O. Henry. Coles y Reyes. Español PDF

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COLES Y REYES
por O. Henry

Alguien ha llamado a la obra de O. Henry “Manual de la


Naturaleza Humana”. Por la vivacidad de sus personajes, por
lo complicado a la vez que primitivo de sus argumentos, por
el análisis animado y variadísimo de los caracteres, las
novelas y cuentos de este escritor norteamericano han
merecido un gran espacio en el público de habla inglesa.
Poco conocido en países de lengua española, nos complacemos
en presentarlo ahora con la novela “Coles y Reyes”, que
algunos consideran su obra maestra. Un fino, sutil y
despiadado humorismo se entremezcla con un sentido humano
que podría ser calificado de dramático, si no estuviera
envuelto por esa amable expresión pintoresca y sabrosa. O.
Henry conoció la belleza y la sordidez de la vida, y así
nos ofrece una visión total, concentrada en tipos que no
han solido ser héroes de novela. Un mundo abigarrado que
resalta por los contrastes extraordinarios de sus matices
humanos.

2
O. HENRY

COLES Y REYES

Traducción de
LILLIAN LORCA

__________________________________________________________
________

3
Z I G - Z A G
INDICE

INTRODUCCIÓN 5
PRÓLOGO 7
CACERÍA DE ZORROS 12
EL LOTO Y LA BOTELLA 23
SMITH 37
CAPTURADOS 51
EL DESTERRADO DE AMOR N.°2 67
EL GRAMÓFONO Y SU SECRETO 74
EL MISTERIO DEL DINERO 91
EL ALMIRANTE 104
LA INESTABLE BANDERA 115
EL TREBOL Y LA PALMERA 129
LOS DESPOJOS DEL CÓDIGO 150
BARCOS 174
MAESTRO DEL ARTE 184
DICKY 203
"ROUGE ET NOIR" 219
DOS RECUERDOS 230
EL VITAGRAFOSCOPO 241

4
INTRODUCCIÓN
O. Henry (seudónimo de William Sidney Porter) es
uno de los escritores más leídos en los países de
lengua inglesa, y de los menos conocidos entre los
lectores de lengua española. Vivió de 1862 a 1910. Su
existencia fue una continuación de aventuras más o
menos pintorescas, alguna de ellas peligrosa: sus
primeros ensayos y cuentos fueron enviados por él, a
las revistas de Nueva York, desde la prisión donde
estaba como culpable de quiebra fraudulenta. Con oció
profundamente los tipos extraños que forman lo que
pudiéramos llamar la “picaresca” norteamericana.
Tejas, con sus vagabundos, sus rancheros, sus cowboys
llenos de artimañas, complicaciones y cuajados en una
mezcla de socarrona sabiduría y de airado desplante.
Pero no fueron sólo estos tipos los protagonistas de
sus novelas y cuentos. En muchas de sus obras, los
personajes lucen un descaro impertinente, pero en otras
-como el delicadísimo cuento “The Whirligig of Life” -
encontramos una ternura humana, encantadoramente
entreverada del humorismo que campea por todos los
escritos de este autor.

Este humorismo, que no sólo forma la enjundia de


sus argumentos y el apresto de sus personajes, sino
también -por decirlo así- la técnica peculiar de su
expresión, dio motivos a ciertos críticos para tacharle
de formulismo y truco en los procedimientos. Tal vez
este defecto ha sido, más que del propio O. Henry, la
característica de los numerosos imitadores que
encontraron en su obra un filón fácilmente explotable.
Pero a todos éstos les faltó ese toque misterioso, esa
combinación indefinible de lo burlón con lo desgarrado,
ese matiz dramático, intensamente humano, que forma la
médula de este originalísimo novelista.

5
O. Henry dejó más de doscientas narraciones, de
diversa calidad y tamaño, entre las que se encuentran
varias indiscutibles obras maestras. La que ahora
ofrecemos al lector es una curiosa aventura considerada
como una de las mejores que salieron de su pluma. Su
título “Coles y Reyes” (Cabbges and Kings) está tomado
de los versos que dice la morsa en el inolvidable libro
de Lewis Carrol, “Alicia en el país de las maravillas”.

Seguros de que el lector gustará de estas ágiles


páginas, anunciamos para un próximo volumen de esta
misma biblioteca una colección de los mejores cuentos
de O. Henry.

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P R O L O G O

por EL CARPINTERO

En Anchuria os dirán que Miraflores, presidente


de aquella voluble república, se dio muerte en el
puerto de Coralio, adonde había llegado huyendo de las
complicaciones de una revolución inminente, y que cien
mil dólares, procedentes de los fondos fiscales y que
llevaba consigo en una valija de cuero americano como
recuerdo de su tempestuosa administración, nunca
fueron recuperados.

Por un “real” 1 cualquier muchachito os mostrará


su tumba. Se encuentra en las afueras de la ciudad,
junto a un pequeño puente que conduce a un campo de
mangles. A la cabecera se ve un simple trozo de madera.
Alguien ha pirograbado sobre éste, con un fierro al
rojo, la siguiente inscripción:

RAMON ANGEL DE LAS CRUCES


Y MIRAFLORES

Presidente de la República
de Anchuria

Que Dios sea su Juez.

Es característico de este pueblo ardoroso el que


no se persiga a nadie más allá de la tumba. “Que Dios
sea su Juez.” No obstante, los cien mil dólares
extraviados y grandemente necesitados, las protestas y
lamentaciones no pasaron de allí.

Al extranjero y a los huéspedes, los habitantes


de Coralio les contarán la anécdota del trágico final

1 En español en el original

7
de su ex presidente; de cómo intentó abandonar el país
con los fondos públicos, acompañado de doña Isabel
Guilbert, la joven cantante de óperas norteamericana;
de cómo, al ser aprehendido por miembros del partido
político opositor en Coralio, se dio un tiro en la
cabeza antes de entregar el dinero y, en consecuencia,
renunciar a la señorita Guilbert. En seguida referirán
cómo doña Isabel, habiendo encallado su aventurera
barca de la fortuna con la pérdida simultánea de su
distinguido admirador y los cien mil de recuerdo,
decidió echar anclas en estas playas inertes, en espera
de otra marea alta.

Cuentan en Coralio que encontró pronta y próspera


marejada en la persona de Frank Goodwin, residente
norteamericano de la ciudad, inversionista que se había
enriquecido comerciando en los productos del país, rey
de la banana, príncipe del caucho, barón de la
zarzaparrilla, el índigo y la caoba. Se os dirá que la
señorita Guilbert casó con el señor Goodwin un mes
después de la muerte del presidente, obteniendo así,
en el preciso instante en que la fortuna cesaba de
sonreírle, un bien mayor que el precio cobrado.

Del norteamericano Goodwin y su esposa los nativos


no tienen sino bien que decir. Don Frank ha vivido
muchos años entre ellos y se ha ganado su respeto. Su
compañera es reina de la escasa vida social que
aquellas tranquilas playas pueden ofrecer. La esposa
del gobernador del distrito, descendiente de la
orgullosa familia española de Monteleón y Dolora de
los Santos y Méndez, se siente honrada de desplegar su
servilleta, con sus manos morenas y profundamente
enjoyadas, junto a la mesa de la señora Goodwin. Si
alguna vez os refirierais (con todo vuestro prejuicio
nórdico) al alegre pasado de la señora Goodwin, cuando
su audaz y jovial temperamento en la ópera ligera
conquistó al maduro capricho del presidente, o su

8
participación en la caída y malversación de este
estadista, un muy latino encogimiento de hombros sería
la única respuesta y refutación. Cuanto prejuicio
existiera en Coralio en contra de la señora Goodwin
parecía ahora dispuesto en su favor, no obstante lo
ocurrido en el pasado.

Se podría pensar con esto que la historia había


terminado en vez de comenzar; que la culminación de la
tragedia y la apoteosis del romance hubieran agotado
los motivos de interés; pero para el más curioso lector
resultará sumamente instructivo seguir el hilo sutil
que forma la trama ingeniosa de las circunstancias.

La lápida que lleva el nombre del presidente


Miraflores es diariamente frotada con jaboncillo y
arena. Un anciano indio mestizo cuida de la tumba con
la fidelidad y la ociosa minuciosidad de una pereza
atávica. Con su machete corta los pastos y hierbajos
en eterno crecimiento; con sus dedos callosos arranca
de entre ellos las hormigas, cucarachas y escorpiones
y riega el césped con agua de la fuente de la plaza.
En ninguna parte se ve una tumba más ordenada y bien
cuidada que ésta.

Sólo siguiendo los sutiles hilos invisibles se


podrá descubrir por qué el anciano indio Gálvez es
secretamente remunerado para que mantenga verde la
tumba del presidente Miraflores, por alguien que jamás
vio al desgraciado estadista, vivo o muerto, y por qué
esta persona tiene costumbre de hablar en las sombras,
lanzando desde lejos miradas de suave tristeza sobre
aquel montículo desnudo de honores.

También fuera de Coralio se puede saber algo de


la impetuosa carrera de Isabel Guilbert. Nueva Orleáns
la vio nacer, y fue la naturaleza criolla, mezcla de
francés y español, lo que dio a su carácter tanta
turbulencia y calor. Tenía escasa educación, pero un

9
conocimiento de los hombres y las cosas que parecía en
el un don instintivo. De manera poco común en una
mujer, se encontraba dotada de una intrépida audacia,
de un amor por la aventura que la hacía perseguirla
hasta el borde mismo del peligro, y de un inmenso
anhelo por los placeres de la vida. Su espíritu era de
aquellos que se amoldan a todas las circunstancias;
ella era Eva después de la caída, pero antes de
experimentar su amargura. Llevaba la vida como una rosa
en su seno.

De la legión de hombres que se había postrado a


sus pies, se decía que sólo uno había sido lo bastante
afortunado para cautivar su capricho. Al presidente
Miraflores, el brillante pero inseguro gobernante de
Anchuria, entregó ella las llaves de su resuelto
corazón. ¿Cómo es posible, entonces, que la encontremos
(según os dirán los coralianos) desposada con Frank
Goodwin y disfrutando plácidamente de una existencia
de melancolía y soñadora inacción?

Los hilos invisibles se extienden muy lejos,


cruzando el océano. Si los seguimos, llegaremos a saber
por qué “Shorty” O’Day, de la Agencia de Detectives
Columbia, fue destituido de su cargo. Y, como
pasatiempo más liviano, será preciso cumplir con el
agradable deporte de vagabundear con Momo bajo las
estrellas tropicales, por donde mismo la austera
Melpómene paseó majestuosa. Y escuchar la risa
rebotando en el eco de aquellas selvas exuberantes y
por los adustos despeñaderos, donde antaño resonaron
los lamentos de las víctimas de los piratas, será
preciso dejar de lado picas y machetes y atacar con
chanzas y alegría. Arrancar una sola sonrisa jovial de
la enmohecida máscara del romance es algo agradable de
intentar, a la sombra de los limoneros de aquella costa
curvada como unos labios dispuestos para la risa.

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Aún quedan anécdotas en el continente español.
Aquel segmento de tierra azotado por el tempestuoso
Caribe, y que ofrece al mar una formidable barrera de
selvas tropicales coronadas por las arrogantes
cordilleras, se encuentra todavía lleno de misterios y
romanticismo. Antaño, filibusteros y revolucionarios
despertaron el eco de sus acantilados, y el cóndor
planeaba eternamente por encima de las verdes arboledas
donde aquéllos preparaban su festín con mosquetes y
sables toledanos. Tomada y recuperada por piratas, por
poderes adversarios y por el súbito levantamiento de
facciones rebeldes, estas históricas trescientas
millas de aventurera costa no han sabido durante siglos
a quien reconocer por amo. Pizarro, Balboa, Sir Francis
Drake y Bolívar hicieron cuanto pudieron por darle un
lugar en la cristiandad. Sir John Morgan, Laffite y
otros eminentes matasietes la bombardearon y
castigaron en nombre Abaddon.

Este juego prosigue aún. Los mosquetes de los


piratas ya están silenciados, pero el daguerrotipista,
el bandido de fotografía ampliada, el turista con su
Kodak y la vanguardia de la gentil brigada de los
buhoneros, la han descubierto y continúan la labor.
Los pillos de Alemania, Francia y Sicilia trafican
ahora con sus monedas en sus mesones. Caballeros
aventureros pululan en las antesalas de los gobernantes
con proposiciones para instalar ferrocarriles y
obtener concesiones. Las pequeñas naciones de Opera-
Bouffe juegan a gobernarse e instigar, hasta que un
día un grande y silencioso torpedero se desliza por la
bahía y les advierte que no destrocen sus juguetes. Y
en medio de estos ajetreos surge también el pequeño
aventurero con los bolsillos vacíos y muy dispuesto a
llenarlos, con el ánimo alegre y el cerebro ágil,
moderno príncipe encantado, portador de un reloj
despertador con el cual podrá, más efectivamente que
con el beso sentimental, interrumpir el sueño

11
centenario del hermoso trópico. Por lo general, este
personaje luce un trébol que orgullosamente hace
contrastar con las extravagantes palmeras. Y es él
quien ha puesto en fuga a Melpómene, colocando en su
lugar a la Comedia para que dance junto a las
candilejas de la Cruz del Sur.

Así, pues, hay una pequeña historia que referir


sobre muchas cosas. Acaso penetro con mayor provecho
en los promiscuos oídos del pingüino, pues en ella
figuran zapatos, barcos, sellos, palmeras y presientes
en vez de reyes.

Agregad a todo esto un poco de amor y argumento,


y rociad profusamente este mosaico con dólares
tropicales, dólares que no han sido calentados por el
sol tórrido como no lo fueron por las manos ardorosas
de los exploradores de la fortuna, y al cabo tendremos
ante nosotros un trozo auténtico de vida, lo bastante
elocuente para superar al más parlanchín de los
pingüinos.

CACERIA DE ZORROS

Al calor de mediodía, Coralio aparecía tendido


como una ociosa belleza, reposando en un bien guardado
harén. La ciudad se encontraba situada a orillas del
mar, sobre una franja de terreno aluvial. Era como una
perla incrustada en un engaste de esmeraldas. A su
espalda, tan cerca que daba la impresión inminente de
volcarse sobre ella, se encontraba la cordillera de la
Costa. Frente a ella se extendía el mar, carcelero
sonriente, pero más incorruptible aún que las adustas
montañas. Las olas se deslizaban por la playa
suavísima; los papagayos chillaban en naranjos y
ceibos; las palmeras mecían estúpidamente su flexible

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ramaje como un desmañanado coro en espera de la entrada
de la prima donna.

De pronto la ciudad se llenó de excitación. Un


muchacho nativo se precipitó por la calle inundada de
hierbas, gritando:

- ¡Busco al señor Goodwin! ¡Ha llegado un


telegrama para él!1.

Rápidamente se corrió la voz. No era corriente que


llegara un telegrama para algún habitante de Coralio.
El recado para el señor Goodwin fue transmitido por
una docena de voces comedidas. La calle principal, que
corría paralela a la playa, se pobló de todos aquellos
que deseaban llevar el mensaje. Grupos de mujeres de
piel matizada desde el más pálido aceituna hasta el
más profundo tinte moreno se reunían en las esquinas y
coreaban plañideramente: “¡Un telegrama para el señor
Goodwin!”2. El comandante, coronel señor don
Encarnación Ríos, leal a los gobiernistas y sospechando
la devoción de Goodwin por los opositores, exclamó:
“¡Ajá!”, y anotó en su secreto cuadernillo de apuntes
el hecho acusador de que el señor Goodwin, en aquella
fecha precisa, había recibido un telegrama.

En medio del barullo, un hombre se asomó a la


puerta de un pequeño edificio de tablas y miró hacia
afuera. Sobre la puerta se veía un aviso que decía:
“KEogh y Clancy”, nomenclatura que no parecía
pertenecer a aquella tierra tropical. El hombre en la
puerta era Billy Keogh, explorador de la fortuna y el
progreso, recientemente dedicado a piratear en el
continente español. Daguerrotipos y fotografías eran
las armas con las cuales Keogh y Clancy asaltaban en
aquel entonces aquellas costas desoladas. Sobre la

1 En español en el original
2 En español en el original

13
fachada de la tienda se veían dos grandes marcos llenos
de las pruebas de su arte y su habilidad.

Keogh se apoyó en la puerta, su semblante,


atrevido y jovial, animado por el interés que le
provocaba el insólito despliegue de vitalidad y ruido
en la calle. Cuando hubo captado el significado del
disturbio, colocó una mano junto a su boca y gritó:
“¡Eh, Frank!”, con tan robusta voz, que el débil clamor
de los nativos quedó ahogado y acallado.

A cincuenta yardas de distancia, por el lado de


la calle que deslindaba con la playa, se encontraba la
casa del cónsul de los Estados Unidos. Respondiendo al
llamado, de la puerta de aquel edificio salió
tambaleando Goodwin. Había estado fumando en compañía
de Willard Geddie, el cónsul, en el portal posterior
del consulado, lugar que tenía fama de ser el más
fresco de Coralio.

-¡Date prisa! -le gritó Keogh-, Se ha formado una


revurlta en el pueblo a causa de un telegrama que acaba
de llegar para ti. Debías tener más cuidado con esas
cosas, muchacho, No conviene jugar así con los
sentimientos del público. Uno de estos días recibirás
una carta rosada con olor a violetas y el país se
precipitará en la agonía de una revolución.

Goodwin había avanzado por la calle al encuentro


del mensajero. Las mujeres de ojos bovinos lo miraban
con tímida admiración, pues su tipo las atraía. Era
alto, rubio, vistosamente vestido con un traje de lino
blanco y zapatos de gamuza. Sus modales eran corteses,
con una especie de bondadosa truculencia templada por
un carácter benévolo. Apenas el telegrama fue entregado
y el portador despedido con una propina, el pueblo,
tranquilizado, regresó a los lugares sombríos, de donde
los había arrancado la curiosidad: las mujeres al
amasijo, junto a los hornos de barro, bajo los

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naranjos, o al interminable peinado de sus largas
cabelleras lacias; los hombres a sus cigarros y la
chismografía de las cantinas.

Goodwin se sentó en el umbral de la puerta de


Keogh y leyó su telegrama. Era de Bob Englehart, un
norteamericano que vivía en San Mateo, capital de
Anchuria, a ochenta millas al interior. Englehart era
un minero aurífero, ardiente revolucionario y
“excelente persona”. Que era un hombre de recursos e
imaginación lo probaba el telegrama que enviaba. Se
había visto en la necesidad de mandar un mensaje
confidencial a su amigo en Coralio. Esto no podía
llevarse a cabo en español ni en inglés, pues el ojo
político en Anchuria era sumamente activo.
Gobiernistas y opositores se mantenían eternamente en
guardia. Pero Englehart era todo un diplomático.
Existía una única clave de la cual podía echar mano
con plenas garantías de seguridad: la grande y poderosa
clave del “slang”. 1. He aquí, pues, el mensaje que se
deslizó. Incólume, por entre los dedos de los
funcionarios curiosos, hasta llegar a los ojos de
Goodwin:

El mandamás tomó las de Villadiego con toda la


pasta y la prenda que lo trae chiflado. Seis cifras
faltan al pienso. Nuestra gente en buena forma, pero
necesitamos la lúganas. Recupéralas. El principal y la
materia prima se dirigen hacia el mar. Tú sabes lo que
hay que hacer.

BOB.

No obstante lo extraño de esta redacción, para


Goodwin no tenía misterios. Él era el más próspero de
la pequeña vanguardia de especuladores norteamericanos
que habían invadido Anchuria, y no había ascendido a

1 Jerga popular norteamericana.

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tan envidiables alturas sin haber aplicado antes
acertadamente las artes de la deducción y la previsión.
Había tomado parte en la intriga política como en un
asunto de negocios. Era lo bastante perspicaz como para
saber ejercer cierta influencia sobre los principales
dirigentes y los suficiente rico como para contar con
el respeto de los pequeños funcionarios. Siempre había
un partido revolucionario y a él se aliaba
invariablemente, pues los adherentes a una nueva
administración recibían la recompensa de sus
esfuerzos. Existía ahora un partido liberal deseoso de
derrocar al presidente Miraflores. Si la rueda giraba
correctamente, Goodwin esperaba obtener la concesión
de 30,000 “manzanas”1 de las mejores tierras cafeteras
del interior. Ciertas incidencias en la reciente
carrera del presidente Miraflores permitían a Goodwin
sospechar que el gobierno se encontraba cercano a su
disolución por causas ajenas a la revolución, y ahora
el telegrama de Englehart venía a corroborar su
acertado presentimiento.

El telegrama, ininteligible para los lingüistas


anchurianos, no obstante haber aplicado en vano todos
sus conocimientos de castellano e inglés elemental,
procuró una estimulante noticia a la inteligencia de
Goodwin. Le informó de que el presidente de la
república había huido de la capital con los fondos del
tesoro público. Además, que lo acompañaba en la fuga
aquella triunfante aventurera, Isabel Guilbert, la
cantante de ópera, cuya compañía de actores había sido
festejada por el presidente en San Mateo, durante el
último mes, en una forma menos modesta que la habitual
y satisfactoria en casos de visitas reales. La
referencia a “tomar las de Villadiego” no podía
significar sino el sistema de transporte a lomo de
mula, que aún se practicaba entre Coralio y la capital.

1 En español en el original.

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Aquel dato sobre la falta de seis cifras en el “pienso”
lo informaba claramente sobre la lamentable situación
del tesoro nacional. También resultaba
convincentemente cierto que el partido que se disponía
a entrar en escena -con el camino expedito en forma
pacífica- tendría necesidad de las “lúganas”. A menos
que sus gestiones fueran llevadas a buen término y los
despojos recuperados para delectación de los
victoriosos, la situación del nuevo gobierno sería, en
efecto, sumamente precaria. Por lo tanto urgía echar
mano al fugitivo “individuo” y entrar de nuevo en
posesión de las armas de guerra y gobierno.

Goodwin tendió el mensaje a Keogh.

-Lee esto, Billy -le dijo-. Es de Bob Englehart.


¿Entiendes la clave?

Keogh se encontraba sentado en la otra mitad del


umbral y cuidadosamente examinó el telegrama.

-Esto no es clave -declaró por fin—. Es lo que


llaman literatura y un sistema de lenguaje colocado en
boca de la plebe y al cual nunca tuvieron acceso los
escritores de imaginación. Lo inventaron las revistas,
pero no sabía que el presidente Norwin Green lo hubiera
marcado con el sello de su aprobación. Ya no es
literatura sino un idioma. Los diccionarios nunca
pudieron darle rango superior al dialecto, aunque lo
intentaron varias veces. Sin duda, ahora que la Western
Union lo adopta, no pasará mucho tiempo antes que surja
una raza que lo hable.

-Te preocupas demasiado de la filología, Billy -


advirtió Goodwin-. ¿Comprendes el significado del
mensaje?

-Por supuesto – replicó el filólogo improvisado-


. Todos los lenguajes son comprensibles para aquel que
debe comprenderlos. En una ocasión no dejé de

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interpretar correctamente una orden de evacuación
pronunciada en chino clásico, cuando fue emitida por
un cañón de escopeta. Este pequeño ensayo liter ario
que sostengo en mis manos significa una partida de caza
de zorros. ¿Jugaste alguna vez a esto, Frank, cuando
eras chiquillo?

-Creo que sí -dijo Goodwin, riendo-. Se toman


todos de la mano en un círculo y…

-No es así – interrumpió Keogh-. Confundes un


juego auténticamente deportivo con una ronda. El ánimo
de la caza de zorros se opone al hecho de tomarse de
las manos. Te diré cómo se juega. Este presidente y su
compañera se sitúan en San Mateo, listos para partir,
y gritan: “¡Zorro madrugador!”. Tú y yo, desde aquí
decimos: “¡Ganso y gansa!”. Ellos preguntan: “¿Cuántas
millas faltan para llegar a Londres?”. Nosotros
contestamos: “Sólo unas pocas, si tenéis las piernas
bastante largas”. Ellos replican: “Más de lo que
vosotros podéis alcanzar”. Y entonces comienza el
juego.

-Ya comprendo -dijo Goodwin-. No podemos permitir


que este ganso y su gansa se nos deslicen entre los
dedos, Billy; sus plumas son demasiado valiosas.
Nuestra gente está preparada y dispuesta a calzarse
las botas del gobierno inmediatamente. Pero con el
tesoro vacío permaneceríamos en el gobierno tanto como
un novato sobre el lomo de un potro indómito. Tenemos
que jugar al zorro en cada palmo de la costa para
impedir que se nos escapen del país.

-A lomo de mula -reflexionó Keogh-, son cinco días


de viaje desde San mateo. Tenemos tiempo de sobra para
colocar nuestros centinelas. No existen sino tres
puntos en la costa desde donde tendrían posibilidades
de embarcarse hacia el extranjero: aquí, Solitas y
Alazán. Son éstos los únicos sitios que debemos

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vigilar. Es tan fácil como un problema de ajedrez: caza
de zorros y jaque en tres jugadas. ¡Oh, ganso, ganso,
gansita! ¿Hacia dónde vais? Gracias al poder divino
del literario telégrafo, los bienes de esta tierra
oscura serán devueltos al honrado partido político que
se dispone a dilapidarlos.

La situación había sido correctamente expuesta por


Keogh. La ruta descendente que conducía desde la
capital a la costa era un fatigoso camino. Sería aquél
un viaje accidentado y agotador: helado y ardiente,
húmedo y seco. La ruta ascendía por imponentes
montañas, atada como una cuerda podrida al borde de
espantosos precipicios; se hundía en helados torrentes
formados por el deshielo y se escurría como una
serpiente por entre selvas a las que no penetraba el
sol, infestadas de insectos y peligrosa vida animal.
Al llegar a las faldas de la montaña el camino se
ramificaba en un tridente, desembocando el diente
central en Alazán. Otro conducía a Coralio y el tercero
penetraba hasta Solitas. Entre el mar y la falda de la
montaña se extendía la costa aluvial de cinco millas
de ancho. Aquí la flora tropical se desarrollaba en su
formas más pródigas y exuberantes. Acá y allá se habían
arrebatado algunos espacios a la selva plantándolos de
plátanos, cañas de azúcar y naranjos. El resto era un
caos de salvaje vegetación, hogar de monos, tapires,
jaguares, cocodrilos y prodigiosos reptiles e
insectos. Allí donde no se había abierto una trocha,
difícilmente habría podido pasar el hombre por la
tupida red de enredaderas y trepadoras. Bien pocas
criaturas sin alas podrían cruzar sin peligro los
traicioneros pantanos de mangles. Por lo tanto, los
fugitivos sólo podías esperar llegar a la costa por
alguno de los caminos citados.

-Guarda este asunto en secreto, Billy -aconsejó


Goodwin-. No queremos que los gobiernistas sepan que

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el presidente ha huido. Tengo motivos para suponer que
la información de Bob es una noticia inédita aún en la
capital. De otro modo no se habría esforzado en que su
mensaje fuera estrictamente confidencial, sin lo cual
todo el mundo se podría imponer de las novedades. Voy
a visitar al doctor Zavala y enviar un hombre al camino
para que corte los hilos del telégrafo.

Mientras Goodwin se levantaba, Keogh lanzó su


sombrero sobre la hierba y exhaló un inmenso suspiro.

-¿Qué te pasa, Billy? -Le preguntó Goodwin


deteniéndose-. Es la primera vez que te oigo suspirar.

Y será la última -dijo Billy-. Junto con ese


doloroso bufido me he resignado a una vida de
encomiástica pero fastidiosa honradez. Dime, ¿Qué
pueden significar los daguerrotipos comparados a las
oportunidades de que disfruta la magnífica y
humorística clase de los gansos y gansas? No es que
tenga pretensiones presidenciales, Frank, y, además,
considero que la suma que ese señor lleva es superior
a mi capacidad de administración. Pero, en cierto modo,
mi consciencia me reprocha a veces que me dedique a
fotografiar una nación en vez de fugarme con ella en
el bolsillo. Frank, ¿has visto alguna vez a la prenda
que su excelencia trae consigo en la huida?

-¿Isabel Guilbert? -preguntó Goodwin, riendo-.


No, nunca la he visto. Sin embargo, por lo que he oído
de ella, me imagino que no se apegaría a nada que no
le conviniera. No te pongas romántico, Billy. A veces
temo que entre tus antepasados haya algunos de sangr e
irlandesa.

-Yo tampoco la he visto jamás -continuó Keogh-.


Pero dicen que ella ha resumido en su persona a todas
las heroínas de la mitología, la escultura y la novela.
Dicen que con una sola de sus miradas es capaz de

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transformar a un hombre en mono y hacerlo trepar a los
árboles a coger cocos para ella. Imagínate a ese
presidente, con sabe Dios cuantos miles de dólares en
una mano y esta sirena de seda en la otra, galopando
por esos montes sobre una mula comprensiva y escoltado
por las flores y el canto de las aves. Y he aquí a
Billy Keogh, por honrado, condenado al miserable
comercio de calumniar en fotografías los rostros de
estos eslabones perdidos, a fin de ganarse honestamente
el sustento. La vida es injusta.

-¡Anímate! -dijo Goodwin-. Eres un zorro bien


lamentable cuando así envidias al ganso. Es muy posible
que la encantadora Guilbert se encapriche contigo y
tus daguerrotipos apenas hayamos procedido a arruinar
a su real escolta.

-Podría hacer coas peores, pero no hará nada -


reflexionó Keogh- No está ella destinada a adornar una
galería de fotógrafo, sino la galería de los dioses.
Es una mujer muy perversa y el presidente está de
suerte. Pero ya oigo a Clancy blasfemar porque le dejo
hacer todo el trabajo.

Y Keogh se precipitó a la trastienda de la


“galería”, silbando alegremente en forma espontánea
que desmentía la amargura de su reciente suspiro sobre
la dudosa buena suerte del presidente fugitivo.

Goodwin abandonó la calle principal y torció por


otra mucho más angosta que la cortaba en ángulo recto.

Estas calles laterales estaban cubiertas por una


espesa y exuberante vegetación de pasto, mantenida a
una altura navegable por los machetes de la policía.
Aceras de piedra, apenas más anchas que un alero,
corrían a lo largo de míseras y monótonas casas de
adobe. En las afueras del pueblo estas calles
disminuían gradualmente hasta terminar en nada, y allí

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se encontraban las chozas con hojas de palmas de los
caribes y nativos más pobres, así como las sórdidas
cabañas de los negros de Jamaica y de las islas
occidentales de la India. Unos pocos edificios elevaban
su estructura sobre los techos de tejas rojas de las
casas de un solo piso: el campanario del Calabozo, el
Hotel de los Extranjeros, la residencia del agente de
la Compañía Frutera Vesubio, la tienda y habitación de
Bernard Brannigan, una ruinosa catedral a la que una
vez entró Colón y, el más imponente de todos, la “Casa
Morena”, Casa Blanca veraniega de los presidentes de
Anchuria. En la calle principal, paralela a la playa -
el Broadway de Coralio-, se encontraban las tiendas
principales, la bodega del gobierno y el correo, el
cuartel, las cantinas y la plaza del mercado.

Goodwin pasó frente a la casa de Bernard


Brannigan. Era un moderno edificio de madera, de dos
pisos. El primero y el segundo contenía los
departamentos de habitación. Un ancho y fresco corredor
se extendía alrededor de la casa a media altura de sus
muros exteriores. Una bella muchacha de expresión vivaz
y pulcramente ataviada de un flotante vestido blanco
se apoyó sobre la baranda y sonrió a Goodwin. No era
mucho más morena que muchas andaluzas de noble estirpe
y tenía el brillo y resplandor de una noche de luna
tropical.

-Buenas tardes, señorita Paula -dijo Goodwin,


quitándose el sombrero y sonriendo con gesto
espontáneo.

No variaban casi sus modales al tratar con hombres


o mujeres. Todos es Coralio gustaban de ser saludados
por el robusto norteamericano.

-¿Hay alguna novedad, Mr. Goodwin? Por favor, no


diga que no. Qué calor hace, ¿verdad? Me siento igual

22
que Mariana en su granja rodeada de fosos…, ¿o era una
hacienda? Hace mucho calor.

No, me parece que no hay novedades -dijo Goodwin,


con una maliciosa expresión en la mirada-. Excepto que
el pobre Geddie se pone cada día más gruñón y rabioso.
Si no sucede pronto algo que alivie su ánimo, tendré
que dejar de fumar en su portal…, y no hay aquí otro
lugar tan fresco como ése.

-No es gruñón -exclamó Paula Brannigan,


impulsivamente-. Cuando él…

Pero bruscamente se interrumpió y retrocedió


ruborizada. Su madre fue una “mestiza”1 y la sangre
española daba a Paula cierta timidez que era un adorno
más a la otra mitad de su demostrativa naturaleza.

EL LOTO Y LA BOTELLA

Willard Geddie, cónsul de los Estados Unidos en


Coralio, trabajaba calmadamente en su informa anu al.
Goodwin, que había entrado como todos los días para
fumar en el codiciado portal, lo encontró a tal punto
absorto en la tarea, que se marchó después de
reprocharle francamente a su falta de hospitalidad.

-Me quejaré al departamento de servicios civiles


-profirió Goodwin-. Pero, ¿acaso existe tal
departamento? Es muy posible que no sea más que una
quimera. De ti no se sacan ni servicios ni cortesía.
No quieres hablar ni ofreces de beber. ¿Qué manera es
ésta de representar a tu gobierno?

1 En español en el original.

23
Goodwin se marchó dirigiéndose al hotel, donde se
proponía desafiar al médico de cuarentena a una partida
en el solitario billar de Coralio. Había terminado los
preparativos de su plan para interceptar el paso de
los fugitivos de la capital y ya no le quedaba en el
juego otra cosa que esperar.

EL cónsul estaba preocupado de su informa. No


tenía más que veinticuatro años y no había vivido lo
suficiente en Coralio para que su entusiasmo se
enfriara bajo el calor del trópico, paradoja que bien
puede admitirse entre Cáncer y Capricornio.

Tantos miles de racimos de plátanos, tantos miles


de naranjas y cocos, tantas onzas de oro en polvo,
libras de caucho, café, índigo y zarzaparrilla. En
realidad, la exportación era en un veinte por ciento
superior a la del año anterior.

El cónsul se sintió sacudido por un leve


estremecimiento de satisfacción. Acaso, pensó, el
Departamento de Estado observara este progreso cuando
leyera su informe… Luego se reclinó en su silla y rió.
Su estado comenzaba a manifestar síntomas tan
alarmantes como los de los demás. Por un momento había
olvidado que Coralio era un pueblo insignificante de
un país sin importancia, situado junto a las playas de
un mar de segundo orden. Pensó en Gregg, el doctor de
cuarentena, que se escribía al “Lancet” de Londres en
la esperanza de que citaran sus informes al Consejo de
Sanidad sobre el germen de la fiebre amarilla. El
cónsul sabía que ni uno entre cincuenta de sus
conocidos en los Estados Unidos sabía dónde se
encontraba Coralio. Sabía que, en el mejor de los
casos, dos hombres tendrían que leer su informe: algún
funcionario subalterno del Departamento de Estado y un
tipógrafo de la oficina de Publicaciones. Tal vez este
personaje observara el aumento del comercio en Coralio

24
y comentara el hecho con los amigos mientras bebiera
su cerveza saboreando un trozo de queso.

Acababa de escribir: “Es incomprensible la


negligencia de los grandes exportadores
norteamericanos, que permiten que las casas francesas
y alemanas controlen casi completamente los intereses
comerciales en este rico y productivo país”, cuando
oyó el ronco llamado de la serena de un vapor.

Geddie dejó la pluma, cogió su panamá y el


quitasol. Por el sonido había reconocido al “Valhalla”,
uno de los barcos fruteros pertenecientes a la Compañía
Vesubio. Todos los habitantes de Coralio, hasta los
niños de cinco años, podían nombrar cada barco que
arribaba por el tono de su sirena.

EL cónsul recorrió lentamente un sendero retorcido


y umbroso que conducía a la playa. Gracias a una larga
práctica, medía su paseo con tal exactitud, que al
llegar a la arenosa orilla, el bote de los oficiales
de la aduana regresaba del barco después de abordarlo
e inspeccionarlo de acuerdo a las leyes de Anchuria.

En Coralio no hay muelle. Barcos del calado del


“Valhalla” deben permanecer anclados a una milla de la
playa. Cuando cargan frutas, éstas son transportadas
en gabarras y balandras. En Solitas, donde había un
espléndido malecón, se podía ver toda clase de barcos,
pero en la rada de Coralio sólo se detenían los
fruteros. De tarde en tarde, algún barco caletero, un
misterioso bergantín español o una airosa goleta
francesa, se mecía inocentemente en la bahía por
algunos días. Entonces los funcionarios de aduana se
manifestaban doblemente vigilantes y cautelosos. Por
la noche, uno o dos lanchones efectuaban extrañas
correrías por la orilla del mar y a la mañana siguiente
se observaba un notable aumento en la provisión de
Three Star Hennessy, vinos y telas del comercio en

25
Coralio. También se decía que los empleados de aduana
hacían resonar más monedas de plata en los bolsillos
de sus pantalones rayados de rojo y que los libros de
contabilidad no acusaban, en cambio, ningún aumento en
la partida de entradas por importación.

El bote de la aduana y la lancha del “Valhalla”


llegaron a la playa al mismo tiempo. Cuando encallaron
en el bajío, todavía se extendían cinco yardas de ondas
entre ellos y la arena seca. Entonces los caribes,
semidesnudos, se precipitaron al agua y transportaron
sobre sus espaldas al contador del “Valhalla” y los
pequeños oficiales nativos, con sus camisetas de
algodón, sus pantalones azules con listas rojas y los
sombreros de paja de anchas alas flexibles.

En la universidad, Geddie había sido una


notabilidad como primer baseballer. Cerró ahora su
quitasol, lo clavó en la arena y se puso en cuclillas
con las manos apoyadas en las rodillas. Imitando las
contorsiones del lanzador, el contador arrojó al cónsul
el pesado rollo de periódicos atados con un cordel,
que siempre le traía el barco. Geddie dio un gran salto
y atrapó el paquete con una sonora palmada. El público
que holgazaneaba por la playa -casi un tercio de la
población- rió aplaudiendo con delicia. Todas las
semanas esperaban que aquel paquete fuera entregado y
recibido en la misma forma, y nunca era defraudados.
Las innovaciones no florecían en Coralio.

El cónsul recogió su sombrilla y regreso al


consulado.

Este hogar del representante de una gran nación


era una construcción de madera que constaba de dos
piezas, con un corredor a la usanza nativa, hecho de
vigas, bambú y hojas de palmera “nipa” en tres de sus
costados. Uno de los cuartos estaba destinado al
departamento oficial, sencillamente amoblado con un

26
escritorio de lisa cubierta, una hamaca y tres
incómodas sillas de totora. Litografías del primero y
del último presidente del país representado aparecían
colgadas en la pared. La otra habitación era el
dormitorio del cónsul.

Eran las once cuando regresó de la playa y, por


lo tanto, hora de almorzar. Chanca, la mujer caribe
que cocinaba para él, estaba ya sirviendo la comida en
el costado del corredor que daba al mar, sitio reputado
en todo Coralio por su frescura. El almuerzo consistía
en sopa de aletas de tiburón, estofado de camarones de
tierra, fruta del pan, cocido de carne de iguana,
aguacates, rebanadas de piña fresca, clarete y café.

Geddie se sentó y desenvolvió con voluptuosa


lentitud su paquete de periódicos. Aquí en Coralio
durante dos o más días, leería los acontecimientos
mundiales tal como nosotros, en el mundo civilizado,
leemos aquellas caprichosas contribuciones a una
ciencia inexacta en las que se intenta reproducir la
vida y las costumbres de los marcianos. Cuando él
hubiera terminado de revisarlos, los enviaría por turno
a los demás residentes del pueblo que poseyeran el
idioma inglés.

El primer periódico que cayó en sus manos era una


de esas voluminosas ediciones con grabados, sobre las
cuales se supone que los lectores de ciertos diarios
neoyorquinos disfrutan de su literaria siesta
dominical. Después de abrirlo, el cónsul lo apoyó en
la mesa sosteniendo su peso con la ayuda del espaldar
de una silla. Luego comenzó a saborear despaciosamente
su comida, volviendo las hojas de vez en cuando y
recorriendo sin premura su contenido.

De pronto, le impresionó un detalle familiar en


uno de los grabados: media página ofrecía una mala
reproducción de la fotografía de un velero.

27
Lánguidamente interesado, se inclinó para realizar un
más prolijo examen y echar un vistazo al florido
encabezamiento de la columna que acompañaba al cuadro.

Sí, no se había equivocado. El grabado reproducía


la silueta de aquel yate de ochocientas toneladas, el
“Idalia”, perteneciente al “príncipe de los buenos
muchachos, Midas de la Bolsa y modelo perfecto de los
hombres de sociedad, J. Ward Tolliver”.

Bebiendo lentamente su café cargado, Geddie leyó


la columna del comentarista. Después de una minuciosa
enumeración de los bienes y propiedades del señor
Tolliver, venía una descripción de los muebles y
decoraciones del yate, para terminar con la noticia de
fondo, apenas mayor que una semilla de mostaza.
Acompañado de una corte de selectos invitados, el señor
Tolliver zarparía al día siguiente para emprender un
crucero de seis semanas a lo largo de las costas centro
y sudamericanas y por las islas Bahamas. Entre los
invitados figuraban la señora Cumberland Payne y la
señorita Ida Payne, de Norfolk.

El escritor, con la fatua presunción que los


lectores esperaban de él, había urdido un romance al
gusto de sus paladares. Entrelazaba los nombres de la
señorita Payne y el señor Tolliver hasta dar la
impresión de que materialmente había pronunciado sobre
ellos las palabras sacramentales. Manejaba hábil e
insinuantemente los hilos del on dit, “Madame Rumor” y
“un pajarito me contó” o bien “a nadie le
sorprendería”, para terminar con felicitaciones.

Habiendo acabado de almorzar, Geddie trasladó sus


periódicos al borde del corredor y se sentó allí en su
favorita silla de lona, con los pies apoyados en la
baranda de bambú. Encendió un cigarro y miró hacia el
mar. Sintió una luminosa satisfacción al comprobar cuán
poco lo había impresionado lo que acababa de leer.

28
Pensó que por fin había logrado dominar el dolor que
lo lanzara, desterrado voluntario, a este apartado país
del loto. Sin duda nunca podría olvidar por completo a
Ida, pero por lo menos ya no sufría al pensar en ella.
Cuando tuvieron aquel malentendido y la disputa final,
él solicitó impulsivamente este consulado, en el deseo
de vengarse de ella, desligándose de su presencia y su
mundo. En esto había tenido pleno éxito. Durante los
doce meses de su estada en Coralio, no se había cruzado
una sola palabra entre ellos, aunque a veces tuvo
noticias de ella por medio de la dilatada
correspondencia que todavía mantenía con algunos
amigos. Sin embrago, no pudo reprimir un pequeño
estremecimiento de placer al saber que aún no se había
casado con Tolliver ni con otro. Aunque era evidente
que Tolliver no abandonaba aún las esperanzas.

Bueno, para él ya esto no tenía importancia. Había


probado el loto. Se sentía feliz y satisfecho en esta
tierra del eterno mediodía. Los viejos tiempos de su
vida en la patria se le antojaban un cuento
exasperante. Deseaba que Ida fuera tan dichosa como
él. El clima tan dulce como el de la distante Avalon;
la ronda interminable e idílica de los días embrujados;
la vida en medio de esta raza indolente y romántica,
vida llena de música, flores y risas cadenciosas; las
diversas variedades de amor, magia y belleza que
florecían en las blancas noches tropicales: con todo
esto se sentía más que satisfecho. También estaba allí
Paula Brannigan.

Geddie pensaba casarse con Paula, naturalmente,


siempre que ella lo deseara. Pero se sentía bastante
seguro al respecto. Sin embargo, continuamente
posponía su declaración. Varias veces estuvo a punto
de hacerlo, pero una fuerza misteriosa lo retenía.
Acaso fuera la convicción subsecuente e instintiva de

29
que este acto cortaría el último lazo que lo ataba aún
a su antiguo mundo.

Sería muy feliz con Paula. Muy pocas entre las


muchachas nativas podían comparársele. Había asistido,
durante dos años, a un colegio de mojas en Nueva
Orleáns, y cuando deseaba lucir sus dones de educación
y cultura, nadie habría podido señalar una diferencia
entre ella y las niñas de Norfolk o Manhattan. Pero
era delicioso verla aquí ataviada, como a veces
sucedía, con el traje nacional, los hombros desnudos y
las anchas mangas flotantes.

Bernard Brannigan era el comerciante más


importante de Coralio. Además de la tienda, poseía un
arreo de mulas de carga con el cual mantenía un activo
comercio con las aldeas y pueblos del interior. Se
había casado con una dama del país, de noble
ascendencia española, aunque un leve color moreno en
sus mejillas oliváceas delataba un rastro indio. La
unión del irlandés y la española había producido, como
a menudo sucede, una hija de extraña belleza y
originalidad. Eran gente excelente, y el piso superior
de su casa sería puesto a disposición de Geddie y Paula
apenas él se decidiera a hablar francamente del asunto.

Al cabo de dos horas, el cónsul se cansó de la


lectura. Los periódicos yacían desparramados por la
galería. Allí tendido, paseó la mirada soñadora por
aquel edén. Un grupo de plátanos interponía sus anchos
escudos entre él y el sol. La suave pendiente que unía
el consulado con el mar aparecía cubierta por el oscuro
follaje de los limoneros y naranjos que recién
comenzaban a florecer. Una laguna horadaba la tierra
como un oscuro cristal de irregulares bordes y a su
orilla un pálido ceibo se elevaba casi hasta las nubes.
Las ondulantes palmeras junto al mar lucían sus
decorativas hojas verdes sobre la lámina de un mar casi
inmóvil. Sus sentidos percibían una gama de rojos

30
deslumbrantes y tonalidades ocres en medio del verde
del monte, el aroma de las frutas, las flores y el humo
del horno de Chanca bajo el calabazo, la risa argentina
de las mujeres nativas en sus chozas, el canto del
petirrojo, el gusto salobre de la brisa, el diminuendo
del leve oleaje a lo ancho de la playa… y,
gradualmente, una manchita blanca cuya forma crecía
sobre el gris panorama del mar.

Indolentemente interesado observó cómo aquella


mancha se desarrollaba hasta convertirse en el
“Idalia”, que avanzaba a toda máquina hacia la costa.
Sin cambiar de postura, mantuvo la vista sobre el
hermoso yate blanco que se acercaba rápidamente hasta
enfrentarse a Coralio. Luego, sentándose, lo vio
enderezar rumbo y pasar de largo. Escasamente una milla
marina lo había separado de la costa. Había divisado
los relámpagos de sus bronces pulidos y el rayado de
los toldos de cubierta; esto y nada más. Como un barco
de una linterna mágica, el “Idalia” había cruzado el
círculo iluminado del pequeño mundo del cónsul, para
desaparecer inmediatamente. Salvo por la diminuta nube
de humo que permanecía suspendida sobre el horizonte
del mar, pudo haber sido un objeto inmaterial, producto
quimérico de su ocioso cerebro.

Geddie retornó a su oficina a meditar sobre su


informe. SI la lectura del periódico lo había dejado
inalterado, el paso silencioso del “Idalia” le producía
un efecto aún más hondo. Le había aportado la
tranquilidad y la calma de una situación que quedaba
libre de toda incertidumbre. Sabía que a veces los
hombres esperan sin percatarse de ello. Ahora que ella
había cruzado dos mil millas para pasar a su lado sin
hacer una seña, ni lo más íntimo de su ser inconsciente
tenía motivo para mantener contacto con el pasado.

Después de la cena, cuando ya el sol se había


ocultado tras las montañas, Geddie salió a pasearse

31
por la angosta playa bajo los cocoteros. El viento
soplaba suavemente hacia tierra y el mar aparecía
rizado por diminuto oleaje.

Una ola en miniatura, desplegándose con suave


murmullo sobre la arena, arrastró consigo un objeto
brillante y redondo que rodó en seguimiento del agua
cuando ésta se retiró. La próxima oleada lo dejó
firmemente depositado en tierra, y Geddie lo re cogió.
El objeto era una botella de vino de largo cuello y
vidrio incoloro. El corcho había sido empujado con
fuerza hasta dejarlo a nivel del cuello, cuyo extremo
aparecía cubierto de lacre rojo. La botella no
contenía, al parecer, más que una hoja de papel muy
enrollada a causa seguramente de las manipulaciones
que debió soportar para ser introducida allí. En el
lacre se podía distinguir la impresión de un sello,
probablemente un anillo de sellar, con las iniciales
de un monograma. Pero la marca debió efectuarse
apresuradamente y las letras apenas si respondían a
las más agudas conjeturas. Ida Payne usaba siempre un
anillo de sellar que prefería a todo otro adorno
anular. Geddie creyó reconocer la conocida “I.P.” y
una extraña sensación de inquietud se apoderó de él.
Más íntimo y personal resultaba este recuerdo de ella
que la visión del barco que sin duda la transportaba.
Regresó a su casa y colocó la botella sobre su
escritorio.

Se quitó el sombrero y la chaqueta, y encendiendo


una lámpara -pues la noche se había precipitado
bruscamente tras el breve crepúsculo-, se dispuso a
examinar el objeto que recogiera del mar.

Sosteniendo la botella junto a la luz y haciéndola


girar lentamente, descubrió que contenía una hoja doble
de esquela cuajada de una letra menuda; además, que el
papel era del mismo tamaño y color que el usado
habitualmente por Ida, y que, según todas las

32
apariencias, la letra era la suya. El tosco vidrio de
la botella deformaba de tal manera los rayos de luz,
que no pudo leer una sola palabra; pero ciertas letras
mayúsculas, de las cuales pudo captar los rasgos
significativos, eran las de Ida, de ello podía estar
seguro.

En los ojos de Geddie asomaba una expresión a la


vez divertida y perpleja cuando depositó la botella
sobre la mesa y alineó tres cigarros a su lado. Salió
al corredor en busca de su silla de lona y se estiró
cómodamente sobre ella. Fumaría aquellos tres cigarros
mientras meditaba el problema.

Pues, aquello era un problema. Casi deseaba no


haber encontrado la botella. Pero allí estaba. ¿Por
qué la llevó hasta ahí el mar, de dónde surgen tantas
cosas inquietantes, destrozando así su tranquilidad?

En este país de ensueño, donde el tiempo parecía


siempre tan abundante, se había acostumbrado a dedicar
vasta reflexión aun a los asuntos menos importantes.

Comenzó a especular en infinitas y fantásticas


teorías que pudieran darle una luz sobre la historia
de la botella, y una tras otra las fue rechazando.

Barcos en peligro de hundirse o encallar lanzaban


a veces mensajes como ´peste para pedir socorro. Pero
él había visto sano y alerta al “Idalia” hacía apenas
tres horas. Suponiendo que la tripulación se hubiera
amotinado y encarcelado en las bodegas a los pasajeros,
el mensaje estaría destinado a solicitar auxilio. Pero,
en el caso hipotético de tan improbable atropello, ¿se
habían dado los cautivos del trabajo de llenar cuatro
carrillas argumentando cuidadosamente para que se les
salvara?

De este modo, por eliminación, pronto hubo


desembarazado el asunto de las teorías menos

33
verosímiles y lo redujo -aunque con disgusto- a la
menos vulnerable posibilidad de que la botella
contuviera un recado para él. Ida sabía que se
encontraba en Coralio; ella debió lanzar la botella
mientras el yate pasaba y el viento soplaba ligeramente
hacia tierra.

Apenas llegó Geddie a esta conclusión, una arruga


marcó su frente y en la comisura de sus labios apareció
un rictus de testarudez. Desde su sitio se quedó
mirando por la puerta abierta las gigantescas
luciérnagas que revoloteaban por la calle apacible.

Si éste era un mensaje de Ida para él, ¿qué otra


cosa podía ser sino un llamado a la reconciliación? Y
si esto era, ¿por qué no empleaba un medio de
comunicación más seguro, como era el correo, en vez de
este otro incierto y hasta impertinente? ¡Un mensaje
dentro de una botella vacía lanzada al mar! Había en
todo ello algo frívolo, ligero y hasta ligeramente
despectivo.

Esta idea hirió su orgullo, y sofocó cuantas


emociones había resucitado el hallazgo de la botella.

Geddie se pudo la chaqueta, el sombrero y salió.


Siguió una calle que lo condujo hasta la pequeña plaza
donde una banda de músicos tocaba, mientras el público
paseaba indolente y despreocupado. Algunas melindrosas
“señoritas”1 se deslizaban raudamente con luciérnagas
prendidas a sus trenzas de azabache, mirándolo con sus
ojos tímidos y parpadeantes. El ambiente estaba
saturado del perfume de los jazmines y el azahar.

El cónsul se detuvo frente a la casa de Bernard


Brannigan. Paula se mecía en una hamaca en la galería.
Se levantó de allí como un pájaro de su nido. Los

1 En español en el original.

34
colores encendieron su rostro apenas escuchó la voz de
Geddie.

Él se sintió encantado al ver su traje: un vestido


con vuelos de muselina y una chaquetilla de franela
blanca, todo hecho con prolijidad y elegancia. La
invitó a pasear y se encaminaron hacia el antiguo pozo
del Indio, en el camino del Norte. Se sentaron sobre
el brocal y allí Geddie pronunció el tan esperado y
largamente postergado discurso. No obstante, lo seguro
que estaba de que ella no lo rechazaría, se sintió
transportado de dicha ante la totalidad y la dulzura
de su sometimiento. Tenía, sin duda, ante sí un corazón
hecho para el amor y la fidelidad. No había en ella
caprichos, ni incertidumbres o capciosas modalidades
convencionales.

Cuando esa noche Geddie besó a Paula junto a la


puerta de su casa, se sentía feliz como nunca lo fuera
antes. “Aquí en esta oscura tierra del loto, para
siempre vivir y morir”, le pareció, como a tantos
marinos, lo mejor y a la vez lo más fácil. Su futuro
se le antojaba ideal. Disfrutaría de un Paraíso sin
serpiente. Su Eva sería efectivamente parte de su ser,
no seducida y, por lo tanto, más seductora. Esa noche
había tomado una decisión y sentía el corazón rebosante
de serena y profunda satisfacción.

Geddie volvió a su casa silbando aquel espléndido


y tristísimo canto de amor, “La Golondrina”. En la
puerta, su mono domesticado saltó de la percha
chillando excitadamente. El cónsul se dirigió a su
escritorio para buscar algunas nueces que siempre
guardaba allí. Su mano extendida en la semioscuridad
topó con la botella. Se sobresaltó como si hubiera
palpado el cuerpo viscoso de un reptil.

Había olvidado que la botella estaba allí.

35
Encendió la lámpara y dio de comer al mono. Luego,
con deliberada lentitud, encendió un cigarro, cogió la
botella y se encaminó por el sendero hacia la playa.

Avanzando hasta el borde mismo del agua, Geddie


lanzó hacia el mar la botella cerrada. Por un momento
ésta desapareció, para luego surgir en un salto que la
elevó dos veces su tamaño sobre la superficie de las
olas. Geddie permaneció quieto, un rato,
contemplándola. La luz de la luna era tan potente que
podía verla claramente, meciéndose sobre las leves
ondas. Lentamente la botella se alejó de la orilla,
lanzando rápidos fulgores y girando a medida que
retrocedía. El viento la empujaba mar adentro. Pronto
no fue más que un punto diminuto que apenas podía
distinguirse a intervalos irregulares. Y luego su
misterio fue devorado por el más grande misterio del
mar. Geddie permaneció inmóvil en la playa, fumando,
con la mirada perdida en el mar.

-¡Simón! ¡Eh! ¡Simón! ¡Despierta, Simón! -gritó


una voz en la orilla.

El viejo Simón Cruz era un mestizo, pescador y


contrabandista, que vivía en una choza en la playa.
Así, pues, Simón fue despertado en su primer sueño.

Se pudo los zapatos y salió. Recién desembarcado


de uno de los botes del “Valhalla” vio al tercer
contramaestre de este barco, que era uno de sus amigos,
acompañado de tres marineros, también del buque
frutero.

-Sube, Simón -le gritó el contramaestre-, y busca


al doctor Gregg, a Mr. Goodwin o a cualquiera que sea
amigo del señor Geddie, y tráele aquí inmediatamente.

-¡Santos del cielo! -exclamó el soñoliento Simón-


. ¿Qué le ha sucedido a míster Geddie?

36
-Está debajo de esa lona y algo más que medio
ahogado -dijo el contramaestre, indicando el bote-. Lo
divisamos desde el barco, casi a una milla de la costa,
nadando como un loco detrás de una botella que flotaba
hacia alta mar. Bajamos la lancha y salimos en su
busca. Estaba a punto de echarle mano a la botella,
cuando perdió las fuerzas y se hundió. Lo sacamos a
tiempo para salvarlo… Aunque será el doctor quien tenga
la última palabra.

-¿Una botella? -preguntó el viejo, frotándose los


ojos; todavía no estaba bien despierto-. ¿Dónde está
la botella?

-A la deriva, por cualquier laso, allá -respondió


el contramaestre, señalando con el pulgar hacia el mar -
. Vamos, despabílate y anda, Simón.

SMITH

Goodwin y el ardiente patriota Zavala tomaron


todas las precauciones que les dictó su prudencia para
impedir la fuga del presidente Miraflores y su
compañera. Enviaron mensajeros de confianza hacia
Solitas y Alazán, para informar de la evasión a los
jefes locales e impartirles instrucciones para que
patrullaran por la costa y detuvieran sin tardanza a
los fugitivos en cuanto aparecieran en su territorio.
Hecho esto, no quedaba más que vigilar el distrito
correspondiente a Coralio y aguardar la llegada de la
presa. Las redes estaban todas tendidas. Los caminos
eran tan pocos, tan escasas las probabilidades de
embarcarse, y los dos o tres puntos de salida se
encontraban tan bien guardados, que habría sido
extraordinario que pudiera deslizarse por entre las
hebras parte tan principal de la dignidad, la novela y

37
el tesoro del país. Sin duda el presidente intentaría
proceder con el mayor sigilo, y trataría de embarcarse
secretamente desde algún punto apartado de la costa.

Cuatro días después de la llegada del telegrama


de Englehart, el “Karlsefin”, barco noruego al servicio
del comercio frutero de Nueva Orleáns, ancló en las
afueras de Coralio, lanzando tres roncos llamados de
su sirena. El “Karlsefin” no pertenencia a la línea de
la Compañía Frutera Vesubio. Los viajes del “Karlsefin”
dependían del estado del mercado. A veces se trasladaba
regularmente del continente español a Nueva Orleáns y
viceversa, dedicado al transporte de fruta; luego
emprendía erráticas jornadas a Mobile o Charleston, y
aun a veces llegaba hasta Nueva York, según lo
precisara la distribución del cargamento.

Goodwin vagaba por la playa, mezclándose a la


habitual multitud de ociosos que se había reunido para
observar el barco. Ahora que el presidente Miraflores
estaba a punto de llegar a las fronteras de su patria
jurada, las órdenes impartidas indicaban que se debía
mantener una estricta y constante vigilancia. Cada
barco que se acercara a la costa debía mantener una
estricta y constante vigilancia. Cada barco que se
acercara a la costa debía ser considerado como posible
instrumento de huida para los fugitivos y, por lo
tanto, se mantenía el ojo avizor aun sobre las lanchas
y gabarras que constituían el equipo marino de Coralio.
Goodwin y Zavala estaban en todas partes, aunque sin
ostentación, vigilando todos los resquicios
imaginables.

Los funcionarios de la aduana se acomodaron con


aire importante en su bote y salieron remando en
dirección al “Karlsefin”. Otra lancha de este buque
desembarcó al contador con los documentos y recogió al
médico con su quitasol verde y su termómetro. En
seguida una miríada de caribes comenzó a cargar en

38
lanchones los miles de racimos de plátanos amontonados
en la playa y a transportarlos al barco. El “Karlsefin”
no tenía lista de pasajeros, por lo cual no tardó en
terminarse la labor de las autoridades. El contador
declaró que le vapor permanecería anclado hasta la
mañana siguiente, continuando durante la noche la carga
de las frutas. El “Karlsefin”, dijo, venía de Nueva
York, hasta donde lo había llevado su último cargamento
de naranjas y cocos. Dos o tres de las gabarras
fletadoras habían sido contratadas para ayudar en la
tarea, pues el capitán deseaba ardientemente regresar
pronto, a fin de aprovechar la ventaja que ofrecía
cierta escasez de frutas en los Estados Unidos.

Hacia las cuatro de la tarde, otro de estos


monstruos marinos, aunque no del todo conocido en estas
aguas, surgió a la vista emulando a la funesta
“Idalia”: un yate de graciosa silueta, pintado de
amarillo claro, puro de líneas como un grabado en
acero. El hermoso barco entró en la bahía surcando las
aguas con la gracia liviana de un ánade en una laguna.
Un bote se deslizó rápidamente hacia la playa
maniobrado por una tripulación uniformada, y un hombre
de recia contextura saltó sobre la arena.

El recién llegado lanzó una mirada de


desaprobación a la abigarrada multitud de nativos
anchurianos y se dirigió directamente a Goodwin, que
constituía entre ellos la única figura evidentemente
anglosajona. Este lo acogió con cordialidad.

En la conversación que siguió, el recién llegado


dijo llamarse Smith y haber arribado en un yate. En
verdad, era ésta una bien pobre biografía, pues,
mientras el yate era una realidad indiscutible, el
“Smith” no dejaba de ser un enigma que aún quedaba por
revelarse. El ojo experimentado de Goodwin observó
inmediatamente cierta discrepancia entre Smith y su
yate. Smith era un hombre de cráneo rotundo, con ojos

39
oblicuos de mirada solapada y con bigotes de tabernero.
A menos que se hubiera cambiado de traje antes de bajar
a tierra, habría pisado la cubierta de su impecable
yate ataviado de un curioso sombrero hongo gris, un
alegre traje a cuadros y una corbata de fantasía. Los
hombres que poseen yates tienen, por lo general,
costumbre de armonizar mejor con ellos.

Smith parecía un hombre de negocios, pero no se


hacía propaganda con su facha. Hizo comentarios sobre
el panorama y emitió algunas observaciones sobre su
fiel semejanza con los cuadros que del trópico ofrecían
los textos de geografía. Luego preguntó por el cónsul
de los Estados Unidos. Goodwin le indicó la bandera a
listas y estrellas que colgaba sobre el consulado,
oculto en medio de los naranjos.

-Míster Geddie, el cónsul, debe encontrarse allí


con toda seguridad -dijo Goodwin-. Hace pocos días
estuvo a punto de ahogarse mientras nadaba en el mar,
y el médico le ha aconsejado que permanezca algún
tiempo en casa.

Smith se encaminó pesadamente por la arena hacia


el consulado, produciendo con su masculino atavío un
violento contraste entre éste y los suaves azules y
verdes tropicales.

Geddie reposaba tendido en su hamaca, algo pálido


de rostro y un tanto lánguido de postura. Aquella noche
en que la lancha del “Valhalla” lo llevó a tierra
aparentemente ahogado, el doctor Gregg y sus amigos
sostuvieron una lucha que duró varias horas para
conservar la mísera chispa vital que aun alentaba en
él. La botella, con su imponente mensaje, fue devorada
por el mar y el problema que provocara se redujo a una
simple operación de suma: uno más uno son dos, según
las reglas de la aritmética, pero uno según las del
amor.

40
Existe una antigua y extraña teoría que sostiene
que el hombre puede tener dos almas: una periférica,
que sirve de ordinario; otra central, que sólo
despierta en determinadas ocasiones y que lleva consigo
la actividad y el vigor. Mientras se encuentra poseído
por la primera, el hombre podrá afeitarse, votar, pagar
sus impuestos, dar dinero a su familia, comprar libros
por abonos y llevar una conducta ajustada a las
costumbres. Pero apenas el individuo se deja dominar
por el alma central, puede, en un abrir y cerrar de
ojos, volverse con execración contra el compañero de
todos sus placeres; puede cambiar su criterio político
en lo que tardamos en castañetear los dedos; puede
insultar al amigo más querido; puede obligarlo en un
instante a ingresar a un monasterio o entrar a un salón
de baile; puede fugarse, ahorcarse…, o bien puede
componer una canción o un poema, besar a su esposa sin
haber sido solicitado, o entregar todos sus bienes para
la búsqueda de un microbio. Luego vuelve a dominar el
alma periférica y de nuevo tenemos al buen ciudadano
sensato de siempre. Es la rebelión del ego contra e l
orden, y no tiene más efecto que sacudir los átomos
para que vuelvan nuevamente a reintegrarse en su sitio.

La rebelión de Geddie había sido de las más


inofensivas. No pasó más allá de un desesperado
ejercicio de natación en una noche estival, tras un
objeto tan despreciable como una botella que flotaba a
la deriva. Ahora volvía a ser el de antes. Sobre su
escritorio, lista para ser llevada al correo, se
encontraba una carta dirigida a su gobierno, en la cual
presentaba la renuncia de su cargo, que debería hacerse
efectiva en cuanto otro fuera nombrado en su reemplazo.
Pues, Bernard Brannigan, que nunca hacía las cosas a
medias, se proponía tomar a Geddie como socio en sus
diversos y florecientes negocios, mientras Paula se
dedicaba, llena de felicidad, a la tarea de amoblar y

41
decorar de nuevo el piso alto de la casa de los
Brannigan.

El cónsul se levantó de su hamaca cuando vio a


aquel impresionante y extraño personaje en su puerta.

-No se levante, viejo -le dijo el visitante, con


un gesto alado de su ancha mano-. Me llamo Smith, y
acabo de llegar en un yate. Usted es el cónsul, ¿no es
así? Un individuo alto y desparpajado que encontré en
la playa me dirigió hacia acá. Pensé que debía
presentar mis respetos a la bandera.

-Siéntese -lo invitó Geddie-. He estado admirando


su barco desde que se presentó a la vista. Parece muy
rápido. ¿Cuál es su tonelaje?

-¡Válgame Dios! -exclamó Smith-. No tengo idea de


cuánto pesa. Pero, en efecto, tiene un buen andar. El
“Vagabundo”, así se llama, no le va en zaga a ningún
cuerpo flotante. Es el primer viaje que hago en él.
Ando recorriendo estas costas nada más que para darme
una idea de lo que son los países donde se producen el
caucho, la pimienta y las revoluciones, No me imaginaba
que esto fuera tan pintoresco. Vamos, ni el Central
Park podría competir con estos bosques. Aquí tienen
ustedes monos, cocos y papagayos, ¿no es así?

-Todo eso tenemos -contesto Geddie-. Estoy seguro


de que nuestra fauna y nuestra flora le ganarían el
premio a Central Park.

-Es muy posible -convino Smith, alegremente-.


Todavía no las he visto. Pero me parece que, en
cuestión de vegetación y animales, ustedes nos llevan
una buena ventaja. No hay mucho movimiento por aquí,
¿no es así?

-¿Movimiento? -inquirió el cónsul-. Querrá usted


decir pasajeros en los barcos. No, son muy pocos los

42
que desembarcan en Coralio. Algún negociante de vez en
cuando… Los turistas y visitantes se dirigen de
preferencia un poco más allá, por la costa, a una
ciudad más grande que goza de un muelle.

-Allí veo un barco cargando plátanos -observó


Smith-. ¿No trajo ningún pasajero?

-Ese es el “Karlsefin” -dijo el cónsul-. Es un


caletero que se dedica a la industria frutera…,
entiendo que fue hasta Nueva York en su último viaje.
No, no trajo pasajeros. Vi cuando su lancha llegó a
tierra y no traía a ninguno. Casi la única distracción
que tenemos aquí es observar la llegada de los barcos,
y cuando alguno trae un pasajero, por lo general se
produce tal conmoción que el pueblo entero sale a las
calles. Si piensa quedarse un tiempo en Coralio, señor
Smith, tendré el mayor gusto en presentarlo a los
amigos. Hay cuatro o cinco norteamericanos que vale la
pena conocer, fuera de los altos personajes nativos.

-Gracias -dijo el yachtman-. Pero no quería que


se molestara usted. Me gustaría conocer a esas
personas, pero no permaneceré aquí el tiempo suficiente
para hacer visitas. Aquel individuo en la playa me
habló de un médico. ¿Podría decirme dónde lo puedo
encontrar? El “Vagabundo” no es tan quieto como un
hotel en Broadway, y de vez en cuando uno se marea. Se
me ha ocurrido pedir al galeno un puñado de esas
pildoritas de azúcar, por si acaso las necesito.

-Lo encontrará con toda seguridad en el hotel -


dijo el cónsul-. Desde la puerta puede verlo; es aquel
edificio de dos pisos con el balcón junto a los
naranjos.

El Hotel de los Extranjeros era una triste posada


muy abandonada, tanto por los extraños como por los
amigos. Se encontraba en la esquina de la calle del

43
Santo Sepulcro. A uno de sus costados se veía un
pequeño naranjal cercado por un muro bajo de piedra,
sobre el que habría podido pasar fácilmente un hombre
de gran estatura. La casa era de adobe estucado, teñida
de mis matices por las brisas marinas y el sol. Sobre
el balcón superior abría una puerta central flanqueada
por dos ventanas con anchas celosías en vez de
vidrieras.

El piso bajo comunicaba por dos puertas con la


estrecha acera de piedra. La “pulpería”1 o taberna de
la dueña, Madama Timotea Ortiz, ocupaba el primer piso.
Sobre las botellas de coñac, “anisada”2, whisky y vinos
baratos, alineadas detrás del mostrador, el polvo
extendía una capa espesa, salvo allí donde los dedos
de los escasos compradores habían dejado huellas
irregulares. El piso superior contenía cuatro o cinco
dormitorios para huéspedes, que rara vez eran dedicados
a su verdadera finalidad. A veces algún comerciante en
frutas llegado de alguna plantación, para conferenciar
con su agente, pasaba una noche melancólica en el
abandonado piso alto; de tarde en tarde, algún
insignificante funcionario oficial nativo, encargado
de cualquier trivial misión gubernamental, recibía con
toda pompa y majestad la respetuosa hospitalidad
sepulcral de Madama. Pero ella permanecía satisfecha
detrás de su mostrador, sin el menor deseo de rebelarse
contra el destino. Si alguien necesitaba comida, bebida
o alojamiento en el Hotel de los Extranjeros, no tenía
más que acudir y sería servido: “Esta bien” 3. Si no
llegaban, bueno; pues no iban, y listo. “Está bien”4.

Mientras el extraordinario yachtman avanzaba por


la deficiente acera de la calle del Santo Sepulcro, el

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.
4 En español en el original.

44
solitario huésped permanente de ese hotel en decadencia
disfrutaba de la brisa del mar sentado a su puerta.

El doctor Gregg, médico del puerto, era un hombre


de cincuenta o sesenta años, con un rostro rubicundo y
la más extensa barba que haya crecido entre Topeka y
Tierra de Fuego. Había obtenido su puesto gracias a un
nombramiento emitido por la Junta de Sanidad de un
puerto de uno de los Estados del Sur -la fiebre
amarilla-, y el doctor Gregg tenía la obligación de
examinar, en busca de síntomas preliminares, a todos
los pasajeros y tripulaciones de cada barco que
abandonara Coralio. El trabajo era poco y los
honorarios, generosos para un habitante de Coralio.
Gozaba de tiempo en abundancia, y el buen doctor
aumentaba sus ganancias por medio de la amplia práctica
de su profesión entre los residentes de la costa. El
hecho de que no supiera diez palabras de castellano no
era un obstáculo; se podía tomar un pulso y cobrar un
honorario sin necesidad de ser un lingüista. Agregad a
esta descripción el detalle de que el doctor tenía en
su repertorio la historia de una trepanación de cráneo
que ningún oyente le había permitido jamás terminar, y
que consideraba el coñac como un excelente
profiláctico, y quedarán agotados los principales
puntos de interés en la personalidad del doctor Gregg.

El doctor Gregg había arrastrado una silla hasta


la acera. Estaba en mangas de camisa y, apoyado en la
pared, fumaba acariciándose la barba. La sorpresa se
reflejó en sus pálidos ojos azules cuando divisó a
Smith con su traje extravagante y prismático.

-Usted es el doctor Gregg, ¿no es así? -dijo


Smith, palpando la cabeza de perro de su alfiler de
corbata-. El condestable, quiero decir el cónsul me
dijo que usted se alojaba en esta posada. Me llamo
Smith, y acabo de llegar en un yate. Ando en un viaje
de placer contemplando las palmeras y los monos. Vamos

45
adentro a tomar un trago, doctor. Este cafetucho parece
en plena decadencia, pero supongo que de todos modos
podrán servirnos algo húmedo.

-Lo acompañaré, señor, a beber una copita de coñac


-aceptó el doctor Gregg, levantándose rápidamente-.
Soy de opinión que, como profiláctico, el coñac es una
bebida casi indispensable en este país.

En el momento preciso en que se volvían para


entrar a la pulpería, un nativo descalzo se deslizó
silenciosamente hacia ellos y habló al doctor en
castellano. El color de su piel era de un marrón
amarillento como un limón y demasiado maduro; llevaba
una camisa de algodón y raídos pantalones de hilo
sostenidos por un cinturón de cuero. Su rostro era como
el de un animal, vivo y cauteloso, pero sin señales de
gran inteligencia. Este hombre charlaba con animación
y tanta seriedad que daba lástima que sus palabras se
perdieran.

El doctor Gregg le tomó el pulso.

-¿Tú enfermo? -le preguntó.

-“Mi mujer está enferma en la casa”1 -dijo el


hombre tratando así de avisar, en el único idioma que
poseía, que su esposa se encontraba enferma en su choza
techada de palmas.

El doctor sacó del bolsillo de su pantalón un


puñado de cápsulas llenas de un polvo blanco. Contó
diez en la mano extendida del indígena y levantó el
índice con gesto solemne.

-Toma dos cada dos horas -dijo el médico.

Entonces levantó dos dedos y los sacudió con


énfasis junto al rostro del nativo. En seguida sacó el

1 En español en el original.

46
reloj y dos veces recorrió la esfera con el dedo. De
nuevo colocó sus dos dedos junto a la nariz del
paciente.

-Dos, dos, dos horas -repetía el doctor.

-Sí, señor1 -contestó tristemente el indígena.

Extrajo de su propio bolsillo un reloj barato de


plata y lo colocó en la mano del médico.

-Yo traerte otro reloj mañana -pronunció


esforzadamente en su chapurreado inglés.

Y se marchó desalentado con sus cápsulas.

-Es ésta una raza muy ignorante, señor -observó


el doctor, guardándose el reloj en el bolsillo-. Al
parecer, este hombre ha confundido mis instrucciones
con el cobro de mis honorarios. Por lo demás, está
bien. De todos modos me debe una cuenta. Los más
probable es que no traiga el otro reloj. No se puede
confiar en sus promesas. Vamos ahora a tomar ese
traguito. ¿Cómo llego usted a Coralio, señor Smith? No
tengo noticias de la llegada de otro barco en estos
días, fuera del “Karlsefin”.

Los dos se habían acodado sobre el solitario bar


y Madama sacó una botella, sin esperar las órdenes del
médico. Sobre ella no había rastros de polvo.

-¿Dice usted que el “Karlsefin” no traía


pasajeros, Doc? ¿Está seguro? Me parece haber oído a
alguien decir en la playa que venían uno o dos a bordo.

-Seguramente estaba equivocado, señor. Yo mismo


fui allá y examiné a toda la tripulación, como de
costumbre. El “Karlsefin” se marcha apenas termine de
cargar sus plátanos, lo que ocurrirá a primeras horas

1 En español en el original.

47
de la mañana y, por lo tanto, hizo todos sus
preparativos esta tarde. No, no señor, no venía ningún
pasajero. ¿Le gusta este Tres Estrellas? Una goleta
francesa desembarcó dos lanchas repletas hace un mes.
Apuesto mi cabeza a que ni un centavo de los derechos
de aduana correspondientes fue a dar a manos de la
distinguida república de Anchuria. SI no desea tomar
más, podríamos salir y sentarnos un rato al fresco.
Nosotros, los exiliados, tenemos bien pocas
oportunidades de charlar con alguien del mundo
civilizado.

El doctor sacó otra silla a la acera para su nuevo


conocido. Se sentaron.

-Usted es un hombre de mundo, un hombre que ha


viajado y tiene una vasta experiencia -dijo el Dr.
Gregg-. Su opinión en cuestiones de ética, y, sin duda,
en asuntos de equidad, habilidad y probidad profesional
ha de tener un gran valor, Me alegraría de que
escuchara el relato de un caso que, a mi modo de v er,
es único en la historia de la medicina.

“Hace más o menos nueve años, cuando todavía


practicaba la medicina en mi pueblo natal, se me llamó
para tratar un caso de fractura del cráneo.
Diagnostiqué una astilla ósea que oprimía el cerebro,
y fui de opinión de que sería necesario practicar una
operación quirúrgica conocida con el nombre de
trepanación. Sin embargo, como el paciente era un
hombre de fortuna y alcurnia, llamé a junta, para
consultar el caso al doctor…

Smith se levantó y colocó sobre el brazo del


médico una mano llena de suavidad y excusas.

-Espere, doctor -dijo con voz solemne-. Deseo


ardientemente escuchar esta historia. Usted me ha
interesado y no quiero perder lo que queda de ella. Ya

48
me imagino que debe ser despampanante por la forma en
que se inicia y me gustaría contarla en la próxima
reunión de la Asociación de Barney O’Flyn, si usted me
lo permite. Pero me quedan uno o dos asuntos que
atender primero. Si logro desocuparme pronto,
regresaré, y entonces me lo contará todo, antes de irse
a la cama ¿de acuerdo?

-Por supuesto, atienda a sus asuntos y regrese


después -convino el doctor-. Lo esperaré. Uno de los
más prominentes médicos reunidos en la junta
diagnosticó un coágulo, otro dijo que era un absceso,
pero yo…

-No me diga más por ahora, Doc. No eche a perder


el cuento. Espere hasta que regrese. Prefiero oírlo de
un tirón… ¿No le parece?

Las montañas levantaban sus gibadas espaldas para


acoger el brioso galope de los potros de Apolo en su
retorno al hogar; el día moría en las lagunas, los
platanares y los campos de mangales súbitamente
ensombrecidos; los grandes cangrejos azules comenzaban
a arrastrarse hacia tierra para iniciar sus nocturnas
incursiones. Y por último murió también en los más
altos picachos. Luego la breve penumbra crepus cular,
efímera como el vuelo de una polilla, surgió y se
desvaneció. La Cruz del Sur apareció con su luz astral
sobre una fila de palmeras y las luciérnagas anunciaron
con sus antorchas la llegada de la noche suavísima.

En la bahía, el “Karlsefin” se mecía anclado,


pareciendo penetrar sus luces a muchas brazas de
profundidad con sus agudos e inquietos reflejos. Los
caribes se agitaban cargándolo con la fruta que
transportaban desde los montones de la playa en sus
grandes lanchones atestados.

49
Sentado sobre la arena de la playa, apoyada la
espalda a un cocotero y rodeado de innumerables
colillas de cigarros, Smith esperaba sin apartar un
momento su penetrante mirada del barco.

El absurdo yachtman había concentrado su interés


en la inocente embarcación frutera. Dos veces se le
aseguró que no había traído pasajeros a Coralio. Y,
sin embargo, con una persistencia insólita en un
viajero desinteresado, decidió confiar el caso en
litigio a la corte superior de su propia penetración
visual. Como una lagartija asombrosamente ataviada de
chillones colores, permanecía tendido al pie de la
palmera, mientras con ojos inquietos y brillantes,
idénticos a los del reptil, proseguía el espionaje del
“Karlsefin”.

Sobre las arenas blancas, un bote aún más albo,


perteneciente al yate, aguardaba varado bajo la
custodia de un tripulante de nívea chaqueta. A corta
distancia, en una pulpería de la Calle Grande, paralela
a la playa, otros tres marineros se balanceaban,
esgrimiendo los tacos, alrededor de la solitaria mesa
de billar de Coralio. El bote permanecía allí como si
se le hubiese ordenado estar dispuesto para zarpar en
cualquier momento. Se percibía en el aire una vaga
sensación de expectación, como si se aguardara un
acontecimiento enteramente extraño al ambiente de
Coralio.

Como un ave de vistoso plumaje, Smith desciende


sobre estas playas llenas de palmeras, sólo para
alisarse las plumas y luego remontar el vuelo llevado
por sus alas silenciosas. Al despuntar el día, ya Smith
no estaba ahí, ni la paciente lancha, ni el yate en la
bahía. Smith no dejó huella de la misión que allá le
llevara, ni rastro que indicara hacia dónde siguió los
pasos a su misterio sobre la arena de Coralio aquella
noche. Llegó, habló en su extraño dialecto de calles y

50
cafetines, se sentó bajo la palmera y desapareció. A
la mañana siguiente, Coralio, ya sin Smith, se desayunó
con plátanos fritos y comentó: “Se ha ido el hombre de
las ropas pintorescas”. Y a la hora de la siesta el
incidente pasó a la historia en un bostezo.

Así, pues, por algún tiempo, Smith se esfumará de


la escena. No volverá a Coralio a sentarse junto al
Dr. Gregg, que esperará en vano, acariciando su
abundante barba, la oportunidad de aumentar su mísero
auditorio para el emocionante relato de su historia de
celos y trepanación.

Pero, afortunadamente para la claridad de estas


páginas sueltas, Smith volverá a revolotear sobre
ellas. Con el correr del tiempo vendrá a referirnos
por qué sembró de impacientes colillas el pie de la
palmera aquella noche. Es preciso que esto suceda,
pues, cuando se embarcó antes del alba en su yate, el
“Vagabundo”, llevaba consigo la respuesta a un enigma
tan grande y complicado, que bien pocos en Anchuria se
atrevieron siquiera a investigarlo.

CAPTURADOS

Al parecer, era completamente imposible que


fallaran los planes unidos para detener en la costa al
fugitivo presidente Miraflores y a su compañera. El
Dr. Zavala en persona se dirigió al puerto de Alazán
para organizar la guardia en aquel punto. En Coralio
se podía tener entera confianza en la estrecha
vigilancia que ejercería el patriota liberal Varras.
Goodwin se hacía responsable de los alrededores de
Coralio.

51
La noticia de la huida del presidente no había
sido comunicada a nadie en las ciudades de la costa, a
excepción de algunos miembros dignos de toda confianza
y pertenecientes al ambicioso partido político que
esperaba sucederlo en el poder. Lo hilos del telégrafo
que comunicaba San Mateo con la costa habían sido
contados muy adentro en el camino cordillerano por un
emisario de Zavala. Mucho antes de que el telégrafo
pudiera ser reparado y se recibieran noticias de la
capital, los fugitivos habrían llegado a la costa y ya
estaría solucionado el problema de su fuga o captura.

En las playas, Goodwin había colocado centinelas


armados, a intervalos frecuentes, a lo largo de una
milla a ambos lados de Coralio. Se les había ordenado
que mantuvieran celosa guardia durante la noche por
temor de que Miraflores intentase embarcarse
secretamente, apoderándose de algún bote o lanchón
encontrado al azar en la costa. Una docena de
individuos patrullaba disimuladamente por las calles,
todos dispuestos a detener al corrompido funcionario
apenas se mostrará aquí.

Goodwin estaba seguro de no haber olvidado ninguna


precaución. Vagaba por las calles adornadas de nombres
tan grandiosos, sin ser más que estrechas callejuelas
invadidas por la hierba, prestando su ayuda a la misión
que le había sido encomendada por Bob Englehart.

El pueblecito había iniciado el desabrido


movimiento de sus diversiones nocturnas. Algunos
ociosos elegantes, trajeados de blanco, con flotantes
corbatas y delgados bastones flexibles de bambú, se
encaminaban por las herbosas aceras hacia las casas de
sus damas preferidas. Aquellos que practicaban el arte
musical, usaban incansablemente sus lloronas
concertinas o punteaban lúgubres guitarras, junto a
puertas y ventanas. De vez en cuando, algún soldado
del cuartel, flotante el ancho sombrero, sin chaqueta

52
ni zapatos, pasaba presuroso balanceado en una mano el
largo fusil, como una lanza. De cada masa de follaje
emergía el canto áspero e irritante de las ranas
gigantescas. Más allá, donde los senderos morían al
borde de la selva, el grito gutural de los monos
merodeadores y el carraspear de los cocodrilos en los
ocultos estuarios fracturaban el vano silencio de la
naturaleza.

Hacia las diez de la noche, las calles ya se


encontraban desiertas. Las lámparas de petróleo, que
en una que otra esquina esparcían un enfermizo
resplandor amarillo, habían sido apagadas por algún
económico agente civil. Coralio yacía serenamente
dormido entre la montaña amenazante y el mar en
constante avanzada, como un niño entre los brazos de
sus raptores. En algún punto de aquella obscuridad
tropical -acaso avanzando ya por las profundidades de
la llanura aluvial-, el gran aventurero y su compañera
se acercaban a los límites del territorio. Pronto
tocaría a su término el juego de la caza de zorros.

A paso lento, Goodwin cruzó frente al extenso y


chato cuartel1, donde todo el contingente coraliano
de las fuerzas militares de Anchuria dormía con los
dedos de sus pies desnudos apuntando al cielo. Existía
una ley que prohibía a todo civil aproximarse al
cuartel general de esta ciudadela guerrera después de
las nueve de la noche, pero Goodwin olvidaba siempre
estos decretos menores.

-¿Quién vive?2 -gritó el centinela forcejeando


prodigiosamente con su largo mosquete.

1 En español en el original.
2 En español en el original.

53
-Americano1 -gruñó Goodwin, sin volver la cabeza,
y continuó su camino sin detenerse.

Torció a la derecha y luego a la izquierda, por


la calle que conducía a la Plaza Nacional. A un tiro
de colilla de la calle transversal del Santo Sepulcro
se detuvo bruscamente en medio de la acera.

Había divisado la silueta de un hombre alto,


vestido de negro y portador de una gran valija, que se
precipitaba por la callejuela que conducía a la plaza.
Una segunda mirada reveló a Goodwin la presencia de
una mujer prendida al codo del hombre, que parecía no
sólo apresurarlo, sino también apoyar a su compañero
en su rápida y silenciosa marcha. Esos dos no eran
coralianos.

Goodwin apresuró el paso para seguirlos, pero sin


emplear ninguno de los artificios de que tanto gusta
el sabueso profesional. El norteamericano era
demasiado franco para sentir el instinto del detective.
Ante el pueblo de Anchuria, él actuaba como agente
intermediario, y si no hubiera sido por ciertas razones
políticas, habría exigido en el acto la devolución del
dinero. El propósito de su partido era colocar en lugar
seguro los fondos amagados, devolverlos al tesoro
nacional y asumir el poder sin derramamientos de sangre
y sin resistencia.

La pareja se detuvo a la puerta del Hotel de los


Extranjeros y el hombre golpeó la madera con la
impaciencia del que no está acostumbrado a esperar.
Madama tardó en responder, pero al cabo de un tiempo
se divisó la luz de su lámpara, y se abrió la puerta y
los huéspedes fueron recibidos.

Goodwin permaneció en la calle quietísima,


encendiendo otro cigarrillo. Al cabo de dos minutos,

1 En español en el original.

54
un leve resplandor se filtró por entre los resquicios
de las celosías del segundo piso.

“Han tomado piezas -pensó Goodwin-; por


consiguiente, todavía tienen que hacer los trámites
para embarcarse.”

En aquel momento se le acercó un tal Esteban


Delgado, peluquero, enemigo crónico del gobierno
establecido, jovial complotador contra el
estancamiento en cualquiera de sus formas. Este
peluquero era uno de los habitantes más desacreditados
de Coralio, pues a menudo permanecía en las calles
hasta después de las once de la noche. Era partidario
del liberalismo y saludó a Goodwin con la futua
importancia de un correligionario. Pero esta vez tenía
una noticia sensacional que comunicar.

-¿Qué se imagina usted, don Frank? -pronunció en


el tono universal del conspirador-. Esta noche he
afeitado la barba1, lo que ustedes llaman weeskers, del
propio presidente de este país. ¡Figúrese! Me mandó
buscar. Me esperaba en la pobre “casita”2 de una
anciana, en una casita muy pequeña, en un lugar
obscuro. ¡Caramba! Que el señor presidente se oculte
así con tanto misterio… Me pareció que no deseaba que
lo reconocieran. Pero, ¡carajo!3, ¿se puede acaso
afeitar a un hombre sin mirarle la cara? Me dio esta
pieza de oro y me dijo que no debía hacer comentarios.
Yo creo, don Frank, que aquí hay lo que se llama gato
encerrado.

-¿Había visto usted antes al presidente


Miraflores? -preguntó Goodwin.

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.

55
-Sólo una vez -contestó Esteban-. Es alto y tenía
unos bigotes muy negros y abundantes.

-¿Estaba alguien más presente cuando lo afeitó?

-Una vieja india, señor, que pertenecía a la casa,


y una señorita, una dama de tan gran belleza… ¡Ah!
¡Dios!1.

-Está bien, Esteban -dijo Goodwin-. Es una suerte


que haya usted venido a mí con su información barberil.
Es muy posible que el nuevo gobierno lo recuerde por
esto.

En seguida, en pocas palabras, informó al


peluquero de la crisis en que habían culminado los
asuntos de la nación y le impartió órdenes para que
permaneciera afuera y vigilara los dos costados del
hotel que daban a la calle, y estuviera alerta en caso
de que alguien intentara abandonar la casa por alguna
puerta o ventana. El propio Goodwin se dirigió a la
puerta por donde habían entrado los forasteros, la
abrió y entró.

Madama había regresado ya de los altos adonde


fuera para atender a la comodidad de los alojados.
Sobre el bar se encontraba su lámpara. Se disponía a
tomar una copita de ron como compensación por haber
sido molestada en medio de su reposo. Levantó la vista
sin sorpresa ni alarma cuando entró el tercer visitante
de aquella noche.

-¡Ah!, es el señor Goodwin. Muy rara vez honra mi


pobre casa con su presencia.

-Debía venir más a menudo -dijo Goodwin, con la


sonrisa Goodwin-. He oído decir que su coñac es el
mejor entre Beliza al Norte y Río al Sur. Saque la

1 En español en el original.

56
botella, Madama, y probémoslo en un “vasito”1 para cada
uno.

-Mi “aguardiente”2 -dijo Madama con orgullo- es el


mejor. Crece en hermosos frascos en los lugares más
sombríos del platanar. Sí, señor, sólo a media noche
pueden ser recogidos por marineros que antes de
despuntar el alba los traen a mi puerta falsa. El buen
aguardiente es un fruto muy difícil de cultivar, señor
Goodwin.

Más que la competencia, el contrabando venía a ser


la verdadera vida del comercio en Coralio. Se hablaba
de ello con disimulo, aunque con cierta vanidad cuando
la operación se llevaba a cabo satisfactoriamente.

-Tiene huéspedes hoy en casa -comentó Goodwin,


colocando un dólar de plata sobre el mostrador.

-¿Por qué no? -dijo Madama, mientras contaba el


suelto-. Dos que acaban de llegar. Un señor de cierta
edad y una señorita bastante bella. Han subido a sus
cuartos, sin pedir nada de comer o beber. Dos piezas,
el número 9 y el número 10.

-He estado esperando a esa dama y ese caballero -


dijo Goodwin-. Tengo importantes negocios que debo
tramitar con ellos. ¿Me permite verlos?

-¿Por qué no? -suspiró Madama plácidamente-. ¿Por


qué no podría subir el señor Goodwin a conversar con
sus amigos? “Está bien”3. Piezas número 9 y 10.

Goodwin preparó en el bolsillo de su chaqueta un


revólver norteamericano, y subió por la obscura y
empinada escalera.

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.

57
Arriba, en el vestíbulo, la luz ocre de una
lámpara le permitió inspeccionar los números sobre las
puertas. Hizo girar la perilla del número 9, entró y
cerró la puerta tras él.

Si aquella mujer sentada junto a la mesa de aquel


cuarto pobremente amoblado era Isabel Guilbert, las
crónicas no hacían justicia a sus encantos. Apoyaba la
cabeza en una mano. Cada uno de sus rasgos denotaba
una fatiga extrema y en su expresión se leía una
profunda perplejidad. Sus ojos eran grises y tenían la
misma forma que ha sido peculiar, en todo el orbe, a
las más famosas reinas de corazones. La córnea era
singularmente clara y brillante, velada junto al iris
por unos párpados horizontales, que dejaban entrever
una línea alba. Tales ojos denotan una gran nobleza,
energía y, si es posible imaginarlo, el más grande
egoísmo. Cuando el norteamericano entró, lo miró con
una expresión de sorprendida interrogación, pero sin
temor.

Goodwin se quitó el sombrero y se sentó sobre una


punta de la mesa con su calma y aplomo característicos.
Entre sus dedos sostenía un cigarrillo encendido.
Adoptó esta actitud familiar porque estaba seguro de
que malgastaría los preámbulos con una persona como
Miss Guilbert. Conocía su historia y cuán mísero papel
habían jugado en ella los convencionalismos.

-Buenas noches -dijo-. Ahora, señora, hablemos


inmediatamente de negocios. Observará usted que no cito
nombres, pero sé perfectamente quién se encuentra en
el cuarto contiguo y lo que lleva en su valija. Es esto
último lo que me trae aquí. He venido a dictar las
condiciones de rendición.

La dama no se movió no contestó, pero mantuvo la


vista fija en el cigarro de Goodwin.

58
-Nosotros -continuó el dictador, mirando
pensativo el elegante zapato de gamuza que calzaba su
pie, levemente balanceado-, y hablo por una mayoría
considerable del pueblo, exigimos la devolución de los
fondos sustraídos y que le pertenecen. Nuestras
condiciones no van mucho más allá. Son muy simples.
Como emisario autorizado, le prometo que nuestra acción
cesará apenas sean aceptadas. Entregue el dinero y
tanto a usted como a su compañero se les permitirá
marcharse a donde lo deseen. Es más, se les ayudará
aún a conseguir un pasaje para el extranjero en el
barco que ustedes elijan. Tengo el deber personal de
agregar mis felicitaciones para el caballero del número
10, por su excelente gusto para apreciar los encantos
femeninos.

Llevándose nuevamente el cigarrillo a los labios,


Goodwin la observó, y vio que sus ojos lo seguían y se
detenían en él con glacial y significativa
concentración. Aparentemente no había oído una sola
palabra de su discurso. Comprendió, lanzó el c igarro
por la ventana y, con una sonrisa divertida, se bajó
de la mesa.

-Así está mejor -dijo-. De este modo es posible


que se le escuche. Como segunda lección de modales,
¿podría usted decirme por quién tengo el disgusto de
ser insultada?

-Lo siento mucho -dijo Goodwin, apoyando una mano


sobre la mesa-, pero mi tiempo es demasiado escaso para
dedicar alguno a un curso de etiqueta social. Vamos,
hago un llamado a su sensatez. En más de una
oportunidad que exige la aplicación de su evidente
inteligencia. No hay ningún misterio. Soy Frank Goodwin
y vengo por el dinero. Entré en este cuarto al azar.
Si hubiera entrado en el otro, lo habría conseguido
más rápidamente. ¿Quiere usted que se lo diga más
claro? El caballero del número 10 ha traicionado una

59
gran misión. Ha robado una suma importante a su pueblo
y soy yo quien va a impedir que éste la pierda. No digo
quién es ese caballero, pero, si se me obligara a verlo
y resultara ser cierto alto funcionario de la
república, me veré obligado a cumplir con mi deber y
detenerlo. La casa está vigilada. Le ofrezco
condiciones muy liberales. No es absolutamente
necesario que converse con el caballero del cuarto
vecino. Tráigame la valija con el dinero, y asunto
concluido.

La dama se levantó de su asiento y por un momento


reflexionó.

-¿Vive usted aquí, Mr. Goodwin? -preguntó luego.

-Sí.

-¿Qué lo autoriza para cometer este acto de


violencia?

-Soy un instrumento de la república. Se me


denunciaron por telégrafo los procedimientos del señor
del número 10.

-¿Me permite que le haga dos o tres preguntas?


Creo que usted un hombre más capaz de ser franco… que
tímido. ¿Qué clase de ciudad es este Coralio? ¿No la
llaman así?

-No es precisamente una ciudad -dijo Goodwin


sonriendo-. Un pueblo platanero, según afirman. Chozas
de caña, de adobe, cinco o seis casas de dos pisos,
habitaciones limitadas, población de mestizos,
españoles e indios, caribes y negros, ningún paseo ni
diversión que recomendar. Más bien inmoral.
Naturalmente, no es este sino un cuadro a grandes
rasgos.

60
-¿Existe algún aliciente, tanto en lo social como
en lo comercial, para fijar residencia aquí?

-¡Oh!, sí -exclamó Goodwin, sonriendo


ampliamente-. No hay tés sociales, organillos ni
grandes tiendas… y no existe tratado de extradición.

-El me dijo -continuó la dama como si hablara para


sí y con una ligera contracción en el ceño- que en
estas costas había ciudades bellas e importantes; que
se llevaba una agradable vida social…, especialmente
en la colonia de cultos residentes norteamericanos.

-Existe una colonia norteamericana -dijo Goodwin,


mirándola con cierta sorpresa-. Algunos de sus miembros
son excelentes personas. Otros son fugitivos de la
justicia yanqui. Recuerdo a dos presidentes de banco
exiliados, un pagador del ejército caído en desgracia,
algunos asesinos y una viuda…, entiendo que, en su
caso, las sospechas indicaban el uso del arsénico. Yo
mismo formo parte de la colonia, pero, hasta el
momento, no me he distinguido por ningún crimen en
particular.

-No pierda las esperanzas -replicó secamente la


dama-. En su conducta de esta noche no veo nada que
garantice su futuro anonimato. Se ha cometido una
equivocación, no veo bien cómo. Pero a “él” no lo
molestará usted esta noche. El viaje lo ha extenuado a
tal punto, que creo que se durmió sin desnudarse
siquiera. Habla usted de dinero robado. No lo entiendo.
Debe haber un error. Lo convenceré. Quédese donde está
y le traeré la valija que tanto codicia y le mostraré
su contenido.

Se dirigió hacia la puerta cerrada que comunicaba


los dos cuartos, pero se detuvo, dio media vuelta y
lanzó a Goodwin una mirada grave e interrogante que
terminó en una burlona sonrisa.

61
-Usted fuerza mi puerta y prosigue con su
comportamiento de truhan, lanzando las más viles
acusaciones -dijo, y se detuvo como para meditar lo
que iba a seguir diciendo-. Y, sin embargo, ¡es
extraño!, estoy segura de que hay una equivocación.

Dio un paso hacia la puerta, pero Goodwin la


detuvo, tocándole suavemente el brazo. Antes he dicho
que las mujeres se volvían para mirarlo en la calle.
Tenía el tipo de un viking: alto, buen mozo y con un
aire de bondadosa hidalguía. Ella era morena, altiva,
pálida o sonrosada, según fuera su humor. No sé si Eva
fue Rubia o trigueña, pero si semejante mujer hubiera
estado en el jardín, estoy seguro de que la manzana
habría sido mordida. Esta mujer habría de producir
efectos definitivos en la vida de Goodwin y él no lo
sabía; pero, seguramente, sintió una angustia
anunciadora de su destino, pues, al enfrentarse con
ella, el conocimiento de lo que las crónicas relataban
a su respecto puso un amargor en su garganta.

-Si ha habido un error, sólo usted es la culpable


-dijo calurosamente-. No condeno al hombre que ha
pendido su patria, su honor y está a punto de perder
el miserable consuelo a usted. Pues, ¡cielos!, bien
veo cómo fue empujado a ello. Lo comprendo muy bien y
lo compadezco. Son mujeres como usted las que llenan
estas costas de infelices exiliados, que hacen olvidar
a los hombres sus deberes y los arrastran…

La dama lo interrumpió con gesto cansado:

-No es necesario que continúe insultándome -dijo


fríamente-. No comprendo lo que dice y no sé cuál es
el motivo de su loco ofuscamiento. Pero si la
inspección del equipaje de un caballero me libra de su
presencia, no demoremos más.

62
Penetró rápida y silenciosa en la otra pieza y
regresó con la pesada valija que entregó al
norteamericano con un gesto de paciente desdén.

Goodwin depositó rápidamente la maleta sobre la


mesa y comenzó a desatar correas. La dama permaneció a
su lado con una expresión de infinito fastidio y
menosprecio en su rostro.

La valija se abrió sobre unos poderosos goznes


laterales. Goodwin sacó dos o tres prendas de vestir,
dejando al descubierto el grueso de su contenido: fajos
y más fajos de apretados billetes de alta numeración
de los Estados Unidos. A juzgar por las importantes
sumas anotadas sobre las bandas que los ataban, el
total debía ascender a unos cien mil dólares.

Goodwin levantó lentamente los ojos hacia la mujer


y vio, con sorpresa y un estremecimiento de placer que
lo hizo reflexionar, que ella acababa de experimentar
una sincera emoción. Sus ojos se habían dilatado, lanzó
una exclamación ahogada y se apoyó pesadamente en la
mesa. Comprendió entonces que ella ignoraba que su
compañero había saqueado el tesoro nacional. ¿Pero por
qué, se preguntó con rabia, le causaba tanto júbilo el
que esta aventurera e inescrupulosa cantante no fuera
tan vil como la pintaran los comentaristas?

Ambos se sobresaltaron al escuchar un ruido en el


cuarto vecino. La puerta se abrió, y un hombre de
cierta edad, alto, moreno, recientemente afeitado, se
precipitó en el cuarto.

Todos los retratos del presidente Miraflores lo


presentaban poseedor de unos abundantes bigotes negros
y bien cuidados, pero la información proporcionada por
el peluquero Esteban había preparado a Goodwin para el
cambio.

63
El hombre saltó tambaleándose de la obscuridad del
otro cuarto, deslumbrado por la luz y nublado por el
sueño.

-¿Qué significa esto? -preguntó en excelente


inglés, lanzando una mirada penetrante e inquieta al
norteamericano-. ¿Un asalto?

-No está lejos de la verdad -contestó Goodwin-.


Pero creo que he llegado a tiempo para impedirlo.
Represento al pueblo, a quien este dinero pertenece, y
he venido para cuidar de que le sea devuelto.

Metió una mano en el bolsillo de su chaqueta. El


otro hombre echó inmediatamente su mano atrás.

-No se afane -Le gritó Goodwin, con acritud-. Le


estoy apuntando desde mi bolsillo.

La mujer se adelantó y colocó una mano sobre el


hombre de su vacilante compañero. Con un dedo indicó
la mesa.

-Dígame la verdad, la verdad -dijo con voz


enronquecida-. ¿De quién es ese dinero?

El hombre no respondió. Exhaló un hondo y largo


suspiro, se inclinó, la besó en la frente, regresó al
otro cuarto y cerró la puerta.

Goodwin adivinó su intención y saltó hacia allá,


pero el eco del disparo resonó apenas él puso la mano
sobre la perilla. Luego se escuchó la caída pesada de
un cuerpo, y alguien lo empujó a un lado, abriéndose
paso hacia la pieza del hombre caído.

Goodwin pensó que un desconsuelo mayor que el


provocado por la pérdida de amante y dinero debió
sacudir el corazón de la seductora mujer para
arrancarle, en ese momento, el grito de quien llama al
único ser humano que todo lo perdona y todo lo alivia,

64
para hacerla exclamar en aquel cuarto ensangrentado y
deshonrado: “¡Oh! ¿Madre mía, madre, madre!”

Pero afuera se había producido la alarma. Al


escuchar el disparo, el peluquero Esteban había pedido
auxilio, y la detonación misma despertó a la mitad de
la población. Por la calle se oía ruido de carreras y
el aire tranquilo era sacudido por los gritos de
órdenes lanzadas por la autoridad policial. A Goodwin
le quedaba aún un deber por cumplir. Las circunstancias
lo habían erigido en guardián de los bienes de su
patria de adopción. Guardando rápidamente el dinero en
la valija, la cerró, se asomó a la ventana y la lanzó
hacia un tupido naranjo dentro del cercado.

Os contarán en Coralio, con la fruición con que


se complacen en contarles cosas a los recién llegados,
cómo terminó aquella trágica fuga. Os contarán cómo
los representantes de la ley se apresuraron a acudir
apenas se dio la alarma. El comandante, con zapatillas
rojas, una chaqueta que le daba el aspecto de un maitre
d’hotel y la espada al cinto; los soldados, con sus
interminables fusiles, seguidos de un sinnúmero de
oficiales recargados de charreteras y entorchados; los
policías, descalzos (únicos eficientes en todo el
lote), y los desarrapados ciudadanos de diversos
matices y aspectos.

Cuentan que la fisonomía del difunto se hallaba


desastrosamente desfigurada por el disparo, pero fue
identificado como el presidente fugitivo, tanto por
Goodwin como por el peluquero Esteban. A la mañana
siguiente empezaron a llegar los mensajes por el
telégrafo, ya compuesto, y el relato de la fuga
presidencial fue entregado al público. En San Mateo,
el partido revolucionario se había apoderado del
gobierno sin oposición y los vivas de la influenciable
multitud sofocaron pronto el interés que despertara el
infortunado presidente.

65
Os contarán como el gobierno escudriñó en las
ciudades y recorrió todos los caminos en busca de la
valija que contenía el capital activo de Anchuria, que
el presidente había llevado consigo; pero todo fue en
vano. En Coralio el propio Goodwin dirigió la búsqueda
que pasó por la ciudad un peine fino, con el mismo
cuidado con que una mujer se peina el cabello. Pero el
dinero no se encontró.

Así pues, enterraron sin honores al difunto en las


afueras de la ciudad, junto al pequeño puente que
comunica con el campo de mangles, y por un “real”,
cualquier niño os mostrará la tumba. Se dice que la
anciana en cuya choza el peluquero afeitó al presidente
colocó la tabla de madera a la cabecera de la tumba y
grabó sobre ella la inscripción con un hierro al rojo.

También oiréis decir que el señor Goodwin, como


el torreón de una fortaleza, protegió a doña Isabel
Guilbert, en los dolorosos días que siguieron. Y que
los escrúpulos (si es que tuvo algunos) respecto a su
carrera pasada se desvanecieron. Y que la naturaleza
aventurera de ella (si es que la tuvo) desapareció y
se casaron y fueron muy felices.

El norteamericano construyó una casa en una colina


cerca del pueblo. Es éste un edificio en el que se
aúnan todas las maderas preciosas del país que,
exportadas, valdrían una fortuna; agregados a éstas,
el ladrillo, las palmas, el vidrio, el bambú y el
adobe. Se encuentra, además, rodeada de un paraíso
vegetal y una parte del mismo parece conservarse entre
sus muros. Los nativos hablan de los interiores de la
mansión con las manos alzadas en ademán de admiración.
Allí los pisos, relucientes como espejos, están
cubiertos de tapices indios, de seda, tejidos a mano,
y hay grandes ornamentos y cuadros, instrumentos
musicales y muros empapelados… “Figúrese usted”,
exclaman.

66
Más no podrán informarle en Coralio (como ya os
daréis cuenta) de lo que sucedió con el dinero que
Frank Goodwin lanzó al naranjo. Pero esto se explicará
más tarde, pues las palmeras se agitan invitándonos a
reír y disfrutar.

EL DESTERRADO DE AMOR N.° 2

Después de revisar su material consular, los


Estados Unidos de Norteamérica eligieron al señor
John De Graffenreid Atwood, de Dalesburg, Alabama,
como sucesor de Willard Geddie.

Sin menoscabo para el señor Atwood, es preciso


dejar en claro que, en este caso, fue el hombre quien
buscó el oficio. En circunstancias similares a las del
exiliado voluntario Geddie, fueron las artificiosas
sonrisas de encantadoras mujeres las que decidieron a
Johnny al desesperado recurso de aceptar un puesto a
las órdenes de un odiado gobierno federal, obteniend o
de este modo la oportunidad de no volver a ver el
rostro bello pero perverso que había destrozado su
joven corazón. El consulado de Coralio parecía
ofrecerle un retiro lo bastante remoto y romántico para
introducir el dramatismo necesario a las escenas
bucólicas de la vida en Dalesburg.

Mientras desempeñaba su papel de desterrado de


amor, Johnny agregó su parte a la larga lista de
aventuras a lo largo del continente español, con sus
famosas intervenciones en el mercado del calzado y
acometiendo la inigualada hazaña de convertir el más
despreciable e inútil hierbajo de su patria en un
valioso producto de comercio internacional.

67
Las dificultades comenzaron -como a menudo se
inician, en vez de terminar- con un romance. Había en
Dalesburg un individuo llamado Elijah Hemstetter,
dueño de una gran tienda. Su familia la constituía una
sola hija, Rosine, nombre que compensaba ampliamente
el “Hemstetter”. Esta joven damisela poseía abundantes
atractivos, a tal punto, que todos los mozos de la
localidad se sentían agradablemente perturbados a su
vista. Entre los más facetados se contaba Johnny, hijo
del juez Atwood, que vivía en una gran mansión colonial
en las afueras de Dalesburg.

Todo permitía creer que la codiciada Rosine se


habría sentido complacida en corresponder al afecto de
un Atwood, apellido particularmente venerado en el
estado, mucho antes y desde la guerra. En efecto, era
muy razonable pensar que ella se sintiera llena de gozo
ante la perspectiva de ser conducida a aquella
imponente, aunque un tanto vacía, mansión colonial.
Pero no fue así. En el horizonte se cernía una nube,
inmensa nube amenazadora, en la forma de un astuto y
emprendedor granjero del vecindario, que había osado
presentarse como rival del aristocrático Atwood.

Una noche Johnny expuso a Rosine una situación que


ha sido considerada siempre de gran importancia por
todos los adolescentes de la especie humana. Se habían
confabulado todos los detalles accesorios deseables:
la luz de la luna, las adelfas, el magnolio y el
ruiseñor. Nunca se ha sabido si entre ellos se
interpuso la sombra de Pinkney Dawson, el joven y
próspero granjero. Lo cierto es que la respuesta de
Rosine fue negativa. El señor John De Graffenreid
Atwood se inclinó reverente hasta tocar el césped con
su sombrero y se marchó con la cabeza erguida, pero
con una dolorosa herida en su pedigree y su corazón.
¡Una Hemstetter rechazar a un Atwood! ¡Válganos Dios!

68
Entre otros hechos accidentales ocurridos ese año,
se contaba la presencia de un presidente democrático
en el gobierno. El juez Atwood era un veterano de la
democracia. Johnny lo convenció de que usara su
influencia para obtenerle un puesto en el extranjero.
Deseaba marcharse lejos, muy lejos. Tal vez en los años
por venir Rosine meditara cuán verdadero y fiel había
sido su amor, y derramaría una lágrima…, acaso en la
leche que estuviera desnatando para el desayuno de Pink
Dawson.

Giraron las ruedas de la política y Johnny Atwood


fue nombrado cónsul en Coralio. Un día antes de partir
se presentó en casa de los Hemstetter para despedirse.
En los ojos de Rosine creyó advertir un extraño fulgor
rosado, y si los dos hubieran estado solos, es muy
probable que los Estados Unidos se vieran en la
necesidad de buscar otro cónsul. Pero Pink Dawson
estaba allí, naturalmente, hablando de sus 400 acres
de arboleda, y el potrero de tres millas de alfalfa y
los 200 acres de talaje. Así, pues, Johnny cambió con
Rosine un apretón de manos tan frío como si sólo se
marchara por unos días a Montgomery. Cuando querían,
estos Atwoods eran de una altivez principesca.

-Si encuentra, allá algo que se preste para una


buena inversión, Johnny, me lo hará saber, ¿eh? -dijo
Pink Dawson-. No tendría dificultad en echar mano a
unos cuantos miles extras, en cualquier momento, para
un negocio conveniente.

-Por supuesto, Pink -respondió Johnny,


afablemente-. Si descubro algo, se lo comunicaré con
el mayor gusto.

Johnny se dirigió en seguida a Mobile, donde se


embarcó en un frutero, con rumbo a las costas de
Anchuria.

69
Cuando el nuevo cónsul llegó a Coralio, lo
inusitado del panorama lo distrajo enormemente. Tenía
sólo veintidós años y las penas de la juventud no se
llevan como un ropaje, como sucede en los adultos.
Tienen sus temporadas de predominio, pero luego son
por un tiempo olvidadas, gracias a la acción de los
sentidos alertas.

Billy Keogh y Johnny se sintieron al punto


atraídos por un mutuo sentimiento de amistad. Keogh
condujo al nuevo cónsul a conocer la ciudad y lo
presentó al puñado de norteamericanos y al número más
reducido de franceses y alemanes que formaban la
colonia extranjera. Más tarde tuvo también que ser
presentado con mayor formalidad a los funcionarios del
país e hizo transmitir sus credenciales por medio de
un intérprete.

Algo tenía el joven meridional que gustaba


sobremanera al sofisticado Keogh, Sus modales eran de
una sencillez casi infantil; en cambio, poseía la
serena despreocupación de un hombre de muchos más años
y experiencia. Nada de uniforme, títulos, balduques ni
de idiomas desconocidos; ni montañas ni mares afectaban
su ánimo. Él era el heredero de todos los siglos, un
Atwood de Dalesburg, y se podía conocer cada
pensamiento que su cerebro produjera.

Geddie acudió al consulado para explicarle las


obligaciones y tareas del oficio. El y Keogh se
esforzaron en interesar al nuevo cónsul en la
descripción de la labor que su gobierno esperaba verle
desarrollar.

-Está bien -dijo Johnny, desde la hamaca que había


instalado como lugar oficial de reposo-. Si alguna vez
se presenta algo que hacer, los llamaré a ustedes. No
se puede esperar que un demócrata trabaje durante su
primer período de gobierno.

70
-Podría echar un vistazo a esta lista de los
diferentes productos de exportación, de los que tendrá
que llevar cuenta – insinuó Geddie-. Las frutas están
clasificadas, pero hay además las maderas preciosas,
el café, el caucho…

-Eso último suena bien -interrumpió Atwood-. Da


cierta idea de elasticidad. Deseo comprar una bandera
nueva, un mono, una guitarra y un barril de piñas.
¿Podría estirarse el caucho lo suficiente para cubrir
estos gastos?

-Aquí no se trata sino de estadística -dijo


Geddie, sonriendo-. Usted se refiere a la lista de
gastos. Se le concede una ligera elasticidad. Los ítems
estacionarios son a veces muy ligeramente revisados
por el Departamento de Estado.

-Estamos perdiendo el tiempo -exclamó Keogh-. Este


hombre ha nacido para ocupar puestos fiscales. Con una
sola mirada de sus ojos de águila penetra hasta la raíz
misma del arte de gobernar. El verdadero genio del
mando se percibe en cada una de sus palabras.

-Yo no acepté este puesto para trabajar -declaró


Johnny, lánguidamente-. Lo único que quería era
refugiarme en algún punto del globo donde no se hablara
de granjas. Entiendo que aquí no las hay, ¿no es así?

-Por lo menos no son de la especie que usted conoce


-contestó el ex cónsul-. No existe aquí lo que nosotros
llamamos agricultura. Jamás se vio un arado o una
segadora dentro de las fronteras de Anchuria.

-Este es el país que me conviene -murmuró el


cónsul. E inmediatamente se durmió.

El alegre fotógrafo continuó su amistad con


Johnny, no obstante habérsele acusado públicamente de
que su única intención era conseguir así un lugar de

71
preferencia en la codiciada galería posterior del
consulado. Pero, fueran sus propósitos sinceros o
egoístas, lo cierto es que Keogh obtuvo el deseado
privilegio. Pocas eran las noches en que no se les veía
allí reposando en la brisa marina, con los pies sobre
la baranda y los cigarros y el coñac al alcance de la
mano.

Una vez estaban allí sentados, más bien


silenciosos, pues su charla se había apagado bajo la
calmante influencia de una noche extraordinaria.

Presidía la escena una inmensa luna llena, y el


mar parecía de concha de perla. Apenas se escuchaba
algún ruido, pues el aire mantenía una pesada
inmovilidad y la ciudad aguardaba, jadeante, que la
noche refrescara. En la bahía esperaba el frutero
“andador”, de la Compañía Vesubio, con su carga
completa y dispuesto a zarpar a las seis de la mañana.
En la playa no se divisaba ningún paseante rezagado.
La luz de la luna era tan potente, que los dos hombres
percibían el fulgor de los pequeños guijarros en la
arena, al ser humedecidos por el leve oleaje.

De pronto, al extremo de la playa, virando muy


cerca de la costa, se deslizó lentamente una pequeña
goleta de blanco velamen, semejando una fantástica y
nívea ave marina. Seguía su curso a veinte grados del
viento, de manera que viraba en amplios semicírculos,
imitando los graciosos movimientos de un patinador.
Una vez más, las maniobras de la tripulación la
acercaron a la costa, enfrentando casi el consulado, y
en ese preciso momento brotaron del velero claras y
asombrosas notas, como si brotaran de la trompeta de
un duende prodigioso. Bien podía haber sido una flauta
feérica, suave, cristalina e inesperada, entonando con
entusiasmo la melodía familiar del “Hogar, dulce
hogar”.

72
La escena era digna de la tierra del loto. Los
dioses del mar y el trópico, el misterio que preside
en las navegaciones desconocidas y la magia de la
música, desgranando sus notas sobre las aguas
iluminadas, le prestaban un suave encanto. Johny Atwood
lo percibió y pensó en Dalesburg, pero apenas el
cerebro de Keogh dio una interpretación al peripatético
solo, se precipitó sobre la baranda y su voz atronadora
rasgó el silencio de Coralio, como un cañonazo:

-¡Mel-lin-ger, a-hoy!

La goleta se inclinaba en una virada que la alejó;


sin embargo, surgió de ella una clara respuesta:

-¡Adiós, Billy… me voy…, adiós!

El velero se dirigía hacia el “Andador”. Sin duda,


algún pasajero con permiso para navegar desde algún
punto más alto de la costa, descendía en este barquito
para subir al frutero en su viaje de regreso. Como un
coqueto pichón, el velero viraba con excéntrico andar,
hasta que por fin su blanco velamen se perdió de vista,
junto al bulto mayor del costado de la nave frutera.

-Ese es el viejo H.P. Mellinger -explicó Keogh,


desplomándose nuevamente en su silla-. Regresa a Nueva
York. Fue secretario privado del último presidente
fugitivo de este almacén de frutas y especias que han
dado en llamar un país. Ha terminado ya su labor y me
imagino que el viejo Mellinger debe estar satisfecho.

-¿Por qué desaparece al son de una fanfarria, como


Zo-Zo, la reina de la magia? -preguntó Johnny-. ¿Sólo
para demostrarles que no le importa marcharse?

-Esa música que escuchaste la producía un


gramófono -dijo Keogh-. Yo se lo vendí. Mellinger tenía
un cargo secreto en este país, que sin duda era el
único de su especie en el mundo. Esa máquina lo ayudó

73
a conservarlo una vez y desde entonces la lleva siempre
consigo.

-Cuéntame de qué se trataba -pidió Johnny,


delatando su interés.

-Soy un mal narrador -dijo Keogh-. Me limito a


emplear el idioma estrictamente para las necesidades
de la conversación, pero apenas intento formas un
discurso, las palabras salen de mí a su antojo y bien
pueden tener sentido o carecer de él.

-Quiero saber en qué consistía ese cargo -insistió


Johnny-. No tienes derecho a rehusar. Te he contado
cuanto sé respecto a cada hombre, mujer y lugar en
Dalesburg.

-Te los contaré -dijo Keogh-. Te dije que carecía


del instinto narrativo. No lo creas. Es todo un arte
que he adquirido junto con muchas otras ciencias y
virtudes.

EL GRAMÓFONO Y SU SECRETO

-¿Cuál era el secreto? -preguntó Johnny, con la


impaciencia del gran público al cual se narran cuentos.

-Es contrario al arte y a la filosofía informarte


de ello -dijo Keogh, con calma-. El arte de la
narración consiste en ocultar al auditorio cuanto desea
saber, hasta que se haya terminado de exponer los
conceptos favoritos sobre tópicos ajenos al tema. Una
buena historia es como una píldora amarga, con la
envoltura azucarada dentro de ella y no fuera.
Comenzaré, si me lo permites, con un horóscopo emitido
en la nación cherokee y terminaré con una moraleja
melódica sobre el gramófono.

74
“Fuimos yo y Henry Horsecollar quienes
introdujimos el gramófono en este país. Henry era un
mestizo con sangre cherokee, educado en el Este, en el
idioma del football, y en el Oeste, en el contrabando
del whisky; todo un caballero, tal como tú y yo. Era
de espíritu ligero y retozón; un hombre que medía casi
seis pies y tenía la agilidad y el dinamismo de una
rueda de goma. Si, era un hombrecito de unos cinco pies
y cinco, o cinco pies y once pulgadas. Era lo que se
llamaba un hombre de estatura mediana, de un tamaño
corriente. Henry se había fugado una vez del colegio y
tres veces de la cárcel de Muscogee, habiendo ingresado
a esta última institución por introducir y vender
whisky en los territorios de la nación. Henry
Horsecollar no era de los que se dejan amansar
fácilmente. Decididamente, no pertenecía a esa tribu
de indios.

“Henry y yo nos conocimos en Texarkana, e ideamos


juntos el negocio del gramófono. Tenía 360 dólares,
que le correspondieron por la asignación de unos
terrenos de la reserva. Yo me había apresurado a salir
de Little Rock, después de presenciar allí una
lamentable escena callejera. De pie, sobre un cajón,
un hombre exhibía unos elegantísimos relojes de oro,
con caja atornillada, remontoir y maquinarias Elgin.
Costaban veinte dólares al contado. A tres dólares, la
multitud se peleaba los boletos. El hombre echó mano a
una maleta que casualmente tenía llena de estos
aparatos y los distribuyó como bizcochos calientes.
Las tapas eran difíciles de desatornillar, pero los
clientes se llevaban la cajita al oído y ésta emitía
un tictac tranquilizador y agradable. Tres de estos
relojes eran auténticos; los demás, falsos. ¿Cómo?
Pues, muy sencillo: no eran más que cajas vacías, con
una de aquellas cucarachas negras y cornudas que vuelan
alrededor de las luces eléctricas encerrada adentro.
Estas cucarachas patean ingeniosa y lindamente los

75
minutos y los segundos. De este modo, el hombre de
quien te hablo recogió 288 dólares y se marchó
rápidamente, porque sabía que, cuando llegara el
momento de dar cuerda a los relojes, se necesitaría un
entomólogo en Little Rock y él no lo era.

“Como iba diciendo, Henry tenía 360 dólares y yo


288. La idea de introducir el gramófono en Sudamérica
fue de Henry, pero yo la acepté con entusiasmo, pues
siempre he sentido gran afición a toda clase de
maquinarias.

“-Las razas latinas -decía Henry, expresándose con


facilidad en el lenguaje aprendido en el colegio - son
particularmente aptas para ser víctimas del gramófono.
Tienen un auténtico temperamento artístico. Les
encantan la música, el color y la alegría. Le dan todo
su dinero al organillero y hasta entregan la gallina
de los huevos de oro cuando están varios meses
atrasados en la cuenta del almacén y la panadería.

“-Entonces -opiné-, exportaremos música en


conserva para los latinos. Pero me preocupa lo que el
señor Julio César decía de ellos al expresar: “Omnia
Gallia in tres partes divisa est”. Lo que quiere decir:
Tendremos que ser muy gallos para dividirlos en tres
partes.

“No me gustaba nada hacer alarde de cultura, pero


tampoco me resignaba a que me aventajara un simple
indio, miembro de una raza a la cual no debemos nada
más que la tierra en la cual se encuentran situados
los Estados Unidos.

“Compramos un estupendo gramófono en Texarkana -


uno de los mejores que se fabrican- y medio baúl de
discos. Preparamos nuestro equipaje y tomamos el T. y
P. hacia Nueva Orleáns. Desde aquel centro famoso por

76
su melaza y sus degenerados cantos de negros, tomamos
un barco que nos conduciría a Sudamérica.

“Desembarcamos en Solitas, a cuarenta millas de


aquí, por la costa. Era un lugar de aspecto bastante
agradable. Las casas eran blancas y limpias, y al
verlas allí enterradas en medio de tanta vegetación,
no podía dejar uno de pensar en huevos cocidos servidos
con lechuga. En las afueras de la ciudad se veía una
masa de montañas rascacielos que se mantenían allí muy
quietas, como si hubieran trepado tan alto sólo para
observar la ciudad con más comodidad. El mar hacia Sh,
sh, sh en la playa y, de cuando en cuando, un coco
maduro caía blandamente sobre la arena, y eso era todo.
Sí, no cabe duda de que esa ciudad gozaba de una gran
calma. Me imagino que después que el arcángel Gabriel
termine de tocar su trompeta y que su cuerpo inicie la
marcha, con la banda de Filadelfia tocando con bríos y
con Pine Gully, Arkansas, colgado del pescante, esta
ciudad de Solitas se desperezará y preguntará si
alguien habló.

“El capitán nos acompañó a tierra y se ofreció


para guiarnos en lo que él gustaba llamar las exequias.
Nos presentó a Henry y a mí, al cónsul de los Estados
Unidos y a un hombre canoso, jefe del Departamento de
Disposiciones Mercantiles y Licencias, según rezaba su
título.

“-Dentro de ocho días vuelvo a hacer escala en


este puerto -nos advirtió el capitán.

“-A esas horas -le contestamos- estaremos amasando


riquezas en las ciudades del interior, con nuestra
prima donna galvanizada y nuestras buenas imitaciones
de la orquesta de Sousa, excavando una marcha de una
mina de latón.

77
“-Se equivocan -replicó el capitán-. A esas horas
estarán hipnotizados. Cualquier amable caballero del
auditorio que tenga la bondad de subir al escenario y
mire de cerca este país, llega al convencimiento de
que no es más que una mosca fuera de ambiente. Los
encontraré esperándome metidos hasta las rodillas en
el mar, y vuestra máquina para fabricar bisquetes
hamburgueses tocando, del hasta la fecha respetado
repertorio musical, aquella conocida melodía de “No
hay mejor sitio que la patria”.

“Henry sacó un billete de a veinte de su fajo y


recibió de la Oficina de Disposiciones Comerciales un
documento en papel de oficio, lacrado y con una
historia en dialecto, pero ningún sobrante de su
dinero.

En seguida convidamos generosamente con vino tinto


al cónsul y obtuvimos de él un horóscopo. Era un tipo
más bien jovial, delgado, de algo más de cincuenta
años, un tanto franco-irlandés de sentimientos y lleno
de pesadumbre. Sí, era un individuo pesimista, en el
cual el alcohol quedaba como estancado; tenía cierta
inclinación a la corpulencia y la melancolía. Sí, se
me ocurre que tenía algo de holandés, pues era muy
triste y afable en sus modos.

“-El maravilloso invento llamado gramófono -dijo-


no ha invadido aún estas playas. La gente de este país
no lo ha oído nunca. No creerían en él ni aunque lo
oyeran. A estos sencillos hijos de la naturaleza el
progreso no ha logrado jamás someterlos a la tarea de
hacer las veces de un abridor de tarros para escuchar
una obertura, y es muy posible que el jazz los incite
a una sangrienta revolución. Pero podéis intentar el
experimento. Lo mejor que os puede suceder es que el
pueblo no despierte cuando toquéis. Pueden tomar las
cosas de dos maneas diferentes -siguió el cónsul-.
Pueden caer en un éxtasis de atención, como un coronel

78
de Atlanta escuchando “La marcha a través de Georgia”,
o bien pueden excitarse, interrumpir la clave musical
con un hacha y lanzaros a una mazmorra. En el último
caso -prosiguió-, cumpliré con mi deber cablegrafiando
al Departamento de Estado, os envolveré en listas y
estrellas cuando os lleven a fusilar y amenazaré a los
nativos con la venganza de la primera nación
exportadora de oro y poseedora de la mayor reserva
financiera del mundo. Mi bandera está llena de
orificios -comentó-, practicados en esta forma. Dos
veces ya he tenido que cablegrafiar a nuestro gobierno
para pedirle un par de barcos de guerra para proteger
a ciudadanos norteamericanos. La primera vez el
Departamento me envió un par de botas de goma1. La otra
vez fue cuando un individuo de apellido Pease 2 iba a
ser ejecutado. Este cable fue transmitido al Ministerio
de Agricultura. Molestemos nuevamente al señor del bar
para que nos repita la dosis de vino tinto.

“De este modo monologaba el cónsul en Solitas ante


mí y Henry Horsecollar.

“No obstante lo que nos dijera, esa misma tarde


alquilamos un cuarto en la calle de los Ángeles, la
calle principal que corre a lo largo de la playa, y
allí instalamos nuestro equipaje. Era una pieza de buen
tamaño, sombría y alegre, pero chica. Daba sobre una
calle pintoresca, llena de casas y plantas de
conservatorio. Los habitantes de la ciudad cruzaban
los magníficos pastizales que crecían entre las aceras.
A la gente de un mundo civilizado aquello le habría
dado la impresión de un buen coro de ópera esperando
la entrada en escena del Real Kafoozlum.

“Le estábamos sacando el polvo a la máquina y


preparándonos para iniciar el negocio al día siguiente,

1 Alcance de palabras por gunboat, barco cañonero, y gum boots, botas de goma.
2 En inglés peas significa “guisantes”.

79
cuando un hombre blanco de gran estatura, buen mozo,
vestido de blanco, se detuvo en la puerta y miró hacia
adentro. Le invitamos a entrar, así lo hizo y nos
examinó de una mirada. Mascaba un largo cigarro y
fruncía los ojos, meditabundo, como una coqueta
damisela que se esforzara en decidir cuál vestido
ponerse para la fiesta.

“-¿Nueva York? -me preguntó finalmente.

“-De origen y accidentalmente -contesté-.


¿Todavía no se me borra la marca?

“Es muy simple descubrirlo cuando se sabe el truco


-me respondió-. Es el corte de la chaqueta. En ninguna
otra parte las saben cortar bien. Abrigos, tal vez,
pero chaquetas no.

“-Es muy simple descubrirlo cuando se sabe el


truco -me respondió-. Es el corte de la chaqueta. En
ninguna otra parte las saben cortar bien. Abrigos, tal
vez, pero chaquetas no.

“El blanco observa a Henry y parece vacilar.

“-Indio -le dice éste-, indio domesticado.

“-Mellinger -se presenta entonces el hombre-.


Homero P. Mellinger. Muchachos, están ustedes
confiscados. Sin chaperon o director espiritual, son
ustedes tan indefensos como dos nenes en la selva, y
yo me siento en el deber de guiarlos en los primeros
pasos. Haré uso de todas mis influencias y los
embarcaré como es debido sobre las aguas diáfanas de
este lodazal tropical. Tienen que ser bautizados, y si
deciden venir conmigo, quebraré una botella de vino
sobre vuestras frentes, de acuerdo con el protocolo de
Hoyle.

80
“Pues bien, durante dos días Homero P. Mellinger
nos hizo los honores. Ese hombre tenía el poder de
quebrar el hielo en Anchuria. Era precisamente lo que
necesitábamos. Era el Real Kafoozlum en persona. Si
nosotros éramos nenes perdidos en la selva, él era
Robin Hood de pies a cabeza. El, yo y Henry Horsecollar
nos dimos el brazo, transportamos el gramófono de un
lado a otro y tuvimos bebida y diversiones en
abundancia. Cada vez que encontrábamos una puerta
abierta, entrábamos y echábamos a andar la máquina,
mientras Mellinger llamaba a la gente para que acudiera
a observar el ingenioso instrumento musical y a sus
dos amigos de toda la vida, los “señores americanos” 1.
El coro operático se sentía invadido de un gran afecto
hacia nosotros y nos seguía de casa en casa. Con cada
melodía diferente se nos servía una distinta bebida.
Los nativos conocían el arte de preparar un agradable
brebaje que se adhiere porfiadamente al recuerdo.
Cortan la punta de un coco verde y mezclan al jugo
coñac francés y otros ingredientes. Tuvimos
oportunidad de paladearlo junto con otras bebidas.

“Mi dinero y el de Henry no se ocupaban en nada.


Todo iba por cuenta de Homero P. Mellinger. Ese hombre
era capaz de sacar fajos de billetes de sitios donde
ni el propio Hemnn el Mago hubiera podido sacar un
conejo o una tortilla de huevos. Habría podido fundar
universidades o coleccionar orquídeas y siempre le
hubiese quedado dinero suficiente para comprar una
elección en su país. Henry y yo nos preguntábamos cuál
sería su secreto. Una noche nos lo reveló.

“-¡Muchachos! -nos dijo-, le he engañado. Ustedes


creen que no soy más que un mariposón ocioso, cuando
en realidad soy el tipo más trabajador y ocupado del
país. Hace diez años arribé a estas playas y sólo dos
años que di en el blanco. Si, creo que podría disponer

1 En español en el original.

81
de esta morena nación en la forma que se me antojara.
Tendré confianza en ustedes, porque son mis
compatriotas e invitados, a pesar de haber asaltado
las costas de mi patria de adopción con la peor clase
de ruidos con pretensiones musicales. Tengo el cargo
de secretario privado del presidente de este país y es
mi deber velar por la seguridad de su gobierno. Mi
nombre no aparece en las listas, pero no por eso dejo
de ser la mostaza en el aliño de la ensalada. No pasa
una ley al Congreso, no se otorga concesión ni se
establece un impuesto importante sin que Homero P.
Mellinger lo cocine y lo cocine y lo sazone. En el
bufete presidencial, lleno el tintero de su excelencia
y registro a los visitantes políticos, en busca de
dagas y dinamita; pero, en un cuarto interior, dicto
la política del gobierno. No podrían adivinar jamás en
qué forma conseguí este cargo. Es el único de su
especie en el mundo. Ya los informaré. ¿Recuerdan el
viejo refrán en los libros de lectura infantiles: “La
honradez es la mejor política”? Eso es todo. He
decidido explotar la honradez como un filón. Soy el
único hombre honrado en toda la república. El gobierno
lo sabe, el pueblo lo sabe, los inversionistas
extranjeros lo saben, los coimeros lo saben. Yo ayudo
a conservar la fe en el gobierno. Si a un hombre se le
promete un puesto, se le da. Si un capital extranjero
compra una concesión, recibe sus productos. Mantengo
aquí un monopolio de transacciones honradas. No tengo
competidores. Si al coronel Diógenes se le ocurriera
apuntar hacia acá con su linterna, antes de dos minutos
le habría dado mi dirección. No se ganan grandes sumas
en mi oficio, pero es algo seguro y que lo deja a uno
dormir en paz.

“Este fue el discurso que Homero P. Mellinger nos


espetó a mí y Henry Horsecollar. Más tarde soltó esta
declaración:

82
“-Muchachos, tengo que celebrar esta noche una
soirée con un grupo de ciudadanos eminentes y quiero
que ustedes asistan. Traerán consigo el descascarador
de música, con lo que darán a la reunión el aspecto de
una función musical. Se trata de un asunto importante,
pero no ha de notarse. No les puedo contar mucho al
respecto. Durante dos años he sufrido por no tener
nadie con quién desahogarme y presumir. A veces siento
nostalgias y renunciaría a todas las ventajas de mi
oficio por tomarme un trago y comerme un sándwich de
caviar en algún cafetín de la calle Treinta y Cuatro,
y observar el pasar de los tranvías y sentir el olor a
maní tostado en la frutería del viejo Giuseppe.

“-Sí -dije yo-, hay un buen caviar en el café de


Billy Renfrow, en la esquina de Treinta y Cuatro con…

“-Dios es testigo -interrumpió Mellinger-, y si


me hubieras dicho que conocías a Billy Renfrow, habría
inventado millones de maneras de hacerte feliz. Billy
era mi quebradero de cabeza en Nueva York. He ahí un
hombre que no conocía la trampa. Heme aquí explotando
la honradez como un filón, mientras el pierde dinero
en el mismo negocio. ¡Caramba! A veces me siento
asqueado de este país. Todo está podrido. Desde los
gobernantes hasta el último recolector de café se lo
pasan imaginando la manera de echar abajo a sus
compañeros y robarles el dinero. Si un arriero de mulas
se saca el sombrero ante un funcionario, éste se
imagina que es un ídolo popular y comienza a trazarse
un plan para provocar una revolución y derrocar al
gobierno. Una de mis pequeñas obligaciones como
secretario privado es olfatear a tiempo las asonadas y
desbaratarlas antes de que lleguen a tocarle un pelo a
la propiedad del gobierno. Precisamente por esto me
encuentro ahora en este puerto enmohecido. El
gobernador del distrito y sus compinches están
complotando un levantamiento. Tengo ya todos sus

83
nombres, y los he invitado a escuchar el gramófono esta
noche, por invitación de H.P.M. Pienso así cogerlos a
todos juntos, y en mi programa figura lo que ha de
sucederle a cada uno.

“Estábamos los tres sentados alrededor de una


mesa, en la cantina de los Santos Purificados.
Mellinger sirvió el vino con gesto preocupado. Yo
meditaba.

“-Es un grupo de tíos listos -dijo, un tanto


colérico-. Los capitaliza un sindicato extranjero del
caucho y están armados hasta los dientes para sobornar.
Estoy harto de ópera cómica -continuó Melinger-. Quiero
oler el East River y usar tirantes otra vez. A veces
me siento dispuesto a echarlo todo por la borda, pero
soy lo bastante estúpido para sentirme un tantico
orgulloso de mi oficio. “Vean, ese Mellinger”, dice la
gente. “¡Por Dios, ni con un millón se le puede
atrapar!” Me gustaría tomar un disco de esta cantinela
y llevárselo algún día a Billy Renfrow; esto me da
nuevas energías cada vez que pienso en el provecho que
podría sacar con sólo guiñar un ojo… y perder mi
puesto. Pero… conmigo no se puede jugar. Y lo saben.
El dinero que tengo lo gano honradamente y lo gasto
como me da la gana. Algún día me pondré a juntarlo y
regresaré a comer caviar con Billy. Esta noche les haré
una demostración de cómo se maneja a una banda de
corruptores y coimeros. Les mostraré lo que significa
Mellinger, secretario privado, cuando se decide a
actuar sin ceremonias.

“Mellinger estaba trémulo y rompió su copa contra


el gollete de la botella.

“Yo me dije: “Hombre, me parece que te han


colocado un cebo donde lo puedes mirar de reojo”.

84
“Esa noche, siguiendo instrucciones previas, yo y
Henry llevamos el gramófono a un cuarto en una casa de
adobes de una sucia calle lateral, donde el pasto nos
llegaba hasta las rodillas. Era una larga sala
iluminada por humeantes lámparas de petróleo. Había
muchas sillas y una mesa en el extremo más alejado del
salón. Colocamos sobre ella el gramófono. Allí estaba
Mellinger paseándose de un lado a otro, nerviosamente.
Mascaba los cigarros, los escupía y se mordisqueaba la
uña del pulgar de su mano izquierda.

“Poco a poco empezaron a llegar, por parejas o de


a tres, haciendo brillar los sables, los invitados a
la audición musical. El color de la tez de estos
individuos recorría toda la gama, desde el pipa de
espuma con tres días de ahumado hasta el negro charol.
Eran todos de una amabilidad melosa y parecían en el
colmo de la dicha por esta oportunidad que se les
brindaba de saludar al señor Mellinger. Yo comprendía
el español (estuve dos años administrando una bomba de
extracción en una mina de plata mejicana), pero no se
lo dije a nadie.

“Habían llegado más o menos cincuenta de los


invitados, cuando apareció el rey de la colmena, el
gobernador de distrito. Mellinger le dio la bienvenida
en la puerta y lo acompañó hasta el puesto de honor.
Apenas divisé a ese latino, comprendí que Mellinger,
secretario privado, tendría tomados todos los bailes
esa noche. Era un hombre alto y corpulento, del color
de una zapatilla de goma y con el ojo alerta de un
maitre d’hotel.

“Mellinger explicó, en fluido castellano, que su


corazón rebosaba de alegría al poder ofrecer a sus
honorables amigos una exhibición del más grande invento
norteamericano, la maravilla del siglo. Henry
comprendió y colocó un elegante disco de música
militar, con lo cual se iniciaron los festejos. El

85
gobernador incubaba bajo el sombrero ciertas vagas
nociones de inglés y cuando terminó la pieza, exclamó:

“-Ver…r…ree fine. Gr…r…rr…racias, the American


gentlemen, the so esplendeed moosic as to playee1.

La mesa del banquete era muy larga, y Henry y yo


estábamos sentados en un extremo, junto a la pared. El
gobernador presidía en la otra punta con Homero P.
Mellinger a su lado. Estaba pensando en cómo se las
arreglaría éste con su gente, cuando el talento nativo
inició de súbito la ofensiva.

“Ese hombre estaba hecho para la política y las


revoluciones. Era un tipo muy listo, que daba su tiempo
para todo. Sí; parecía lleno de atención e intuición.
Apoyó las manos sobre la mesa y volvió el rostro hacia
el secretario privado.

“-¿Comprenden el español los señores


norteamericanos? -preguntó en su lengua nativa.

“-No -contestó Mellinger.

“-Entonces escuche -prosiguió con decisión el


caballero latino-. La música es muy bella, pero carece
de utilidad práctica. Hablemos de negocios. Sé muy bien
por qué estamos aquí, puesto que sé observar a mis
compatriotas. A usted le llevaron ayer el dato, señor
Mellinger, de nuestras intenciones. Esta noche
hablaremos abiertamente. Sabemos que está usted de
parte del presidente, y conocemos su influencia. El
gobierno será derrocado. Sabemos cuál es el valor de
sus servicios. Estimamos en tanto su ayuda y su amistad
que…

“Mellinger levanta una mano, pero el gobernador


lo detiene:

1 Muy lindo. Gracias, señores norteamericanos, por la espléndida música.

86
“-No hable hasta que yo haya terminado.

“El gobernador saca entonces de su bolsillo un


paquete envuelto en papel y lo deja sobre la mesa,
junto a la mano de Mellinger.

“-Aquí dentro encontrará cincuenta mil dólares en


dinero de su país. No puede hacer nada en contra de
nosotros, pero, en cambio, nosotros lo valorizamos a
usted en esta suma. Regrese a la capital y obedezca
nuestras instrucciones. Tome ahora ese dinero. Tenemos
confianza en usted. Ahí dentro encontrará una hoja en
la cual le damos un detalle de lo que esperamos que
haga. No cometa la insensatez de rehusar.

“El gobernador se detuvo con la mirada fija en


Mellinger, llena de expresión y obsequiosidad. Miré a
Mellinger y me alegré de que Billy Renfrow no lo viera
en ese momento. El sudor le brotaba de la frente y
permanecía mudo, golpeteando el paquetito con la yema
de los dedos. La banda de “colorados maduros”1
pretendía conquistarse sus servicios. No tenía más que
cambiar de política y meterse los cinco dedos en el
bolsillo interior de su chaqueta.

“Henry murmura a mi lado y quiere que le explique


el motivo de la pausa en el programa. Yo le contesto
con un susurro:

“H.P. está resistiendo a un soborno de calibre


senatorial, y los muy ladinos lo tienen casi dominado.

“Observé que la mano de Mellinger se acercaba más


al paquete.

“-Está flaqueando -murmuré a Henry.

1 En español en el original.

87
“-Le recordaremos al tostador de maní de la calle
Treinta y Cuatro- me dijo éste.

“Henry se agachó y cogió un disco del canasto que


habíamos llevado lleno, lo colocó en el gramófono y lo
echó a andar. Era un solo de corneta, muy bello y
claro, y se llamaba “Hogar, Dulce Hogar”. Ninguno de
los cincuenta extraños individuos que llenaban la sala
se movió mientras se tocaba el disco, y el gobernador
mantenía la vista fija en Mellinger. Vi entonces a éste
levantar lentamente la cabeza y que su mano se retiraba
con lentitud del paquete. Nadie se movió hasta que se
tocó la última nota. Pero entonces Homero P. Mellinger
se levantó, cogió el fajo de billetes y lo lanzó al
rostro del gobernador.

“-¡Esa es mi respuesta! -gritó Mellinger,


secretario privado-. Y mañana tendrán otra. Tengo
pruebas de conspiración contra cada uno de ustedes. La
sesión ha terminado, señores.

“-Todavía queda un acto en la comedia -prorrumpió


el gobernador-. Según entiendo, usted no es más que un
criado encargado por el presidente de copiar cartas y
contestar cuando golpean la puerta. Yo soy aquí el
gobernador. Señores, en nombre de la causa, detened a
este hombre.

“Aquel abigarrado grupo de conspiradores empujó


entonces las sillas y avanzó como un solo cuerpo.
Comprendí que Mellinger había cometido un error al
reunir en masa al enemigo para dar un golpe de efecto.
Creo que luego cometió otro; pero no nos ocupemos de
eso ahora, ya que mi ética y la de Mellinger eran
diferentes, variando según la cotización y los puntos
de vista.

“No había más que una puerta y una ventana en


aquella sala y se encontraban precisamente en el

88
extremo opuesto. Y allí estaban aquellos cincuenta
latinos avanzando en bloque para obstruir la línea
política de Mellinger. Puedes dar por descontado que
éramos tres en su contra, pues Henry y yo,
simultáneamente, declaramos las simpatías de la ciudad
de Nueva York y la nación cherokee hacia el partido
más débil.

“Fue entonces cuando Henry Horsecollar se sintió


dispuesto a luchar e intervino demostrando
admirablemente las ventajas de la educación aplicadas
a la inteligencia y el refinamiento naturales del indio
norteamericano. Se levantó y se alisó el cabello con
ambas manos, como hacen las niñas cuando están jugando.

“-Pónganse los dos detrás de mí -dijo.

“-¿Qué vas a hacer, jefe? – le pregunté.

“-Voy a intentar una centrada – contestó Henry,


en jerga futbolística-. No hay uno solo capaz de
detenerme en todo el grupo. Péguense a mis talones y
sigan el juego.

“Luego, aquel culto piel roja produjo con la boca


una combinación de sonidos que obligó a los latinos a
detenerse llenos de aprensión y titubeos. El tema de
su ruidosa proclamación parecía un producto hibritario
cherokee. Se precipitó contra el bando de chocolate
con la fuerza de una arveja lanzada por una cerbatana.
Su codo derecho arrojó al gobernador sobre la mesa del
banquete y abrió un camino a lo largo del grupo, tan
ancho que una mujer habría podido pasar con una escala
sin tocar a nadie. Mellinger y yo no tuvimos más que
seguirlo.

“Demoramos exactamente tres minutos en


trasladarnos de aquella calle al cuartel general
militar donde Mellinger había hecho ya algunos
preparativos. Un coronel, al mando de un batallón de

89
infantería descalzo, salió, dirigiéndose
inmediatamente con nosotros a la escena del concierto,
pero la banda de corruptores ya se había esfumado. Por
lo menos recuperamos el gramófono con todos los honores
guerreros y regresamos con él al cuartel tocando “Todos
los pillos tienen la misma cara”.

“Al día siguiente, Mellinger nos llama aparte y


empieza a repartirnos de a diez y veinte.

“-Quiero comprarles ese gramófono -nos dice-. Me


gustó mucho la última pieza que tocaron anoche en la
soirée.

“-Pero esto es mucho más de lo que vale el aparato


-protesté.

“-Este es dinero fiscal -nos declara entonces


Mellinger-. El gobierno paga, y les aseguro que vuestra
máquina de moler melodías le resulta barata.

“Bien lo sabíamos yo y Henry. Sabíamos que había


salvado el puesto de Homero P. Mellinger cuando estaba
a punto de renunciar a él; pero nunca le dejamos
sospechar siquiera que nos dábamos cuenta de ello.

“_Ahora, muchachos, les aconsejo que se escabullan


hacia el Sur, por un tiempo, al menos -nos dijo
Mellinger-, hasta que termine de apretar los tornillos
a estos tipos de aquí. Si no toman esta precaución,
pueden hacerlos pasar un mal rato. Y si por casualidad
ven a Billy Renfrow antes que yo, díganle que regresaré
a Nueva York apenas haya hecho un buen negocio…,
honradamente.

“Yo y Henry nos ocultamos hasta el día en que


debía llegar el barco. Cuando divisamos el bote del
capitán en la playa, salimos y nos colocamos al borde
del agua. El capitán sonrió al vernos.

90
“-¿No les dije que me estarían esperando? -dijo-
. ¿Y dónde está la máquina de moler?

“-Se queda en el país tocando “Hogar, Dulce Hogar”


-contesté.

“-Yo se los advertí -volvió a decir el capitán-.


Suban al bote.

“Fue así como Henry Horsecollar y yo introdujimos


el gramófono en este país -dijo Keogh-. Henry regresó
a los Estados Unidos, pero desde entonces yo me he
quedado merodeando por los trópicos. Dicen que, desde
aquella faena, Mellinger no iba a ninguna parte sin su
gramófono. Supongo que le recordaría su oficio cada
vez que oía la voz de sirena del coimero llamando
seductoramente con la suma del soborno en la mano.

-Supongo que ahora se lo llevará a casa como un


recuerdo -observó el cónsul.

-No como un recuerdo -dijo Keogh-. En Nueva York


necesitará dos de estas máquinas, en marcha día y
noche.

EL MISTERIO DEL DINERO

El nuevo gobierno de Anchuria se hizo cargo con


entusiasmo de sus obligaciones y privilegios. Su
primera preocupación fue enviar a Coralio un agente
con órdenes perentorias de recuperar, si era posible,
la suma de dinero extraída del tesoro por el
infortunado Miraflores.

El coronel Falcón, secretario privado de Losada -


el nuevo presidente-, fue enviado de la capital con
esta importante misión.

91
El cargo de secretario privado de un presidente
tropical implica graves responsabilidades. Ha de
poseer talento diplomático, ha de ser espía, dominador
de hombres, guardia de corps de su jefe, y debe tener
un olfato especial para descubrir complots y
revoluciones en gestación. Es a menudo el poder tras
el trono y dictador de la política, y el presidente lo
elige con un cuidado diez veces mayor que el que pone
en seleccionar su pareja conyugal.

El coronel Falcón, noble caballero español de


modales corteses y desenvueltos, llegó a Coralio en la
misión de seguir la pista ya fría del dinero perdido.
Allí sostuvo conferencias con las autoridades
militares que habían recibido orden de cooperar con él
en la investigación.

El coronel Falcón estableció su cuartel general


en una de las salas de la Casa Morena. Durante una
semana celebró allí sesiones extraoficiales -tal como
si fuera él una especie de corte suprema unificada-, y
llamó a su presencia a todos aquellos cuyas
declaraciones pudieran echar luz sobre la tragedia
financiera que había acompañado a la menos trascendente
del fallecimiento del último mandatario.

Dos o tres de los que fueron así interrogados,


entre ellos el peluquero Esteban, declararon haber
identificado el cadáver del presidente antes de ser
enterrado.

-La verdad es que era el presidente -declaró


Esteban ante el poderoso secretario-. Fíjese, ¿cómo
podría afeitar a un hombre sin verle la cara? Me mandó
buscar para que lo afeitara en una modesta casita.
Tenía una barba muy negra y espesa. ¿Si había visto
antes al presidente? ¿Por qué no? Una vez lo vi pasar

92
en un coche cuando bajó del “barco”1, en Solitas. Cuando
lo afeité, me dio una pieza de oro y me advirtió que
no hablara. Pero soy un liberal íntegramente al
servicio de mi patria, y le conté lo que había visto
al señor Goodwin.

-Es sabido -dijo, suavemente, el coronel Falcón-


que el difunto presidente llevaba una valija de cuero
americano que contenía una gran suma de dinero. ¿La
vio usted?

-De veras2, no -contestó Esteban -. No había más


luz en la casita que una lámpara chica que apenas me
alumbró lo suficiente para afeitar al presidente. Puede
ser que llevara lo que usted dice, pero yo no lo vi.
No. En la pieza había también una dama, una señorita
muy bella, que puede ver, a pesar de la luz tan escasa.
Pero el dinero, señor, o la cosa en que lo llevaba…,
eso no lo vi.

El comandante y otros oficiales declararon haber


despertado alarmados por la detonación de un balazo en
el Hotel de los Extranjeros. Habiéndose trasladado allí
para proteger la paz y la dignidad de la república,
encontraron un hombre muerto, con la pistola aun en la
mano crispada. Junto a él se encontraba una mujer
joven, llorando desconsoladamente. El señor Goodwin
estaba también en la pieza cuando entraron. Pero no
vieron ni rastro de valija con el dinero.

Madama Timotea Ortiz, la dueña del hotel en el


cual se jugó la última etapa de la caza de zorros,
contó cómo los dos huéspedes llegaron a su casa.

-A mi casa llegaron un “señor3 de cierta edad y


una “señorita” bastante hermosa. No deseaban beber ni

1 En español en el original,
2 En español en el original.
3 En español en el original.

93
comer nada, ni siquiera mi “aguardiente”1 que es el
mejor de todos. Subieron a sus cuartos, “el número 9 y
el número 10”2. Más tarde llegó el señor Goodwin, quien
subió a hablar con ellos. De repente oí un ruido
enorme, como un cañonazo, y me dijeron que el “pobre
presidente”3 se había suicidado. “Está bien”4. No vi el
dinero ni eso que usted llama “veliz”5 en que lo
llevaba.

Bien pronto el coronel Falcón llegó a la razonable


conclusión de que si había alguien que pudiera darle
una pista para encontrar el dinero, éste era Frank
Goodwin. Pero el prudente secretario siguió una
política diferente para abordar y solicitar
información del norteamericano. Goodwin era un
poderoso amigo de la nueva administración y un
personaje al que no debía manejarse sin gran tino en
lo que a su honradez y coraje se refiriera. El propio
secretario privado de su excelencia vacilaba en hacer
comparecer como a un vulgar ciudadano de Anchuria a
este rey del caucho y barón de la caoba. Así, pues,
envió a Goodwin una florida epístola, con cada pétalo
silábico goteando miel, en la cual solicitaba la gracia
de una audiencia. Goodwin respondió con una invitación
a cenar en su propia casa.

Antes de la hora fijada el norteamericano se


dirigió a pie a la Casa Morena y saludó a su invitado
franca y cordialmente. En seguida los dos se
encaminaron, al refrescar la tarde, a la casa de
Goodwin en los alrededores del pueblo.

Después de excusarse por uno minutos, el


norteamericano dejó al coronel en una amplia, fresca y

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.
4 En español en el original.
5 Deformación de valija o valisse en francés.

94
sombría sala con relucientes suelos de ricas maderas
que cualquier millonario yanqui habría envidiado.
Cruzó un “patio”1 sombreado por toldos y plantas
artísticamente dispuestas y penetró en una gran pieza
de la casa. Las anchas celosías estaban abiertas de
par en par y la brisa del mar penetraba en la pieza,
inundándola de una invisible corriente de salud y
frescor. La esposa de Goodwin estaba sentada junt o a
las ventanas, ocupada en trasladar a la acuarela el
panorama crepuscular del mar.

Era ésta una mujer que parecía feliz. Y más aún,


parecía satisfecha. Si un poeta se hubiera querido
inspirar buscando símiles a su belleza, habría
comparado a las ipomeas sus grandes y claros ojos de
grises pupilas rodeadas de blanco. No la habría
parangonado el rimador a ninguna de las diosas cuyos
encantos tradicionales se han hecho fríamente
clásicos. Era puramente paradisíaca, no olímpica. Si
podéis imaginar a Eva, después del pecado, seduciendo
a los flamígeros guerreros y regresando serenamente al
jardín, la tendréis ante vosotros de cuerpo entero.
Tan humano y, sin embargo, tan armonioso con el edén
era el aspecto de la señora Goodwin.

Cuando entró su marido levantó la vista, y sus


labios se curvaron y abrieron. Sus párpados se agitaron
en rápidos estremecimientos -movimientos que recuerdan
(perdónennos las musas) el animoso coleteo de un perro
fiel-, y una leve agitación pareció recorrerla como la
conmoción producida en un sauce llorón por una ligera
ráfaga de aire. De este modo celebraba ella sus
llegadas, aunque se repitieran veinte veces al día. Si
aquellos que a veces animaban sus sobremesas, en
Coralio, rememorando viejas y graciosas anécdota sobre
la aventurera carrera de Isabel Guilbert, hubieran
visto esa tarde a la esposa de Frank Goodwin, nimbada

1 En español en el original.

95
por la inestable aureola de su dicha conyugal, habrían
dudado o por lo menos convenido en olvidar los gráficos
detalles de la vida de aquella por quien su presidente
renunció a la patria y al honor.

-He traído un invitado a cenar -dijo Goodwin-. El


coronel Falcón, de San Mateo. Ha venido por asuntos
del gobierno. No creo que te interese conocerlo; por
lo tanto, te recomiendo que pretextes una de esas
oportunas e indiscutibles jaquecas femeninas.

-Ha venido a investigar sobre el dinero perdido,


¿no es así? -preguntó la señora Goodwin, continuando
su dibujo.

-¡Has acertado! -reconoció Goodwin-. Durante tres


días ha pasado por su inquisición a los nativos. Yo
soy el siguiente en su lista de testigos, pero como
teme hacer comparecer ante su tribunal a un súbdito
del Tío Sam, consiente en dar al interrogatorio la
apariencia externa de una función social. Me aplicará
la tortura mientras bebe mis vinos y saborea mi comida.

-¿Ha encontrado a alguien que haya visto la


valija?

-Ni un alma. Ni la propia Madama Ortiz, cuyos ojos


son tan penetrantes cuando se trata de una recompensa
oficial, recuerda haber visto equipaje alguno.

La señora Goodwin dejó el pincel y suspiró.

-Siento mucho que te hagan pasar tantos disgustos


por ese dinero, Frank. Pero no podemos confesar la
verdad, ¿no es así?

-No sin hacer una gran injusticia a nuestra


inteligencia -respondió Goodwin, sonriendo, con un
encogimiento de hombros que había aprendido de los
nativos-. No obstante ser “americano”, antes de media

96
hora me tendrían en el “calabozo”1 si supieran que me
había apoderado de la valija. No, debemos manifestarnos
tan ignorantes respecto a ese dinero como los demás
entes de Coralio.

-¿Crees que ese hombre que han enviado sospecha


de ti? -preguntó ella, frunciendo ligeramente el ceño.

-No le conviene sospechar -dijo


despreocupadamente Goodwin-. Es una suerte que nadie,
fuera de mí, haya visto la valija. Como yo estaba en
el cuarto cuando se produjo el disparo, no es extraño
que deseen investigar más detenidamente la parte que
me cupo en el asunto. Pero no hay motivos para
alarmarse. En el programa de los acontecimientos, este
coronel está destinado a disfrutar de una buena cena
con un postre de bluff norteamericano, que, según
espero, pondrá punto final al asunto.

La señora Goodwin se levantó dirigiéndose a la


ventana. Goodwin la siguió y se colocó a su lado. Ella
se apoyó en él, confiada en la protección de su fuerza,
tal como lo había hecho siempre desde aquella noche
trágica en que él se había erigido en su torre de
salvación. De este modo permanecieron un rato
inmóviles.

A través de la exuberante vegetación de arbustos


y enredaderas tropicales que los enfrentaba, se había
procedido a cortar con maña los árboles a fin de dar
una perspectiva que se abría sobre los despejados
alrededores de Coralio, al borde de los campos de
mangles. Al otro extremo del túnel aéreo se divisaban
la tumba y el trozo de madera que llevaba el nombre
del infortunado presidente Miraflores. Desde esta
ventana, cuando las lluvias impedían la salida, y desde
las verdes y umbrosas colinas de los vergeles de

1 En español en el original.

97
Goodwin, cuando el cielo sonreía, su esposa gustaba
contemplar aquella tumba con suave tristeza, que apenas
afectaba la integridad de su dicha.

-¡Lo quería tanto, Frank! -dijo ella-. Aún después


de esa fuga terrible y su espantoso desenlace. Y tú
has sido tan bueno conmigo y me has hecho tan feliz.
Todo ha venido a combinarse en un rompecabezas tan
complicado. Si descubrieran que nos apoderamos del
dinero, ¿crees que te obligarían a devolver la suma al
gobierno?

-Naturalmente que lo intentarían -contestó


Goodwin-. Tienes razón en decir que esto es un
rompecabezas. Y ha de permanecer sin solución para
Falcón y sus compatriotas hasta que se resuelva solo.
Tu y yo, que sabemos más que nadie, sólo conocemos la
mitad de la respuesta del enigma. No podemos permitir
que salga a la luz el menor dato respecto a este dinero.
Dejemos que se imaginen que el presidente lo ocultó en
la montaña durante el viaje, o que encontró algún medio
de enviarlo fuera del país antes de llegar a Coralio.
No creo que Falcón dude de mí. Está llevando a cabo
una minuciosa investigación, obedeciendo las órdenes
que le han dado, pero no descubrirá nada.

De este modo conversaban. Si alguien los hubiera


escuchado u observado desde lejos, mientras hacían
estos comentarios sobre los fondos perdidos de
Anchuria, se habría presentado una nueva incógnita,
pues en el rostro y en la actividad de ambos se
transparentaban (si ha de fiarse uno de las
apariencias) la honradez, la altivez y la nobleza de
pensamientos característicos de la raza sajona. En la
mirada franca y los rasgos enérgicos de Goodwin,
moldeados por el espíritu interior de la bondad, la
generosidad y el valor, no cabía conexión posible con
sus palabras.

98
En cuanto a su esposa, su fisonomía la salvaba aún
en la evidencia de la charla acusadora. Había nobleza
en su porte, pureza en su mirada. La devoción que
manifestaba no tenía el más leve asomo de aquel
sentimiento que, de tarde en tarde, lleva a una mujer
a compartir la culpa de su compañero en la patética
grandeza de su amor. No había aquí una notable
discrepancia entre lo que el ojo podía ver y el oído
escuchar.

La cena fue servida, para Goodwin y su invitado,


en el patio, bajo el fresco follaje y las flores. El
norteamericano rogó al ilustre secretario que excusara
la ausencia de la señora Goodwin, pues padecía un
fuerte dolor de cabeza producido por una ligera
“calentura”1.

Después de comida, siguiendo la costumbre,


hicieron sobremesa, fumando sus cigarros y bebiendo el
buen café de la tierra. Con auténtica cortesía
española, el coronel Falcón esperaba que su anfitrión
abordara el tema cuya discusión los reunía. No tuvo
mucho que esperar. Apenas habían encendido los
cigarros, el norteamericano tocó el punto preguntando
si las investigaciones del secretario en la ciudad le
habían proporcionado alguna pista sobre los fondos
extraviados.

-Todavía no he encontrado a nadie que haya visto


siquiera la valija o el dinero -declaró el coronel
Falcón-. Sin embargo, he insistido. Ha sido probado en
la capital que el presidente Miraflores salió de San
Mateo con cien mil dólares de propiedad del gobierno y
acompañado por la señorita Isabel Guilbert, la cantante
de ópera. Oficial y privadamente, el gobierno no puede
creer -concluyó sonriendo el coronel Falcón- que los
gustos de nuestro difuntos presidente le permitieran

1 En español en el original.

99
abandonar en el camino, como exceso de equipaje,
ninguno de los preciosos artículos con que se había
cargado en su fuga.

-Me imagino que tendrá usted interés en escuchar


lo que tengo que contar al respecto -dojo Goodwin,
afrontando francamente el punto delicado del asunto-.
En pocas palabras se lo puedo decir.

“Aquella noche, con algunos de nuestros amigos de


la localidad, yo vigilaba la ciudad en espera del
presidente, habiendo sido notificado de la fuga por un
telegrama redactado en nuestra clave nacional por
Englehart, uno de nuestros jefes en la capital. Hacia
las diez de la noche, vi a un hombre y una mujer que
cruzaban apresuradamente las calles. Se dirigieron al
Hotel de los Extranjeros y alquilaron cuartos. Los
seguí al segundo piso, dejando a Esteban, con quien me
había encontrado, para que vigilara afuera. El
peluquero me había dicho que esa noche acababa de
afeitar la barba del presidente; por lo tanto, estaba
preparado, cuando entré a su departamento, a
encontrarlo con el rostro lampiño. Cuando lo interpelé
en nombre del pueblo, sacó una pistola y se pegó un
tiro inmediatamente. Al cabo de pocos instantes, el
lugar estaba atestado de oficiales y ciudadanos.
Supongo que habrá sido usted informado de los hechos
subsiguientes.

Goodwin calló. El agente de Losada se mantuvo en


actitud de espera como si aún faltara algo al relato.

-Y ahora -pronunció el norteamericano, mirando


fijamente en los ojos al otro hombre y dando a cada
una de sus palabras un énfasis especial- me hará usted
el favor de escuchar atentamente lo que voy a decir
enseguida. No vi valija o maleta de ninguna especie,
ni dinero perteneciente a la república de Anchuria. Si
el presidente Miraflores se fugó con fondos de

100
propiedad del tesoro de este país o propios o de
cualquier otro individuo, no vi rastros de él en la
casa ni en otro lugar, ni en ese momento ni más tarde.
¿Basta esta declaración para satisfacer las exigencias
de la investigación que debía llevar a cabo conmigo?

El coronel Falcón se inclinó en una venia y


describió una ancha curva con el cigarro que tenía en
la mano. Había cumplido con su deber. No se podía dudar
de Goodwin. Era un leal apoyo del gobierno y gozaba de
la completa confianza del nuevo presidente. Su rectitud
había sido el capital que le aportó fortuna y fama en
Anchuria, tal como fue el lucrativo “oficio” de
Mellinger, el secretario de Miraflores.

-Le agradezco, señor Goodwin, que haya hablado con


franqueza -dijo Falcón-. Su palabra será suficiente
para el presidente. Pero, señor Goodwin, se me ha
ordenado investigar todo rastro posible en el asunto.
Existe uno que todavía no he examinado. Nuestros amigos
los franceses, señor, tienen un dicho: Cherchez la
femme, cada vez que hay un misterio que parece sin
solución. Pero aquí no tenemos que buscar. La mujer
que acompañó al presidente en huida debe haber…

-Debo interrumpirlo en este punto -intervino


Goodwin-. Es verdad que cuando entré al hotel con la
intención de detener al presidente Miraflores encontré
allí una dama. Le ruego que recuerde que ella es hoy
mi mujer. Respondo de ella como de mí mismo. No sabe
qué ha sido de la valija o el dinero que usted busca.
Dirá usted su excelencia que garantizo su inocencia.
No necesito agregarle, coronel Falcón, que no deseo
que se la interrogue o moleste.

El coronel volvió a inclinarse.

101
-“Por supuesto, no”1 -exclamó.

Y para indicar que el interrogatorio había


terminado, agregó:

-Y ahora, señor, le ruego que me muestre aquella


vista al mar desde su galería y de la cual me habló
hace poco. Soy un ardiente admirador de los paisajes
marinos.

Temprano aquella noche, Goodwin acompañó a su


invitado en su camino de regreso a la ciudad, dejándolo
en la esquina de la calle Grande. Cuando volvía ya a
su casa, “Belcebú” Blythe, con el gesto de un cortesano
y el aspecto de un espantajo, le cogió del brazo, con
claras intenciones, desde la puerta de una pulpería.

Blythe había sido rebautizado Belcebú para dar una


idea de la magnitud de su caída. En un tiempo, en algún
distante Paraíso Perdido, él se había rozado con los
ángeles de la tierra. Pero el destino lo había lanzado
de cabeza a los trópicos, donde ardía en su pecho un
fuego que rara vez se extinguía. En Coralio tenía fama
de rastrojero, pero, en realidad, era un idealista
integral que pretendía anamorfosear las crudas
realidades de la vida con la ayuda del ron y el coñac.
Tal como el auténtico Belcebú conservó tal vez en su
puño, con insensata tenacidad, el arpa o la corona
durante su tremenda caída, así su tocayo conservaba
las gafas ribeteadas de oro como único recuerdo de su
pasado apogeo. Las llevaba con garbo y distinción
mientras rastrojeaba y propinaba sablazos a los amigos.
Por algún misterioso procedimiento se las arreglaba
para mantener siempre pulcramente afeitado su rostro
enrojecido por el alcohol. Por lo demás, estrujaba
graciosamente a cuantos encontraba, a fin de mantenerse
en un estado de notoria intoxicación, y del mismo modo

1 En español en el original.

102
se la componía para que nunca le faltara un techo donde
guarecerse de las lluvias y el rocío nocturno.

-¡Hello, Goodwin! -lo llamó desfachatadamente el


infeliz-. Estaba deseando encontrarlo. Quería verlo a
usted particularmente. ¿Qué le parece que vayamos a
algún sitio donde se pueda conversar con calma?
Seguramente ya sabrá que anda por aquí un individuo en
busca del dinero que perdió Miraflores.

-Sí -dijo Goodwin-. He estado conversando con él.


Vamos donde Espada. Puedo dedicarle a usted unos diez
minutos.

Entraron a la pulpería y se sentaron en unos


escabeles con asientos de cuero, junto a una mesa.

-¿Quiere tomar algo? -preguntó Goodwin.

-Nunca se darán bastante prisa para traerlo -


contestó Blythe-. He estado a secas desde esta mañana.
¡Eh, muchacho…, “aguardiente por acá”!1.

-Veamos ahora para qué deseaba verme -indagó


Goodwin cuando tuvieron las copas sobre la mesa.

-Olvídelo, viejo -farfullo Blythe-. ¿Para qué


quiere estropear este buen momento hablando de
negocios? Quería verlo a usted… Bueno, esto tiene
preferencia.

Y de un trago se bebió el coñac y se quedó mirando


lánguidamente el fondo vacío de la copa.

-¿Quiere otra? -sugirió Goodwin.

-Entre caballeros, le voy a decir que no me gusta


mucho esa palabra “otra” -dijo el ángel caído-. No es

1 En español en el original.

103
bastante delicada. Pero el hecho concreto que la
palabra representa no es del todo desagradable.

Volvieron a escanciar las copas. Blythe paladeó


deleitosamente la suya, en tanto comenzaba a
reintegrarse al estado del verdadero idealista.

-Tengo que irme dentro de uno o dos minutos -dijo


Goodwin-. ¿Tenía algo especial que decirme?

Blythe no contestó inmediatamente.

-El viejo Losada convertiría esto en un país


demasiado ardiente para aquel que hubiera echado mano
al dinero del tesoro, ¿no le parece? -observó al cabo.

Sin duda, así sería en efecto -convino con


tranquilidad Goodwin mientras se ponía pausadamente en
pie-. Ahora tengo que irme a casa, viejo. La señora
Goodwin está sola. No tenía nada importante que
comunicarme, ¿no es así?

-Eso es todo -contestó Blythe-. A menos que no


tuviera a mal mandarme otro trago del bar cuando pase
por ahí al salir. El viejo Espada me ha cortado el
crédito. Y pague el total como un buen muchacho, ¿me
hace el favor?

-Está bien -dijo Goodwin-. Buenas noches.

Belcebú Blythe se quedó junto a la mesa sacando


brillo a sus anteojos con un pañuelo de dudoso aspecto.

-Creí que podría hacerlo, pero no pude -murmuró


para sí al cabo de un rato-. Un caballero no puede
extorsionar al hombre con quien bebe.

EL ALMIRANTE

104
La leche derramada arranca bien pocas lágrimas a
una administración anchuriana. Son muchas sus fuentes
lácteas y las manecillas del reloj apuntan
constantemente la hora de ordeñar. Ni siquiera la rica
crema sustraída al tesoro por el hechizado Miraflores
logró que los patriotas recientemente instalados en el
poder perdieran el tiempo en lamentaciones sin
provecho. Filosóficamente, el gobierno se propuso
compensar la deficiencia aumentando los derechos de
importación e “insinuado” a los ciudadanos pudientes
que serían consideradas en alto grado patrióticas y
oportunas todas las erogaciones que decidieran
efectuar en proporción a sus medios. Todo hacía
presumir que la mayor prosperidad presidiría el reinado
de Losana, el nuevo presidente. Los empleados y
militares favoritos desposeídos formaron un nuevo
partido “liberal” y comenzaron a trazar los planes para
la próxima sucesión. De este modo, el juego político
de Anchuria, como una comedia china, comenzó a
desarrollar lentamente las escenas de su serie. De vez
en cuando el genio travieso asoma por un costado de la
escena e ilumina el diálogo florido.

Tres galones de champaña y una reunión


extraoficial del presidente y su gabinete condujeron a
la creación de la marina y la designación del almirante
Felipe Carrera.

Después de la champaña, la responsabilidad de este


nombramiento recae en don Sabas Plácido, el nuevo
Ministro de Guerra.

El presidente había reunido a su gabinete para


discutir cuestiones rutinarias de Estado. La sesión
había sido particularmente tediosa; los negocios y el
vino, prodigiosamente secos. Una súbita y traviesa
ocurrencia de don Sabas, la cual se apresuró a
realizar, dio los graves asuntos de Estado un sabor de
agradable liviandad.

105
Con la habitual dilación en los negocios, había
llegado una información del departamento costero de
Orilla del Mar, en la que se comunicaba al gobierno la
captura del bergantín “Estrella de la Noche”, por los
oficiales aduaneros de Coralio, habiéndose encontrado
a su bordo un cargamento de telas, medicinas, azúcar
granulada y coñac “Tres Estrellas”. También se
apoderaron de seis rifles Martini y un barril de whisky
norteamericano. Cogidos in fraganti en el delito de
contrabando, el bergantín y su cargamento pasaban,
según la ley, a formar propiedad del Estado.

Al transmitir su informe, el recaudador de aduanas


se apartaba de las fórmulas convencionales, para
insinuar que el barco confiscado fuera colocado al
servicio del gobierno. Era ésta la primera captura de
que podía vanagloriarse su departamento en los últimos
diez años. El recaudador aprovechaba la oportunidad
para echar incienso a su sección.

Sucedía a menudo que era necesario trasladar a los


funcionarios del gobierno de un punto a otro de la
costa y generalmente no se disponía de los medios.
Además, el bergantín podría ser tripulado por marinos
del Estado y ocuparse de vigilar la costa a fin de
quebrantar la práctica perniciosa del contrabando. El
recaudador se aventuraba también a nombrar la persona
a quien se podría confiar con entera seguridad la
custodia del barco, un joven de Coralio llamado Felipe
Carrera. No era, sin duda, un hombre de gran
inteligencia, por sí de probada lealtad y el mejor
marino de la costa.

Sobre esta base actuó entonces el Ministro de la


Guerra, llevando a cabo una bufonada que vino a romper
el tedio que pesaba sobre la sesión del Ejecutivo.

En la constitución de esta pequeña república


marítima y platanar existía un olvidado decreto que

106
proveía al mantenimiento de una marina. Este decreto -
con otros muchos más sabios- había permanecido inerte
desde el establecimiento de la república. Anchuria no
tenía marina ni necesidad de ella. Resultaba
característico de don Sabas -un hombre a la vez alegre,
culto, extravagante y audaz- que fuera precisamente él
quien sacudiera el polvo de esta enmohecida y dormida
cláusula, para enriquecer el humor del mundo con una
sonrisa siquiera de sus indulgentes colegas.

Con graciosa seriedad, el Ministro de la Guerra


propuso la creación de una marina. Discutió su
necesidad y las glorias que podría conquistar para la
nación, con tan alegre e ingenioso celo, que la farsa
contagió con su humor hasta la morena dignidad del
presidente Losada.

El champaña burbujeaba caprichosamente en las


venas de los joviales estadistas. Los graves
gobernantes de Anchuria no tenían costumbre de aviva r
sus sesiones con un brebaje tan capaz de correr un velo
indecoroso sobre sus graves asuntos. El vino procedía
de un delicado obsequio enviado por el agente de la
Compañía Frutera Vesubio, como señal de amistosas
relaciones -y de ciertos convenios consumados- entre
esta compañía y la república de Anchuria.

La farsa fue realizada hasta el último detalle.


Se preparó un imponente documento, cubierto de sellos
cromáticos, engalanado de vistosos cintajos y
autorizado por las floridas firmas del Estado. Este
legajo otorgaba el señor Felipe Carrera el título de
almirante en jefe de la marina de la república de
Anchuria. Así, pues, al cabo de pocos minutos y por la
magia de unos cuantos extrasecos, la nación pasó a
ocupar un lugar entre las potencias navales del mu ndo
y Felipe Carrera adquirió el derecho de ser saludado
con una salva de diecinueve cañonazos cada vez que
entrara a puerto.

107
Las razas meridionales carecen de ese humor
especial que descubre un motivo de diversión en los
defectos y desgracias con que la naturaleza nos aflige.
A causa de esta incapacidad en su carácter, no se
sientes incitados a la risa (como sus hermanos de
Norte) ante el espectáculo de una criatura deforme, de
un cretino o un demente.

Felipe Carrera fue enviado al mundo sólo con la


mitad de la dote mental normal. Por esto los habitantes
de Coralio lo llamaban “el Pobrecito Loco”, explicando
que Dios había enviado al mundo sólo la mitad de su
ser, porque deseaba retener el resto a su lado.

Mozo sombrío, ceñudo y que rara vez hablaba,


Felipe Carrera era un loco negativo. Cuando se
encontraba en tierra, por lo general, rehusaba toda
conversación. Al parecer, se daba cuenta de que llevaba
una considerable desventaja allí donde era preciso
poseer tantos sentidos; pero en el mar su talento lo
colocaba en nivel de igualdad con todos los hombres.
Muy pocos marineros, aun completa y cuidadosamente
dotados por Dios, podían manejar un velero con tanta
maestría como él. Felipe era capaz de conducir su nave
a cinco grados más cerca del viento que el mejo r de
ellos. Cuando los elementos enfurecidos acobardaban a
otros hombres, las deficiencias de Felipe perdían toda
importancia. Aunque varón imperfecto, era un marino
perfecto. No tenía barco propio, sino que trabajaba
con los tripulantes de las embarcaciones y goletas que
recorrían la costa comerciando y transportando fruta a
los barcos allí donde no había muelles. Fue por la fama
de su habilidad y su audacia en el mar, tanto como por
la compasión que le inspiraba su deficiencia mental,
por lo que el recaudador lo recomendó como apropiado
guardián del bergantín capturado.

Cuando el resultado de la pequeña broma de don


Sabas llegó en la forma de tan imponente y grotesco

108
nombramiento, el recaudador sonrió. No había esperado
tan pronta y sorprendente respuesta a su recomendación.
Inmediatamente envió un muchacho en busca del futuro
almirante.

El recaudador esperó en sus oficinas. Estas se


encontraban en la calle Grande y todo el día las brisas
del mar susurraban en sus ventanas. Trajeado de hilo
blanco y calzando zapatillas de tela, el recaudador
jugueteaba con unos papeles sobre su escritorio
antiguo. Un loro encaramado en su percha interrumpió
el tedio de las tramitaciones oficiales con una
andanada de selectas imprecaciones castellanas. Dos
piezas comunicaban con la del recaudador. En una, el
batallón de jóvenes dependientes de variados tonos de
piel llevaba a cabo con brillo y ostentación sus
múltiples obligaciones. Por la puerta abierta de la
otra se divisaba un bebé de bronce, completamente
desnudo, que gateaba por el suelo. En una mecedora,
una mujer delgada de tez amarillo limón tocaba la
guitarra y se mecía apaciblemente en la brisa. Rodeado
de este modo por la rutina de sus altos deberes y las
señas palpables de una agradable domesticidad, el
corazón del recaudador se sentía henchido de una mayor
felicidad por el poder que ahora se colocaba en sus
manos para iluminar el destino del “inocente” Felipe.

Llegó Felipe y se quedó parado ante el recaudador.


Era un muchacho de veinte años, de facciones
agraciadas, pero con una expresión de lejana y
meditabunda vacuidad. Usaba pantalones blancos de
algodón, a lo largo de cuyas costuras había cosido
listas de tela roja con una vaga pretensión de adorno
militar. Una amplia camisa azul de ancho cuello le
dejaba libre la garganta; iba descalzo y en la mano
sostenía el más ordinario de los sombreros de paja
americanos.

109
-Señor Carrera -dijo solemnemente el recaudador
sacando el vistoso nombramiento-. Le he mandado buscar
por indicación del presidente. Este documento, que
coloco en sus manos, le confiere el título de almirante
de esta gran república y le otorga completa autoridad
sobre las fuerzas navales y la armada de este país.
Pensará usted, amigo Felipe, que no tenemos marina.
¡Pero no es así! El bergantín “Estrella de la Noche”,
que mis valientes hombres arrebataron a los
contrabandistas, será colocado a su disposición. Este
barco será dedicado al servicio de la patria. Estará
usted siempre pronto a llevar a los funcionarios del
gobierno a su cualquier punto de la costa a donde
necesiten trasladarse. También actuará usted de
guardacostas, impidiendo, en lo posible, el delito de
contrabando. Defenderá usted el prestigio y el honor
de la patria sobre el mar y se esforzará en colocar a
Anchuria en igualdad de condiciones con las más
orgullosas potencias navales del mundo. Estas son las
instrucciones que el Ministro de la Guerra me encarga
transmitirle. ¡”Por Dios”!1 No sé cómo podrá usted
llevar a cabo todo esto, pues el comunicado no dice ni
palabra sobre tripulaciones o gastos de la marina.
Acaso deba usted mismo proveer la tripulación, señor
almirante…, no sé… Pero se le hace a usted un muy
grande honor. Le entrego ahora su nombramiento. Cuando
esté pronto a hacerse cargo, me avisará para poner en
sus manos el barco. Hasta aquí llegan mis
instrucciones.

Felipe cogió el pergamino que el recaudador le


tendía. Un momento se quedó mirando por la ventana
hacia el mar, con su habitual expresión de profunda
pero vana meditación. Luego se volvió sin haber
pronunciado una sola palabra, y se largó a la calle,
atravesando la ardiente arena.

1 En español en el original.

110
-Pobrecito loco -suspiró el recaudador, y el
papagayo en la percha comenzó a chillar: ¡Loco, loco,
loco!

A la mañana siguiente, una extraña procesión


desfiló por las calles hacia la oficina del recaudador.
La encabezaba el almirante de la armada. De algún modo,
Felipe se la había arreglado para endilgarse un
lamentable remedo de uniforme naval: un par de
pantalones rojos, una desteñida chaquetilla azul
recargada de adornos dorados y una vieja gorra
inservible que debió tirar en Beliza algún soldado
británico y que Felipe recogería en alguno de sus
viajes por la costa. Atado a su cintura llevaba un
antiguo alfanje con el cual Pedro Laffite, el
peluquero, había contribuido a su equipo, asegurándole
con orgullo que lo tenía como herencia de su antepasado
el ilustre pirata. Seguía de cerca los pasos del
almirante su recién reclutada tripulación: tres
sonrientes y brillosos negros caribes, desnudos hasta
la cintura, la arena brotando en surtidores a cada paso
de sus pies descalzos.

Brevemente y con dignidad, Felipe pidió su barco


al recaudador. Y allí lo esperaba un nuevo honor. La
esposa del recaudador, que todo el día tocaba la
guitarra y leía novelas en su mecedora, incubaba más
de un pequeño romance en su plácido seno amarillo. En
un libro antiguo había descubierto el grabado de una
bandera que pretendía ser la insignia naval de
Anchuria. Acaso fuera creada con este propósito por
los fundadores de la nación, pero como jamás existió
la armada, la bandera fue relegada al olvido.
Laboriosamente, con sus propias manos, esta dama había
confeccionado una bandera, copiando el dibujo
encontrado: una cruz roja sobre un fondo azul y blanco.
La regaló a Felipe con estas palabras:

111
-Valiente marino, ésta es la bandera de tu patria.
Sé fiel a ella y defiéndela con tu vida. Que Dios te
acompañe.

Por primera vez desde su nombramiento, el


almirante manifestó una leve emoción. Cogió el sedoso
emblema y acarició reverente la tela.

-Soy el almirante -dijo a la esposa del


recaudador.

Encontrándose en tierra, no podía esperarse de él


una manifestación más exuberante de sentimiento. En el
mar, con la bandera flameando en el mástil de su nave,
tal vez hubiera emitido una expresión más elocuente de
su emoción.

Bruscamente el almirante se marchó con su


tripulación. Durante los tres días siguientes
estuvieron ocupados dando a la Estrella de la Noche”
una nueva mano de pintura blanca adornada de azul. Y
luego Felipe dio remate a su adorno personal colocando
un puñado de chillonas plumas de papagayo a su gorra.
De nuevo se encaminó con su fiel tripulación hacia la
oficina del recaudador y le comunicó oficialmente que
se había cambiado el nombre del bergantín por el de
“El Nacional”.

En los meses que siguieron, la armada sufrió


algunos percances. Hasta un almirante puede sentirse
perplejo respecto a lo que debe hacer cuando no recibe
ninguna orden o indicación. Estas no llegaban. Ni los
salarios tampoco. “El Nacional” se mecía lánguidamente
anclado en la bahía.

Cuando Felipe hubo agotado sus pequeñas economías,


se dirigió donde el recaudador y le presentó el
problema de sus finanzas.

112
-¡Salarios! -exclamó éste, alzando las manos al
cielo-. ¡Válgame Dios!1, no he recibido un “centavo”2
siquiera de mi sueldo en los últimos siete meses. ¿El
sueldo de un almirante, preguntas? “¿Quién sabe?” 3 Tal
vez no sea menos de tres mil pesos. “¡Mira!” 4, pronto
habrá una revolución en este país. Seña segura de ello
es cuando el gobierno pide todo el tiempo “pesos,
pesos, pesos”5 y no le paga a nadie.

Felipe salió de la oficina del recaudador con una


expresión casi de satisfacción en su rostro sombrío.
Una revolución significaba luchar y entonces el
gobierno necesitaría sus servicios. Era más bien
humillante ser almirante, no tener nada que hacer y
llevar prendida a los talones una tripulación
hambrienta que sólo pedía “reales”6 para comprar tabaco
y plátanos.

Cuando llegó donde sus desmañanados caribes le


esperaban, éstos se pusieron en pie de un salto y se
cuadraron como él los había enseñado.

-“Vamos, muchachos”7 -dijo el almirante-. Parece


que el gobierno está pobre. No ha tenido dinero para
enviarnos. Trabajaremos para ganar lo necesario para
vivir. De este modo serviremos a la patria. Pronto
pedirá nuestra ayuda con alegría.

Y al decir esto, sus tristes ojos casi se


iluminaron.

Desde ese momento “El Nacional” se unió a las


otras embarcaciones del puerto y se convirtió en

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.
4 En español en el original.
5 En español en el original.
6 En español en el original.
7 En español en el original.

113
asalariado. Trabajaba junto con los otros lanchones
transportando plátanos y naranjas a los barcos fruteros
que no podrían acercarse a más de una milla de la
costa. No cabe duda que una marina que provee a su
mantenimiento merecería figurar con letras en el
presupuesto de cualquier nación.

Después de ganar un flete lo suficiente para


mantenerse él y su tripulación durante una semana,
Felipe echaba anclas y comenzaba a rondar la pequeña
oficina del telégrafo con todo el aspecto de una
comparsa de alguna compañía insolvente de comedias
asediando el cubil del director. Abrigaba aún en su
corazón la esperanza de que llegaran órdenes de la
capital. Ofendía su orgullo y su patriotismo el que no
hubieran sido solicitados nunca sus servicios de
almirante. A cada llamada, preguntaba con gravedad y
expectación si había algo para él. El telegrafista
pretendía buscar y luego respondía:

-“Todavía no, señor almirante…, poco tiempo.”1

Afuera, a la sombra de los limoneros, la


tripulación masticaba la caña de azúcar o dormía,
satisfecha de servir a un país que se contentaba con
tan poco trabajo.

Un día, a comienzos del verano, estalló


bruscamente la revolución anunciada por el recaudador.
Había tardado bastante en germinar. A la primera señal
de alarma, el almirante de las fuerzas navales y la
flota se dirigió a toda vela al puerto más importante
de la costa de un país vecino, donde vendió un
cargamento de fruta reunido con precipitación para
adquirir todo su valor en cartuchos para los cinco
fusiles Martini, únicas armas de que podía
vanagloriarse la armada. En seguida el almirante se

1 En español en el original.

114
apresuró a regresar a su puesto de vigilancia junto al
telégrafo. Sentado en su rincón favorito, con su
uniforme que rápidamente se desintegraba, y su
prodigioso alfanje entre las piernas rojas, aguardó
las órdenes tan largamente esperadas, pero que ya no
tardarían en llegar.

-“Todavía no, señor almirante…, poco tiempo”1 -le


gritaba el telegrafista.

Al escuchar estas palabras, el almirante se


desplomaba con gran bullicio del sable, dispuesto a
continuar esperando el poco frecuente tintineo del
instrumento sobre la mesa.

-Ya llegará -era su inconmovible respuesta-. Soy


el almirante.

LA INESTIMABLE BANDERA

A la cabeza del partido insurgente figuraba aquel


Héctor y erudito tebano de la república meridional,
don Sabas Plácido. Viajero, soldado, poeta, hombre de
ciencias, estadista y connaisseur, lo extraño era que
pudiera contentarse con la vida remota y mezquina de
su patria.

-Es un capricho de Plácido esto de emprender una


aventura política -explicaba un amigo que lo conocía
bien-. Es lo mismo que si hubiera descubierto un nuevo
ritmo musical, un nuevo bacilo en el aire, un nuevo
perfume, rima o explosivo. Estrujará de esta revolución
cuanta emoción pueda contener y una semana más tarde
ya lo habrá olvidado todo, ocupado en recorrer los
mares del mundo en su bergantín, buscando algo que

1 En español en el original.

115
agregar a sus colecciones mundialmente famosas.
¿Colecciones de qué? ¡Por Dios!, de todo, desde los
sellos hasta los ídolos prehistóricos de piedra.

Pero, para ser un simple diletante, el esteta


Plácido había logrado promover un disturbio de
considerables proporciones. El pueblo lo admiraba; se
sentía fascinado por su brillante personalidad y
halagado por el interés que demostraba en algo tan
insignificante como su patria. Acudió en masa al
llamado de sus jefes en la capital, donde (en
contraposición a lo convenido) el ejército se mantenía
fiel al gobierno. También en las ciudades de la costa
de producían violentas escaramuzas. Se rumoreaba que
la Compañía Frutera Vesubio prestaba su apoyo a la
revuelta, siendo éste el poder que constantemente, con
la sonrisa grave y el dedo levantado en gesto
admonitorio, cuidaba de que Anchuria observara una
buena conducta. Se sabía que dos de sus barcos, el
“Viajero” y el “Salvador”, habían trasladado tropas
insurgentes de un punto a otro de la costa.

Hasta el momento no se había producido un


levantamiento en Coralio. Reinaba la ley marcial y,
por lo tanto, el fermento parecía sofocado. Luego llegó
la noticia de que los revolucionarios eran derrotados
en todas partes. En la capital triunfaban las fuerzas
del presidente y corría el rumor de que los jefes
habían sido obligados a huir y que eran perseguidos de
cerca.

En el pequeño telégrafo de Coralio se veía


constantemente a un grupo de funcionarios y ciudadanos
leales en espera de las noticias emanadas de la sede
del gobierno. Una mañana, las llavecillas del telégrafo
comenzaron a repiquetear y he aquí que el telegrafista
llama en voz alta:

116
-Un telegrama para el almirante, señor don Felipe
Carrera.

Se oyó entonces un rumor confuso, el sonoro golpe


metálico de un sable; y el almirante, siempre alerta
en su sitio de espera, cruzó corriendo el cuarto para
recibir su mensaje.

Este le fue entregado. Deletreándolo lentamente,


descubrió que contenía su primera orden oficial,
concebida en los términos siguientes:

Diríjase inmediatamente con su nave a la


desembocadura del río Ruiz. Transporte carne y
provisiones a las barracas de Alforan.

MARTÍNEZ, general.

Bien poco honor le cabría en este primer llamado


de la patria. Pero lo llamaba, y el almirante sintió
el pecho inundado de gozo. Se apretó el cinturón, al
cual llevaba prendido el alfanje, despertó a la dormida
tripulación, y un cuarto de hora después “El Nacional”
se deslizaba rápidamente por la costa con una fuerte
brisa hacia tierra.

El río Ruiz es un pequeño río que desemboca en el


mar a diez millas al Sur de Coralio. Aquella parte de
la costa es agreste y solitaria. El agua helada y
burbujeante del río Ruiz se precipita por una angosta
garganta de la cordillera, para deslizarse finalmente,
ancho y caudaloso, hacia el mar por la ciénaga aluvial.

En menos de dos horas “El Nacional” penetró en la


desembocadura del río. Sus riberas se veían atestadas
por un ejército de árboles formidables. La suntuosa
vegetación tropical cubría la tierra y hundía sus dedos
en las aguas estériles. Silenciosamente, el bergantín
se deslizó hacia un silencio más intenso aún.
Reluciente de verdes, ocres y rojos florales, la

117
umbrosa desembocadura del río Ruiz no ofrecía
movimiento ni sonido, fuera del fluir del agua hacia
el mar y el suave chapotear de ésta al partirse en la
proa del barco.

Bien pocas posibilidades se ofrecían de arrancar


carne y provisiones de aquellas soledades.

El almirante decidió echar ancla y, al ruido de


las cadenas, la selva estalló un súbito y poderoso
rugido. La desembocadura del río Ruiz había estado sólo
disfrutando de una siesta matinal. Monos y papagayos
ladraban y chillaban ahora en los árboles; zumbidos,
silbidos y bramidos anunciaban el despertar de la vida
animal. Por un instante se divisó el bulto azul oscuro
de un tapir asustado que precitadamente se abría camino
entre los grandes helechos.

Obedeciendo órdenes, la armada permaneció largas


horas anclada en la desembocadura del río. La
tripulación ser sirvió una cena de aletas de tiburón,
plátanos, sopa de cangrejos y vino ralo. Con un
telescopio de tres pies de largo, el almirante
escrutaba el impenetrable follaje a cincuenta yardas
de distancia.

Ya caía la tarde cuando un retumbante llamado


emergió de la selva, desde la ribera izquierda.
Inmediatamente se respondió, y tres hombres montados
en mulas cruzaron la maraña tropical hasta situarse a
menos de doce yardas de la orilla del río. Allí
descabalgaron y, sacándose el cinturón, uno de ellos
dio a cada mula un fuerte golpe con la vaina de su
sable, de manera que las bestias se precipitaron
nuevamente al interior de la selva, coceando con
violencia.

El aspecto de estos hombres era bien extraño,


sobre todo si se pensaba que debían llevar carne y

118
provisiones. Uno de ellos era corpulento, de notable
dinamismo e impresionante figura. Sus rasgos
correspondían al más puro tipo español, con el cabello
rizado y de un negro veteado por algunas hebras grises;
los ojos de un azul brillante y en toda su persona un
pronunciado aire de “caballero grande”1. Los otros dos
eran pequeños, el rostro moreno y vestían el bla nco
uniforme militar, altas botas de montar e iban armados
de sables. Todos ellos llevaban las ropas empapadas,
manchadas y desgarradas por el monte. Sin duda una
aflictiva situación debió obligarlos a afrontar,
diable à quatre, las corrientes, la ciénaga y la selva.

-¡Ohé! ¡Señor almirante! -gritó el hombre


corpulento-. ¡Envíenos un bote!

La lancha fue arriada y Felipe, con uno de sus


caribes, remó hacia la orilla.

El hombre corpulento se encontraba al borde del


agua, hundido hasta la cintura en las enroscadas
enredaderas. Al mirar al fantástico mamarracho que
avanzaba a la popa de la lancha, su rostro sensible se
iluminó de un alegre interés. Largos meses de servicios
no reconocidos ni remunerados habían deslucido el
esplendor del almirante. Sus pantalones rojos estaban
remendados y raídos. La mayoría de los botones dorados
y los entorchados habían desaparecido de su
chaquetilla. La visera de su gorra se había desprendido
y le colgaba casi sobre los ojos. Los pies del
almirante estaban desnudos.

-Querido almirante -le gritó el robusto señor,


cuya voz tenía la fuerza de una trompeta-. Beso a usted
las manos. Sabía que podría contar con su lealtad.
Recibió nuestro mensaje…, del general Martínez.
Acérquese un poco más con el bote, querido almirante.

1 En español en el original.

119
Sobre estas endemoniadas enredaderas nos sostenemos
apenas.

Felipe lo miró con el rostro impasible.

-Provisiones y carne para las barracas de Alforan


-expresó.

-No es culpa de los carniceros, “almirante mío” 1,


que la carne no se encuentre aquí esperándolo. Pero ha
llegado usted a tiempo para salvar el ganado. Llévenos
a bordo de su barco, señor, inmediatamente. Ustedes
primero, caballeros… “A priesa”2. Vuelvan a buscarme.
El bote es demasiado chico.

La barquita condujo a los dos hombres al bergantín


y regresó en busca del robusto caballero.

-¿Cuenta usted con algo tan importante como es la


comida, mi buen almirante? -gritó éste al subir a
bordo-. ¿Y tendría por casualidad un poco de café?
Carne y provisiones. “¡Nombre de Dios”3. Si tardamos
un poco más, habríamos devorado un de esas mulas que
usted coronel Falcón, saludó tan afectuosamente con la
vaina de su sable al despedirse. Comamos y en seguida
zarpamos… hacia las barracas de Alforan, ¿no?

Los caribes prepararon una cena que los tres


pasajeros de “El Nacional” saborearon con hambriento
entusiasmo. A la puesta del sol como siempre sucedía,
la brisa cambió y comenzó a soplar de la montaña,
fresca y fuerte, impregnada del olor de los quietos
lagos y los campos de mangles que estriaban las
llanuras. Extendieron entonces la vela mayor, que se
infló a su impulso y en ese mismo instante oyeron

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.

120
gritos y un creciente clamor que brotaba de las
profundidades de la boscosa ribera.

-Los carniceros, mi querido almirante -dijo,


sonriendo, el robusto caballero-. Pero llegan tarde
para la matanza.

El almirante no pronunciaba una palabra fuera de


las órdenes necesarias para la maniobra. La gavia y el
foque estaban izados y el bergantín se deslizaba fuera
del estuario. El gran señor y sus compañeros se habían
instalado lo más cómodamente que pudieron sobre la
desmantelada cubierta. Al parecer, su gran
preocupación había consistido en alejarse de aquella
crítica ribera, y ahora que el peligro parecía
conjurado, sus pensamientos consideraban las
posibilidades de una futura liberación. Pero cuando
vieron al bergantín virar y enfilar por la costa hacia
el Norte, de nuevo cobraron ánimos, satisfechos por el
rumbo que el almirante tomaba.

El corpulento caballero parecía a sus anchas,


entretenida su vivaz mirada azul en la contemplación
del comandante de la nave. Trataba de comprender a este
fantástico y taciturno muchacho, cuya impenetrable
estolidez le intrigaba. El mismo, un fugitivo cuya vida
peligraba, irritado por la afrenta de la derrota y el
fracaso, tenía la característica de trasladar
instantáneamente su interés al estudio de algo que
resultara una novedad en sus experiencias. También era
un rasgo muy personal éste de arriesgarlo todo en un
último, desesperado y absurdo proyecto: este mensaje a
un infeliz y demente “fanático”1, que surcaba el mar
ataviado de un grotesco uniforme y un título de farsa.
Pero sus compañeros habían agotado su sentido del
humor. La huida pareció en un momento imposible de
realizarse, y ahora él se sentía satisfecho por el

1 En español en el original.

121
resultado positivo del plan que ellos juzgaron
disparatado y precario.

La breve penumbra tropical fue rápidamente


absorbida por el perlado esplendor de una noche de
luna. Y luego aparecieron las luces de Coralio,
distribuidas a la derecha sobre la oscura costa. El
almirante permanecía silencioso junto al timón; como
negras panteras, los caribes manipulaban las velas,
obedeciendo sin ruido a sus breves órdenes. Los tres
pasajeros escrutaban atentamente el mar, y cuando por
fin apareció a su vista el bulto de un barco anclado a
una milla del puerto, con sus luces horadando
profundamente las aguas, sostuvieron un agitado y
secreto conciliábulo. El bergantín avanzaba veloz,
preparándose a pasar entre la costa y el barco.

El corpulento señor se separó bruscamente de sus


compañeros y se acercó al espantajo que sostenía el
timón.

-Mi querido almirante -dijo-, el gobierno ha sido


excesivamente indolente. Siento toda la vergüenza que
sólo la ignorancia de sus fieles servicios lo excusan
de experimentar. Se le proporcionarán un barco, un
uniforme y una tripulación dignos de su lealtad. Pero
ahora, señor almirante, hay algunos asuntos
importantes que atender primero. Ese barco que ve allí
es el “Salvador”. Yo y mis amigos deseamos ser
trasladados a bordo, donde debemos presentarnos por
cuestiones del gobierno. Háganos el favor de dirigirse
hacia allá.

Sin responder, el almirante pronunció una orden


enérgica y sostuvo firmemente el timón en dirección al
puerto. “El Nacional” se desvió de la ruta anterior y
se lanzó como una flecha hacia la playa.

122
-Hágame el favor, por lo menos, de manifestar que
ha oído mis palabras -exclamó, con cierto enojo, el
autoritario señor.

Era muy posible que el triste individuo careciera


de sentidos así como de inteligencia.

El almirante lanzó una carcajada mordaz y


desagradable, y habló:

-Lo pondrán con la cara contra la pared y lo


fusilarán. Es así como matan a los traidores. Lo
reconocí en cuanto subió a mi bote. Había visto su
retrato en un libro. Usted es Sabas Plácido, traidor a
la patria. Con la cara contra la pared. Así morirá.
Soy el almirante y yo lo entregaré. Con la cara contra
la pared. Sí.

Don Sabas se volvió ligeramente hacia sus


compañeros de huida, les hizo un gesto con la mano y
prorrumpió en una cristiana carcajada.

-A ustedes, caballeros, les he contado la historia


de aquella sesión en que dimos curso a ese, ¡oh!, tan
ridículo nombramiento. Resulta ahora que nuestra broma
se vuelve contra nosotros. ¡Contemplad al Frankestein
que hemos creado!

Don Sabas miró hacia la playa. Las luces de


Coralio se acercaban rápidamente. Ya se divisaban la
playa, el almacén de la Bodega Nacional, el extenso yo
cuartel ocupado por soldados, y detrás de éste,
iluminado por la luna, el plano de un alto paredón de
adobe. Había visto a hombres ser fusilados con el
rostro contra ese muro.

De nuevo se dirigió al extravagante personaje que


sostenía el timón:

123
-Es verdad que huyo del país -le dijo-. Pero ten
la seguridad de que esto me preocupa bien poco. Tanto
las cortes de justicia como los cuarteles están
abiertos para Sabas Plácido. “¡Vaya!”1 ¿Qué clase de
república es este montoncillo de tierra? ¡Una cola de
ratón para un hombre como yo! Yo soy un ciudadano del
mundo. En Roma, en Londres, en París, en Viena, se oirá
a todos decir: Bien venido, don Sabas. Vamos, “tonto” 2,
especie de mono, almirante o lo que quieras llamarte,
¡vira el barco! Llévanos a bordo del “Salvador” y aquí
está tu pago: quinientos pesos en moneda de los Estados
Unidos. Más de lo que tu decadente gobierno podrá
pagarte en veinte años.

Don Sabas introdujo una gruesa cartera en la mano


del muchacho. El almirante no hizo ningún caso de las
palabras o el gesto. Abrazando el timón, mantenía firme
el rumbo de la embarcación hacia la playa. En su rostro
taciturno se percibía casi la luz de una expresión de
inteligencia, producida por algún íntimo sentimiento
de amor propio, que parecía provocarle placer, y que
luego manifestó en otro chillón cacareo:

-Por eso lo hacen así, para que no vean los fusiles


-exclamó-. Disparan. ¡Bum!..., y queda muerto. Con la
cara contra la pared. Sí.

El almirante lanzó bruscamente una orden a su


tripulación. Los ágiles y silenciosos caribes
recogieron las velas que sostenían y se deslizaron a
la cala del barco por la escotilla. Cuando el último
hubo desaparecido, como un gran leopardo moreno, don
Sabas dio un salto, tapó, puso cerrojo a la escotilla
y se enderezó sonriendo.

1 En español en el original.
2 En español en el original.

124
-Nada de fusiles, por favor, almirante -dijo-.
Tuve una vez el capricho de compilar un diccionario de
la lengua caribe. Así, pues, he comprendido sus
órdenes. Tal vez ahora querrá usted…

Se interrumpió, pues había escuchado el suave roce


del acero contra la vaina. El almirante desenvainaba
el alfanje de Pedro Laffite y ya se abalanzaba sobre
él. La hoja descendió como un rayo, y sólo por un
prodigio de agilidad pudo el corpulento caballero
escapar al arma relumbrante sin más que una ligera
contusión en el hombro. Al saltar echó mano a su
pistola y un instante después disparaba contra el
almirante.

Don Sabas se inclinó sobre él y volvió a


enderezarse.

-En el corazón- comentó brevemente-. Señores, la


armada ha sido aniquilada.

El coronel Rafael se puso al timón y el otro


oficial se apresuró a desplegar las velas. Estas se
inflaron; “El Nacional” viró y enfiló hacia el
“Salvador”.

-Arríe esa bandera, señor -observó el coronel


Rafael-. Nuestros amigos a bordo se preguntarán por
qué navegamos bajo ese pabellón.

-Bien dicho -gritó don Sabas.

Avanzó hacia el mástil y arrió la bandera hasta


dejarla sobre la cubierta, donde yacía su demasiado
fiel defensor. Así terminaba la pequeña farsa de
sobremesa del Ministro de la guerra y por la misma mano
que la iniciara.

De pronto don Sabas lanzó una gran exclamación de


alegría y corrió por la inclinada cubierta hacia el

125
coronel Rafael. En sus brazos llevaba la bandera de la
armada derrotada.

-“Mire, mire, señor! ¡Ah! ¡Dios!1 Ya me parece oír


a ese oso austríaco gritando: Du hast mein Herz
gebrochen2. “¡Mire!”3 Ya me ha oído usted hablar de mi
amigo Herr Grunitz, de Viena. Ese hombre ha viajado
hasta Ceilán por una orquídea, hasta la Patagonia por
un tocado, hasta Benarés por una sandalia, hasta
Mozambique por una cabeza de flecha que agregar a sus
famosas colecciones. Usted también sabe, amigo Rafael,
que yo he sido un coleccionista de curiosidades. Mi
colección de banderas de combate de las flotas del
mundo era la más famosa hasta el año pasado. Pero luego
Herr Grunitz obtuvo los más raros especímenes. Una del
Estado de Barbaria y otra de los makarooroos, una tribu
de la costa occidental africana. Yo no lo tengo, pero
podría conseguirlas. Pero esta bandera, señor, ¿sabe
lo que significa? ¡Nombre de Dios! ¿Lo sabe? ¿No la
había visto nunca antes? Seguramente no. Es la insignia
naval de su propia patria. Mire. Esta cáscara podrida
en que navegamos es su armada; esa cacatúa muerta que
yace allí, su comandante; ese sablazo y único disparo
fue una batalla naval. Todo esto no ha sido más que
una farsa grotesca, convengo…, pero auténtica. Nunca
ha existido otra bandera como ésta. Y tampoco existirá.
No. Es única en el mundo. Sí. Imagínese lo que esto
significa para un coleccionista de banderas. ¿Sabe
usted, mi coronel, cuántas monedas de oro daría Herr
Grunitz por esta bandera? Diez mil, posiblemente.
Bueno, pero ni cien mil podrán comprarla. ¡Hermosa
bandera! ¡Única bandera! ¡Diablillo de divina bandera!
¡Ohé! ¡Viejo gruñón de allende el mar! Espera que don
Sabas vuelva a la Königin Starsse. Entonces te

1 En español en el original.
2 Me has destrozado el corazón.
3 En español en el original.

126
permitiré tocar de rodillas sus pliegues con un solo
dedo. ¡Ohé! ¡Viejo saqueador con gafas!

Olvidados la impotente revolución, el peligro, la


pérdida, el dolor de la derrota, poseído sólo de la
extraordinaria e incomparable pasión del
coleccionista, se paseaba por la estrecha cubierta
sosteniendo con una mano contra su pecho aquel remedo
de bandera. A veces levantaba la mano en dirección al
Este y hacía castañear los dedos. Cantaba un himno
triunfal a su hallazgo, con voz estentórea, como si a
través del mar pudiera oírlo el viejo Herr Grunitz en
su mohecido cubil.

En el “Salvador” los esperaban para darles la


bienvenida. El bergantín atracó al lado del barco, que
aparecía hundido casi hasta el borde de la cubierta
inferior, debido al peso de su cargamento de frutas.
Los marineros del “Salvador” lo engancharon y
retuvieron allí.

El capitán Mc Leod se inclinó sobre la borda:

-Y bien, señor, me han dicho que terminó la danza.

-¿La danza?

Por un momento don Sabas quedó perplejo:

-¿La revolución? ¡Ah!, sí.

Y con un encogimiento de hombros puso punto final


al asunto.

El capitán se impuso de los detalles de la fuga y


la historia de la tripulación cautiva.

-¿Caribes? -dijo-. Son inofensivos.

Descendió al bergantín y de una patada soltó los


cerrojos de la escotilla. Los negros salieron
tambaleando, sudorosos pero sonrientes.

127
-¡Eh!, negritos -los interpeló el capitán en
dialecto propio-. Ustedes saben, pescan bote y vuelven
allí lo mismo, rápido.

Lo vieron señalar a ellos, al barquito y a


Coralio.

-Ya, ya -contestaron, con la más ancha de las


sonrisas y muchas reverencias.

Los cuatro -don Sabas, los dos oficiales y el


capitán- se dispusieron a abandonar el bergantín. Don
Sabas iba un poco rezagado, mirando la quieta figura
del almirante muerto, despatarrado allí con sus raídos
adornos.

-Pobrecito loco -pronunció en voz baja.

Era un brillante cosmopolita y un cognoscente de


alta categoría; pero, al fin y al cabo, era de la misma
raza, sangre e instintos que este pueblo. Tal como lo
llamaron los sencillos habitantes de Coralio, así le
llamaba don Sabas. Sin una sonrisa, lo miró y dijo:

-Pobrecito loco.

Se agachó, levantó los angostos hombros del


muchacho, pasó bajo ellos la valiosísima y única
bandera, y prendió sus puntas sobre el pecho con la
estrella de diamantes de la orden de San Carlos que
sacó del cuello de su propia chaqueta.

Siguió a los otros y se detuvo junto a ellos sobre


la cubierta del “Salvador”. Los tripulantes de “El
Nacional” pusieron en marcha su embarcación. Los
parlanchines caribes se ocupaban activamente del
aparejo, y pronto el bergantín viró hacia la costa.

Y la colección de banderas navales de Herr Grunitz


permaneció la mejor del mundo.

128
EL TREBOL Y LA PALMERA

Una noche sin brisas en que Coralio parecía más


que nunca vecino a las rejas del Averno, cinco hombres
se habían reunido a la puerta del establecimiento
fotográfico de Keogh y Clancy. De este modo, en todos
los lugares exóticos y calenturientos de la tierra,
las tribus se reúnen al terminar las labores del día,
para conservar la integridad de su herencia mediante
el relato de nuevos episodios.

Johnny Atwood estaba tendido sobre la hierba con


el desnudo uniforme de los caribes y débilmente
disertaba sobre el agua fresca que surgía de las bombas
de madera de cohombro en Dalesburg. Al doctor Gregg,
por el prestigio de sus barbas y como precio al
silencio de sus inminentes anécdotas profesionales, se
le cedía la hamaca tendida entre el quicio de la puerta
y el calabozo… Keogh había trasladado sobre la hierba
la mesilla que sostenía el instrumento para barnizar
las fotografías terminadas. Era el único del grupo que
trabajaba. Industriosamente, de entre los cilindros
del barnizador se deslizaban las imágenes acabadas de
los habitantes de Coralio. Blanchard, el ingeniero de
minas francés, impenetrable al calor en su terno de
hilo blanco, observaba a través de sus gafas apacibles
las volutas de humo de su cigarrillo. Sentado en las
gradas, Clancy fumaba su corta pipa. Se sentía en
ánimos de charlar mientras los demás, a causa de la
humedad, se encontraban reducidos al estado de
impotencia deseable siempre en un auditorio.

Clancy era un norteamericano de ascendencia


irlandesa y tendencias cosmopolitas. Muchos negocios
lo habían requerido, pero jampas por mucho tiempo. Por
sus venas corría una sangre vagabunda. La voz del arte
fotográfico no era sino una de tantas como lo habían

129
llamado hacia innúmeros caminos. A veces se lograba
inducirlo a la reconstrucción oral de sus incursiones
a los dominios de la aventura y lo extraordinario. Esta
noche se manifestaban en él ciertos síntomas de afán
divulgatorio.

-Qué buen clima para revoluciones -exclamó


espontáneamente-. Me recuerda la época en que luché
por librar a una nación de las garras ponzoñosas de un
tirano. Fue un arduo trabajo. Es algo que fatiga la
espalda y saca callos en las manos.

-No sabía que hubieras prestado el apoyo de tu


espada a un pueblo oprimido -murmuró Atwood, desde su
sitio en el césped.

-Así fue, pero ellos se las arreglaron para


transformar mi arma en un arado -dijo Clancy.

-¿Cuál fue el afortunado país que gozó de tu


auxilio? -preguntó distraídamente Blanchard.

-¿Dónde está Kamchatka? -inquirió Clancy, con


aparente incoherencia.

-Al norte de Siberia, por las regiones árticas -


contestó alguien, sin gran seguridad.

-Ya me imaginaba yo que ésa era la fría -asintió


Clancy, con un gesto de satisfacción-. Siempre las
confundo. Fue en Guatemala entonces, la caliente, donde
estuve haciendo revolución. Se puede encontrar este
país en el mapa. Está por la región de los trópicos.
Gracias a la previsión de la providencia, se encuentra
junto al mar, de manera que los geógrafos han podido
escribir el nombre de sus ciudades en el agua. Cada
uno tiene una pulgada de largo en tipo pequeño,
compuestos en dialecto español y, según mi opinión,

130
con la misma sintaxis que hizo estallar al “Maine” 1.
Sí, hacía ese país me embarqué solo y resuelto a
librarlo de un gobierno tiránico con una simple barreta
por toda arma, y descargada naturalmente. No me
comprenden ustedes, por supuesto, Mis declaraciones
exigen excusas y más amplias explicaciones.

“Fue una mañana en Nueva Orleáns, y


aproximadamente el 1. ° de junio; andaba yo por el
muelle observando las embarcaciones que pasaban por el
río. Había frente a mí un vaporcito atracado al muelle
y que parecía pronto a zarpar. Sus chimeneas echaban
humo, y unos cuantos gañanes trasladaban a bordo unos
cajones que se encontraban amontonados en el
embarcadero. Los cajones medían, aproximadamente, dos
pies de alto por unos cuatro de largo, y parecían muy
pesados.

“me dirigí distraídamente hacia el montón. Vi que


a uno de los cajones se le había soltado la tapa. La
curiosidad me hizo levantar aquella tabla suelta y
mirar lo que contenía el cajón. Estaba lleno de rifles
Winchester. Vamos, me dije, parece que alguien anda
infringiendo las leyes de neutralidad. Alguien está
ayudando con armas de guerra. ¿Qué destino llevarán
estos rifles?

“Oí una discreta tosecilla a mi lado y me volví.


Vi entonces a un individuo pequeño, rechoncho, gordo,
con una cara morena y ropas blancas; un hombrecillo
con aspecto de gran señor, con un brillante de cuatro
quilates en un dedo y los ojos llenos de una expresión
interrogante y respetuosa. Me imaginé que sería algún
extranjero, acaso venido de Rusia, Japón o los
archipiélagos.

1Nombre del barco cuya explosión provocó la guerra entre España y los Estados Unid os. -(N.
del T.)-

131
“-¡Chist! -dijo el gordito, con un gesto
misterioso y cargado de confidencias-. ¿Tendría la
bondad el señor de guardar para sí el secreto de su
descubrimiento, de manera que los hombres de a bordo
no se den cuenta de ello? El señor será lo bastante
caballeroso como para no revelar algo que ha
descubierto accidentalmente, ¿no es así?

“-Monsier (pues me imaginé que sería una especie


de francés), reciba mi más ardorosa protesta de
discreción y la seguridad de que su secreto será bien
guardado por James Clancy. Es más, me atreveré a
exclamar: Viiv la liberté! Viiv! con larga y robusta
vida. Si alguna vez tiene noticias de que un Clancy
entorpece la acción de derrocar un gobierno
establecido, me hará el servicio de notificarme a
vuelta de correo.

“-El señor es muy bueno -me felicitó el moreno


gordinflón, sonriendo por debajo de sus bigotes
negrísimos-. ¿Desearía subir a mi barco y beber una
copa de vino?

“Siendo un Clancy, demás está decir que antes de


dos minutos yo y el extranjero nos encontrábamos
sentados a una mesa en la cabina del buque, con una
botella entre los dos. Desde allí podía escuchar el
ruido de las cajas que eran puestas dentro de la
bodega. Calculé que el cargamento debía constar de unos
dos mil Winchesters. Nos bebimos la botella de vino, y
el moreno hombrecito llamó al mozo para pedirle otra.
Cuando se mezcla un Clancy con el contenido de una
botella, prácticamente, se incita a la revolución. Yo
había oído muchas historias respecto a ciertas
revueltas en los países tropicales, y ya deseaba tomar
parte en una.

132
“-Usted va a armar gresca en su país, ¿no es así,
monsier? -le dije al cabo de un rato, con un guiño que
pretendía darle a entender que lo aprobaba.

“-Sí, si -contestó el hombrecito, golpeando la


mesa con su puño cerrado-. Se producirá un gran cambio.
Ya hace demasiado tiempo que el pueblo vive oprimido,
nada más que con promesas de venturosos acontecimientos
que jamás se realizan. Se llevará a cabo una obra
magnífica. Sí, nuestras fuerzas caerán pronto sobre la
capital. ¡Caramba!

¡-Caramba es precisamente la palabra -exclamé


comenzando a henchirme de entusiasmo y de más vino-.
Por lo tanto, ¡viva!, como dije antes. Que el trébol,
quiero decir la enredadera de plátano, la planta de la
empanada, o sea cual fuere el emblema imperial de
vuestra infortunada patria, ondee siempre
imperturbable.

“-Mil gracias por la expresión de sus amistosos


sentimientos -exclamó el rechoncho señor-. Lo que
nuestra causa precisa son hombres que lleven a cabo la
labor necesaria para el resurgimiento. ¡Ah, con mil
hombres fuertes y corajudos, el general De Vega podría
obtener el triunfo y la gloria para su patria! ¡Es
difícil, oh, cuán difícil, encontrar hombres que
colaboren!

“-Monsier -exclamé, inclinándome sobre la mesa y


cogiéndole la mano-. No ´se dónde está su patria, pero
mi corazón ya palpita por ella. El corazón de un Clancy
no ha quedado nunca sordo al lamento de un pueblo
oprimido. Somos una familia de luchadores de nacimiento
y extranjeros de oficio. Si quiere usted ocupar los
brazos y la sangre de James Clancy para librar sus
playas del yugo de un tirano, puede disponer de ellos
como le plazca.

133
“El general De Vega se manifestó lleno de
entusiasmo al recibir la declaración de mis simpatías
por sus ideales y conspiraciones. Intentó abrazarme
por encima de la mesa, pero su gordura y el vino que
poco antes contuvieran las botellas se lo impidieron.
De este modo fui acogido en las filas de la revolución.
Luego el general me dijo que su país se llama Guatemala
y era la más grande nación bañada por el océano en todo
el orbe. Me miró con lágrimas en los ojos y de vez en
cuando exclamaba:

“-¡Ah, hombres robustos, fuertes y valientes: eso


es lo que mi patria necesita!

“El general De Vega, tal era el nombre con que se


presentó, sacó un documento para que lo firmara, lo
que hice rápidamente, trazando una florida y retorcida
rúbrica con la cola de la “y”.

“-El precio de su pasaje será descontado de su


sueldo -me manifestó el general, con gesto comercial.

“-No así -protesté con altivez-. Yo pago mi


pasaje.

“tenía ciento ochenta dólares en un bolsillo


interior, y yo no quería ser un vulgar soldado que se
ganara con sus servicios la comida y la ropa.

“El barco debía zarpar dos horas más tarde, y me


dirigí a tierra para procurarme algunas cosas que iba
a necesitar. Al regresar a bordo mostré con orgullo mi
equipo al general De Vega. Llevaba un magnífico abrigo
de chinchilla, zapatos para la nieve, gorro de pieles
con orejeras, elegantísimos guantes forrados en vellón
y bufanda de lana.

“-¡Caramba! -exclamó el pequeño general-. ¡Qué


clase de ropa es ésta para ir al trópico?

134
“Y luego el chiflado se echa a reír y llama al
capitán; el capitán llama al contador y éste al
ingeniero jefe, y todos se dan de estregones contra
las paredes de la cabina, riéndose del traje que Clancy
se ha preparado para ir a Guatemala.

“Reflexiono un momento con seriedad y le pido al


general que vuelva a decirme el nombre de su país. Me
lo dice, y sólo entonces me doy cuenta de mi
equivocación, pues todo el tiempo había tenido en la
mente a la otra Kamchatka, la fría. Desde entonces he
tenido gran dificultad en distinguir a ambas naciones
en el nombre, el clima y la situación geográfica.

“Pagué mi pasaje -veinticuatro dólares, cabina de


primera- y comí en la mesa con los oficiales. En la
cubierta inferior iba un grupo de pasajeros de segunda,
más o menos cuarenta, dagoes1 en su mayoría. Me
preguntaba a veces con qué fin irían tantos allá.

“Bueno, tres días más tarde ya navegábamos junto


a las costas de Guatemala. Es un país azul y no amarillo
como ha sido equivocadamente pintado en el mapa.
Desembarcamos en un puerto donde un tren nos esperaba
en una destartalada estación ferroviaria. Sacaron los
cajones del barco y cargaron con ellos los carros del
tren. La pandilla de dagoes se acomodó también en
ellos, mientras el general y yo tomábamos asiento en
el primer carro. Sí, yo y el general De Vega
encabezábamos la revolución cuando abandonamos el
puerto. Aquel tren corría casi tan rápido como un
policía que va a sofocar un motín. Penetramos así a
los más extraordinarios parajes de complicada
vegetación que jamás haya visto fuera de los textos de
geografía. Recorrimos cerca de cuarenta millas en siete
horas, y entonces el tren se detuvo. No había más
rieles. Vi allí una especie de campamento en una húmeda

1 Denominación despectiva usada para indicar a los de raza latina. –(N. del T.).

135
ensenada, rodeado de tupida maraña y lleno de
melancolía. Unos hombres estaban talando y cortando la
selva para continuar el camino. “He aquí -me dije- el
romántico escondite de los revolucionarios. En este
mismo lugar, por virtud de su raza superior y la
inculcación de las tácticas fenianas, un Clancy librará
tremenda batalla por la libertad.”

“Bajaron los cajones del tren y empezaron a


destaparlos. Del primero que abrieron, vi al general
De Vega sacar los Winchesters y distribuirlos a un
destacamento de indolente soldadesca. Se abrieron las
otras cajas y, créanlo o no, no volvió a aparecer un
solo rifle. Todas las demás sólo contenían palas y
barretas.

“Y luego -caigan mis maldiciones sobre el trópico-


el altivo Clancy y los infelices dagoes, cada uno por
turno, tuvieron que echarse al hombro una pala o una
barreta y ponerse a trabajar en aquella cochina vía
férrea. Sí, para eso habían sido contratados los
dagoes, y para esta clase de lucha se había
comprometido con su firma un Clancy, aunque hasta aquel
momento lo ignorara. Al cano de algunos días me di
cuenta cabal de ello. Parece que era
extraordinariamente difícil conseguir peones para que
trabajaran en ese camino. Los inteligentes nativos eran
demasiado flojos para trabajar. Bien lo sabe el cielo
que no había necesidad de ello. Con sólo extender la
mano se podían coger los frutos más delicados y
costosos de la tierra, y con extender la otra se podía
echar uno a dormir por varios días, sin ser perturbado
jamás por la sirena de una fábrica o los pasos del
propietario subiendo las esclareas a cobrar el
alquiler. Por esto los barcos debían salir regularmente
a seducir la peonada. Generalmente los obreros
importados morían al cabo de dos o tres meses por beber
el agua demasiado cálida y aspirar el violento clima

136
tropical, en vista de lo cual se les hacía firmar
contratos por un año al tomarlos y se colocaba una
guardia armada alrededor del campamento para impedir
que los pobres diablos se fugaran.

“Fue así como el trópico me traicionó


miserablemente, por el sólo pecado de pertenecer a una
familia que acostumbra salirse de los caminos trillados
en busca de aventuras.

“Me dieron una barreta, y la tomé, mientras


rumiaba la forma de provocar una inmediata revuelta.
Pero allí estaban los guardias sosteniendo
descuidadamente los Winchesters, y llegué pronto a la
conclusión de que en la lucha la discreción es a veces
el mejor partido a tomar. Éramos más o menos cien los
nuevos reclutas para el trabajo, y se nos dio la orden
de partir. Me salgo entonces de la fila y me dirijo al
general De Vega que, fumando un cigarro, contemplaba
la escena con satisfacción y gloria. Al verme me sonríe
con diabólica afabilidad.

“-Mucho trabajo en Guatemala para los hombres


fuertes y vigorosos -me dice-. Si, treinta dólares al
mes. Buen salario. ¡Ah! Sí. Usted es un hombre robusto
y valeroso. Bien pronto llegaremos con el ferrocarril
a la capital. Ahora desean que vaya usted a trabajar.
Adiós, hombre fuerte.

“-Monsier -digo yo sin moverme-, ¿quería contestar


una pregunta a un pobrecito irlandés? Cuando subí a su
barco pulguiento y expresé mis sentimientos liberales
y revolucionarios, mientras libaba su vino amargo,
¿creyó usted que aspiraba a manejar la barreta en la
construcción de su ridículo ferrocarril? Y cuando usted
me respondió con frases patrióticas, reverenciando la
estrellada causa de la libertad, ¿tenía usted la
intención de reducirme a la mísera condición de los

137
dagoes, estos destripaterrones, en los trabajos
forzados de su país?

“El general se infló para emitir una sonora


carcajada. Sí, rió mucho y muy fuerte, mientras yo,
Clancy, escuchaba y esperaba.

“-¡Qué hombre tan cómico! -gritó por fin-. Me va


a matar de risa. Sí, es muy difícil encontrar hombres
fuertes y valientes que quieran ayudar a mi patria.
¿Revoluciones? Pero, ¿hable yo de r-r-r-revoluciones?
Ni una sola palabra. Yo dije que se necesitaban hombres
robustos y fuertes en Guatemala. Eso es. La
equivocación es suya. Usted miró dentro del único cajó n
que contenía armas para la guardia. Y creyó que todos
los cajones contenían fusiles, ¿no? No hay guerra en
Guatemala, pero trabajo si, y del bueno. Treinta
dólares al mes. Usted se echará una barreta al hombro,
señor, y cavará por la libertad y la prosperidad de
Guatemala. A trabajar. La guardia lo espera.

“-Especie de faldero obeso y negro -le digo con


tranquilidad y dominando mi indignación y mi rabia-.
Ya verás lo que te va a pasar. Tal vez no sea tan
pronto, pero apenas James Clancy pueda, te devolver á
la mano en forma adecuada.

“El jefe de la cuadrilla nos ordena trabajar. Yo


me marcho con los dagoes y mientras me alejo escucho
la risa del distinguido patriota y secuestrador.

“La triste verdad es que durante ocho semanas


trabajé en el ferrocarril de aquel maldito país. Luché
doce horas diarias, pero con una pesada barreta y una
pala, cortando la exuberante vegetación que crecía a
la derecha de la vía. Trabajamos en los pantanos, que
hedían como si hubiera un escape de gas, avanzando
penosamente por en medio de una estupenda variedad de
las más costosas plantas y legumbres de invernadero.

138
La escena era más tropical de lo que pueda figurarse
el más imaginativo de los geógrafos. Todos los árboles
eran rascacielos; los matorrales estaban llenos de
agujas y alfileres; los monos saltaban por todos lados,
así como los cocodrilos y los cerciones de cola rosada.
Permanecíamos hasta la rodilla metidos en el agua
podrida, arrancando raíces por la liberación de
Guatemala. Por la noche encendíamos fogatas en el
campamento para espantar a los mosquitos, y nos
sentíamos en medio del humo, mientras los guardias se
paseaban a nuestro alrededor. Doscientos hombres
trabajaban en la vía, la mayoría de ellos dagoes,
negros, españoles y suecos. Tres o cuatro eran
irlandeses.

“Un viejo llamado Halloran, individuo de virtudes


y discreción muy irlandesas, me explicó todo. Había
estado trabajando un año en la vía. La mayor parte de
aquella gente moría en menos de seis meses. Se había
secado hasta no quedarle más que huesos y pellejo en
el cuerpo, y cada dos o tres noches lo acometían
fuertes tercianas.

“-Acabado de llegar -me dijo-, uno cree que podrá


marcharse inmediatamente. Pero te retienen el salario
de los primeros meses para pagar el pasaje, y cuando
se ha terminado de cancelarlo, ya el trópico te ha
echado las zarpas. Estás rodeado de una selva
amenazante, llena de animales de la peor reputación:
leones, monos y anacondas, todos acechando el momento
de devorarte. El sol te da de plano y derrite la médula
en tus huesos. Te vuelves igual que los comedores de
lechugas de que hablan los libros de poesía. Te olvidas
de todos los sentimientos elevados de la vida, tales
como el patriotismo, la venganza, el deseo de rebelión
y la honesta ambición de una camisa limpia. Trabajas y
bebes la sopa de kerosén y los brotes de caucho
preparados por el cocinero dago. Enciendes la pipa y

139
piensas: la próxima semana me escapo. Y te echas a
dormir diciéndote que eres un mentiroso, pues sabes
que nuca lo harás.

“-¿Quién es ese general De Vega? -preguntó.

“-Es el hombre que está tratando de terminar el


ferrocarril -responde Halloran-. El proyecto fue
iniciado por una sociedad privada; fracasó, y entonces
el gobierno se hizo cargo. De vega es un gran político,
y quiere ser presidente. El país desea que se termine
el ferrocarril pues, por su causa, pesan sobre él
grandes impuestos. Este De Vega lo está llevando a cabo
como plataforma política.

“-No me gusta amenazar a nadie -digo-. Pero hay


una cuenta pendiente entre este ferroviario y James
O’Dowd Clancy.

“-Lo mismo pensaba yo al principio, hasta que me


convertí en un estropajo-. La culpa la tiene el
trópico. Es capaz de sorberle el organismo al hombre
más fuerte. Es un país, como dice el poeta, “donde
siempre parece estarse de sobremesa”. Yo hago mi part e
de trabajo, fumo mi pipa y duermo. De todos modos, hay
bien poco más que desear en la vida. Pronto llegarás
tú a la misma conclusión. No te preocupes en guardar
rencores, Clancy.

“-No lo puedo evitar -le contesté-. Estoy


rebosante de odio. Me alisté en el ejército
revolucionario de este país, de buena fe, para luchar
por su libertad, su honor y sus candelabros de plata.
En cambio, se me ha puesto a amputar su vegetación y
arrancar sus raíces. Ese general me las tendrá que
pagar.

“Durante dos meses trabajé en la vía antes de que


se me presentara la oportunidad de fugarme. Un día se
envió a varios d entre nosotros hasta el extremo de la

140
vía terminada a buscar algunas picotas enviadas a
puerto Barrios para que las afilaran. Las traían en
una volada de mano, y cuando nos alejamos, observé que
ésta permanecía allí.

“Esa noche, hacia las doce, desperté a Halloran y


le expuse mi plan.

“-¿Fugarse? -exclamó Halloran-. ¡Santo Dios!


Clancy, ¿lo dices enserio? Vamos, no tengo el valor
necesario. Hace demasiado frío y no he dormido lo
suficiente. ¿Fugarse? Ya te dije, Clancy, que soy un
estropajo. He perdido el ánimo. El trópico tiene la
culpa. Como dice el poeta, “olvidados están los amigos
que dejamos; en el hondo valle verde vivimos y
morimos”. Anda tú, Clancy, que yo me quedo. Es
demasiado temprano, hace frío y tengo sueño.

“Tuve, pues, que abandonar a Halloran. Me vestí


silenciosamente y abandoné la carpa donde dormíamos.
Cuando apareció el guardia, lo aturdí de un golpe con
un coco verde que llevaba en la mano, y seguí mi camino
hacia la vía férrea. Subí a la volanda y la hice correr.
Poco antes del amanecer divisé las luces de Puerto
Barrios a casi una milla de distancia. Detuve allí la
volanda y seguí a pie hasta la ciudad. Penetré
cauteloso y vacilante en los suburbios. No le temía al
ejército de Guatemala, pero me dolía el alma al
imaginar un cuerpo a cuerpo con su Oficina del Trabajo.
Es un país que contrata sus obreros con facilidad y
los conserva mucho tiempo. Me imagino a la señora
América y la señora Guatemala entretenidas en hilvanar
chismes y comentarios domésticos por encima de las
montañas en alguna tranquila y magnífica noche. “¡Ay!,
querida -dirá la señora América-, cuántas molestias
tengo siempre con mis criadas.” “-¡Leyes! ¡Vamos! -
exclama la señora Guatemala-. ¡No me diga, Ma’am! Las
mías nunca piensan en abandonarme. ¡Tt, tt! -se jacta
la señora Guatemala.”

141
“Estaba pensando cómo me las arreglaría para
marcharme del trópico antes que volvieran a
engancharme. A pesar de la oscuridad, pude divisar un
barco en la bahía, con un penacho de humo sobre las
chimeneas. Torcí por una callecita tupida de hierba
que descendía hacia la playa. Allí encontré a un negro
que precisamente se disponía a salir en su bote.

“-Espera, zambo -le dije-. ¿Savve english?

“Un poco, bastante, yes -me respondió con una


agradable sonrisa.

“-¿Qué barco es ése? -le pregunto-. ¿Dónde va? ¿Y


qué novedades hay, cuál es el santo y seña y la hora?

“-Ese buque es la “Conchita” -contestó con


afabilidad y soltura el hombre, mientras liaba un
cigarrillo-. Llegó de Nueva Orleáns a cargar plátanos.
Ya cargó anoche. Creo que zarpa dentro de una o dos
horas. Vamó a tené lindo día. ¿No ha oído de la gran
batalla, algo así? ¿Pescarán al general De Vega, señó?
¿Sí? ¿No?

“-¿Cómo es eso, zambo? -pregunto-. ¿Una gran


batalla? ¿Qué batalla? ¿Quién persigue al general De
vega? Acabo de pasar dos meses en mis minas de oro y
no he recibido ninguna noticia.

“-¡Oh! -exclama el negro, orgulloso de hablar


inglés-. Gran revolución en Guatemala hace una semana.
El general De Vega quiso ser presidente. Formó
ejército…, uno, cinco, diez mil hombres, pa botá el
gobierno. Lo del gobierno mandó cinco, cuarenta,
cincuenta mil soldao a sofocá la revolución. Hubo gran
pelea ayé, en Lomagrande…, a unas diecinueve o
cincuenta milla al interior de la montaña. Lo soldao
del gobierno vencieron al general De vega, lo dejaron
mu mal parao. Quinientos, novecientos, dos mil de sus
hombres murieron. Esta revolución acabó… ligero. El

142
general De Vega, él arrancó mu ligero, en una mula mu
grande. Sí, ¡caramba! El general arranca y a lo soldao
lo matan. Lo soldao del gobierno buscan mucho al
general De Vega. Lo quieren pesca pa fusilarlo. ¿Cree
que pescan al general, señó?

“-¡Así lo dispongan los santos! -exclamé-. Sería


el fallo justísimo de la providencia por degradar el
talento de un Clancy al obligarlo a deshebrar los
trópicos con pala y barreta. Pero no se trata ahora de
discutir insurrecciones, amigo, sino de evitar la
explotación del hombre por el hombre. Estoy ansioso
por renunciar a un cargo de responsabilidad y adoptar
el sistema más rápido de locomoción de que disponga
vuestro país. Llevadme en vuestro barco hasta aquel
barco y os daré cinco dólares. “Sinque peses, sinque
peses” -repetí, reduciendo la suma al idioma y la
denominación del dialecto tropical.

“-¿Cinco pesos? -insistió el hombrecito-. ¿Five


dollee me da?

“No era un mal tipo. Al principio vaciló, alegando


que los pasajeros necesitan papeles y pasaportes para
abandonar el país, pero al fin consintió en llevarme
hasta el buque.

“Empezaba a aclarar cuando llegamos a su costado,


y no se veía un alma a bordo. El mar estaba muy quieto
y el negro me ayudó a subir cuando trepé al barco que,
con el peso del cargamento de fruta, aparecía hundido
casi a la altura de la cubierta. Las escotillas estaban
abiertas; miré hacia abajo y vi los plátanos que
llenaban la bodega hasta seis pies escasos del borde.
Me dije entonces: “Clancy, es mejor que te vayas de
mogollón. Es más seguro. Podría suceder que los del
buque te entreguen a la Oficina del Trabajo. Te cogerá
de nuevo el trópico, Clancy, si no tienes cuidado”.

143
Salté, pues, blandamente sobre los plátanos y abrí
un hueco en ellos para esconderme. Al cano de una hora,
más o menos, oí el zumbar de las máquinas, sentí que
el barco comenzaba a balancearse y comprendí que
salíamos a alta mar. Habían dejado las escotillas
abiertas para la ventilación, y pronto hubo la
suficiente luz en la bodega para ver bastante bien.
Sentí un poco de hambre y me dispuse a servirme un
liviano desayuno de frutas, a modo de refresco. Salí
del hueco en que me había acomodado y me erguí. Sólo
entonces, gateando, a uno diez pies de distancia,
divisé a un hombre que cogía un plátano, lo pelaba y
se lo metía en la boca. Era un individuo sucio, negro
el rostro, harapiento y de aspecto dudoso. Sí, ese tipo
habría sido todo un personaje para los dibujos del
gordo Weary Willie en sus páginas ilustradas. Lo miré
más detenidamente y descubrí que era nada menos que mi
general De Vega…, el gran revolucionario, jinete
fugitivo en una mala mula e importador de picapedreros.
Cuando me vio, se quedó alelado, con la boca llena de
plátano y los ojos del tamaño de dos cocos.

“-¡Chist! -le digo-. Ni una palabra, o nos


desembarcan y nos hacen marchar. Viiv la liberté! -
agrego, subrayando la expresión con un gesto enérgico,
en el que devolvía un plátano a su sitio de
procedencia. Estaba seguro de que el general no me
reconocería. La influencia nefasta del trópico me había
convertido en otro hombre. Media pulgada de pelos
grises me cubrían la cara y por toda vestimenta llevaba
un mono azul y una camisa roja.

“-¿Cómo ha llegado a este barco, señor? -me


preguntó el general, apenas pudo hablar.

“-Por la puerta falsa -respondí, y continué-: Qué


golpe glorioso por la libertad dimos, Pero fuimos
dominados por el mayor número. Aceptemos la derrota
como valientes y comamos otro plátano.

144
“-¿Luchó usted por la causa de la libertad, señor?
-exclama el general derramando sus lágrimas sobre el
cargamento frutal.

“-Hasta el último momento -le aseguro-. Fui yo


quien dirigió el postrer y desesperado ataque contra
los favoritos del tirano. Pero esto pareció indignarlos
y nos vimos forzados a emprender la retirada. Fui yo
quien le procuró a usted la mula en que escapó. ¿Podría
empujar hacia acá ese racimo de plátanos maduros,
general? Queda fuera de mi alcance. Gracias.

“-¿Qué me dice, mi valiente patriota? -comenta el


general, llorando de nuevo-. ¡Ah! ¡Dios! Y yo privado
de los medios para recompensar su devoción. Apenas si
pude salvar la vida. ¡Caramba! Qué demonio de animal
era esa mula, señor. Como un barco en una tempestad,
así me zarandeó. Las espinas y las ramas me arrancaron
la piel en tiras. Esa bestia infernal se estrelló
contra mil árboles contusionándome dolorosamente las
piernas. Por la noche llegue a Puerto Barrios. Me
deshago de esa montaña de mula y me precipito hacia la
playa. Encuentro allí un botecito amarrado. Me embarco
y remo hasta el barco. No diviso ningún hombre a bordo;
por lo tanto, decido trepar por una cuerda que cuelga
a un costado. Luego me escondo entre los plátanos. “Si
el capitán me ve -pienso-, seré, sin duda, devuelto a
Guatemala.” Y esto no tendría ningún buen resultado.
Guatemala haría fusilar al general De Vega. Por eso me
escondo y callo. La vida es bella. La libertad es
bastante buena, pero no creo que se la deba apreciar
tanto como la vida.

“Como ya dije anteriormente, la navegación hasta


Nueva Orleáns duraba tres días. El general y yo nos
hicimos íntimos amigos. Comimos plátanos hasta no poder
soportar su vista ni paladear su pulpa sin dolor; pero
sólo a plátanos se redujo nuestro gasto de pasaje. Por

145
las noches me escurría cautelosamente hacia la cubierta
inferior y me apoderaba de un balde de agua fresca.

“Ese general De Vega parecía padecer de una fuerte


indigestión de palabras y sentencias. Agregó a la
monotonía del viaje dando rienda suelta a su charla.
Creía firmemente que yo era un revolucionario de su
partido, contándose, según me aseguró, un buen número
de yanquis y otros extranjeros en sus filas. Era un
jactancioso y despreciable charlatán, eso era. No
obstante, él se consideraba un héroe. Todas sus
lamentaciones por el fracaso de la conspiración se
reducían a compadecerse a sí mismo. Este vil globo
inflado no tuvo jamás una palabra para los otros
idiotas insensatos que fueron fusilados o se
precipitaron a la muerte en su revolución.

“Al segundo día de viaje se manifestaba harto


optimista y fanfarrón para un polizón conspirador que
debía su vida a una mula y una dieta de bananas robadas.
Me habló del ferrocarril que había estado construyendo,
y me contó un gracioso incidente con un estúpido
irlandés a quien engañó en Nueva Orleáns para llevarlo
a trabajar en su maldita y mísera vía. Daba pena
escuchar a ese sucio generalillo narrar aquella
vergonzosa historia en que echó sal sobre la cola de
aquel pájaro temerario y tonto que era Clancy. Rió
largamente y con entusiasmo al recordarlo. Ese negro
rebelde y repudiado, hundido hasta el cogote en los
plátanos, sin patria y sin amigos, se estremecía de la
risa.

“-¡Ah, señor! -decía, mofándose-. Usted se habría


muerto de risa si hubiera conocido a ese gracioso
irlandés.””-En Guatemala se necesitan hombres robustos
y fuertes”, le digo. “-Yo lucharé por su oprimido
país”, me contesta él. “-Así será, en efecto”, le
aseguro. ¡Ah! ¡Qué irlandés tan divertido! Ve en el
muelle una caja que se ha quebrado y contiene unos

146
pocos rifles para la guardia. Cree entonces que todos
los cajones están llenos de fusiles. Pero, en realidad,
llevan barretas. Sí. ¡Ah, señor, si usted hubiera visto
la cara del irlandés cuando se le ordenó trabajar!

“De este modo el ex jefe de la Oficina del Trabajo


contribuía a hacer llevadero el tedio de la navegación,
con bromas y anécdotas graciosas. Pero de vez en cuando
se echaba a llorar sobre un racimo de plátanos y se
desahogaba en lamentaciones sobre la mula y la causa
perdida de la libertad.

“Hacía tiempo que no oía un sonido tan agradable


como el que produjo el barco al chocar su costado
contra el muelle de Nueva Orleáns. Bien pronto
escuchamos el chapoteo de centenares de pies desnudos,
y los dagoes que descargan la fruta en el puerto
saltaron a la cubierta y se deslizaron dentro de la
bodega. Yo y el general nos ocupamos un rato en pasar
racimos de plátanos, y así nos confundimos con los
cargadores. Al cabo de una hora, más o menos, nos las
arreglamos para abandonar el barco y saltar al muelle.

“Era un gran honor para el obscuro Clancy tener a


su cargo el programa de festejos para el representante
de una gran nación extranjera y revolucionaria.

Ante todo, me procuré algunos tragos largos, para


mí y el general, agregando a éstos algunos comestibles,
con la total exclusión del plátano. El general trotaba
todo el tiempo a mi lado, dejándolo todo a mi arbitrio.
Lo conduje a la plaza Lafayette y lo hice sentarse en
uno de los bancos de los jardines. Le había comprado
cigarrillos, y se desparramó sobre el asiento como un
gordo vagabundo, satisfecho y feliz. Lo quedé
observando un momento y lo que vi me llenó de contento.
Negro por naturaleza e instinto, estaba además cubierto
de mugre y polvo. Gracias a la mula, sus ropas no eran
más que andrajos y jirones. Sí. Decididamente, el

147
aspecto del general no podía dejar de satisfacer a
Clancy.

“Le pregunto entonces con delicadeza si no tuvo


la ocurrencia de traer consigo, de Guatemala, algún
dinero ajeno. Suspira y se golpea sonoramente los
hombros contra el banco. Ni un centavo. Está bien.

“-Es posible -me dice- que alguno de mis amigos


del trópico me envíe fondos más tarde.

“El general era el caso más claro de


inhabilitación económica que hubiera visto jamás.

“Le pedí que no se moviera de aquel banco, y luego


me dirigí a la esquina de Poydras con Carondelet. Allí
hace su guardia O’Hara. Al cabo de cinco minutos se
presentó éste, un hombre alto, robusto, rubicundo,
cubierto el pecho de brillantes botones y blandiendo
su porra. Sería magnífico que Guatemala cayera bajo la
autoridad de O´Hara. Danny sería el tipo más feliz del
mundo si tuviera oportunidad de sofocar motines y
revoluciones, una o dos veces por semana, con su
bastón.

“-¿Está todavía en vigencia el artículo 5,046,


Danny? -le preguntó, saliéndose al encuentro.

“-Y con horas extraordinarias -me contestó O’Hara,


observándome sospechoso-. ¿Acaso deseas un toquecito
de la ley?

“5,046 es la famosa orden municipal que autoriza


la detención, condena y prisión de las personas que
consiguen ocultar sus crímenes a la policía.

“-¿No reconoces a Jimmy Clancy? Tú, monstruo de


la rosácea papada… -le digo.

“Así, pues, en cuanto O’Hara me hubo reconocido


bajo el escandaloso aspecto que me había prestado el

148
trópico, lo empujé hacia una puerta, le conté lo que
deseaba hacer y los motivos que me impulsaban.

“-Esta bien, Jimmy -aprobó O´Hara-. Vuelve al


banco y te quedas ahí. Dentro de diez minutos pasaré
por allá.

“No tardó más O’Hara en llegar a la plaza


Lafayette y descubrir a dos vagabundos que con su
presencia desacreditaban un banco. Diez minutos más,
James Clancy y el general De Vega, último candidato a
la presidencia de Guatemala, entraban a la comisaría.
El general estaba muy asustado y me pedía que
proclamara su rango y distinción.

“-Este hombre -le dije a la policía- era


ferroviario. Ahora está cesante. Está bueno para el
manicomio nada más, desde que perdió su puesto.

“-¡Caramba! -exclama el general, efervescente


como una pequeña fuente de agua de soda-. Usted peleó
con mi ejército en mi patria. ¿Por qué miente? Diga
usted que soy el general De Vega, un soldado y un
caballero.

“Ferroviario -repito-. Y en la mala. No sirve para


nada. Ha estado viviendo tres días de plátanos robados .
Mírenlo, ¿no les basta con ver su aspecto?

“Veinticinco dólares o sesenta días, fue el fallo


del juez para el general. No tenía un centavo; por lo
tanto, tuvo que cumplir la condena. A mí me dejaron
libre -como ya tenía la certeza-, pues tenía dinero
que mostrar y O’Hara respondía por mí. Sí, le dieron
sesenta días. Exactamente el mismo tiempo que yo pasé
cavando con una barreta en la gran nación de Kam…,
Guatemala.

Clancy se detuvo. La fuerte luz de las estrellas


iluminaba en su rostro maduro una expresión de completa

149
satisfacción. Keogh se inclinó y dio a su socio, en la
espalda cubierta de ropas delgadas, una palmada que
sonó como el reventar de las olas en la playa.

“-Vamos, demonio -rió-. Cuéntales cómo le


devolviste la mano a tu general tropical en lo que a
artes agrícolas se refiere.

-Como no tenía dinero -terminó Clancy, con unción-


. Lo pusieron a pagar su multa haciéndole trabajar
junto con los reos de la prisión local en la limpieza
de la calle de las Ursulinas. A la vuelta de la esquina
había un bar ingeniosamente provisto de ventiladores
eléctricos y toda clase de bebidas frescas. Lo convertí
en mi cuartel general, y cada cuarto de hora salía a
echarle una mirada al hombrecito, afanosamente ocupado
en manejar la pala y el rastrillo. Los días eran tan
calurosos como este que hoy padecemos. Lo llamaba
entonces: “¡Eh, Monsier!” Y él me miraba con encono,
la camisa pegada en partes al cuerpo por el sudor.

“-Hombres gordos y fuertes se necesitan en Nueva


Orleáns -le gritaba al general De Vega-. Sí; para hacer
un buen trabajo. ¡Caramba! ¡Erin va a divertirse!

LOS DESPOJOS DEL CODIGO

En Coralio se tomaba el desayuno a las once. Por


esto la gente no iba más temprano al mercado. El
pequeño edificio de madera de este establecimiento se
encontraba situado en medio de un prado de hierba corta
y bajo el brillante follaje verde de un árbol del pan.

Hacia allá se dirigían lentamente una mañana los


vendedores con sus mercancías. Un portal o plataform a
de seis pies de ancho rodeaba el edificio, protegido

150
del sol del medio día por un acho tejado de paja. Sobre
esta plataforma tenían costumbre los vendedores de
exponer sus productos: carne fresca, pescado,
cangrejos, frutas del país, casabe, huevos, dulces y
altos montones tambaleantes de tortillas de un diámetro
similar al de los sombreros de los grandes señores
españoles.

Pero aquella mañana, los que tenían sus puestos


del lado de la playa, en vez de disponer sus
mercaderías, se reunieron en un grupo compacto,
gesticulando y charlando animadamente en voz baja,
pues, sobre aquel espacio que les correspondía, yacía,
despatarrada y dormida, la desagradable figura de
Belcebú Blythe. Se había tendido sobre una estera
raída, con un aspecto más acentuado que nunca de ángel
caído. Su traje de lino ordinario, manchado, abierto
en las costuras, erizado en mil pliegues y arrugas, lo
cubría en forma grotesca, como la vestidura de alguna
efigie que hubieran disfrazado de mamarracho para
lanzarla allí después de haberla deshonrado. No
obstante, sobre el puente de su nariz cabalgaban
firmemente las gafas ribeteadas de oro, testimonio
sobreviviente de sus glorias pasadas.

Los rayos del sol, proyectando sobre su rostro el


reflejo de su luz quebrada en la movediza superfici e
del agua, y las voces de los mercaderes, despertaron a
Belcebú Blythe. Se incorporó pestañeando y apoyó la
espalda en la pared del mercado. Sacando un ajado
pañuelo de seda, restregó y limpió con fuerza sus
anteojos. Y mientras esto hacía, se dio cuenta de que
su dormitorio improvisado era invadido y que algunos
hombres morenos y amarillos le rogaban discretamente
que abandonara el lugar en beneficio de su comercio.

Si el señor tuviera la bondad…, mil perdones por


molestarlo…, pero pronto llegarían los compradores a

151
adquirir las provisiones para el día… Sin duda,
lamentaban profundamente molestarlo.

De este modo le hicieron presente que debía


marcharse y cesar de estorbar el movimiento de las
ruedas del comercio.

Blythe bajó de la plataforma con la prosopopeya


de un príncipe que descendiera de su lecho coronado.
Nunca perdió el donaire, ni siquiera en el punto más
bajo de su caída. Es evidente que el colegio que
inculca los preceptos de una buena educación no siempre
cuida de contar con una cátedra de moral en su
programa.

Blythe estiró sus ropas ajadas y, despacioso, se


dirigió por la arena ardiente hacia la calle grande.
Avanzaba sin rumbo fijo. El pueblo se desperezaba
lánguidamente para iniciar la rutina diaria. Sobre la
hierba retozaban los bebés dorados. La brisa marina le
abrió el apetito, sin aportarle los medios con qué
satisfacerlo. Todo Coralio estaba impregnado de sus
olores matinales: los de las flores intensamente
tropicales, el del pan que se cocía en los hornos de
tierra y el humo penetrante de sus fogones. Allí donde
no había humo, el aire cristalino -con algo de la
eficacia de la fe- parecía trasladar las montañas al
borde mismo del mar, acercándolas tanto, en efecto,
que hasta se podían ver los claros calvijares en sus
boscosas faldas. Por la playa, los caribes se
apresuraban a sus trabajos con paso liviano. A lo largo
de los caminos bordeados de tupidos matorrales ya
avanzaban lentamente los caballos, ocultos los
cuerpos, a excepción de las cabezas asentidoras y las
patas activas, por los verdidorados líos de frutas,
amontonados sobre sus lomos. En los umbrales, las
mujeres se peinaban el cabello negro y se llamaban unas
a otras a través de las angostas callejuelas. La paz

152
reinaba en Coralio; paz árida y estéril, pero paz al
cabo.

Aquella espléndida mañana en que la naturaleza


parecía ofrecer el loto en la dorada bandeja del alba,
Belcebú Blythe llegó al fondo de su abismo. Era
imposible descender más. Se sentía completamente
liquidado después de haber dormido aquella noche en un
sitio público. Mientras tuvo un techo que lo cobijara,
permaneció abierto el espacio que separa a un caballero
de las bestias de la selva y las aves del cielo. Pero
ya era apenas más que la afligida ostra lanzada, para
ser devorada, a la arena de una playa de los indio s
del Sur por el caprichoso dios de las circunstancias y
ese implacable carpintero, el destino.

Para Blythe el dinero no era ya sino un lejano


recuerdo. Había estrujado de sus amigos toda la
benevolencia que podían brindarle, y, finalmente, como
Aarón, había golpeado la roca de sus corazones
endurecidos en demanda de las mezquinas e innobles
migajas de la caridad.

Había agotado su crédito hasta el último “real” 1.


Con la aguda intuición del desvergonzado pedigüeño,
conocía en Coralio todas las fuentes de donde se podían
sustraer una copa de ron, una comida o una moneda de
plata. Recorriendo mentalmente cada una de estas
fuentes, meditó con todo el cuidado y detenimiento que
el hambre y la sed le inspiraban. Ni con el mayor
optimismo pudo recoger siquiera un grano de esperanzas
de la paja de sus reflexiones. El juego había
terminado. Aquella noche a la intemperie había
destrozado sus nervios. Hasta entonces le quedaron,
por lo menos, ciertas bases en las cuales apoyar sin
rubor sus adquisiciones en los almacenes de la
vecindad. Ahora debía pedir que le dieran en vez de

1 En español en el original.

153
prestarle. Ni los más cínicos sofismas podrían
dignificar con el título de préstamo la moneda
desdeñosamente lanzada a un rastrojero que dormía sobre
las tablas desnudas del mercado público.

Pero aquella mañana, ningún mendigo habría


recibido con mayor sentimiento de gratitud una moneda
caritativa, pues el demonio de la sed lo tenía cogido
de la garganta. Aquella sed matutina del ebrio que ha
de ser saciada en cada estación matinal del camino
hacia el infernal Tophet.

Blythe avanzó lentamente por la calle, con el ojo


siempre avizor en espera del milagro que lanzaría un
poco de maná en su desierto. Al pasar frente a los
comedores del concurrido restaurante de Madama
Vásquez, vió que los huéspedes se disponían
precisamente a desayunarse con pan fresco, aguacates,
piñas y un delicioso café de cuya calidad la brisa
esparcía fragantes garantías. Madama servía; en un
momento dado, dirigió hacia la ventana su mirada
tímida, impávida y melancólica; divisó a Blythe, y su
expresión se hizo más confundida y atemorizada. Belcebú
le debía “veinte pesos”1. Este saludó con el mismo
garbo con que en otros tiempos se inclinara ante damas
menos azoradas y a las que no debía nada, y se marchó.

Mercaderes y dependientes abrían las macizas


puertas de madera de sus tiendas. Lanzaban miradas de
fría cortesía a Blythe, que pasaba con los restos de
su porte airoso, lentamente, meditando las
posibilidades de acercamiento, pues todos, casi sin
excepción, eran sus acreedores.

En la fuentecita de la “plaza”2 se excusó de una


toilette más esmerada, pasándose por la cara el pañuelo

1 En español en el original.
2 En español en el original.

154
humedecido. Por la plazuela abierta desfilaba la
dolorosa procesión de los amigos de los prisioneros en
el “calabozo”1, llevando el desayuno a los encerrados.
Pero esas viandas no despertaban ningún deseo en
Blythe. Su alma sólo anhelaba una bebida o el dinero
con qué comprarla.

En las calles se cruzó con muchos que fueron sus


amigos e iguales, pero cuya paciencia y liberalidad
había ido agotando gradualmente. Willard Geddie y Paula
lo saludaron con una venia glacial al pasar al trote
de sus cabalgaduras de regreso a su diario paseo por
la antigua carretera india. En otra esquina, Keogh pasó
junto a él, silbando alegremente y llevando como trofeo
unos huevos frescos para su desayuno y el de Clancy.
Este jovial buscador de la fortuna era una de las
víctimas de Blythe que más a menudo había echado mano
al bolsillo para ayudarlo. Pero ahora parecía que Keogh
también se defendía en previsión de nuevos ataques. Su
breve saludo y el siniestro fulgor de sus ojos grises
hicieron apurar el paso a Belcebú, cuya desesperación
casi lo impulsara a solicitar un préstamo adicional.

El desgraciado visitó sucesivamente tres bares.


En todos ellos hacía mucho tiempo que había agotado su
dinero, su crédito y la bienvenida; pero esa mañana
Blythe se sentía capaz de limpiarle los zapatos a un
enemigo a cambio de una gota de aguardiente. En dos de
las pulperías su audaz petición fue acogida por un
rechazo obsequioso que le dolió más que un insulto.
Pero el tercer establecimiento había adquirido
costumbres norteamericanas, y aquí se le sometió a la
violencia física, obligándolo a aterrizar en la calle
sobre manos y rodillas.

Este ultraje operó en él una extraña reacción. Al


levantarse y alejarse, se dibujó en sus facciones una

1 En español en el original.

155
expresión de completo alivio. La sonrisa conciliatoria
y engañosa que hasta entonces llevara grabada cedió
lugar a una mirada de grave y serena resolución. Por
mucho tiempo Belcebú había flotado sobre el mar de la
relajación, sosteniéndose por una línea apenas dentro
del mundo respetable que lo lanzara por la borda. Debió
sentir que este último golpe tronchaba la línea y
experimentar el alivio del nadador que se ahoga al
cesar de luchar.

Blythe se dirigió a la otra esquina y se detuvo


allí a sacudir la arena de sus ropas y lustrar sus
gafas.

-Tengo que hacerlo…, tengo que hacerlo -se decía


en voz alta-. Si consiguiera un poco de ron, creo que
podría aguantar todavía por un tiempo. Pero ya nadie
le da ron a… Belcebú, como han dado en llamarme. ¡Por
las llamas del Tártaro! Si he de sentarme a la derecha
de Satanás, alguien tendrá que hacer los gastos de
representación. Tendrás que cuadrarte, señor Frank
Goodwin. Eres un buen tipo, pero un caballero tiene
que hacer algo para impedir que lo lancen a patadas al
arroyo. Extorsión no es una palabra bonita, pero es el
nombre de la próxima estación en mi viaje.

Con una dirección ya fija en sus pasos, Blythe


avanzó rápidamente hacia las afueras de la ciudad.
Cruzó los barrios sórdidos de los negros menesterosos
y dejó atrás las chozas pintorescas de los mestizos
más pobres. Desde muchos puntos del camino podía
divisar, por entre los sombreados claros, la casa de
Frank Goodwin, dominando la boscosa colina. Y al pasar
por el puentecito sobre el lago, divisó al anciano
indio Gálvez que frotaba la madera sobre la cual estaba
inscrito el nombre de Miraflores. Al otro extremo del
lago, las tierras de Goodwin comenzaban a marcar una
leve subida. Un sendero herboso, sombreado por una
exuberante variedad de la flora tropical, serpenteaba

156
desde el borde de un platanar hasta la casa. Blythe
subió por este camino a largas y resueltas zancadas.

Sentado a la galería más fresca, Goodwin dictaba


cartas a su secretario, un joven nativo cetrino y
diligente. Los dueños de casa observaban el horario
norteamericano para el desayuno y esta colación
pertenecía ya al pasado desde hacía casi una hora.

El réprobo se dirigió a la escalinata mientras


saludaba con la mano.

-Buenos días, Blythe -dijo Goodwin levantando la


vista-. Entre y siéntese. ¿Qué puedo hacer por usted?

-Quiero hablar privadamente con usted.

Goodwin hizo una seña a su secretario, que fue a


pararse bajo un árbol de mangos, donde encendió un
cigarrillo. Blythe se sentó en la silla que había
dejado vacante.

-Necesito dinero -comenzó tercamente.

-Lo siento, pero no se lo puedo dar -contestó


Goodwin con la misma franqueza-. Se está matando usted
con la bebida, Blythe. Sus amigos han hecho cuanto
podían para ayudarle a regenerarse. Pero usted mism o
no pone nada de su parte. No sirve de nada darle dinero,
que sólo gasta en aniquilarse aún más.

-Querido amigo, no se trata ahora de una cuestión


de economía social -dijo Blythe inclinando hacia atrás
su silla-. Es más que eso. Lo estimo mucho, Goodwin, y
he venido a clavarle un puñal entre las costillas. Esta
mañana fui echado a patadas del bar de Espada, y la
sociedad me debe un desagravio por este ultraje a mis
sentimientos.

-Pero no fui yo quien lo echó a patadas.

157
-No, pero, en cierto modo general, representa
usted a la sociedad y, en forma particular, es usted
mi última oportunidad. He tenido que descender a esto,
viejo… Traté de hacerlo hace más de un mes cuando el
agente de Losada estuvo aquí investigando, pero no
llegué a decidirme. Ahora es distinto. Quiero mil
dólares, Goodwin y usted tiene que dármelos.

-La semana pasada -comentó Goodwin sonriendo- se


contentaba con un dólar de plata.

-Es una prueba de que todavía era honrado…, no


obstante, la fuerte presión -respondió Blythe con
impertinencia-. El precio del pecado debería ser
superior a un peso de 48 céntimos. Pero hablemos de
negocios. Yo soy el villano del tercer acto y he de
disfrutar de mi merecido, aunque efímero triunfo. Yo
lo vi apoderarse de la valija con dinero del último
presidente. ¡Oh!, ya sé que esto es extorsión; pero no
soy exigente en el precio. Soy un villano barato, de
aquellos del clásico drama de folletín, pero usted es
uno de mis amigos preferidos y no quiero golpearlo
demasiado fuerte.

-Me gustaría que me diera algunos detalles -


insinuó Goodwin ordenando tranquilamente sus cartas
sobre el escritorio.

-Está bien, me gusta la forma en que lo toma -


dijo Blythe-. Desprecio el histrionismo; por lo tanto,
prepárese a oír mi declaración sin petardos, frases
venenosas ni firuletes en el saxófono.

“La noche en que su volátil excelencia llegó al


pueblo, yo estaba muy borracho. Perdonará el orgullo
con que declaro el hecho, pero en aquella ocasión había
sido para mí una verdadera hazaña colocarme en ese
deseable estado. Alguien había dejado olvidada una
hamaca bajo un naranjo del huerto del hotel de madama

158
Ortiz. Trepé por la tapia, me tendí sobre la hamaca y
me quedé dormido. Desperté cuando una naranja me cayó
en la nariz y estuve un rato maldiciendo a Sir Isaac
Newton o quienquiera que inventara la ley de gravedad
sin cuidar de limitar su teoría a las manzanas.

“Y entonces llegaron el señor Miraflores y su gran


pasión, con el tesoro en la valija, y entraron al
hotel. Luego apareció usted y sostuvo conciliábulo con
el artista capilar que insistía en hablar de sus
negocios fuera de las horas de trabajo. Traté de
quedarme dormido, pero de nuevo fue interrumpido mi
reposo, esta vez por un disparo en el piso superior
del hotel. Luego la valija vino a caer precisamente
sobre el naranjo que me cobijaba, y decidí entonces
abandonar mi refugio, pues no sabía si más tarde
empezarían a llover baúles de grueso calibre. Cuando
el ejército y los esbirros empezaron a llegar con sus
medallas apresuradamente prendidas sobre sus piyamas y
con los pantalones caídos, me arrastré al amparo
acogedor de un platanar. Permanecí allí una hora, al
cabo de la cual se había calmado la excitación y
desaparecido la multitud. Y entonces, mi querido
Goodwin, perdóneme, lo vi regresar cautelosamente y
coger del naranjo la madura y sabrosa valija. Lo seguí
y vi que la llevaba a su propia casa. Una cosecha de
cien mil dólares de un solo naranjo, en una temporada,
quiebra todos los récords de producción en la industria
frutícola.

“Siendo todavía un caballero en aquel entonces,


no le dije, naturalmente, una palabra a nadie sobre
este incidente. Pero esta mañana fui echado a patadas
de un bar, mi código de honor está demasiado gastado
en los codos y vendería el libro de oraciones de mi
madre por tres dedos de aguardiente. No aprieto
demasiado los tornillos. Creo que valgo bien los mil
para usted por contar que dormí ininterrumpidamente

159
sobre la hamaca aquella noche, sin despertar ni ver
nada.

Goodwin abrió dos cartas más e hizo sobre ellas


apuntes a lápiz. Luego llamó: “¡Manuel!”, a su
secretario, que acudió ágilmente.

-¿Cuándo zarpa el “Ariel”? -preguntó Goodwin.

-Esta tarde a las tres, señor -contestó el


muchacho-. Se marcha a Punta Soledad a completar un
cargamento de frutas. De allí se dirige a Nueva Orleáns
sin hacer escala.

-¡Bueno! -dijo Goodwin-. Estas cartas pueden


esperar un poco más.

El secretario regresó a fumar bajo el mango.

-En números redondos -pronunció Goodwin


enfrentándose francamente con Blythe-, ¿cuánto debe en
el pueblo, sin incluir las sumas que me ha pedido
prestadas a mí?

-Quinietos…, aproximadamente -contestó Blythe con


ligereza.

-Vaya al pueblo y haga el cálculo de sus deudas -


le dijo Goodwin-. Regrese dentro de dos horas y mandaré
a Manuel con el dinero para que las cancele. También
tendré listo para usted un traje decente. Se embarcará
a las tres en el “Ariel”. Manuel lo acompañará a bordo.
Allí le entregará mil dólares en billetes. Supongo que
no habrá necesidad de estipular lo que espero de usted
en cambio.

-¡Oh!, comprendo perfectamente -exclamó Blythe


con soltura-. Estuve todo el tiempo dormido en la
hamaca bajo el naranjo de Madama Ortiz y desaparezco
de Coralio para siempre. Jugaré limpio. Se acabó el
loto para mí. Su proposición me conviene. Es usted un

160
buen tipo, Goodwin, y no lo molestaré más. No pondré
ningún obstáculo. Pero en este momento… tengo una sed
endemoniada, viejo…

-Ni un centavo -interrumpió Goodwin con firmeza-


, hasta que se encuentre a bordo del “Ariel”. Si le
diera algo ahora, estaría borracho antes de media hora.

Pero en seguida observó los ojos congestionados,


el cuerpo fláccido, las manos temblorosas de Belcebú.
Entró al comedor por una ventana baja y regresó con
una copa y un frasco de coñac.

-Vamos, tonifíquese antes de partir -le propuso


como un hombre que atendiera a un amigo.

Brillaron los ojos de Belcebú Blythe a la vista


del alivio que su alma anhelaba ardientemente. Aquel
día, por primera vez, a sus nervios envenenados se les
había negado la dosis fortificante y se hacían
presentes por medio de una creciente tortura. Cogió el
frasco y su gollete de cristal tintineó al golpear el
vaso que se irguió y la sostuvo un momento en alto.
Durante un corto instante su cabeza emergió de las olas
sofocantes de su abismo. Hizo a Goodwin un airoso
brindis, levantó la copa repleta y murmuró el “salud”
que los hombres acostumbraban pronunciar antaño en su
Paraíso perdido. Pero de pronto, con tal violencia que
derramó el coñac sobre su mano, dejó la copa sin mojar
siquiera los labios.

-Dentro de dos horas -murmuraron sus labios


resecos a Goodwin, mientras bajaba la escalera y volvía
el rostro hacia la población.

Al llegar al límite del platanar Belcebú se detuvo


y con gesto brusco apretó su cinturón pasando la púa
de la hebilla a otro ojal.

161
-No pude -explicó febrilmente a la agitada fronda
del platanar-. Lo intenté, pero no pude. Un caballero
no bebe con el hombre a quien ha extorsionado.

ZAPATOS

John de Graffenreid Atwood ingirió el loto con la


flor, el tallo y la raíz. El trópico lo devoró. Se
entregó entusiastamente a su tarea que consistía en
olvidar a Rosine.

Aquellos que se alimentan del loto, rara vez lo


consumen solo. Lo acompaña una salsa au diable y son
destiladores los chefs que lo preparan. Y sobre el menú
de Johnny se leía: “Coñac”. Con una botella entre
ellos, él y Billy Keogh se instalaban por la noche en
el portal del pequeño consulado y cantaban a voz en
vos, deslizándose presurosos, escogían un hombro
murmurando acerca de los “americanos diablos” 1.

Un día, el mozo de Johnny le llevó el correo,


depositándolo ruidosamente sobre la mesa. Johnny se
inclinó desde la hamaca y palpó cuatro o cinco cartas
con indolencia. Sentado sobre el borde de la mesa,
Keogh cortaba perezosamente con una navaja las patas a
un ciempiés que se arrastraba entre los artículos de
escritorio. Johnny pasaba por aquella fase del bebedor
en que todo tiene un sabor amargo.

-¡Lo mismo de siempre! -se lamentó-. Imbéciles que


piden informaciones del país. Quieren saber cuanto a
la industria frutera se refiere y que se les comunique
la manera de ganar una fortuna sin trabajar. La mayoría
ni siquiera envía las estampillas para que se les

1 En español en el original.

162
responda. Creen que un cónsul no tiene nada que hacer
sino escribir cartas. Ábreme ésta, viejo, y dime qué
desea. Me siento demasiado desalentado para moverme.

Keogh, aclimatado más allá de toda posibilidad de


mal humor, acercó una silla a la mesa, con expresión
de sonriente condescendencia en su rostro rosado, y
empezó a abrir las cartas. Cuatro correspondían a
ciudadanos norteamericanos de distintos puntos del
país, que, al parecer, consideraban al cónsul en
Coralio una especie de enciclopedia informativa. Le
enviaban largos cuestionarios, numéricamente
ordenados, inquiriendo sobre el clima, los productos,
las posibilidades comerciales, las leyes y
estadísticas del país ante el cual el cónsul tenía el
honor de representar a su propio gobierno.

-Contéstales, Billy, por favor -dijo el inerte


funcionario-. Indícales en cuatro palabras que se
dirijan al departamento consular. Diles que el
Ministerio tendrá el mayor gusto en facilitarles su s
joyas literarias. Firma con mi nombre. Procura no
raspar con la pluma, Billy; el ruido no me dejaría
dormir.

-No ronques -rogó Keogh amablemente-, y haré tu


trabajo. En realidad, necesitas todo un equipo de
ayudantes. No veo cómo puedas emitir algún día un
informe. ¡Despierta un momento! Aquí hay otra y es de
tu ciudad natal, Dalesburg.

-¿Es posible? -preguntó Johnny manifestando


cortésmente un leve interés-. ¿De qué se trata?

-Es del jefe de correos -explicó Keogh-. Dice que


un individuo de tu ciudad desea que lo informes y
aconsejes. Dice que este hombre se propone venir aquí
a abrir una zapatería. Quiere saber si te parece un

163
buen negocio. Dice que le han informado de la bonanza
que reina aquí y quiere aprovechar al momento.

No obstante, el calor y su mal humor, la hamaca


de Johnny comenzó a balancearse a impulsos de la risa.
Keogh rió también, y el mono regalón, sentado en la
repisa superior del estante, celebró con chillona
simpatía la burlona acogida a la carta de Dalesburg.

-¡Por los clavos de Cristo! -exclamó el cónsul-.


¡Una zapatería! ¿Qué irán a preguntar después? Una
fábrica de abrigos, me imagino. Dime, Billy, de
nuestros 3,000 ciudadanos, ¿cuántos crees tú que han
calzado zapatos en su vida?

Keogh se sumió en honda meditación.

-Déjame pensar… Tú y yo, para empezar…

-Yo no -protestó rápido e incorrectamente Johnny,


levantando un pie enfundado en un despreciable zapato
de gamuza-. Hace meses que dejé de ser víctima del
calzado.

-Pero, de todos modos, lo tienes -continuó Keogh-


. Están, además, Goodwin y Blanchard, Geddie, el viejo
Lutz, el doctor Gregg, el italiano agente de la
compañía platanera, y el viejo Delgado…, no, éste usa
sandalias. Y…, ¡ah!, sí, Madama Ortiz, la del hotel,
que la otra noche llevaba un par de zapatillas rojas
en el baile1. Y Miss Pasa, su hija, que se educó en un
colegio en Norteamérica y adquirió ciertas nociones de
civilización en cuanto a calzado se refiere. Y la
hermana del comandante, que usa zapatos los días de
fiesta… Y la señora Geddie, que los luce bien con su
lindo pie de alto empeine español…; eso es todo en las
damas. Veamos… ¿Algunos soldados en el cuartel?...
Aunque no puede ser, pues sólo les permiten calzar en

1 En español en el original.

164
maniobras. En los barracones sacan los piecitos a
pastar.

-Bien calculado -aprobó el cónsul-. No pasan de


veinte, en 3,000, los que han sentido la caricia del
cuero en sus miembros ambulatorios. Por supuesto,
Coralio es la ciudad indicada para un comerciante en
calzado con espíritu de iniciativa…, y que no quiera
separarse de su mercadería. ¿Se estará burlando de mi
el viejo Patterson? Siempre estaba dispuesto a prodigar
lo que él llamaba sus bromas. Escríbele, Billy. Yo
dictaré. Vamos a responder a su burla con otra.

Keogh mojó la pluma y escribió lo que Johnny


dictó. Con muchas pausas impregnadas del humo de los
cigarrillos y múltiples idas y venidas de copas y
botellas, se dio término a la siguiente respuesta a la
comunicación de Dalesburg:

Mr. Obadiah Patterson


Dalesburg, Ala.

Muy señor mío:

En respuesta de su estimada del 2 de julio, tengo


el honor de informarle que, según mi opinión, no existe
un lugar en el mundo habitado que presente una prueba
más evidente de la necesidad de una buena zapatería
que esta ciudad de Coralio. Hay aquí una población de
3,000 almas y ni una sola zapatería. Es una situació n
que habla por sí sola. Esta costa se convierte a ojos
vista en la meta de los más emprendedores hombres de
negocios, pero el ramo del calzado ha sido penosamente
despreciado o descuidado. En efecto, existe un número
considerable de ciudadanos aquí que no poseen zapatos.

Además de la necesidad antes citada, se observa


también la apremiante urgencia de instalar una
destilería, fundar un colegio de matemáticas

165
superiores, una estación carbonera y un guiñol limpio
y de tendencias intelectuales.

Tengo el honor de ponerme a sus órdenes.

S.S., John de Graffenreid Atwood., U. S., cónsul


en Coralio.

P. D. ¡Hello!, tío Obadiah. ¿Cómo están en el


pueblo? ¿Qué haría el gobierno sin ti y sin mí? Pronto
te mandaré un papagayo de cabeza verde y un racimo de
plátanos. Tu viejo amigo

JOHNNY.

-Le agregó la postdata para que el tío Obadiah no


se ofenda por el tono oficial de la carta -explicó el
cónsul-. Ahora, Billy, prepara la correspondencia y
manda a Pancho que la lleve al correo. El “Ariel” se
la llevará mañana, si termina hoy de cargar la fruta.

Jamás variaba el programa nocturno en Coralio. Las


diversiones de la población eran soporíferas y
apáticas. La gente se paseaba descalza y sin rumbo,
fumando cigarros o cigarrillos. Cuando se miraba hacia
las calles escasamente iluminadas, creía uno ver una
vasta multitud de fantasmas pardos mezclados a una
procesión de locas luciérnagas. En algunas casas el
rasgueo lúgubre de las guitarras agregaba pesadumbre a
la “triste”1 noche. Ranas gigantescas croaban en los
árboles tan sonoramente como las castañuelas en una
banda de músicos ambulantes. A las nueve las calles ya
estaban casi desiertas.

Ni siquiera en el consulado se producían grandes


cambios de programa. Keogh acudía allí todas las

1 En español en el original.

166
noches, pues el único sitio fresco en Coralio era la
galería sobre el mar de aquella residencia oficial.

El coñac tenía papel preponderante en estas


reuniones y antes de la medianoche el corazón del
autoexpatriado cónsul comenzaba a rebosar de
sentimentalismo. Entonces refería a Keogh la historia
de su desgraciado amor. Todas las noches éste escuchaba
pacientemente el relato y lo consolaba con incansable
tolerancia.

-Pero no creas por un instante que estoy sufriendo


por esa muchacha, Billy -terminaba Johnny
invariablemente su lamentosa narración-. La he
olvidado por completo. Si en este momento entrara por
esa puerta, mi pulso no se aceleraría en los más
mínimo. Esto terminó hace mucho tiempo.

-¿Acaso no lo sé? -respondía Keogh-. Por supuesto,


la has olvidado. Es lo mejor. No estaba bien eso de
que ella prestara oído a las cosas que de ti decía…
este… Dink Pawson.

-Pink Dawson -y en el tono de Johnny se percibía


un formidable desprecio-. ¡Pobre diablo blanco! Eso es
lo que era. Sin embargo, poseía quinientos acres de
tierra vegetal, y eso cuenta. Tal vez algún día pueda
volver a competir con él. Los Dawson eran unos
desconocidos. En cambio, todo Alabama conoce a los
Atwood. Billy, ¿te he contado alguna vez que mi madre
era una de Graffenreid?

-Vamos, no me lo habías dicho -exclamaba Keogh-.


¿Es posible?

Esto lo había oído ya unas cien veces.

-Es la verdad. De los De Graffenreid de Hancock


County. Pero ya no me preocupa esa muchacha, Billy,
¿no te parece?

167
-Ya lo creo, hombre -eran las últimas palabras que
escuchaba el vencedor de Cupido.

En ese punto Johnny comenzaba a dormitar y Keogh


se marchaba despaciosamente a su cabaña bajo el
calabazo junto a la plaza.

Al cabo de uno o dos días, la carta del jefe de


correos de Dalesburg había sido olvidada por los
desterrados de Coralio. Pero el día 26 de julio lo s
frutos de la respuesta aparecieron en el árbol de los
acontecimientos.

El “Andador”, un barco frutero que hacía escala


regularmente en Coralio, entró y echó anclas en la
bahía. La playa estaba llena de espectadores cuando el
doctor y los funcionarios de la aduana partieron a
cumplir con sus obligaciones.

Una hora más tarde, Billy Keogh se presentó en el


consulado, limpio y fresco en su ropa de lino sonriendo
como un tiburón satisfecho.

-Adivina -dijo a Johnny, que yacía tendido en la


hamaca.

-Hace demasiado calor para adivinar -contestó éste


con pereza.

-Acaba de llegar tu zapatero -dijo Keogh,


saboreando la noticia-, con un cargamento de
mercaderías suficiente para proveer a las necesidades
del continente hasta la misma Tierra de Fuego. Están
trasladando ahora sus cajones a la aduana. Ya han
descargado seis lanchones y han vuelto a buscar el
resto. ¡Oh! ¡Santos del cielo! ¡Que linda función nos
espera cuando se dé cuenta de la broma y tenga una
entrevista con el señor cónsul! Me sentiré compensado
de mis nueve años de trópico con sólo presenciar este
feliz encuentro.

168
A Keogh le gustaba disfrutar cómodamente de su
alegría. Escogió un sitio limpio de la estera y se
tendió en el suelo. Sus carcajadas hacían temblar las
paredes. Johnny se dio vuelta y pestañeó.

-¡No me digas que ha habido un idiota que ha tomado


en serio esa carta! -exclamó.

-¡Cuatro mil dólares de mercadería! -articuló


Keogh, en el colmo del júbilo-. ¿Has oído hablar de
llevar carbón a Newcastle? ¿Por qué no llevó abanicos
de palma a Spitzberg cuando fue allá? Vi al viejo avaro
en la playa. Hubiera querido que lo vieses cuando se
puso los anteojos y pasó revista a los quinientos o
más ciudadanos desnudos que lo rodeaban.

-¿Me estás diciendo la verdad, Billy? -preguntó,


desfallecido, el cónsul.

-¿La verdad? Deberías echarle una mirada a la hija


que el burlado caballero ha traído consigo. ¡Qué
belleza! Las cenicientas señoritas del lugar parecen
muñecas de alquitrán a su lado.

-Continúa, ya que no puedes dominar tu asnal


expansión -dijo Johnny-. Me desagrada ver a un hombre
convertirse en una hiena reidora.

-Se llama Hemstetter -prosiguió Keogh-. Es… ¡Eh!


¿Qué te pasa ahora?

Los enzapatillados pies de Johnny golpearon


ruidosamente el suelo al saltar éste de la hamaca.

-Levántate, idiota -ordenó con gravedad-, o te


rompo el cráneo con este tintero. Es Rosine con su
padre. ¡Dios mío! ¡Qué viejo chocho imbécil es
Paterson! Levántate, Billy Keogh, y ayúdame. ¿Qué
diablos vamos a hacer? ¿Se ha vuelto loco todo el
mundo?

169
Keogh se levantó y se sacudió. Con gran esfuerzo
logró adoptar una actitud decorosa.

-Hay que afrontar la situación, Johnny -dijo, con


cierto aplomo en su seriedad-. No se me ocurrió que
pudiera ser tu muchacha hasta que lo dijiste. Lo
primero que hay que hacer es buscarles un alojamiento
decente. Anda tú y recibe a los huéspedes. Yo iré de
un trote donde Goodwin, y veré si la señora Goodwin
consiente en hospedarlos. Ellos tienen la mejor casa
del pueblo.

-¡Bendito seas, Billy! -exclamó el cónsul-. Ya


sabía que no me abandonarías. La catástrofe tiene que
producirse; pero por lo menos podremos postergarla uno
o dos días.

Keogh cogió su sombrilla y se dirigió a la casa


de Goodwin. Johnny se puso la chaqueta y el sombrero.
Echó mano a la botella de coñac, pero en seguida la
dejó sin beber y se encaminó resueltamente a la playa.

A la sombra del edificio de la aduana encontró a


Mr. Hemstetter y Rosine, rodeados de una multitud de
boquiabiertos ciudadanos. Los funcionarios de aduana
se agitaban de un lado a otro y escribían, mientras el
capitán del “andador” servía de intérprete a los recién
llegados. Rosine parecía en perfecta salud y rebosante
de vitalidad. Con alegre interés observaba la escena a
su alrededor. Un leve rubor tiñó sus mejillas redondas
al saludar a su antiguo admirador. Mr. Hemstetter dio
un cordial apretón de manos a Johnny. Era un hombre de
cierta edad; iluso incorregible, pertenecía a esa
abundante clase de errabundos comerciantes, que
siempre están descontentos y eternamente buscan un
cambio.

-Me alegro mucho de verlo, John. ¿Me permite que


lo llame John? -dijo-. Deseo agradecerle su pronta

170
respuesta a la consulta que le hiciera el jefe de
correos. Él se ofreció para escribir por mí. Yo buscaba
alguna forma nueva de negocios en que las ganancias
fueran mayores. Había observado en los periódicos que
esta costa ha merecido la atención de muchos
capitalistas. Le estoy sumamente agradecido por el
consejo que me dio. He vendido cuanto tenía e invertí
todo en un stock del mejor calzado que puede adquirirse
en el Norte. Me parece ésta una ciudad bien pintoresca,
John. Espero que los negocios sean tan buenos como me
lo permitieron imaginar los términos de su carta.

La agonía de Johnny fue aliviada por la llegada


de Keogh, quien se apresuraba a regresar con la noticia
de que la señora Goodwin tendría el mayor gusto en
alojar al señor Hemstetter y su hija. Así, pues, el
señor Hemstetter y Rosine fueron inmediatamente
conducidos allá y dejados solos para que se repusieran
de las fatigas del viaje, mientras Johnny se preocupaba
de que los cajones fueran colocados en lugar seguro,
en las bodegas de la aduana, en espera de la inspección
reglamentaria. Keogh, sonriendo como un tiburón,
anduvo de un lado a otro buscando a Goodwin para
prevenirle de que no advirtiera a Hemstetter el
verdadero estado de Coralio como mercado para el
calzado, hasta que a Johnny se le diera oportunidad de
arreglar la situación, siempre que tal cosa fuera
posible.

Esa noche, el cónsul y Keogh sostuvieron un


desesperado conciliábulo en el fresco portal del
consulado.

-Hazlos regresar -empezó Keogh, leyendo en el


pensamiento de Johnny.

-Lo haría -dijo Johnny, al cabo de un corto


silencio-; pero te he mentido, Keogh.

171
-No tienes necesidad de decírmelo -contestó Billy,
con benevolencia.

-Te he dicho miles de veces que había olvidado a


esa muchacha, ¿no es así? -dijo Johnny, lentamente.

-Unas tres mil ciento setenta y cinco veces -


declaró el monumento de paciencia.

-Mentía -repitió el cónsul-. Mentía cada vez… no


dejé jamás de pensar en ella. Fui un asno testarudo al
marcharme así sólo porque una vez me dijo no. Y fui un
estúpido orgulloso al no regresar. Conversé un momento
con Rosine esta tarde, donde Goodwin. Y descubrí algo.
¿Recuerdas aquel granjero que andaba siempre tras ella?

-¿Dink Pawson? -preguntó Keogh.

-Pink Dawson. Bueno, a ella no le importaba nada.


Me dijo que jampas creyó en las cosas que él le contó
de mí. Pero ahora estoy en un callejón sin salida,
Billy. Esa carta estúpida terminó con cuanta esperanza
pudiera concebir. Me despreciará cuando sepa que su
anciano padre ha sido víctima de una broma que un
colegial decente no se habría atrevido a hacer.
¡Zapatos! Vamos, si no podrá vender veinte pares en
Coralio aunque permanezca veinte años aquí. Ponle un
par de zapatos a uno de estos caribes, ¿y qué hará?
Pararse sobre las manos y patalear hasta que se los
haya sacado. Ninguno ha usado zapatos en su vida, ni
los usará. Si los hago regresar ahora, tendré que
confesarlo todo, ¿y qué pensará ella de mí? Quiero a
esa muchacha más que nunca, Billy, y ahora que la tengo
a mi alcance la pierdo para siempre, porque quise hacer
un chiste gracioso cuando el termómetro marcaba 102.

-No te dejes vencer -aconsejó el optimista Keogh-


. Déjalos abrir la tienda. Yo me preocuparé del asunto
esta tarde. De cualquier modo, podremos provocar una
fiebre en el mercado del calzado, aunque sea por un

172
tiempo. Yo compraré seis pares de zapatos apenas se
abran las puertas. He ido a visitar a todos los amigos
y les he explicado la catástrofe. Todos comprarán
zapatos como si fueran ciempiés. Frank Goodwin comprará
en lotes, por cajones. Los Geddies se suscriben a once
pares entre ambos. Clancy invertirá las economías de
varias semanas, y hasta el viejo doctor Gregg quiere
tres pares de zapatillas de cocodrilo, siempre que
tengan su numeración. Blanchard vio a Miss Hemstetter,
y, como es francés, no creo que compre menos de una
docena.

-¡Una docena de clientes para un cargamento de


zapatos por valor de cuatro mil dólares! -exclamó
Johnny-. No servirá de nada. Es éste un problema
demasiado grande que solucionar. Vete a casa, Billy, y
déjame. Tengo que imaginar algo solo. Llévate esa
botella de Tres Estrellas… No, señor, ni una gota más
de licor para el cónsul de los Estados Unidos. Me
quedaré sentado aquí hasta que agote el tema. Si el
asunto tiene un solo punto débil que atacar, lo he de
coger por ahí. Si no lo tiene, el trópico podrá contar
con otro fracasado a su haber.

Keogh se marchó, comprendiendo que su presencia


no servía de nada. Johnny colocó un puñado de cigarros
sobre una mesa y se tendió sobre una silla de lona.
Cuando la violenta luz del día plateó las suaves ondas
de la bahía, él estaba todavía allí. Sólo entonces se
levantó, silbando una melodía, y fue a bañarse. A las
nueve se dirigió a la mísera oficina de telégrafos y
permaneció media hora inclinado sobre una hoja de
papel. Resultado de su aplicación fue el siguiente
mensaje, que firmó y transmitió con un costo de 33
dólares.

Pinkney Dawson.
Dalesburg, Ala.

173
Envío giro cien dólares próximo correo, Mándeme
inmediatamente quinientas libras de almendruco seco y
duro. Nueva aplicación aquí en industria. Precio
mercado veinte céntimos libra. Próximos pedidos igual.
Urgente.

BARCOS

Antes de una semana se había preparado un local


adecuado en la calle Grande y colocado en las repisas
el stock de calzado de Mr. Hemstetter. El alquiler de
la tienda era moderado, y la mercadería presentaba un
lindo aspecto en sus pulcras cajitas blancas
atractivamente dispuestas.

Los amigos de Johnny lo acompañaban con lealtad.


El primer día, Keogh entraba a la tienda, con gesto
distraído y despreocupado, una vez por hora, y compraba
zapatos. Después de adquirir un par de hormas,
borceguíes, botines de gamuza, zapatos rebajados de
cabritilla, zapatillas de baile, botas de goma, cueros
de distintos colores, zapatos de tenis y zapatillas
floreadas, fue en busca de Johnny para que lo informara
sobre el nombre de otros calzados, en previsión de
futuras adquisiciones. Los otros residentes ingleses
representaban noblemente su papel, comprando a menudo
y con liberalidad. Keogh era el mariscal de jornada, y
distribuía la clientela, de manera que así mantuvo
varios días una conveniente actividad comercial en la
tienda.

Mr. Hemstetter se sentía satisfecho por el giro


del negocio hasta la fecha; pero manifestó su sorpresa
ante la resistencia de los nativos para acudir a
proveerse.

174
-¡Oh!, son sumamente tímidos -explicó Johnny,
enjugándose nerviosamente la frente-. Pronto se
acostumbrarán. Y cuando vengan, acudirán en tropel.

Una tarde, Keogh llegó sorpresivamente a la


oficina del cónsul, mascando meditabundo la punta de
un cigarro apagado.

-¿Te queda alguna carta por jugar? -preguntó a


Johnny-. Si es así, más vale que la muestres pronto.
Si puedes pedir el sombrero a algún amable espectador
y hacer surgir de él una nutrida clientela para una
zapatería vacía, hazlo pronto, que ya es tiempo. Los
muchachos ya están provistos de zapatos para diez años
y en la tienda sólo se practica el dolce far niente.
Acabo de pasar por ahí. Tu venerable víctima estaba
parada en la puerta observando a través de sus gafas
los pies desnudos que pasaban junto a su almacén. Estos
nativos tienen un auténtico temperamento artístico. Yo
y Clancy tomamos dieciocho daguerrotipos esta mañana
en dos horas. En cambio, no se ha vendido más que un
par de zapatos en el día. Blanchard fue allá y compró
un par de zapatillas forradas en piel, porque creyó
ver entrar a la tienda a Miss Hemstetter. Más tarde lo
vi lanzar las mismas zapatillas a la laguna.

-Mañana o pasado llega un barco frutero -contestó


Johnny-. No podemos hacer nada hasta entonces.

-¿Qué intentas hacer? ¿Crear una demanda?

-Decididamente la economía política no es tu


fuerte -declaró con altanería el cónsul-. No se puede
crear una demanda. Pero se puede crear la necesidad de
una demanda. Eso es lo que voy a hacer.

Dos semanas después que el cónsul envió su


cablegrama, un barco frutero le llevó un inmenso y
misterioso paquete de desconocido contenido. Las
influencias de Johnny en la aduana fueron lo bastante

175
poderosas para permitirle sacar la mercadería sin
someterla a la inspección habitual. Hizo trasladar el
bulto al consulado, donde silenciosamente lo colocó en
un cuarto interior.

Esa noche rasgó una punta del paquete y sacó un


puñado de almendrucos. Lo examinó con el cuidado con
que un guerrero inspecciona sus armas antes de entrar
al combate por su vida y su dama. Los almendrucos eran
el producto maduro de la cosecha de agosto, duros como
avellanas y erizados de espinas rígidas y afiladas como
agujas. Johnny silbó suavemente una melodía y salió en
busca de Keogh.

Ya avanzada la noche, cuando todo Coralio yacía


sumido en profundo sueño, él y Keogh salieron a las
calles desiertas con las chaquetas infladas como
globos. Recorrieron arriba y abajo la calle Grande,
sembrando cuidadosamente de almendrucos la arena, a lo
largo de las estrechas veredas, cada palmo de hierba
entre las casas silenciosas. Y luego avanzaron hacia
las calles laterales y los pasajes sin omitir ninguno.
No olvidaron lugar donde pudiera posarse pie de hombre,
mujer o niño. Muchos viajes hicieron hacia y desde la
espinosa encomienda. Y sólo al amanecer se tendieron a
descansar apaciblemente, tal como los grandes
generales después de planear la victoria según una
táctica cuidadosa y de probada eficacia. Y se durmieron
con la seguridad de haber sembrado con la habilidad de
Satanás al propagar la cizaña y con la perseverancia
de Pablo en plantar.

A la salida del sol llegaban los proveedores de


frutas y carnes y arreglaban sus mercaderías dentro y
alrededor del pequeño mercado. A un extremo de la
población, junto a la playa, se encontraba el mercado,
y la siembra de ballicos no había alcanzado hasta allá.
Los vendedores esperaron hasta muy pasada la hora en

176
que habitualmente empezaban las ventas. Pero nadie
llegó. “¿Qué hay?1, comenzaron todos a preguntarse.

A la hora acostumbrada, de todas las chozas de


adobe y palmas, de las cabañas techadas de paja y de
los sembrados patios, empezaron a deslizarse mujeres:
mujeres negras, morenas y amarillo limón, mujeres
pardas, ocres y leonadas. Eran las duelas de casa que
salían en busca de la provisión diaria de casabe,
plátanos, tortillas. Escotadas, con los brazos y los
pies desnudos, con una sola falda larga por toda
indumentaria, impávidas y con los ojos bovinos,
emergían de las puertas y avanzaban por los estrechos
senderos o por sobre la hierba de las calles.

Las primeras en salir prorrumpieron en extraños


chillidos y levantaron bruscamente un pie. Otro paso,
y se sentaron, lanzando agudos gritos de alarma, para
sacarse de los pies aquellos desconocidos y dolorosos
insectos que las picaban. “¡Qué diablos picadores!” 2
se gritaban unas a otras a través de las estrechas
callejuelas. Algunas intentaban avanzar por la hierba
abandonando los senderos, pero allí también las picaban
y clavaban aquellas extrañas bolitas espinudas. Se
desplomaban entonces sobre la hierba y agregaban sus
quejas a las de sus hermanas en los arenosos caminos.
Por toda la ciudad se escuchaba el clamor de las
lamentaciones femeninas. Los vendedores del mercado
continuaban preguntándose por qué no llegaban los
clientes.

Luego salieron los hombres, amos y señores del


mundo. Y ellos también empezaron a saltar, a danzar, a
cojear y a blasfemar. Se quedaban atónitos y
anonadados, o se inclinaban a recoger la plaga que los
atacaba en sus pies y tobillos. Algunos proclamaban en

1 En español en el original.
2 En español en el original.

177
voz alta que aquella era una peste de arañas venenosas
de una especie desconocida.

Por último, los niños salieron corriendo a sus


juegos matinales. Y al clamor se unieron entonces los
gritos de los chavales pinchados y la infancia
almendrucada. A medida que el día avanzaba, crecía el
número de las víctimas.

Doña María Castillas y Buenaventura de las Casas


salió de su noble puerta, como era su diaria costumbre,
para comprar el pan fresco en la panadería que se
encontraba al otro lado de la calle. Vestía una falda
amarilla de raso floreado, una blusa de batista con
vuelos y una mantilla púrpura procedente de los telares
de España. Sus pies, ¡ay!, iban descalzos. Su porte
era majestuoso, pues, ¿acaso no eran hidalgos de Aragón
sus antepasados? Tres pasos dió por la aterciopelada
hierba y posó su aristocrática planta sobre un puñado
de los almendrucos de Johnny. Doña María Castillas y
Buenaventura de las Casas emitió un alarido semejante
al de un gato montés. Cayendo de bruces sobre manos y
rodillas, ¡ay!, como un animal salvaje, regresó
gateando a su noble umbral.

El señor don Ildefonso Federico Valdazar, juez de


paz, con 280 libras de peso, intentó trasladar su
voluminosa humanidad a la pulpería de la esquina con
la intención de calmar su sed matinal. El primer
contacto de su pie descalzo en la hierba fresca dio de
plano en una mina oculta. Don Ildefonso se derrumbó
como una catedral desplomada, gritando que había sido
mordido por un mortífero escorpión. Por todos lados se
veía a los descalzos ciudadanos saltando, tropezando,
cojeando y arrancándose de los pies los venenosos
insectos que en una noche los habían invadido.

El primero en discurrir el remedio a la enfermedad


fue Esteban Delgado, el peluquero, hombre viaja do y

178
culto. Sentado sobre una piedra, se sacaba los
almendrucos y peroraba.

-¡Mirad, amigos, estos bichos del diablo! Los


conozco perfectamente. Vuelan por el cielo en bandadas
como las palomas. Estos son los muertos que han caído
por la noche. En Yucatán loe he visto grandes, del
tamaño de una naranja. Sí. Allí silban como serpientes
y tienen alas como de murciélagos. ¡Son zapatos,
zapatos, lo que necesitamos! “¡Zapatos, zapatos, para
mí!”1.

Esteban se dirigió cojeando a la tienda de Mr.


Hemstetter y compró zapatos. Al salir de allí se paseó
ufano e impunemente por las calles, blasfemando en voz
alta contra los bichos del diablo. Las demás víctimas
se sentaron o pararon en un pie para observar al inmune
peluquero. Hombres, mujeres y niños adoptaron su grito
de guerra: ”¡Zapatos, zapatos!”2.

Se había creado el motivo de la demanda. La


demanda se produjo. Ese día Mr. Hemstetter vendió
trescientos pares de zapatos.

-Es realmente asombroso como progresa el negocio


-dijo a Johnny, que se presentó esa noche para ayudarlo
a ordenar la mercadería-. Ayer no vendí más que tres
pares.

-Ya le había dicho que todo estaba en que


comenzaran a comprar y que luego se arrebatarían el
calzado -respondió el cónsul.

-Creo que haría bien en encargar unos doce cajones


más de mercadería para mantener el surtido -observó
Mr. Hemstetter, radiante la mirada tras el cristal de
las gafas.

1 En español en el original.
2 En español en el original.

179
-En su lugar yo no haría nuevos pedidos todavía -
aconsejó Johnny-. Espere hasta que se estabilicen las
ventas.

Todas las noches, Johnny y Keogh sembraban los


almendrucos, que al día siguiente germinaban en
dólares. Al cabo de diez días se habían liquidado dos
tercios del stock de calzado, pero la provisión de
almendrucos estaba agotada. Johnny cablegrafió a Pink
Dawson pidiéndole otras 500 libras, pagándoselas a 20
céntimos, como en el pedido anterior. Mr. Hemstetter
compuso cuidadosamente una orden, por 1,500 dólares,
en calzado, a las firmas del Norte. Johnny merodeó por
la tienda hasta que este documento estuvo pronto a ser
expedido y se las arregló para destruirlo antes de que
llegara al correo.

Esa noche condujo a Rosine bajo el árbol del mango


junto a la casa de Goodwin y le confesó todo. Ella lo
miró a los ojos y dijo:

-Es usted un mal hombre. Mi padre y yo


regresaremos a la patria. ¿Dice usted que fue una
broma? Me parece, al contrario, que es algo muy serio.

Pero al cabo de media hora de discusión, la charla


se deslizó hacia temas diferentes. Ambos opinaban sobre
los méritos respectivos del papel azul pálido y rosado
con que decorarían la vieja mansión colonial de los
Atwood, en Dalesburg, después de la boda.

A la mañana siguiente, Johnny hizo confesión a Mr.


Hemstetter. El comerciante en calzado se colocó los
anteojos y pronunció:

-Me parece usted joven sumamente bribón. Si no


hubiese conducido esta empresa con el mejor tino
comercial, todo mi cargamento de mercaderías habría
resultado un fracaso. Veamos ahora, ¿cómo cree usted
que podríamos liquidar lo que queda?

180
Apenas llegó la segunda encomienda de almendrucos,
Johnny se embarcó con ella y el resto del calzado con
rumbo a Alazán.

Allí, en la misma forma nocturna y diabólica,


repitió su triunfo y regresó con una cartera llena de
dinero y sin siquiera un cordón de zapato.

En seguida suplicó a su gran Tío de la flotante


barbilla y la chaqueta estrellada que aceptara su
renuncia, pues ya el loto no lo atraía. En cambio,
suspiraba por los berros y las espinacas de Dalesburg.

Se ofrecieron y fueron aceptados los servicios del


señor William Terence Keogh como cónsul activo, pro
tem., y Johnny se embarcó con los Hemstetter rumbo a
la tierra natal.

Keogh ocupó el cargo ad honorem del consulado


norteamericano con el aplomo y la desenvoltura que
jamás lo abandonaban, ni en tan altos lugares. El
taller de fotografías se convertiría pronto en algo
pretérito, aunque su obra nefasta en el apacible e
indefenso continente español no hubiera de borrarse
jamás. Los inquietos socios se disponían a partir una
vez más en nuevas exploraciones a la vanguardia de los
lentos caminos de la fortuna. Pero ahora seguirían
rutas diferentes. Se oían rumores de una prometedora
revuelta en el Perú, y hacia allá dirigiría sus pasos
el marcial Clancy. En cuanto a Keogh, proyectaba in
mente y sobre hojas de papel con el timbre del
Gobierno, un plan que reduciría a su más mínima
expresión el arte de desfigurar la fisonomía humana
sobre las planchas fotográficas.

-Lo que a mí me agrada en cuestiones de negocios


-solía decir Keogh- es algo matizado y pintoresco, que
parezca tener una más vasta proyección de la que en
realidad tiene…, algo en el estilo de un noble oficio

181
que no haya sido lo suficientemente explotado como para
que lo enseñen por correo las escuelas por
correspondencia. Tomo el camino más largo, pero me
gusta, por lo menos, asegurarme tantas probabilidades
de triunfar como el hombre que pretende aprender poker
en un transatlántico o se presenta como candidato a
gobernador de Yejas sostenido por el Partido
Republicano. Y cuando recojo las ganancias, no me gusta
encontrar el dinero de viudas y huérfanos en el montón.

La verde hierba del globo terráqueo era el tapete


sobre el cual jugaba Keogh. Y los juegos en que se
entretenía eran de su propia invención. No era un
ardoroso desenterrador del escurridizo dólar. Tampoco
le agradaba perseguirlo al son de cuernos y jaurías.
Más bien le agradaba seducirlo con magníficas y
brillantes moscas de su propia fabricación, en las
aguas de exóticos riachuelos. Sin embargo, Keogh poseía
un auténtico talento comercial, y sus planes, no
obstante su extravagancia, revelaban siempre una
organización tan sólida como los planos de un ingeniero
constructor. En tiempos del rey Arturo, Sir William
Keogh habría sido un caballero de la Mesa Redonda. En
épocas más modernas, emigra en pos del Negocio y no
del Grial.

Tres días después de la partida de Johnny, dos


buques pequeños aparecieron en el horizonte de Coralio.
Al cabo de un rato arriaron un bote de uno de ellos,
que condujo a la playa a un hombre joven de tez tostada.
Este individuo tenía la mirada astuta y calculadora, y
revisó con asombro las escenas extrañas que se
presentaron a su vista. Alguien que encontró en la
playa le indicó el consulado y hacia allá se dirigió
con paso nervioso.

Keogh se encontraba arrellanado en el sillón


oficial, haciendo caricaturas de su Tío en un bloque

182
de papel timbrado. Al entrar el visitante, levantó los
ojos.

-¿Dónde está Johnny Atwood? -preguntó en tono


comercial el tostado joven.

-Se fue -respondió Keogh, dibujando


cuidadosamente la corbata del Tío Sam.

-Es una de sus características -observó el


asoleado señor apoyándose en la mesa-. Siempre le gustó
andar vagando por ahí, en vez de atender a los
negocios. ¿Regresará pronto?

-No lo creo -contestó Keogh, al cabo de un buen


rato de reflexión.

-Me imagino que habrá salido a alguna de sus


tonterías -conjeturó el visitante, en tono de virtuoso
convencimiento-. Johnny no se dedicó nunca a nada con
la tenacidad necesaria para triunfar. Me pregunto cómo
atenderá aquí las cosas si nunca está donde es debido.

-En este momento yo atiendo el negocio -declaró


el cónsul pro tem.

-¿Es posible? Entonces, dígame, ¿dónde está la


fábrica?

-¿Qué fábrica? -preguntó Keogh, manifestando


cortésmente cierto interés.

-Vamos, la fábrica donde usan los almendrucos.


¡Sabe Dios qué hacen con ellos! He traído esos dos
barcos con las bodegas llenas. Le venderé el cargamento
entero a precio de oportunidad. Durante un mes he
contratado a todas las mujeres, niños y hombres
desocupados de Dalesburg para que los recogieran.
Alquilé esos dos barcos para traerlos. Todo el mundo
creía que yo estaba loco. Ahora puedo venderle este
lote a 15 céntimos la libra puesto en tierra. Y si

183
desea más, creo que la querida Alabama podrá proveer a
la demanda. Cuando Johnny dejó el país, me dijo que me
avisaría en cuanto descubriera algo que resultara
comercial. ¿Cree usted oportuno hacer entrar los barcos
a la bahía y descargar?

Sobre los rasgos toscos de Keogh se había dibujado


una expresión de supremo y casi incrédulo deleite. Dejó
caer el lápiz. Sus ojos se volvieron hacia el moreno
joven con una alegría mezclada al temor de que su
éxtasis resultara un sueño.

-¡Por amor de Dios!, dígame, ¿es usted Dink


Pawson? -preguntó con seriedad.

-Me llamo Pinkney Dawson -puntualizó el


monopolizador del mercado de almendrucos.

Transportado de dicha, Billy Keogh se deslizó


suavemente del sillón a su estera favorito.

En aquella tarde sofocante los ruidos eran escasos


en Coralio. Pero entre los más destacados puede citarse
el hilarante sonido de la risa deleitosa y cruel de un
postrado irlandés-americano, en tanto que un hombre
joven de tez tostada y mirada penetrante lo contemplaba
con asombro y perplejidad. También se escuchaba en las
calles el tramp, tramp, tramp de numerosos pies bien
calzados. Y el solitario golpetear de las olas a lo
largo de las históricas playas del continente español.

MAESTRO DEL ARTE

Un cabo de lápiz azul de dos pulgadas de largo era


la vara con que Keogh procedía a los actos preliminares
de su magia. Con éste cubría el papel oficial con
diagramas y figuras, mientras esperaba que los Estados

184
Unidos de Norteamérica enviaran a Coralio un sucesor a
Atwood, cónsul renunciado.

El nuevo proyecto concebido por su cerebro,


aceptado por su robusto corazón y corroborado por su
lápiz azul giraba alrededor de las características y
debilidades humanas del nuevo presidente de Anchuria.
Estas características y la situación de la cual Keogh
esperaba sacar una dorada ventaja merecen una crónica
detallada que contribuya a la clara ordenación de los
acontecimientos.

El presidente Losada -muchos lo llamaban dictador-


era un hombre cuyo talento lo habría hecho sobresalir
aun entre anglosajones, si no hubiera adolecido su
carácter genial de otros rasgos que resultaban
mezquinos y destructores. Tenía algo del activo
patriotismo de Washington (el hombre que más admiraba) ,
la vitalidad de Napoleón y mucho de la prudencia de
los sabios. Estas características podían justificar su
aceptación del título de “Ilustre Libertador”, sobre
todo si no hubieran ido acompañadas de una estupenda y
prodigiosa vanidad que lo mantenía en el nivel menos
cotizado de los dictadores.

A pesar de esto, rindió grandes servicios a su


patria. De un poderoso tirón la arrancó casi por
completo de las cadenas de la ignorancia, la indolencia
y las pestes parasitarias que la devoraban,
confiriéndole rango de importancia en el cortejo de
las naciones. Fundó escuelas y hospitales; construyó
caminos, puentes, ferrocarriles y palacios, y otorgó
generosos subsidios para el fomento de las artes y las
ciencias. Era el déspota absoluto e ídolo de su pueblo.
Toda la riqueza del país se volcaba en sus manos. Otros
presidentes fueron rapaces sin motivo. Losada amasaba
una fortuna fabulosa, pero el pueblo participaba de
sus beneficios.

185
El punto débil de su armadura era su pasión
insaciable por los monumentos y las medallas
conmemorativos de su gloria. En casa ciudad hacía
erigir su estatua adornada de largas leyendas, que
celebraban su grandeza. En el frontispicio de cada
edificio público había placas alusivas a su esplendor
y la gratitud de sus súbditos. Sus estatuillas y
retratos, diseminados por todo el país, se encontraban
en cada casa o choza. Un adulador de su corte lo había
pintado como un San Juan, con aureola y séquito de
acompañantes en uniforme de gala. Losada no advirtió
nada incongruente en el cuadro, y lo hizo colgar en la
catedral de la capital. Ordenó a un escultor francés
un grupo tallado en mármol, en que él aparecía al lado
de Napoleón, Alejandro el Grande y uno o dos más a
quienes consideró dignos de este honor.

Escarmenó toda Europa en busca de condecoraciones,


empleando la política, el dinero y la intriga, para
conseguir de reyes y gobernantes las órdenes que
anhelaba. En las grandes ocasiones su pecho aparecía
cruzado en todo lo ancho por cruces, estrellas, rosetas
de oro, medallas y cintas. Se decía que el hombre que
lograra obtener para él una nueva condecoración o
concebir una forma diferente de homenaje a su grandeza,
podía hundir la mano entera en el tesoro.

Este era el hombre sobre el cual Billy Keogh tenía


puestos los ojos. El gentil pirata había observado la
lluvia de favores que caía sobre aquellos que halagaban
su vanidad presidencial, y no consideraba prudente
abrigarse bajo el paraguas para defenderse de las
copiosas gotas de la líquida fortuna.

Al cabo de algunas semanas llegó el nuevo cónsul


que relevó a Keogh de su misión temporal. Era un joven
recién salido de la universidad y que vivía para la
botánica. El consulado en Coralio le daba oportunidad
de estudiar la flora tropical. Usaba lentes ahumados y

186
una sombrilla verde. Llenó el fresco portal interior
del consulado con plantas y ejemplares raros, de tal
manera que no quedó sitio para una botella y una silla.
Keogh lo observaba con tristeza, pero sin rencor, y
comenzó a arreglar su equipaje, pues su nuevo proyecto
contra el estancamiento en el continente español
requería ante todo un viaje por mar.

No tardó en llegar de nuevo el “Karlsefin” -el de


las vagabundas costumbres-, en busca de un cargamento
de cocos para producir un descenso especulativo en el
mercado neoyorquino. Keogh se hizo inscribir con un
pasaje de regreso.

-Si; voy a Nueva York -explicaba al grupo de sus


compatriotas que se había reunido en la playa para
despedirlo-. Pero estaré de vuelta antes que me echen
de menos. Me he propuesto emprender la educación
artística de este moreno país, y no soy hombre que lo
abandone cuando se encuentra en la etapa inicial de la
fotografía.

Tras esta misteriosa declaración, Keogh se embarcó


en el “Karlsefin”.

Diez días más tarde, tiritando, subido el cuello


de su delgado abrigo, penetró como una tromba en el
estudio de Carolus White, en el último piso de un alto
edificio de la Décima Calle, en Nueva York.

Carolus White estaba fumando un cigarrillo y


friendo salchichas sobre una cocinilla a parafina. No
tenía más que veintitrés años y sustentaba nobles
teorías sobre arte.

-¡Billy Keogh! -exclamó White, extendiendo la mano


que le dejaba libre la sartén-. ¿De qué rincón del
mundo incivilizado emerges?

187
-¡Qué tal, Carry! -dijo Keogh, cogiendo un
taburete y acercando los dedos a la cocinilla-. Me
alegro de haberte encontrado pronto. Te he buscado todo
el día en los directorios y galerías de arte. El mozo
del restaurante de la esquina me dijo rápidamente dónde
podía encontrarte. Estaba seguro de que todavía
estarías pintando cuadros.

Keogh inspeccionó el estudio con la penetrante


mirada de un conocedor del ramo.

-Sí; eres capaz de hacerlo -declaró, con


reiterados cabeceos de asentimiento-. Aquel grande del
rincón, con los ángeles, las nubes verdes y el
carrusel, es precisamente lo que necesitamos. ¿Qué
nombre le pondrías a eso, Carry? ¡escena en Coney
Island, no es así?

-¿Eso? -preguntó White-. Tenía la intención de


llamarlo “La Traslación de Elías”; pero tal vez estés
más acertado que yo.

-El nombre no importa -apuntó Keogh, tolerante-.


Todo está en el marco y la variedad de colores. Ahora
te voy a informar en un minuto de lo que quiero. He
hecho un viaje de dos mil millas para que participes
conmigo en un negocio. Pensé en ti apenas se me ocurrió
la idea. ¿Qué te parecería regresar conmigo y hacer un
cuadro? Noventa días para el viaje y cinco mil dólares
por el trabajo.

-¿Propaganda de productos alimenticios o tónicos


capilares? -preguntó White.

-No se trata de avisos.

-¿Qué clase de cuadro será?

-Es una larga historia.

188
-Vamos, desembucha. Si no tienes inconvenientes,
seguiré vigilando mis salchichas. Si se pasan un punto
del marrón Van Dyke, se estropean.

Keogh explicó su proyecto. Regresarían a Coralio,


donde White se presentaría como un distinguido
retratista norteamericano en gira por el trópico para
descansar de sus arduas y remunerativas labores
profesionales. No era insensato esperar, ni aun para
aquellos que hubieran recorrido los trillados caminos
del negocio, que un artista de tanto prestigio
obtuviera una orden para perpetuar en el lienzo los
rasgos del presidente, entrando al mismo tiempo a
participar de la lluvia de pesos que caía sobre los
esclavos de sus debilidades.

Keogh se había fijado un precio de diez mil


dólares. A algunos artistas se les había pagado más
por un retrato. El y White se dividirían los gastos
del viaje y las posibles ganancias. De este modo expuso
su plan a White, a quien conociera en el Oeste antes
que uno de ellos se decidiera por el arte, mientras el
otro se convertía en un beduino.

No tardaron mucho los dos proyectistas en


abandonar el rigor del desnudo taller por el tibio
rincón de un café. Allí permanecieron hasta muy
avanzada la noche, con una profusión de sobres viejos
y el lápiz azul de Keogh ante ellos.

A las doce en punto, White apoyó el mentón sobre


los puños y cerró los ojos al horrible papel de las
paredes.

-Iré contigo, Billy -pronunció con el tono


tranquilo de las grandes decisiones-. Tengo doscientos
o trescientos dólares economizados para salchichas y
alquiler; pero ahora correré el riesgo contigo. ¡Cinco

189
mil dólares! Me significarían dos años en París y uno
en Italia. Mañana empaquetaré mis cosas.

-Lo harás dentro de diez minutos -dijo Keogh-. Ya


es mañana. El “Karlsefin” zarpa de regreso a las cuatro
de la tarde. Vamos a tu estudio y te ayudaré.

Durante cinco meses del año, Coralio se convierte


en el Newport de Anchuria. Sólo entonces la ciudad se
llena de vida. Desde noviembre hasta marzo se convierte
prácticamente en la sede del gobierno. El presidente y
sus funcionarios de Estado se trasladan allí, y la
sociedad entera los sigue. Este pueblo, amante del
placer, hace de la temporada una larga vacación de
júbilo y diversión. Fiestas, bailes, juegos, baños de
mar, procesiones y pequeñas representaciones teatrales
contribuyen a los entretenimientos. La famosa banda
suiza de la capital toca todas las tardes en la
plazuela, mientras los catorce coches y vehículos de
la ciudad circulan a su alrededor en fúnebre pero
complacida precesión. Indios del interior de las
montañas, con el aspecto de ídolos de piedra
prehistóricos, acuden a la ciudad a vender sus obras
de manos. Una población alegre, parlanchina y
despreocupada llena las estrechas callejuelas de una
vivaz corriente humana. Niños absurdamente vestidos
con cortísimas faldas repolludas y alas plateadas
chillan perdidos entre la efervescente multitud. La
llegada de la comitiva presidencial, en la apertura de
la temporada, es particularmente celebrada con
especial brillo, pompa y patrióticas demostraciones de
entusiasmo y júbilo.

Cuando Keogh y White llegaron, en el viaje de


regreso del “Karlsefin”, la temporada de invierno ya
había comenzado. Al desembarcar en la playa, escucharon
los acordes de la banda suiza que tocaba en la plaza.
Las mozas del pueblo, con sus negros rizos ya adornados
de luciérnagas, se deslizaban por los senderos,

190
descalzas y con la mirada siempre tímida. Los
elegantes, con sus trajes de lino blanco y cimbreando
los bastones, iniciaban sus seductores paseos. El
ambiente todo estaba saturado de esencia humana,
artificiales encantos, coquetería, indolencia y
placer: los agrados de la vida creados por el hombre.

Los dos o tres primeros días que sucedieron a la


llegada los ocuparon en las escaramuzas preliminares.
Keogh acompañó al artista por la ciudad, presentándolo
al pequeño círculo de residentes ingleses y tocando
todos los resortes susceptibles de extender su fama de
gran pintor. Luego Keogh planeó una demostración más
espectacular de la idea que deseaba insinuar al
público.

Él y White alquilaron piezas en el Hotel de los


Extranjeros. Los dos vestían nuevos e inmaculados
trajes blancos, sombreros de paja norteamericanos y
usaban bastones de extraordinaria hechura e
inutilidad. Pocos caballeros en Anchuria -ni siquiera
los lujosamente uniformados oficiales del ejército
anchuriano- lograban superar en desplante y elegancia
a Keogh y su amigo, el gran pintor norteamericano señor
White.

White instaló su caballete en la playa e hizo


llamativos bosquejos de las montañas y el mar. La
multitud nativa se agrupaba a sus espaldas, en un vasto
y parlanchín semicírculo, a observar los progresos de
su labor. Con el cuidado que ponía siempre en los
detalles, Keogh se había asignado un papel que
representaba fielmente. Su actitud era la del amigo
del gran artista, hombre de negocios y cierta holganza.
El emblema visible de su posición era una cámara
fotográfica de bolsillo.

-Una cámara no va en zaga a un yate para dar a un


hombre sello de señoril diletante, con una suculenta

191
cuenta bancaria y una conciencia tranquila -decía
Keogh-. Apenas ve uno a un individuo desocupado, sin
hacer otra cosa que pasear y tomar instantáneas, puede
tener la seguridad de que vive en Bradstreet. Se
descubre a los millonarios en cuanto se les ve tomar
fotografías de todo lo que se les presenta. La gente
se impresiona más fácilmente con una Kodak que con un
título nobiliario o un alfiler de corbata con un
brillante de cuatro quilates.

Así, pues, Keogh se paseaba lentamente por


Coralio, tomando instantáneas del paisaje y de las
huidizas señoritas, mientras White se posaba
aristocráticamente en las esferas más elevadas del
arte.

Dos semanas después de su llegada, el plan empezó


a fructificar. Un edecán del presidente se trasladó al
hotel en suntuosa victoria. El presidente deseaba que
el señor White acudiera a la Casa Morena para una
entrevista informal.

Keogh apretó la pipa entre los dientes.

-Ni un centavo menos de diez mil -advirtió al


artista-. Recuerda el precio. Y en oro o su
equivalente. No te dejes embaucar con la monedilla que
aquí llaman dinero.

-Tal vez no sea eso lo que desea -argumentó White.

-¡Anda! -pronunció Keogh con espléndida


confianza-. Yo sé lo que quiere. Desea que el famoso y
aventurero pintor yanqui que hoy visita su decadente
país haga su retrato. ¡Anda pronto!

La victoria partió con el artista. Keogh se paseó


nerviosamente, echando grandes nubes de humo de su
pipa, y esperó. Al cabo de una hora la victoria se
detuvo de nuevo junto a la puerta del hotel, depositó

192
a White y desapareció. El artista trepó por la escalera
como una exhalación, saltando de a tres los pel daños.
Keogh dejó fumar para convertirse en un silencioso
punto de interrogación.

-¡Triunfamos! -exclamó White, con su rostro


infantil resplandeciente de excitación-. Billy, eres
un portento. Quiere su retrato. Te lo contaré todo.
¡Cielos! Ese dictador es todo un número. Es el dictador
innato hasta la punta de los dedos. Es una especie de
combinación de Julio César, Lucifer y Chauncey Depew
en sepia. Cortés y severo… así es él. El cuarto en que
me esperaba media unos diez acres y parecía un barco a
ruedas del Misisipi, con sus pinturas blancas, sus
dorados y sus espejos. Habla mejor el inglés de lo que
yo espero poder hablarlo en toda mi vida. Cuando se
presentó la oportunidad de hablar de precios, mencioné
los diez mil. Creí que iba a llamar a la guardia y
ordenar que me fusilaran. No movió una pestaña.
Simplemente levantó una de sus manos morenas en un
gesto indolente y dijo: “Lo que usted diga”. Debo
regresar mañana a discutir con él los detalles del
cuadro.

Keogh inclinó la cabeza. En su figura abatida se


pintaba el desaliento.

-Estoy decayendo, Carry -dijo, dolorosamente-. Ya


no tengo el talento necesario para organizar planes
como éste. Creo que lo único que me queda por hacer es
irme a vender naranjas con un carretoncito. Cuando dije
diez mil, juro que creía haber acertado por dos
céntimos al límite de ese hombre. Ahora veo que habría
accedido con la misma facilidad si le hubiéramos pedido
quince mil. Carry, ¿me prometerás hacer ingresar al
viejo Keogh en un buen y tranquilo asilo para dementes
en cuanto vuelva a cometer un error como éste, verdad?

193
Aunque de un solo piso, la Casa Morena era un
edificio de piedra pardusca, lujoso como un palacio en
su interior. Estaba situada sobre una pequeña colina
en el barrio alto de Coralio, al centro de un
amurallado jardín resplandeciente de espléndida flora
tropical. Al día siguiente, el coche presidencial
volvió a presentarse en busca del artista. Keogh salió
a pasearse por la playa, donde él y su “caja de
fotografías” constituían ya un espectáculo familiar.
Cuando regresó al hotel, White estaba sentado en una
silla de lona, en el balcón.

-¿Y bien? -preguntó Keogh-. ¿Conveniste con su


excelencia en la escala cromática de su predilección?

White se levantó y dio algunos paseos por el


balcón. Luego se detuvo y emitió una risa extraña. Le
ardía el rostro y sus ojos brillaban con una expresión
de airada ironía.

-Escucha, Billy -dijo, con cierta brusquedad-.


Cuando te presentaste en mi taller y dijiste que
deseabas un cuadro, pensé en un anuncio de cereales o
de tónicos capilares sobre un fondo de cordilleras o
la silueta de un continente. Bueno, cualquiera de estos
trabajos habría significado para mi “arte” en su forma
más elevada si se les compara a la tarea que pretendes
imponerme. No puedo hacer este cuadro, explicarte lo
que este bárbaro desea. Lo tenía todo pensado, y hasta
había esbozado un bosquejo de su idea. El tipo no
dibuja mal del todo. Pero, ¡Dioses del arte!, prestad
oído a la monstruosidad que intenta hacerme pintar.
Quiere que lo coloque al centro de la tela,
naturalmente. Debo presentarlo como a Júpiter en el
Olimpo, con las nubes a sus pies. A un lado estaría
Jorge Washington de pie, en uniforme de gala, con una
mano apoyada en su hombro. Un ángel con las alas
extendidas vuela sobre la frente del presidente,
ungiéndolo… reina de la primavera, me imagino. Al fondo

194
se divisan cañones, más ángeles y soldados. El hombre
que pinte este cuadro tendrá que tener el alma de un
perro y merecería caer en el olvido sin siquiera un
tarro de lata atado a la cola para recordarlo a la
posteridad con su tintinear.

Pequeñas gotas de sudor perlaban la frente de


Keogh. Su lápiz azul no había calculado esta
contingencia. Hasta el momento el mecanismo de su plan
había funcionado con impecable regularidad. Arrastró
otra silla al balcón e hizo sentar nuevamente a White.
Encendió su pipa con aparente calma.

-Veamos, hijo -empezó con suave severidad-.


Tendremos que discutir de arte. Tú tienes tus ideas al
respecto y yo las mías. Tu arte es la auténtica esencia
pieria que arrisca la nariz a los anuncios de
cervecerías y las oleografías del Viejo Molino. El mío
es el arte del negocio. Este proyecto era mío, y
resultó matemáticamente, como que dos y dos son cuatro.
Pinta a ese presidente como el viejo rey Cole, Venus,
un paisaje, un fresco, un ramo de lirios o lo que se
le antoje parecerse. Pero echa pintura sobre una tela
y recoge los despojos. No serías capaz de abandonarme,
Carry, a estas alturas. Piensa en los diez mil.

-No puedo dejar de pensar en ello, y eso es lo


que me duele -contestó White-. Me siento tentado de
abandonar todos mis ideales y hundir mi alma en la
ignominia pintando ese cuadro. Esos cinco mil dólares
habrían significado tres años de estudio en el
extranjero, y habría vendido mi alma por ello.

-No es tan grave como te parece -lo calmó Keogh-


. Se trata de un negocio. Se trata de una determinada
cantidad de tiempo y pintura a cambio de una suma de
dinero. No entiendo tu punto de vista al considerar
que este cuadro tenga tanta trascendencia en la parte
artística del asunto. Jorge Wáshington está bien,

195
sabes, y nadie podría decir nada del ángel. Este grupo
no me parece tan detestable. Si le colocas un Júpiter
a un par de charreteras y una espada, y si preparas
las nubes de manera que parezcan borrones de zarzamora,
no quedará mal como la escena de una batalla. Vamos,
si no hubiéramos fijado ya el precio, podríamos pedir
mil extra por Wáshington y cobrar un aumento de
quinientos dólares por el ángel.

-Tú no comprendes, Billy -dijo White, con una


sonrisa insegura-. Algunos de los que nos dedicamos a
la pintura tenemos un gran concepto del arte. Mi
ambición era pintar algún día un cuadro ante el cual
la gente ensimismada olvidara que aquello estaba hecho
de pintura. Yo anhelaba que mi obra los penetrara como
un acorde musical y anidara en sus espíritus como una
bala suave. Quería que al marcharme preguntara: ¿Qué
más ha hecho? Y quería que no encontraran nada: ni un
retrato, ni una portada de revista, ni una ilustración,
ni un dibujo de una muchacha, nada, nada más que “el
cuadro”. Por esto he vivido de salchichas fritas y he
bregado por conservarme puro. Me resolví a hacer este
retrato por la oportunidad que me ofrecía para estudiar
en el extranjero. ¡Pero esta espantosa caricatura!
¡Dios Santo! ¿No comprendes de qué se trata?

-Por supuesto, comprendo -dijo Keogh, hablándole


con la suavidad que a un niño; y apoyando su largo
índice sobre la rodilla de White, prosiguió-:
Comprendo. Me imagino lo desagradable que te resultará
violentar tu concepto artístico. Ya lo sé. Tú habrías
querido pintar algo grandioso, como el panorama de la
batalla de Gettysburg. Pero déjame hacerte un pequeño
cálculo mental para que reflexiones. En este momento
llevamos invertidos 385.50 dólares en nuestros planes.
Nuestro capital lo formamos con cuanto centavo logramos
reunir entre ambos. Nos queda apenas lo suficiente para
regresar a Nueva York. Yo necesito mi parte de esos

196
diez mil. Deseo explotar una mina de cobre en Idaho y
convertirlos en 100.000. Esta es la finalidad de mi
negocio. Desciende de tu percha artística, Carry, y
recojamos este puñado de dólares que nos ofrecen.

-Billy -pronunció White, con esfuerzo-. Lo


intentaré. No te puedo prometer hacerlo, pero lo
intentaré. Emprenderé la tarea y veré si llego a
terminarla.

-Eso es hablar bien -exclamó Keogh, con


entusiasmo-. ¡Buen muchacho! Ahora tocaremos otro
punto: hazlo rápido, apresúrate en terminar ese cuadro
lo más pronto posible. Si es necesario, contrata un
par de chiquillos para que te mezclen la pintura. He
oído ciertos rumores en la ciudad. La gente comienza a
fastidiarse con el presidente. Dicen que ha abusado de
las concesiones y lo acusan de pretender firmar un
tratado con Inglaterra por el cual prácticamente vende
el país. Es preciso que ese cuadro esté terminado y
pagado antes que se produzca una revuelta.

En el patio de la Casa Morena el presidente hizo


extender un inmenso toldo. A su sombra White instaló
su taller temporal. Durante dos horas diarias el grande
hombre posaba ante él.

White trabajaba fielmente. Pero a medida que la


obra avanzaba lo acometían accesos de amargo desprecio,
de infinito aborrecimiento de sí mismo, de honda
pesadumbre y de sarcástica hilaridad. Con la paciencia
de un gran general, Keogh lo calmaba, lo halagaba,
argumentaba y lo mantenía en su trabajo.

Un mes más tarde, White anunció que el cuadro


estaba terminado, con Júpiter. Washington, los
ángeles, las nubes, los cañones y todo. Al hacer este
anuncio a Keogh su rostro estaba pálido y tenía los
labios muy apretados. El cuadro sería colocado en la

197
Galería Nacional de los Héroes y Estadistas. Se había
invitado al artista para que retornara al día siguiente
a la Casa Morena, donde le serían cancelados sus
honorarios. A la hora indicada abandonó silencioso el
hotel, sin participar en los alegres comentarios de su
amigo sobre su triunfo.

Una hora después entró al cuarto en que Keogh lo


esperaba, lanzó su sombrero al suelo y se sentó sobre
la mesa.

-Billy -pronunció con voz fatigada y laboriosa-.


Tengo un poco de dinero en el Oeste en un negocio que
dirige mi hermano. Es lo que me ha permitido vivir sin
mayores preocupaciones durante mis estudios de arte.
Pediré mi parte y te pagaré lo que has perdido en este
plan.

-¿Perdido? -exclamó Keogh, incorporándose de un


salto-. ¿Acaso no te pagaron el cuadro?

-Sí, me lo pagaron -dijo White-. Pero en este


momento ya no existen ni el cuadro ni el dinero. Si te
interesa conocer los detalles del asunto, te lo contaré
todo. El presidente y yo contemplábamos la obra. Su
necesario llegó con una letra de cambio sobre nueva
York y me la tendió. Apenas la toqué, me enloquecí. La
hice pedazos y tiré éstos al suelo. Un obrero estaba
dando una mano de pintura a las columnas interiores
del patio. Un tarro de la mezcla se encontraba
casualmente a mano. Le arrebaté la broncha y eché medio
galón de pintura azul sobre aquella pesadilla avaluada
en diez mil dólares. Hice una venia y me marché. El
presidente no se movió ni profirió una silaba. Creo
que por primera vez en su vida se le tomaba de sorpresa.
Ya sé que es un rudo golpe para ti, Billy, pero no pude
resistir.

198
En Coralio parecía haberse producido cierta
agitación. En las calles se escuchaba un confuso y
creciente rumor del cual surgían gritos agudos que
articulaban las frases de: “¡Abajo el traidor! ¡Muerte
al traidor!1

-¡Escucha! -exclamó amargamente White-. Entiendo


algo de español. Están gritando “¡Abajo el traidor!”
Ya había oído antes estos gritos. Me pareció que me
aludían. He sido traidor al arte. Tenía que destruir
ese cuadro.

-¡Abajo el imbécil!, vendría mejor a tu caso -


prorrumpió Keogh, con furioso énfasis-. Destruyes diez
mil dólares como un trapo viejo, porque incomoda a tu
conciencia la forma en que has embadurnado una tela
con cinco dólares de pintura. La próxima vez que elija
un socio tendrá que jurar ante notario que jamás oyó
mencionar siquiera la palabra “ideal”.

Keogh abandonó la pieza, rojo de ira. White no dio


gran importancia a su resentimiento. El desprecio de
Billy Keogh le parecía insignificante comparado al
propio aborrecimiento de que se había librado.

En Coralio cundía la excitación. La revuelta era


inminente. La causa de estas manifestaciones de
desagrado era la presencia en la ciudad de un inglés
de gran estatura y rosadas mejillas, de quien se decía
que era agente de su gobierno, enviado para dar los
últimos toques al pacto por medio del cual el
presidente colocaba a su pueblo en manos de un poder
extranjero. Se decía no sólo que había entregado
valiosísimas concesiones, sino que también la deuda
pública sería traspasada a manos de los ingleses y que
se les daría la aduana como garantía. La paciente
población había decidido hacer sentir su protesta.

1 En español en el original.

199
Aquella noche, tanto en Coralio como en otras
ciudades, se encendió la ira popular. Muchedumbres
aullantes, volubles, pero peligrosas, recorrieron las
calles. Derribaron la gran estatua de bronce del
presidente, que se encontraba en medio de la plaza,
reduciéndola a un montón informe de metal. Arrancaron
de los edificios públicos las placas allí colocadas en
homenaje a la gloria del “Ilustre Libertador”. Sus
retratos fueron destrozados en las oficinas
gubernamentales. La multitud llegó a atacar la Casa
Morena, pero fue repelida por las milicias que
permanecían fieles al Ejecutivo. Durante toda la noche
reinó el terror.

Quedó demostrado el poder de Losada cuando, al


mediodía siguiente se comprobó que había restablecido
el orden y aún era el amo absoluto. Lanzó proclamas en
las calles que negaban perentoriamente que se hubieran
llevado a cabo negociaciones de ninguna especie con
Inglaterra. Sir Stafford Vaughn, el rubicundo
británico, declaró por su parte, en anuncios y por la
prensa, que su presencia en el país no implicaba
trascendencia internacional. No era más que un turista
desinteresado. En realidad (así lo afirmó), no había
hablado con el presidente y ni siquiera se había
presentado a él desde su llegado.

Durante estos desórdenes, White se preparaba para


regresar a la patria en un barco que debía partir
dentro de dos o tres días. Hacía el mediodía, el
inquieto Keogh salió con su cámara fotográfica con la
esperanza de acortar las horas soñolientas. La ciudad
aparecía tan tranquila como si nunca la paz hubiera
abandonado el alero de los techos de rojas tejas.

A media tarde, Keogh regresó al hotel con algo


decididamente especial en su expresión. Inmediatamente
se retiró al cuarto que le servía de cámara oscura.

200
Más tarde se reunió con White en el balcón,
luciendo una sonrisa radiante, amenazadora y rapaz en
el rostro.

-¿Sabes lo que es esto? -preguntó, presentando una


fotografía de 4 x 5, pegada sobre cartulina.

-Instantánea de una señorita sentada en la playa,


repetición no intencional -lanzó al vuelo White
perezosamente.

-No has acertado -dijo Keogh, con los ojos


resplandecientes-. Es una porra. Es un tarro de
dinamita. Es una mina de oro. Es una letra a la vista
sobre tu presidente por veinte mil dólares. Sí, señor,
veinte mil dólares esta vez, y aquí no cabe destrucción
de cuadros. ¡Ni concepto artístico alguno que me
estorbe! ¡Arte! ¡Ah! ¡Tú con tus hediondos tubitos! Te
voy a desollar vivo con una Kodak. Echa una mirada a
esto.

White tomó la fotografía y lanzó un largo silbido.

-¡Por Jehová! -exclamó- ¡Qué alboroto se armaría


en la ciudad si mostraras esto! ¿Cómo diablos lo
conseguiste, Billy?

-Conoces ese muro alto que cierra la parte de


atrás del jardín presidencial. Estaba allí tratando de
tomar una vista panorámica de la ciudad. Por casualidad
descubrí una grieta en la pared de la cual se habían
desprendido piedras y mucho estuco. Me dije: Voy a
echar una miradita para ver cómo crecen las coles del
señor presidente. Lo primero que veo es a dicho
personaje sentado junto a una mesilla, a veinte pies
de distancia, y acompañado de Sir inglés. La mesa
estaba atestada de documentos, y ellos los trajinaban
como dos piratas. Era un lindo rincón discreto y bien
sombreando por palmares y naranjos, y sobre el césped
tenían a mano un balde con una botella de champaña.

201
Comprendí inmediatamente que era el momento de producir
mi obra maestra. Levanté la máquina a la altura de la
grieta y “disparé”. Precisamente en ese instante los
dos muchachos se daban un apretón de manos para
celebrar el convenio… Ves, así aparecen en la foto.

Keogh se puso la chaqueta y el sombrero.

-¿Qué vas a hacer? -le preguntó White.

-¿Qué voy a hacer? -exclamó Keogh, irritado-. La


voy a atar con una cintura rosada para guardarla en el
álbum de mis secretos, naturalmente. Me sorprendes.
Pero mientras ando fuera, trata de imaginar qué moreno
potentado estaría dispuesto a comprar esta obra de arte
para su colección privada… por el solo placer de verla
retirada a la circulación.

El sol poniente enrojecía la copa de las palmeras


cuando Keogh regresó de la Casa Morena. Contestó con
una venía a la mirada interrogadora del artista y se
tendió sobre una hamaca con las manos bajo la nuca.

-Lo vi. Pagó como un hombre cabal. Al principio


no querían dejarme entrar. Les dije que era importante.
Sí, este presidente es sin duda uno de los más hábiles.
Se observa una espléndida organización comercial en la
forma en que usa de su inteligencia. No tuve más que
poner la foto al alcance de su visita y pronunciar la
cifra. Sonrió, se dirigió a una caja fuerte y sacó
dinero contante y sonante. Con el mismo gesto con que
yo pagaría un dólar y cuarto, él tendió sobre la mesa
veintiún mil dólares en flamantes billetes que crujían
con un sonido parecido al de las zarzas ardientes en
un terreno de diez acres.

-Déjame tocar uno -imploró White, con curiosidad-


. No he visto nunca un billete de mil dólares.

Keogh no respondió inmediatamente.

202
-Carry -dijo en tono distraído-; tú aprecias en
mucho tu arte, ¿verdad?

-Significa más parea mí que mi propio bienestar


económico y el de mis amigos -confesó francamente
White.

-El otro día pensé que era un imbécil -continuó


tranquilamente Keogh-. Todavía no tengo la seguridad
de que no lo seas. Pero si tú lo eres, yo también lo
soy. Me he visto envuelto en toda la clase de extraños
negocios, Carry, pero siempre me las arreglé para jugar
limpio y medir mi inteligencia y mi capital con los de
mi adversario. Pero cuando se llega a…, bueno, cuando
se tiene al otro atado, con los tornillos ajustados y
tiene que declararse vencido, vamos, no me parece juego
de hombres. Eso tiene un nombre, tú lo sabes; es…,
¡maldito sea! ¿No me entiendes? Se siente uno…, es algo
como tu arte decadente…, él… Bueno, rompí la
fotografía, coloqué los pedazos sobre el montón de
billetes y los empujé todo al otro lado de la mesa.
“Perdone, señor Losada”, dije, “pero creo haber
cometido un error en el precio. Llévese la foto
gratis.” Ahora, Carry, saca tu lápiz y vamos a hacer
cálculos. Me gustaría economizar de nuestro capital lo
suficiente para que puedas disfrutar de algunas
salchichas fritas en tu taller cuando regreses a Nueva
York.

DICKY

El continente español no goza precisamente de un


ritmo consecuente. Allí los acontecimientos se suceden
con intermitencia. Se diría que el tiempo mismo cuelga
su guadaña de la rama de un naranjo mientras se echa a
dormir una siesta y fuma un cigarrillo.

203
Después de la impotente rebelión contra la
administración del presidente Losada, la nación se
resignó con tranquila tolerancia a los abusos de que
se acusara al mandatario. Los antiguos enemigos
políticos se paseaban del brazo por Coralio,
rápidamente olvidadas por el momento todas las
diferencias de opinión.

El fracaso de la expansión artística no amilanó


al astuto Keogh. Las alzas y bajas de la fortuna
pasaban rápidamente con sus ágiles pies. Su cabo de
lápiz azul ya se ocupaba en nuevos planes antes que se
hubiera desvanecido en el horizonte el humo del barco
en que White se alejaba. No tenía más que decir una
palabra a Geddie, para que éste le abriera amplio
crédito comercial para sacar cuanta mercadería deseara
de la tienda de Brannigan y Compañía. El mismo día que
White llegó a Nueva York, Keogh se dirigió al agreste
interior de la montaña, a la retaguardia de un arreo
de cinco mulas cargadas de quincallería y cuchillería.
Es allí donde los indios lavan oro en los auríferos
arroyos, y cuando se les lleva mercadería, el comercio
es activo y “muy bueno”1 en las cordilleras. En Coralio
el tiempo plegaba las alas y deambulaba desabridamente
por sus abandonados caminos. Aquellos que más alegaron
las horas apáticas habían partido. Clancy se había
embarcado en un buque español hacia Colón contemplando
la perspectiva de una jornada a través del istmo y la
continuación del viaje por mar hasta el Callao, donde
se decía que ya había estallado la revuelta. Geddie,
cuya apacible y bondadosa naturaleza sirvió más de una
vez para mitigar las frecuentes reacciones violentas
causadas por la ingurgitación del loto, se había
convertido en un hombre de hogar, dichoso con su
deslumbrante orquídea, Paula, sin jamás soñar o
lamentar la pérdida de la misteriosa, sellada y

1 En español en el original.

204
monogramada botella, cuyo contenido, ahora
intrascendente, se conservaba seguro en poder del mar.

Bien podría el pingüino -el más inteligente y


ecléctico de los animales- cerrar aquí con un sello
excepcional la lista de tópicos que resultan oportunos
y gracioso al oído.

Ya no estaba Atwood, el del hospitalario portal


interior y el ingenuo cinismo. El doctor Gregg, con su
historia de trepanaciones bullendo en su mente, era un
bigotudo volcán dando siempre señales de inminente
erupción. Y tampoco podía ser considerado entre el
número de aquellos que pudieran contribuir a sacudir
el tedio. El carácter del nuevo cónsul armonizaba con
las tristes olas del mar y el violento verde tropical;
su lira no gozaba de los acordes de la Scheherazade o
de la Mesa Redonda. Goodwin estaba embargado por
grandes proyectos; el poco tiempo que éstos le dejaban
libre, lo pasaba en su hogar, donde encontraba su mayor
agrado. Con lo que queda claramente establecido que la
colonia extranjera de Coralio pasaba por una aguda
crisis de camaradería y entretenimientos.

Pero luego Dicky Maloney cayó de las nubes sobre


la ciudad y le dio diversión.

Nadie sabía de dónde salía Dicky Maloney ni cómo


había llegado a Coralio. Un día apareció allí, y eso
fue todo. Más tarde él contó que había llegado en el
barco frutero “Thor”, pero un examen de la lista de
pasajeros de aquella fecha resultó exenta de Maloney.
No obstante, la curiosidad se calmó bien pronto, y
Dicky ocupó su lugar entre los peces extraños arrojados
sobre las playas por el mar Caribe.

Era un hombre activo, impetuoso y alegre, con una


atrayente mirada gris, una sonrisa irresistible, la
tez muy morena o tostada y la cabeza coronada por la

205
pelambrera más roja que se viera en el país. Hablaba
el castellano con la misma fluidez que el inglés y sus
bolsillos parecían siempre bien provistos de dinero;
no pasó mucho tiempo antes que fuera en todas partes
bien acogido. Manifestaba un gusto particular por el
vino blanco y pronto tuvo fama de poder beber más que
tres hombres juntos de la ciudad. Por doquiera que se
anduviese por el pueblo, bien pronto se encontraba a
Dicky o se escuchaba su risa generosa y siempre se le
veía rodeado de un grupo de admiradores que lo
apreciaban tanto por su natural bondadoso como por el
vino blanco que siempre estaba dispuesto a regalar.

Se había urdido un número considerable de


conjeturas acerca de los motivos de su presencia en el
país, hasta que un día acalló todos los rumores al
abrir un pequeño negocio para la venta de tabaco,
dulces y los artículos confeccionados por los indios
del interior: telas de fibra y seda, zapatos de gamuza
y objetos de cestería hechos con raíces de tule. Pero
ni aun así variaron sus costumbres, pues pasaba la
mitad del día bebiendo y jugando a las cartas con el
comandante, el recaudador de aduanas, el jefe político
y otros alegres individuos entre los funcionarios
nativos.

Un día Dicky divisó a Pasa, la hija de Madama


Ortiz, sentada junto a la puerta lateral del Hotel de
los Extranjeros. Por primera vez desde que llegara a
Coralio se detuvo en sus correrías. Luego corrió, veloz
como un ciervo, en busca de Vázquez, un elegante joven
nativo, para que lo presentara.

Los muchachos de Coralio habían bautizado a Pasa


“La Santita Naranjadita”. “Naranjadita”1 es una palabra
española que designa un color que necesita más vasta
explicación en inglés. Al decir, “la pequeña-Santa-

1 En español en el original.

206
teñida-del-más-bello-tono-de-licado-y-levemente-
anaranjado-y-dorado”, obtendréis una descripción
aproximada de la hija de Madama Ortiz.

Madama Ortiz vendía ron, además de otros licores.


Ha de tenerse en cuenta que el ron compensa todo el
oprobio que pueda implicar el expendio de otros
artículos, pues la fabricación del ron es monopolio
del gobierno, y el hecho de poseer una licencia
gubernamental confiere respetabilidad, si no
preeminencia. Además, ni el más estricto examen podía
descubrir incorrección alguna en el manejo de la
tienda. Los clientes debían allí en el más sombrío
estado de ánimo y temerosamente, como junto a la sombra
de los muertos, pues el antiguo y ponderado linaje de
Madama impedía que las libaciones de ron fueran
alegres. Pues, ¿no era ella acaso de las Iglesias que
llegaron a América con Pizarro? ¿No había sido su
difunto esposo “Comisionado de Caminos y Puentes” 1 en
la región?

Por las tardes, Pasa se sentaba junto a la ventana


en el cuarto contiguo a aquel en que se bebía,
rasgueando soñadoramente su guitarra. Y luego, en
grupos de dos y tres, se presentaban a visitarla los
jóvenes caballeros y se sentaban en la pulcra fila se
sillas adosadas a la pared. Iban allí a sitiar el
corazón de la “Santita”. Su sistema -que no resiste a
una competencia inteligente- consistía en expandir el
pecho con un gesto audaz y arrogante y consumir una o
dos gruesas de cigarrillos. Hasta las santas suavemente
anaranjadas prefieren ser veneradas en otra forma.

Doña Pasa aguardaba en medio de los anchos vacíos


de silencio nicotinizado, tocando su guitarra,
mientras meditaba si las novelas que había sobre
galantes y menos… menos lejanos adoradores serían sólo

1 En español en el original.

207
mentiras. A intervalos regulares, Madama se presentaba
con los ojos llenos de una expresión sugeridora de
sedientos mirajes, y luego se oía el sordo crujir del
almidonado pantalón de alguno de los caballeros que se
ponía en pie para proponer una visita al bar.

Era de prever que Dicky Maloney habría de


explorar, tarde o temprano, este terreno. Quedaban bien
pocas puertas en Coralio por las cuales no hubiera
pasado su pelirroja cabeza.

Al cabo de un espacio de tiempo increíblemente


corto, a contar desde la primera vez que la vio, se le
encontró sentado muy cerca de la mecedora de Pasa. En
la técnica amorosa de Dicky no cabían las actitudes
retraídas del corrillo habitual. Su plan para vencer
consistía en un ataque a la primera línea. Rendir la
fortaleza de una sola, ardiente, concentrada,
elocuente e irresistible “escalade”1 era lo
característico en Dicky.

Pasa descendía de las más orgullosas familias


españolas del país. Además, poseía donde
extraordinarios. Dos años en un colegio de Nueva
Orleáns habían elevado sus ambiciones muy por encima
del destino de la muchacha corriente de su patria. Sin
embargo, hela aquí que sucumbía al primer aventurero
pelirrojo, de fácil palabra y encantadora sonrisa que
la cortejaba en forma adecuada.

Bien pronto Dicky la condujo a la iglesita en la


esquina de la plaza y el nombre de Maloney fue agregado
a la distinguida lista de sus apellidos.

Y fue su destino esperar, con sus pacientes ojos


y su rostro de santa, como una Psique de porcelana,

1 En español en el original.

208
tras el apartado mostrador de la tiendecita, mientras
Dicky bebía y se divertía con sus frívolas amistades.

Con la fina penetración de su instinto, las


mujeres descubrieron una oportunidad de proceder a una
vivisección, y delicadamente la mortificaban
comentando la conducta de su marido. Ella les
respondió, iluminada por un bello y firme gesto de
airado desprecio:

-¡Tontas! -exclamó con su voz cristalina y quieta-


. No sabéis lo que es un hombre de verdad. Los vuestros
son “maromeros”1. No sirven más que para liar
cigarrillos a la sombra hasta que viene el sol y los
hace arrugar. Se tienden a holgazanear en vuestras
hamacas y vosotras les peináis el cabello y los
alimentáis con fruta fresca. Mi marido tiene otra
sangre. Dejadlo que beba vino. Cuando ha tomado lo
suficiente para ahogar a uno de vuestros “flaquitos” 2,
regresa a mi lado más hombre que cualquiera de vuestros
“pobrecitos”3. El me peina y trenza mi pelo y me canta;
él mismo descalza mis pies, y ahí, ahí, sobre cada
empeine, deposita un beso. Sostiene…, ¡oh, no
comprenderéis jamás! ¡Ciegas, que nunca habéis
conocido un hombre!

A veces ocurrían hechos misteriosos en la tienda


de Dicky. Mientras los cuartos delanteros aparecían
apagados, en una de las piezas interiores, Dicky y
algunos amigos, sentados alrededor de una mesa, se
ocupaban hasta muy tarde de ciertos secretos
4
“negocios” . Finalmente los hacía salir cuidadosamente
por la puerta delantera y subía a reunirse a su
santita. Estos visitantes tenían por lo general aspecto
de conspiradores, vestidos de ropas y sombreros

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.
4 En español en el original.

209
oscuros. Naturalmente, no tardaron los vecinos en
observar estos trajines y comentarlos.

Al parecer, a Dicky no le interesaba en lo más


mínimo la colonia extranjera en Coralio. Evitaba a
Goodwin, y su ingeniosa escapada al relato de la
trepanación que el doctor Gregg se disponía a espetarle
es citada aún en Coralio como una obra maestra de
diplomacia.

Llegaban muchas cartas para Mr. Dicky Maloney o


el señor Dickee Maloney, con el consiguiente orgullo
de Pasa. Que tanta gente deseara escribirle no hacía
sino confirmar su sospecha de que la luz roja de sus
cabellos iluminaba el mundo entero. En cuanto al
contenido de aquellas cartas, jamás sintió curiosidad
por conocerlo. ¡He aquí una esposa modelo!

EL único error que Dicky cometió en Coralio fue


quedar corto de dinero en el momento menos oportuno.
El origen de su fortuna era un misterio, pues las
entradas de su tienda ascendían a casi nada, y se
agotaron precisamente en la oportunidad más
desagraciada. Fue esto cuando el comandante don
Encarnación Ríos vio a la santita sentada en el
tenducho y sintió que el corazón le bailaba un
zapateado.

El comandante, hombre versado en el arte


intrincado de la galantería, insinuó delicadamente sus
sentimientos revistiendo su uniforme de parada y
paseándose airoso frente a la ventana. Observándolo
tímidamente con sus ojos de santa, Pasa advirtió
inmediatamente un parecido con su papagayo, Chichi, y
esta idea la divirtió al extremo de arrancarle una
sonrisa. El comandante vio la sonrisa, que no iba
dirigida a él. Convenciendo de haber causado impresión,
entró a la tienda lleno de confianza y se aventuró a
una galantería más directa. Pasa adoptó el gesto

210
glacial; él se animó; ella estalló en soberana
indignación; él se sintió arrastrado a una insensata
insistencia; ella le ordenó que abandonara la casa; él
trató de cogerle una mano… Y entonces entró Dicky,
sonriendo venturoso, rebosante de vino blanco y
diabólicas intenciones.

Ocupó cinco minutos en castigar científica y


cuidadosamente el comandante, calculando de prolongar
en lo posible el dolor de cada golpe. Al cabo de este
tiempo lanzó, desvanecido, sobre las piedras de la
calle, al intrépido galán.

Un policía descalzo, que desde el otro lado de la


calle observaba la escena, tocó su silbato. Un grupo
de cuatro soldados salió corriendo del cuartel que se
encontraba a la vuelta de la esquina. Al comprobar que
el agresor era Dicky, se detuvieron y volvieron a
silbar, con lo que sus fuerzas se vieron reforzadas
por ocho compañeros. Juzgando suficientemente
reducidos así sus riesgos, el pelotón de militares
avanzó hacia el atacante.

Lleno de combativo impulso, Dicky se inclinó, sacó


la espada que el comandante llevaba al cinto y cargó
contra el enemigo. A lo largo de cuatro cuadras
persiguió a las fuerzas armadas, pinchando
traviesamente a la despavorida retaguardia y
rasguñándoles los morenos talones.

Lleno de combativo impulso, Dicky se inclinó, sacó


la espada que el comandante llevaba al cinto y cargó
contra el enemigo. A lo largo de cuatro cuadras
persiguió a las fuerzas armadas, pinchando
traviesamente a la despavorida retaguardia y
rasguñándoles los morenos talones.

Pero no tuvo el mismo éxito con las autoridades


civiles. Seis musculosos y ágiles policías lo dominaron

211
y condujeron, triunfantes, pero cautelosos, a la
cárcel. Lo apodaron “el Diablo Colorado”1 e hicieron
mofa de los militares por su derrota.

Con el resto de los prisioneros, Dicky podía ver


a través de los barrotes de la puerta la hierba de la
placita, una fila de naranjos y los rojos tejados y
los muros de adobe en una hilera de insignificantes
tenduchos.

Al atardecer, por el sendero que cruzaba la plaza,


avanzaba una melancólica procesión de tristes m ujeres
llevando casabe, plátanos, pan y frutas, portadora cada
una del alimento para algún infeliz encarcelado al cual
se apegaba aún y le proporcionaba los medios para
subsistir. Dos veces al día -mañana y tarde- se les
permitía acudir. La república proveía de agua a sus
huéspedes forzosos, pero no de alimentos.

Esa noche, el centinela pronunció el nombre de


Dicky, y éste se adelantó hacia las rejas de la puerta.
Allí estaba su santita, la cabeza y los hombros
envueltos en negra mantilla, el rostro marcado por
divina melancolía, con sus claros ojos mirándolo
ansiosamente, como su con su sola fuerza pudiera
arrancarlo al dominio de las rejas. Le llevaba un
pollo, algunas naranjas, dulces y una marraqueta de
pan blanco. Un soldado examinó los manjares y los
entregó a Dicky. Pasa habló con la quietud de siempre,
brevemente, en el tono conmovedor y cristalino que le
era peculiar.

-Ángel de mi vida- le dijo-, no permitas que te


aparten mucho tiempo de mi lado. Tú sabes que no puedo
soportar la vida sin ti. Dime si puedo hacer algo para
ayudarte. Si no, esperaré… un poco. Mañana temprano
volveré.

1 En español en el original.

212
Descalzo para no molestar a sus compañeros de
prisión, Dicky se paseó toda la noche por la cárcel,
maldiciendo su falta de dinero y la causa de ello…,
sea cual fuere. Sabía perfectamente que el dinero le
habría proporcionado una inmediata liberación.

Durante dos días, Pasa acudió a la hora indicada


llevándole alimentos. Cada vez él le preguntaba con
ansiedad si le había llegado una carta o un paquete,
pero ella sacudía tristemente la cabeza.

Y la mañana del tercer día ella le llevó solamente


una pequeña marraqueta de pan. Sus ojos estaban
rodeados de un círculo oscuro; no obstante, parecía
tan tranquila como de costumbre.

-“By Jingo” -exclamó Dicky, que hablaba


indiferentemente en inglés o español según fuera su
capricho-. Esto es dieta seca, “muchachita”1. ¿Es esto
cuanto puedes conseguir para un infeliz en desgracia?

Pasa lo miró como la madre contempla a un niño


adorado, pero caprichoso.

-No lo mires tan mal -dijo en voz baja-, pues para


la próxima comida no tendrás nada. He gastado el último
“centavo”2.

Y se apoyó pesadamente en las rejas.

-Vende la existencia de la tienda. Acepta lo que


te den por ella.

-¿Acaso no lo he intentado ya? La he ofrecido en


la décima parte de su valor. Pero nadie me da un “peso”3

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.

213
por ella. Ni un “real”1 hay en este pueblo para ayudar
a Dickee Maloney.

Dicky apretó los dientes amenazadoramente.

-Eso es obra del comandante. Él es responsable de


este sentimiento -dijo-. Espera a que todos los naipes
estén sobre la mesa.

Pasa bajó la voz hasta dejarla en un murmullo.

-Y escucha, corazón de mi corazón -susurró-. Me


he esforzado en ser valiente, pero no puedo vivir sin
ti. Hace tres días ya…

Dicky divisó un débil fulgor acerado entre los


pliegues de su mantilla. Por primera vez ella vio su
rostro sin sonrisas, serio, amenazador y decidido. Pero
de pronto levantó una mano y la sonrisa lo iluminó como
un rayo de sol. La voz ronca de la sirena de un barco
repercutía en la bahía. Dicky llamó al centinela qu e
hacía guardia ante la puerta.

-¿Qué barco ha llegado?

-El “Catarina”.

-¿De la Compañía Vesubio?

-Sin duda, de esa compañía.

-Anda, “picarilla”2 -dijo alegremente a Pasa-.


Anda a ver al cónsul norteamericano. Dile que deseo
hablarle. Procura que venga inmediatamente. Y vamos,
déjame ver otra expresión en esos ojos, pues te prometo
que esta noche tu cabecita reposará sobre este brazo.

1 En español en el original.
2 En español en el original.

214
Transcurrió una hora antes de que llegara el
cónsul. Llevaba su sombrilla bajo el brazo y se
enjugaba nerviosamente la frente.

-Hablemos francamente, Maloney -comenzó agresivo-


. Ustedes creen que pueden armar cualquier lío y
esperan que yo se los soluciones todo. Yo no soy ni el
Ministerio de la guerra ni una mina de oro. Este país
tiene sus leyes, sabe, y una de ellas castiga la
agresión a los miembros de las fuerzas armadas. Ustedes
los irlandeses se meten continuamente en líos. No veo
qué puedo hacer. Si desea tabaco o periódicos para
pasar el rato…

-Hijo de Elías, no ha cambiado usted un ápice -le


interrumpió Dicky, con gravedad-. Acaba de pronunciar
un duplicado del discurso que pronunció cuando los
burros y los gansos de Koen se metieron al altillo de
la capilla y los culpables quisieron esconderse en su
pieza.

_¡Cielos! -exclamó el cónsul, ajustándose con


nerviosidad los lentes-. ¿Estuvo usted también en Yale?
¡Estaba usted en el grupo? No recuerdo a nadie con el
cabello rojo…, ninguno llamado Maloney. Son tantos los
universitarios que han malgastado su talento. Uno de
los mejores matemáticos de la clase del 91 está
vendiendo números de lotería en Beliza. Un tal Cornell
pasó por aquí hace un mes. Era mozo segundo a bordo de
un barco guanero. Escribiré al Ministerio se usted
quiere, Maloney. O si desea que le mande tabaco o
perió…

-No deseo sino una cosa -lo interrumpió Dicky-.


Vaya a decirle al capitán del “Catarina” que Dicky
Maloney quiere verlo tan pronto pueda acudir. Dígale
dónde estoy. Dese prisa. Eso es todo.

215
Contento de verse libre tan fácilmente, el cónsul
se apresuró a partir. El capitán del “Catarina”, un
robusto siciliano, no tardó en presentarse, y haciendo
a un lado sin ceremonias a los guardias, se acercó a
la puerta de la prisión. La Compañía Frutera Vesubio
tenía costumbre de proceder así en Anchuria.

-Lamento infinitamente, infinitamente, que esto


haya ocurrido -dijo el capitán-. Me colocó a sus
órdenes, señor Maloney. Se le procurará cuanto
necesite. Lo que usted diga se hará.

Dicky lo miró sin una sonrisa. Su cabello rojo no


restaba importancia a su actitud de severa dignidad,
mientras, imponente y tranquilo, lo escuchaba con los
labios estirados en una inflexible línea horizontal.

-Capitán De Lucco, creo que aún tengo fondos en


manos de su compañía…, amplios fondos personales.
Ordené un envío la semana pasada. El dinero no ha
llegado. Usted sabe lo que se necesita en este juego.
Dinero, dinero y más dinero. ¿Por qué no se me ha
enviado?

-Fue despachado por el “Cristóbal” -respondió De


Lucco, gesticulando-. ¿Dónde está el “Cristóbal?
Frente al Cabo Antonio lo encontré con un eje roto. Un
barco caletero lo llevaba a remolque a Nueva Orleáns.
Traje dinero, pues, pensé que debía necesitarlo usted
con urgencia. En este sobre hay mil dólares. Si
necesita más, se lo puedo procurar, señor Maloney.

-Por el momento basta -dijo Dicky, examinando el


sobre y observando el espesor de media pulgada de los
suaves y sucios billetes-. Los verdes rectangulares -
murmuró delicadamente, con una expresión diferente en
la mirada-. ¿Hay algo que no se pueda comprar con
ellos, capitán?

216
-Yo tuve tres amigos que poseían dinero -pronunció
De Lucco, que tenía ribetes de filósofo-. Uno de ellos
especuló en la Bolsa y ganó diez millones; otro está
en el cielo, y el tercero se casó con una mujer pobre
a quien amaba.

-La respuesta, entonces, sólo puede darla el


Todopoderoso, o Wall Street, o Cupido. Por lo tanto,
el dilema se mantiene.

-Esto -interrogó el capitán, abarcando con un


significativo gesto de la mano todo lo que rodeaba a
Dicky-, esto no…, no está… conectado con los negocios
de su tiendecita ¿verdad? ¿No ha fallado nada en sus
planes?

-No, no -replicó Dicky-. Esto es solamente el


resultado de un asunto privado, una digresión en mi
línea habitual de negocios. Se dice que para tener la
vida completa el hombre ha de conocer la miseria, el
amor y la guerra. Pero no van bien juntos, “mi
capitán”1. No, mis negocios no han fracasado. La
tiendecita progresa admirablemente.

Cuando el capitán se hubo marchado, Dicky llamó


al sargento de la cárcel y le preguntó:

-¿Estoy preso por la autoridad civil o militar?

-No rige ley marcial por el momento, señor.

-“Bueno”2. Ahora vaya o envíe por el “juez de paz


y el jefe de la Policía”3. Dígales que estoy dispuesto
a responder al punto a las exigencias de la justicia.

Y diciendo esto, introdujo en la mano del sargento


uno de los largos billetes verdes.

1 En español en el original.
2 En español en el original.
3 En español en el original.

217
Así volvió la sonrisa al rostro de Dicky, pues ya
sabía que estaban contadas las horas de su cautiverio.
Y canturreó al compás de los trancos del centinela:

ESTÁN COLGANDO A HOMBRES Y MUJERES POR FALTA DE


VERDADERO ELEMENTO

Esa noche Dicky se sentó junto a la ventana del


cuarto sobre la tienda, y muy cerca, su santita cosía
una sedosa y frágil labor. Dicky estaba pensativo y
serio. Su cabello rojo aparecía inusitadamente
revuelto. Pasa ansiaba peinarlo y ordenarlo, pero Dicky
no se lo permitía. Este examinaba atentamente una gran
cantidad de mapas, libros y periódicos que atestaban
su mesa, y pronto apareció entre sus cejas aquella
arruga perpendicular que tanto afligía a Pasa. De
pronto, ella se levantó, salió, regresó con su sombrero
y aguardó con él en las manos hasta que su esposo la
miró interrogador.

-Esto es aburrido para ti -le explicó ella-. Anda


y bebe vino blanco. Vuelve cuando hayas recobrado la
sonrisa que antes tenías. Eso es lo que quiero ver.

Dicky rió y abandonó sus papeles.

-Ya he traspuesto la etapa del vino blanco. A su


debido tiempo me sirvió. Al fin y al cabo, creo que
entró más por mis oídos que por mi boca. Pero no verás
más mapas y ceños fruncidos esta noche. Te lo prometo.
Ven.

Se sentaron a la ventana en un sofá de junco y


observaron los trémulos reflejos de las luces del
“Catarina” en la bahía.

De pronto Pasa emitió uno de sus poco frecuentes


trinos de risa posibles de ser oídos.

218
-Estaba pensando en las tonterías que imaginan las
muchachas -comenzó anticipándose a la pregunta de
Dicky-. Por haber asistido a un colegio de los Estados
Unidos, creía que debía tener ambiciones. Nada menos
que esposa del presidente podía satisfacerme. Y mira
tú, picarón, qué oscuro provenir me has ofrecido.

-No te desanimes -respondió Dicky, sonriendo-. Más


de un irlandés ha sido gobernante de algún país
sudamericano. Hubo un dictador en Chile llamado
O’Higgins. ¿Por qué no un presidente Maloney en
Anchuria? Dame la señal, “santita mía”1, y tomamos
parte en la carrera.

-¡No, no, no, pelirrojo temerario! -suspiró Pasa-


. Estoy satisfecha… ¡así!

“ROUGE ET NOIR”2

Se ha indicado ya que el mayor desafecto siguió a


la elevación de Losada a la presidencia. Este
sentimiento no cesaba de crecer. En todo el país se
observaba un espíritu de silencioso y profundo
descontento. Hasta el viejo Partido Liberal, al cual
Goodwin, Zavala y otros patriotas habían prestado su
ayuda, se sentía decepcionado. Losada no había logrado
convertirse en un ídolo popular. Nuevos impuestos,
nuevos derechos de importación y –más que todo- la
ultrajante tolerancia de la opresión ejercida por los
militares sobre la ciudadanía, lo convertían en el más
aborrecido de los presidentes desde el mandato del
despreciado Alforán. La mayoría de los miembros de su
propio gabinete estaba en pugna con él. El ejército,

1 En español en el original.
2 Rojo y negro. En francés en el original.

219
al cual había adulado confiriéndole autoridad de
tiranía, era hasta la fecha su poderoso apoyo.

Pero el más grave error político de su


administración fue colocarse en posición antagónica
con la Compañía Frutera Vesubio, dueña de doce barcos
y con un capital bastante superior a las deudas y el
haber reunidos de la república de Anchuria.

Era razonable suponer que una institución poderosa


como la Compañía Vesubio se irritaría al comprobar que
una nación insignificante y débil pretendía
explotarla. Así, pues, cuando los apoderados del
gobierno solicitaron un subsidio, se enfrentaron a una
cortés negativa. El presidente tomó inmediatamente
represalias aplicando un derecho aduanero de
exportación de un real por cabeza de plátano, hecho
sin precedentes en la historia de los países fruteros.
La Compañía Vesubio había invertido grandes sumas en
embarcaderos y plantaciones a lo largo de la costa de
Anchuria; sus agentes habían edificado espléndidos
hogares en las ciudades donde tenían oficinas y hasta
la fecha habían trabajado con la república en buena
armonía y con provecho para ambas. Esta perdería sumas
inmensas si la Compañía se veía obligada a trasladarse.
El precio de venta de los plátanos, desde Veracruz
hasta Trinidad, era de tres reales por cabeza. Este
nuevo impuesto de un real habría arruinado a los
plantadores de Anchuria y producido grandes trastornos
a la Compañía si ésta hubiera rehusado pagarlo. Pero,
por ciertos motivos, la Compañía Vesubio siguió
comprando la fruta anchuriana a cuatro reales, sin
permitir que los plantadores sufrieran la pérdida.

Este triunfo aparente engañó a su excelencia y la


hizo ambicionar más. Envió a un emisario para que
solicitara una entrevista con un representante de la
Compañía Frutera. La Vesubio envió al señor Franzoni,
un hombrecito rechoncho, alegre, siempre fresco y

220
constantemente silbando melodías de las óperas de
Vredi. El señor Espiridión, de las oficinas del
Ministerio de Hacienda, intentó llevar a cabo la
operación en beneficio de Anchuria. El encuentro tuvo
lugar en la cabina del “Salvador”, de la línea Vesubio.

El señor Espiridión inició las negociaciones


anunciando que el gobierno proyectaba la construcción
de un ferrocarril que cruzaría la zona aluvial de la
costa. Después de hacer hincapié en las ventajas que
este organismo aportaría a los intereses de la Compañía
Vesubio. Expuso la idea concreta de que una
contribución al costo de la vía férrea de, digamos,
unos 50,000 pesos, no superaría al equivalente de los
beneficios por recibir.

El señor Franzoni puso en duda que su Compañía


recibiera beneficio alguno del proyectado ferrocarril.
Como su representante, debía denegar una contribución
de cincuenta mil pesos, pero podía asumir la
responsabilidad de ofrecer veinticinco.

¿Debía entender el señor Espiridión que el señor


Fanzoni ofrecía veinticinco mil pesos?

De ninguna manera. Veinticinco pesos. Y de plata,


no de oro.

-¡Su ofrecimiento es una ofensa para mi gobierno!


–exclamó el señor Espiridión, levantándose indignado.

-Entonces, lo cambiaremos –dijo el señor Franzoni


en tono de advertencia.

El ofrecimiento no fue cambiado. ¿Se habría


referido al gobierno el señor Franzoni?

Los asuntos del gobierno de Anchuria se


encontraban en este estado cuando se abrió la temporada
de invierno en Coralio, al terminar el segundo año de

221
la administración de Losada. De tal manera que, cuando
el gobierno inició el éxodo anual hacia la playa, era
evidente que la llegada presidencial no sería celebrada
con interminables festividades. El 10 de noviembre er a
el día fijado para el arribo a Coralio de la alegre
sociedad capitalina. Un ferrocarril de trocha angosta
se extiende veinte millas hacia el interior desde
Solitas. La comitiva presidencial se traslada en coche
desde San Mateo al terminal de esta vía y continúa en
tren hasta Solitas. De aquí avanza en gran procesión
hacia Coralio, donde, el día de la llegada, abundan
fiestas y ceremonias. Pero en esta temporada, el 10 de
noviembre se anunció con un agorero amanecer.

No obstante haber terminado la época de las


lluvias, el día recordaba el neblinoso junio. Durante
toda la primera parte de la tarde cayó una fina garúa.
La comitiva entró a Coralio en medio de un extraño
silencio.

El presidente Losada era un hombre de cierta edad,


de barba gris y con un considerable porcentaje de
sangre india revelando en su cutis amarillento. Su
coche encabezaba la procesión, rodeado y protegido por
el capitán Cruz y su famoso grupo de cien jinetes de
caballería ligera, los “Cien Voladores”1. Lo seguía el
coronel Rocas, con un regimiento del ejército regular.

Los ojos penetrantes y oscuros del presidente


buscaron a su alrededor las esperadas manifestaciones
de bienvenida, pero sólo encontraron una población
impávida e indiferente. Los anchurianos son
espectadores por naturaleza y por costumbre. Esa tarde,
hasta el último individuo sano de la comunidad salió a
presenciar la escena, pero manteniendo un silencio
acusador. Llenaron las calles desde el borde mismo de
la huella de las ruedas hasta el alero de los rojos

1 En español en el original.

222
tejados, pero nadie pronunció un solo viva. Ni coronas
de palmas y ramas de limonero ni vistosas guirnaldas
de rosas de papel adornaban ventanas y balcones como
era costumbre. Se observaba una apatía, un clima de
hostil y callada reprobación, tanto más ominosa cuanto
más desconcertante. Nadie temía un estallido, la
rebelión de los descontentos, pues carecían de jefe.
Ni el presidente o aquellos que le guardaban lealtad
habían oído murmurar siquiera entre ellos un nombre
capaz de cristalizar la inquietud en una oposición
organizada. No, no había peligro. El pueblo se
procuraba siempre un nuevo ídolo antes de derribar al
antiguo.

Finalmente, al cabo de un fastuoso despliegue de


briosos caracoleos y galopes de mayores de rojas fajas,
coroneles recargados de oropel y generales cuajados de
charreteras, la parada formó para progresar en su
marcha anual por la calle Grande hacia la Casa Morena,
donde tenía siempre lugar la ceremonia de bienvenida
al presidente en visita.

La banda suiza precedía el cortejo. Tras ella se


pavoneaba el comandante, bien montado, encabezando un
destacamento de tropas. En su seguimiento avanzaba un
coche con cuatro miembros del gabinete, destacándose
entre ellos el Ministro de la Guerra, el anciano
general Pilar, con su bigote blanco y su porte marcial.
En seguida el carruaje del presidente, en el que lo
acompañaban los Ministros de Hacienda e Interior,
rodeado por los jinetes del general Cruz, formados en
apretadas filas dobles de a cuatro. Tras ellos avanzaba
el resto de los funcionarios de Estado, jueces y
militares distinguidos, y las luminarias sociales de
la vida pública y privada.

Junto con los primeros acordes de la música y al


iniciarse el movimiento, como un ave de mal agüero, el
“Valhalla”, el barco más veloz de la línea Vesubio,

223
entró majestuosamente a la bahía a plena vista del
presidente y su comitiva. Naturalmente no había nada
de amenazador en su llegada –una firma comercial no
declara la guerra a una nación-, pero su presencia
sirvió para recordar al señor Espiridión y algunos
otros personajes de la comitiva, que la Compañía
Frutera Vesubio debía tener algo entre manos.

En tanto que la cabeza del cortejo llegaba l


edificio gubernamental, el capitán Cronin del
“Valhalla”, y el señor Vicenti, miembro de la Compañía
Vesubio, ya habían desembarcado y se abrían camino con
gesto airoso, dominador y despreocupado por entre la
multitud que atestaba las angostas aceras. Vestidos de
lino blanco, fornidos, garbosos, con una expresión de
benévola autoridad, sus siluetas se destacaban
predominantes sobre la masa oscura de insignificantes
anchurianos, a medida que avanzaban hasta situarse a
pocos metros de distancia de la Casa Morena. Mirando
libremente por encima de la muchedumbre, divisaron a
otro personaje que sobrepasaba por mucho a los pequeños
nativos. Era la hermosa cabeza de Dicky Maloney, junto
al muro, al lado de la primera grada, y su ancha y
seductora sonrisa demostraba que también había
observado la presencia de los dos extranjeros.

Dicky se había acomodado para la ocasión con un


hermoso traje negro. Pasa estaba a su lado, con la
cabeza cubierta por la eterna mantilla negra.

El señor Vicenti la observó detenidamente.

-Una madona de Botticelli –murmuró gravemente-.


¿Cuándo habrá entrado en la combinación? No me gusta
que se mezcle con mujeres. Tenía la esperanza de que
se mantuviera alejado de ellas.

La carcajada del capitán Cronin casi arrebató la


atención que se dedicaba a la parada.

224
-¡Con esa cabeza pelirroja! ¡Guardarse de las
mujeres! ¡Y un Maloney por añadidura! ¿Acaso no tiene
una licencia? Pero, disparates aparte ¿cuál es tu
opinión en este asunto? Esta es una clase de aventuras
que no pertenecen a mi ramo.

Vicenti volvió a observar la cabeza de Dicky, y


sonrió.

-Rojo y negro –dijo-. Ahí lo tienes. Apostad,


señores. Nuestro dinero va al rojo.

-El juego del muchacho –dijo Cronin, lanzando una


encomiástica mirada a la alta y bien plantada figura
junto a las gradas-. Pero, para mí, esto es teatro de
aficionados. El diálogo es superior al escenario. El
ambiente huele a gasolina y ellos son su propio
auditorio y hasta tramoyistas.

Callaron, pues el general Pilar había descendido


del primer carruaje y ocupado su sitio en lo alto de
la gradería de la Casa Morena. Como miembro más antiguo
del gabinete, la costumbre establecía que fuera él
quien pronunciara el discurso de bienvenida,
ofreciendo las llaves de la residencia oficial, al
presidente, al terminar.

El general Pilar era uno de los ciudadanos más


distinguidos de la república. Héroe de tres guerras y
de innumerables revoluciones, era huésped honrado en
cortes y campamentos europeos. Orador elocuente y amigo
del pueblo, representaba el más elevado tipo de
anchuriano.

Sosteniendo en su mano las llaves doradas de la


Casa Morena, inició su discurso con un recuento
histórico en el cual rememoraba cada administración y
los progresos de la civilización y la prosperidad desde
las primeras luchas por la libertad hasta la fecha. Al
tocar turno al régimen del presidente Losada, cuando,

225
según todo precedente debía pronunciar un elogio a su
hábil gestión y la felicidad del pueblo, el general
Pilar se detuvo. Entonces, silenciosamente, levantó
las llaves sobre su cabeza, mirándolas atentamente. La
cinta que las ataba se agitó al viento.

-Aun sopla la brisa -gritó exaltadamente el


orador-. Ciudadanos de Anchuria, demos gracias al
cielo, que esta noche el aire de nuestra patria es
libre.

Dando por terminado así el párrafo correspondiente


a la administración de Losada, dedicó bruscamente su
atención a la de Olivarra, el más popular de los
gobernantes anchurianos. Olivarra había sido asesinado
nueve años antes, en toda la flor de la vida y la
actividad. Una facción del Partido Liberal, dirigida
por el propio Losada, fue acusada del crimen. Culpable
o no, esto sucedió ocho años antes que el ambicioso e
intrigante Losada lograra su objetivo.

Sobre este tema desbordó la elocuencia del general


Pilar. Con mano amorosa esbozó el retrato del benéfico
Olivarra. Recordó al pueblo la paz, la seguridad y la
dicha de que disfrutara durante aquel periodo. Rememoró
con vívido detalle y significativo contraste la última
estadía invernal del presidente Olivarra en Coralio,
cuando su aparición en las fiestas era la señal para
prorrumpir en atronadores vivas de amor y aprobación.

Siguió a esto la primera manifestación de


sentimiento en el pueblo. Un rumor bajo y sostenido
cundió por él, como las olas bajas a lo largo de la
playa.

-Diez dólares contra una cena en el Saint Charles


a que rojo gana –observó el señor Vicenti.

-Nunca apuesto contra mis propios intereses –


contestó el capitán Cronin, encendiendo un cigarro-.

226
Es un hombre de mucho ánimo para su edad. ¿Qué dice
ahora?

-Mi español corre a razón de diez palabras por


minuto –respondió Vicenti-. Y él anda por las
doscientas. No importa qué dice. Lo primordial es que
esté entusiasmando al público.

-Hermanos y amigos –decía el general Pilar-. Si


pudiera extender mi mano más allá del lamentable
silencio sepulcral de Olivarra el bueno, hacia el
gobernante que fue uno de vosotros, cuyas lágrimas se
derramaron sobre vuestro dolor y cuyo júbilo ac ompañó
vuestras alegrías, lo traería nuevamente ante
vosotros. Pero… Olivarra ha muerto…, ¡muerto por las
manos de un cobarde asesino!

El orador se volvió y clavó con audacia los ojos


en el carruaje del presidente. Su brazo permanecía
levantado como para dar énfasis a su peroración. El
presidente escuchaba atónito este extraordinario
discurso de bienvenida. Estaba sentado en lo más hondo
del asiento, temblando de rabia y mudo de sorpresa,
sus morenas manos crispadas sobre los cojines del
coche.

Irguiéndose prontamente, extendió el brazo hacia


el orador y gritó una enérgica orden al capitán Cruz.
El jefe de los “Cien Voladores”1, sentado inmóvil sobre
su cabalgadura, con los brazos cruzados sobre el pecho,
no dio señales de haber oído. Losada volvió a hundirs e
en su asiento, súbita palidez invadiendo sus oscuros
rasgos.

-¿Pero quién asegura que Olivarra ha muerto? –


gritó bruscamente el orador, su voz, no obstante la
edad, sonora como el llamado de una trompeta-. Su
cuerpo yace en la tumba, pero al pueblo que a mó legó

1 En español en el original.

227
su espíritu. Y, más aún, su sabiduría, su valor, su
bondad. Y, más aún, su juventud, su imagen… Pueblo de
Anchuria, ¿has olvidado a Ramón, el hijo e Olivarra?

Observadores atentos, Vicenti y Cronin vieron a


Dicky Maoney sacarse el sombrero, arrancarse la peluca
pelirroja, subir a saltos la escalinata y situarse
junto al general Pilar. El Ministro de la Guerra rodeó
con su brazo los hombros del joven. Todos los que
habían conocido al presidente Olivarra reconocieron su
actitud leonina, su misma expresión franca e intrépida,
su misma expresión franca e intrépida, su misma frente
alta con la línea peculiar del cabello, crespo y
renegrido. El general Pilar era un experimentado
orador. Aprovechó ese momento de suspenso silencio que
precede a las tormentas.

-Ciudadanos de Anchuria –clamó, sosteniendo en


alto las llaves de la Casa Morena-. Estoy aquí para
entregar estas llaves, las llaves de vuestra libertad
y vuestros hogares, al presidente que elijáis. ¿He de
entregarlas al asesino de Olivarra o al hijo de
Olivarra?

-¡Oliverra, Olivarra! –aulló y bramó la multitud.

Todos vociferaban el nombre mágico, hombres,


mujeres, niños y papagayos. El entusiasmo no se
limitaba a la sangre de la masa. El coronel Rojas subió
las gradas y, en un gesto teatral, depositó su espada
a los pies del joven Ramón Olivarra. Cuatro miembros
del gabinete lo abrazaron. El capitán Cruz dio una
orden y veinte de los “Cien Voladores” desmontaron y
formaron cordón junto a la escalinata de la Casa
Morena.

Pero Ramón Olivarra escogió ese momento para


revelar su genio y su innata habilidad política. Hizo
a un lado los soldados y bajó las gradas hacia la

228
calle. Allí, sin perder su dignidad o la distinguida
elegancia que le deparaba la pérdida de su cabello
rojo, acogió en su pecho a todo el proletariado; los
descalzos, los sucios los indios, los caribes, los
bebés, los mendigos, ancianos jóvenes, santos,
soldados y pecadores, sin olvidar a ninguno.

Mientras se desarrollaba este acto del drama, los


tramoyistas se afanaban cumpliendo las órdenes
recibidas. Dos de los dragones de Cruz se apoderaron
de las riendas de los caballos de Losada; otros
formaron una guardia tupida alrededor del carruaje y
así se alejaron al galope, con el tirano y sus dos
impopulares ministros. Sin duda, se les había preparado
un alojamiento. No faltan en Coralio los departamentos
de piedra bien provistos de sólidas rejas.

-Gana el rojo –pronunció el señor Vicenti,


encendiendo otro cigarro.

Hacía ya un rato que el capitán Cronin observaba


con insistencia los alrededores de la escalinata.

-Buen muchacho! –exclamó de repente con alivio-.


Temía su Katheen Mavourneen.

El joven Olivarra había subido las gradas y


cambiado algunas frases con el general Pilar. Luego,
este distinguido veterano descendió a la calle y se
acercó a Pasa, que aún permanecía atónita en el lugar
donde Dicky la dejara. Con su emplumada gorra en la
mano y medallas y condecoraciones cubriéndole de brillo
el pecho, el general le habló, ofreciéndole el brazo,
y juntos subieron hacia la Casa Morena. Entonces Ramón
Olivarra avanzó hacia ella y le cogió ambas manos en
presencia de todo el pueblo.

Y mientras por todos lados estallaban nuevos


gritos de júbilo, el capitán Cronin y el señor Vicenti

229
se encaminaron hacia la playa donde los esperaba su
bote.

-Habrá otro presidente “proclamado”1 por la mañana


–dijo Vicenti pensativo-. Por lo general, no son tan
de confiar como los elegidos, pero este muchacho parece
tener buena pasta. El planeó y dirigió toda la campaña.
La viuda de Olivarra, como has de saber, era muy rica.
Después que su marido fue asesinado, se fue a los
Estados Unidos, donde educó a su hijo en Yale. La
Compañía Vesubio hizo una investigación hasta dar con
él y lo apoyó en esta jugada.

-Es maravilloso poder, en estos días, derrocar un


gobierno y colocar otro en su lugar, a su antojo –
comentó Cronin, en tono ligeramente irónico.

-¡Oh!, no es más que cuestión de dinero –aseguró


Vicenti, deteniéndose a ofrecer la colilla de su
cigarro a un mono que se balanceaba en un limo-. Y eso
es lo que mueve al mundo moderno. No se podía tolerar
ese real suplementario en el precio de los plátanos.
Escogimos el camino más corto para desembarazarnos.

DOS RECUERDOS

Me quedan aún tres deberes por cumplir antes de


permitir que el telón caiga sobre el mosaico de esta
comedia. Dos promesas he cumplido; la tercera no es
menos obligatoria.

En el programa de esta opereta tropical se


prometió dejar en claro los motivos por los cuales
perdió su puesto Shorty O’Day, de la Agencia de
Detectives Columbia. También se aseguró que Smith

1 En español en el original.

230
regresaría a contarnos cuál fue el misterio cuyas
huellas siguió aquella noche en Anchuria, cuando regó
de múltiples colillas el pie de la palmera durante su
solitaria vigilia en la playa. Esto se prometió, pero
queda aún por cumplir algo más importante: la
reivindicación de un delito aparente según se presenta
por el orden en los sucesos (verídicamente relatados).
Y la voz de un monologuista cumplirá con estas tres
promesas.

Dos hombres estaban sentados sobre un grueso


durmiente de un desembarcadero del North River, en la
ciudad de Nueva York. Un barco recién llegado del
trópico descargaba plátanos y naranjas. De vez en
cuando, uno o dos plátanos se desprendían de un racimo
demasiado maduro, y uno de los hombres avanzaba con
pesados pasos, recogía la fruta y regresaba a
compartirla con su compañero. Uno de estos individuos
se encontraba en el último grado de decadencia. La
lluvia, el viento y el sol habían deteriorado sus ropas
hasta el límite de lo posible. En sus rasgos se
percibían claramente los estragos del alcohol. Sin
embargo, sobre su nariz rabicunda y de alto puente
cabalgaba ostentosamente un par de relucientes e
impecables gafas ribeteadas de oro.

El otro no había avanzado tanto por el ancho


camino de los inadaptados. La flor de su virilidad se
había reducido a una semilla, semilla que probablemente
ningún terreno ayudaría a germinar. Pero en su ruta
quedaban aún encrucijadas que acaso lo condujeran a
los campos de la eficiencia, sin necesidad de esperar
la obra insólita de un milagro. Este era un hombre de
corta estatura y recia complexión. Tenía unos ojos
oblicuos de mirar solapado, como la luz entornada de
un foco, y los bigotes de u tabernero. Ya conocemos
esta mirada y los mostachos y, y sabemos que el Smith
del lujísimo yate, del extraño atavío, de la misteriosa

231
misión del mágico desaparecimiento, ha regresado,
aunque privado de los accesorios de su situación
anterior.

Al tercer plátano, el hombre de los anteojos lo


escupió lejos con un estremecimiento.

-¡El diablo cargue con la fruta! –exclamó con


patricio tono de protesta-. Dos años viví donde éstos
crecen. El recuerdo de su sabor me persigue. Las
naranjas no son tan malas. Ve si puedes conseguirte un
par, O’Day, cuando suba de nuevo el cesto roto.

-¿Viviste tú con los monos? –preguntó el otro


experimentando con la tibieza del sol y la merienda de
jugosas frutas un bienestar que alentaba su locuacidad -
. Yo también estuve allá una vez. Pero sólo por unas
horas. Eso sucedió cuando estaba en la Agencia de
Detectives Columbia. Los monos me engañaron. Todavía
tendría un puesto si no fuera por su culpa. Te contaré
lo que pasó.

“Un día el jefe mandó una nota a la oficina en


que decía: “Envíenme inmediatamente a O’Day para un
asunto importante”. En aquel tiempo yo era el detective
más sensacional de la Agencia. Siempre se me encargaban
los casos principales. La dirección desde donde
escribía el jefe se encontraba en el distrito de Wall
Street.

“Cuando llegué allí, lo encontré en una oficina


privada con una cantidad de directores que parecían
muy preocupados. Me explicaron el caso. El presidente
de la Compañía de Seguros “La República” había zarpado
con más o menos un décimo de millón en billetes
contantes y sonantes. Los directores necesitaban
urgentemente echarle el guante, pero más aún les
interesaba el dinero. Decían que lo necesitaban. Habían
logrado seguir los movimientos del fugitivo señor hasta

232
el momento en que se embarcó, en esa misma mañana, en
un barco frutero con destino a América del Sur,
acompañado de su única hija y una gran valija de mano…,
constituyendo esto toda su familia.

“Uno de los directores tenía su yate bien provisto


y con los fuegos ya encendidos, pronto a partir al
instante. Así lo pudo a mi disposición, carte blanche.
Cuatro horas más tarde me encontraba a bordo siguiendo
a toda máquina el rastro al frutero. Tenía una idea
bastante clara del rumbo que seguiría el viejo
Wahrfield… Este era su nombre: J. Churchill Wahrfield.
En aquel tiempo existía un tratado de extradición en
el que figuraban casi todos los países extranjeros,
con la sola excepción de Bélgica y aquella platanar
república de Anchuria. No se había podido conseguir
una fotografía del viejo Wahrfield en todo Nueva York
–en esto fue muy astuto-, pero yo tenía una detallada
descripción de su persona. Además, la mujer que lo
acompañaba era un detalle delator en cualquier sitio.
Era una de las grandes figuras sociales. No de aquellas
que salen en las ediciones dominicales de los
periódicos, sino de las auténticas que inauguran
exposiciones de crisantemos y bautizan acorazados.

“Bueno, pues, ni una sola vez divisamos el frutero


durante la travesía. El océano es más grande de lo que
imaginamos y me figuro que para cruzarlo debimos tomar
caminos diferentes. Sin embargo, no dejamos de avanzar
hacia Anchuria, hacia donde debía dirigirse el barco
frutero.

“Una tarde, a las cuatro más o menos, llegamos a


la costa de los monos. En la bahía divisamos un barco
del desgraciado aspecto, cargando plátanos. Los monos
trasladaban el cargamento en grandes barcazas. Bien
podía ser éste el barco del viejo como podía no serlo.
Bajé a la playa para dar un vistazo. El panorama era
muy lindo. Nunca lo he visto mejor ni en los teatros

233
neoyorquinos. En la playa encontré a un yanqui, un tipo
alto y desparpajado, que estaba allí entre los monos.
Él me indicó la oficina del cónsul. Este era un buen
muchacho. Me dijo que el frutero era el “Karlsefin”,
pero que en el último viaje había llevado un cargamento
a Nueva York. Entonces tuve la seguridad de que mi
hombre venía a bordo, aunque todo el mundo me aseguraba
que no había desembarcado ningún pasajero. No me
parecía probable que lo hiciera hasta después de
anochecer, pues posiblemente lo habría intimidado la
presencia de mi yate en la bahía. No tenía, pues, más
que esperar y cogerlos cuando llegaran a la playa. Yo
no podía detener al viejo Wahrfield sin los documentos
para la extradición, pero mi propósito era apoderarme
del dinero. Esos tipos, por lo general, se rinden
fácilmente cuando se les sorprende cansados,
extenuados y con los nervios flojos.

“Después de oscurecer, me senté bajo un cocotero


por un rato y más tarde me fui a dar una vuelta e
inspeccionar un poco la ciudad. Era como para espantar
a cualquiera. Sin duda era más sensato permanecer en
Nueva York y ser honrado, que irse a deslumbrar con un
millón a esa ciudad de monos.

“Sucias casuchas de barro; el pasto a la altura


de los tobillos; mujeres con grandes escotes y mangas
cortas fumando cigarros por las calles; sapos
gigantescos croando con la fuerza de una bomba
corriendo a un incendio; montañas inmensas desgranando
cascajo en los patios traseros, mientras el mar lamía
la pintura de las puertas… No, señor, era preferible
vivir en la patria de la caridad pública y no allí.

“La calle principal corría paralela a la playa, y


yo bajé por ellas y luego torcí por un callejón donde
las casas eran de bambú y paja. Quería ver qué hacían
los monos cuando no andaban trepados a los cocoteros.
Pero en la primera choza en que me miré vi a mi gente.

234
Seguramente habían desembarcado mientras yo andaba
paseando. Era un hombre de unos cincuenta años, con un
rostro suave, gruesas cejas y vestido de negro, con un
aspecto que le hacía a uno pensar que estaba a punto
de preguntar: “¿Podría contestar a esto alguno de los
niños de la escuela dominical?” Llevaba en la mano una
valija que debía tener el peso de una docena de
ladrillos de oro, y una muchacha estupenda –un
verdadero primor- estaba sentada en una silla de
madera. Una anciana negra servía el café y fréjoles
sobre una mesa. La luz que los iluminaba provenía de
un farolillo colgado de un clavo. Avancé, me situé en
la puerta y cuando me miraron, dije:

“-Señor Wahrfield, es usted mi prisionero. Espero,


por la dama aquí presente, que tome las cosas
razonablemente. Usted ya sabe por qué lo detengo,
¿verdad?

“-¿Quién es usted? –me preguntó el viejo


caballero.

“-Soy O’Day, de la Agencia de Detectives Columbia.


Y ahora, señor, permítame darle un buen consejo.
Regrese y acepte el medicamento como un hombre cabal.
Devuelva el dinero y tal vez le suelten sin cargar
mucho la mano. No ponga dificultades e intervendré en
su favor. Le doy cinco minutos para decidir.

“Saqué mi reloj y esperé.

“Entonces la dama entró en escena. Era una


auténtica aristócrata. Bien se veía, por la forma de
vestir y sus modales, que la Quinta Avenida se había
hecho para ella.

“-Entre –me dijo-. No se quede en la puerta


escandalizando la calle con su traje. Ahora díganos
qué quiere.

235
“-Han pasado tres minutos –observé-. Se lo diré
mientras transcurren los dos restantes. Usted reconoce
ser el presidente de “La República”, ¿verdad?

“-Lo soy –contestó él.

“-Bueno, entonces las cosas están claras –declaré-


. En Nueva York se necesita al señor J. Churchill
Wahrfield, presidente de la Compañía de Seguros “La
República”. Y también los fondos pertenecientes a esta
compañía, que se encuentran en esa valija e ilegalmente
en poder del dicho J. Churchill Wahrfield.

“-¡O-o-oh! –exclamó la mujer como reflexionando-


. ¿Así es que usted quiere llevarnos de vuelta a nueva
York?

“-Llevar al señor Wahrfield. Contra usted no hay


acusación alguna, señorita. Naturalmente, no se
opondrá nadie si usted desea regresar con su padre.

“De pronto la joven lanzó un grito y echó los


brazos al cuello del viejo señor.

“-¡Oh, padre, padre! –exclamó con voz de contrato-


. ¿Es posible que sea verdad? ¿Has tomado dinero que
no es tuyo? ¡Habla, padre!

“Daba escalofríos escuchar aquel trémolo final en


su voz.

“El hombre parecía bastante confundido cuando ella


lo increpó así. Pero ella continuó murmurando en su
oído y dándole palmaditas en el hombro hasta que se
calmó, aunque el sudor le brotaba abundantemente de la
frente.

“Ella se lo llevó a un rincón y hablaron un


momento; luego él se caló unos anteojos con borde de
oro, avanzó y me entregó la valija.

236
“-Señor detective –me dijo con la voz un tanto
quebrada-. He decidido regresar con usted. He llegado
a la conclusión de que la vida en esta costa desolada
y triste sería peor que la muerte misma. Regresaré y
confiaré en la benevolencia de la Compañía “La
República”- ¿Ha traído alguna oveja?1

“-¿Oveja? –exclamé-. Ni una sola.

“-Barco –intervino la dama-. No haga chistes. Papá


es de origen alemán y no habla muy bien el inglés.
¿Cómo llego usted aquí?

“La mujer parecía muy afectada. Se cubría el


rostro con un pañuelo y repetía a cada momento: “¡Oh,
padre, padre!” Se dirigió a mí y posó su alta mano
sobre el traje que tato le chocara al principio. Le
dije que había llegado en un yate particular.

“-Señor O’Day –pronunció-. ¡Oh! Sáquenos


inmediatamente de este espantoso país. ¿Lo puede hacer?
¿Lo hará usted? Diga que sí…

“-Lo intentaré –respondí disimulando que me moría


de deseos de llevarlos a alta mar antes de que
cambiaran de opinión.

“Una de las cosas a la que ambos se resistieron


fue a cruzar la ciudad en dirección al sitio donde
esperaba el bote. Aseguraron que temían una leve
esperanza de que la cosa no apareciera en los
periódicos. Juraron que no partirían a menos que me
las arreglara para trasladarlos al yate sin que nadie
se percatara. Así, pues, no tuve más remedio que
acceder y darles en el gusto.

“Los marineros que me habían conducido a la costa


estaban jugando billar en un bar junto a la playa, en

1 Juego de palabras. Ship y sheep, barco y oveja.

237
espera de órdenes, y yo propuse hacerlos conducir el
bote a una media milla de distancia a lo largo de la
costa, donde nos encontrarían. Lo difícil sería
llevarles el recado, pues no podía dejar la valija con
los prisioneros y tampoco podía llevarla conmigo, de
temor que los nativos me jugaran una mala pasada.

“la joven dijo entonces que la anciana negra


podría llevarles mi mensaje. Me senté a redactar la
nota y se la entregué a ésta con amplias instrucciones
y ella me sonrió como un gorila sacudiendo la cabeza.

“Entonces el señor Wahrfield soltó una retahíla


en dialecto extranjero y ella asintió repetidamente,
diciendo “Sí, señor” una cincuenta veces y luego se
marchó con el mensaje.

“-La vieja Angustia sólo entiende alemán –me


informó la señorita Wahrfield, sonriendo-. Nos
detuvimos en su casa para preguntarle dónde podríamos
alojarnos, pero ella insistió en que tomáramos café.
Nos ha contado que fue criada de una familia en Santo
Domingo.

“-Es muy posible –observé-. Pero a mí me pueden


matar por una palabra en alemán que no sea nix verstay
o noch einst1. Si me hubieran dado a adivinar, habría
dicho que ese “Sí, señor” era francés.

“Más tarde los tres salimos y dimos la vuelta por


las afueras del pueblo para no ser vistos. Nos costó
bastante avanzar por la maraña de enredaderas,
helechos, arbustos, platanares y toda la vegetación
tropical de aquel lugar. Los suburbios de ese villorrio
de monos eran tan salvajes como algunos sitios de
Central Park. Salimos a la playa a una buena media
milla de distancia. Un tipo moreno dormía bajo un
cocotero con un mosquete de diez pies de largo a su

1 Verstche nicht, no comprendo. Noch eins, uno más. –(N. del T.).

238
lado. El señor Wahrfield tomó el arma y la lanzó al
mar.

“-La costa está vigilada –dijo-. Las revueltas y


los complots maduran como la fruta.

“señaló al hombre, profundamente dormido.

“-De este modo cumplen su deber. ¡Niños!

“Divisé nuestro bote que avanzaba; entonces


encendí un fósforo y prendí fuego a un trozo de diario
para que ubicaran dónde estábamos. Treinta minutos más
tarde subíamos a bordo.

“lo primero que hicimos –el señor Wahrfield, su


hija y yo- fue trasladar la valija a la cabina del
dueño del yate y hacer un inventario. Contenía ciento
cinco mil dólares en billetes del Tesoro de los Estados
Unidos; además, una cantidad de joyas, brillantes y
unos doscientos cigarros habanos. Devolví éstos al
señor, junto con un recibo por el resto de los bienes,
como agente representante de la compañía, hecho lo
cual, guardamos todo en mi departamento privado.

“Nunca he hecho un viaje más agradable. Cuando


estuvimos en alta mar, la joven reveló el más alegre
de los caracteres. La primera vez que nos sentamos a
cenar y el criado llenó su copa con champaña –el yate
de ese director era un verdadero Waldorf Astoria
flotante-, la veo que me hace un guiño y dice:

“-¿Qué se saca un rumiar las penas, señor policía?


Bebo porque viva usted tan largo, que pueda comerse a
la gallina que picotee sobre su tumba.

“Había un piano a bordo y ella se sentaba a tocarlo


y cantaba mejor de lo que en muchos casos uno paga por
oír. Sabía cerca de nueve óperas enteras de memoria.
No cabe duda que tenía bon ton y era estupenda.

239
“No era de aquellas que lo hacen a uno sentirse
fuera de ambiente. Podría figurar con ventaja en la
lista de las menciones honrosas.

“También el vejete mejoró mucho en el trayecto.


Ofrecía sus cigarros y un día me dijo jovialmente en
medio de una nube de humo:

“-Señor O’Day, tengo la idea de que la Compañía


“La República” no será muy severa conmigo. Cuide bien
la valija con el dinero, señor O’Day, pues, cuando
lleguemos, tendré que devolverles lo que les pertenece.

“Cuando desembarcamos en Nueva York, telefoneé al


jefe para que nos encontráramos en la oficina del
director. Tomamos un taxi y nos trasladamos allá. Yo
llevaba la valija y, cuando entramos, tuve el placer
de comprobar que el jefe había reunido al mismo grupo
de talegos de plata con rostros rosados y chalecos
blancos para que presenciaran nuestra entrada. Coloqué
la maleta sobre la mesa.

“-Aquí está el dinero, jefe.

“-¿Y el prisionero? –preguntó él.

“Señalé al señor Wahrfield y éste avanzó diciendo:

“-¿Me hace el honor de escuchar algunas palabras


de explicación, señor?

“Él y mi jefe entraron a otra oficina y estuvieron


allí diez minutos conversando. Cuando salieron, mi jefe
estaba más negro que una tonelada de carbón.

“-¿Tenía esta valija en su poder este señor, la


primera vez que lo vio? –me preguntó.

“El jefe cogió la maleta, la entregó al prisionero


con una venía y preguntó al grupo de directores:

“-¿Conoce alguno de ustedes a este caballero?

240
“Todos sacudieron negativamente sus cabezas
rosadas.

“-Permítanme presentarles al señor Miraflores,


presidente de la república de Anchuria –continuó-. Este
caballero ha accedido gentilmente a olvidar esta
ultrajante equivocación, con la condición de que nos
preocupemos de protegerlo de las molestias del
comentario público. Es una gran bondad de su parte
perdonar un insulto que podría acarrear un conflicto
internacional. Creo que debemos prometerle,
agradecidos, el mayor secreto en este asunto.

“Se produjo entonces un rosado gesto de


aquiscencia.

“O´Day –se dirigió en seguida a mí-. Como


detective privado es usted un fracaso. En una guerra,
cuando es una hazaña secuestrar al mandatario de un
país, usted no tendría precio. Pase por mi oficina a
las once.

“Ya sabía yo lo que eso quería decir.

“-¿Conque éste es el presidente de los monos? –


pregunté-. ¿Y por qué no me lo dijo entonces?

“¿No te habrías vuelto loco de rabia?

EL VITAGRAFOSCOPO

La opereta es intrínsecamente episódica y


discontinua. Los espectadores no esperan un desenlace.
Les basta con la trama trunca que cada cuatro presenta.
A nadie le importa cuántos amores haya tenido la
cantante, con tal que pueda afrontar
satisfactoriamente las candilejas y sostener una o dos

241
notas altas. Al auditorio no le importa que los perros
saltarines vayan a parar a la perrera apenas hayan
terminado con la última pirueta. No desean que se les
distribuyan boletines médicos con la historia clínica
de las posibles heridas sufridas por el ciclista
humorístico que se retira de la escena lanzándose de
cabeza sobre un montón de platos (propios) de
porcelana. Tampoco consideran que sus asientos de
platea les confieren el derecho de ser informados sobre
si existe o no algún sentimiento entre la solista de
banjo y el monologuista irlandés.

Por lo tanto, no levantaremos el telón para


revelar el cuadro de los amantes venturosos sobre un
fondo de villanías derrotadas y deslucido por los
grotescos y besucones intérpretes de la criada y el
mozo, cuadro que podría ofrecerse como un mendrugo a
los cerberos de las localidades baratas.

Pero nuestro programa ha de terminar con uno o dos


cuadros… y en seguida a salir. Todo aquel que presencie
el espectáculo hasta el final podrá descubrir, si lo
desea, el hilo sutil que une, aunque
imperceptiblemente, esta historia que, posiblemente,
sólo la morsa entienda:

Extracto de una carta del primer vicepresidente


de la Compañía de Seguros “La República”, de Nueva
York, a Frank Goodwin, de Coralio, República de
Anchuria.

Mi estimado señor Goodwin:

Ha llegado a nuestras manos su comunicación


enviada por intermedio de los señores Howland y
Fourchet, de Nueva Orleáns. También recibimos su letra
sobre Nueva York, por 100.000 dólares, monto de los
fondos substraídos a la caja de esta compañía por el
difunto J. Churchill Wahrfield, su ex presidente…

242
Los empleados y directores se unen a mí para
transmitirle los sentimientos de nuestra sincera
estimación y agradecimientos por su pronto y apreciado
envío de la suma total perdida, hecho ocurrido antes
de transcurridos los quince días de su
desaparecimiento… Le puedo asegurar que no se permitirá
la menor publicidad en este asunto… Lamentamos
profundamente la muerte voluntaria del señor
Wahrfield, pero… Lo felicitamos por su matrimonio con
la señorita Wahsrfield…, infinitos encantos, modales
seductores, naturaleza noble y femenina y situación
envidiable dentro del mejor círculo de la sociedad
metropolitana…

Cordialmente suyo,

LUCIUS E. APPLEGATE.

Primer vicepresidente de la Com-


pañía de Seguros “La República”.

EL VITAGRAFOSCOPO

(Cinema)

La última salchicha

Escena: Taller de un artista. El artista, un


hombre joven, de aspecto preocupado, aparece sentado
en actitud de desaliento y con la cabeza apoyada en la
mano, rodeado de gran cantidad de bosquejos. En medio
del estudio se ve una cocinilla a parafina sobre una
caja de madera. El artista se levanta, se aprieta el
cinturón y enciende la cocinilla. Se dirige hacia una
caja de latón, oculta a medias por un biombo; saca una
solitaria salchicha, da vueltas la caja para demostrar
que no queda nada más y echa la salchicha en una sartén

243
que coloca sobre el hornillo. En ese momento la llama
se apaga indicando que se ha acabado la parafina. Con
evidente desesperación, el artista coge la salchicha
en un violento acceso de furor y la lanza lejos. En
ese preciso instante se abre la puerta y un hombre que
entra recibe, naturalmente, el impacto en la nariz.
Parece lanzar exclamaciones y se le ve ejecutar
vigorosamente uno o dos pasos de danza. El recién
llegado es un individuo de rasgos toscos, dinámico, de
expresión astuta y, al parecer, de ascendencia
irlandesa. En seguida se le ve reír inmoderadamente;
da una patada al hornillo y descarga vehementes
palmadas sobre la espalda del artista (que trata en
vano de cogerle la mano). Luego procede a una
pantomima, durante la cual el espectador inteligente
comprenderá que ha adquirido fuertes sumas de dinero
cambiando tachuelas de metal y navajas por polvillo de
oro entre los indios en la cordillera. Saca de su
bolsillo un fajo de billetes grueso como una marraqueta
de pan y lo agita sobre su cabeza, haciendo
simultáneamente el gesto de beber una copa. El artista
se apresura a coger su sombrero y ambos abandonan el
taller.

Letras sobre la arena

Escena: La playa en Niza. Una mujer hermosa y


joven aún, exquisitamente ataviada, complaciente,
serena, está reclinada a la orilla del mar dibujando
perezosamente unas letras sobre la arena con la punt a
de su quitasol de seda. Su tipo de belleza es original
y atrevido; su lánguida actitud es de aquellas que uno
presiente momentáneas y se espera, anhelante, verla
saltar, deslizarse o gatear como una pantera que
inesperadamente se ha quedado inmóvil. Escribe

244
perezosamente en la arena y a palabra que siempre
repite “Isabel”. A pocos metros de distancia se ve a
un hombre sentado. Se adivina que son compañeros,
aunque ya no camaradas. Su rostro es moreno, suave y
casi inescrutable…, pero no del todo. Hablan poco. El
hombre también escribe sobre la arena con su bastón. Y
la palabra trazada es “Anchuria”. Y luego contempla la
línea donde el Mediterráneo y el cielo se mezclan en
su mirada con la muerte.

La selva y tú

Escena: Los límites de las tierras de un


latifundista en un país tropical. Un indio anciano de
rostro de caoba limpia las hierbas que invaden una
tumba junto a un campo mangles. Se levanta y camina
lentamente hacia una huerta sombreada por el breve y
rápido crepúsculo. A la salida de la huerta se ve a un
hombre de recia contextura, de gesto bondadoso y
amable, acompañado por una mujer de serena y clásica
belleza. Cuando el anciano indio llega junto a ellos,
el alto señor deja caer algunas monedas en su mano.
Con la impávida altivez de su raza, el cuidador de la
tumba las acepta como un derecho y se marcha. La pareja
que se encuentra junto a la huerta se interna por el
sombrío sendero, caminando muy juntos, muy juntos…,
pues, al fin y al cabo, ¿qué es el mundo, en el mejor
de los casos, sino un pequeño cuadro cinematográfico
en que una pareja camina unida?

T E L O N

245

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