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9.

ARGUMENTOS DE FICCION

Praxis del cine

Noël Burch

Habiendo partido de un dominio de investigación tan restringido, tan humilde; tan


verdaderamente elemental que nadie antes de nosotros parecía haberse ocupado de él de
modo sistemático, henos aquí llevados, al término de esta obra, a hablar de otro dominio
tan vasto y tan «noble» que la casi' totalidad de los escritos sobre el cine le han sido
consagrados. Incluso en los «Cahiers du Cinéma» puede decirse que más de los tres
cuartos de los artículos publicados tratan esencialmente del Argumento e incluso si
tocan también los problemas de forma o de lenguaje es siempre a través de él. Ahora
bien, si después de tanta tinta como ha corrido nos aventuramos en un terreno tan
trillado, si reservamos incluso un lugar privilegiado al Argumento, es porque nuestro
proceder es diametralmente opuesto al de todos los críticos y al de casi todos los
teóricos e historiadores (aunque no, creemos, al de algunos cineastas). Por una parte
pensamos tratar el Argumento a través de los problemas de forma y de lenguaje; es una
consecuencia normal de nuestra actitud de conjunto. Pero por otra parte y sobre todo,
queremos tratar el Argumento en general, con una A mayúscula, mientras que
habitualmente se considera que no puede ser abordado más que como una suma de
casos especiales, a través de los argumentos.
Por tanto, si se admite que el cine, que ha descubierto parcialmente ahora sus
potencialidades estructurales, debe tenerlo en cuenta en la elección de sus argumentos,
uno no puede r menos que preguntarse « ¿Qué es un argumento de film?» Es decir:
¿Qué es un buen argumento de film?», o aún más exactamente: «¿Qué es un buen
argumento de film hoy?
Dejando de lado los grandes creadores de la época llamada primitiva (Mélies, Cohl,
Feuillade y algunos grandes cómicos) en los que el argumento tenía ya una cierta
función formal, se puede decir a grosso modo que los cineastas por tradición han
adoptado, frente al argumento, una de las siguientes actitudes: o bien proclaman que el
argumento es lo único que cuenta y que la forma de tratarlo sólo cuenta en la medida en
que lo valoriza (es la posición de un Autant-Lara, por ejemplo), o bien, por el contrario,
que el argumento no tiene ninguna importancia, que sólo cuenta la manera de tratarlo
(es lo que sostiene un Clouzot, aunque también un Josef von Sternberg).
Paradójicamente, estas dos actitudes, en apariencia tan opuestas, reflejan una sola y
misma noción, que hoy resulta totalmente sobrepasada. Es la idea según la cual quien
hace films es un director metteur en scene), es decir, un señor que, a partir de un
argumento, hace o manda hacer un guión que luego pondrá en imágenes. André S.
Labarthe ha expuesto muy bien esta querella de vocabulario y de generaciones que de
hecho encierra un problema muy grave: «De los dos conceptos gemelos que permiten a
la crítica «coger» los films (como lo haría una pinza de cangrejo), la palabra puesta en
escena designa aquel que, más allá del argumento, atiende a la hechura. Desde Delluc,
juzgar un film ha sido siempre juzgar la interpretación de los actores, la calidad de los
diálogos, la belleza de la fotografía, la eficacia del montaje... Y si durante treinta o
cuarenta años la crítica ha podido captar más o menos su objeto, es porque el cine de
hecho apenas ha evolucionado, o más bien porque sólo ha evolucionado en el interior
del dominio definido por el concepto de puesta en escena».

Cuando Sternberg rodada The Scarlet Empress, sabía muy bien que su guión era de una
debilidad insigne: lo que para él contaba era crear un objeto plástico a través de una
operación que efectivamente es, para él, puesta en escena (mise en scene), como se dice
compaginación (mise en page) o embotellado (mise en bouteille). Mientras que si
Autant-Lara se ha visto empujado a crear (para films como Donce o La travesía de
París) un estilo casi tan artificial como el Sternberg, es por la razón inversa: servir un
argumento que estima de una importancia primordial. Para unos pues, la puesta en
escena es un fin en sí misma, para otros sólo es un medio; las jerarquías se han
invertido, pero las posiciones de los que las respetan son fundamentalmente semejantes:
ambos creen en una relación jerárquica entre Argumento y Forma (que ellos llaman
«estilo). Es cierto que los bien intencionados han hablado a menudo de una fusión del
«Fondo» y la Forma», pero sólo se trata de una postura más, fundada en concepciones
estéticas periclitadas desde hace un siglo, porque esos apóstoles de «la gran síntesis no
dejan de ser menos tributarios de una concepción que separa guión y planificación en
dos etapas distintas, lo cual implica forzosamente una jerarquía en uno u otro sentido:
para todos, planificación equivale a apuesta en forma»; por más que ésta sea
trascendente para unos, servil para otros, siempre se ejerce con posterioridad, viniendo a
superponerse a un guión previo que es el desarrollo literario de un argumento
cualquiera.
Evidentemente, hay excepciones. La más significativa del período de entreguerras es a
buen seguro un film que consideramos como la obra maestra de su autor, en gran parte
por esta misma razón: es La Regle du jeu, de Jean Renoir. Si se trata de uno de los
primeros films modernos» es precisamente en la medida en que la elección del
argumento ha sido hecha en función de las investigaciones formales a las que quería
dedicarse el autor en esa época, y sobre todo en la medida en que la forma e incluso la
factura del film derivan en efecto de ese argumento, aun tomado en su más simple
expresión, y en que derivan de él directamente, sin mediación alguna. Se trata, nos
parece, de la clave del problema que hoy el Argumento propone. A partir del momento
en que el cine toma conciencia de todos sus medios, en que se entrevé la posibilidad de
hacer films orgánicamente coherentes, en que todo se aguanta», ¿no debe pensarse el
Argumento—por donde empieza (casi) siempre la elaboración de un film—en función
de la forma y la factura finales? Esta es la formulación que puede darse hoy al
problema. Pero este postulado Renoir lo había presentido ya muy lúcidamente cuando
tuvo que escoger el argumento de La Regle du jeu (y lo sabemos por boca del autor, que
habló de ello en términos muy pertinentes durante una de las emisiones que le consagró
Jacques Rivette en la serie Cinéastes de notre temps). Es casi una perogrullada afirmar
que las vanas evoluciones e idas y venidas de todas clases que movilizan de manera
muy compleja la profundidad de campo y el espacio «off», y que constituyen la trama
plástica esencial de La Regle du jeu, no son más que la prolongación literal, el
aumento» como dicen los músicos, de los confictos sentimentales y de las interferencias
entre mundos de los amos y mundo de los criados que constituyen su argumento. E1
argumento, incluso en su más simple expresión, es el microcosmos no sólo de cada
secuencia sino casi de cada plano, al menos a un cierto nivel de lectura.
Pero quizá fuera posible exponer mejor esta noción del argumento que engendra una
forma comparando brevemente dos films de menor envergadura de un autor cuyo
cuidado formal, por constante que sea, es más primario que el de Renoir y por tanto más
ejemplar aquí. Tomemos pues dos films de Alfred Hitchcock, Rope y Los pájaros, dos
de los films más logrados de su período americano. Como punto de partida de Rope un
argumento «de bulevar» con construcción clásica en tres actos, entradas y salidas
teatrales, etc. Pero la factura de la obra procede de un parti pris arbitrario: la supresión
del cambio de plano; es cierto que en el plano poético está en perfecta adecuación con el
argumento, pero en ningún sentido se desprende de él. Muy distinto es el caso de Los
pájaros. Aquí, toda la estructura e incluso toda la factura del film nacen del mismo
principio del argumento: una destrucción gradual del Sueño Americano, de un mundo
fundado en todos los modelos de la vida burguesa tal como Hollywood la pinta. A partir
del primer picotazo en la frente de Tippi Hedren, todo el acontecer del film va a estar
determinado, debido a esta contaminación, por la violencia, tanto a nivel de la imagen
como de la planificación; y este film, como su argumento tiene principio pero no tiene
fin, o si tiene uno se halla enterrado bajo los millones de pájaros que han invadido la
pantalla (el mundo). Es un film en el que todo lo que sucede a todos los niveles es
consecuencia directa del postulado de base que es su anécdota.
En esta concepción «celular» de las relaciones entre Argumento y Factura, encontramos
otro paralelismo, particularmente fecundo en este caso, entre las formas modernas del
cine y las de la música contemporánea. Porque, ¿no es así como los músicos seriales
conciben las relaciones entre la elección de la serie (o de las series) de base (que
constituyen de hecho el «argumento» de una obra musical, lo que los músicos clásicos
llamaban tema, aunque funcione de modo muy distinto al tema) y la escritura de la obra
acabada: no estiman que todo debe salir de esta célula de origen o cuando menos
situarse en relación a ella, incluso si nunca es reconocible en cuanto tal?
Para los músicos seriales esta concepción del crecimiento casi biológico de una obra
musical a partir de algunas cédulas generatrices (concepción nacida en las grandes obras
de Debussy y de Schönberg) se inscribe en un esfuerzo más vasto que apunta a dotar a
la obra de una unidad orgánica cada vez mayor 2. Y con análogo fin algunos
realizadores intentan establecer, desde hace poco, relaciones del mismo orden entre la
elección de sus argumentos y la forma y factura finales de los films que «sacan» de
ellos.
Ya hemos hablado extensamente de dos films, Cronaca di un amore y Une simple
histoire, que constituyen, cada uno a su modo, etapas importantes hacia la definición de
una función estructural del argumento. Por lo tanto no volveremos sobre ellos, aunque
nos permitimos invitar al lector a volver a nuestro capítulo 6, a la luz de las
observaciones que siguen.
Pero antes un paréntesis esencial. Entre cineastas, puede parecer apenas necesario el
definir un «argumento de film», en especial en el contexto del film de ficción. Cualquier
realizador reconoce argumentos de film en las mini-sinopsis que pueden leerse todos los
miércoles en «Pariscope» bajo el título de «nuevos films».
Pero se trata de lo que el literato de hoy designaría con cierto desdén como «el resumen
de la acción». Ello es debido a que el literato se dedica precisamente cada vez más a
fenómenos de trascendencia, mientras que el cineasta, por el mismo hecho de la
materialidad de su arte, tan grande como la de la escultura, por ejemplo, debe dedicarse
a lo concreto, a las realidades inmanentes. Sucede así que para nosotros, cineastas, el
argumento de esa gran novela moderna, Cosmos, de Witold Gombrowicz, no es a «la
interpretación considerada como una aproximación al universo» o cualquier otro
postulado abstracto, sino lisa y llanamente «dos hombres penetran en la vida de una
casa donde ciertos signos misteriosos los llevan a admitir la existencia de un enigma
que tratarán de resolver... o de crear». Ciertamente, no queda excluido que Gombrowicz
haya partido de un problema de naturaleza puramente abstracta, pero esta abstracción no
es de ninguna utilidad para el hipotético cineasta que se dedicase a desarrollar

2 Unidad que contestan en seguida dialécticamente por un lenguaie de naturaleza discontinua y disjunta. Todavía aquí
el paralelismo con el lenguaje cinematográfico, tal como emerge hoy en día, nos parece sorprendente.

el esquema de esa novela en el cine; lo que le interesaría serían las estructuras visuales,
concretas, el tema del objeto perdido, las permutaciones de los papeles, etc. Porque el
cine está hecho en primer lugar de imágenes y sonidos; las ideas vienen (quizá) luego.
A1 menos en lo que llamamos el «cine de ficción». Porque, como veremos en el
próximo capítulo, existe desde hace algunos años un cine de no-ficción que parte de un
juego de ideas abstractas (considerado aquí como argumento para llegar a ese conjunto
de imágenes y sonidos que es un film. Pero volvamos a nuestro intento de ilustración.

Una de las más importantes etapas hacia el argumento «funcional» es, a nuestro
entender, la obra de Alain Robbe-Grillet, y pensamos tanto en su obra novelística como
en la cinematográfica. Porque para nosotros 1as novelas de Robbe-Grillet constituyen
una tentativa absolutamente original de «cine escrito». Al principio, se trataba de una
noción un poco pueril. Frente al manifiesto agotamiento de las formas novelísticas
tradicionales, Les Gommes asumió, a veces de manera un tanto ingenua, cualquier
género de procedimiento de escritura pseudo-cinematográfica («fundido encadenado».
«travelling», «panorámica», «primer plano», etc.). Jóvenes discípulos del gran escritor
han ido mucho más lejos desde entonces en esa dirección, usando y abusando sobre
todo del «ralenti» y de la «imagen congelada». Y en el propio Robbe-Grillet, en los
cuatro libros que han seguido a Les Gommes, largas descripciones de una minuciosidad
casi paródica han contribuido a crear lo que se ha llamado por irrisión «la estética del
agrimensor». Esta parecería querer «restituir» una equivalencia de la exterioridad y de
la precisión «objetiva» que caracterizan naturalmente a la imagen cinematográfica. Este
aspecto de las investigaciones de Robbe-Grillet, que parece ser el que más ha atraído a
numerosos escritores jóvenes, nos parece bastante secundario. Pero sea como fuere, no
es evidentemente de ahí de donde el Robbe-Grillet cineasta ha extraído su inspiración; y
si ese lado «inventario» de su obra ha marcado sin duda la historia de la literatura, es
poco probable que marque la del cine.
Por el contrario, la contribución de Robbe-Grillet a una nueva definición de las
relaciones entre Argumento y Forma es de una importancia que sobrepasa todo lo que
hoy pueda imaginarse. Porque estamos inclinados a creer que las verdaderas
prolongaciones de la obra de Robbe-Grilfet sólo serán dadas por el cine: desarrollándose
en literatura, son procedimientos que corren el riesgo de entorpecerse en razón de la
esencial monotonía de la palabra impresa en tanto que objeto, mientras que en el cine
pueden repercutir en toda una gama de materia, a todos los niveles. La noción de
Forma-Variación que ha introducido a continuación del gran primitivo Roussel en el
arte narrativo (mientras que antes de él era patrimonio exclusivo de la poesía y de las
artes «abstractas») tomaría así en el seno del arte compuesto que es el cine un sentido
infinitamente más rico. Por otra parte sin duda por eso este creador ha abordado también
el cine, con un entusiasmo sin precedentes entre los literatos de su talla.
Abordemos este somero examen de la aportación de Robbe-Grillet con un ejemplo
bastante elemental: la segunda novela que publicó, Le Voyeur. E1 Argumento de ese
libro, en el sentido en que entendemos esa palabra (es decir si se quiere, el «resumen de
la acción») comporta un itinerario relativamente continuo aunque roto en su mitad por
una gran elipsis», en el interior de la cual se produce el único verdadero acontecimiento
(el asesinato). Ahora bien, esta noción de itinerario roto por elipsis se reencuentra a
todos los niveles del libro, desde la simple frase hasta el conjunto del volumen, pasando
por todos los períodos intermedios. En esto decíamos que la lección de Robbe-Grillet es
capital para los cineastas: porque ha creado un tipo de narración «proliferante que crece
como un cristal a partir de una idea-cédula, para formar un conjunto totalmente
coherente, incluso en sus contradicciones, un conjunto que refleja en todas sus facetas—
bajo una forma más o menos reconocible el embrión del que ha salido. Ninguna
«novela» (en el sentido convencional) podía tener la unidad formal que posee un libro
de Robbe-Grillet, incluso el menos logrado de ellos. Y si tal como creemos, el cine,
como la música, puede ganar si tiende hacia una unidad orgánica cada vez mayor, es
evidente que las «formas» narrativas que la literatura ha suministrado tan
generosamente al cine durante una cuarentena de años no nos son ya de ninguna
utilidad. Los temas que subtendían esas formas, por el contrario, aún pueden servir, pero
a condición de que el realizador saque de ellos consecuencias formales y estructurales
que tengan un sentido en el cine; sacadas con conocimiento de causa, esas
consecuencias harán que los desarrollos cinematográficos de esos argumentos estén
radicalmente alejados de los desarrollos literarios a que los mismos argumentos quizá
hayan dado lugar (basta comparar Les Caprices de Marianne con La Regle du jeu).
En su primer guión realizado, El año pasado en Marienbad, Robbe-Grillet llevó aún
mucho más lejos que en Le Voyeur esta preocupación por la unidad orgánica. Aquí,
cada plano, cada incidente nos remite (por repetición, por desviación» o por
contradicción) a al menos uno y generalmente a varios otros momentos del film; por
tanto, es precisamente apelando a la memoria del espectador, poniendo a prueba los
recuerdos del film que transcurre ante él, como los autores consiguen que en cada
instante el mecanismo del film refleje, en microcosmos, su propio argumento, que
puede resumirse (aunque no expresarse) como un juego triangular de la memoria»; y es
en el interior de ese gran principio unificador donde encontramos los mil y un hilos
entrecruzados que unen eventualmente cada plano a los otros mediante un itinerario que
refuerza al lineal del montaje. Por otra parte, se puede lamentar precisamente en
Marienbad que montaje y planificación no participen más a menudo de esta red
estructural, que sigue estando sobre todo en función del incidente, del «contenido»; la
«cámara» se contenta quizá demasiado en esbozar arabescos en torno a los
acontecimientos sin crear, en nuestra opinión, una real dialéctica de la participación y de
la no participación (tal como se encuentra en Cronaca di un amore). También en este
sentido Marienbad nos parece menos logrado que Une simple histoire. Sólo algunas
secuencias, como las de la habitación cambiante y las de la balaustrada nos parecen
plenamente articuladas. Pero qué importan semejantes reservas ante el extraordinario
paso hacia adelante que Marienbad representa en la historia del cine y particularmente
en la reintegración del Argumento en el mismo seno de la factura.
Otro tanto diremos por otra parte de L'Immortelle, el primer film de Robbe-Grillet, del
que una apresurada comparación con los fastos pictóricos de Marienbad nos condujo en
su momento (¡ay, junto a muchos de nuestros amigos!) a subestimar gravemente la
importancia. Es cierto que al nivel de la factura sólo el trabajo sonoro de Michel Fano
contribuye eficazmente a esa unidad de un tipo entonces totalmente nuevo; pero, ¿cómo
podía pensarse que un cineasta absolutamente novato llegaría a una coherencia tan
grande, donde tan pocos cineastas más experimentados se han mostrado capaces de
ello? Porque a nivel de lo que Louis Delluc llamaba el «découpage», es decir, la
sucesión de los acontecimientos, de las escenas e incluso de los planos en tanto que
«continentes», el éxito del film hoy nos parece total. E1 «programa» de 1,'Immortelle
(término que sin duda no puede sustituir al de argumento» pero que para nosotros lo
clarifica singularmente) comporta un gradual «deterioro» de la verosimilitud a través de
una especie de laberinto con coincidencias de una artificialidad siempre creciente, y esta
estructura-itinerario se reencuentra a todos los niveles del film, tanto en el de la
secuencia como en el del plano. Porque a medida que el film progresa, son cada vez más
numerosas las consecuencias y aun los planos que parten de una «realidad»
aparentemente coherente para desembocar, a través de las contradicciones y las
coincidencias con las que se tropieza el protagonista, en una artificialidad cada vez más
«congelada», cada vez más aguda, exactamente de la misma manera que el propio film
parte de un clima de banalidad voluntaria para llegar a un artificio «inaceptable», a una
coincidencia sobrenatural directamente salida de las novelas de Lovecraft. Por otra
parte, esa invasión de la «realidad» cotidiana por misterios «imposibles» remiite a la
novela fantástica, pero lo que cuenta aquí es que RobbeGrillet haya hecho de ello a la
vez un principio de forma narrativa y de estructura composicional. Es otro gran paso
hacia la Unidad.
Está comunmente admitido que los argumentos de Marienbad y de L'Immortelle son
«oscuros». Creemos que hay en ello una grave confusión de términos en la que
conviene detenerse. E1 argumento de Marienbad sólo es «obscuro» si se persiste en
querer que la acción que se desarrolla en la pantalla esté subtendida por una verdad
única que lo «explique» todo, es decir, si se persiste en pensar que el film debe poseer
una «clave» que permita resolver, en particular, las diferentes contradicciones, optar por
lo que dice «A» contra lo que dice «X», decretar que tal o cual plano corresponde al
«fantasma» y tal otro a la realidad» del guión. Pero, y los autores del film lo han
repetido suficientemente, Marienbad no tiene clave alguna, esas contradicciones
verbales o pictóricas son la misma esencia de la obra, no sirven para esconder el
argumento sino que se desprenden directamente de él, lo cual suministra otro ejemplo
de la manera en que ese argumento rige todo el acontecer del film. Desde algunos
puntos de vista, Marienbad es, como L'Immortelle, un film inocente: nada está
escondido, todo lo que no es inmediatamente captable en el film no existe en ninguna
parte, y menos todavía en la mente de los autores. Son films que no piden interpretación
sino simplemente que se los mire. Son desde cualquier aspecto films para abordar
ingenuamente: nada falsea más el placer que podemos tomar en perdernos por esos
laberintos hechos para la vista y para el espíritu que buscar una significación oculta.
Evidentemente, siempre podrán encontrarse, se encontrarán cien, mil si se quiere; pero
Mack Sennett y Louis Feuillade, entre otros, nos enseñaron hace ya mucho tiempo que
el gran cine puede ser una experiencia puramente inmediata y (por paradójico como
pueda parecer) nosotros afirmamos que films como Marienbad y L'Immortelle no hacen
sino proseguir este camino real. Es otro modo de decir que el argumento, aquí, todavía
no es sino el resumen de la «acción», incluso si esta acción es puramente mental.
Sin embargo, existen también, incontestablemente, films de los que puede decirse que
son, a uno u otro título, films oscuros, es decir, films de argumento más o menos oculto.
¿Cuál es, cuál puede ser la función de tales argumentos? ¿Cómo pueden, cómo deben
«leerse» los films que constituyen sus desarrollos?
Sin tratar de hacer un inventario exhaustivo de los tipos de films «oscuros», podemos
distinguir de ahora en adelante algunos tipos importantes. Por una parte están los films
cuyo principio formal consiste en ocultar un argumento simple «sobrepasándolo»,
rodeándolo de digresiones que forman como una «pantalla» de contornos a veces muy
bizantinos y en todo caso más o menos discontinuos, pantalla que nos permite entrever
de vez en cuando algunas migajas de lo que fue el argumento «original». Esta técnica a
veces es utilizada por cineastas a quienes se ha confiado una tarea indigna de ellos y que
de ese modo tratan de salir «honorablemente» del paso: en los Estados Unidos han
resultado de ello algunos bellos films relativamente «difíciles» tales como Kiss Me
Deadly. Pero es Jean-Luc Godard quien, hasta hoy, ha dado a este principio los
desarrollos más ricos y el mejor ejemplo de este procedimiento es evidentemente Pierrot
le fou. Partiendo asimismo de una novela policíaca tradicional, Godard «lleva el gato al
agua» con una extraordinaria desenvoltura. En Pierrot le fou suceden cantidad de cosas
que son perfectamente «incomprensibles» si solamente tenemos en cuenta las
explicaciones deliberadamente enmarañadas que de vez en cuando parece que se nos
dan. Evidentemente, los literatos nos dirán que el «verdadero» argumento de Pierrot le
fou es el amor de Marianne y de Ferdinand, o bien algo así como «las grandezas y
miserias del espíritu romántico moderno». Pero un argumento, lo hemos dicho, es antes
que nada el resorte del discurso, un elemento motor, el germen que engendra una forma;
y de hecho, la trama, es decir, el célebre «resumen de la acción», de la novela policiaca
de donde Godard ha partido suministra todo eso. Un amor o una actitud moral,
considerados en sí mismos, no pueden ser más que temas y, para un cineasta, un
tema no es un argumento.
Por tanto, Godard necesitaba en primer lugar el argumento de Pierrot le fou para dar una
forma a su film. A continuación, la elaboración de su obra le ha llevado a sumergir casi
por entero ese argumento en los desarrollos que le ha dado. Decimos «casi».
Es cierto que hubiera podido concebirse una total desaparición de la anécdota original,
comparable a lo que ha sucedido con los cuentos de Maupassant que se supone que son
la base de Masculin Feminin. En el caso de Pierrot le fou esto habría «puesto al
desnudo», si así puede decirse, ese nostálgico viaje hecho por un hombre de una gran
«pureza interior» y la mujer que va a llevarle a la muerte. Pero esta puesta al desnudo al
mismo tiempo hubiera privado al film de su armazón. Por tanto, ese argumento original,
que Godard conoce de manera muy distinta a su público, ha querido mostrarlo de vez en
cuando, precisamente para recordarnos que lo conoce mejor que nosotros y que lo
mantiene escondido expresamente. A nivel de comunicación, por supuesto, esto viene a
subrayar notablemente el «alcance universal» de su historia pero función mucho más
significativa en nuestra opinión, este procedimiento crea una tensión de orden dialéctico
entre argumento y discurso, por la aparición y desaparición de migajas del argumento
según una rítmica esencial para la estructura discontinua del film. Godard ha llevado
este principio mucho más lejos en Made in U.S.A., pero el poco cuidado prestado a este
filrn y sobre todo quizá un problema de duración 3, hacen que no aporte nada nuevo al
tipo de dialéctica enunciado en E. Pierrot te fou.

3 Made in U.S.A. se nos presenta evidentemente como un film «hinchado» artificialmente con el fin de alcanzar una
duración «distribuible>> según los criterios actualmente vigentes en Francia. Ahora bien,
a medida que el cine evoluciona hacia una conciencia de la organización de las duraciones, hacia una concepción de
composición totalitaria, que exige al espectador un esfuerzo de memoria totalmente nuevo, parece cada vez más
evidente que esta antigua hora y media, que sin duda estaba perfectamente adaptada a la forma «novela-digest» que
durante tanto tiempo condicionó al cine comercial, es un formato que ya no conviene. Los tres mejores films de
Marcel Hanoun (cuya intransigencia total en éste como en otros puntos es una de las razones por las que permanece
ignorado del público) duran alrededor de una hora. A nuestro entender, esto refleja una tendencia que estaría mucho
más generalizada si la exhibición estuviera organizada en Francia de muy distinto modo (es verdad que parece
volverse muy lentamente hacia el programa doble, única solución posible al problema sin una reforma profunda de
los hábitos del público). Existe, sin embargo, otro tipo de cine que parece encontrar su centro de gravedad en films
extremadamente largos (Chelsea Girls y otros films «subterráneos»), aunque sólo el porvenir nos dirá si esta tentativa
de incorporar la duración vivida será fructífera o no.
Se observará que a propósito de este último film empleamos la palabra
«discontinuidad». En efecto, Pierrot le fou, tras Vivre sa vie y La Femme mariée, se
inscribe en el gran combate que libra Godard para despegarse del relato tradicional
basado originalmente en la unidad y la continuidad de la novela del siglo XIX, para ir
hacia nuevas formas narrativas basadas en el «collage» de elementos dispares y en la
discontinuidad de tono, de lenguaje y de materiales. Hemos evocado ya esa noción de
discontinuidad a propósito de las «dialécticas de materiales», pero hay que volver sobre
ello desde el punto de vista del argumento. Porque es evidente que la elección del
argumento en Pierrot le fou, o más exactamente la decisión sobre la función de ese
argumento, se efectuó con vista a la nueva forma narrativa que Godard intentaba
inaugurar y en el seno de la cual debía constituir una especie de «eje subyacente>> con
respecto al cual la discontinuidad tomaría valor de estructura. Debe señalarse que esta
búsqueda de una discontinuidad organizada, que se halla implícita en toda la obra de
Godard (y de algunos otros «metteurs en films» actuales tales como William Klein, A.
S. Labarthe, ,T. P. Lajournade, Michel Mitrani, Pierre Perrault, etc.) se sitúa
exactamente en las antípodas de la de un Robbe-Grillet, en el sentido en que este último
ha intentado en sus tres primeros films reforzar al máximo la unidad y en cierto modo la
continuidad de la obra cinematográfica (formulando de nuevo completamente la unidad
empírica obtenida antes de él en la novela por los medios que se conocen: permanencia
de los personajes, unidad de estilo, encadenamiento de la acción), para ir hacia una
unidad totalitaria, unidad que provocaría una estrecha simbiosis entre todos los
elementos del film, tanto en el plano plástico como narrativo, a imagen de algunas obras
musicales de carácter «lírico» como el Wozzeck de A1ban Berg o La Mort de Virgile de
Jean Barraqué. Pero apresurémonos a decir que por opuestos que sean estos dos
procederes nos parecen los más fructíferos del cine actual.
Por lo demás, a medio camino entre el argumento «racional» oculto del tipo de Pierrot
le fou y el argumento «irracional», del cual podría decirse que está falsamente oculto
(Marienbad, L'Immortelle), distinguimos otro tipo, igualmente «oculto», pero cuya
naturaleza y cuya función son muy distintas de las de Pierrot le fou o de Made in U.S.A.
Se trata de un tipo de argumento que nos gusta llamar de «psicología imaginaria». Aquí,
no son ni los móviles externos de los personajes ni la naturaleza de las contingencias
exteriores quienes condicionan los actos que se nos ocultan, sino sus motivaciones
interiores y los principios sobre los que se articula el mundo un poco extraño en el que
evolucionan, factores que constituyen entonces lo que Maurice Blanchot llama «el
centro secreto de todo». Además, las novelas y algunos ensayos de Blanchot son, a
nuestro parecer, ricos en enseñanzas para el cineasta actual en busca de argumentos
adecuados al lenguaje que empieza a despuntar. Es cierto que adaptar un relato de
Blanchot para la pantalla sería algo completamente absurdo: sus argumentos no
funcionarían más que en el seno de un conjunto de coordenadas específicamente
literarias. Sin embargo, otros argumentos, análogos en su función, pueden sin duda
alguna desempeñar un papel comparable en un sistema de coordenadas
cinematográficas.
¿Cómo definir con exactitud los argumentos de este tipo? Según la óptica literaria, los
escritos de Blanchot lo hacen de manera infinitamente más sutil y más alusiva que lo
que nosotros sabríamos, aunque nos parece que la definición de su posible
funcionamiento en el cine está a nuestro alcance y que por simplista que sea nuestro
acercamiento no por ello será menos útil. En términos generales, diríamos que es un
argumento que, para ser tan absolutamente invisible como los que algunos
comentaristas han creído descubrir escondidos en los laberintos de Marienbad, podría
eventualmente revelarse mediante la interpretación, a través de lo que se llamaba no
hace mucho en los Estados Unidos un «close reading»; a diferencia ~ de lo que sucede
con Robbe-Grillet, es un argumento que existe lisa y llanamente. Simplemente, se
expresa mediante metáforas de un orden tan personal que es muy probable que el
propio autor no quiera o no pueda formularlo nunca sino con otras metáforas absolutas;
éstas no tienen significación singular, remiten a todo un mundo interior, inaprehensible
en cuanto tal, salvo quizá mediante un análisis de tipo gestáltico, en el sentido en que
esta disciplina permite comprender conjuntos que son refractarios a la disociación. Por
tanto, si tales obras parecen solicitar una interpretación, no nos parece que ésta se
imponga más que las de las novelas o de los films de ~ Robbe-Grillet. Porque también
aquí alcanzar «el centro secreto de todo», aun cuando en cierto sentido éste exista
efectivamente en el espíritu del autor, no es necesariamente una manera de conocer
mejor una obra, y es casi seguramente una manera de perderla de vista 4.
Por razones obvias, pocos films han adoptado hasta el presente esta función
«blanchotiana» del argumento. Sin embargo, existe uno que constituye un formidable
paso hacia una solución al «problema» del argumento, y que personalmente nos seduce
más que las restantes hasta aquí propuestas puesto que nos parece la más rica en
posibles desarrollos, presentando una especie de síntesis entre las aproximaciones de
Marienbad y de Pierrot le fou y conservando todas las ventajas de ambos. Nos
referimos al film de Ingmar Bergman, Persona, quizá el más bello que este autor de
sorprendente evolución q nos haya dado hasta hoy.
A1 nivel de guión, la «interpretación» generalmente ofrecida de este film, interpretación
según la que el argumento sería un gradual intercambio de personalidades (aunque sea
sobre todo en eso en lo que Bergman pensaba) nos parece que impide una buena
comprensión del film. «Explicando» así la mayoría (aunque no todos) los
acontecimientos «misteriosos» que jalonan este film efectiva (y deliberadamente)
difícil, se suprime, enmascarándolo, todo un entramado de filiaciones extremadamente
complejas y contradictorias que unen entre si esos acontecimientos y que constituyen la
superestructura del film.

4 Susan Sontag escribe en Contra la interpretación: «En la mayoría de estos casos contemporáneos la interpretación
se reduce a la repugnancia del vulgo en dejar tranquila la obra de arte. Cualquier arte verdadero tiene el poder de
inquietarnos. Reducir la obra a su contenido para luego poder interpretarlo es una forma de domesticar la obra.
La interpretación convierte el arte en dócil y manejable».

El Centro secreto del film, cualquiera que sea, e incluso si se trata de ese famoso
intercambio de personalidades, sirve a Bergman para dar una coherencia estética no-
significante, a imágenes y acontecimientos que inicialmente están cargados de todas las
significaciones, tanto por su naturaleza como por el hecho de que la «clave» del film—
que Bergman es el único que posee y que debe seguir siéndolo— permanece oculta. Es
cierto que al nivel de secuencia constantemente parecen proponerse claves. Sería
terriblemente fácil —y para muchos muy tentador— hacer el análisis «freudiano» de la
agresividad sexual expresada en la sorprendente escena del vaso roto. Pero al término de
este análisis ¿se estaría más cerca de la realidad sensible de esta escena? ¿No se trata
más bien de vivirla en su duración inmediata, sintiendo el creciente malestar de esta
interminable espera que da una tonalidad tan curiosa a los gestos de los personajes a
medida que se prolonga, mientras aumenta imperceptible pero inexorablemente la
intensidad de un plano cuya duración hace que en principio sea lo menos intenso
posible? ¿No se trata de vivir el dolor de la laceración final, herida benigna y
enteramente escamoteada pero que adquiere aquí el poder agresivo de una grave
desfiguración, debido a su situación en la progresión dramática y plástica de la escena?
Ya hemos hablado de la inanidad consistente en buscar una interpretación política a las
imágenes de la guerra del Vietnam vistas por la enferma en su receptor de televisión; de
nuevo, se trata de vivir el horror de esas imágenes y la angustia de quien las ve.
Interpretarlas equivale a no verlas. Se nos responderá que la «manifiesta ambición» de
la obra de Bergman «provoca» las interpretaciones. Sin embargo, los celosos defensores
de John Ford y Raoul Walsh saben que esos autores no ambicionan en absoluto que se
interpreten sus films; los hacen para que sean vistos y oídos, y basta. Lo cual no impide
que los celosos defensores citados interpreten incansablemente dichos films. Pero
entonces, ¿con qué derecho impedirían a Bergman tener la misma ambición que un Ford
o un Walsh, o sea la de hacer films para que sean vividos y nada más?

No obstante, donde el proceder de Bergman nos parece más claro es en la brutal


intervención de elementos exteriores a la «acción». De hecho, se trata de una extensión,
mucho más satisfactoria, de la antigua concepción eisensteiniana del montaje de
atracciones, técnica que revistió en el maestro ruso (hasta que la abandonó llegada la
madurez) un carácter ingenuamente metafórico (en La línea general, los chorros de agua
que expresan la alegría de los campesinos ante sus nuevas desnatadoras al mismo
tiempo que enlazan metafóricamente con las eyaculaciones de la propia nata constituyen
indudablemente unos de los ejemplos más evolucionados de esta técnica). Pero en
Bergman esta noción de imagen-metáfora está infinitamente mejor «fundida» en la obra,
es a la vez más abstracta (en el sentido de que se trata de metáforas «absolutas») y más
concreta (en el sentido de que ponen en duda la verdadera materia frente a la que se
halla el espectador: película, pantalla, arco) y no sólo porque se nos muestre un
«desengranaje», una quemadura, una rotura, sino también porque el montaje casi-
subliminal que utiliza Bergman en esta ocasión suministra, a nuestro entender, una
materia más inmediatamente sentida en tanto que película que los planos de duración
«normal», en los que siempre tenemos el tiempo y el lugar de «perdernos» un poco,
olvidando quizá durante un lapso de tiempo que todo eso no es sino luz y celuloide. Las
idas y venidas entre, por una parte, una brusca conciencia de la naturaleza del
espectáculo y, por otra parte, su olvido parcial o total, nos parece responder tanto a la
dialéctica de las funciones y de las materias (que ya hemos evocado) como a la estética
brechtiana. Desde este punto de vista puede observarse además que Bergman parece
haber logrado otra síntesis, reuniendo las dos tendencias de que hemos hablado
precedentemente, o sea la que tiende hacia una mayor unidad orgánica a través de un
juego de ambigüedades entrelazadas cada vez más complejo, y la que tiende hacia una
organización a base de discontinuidad y disparidad. Y de la dialéctica entre continuo y
discontinuo que de ello resulta se nutre el metabolismo de la obra entera.
El lector comprenderá que no hemos tenido la pretensión de ofrecer en estas páginas un
catálogo exhaustivo del argumento moderno y de sus funciones en el dominio de la
ficción. Existen especialmente films «sin argumento» que plantean problemas de orden
muy distinto (Chelsea Girls). Sin embargo creemos haber cumplido en parte la tarea que
nos habíamos fijado: la de situarnos, nosotros y nuestros compañeros de viaje, ante
nuestras responsabilidades: ya no es posible que el Argumento siga siendo tributario de
nuestros arrebatos literarios, de nuestras pequeñas preocupaciones cotidianas ni de la
idea que nos hacemos de lo que «interesa» al público, incluso a nuestro público.
Estamos dando a luz un lenguaje: definamos pues los argumentos adaptados a sus
necesidades. Además el nacimiento de este lenguaje ha traído consigo también la de un
tipo de argumento totalmente nuevo, al que llamaremos de «no-ficción» para que no se
confunda con el antiguo «documental» y cuyo funcionamiento es muy distinto del
argumento que llamamos «de ficción». Este será el objeto de nuestro último capítulo.

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