La Educación en La Argentina - Cap-12

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LECCIÓN 12

El sistema educativo en su laberinto: crisis, reforma y


nuevo punto de partida

En esta lección nos ocuparemos de presentar la configuración que asumió el


sistema educativo argentino desde la reapertura democrática hasta principios del siglo
XXI. Para describir y analizar las transformaciones que tuvieron lugar durante este
período, nos apoyaremos fundamentalmente en los saberes elaborados por la sociología
y la política de la educación. La perspectiva histórica, a su vez, nos permitirá enhebrar
un relato que combine la mirada de largo plazo con la lectura de los cambios
coyunturales que tuvieron lugar durante las décadas del '80 y '90.
De todas las vías posibles para abordar este período, elegimos empezar
nombrando la crisis. Según Elías Palti, el término crisis de origen griego se utilizaba
para designar “una mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o
empeoramiento”, pero también “el momento decisivo de un asunto de importancia”. En
ambos casos, los usos remiten a un momento de decisión crucial e irrevocable.
Atravesar una crisis permite discernir, delimitar ciclos vitales, pero también ordenar,
establecer hitos, dar forma y sentido al devenir temporal. Pues bien: los síntomas de la
crisis del sistema educativo en la Argentina (al igual que en otros países de América
latina) comenzaron a expresarse alrededor de las dificultades para enfrentar los
problemas educativos que heredó la etapa democrática, restablecida en diciembre de
1983, poniendo de manifiesto las dificultades para elaborar respuestas efectivas ante
los desafíos que le planteaba una sociedad que estaba emergiendo del momento más
traumático de su historia.
En efecto: si algo pusieron en evidencia los cambios políticos y culturales de
fin de siglo, eso fue el carácter obsoleto de un conjunto de saberes sobre lo educativo,
Adriana Puiggrós advirtió que a fines del siglo XX la pedagogía normalizadora, cuyo
objetivo principal había sido “lograr una uniformización de las conductas y los modos
de pensar para formar ciudadanos que repitieran los usos y costumbres de la sociedad y
que hablaran el lenguaje impuesto en los espacios públicos”, había sufrido una herida
de muerte. ¿Qué aspectos y dimensiones de lo educativo entraron en crisis? Los
supuestos y certezas sobre el lugar (la escuela) y las características que debía reunir el
saber legítimo (el currículo) que principiaron durante el período de expansión y
consolidación del sistema educativo nacional. Una brecha generacional se abrió entre
los educadores, el cuerpo de saberes y los mandatos culturales que debían transmitir y
el campo de intereses y las experiencias de sus educandos. La escuela fue puesta en
cuestión, y su piso común de certezas fue erosionado. Ahora bien, la manifestación de
una crisis en el sistema educativo no resultaba una novedad. Desde la década del '30, al
menos, diferentes sujetos habían denunciado los problemas estructurales que lo
aquejaban, su obsolescencia para responder a determinadas demandas y necesidades
de la sociedad o sus escandalosos niveles de burocratización, al mismo tiempo que
reclamaban una reforma integral del modelo educativo fundacional. ¿Cuál era la
novedad que presentaba la crisis educativa de fin de siglo? ¿Quién la nombró como tal y
a qué causas la atribuía? Pero, fundamentalmente, ¿de qué modo imaginaba que podía
resolverse? Desde los sectores que compusieron la Nueva Derecha, se elaboró un
diagnóstico de las razones que estaban detrás de este problema y se propusieron las
estrategias que debían implementarse para darle solución. Las políticas que se
derivaron de ese proyecto, recomendaban una reforma de los sistemas educativos,
implementada a través del Estado, con el asesoramiento de los organismos
internacionales.
¿En qué consistió esa reforma y a qué nos referimos con “Nueva Derecha”? Un
tanto subrepticiamente durante los '80 y con ampulosidad durante la siguiente década.
el término reforma fue el eje de un discurso políticopedagógico promovido por los
agentes y las instituciones de dos paradigmas sociales que remitían a orígenes
diferentes: el neoliberalismo y el neoconservadurismo. Paulatinamente, un nuevo
pensamiento hegemónico ganó los despachos ministeriales y las agendas educativas
nacionales. Las tradiciones pedagógicas, las experiencias educativas de la sociedad civil
y el saber-hacer acumulado por el sistema fueron asediados por una nueva concepción
de la política educativa de corte tecnocrático, que ofrecía una salida a la crisis.
Tres interrogantes organizarán nuestro relato: ¿bajo qué ejes se articuló el
proyecto educativo durante el contexto de la reapertura democrática? En el marco de la
década del '90: ¿cuáles fueron las características del discurso neoliberal en educación?
¿Cuál fue la impronta políticoeducativa del período político abierto tras la crisis social
del 2001? Para poder responder estas preguntas, en las siguientes páginas ensayaremos
una aproximación al período comprendido entre 1983 y 2005 identificando las
principales acciones en materia de política educativa del gobierno de Raúl Alfonsín
(19831989), nos detendremos con mayor detalle en el estudio de las medidas adoptadas
por el gobierno de Carlos Menem (19891999) y finalizaremos con algunas referencias al
período político inaugurado en 2003, con la presidencia de Néstor Kirchner (2003-
2007).

Los desafíos de la democracia

Con el retorno de la democracia en 1983, se inició un paulatino proceso de


reapertura y normalización de las instituciones educativas. Raúl Ricardo Alfonsín
alcanzó la presidencia de la Nación tras vencer en elecciones libres a la fórmula del
FREJULI, y su gobierno asumió la tarea de conducir la etapa de transición
democrática. Durante los primeros tiempos, la sociedad vivió envuelta en un clima
políticocultural de gran efervescencia, expresado a través de los altos niveles de debate,
de la movilización y de la participación social. Inmediatamente, el Presidente electo
anunció, a través de un comunicado, la detención de los miembros de la Junta Militar.
Todo parecía indicar que no se dejarían sin justicia los crímenes cometidos durante la
dictadura.
En el plano educativo, el gobierno radical se encontró con un sistema
caracterizado por un alto nivel de discriminación y autoritarismo, y con evidentes
signos de segmentación entre los trayectos escolares de los alumnos de clase media y
alta, con respecto a aquellos que provenían de los sectores populares. Como producto
del desfinanciamiento y de las políticas regresivas implementadas durante la dictadura,
las problemáticas educativas “históricas” en torno a variables como el analfabetismo, la
deserción escolar y la infraestructura edilicia se agudizaron respecto de la década
anterior. Frente a ese escenario, los principales ejes de la política educativa del
gobierno se estructuraron en torno a tres líneas de acción: la normalización de la vida
universitaria a partir de la recuperación de los principios reformistas: una política
activa de alfabetización destinada a jóvenes y adultos y la convocatoria a un congreso
pedagógico abierto, donde la comunidad educativa debatiera los fundamentos centrales
para la sanción de una nueva ley de educación.
La educación superior atravesó una etapa de renovación. El 26 de diciembre
de 1985, el Poder Ejecutivo comunicó al Congreso el cumplimiento de las previsiones
de la ley 23.068 para la normalización de las universidades nacionales. La Universidad
Nacional de Luján, clausurada durante la dictadura, fue reabierta el 30 de julio de 1984.
Entre ese año y 1988 se sustanciaron 15.000 concursos docentes; se suprimieron los
aranceles y las restricciones al ingreso. Además, se reincorporaron paulatinamente a la
vida universitaria un gran número de docentes expulsados durante la dictadura, a
muchos de los cuales se les restituyeron los cargos en los que se desempeñaban antes
del golpe de Estado. Muchos otros, en cambio, no contaron con las condiciones para su
reinserción tras largos años de exilio y continuaron con sus carreras en los países que
los habían acogido durante la dictadura. Los planes de estudio fueron discutidos y
modificados, mientras que, lentamente, los equipos de cátedra reiniciaron las tareas de
investigación, procurando romper con el oscurantismo en el cual se había sumergido al
desarrollo científico durante el período previo.
En forma paralela, las universidades nacionales experimentaron una explosión
de su matrícula: si en 1984 los estudiantes universitarios apenas superaban el medio
millón, en 1985 eran 664.000 y en 1986 la matrícula rondaba los 700.000. Como
contrapartida, la expansión de la matrícula puso en evidencia los graves problemas
edilicios, y el presupuesto universitario destinado a resolver esos problemas terminó
siendo licuado a causa del proceso inflacionario que afectaba a la economía nacional.
La lucha contra el analfabetismo constituyó un objetivo educativo central, ya
que los analfabetos absolutos (jóvenes de 15 años en adelante que nunca asistieron a la
escuela) y los analfabetos funcionales (aquellos que no habían concluido la educación
primaria) representaban el 32% de la población. Con el propósito de hacer frente a este
desafío, se creó la Comisión de Alfabetización Funcional y Educación Permanente que
tuvo rango de Secretaría de Estado y llevó a cabo, en línea con la UNESCO, el Plan
Nacional de Alfabetización. La Comisión fue coordinada por Nélida Baigorria y su
principal objetivo consistió en erradicar el analfabetismo, complementar la educación
de los recién alfabetizados y organizar sobre nuevas bases un sistema permanente de
educación de adultos.
El problema de la alfabetización también afectaba al nivel primario. Entre
otras causas, Berta Braslavsky advirtió que la aplicación de los métodos decodificadores
(aquellos que sólo procuran realizar, durante el primer ciclo, tareas de aprestamiento
desarrollando los componentes neuromotrices del niño sin desplegar su capacidad
comprensiva) habían impactado “negativamente en la capacidad creadora y de lectura
crítica de los alumnos”. En 1984, en la ciudad de Buenos Aires, se llevó adelante una
evaluación del currículo de 1981 (implementado por la dictadura) con el propósito de
remover aquellas concepciones que limitaban el aprendizaje escolar, particularmente
en relación con la lectoescritura. En 1985 se creó en la misma jurisdicción el Servicio de
Innovaciones Curriculares a Distancia (SICaDis). Este programa procuraba renovar las
concepciones pedagógicas vigentes referidas a la enseñanza de la lectoescritura. Según
Bárbara Briscioli, “el SICaDis resultó un espacio de apertura y renovación de los
debates que tuvieron un impacto en la reforma curricular de la Ciudad en 1986”. De
igual manera, otras provincias llevaron adelante procesos de renovación de sus planes
de estudio: Río Negro, por ejemplo, desarrolló una reforma integral del sistema
educativo provincial implementando una importante transformación curricular de la
escuela media, legitimado por un alto grado de participación de la comunidad.
Entre 1987 y 1989 se implementó el programa Maestros de Educación Básica
(MEB), que consistía en introducir reformas en el plan de estudios para la formación
docente inicial. El programa fue dirigido por Ovide Menin, quien se desempeñaba como
Director Nacional de Educación Superior, y su alcance era nacional. Para Rocío
Slatman, las propuestas más innovadoras del MES consistieron en implementar “un
currículum regionalizable y semiestructurado, con espacios libres de definición,
permitiendo una participación auténtica de los maestros”. A partir de la
implementación de un modelo curricular organizado por áreas a través de una lógica
interdisciplinaria, se buscaba dejar atrás un plan de estudios dividido por asignaturas.
Otro de sus puntos destacables fue el tratamiento que se le dio a los contenidos. Según
Slatman, estos “no se definían” a priori, sino que presentaban “una serie de módulos
fijos, compuestos de un número variable de unidades didácticas que cada profesor
debía organizar de acuerdo con los requerimientos de su región”.
Otro eje en el que hicieron hincapié las políticas educativas radicales fue la
educación primaria. En 1984, el sistema educativo argentino contaba con 20.700
escuelas primarias distribuidas en todo el país. Como resultado de la transferencia
efectuada en 1978, tan sólo 200 establecimientos educativos dependían directamente
del Ministerio de Educación Nacional (0,9%); 17.801 escuelas dependían de los Estados
provinciales (88,3%) y 2.226 instituciones educativas estaban en manos del sector
privado (10,8%). Uno de los efectos más notables de la descentralización era el modo en
que se habían acentuado las diferencias entre las jurisdicciones de mayores y las de
menores recursos.
Ante este escenario, el gobierno convocó al segundo Congreso Pedagógico
Nacional, apelando a una iniciativa que había forjado, casi un siglo atrás, la sanción de
la ley 1420. La dinámica propuesta buscó favorecer la participación a través de la
organización de asambleas pedagógicas distribuidas en diferentes localidades del país.
Se promovió explícitamente la participación de todos los sectores directamente
vinculados con el ámbito educativo (docentes, estudiantes, padres, cooperadores
escolares, gremialistas e intelectuales), así como de los partidos políticos y sus
organizaciones representativas. Las propuestas debían elevarse, a través de los
representantes, a una asamblea provincial y, finalmente, a la Asamblea Nacional.
La convocatoria fue muy bien recibida por los sindicatos docentes, los partidos
políticos y distintas instituciones de la sociedad civil. Sin embargo, la capacidad de
participación de los distintos sectores fue notoriamente desigual. En un contexto en el
que la gran mayoría de las organizaciones del arco progresista y popular se encontraba
desarticulada como consecuencia del impacto de las estrategias represivas de la
dictadura, fue la Iglesia la institución que actuó de un modo más orgánico a lo largo de
todo el proceso, incidiendo de un modo significativo en el resultado de los debates.
El cierre del evento tuvo lugar en 1986, en la provincia de Córdoba. Durante su
discurso, Alfonsín hizo mención a las razones que motivaron la creación del Congreso.
Entre ellas, enumeraba la elaboración de medidas para contrarrestar la desigualdad y la
segmentación educativa, con el objetivo inmediato de remover “los resabios de
autoritarismo [y] la maraña reglamentaria y formalista”, al mismo tiempo que
buscaban dar respuesta a “la desactualización metodológica y de contenido” que
afectaba al sistema educativo. Atendiendo a estas razones, el Congreso no sólo
pretendía implementar una reforma, más bien, parecía perseguir un propósito
fundacional.
El debate rápidamente se polarizó. Las posiciones mantenidas durante las
sesiones del Congreso reeditaron el antagonismo entre sectores de la ciudadanía que se
manifestaban a favor de una educación democrática, que reivindicaba el rol activo del
Estado, y sectores que, por el contrario, cuestionaban los principios de laicidad y
promovían la subsidiariedad estatal.
¿Qué consecuencia trajo aparejada? Según Myriam Southwell, las
controversias que un siglo atrás habían atravesado el debate EstadoIglesia volvieron a
ocupar el centro de la escena “relegando el tratamiento de la deuda social que, desde
décadas anteriores, el sistema educativo había contraído con los sectores populares”.
Mientras tanto, el conflicto docente ganaba las calles. Desde 1985, la CTERA
llevó adelante planes de lucha que incluían la realización de paros nacionales por 24 y
48 horas. Adriana Migliavacca señala que el sindicato docente le cuestionaba al
Gobierno “la ausencia de una mirada nacional sobre la profundización de la brecha
social y educativa, que afectaba particularmente a las jurisdicciones más pobres”. Los
reclamos efectuados por la Central docente buscaban unificar las condiciones laborales
en el nivel nacional, establecer un nomenclador salarial único, convocar a paritarias
tomando como marco de referencia los derechos laborales establecidos en el Estatuto
del Docente y asignar partidas extraordinarias del presupuesto nacional para ayudar a
las provincias a financiar el aumento salarial. Las tensiones derivadas de las
discusiones sobre las estrategias de lucha a seguir produjeron una fractura en la
CTERA, que se dividió en dos grupos: el sector liderado por Wenceslao Arizcuren y el
sector conducido por Marcos Garcetti. La CTERA liderada por Arizcuren nucleaba a
comunistas, trotskistas, socialistas y a sectores del radicalismo, mientras que la
encabezada por Garcetti contaba con el reconocimiento oficial y estaba integrada
principalmente por militantes de la “lista Celeste”, de orientación peronista.
A partir de 1988, se agudizaron los problemas vinculados con la situación
laboral. El salario real de los docentes que recién se iniciaban había decrecido
aproximadamente en un 20% respecto de un salario semejante en 1976. El 14 de marzo
comenzó un paro docente por tiempo indeterminado que se extendió a lo largo de 43
días. La modalidad que adoptó la lucha fue la de las movilizaciones en colectivos y
plazas para compartir con el resto de la ciudadanía las razones del paro. A lo largo de
seis días, innumerables grupos de maestros y maestras recorrieron el país para confluir
en un acto multitudinario en la Capital Federal. La movilización fue conocida como la
Marcha Blanca.
Entre 1987 y 1989, una serie de acontecimientos políticos aceleraron los
tiempos electorales: el fracaso del plan económico del gobierno nacional frente a un
proceso inflacionario incontenible, la presión de los sectores militares que desembocó
en las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y la revuelta que terminó con el saqueo
a comercios del Gran Rosario el 25 de mayo de 1989, repitiéndose en Córdoba,
Tucumán y Buenos Aires, empujaron al gobierno de Alfonsín a convocar a elecciones
nacionales de manera anticipada. Pero lo que se estaba por precipitar no sólo era un
cambio de gobierno, sino el de toda una época.

Los noventa

El adelanto de las elecciones nacionales y la salida anticipada de Raúl Alfonsín


del gobierno se produjeron en un contexto de fuerte desestabilización económica y
pujas por el poder. En el plano internacional, la caída del muro de Berlín en 1989
constituyó un punto de inflexión en la historia del siglo XX, que, según Eric
Hobsbawm, podía interpretarse como su corolario final.
En el plano nacional, 1989 también sería un año crucial. Con el triunfo del
candidato del Partido Justicialista Carlos Saúl Menem (19891999), se inauguró un
nuevo ciclo histórico en la Argentina. Mientras la política oficial promovía el ajuste del
aparato estatal so pretexto de garantizar el equilibrio fiscal, se iniciaba un cambio
cultural que redefinió el modo en que se establecían los vínculos sociales. Una nueva
hegemonía cultural trivializó la política y la subordinó a la economía, exaltó el triunfo
de la frivolidad sobre la utopía y propuso una salida individual a la crisis, relegando a
un segundo plano los procesos de construcción colectiva. Los efectos de este proceso
desembocaron en la fenomenal crisis del 2001. Para Silvia Bleichmar, aquel período
condujo a la producción de un “malestar sobrante”, un signo de época que no se reducía
solamente “a la dificultad de algunos de acceder a los bienes de consumo, ni tampoco es
efecto únicamente del dolor que podemos sentir otros, más afortunados
materialmente”. Dicho malestar “está dado, básicamente, por el hecho de que la
profunda mutación histórica sufrida deja a cada sujeto despojado de un proyecto
trascendente”.
El desmantelamiento del Estado fue anunciado con desparpajo. Fernanda
Saforcada advirtió un acontecimiento “inaugural” de gran valor simbólico en un
fragmento del discurso pronunciado por el Presidente de la Nación, con motivo del
inicio de las sesiones ordinarias del Congreso Nacional en 1990. En aquella
oportunidad, Carlos Menem anotició: “Los argentinos vivimos durante años
encandilados por un eclipse fatal. Vimos Estado allí donde había burocracia. Vimos
gobierno allí donde había trabas. Vimos servicio allí donde había explotación”. Y a esas
afirmaciones le siguieron un arsenal de preguntas retóricas: “¿Qué maestro fue bien
recompensado por ese Estado sobreprotector? ¿Qué médico se sintió gratificado
profesionalmente trabajando en el hospital público? ¿Qué servidor del orden estuvo
bien pago a cambio de arriesgar su vida? ¿Qué argentino humilde pudo acceder a una
justicia rápida, a un sistema de salud digno, a un servicio público eficaz?”. La
concepción del perfil del Estado que dejaban traslucir estas palabras ponía de
manifiesto un modo de interpretar y de dar respuesta a la crisis, inaugurando la
democracia de mercado en la Argentina. La privatización de los principales servicios
públicos (energía, agua, comunicaciones y transporte) fue una de las principales facetas
del achicamiento del Estado. A ello le siguió una serie de políticas de flexibilización
laboral que impactó en la identidad de los trabajadores y en sus modalidades históricas
de participación.
El campo de la educación no fue la excepción. El discurso pedagógico
desplegado durante el menemismo se apoyó sobre un paradigma de origen económico.
Pero, antes de introducirnos en el análisis de las políticas educativas, hagamos un breve
excursus y planteemos un interrogante: ¿qué es el neoliberalismo? El origen de esta
corriente de pensamiento está vinculado a la sociedad Mont Pelerin denominada así
por el pueblo suizo que fue sede de su primera reunión, fundada por el economista
Friederich Von Hayek en 1947. El grupo de economistas y filósofos que se dieron cita
allí preocupados por la expansión del Estado de bienestar y el Estado socialista retomó
y promovió una concepción económica forjada por los teóricos liberales clásicos. Su
postulado principal fue: el mercado capitalista conforma el mejor instrumento para la
asignación de los recursos (escasos) y la satisfacción de las necesidades (individuales).
La teoría neoclásica sostuvo esta premisa argumentando que la superioridad
del mercado sobre el Estado descansaba en la existencia de leyes económicas
universales, de carácter ahistórico, similares a las que se observan en las ciencias
naturales. Cuando se lo deja actuar libremente, el mercado se rige por un mecanismo
de autorregulación que conduce “indefectiblemente” a la armonización de los diversos
intereses sociales y a la “maximización” de los objetivos individuales. En otras palabras:
es la suma de los intereses económicos individuales lo que incrementa el bienestar
colectivo y no a la inversa. Más aún: para la teoría neoclásica, es el mercado y no el
Estado el que produce el lazo social. Este desplazamiento promueve, a su vez, otro
relevo: el del ciudadano por el consumidor.
Detengámonos en un síntoma. Ignacio Lewkowickz identificó este cambio de
estatuto en la Constitución Nacional reformada en 1994. En la sección “nuevos
derechos y garantías”, en el artículo 42 surge una figura antes inexistente en la Carta
Magna: el consumidor. Curiosamente, la norma no afirma que todos los habitantes
gozan del derecho al consumo o que todos los ciudadanos son, a su vez, consumidores:
“Escuetamente se enuncia que estos derechos son de los consumidores”. Un giro
notable. Mientras que la figura del ciudadano deviene de una vinculación estructural
que consagraba a todos los ciudadanos en igualdad de condiciones ante la ley, la nueva
figura representaba la disolución del lazo social, en tanto el consumidor no es igual en
nada ante nadie: “el consumidor es un ente atómico desvinculado de otros”, concluía
Lewkowickz.
En síntesis: para los neoliberales, el Estado debía reducir su papel al mínimo
indispensable para poder garantizar la supervivencia de la sociedad y la libertad de los
individuos. El Estado sólo debía encargarse de lo que el mercado no podía hacer por sí
mismo; esto es, determinar, arbitrar y proveer las bases para ejecutar las reglas del libre
intercambio de bienes y servicios. Finalmente, el Estado debía intervenir en caso de
conflicto social o allí donde el mercado no fuese un instrumento pertinente: la
administración de justicia, la defensa del país o la confección de leyes.
Pero lo que surgió como una alternativa a la crisis del Estado de bienestar, se
consolidó rápidamente como un pensamiento único. Siguiendo a Zygmunt Bauman,
podemos decir que el discurso neoliberal dio pie a un “nuevo imperio mundial, dirigido
y administrado por el capital y el comercio globales”, que le declaró la guerra a
cualquier forma de participación democrática y se encargó de lanzar “ataques
preventivos, diarios contra cualquier ‘pensamiento de contrato social’ que esté
emergiendo en el mundo poscolonial”.
En suma: hemos hecho una muy breve referencia al neoliberalismo. Ahora es
importante aclarar que, dentro del espacio de la Nueva Derecha, el discurso neoliberal
solamente reflejó una cara de la moneda. En su reverso, talló sus prerrogativas el sector
neoconservador, que también formó parte de este proceso de transformación social. En
cierto punto, el discurso neoconservador se diferenciaba del neoliberal en tanto
sostenía la necesidad de construir un Estado fuerte. Pero, además, el neoconservador
elaboró un relato que se apuntalaba en el pasado e invocaba un orden perdido que
buscaba afanosamente restaurar. Según Michel Apple, a pesar de que fueron los
neoliberales quienes lideraron la corriente de la Nueva Derecha, no debe perderse de
vista la gravitación que alcanzaron algunos postulados neoconservadores: “los
neoconservadores promueven un modelo social apoyado sobre el verdadero
conocimiento y la moralidad”, en el que cada persona “conoce su lugar” en el marco de
una “comunidad estable”. Entre las políticas educativas que se desprendieron de esta
postura ideológica, se pueden mencionar los currículos y los exámenes obligatorios
implementados en el nivel nacional, la revivificación de “la tradición de Occidente” y
del patriotismo, así como otras variantes conservadoras ligadas a la formación del
carácter, que debían cristalizarse en un currículo normalizado. ¿Qué lineas de
continuidad pueden trazarse con algunas de las políticas educativas promovidas
durante la dictadura militar?
La combinación de los principios y postulados de estas dos corrientes de
pensamiento permitió gestar un modelo estatal que, por una parte, disminuía su
capacidad de intervención en el plano social (la salud, la educación, la regulación de la
economía), liberando esos espacios a las dinámicas del mercado; y, por la otra,
desarrollaba nuevas formas de gestión de la gobernabilidad y recentralizaba otras,
redefiniendo sus funciones y su perfil. Estos cambios fueron posibles, en buena medida,
gracias a la conformación de un nuevo imaginario social donde los modos de percibir y
definir los problemas (entre ellos, los pedagógicos) contaron con un nuevo vocabulario.
Vamos a detenernos en este aspecto en el siguiente apartado.

Un nuevo glosario pedagógico


En buena medida, la reforma que promovió el discurso pedagógico neoliberal
consistió en el despliegue de un nuevo vocabulario a través del cual referirse a los
problemas educativos. Adriana Puiggrós advierte que el discurso educativo neoliberal
recupera y se inscribe en la herencia pedagógica funcionalista, en tanto “niega el
conflicto como constitutivo de lo social [...] transformando pedagogos en contadores”.
La larga tradición pedagógica, que extendió por más de un siglo la concepción de
educación popular de la ley 1420, se vio modificada. Las coordenadas del debate
pedagógico fueron alteradas: la búsqueda de una educación común, basada en los
principios de obligatoriedad, gratuidad, laicidad y gradualidad fueron reemplazadas
por la aspiración a una educación de calidad, eficaz y equitativa. Según Pablo Gentili,
en el marco de las transformaciones que se estaban impulsando, la implementación de
un nuevo lenguaje “no solo introdujo aires modernizadores, sino que reescribió la
forma de abordar los problemas educativos, pues para el neoliberalismo la escuela en
América Latina no atravesaba una crisis de democratización, sino una crisis gerencial”.
Frente al agotamiento del imaginario “civilizatorioestatal” y a través de los
organismos multilaterales de crédito, entró en escena el discurso neoliberal. Los
cuadros técnicopolíticos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo,
en mayor medida, y los funcionarios del Fondo Monetario Internacional contribuyeron
a la construcción de un nuevo tipo de racionalidad política, introduciendo en el ámbito
educativo un lenguaje concebido en el campo de la economía. Los términos
“competencia”, “calidad”, “eficacia y eficiencia”, “accountability” y “autonomía”
desplazaron o se rearticularon con los significantes previos, construyendo un nuevo
glosario pedagógico hecho de referencias técnicas e hilvanado por un lenguaje de
carácter organizacional.
El documento Argentina. Reasignación de los recursos para el mejoramiento
de la educación, publicado en 1991 y elaborado por el Banco Mundial, representa un
buen ejemplo de la introducción del nuevo vocabulario. En la caracterización del
sistema educativo, el documento afirmaba que el principal problema no consistía en el
acceso a la oferta educativa, sino en las desiguales condiciones en que esa oferta se
distribuía entre sectores sociales. Desde este enfoque, el problema residía,
principalmente, en que los sectores populares recibían una “oferta” de baja calidad, en
particular, desde el sector público. En el documento La larga marcha. Una agenda de
reformas para la próxima década en América Latina y el Caribe, elaborado hacia
1997, por ejemplo, se afirmaba que “mientras los pobres tienen menor acceso a la
educación que los no pobres (sic), también reciben una educación de calidad inferior”.
¿Qué significa recibir una educación de baja calidad? ¿Cómo puede ser “mensurada”?
Para el Banco Mundial, la “baja calidad” se mide determinando si, a través de los
aprendizajes escolares que realizaban los niños, se alcanzaba o no a dominar aquello
que se les había enseñado. Entre las críticas que recibió este modelo de evaluación, se
señalaba que la calidad del aprendizaje obtenido se medía a partir de la aplicación de
evaluaciones estandarizadas que no consideraban los contextos sociales y educativos en
los cuales había tenido lugar el aprendizaje.
Se trató, entonces, de compensar la balanza. La estrategia para acercar una
educación de “calidad para todos” requería reemplazar el antiguo criterio de igualdad
por el de equidad. El concepto de equidad es polisémico y, por lo tanto, puede ser
interpretado de diferentes maneras. Nosotros entendemos que, mientras que la noción
de igualdad presupone un alcance universal que garantiza un piso común de derechos
(que, por cierto, puede promover o encubrir diferencias económicas, culturales, de
género, etc.), el concepto de equidad es mucho más flexible. La equidad permite
ponderar las estrategias a través de las cuales se distribuyen los recursos. La equidad
es, en este sentido, una estrategia compensatoria y no un instrumento de justicia social.
Así lo establece un documento del Banco Interamericano de Desarrollo, advirtiendo
que “Las formas predatorias de explotación económica son cada día menos viables”,
razón por la cual es preciso incorporar “una norma básica de equidad, [ya que] el tejido
social se resiente y la intolerancia política prospera, generándose un clima adverso a la
inversión”.
La equidad se combinaba con otros dos criterios: la eficacia y la eficiencia. Si la
calidad de un aprendizaje se medía por la presencia de una serie de insumos que hacen
efectivo el aprendizaje, ¿cuáles son estos y de qué modo deben ser escogidos? En un
plano estrictamente económico, la eficacia es la capacidad de lograr el efecto que se
desea, mientras que la eficiencia representa el modo de hacerlo al menor costo posible.
Según el Banco Mundial, la presencia de determinados insumos incide en el
aprendizaje de un modo más eficiente que otro. Para la escuela primaria, los principales
recursos a considerar eran nueve: la incorporación de bibliotecas, el tiempo de
instrucción, las tareas en casa, los libros de texto, el conocimiento del profesor, la
experiencia del profesor, la presencia de laboratorios, el salario del profesor y el tamaño
de la clase. El Banco Mundial aconsejaba invertir en los primeros tres por su impacto
en la calidad de la educación, al tiempo que desaconsejaba invertir en los restantes, o
bien, proponía que el Estado compartiera los costos con las familias y las comunidades.
Con las estrategias de descentralización se articuló la noción de autonomía. A
través de las acciones destinadas a otorgar mayor autonomía institucional para la toma
de decisiones, se pretendía delegar en las instituciones educativas un conjunto de
responsabilidades que históricamente habían estado ligadas a otras instancias del
sistema. Recordemos que la descentralización se presentó como una medida política
capaz de superar las ineficiencias internas del sistema producidas por la burocracia
estatal. Como su contrapartida, la autonomía propiciaría el autogobierne responsable
de las instituciones educativas. Sin embargo, en un contexto de ajuste económico y de
reducción del gasto público, esa autonomía institucional derivó en la búsqueda
desesperada de recursos para el sostenimiento de cada propuesta pedagógica, pro
moviendo la competencia entre instituciones.

Un hito fundante: la Ley Federal de Educación

En el comienzo de la lección, propusimos pensar la década del '90 bajo el signo


de la reforma. En efecto, la reforma fue la principal estrategia desde la cual se
implementaron una serie de proyectos para modificar la situación educativa en el nivel
nacional. ¿Cuál era el punto de partida que adoptaron estas políticas? Según Adriana
Puiggrós, “el argumento central que sostiene a las políticas educativas neoliberales es
que los grandes sistemas escolares son ineficientes, inequitativos y sus productos de
baja calidad”. Las reformas pueden tener diferentes orígenes y alcances: pueden
comenzar por ensayarse en el marco de un aula, para luego replicar esa experiencia en
otros espacios; también pueden ser implementadas en una determinada jurisdicción o
en un conjunto acotado de instituciones para poder evaluar sus beneficios o bien los
nuevos problemas que puedan generar: finalmente, una reforma puede aplicarse al
conjunto del sistema educativo, comenzando por la sanción de una nueva ley que regule
y ordene el perfil de sus instituciones y de los actores que intervienen en ella. Este
último fue, precisamente, el camino elegido.
Entre los pedagogos existe un amplio consenso en sostener que la sanción de
la Ley Federal de Educación significó un punto de inflexión en la historia de la
educación argentina. Ahora bien, qué se abrió y qué se cerró a partir de ella son
preguntas que remiten a consideraciones no siempre coincidentes. Para algunos, la Ley
Federal de Educación fue la razón principal de la desestructuración y fragmentación del
sistema educativo. Para otros, la Ley no hizo más que acentuar muchos de los
problemas que ya existían previamente.
Pero ¿cuál es la medida para evaluar el alcance real de una ley? Para Guillermo
Ruiz, existe una asimetría entre los objetivos que una ley educativa se propone alcanzar
y lo que realmente se consigue tras la aplicación de la norma: “Esto se debe
principalmente a que los procesos de reformas en sí mismos no generan un cambio,
más allá de que sean consagrados por la voluntad de los gobernantes o bien sean
cristalizados en una ley nacional”. Todo proceso de reforma está sujeto siempre a las
diferentes relaciones de fuerza que atraviesan a la sociedad en un determinado contexto
histórico y, por lo tanto, concluye Ruiz, las leyes “no pueden sustituirlas o modificarlas
por más que sean dispuestas en el articulado de una norma”.
¿Cuál es la relación que se estableció entre los objetivos fijados en la Ley
Federal y su efectiva consecución? La pregunta también remite a un asunto más
generar: ¿qué reforman las reformas educativas? La respuesta se adivina engañosa,
pues en reiteradas ocasiones, durante los procesos de reforma educativa en distintos
países y la Argentina no fue una excepción surgieron obstáculos imprevistos o que
habían sido minimizados y que, según los promotores de la reforma, generaron
dificultades en la implementación de sus objetivos. En otras palabras: una reforma es
mucho más que la sanción de una ley. Por lo tanto, es importante distinguir entre las
iniciativas legislativas y las iniciativas de políticas públicas que atravesaron el proceso
de sanción y puesta en marcha de la Ley Federal, así como la forma en que esa ley y las
medidas políticas que la acompañaron fueron recibidas por la sociedad en su conjunto
y por la comunidad educativa, particularmente.
Los ministros de educación que llevaron adelante el proceso de reforma fueron
cuatro: Antonio Salonia, Jorge Rodríguez, Susana Decibe y Manuel García Solá. Ellos
dirigieron los procesos de sanción de las tres leyes de educación del período
menemista: la Ley 24.049 de Transferencia de los Servicios Educativos de la Nación a
las provincias (1992), que completó el proceso iniciado por la última dictadura militar
en 1978; la Ley 24.195 Federal de Educación (1993), que modificó la estructura del
sistema y las competencias de la Nación y las provincias en el manejo de la educación y
la Ley 24.521 de Educación Superior (1995), que reorganizó el nivel terciario, afectando
de un modo especial al nivel universitario.
Los sentidos que asumieron estas reformas educativas siguieron las pautas y
los lineamientos de los organismos internacionales. Podemos identificar al menos dos
momentos (o ciclos) de su implementación.
El primer ciclo de reformas se orientó a la reestructuración de los sistemas
educativos. El Informe sobre el Desarrollo Mundial 2000/2001: lucha contra la
pobreza, elaborado por el Banco Mundial, estableció este objetivo con suma precisión:
descentralizar los sistemas educativos nacionales con el propósito de reducir el gasto
público. Este proceso se dio con un notable grado de simultaneidad en varios países de
América Latina, pero Chile y la Argentina fueron los pioneros en la transferencia de sus
servicios educativos. El país trasandino concluyó la transferencia de los
establecimientos de educación primarios y sus liceos entre 1980 y 1986, mientras que la
Argentina hizo lo propio con las escuelas primarias en 1978; Colombia culminó el
proceso de descentralización iniciado en 1968 con la reforma constitucional de 1991.
Perú y México descentralizaron sus sistemas educativos en 1992, transfiriendo sus
escuelas primarias a los municipios; la Argentina completó el traspaso a las
jurisdicciones provinciales de las instituciones educativas de nivel medio y superior no
universitario entre 1991 y 1994.
El segundo ciclo de reformas fue precedido por una evaluación orientada a
medir el éxito de las reformas estructurales. El informe Más allá del Consenso de
Washington. La hora de la reforma institucional puso en marcha el segundo ciclo de
reformas. Allí se afirmó la importancia de profundizar el proceso iniciado en la década
previa, efectuando reformas adicionales. En cierta medida, el lanzamiento de un
segundo ciclo de reformas constituyó una reacción ante lo que se evaluó como un
relativo “fracaso” de los ajustes estructurales efectuados durante el primer ciclo. Esta
reforma invirtió la estrategia: las acciones ahora se concentraron en el aula, con el
propósito de introducir cambios en las actitudes y los comportamientos, depositando
un fuerte acento en las prácticas escolares.
La sanción de la Ley Federal de Educación se produjo en el marco del primer
ciclo de reformas. Su tratamiento se efectuó ajustándose a los plazos técnicos y
políticos, sin considerar los tiempos pedagógicos y de espaldas a los sindicatos docentes
y la comunidad educativa, que no fueron convocados a participar del debate. Entonces:
¿existió un consenso para implementar la reforma? Y si existió, ¿dónde se construyó?
La Ley Federal de Educación fue, en buena medida, el resultado de un acuerdo de
cúpulas, que contó con el apoyo de los principales partidos políticos. Se trató de la
primera ley orgánica de educación de la Argentina: reguló la estructura académica del
sistema educativo desde el nivel inicial hasta el universitario; extendió la obligatoriedad
escolar a 10 años e introdujo una nueva estructura académica: instituyó el nivel inicial
de un modo similar al anterior pero haciendo obligatoria la sala de cinco años;
transformó el nivel primario en Educación General Básica (EGB) de nueve años
obligatorios (incorporando dos años que antes formaban parte de la secundaria) y
reemplazó la escuela media por el polimodal, de tres años, no obligatorios y con
diferentes modalidades (economía y gestión de las organizaciones, producción de
bienes y servicios, comunicación, artes y diseño, entre otras).
Su implementación fue muy conflictiva: en la provincia de Buenos Aires debió
primarizarse el tercer ciclo en instituciones que no contaban con la suficiente cantidad
de aulas para tal adecuación; en la provincia de Córdoba, por el contrario, debió
secundarizarse el tercer ciclo; en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en la provincia
de Neuquén, la ley nunca llegó a aplicarse por la resistencia de diferentes sectores de la
sociedad. Esto trajo aparejadas complicaciones para la administración del sistema e
incluso para el propio desplazamiento de una provincia a otra de los alumnos y
estudiantes (que en algunos casos debían rendir numerosas equivalencias)- ligadas al
alto nivel de diversificación de su estructura académica y su propuesta curricular.
El proceso de sanción de la Ley presentó, según Norma Paviglianiti, dos
características adicionales, pero para nada menores. En primer lugar, la reforma se
efectuó desconociendo el estado de situación socioeducativa nacional, caracterizado por
la segmentación del sistema educativo en dos circuitos escolares fuertemente
diferenciados. Tras la reforma, el sistema educativo pasó según Paviglianiti de estar
regido por un modelo de gobierno “centralizado uniformizante” a otro que sufrió las
consecuencias de una “descentralización anárquica”. A ello se sumó la enorme
disparidad de los cuadros técnicos y administrativos que debían garantizar el gobierno
de la educación en sus respectivas jurisdicciones provinciales. En segundo lugar, la Ley
favoreció al sector privado, pues, por un lado, estableció el carácter público de la
educación, que sólo se diferenciaba según el tipo de gestión (estatal o privada); y por
otro, reconoció a la Iglesia como agente natural de la educación, otorgándole el lugar
por el cual aquella había bregado a lo largo de un siglo. Finalmente, la Ley sólo
garantizó de modo explícito la gratuidad de la educación primaria y secundaria,
excluyendo la universitaria y dejando abierta la posibilidad de que tuviera que generar
sus propios ingresos para poder sostenerse.
Retomando lo mencionado en la lección 10, recordemos aquí que la noción de
principalidad del Estado en materia educativa fue históricamente defendida por un
amplio arco integrado por las tendencias democráticoliberal, nacionalpopular y de
izquierda. La principalidad estatal en materia educativa implicaba que era el Estado
quien debía garantizar el derecho a la educación, derecho que implicaba su
intervención indeclinable e insoslayable para sostener y promover instituciones de
enseñanza pública en todos los niveles y de orientar la programación general del
desarrollo de los sistemas educativos. Por el contrario, el principio de subsidiariedad
estatal, que tuvo como principal impulsor a la Iglesia, afirmaba que era el Estado quien
debía auxiliar financieramente al sector privado, en tanto y en cuanto la familia y la
Iglesia son los agentes naturales de la educación. El alcance del principio de
subsidiariedad se extiende también hacia la autorización para elaborar programas
propios, realizar la selección autónoma de sus docentes y poder otorgar títulos con
validez legal. La Ley Federal de Educación fue, en ese sentido, consecuente con los
grandes cambios políticoestructurales de su época. En definitiva: la direccionalidad
asumida a favor de las posiciones del sector privado, principalmente de la Iglesia
Católica, constituyó una de sus características más salientes.
La legitimidad con la que contó la Ley fue, desde un primer momento,
extremadamente débil y pronto mostró sus límites. Los sindicatos docentes
protagonizaron numerosas movilizaciones en contra de las políticas de ajuste y las
reformas impuestas desde arriba, en tanto afectaban seriamente el derecho a la
educación pública. El punto más alto de la resistencia docente fue la instalación, entre
el 2 de abril de 1997 y el 30 de diciembre de 1999, en la Plaza de los Dos Congresos, de
la Carpa Blanca donde tuvo lugar el Ayuno Nacional Docente por el Financiamiento
para la Educación.

De la política a los programas

El énfasis depositado en el proceso de descentralización no debe inducirnos a


pensar que el Estado nacional se desentendió por completo del control del sistema
educativo. De hecho, los mismos organismos internacionales que aconsejaban
descentralizar y otorgar autonomía a las instituciones educativas, también promovían
la recentralización de un conjunto de funciones, que debían quedar bajo la égida del
gobierno nacional. Entre otras, a este le correspondía: fijar los estándares mínimos de
los contenidos a enseñar, facilitar los insumos que influyen sobre el rendimiento
escolar, adoptar estrategias para la adquisición y el uso de dichos insumos y monitorear
el desempeño escolar. La ecuación consistió en forjar un modelo estatal mínimo en
términos de prestación del servicio y fuerte en términos de concentración y manejo de
recursos técnicos y financieros.
Myriam Feldfeber destaca tres grandes programas llevados adelante por el
proceso de reforma: el establecimiento de mecanismos de evaluación del rendimiento
educativo, el desarrollo de estrategias focalizadas de apoyo educativo y la producción de
estadística educativa.
La evaluación de las instituciones se transformó en uno de los mecanismos que
redefinieron la relación entre el Estado nacional, las jurisdicciones y sus escuelas. Los
Operativos Nacionales de Evaluación de la Calidad Educativa comenzaron a realizarse
desde la implementación de la Ley Federal, en 1994, con el objetivo de producir
información comparable sobre la base de los resultados del rendimiento educativo y de
los factores asociados a ellos. Los cuestionamientos que recibió llevaron a introducir
cambios metodológicos. En el nivel superior, se creó la CONEAU (Comisión Nacional
de Evaluación y Acreditación Universitaria), organismo encargado de evaluar el
rendimiento universitario y aprobar sus carreras de grado.
En el marco de las estrategias impulsadas desde el Ministerio nacional, se creó
el Plan Social Educativo, que abarcaba una serie de programas, entre los cuales se
encontraban el Programa Nacional de Becas Estudiantiles y los Programas y Circuitos
de Capacitación y Actualización de maestros, profesores, supervisores, directivos y
formadores de docentes. Estos programas requerían la ejecución de nuevas funciones
por parte del Ministerio: la asistencia técnica en terreno, la contratación de expertos y
consultores, la realización de encuentros, seminarios, congresos y otros eventos de
intercambio y los operativos de medición de resultados de aprendizaje. De este modo,
se enfatizó el carácter técnico del Ministerio.
A estos programas debemos sumar la elaboración de una nueva propuesta
curricular y las políticas destinadas a la formación docente. La reformulación de los
contenidos curriculares constituye, sin duda, una de las acciones más importantes con
relación a la determinación de los saberes vigentes, estableciendo cuáles son los
conocimientos que deben impartirse a lo largo de la escolaridad básica. La reforma de
los Contenidos Básicos Comunes alcanzó a todos los niveles de la Educación General
Básica y a la Formación Docente; los contenidos tenían que ser aprobados por el
Consejo Federal de Cultura y Educación. Su elaboración fue el producto de un proceso
de trabajo y negociación al que fueron convocados expertos de diversos campos
disciplinarios, equipos técnicos provinciales, investigadores y académicos, así como
representantes de las instituciones de la sociedad civil. El mecanismo previsto para la
sanción de los CBC (Contenidos Básicos Comunes) establecía que, una vez definidos los
lineamientos en el nivel nacional, cada provincia debía asumir la responsabilidad de
elaborar sus propios diseños curriculares, teniendo para ello cierto margen de
adaptación a los contextos socioculturales donde se aplicarían.
La formación docente fue otro punto afectado por la reforma educativa. El
principal diagnóstico, referido a las dificultades con las que chocaban las políticas de
formación docente, estaba relacionado con su alto grado de dispersión. El antecedente
más importante de una respuesta a este problema había sido la creación del Instituto
Nacional de Perfeccionamiento y Actualización Docente en 1987. El Instituto tenía
subsedes en todo el país, ofrecía cursos a distancia y presenciales, orientados a los
docentes de sus respectivas dependencias, pero fue discontinuado en 1992.
La Ley Federal reconoció este problema estableciendo en el artículo 53 que el
Ministerio de Educación tendría entre sus funciones la de “promover y organizar
conjuntamente con el Consejo Federal de Cultura y Educación, una red de formación,
perfeccionamiento y actualización del personal docente y no docente del sistema
educativo nacional”. La creación de la Red Federal de Formación Docente Continua
constituyó un dispositivo a través del cual el Ministerio, junto con el Consejo Federal de
Cultura y Educación persiguió la “jerarquización de la profesión docente” y el
“mejoramiento de la calidad del sistema educativo” a través de una política para el área
que se proponía ordenarla, integrarla, jerarquizarla y otorgarle financiamiento.
Sin embargo, la Red se encontró con diferentes instituciones, experiencias
formativas y tradiciones inscriptas territorialmente con las cuales debía lidiar. Ante
situaciones tan disímiles, el Estado nacional procuró regular las prácticas docentes.
Diker y Serra advierten que las estrategias puestas en juego tuvieron un carácter
fuertemente coactivo que, en buena medida, operaron bajo la amenaza de la “exclusión
del sistema y de la pérdida del puesto de trabajo”, de la “desjerarquización, producto de
la reestructuración del sistema que supuso la fusión de instituciones o el cierre de
modalidades en el nivel medio”, o bien, de la “degradación de los títulos docentes”.

Nuevo punto de partida

El vendaval que azotó a la Argentina durante los primeros años del siglo XXI
tuvo efectos drásticos y profundos sobre el tejido social. En cierta medida, la crisis del
2001 comenzó a clausurar el ciclo de las reformas neoliberales, exponiendo las
consecuencias sociales de las políticas que se implementaron durante los años 90. Las
medidas económicas tomadas por el gobierno de la Alianza despertaron un enorme
descontento social, que rápidamente ganó las calles. El 19 y 20 de diciembre de 2001
tuvo lugar una rebelión popular que produjo la renuncia del presidente De la Rúa.
Durante aquella jornada, las fuerzas represivas se cobraron la vida de 39 personas,
aproximadamente. Según Horacio González, la sensación de “vacío de gobierno” que
percibía la ciudadanía en torno a la gestión del presidente Fernando De la Rúa (1999-
2001) generó en la sociedad “una zona abierta a reflexiones más intensas en términos
de la relación casacalle, trabajomanifestación, vida cotidianaexcepción histórica,
expropiaciónapropiación, domicilioplaza, producción de mercancíastrabajo cartonero,
filosofía del dineroeconomía de trueque, fábricas abandonadasfábricas recuperadas”.
La situación en la que se producían aquellas reflexiones era realmente dramática.
Según el documento del Ministerio de Trabajo Distribución del ingreso. pobreza y
crecimiento en la Argentina, la pobreza tocó su punto más alto en mayo de 2003,
cuando afectó al 51, 7% de la población: en 2002, en cambio, se produjo el nivel de
desempleo más alto, afectando al 21,5% de la población económicamente activa.
Por otro lado, las enormes dificultades que atravesó nuestro país, presentaban
con todos los matices del caso cierto correlato con la situación que vivían diversos
países de la región. Como sostiene José Nun, América Latina en su conjunto cerró el
siglo XX como la zona más desigual de la tierra, con bastante más de un tercio de la
población por debajo de los niveles de subsistencia usualmente estimados como
mínimos y con casi una cuarta parte de sus habitantes carentes de educación.
Dentro de ese contexto y en el marco de esas dinámicas políticas. culturales y
económicas, hay que ubicar el proceso de transformación que tuvo lugar en la
Argentina a partir de 2003.
Las medidas adoptadas desde entonces procuraron recomponer la capacidad
de gestión política del Estado frente a un escenario de enormes necesidades sociales.
En el caso de la educación, la sanción de Ley 26.206 .de Educación Nacional se
inscribió en un nuevo ciclo histórico, al menos en términos de sus enunciados
discursivos y de la dirección política que buscó imprimirle a la educación. Su
promulgación tuvo lugar durante la presidencia de Néstor Kirchner. Previamente,
fueron sancionadas un conjunto de leyes con el objetivo de regular situaciones
específicas: la ley 25.864 (2003) estableció un mínimo de 180 días de clase: la ley
26.058 (2005). de Educación Técnico Profesional, recuperó la especificidad de la
educación técnica; la ley 26.075 (2005), de Financiamiento Educativo, garantizó un
presupuesto no menor al 6% del Producto Bruto Interno; y la Ley 26.150, de Educación
Sexual Integral, contribuyó a la formación armónica de las personas.
En el 2004, una mirada panorámica sobre la educación argentina revelaba que
existían 44.856 establecimientos educativos, 821.726 docentes y aproximadamente 11
millones de estudiantes. Uno de los cambios más significativos durante el período
abierto en 2003 se produjo en el nivel inicial: en 1994, la cantidad de los niños que
asistían a las salas de 3, 4 y 5 sumaban 998.624, mientras que en 2007 alcanzó la cifra
de 1.364.909, aumentando un 37%. En el nivel primario, durante 2005, el 7 4% de los
alumnos que recibían educación asistía a establecimientos de gestión estatal.
En el comienzo de las sesiones ordinarias del Congreso del 2006, el presidente
Néstor Kirchner sostuvo que, en el transcurso de un año, se sancionaría una nueva Ley
de Educación que derogaría la vigente y que para ello se abriría una consulta en torno a
las características que debía asumir dicha ley. El proceso de debate del anteproyecto fue
significativamente distinto al de la Ley Federal. Aunque algunos sectores consideraron
que los tiempos empleados en la consulta fueron escasos y que aquella estuvo centrada
en la educación formal y no consideró otras alternativas, el anteproyecto de Ley pudo
debatirse en las escuelas y contó con un fuerte aval de los sindicatos docentes.
En el anteproyecto de Ley se promovieron una serie de considerandos que
sintetizaban el sentido de las leyes sancionadas previamente, buscando imprimirle una
dirección política a esas leyes. Entre sus postulados se propuso cerrar el ciclo de las
reformas educativas neoliberales, volver a instituir el carácter nacional del sistema de
educación pública, recuperar la especificidad de la formación técnica y garantizar un
mínimo de escolaridad, así como establecer un incremento sustantivo en el
financiamiento de la educación.
A diferencia de la Ley Federal de Educación, la Ley de Educación Nacional
estableció que la educación era un derecho social, despejando toda posibilidad de
interpretar a la educación como una mercancía. Aun más: mientras la Ley Federal
organizó su discurso en torno a los conceptos de calidad, eficacia y eficiencia, la
segunda, en cambio, realzó otros conceptos, pasando de la noción de justicia
distributiva como criterio para la distribución de los fondos públicos, a la noción de
justicia social.
El Estado no fue el único actor que comenzó a instalar nuevos fundamentos y
se interesó por rediscutir las políticas educativas implementadas durante los '90. La
sociedad civil contribuyó enormemente a pensar y construir nuevas alternativas para la
formación de niños, jóvenes y adultos. Entre otras iniciativas, diferentes movimientos
sociales, grupos barriales, piqueteros u organizaciones estudiantiles de origen
universitario, gestaron una modalidad de enseñanza a la que bautizaron con el nombre
de bachilleratos populares. En el momento en que escribimos estas líneas, existen
aproximadamente 40 instituciones de este tipo (ubicadas fundamentalmente en la
ciudad y en la provincia de Buenos Aires) que se identifican a sí mismas como espacios
educativos populares, autogestivos, públicos y no estatales.
Junto con la multiplicidad de acciones educativas que llevan adelante estos
grupos, también es importante hacer mención a la participación a través de diversas
modalidades de educación popular (recreativas, de alfabetización, de concientización
ciudadana o relativos a la preservación del medio ambiente, entre muchas otras
posibilidades), de diferentes grupos políticos, religiosos y culturales, que trabajan en
barrios y villas, o en contextos de encierro, por dar sólo algunos ejemplos. En estas
acciones, creemos, se cifran algunas de las tradiciones y legados más ricos que la
sociedad argentina concibió a lo largo de un siglo de experiencias, como instancias para
la formación de la comunidad.

Educación y futuro
En el momento en el que escribimos estas líneas, muchas de las políticas a las
que hicimos referencia en el último apartado se encuentran en pleno desarrollo. Aun
más: todavía padecemos algunos de los efectos de las políticas regresivas que se
implementaron durante la década previa. ¿Hacia dónde conducen estos procesos?
¿Sobre qué nuevos fundamentos se construyen? ¿En qué medida representan una
ruptura con el pasado? Nos equivocaríamos si creyéramos que podemos arrogarnos la
capacidad de predecir el futuro. En cambio, desde nuestra perspectiva, sí podemos
advertir que estamos viviendo un momento político en pleno desarrollo, cuyas
transformaciones son tan grandes como incierto su desenlace.
Hay lugar para la esperanza. Por ejemplo, la implementación de algunas
políticas como la Asignación Universal constituyen medidas de fuerte inclusión social,
sostenidas desde el Estado, que recogen algunos aspectos de las mejores tradiciones
progresistas. En el plano educativo, sin embargo, aún son muy incipientes los datos
para afirmar que existe una modificación radical de la tendencia a la fragmentación en
el sistema educativo que se venía manifestando desde la irrupción de la última
dictadura militar.
Aunque no podamos determinar “a ciencia cierta” lo que ocurrirá en los
próximos años, en el pasado se produjeron y en el presente aún se producen
acontecimientos que limitan, potencian e imprimen ciertas direcciones al futuro.
Incluso en el pasado todavía existen numerosos “futuros imaginados” que pueden
rescatarse para pensar los problemas de nuestro presente. La historia es un proceso
donde permanentemente tiene lugar la articulación entre lo necesario y lo contingente
y su suerte depende, en gran medida, de los compromisos que tomemos nosotros, sus
contemporáneos, confiando en que, en definitiva, no hay ningún futuro escrito en
ningún cielo secreto.

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