Charles Moeller II
Charles Moeller II
Charles Moeller II
CRISTIANISMO
ii
LA FE EN JESUCRISTO
JKAN-PAUL SARTRE — HENRY JAMES
ROGER M ARTIN DU GARO
JOSEPH MALEGUE
EDITORIAL GREDOS
MADRID
------—:
*
mino Mí LA OBRA EN SU ORIGINAL FRANCÉS
i
CHARLES MOELLER
CRISTIANISMO
II
LA FE EN JESUCRISTO
JEAN-PAUL SARTRE — HENRY JAMES
ROGER M A R TIN DU GARD
JOSEPH MALEGUE
•
V e rsió n e sp a ñ o la de
JOSÉ PÉREZ RIESCO
&
ED ITO RIA L GREDOS
MADRID
Quedan heckos los depósitos
que marca la Ley
Reservados todos los derechos
para la versión española
Copyright by
Editorial Gredos, Madrid, 1955
* * *
M alégue
EL MISTERIO DE LA FE
Las lecturas que hemos hecho de niños son a veces más ricas
en verdades esenciales que las de nuestra edad madura. Yo es
pero que los niños del siglo XX seguirán leyendo siempre a Julio
Verne. Y me atrevo a creer que estos pequeñuelos han pasado
largos inviernos en la morada de la Casa de granito, donde, frente
al Pacífico azotado por los huracanes del invierno austral, los
náufragos de La Isla Misteriosa, bien abrigados, leían, hablaban,
esperaban y «charlaban de la isla y de su remota situación». Com
padezco a los niños modernos de este siglo que no hayan reali
zado este lejano viaje, en compañía de uno de los escritores más
encantadores que nos ha legado el siglo XIX.
Afortunadamente, Julio Verne vuelve a ganar el horizonte li
terario; y con él reviven innumerables encantos, desde la divisa
inolvidable, de una misteriosa poesía, escrita en los salones del
Nautilus, "Mobilis in mobili”, hasta la figura tan atrayente del
Conde Sandorf, ese personaje sereno y poderoso, generoso y enig
mático, que recorre secretamente, en su «submarino de bolsillo»,
las ondas del Mediterráneo...
20 Literatura del siglo X X y Cristianismo
No es un sueño m ío; es la obra maestra de Julio Veme, La
Isla Misteriosa, la que me ayudará a servir de guía a mis lectores
en el descubrimiento de esta isla interior que es el alma visitada
por la fe. El propósito de esta introducción lo ha expresado muy
bien Claudel:
«Probablemente no hay uno solo entre mis lectores que no co
nozca esta admirable novela de Julio Veme, La Isla Misteriosa.
Unos náufragos se ven arrojados a una isla desconocida, en la
que se creen solos y abandonados a sus propios recursos. Después,
en momentos críticos, les llegan socorros no se sabe de dónde:
el fuego de una hoguera, una caja llena de herramientas que les
depara la suerte en las arenas de la playa, una cuerda que alguien
arroja desde lo alto de una roca, enemigos exterminados. Todos
estos hechos pueden explicarse de manera más o menos natural
y los espíritus más bastos del grupo se contentan con beneficiarse
de esta colaboración oculta sin preocuparse de descubrir al autor
de ella. No así el ingeniero Cyrus S m ith: se le ve en un gra
bado conmovedor, suspendido, con una linterna en la mano, en
el extremo de una escala de cuerdas, en el fondo de un pozo,
vigilando esta agua negra de la que en ciertos momentos le ha
parecido oír salir ruidos y ver movimientos sospechosos» (J. Riviére,
A la trace de Dieu, prólogo de P. Claudel, p. 11).
Imposible soñar con un punto de partida más «existencialista»
que este apólogo de Julio Verne. El hombre moderno abriga, no
cabe dudarlo, el sentimiento de ser un náufrago arrojado sobre
una isla desconocida en la que se cree solo y abandonado a sus
propios recursos. Ya Pascal habló de una isla desierta en la que los
hombres estarían reunidos como condenados, y de los que cada
día se iría entresacando un lote para enviarlos a una muerte in
comprensible. Sartre nos ha recordado usque ad nauseam la so
ledad del hombre abandonado sobre una tierra en la que está
Introducción: El misterio de la je 21
«de más» y en la que está entregado a sus solos recursos, absur
damente libre bajo un cielo vacío...
Pero he aquí que «llegan socorros no se sabe de dónde»; he
aquí que, sobre la arena de la playa, aparece el pespunte de pa
sos. La isla interior que es nuestro yo ¿estará habitada? Esta
tierra sobre la que estamos «arrojados» ¿será visitada misteriosa
mente por una presencia? ¿H abrá «huellas de Dios» sobre el
suelo desierto de la vida? ,
He ahí dónde aparece la encrucijada de los caminos...
I. LOS INDIFERENTES
# * *
JEAN'PAUL SARTRE
O LA NEGACION DE LO SOBRENATURAL
# # *
* * *
* * *■
de abrir todas las puertas con una sola llave y de que, si las
circunstancias así lo exigen, se llegará a forzar las cerraduras I5.
# # #
No entra en mi propósito exponer el conjunto del existencia^
lismo sartriano; intento solamente esclarecer el punto central de
esa doctrina, su ateísmo. Tenemos a nuestra disposición una doble
vía de acceso a Sartre: la primera tratará de adivinar lo que es
el «hombre Sartre», para rastrear así las causas profundas del
feroz resentimiento que parece animar su obra; la segunda ex-
plorará L’étre et le néant, su obra fundamental, ya que en ella
está la raíz de todo su sistema. Utilizando ambas vías de acceso,
llegaremos a conclusiones clarísimas: Sartre se forja una carica
tura de Dios para mejor aniquilarlo; sólo que así no hace más
que descargar golpes al aire; por otra parte, no tiene la menor
idea del carácter sobrenatural de la fe cristiana o, si alguna vez
llega a vislumbrarlo, es sólo para rechazarlo totalmente.
Así pues, el primer carácter de la fe, su aspecto sobrenatural"
de gracia divina, de introductora en un mundo invisible, trans
cendente, que respeta y al mismo tiempo solicita nuestra libertad,
se nos revelará por contraste. Sartre es un testigo de este «huma
nismo» aplastado bajo un techo demasiado bajo, el de una na
turaleza prisionera de la fascinación de las apariencias y que quie
re bastarse a sí misma. Ese humanismo está basado en el ateísmo:
si logro demostrar su fragilidad, habré alcanzado, al mismo tiem
po, el centro y meollo del problem a16.
* * *
2ÍI Contra Rousseau, que pretendía que «el actor inventaba en escena.',
I bdrrot ha demostrado que cuanto más minuciosamente se ha cuidado la
•'«cnificación, más alto raya el artificio y más gana al espectador la im-
preaión de «lo natural de la pasión». La razón está con Diderot.
70 [eaiuPaul Sartre o la negación de lo sobrenatural
rarias del autor de La nausée? El escritor no se deja arrastrar nunca
por su plum a; sabe adonde v a ; se explaya con una especie de
«exuberancia fría», muy germánica, al decir de Beigberger. Sus
descripciones conjugan una densidad carnal a veces alucinante con
una precisión casi geométrica. Sartre sale airoso en la paradoja de
juntar el máximo de claridad con el máximo de viscosidad. La vida
camal, por ejemplo, es en él enojosa, fría, morosa, pues no evoca
nunca esa exuberancia animal, brutal pero sana, tan celebrada desde
D. H. Lawrence. Nos domina siempre la impresión de encontrarnos
ante una reconstrucción de laboratorio.
Tengo la seguridad de que también otros lectores de Sartre han
experimentado la misma impresión que yo: quédase uno maravi
llado de la precisión, de la minuciosidad con que se desenmascara
la mala fe, el vértigo, la tentación de desempeñar un papel, de
«hacerse el conmovido»; y, al mismo tiempo, se experimenta un
sentimiento de malestar. Cuanto más se lee, más admirado queda
uno y más también nos gana la impresión de ser cómplices de un
negocio un poco turbio; nos sentimos chasqueados y pensamos
que hay allí algo que cojea, algún oculto sofisma.
El sofisma no está en el desarrollo del razonamiento o de la
descripción, sino en el punto de partida: ciertas experiencias reales
Sartre las ha convertido pronto en un juego. En otros términos,
el pensador y el artista han devorado la espontaneidad primera
del corazón y de la sensibilidad; cogido en su propio juego, el
escritor ha elegido muy pronto sus experiencias y las ha «realzado»,
valga la expresión. No es sólo espontaneidad lo que hay en esas
experiencias: yo diría incluso que el elemento espontáneo ha casi
desaparecido totalmente (salvo en Les mains sales), para dar paso
a una opción cada vez más neta en favor de un solo aspecto de la
existencia. Prueba de ello es que la obra literaria de Sartre no
contiene nada que no se halle en su sistema abstracto, mientras
que el teatro de Marcel fué muchas veces más allá de sus ideas.
La paradoja del hombre~Sartre 71
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# # #
a. EL «PARA-SÍ» Y EL «EN-SÍ»
# * #
Hay que hacer aquí una importante distinción. Este «en-sí» así
descrito, es un «fenómeno de ser»: así es como aparece a la con
ciencia, al «para-sí», del que es la antítesis simétrica. Sartre ex
plica que el «en-sí» se desvela al «para-sí» en una serie de «per
files», lo que Husserl llama Abschattungen. En otras palabras, la
conciencia no puede nunca entrever más que perfiles sin espesor,
reflejos fugaces, que no ofrecen sino un aspecto de la realidad;
jamás podrá la conciencia ver al mismo tiempo el anverso y el
reverso de los objetos: el «pro-yecto» de la conciencia es el que
S6 No señalo aquí más que la mitad del problema discutido por Sartre:
sería preciso mostrar también que, en el seno de la lucha, se enfrentan
las dos libertades.
37 Inútil advertir que simplifico aquí el pensamiento de Descartes: pero
así es como lo ve Sartre.
38 Parménides da al «plenum» un valor de geometría y matemática;
encarna esa «duración inmóvil», con relación a la que los movimientos
celestes y terrestres no son más que oscilación en torno a un punto inex
tenso y eternamente estable. Cf. las páginas célebres de Bergson en Évo-
lution créatrice, pp. 339 ss.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 83
«recorta» en el «en-sí» perfiles utilitarios (lo que Sartre llama la
«utensilidad»).
Ahora sabemos lo que significa la palabra «fenómeno de ser»:
lo que es «en-sí» no es otra cosa que la imagen invertida del «para
sí» : de un lado, hay falta de coincidencia consigo; del otro, coin
cidencia perfecta. Así es cómo aparece el ser a la conciencia; he
ahí lo que ésta desvela en su mismo «pro-yecto».
Si, pues, el «en-sí» es «el fenómeno de ser», la manera con
que el ser aparece, supone un «ser del fenómeno», es decir, una
especie de «soporte» de los sucesivos perfiles, de las Abschattungen
que aparecen a la conciencia. En virtud de una especie de «argu
mento ontológico» es cómo llega Sartre a postular la existencia de
este «ser del fenómeno».
A primera vista, se alcanza aquí la metafísica de la sustancia;
si Sartre llegase más allá de los «fenómenos» hasta el ser sustancial,
podría elaborar una metafísica y alcanzar así valores objetivos. Des
graciadamente, nada de esto hace; el ser del fenómeno es única-*
mente postulado: debe haber un «soporte» de los «perfiles» suce
sivos, pero este soporte se hurta a toda investigación. Ni siquiera
es un «númeno», una «cosa en sí», una realidad oculta «detrás» de
los fenómenos. En el «en-sí», no hay anverso y reverso, exterior
e interior, como no hay tampoco «formas» en la conciencia. De
todas maneras, el «ser del fenómeno» se oculta a las investigacio
nes ; pertenece al dominio de la hipótesis incomprobable39.
Todos estos desarrollos se basan en una imaginación muy espa-
1' «fizada; las nociones de anverso y reverso, de interior y exterior.
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ve en L’enfance d’un chef más que la mala fe del que quiere negar
su propia contingencia. Lo que hay que afirmar es la contingencia
y la transcendencia, transcendencia en el seno de la contingencia,
eternidad en el seno de la temporalidad 4Z. La filosofía espiritua
lista no niega en modo alguno la encarnación contingente de la
conciencia; solamente añade que, a través de ella, se entrevé la
presencia de una transcendencia y, por ende, valores objetivos,
absolutos.
C. LA NOCIÓN DE LA CREACIÓN
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* * #
* # #
CONCLUSION
H en r y James
9
130 Henry James y el ateísmo mundano
I. EL ARTE DE JAMES
# * *1
# * *
C. LA MENTIRA
* * *
d. LA POSESIÓN DEMONÍACA
10
146 Henry James y el ateísmo mundano
candor de los seres jóvenes. El aya no sabe el porqué, pero tiene
la impresión de que los niños están «en otra parte», continuamente
«ausentes», como si viviesen una vida secreta detrás de la máscara
de su encantadora seriedad, bajo la aterciopelada envoltura de su
belleza. La maña exquisita que se dan en mimar y engatusar a
su aya ¿no será quizá un juego...?
Flora duerme en la habitación de su aya. Esta se despierta, una
noche, con la impresión de que algo raro ha pasado. La pequeña
duerme, o se hace la dormida. Pero el aya está segura de que el
espectro vaga por la casa y de que ha pasado por delante de la
puerta. Sale en medio del gran silencio de la casa vacía. Y al pie
de la escalera, en un silencio absoluto, en actitud postrada, con-
templa al fantasma del criado; lo ve en una inmovilidad vertigi
nosa, hasta el momento en que la sombra desaparece en dirección
al parque. Al pasar ante la puerta de Miles, el aya tiene la intuición
de que el pequeño está despierto; entra en la habitación y halla
el lecho vacío; se acerca a la ventana y v e ...: sobre el césped,
a la luz de la luna, el pequeño está acurrucado, inmóvil, como si
esperase algo, mirando hacia el estanque. Cuando el aya vuelve al
niño a su cama, éste explica su escapada con un candor y una
verosimilitud desconcertantes. No hay nunca un fallo en su juego...
Vuelta el aya a su habitación, comprueba que el lecho de Flora
se halla vacío; y descubre a la pequeña, acurrucada detrás de la
cortina, dando cara a la ventana y mirando fijamente hacia el
césped y el estanque, en un estado, diríase, de sonámbula.
No es posible ya dudar m ás: los niños ven los espectros;
quizá, incluso, les gusta verlos. Poco a poco, el juego verdadero se
deja entrever detrás de la máscara encantadora de sus juegos in
fantiles. Un poco más tarde, en el parque, cerca del estanque, el
aya vuelve a ver el fantasma. A algunos pasos de ella juega Flora.
Y de repente, el aya comprende que la pequeña ha visto el
fantasma, que está allí por ella. La niña continúa su juego; no
Significación religiosa de la obra de James 147
dice una palabra, simplemente ha vuelto un poco la espalda, su
juego se ha hecho un poco más lento, pone en él un poco más de
atención; ahora es demasiado lento... está a punto de detenerse.
Un silencio, casi físico, se espesa; después, pasado un minuto, el
juego recomienza, todo discurre como antes, con el mismo encanto
juvenil. No cabe dudar ya; los niños comunican cotidianamente
con los espectros; no les tienen miedo; buscan su conversación;
están moralmente podridos.
Un día, el muchacho redobla la amabilidad hacia su ay a: le
toca el piano, le hace carantoñas... hasta el momento en que la
desventurada comprueba que Flora ha desaparecido. El juego es
taba planeado para que la pequeña pudiese correr a su cita de amor
infernal con el fantasma del aya.
Encuentra a Flora en el parque, cerca del estanque. La escena
que sigue, durante la cual el rostro interior, que poco a poco ha
esculpido en ella, se ostenta de forma repelente sobre sus rasgos,
es de un horror alucinante; diríase una escena de magia negra,
pese a que todo sigue perfectamente natural; el estilo continúa
tranquilo, sereno, sostenido, apretado y denso; sólo los «blancos»
y los «vacíos» del texto dejan surgir un horror inaguantable. Se
tiene la impresión de estar viendo uno de esos cuadros de Gains-
borough en que aparece una jovencilla de rostro sonriente con una
sonrisa maliciosa, jugando con un enorme perro, sobre un fondo
de árboles frondosos; piruetas, gritos, sonrisas, he ahí lo que se
ve; pero, de repente, el arte del novelista visionario suspende los
retozos y jugueteos de la muchacha: una fijeza extraña crispa su
rostro, y, durante un breve segundo, se ve una máscara vieja,
vulgar, malvada, superponerse a los rasgos infantiles. Flora estalla
entonces en palabras atroces contra su aya; como un absceso que
revienta y lanza un chorro de pus, así ella grita su rebeldía y su
odio.
La escena ha durado tan poco tiempo que uno se pregunta si
148 Henry James y el ateísmo mundano
ha sido real. Pero la impresión del lector es tal que, años después
de la lectura (tal me ha ocurrido a mí), recuerda todavía este
minuto como uno de esos instantes en que la vida se ha como
parado, en que la comedia de los títeres se ha inmovilizado, en
que se han vislumbrado las profundidades del mal.
* # *
® Los ingleses siempre han utilizado mucho los fantasmas; sería sim
plista no ver en ello más que un agradable pasatiempo. En realidad, ha
cen uso de ellos como de un símbolo. Por lo demás, hay que observar
que, en Le tour d’écrou, a la aparición exterior corresponde una podre
dumbre interior de los dos pequeños, y que la corrupción se ha hecho
en vida de los dos criados; la aparición es sólo una materialización del
apego obsesivo que Miles y Flora sienten por el pecado. Toda realidad
descrita con un poco de profundidad se hace fantasmal, pues deja vislum-
Significación religiosa de la obra de James 149
La única diferencia está en que, de un lado. James echa mano
de una moraleja «espectral», mientras que, del otro, prescinde
de ella. Pero Le tour d’écrou no es más que el cristal de aumento
que permite ver mejor los infusorios demoníacos que bullen en el
corazón de los héroes de la comedia mundana.
* * *
brar entonces lo que es, drama del espíritu. Todas las grandes escenas
de James, en sus últimas obras, dan la impresión de diálogos de espectros.
Cf., por ejemplo, la escena citada, en la que «aparece» Miss Borderau.
10 Esta frase, que se ha hecho célebre, es de Puschkin (en La leyenda
del rey Kotchei).
11 Compárese a Anouilh, sobre todo en las Pieces brillantes.
150 Henry James y el ateísmo mundano
Esta mentira y este egotismo son tanto más graves y solapados
cuanto que se disimulan y ocultan, como he dicho ya, bajo las
apariencias de la civilización más refinada. El mal imita al bien;
hasta los mejores caen en su engaño, como Fleda Vetch, Fanny
Assingham, Maggie Verver. Esto es lo que hay que demostrar
ahora más en particular, bajando una vuelta más en la espiral del
infierno m undano’2. Un análisis detallado de una de las cimas
artísticas de James, The Ambassadors (1905), nos lo hará ver ¡:l.
# # #
* * *■
* * #
1. El m a l i n a s ib l e
* * #
2. S atán
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V. EL CAMINO DE LA FE
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CONCLUSION
M artin du G ard
Barois, ed. Gallimard. De los Thibault cito sólo el tomo VI (La mort
du Pere) y utilizo la primera edición en once volúmenes; las referencias
son a esa edición.
3 Rem ito a los libros clásicos de L eCanuet , L’église de France sous
la iroisieme république, vivo y cáustico, pero bastan te unilateral, y a A .
D ansette , Histoire religieuse de la France coniemporaine, 2 vol., París,
1948, m ás m atizado.
Martin du Gard y ajean Barois» 195
negocios, los hombres de mundo, todos los cuales nos aseguran
con una perfecta seguridad que Dios no existe; de otra parte es
tán los gazmoños, las viejas beatas, el arte de los viacrucis, la
inepcia sofocante de los sermones» (citado en Études, marzo 1952,
p. 309).
Todo esto no impidió a Claudel convertirse, así como tampoco
desconcierta al católico que vive la fe por dentro. Pero para el
incrédulo, que la ve desde el exterior, reconozcamos que «el mues
trario» católico era harto deficiente y anticuado en los finales del
siglo XIX. Aparece ya en esa época lo que Heiler llamará más
tarde Vulgdrkatholizismus: piedad profunda, pero demasiado sen
timental, desvinculada de la liturgia y de la Biblia, innumerables
prácticas de devoción, ultramontanismo a veces insoportable, por
ejemplo en la pluma de Veuillot, apologética del carbonero; todo
esto, sobre lo que volveré a insistir, no permitía una visión có
moda de las riquezas contenidas en el «almacén» de la fe. Se em
prendió después un enorme esfuerzo de renovación en la propa
ganda : se preparó en el pontificado de Pío IX y comenzó bajo
León XIII y Pío X ; pero estas energías cristianas así renovadas
sólo más tarde iban a hacer su aparición en la plaza pública.
En la medida en que ese Vulgdrkatholizismus parece prevale
cer en el testimonio vivido de los cristianos (no digo de la Igle
sia), en la medida en que demasiadas publicaciones «piadosas» se
obstinan todavía en propagar una piedad y una apologética harto
miopes, la crítica de Martin du Gard conserva, a pesar de su pro
funda inexactitud, su valor de advertencia. Los incrédulos juzgan
a la iglesia y al cristianismo por los cristianos. Si hay muchos que
caen en la trampa de un catolicismo sentimental, son responsa
bles de una crítica virulenta por parte de los incrédulos. Titular
un artículo sobre la misa: ¡Para nosotros dos, mamá! ¡Tocan a
misa!, sólo puede provocar las justas críticas de los que ven las
(utas desde fuera.
1% Literatura del siglo X X y Cristianismo
Santo Tomás insiste de continuo sobre la necesidad de tener
buenas razones para fundar la credibilidad de la f e ; sin ello, dice
el santo, los incrédulos se burlarían de nosotros, pues se imagina'
rían que creemos por motivos débiles y ridículos. Estas palabras
del Doctor Angélico deben servimos de guía. Dejemos tranquilas
a las almas simples que, a pesar de una teología rudimentaria,
poseen una vida de piedad que llega a veces a la santidad; las
personas simples son a veces más santas que los grandes teólogos:
San Gregorio, a quien profeso una admiración profunda, lo había
dicho ya hace mucho tiempo. Pero ello no significa que los cris*
tianos puedan desinteresarse del testimonio apologético que su
vida y su fe deben manifestar al mundo.
La Iglesia, dice el Concilio Vaticano, es una gran Señal, ele
vada en medio de las naciones; esta señal habla por sí misma del
origen divino de la institución fundada por Jesús. Pero esta señal
puede hacerse difícilmente discernible (no digo indiscernible), si
muchos cristianos se desinteresan del aspecto que muestra al in
crédulo. Es preciso que, bien visible al que busca, la vida de los
cristianos dé testimonio, por sus obras y por el pensamiento que
la sostiene, de que «no creen por razones débiles y ridiculas».
Detallaré los errores del cuadro que Martin du Gard nos mues
tra de la Iglesia francesa bajo la tercera República; diré cómo ca
ricaturiza la vida de fe en la historia de Jean Barois. Sin embargo,
que el lector se pregunte conmigo sobre la parte de responsabili
dad que le toca en el handicap desfavorable que un Vulgdrkatho'
lizismus todavía muy difundido (a pesar de hallarse en tan pro
funda oposición con los documentos esenciales del magisterio ecle
siástico) impone al testimonio vivido de los cristianos ante el mun
do. Basta abrir el misal para medir la distancia que separa la lite
ratura «edificante» de demasiadas hojas parroquiales del sentido
auténtico de la vida cristiana en la liturgia. Martin du Gard se
engaña con frecuencia en su novela. Pero ¿no es su error de bue-
Martin du Gard y «Jean Barois» 197
na fe, ya que no tiene, para conocer el catolicismo, más medio
que el de nuestro ejemplo?
* « #
•
La infancia piadosa de Jean Barois 199
cia religiosa se va a pique. Se pasa con armas y bagajes a la
mística cientificista y humanitaria que dominaba en esta época.
No constituye un secreto para nadie que los colegios católicos
experimentan todavía actualmente un gran número de deserciones
entre sus antiguos alumnos: son muchosf muchísimos los que
pierden su f e ; muchísimos los que caen en una vaga indiferencia
entreverada de sobresaltos. La historia de Jean Barois ¿va a reve
larnos algo de ese drama doloroso? La respuesta será a la vez
positiva y negativa: positiva, porque siempre será verdad que una
formación religiosa que se desentiende de fortificar la inteligencia
de la fe se expone a la catástrofe; negativa, porque el ambiente
descrito por el autor, el de los años alrededor de 1880, en Fran
cia, está en trance de desaparición; por lo demás, hay que añadir
que el novelista no nos ofrece de esa época más que un cuadro
fragmentario en que sólo destacan y se acusan las sombras.1
2. La « s ó l id a f o r m a c ió n c r is t ia n a » de un jo v e n francés
de 1880.
* * *
8 Una cosa no excluye la o tra: ora Y trabaja, dice San Benito con
todos los hombres espirituales del cristianismo.
La infancia piadosa de Jean Barois 205
do, más o menos, por pareja situación; una amistad de juventud,
un amor a la princesa soñada, sirven frecuentemente de intérprete
al fervor religioso. Augustin Méridier, de quien me ocuparé en
el capítulo siguiente, conoce igualmente la dulce combinación de
piedad y de amor, esos presentimientos radiosos de una juventud
ferviente en que lo divino se mezcla a los encantos de un rostro
humano entrevisto.
Lo que inquieta, también aquí, al lector es el vacío intelec
tual que rodea esta piedad de la adolescencia de Barois. La vida
cristiana del niño se reduce a las notas sentimentales que he citado.
Ninguno de sus educadores parece preocuparse de enraizar esta vida
piadosa en un conocimiento de la fe y en un afrontamiento viril de
la vida. El retrato de Augustin Méridier en esa misma edad es
infinitamente más rico y matizado. Nada de esto encontramos en
el joven Barois: hábitos de piedad, sentimientos emotivos, he
aquí todo lo que constituye la sustancia de esa «sólida formación
cristiana» con la que muy frecuentemente se conforman los edu
cadores.
* «■
# # #
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a. EL RACIONALISMO RELIGIOSO
b. EL FIDEÍSMO
# * *
C. EL PRAGMATISMO
# # #
quiere que sean así; se llega a ver que son en efecto, porque
se quiere, cueste lo que cueste, ver, no lo que agrada, sino lo que
es» ls. La fe es al mismo tiempo «asentimiento de la razón y
consentimiento de la voluntad» 10.
%
d. EL COMPROMISO SIMBOLISTA
3. La pérd ida de la f e
# * *
18 Esta fórmula «las obras sin la fe» no hay que tomarla al pie de
la letra; me fué inspirada por una situación que encuentro con harta fre
cuencia entre los jóvenes intelectuales cristianos.—Debo añadir que actual
mente, entre las minorías selectas, se ha cobrado conciencia de la nece
sidad de armar intelectualmente a los intelectuales cristianos. Las iniciativas
tomadas en este sentido por la Universidad de Lovaina, por ejemplo, son
La religión laica y la iglesia de Francia 225
consagrada a las peripecias de este drama, que revistió gravedad
excepcional. Importa, antes que nada, señalar la posición que adop
taron los católicos en esa ocasión.
1. El catolicism o y e l «A f f a ir e ».
una buena prueba de lo que digo. Por desgracia, el eco de todo esto es
muy escaso todavía en la predicación y en lo que Heiler llama Vulgar-
katholi&smus.
10 Por desgracia, la juventud estudiantil de hoy no sabe ya nada de él.
20 Cf. Le árame de Maurras, en Revue Générale Belge, junio 1952.
21 A. DaNSEITE trata de esta cuestión en Vie Intellectuelle, oct. 1951,
pp. 23-37.
22 El «ralliement» significa la aceptación del régimen republicano, el
abandono de la «tesis» por la «hipótesis». Es sabida la distinción que hizo
León XIII entre un régimen, quizá poco deseable en sí, pero que era pre
ferible aceptar antes que encerrarse en una estéril oposición, y la «legis
lación», que los católicos debían tratar de influir en el sentido cristiano.
15
.'.'i' Martin du Gard y ajean Barois»
Los católicos soñaban con una restauración del antiguo régimen,
bajo el conde de Chambord. En las rectorales de la época se
encontraban muchas veces los retratos del Papa, del Obispo del
lugar y... del conde de Chambord.
Esta actitud venía de muy atrás: ya durante el segundo im
perio, la intolerancia y la ceguera dominaban en la gran mayoría
del mundo católico francés. Véase lo que sobre este particular
escribe el más moderno y más avisado de los historiadores de
Pío IX : «Para defender sus ideas excesivas y acuñar, con una
terrible injusticia a veces, los juicios de sus amigos los teólogos en
contra de los católicos liberales, Veuillot 23 dispone, en L’Univers,
de una tribuna cotidiana. Sin duda, el alto clero, aun compar
tiendo sus ideas, se muestra con frecuencia reticente en lo que
toca a ese periodista que pretende dar lecciones a los obispos en
materias de fe y de ortodoxia; en cambio, en provincias, se con
vierte en oráculo de numerosos sacerdotes, que aprecian su len
guaje popular y su facundia desenfadada... Veuillot contribuyó
más que ningún otro al nacimiento en provincias de un «espíritu
clerical» y a la constitución, dice P. de la Gorce, «de una escuela
arrogante e inexperimentada, intolerante de lenguaje más que de
corazón, que maldecía en bloque del siglo y de sus contempo
ráneos y provocaba así a los adversarios a la réplica y a la vio
lencia» 2425.
Este esbozo es, por desgracia, exacto. La mayoría de los cató
licos, desde 1880 a 1914, se mantendrá en la línea de Veuillot 2-r'.
En este punto, la oposición entre religión y mundo profano no
curso del proceso) y «dreyfusards» (los que explotaron el triunfo del lai
cismo) es conocida; Péguy la expresó a su manera al hablar de una «mís
tica» convertida en «una política».
La religión laica y la iglesia de Francia 229
# # *
a. l a ic is m o y c a t o l ic is m o l ib e r a l
* # *
31 Ibid., p. 498.
ir
La religión laica y la iglesia de Francia 237
en las disposiciones morales que supone. Como legítima reacción
contra una apologética pseudoescolástica, sobrecargada de wolfismo
y de kantismo, no evitaron siempre el empleo de fórmulas que
podían ser tildadas de fideísmo. Ello no obstante, desde 1889, con
Bergson, desde 1893, con Blondel, había irrumpido victoriosamen
te lo espiritual y lo sobrenatural en el mundo intelectual profano.
Poco a poco se iba elaborando una síntesis entre la apologé
tica de los motivos de credibilidad y la que se fundaba en el
estudio de las disposiciones morales y espirituales previas al acto
de fe. De la abundante literatura aparecida en los alrededores de
1900, en torno a la psicología de la creencia, y que tendía a sub
rayar la originalidad específica de este tipo de conocimiento, nada
dice Martin du Gard 323.
Las «nuevas camadas» de católicos que describe en la época
de la vejez de Barois, son únicamente pragmatistas: los jóvenes
se adhieren a la fe porque ésta representa una fuerza social de
orden, una riqueza tradicional, o porque sus representantes han
«experimentado personalmente la eficacia práctica de la fe» (p. 46).
Pragmatismo político o moral, fideísmo, se habrá reconocido en
ello la Action frangaise, así como ciertos aspectos del nacionalismo
de Barres3'1.
Algo más había en Francia, desde el punto de vista cristiano,
por aquellas fechas: diríase que el reloj del novelista se paró en
los alrededores de los años 1880-1898 (proceso Dreyfus); hay en
él, a no dudarlo, un apego sentimental a la mística dreyfusista.
# # #
1. El m ie d o no es la f e .
* * *
# # #
# * *
# # *
* # #
* * #
|A h !, es la muerte esta vez... ¡Qué bellos son mis hijos! (p. 506).
* # *
CONCLUSION
* * #
MALEGUE Y LA PENUMBRA DE LA FE
M alegue
1. M a it in e s .
* * *
como Dios, que sabe también «de qué tela estamos cortados» y
que pecamos todos los días, y sin embargo acoge todas las noches
al hijo pródigo, con la misma alegría del pastor ante la oveja re
cobrada.
Méridier es también la alegría y el orgullo de su padre, aquel
humilde profesor desordenado que marró su carrera y que oculta,
bajo la apariencia de un intelectualismo dulcemente irónico, una
ensoñadora sensibilidad religiosa. Su tesis sobre los Místicos del
siglo X V I I duerme, inacabada, en cajas de cartón; éstas han salido
regularmente de los anaqueles para volver regularmente a ellos;
el padre transfiere a su hijo las esperanzas de una carrera que
hubiera querido más bella y hermosa.
Augustin trabaja en el Instituto con admirable atención; en
canta a su padre con su fervor por el humanismo greco-latino;
largas conversaciones van tejiendo entre los dos seres sutiles re
laciones de respeto y amor profundos. Andando el tiempo, Au-
gustin publicará, en La revue des deux mondes, los fragmentos
de la tesis de su padre; último gesto de homenaje a aquel que
guió sus primeros pasos por el camino del árbol de la ciencia.
* * #
# * #
2. La g r a c ia en las «c a u s a s s e g u n d a s ».
* * o
1. El in e v it a b l e a p r o n t a m ie n t o de los problem as
INTELECTUALES.
* * *
* * *
* * *
* # *
* * *
4. El llam amiento .
* * #
# * #
288 Malegue y la penumbra de la fe
En el momento preciso del llamamiento, Méridier no se halla
todavía enfrentado al peligro último de ver el naufragio de su fe.
Pero, de hecho, lo que estaba en juego era lo que dice Largilier
en el texto admirable que he citado. Los críticos de Malegue no
han subrayado suficientemente, me parece, la importancia de este
«llamamiento» de Méridier a los diez y seis años: en cierto sen-
tido, con su negativa a seguirlo, queda decidido el juego en su
alm a; el joven ha rehusado «buscar luz en otra parte»; él mismo
se ha vuelto más extraño a este «Dios previo», a esta gracia
que le bañaba desde siempre. El título de la novela, Augustin ou
le Maitre est la, cita del Evangelio de San Juan, hace neta alusión
al llamamiento de Dios; el texto sagrado dice, en efecto: «el
Maestro está ahí y te llama».
El llamamiento de los diez y seis años debía salvar la fe de
Méridier: dado el poder de su inteligencia y la ruda tentación que
era para él la vida intelectual, su única salvación hubiese estado
en dejarlo todo, como le dice Largilier, pues «no es menor el
precio para conservar a Dios». Este llamamiento rechazado tendrá
que repetirse; pero justamente, como ya he dicho, tomará el ca
mino del amor y del dolor, y el itinerario, infinitamente más largo,
será también más doloroso. Para muchas almas, el desoimiento de
la llamada divina equivale a la entrada del drama en su vida.
Mientras que, hasta el presente el entusiasmo de Méridier por
la ciencia era quizá presuntuoso, pero hondamente recto e ingenuo,
después de su negativa, su alma es ya menos transparente a las
realidades de la gracia y a las intuiciones del corazón; se halla
«en estado de defensa y de inminente peligro» (I, p. 128). Si por
momentos experimenta una devoción «más viva y más sensible»,
que le tranquiliza, su alma siente en lo hondo «turbación e inquie
tud» frente a lo que el pensamiento cristiano llama «la voluntad
de Dios» (I, p. 131).
Se ve cómo su alma ha perdido aquella transparencia que
Paradise lost.— El llamamiento 289
constituye la cualidad nuclear de toda vida cristiana. En adelante,
el lazo entre el aspecto sobrenatural y libre de la fe, por un lado,
y su aspecto razonable, por otro, queda peligrosamente relajado:
la aceptación libre de la voluntad sobrenatural de Cristo no es ya
tan entera como antes, puesto que se interpone entre Dios y
Méridier esa añoranza semiconsciente, ese recuerdo de una nega-
tiva real que nada puede ya hacer desaparecer; o dicho en otros
términos, hay entre la voluntad sobrenatural de Dios y el alma
de Méridier una sombra; el joven tratará de no pensar más en
ello, pero esa sombra oscurecerá sutilmente los rayos sobrenatu
rales; disminuirá la entereza de su don. Méridier podrá perma
necer fiel a Dios, siguiendo intacto desde el punto de vista moral,
continuando, largo tiempo aún, con sus oraciones y sus comu
niones; pero, habiendo rechazado lo esencial, esas obediencias en
puntos secundarios no pueden compensar la profunda herida abier
ta a los diez y seis años; de nada sirve dar a Dios las cosas secun
darias, si le negamos lo esencial; «a Dios no se le puede asignar^
un sueldo mezquino».
Este relajamiento de los lazos de la libre disponibilidad para
lo sobrenatural acarreará un divorcio íntimo en el alma de Mé
ridier : su inteligencia, cortados los lazos vivificantes con el mundo
sobrenatural, o, al menos, alimentada pobremente de lo espiritual,
comenzará a girar sobre sí misma; va a caer en el vacío y a dejarse
arrastrar por la pendiente del racionalismo.
Es evidente, pues, desde el punto a que hemos llegado en la
historia de Augustin Méridier, que la condición esencial de una
vida de fe es que los tres aspectos de ésta coexistan armoniosa
mente, que se sostengan mutuamente y se propulsen uno a otro
en una síntesis viva: si la vida religiosa propiamente dicha, hecha
de abertura al don de Dios, sufre un debilitamiento, aunque
no haya en ello pecado grave en sentido estricto, la inteligencia
de la fe se hace más ardua. El espíritu no es más que un elemento
19
290 Malégue y la penumbra de la fe
en este conjunto del hombre completo; no es la inteligencia la
que proporciona el material de la fe, sino la vida espiritual, la
atención a las opciones morales y religiosas que urden la trama
profunda de una existencia; la inteligencia pone sólo el «cemento»
que da unidad a esos materiales. Cuando éstos se hacen menos
abundantes o sólo son visibles a través de la pantalla de una dispo
nibilidad disminuida, entonces se afloja el lazo entre la fe y la
inteligencia; cuando la inteligencia es poderosa y se halla ali
mentada de una cultura profunda, es inevitable que se produzca,
a la larga, un desequilibrio: desnutrido, el espíritu se deseca, gira
de vacío, y no tarda en devorarse a sí mismo.
La prueba de que era eso lo que se ventilaba, la tenemos en
la brutalidad súbita de la crisis que bambolea al joven Méridier
cuando, justamente después de la negativa, ve vacilar su fe en el
curso de una lectura de la Vie de Jésus, de Renán.
El que soñaba con una síntesis armoniosa de la filosofía y de
la religión, se ve ahora solapadamente atacado por el lado de las
ciencias históricas, de las que Renán se había hecho vulgarizador
elegante en una Francia cristiana, herida de estupor y que vege
taba en la ignorancia. Méridier descubre con terror «que la teología
está vinculada a los zigzags de la historia» (I, p. 131). Comprende
entonces el sentido de ciertas expresiones de Mr. Rubensohn sobre
el mundo metafísico, que debería ser abordado cada vez más por
la vertiente de lo experim ental14.
Al primer choque, su fe en Jesucristo se derrumba de golpe,
revelando lo profundo de la grieta que su minimización del llama
miento divino había producido en él. Tristes sarcasmos contra el
viejo colegio donde vivió sus primeros fervores religiosos, mez-
# # #
* * *
5. P aradise l o st
a. LA SOLEDAD ORGULLOSA
* # *
* * *
1. La crítica de la crítica
R. A u b e r t, P r o b . a c te d e fo i, p. 632.
La hora undécima.— Crítica de la crítica 301
Así como no se concibe la geología sin excavaciones, ni la
biología progresa sin el perfecionamiento de los microscopios, así
las conciencias puras y profundas son también las mejores observadoras
del mundo moral; es la ley de la visión humana, contra la que nada
podemos (Pénombres, pp. 94-95).
* # *
* * #
a. EL AMOR
# * #
b. EL DOLOR Y LA MUERTE
IV. EL ACTO DE FE
1. L as su pr e m a s vacilaciones d e la razó n .
* # #
* # #
23 Esta frase está tomada casi al pie de la letra del célebre aforismo
de Bergson sobre Maine de Biran. Hemos visto cómo el existencialismo
ateo practica este «experimentalismo» en tal grado, que obstruye de ante'
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 331
arrollo en el campo de la mística: la vida del místico revela, en
la urdimbre de un destino aparentemente humano, una presencia
transcendente; es una imagen de la humanidad misma de Jesús.
Así es cómo, poco a poco, todas las sendas del destino de Mé-
ridier convergen en un pu n to : su dolor y la aniquilación de su
carrera humana; su preocupación de un pensamiento religioso
fundado sobre la experiencia histórica y psicológica; las experien
cias religiosas que vivió en su juventud y las que ha vivido des
de el principio de su enfermedad. Todas estas líneas se reúnen
en Jesús, que viene a ser así «un curioso puente suspendido
entre el dolor y la cuestión bíblica» (II, p. 489).
No se trata en todo esto de fideísmo; no hay en todo esto
huella de ese bajo temor que hacía a Barois aferrarse a la espe
ranza, sin preocuparse de las exigencias legítimas de la razón.
Méridier, al mismo tiempo que sufre su dolor, escucha los lla
mamientos de Dios y reflexiona, con toda su razón, sobre la ad
mirable armonía que se revela entre su propio destino y el de
Jesús en la Cruz.
* # *
He ahí el juego del pro y del contra del que hace poco ha-
biaba; Méridier confiesa que sus hábitos mentales resisten (II, pá-
gina 492), pues no se destruye de un golpe un edificio cimentado
sobre la base de veinte años de incredulidad. Abandonada a sí
misma, y aun en medio de la luz de los motivos de credibilidad,
su razón se desliza por la pendiente de la incredulidad. Necesita
ser sostenida por el consentimiento libre de la voluntad: el ob-
jeto de la fe, la persona transcendente, no puede encerrarlo en
sus solas aprehensiones racionales; aun cuando vea que es razo-
nable darse a Dios, la razón ve que no se alcanza a este Dios
sino con la participación de todo el ser, pues Dios es amor y amor
transcendente.
Bien sabe esto Méridier, pues dice a Largilier:
Sí que quiero... Pero m e fa lta e l e m p u je s u p r e m o , e l ú ltim o c a p ir o
Me faltan alas para lanzarme desde las marismas e n que muero
ta z o .
a las alturas adonde me llamas. Ni siquiera conozco esa especie de
reposo intelectual que es la aceptación de la incertidumbre en las cosas,
dudosas por su misma naturaleza, hacia las cuales tú quieres arras
trarme. T e n g o la i n c e r tid u m b r e d e m i c e r tid u m b r e (II, p. 493).
3. El llamamiento d e la gracia .
* # #
# # *
* * *
4. L a a d h e s ió n de la fe
# * #
# * *
sólo que
al soportar él mismo estos mecanismos impasibles, al infligirse, en sus
inadaptaciones e injusticias, todos los determinismos de la tierra, la
pasión, el sufrimiento, la muerte, antes de imponérnoslos a nosotros
(II, P- 486),
Dios los ha hecho transparentes a su propia presencia.
Las causas segundas, en las que Dios ha aceptado ser cruci
ficado, corporalmente en la Cruz, espiritualmente en los Evangelios,
son, pues, una penumbra que vela y revela al mismo tiempo la
presencia del Dios de amor. Es la ((nube luminosa» del Antiguo
Testamento; Dios ha «armado su tienda» entre nosotros, al «re
vestir nuestra carne» y al «aparecer entre los hombres». Esta pe
numbra es Jesucristo.
Si Dios ha encarnado, no podía ser de otra manera. Si decidió
un día, por amor, hacerse pobre para que nosotros fuésemos ricos,
hacerse hombre para que nosotros llegásemos a ser dioses, no
podía manifestarse sino en la «columna de nube» oscura durante
el día y luminosa durante la noche, que guiaba a Israel en su
viaje a través del desierto, hacia la tierra del Reino. La penumbra
de la fe es precisamente lo que nos da al Dios de la fe.
Penumbra, es decir, mezcla de claridad y de oscuridad, claros
curo; tiene que contener a Dios: hay oscuridades, puesto que
Dios se oculta, al revestir las causas segundas; pero hay también
luces, puesto que Dios se muestra a través de este determinismo
aparente. Lejos de constituir la penumbra de la fe una objeción
de principio contra la fe, es, al contrario, el indicio mismo de
que Dios puede estar en ella y que es razonable buscarle en ella.
350 Malégue y la penumbra de la fe
El centro del cristianismo es el misterio de esta humildad de
Dios. En lugar de manifestarse en el poder de su gloria, Dios se
ofrece a la tierra humildemente. Se presenta con la vestidura de
un hombre a quien se puede golpear, abofetear, m atar; se ofrece
bajo el velo de textos que se pueden negar, malinterpretar, re-
chazar, m atar; nos llama con la voz de una Iglesia que está
también indefensa, humilde y dulce de corazón, a semejanza de
Jesucristo, su Esposo, vestida, como David, de sola su pelliza,
armada con una modesta honda y cinco guijarros del torrente...
El Señor de la gloria no ha querido ni el poder ni la nada,
ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico o
la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dul
zura humilde y gratuita; no se defiende; ofrece su cuello, de
antemano, a los verdugos; y sin embargo, es más poderoso que
la muerte, y mil torrentes de agua no lograrán extinguir el fuego
de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el
amor da la vida y no la nada.
El amor de Dios es, ciertamente, locura a los ojos de cierta
sabiduría humana. Pero es razonable y de una sabiduría superior,
la sabiduría de Dios, que es Amor. La vida más «verdadera»
¿no consiste en amar?
* •* #
2. Dios f u é e l p rim e ro e n a m a rn o s
El papel principal en la vuelta de Méridier a la fe le corres
ponde a Dios, ya que, sin la revelación de Jesús, jamás el hombre
hubiera sabido que el reverso de las sombras de la razón y de
los misterios del corazón era Cristo muerto Y resucitado. Ello es
verdad para todos los hombres y lo fué asimismo para Méridier.
Desde su más tierna infancia. Dios envolvió a Méridier en
una presencia constante de su gracia. Lo mismo en los paisajes de
las tierras altas que en las montañas formidables de Leysin, en
la pequeña ciudad y en la gris escuela normal. Cristo le llamaba.
Su madre, su hermana, María, fueron para él espejos cada vez
más luminosos de la santa humanidad de Jesús. El amor y el
dolor fueron ese arado divino que volteó la tierra de su alma
profunda. Largilier, en fin, fué el ángel que envía Dios a los
hombres de buena voluntad.
La gracia estuvo, pues, siempre presente: el llamamiento de los
diez y seis años, como el de la hora undécima, no fueron más
3. La m u er te e n Je s u c r ist o
LA FE EN JESUCRISTO
23
i.
«La fe es el fundamento de lo que se espera, la prueba
de lo que no se v e» : este texto de la Epístola, a los Hebreos
debe abrir estas páginas de síntesis, pues resume lo esencial.
No he querido describir lo que la teología llama «la vida en
la fe», sino solamente algunos aspectos del acto de fe. El proceso
en cuya virtud elhombre se adhiere a la Palabra de Dios es libre,
sobrenatural y racional; de estostres aspectos, no he ilustrado
más que algunos elementos, aquellos que nuestros testigos ponían,
directa o indirectamente, más a la luz.
I. LA FE ES SOBRENATURAL
# * #
# # #
* * #
Todo esto no puede verse más que desde el interior del reino
de la fe. Los que tratan de describir, desde el exterior, una con
versión, no alcanzan más que apariencias secundarias; testigo el
Jean Barois; o bien caricaturizan la fe, al reducirla a una vil su
misión a un tirano: testigo Sartre.
No podemos mirar con malos ojos la persona de estos testigos;
pero sí debemos poner de manifiesto la total ignoratio elenchi que
entrañan sus descripciones. La grandeza de la fe radica en que no
360 La fe en Jesucristo
la pueden comprender, de manera real, sino los que se disponen
a acogerla. Mientras no se ha amado, los más bellos versos de
amor nos escapan incomprendidos. Sin duda puede la razón con-
seguir un conocimiento «nocional», pero lo esencial se le esca-
pa. El sino de las realidades más grandes de esta vida es el de no
ser accesibles sino sólo a la vivencia. Los bienes materiales, cuan
do no se los tiene, decía San Gregorio, parecen la cumbre de la
felicidad, mientras que los bienes espirituales no despiertan ningún
deseo de ellos hasta que se los ha gustado; pero desde el mo
mento en que se han aplicado los labios a la copa de los bienes
materiales, inmediatamente vienen la saciedad y el hastío; en
cambio, basta haber mojado los labios en el cáliz de los bienes
espirituales, para descubrir que estas realidades son inagotables
y que nunca podremos saciarnos de ellas.
A los testigos ateos que he sometido a interrogatorio en este
libro no hay sino decirles una sola cosa, y es aquella frase eter
na: «Fac et vives», «obra y vivirás». Pero este llamamiento debe
dirigirse a cada minuto también a los cristianos, pues también los
cristianos tienen en su dominio interior vastos territorios por evan
gelizar. Precisamente porque el cristiano se dirige todos los días
a sí mismo este consejo evangélico es por lo que se atreve a di
rigirlo fraternalmente a aquellos de sus hermanos que no tie
nen fe.
II. LA FE ES LIBRE
* * *
# # #
* * #
III. LA FE ES RAZONABLE
1. R acionalism o o f id e ísm o .
Para Martin du Gard y, con él, para todos los partidarios del
racionalismo humanitario, los creyentes no son «farsantes», sino
débiles y apocados. El cristiano no tendría el valor de mirar cara
a cara la verdad triste, no porque tenga un alma vil, sino porque,
cediendo al llamamiento del sentimiento, como un niño que ne
cesita refugiarse en los brazos maternos, o como el anciano que
teme la tiniebla fría, abandona las riendas de la razón en pro
vecho de las potencias del sentimiento. La fe sería fideísmo y
pragmatismo.
24
370 La fe en Jesucristo
Se habrá reconocido la historia de Jean Barois; la compara-
ción con la de Augustin Méridier habrá puesto de manifiesto
hasta qué punto se equivoca Martin du Gard acerca de la reali
dad auténtica de una conversión. Vista desde el exterior, sobre
todo al final de una vida, es fácil que aparezca como fideísmo,
fundado más o menos en el temor y en el querer vivir biológico,
mientras que, vista desde el interior, es todo lo que se quiera,
menos eso.
3. La s ín t e s is católica .
2 Véase en este mismo libro, Capítulo IV, I!, 2, nota 10, el texto com
pleto que aquí no hago más que resumir.
376 La fe en Jesucristo
asume también el peligro de ser confundido con ellas y reducido
a uno cualquiera de los fenómenos humanos: función mitificado-
ra, mito, proyección simbólica y concretizadora de los deseos del
hombre, etc. En ese supuesto, en la hipótesis religiosa cristiana, la
presencia de oscuridad es inevitable: no es posible que la pre
sencia de Dios en las causas segundas no sea ambigua. Acabo de
referirme al peligro que corre el amor de ser confundido con la
turba de los miserables; la posibilidad de ser desconocido es, pues,
inherente al amor por el que Dios ha querido encarnarse.
Dios, suficientemente desvelado en las Escrituras, para que
aquellos que le buscan le encuentren, y Dios suficientemente ocul
to en las Escrituras, para que aquellos que no le buscan no le
encuentren: descartando la palabra «para», que sugiere en de
masía una especie de predestinacionismo jansenista, la verdad así
expresada por Pascal es esencial en la fe. El peligro de ser des
conocido, identificado con el determinismo de las causas segundas,
Dios lo ha querido, puesto que ha querido morir en la Cruz. El
escándalo del dolor y de la muerte de Dios no es más que el
ejemplo privilegiado de otro escándalo, el del dolor terrestre:
este dolor puede justificar también, en apariencia, la certeza de
que la vida «no tiene sentido», que no es lo que parece ser, y que
no hay ningún poder activo trascendente al universo.
Dios no sólo está oculto en el escándalo del dolor y de la
muerte de su H ijo; no sólo se halla velado en la paradoja del
sufrimiento de los inocentes; a los ojos del espíritu, lo está tam
bién en la cándida pobreza de los testimonios evangélicos; está
oculto en esos textos «ingenuos», que ofrecen de antemano su cue
llo de víctima a la crítica implacable de los espíritus modernos. No
porque estos textos sean falsos y débiles (la crítica actual les es
infinitamente más favorable), sino porque dan testimonio de un
hecho inaudito, la presencia de la Palabra divina sobre la tierra.
El escándalo es, pues, la Encamación: y lo es actualmente como
La fe es razonable.— Penumbra de la fe 377
lo fue a los ojos de los judíos, como lo fue a los ojos de los pa
ganos. Pero este escándalo es inevitable, pues Dios no se habría
realmente encarnado, si no hubiera revestido el «determinismo»
de las causas segundas y, con él, el peligro de quedar velado en
ellas, confundido con ellas.
Dios está «crucificado» en su carne, en la Cruz; lo está asi
mismo en los testimonios evangélicos, pues de un texto el hom
bre# ha hecho siempre lo que ha querido. La Pasión y la Encar
nación son un escándalo para el corazón; la Crucifixión de la Pa
labra de Dios en el testimonio evangélico es un escándalo para el
espíritu. Pero este doble «escándalo» ha sido querido por Dios.
El que estudia el hecho cristiano no puede menos de saberlo. Sabe,
pues, que el verdadero nombre de este «escándalo» es el de «pa
radoja», la paradoja del am or; sabe también que Dios se revela
necesariamente, por haber elegido encarnarse, en una penumbra
que le vela y le revela.4
4. La penum bra de la f e .
* * *
V. ITINERARIO DE LA VIDA DE FE
1. I nfancia
# # #
3. El c a m in o a g reste
Quisiera terminar con unas líneas muy sencillas, pero que ex
presan, creo, lo esencial.
El diálogo de la fe se entabla entre Dios y el hombre.
El hombre debe reconocer que es un ser engendrado, pues,
de lo contrario, se obstruye el acceso a lo sobrenatural. Que se
acuerde de Sartre. El hombre ha de salir del infierno m undano:
tiene que confesar su egoísmo, reconocerse mentiroso; debe con
fesar que es pecador. Acordémonos de James. Y el hombre debe,
al mismo tiempo, respetar su razón y no hacer de ella un ídolo: -
ha de reconocer su necesidad de un suplemento de luz. Basta
recordar a Martin du Gard. El hombre debe ser fiel a la gracia,
que continuamente le persigue: tiene que confesarse a sí mismo
que solamente la fe creará en él la unidad. Acordémonos de
Malégue.
Paternidad de Dios, salud de Dios, luz de Dios, gracia de Dios,
estas cuatro riquezas puede decubrirlas el hombre si realiza esa
cuádruple confesión. Estas cuatro riquezas se hallan en la persona
de Jesucristo, de quien la Iglesia da testimonio, libremente, razo
nablemente, sobrenaturalmente.
La fe es razonable porque, en la Iglesia, encuentra el espíritu
* # #
C o n c l u s i ó n . — La fe en Jesucristo............................................. 353-396
I.— L a fe es s o b r e n a t u r a l ..................................................... 355
II.— L a fe es l i b r e .................................................................... 3g0
III.— L a fe es r a z o n a b l e ........................................................... 3gg
Índice general 415
1. Racionalismo o fideísmo ............................ 367
2. La responsabilidad de los cristianos........... 370
3. La síntesis católica....................................... 372
4. La penumbra de la f e ................................. 377
IV. —Síntesis de los tres aspectos de la fe ........... 380
V. —Itinerario de la vida def e ............................... 383
1. In fan cia.......................................................... 383
2. La encrucijada en la época de la adoles-
ce n cia..................................................................... 384
3. El camino a g re ste ........................................ 388
VI. —Testimonios v iv id o s.......................................... 389
VII. —La penumbra de la Iglesiay de Jesucristo....... 394
E p í l o g o .............................................................................................. 397-405