerrera abierto, la
mirada desorbitada, avanza con paso resuelto en dirección a la
patrulla. En la mano derecha aprieta la pistola de reglamento.
Cuando va a alzarla para disparar contra los soldados que suben
los últimos peldaños, una descarga le abate. Da unos traspiés y se
desmorona sin soltar la pistola. Uno de los disparos le ha acertado
en la cabeza.

Los buques de la escuadra, en la neblina que precede a la


salida del sol, se insinúan confusos y lejanos; más que vérseles se
les adivina. Calixto Molina desciende por la vereda que desde el
puesto de mando conduce a la ensenada donde ha quedado
varado el bote que trajeron de Portman. Bogando llegará hasta el
324/410

más próximo de los buques para darles cuenta de la situación y


pedirles que no demoren el desembarco, pues no pueden
aguantar más el dominio sobre las baterías y va a frustrarse la op-
eración y con ella el esfuerzo y sacrificio de quienes en Cartagena
se han sublevado.
Según conjetura Arturo Espa, la situación en la plaza tampoco
debe ser favorable a los sublevados cuando los atacantes se sien-
ten capaces de desplazar fuerzas hacia el extenso espacio en que
las baterías de costa se hallan distribuidas. El sargento Molina, re-
publicano rabioso el 14 de abril de 1931, masón según se rumorea
en Cartagena, en estas horas amargas o ilusionadas se ha com-
portado con él como amigo fiel y decidido; compañero y subor-
dinado al par.
Desde la batería de la Chapa llaman al puesto de mando de
cabo de Agua.
—Los cerros próximos están llenos de soldados dispuestos a
atacarnos. Carezco de mosquetones suficientes…
—Colocáis las piezas a cero y disparáis sobre ellos. Entregad
los mosquetones a quienes tengan mejor puntería. ¡Disparad!
Comienza a definirse la mañana del martes. Desde la mad-
rugada de ayer han agotado las raciones de tabaco. Los ceniceros
aparecen repletos de colillas y por el suelo están muchas despar-
ramadas. Tentaciones darían de aprovechar el tabaco no quemado
y liar unos cigarrillos, como hacen algunos artilleros a los que la
ración no les alcanza a terminar la semana. Desde el sábado en las
primeras horas de la noche en que llegó a este puesto de mando,
no ha dormido y apenas comido. Nervios y tabaco le sostuvieron
en pie; ya ni tabaco le queda. No puede ceder una pulgada al
cansancio ni al desaliento, ni permitir que la atención se distraiga
o la vigilancia se relaje.
325/410

—¡Espa! —grita Macián—. ¡Otra vez llaman de la Chapa; es el


artillero que atiende el teléfono!
—¿Qué ocurre ahí?
—Nos han copado; rodean la batería. ¡Se disponen a entrar…!
—¿Habéis inutilizado las piezas, por lo menos?
—No han tenido tiempo, mi teniente coronel, ha ocurrido muy
aprisa, están aquí mismo y ahora nadie se atrevería… ¡Están aquí!
¡Cuelgo!
Otra batería perdida. Las posibilidades de desembarco dis-
minuyen por hacerse más peligrosas las condiciones en que
tendría que llevarse a cabo. Ha fracasado la coordinación. Él ha
mantenido muchas horas las baterías bajo su autoridad.
—El comandante Faguás trasmite noticias de la batería de
Cenizas…
—¡Espa! Estamos completamente rodeados, en este momento
entran.
—¡Resistid a tiro limpio! ¡Nos lo jugamos todo, Faguás…!
—Los tengo aquí dentro. Detienen a los artilleros que se en-
tregan. Algunos se unen a ellos y les abrazan. No tardarán en
venir a buscarme a mí…
—¿Habéis destruido las llaves?
—… no… no hemos podido…
—¡Coooño! ¡Te había dado la orden…!
—¡Espa! ¡Escucha! Escucha, que voy a tener que interrumpir
la comunicación. ¡Están aquí ya! No podíamos hacer fuego ni de-
fendernos con eficacia; matar o herir a un par de ellos resultaba
inútil… Lo que sí he hecho es desajustar la dirección de tiro…
hasta que lo adviertan no podrán hacer puntería… ¡Adiós! Corto…
Espa se pone en pie. Se ha derrumbado la resistencia. Están
perdidos. Si Calixto Molina entrega el parte que ha redactado y en
el cual se precisa la situación tal como se presentaba al amanecer,
326/410

suministrará a la escuadra informes que han dejado de ser


válidos.
—¡Nieva! ¡Corre y manda al sargento Molina que regrese, que
no vaya a la escuadra! Si ha despegado de la costa le llamas a vo-
ces, o por señas, como puedas, y que vuelva.
—El desembarco resultará imposible. Las baterías abrirán
fuego contra los transportes y puede ocurrir una hecatombe.
—Trate de establecer comunicación con el alférez Saavedra y
con las demás baterías de cabo Tiñoso…
Las baterías de cabo Tiñoso no responden a las llamadas
ópticas y el silencio permite suponer que se han perdido.
Cuando el capitán Mateo Nieto telefonea desde Aguilones,
comunicando que se halla rodeado de tropas enemigas que se
disponen a atacarles, Espa ha renunciado a cualquier esperanza.
La resistencia con unos cuantos fusiles no impediría el asalto;
hacer correr sangre no servirá más que para aumentar el
ensañamiento.
—¡Rendíos! Es inútil resistir. ¡Os machacarán sin provecho
para nadie! Esto se ha acabado, Nieto…
El capitán Macián, ayudante del regimiento y Marín Gasca es-
peran su decisión.
—¿Qué haremos ahora, nosotros?
Redacta un parte: «Baterías ocupadas por fuerzas comunis-
tas. No podemos responder de su seguridad».
—Que lo trasmitan ahora mismo por heliógrafo. Es lo único
que podemos hacer. En cuanto a nosotros, somos un puesto de
mando sin baterías; nada entre dos ceros… Que formen los artil-
leros y que se trasladen a la batería de Aguilones y allá que pro-
curen mezclarse y confundirse con los demás prisioneros. Y tú,
Marín, deberías hacer lo mismo. Allá puedes pasar inadvertido;
por el momento desconocen tu actuación junto a nosotros; no
creo capaz a ninguno de los muchachos de señalarte.
327/410

Nieva regresa corriendo; lleva en la boca la pipa apagada.


—¡Ahora viene Calixto Molina!
—Tú, Nieva, vete con el sargento Marín. Lo siento, hemos per-
dido… ¡Que Dios os proteja!
—Yo me quedo con usted…
—Marcha y procura que te confundan con los demás artilleros.
Nosotros trataremos de escapar por otra parte. Destruid antes los
teléfonos y aparatos, que por lo menos no puedan ser utilizados
contra la escuadra.
En la puerta del puesto de mando destaca la figura de Calixto
Molina. Le cuelgan fatigadas las manos, inclina la cabeza. No se
decide a entrar.
—Al ver que trasmitía el heliógrafo me he acercado. Me han
comunicado las últimas noticias. ¡Qué desastre!

Algunos de los infantes de marina que hacen plantones suces-


ivos en el corredor del piso alto de la base, se muestran comunic-
ativos y comentan con el «periboche» las escasas noticias que se
filtran hasta el interior del edificio asediado, noticias por lo
común confusas e inciertas.
Para el consejero ruso y sus auxiliares transcurren las horas
apacibles; nadie les molesta si bien han tenido que desplazarse de
uno de los despachos que da al exterior, de cuyas ventanas los vid-
rios han saltado a balazos. El tiroteo no es violento, pero sí con-
stante, y ha remitido durante la noche. Las explosiones más
fuertes y próximas saben que corresponden a las tanquetas, y en
cuanto a los cañonazos de las grandes piezas de costa no con-
siguen formarse idea de qué combate haya podido desarrollarse
durante la noche.
Al comandante Solís le llegan las noticias a través de las con-
versaciones que sostiene con el intérprete argentino. A pesar de la
328/410

curiosidad que le domina no le conviene asomarse para no ser de-


masiado visto y porque las balas no distinguen a amigos de en-
emigos. Vestido con la cazadora de cuero que le han prestado y to-
cado con la boina, a pesar de que alguien le vea es difícil que se
preocupe de identificarle; anda todo tan revuelto que nadie se
preocupa de él. Después de tantas horas comienza a acostum-
brarse a una situación absurda como es la de semioculto y semi-
prisionero en un edificio asediado y tiroteado por sus propios ca-
maradas, en compañía de unos agregados soviéticos para compli-
carlo más.
No han oído acercarse al capitán Alarcón, que le ha sorpren-
dido y reconocido.
—¿Qué haces aquí, tú?
—¿Qué hago? ¡Ya me dirás! Menos mal que encontré escondite
la noche de marras…
—Te voy a dar un consejo; la cosa se pone mal y el ataque se
generaliza. Les tenemos detrás en el monte de la Concepción. No
pensamos rendirnos, pero tenemos pocas armas y menos muni-
ción. Yo ando haciendo registros por los despachos para ver si en-
cuentro pistolas o algún mosquetón o naranjero… y en especial
cartuchería. En estos de la jefatura de servicios he hallado pistolas
y munición que se olvidaron los de Semitiel. Creo que van a atacar
fuerte y antes a cañonearnos desde alguna de las baterías. Baja
conmigo y te metes en uno de los refugios excavados en la ladera
de la montaña, allá estarás seguro contra los tuyos…
—Pero es que cuando me detuvieron, vi a la gente muy
excitada…
—Ahora están ocupados en defenderse… ¡vete al refugio, que
nadie te dirá nada! En cualquier caso contestas que estás allí por
orden mía.
329/410

Aprovechando la confusión Juan Pedreño, que ha abandonado


las granadas en el corredor, consigue salir por el ventanal que da a
la terraza y escapa por ella hasta encontrar una escalera de servi-
cio que desciende al patio.
La agitación en los patios y dependencias se le presentan como
posibilidades abiertas a la esperanza. Soldados, guardias, carabin-
eros, marineros, paisanos detenidos, paisanos, marineros, cara-
bineros, guardias, soldados que acusan o se exculpan, oficiales,
suboficiales, comisarios. A los que han entrado de la brigada 206
se les distingue por el uniforme de campaña.
Están clasificando a los recientes prisioneros y procuran sep-
arar a los sublevados, fascistas o sus colaboradores, de aquellos
que fueron llevados al parque a la fuerza. Gritos, insultos, car-
reras, golpes, protestas, delaciones. Intenta confundirse con uno
de los grupos que él supone formado por los menos compro-
metidos. El deseo de salir de aquí, de esconderse para escapar a
las represalias que van a producirse le permite abstraerse de lo
caótico y desagradable del espectáculo. Un hombre vestido de
paisano a quien no conoce, le agarra con violencia y le segrega del
grupo al cual se había añadido.
—¡Éste es uno de los fascistas!
Dos soldados armados de fusil le aíslan y vigilan. Fatigas y
emociones le sumergen en un estado de sonambulismo no exento
de lucidez. Observa a los que están en el patio, a los que traen, a
conocidos y compañeros, a los que tuvieron detenidos en las
naves y el gimnasio, que se comportan de diferentes maneras; a
policías, a marinos, a suboficiales, a quienes acobardados pre-
tenden congraciarse, a los indiferentes o arrogantes, a los iracun-
dos, a chivatos por convicción y a chivatos por miedo.
330/410

Los soldados que le custodian se apartan para separar a dos


que pelean. Pedreño va desplazándose hasta conseguir incorpor-
arse al grueso de los prisioneros. Los que le vigilaban distribuyen
unos culatazos y se desentienden de él.
A los oficiales y comisarios de la brigada 206 no les resulta
posible establecer orden y averiguar en este hormigueante caos
quién es quién.
—¡A formar todos! ¡Salgan a fuera!
Recomienza la discusión, los cambios de lugar, las impreca-
ciones, los gritos.
—¡Baaaaasta! ¡En filas de a tres! ¡Todos, sí señor, todos!
¡Fuera haremos la clasificación!
—¡A cubrirse! ¡Silencio he dicho!
—¡Usted también!
—¡Yo le conozco!
—Luego veremos. ¡A la fila!
—¡Deee freente! ¡Maaar!

La línea telefónica que comunica el castillo de la Concepción


con la base no ha sido cortada. La base, último reducto donde se
mantienen los rebeldes, es una excelente posición; resultará difícil
de conquistar y no podrá hacerse sin bajas. Por la fachada
delantera la tienen batida, lo mismo que por los flancos, pero los
defensores, parapetados tras las ventanas se obstinan en la resist-
encia. La puerta principal, muy amplia, está hecha añicos, pero ni
pueden penetrar las tanquetas ni lanzarse al asalto la infantería.
Los somieres que apilaron ayer los defensores, por efecto de los
cañonazos que le han disparado se han convertido en una masa
trabada y elástica que inutiliza cualquier esfuerzo y posibilidad:
un eficaz parapeto. Por la parte de atrás, desde el monte de la
Concepción se baten a placer los pisos altos correspondientes al
331/410

dorso del edificio sin que los hombres de Fernando Oliva dejen de
responder a los disparos. El desnivel del terreno dificulta cu-
alquier maniobra por ese lado.
La situación se prolonga y urge resolverla para que la ciudad
quede pacificada antes de que se presenten autoridades nombra-
das por el Consejo de Defensa de Madrid. También, si llegara a
producirse un desembarco fascista, cada vez menos probable, hay
que evitar que cuenten en la ciudad o en su zona con ninguna
cabeza de puente.
De las baterías de costa que han ido recuperándose, a decir de
los oficiales artilleros adictos al comandante Mira, unas pueden
utilizarse y otras no. Hay que reparar desperfectos, reponer piezas
y rectificar aparatos de tiro.
El mayor Artemio Precioso apremia al capitán Regalado para
que se apodere del edificio de la base y le ha enviado como re-
fuerzo compañías del batallón 823, que había quedado en reserva.
—¡Que se ponga ahora mismo al teléfono Femando Oliva!
—¿Quién le llama?
—Dile que hablo en nombre del jefe de las fuerzas que operan
en Cartagena, en nombre del único poder legal. ¡Que se ponga
ahora mismo al teléfono o lo vais a pasar mal!
—¡Espere!
Cientos de prisioneros son el desastroso balance de la in-
sensata aventura; su traslado, clasificación y vigilancia distraen a
muchos hombres de la brigada 206, si bien colaboran con ellos
guardias de asalto y soldados dispersos del 7.º batallón de reta-
guardia que han ido reagrupándose y elementos de otras unidades
que con escasos efectivos se reconstruyen. Y hay muertos y
heridos; también ellos han sufrido bajas; menos de las que temi-
eron a] principio.
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No puede empecinarse en una resistencia a ultranza un


marino como Fernando Oliva que ha servido lealmente a la
República. Mantener la resistencia no tiene significado ni conduce
a resultados prácticos.
—Don Fernando no quiere ponerse al aparato. Pregunta qué
queréis.
—Que os rindáis ahora mismo. Si no atendéis esta con-
minación no se os dará cuartel por traidores y fascistas. Le comu-
nicas a tu jefe que si tomamos el edificio por las armas recibiréis
el trato que merecéis. En caso de rendición, os respetaremos la
vida. Dile también a tu jefe que los fascistas del parque están pri-
sioneros y que el edificio lo hemos asaltado. Que desde ayer es
nuestro el arsenal y la ciudad entera se halla pacificada. Y, añade,
que a primera hora de la mañana han caído en nuestro poder las
baterías. ¿Te parece poco aún?
—La escuadra de Franco va a desembarcar…
—¿Sí, eh? ¿Dónde están los barcos? ¿Los ves acaso tú,
granuja? Puedes esperarlos sentado. Plan huido y os han aban-
donado. Y si se aproximan, les hundiremos.
—Pues don Fernando dice que nosotros no nos rendimos.
Han colgado el aparato y no responde a nuevas llamadas.
—Vete y dile al comandante que estos tíos no se rinden; que
habrá que tomar el edificio a puro huevo.

Vestido de paisano, abrigado con una trinchera, se ha


presentado en el puesto de mando del mayor Precioso, su amigo
Fernando Claudín, dirigente de las JSU y miembro de su comité
ejecutivo. Desde Elda a Cartagena el viaje ha sido accidentado:
con suerte favorable y astucia ha sorteado los riesgos de ser deten-
ido por las fuerzas del Consejo de Defensa, por los guardias de
asalto, por carabineros. Fernando Claudín es un luchador avezado
333/410

a los azares de cualquier tipo de acción y ha venido a informar en


nombre del partido, de las Juventudes y en el suyo propio, al
comandante de la brigada 206, única unidad importante que
hasta este momento lucha en Cartagena.
—Hace unas horas, pasada la medianoche, ha terminado la úl-
tima reunión del comité central, con asistencia de los miembros
del buró político que estaban allí y de las Juventudes. De inmedi-
ato ha comenzado la evacuación. Hidalgo de Cisneros tenía los
aviones preparados y la reunión ha tenido lugar en el mismo aer-
ódromo de Monóvar.
—De que el gobierno se había marchado tenía noticias.
—Ayer, a última hora de la mañana. Y ayer también, marchar-
on Dolores, Stepanov, Monzón, Jean Catelas que es un diputado
francés, Moreno y… Cordón. Con ellos Alberti y María Teresa
León.
—¿Y de qué se trató en la reunión?
—En resumen, de lo siguiente: que habiendo abandonado el
gobierno el país, la única autoridad que quedaba era el Consejo de
Defensa y ello a pesar de que su constitución fuera ilegal y, lo que
es peor, que se proponen gestionar la paz a cualquier precio. Que
el partido, que siempre ha propugnado por la unidad entre los an-
tifascistas no podía emprender una acción militar, una guerra
civil dentro de la guerra civil, que por tanto se hacía necesario de-
jar la responsabilidad de poner fin a la guerra a Casado y su gente.
Que la misión del partido a partir de ese momento sólo puede ser
la de salvar el mayor número posible de sus cuadros…
—Entonces, ¿la guerra se da por terminada, por perdida…?
—Nunca una guerra termina en la última batalla. Nada puede
hacer el partido en estas circunstancias. Acordaron también que
nos quedáramos Togliatti, Checa y yo. Jesús Hernández no asistió
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a la reunión y tampoco ha evacuado, por lo tanto. Y quedan otros


camaradas con distintas misiones, que se reducen a dos. La prin-
cipal es la evacuación, en cuya obra la 10.ª división tendrá un pa-
pel preponderante. La segunda es la organización clandestina
para continuar la resistencia una vez ocupado el territorio; de eso
quiere ocuparse Checa, con Larrañaga y otros. En fin, no es cosa
que nos afecte de manera directa.
—¿Y quiénes se han marchado?
—A estas horas no quedará nadie, o casi nadie. Te daré
nombres. Moix y Uribe para empezar. Hidalgo de Cisneros y
Modesto, cuya mujer por cierto ha quedado en Alicante y no sabe
qué ha sido de ella. Tagüeña ha ido a buscarla con Francisco
Gullón y otros. No la han encontrado, estaban con ella el capitán
Loriente y varios oficiales del ejército del Ebro. ¿Sabías que a
Etelvino Vega, a quien enviaron de gobernador militar de Alic-
ante, le han detenido los partidarios del Consejo?
—No, aquí no llegan apenas noticias…
—Bueno, además de Modesto se han marchado, Líster, Delage,
Irene Falcón, Fusimaña Fábregas, Tagüeña, Mateo Merino, López
Iglesias, Castro Delgado, José Sevil, Romero Marín, López Tovar.
Irene Falcón, es quien se ha encargado de establecer las listas…
En fin, cuantos cabían en los aviones: dos bimotores de la LAPE
que irán a Francia y un «Dragón» que por no permitírselo su
autonomía de vuelo se dirigirá a Orán. A Orán fueron Dolores,
Cordón y los de ayer por la mañana. Podría explicarte muchas co-
sas y te las iré contando, por ejemplo, que a los dos catalanes del
ejército del Ebro, Soliva y Fusimaña, no les habían incluido en las
listas y eran de los que habían regresado de Francia, que Delage
repartió algunas monedas extranjeras para que puedan parar el
golpe al llegar a Toulouse o a Orán, que la llegada de un camión
con guerrilleros de los que custodiaban el campo, nos dio un
335/410

susto, pues creímos que eran fuerzas que el Consejo mandaba


contra nosotros.
—¿Y cómo acabó la reunión?
—Acuerdo por unanimidad. Al terminar, Togliatti se dirigió
primero a Modesto, después a Líster, y les preguntó si en su opin-
ión el partido había desaprovechado alguna ocasión de ejercer el
poder. Contestaron negativamente. Se cantó La Internacional. Yo
creo que consideradas las circunstancias y en cualquier estado de
ánimo personal, lo que deseaban era marcharse, puesto que la
amenaza era cierta y ninguna misión a cumplir tenían…
—¿Y qué nos queda por hacer?
—Contemporizar con el Consejo de Defensa; no buscar conflic-
tos con las autoridades que nombre para Cartagena, y que la 10.ª
división, que quedará acantonada en la zona, acoja a los camara-
das que vayan presentándose, ponga discreta vigilancia sobre los
medios de evacuación; barcas de pesca, buques, campos de
aviación, aparatos. El partido enviará barcos para evacuar a los
militantes que deban abandonar España. Una labor discreta y
tenaz que exigirá diplomacia y paciencia.
—Esto está casi terminado. Nos aprestamos a asaltar el último
reducto faccioso; la base. Si quieres te vienes después conmigo
para allí. Les he dado un ultimátum y se niegan a rendirse. Sólo
queda una incógnita. La escuadra franquista la tenemos ahí fuera
a pocas millas. Desde tierra han perdido la comunicación con los
buques; tenemos en nuestras manos desde hace unas horas la
totalidad de las baterías de costa, pero si se empeñaran en desem-
barcar nos darían trabajo. Han inutilizado muchas piezas, no po-
demos confiar en artilleros que han estado tres días sublevados.
Yo confío en que si no han iniciado el desembarco cuando tenían
gente suya en la ciudad, menos lo harán ahora. Es una opinión
personal, sin embargo.
336/410

—Lo primero es acabar con la sublevación antes de que los del


Consejo movilicen fuerzas. Hay que dejar resuelta la papeleta.

Tres buques de guerra para él desconocidos, pero que de


acuerdo con las instrucciones que les facilitó el servicio de inform-
ación identifica como tres minadores, un destructor y otras unid-
ades menores, más siete mercantes que no puede distinguir si van
o no artillados, se aproximan en línea recta hacia la costa, prob-
ablemente para entrar en la bahía de Portman. Los minadores
navegan en cabeza, en línea de combate. Al Canarias se le localiza
muy distante.
El comandante Mira levanta los ojos del telémetro y observa
con los prismáticos. Si el mando fascista ha decidido el ataque, lo
ha hecho tarde; ya controla él varias baterías en condiciones de
hacer fuego.
Comunica por teléfono con la inmediata batería de la Chapa,
que ha caído íntegra en sus manos poco después de amanecer y
algunos de cuyos artilleros continúan prestando servicio, pues
sólo ha hecho detener a quienes se han significado como
facciosos.
—¿Qué distancia te da el telémetro?
—Nueve millas, los tres que van en cabeza…
—Eso es; atento a la orden de fuego; apunta las piezas.
La Chapa dispone de cuatro piezas del 15.35. Los buques se
encuentran a una distancia en que la puntería no puede ser se-
gura, pero se darán cuenta de que si pretenden desembarcar van a
perder varias unidades antes de alcanzar la costa.
Carlos Mira, hace poco más de una hora, ha conseguido
apoderarse de la batería de Cenizas, y conquistada la de Agui-
lones, ya está a sus órdenes todo el grupo. El comandante Faguás
y los más caracterizados entre los oficiales, suboficiales y
337/410

artilleros, van presos camino de Cartagena. Dispone de escaso


personal para manejar las piezas y los aparatos de dirección de
tiro, pero los suficientes para hacer un fuego eficaz. De Espa sabe
que ha huido en un bote, y quedan elementos rebeldes vagando
por estos montes o escondidos. No le inspiran temor: lo único que
pretenden es escapar al castigo.
—¿Tienes apuntadas las piezas?
—Sí…
—¡Fuego!
Observa con los prismáticos. Uno de los buques ha virado
hacia el norte. La caída de los proyectiles en el agua denota que
los disparos han quedado cortos.
—Corrige el alza… Y cuando la tengas, fuego, otra vez…
La formación se dispersa.
La batería de Cenizas cuenta con dos piezas de grueso calibre:
Wickers del 38.10. Corrige él mismo los cálculos y los trasmite.
Desea no tanto acertar en el blanco como evitar el desembarco,
pues a pesar de que en este momento, reducidos los focos de Cart-
agena, excepto la capitanía de la base, y habiendo llegado a las in-
mediaciones de la ciudad, la vanguardia de una nueva brigada —la
207— están casi ya en condiciones de defenderse, por el número
de buques concentrados hay que temer que venga más de una di-
visión completa. El desorden en que han quedado las unidades
leales de la plaza y la desorganización de los servicios restarán a
las fuerzas de la República capacidad combativa.
Navegando en zigzag los buques se han dispersado mar aden-
tro para escapar de la zona batida por los cañones de la Chapa.
—Les voy a dar un buen susto. Primero al Canarias.
Apunta una de las piezas hacia el Canarias que, a simple vista,
apenas se distingue como una tenue manchita en el horizonte.
—¡Fuego!
338/410

Observa con los prismáticos; la columna de agua se ha alzado


bastante lejos del buque. Que le sirva por lo menos de aviso.
Desde el telémetro facilita nuevos datos; los buques están
ahora entre los diecinueve y diecinueve mil quinientos metros.
Hace que se apunten ambas piezas.
—¡Fuego!
Vuelve a observar el tiro, corrige la deriva, vuelve a ordenar
fuego. Llama a un cabo apuntador; teme haberse equivocado. Ex-
amina las tablas. Cuando ambas piezas están cargadas corrige los
datos.
—¡Caray! ¡No damos una!
—Quedan cortas…
Cambia el alza; renuevan la observación telemétrica.
—¡Fuego!
Los buques han salido del alcance de La Chapa, que ha cesado
de disparar.
—¡Caray! Le he perdido el pulso, o esos cabrones me han hur-
gado por aquí y estoy en la situación de los tiradores que utilizan
escopetas de feria…
Uno de los buques de guerra comienza a soltar una columna
de humo y cambia el rumbo a sur situándose a popa de los demás.
La visibilidad va anulándose al paso de este buque.
—Una última descarga, para que no se diga; pero ahora ni po-
demos observar el resultado del tiro.
—Comandante; lo principal es que se larguen y nos dejen
tranquilos.
—Y que lo digas… ¡Atención! ¡Fuego!
Con los prismáticos no alcanza a distinguir nada; los
proyectiles han caído más allá de la cortina de humo. Sospecha
que esta vez habrán ido largos.
—¡Alto el fuego! ¡Pongan fundas!
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A los prisioneros del parque les han sacado al exterior confun-


didos con los prisioneros de los prisioneros. Muchos protestan
entre los últimos y muchos de los primeros se hacen pasar, o pre-
tenden hacerse pasar, como si hubiesen formado parte de los
segundos.
Les han subido custodiados hacia la muralla de Tierra. A la
salida del parque, oficiales de la brigada comunista, comisarios y
paisanos cartageneros, hacían sobre la marcha clasificaciones de
urgencia. Ha visto cómo delante de él apartaban a don Esteban
Calderón, que a pesar de su aspecto demacrado se cubría con su
elegante capa azul marino y llevaba su galoneada gorra. Cuando
pasaba junto a él un suboficial de infantería de marina le decía
con deferencia: «Don Esteban, pase usted a la izquierda; usted es
conocido y nos consta que le han tenido arrestado. Vaya hacia San
Antón y evite el paseo de la Muralla, que hay tiros aún en la
base». Como iban delante y la columna interrumpía su marcha a
cada momento, también ha visto que al general Barrionuevo y al
comandante Lombardero les han apartado y puesto bajo guardia.
Don Esteban ha intentado interceder en favor de dos muchachos
que iban junto a él, los hermanos Martínez Monche a quienes
conoce; no le han atendido y a ambos les han obligado a seguir en
la columna de los prisioneros. Ha ido viendo a muchos de sus
amigos y compañeros y a otros que ha conocido en el parque. A
Juan Pedreño, a don José Pareja, abogado que vive en Los Do-
lores, a quien él suponía socialista, al oficial del CASE que ha fab-
ricado las bombas de mano, a Antonio Bermejo, a quien tenían
preso en el SIM, uno de los que mandaban dentro y que después
curaba a los heridos, a un sereno nocturno apellidado La Rosa, a
Navalón, que es de su misma edad, a don Sabas González, a los
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hermanos Molina. Y a otros muchos conocidos. Estos días han


sido para él peor que una pesadilla; está horrorizado.
Cuando les tenían formados en la muralla de Tierra se ha pro-
ducido una alarma de aviación; volaban aparatos nacionales.
Aprovechando el desorden ha conseguido burlar la vigilancia sev-
era de los soldados de la brigada comunista. En un momento en
que se ha distraído el que estaba más próximo, ha escapado.
Como no está movilizado, viste de paisano. Al perderles de vista
ha emprendido una carrera. En un portal, que estaba abierto, se
ha detenido a descansar. A la entrada de la calle Mayor había una
patrulla de soldados. Por precaución ha subido hasta el entresuelo
y se ha sentado en un peldaño.
A Pedro Bernal le han matado; disparaba, según han dicho,
con un fusil ametrallador hacia la calle de San Fernando cuando
le han alcanzado las balas enemigas. Han herido de gravedad al
capitán cojo que usaba ojo de vidrio, el que había estado en la Le-
gión basta que se retiró por la ley Azaña. Con él se ha mostrado
amable; ha sacado una botella de coñac y le ha dado un vasito. Ha
visto heridos a un marinero y a otro que han dicho que era policía.
Está asustado; no conseguirá llegar a su casa porque hay en la
ciudad una brigada entera, y comunistas, y soldados del batallón
de retaguardia, y aunque vista de paisano saben que muchos
jóvenes de su edad se han presentado voluntarios. La familia, que
habita en las afueras, le supondrán muerto o prisionero.
Por afán de mirar hacia la entrada de la calle Mayor, tropieza
al salir con una mujer a quien no había visto. A punto está de der-
ribarla. Por la calle de la Puerta de Murcia no transita nadie y ha
ido a tropezar con la única persona que circulaba. Los soldados
han desaparecido.
—¿Dónde vas, chaval?
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Es una mujer mayor con las faldas cortas y un abriguillo raído


con cuello de piel de conejo, que le observa con simpatía. Lleva los
cabellos oxigenados y los labios pintados de rojo vivo.
—He salido a buscar pan, a ver si daban la ración…
—Muchacho, ningún panadero ha trabajado desde el sábado.
—No… no lo sabía…
Ella regresa a su casa; le sorprendió ayer el tiroteo en un piso
de la calle San Vicente y no se ha atrevido a abandonarlo hasta
ahora.
—Tú, no me engañas, vienes del parque… ¡Has tenido suerte
de escapar! ¡Pobrecillos! Los llevaban presos. ¿Quién sabe lo que
harán con ellos?
No le pregunta más y él no confiesa que sea cierto que viene
del parque. Tampoco se atreve a negarlo.
—¡Anda! ¡Vente conmigo! Estarás en mi casa hasta que pase el
torbellino.
Suben por las callejuelas del Molinete. Nadie en las puertas,
nadie en las ventanas.
Entran en una casucha con la fachada de almagre y las aber-
turas pintadas de azul.
—No tengas miedo, vivo sola.
Una bombilla de pocas bujías alumbra una habitación con una
mesa, dos sillas y una butaca cuya tapicería usada parece, por
contraste, casi lujosa. Sobre la mesa un hule con migas de pan,
una botella de anís y tres copas. La cocina está separada del
comedor por una cortina floreada. Por una puerta abierta se des-
cubre la alcoba y en ella una cama de matrimonio y las ropas en
desorden.
—¡Perdona! Está todo manga por hombro; salí de casa crey-
endo que volvería…
Mientras la mujer limpia con un trapo el hule y recoge las mig-
as en la mano, él se deja caer en la butaca. La mujer retira la
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botella, que guarda en una alacena, y lleva las copas a la


fregadera. Encaramada en la silla abre una ventana cuyos posti-
gos estaban cerrados. Al inclinarse se le alzan las faldas muy por
encima de las corvas.
—Hace frío aquí.
Después de encender el brasero ha abierto un bote de leche
condensada y le ha preparado un tazón caliente. De la alacena ha
sacado galletas y las distribuye en abanico en un plato sobre una
pequeña servilleta con flecos.
Tenía hambre y frío, y el desayuno le reconforta. La mujer es
una compañía y está solucionándole los problemas inmediatos.
—¡Hijo! ¡Qué hambre tienes! ¡Y miedo! Hijo, miedo, que no
hay por qué avergonzarse, a tus años. Yo he visto hombres hechos
y derechos temblar de miedo porque les mandaban al frente, y
¿sabes qué hacían? ¡Emborracharse!
Las palabras caen convincentes; se siente protegido en esta
casucha que huele a perfumes, humedad y a cacharros sucios.
—Si tuviera pan te prepararía un bocadillo… chorizo sí que
tengo, y es de confianza.
Come chorizo, picante y apetitoso; ella le ofrece un vaso de
vino y se sirve y bebe otro.
—Esto te entonará…
De la calle llega ruido de pasos y se oyen voces. Le hace
meterse en la cocina y corre la cortina. Entreabre la puerta de la
calle y vuelve a cerrarla.
—Una patrulla… Pero, no tengas miedo. Yo lo arreglaré para
que aunque registren las casas una por una, a ti no te encuentren.
La mujer pasa a la alcoba. Él la ve afanarse en levantar la cama
y poner sábanas limpias; cambia también la funda de la
almohada.
—Ven aquí, no te dé vergüenza.
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Él se desnuda de espaldas; se deja puestos los calzoncillos y la


camiseta. La mujer ha sacado del armario una combinación
limpia, con bordados en el pecho y en los bajos.
—No seas tonto; si entraran a registrar no sospecharían de ti
ni preguntarían quién eres. Los soldados son buena gente en estos
trances. Yo me sé de memoria cómo van las cosas así.
Nunca ha estado metido en la cama con una mujer. Ella se le
ha arrimado y nota el calor de la carne a través de la seda artificial
de la combinación.
—Así estaremos más calientes, hijo.
Huele a perfume; él ha oído antes el sonido de un pulverizador
que con cajas de polvos, lápices de labios y una botella de colonia,
están sobre un tocador barnizado de oscuro, con espejo biselado
en cuyo extremo está encajada contra la pared una muñeca que
representa a Betty Boop.
Vuelven a sonar taconazos y voces en la calle. Le coge suave-
mente la cabeza y se la hace volver encarándola hacia ella. Nota el
contacto de los muslos de la mujer sobre la piel desnuda de sus
piernas. Ha leído una novela pornográfica que le ha prestado un
compañero; ha escuchado conversaciones de quienes alardeaban
de aventuras con mujeres; una noche que se quedaron a oscuras
en su casa, fingiendo que se había desorientado, tocó a una amiga
de su hermana mayor y como ella no protestaba la palpó casi todo
el cuerpo.
—Eres muy majo. ¿Sabes que eres muy majo?
La abraza, se acerca, la besa en el cuello. Nota las manos de
ella que le desabotonan. Suda y se impacienta.
—Estás muy cansado… No te preocupes.
Él vuelve a echarse en la cama. La mujer le coge una mano y se
la aprieta con ternura.
—Es que llevo tres noches sin dormir…
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—No te preocupes, hijo, no tiene importancia. Luego… y si no,


otro día… No tiene importancia, hijo, a mí…
—¡No me llames hijo!
Le suelta la mano, apartada de él le observa en silencio.
Cuando vuelve a hablar la voz de la mujer ha cambiado el tono;
dolorido, casi afónico suena ahora.
—¡Perdona! Comprendo que no quieres que una mujer como
yo te llame hijo. No lo hacía por faltarte, te lo juro.
—¿Qué dices?
—Que al llamarte hijo…
—¡Oh, perdóname, tú! Ni se me había pasado por la cabeza. Lo
que ocurre es que me tratas como si fuera un niño, y no lo soy. He
estado en el parque, pegando tiros, y por eso estoy tan cansado y
nervioso. No te creas que soy ningún niño. ¡Tengo diecisiete años!

Más de veinticuatro horas se han cumplido desde que zarpar-


on del Grao de Castellón. Navegan protegidos por esta costa es-
carpada y árida, desde que poco después del amanecer han av-
istado a lo lejos un cabo sobre el cual se alzaba la torre de un faro.
Ha corrido la voz de que era el cabo Palos. Ningún buque de
guerra ni de transporte se vislumbra y a nadie se descubre en la
costa. Deben estarse aproximando a Cartagena que, en opinión de
los entendidos, encontrarán hacia la derecha, a estribor según ha
puntualizado un marino, antes de alcanzar aquella punta borrosa
en la distancia que es el cabo Tiñoso.
Durante la noche del 5 al 6 les fueron embarcando en este
viejo vapor, el Castillo de Olite, destartalado carguero de andar
lento en el cual han hecho la travesía. El puerto de Castellón se
había convertido en un pandemónium. Unidades de la división 83
que manda el general don Pablo Martín Alonso se apresuraban a
embarcar con precipitado afán en distintos buques. Objetivo:
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operación de desembarco sobre Cartagena donde la quinta


columna se ha levantado contra los rojos y apoderado de las
baterías de costa y de la ciudad entera. De cuantos van a bordo
nadie conoce detalles de lo ocurrido; se aprestan a desembarcar
por las buenas o por las malas.
La división 83 pertenece al cuerpo de ejército de Galicia cuyo
jefe es el general Aranda, y está integrado en el ejército de Levante
mandado por el general Orgaz. Es una división veterana; el núcleo
primitivo de sus combatientes procede de aquellas columnas gal-
legas que operaron en los primeros meses de la guerra sobre As-
turias, aquellos a quienes llamaron «los mariscos».
Hace un año, la división 83 luchaba en el terreno áspero y difí-
cil del norte de Teruel en el sector de Utrillas-Montalbán, en op-
eraciones victoriosas que les llevarían hasta el Mediterráneo.
A bordo del Castillo de Olite van embarcados dos batallones
del regimiento 29 de Zamora: el 2.º, que manda el comandante
Víctor Martínez, y el 3.º, del también comandante López-Cantí.
Además, tres baterías del 100/17 y una sección de trasmisiones. El
conjunto de estas fuerzas a las órdenes del teniente coronel de in-
fantería Hernández Arteaga. De la expedición forma parte un
tribunal jurídico-militar que preside el coronel Martín de la Es-
calera. La derrota y gobierno del buque corre a cargo de un cap-
itán de la marina mercante militarizado, pero la máxima autorid-
ad a bordo mientras las fuerzas permanezcan en el barco la osten-
ta un oficial de la armada, el alférez de navío Lazaga.
Las instrucciones para la travesía han sido entregadas al
alférez Lazaga por el general Martín Alonso en persona. Los batal-
lones están compuestos por una mayoría de gallegos, veteranos de
la campaña, gente fiel, aguerrida, probada en el combate, aptos
para una operación siempre arriesgada, como son las de desem-
barco a pesar de que se confía en que no se presenten dificultades.
El ejército nacional a pesar de que se hayan planeado varias, es la
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primera acción de este género que va emprender a lo largo de la


campaña. El enemigo efectuó un desembarco en Mallorca, y se
saldó con una derrota.
Mientras embarcaban en el Grao de Castellón y cargaban las
municiones, han visto zarpar distintos buques con tropas de las
que se habían concentrado en el puerto y sus inmediaciones con
anterioridad a ellos: mehalas, legionarios, tábores, unidades de
voluntarios, batallones y artillería ligera. La 83 es una división de
choque.
Hacia las once de la mañana de ayer lunes terminó la carga de
las municiones de las que transportan importante cantidad en
consideración a que en Cartagena y su zona va a establecerse una
cabeza de puente, y hay que estar preparados para aguantar una
reacción, en forma de contraataque, por parte del ejército rojo en
cuyo mismo flanco va a operarse abriendo un nuevo frente.
Primero pusieron rumbo a Baleares. Atendiendo a la urgencia
de la operación y al aislamiento en que los cartageneros se hallan,
a pesar de que de la expedición forman parte buques de guerra,
no les ha resultado factible navegar en convoy, pues hacerlo hubi-
era obligado a demoras que podían comprometer el éxito de la op-
eración; las unidades que embarcaron en primer lugar hubieran
tenido que esperarles a ellos.
Para evitar ser sorprendidos por la aviación o por algún buque
o submarino que no haya seguido la suerte del resto de la flota
roja, se extremaron las precauciones y cada una de las unidades
ha hecho rumbos distintos.
El Castillo de Olite y otro transporte, que viene más rezagado,
el Castillo de Peñafiel, han sido los últimos en zarpar del Grao de
Castellón. Próximos a las Baleares han virado al sudoeste para di-
rigirse a la plaza sublevada sin navegar cerca de la costa enemiga.
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El aparato de radio de a bordo estaba averiado; no ha quedado


tiempo para componerlo. Navegan incomunicados tanto de la es-
cuadra como del general de la división 83, que ha embarcado en el
minador Vulcano. Vapor de escaso andar, el Castillo de Olite se
ha quedado rezagado con respecto a los demás que deben hallarse
atracados a estas horas en los mismos muelles de Cartagena.
Hace una hora les ha sobrevolado un hidroavión, que les ha
saludado con un movimiento de balanceo de sus alas. Muy lejanas
han oído explosiones cuya procedencia no se explican, pero que
podrían corresponder a un bombardeo de la escuadra o de la
aviación para preparar el desembarco.
Ningún buque en el horizonte. La visibilidad a nivel del agua,
por causa de la reverberación de las once de la mañana y la tenue
neblina, no es perfecta.
En las cubiertas se han reunido la mayor parte de jefes y ofi-
ciales. El alférez Lazaga supone que los barcos que les han prece-
dido deben hallarse a estas horas en los muelles o en la dársena de
Cartagena, pues ningún buque se veía en la ensenada de Portman.
Cursada la orden de que las compañías se vayan disponiendo al
desembarco, los mandos charlan con animación, dominados por
la excitación propia de quienes van a realizar una operación de ca-
racterísticas singulares que ni en lo militar, ni en lo que pudiera
llamarse político se ha efectuado aún en lo que va de guerra. La
travesía ha resultado larga y pesada pero al desarrollarse con nor-
malidad ha sido corto el número de soldados que han padecido
del mareo. Llegarán en condiciones favorables para entrar de in-
mediato en combate si se hiciera necesario.
Un ligero lebeche bate el casco por babor cuando el Castillo de
Olite inicia la virada. A la derecha aparece un islote rocoso con un
faro.
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—¡La isla de Escombreras! ¡Señores, estamos entrando en la


bahía de Cartagena!

—¡Capitán, capitán! Un mercante que se aproxima. ¡Viene ar-


rimado a la costa, llega al islote de Escombreras!
Averías de consideración le han sido infligidas a la batería Pa-
rajola: dos de sus piezas han quedado inservibles y los aparatos de
tiro inutilizables. Desde que la batería de Aguilones ha sido con-
quistada por los leales de la brigada 206, el capitán Martínez Pal-
larés puede permanecer tranquilo en su observatorio, mientras el
personal competente de que dispone se esfuerza en reparar los
desperfectos de menor importancia, únicos que por el momento
existe posibilidad de remediar.
Al borde del acantilado se detiene el capitán. A simple vista se
distinguen los detalles del buque: un vapor antiguo de escaso
tonelaje, pintado de negro con chafarrinones de minio. Oficiales
de la batería, suboficiales y artilleros, están junto a él. El vapor
dobla la isla de Escombreras y pone rumbo al puerto de Cart-
agena. Con ayuda de los gemelos se identifica la bandera fascista
que arbola a popa. Sobre la cubierta uniformes; muchos. Por su
actitud, más que militares se dirían turistas, pasajeros curiosos
que no desean perderse el espectáculo de la llegada al puerto.
—¡Fascistas son! Pero ¿a dónde van?
—¡A desembarcar!
—¿Pero así, sin escolta ni precauciones?
—¡Creerán que las baterías están aún en manos de los
traidores!
—¡Están locos!
—¡Anda, ponte tú a los prismáticos no sea que yo vea visiones!
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—Llevan bandera fascista; distingo muy bien las dos franjas


rojas y la amarilla en medio, a pesar de que la bandera es
pequeña.
El buque ha enfilado la bocana del puerto. Por la chimenea ar-
roja un humo oscuro que se eleva hasta la altura de la Parajola.
Mientras comentaban la identidad del buque, éste ha progresado
en su marcha hasta rebasar la enfilación de las piezas. No pueden
dispararle. La bandera roja y amarilla se distingue a simple vista,
igual que los uniformes de quienes permanecen sobre cubierta.
—¡Vira! ¡Está virando!
Inicia la maniobra; la estela va redondeándose en mitad de la
bahía. No aciertan a comprender las maniobras de este mercante.
Parecía dirigirse al puerto y ahora vira en redondo.
Martínez Pallarés interpreta que busca un rumbo opuesto para
escapar por la misma vía que le ha traído hasta aquí, o para in-
tentar desembarcar en Portman o en Palos. Al tomar el rumbo in-
verso al que traía, durante unos minutos estará en la zona de tiro
de la batería, de la única pieza en condiciones de efectuar
disparos.
—¡Todos a la tercera pieza! ¡Todos! ¡Corriendo!
La tercera es la sola pieza que no ha sido alcanzada de pleno
por el fuego de contrabatería a que Aguilones les tuvo sometidos.
En algunos puntos presenta señales como enérgicos golpes de
lima; son las heridas de la metralla. De la protección de cemento
ha saltado uno de los lados y en previsión intuitiva a algo que no
esperaba, ha mandado retirar los cascotes para que la maniobra
de la pieza quede despejada.
Colocan la tercera pieza en posición de tiro. No resulta fácil
apuntar un cañón del 38,10, y menos aún si la maniobra se hace a
mano y la puntería sobre un blanco móvil.
—¡Carguen!
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Nervioso dirige los prismáticos sobre el transporte. Los


mecanismos, resentidos por el efecto de las explosiones, funcion-
an con dificultad.
—¡Cargada la tercera pieza!
El capitán se encarama en la plataforma; corrige los volantes
de mando. El barco navega ante la batería, a menos de dos millas.
La deriva será nula. Salta al suelo y se retira.
—¡Fuego!
Ante la proa del carguero ha surgido una masa de agua que se
derrumba cuando pierde el impulso ascensional.
—¡Carguen otra vez!
El vapor no se detiene, antes bien modifica el rumbo y al
hacerlo queda situado en la enfilación del eje de tiro en que ahora
está colocada la pieza. Fuerza la máquina y trata de ganar el freo
del islote de Escombreras.
—¡No os durmáis! ¡Segundo aviso!
Después del segundo disparo, que tampoco atiende el buque,
corrige con apresuramiento el alza; la posición hace ahora más
vulnerable el objetivo.
—¡Fuego!
Ha hecho blanco en la popa y ha barrido la cubierta por efecto
de la explosión y la metralla. Todo el casco ha sufrido una conmo-
ción. El transporte continúa la marcha con disminución evidente
de la velocidad.
—¡Busca la Boca Chica para protegerse!
—¡Van a encallar!
De nuevo cargan la pieza; están rodeados de humo y gases que
irritan la vista. Algunos de los artilleros, que nada tienen que
hacer en servicio de la pieza, se han apartado y buscan obser-
vatorios para ver los efectos de los disparos.
—¡Se han vuelto locos! ¿A quién se le ocurre?
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—Esto lo vamos a pagar caro. La guerra la tenemos perdida.


Deberían dejarlos escapar. Imagínate que a pesar de todo, con-
siguieran desembarcar ¡llegarán con una mala baba que no te
digo!
Con los prismáticos se descubren cuerpos sobre cubierta;
muertos o heridos. Y soldados que se arrojan al agua o han sido
lanzados por la onda expansiva. Jadeando, agónico, el vapor trata
de desenfilarse y cubrirse con el islote de Escombreras en el es-
trecho paso que queda entre el islote y la costa.
—¡Fuego!
No ha sido preciso más que un ligero toque al alza. El humo no
permite distinguir en donde ha pegado el proyectil. Estaba alcan-
zando la costa. La marcha decrece; navega por el impulso ad-
quirido. Un estampido mayor que el que producen los disparos de
la pieza, les ensordece.
Hacia el cielo se proyectan tablas, piezas, hombres, restos,
entre humo, llamaradas, y agua. Luego caen a la mar confundidos.
El humo va disolviéndose por efecto del viento. Aún se produce
una segunda explosión menos violenta.
—¡Le hemos pegado en la santabárbara!
La frase cae en el silencio. Los artilleros corren al borde del
acantilado.
—¡Está hundiéndose!
Centenares de figuras diminutas se arrojan o caen al agua, que
se ve punteada por círculos de espuma, hombres que nadan a la
desesperada. Despacio, navegando aún, entre llamas y humareda,
el vapor comienza a hundirse.
—¡Anda! ¡Que desembarquen ahora!
Al entusiasmo manifestado por unos pocos se opone el silencio
asustado o resueltamente hostil de los artilleros.
—Mi opinión sincera es que esto es una barbaridad.
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—Si ahora resulta que desembarca el grueso de la escuadra,


aquí o más al norte o al sur, y vienen, nos pondrán de cara a la
pared… Oye, tú eres testigo de que yo no he intervenido en nada.
—Ni yo, que conste. Estábamos con las manos en los bolsillos.

El Castillo de Olite está hundiéndose. Sobre la cubierta se des-


angran los heridos y se desparraman los cadáveres. De las escotil-
las sale un humo negruzco que el viento zarandea y disuelve.
Junto al casco partido, el oleaje mueve restos y hombres. Algunos
soldados nadan con desesperado ahínco con intención de ganar la
costa o por asirse a cualquier objeto que flote. Otros se hunden
tan pronto caen al agua.
En previsión de que tuviera que efectuarse el desembarco en
alguna playa sin alcanzar la orilla, se habían dispuesto unos haces
de madera, a manera de flotadores de fortuna, que como iban
apilados sobre la cubierta han saltado con la explosión despar-
ramando las tablas sobre el mar.
Sobreponiéndose a los efectos de humos, toses y angustias,
dos capellanes castrenses rezan en voz alta y distribuyen absolu-
ciones en el entrepuente a quienes se las piden y a quienes no se
cuidan del alma. Pocos de los soldados se deciden a lanzarse a las
aguas; no saben nadar. Los que suben al exterior se apiñan
desconcertados en las inclinadas y vacilantes cubiertas. Imposible
atender a los heridos, tan numerosos son y tanto el desorden. Uno
de los jefes, al advertir la catástrofe y midiendo las consecuencias
inmediatas se dispara un tiro. Hay cuerpos que antes de desa-
parecer hacia el fondo dejan las aguas tintas de sangre que la es-
puma disuelve.
Entre la humareda alguien descubre que el alférez de navío
Lazaga desciende hacia la bodega. Con la pierna destrozada, san-
grante, el capitán del buque maneja el timón en último y
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desesperado esfuerzo para que el impulso adquirido lleve al casco


semi-partido hasta encallarlo en las rocas de la orilla. Parece que
quisiera empujar la rueda con el cuerpo, derrumbado como va
sobre ella con las manos crispadas en las cabillas.
Los cañonazos primero y las explosiones que les han seguido
producen pánico y estupor entre los pescadores de Escombreras.
Respondiendo a un instinto defensivo se han encerrado en sus ca-
sas. No aciertan a comprender lo que está sucediendo ni lo que a
continuación vendrá. Al hacerse el silencio tras la segunda y men-
or de las explosiones que parte en dos el casco, comprenden, su-
perado el primer movimiento instintivo, qué es lo que acaba de
suceder. Corren a asomarse a las rocas, luego hacia las barcas y se
aprestan al salvamento de los náufragos. Rescatan a los que,
heridos o no, en pugna contra el oleaje se hallan en apuros. Lleg-
an al casco que se hunde y van trasladando a cuantos pueden em-
barcar a la playa y desembarcadero. En la cubierta de popa que
desciende peligrosamente hacia el nivel del agua unos soldados
cantan frenéticamente himnos y canciones de guerra y otros
piden auxilio.
Carmen Hevia, farera del islote de Escombreras, esposa del
alférez Saavedra que mandaba la batería de Jorel, ha hecho
señales al Castillo de Olite para evitar que se adentrara en la
bahía; las señas no han sido vistas o entendidas. Carmen Hevia
corre por el embarcadero, salta por las rocas hasta llegar al agua.
Un propósito la empuja: salvar a cuantos náufragos le sea posible.
Rasgando las ropas y sábanas de que dispone improvisa vendajes
de urgencia, se afana por curar a unos y atender a otros. Unos ar-
tilleros destacados en la isla colaboran con ella; el esfuerzo común
resulta insuficiente.
Los oficiales que quedan a bordo rompen la documentación, se
desnudan para aligerar el peso, y se lanzan al agua los que se sien-
ten capaces de nadar. Economizando esfuerzo para que no le
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venza la fatiga, el comandante López-Cantí se propone dejarse


empujar por el oleaje y aprovechando la dirección del viento al-
canzar la costa más próxima. Nada de espaldas, respirando despa-
cio, manteniendo la serenidad, cerrando la boca a las salpicaduras
de las olas.
La proa del Castillo de Olite se hunde; quedan algunos solda-
dos arracimados junto al palo, agarrados, buscando la salvación
en el único punto que en unos minutos emergerá todavía de las
olas.
Los que se sienten capaces de llegar a la orilla a nado, dejan
que las barcas de los pescadores salven a los que continúan sobre
los restos del barco, sea por no saber nadar o por que sus heridas
o mutilaciones les incapacitan.
López-Cantí encuentra en su travesía a un soldado, Jaime
Gallén, que agotado por el esfuerzo, desfallece; le da ánimos, le
echa una mano y en un último y común esfuerzo ambos ganan la
orilla.
Enorme es la mortandad; el agua traga a muchos de los solda-
dos. Los medios de salvamento son escasos, los heridos numer-
osos. Más los que han quedado atrapados en el interior del casco.
La última explosión ha producido nuevas bajas y ha acelerado el
hundimiento.
También los carabineros de servicio en Escombreras han acu-
dido a la orilla y colaboran en los esfuerzos de salvamento. Las ro-
pas disponibles, los medicamentos, el material de cura repres-
entan una mínima proporción de lo que resultaría indispensable
para cubrir las necesidades. Improvisados enfermeros no saben a
quien acudir antes ni a quienes dar preferencia, si a los más
graves, que no conseguirán salvarse, o a aquellos a quienes una
cura, taponamiento de la herida o ligazón, pudiera remediar. Ll-
egan a la orilla desnudos, con las ropas deshechas o quemadas, al-
gunos faltos de miembros. Cadáveres, arrastrados por el oleaje,
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baten contra las peñas hasta que algunos brazos piadosos, si les
resulta factible, los izan a tierra.
El capitán Moyano, que ha sido rescatado del agua con una
pierna triturada, fallece en el islote de Escombreras. Carmen He-
via, que no ha conseguido salvarle, llora sobre su cadáver.
En el cercano pueblo de Escombreras, el doctor Estrada im-
provisa un puesto de cura. Profundas heridas, quemaduras,
hombres semiahogados; se esfuerza en atenderles lo mejor que
puede. A los cadáveres se les separa, y quienes han llegado a tierra
en mejor estado físico, después de un descanso colaboran con los
que se afanan en operaciones de salvamento o auxilio. Hay que
buscar medios para la evacuación a hospitales; nada hay en
Escombreras. Mucho ha sido el estrago.
Los heridos leves, aquellos que vomitando agua se han recu-
perado, se agrupan y procuran calentarse y reaccionar cubrién-
dose con algunas ropas y mantas, y con el café caliente con que
pescadores y sus familias les socorren.
Extraña e inesperada es la situación de estos hombres. Pri-
sioneros de guerra no lo son todavía; no se han presentado solda-
dos enemigos para hacerse cargo de ellos, y los carabineros, inhi-
bidos en ese sentido, se limitan a auxiliarles y a poner algún
orden.
Siguen llegando a la orilla nadadores extenuados; quedan
chorreando, jadeantes, tendidos sobre las rocas. Los pescadores
buscan a los últimos que han conseguido mantenerse a flote. Una
consigna circula entre los supervivientes: no denunciar a los ofi-
ciales. Que nadie distinga a quienes mandaban; soldados todos.
La consigna es una orden. Los náufragos son combatientes de un
ejército. Pocos son en proporción los supervivientes del naufragio;
más de un millar han perecido.
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Primero se ha sentido lanzado hacia lo alto y al caer sobre cu-


bierta ha creído que iba a desmayarse por efecto del golpazo.
Junto a él, jadea un compañero de la tercera compañía a quien
apenas conoce; la metralla acaba de seccionarle el cuello y aunque
se lo sujeta con ambas manos se desangra a borbotones. Si el
buque se hunde, y está hundiéndose, él perecerá. No sabe nadar y
la pierna no se siente capaz de moverla. El dolor, que se ha
presentado con retraso, crece hasta la desesperación. Una fractura
en el muslo; no hay duda. El pie y la rodilla le caen hacia un lado
sin conseguir ni venciendo el sufrimiento enderezarlos. Sangra
por diversas heridas que no parecen graves. Heridos, moribundos
y cadáveres han quedado tendidos junto a él sin que pueda auxil-
iarles. El casco se hunde; el mar agitado y azul se aproxima.
—¡Paachooo!
Junto a él, sin conocerle ni distinguirle, se ha quitado con
apresuramiento las botas y se despoja ahora de la guerrera. Man-
chas sanguinolentas en la camisa rasgada.
—¡Paaacho!
—¿Qué te ocurre?
—¡La pierna! ¡Y que no sé nadar!
—El casco se ha partido. ¡Nos estamos hundiendo!
Cuando Pacho forcejeaba para levantarle por debajo de los
sobacos, el dolor se ha hecho irresistible. Gritaría, lloraría; se
muerde los labios hasta sangrar. Una humareda negra que trae un
golpe de viento, les envuelve. Pacho resbala; ambos caen.
—¡Déjame! ¡Mejor que te salves tú! ¡Mala suerte!
—¡Escúchame con atención! ¿Ves ese tablón grande que flota
ahí? Yo me tiro al mar y nado. En cuanto me veas agarrado al
tablón, te arrastras y te tiras tú, sin miedo…
—Me ahogaré…
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—Te agarro y te saco a flote, ya verás. Y te coges con todas tus


fuerzas al tablón aunque tragues agua.
Sorteando los heridos como puede, un teniente se va hacia un
grupo de soldados que sujetos a un cable no aciertan a decidirse a
actuar.
—El que sepa nadar que intente ganar la orilla. Los botes sal-
varán a los demás. ¡Hijos de la gran puta, nos han arreado en mit-
ad de la chinostra!
Dada la inclinación, lo que queda de la cubierta parece to-
bogán. Chorreando agua, escupiendo, con los ojos espantados,
Pacho, que emerge agarrado al tablón, le hace señas imperativas.
A fuerza de brazos va corriéndose a rastras a lo largo del barandal.
El agua azul, opaca y amenazadora, le rechaza y asusta. Ha desa-
parecido el dolor; una angustia irrefrenable le sube desde el vi-
entre a la cabeza, suda. Las bascas le sacuden. Vomita sobre la
barandilla, sobre el mar, sobre el uniforme y el dorso crispado de
sus propias manos; llora. Cierra los ojos, aprieta los labios y deja
que la cabeza y tras ella el cuerpo, se venzan hacia afuera. El peso
le obliga a soltar los dedos engarfiados.
—¡Paaachoo!
Además de pescador, Quiterio Meca es sepulturero del pueblo
de Escombreras. Junto a él bogan Ramón Zaplana y Joaquín
García.
En el fondo de la barca, boca abajo y desnudo, un muchacho
muy joven que acaban de sacar de la mar. Los espasmos que le
sacuden y el agua que arroja, demuestran que está vivo; mucha es
el agua que ha debido tragar. Cuando le han recogido se hundía
extenuado. A puro brazo le han izado al bote, que el muchacho era
incapaz de hacer fuerza alguna. El costado izquierdo ennegrecido
y rojo contrasta con la lividez de la piel. Las quemaduras no son
profundas ni extensas.
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Quiterio Meca saca medio cuerpo por la amura y alarga el


brazo para agarrar a un soldado rubio que nada con las cartuch-
eras puestas.
—¡Cía, cía!
Han pasado fuera del alcance del náufrago y a punto ha estado
Quiterio de caer al agua. El soldado, que a su vez ha hecho un es-
fuerzo, se ha hundido pero emerge riendo y resoplando. Rehacen
la maniobra, Quiterio le sujeta por el correaje y le atrae hacia la
barca.
Resbalando sobre la humedad del banco cae al fondo y
tropieza con el cuerpo del muchacho de la quemadura. El pie
derecho del soldado rubio es una masa informe y sanguinolenta.
Una vez incorporado les mira agradecido.
—¡Creí que me ahogaba! ¡Cuánta agua tragué!
Coge un escapulario negro que la mojadura le ha pegado al
pecho y lo besa.
—¡Cómo tienes ese pie!
El agua del fondo del bote se tiñe de rojo. Sobre las heridas la
tonalidad suave y rosada de la sangre que mana diluida, se ensu-
cia y oscurece al secársele.
—Ni cuenta dime…
Al agarrarse el tobillo con ambas manos, una mueca de dolor
le borra la aniñada sonrisa.
—Te llevamos a tierra, alguien te curará.
Los pescadores arrojan un cabo a uno que bracea con fatiga. El
hombre se agarra al cáñamo con ambas manos. A cada bogada
hunde la cabeza y luego la asoma abriendo la boca, con la mirada
despavorida. A partir de la cuarta o quinta bogada respira fuerte
antes de hundirse; ha aprendido a no tragar demasiada agua.
—Prefiero perder un pie que beberme toda el agua del mar.
¡Jodo! ¡Y decían que íbamos a desembarcar en el muelle!
—Vamos a tierra a dejar a estos tres y volvamos por más.
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Zaplana y García bogan con rítmica energía; Meca, mojada


toda la ropa, descansa. De momento han salvado a tres más. El
que va bocabajo se ha quedado quieto y no parece reanimarse,
pero respirar, respira.
Al cruzarse con Sebastián Carrasco, Patricio, y el tío Valero,
amigos pescadores, que reman en dirección al barco, les saludan.
El Aguileño, embarcación de veintisiete palmos, empeñada tam-
bién en el salvamento, cambia de rumbo y pone proa a un náu-
frago que se agita pidiendo auxilio.
El aliento se le apaga cada vez que respira. Le penetra agua
por la boca y las narices; los brazos no le obedecen y nota que se
hunde, que cada momento flota menos. No llegará a la orilla. Una
barca viene derecha hacia él; está demasiado lejos, acaba de de-
satracar del muelle. Busca a su hermano; nadaba trabajosamente
tras él. No le ve y una ola, al volverse, le rompe en el rostro. Su
hermano perdía fuerzas y él no tenía posibilidad de ayudarle; sos-
tenerse a flote exigía un esfuerzo total.
—¡Herminio! ¡Herminio!
Juntos salieron voluntarios en los primeros meses. A Her-
minio, dieciocho años tenía entonces, le hirieron en las trincheras
de Oviedo. Hicieron juntos la campaña de Teruel y a él le am-
putaron dos falanges de la mano izquierda. Esta mañana, sentado
sobre el macuto, Herminio escribía una larga carta a la madre.
No descubre la espuma que levantaba a manotazos. Herminio
se ha hundido; la mar no perdona.
—¡Herminiooo!
Unas brazadas más. La orilla queda demasiado distante; im-
posible alcanzarla, no le queda respiración, la barca navega, los
remos se mueven, él mueve los brazos, otra brazada, otra más to-
davía. No son salpicaduras, es toda la mar turbia en la boca, en los
ojos, en las narices, en los oídos; le ha cegado el agua abre la boca
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se asfixia no hay aire un golpe fuerte amargo en la garganta.


Nada.

La cazadora y hasta la camisa se le han manchado de sangre.


El material de cura está agotándosele a Eduardo Cañabate, que
estaba destinado como practicante en la batería de Sierra Gorda.
Por más que ahora se aplica en atender a los heridos que van
trayéndole es poco lo que por ellos consigue hacer.
A los que considera más graves, los envía si encuentra medios
al puesto de cura que ha instalado el médico titular de Escom-
breras. Liga, desinfecta, venda. Algunos sufren graves mutila-
ciones, brazos y piernas amputados, extensas quemaduras, de-
sprendimientos aparatosos de la piel del cuero cabelludo, fractur-
as abiertas, incisiones profundas. Carece de calmantes, de
plasma; está agotando las vendas, el yodo, el alcohol, el algodón.
El almacén de la Sociedad Minera y Metalúrgica de Peñarroya
se ha convertido en quirófano y refugio. La mortandad ha sido es-
pantosa, pocos han conseguido ganar a salvo la orilla, y por lo que
le cuentan, deben ser muy numerosos los que han quedado at-
rapados en las bodegas sin acertar a salir.
Los pescadores han conseguido salvar unos soldados, que
como a clavo ardiendo se agarraban a uno de los palos del buque
que todavía emerge.
La tragedia con que se enfrenta; la sangre, el dolor, la muerte,
tan presentes en esta orilla, el trabajo anhelante para contrarre-
star siquiera sea en medida insignificante las proporciones de la
catástrofe, le permiten por el momento olvidar los problemas pro-
pios y desentenderse de lo comprometido de su situación. Mien-
tras atienda a los heridos no es probable que le detengan; llegará
un momento en que le exigirán cuentas de su conducta durante
los pasados días.
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La sublevación ha fracasado. Este barco con tropas nacionales


cañoneado, los heridos y los cadáveres que flotan sobre las aguas
de la bahía y los que se supone quedan en el fondo, le dan la me-
dida de la derrota y lo irreparable de la situación en que se halla.
Como un clavo saca a otro clavo, la contemplación, la proximidad
física de esta sangrienta experiencia, le sirven de anestesia para
adormecer su propia e inmediata preocupación, su miedo.
Desde que ayer a última hora de la tarde tuvieron que aban-
donar la batería de Sierra Gorda y replegarse a la de Conejo,
cuanto le viene sucediendo se manifiesta como si los acontecimi-
entos se hubiesen ido cumpliendo en otro que no fuese él mismo.
En el derrumbe de sus ilusionadas esperanzas, alumbra una
chispa inhibitoria que le permite vendar, suturar, distribuir palab-
ras de consuelo y maldecir.
Desde Conejo disparaban contra las piezas recién abandon-
adas de Sierra Gorda, ocupadas por el enemigo. El teniente cor-
onel Espa ha pedido refuerzos, y Cañabate acompañado de un
grupo de artilleros compañeros suyos, se ha dirigido a cabo de
Agua. Al llegar, y eso ocurría en las primeras horas de la mañana,
el puesto de mando había sido abandonado. En las rocas de la
orilla, sobre las aguas, teléfonos, papeles rotos, armas inutiliza-
das, hilos cortados. Un bote de remos se alejaba de la costa. ¿Ha-
cia la escuadra? ¿Hacia dónde? Muy lejos divisaban buques
nacionales; la tan esperada ayuda que no ha llegado, la ayuda que
Espa y los oficiales les prometían de continuo.
Han decidido esconderse, dispersarse por los montes, escapar.
Al final, y vistas las dificultades y peligros de separarse, han to-
mado el acuerdo de regresar a Conejo, con los demás compañeros.
En la batería la confusión era delirante. Nadie se proponía resi-
stir, surgían proposiciones de rendición, había quien, silencioso
hasta ese momento, les acusaba de fascistas, les amenazaba casi.
La presencia de un transporte de tropas que navegaba costeando,
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de nuevo ha hecho vacilar el ánimo de todos y hasta renacer las


esperanzas; contemporizaban de nuevo los deslenguados y los que
se mostraban amenazadores, que cambiaban en tercero o cuarto
vuelco de actitud. ¿Será cierto —se preguntaba— que la guerra ha
terminado y este tremendo lío es manifestación alocada de los úl-
timos estertores del derrumbe? Mientras que él con algunos artil-
leros descendía hacia la playa, les ha sobrecogido el cañoneo y la
súbita voladura del vapor. Explosiones, humo, gritos, cánticos
desesperados; el hundimiento.
Desde ese instante, dados de lado sus propios problemas, ha
decidido emplear sus energías en cumplir con su obligación
primera: la de sanitario.

—¡Tercer batallón de Zamora!


—¿Puedes andar?
—¡Sí… creo que sí…!
La venda se le ha enrojecido muy aprisa. Debe manar la
herida; no se le detiene la hemorragia. Al remitir el dolor, un ru-
mor sordo, sensación inesperada y desconocida, le recorre desde
la ingle a la rodilla; de cuando en cuando, un latigazo caliente.
—¿Eras oficial, tú?
—Cabo, y gracias…
Por primera vez miente y se rebaja de grado. Una herida le ay-
udó a ascender y ésta de hoy le desposee de sus galones dorados.
Estos tipos, comunistas furibundos que deben ser, por el mo-
mento no les maltratan. Conviene no confiar y mantenerse con
ojos y oídos abiertos.
—¡Vete hacia allá!
—¿Qué vais a hacer con nosotros, fusilarnos?
—Aquí no se fusila a los prisioneros, eso lo hacéis vosotros que
sois fachas.
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A cada paso, siquiera sea con levedad, tiene que apoyar el pie
en el suelo. El dolor le penetra hasta el vientre, o los testículos,
que no sabe ya dónde quedan uno y otros. Sensaciones de calor
casi agradables le ascienden por el estómago y pecho, hasta el
cuello y rostro. Uno de los pescadores le ha hecho beber un trago
de café hirviendo que le ha entonado. La mejor medicina contra la
tiritona, la que le ha devuelto el resuello y le ha restituido a la
vida: una taza de coñac casi llena con que un pescador viejo,
escondiéndose de los demás, le ha obsequiado: «No digas nada;
no tengo más que esta botella, la guardaba para cuando mi hijo
viniera de permiso». Un hombre gordo, bondadoso, mal afeitado,
que se ha servido otra taza, a su decir para reponerse del susto.
Apurada la taza se le ha quedado mirando con ojos risueños y
desteñidos y ambos han soltado la carcajada.
A los prisioneros les suben en camiones; a muchos de los
heridos tienen que ayudarles los compañeros o los soldados
comunistas.
Pasa junto a unas rocas; debajo mismo el oleaje bate en una
pequeña ensenada. La tarde ha caído, comienza a oscurecer. Algo
se mueve acompasadamente en el agua. La curiosidad le impulsa
a asomarse.
Veinte, treinta, cuarenta cuerpos, encogidos, verdosos, incon-
cretos, se menean flotando entre dos aguas al compás del oleaje;
chocan con suavidad entre sí, se separan, se agrupan, dan contra
las rocas.
De nuevo la tiritera. Va a marearse, y si cayera al agua
quedaría incorporado al macabro pelotón. Respira a fondo, se ha
detenido, no acierta a moverse.
—¿Qué haces ahí parado? ¡Anda ya!
Si no le hablara en castellano con deje que tira a madrileño,
diría que este barbudo es un ruso; se apoya en un fusil largo, con
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bayoneta soviética y en el gorro, sobre la frente, exhibe la roja es-


trella de cinco puntas.
—¡Qué desastre! Has tenido suertecilla, tú… Os han traído al
matadero.
—¿Tienes un pito?… Me he mareado un poco. Cigarrillos ya los
llevaba, no creas, pero se me han deshecho con el agua.
Le coloca el cigarrillo en la boca y se lo enciende con alarde de
mechero que no falla.
—Eran compañeros míos… paisanos…
—Anda fuma. Que os han traído al matadero, te lo digo yo.

Hay que poner fin a esta situación y acabar con la resistencia


de la base que, por falta de munición o de ánimos, se está debilit-
ando. Los defensores del edificio disparan menos pero con
puntería, y Fernando Oliva se niega a la rendición. Claudín le ha
dicho que interesa que sean las fuerzas de la 10.ª división las que
acaben con la rebeldía y que queden acantonadas en la costa de
Cartagena a fin de que mantengan bajo discreto control puertos y
aeródromos, por si hay que realizar una evacuación de los miem-
bros del partido. Por su parte, Joaquín Rodríguez le ha anunciado
para mañana la llegada de una brigada, seguida de más fuerzas,
procedentes de Andalucía a las órdenes del Consejo de Defensa de
Madrid. Quien la manda es Joaquín Pérez Salas, excelente militar
republicano enemigo declarado de cualquier política dentro del
ejército, y en particular de la del partido comunista. Don Joaquín
Pérez Salas es, según fama, el mejor de los artilleros republicanos,
pero al tiempo hombre intransigente y original, que no ha acept-
ado las insignias del ejército popular y sigue llevando en el uni-
forme las tres estrellas de coronel y la bomba de la artillería, y se
cubre con la capa azul marino que llevaban los artilleros antes de
la guerra. Hay que terminar con la resistencia de los rebeldes
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antes de que el coronel Pérez Salas se presente en Cartagena y


comiencen los inevitables rozamientos.
En el paseo de la Muralla y en una zona desenfilada, se han re-
unido el mayor Precioso y su comisario, Virgilio Llanos, que está
con ellos en calidad de asesor y amigo, y los jefes de los batallones
822 y el 824, capitanes Regalado y Sempere, que son los que han
unido sus fuerzas para el ataque definitivo sobre la base. Les
acompañan Fernando Claudín y Eugenio Sierra. La brigada 207
acaba de llegar a Los Dolores y está empezando a llegar la 233;
ambas se ponen a las órdenes de Joaquín Rodríguez. Le han
anunciado que Víctor de Frutos y su jefe de Estado Mayor Aguilar,
vienen hacia Cartagena con las fuerzas divisionarias de la 10.ª, y
que en general se les han presentado algunas dificultades para el
traslado a causa de las circunstancias anormales en que se halla la
zona republicana y a la desconfianza que provocan los movimien-
tos de tropas que se sabe son adictas al partido.
—Ahí tengo a los muchachos preparados. Escondidos en el
cerro. Ellos me aseguran que entran como dos y dos son cuatro.
Forzar la puerta principal, no puede llevarse a cabo sin un cre-
cido número de bajas. Y ya han sufrido bastantes; demasiadas,
habida cuenta del sesgo que los acontecimientos están tomando.
El plan de ataque consiste en la súbita irrupción de una sección de
asalto por la parte trasera del edificio. Una acción rápida, de sor-
presa, utilizando como armas la bomba de mano y la pistola; op-
eración que tampoco deja de presentar peligros y dificultades.
Esperan la hora del anochecer para que los granaderos puedan ir
tomando posiciones sin ser vistos y lanzarse sobre las ventanas
bajas de manera fulminante. Han sido seleccionados hombres
prácticos en el manejo de las bombas, ágiles y decididos; volun-
tarios todos ellos.
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—Fernando Oliva es duro de pelar, hay que hacerle por lo


menos ese honor…
—Yo no le entiendo; la flotilla que mandaba hundió al
Baleares, y ahora… esos pingajos que cuelgan del asta es la
bandera fascista que mis hombres se han entretenido en tomar
como blanco; y que él mismo debió mandar izar.
—Venid a mi puesto de mando; desde allá podemos presenciar
el asalto; se está acercando la hora.
—Que vaya aflojando el tiroteo; disparáis sólo sobre los que se
asomen. Y desde el cerro, lo mismo; que no se hagan demasiados
disparos, pero que al que asome la nariz se le afeite; así no los
descubrirán hasta que los tengan dentro. Y el que se resista a esos
muchachos va dado.

Ha remitido el tiroteo. Cuando sale del refugio se da cuenta de


que está anocheciendo. Les han cortado la corriente eléctrica y en
el refugio se alumbraban con velas de sebo y faroles de petróleo.
Por culpa del apresuramiento y porque el hecho de que el cap-
itán Alarcón le haya sorprendido y reconocido, le ha causado
cierta turbación, ha olvidado la cazadora de cuero en los des-
pachos de los rusos y abajo la humedad de la cueva le estaba en-
friando. Su uniforme azul ha quedado guardado, escondido, en
uno de los armarios. La saña de los primeros momentos ha pas-
ado, pero andan por aquí con armas demasiados irresponsables
que en momentos de peligro o desesperación serían capaces de
cualquier barbaridad o tropelía.
Sube las escaleras y cruza los despachos que ocupaba Semitiel
y sus servicios. ¿Quién se acuerda de Semitiel y por dónde andará
ahora? Saluda al consejero soviético, que si no le expulsa como
quiso hacer la primera vez, tampoco le pone buena cara. ¡Caray
con el tío! Saluda utilizando las contadas palabras rusas,
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aprendidas de oído, a los telegrafistas y entra en la habitación del


«periboche».
—Me dejé olvidada la cazadora y abajo me pelo de frío…
—¿Nadie te dijo nada ni te han amenazado?
—Se han olvidado de mí, tanto mejor, o es que con esta indu-
mentaria y la boina no me reconocen.
Los vidrios de las ventanas exteriores están destrozados.
Apenas se oye algún disparo espaciado; la sensación de asedio es
constante y aunque se esté de parte de los que atacan, se siente
una extraña solidaridad de tipo geográfico o local con quienes se
convive, de cuya suerte en cierta medida inexcusable se participa.
—¡Solís, Solís! ¡Mira!
Vuelve el rostro espantado hacia una de las ventanas traseras
del edificio. No se atreven a aproximarse, porque han sonado dis-
paros que vienen del monte.
Por la falda muy pendiente del cerro bajan a la carrera solda-
dos con cinturones de granadas de mano. En la parte de abajo
suenan unas explosiones. Han lanzado bombas. Más explosiones.
Disparos.
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La habitación del «periboche» tiene una puerta que da a una


escalera interior y que está condenada y cerrada con llave. El con-
sejero soviético acude a donde están ellos; el «periboche» le ex-
plica en ruso lo que sucede. Más hombres con fusiles y bayoneta
calada bajan a todo correr. Han asaltado el edificio.
Recios golpes, un aporreamiento de la puerta cerrada, les
sobresaltan.
—¡Abrid! ¡Abrid o derribamos la puerta!
—¡No tenemos la llave!
La puerta se astilla, la cerradura cede. Con la bomba de mano
en alto entran tres soldados. Ellos se han apartado juntándose en
el extremo de la habitación. Dos de los soldados retroceden para
guarecerse en el hueco de la escalera mientras el otro se dispone a
quitarle el seguro a la granada. El intérprete no acierta a hablar en
ningún idioma; el consejero ruso les hace gestos autoritarios y
negativos. A él le sale la voz apagada:
—¡Vais a matar al consejero soviético…!
—¡Cooojones! Haberlo dicho antes…
—Soy el camarada y comandante Solís; este señor es el conse-
jero soviético y aquí sus ayudantes y el intérprete…
—Pues habéis salvado de milagro.
Son duros los granaderos de la 206, pero el peligro se ha su-
perado, y en la guerra siempre se vive por obra de la casualidad y
la suerte.
—¿Hay fascistas por aquí escondidos?
—Estos despachos están abandonados… Nosotros estábamos
arrestados…
Como los soldados se preparan a abandonar la pieza, lo cual
equivale a dejarles expuestos a nuevos peligros, les pregunta.
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—¿Podríais quedaros alguno con nosotros? No vaya a ser que


lleguen otros camaradas que tampoco nos conozcan y tengamos
peor suerte.
En los pisos de abajo han sonado disparos de pistola; ahora se
oyen voces, gritos, vivas.
Un sargento sube por la escalera principal con la pistola en la
mano y el dedo en el gatillo.
—Esto se ha acabado; no han hecho resistencia.
Al descubrirles agrupados, les apunta.
—¡Los prisioneros, abajo! ¡A la carrera!
—Éstos son los camaradas rusos… les tenían aquí arrestados.
—¿Os han maltratado o amenazado?
El intérprete habla en ruso con el consejero, que le contesta y
luego traduce:
—No; se han portado bien con nosotros. El camarada conse-
jero me ruega que lo haga constar así.
—Vamos todos para abajo. Estáis en libertad.

Desde que ha anochecido ignoran con qué rumbo navegan. La


mar les zarandea, domina y arrastra. Apenas consiguen gobernar
el bote para evitar que se les atraviese. Extenuados con las palmas
de las manos irritadas por los remos, los músculos no responden a
los mandatos de la voluntad.
—El mar nos ha empujado por fuera del cabo Palos, nos ahog-
aremos al no conseguir acercarnos a tierra. Cada vez nos sep-
araremos más.
Uno de los remos que se les ha quebrado lo han ligado con una
cuerda. Más que para bogar, utilizan los remos a manera de timón
para mantener la barca próxima a donde ellos suponen debe hal-
larse la costa y progresar aprovechando el oleaje que les impele.
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El teniente coronel Espa, el capitán Macián y Calixto Molina


llevan doce horas en este bote, navegando casi a la deriva; su in-
tención es ganar el cabo Palos. Hay ahí una batería con piezas
«Nordenfeld» de pequeño calibre procedentes de un destructor al
cual le fue renovada la artillería; esas piezas están emplazadas de
manera favorable para defenderse de ataques que procedan de
tierra. Con ayuda de los artilleros pueden mantenerse al abrigo
del terreno, protegidos por el fuego de los cañones, hasta que les
llegue auxilio. Porque alguien tiene que enviarles ayuda.
Desde primeras horas de la mañana han perdido de vista los
buques de la escuadra contra los cuales ha disparado algunos
cañonazos la batería de Cenizas. A media mañana les ha cruzado
un mercante pintado de negro y con grandes manchas de minio
en el casco, que hacía rumbo a Cartagena. En la costa no han des-
cubierto a nadie ni nadie les ha descubierto a ellos, y han nave-
gado de punta a punta la ensenada de Portman sin ser
hostilizados.
Les abandonan las fuerzas; el cansancio de estos días acumu-
lado a la desilusión les está rindiendo. Si consiguen alcanzar la
costa y los comunistas no hubiesen ocupado la batería, les queda
una última esperanza. Hacia mediodía han oído cañonazos del
38.10, rematados por una explosión de mayor violencia hacia la
parte de Cartagena; algo grave tiene que haber sucedido; pudieran
haber volado un polvorín. Aviones republicanos han sobrevolado
otro mercante sobre el cual han disparado también desde la costa.
El vapor ha virado mar adentro y ha respondido con fuego anti-
aéreo; los aviones se han retirado y dos de ellos parecían
alcanzados.
—Creo que estamos acercándonos a tierra.
—Sombras es lo único que distingo. Los ojos me escuecen con
la sal y veo poco.
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Calixto Molina se coloca en cuclillas en la proa, agarrado a la


roda con ambas manos.
—¡Cuidado, cuidado!
El choque les saca de dudas. Arañándose las palmas de las
manos, como pueden, se agarran a las rocas. Bate el oleaje contra
el bote ladeado, contra las rocas y les moja más de lo que ya están.
Consiguen saltar y se tumban sobre las duras aristas. Ni ánimo
para moverse les queda.
—Estamos en un islote separado de tierra; tendríamos que
nadar.
El frío húmedo y penetrante les martiriza.
—Yo de aquí no me muevo hasta que se haga de día y podamos
ver lo que tenemos alrededor.
—Lo que estoy deseando es que salga el sol para que nos seque
y nos caliente.
Macián trepa por los peñascos para darse cuenta de cuál es la
situación del lugar donde han arribado. Al secarse y limpiarse los
ojos la visibilidad ha mejorado. El bote ha sido arrastrado por el
oleaje y golpea contra la orilla.
—¡Alto! ¿Quién hay ahí?
Una voz distante apagada por el rumor del agua, ni les con-
suela ni les asusta. La luz de un farol se asoma a las escarpaduras
de la orilla y desciende con precaución.
—¡Un bote! ¿Qué ocurre? Esperen; ahora voy para ahí…
En dos golpes de remos llega a la roca donde están ellos. A la
luz del farol se ven los rostros. Es un artillero a quien Espa
conoce; estuvo destinado en su puesto de mando antes de ser
trasladado a la batería de cabo Palos; se llama Alfonso García
Requena.
—¡Usted, mi teniente coronel!
Le ve mojado, abatido, con los cabellos pegados a la frente y
las sienes.
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—¡Dime, García! ¿Qué ha ocurrido por aquí?


—Pasar nada; pero han enviado fuerzas y tenemos la batería
controlada por ellos, los comunistas. Un destacamento de
aviación.
La desesperación y el cansancio no admiten pasividad ante la
nueva prueba. No aguanta más.
García Requena forcejea con Espa; resuellan, maldicen. No le
ha permitido que amartillara la pistola. De un enérgico tirón se la
arrebata.
—¡Eso sí que no! ¡Eso, nunca!
Cede; ni para suicidarse le quedan energías. El artillero le ha
desposeído del arma que ya había desenfundado.
—Me has faltado al respeto…
—¡No tengo por qué obedecerle en esto! Y ¿quién sabe si
puede arreglarse algo todavía?
Ascienden, con la respiración entrecortada por el senderillo
que conduce a lo alto. García Requena pasa delante alumbrán-
doles con el farol. No ha salido la luna; apenas ven nada y
alrededor la noche parece aún más oscura.
Dos soldados de aviación a sus espaldas les encañonan con los
mosquetones.
—Sigan…
En los alrededores del cuartelillo distinguen soldados de
aviación que han debido enviar de Los Alcázares. Un oficial les
manda pasar al interior del edificio.
—Usted. ¿Es el teniente coronel Espa?
—Sí.
—¿Y vosotros?
—Capitán Macián…
—Sargento Molina…
—¡Quedáis detenidos los tres!
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Noche larga para los cartageneros la del 7 al 8 de marzo de


1939. Noche larga de la ira y la venganza, del castigo y el miedo, la
incertidumbre y la delación y la muerte. Noche en que mientras
unos descansan o velan satisfechos del triunfo, a otros les amarga
la derrota.
Terminado el asalto de la base, se saca a los prisioneros y se les
hace formar en la Muralla del Mar. Fernando Oliva es conducido
de inmediato al puesto de mando del mayor Precioso. Tras un
corto interrogatorio, en el cual Oliva se muestra sereno, se le con-
fina en un cuarto donde se le propone redactar una larga
declaración.
La cárcel se ha llenado pronto, las dependencias destinadas a
los presos en el cuartel de Antigones, del 7.º batallón de reta-
guardia, han quedado repletas también; habilitado el grupo escol-
ar de San Antón sus aulas rebosan en seguida de prisioneros; y los
hay distribuidos en otros locales de la ciudad y de su zona: en el
Huerto de las Bolas y en la finca de Las Palmeras y hasta en el Al-
bujón. Prisioneros del arsenal, prisioneros del parque de artiller-
ía, de la base, prisioneros hechos por las calles y en las baterías de
costa y en las antiaéreas, prisioneros de Los Dolores; prisioneros
de aquí y allá. A los náufragos del Castillo de Olite se les evacúa al
hospital de Fuente Álamo.
Noche de interrogatorios, de privaciones y sufrimientos, de
terror, de traslados, de listas aterrorizadoras, de automóviles y
camiones que trasladan prisioneros a no se sabe dónde, de dis-
paros siniestros en la oscuridad. Noche amarga y medrosa para
los vencidos, de derrumbamiento y fatiga para todos.
Juan Pedreño no ha conseguido pasar inadvertido a pesar del
tesón que en ello ha puesto. Ante las escuelas de San Antón, a me-
dida que llegaban los prisioneros del parque, pasaban por un
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tribunal de urgencia y clasificación: paisanos, cartageneros o no,


prisioneros de los que estuvieron en el parque encerrados, mar-
ineros, comisarios de la 206, oficiales del batallón de retaguardia.
Al tratar Pedreño una vez más de despistarse, un soldado que le
encañonaba le ha arrojado de un empellón en la cuneta y le ha ob-
ligado a permanecer echado largo rato sin dejar de apuntarle con
el naranjero. Después, le han encerrado en un almacén en com-
pañía del comandante Cifuentes, apresado en el parque, del tam-
bién comandante Faguás, detenido éste último en las baterías. Por
último, les han trasladado del almacén a las escuelas y allí les han
incomunicado en un aula, donde también se hallaban el comand-
ante Julio Fuentes y otros prisioneros caracterizados, lo que le ha
causado a Pedreño sorpresa y alarma.
En el mismo grupo escolar y en distintas aulas están presos el
ex director de la prisión del partido, don Pedro Bernal, cuyo hijo
ha muerto de madrugada en la defensa del parque, el comandante
de intendencia de la armada, don Pedro Pourtau y el capitán de
intervención Venancio López Rodríguez, que fueron detenidos en
el arsenal. Al capitán de intendencia de la armada Luis de Pando
le sacan a medianoche. Sumarísima ejecución; le han confundido
con un contramaestre de marina apellidado Fando, ex comunista
y desertor.
A muchos de los prisioneros que fueron hechos en el parque,
después de vacilaciones y rodeos, les han llevado al cuartel de An-
tigones. Clasificaciones, filas, esperas. El general Barrionuevo,
que estaba entre ellos, ha recomendado a un grupo de
muchachos: «Si como hombres os habéis jugado la vida, tendréis
que saber perderla, si llega el momento, también como hombres».
Y cuando han preguntado quién era el jefe de los sublevados, Bar-
rionuevo ha contestado: «Yo soy el responsable de todo».
En una dependencia contigua al cuerpo de guardia, con bancos
de madera que corren a lo largo de los cuatro muros han sido
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encerrados Antonio Bermejo, Ramos Carratalá, Antonio Rosique,


Sabas González, Luis Martínez Monche, Juanito Mellado, Pascual
Morales, Antonio Guindulain, Alberto Molina y un ex guardia
civil, Tomás Pérez García.
Primero a las escuelas y de allí al cuartel de Antigones han
conducido al comandante Lombardero; le han encerrado con el
abogado Pareja, yerno de Barrionuevo, que en la mañana del
domingo vino con ellos en tartana desde Los Dolores; están tam-
bién encerrados Rodríguez Casaú, y otros varios conocidos o
desconocidos cuyo número va en aumento. Lombardero sabe que
ha jugado fuerte y ha perdido, y que está en manos y a merced de
los comunistas. No confía en salir con vida de la empresa.
En la «fábrica de la luz», del barrio de San Antón han hecho
prisionero a José Sánchez Guillén, y le han conducido a la «Casa
Grande», en la Aljorra. Desde el sábado por la noche en que los
veinticuatro soldados, cuatro cabos y dos sargentos, de infantería
de naval, se consideraron sublevados contra el gobierno, su
actitud se mantuvo pasiva y expectante. Los sublevados inactivos
de este destacamento de La Hidroeléctrica Española, oían dis-
paros, cañonazos, veían pasar tanques, pero se abstenían de inter-
venir en el combate. Ayer se presentó en el destacamento un ofi-
cial de la brigada 206 al frente de una sección de soldados. Rendi-
ción inmediata. La violencia verbal de los primeros momentos y
las amenazas han ido disminuyendo de tono a lo largo de la cam-
inata que aprehensores y prisioneros han tenido que hacer juntos
hasta la «Casa Grande», a donde han llegado en correctas rela-
ciones. Paisanos, marineros, soldados de distintas unidades sin
faltar los de su propio regimiento llenaban las estancias habilita-
das como cárcel.
En la finca «Las Palmeras», en el lugar llamado de la Media
Sala, el mayor Artemio Precioso interroga a Arturo Espa.
—¿Usted es militar profesional?
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—Sí, señor.
—¿Usted se ha sublevado?
—Sí, señor.
—¿Sabe usted cuál es la pena que corresponde a un militar que
se subleva?
—Sí, señor.
—Nada más.
Después de interrogados en parecida forma sus dos acom-
pañantes, Macián y Calixto Molina, y tras un momento de des-
canso, son llamados de nuevo y ante personas que ellos descono-
cen, se les dirige las mismas preguntas, a las que corresponden
con las mismas afirmaciones.
El comandante de la 206 ha interrogado también al general
Barrionuevo, quien se ha declarado cabeza de la insurrección y
asume la plena responsabilidad. A la vista de Artemio Precioso es-
tán las copias de los radiogramas intercambiados con el Cuartel
General de Burgos, que se habían hecho copiar y registrar. Barri-
onuevo, fatigado, deprimido, sin perder la entereza a pesar de su
edad y achaques, declara que él ha firmado esos partes. El joven
mayor de milicias, al terminar la breve declaración y despedirle,
estrecha la mano del anciano general y ordena su inmediato
traslado a Murcia a disposición del comandante militar de la
plaza.
Con su pluma «Waterman», Fernando Oliva redacta una hábil
y razonada declaración en la cual soslaya hechos como el de haber
izado la bandera rojo y gualda, se responsabiliza con el levantami-
ento bajo la consigna de «Por España y por la Paz», se afirma en
sus deseos de que la guerra termine en un acuerdo negociado y
acepta haber asumido la jefatura de la defensa del edificio de la
base.
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Ni una bandera roja y gualda queda en Cartagena. La que ar-


bolaba el Castillo de Olite se halla a varios metros de profundidad
bajo las aguas.
El Canarias, con los demás buques de la escuadra nacional y
los transportes, incluido el Castillo de Peñafiel, que ha conseguido
salvarse no sin quebranto de peligrosas agresiones, navegan hacia
sus puertos de origen. El Cuartel General de Burgos renuncia a la
operación de desembarco en Cartagena. La sublevación ha sido
aplastada.
Hacia las tres de la madrugada, un comisario político con
escolta de siete soldados, saca de la finca de «Las Palmeras» a Ar-
turo Espa, al capitán Macián y a Calixto Molina, y les conduce por
un camino hacia la carretera de Cartagena a Murcia. La fatiga les
martiriza, el trayecto se les hace inacabable. Han pasado junto a
las tapias del cementerio iluminadas por la luna que ha salido con
retraso. Marchan decaídos, hoscos, con la dolorida añadidura de
un silencio desesperanzado.
El cansancio que se le hace insufrible, obliga al capitán Macián
a romper la tensión silenciosa de una situación que parece
irrevocable.
—Escuche, comisario, hablemos claro y entre hombres. Lleva-
mos tres días y casi cuatro noches sin apenas comer y sin dormir;
puede suponer cómo estamos. Sabemos que nos van a matar. Sea,
pero ¡hágalo cuanto antes y evítenos este cansancio inútil!
Por primera vez le miran a los ojos; al haberse detenido,
quedan situados frente a él y la luna les alumbra. El comisario es
joven, les sonríe sin cinismo ni enemistad.
—¿Quién les ha dicho a ustedes que vamos a fusilarles? Estén
tranquilos mientras sean nuestros prisioneros. Les llevo al puesto
de mando de la división para que les interroguen. Me hago cargo
de que están terriblemente cansados; yo mismo también lo estoy.
¿No han comido? En ese aspecto nada puedo hacer por ustedes.
Compréndalo, son cosas… Si tampoco, como supongo, han fu-
mado, en eso puedo ayudarles con gusto.
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Con verdadera ansia cogen los tres cigarrillos que les tiende el
comisario. Los encienden y siguen caminando por la carretera.
Algo parece que se les haya aliviado el cansancio.

Sin detenerse, el automóvil ha disminuido la velocidad; cruzan


ante el control de La Esperanza.
—¡Paso al séptimo de retaguardia!
El oficial que ha gritado a la guardia del control ocupa el es-
tribo de este pequeño descapotable en que han obligado a subir a
Alberto Molina Osete. Detrás, en un coche gris y grande, llevan a
los también presos Antonio Rosique, Antonio Guindulain y al ex
guardia civil Tomás Pérez, a quienes acaban de sacar del cuartel
de Antigones. Media docena de soldados distribuidos en el interi-
or de los coches o encaramados en los estribos vigilan a los
presos.
Alberto Molina, de dieciséis años de edad, tiene miedo. En
súbitas alternativas de optimismo o desesperanza, la certidumbre
de que van a matarle aumenta o decrece en su ánimo atribulado.
La hipótesis de que se trate de un traslado a la base aérea de Los
Alcázares, habilitada como campo de concentración, es una re-
mota posibilidad más entre las mejores que imagina.
Formaba parte de la centuria clandestina de Los Barreros y el
sábado por la noche se incorporó al levantamiento. Con un fusil
que le entregó Pedro Sanz formó parte de la patrulla que vigilaba
el puente de la carretera de La Palma. El domingo se presentó en
el parque de artillería. El día transcurrió en ajetreado ir y venir,
cumpliendo órdenes de detener a algunos elementos de Los Do-
lores considerados como peligrosos. Le parecen hechos distantes;
el nerviosismo que le posee apenas le deja resquicio para prestar
al recuerdo una atención secundaria. Resulta imposible mantener
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la atención puesta en el pretérito inmediato del cual es réplica y


consecuencia su situación presente.
Una luna grande ilumina el paisaje; el viento, al batirle el
rostro, le distrae y alivia como cuando se sopla contra una herida
desinfectada con yodo.
En El Algar han tomado por la carretera de Los Beatos; identi-
fica los lugares. Prefiere ignorar a dónde les conducen; mientras
vaya en este coche, incómodo y asustado, vive.
En el último momento, cuando los comunistas estaban dentro
del recinto del parque, arrojó la pistola al soldado que venía a
detenerle. No le acertó. El hecho, parece increíble, ha ocurrido
hoy, o mejor, ayer por la mañana, pues la hora es avanzada. Ayer,
hoy, ¿qué importa un día más, un solo día?
El coche frena junto al cementerio. La claridad de la luna es
tanta que ilumina los campos y azulea contra las tapias encaladas.
—¡Tú, abajo!
El estampido de la pistola, el dolor repetido y la caída son casi
simultáneos. Otro disparo y un dolor más próximo y concreto en
la frente, como si le hubiesen quemado. No está muerto, las
piernas del oficial y la mano que le cuelga con la pistola, se alejan
en dirección al grupo que forman los del coche gris, que se ha det-
enido a pocos metros de distancia.
Más disparos: cae don Antonio Rosique. Los soldados amartil-
lan los mosquetones, disparan: Guindulain y el guardia civil se
doblan y derrumban junto a la cuneta. Tres disparos de pistola y
palabras que no entiende. Muerto no lo está; ve cuanto ocurre con
extrema lucidez al margen del terror y el sentimentalismo, bajo el
foco de luz de luna que transfigura los hechos en escena cinema-
tográfica; porque nada de esto puede ser verdad.
Registran a los cadáveres. ¡Cadáveres! ¿Es posible? Rosique,
Guindulain, el guardia Pérez… Agachados sobre ellos, buscan en
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los bolsillos, les roban; a uno deben despojarle del reloj de


pulsera. Al soltárselo, el brazo cae inerte.
¡El anillo! Querrán despojarle del anillo de oro que lleva
puesto, le cortarán el dedo para acabar antes, descubrirán que
vive, le rematarán. De bruces sobre la carretera, se halla al lado
opuesto de los soldados; sus manos están juntas, próximas a la
cabeza. No moverse, lo importante es no moverse. El anillo se lo
quita con leves movimientos de dedos y lo entierra en el polvo,
amontonándolo con las yemas. Vienen hacia él, se detienen, le ex-
aminan; pasan de largo.
Ponen en marcha los automóviles. Poco más allá se para uno
de los motores con chirridos de frustración mecánica; el otro
coche frena a su vez.
Crece el dolor en la cadera, en el muslo. Bate el pulso descom-
pasado en las tres heridas. Avería en uno de los coches. Voces,
órdenes, discusión. Motor en marcha; el estruendo del acelerador
aumenta; trepida en la cabeza, en la pierna herida, en el latido del
corazón. Van a estallarle los nervios; se pondrá en pie y gritará. Le
rematarán. De nuevo el acelerador crece y crece. Un descanso y
recomienza el ruido del acelerador hasta cubrir la noche. La ca-
dera y la pierna calientes, húmedas, pegajosas. El dolor desde el
pie a la cintura, con dos acentos próximos entre sí. La frente le es-
cuece de oreja a oreja; el acento está aquí, en el nacimiento mismo
del cabello. Quisiera poder ver las gotas de sangre que le resbalan,
caer sobre el polvo. Un movimiento le costará la vida. El acel-
erador insiste. No se marchan. Están ahí muy cerca. Va a desan-
grarse, está desangrándose y lo mismo da morir de un nuevo y
más certero disparo que desangrado al borde de la carretera.
Huirá, huirá en busca de auxilio.
Aprieta con fuerza y rapidez las manos contra el suelo, domina
el dolor. No cae, consigue caminar. Cruza la carretera. Están ocu-
pados, distraídos con la avería del motor. Del grupo destaca una
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cabeza que se ha levantado; la luna le ilumina el rostro. Le ha des-


cubierto. Camina por los campos, saltos y caídas, pérdida de san-
gre. Se palpa la frente con cuidado, le escuece, ningún agujero.
Espera con terror oír las voces que le persigan y que le acribillen a
balazos por la espalda. Le han visto, le han descubierto. Corre.
Cada paso es como si la pierna fuese a rompérsele en pedazos. El
avance es lento. Peor, mil veces peor que el más agudo de los su-
frimientos es la muerte. ¡Sálvese quien pueda, quien pueda, quien
pueda!

Vuelve con disimulada rapidez la cabeza. Preferiría no haberlo


visto, que ver demasiado esta noche, resulta peligroso. Agarra el
destornillador y se inclina sobre el motor con desmesurado y fin-
gido interés. Ninguno de los otros ha descubierto al muchacho, al
más joven, al que dispararon primero. Muerto resucitado; está se-
guro que ha cruzado cojeando la carretera. Que se arregle pronto
el motor, que se ponga este cacharro en marcha y que abandonen
el lugar. Que no se enteren éstos y que no se enteren de que él se
ha enterado.
Ver matar a esos hombres le ha encogido el estómago y agar-
rotado el ánimo. Trata de aturdirse con la compostura del motor
averiado, como si cuando consigan hacerlo funcionar los muertos
vayan a resucitar. Como si nada irreparable hubiese sucedido ahí
mismo hace tres minutos escasos.
—¡Bueno! Esto está arreglado. ¡Si a mí no hay motor que se me
resista!
—Pues vamos, vamos ya de aquí…
—Anda, tú, «Manises», ponte al volante y arrea, que se nos ha
hecho tarde con esta pijada del carburador.
«Manises», a quien tenían detenido acusado de desertor, le
han obligado a conducir este siniestro automóvil. Saber que el
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más joven se ha salvado, que corre por esos campos libre aunque
esté herido, le alivia la conciencia. Al callar lo que ha visto ha roto
cualquier lejana complicidad con los verdugos. Por el contrario el
silencio le convierte, en pequeña medida, en cómplice del
muchacho, del superviviente. ¡Maldita noche! ¡Maldito lío! ¡Mald-
itos sean todos ellos juntos!

El minador Vulcano cabecea; cada vez que hiende las olas, el


viento arroja el agua contra quienes van sobre la cubierta. Muchos
son los que a bordo se han mareado. Las bodegas, donde se hacin-
an los soldados, entre los cuales abundan los moros, presentan
una suciedad en que se mezclan la humana, que no es poca por
culpa de las circunstancias en que el viaje se ha desarrollado, y la
de los carneros que los marroquíes han embarcado para asegur-
arse el suministro.
—Subamos a cubierta; ya no aguanto más…
José Baluja acaba de despertarse; a pesar del movimiento del
barco, de la suciedad y del fuerte y desagradable olor, el cansancio
le ha rendido y ha quedado dormido envuelto en su capote.
—Tengo ganas de hacer una comida que pueda llamársela así.
¡Menudo viajecito!
De propósito se tumbaron muy cerca de la escalera. El aire frío
y una como lluvia que les viene a golpes de la proa, terminan de
despejarles arrancándoles del sueño. Abotonándose el cuello de
los capotes se protegen; y se encasquetan los gorros. Arriba,
guiándose por el menor grado de humedad de algunas zonas de la
cubierta, se sitúan a sotavento, protegidos. Una línea de claridad
por la amura de estribor anuncia la aurora.
—¡Las seis!
José Baluja y Joaquín Bou, van viendo como empieza a
amanecer y descubren el puerto de Castellón hacia cuyos muelles
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navegan. Los minadores Vulcano, Marte y Júpiter van en cabeza


del convoy y se han adelantado al resto de los buques, que apare-
cen en la semiclaridad del amanecer.
Joaquín Bou pertenece a la 3.ª compañía de Radiodifusión y
Propaganda en los Frentes, al equipo fijo de trincheras n.º 11,
Baluja es el locutor. Cinco soldados con los altavoces y material,
que forman parte del equipo, se han quedado dormitando en la
bodega.
Se encontraban en el frente de Nules, en el sector de la 4.ª
bandera de Falange de Asturias, que manda el comandante Esper-
ón, cuando recibieron orden de trasladarse al Grao y añadirse,
como pudieran, a las fuerzas de la 83 división que iban a desem-
barcar en Cartagena. El lunes 6 consiguieron plaza en el minador
Vulcano en el cual viaja el jefe de la división con su plana mayor.
Como el general Martín Alonso andaba vigilando el embarque de
las fuerzas, ganado, artillería y demás en los distintos buques, fue
el último en subir al Vulcano, que zarpó después de las cuatro de
la mañana.
La orden, la concentración, el embarque, todo fue precipitado
y se hizo en medio de cierto desorden del cual ha resultado que el
equipo de radiodifusión se quedara sin suministro de víveres. Lo
importante era ir, ser los primeros en desembarcar en Cartagena;
estar presentes en una gran ocasión que además de implicar el
cumplimiento de un deber ninguno deseaba perderse.
Hoy, 8 de marzo, miércoles, van a rendir viaje en los mismos
muelles del Grao de Castellón; no han desembarcado en Cart-
agena, regresan fatigados, hambrientos y decepcionados. En vari-
as ocasiones, han sido bombardeados y cañoneados, y para
postre, el maldito oleaje que se ha levantado durante la noche.
Vuelven sanos y enteros, que ya es bastante, y más ahora en que la
guerra está terminándose, pues lo acaecido en Cartagena no
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admite otra interpretación que considerarlo como uno de los


coletazos finales.
Entre los muchos rumores que corren a bordo, se da como se-
guro que en Madrid se han liado a tiros irnos con otros y que el
gobierno de Negrín ha escapado a Francia. La guerra no puede
durar mucho; ya se ha prolongado demasiado.
Lo que haya podido ocurrir en Cartagena, ni siquiera lo acae-
cido en la escuadra, lo saben con exactitud. Rumores, rumores y
rumores. Decían que la «quinta columna» se había apoderado de
Cartagena, que había amenazado con la artillería de costa a la
flota roja y que la ha forzado a abandonar el puerto. Esto último
debe ser cierto, puesto que los buques republicanos no se han
presentado ni se tiene noticia de su paradero; «radio macuto»
asegura que se han internado en África. ¿Qué ha ocurrido en Cart-
agena? ¿Han enviado los rojos fuerzas suficientes para reprimir la
sublevación? ¿Ha sido un golpe de mano audaz pero condenado al
fracaso? ¿Han tardado demasiado en decidirse a desembarcar?
Los ataques de la aviación roja no han sido ni demasiado enérgi-
cos ni reiterados y la artillería antiaérea de los barcos se ha
mostrado suficientemente eficaz para ahuyentar a los aparatos.
Ayer sufrieron el peor de los ataques; la causa fue que debido a la
posición del sol, no advirtieron a los aviones hasta que los tuvi-
eron encima y descargando las bombas. Fue un mal momento.
Por la tarde se habían agrupado los buques junto al insignia: el
Mar Negro. Del Vulcano despegó una lancha llevando a bordo al
general Martín Alonso y jefes de su estado mayor. A la media
hora, se presentaron a gran altura aviones rojos. Llovían las bom-
bas. Los sirvientes de las piezas antiaéreas del Vulcano fueron los
primeros en responder al fuego y acto seguido disparó la totalidad
de la artillería de los demás buques. Una de las bombas cayó tan
próxima al Mar Negro que casi lo levantó del agua. Bombas y
fuego antiaéreo ensordecían y asustaban. Pasaron un mal rato
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hasta que la aviación enemiga abandonó el cielo. La motora en


que el general Martín Alonso se trasladó al Mar Negro, que se
hallaba amarrada a la escalerilla, desapareció.
Poco después se dio orden de regreso. Alivio y desilusión se
combinaba en el ánimo de los soldados y circulaban comentarios
de diversos sentidos.
Otro de los malos momentos se produjo ayer a primeras horas
de la mañana. Parecía decidido el desembarco; navegaban en van-
guardia los tres minadores. Daba gloria contemplar tanto buque
desplegado dirigiéndose hacia la costa. El destructor Teruel, que
se había incorporado durante la noche, les flanqueaba. Eran en
conjunto por lo menos quince unidades. Ya se veía la ciudad, la
costa, los faros. Apuntaba una mañana de las grandes en la histor-
ia. De pronto, comenzaron a caer, próximos y alejados, proyectiles
de artillería. Una batería del 15 y medio les disparaba. Los buques
viraron y se dispersaron para alejarse del área de fuego. Estarían a
unas ocho o nueve millas de la costa.
Oyeron una gran explosión; no lejos del Canarias, que por
haber virado lo tenían a proa, surgió una masa de agua en forma
de surtidor. Les cañoneaban baterías de grueso calibre, o por lo
menos alguna de ellas. El fuego de la batería, que dijeron sería del
38.10, no era rápido, pero emplearon cerca de media hora en salir
de su zona batida. Cada cañonazo les ponía espanto, por lo viol-
ento de la explosión, por la cantidad de agua que levantaba y
porque estaban convencidos de que si un proyectil les acertaba,
les mandaba a pique.
Ésos han sido los dos momentos de peligro. La actitud de la
artillería de costa les demostró que la rebelión de la «quinta
columna» había sido vencida.
Ellos no han comprendido los motivos que el mando tuviera
para las dilaciones; muchos conjeturan que si el primer día se de-
cide desembarcar en Portman, hubiese podido atacarse con éxito.
391/410

Corren rumores de que Martín Alonso quería, afrontando cu-


alquier riesgo, desembarcar unidades de choque para que protegi-
eran a los sublevados de las baterías y se apoderaran de la única
que les disparó el día anterior, y que el almirante don Francisco
Moreno se opuso.
—Tenemos que comernos una paella para consolarnos…
—Y naranjas; que en la mar da el escorbuto. Estoy harto de
leche condensada, membrillo y chorizo… y menos mal que hoy re-
gresamos. Esta noche he sufrido ardor de estómago.
—Esta noche dormías; lo habrás soñado.
—¡Qué iba a dormir! De tan cansado que estaba ni he pegado
ojo…
Los minadores doblan la farola del muelle del Grao de Cas-
tellón. Son las siete y cuarto de la mañana.
ÍNDICE ONOMÁSTICO
Todos los nombres relacionados en este índice corresponden
a personas reales, salvo los precedidos de asterisco, que, por las
razones expuestas en el prólogo, han sido modificados.
Se ha procurado hacer constar las graduaciones de militares
y marinos correspondientes a la época en que los hechos se de-
sarrollan. En lo que se refiere a los marinos republicanos en es-
pecial, puede haberse incurrido en errores. Resulta casi impos-
ible hallar informaciones que merezcan crédito absoluto; habilit-
aciones, ascensos, el hecho de que se les designa por sus cargos
(subsecretario de Marina, etc.) o por el mando que ejercen
(comandante del Antequera…) y que en publicaciones posteriores
se les atribuya en ocasiones la graduación anterior al 18 de julio,
son otras tantas causas de confusión. Se aceptará u agradecerá
cuantas rectificaciones documentadas se hagan al respecto.

Abárzuza, Luis (capitán de navío).


Adonis Rodríguez (capitán).
Aguilar (capitán).
Alajarín López, Juan.
Alarcón, Manuel (capitán).
Alberti, Rafael.
Alonso, Bruno.
Alonso Vega, Camilo (general).
Álvarez, José.
Álvarez del Vayo, Julio.
393/410

Aranda Mata, Antonio (general).


Ardois (capitán).
Argüelles (capitán).
Armentia Palacios, Gerardo (coronel).
Azaña Díaz, Manuel.
Azarola, Manuel (contraalmirante).
Baluja, José.
Barreiros (ver García Barreiros).
Barrena (capitán).
Barrionuevo, Rafael (general).
Barroso, Antonio (teniente coronel).
Benavides, Manuel D.
Bermejo Sandoval, Antonio.
Bernal Beltrí, Pedro.
Bernal García, Carlos (general).
Bernal Martínez, Pedro.
Besteiro Fernández, Julián.
Bosch, Francisco (coronel).
Bou, Joaquín.
Broué, Pierre.
Buiza Fernández-Palacios, Miguel (almirante habilitado).
Calderón, Esteban (teniente coronel).
Cánovas, José.
Cañabate, Eduardo.
Capaz, Osvaldo Fernando (coronel).
Carrasco, Sebastián.
*Carreras, José-Javier.
Carrillo, Wenceslao.
Casado López, Segismundo (coronel).
Cascales Mateos, Juan (sargento).
Castelló Pantoja, Luis (general).
Castillo, Antonio.
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Castro Delgado, Enrique.


Catelas, Jean.
Cervera Valderrama, Juan (almirante).
Cifuentes, José (comandante).
Ciutat, Francisco (comandante).
Claudín, Femando.
Colomer, Jorge Juan.
Cordón, Miguel P.
Cordón García, Antonio (general).
Corrientes, Diego.
Checa, Pedro.
«Chipé», el.
Delage, Luis.
Delgado, Alejandro (capitán).
Díaz, Francisco.
Díaz de Villegas, José (coronel).
Domínguez, Edmundo.
Escanilla.
Espa Ruiz, Arturo (teniente coronel).
Esperón (comandante).
Estrada.
Faguás, Julio (comandante).
Falcón, Irene.
Fando (contramaestre).
Franco Bahamonde, Francisco.
Frutos.
Frutos, Víctor de (mayor).
Fuentes Birlayn, Julio (comandante).
Fuentes Serna, Basilio (comandante).
Fusimaña Fábregas, José.
Gabin, Jean.
Galán Rodríguez, Francisco (teniente coronel).
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Galvache (ingeniero naval).


Gallén, Jaime.
Garcés, Santiago.
García, Joaquín.
García Barreiro (capitán de corbeta), 77.
García Martín (comandante).
García Pradas, Juan.
García de la Puerta, José M.ª (teniente de navío).
García Requena, Alfonso.
García Sánchez, José.
Garrido, José.
«Gayumbo» (ver Vila).
Gómez Sainz, Paulino.
González, Sabas.
González Marín.
González Ubieta, Luis (almirante habilitado).
Gould, Muirhead (capitán).
Guindulain, Antonio.
Guitart de Virto, Ramón (teniente navío).
Gullón, Francisco.
Gutiérrez (coronel).
*Gutiérrez (sargento).
*Herminio.
Hernández Arteaga (teniente coronel).
Hernández Tomás, Jesús.
Hevia, Carmen, 278, 279.
Hidalgo de Cisneros, Ignacio (coronel).
Hidalgo Ros, Manuel (capitán).
Hurtado (teniente).
Ibarrola Ureta, Juan (coronel).
Ibárruri, Dolores.
La Cerda, Rafael de.
396/410

Larrañaga.
Lazaga (alférez de navío).
Lenin.
León, María Teresa.
Líster, Enrique (coronel).
Lobo Blanco, Alfredo (sargento).
Lombardero Vicente, Manuel (comandante).
López-Cantí, Fernando (comandante).
López Iglesias, Manuel (comandante).
López Rodríguez, Venancio (capitán).
López Tovar, Pedro (mayor).
Loriente (capitán).
Llanos, Virgilio.
Macián Salvador, Jesús (capitán).
Maestre, José.
Manera, Enrique (oficial Marina).
«Manises».
Manzanera Gabarrón, Juan (oficial maquinista).
Marcos Bilbao, Pedro (oficial de marina).
Marín Gasca, Antonio (sargento).
Marón Jordán, Diego (capitán de navío).
Martín Alonso, Pablo (general).
Martín de la Escalera (coronel).
Martínez, Carmelo.
Martínez, Víctor (comandante).
Martínez Colunga, Rafael (capitán).
Martínez Dueso, Zenón.
Martínez Fuentes, Juan (capitán).
Martínez Monche, Antonio.
Martínez Monche, Luis.
Martínez Pallarés (capitán).
Martínez Pastor, Manuel.
397/410

Matallana López, Manuel (general).


Mateo Merino, Pedro (teniente coronel).
Meca Motilla, Alberto (capitán).
Meca, Quiterio.
Mellado, Juanito.
Mena, Ambrosio (comandante).
Menéndez, Fernando (cabo).
Mera, Cipriano (teniente coronel).
Miaja Menant, José (general).
Mira Mula, Carlos (comandante).
Modesto Guilloto, Juan (general).
Moix, José.
Molina.
Molina López, Calixto (sargento).
Molina Osete, Alberto.
Monreal Pilón, Luis (teniente coronel).
Monterde.
Montes Navarro, Luis (brigada).
Monzón.
Mora Parra, Ambrosio (capitán).
Morales, Manuel (radiotelegrafista).
Morales, Marcial.
Morales, Pascual.
Morcillo (cabo).
Morell, Norberto (teniente coronel).
Moreno.
Moreno, Francisco (almirante).
Moreno, Martín (general).
Mosalve (capitán).
Moyano (capitán).
Muñoz, Ángel (comandante).
Navalón Fernández, Luis.
398/410

Navarro, Marcos (comandante).


Navarro, Sabas.
*Navia, José.
Negrín López, Juan.
Nieto, Mateo (capitán).
Nieva.
Núñez de Castro, Luis (oficial de marina).
Oliva Llamusí, Alfredo (capitán de fragata).
Oliva Llamusí, Fernando (capitán de navío).
Orgaz Yoldi, Luis (general).
Ortiz (comandante).
Osorio Tafall, Bibiano.
*Pacho.
Pallarés Cachá, Lorenzo (teniente coronel).
Pando, Luis de (capitán).
Pareja, José.
Pasionaria (ver Ibárruri).
Patricio.
Payá (comandante).
Pedreño, Juan.
Pérez García, Tomás.
Pérez Espejo.
Pérez Milá.
Pérez Puente, Celso (oficial maquinista).
Pérez Salas, Joaquín (coronel).
Pío (teniente).
Porta Rico, Juan (oficial marina).
Pourtau García, Pedro (comandante).
Precioso Ugarte, Artemio (mayor).
Prieto Tuero, Indalecio.
Prim y Prats, Juan (general).
Primo de Rivera, Miguel (general).
399/410

Puerta, José María de la (teniente de navío).


Querol, Femando (jurídico armada).
Queipo de Llano, Gonzalo (general).
Ramírez Togores, Vicente (capitán de fragata).
Ramos Carratalá, Antonio.
Regalado (capitán).
Ródenas, Aureliano (capitán).
Rodríguez, Joaquín (teniente coronel).
Rodríguez Casaú.
Rodríguez Lizón, Emilio (teniente de navío).
Rodríguez Vega.
Rojo Lluch, Vicente (general).
Romero Duelo, Carlos (capitán).
Romero Marín, Francisco (teniente coronel).
Rosa, La.
Rosique, Antonio.
Rubio, Antonio (capitán).
Ruiz, Antonio (capitán de navío).
Ruiz, Ricardo (oficial de marina).
Ruiz de Ahumada, José (oficial de marina).
Ruiz Jiménez (capitán).
Saavedra (alférez).
Salas Larrazábal, Jesús.
Salgado, Manuel.
San Andrés, Diego.
Sánchez Guillén, José.
Sánchez Meca, Pedro.
Sánchez Roca, Ginés.
Sánchez Rosique, José.
Sanz, Pedro.
Semitiel, José.
Sempere Antonio (capitán).
400/410

Sempere, Emilio (capitán).


Senac.
Serantes García, Manuel (cabo).
Serna Carbonell, Cayetano (capitán).
Sevil, José.
Sierra, Eugenio.
*Solís, José Luis (comandante).
Soliva, Ramón (mayor).
Stalin, José.
Stepanov.
*Taboada (cabo).
Tagüeña Lacorte, Manuel (teniente coronel).
Témime, Émile.
Tempranillo, José María.
Thomas, Hugh.
Togliatti, Palmiro («Ercoli»).
Toucet.
Trigo, Vicente (capitán).
Úbeda, P. (capitán).
Ubieta (ver González Ubieta).
Uribe, Vicente.
Val, Eduardo.
Valero, «El tio».
Vega, Etelvino (teniente coronel).
Vidal, Federico (teniente navío).
Vila (capitán).
Zaplana, Ramón.
Zaplana Chaparro, Juan.
Zugazagoitia, Julián.
LUIS ROMERO PÉREZ. Escritor español nacido en Barcelona en
1916. Considerado por el público y la crítica nacional y extranjera
como uno de los mejores novelistas de la generación de
posguerra, se dio a conocer con su novela La noria (1951)
ganadora del Premio Nadal de ese año. Es autor de las novelas,
Carta de ayer (1953), Las viejas voces (1955), Los otros (1956),
La corriente (1962) y El cacique (1963), con la cual obtuvo el Pre-
mio Planeta.
También ha publicado obras históricas centradas en la II
República y la Guerra Civil española, Tres días de julio (1967),
Desastre en Cartagena (1971), El final de la guerra (1976), Cara
y cruz por la República (1980) y Por qué y cómo mataron a
Calvo Sotelo (1982). Fue un gran investigador de la figura de Sal-
vador Dalí, Todo Dalí es un rostro (1975), Aquel Dalí (1984),
Dedálico Dalí (1989) y Salvador Dalí (1992).
402/410

Asimismo es autor de Cuerda tensa (poemas, 1950), Esas som-


bras del trasmundo (cuentos, 1957), Tudá (cuentos, 1957) y Ha
pasado una sombra (relatos, 1953). En catalán ha publicado tres
novelas cortas, La finestra (1956), El carrer (1959) y Castell de
cartes (premio Ramón Llull, 1991).
Falleció en Barcelona en 2009.
Notas
404/410

[1]
En los números 651 y 652 de Gaceta Ilustrada correspondi-
entes al 30 de marzo y 6 de abril de 1969, publiqué un amplio tra-
bajo sobre el final de la guerra. Allí me interrogaba: «… ¿Cuándo
comienza el final de la guerra española? ¿Durante la batalla del
Ebro? ¿A lo largo de la ofensiva de Cataluña? ¿En el momento en
que las tropas nacionales clavan la bandera en la raya del Per-
thus? ¿Cuando Inglaterra y Francia reconocen al gobierno de
Franco? ¿A la dimisión de Azaña?…» <<
405/410

[2]
Por inercia seguimos calificando de «manuscrito» a lo que, es-
crito a máquina, no puede llamarse así. Comprendo que a nadie
puede interesarle si ese primer tratamiento de la obra estaba es-
crito a máquina o a mano, pero prefiero dejar constancia de mi in-
capacidad de hallar la palabra adecuada que decir lo que no es.
Tampoco la palabra original me sirve. Original es lo que ahora
entrego a la imprenta. <<
406/410

[1]
El nombre correcto es Castillo Olite (N. del E. digital) <<
407/410

[3]
Yo mismo, en mi aludido trabajo publicado en Gaceta Ilus-
trada doy como fecha de internamiento el día 7, dejándome,
supongo, arrastrar por quienes señalan aquella fecha. En la actu-
alidad estoy convencido de que debió ser el día 6. <<
408/410

[4]
A lo largo del libro doy noticia de algunas actuaciones de la
aviación, tanto de la nacional como de la republicana. Las dos ac-
ciones más destacadas, son el bombardeo sobre el puerto y en
particular sobre el arsenal durante la mañana del 5 de marzo. Al-
gunos me han afirmado que no fue de mucha intensidad, pero los
daños que causó a la flota republicana es algo en que todos los
autores están de acuerdo. Y se conoce el nombre de algunos
heridos; carezco de evidencia sobre si hubo o no muertos. El
efecto en la flota fue, desde luego, desmoralizador. En el notable
libro La guerra de España desde el aire de Jesús Salas Larrazábal
no encuentro ninguna noticia al respecto. Personas que luchaban
en diversos bandos (en aquellos momentos había más de dos) co-
inciden en que bombardeó una escuadrilla de «Savoia». La otra
acción no causó bajas ni desperfectos, pero pudo haber afectado a
los buques nacionales, y en particular al Mar Negro que era el del
almirante. Fue el 6 por la tarde. «Katiuskas» que despegaron del
aeródromo de La Ribera y que procedían de otro más al interior,
Fuente Álamo, llevaron a efecto el ataque. Era la 2.ª escuadrilla
del grupo 24.
Se produjeron otros bombardeos. Las personas que estaban en
tierra no llegan a concretar horas ni circunstancias y muchos ig-
noran si se trataba de aviones nacionales o republicanos.
Aparatos SB («Katiuska») —bimotores de bombardeo ligero—
procedentes de La Ribera, dejaron caer bombas sobre la capit-
anía. No tengo noticias de que alcanzaran el edificio, pero sí es
posible que alguna bomba cayera en el monte de la Concepción,
desde donde se les debió contestar con fuego y también, a estos
aviones, debió dispararles la ametralladora que se cree estaba
409/410

emplazada en la azotea de la base. Fue hacia las 11 de la mañana


del día 5.
Seis «Katiuskas» bombardearon las baterías del frente izquierdo y
cabo de Agua, ataques a los cuales ya se alude en el texto.
También tengo información comprobatoria de los disparos que
sobre aviones republicanos que habían atacado a buques
nacionales hizo la batería de la DECA bajo la amenaza de los
cañones de Espa, lance que se explica en el texto. Parece de-
mostrado que los de la DECA tiraban a dar.
Hubo más bombardeos y vuelos de reconocimiento por las
aviaciones de ambos bandos. La nacional efectuó una acción de
castigo sobre el monte de Galeras y sus contornos. No hay noticias
de que ningún avión fuera alcanzado por el fuego antiaéreo y
menos derribado, ni siquiera los que atacaron al «Castillo de
Peñafiel», lo que en el texto se dice al respecto pudo ser efecto de
alguna maniobra brusca o de humos debidos a otras causas. <<
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