Seguirem Sent El Que Mengem Jesus Contreras
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Jesús Contreras
I
Uno de los temas en torno a los cuales las ciencias humanas y sociales han
centrado su interés en las últimas décadas es el de las relaciones entre alimen-
tación y la construcción y las manifestaciones de la identidad cultural. Quizás
este interés tenga que ver, precisamente, con el llamado proceso de globaliza-
ción que comportaría una homogeneización cultural en general y alimentaria
en particular. Este interés tiene manifestaciones cada vez más diversas que van
desde las identidades alimentarias a niveles “locales”, regionales, nacionales,
hasta las “europeas”, pasando, por supuesto, por el Mediterráneo. El interés
no es solo de los científicos sociales sino, también, de las autoridades políti-
cas, sanitarias y de diversos agentes económicos y culturales. Ello da lugar a
aproximaciones muy variadas al tema, tanto desde el punto de vista conceptual
y metodológico, como en relación a las “aplicaciones prácticas” que podrían
desprenderse de ellas (patrimonio cultural, salud, turismo, desarrollo econó-
mico, marketing alimentario, gestión del territorio, proteccionismo jurídico de
algunos productos, etc.).
Desde que se popularizó la afirmación “somos lo que comemos”, la cues-
tión de la identidad alimentaria ha sido recurrente. Sin embargo, no está tan
claro qué es lo que se entiende por identidad alimentaria. Por ejemplo, pre-
guntas tales como: ¿cuáles son los rasgos que permiten caracterizar una cocina?,
¿cómo se reconoce la cocina propia de un país, de un territorio, de una etnia, una
sociedad o una cultura dada?, ¿qué es lo que faculta a los habitantes de una nación
• 29
30 • jesús contreras
II
En su libro L’(H)omnivore (1990), Claude Fischler acuñaba un concepto,
ocni (Objeto Comestible No Identificado), lleno de ironía y que, al mis-
mo tiempo, incitaba a la reflexión sobre las paradojas de la alimentación
comtemporánea. En efecto, un buen número de los alimentos que hoy se
ingieren en cualquier país del mundo no responden a una identificación
cultural mínimamente clara. En esa medida, ¿cómo puede plantearse
hoy la relación entre alimentación e identidad? A nosotros, en entre-
vistas y reuniones diversas, se nos ha aparecido de manera recurrente la
afirmación: “no sabemos lo que comemos”. Así pues, parece imponerse
un cierto silogismo: Si somos lo que comemos y no sabemos lo que comemos…
¿Segimos siendo lo que comemos? • 33
III
En la década de los ochenta los gastrónomos se quejaban de que las
cocinas habían perdido identidad y de que se habían desvirtuado, des-
aparecido o que habían abandonado los viejos platos tradicionales. Se
quejaban de la decadencia de las cocinas “tradicionales”, “nacionales” y
“regionales”. Según Ariès (1997: 38), en Francia, la restauración “tradi-
cional” efectuada a partir de materias primas brutas apenas representa
4% del mercado. La cocina utiliza ya sin ningún tipo de complejo los
productos acabados, listos para cocinar, proporcionados por la industria.
La prisa, la masificación, la dificultad de encontrar materias primas de
calidad, serían algunas de las causas de la pérdida de identidad y de que
las cocinas actuales se homogeneizaran progresivamente y se caracte-
36 • jesús contreras
IV
Hemos hablado reiteradamente de globalización y de homogeneización
de los repertorios alimentarios, de la industrialización y la “artificiali-
dad” de los alimentos. Estos procesos han tenido beneficios obvios: una
mayor accesibilidad alimentaria y disponibilidad de alimentos de con-
veniencia o alimentos-servicio que ahorran tiempo y no hacen necesario
un proceso de aprendizaje culinario pues, en muchos casos, se trata de
“alimentos listos para servir”. Ahora bien, el beneficio de la abundancia
alimentaria se hace menos obvio cuando, por una parte, se pone en duda
la calidad de los alimentos producidos y cuando, por otra, se convierte en
posible proveedor de enfermedades y riesgos de diverso alcance. Además,
con la globalización económica, las crisis alimentarias han dejado de ser
locales para ser internacionales. La red de intercambios a escala plan-
etaria y los sistemas de distribución en masa provocan que la industria
alimentaria sea muy sensible a los pánicos. En efecto, en estos sistemas
hipercomplejos, en los cuales participan, sin dominarlos, los consumi-
dores, desorientados, escuchan todas las historias negativas de enven-
enamiento, rumores a menudo lanzados sin discernimiento por una
prensa sensacionalista que privilegia el gran titular alarmante (Lambert,
1996). En este contexto, las sucesivas crisis alimentarias (vacas locas, fiebre
38 • jesús contreras
V
Los procesos de homogeneización acostumbran encontrar “resistencias”,
movimientos de afirmación identitaria que defienden idiosincrasias lo-
cales y particulares. Es precisamente la progresiva homogeneización y la
globalización alimentaria, o al menos la conciencia de ello, lo que han
provocado una cierta nostalgia relativa a los modos de comer de ayer y a
platillos que han ido desapareciendo, y suscitado un interés por regresar
a las fuentes de los “patrimonios culinarios”. La insipidez de tantos ali-
mentos ofrecidos por la industria agroalimentaria habría provocado el
recuerdo más o menos mitificado o idealizado de las delicias y de las va-
riedades de ayer. Un ayer, por cierto, percibido de un modo no necesaria-
mente muy objetivo. Se desarrolla, hoy, una conciencia relativa a la erosión
¿Segimos siendo lo que comemos? • 39
VI
De las consideraciones anteriores se deduce (Lambert, 1996: 157-158)
que la cultura alimentaria todavía hoy dominante no parece haber inte-
grado el nuevo contexto de producción-distribución caracterizado por
una agricultura muy mecanizada que proporciona las materias primas a
las industrias que, por su parte, realizan transformaciones cada vez más
complejas y sofisticadas y venden a las grandes superficies los produc-
tos ya limpios, despezados y empaquetados. Los consumidores resumen
su percepción mediante ideas sobre la autenticidad y la calidad. En el
universo de las representaciones, el campo de lo comestible todavía se
encuentra constituido por alimentos procedentes del sector primario,
productos brutos y frescos, con una imagen mental de naturaleza, en
oposición a otros productos procedentes del sector industrial, dado que,
generalmente, las personas consideran los “productos industriales” me-
nos buenos que los “productos naturales”. Para el diseñador F. Jegou
(1991), “la industria proporciona un flujo de alimentos sin memoria”, en
el cual la dimensión simbólica de la alimentación ya no es el resultado de
un lento proceso de sedimentación entre el hombre y su alimento, sino
que le preexiste. Así, los “nuevos alimentos” pueden ser clasificados en
el límite de lo comestible y su ingestión se muestra llena de riesgos. Las
sucesivas crisis alimentarias, siempre muy destacadas por los medios de
comunicación, refuerzan claramente esta ansiedad latente. Los nuevos
productos poseen por esencia elementos exteriores a la cultura de la
casi totalidad de los individuos a los cuales se les representan (Lam-
bert, 1997: 57-58). Así, los ciudadanos piden cada vez más productos
de calidad asociados a la tipicidad, bien caracterizados como productos,
que hagan referencia a un lugar preciso de producción, a unos saberes y
a unas técnicas de elaboración específicas. Ello explica el interés que hoy
generan los “productos de la tierra”; interés por inventariarlos, protegerlos,
producirlos, consumirlos… A los productos de la tierra se les atribuye una
plusvalía cultural (luego, económica) pues se considera que son “signos” de
la identidad local dada su fuerte vinculación con un territorio y un paisa-
¿Segimos siendo lo que comemos? • 41
VII
Como vemos, pues, el fenómeno de patrimonialización de los productos
de la tierra y de las cocinas nacionales o regionales (que supone, muchas
veces, una reconstrucción o una reinvención) se produce en un contexto
determinado, tanto socioeconómico como histórico. Es necesario, por
tanto, contextualizarlo. Su entorno (Espeitx, 2000) es el del conjunto de
las transformaciones socioeconómicas contemporáneas y de sus reper-
cusiones en los comportamientos y en las ideas relativas a la aliment-
ación. No se trata de una situación homogénea en los diferentes países.
Los ritmos y la profundidad de las transformaciones varían mucho de
un país a otro, y, también, entre las regiones de una misma nación, pero,
en cualquier caso, son evidentes los paralelismos de este fenómeno en
las cocinas locales de distintos países y regiones. En los actuales procesos
de patrimonialización, los diferentes usos ideológicos por parte de los
discursos hegemónicos, así como por parte de las diversas estrategias
económicas de los sectores implicados (entre ellos cabe destacar, por su
incidencia, directa o indirecta, los turísticos), son muy importantes. En
términos generales, la valoración de la “cocina regional” y de los “pro-
ductos típicos” es el resultado de una interpretación y una reconstruc-
ción más o menos reciente, aunque ello no supone decir que la cocina
y los productos no existieran. Es decir, que se hallaran productos bien
adaptados a un medio y platos propiamente locales, caracterizados por
unos ingredientes básicos, unos principios de condimentación específi-
cos y un conjunto de procedimientos culinarios: reglas, usos, prácticas,
utensilios, representaciones simbólicas y valores sociales. Lo que resulta
realmente nuevo es el significado y la función que se les otorga, su papel
económico y los usos ideológicos que les son atribuidos por los discursos
hegemónicos, independientemente del diferente grado de interioriza-
ción por parte de las diferentes personas. En este sentido, identidad y
patrimonio son nuevos “recursos” de la modernidad y de usos polivalen-
tes. En este caso, ya no se trata de producciones mundiales que pierden
progresivamente la huella de su lugar de origen, sino de productos que,
por el contrario, lo encarnan. Se espera de ellos que evoquen un territo-
rio, un paisaje, unas costumbres, una referencia identitaria.
¿Segimos siendo lo que comemos? • 43
VIII
¿Seguimos siendo lo que comemos? Como consecuencia de todo este
proceso de globalización y estandarización alimentaria, por un lado, y de
patrimonialización y reivindicación identitaria, por otro, la alimentación
contemporánea ofrece unas manifestaciones aparentemente contradic-
torias.
Por una parte, como hemos visto, aumenta progresivamente la es-
tandarización en el consumo cada vez mayor de alimentos relativamente
procesados industrialmente, así como la recurrencia a los establecimien-
tos de restauración colectiva. Existe la posibilidad de comer en cualquier
lugar, a cualquier hora y de cualquier manera. Así, la alimentación se ha
individualizado y han desaparecido algunos de los códigos normativos
tradicionales que regían las formas y los contenidos de las comidas: lu-
gares, horarios, estructuras, platos habituales del tiempo ordinario y de
los tiempos festivos, reglas de comensalidad, categorías clasificatorias, etc.
Poco a poco, el comensal urbano (en la mayoría de los países alcanza 80%
del total de población) se convierte en un individuo más autónomo en
sus elecciones (tiempos, ritos y compañías), al margen de las limitaciones
sociales hacia las conductas individuales, menos formalizadas. Esta sub-
jetivación o individualización ha sido atribuida (Giddens, 1991 y 1996;
Beck, 2002) al descenso de las presiones de conformidad ejercidas por las
categorías sociales de pertenencia, que se traduciría en un debilitamiento
de los grandes determinismos sociales que pesan sobre los individuos y
sus prácticas de consumo, principalmente el de clase social. Ello no quiere
decir que desaparezcan todos sus condicionamientos y las posibles es-
pecificidades resultantes. En la alimentación, este movimiento adquiere
formas tan variadas como la ampliación del espacio de toma de decisión
alimentaria, el desarrollo de las raciones individuales o la multiplicación
de los menús específicos, diferentes, para los diferentes comensales de un
mismo hogar. Desde esta perspectiva, se remarca que la gente puede elegir
sus propios paquetes de hábitos de consumo dentro de una amplia gama de
posibilidades. El nicho de consumo es voluntario y cada vez más flexible
(Warde, 1997) y más “segmentado”. Así, comer la cocina de tal o cual
país o región se convierte cada vez más en una elección individual. La
variedad de cocinas y productos de “orígenes localizados” no es tanto la
manifestación del desarrollo de un culturalismo como, por el contrario,
el signo de su retroceso en provecho del cosmopolitismo.
Pero, por otra parte, lo hemos visto también, como reacción a esta
misma estandarización, se reivindica el mantenimiento y la recuperación
de tradiciones culinarias, de viejas recetas, de productos de los propios
paisajes que se habían perdido y a los que, ahora, se les atribuye una mu-
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cho mayor calidad gustativa así como una mayor garantía para la salud,
al tiempo que se consideran como “propios”, como un patrimonio de la
propia tradición cultural, ligados a sus paisajes, a los calendarios festivos
o rituales, al propio y específico código de gustos y preferencias y, en
definitiva, a la propia y particular manera de identificar los alimentos y
de identificarse a través de ellos. Se ha desarrollado, pues, una concien-
cia de tradición culinaria, se reivindica un calendario festivo propio con
sus correlatos gastronómicos, se revalorizan los sabores y las calidades
de los platos tradicionales, sin excluir la capacidad para “innovarlos” o
“adaptarlos” (por ejemplo, “restaurantes de cocina catalana adaptada” o
“restaurantes de comida casi tradicional”) y se evidencia, en cualquier
caso, el interés por evitar la desaparición de las cocinas más o menos
“localizadas” que son consideradas una de las expresiones identitarias
más visibles.
Todas estas nuevas tendencias han venido a conformar, efectiva-
mente, lo que podría calificarse como un nuevo orden alimentario relativo
a la estructura y composición de las comidas, las formas de aprovisiona-
miento, el tipo de productos consumidos, las maneras de conservarlos
y cocinarlos, los horarios y las frecuencias de las comidas, los presu-
puestos invertidos, las normas de mesa, valores asociados a las prácticas
alimentarias y a algunas de las categorías clasificatorias. En definitiva, en
relación con lo que, siguiendo a Rozin y a Fischler, hemos caracterizado
como cocina al principio de este capítulo y en torno a la cual se genera-
rían las identidades alimentarias. Este nuevo orden se caracteriza por ser
considerablemente heterogéneo y cuya complejidad no ha sido suficien-
temente descrita ni objetivada todavía. La pregunta es, pues,¿cómo han
afectado todos estos cambios a las identidades alimentarias?
Una primera constatación resulta evidente: la alimentación es,
cada vez menos, algo que se herede desde la infancia o se imponga me-
diante mecanismos propios de una “cultura local” o de una clase social,
desde una identidad específica. Como señala Poulain (2005: 200),
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