Charles Moeller II

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CHARLES MOELLER

LITERATURA del SIGLO XX


Y

CRISTIANISMO

ii

LA FE EN JESUCRISTO
JKAN-PAUL SARTRE — HENRY JAMES
ROGER M ARTIN DU GARO
JOSEPH MALEGUE

EDITORIAL GREDOS
MADRID

------—:
*
mino Mí LA OBRA EN SU ORIGINAL FRANCÉS

l ITTl'.UATURE DU X X SIÉCLE ET CHRISTIANISME


"

i lilTIONS CASTERMAN. PARIS ET TOURNAI

i
CHARLES MOELLER

LITERATURA del SIGLO XX


Y

CRISTIANISMO

II

LA FE EN JESUCRISTO
JEAN-PAUL SARTRE — HENRY JAMES
ROGER M A R TIN DU GARD
JOSEPH MALEGUE

V e rsió n e sp a ñ o la de
JOSÉ PÉREZ RIESCO

&
ED ITO RIA L GREDOS
MADRID
Quedan heckos los depósitos
que marca la Ley
Reservados todos los derechos
para la versión española

Copyright by
Editorial Gredos, Madrid, 1955

Talleres Gráficos *Jura *, San Lorenzo, 11, Madrid.


PROLOGO A LA TRADUCCION ESPAÑOLA

La aparición en castellano del primer volumen de esta serie,


agrupada bajo el título general de L iteratura DEL SIGLO XX Y
CRISTIANISMO, despertó en los lectores un interés extraordinario.
Ello demuestra que hay en el público español, contra lo que se
afirma frecuentemente, una sensibilidad viva para los problemas
culturales de índole religiosa.
La reacción producida por el libro se manifestó desde el primer
momento, y no ha cesado todavía. Yo estoy seguro de que la pu­
blicación de este segundo volumen será como una nueva piedra
lanzada en medio del estanque: el agua, no aquietada aún de la
anterior sacudida, volverá a agitarse con más fuerza.
El libro fue acogido casi unánimemente con elogio; no con los
amistosos ditirambos a que la crítica nos tiene tan acostumbrados
—el autor era casi totalmente desconocido en España—, sino con
el sincero aplauso que una obra bien hecha arranca a todo lector
consciente, incluso cuando, como ha sucedido con ésta en no pocos
casos, se comienza a leerla con prevención o prejuicios.
No sería de buen tono reproducir aquí las alabanzas prodigadas
a aquel primer volumen. Permítaseme, sin embargo, transcribir las
primeras líneas de un comentario publicado en Incunable —esa
H Literatura del siglo X X y Cristianismo
revista tan ágil y tan fina— por un crítico que no conoce personal­
mente al autor, ni al traductor, ni a los editores, y al que, por
tanto, hay que suponer sincero: «Creo —decía— que nunca he
escrito la recensión de ningún libro con tanto cariño, con tanta
emoción como la que siento al tomar la pluma para hablar de este
libro de Charles Moeller». Este ha sido el tono general, no sólo
de la crítica, sino también de las numerosas cartas recibidas por
el traductor y los editores, animándoles a proseguir la publicación
en castellano de esta gran obra de Moeller. Que estas líneas sirvan
de contestación a todos, expresándoles nuestro agradecimiento.
Frente al coro general de alabanzas, un solo reparo: la ausen­
cia de nombres españoles en el sumario de autores que han de ser
estudiados en los seis volúmenes previstos. Fue A B C el primero
en llamar la atención sobre esto. A los pocos días de salir el libro,
en una edición dominical, apareció un suelto titulado ¿Olvido vo­
luntario?, en que, con la ponderación característica de A B C, se
censuraba lo que el autor del suelto consideraba una actitud de
intencionada reticencia respecto de España. Después de aludir a
una conocida revista norteamericana, que «no suele mentir cuando
se refiere a España..., pero dice la verdad a medias... según le
parece oportuno», el crítico proseguía: «Un ejemplo más reciente
es el que nos da un libro importante, una excelente obra, cuyo
primer volumen acaba de aparecer en español: Literatura del
siglo X X y Cristianismo, de Charles Moeller. Libro lleno de sabi­
duría, en el que se estudian con gran claridad y calidad (cosas
que debemos aprender a reunir cuando juzgamos a los escritores)
los problemas del espíritu en grandes intelectuales de nuestro
tiempo... El sumario de los seis volúmenes que se anuncian en
este primero señala los nombres siguientes... Ningún español. No
nos extralimitemos en nuestra queja... Pero sí vamos a quejarnos
con toda justicia de que en obra tan completa, tan bien forjada,
no aparezca como hombre con problema vivo ante lo divino...
Prólogo a la traducción española 9
el español Miguel de Unamuno... Su ausencia tiene todo el aspecto
de uno de esos «olvidos adrede» con que suelen regalarnos por ahí.»
A esta apreciación, objetiva en apariencia, y plenamente justi-
ficada para quien no conocía al autor, contesté yo en carta dirigida
al Director de A B C, que la reprodujo a los tres días de aparecer
el citado suelto, exactamente el 25 de mayo. Allí explicaba quién
era Charles Moeller, auténtico amigo y admirador de España, y
cómo ya antes de aparecer la versión española de su libro estaba
decidido a incluir entre los autores estudiados precisamente a Una-
muño y quizá alguno más de nuestros grandes escritores. A los
pocos días me escribió Ch. Moeller confirmando todo lo que decía
mi carta de A B C y asegurándome de nuevo que escribiría sobre
Unamuno «el estudio que soñaba elaborar hace tanto tiempo,
porque leí a Unamuno durante los años de mis estudios universi­
tarios, y lo he discutido varias veces en círculos de estudio...
Hablaré de Unamuno en el tomo IV, que tratará de la esperanza,
en el capítulo primero, que será una transición entre la esperanza
humana y la esperanza teologal. El sentimiento trágico de la vida
y La agonía del Cristianismo me permitirán poner de manifiesto
el drama de este hombre». Y unas líneas más abajo, refiriéndose
a las manifestaciones de simpatía hacia España que me había hecho
unas semanas antes en Madrid, afirmaba: «todo lo que le comu­
niqué es de una sinceridad total, y cada día compruebo mejor hasta
qué punto España ha llegado a ser para mí una patria espiritual».

* * *

Del contenido de este segundo volumen no hay para qué hablar


aquí. El autor nos expone con diafanidad el método seguido
(cfr. págs. 40 s.). De la extraordinaria calidad de cada uno de los
estudios juzgará el lector por sí mismo. Me limitaré, pues, a repro­
ducir a continuación una ligera ficha bibliográfica de cada uno de
10 Literatura del siglo X X y Cristianismo
lo.s autores estudiados, indicando sólo las obras más importantes,
con sus traducciones españolas en los casos en que me ha sido
posible conocerlas.
En el estudio dedicado a H. James, las obras de este autor se
citan generalmente en francés: en muchos casos, Ch. Moeller se
refiere a pasajes determinados de una traducción francesa; por
otra parte, la gran mayoría de los lectores de lengua española que
quieran confrontar el comentario de Moeller con las obras de
James, encontrarán más fácil y accesible que la edición original
una versión francesa; finalmente, .los que quieran acudir a la
fuente misma tienen a continuación la equivalencia de los títulos
inglés y francés de las obras citadas.
J.'P. S a r t r e : L’imaginaúon, 1936; La nausee, 1938 (La náu­
sea, Buenos Aires, Losada, 1948, 260 págs.); Le mur, 1939 (El
muro, Losada, 1948); Esquisse d’une théorie des émotions, 1939;
L’imaginaire, 1940 (Lo imaginario, Buenos A., Ed. Iberoamericana,
1948, 303 págs.); L’étre et le néant, 1943; Les mouches, 1943
(Las moscas, B. A., Losada, 1951); Huis clos, 1944 (A puerta
cerrada, México, 1948); Les chemins de la liberté, t. LII, 1945
(Los caminos de la libertad, t. I, La edad de la razón, 437 págs.,
t. II, El aplazamiento, 514 págs., Losada, 1948), t. III, 1949 (La
muerte en el alma, Losada, 1951, 360 págs.); L’existentialisme est
un humanisme, 1946; Théátre, t. I, 1947 (Teatro, Losada, 1948,
452 págs.); Baudelaire, 1947 (B., Losada, 1950, 136 págs.); Les
jeux sont faits, 1947 (La suerte está echada, Losada, 1951, 260
págs.); Situations, t. I, 1947, t. II, 1948, t. III, 1951; Les mains
sales, 1950 (Las manos sucias, Losada, 1951); Le Diable et le Bon
Dieu, 1951 (El Diablo y Dios, Losada, 1952, 159 págs.).

H. Ja m e s : Portrait of a Lady, 1881 (= Portrait de femme);


Washington Square, 1881 (= L’héritiére; trad. esp. La heredera,
Barcelona, Ed. Surco, 1952, 363 págs.); The Bostonians, 1886
Prólogo a la traducción española 11
(= Les Bostoniennes); The Spoils of Poynton, 1887 (= Les dé-
pouüles de P.)¡ W hat Maisie knew, 1897 (= Ce que savait Mia­
ste); The Turning of the Screw, 1897 (= Le tour d'écrou; trad.
csp.: Los fantasmas del castillo: «La vuelta del tornillo», Barcelona,
Ed. Surco, 1952, 363 págs.); The Wings of the Dove, 1902 (Les
ailes de la colombe); The Ambassadors, 1903 (Les Ambassadeurs);
The golden Bowl, 1903 (= La coupe d’or); Jeffrey Aspern Papers
(= Les papier de f. A.; hay 3 trad. esp.: Los papeles de J. A.,
Barcelona, Lauro, 1944, 137 págs.; Los papeles de A., B. A„ Emecé,
1948, 164 págs.; Los papeles de A., precedida de El sitio de Lon­
dres, B. A., Losada, 1950, 317 págs.).

Rog er M artin du G a r d : Devenir, 1909; fean Barois, 1913;


Le Testament du Pére Leleu, 1923; La Gonfle, 1928; Confidence
africaine, 1931; Un Taciturne, 1932; Vieille France, 1933; Les
Thibault, 10 vols., 1922-1940.

)o s e p h M a l é g u e : Augustin ou le Maitre est la, 1934; Pé-


nombres, 1939; Le sens d’«Augustin», 1947; textos inéditos en
Y. M a lég u e , Joseph Malégue, 1947,
V . G.* Y ebra
A LOS GOLFILLOS DE LOS SUBURBIOS DE PARIS,
CON QUIENES CONVIVI EN LAS VACACIONES DE 1935,
PORQUE TENIAN FE
y
A MIS ALUMNOS DE LA UNIVERSIDAD DE LOVAINA,
PARA QUE SU FE SEA VERDAD Y VIDA
EN JESUCRISTO
Lejos de serme Cristo ininteligible, si es Dios,
es Dios quien me resulta extraño, si no es Cristo.

M alégue

Nadie ha visto jamás a Dios; un Dios, Hijo


único que está en el seno del Padre, es quien
Lo ha revelado.
S an J uan
PREFACIO

Los cristianos de este siglo quieren pan, pan verdadero que


sacie; quieren agua, agua verdadera que apague su sed; quieren
luz, l<i luz de la verdad que no se extingue. Quieren oír hablar de
la Palabra divina, desnuda, poderosa, que penetra hasta la juntu-
ra del espíritu y la médula. Esta Palabra de Dios es Jesucristo.
Se expone el evangelio de San Mateo a un público "culto":
desde la tercera lección se ha doblado el número de oyentes; acu-
den incrédulos: se producen conversiones. Se ha hablado de Je'
sucristo. Bastaba pensar en Él.
En Roma se restablece la Vigilia pascual: las iglesias están
abarrotadas; los fieles cantan y se arrodillan; han dejado a la puer'
ta el respeto humano; miran y ven; salen del santuario con la
certeza de haber vivido un nuevo "bautismo”. La cosa es muy
sencilla: se les ha hablado de la resurrección de Jesucristo y se les
ha pedido que se asocien a ella, en la fe bautismal. Estos hom^
• bres creían; sólo que no lo sabían. Pero en presencia de fesu'
cristo han descubierto que eran creyentes. Se les ha hablado de
Jesucristo. Bastaba pensar en Él.
El centro de este libro es Jesucristo. Es en Él en quien la Igle'
2
18 Literatura del siglo X X y Cristianismo
sin nos ¡>ide que creamos; en Él y en nadie más. Pero con Él,
cu Él, en el Padre y en el Espíritu Santo.
También yo, después de varios rodeos, me he dado cuenta de
que bastaba pensar en Él. La única finalidad de estas páginas es
lograr que todos aquéllos a cuyas manos lleguen, repitan desde
lo más íntimo de su ser: «Venid, Señor Jesús.»
IN T R O D U C C IO N

EL MISTERIO DE LA FE

Las lecturas que hemos hecho de niños son a veces más ricas
en verdades esenciales que las de nuestra edad madura. Yo es­
pero que los niños del siglo XX seguirán leyendo siempre a Julio
Verne. Y me atrevo a creer que estos pequeñuelos han pasado
largos inviernos en la morada de la Casa de granito, donde, frente
al Pacífico azotado por los huracanes del invierno austral, los
náufragos de La Isla Misteriosa, bien abrigados, leían, hablaban,
esperaban y «charlaban de la isla y de su remota situación». Com­
padezco a los niños modernos de este siglo que no hayan reali­
zado este lejano viaje, en compañía de uno de los escritores más
encantadores que nos ha legado el siglo XIX.
Afortunadamente, Julio Verne vuelve a ganar el horizonte li­
terario; y con él reviven innumerables encantos, desde la divisa
inolvidable, de una misteriosa poesía, escrita en los salones del
Nautilus, "Mobilis in mobili”, hasta la figura tan atrayente del
Conde Sandorf, ese personaje sereno y poderoso, generoso y enig­
mático, que recorre secretamente, en su «submarino de bolsillo»,
las ondas del Mediterráneo...
20 Literatura del siglo X X y Cristianismo
No es un sueño m ío; es la obra maestra de Julio Veme, La
Isla Misteriosa, la que me ayudará a servir de guía a mis lectores
en el descubrimiento de esta isla interior que es el alma visitada
por la fe. El propósito de esta introducción lo ha expresado muy
bien Claudel:
«Probablemente no hay uno solo entre mis lectores que no co­
nozca esta admirable novela de Julio Veme, La Isla Misteriosa.
Unos náufragos se ven arrojados a una isla desconocida, en la
que se creen solos y abandonados a sus propios recursos. Después,
en momentos críticos, les llegan socorros no se sabe de dónde:
el fuego de una hoguera, una caja llena de herramientas que les
depara la suerte en las arenas de la playa, una cuerda que alguien
arroja desde lo alto de una roca, enemigos exterminados. Todos
estos hechos pueden explicarse de manera más o menos natural
y los espíritus más bastos del grupo se contentan con beneficiarse
de esta colaboración oculta sin preocuparse de descubrir al autor
de ella. No así el ingeniero Cyrus S m ith: se le ve en un gra­
bado conmovedor, suspendido, con una linterna en la mano, en
el extremo de una escala de cuerdas, en el fondo de un pozo,
vigilando esta agua negra de la que en ciertos momentos le ha
parecido oír salir ruidos y ver movimientos sospechosos» (J. Riviére,
A la trace de Dieu, prólogo de P. Claudel, p. 11).
Imposible soñar con un punto de partida más «existencialista»
que este apólogo de Julio Verne. El hombre moderno abriga, no
cabe dudarlo, el sentimiento de ser un náufrago arrojado sobre
una isla desconocida en la que se cree solo y abandonado a sus
propios recursos. Ya Pascal habló de una isla desierta en la que los
hombres estarían reunidos como condenados, y de los que cada
día se iría entresacando un lote para enviarlos a una muerte in­
comprensible. Sartre nos ha recordado usque ad nauseam la so­
ledad del hombre abandonado sobre una tierra en la que está
Introducción: El misterio de la je 21
«de más» y en la que está entregado a sus solos recursos, absur­
damente libre bajo un cielo vacío...
Pero he aquí que «llegan socorros no se sabe de dónde»; he
aquí que, sobre la arena de la playa, aparece el pespunte de pa­
sos. La isla interior que es nuestro yo ¿estará habitada? Esta
tierra sobre la que estamos «arrojados» ¿será visitada misteriosa­
mente por una presencia? ¿H abrá «huellas de Dios» sobre el
suelo desierto de la vida? ,
He ahí dónde aparece la encrucijada de los caminos...

I. LOS INDIFERENTES

Hay, en primer lugar, los que no notan nada: «los espíritus


nás bastos del grupo, escribe Claudel, se contentan con benefi-
:iarse de esta colaboración oculta sin preocuparse de descubrir al
tutor de ella». Tal es el proceder de la inmensa mayoría de la
'hum anidad. Vivimos en un universo surcado continuamente de
relámpagos misteriosos, henchido de socorros ocultos, vibrante de
múltiples llamadas. Pero estamos dormidos; dormidos con ese
sueño profundo del hábito y de la rutina, que nos oculta la rea­
lidad auténtica. Estamos ciegos y sordos. Y de este sueño, de
esta ensoñación de la vida, nada nos despierta más que esas sacu­
didas inesperadas, el amor, la muerte, el arte. Pero nos damos
buena prisa en rellenar las brechas así abiertas en nuestra ciuda-
dela interior y en borrar las huellas de pasos impresos en la
arena.
Son incontables los hijos de los hombres que utilizan sin es­
crúpulos socorros ocultos sin los que no podrían vivir y que nun­
ca, sin embargo, se paran a preguntarse de dónde les vienen.
Estos tales no viven despiertos al problema de la fe. Dormitan
amodorrados y sumidos en tal embotamiento, que las sacudidas
22 Literatura del siglo X X y Cristianismo
inesperadas de la vida no son parte a despertarlos, si no es para
hacerles saborear todavía con más regusto el sueño en que viven
inmersos.
La diversión, en sentido pascaliano, está siempre ahí, para
tranquilizarlos. Y la diversión ha cobrado en nuestros días sus tí­
tulos de nobleza. El demasiado célebre soma del mejor de los
mundos se expende en cómodas tabletas, siempre al alcance de
la m ano; el éxtasis delicioso que nos proporciona no resulta caro.
Por otra parte, el gobierno distribuye generosamente el soma; está
incluido en el salario mensual...
He hablado de la masa de la humanidad. Cada uno de nos­
otros forma parte, en ciertos momentos, de esa masa y utiliza
el soma. La vida se nos da en cada momento; y la vida es mag­
nífica, porque ¿hay nada más simple, nada más hermoso que
la vida? Sólo que de la tela de la vida cortamos con una prodi­
galidad escandalosa; la troceamos y vendemos al mejor postor, como
si nos perteneciera. ¡ De cuántos peligros mortales así de alma
como de cuerpo no hemos escapado desde que vivimos! Pero
estimamos que se trata de un derecho nuestro estrictamente per­
sonal, puesto que, ya frente al primer obstáculo, acusamos al uni­
verso de habernos frustrado; citamos a Dios ante nuestro tribu­
nal para pedirle explicaciones...
Los héroes de Henry James, cuyas siluetas esbozaré en el se­
gundo capítulo de este ensayo, están cortados de esta tela. U ti­
lizan la vida, la disfrutan con refinamiento y con una deliciosa
voluptad; pero nunca se preguntan de dónde les vienen esas ma­
ravillas que ellos envilecen al hilo de sus conversaciones profanas.
El ateísmo mundano impregna los salones donde se mueven estos
fantoches; y ellos encuentran delicioso respirar esa atmósfera as­
fixiante. No se preocupan.
El niño, el adolescente, el hombre hecho, el anciano, todos y
cada uno se erigen en centro del mundo. El instinto vital nos
Introducción: Los indiferentes 23
susurra esta mentira asombrosa: «es naturalísimo que existamos,
que seamos engendrados continuamente por la vida que nos en-
vuelve y alimentados por ella: esto no suscita ningún problema.
No somos nosotros los que debemos justificar nuestra existencia,
sino Dios. Dios... ¡ a h ! s í; puede que exista en alguna parte;
pero que nos deje tranquilos; ¡ se vive tan ricamente sin É l!
No pensemos en ello; la vida es natural».
Esta era, evidentemente, la manera como Nab, Pencroff y
Jup, el mono, utilizaban tranquilamente los recursos ocultos de
la isla misteriosa sin preocuparse nunca del dador.

II. LOS RACIONALISTAS

Hay «náufragos» de la vida que notan las huellas de pasos


sobre la arena. Y es que en verdad es difícil no notarlas nunca,
porque, a veces, esas huellas están impresas con toda nitidez.
Sólo que...
Se adivina lo que va a seguir, pues también lo ha dicho Clau-
del: «Todos estos hechos pueden explicarse de manera más o
menos natural». En efecto, se encuentra siempre el modo de ex­
plicar «lo superior por lo inferior», de reducir el misterio a datos
aparentemente naturales. Dios no se deja nunca «coger por el
cuello», como hemos visto en el El Silencio de Dios; siempre es
posible interpretar sus huellas de una manera tranquilizadora.
Los que así reducen los «socorros ocultos» a fenómenos natu­
rales son los partidarios del racionalismo. Sé muy bien que este
método de explicación tiene carta de ciudadanía en no pocos
dominios científicos; lo importante y decisivo es saber si este
método tiene validez en el plano religioso.
Hay que tratar de explicarse naturalmente los fenómenos mis­
teriosos: es lo que hacen al principio Cyrus Smith y Gedeón
)A Literatura del siglo X X y Cristianismo
Spillct; no hay por qué atribuir a Dios obras que tienen un
origen hum ano; es lícito «defenderse» en un combate leal. Pero
hay que guardarse asimismo de atribuir al hombre obras de ori­
gen divino. La ceguera es aquí, no momentánea, como en el caso
anterior, sino definitiva.
Jacques Riviére ha visto con admirable justeza que las «huellas
de Dios» son tan ligeras, se depositan sobre las cosas terrestres a la
manera de una pelusilla tan fina, tan liviana, que el más leve
error en su manipulación entraña el peligro de borrarlas irreme­
diablemente. Hay siempre medio de reducir los fenómenos mis­
teriosos a uno cualquiera de los problemas humanos. Una vez
descubierta esta hipótesis explicativa se vuelve tan seductora, da,
aparentemente, tan buena razón de todo, que el espíritu, una vez
engolosinado con ella, no la abandonará sino a duras penas.

# * *

La hipótesis materialista, que es la que más peligrosamente


seduce al hombre moderno, viene a hacer de la religión una
«mitología consoladora», menos alegre que la de los griegos quizá,
pero que envuelve al creyente en una nube irisada de esperanzas
irreales. El silencio de Dios, piensan estos materialistas, salta a
los ojos; el que pretenda creer en una «voz de Dios», en una
Palabra, en un llamamiento lanzado al náufrago de la vida, se
parece al avestruz que, ante el peligro, se mete la cabeza bajo
el ala y se cree seguro porque no ve ya lo que le amenaza.
Ya no se echa en cara a los cristianos el ser aguadores de la
fiesta; al contrario, se les censura de alardear de la cómoda cer­
tidumbre del rentista que explotase el cielo como «un dominio
colonial». Malraux, Camus, Sartre, inculpan a los creyentes de
negarse a afrontar virilmente la condición humana. Entre los que
niegan las huellas de Dios encontramos los mártires de una nue-
Introducción: Los racionalistas 25
va especie; forman entre sus filas los héroes, los «santos» laicos.
Los fieles de las religiones se ilusionan. Sartre dirá que «son unos
farsantes» («des salauds» = «unos puercos»), porque no quieren
ver que el hombre está solo en su isla desierta.
Esto mismo viene a decir Martin du Gard, bien que en forma
menos estridente: su héroe, Jean Barois, se convierte movido por
el miedo a la muerte, pero en modo alguno porque haya des­
cubierto la verdad. Con esta verdad se enfrenta Luce, quien mue­
re bendiciendo esta vida que le es arrebatada, con la certeza de
que su existencia ha sido rica y fructífera «como la del manzano
plantado en buen terreno, que rinde sus frutos». La confiada ga­
llardía de que da muestras Luce ante la muerte, que acepta sin
esperanza de supervivencia, se opone a la abyecta ilusión de Barois.
* * *

El racionalismo materialista no está muerto todavía: como i


esas estrellas extintas hace tiempo, pero cuya luz se halla toda­
vía en camino hacia nosotros, el racionalismo «alumbra» aún a
millones de hombres. Tenemos un ejemplo de ello en el reciente'
libro, sobre Gide, de Pierre Quint. Según este ensayista, notable i
por otra parte, es evidente (pues no lo prueba en parte alguna) j
que la religión es una ceguera voluntaria: el creyente tie n e 1
miedo a la vida; se autoescamotea la realidad, porque no se atre­
ve a asumir sus propias y personales responsabilidades, a encararse
con una «verdad que quizá es triste»; Dios es un gendarme, la
castidad una opresión, etc., etc.
Y ésa es también la posición del marxismo: está basado en
una filosofía y una ciencia que se han momificado, aferradas mie­
dosamente a un estado del pensamiento que data de 1848 y que
se ha quedado al margen de toda la evolución intelectual poste­
rior. Sólo que el marxismo constituye el «catecismo» de ocho­
cientos millones de hombres.
>6 Literatura del siglo X X y Cristianismo
¿Será necesario, en fin, señalar la ideología dominante en la
UNESCO? Uno de sus inspiradores y pensadores fue, en un tiem­
po, Julien Huxley, temible partidario del positivismo humanitario.
La idea implícita de esta tendencia es la de que el dominio de lo
divino se va estrechando y reduciendo de día en día, como se
encoge la piel de zapa: lo que parecía antes inexplicable y debía
por tanto relacionarse con una causa divina, se explica ahora por
influencias científicas.
El racionalismo que pretende explicar por «causas naturales»
las huellas de Dios en el mundo, estará representado, en este li­
bro, por la obra de Martin du Gard. No es mi propósito prejuzgar
la evolución posterior de este esforzado escritor que, como es
sabido, lleva casi quince años encerrado en un silencio total. Me
limito a esbozar el pensamiento del creador de los Thibault y de
Jean Barois, simplemente a título de testigo de una actitud ca­
racterística frente a la fe. Siempre habrá cristianos que tengan
igualmente sus horas de racionalismo: la fascinación de la cien­
cia positiva constituye una tentación permanente del espíritu.I.

III. LOS QUE NO QUIEREN BUSCAR A DIOS

Esbozadas ya las reacciones, tanto de los que no se preocupan


de explicar los «socorros ocultos» como de aquellos que se los
explican demasiado bien, importa estudiar ahora una tercera ac­
titud característica frente a las «huellas de pasos sobre la arena».
Esta actitud no nos la permite adivinar Julio Verne; pero, por
desgracia, se nos entra imperiosa por los ojos. Me refiero al anti­
teísmo.
Existen dos actitudes frente al problema religioso: la del que
busca a Dios, porque anhela descubrir el sentido último de la
vida, y la del que no quiere buscar a Dios, porque juzga, de
Introducción: Los que no quieren buscar a Dios 27
manera más o menos explícita, que el hombre es el único respon­
sable de su existencia y que es perfectamente capaz de arreglár­
selas en este mundo.
El que busca a Dios «acogerá gustoso a este respecto toda luz,
por pequeña que sea y sea cual fuere el medio de conseguirla,
comportándose respecto a esa luz como un investigador, dichoso
de descubrir una pista eventual, y no como un juez que preten­
diera someterlo todo a sus propios criterios de investigación y fijar
a priori las condiciones en que esta luz debería presentársele para
que se dignase ocuparse de ella» (R. Aubert, Au seutl du chris-
tianisme, p. 77).
Por el contrario, el que no busca a Dios será como ese juez a
que alude el hermoso texto que acabo de citar: ese juez se con­
vertirá bien pronto en inquisidor; en presencia de las huellas
de pasos, se esforzará por reducirlas a una cualquiera de las
hipótesis positivistas; pero, acorralado en sus últimos reductos
por la evidencia del hecho religioso, se revolverá con todas sus*
fuerzas contra ese Dios que amenaza su libertad. Pregonará a la
vez el ateísmo y el antiteísmo. Ante los indicios de una presen­
cia misteriosa en la isla «desierta» de su ser, querrá primero negar,
después explicar. Y ante el fracaso de sus «explicaciones», dará
media vuelta y dirá: «decís que existe Dios; voy a concedéroslo;
pero, entonces, yo exijo cuenta a Dios del mal presente en el
mundo; le intimo a explicarse; que me castigue, si le provoco;
que colabore a mis buenas obras; estoy pronto a hacer la prue­
ba; si las huellas de pasos sobre la arena son de «alguien»,
que ese «alguien» aparezca; queremos ver al visitante de estas
playas desiertas; que le ame o que le odie, él debe mostrarse,
no tiene derecho a permanecer en su incógnito».
Se habrá reconocido la problemática de la obra teatral de Sar-
tre, Le Diable et le bon Dieu. Ya se sabe el desenlace: ante el
«silencio de Dios», Goetz concluye, parodiando a Pascal: «He
28 Literatura del siglo X X y Cristianismo
hecho un descubrimiento: Dios no existe. ¡ Alegría! | Lágrimas
de alegría!» El héroe del drama pasa así del antiteísmo al ateísmo.
Pero Sartre, personalmente, procede a la inversa: dejando su
aparente indiferencia religiosa, aparece obsesionado por el cadáver
de Dios. Pasa del ateísmo militante al antiteísmo: no sólo afirma
que «no hay Dios», sino que añade secretamente: «no debe
existir».
El antiteísta sabe que existe Dios; pero no quiere que exista.
Podría comparársele con un náufrago que se encontrase asimismo
en una isla «misteriosa» y que, al revés de los que se alegran de
verse secretamente ayudados por el invisible bienhechor, se éneo-
lerizase contra esta presencia oculta. Este náufrago consideraría una
cobardía aceptar esa ayuda; preferiría prescindir de ella. Y enton­
ces comenzaría una lucha de todos los días contra el visitante in­
deseado.
* * #

El antiteísmo domina nuestro tiempo. La última temporada


teatral (1951-52) revela que, si se quiere despertar resonancias en
el alma de los espectadores y aumentar también los ingresos, hay
que sacar a Dios a las tablas, para abofetearle o adorarle. En uno
y otro caso la preocupación y como obsesión de Dios es evidente.
Esta observación de Jean Mauduit es profundamente justa (Études,
octubre 1952). La jira «triunfal» del drama Le Diable et le bon
Dieu a través de toda Europa (en el momento en que escribo
todavía está en curso) nos ofrece un buen indicio de ello: gracias
a una escenificación anunciada a bombo y platillo y difundida
todas las noches por «el megáfono Pierre-Brasseur», el antiteísmo
de Sartre llena las salas europeas (esperando llegar a los Estados
Unidos donde, sin duda, como pasó con Les mains sales, el final
será «edificante»). Esta bofetada al rostro de Cristo no sería tan
Introducción: Los que buscan a Dios 29
rabiosa si no transparentase secretamente (lo de menos aquí es
que Sartre sea o no sincero) la obsesión del actor celestial.
El capítulo dedicado a Sartre en este libro nos permitirá des­
cribir la actitud de negación de lo sobrenatural. Es imposible ne­
gar que el pensamiento de Sartre impregna «la atmósfera» de
nuestro tiempo. La orgullosa suficiencia del hombre moderno se
arropa en su propia soledad, en su libertad «absurda», entraña una
peligrosa tentación del heroísmo al revés. Este hombre rebelado
contra Dios se reviste de una especie de aura sagrada, como es fá­
cil echar de ver en las obras de Camus, Malraux y Sartre. La
juventud tiene una sensibilidad particular para esta nueva varie­
dad del antiguo estoicismo.

IV. LOS QUE BUSCAN A DIOS

Tiempo es de que pasemos a tratar de los que buscan a Dios.


Estos se alegran de descubrir los vestigia Dei; no se dan tregua*
para identificar al oculto bienhechor. Saben sin duda, como en
la novela de Julio Verne, que el huésped secreto de la isla no les
exime de trabajar por sí mismos; si el capitán Nemo presta ayu­
da a los náufragos, cuando les amenazan peligros que no pueden
vencer por sí solos, es porque primero ha visto su lealtad, su es­
píritu de trabajo y su valor. Buscar a Dios no significa dejarse
caer de brazos. Si los náufragos del aire hubieran abandonado la
lucha, el capitán Nemo no habría revelado nunca su presencia.
Pero los náufragos trabajaron; se propusieron convertir la isla
Lincoln en una colonia humana perfecta; precisamente porque
trabajaban así, fué por lo que encontraron las huellas del miste­
rioso visitante.
Cuando al final de la novela son presentados al capitán Nemo,
tienen la alegría de poder, por fin, expresarle su agradecimiento.
JO Literatura del siglo X X y Cristianismo
»Hijo inío —dice el capitán al joven Harbert—, hijo mío, bendito
seas». Así también el hombre, después de haberse esforzado en
su vocación de hombre, de lugarteniente de Dios, encuentra al
Señor vivo y le expresa su agradecimiento; y recibe también
aquella bendición que, desde Abel a Jesucristo, encarna la prome­
sa de Dios.
* * *

Yo conté, cierta vez, La Isla Misteriosa a una banda de mu­


chachos de los suburbios de París. Eran de esos «golfillos» que,
por desgracia, habían visto a otros, pero cuyas almas se mante­
nían frescas y acogedoras. Aconsejo a todos los asesores de las
colonias veraniegas infantiles la misma experiencia: no he po­
dido olvidar la atención apasionada de mis pequeños oyentes;
querían conocer todos los detalles: hora de las mareas, identifi­
cación de la Cruz del sur, vestidos, animales. Pero lo que menos
me esperaba yo fué lo que pasó. Espontáneamente, estos peque-
ñuelos, cuyos padres eran en muchos casos ateos completos, iden­
tificaron al misterioso bienhechor de la isla. Fueron ellos los que
me hicieron pensar en este simbolismo de la novela, que había
de encontrar más tarde en Claudel: el «secreto de la isla» es el
buen Dios ¿verdad?, me decían. Cuando les dije la verdad, que­
daron decepcionados. También Claudel ha explicado esta decep­
ción : «Después las cosas se gastan y llega el momento lamenta­
ble, tan temido por todos los lectores de novelas, de la explica­
ción, tan inferior siempre a lo que esperábamos» (Ib., p. II).
Ya estoy oyendo la objeción: no hay duda de que unos niños,
ignorantes de las «causas naturales y científicas», debían pensar
en Dios; pero nosotros, que sabemos ¡ a y !... Rechazo en redondo
tal argumentación. Como escribió cierta vez el Padre Charles, el {<
hecho de que sean sobre todo los niños los que tienen fe, al
paso que los «adultos» la pierden con tanta frecuencia, no prueba
Introducción: Los que buscan a Dios 31
que la fe sea infantil, sino sólo que es más fácilmente accesible
a las almas que han salvaguardado el «flexible candor- de la ju-J
ventud». Y a la verdad, todos sabemos cuánto genio tienen los
niños, un genio que la «vida real» ahoga, sin duda, pero de
cuya existencia no cabe dudar. Se nos viene a la memoria aquel
pasaje en que Saint-Exupéry habla del «número de Mozarts ase-
sinados». Si el adulto es más rico que el niño en técnicas de vida
social, en dominio de sí, ¡con cuánta frecuencia paga este enri­
quecimiento a un precio exorbitante, al precio de ese don de
maravillarse que caracteriza a la infancia! Por fortuna, hace tiempo
ya que Péguy ha dicho sobre todo esto cosas definitivas. Ahora
se comienza a tomarlas en serio. ¿No ha repetido Jesús que «si
no nos volvemos como niños, no entraremos en el Reino»?
Mis pequeños golfillos me brindan, en este punto, un ejemplo
y un modelo: pese a su impureza precoz, a sus groseros jura­
mentos, a sus trifulcas y batallas, a su anticlericalismo, a sus amo­
res tan poco «infantiles», acudían presurosos, como en otro tiem­
po los corintios, a oír la Palabra de Dios, cuya presencia flotaba
sobre la isla desierta a la que yo les llevaba.
Yo rogaría a los lectores que buscan a Dios, que no menos­
preciasen a estos niños de los «verdes años». Si buscan verdade­
ramente a Dios, descubrirán, hasta en las contraverdades de Sartre,
huellas de Aquel que salva a los vivos y a los muertos; adivi­
narán en el infierno mundano de James la presencia de Aquel a
quien la conspiración del silencio trata de hacer olvidar; com­
prenderán que el racionalismo ateo marra la esencia del verdadero
comportamiento religioso.
Pero, sobre todo, el capítulo sobre Malégue desplegará ante
sus ojos el itinerario del náufrago que busca a Dios, que le en­
cuentra, le niega y, finalmente, le reconoce en la hora undécima,
la hora de la infancia recuperada. Desde el comienzo de esta
inlioducción he pensado en los pilludos de los arrabales de París,
32 Literatura del siglo X X y Cristianismo
que me dieron en 1935 una lección sencilla y conmovedora de
lectura de esa novela, que me encantó en mi juventud (y con
cuya lectura reiterada sigo todavía deleitándome). A lo largo de
todas las páginas de este libro, como una secreta filigrana, esta-
rán presentes esos niños, porque tenían fe.

V. LOS TRES ASPECTOS DEL ACTO DE FE

Con pena he de dejar a julio Verne, para arribar al objeto


concreto de este libro. Es necesario emplear palabras sabias y dis­
tinciones complejas; es preciso ponerse la pesada armadura de
Saúl, para hacer frente al Goliat de la incredulidad. Hay que
hacer un poco de teología.
¿Qué es, pues, esta virtud teologal de la fe, que nos hace
adherirnos con certeza a la Palabra de Dios propuesta por la Igle­
sia? La vida en la fe aparece, sin duda, en el testimonio de los
santos (y cuenta que hay muchos santos en este siglo, bastante
cerca, por cierto, de la Europa del Pacto del Atlántico); pero no
es precisamente esto lo que preocupa a nuestros contemporáneos,
muchos de los cuales dicen: estos santos tienen f e ; pero nosotros
no tenemos fe o no estamos seguros de tenerla. ¿Cómo llegar a
la fe? ¿Cómo volver a encontrarla o consolidarla?
Así pues, lo que preocupa sobre todo al hombre de la calle
es el problema del acto de fe, por cuya virtud el hombre se
obliga y compromete todo él-en cuerpo y alma, bajo la garantía
del testimonio divino. N o se trata de un gesto hecho una vez por
todas en el pasado, sino de un compromiso que hay que renovar
todos los días, ya que todos los días hay que renovar el acto de
fe; y esto no sólo de palabra, con la fórmula ad hoc, sino de todo
corazón.
La teología responde que la fe es sobrenatural, libre y razón»'
Introducción: Los tres aspectos del acto de fe 33
ble. La fe es sobrenatural, porque todo a lo largo del camino,
desde el principio al fin, es la llamada de Dios la que solicita al
hombre, le sostiene y hace llegar a la fe. Es libre, porque sin el
consentimiento de la voluntad, todo el océano de la divinidad no
lograría franquear el umbral de nuestro tabernáculo interior. En
fin, es razonable, porque todo a lo largo del camino, desde su
comienzo hasta el final, el acto de fe es una actividad eminente­
mente digna de la inteligencia humana.
Estos tres aspectos son complementarios: se sostienen mu­
tuam ente; se implican continuamente y la vida de fe consiste,
entre otras cosas, en mantener vivo el equilibrio de los tres polos
entre los que oscila la fe, como en un campo de fuerzas eléc­
tricas.

VI. LOS TRES ASPECTOS DE LA FE Y EL ATEISMO

Para los no cristianos estos tres aspectos de la fe no son más


que tres facetas del mismo absurdo. El hombre moderno abriga la
pretensión de construir un «humanismo» que prescinda de Dios.
Lo sobrenatural de la fe no puede ser más que una «enajena­
ción)) de la dignidad humana. No cesan de repetir que las «igle­
sias» han «explotado» ya suficientemente al hombre, engañándo­
le con el espejuelo de la eternidad. La religión es el «opio del
pueblo».
El existencialismo ateo no puede admitir tampoco que la re­
ligión sea libre, y por la misma razón: el hombre es un ser soli­
tario, abandonado; su única dignidad reside en su libertad; cier­
to que esta libertad no sirve «para nada», pero es. Y he aquí que
le reclaman al hombre esta libertad; ¿en nombre de qué?
En nombre de una cosa absolutamente irrazonable, afirma el
existencialismo. No hay verdad objetiva, sino sólo valores que el
3
34 Literatura del siglo X X y Cristianismo
hombre crea por su misma libertad. Admitir que la absurdidad de
este mundo sea el revés de un universo trascendente, «creer por-
que es absurdo», es perpetrar el suicidio del espíritu, mucho más
grave que el del cuerpo. En todo caso, es desertar del mundo.
Lo que más echan en cara los ateos modernos a la fe, es la
«facilidad» que esa fe concedería a los que la admiten. En tiem-
pos pasados tildaban a la fe de ser grave y lúgubre; ahora, es al
revés; los hombres serios, graves, trágicos, están del lado del
ateísmo: los vividores, los cobardes son aquellos que «se apoyan
y remiten a Dios» en lo que llaman lo esencial, no siendo más que
un pretexto para desertar.
Jamás se han hecho afirmaciones en tono tan categórico; nun­
ca se ha proclamado con más audacia que hoy este «evangelio»
al revés. Ello prueba al menos una cosa: los ateos modernos
están obsesionados por el «cadáver dentro de casa».I.V

VII. LOS TRES ASPECTOS DE LA FE Y LOS CRISTIANOS

¿Tienen todavía fe los cristianos? Se ha hablado «de la incre­


dulidad de los creyentes» y de su «mala conciencia». Simone de
Beauvoir ha dicho que los sacerdotes no predican ya sobre el infierno
«porque ellos mismos han dejado de creer en él». Esto es juzgar
un poco a la ligera; pero yo me pregunto si la fe viva de algunos
cristianos va más allá de un deísmo abstracto, apoyado en una
moral que aceptan a regañadientes y en un orden social por el que
sólo se interesan cuando lo ven amenazado...
Es necesario (una vez más) volver a las fuentes y preguntar
qué piensa el promedio de los cristianos acerca de estos tres as­
pectos. La fe es sobrenatural, es decir, nos introduce en una verdad
trascendental y única, la verdad de Jesús. Estoy espantado del
relativismo dogmático que fascina a algunos creyentes; testigo el
Introducción: Los tres aspectos de la fe y los cristianos 35
éxito de Simone Weil. La fe es sobrenatural, lo que quiere decir
que hay que tomar al Dios revelado como centro y no al hombre,
por muy apoyado que se sienta en el entusiasmo más ardiente por
los «valores» cristianos: no puedo menos de sentirme perplejo
ante el naturalismo de algunos. La fe es sobrenatural, esto es, se
inserta armoniosamente en una naturaleza «a la que perfecciona,
sin destruirla»: me siento preocupado ante otra desviación del
espíritu cristiano, el sobrenaturalismo. Dios, ¿para qué?, preguntan
algunos escritores; separemos los «acontecimientos» y «la fe», pues
la coyuntura temporal ha de servirse por medios temporales, al
paso que la fe es negocio puramente interior entre Dios y el alma.
La fe es libre: muchos creyentes tienen la impresión de lo con-
trario; abrigan el sentimiento de estar constantemente atados por
preceptos, entorpecidos por voces alertadoras y prohibitivas; tienen
la impresión de que se les hostiga y acorrala sin darles punto de
reposo. La Iglesia aparece a sus ojos como la ciudadela de esas
prohibiciones. Según el pensar de muchas personas, el católico es
el que no puede... hacer esto, pensar aquello, participar en lo de
más allá. ¿Cómo hablar todavía de la libertad de la fe? ¿Cómo
tomar en serio la afirmación de San Pablo acerca de «la libertad
que Cristo nos ha otorgado?». Muchos, demasiados católicos per­
manecen menores de edad en materia religiosa; lo son «el do­
mingo», al oír a su párroco (aunque, como es sabido, se compensan
durante la semana); lo son cada vez que intentan penetrar en el
dominio del pensamiento o de las responsabilidades cristianas:
con razón o sin ella, se sienten intrusos, «de más, para la eternidad».
En fin ¿están convencidos todos los cristianos de que su fe es
razonable? Lo dudo; algunos no se atreven a mirar este problema
cara a cara, viven con el espíritu recubierto de una capa de polvo
tic objeciones mal digeridas y de oscuridades mal aclaradas. Y estas
objeciones y estas oscuridades versan sobre detalles cómicamente
secundarios a veces, pero también, y ello es ya más grave, sobre
56 Literatura del siglo X X y Cristianismo
puntos esenciales: la divinidad de Jesús, la resurrección de la
carne. En todo caso, muchos se sienten incómodos. Y entonces
se limitan a la «fe confianza» o a la fe del carbonero. Es el fideísmo,
más extendido de lo que se cree. Cierto que mejor es esto que
nada; pero una fe basada casi exclusivamente en el sentimiento
y en el hábito no puede informar la vida de un hombre. Ahí radica
la falta de gallardía de muchos cristianos.

VIH. BAJA DE LA FE EN LA MASA DE LOS CRISTIANOS

Este malestar de muchos cristianos ante la libertad, la sobre-


naturalidad y la razonabilidad de la fe proviene, en la inmensa
mayoría, de una baja del fervor religioso. Cierto que el tiempo
de los grandes congresos de la A. C. ha pasado, pues hoy se
trabaja en profundidad; pero la audacia de afirmarse ha pasado
también. Hay demasiados católicos «del domingo».
No olvidaré fácilmente la respuesta que me dió un joven de
quince años, por otra parte encantador y amable, educado y todo...
Le dije al pasar que al día siguiente era la fiesta del Santísimo.
Como se sabe, cae siempre en jueves; por tanto, no es obligatoria.
Y añadí, volviéndome hacia él, que haría bien en ir a misa ese
día (pues le conozco lo suficiente para permitirme darle tal con­
sejo). Me respondió: ¿hay obligación de oír misa mañana? No
indagaré aquí el origen de tal contestación; por desgracia, creo
conocerlo. Como he dicho, el muchacho era bueno; sólo que había
sido formado en una piedad «del domingo». Quizá si yo le hubiese
dicho más claramente que fuese a comulgar, habría comprendido
mejor que no se trataba de una obligación, sino de un consejo
fraternal. ¿N o es harto frecuente tropezar con jóvenes como éste?
Quien más quien menos, todos hemos encontrado jóvenes de
una piedad ferviente y fresca, sin pizca de gazmoñería; comulgan
Introducción: Baja de la fe en la masa de los cristianos 37
y confiesan entre semana, son boy-scouts, practican otros depor­
tes... Ahora bien; raras veces se plantean el problema de la vo­
cación religiosa, o lo resuelven negativamente. La crisis de voca­
ciones, que no hay que exagerar por otra parte, es un hecho
palpable que pone de manifiesto una disminución de la fe sobre-
natural, pues estos mismos jóvenes siguen siendo excelentes cris­
tianos; sólo que no piensan en ser sacerdotes, porque, instintiva­
mente, creen más en los valores cristianos (que existen, sin duda
alguna) que en las verdades sobrenaturales, en las que únicamente
•puede fundarse una vida religiosa. En cuanto a las jóvenes, la
crisis es más aguda todavía, a pesar de que no faltan consoladoras
excepciones.
Cierto que no se trata aquí solamente de la mengua de la fe
sobrenatural, aunque no hay duda de que esa disminución juega un
gran papel en la baja del fervor. Yo pido que se preste atención
a esto y que se les hable a los jóvenes y a las jóvenes de las
verdades sobrenaturales de la fe : NO LAS CONOCEN.

IX. RESURGIMIENTO DE LA FE EN LAS MINORIAS


SELECTAS

En las minorías selectas se produce un retorno a la fe auténtica.


Los innumerables «círculos» de cristianos, ya se ocupen de la Biblia,
de la liturgia, del apostolado, de la espiritualidad conyugal o de
todo lo que se quiera, se caracterizan todos por una sed intensa de
instrucción religiosa y de verdad revelada.
Redescubren la fe sobrenatural, puesto que piden la Palabra
de Dios, la liturgia de la Iglesia (por ejemplo, en la Vigilia pascual,
que constituyó una verdadera iniciación para quienes participaron
en ella), el pensamiento de los Padres. Su fe es digna de la de los
?8 Literatura del siglo X X y Cristianismo
primeros cristianos: éstos no tenían, que yo sepa, otro motivo de
fe que la certidumbre de la Resurrección de Jesús.
Redescubren la libertad de la fe, ya que quieren obligarse por
entero a Cristo, el domingo y entre semana. La voluntad de pene­
trar la masa, para infundir en ella la levadura de Cristo, constituye
una característica de las minorías selectas cristianas. Estas minorías
son gallardas y fuertes. Saben el riesgo a que se exponen; tienen
los ojos abiertos; saben que, humanamente, la fe «no paga», al
menos inmediatamente y en todo caso, a aquellos que quieren
ser pagados en moneda de este mundo. Pero, así y todo, se en­
tregan libremente a Cristo, en un intercambio personal.
Redescubren el carácter razonable de la fe; o por mejor decir,
piden que se les ayude a ver mejor este aspecto razonable de sus
creencias. Piden luces teológicas a sus pastores, que, frecuente­
mente, no esperan tal petición, antes bien se quedan al pronto
desconcertados para terminar después ganados por este ímpetu
juvenil de sus ovejas...

X. DIVORCIO ENTRE LAS MINORIAS SELECTAS


Y LA MASA

El drama radica aquí en el divorcio entre estas minorías y la


masa de los cristianos. Un reciente artículo (L. Evely, Témoignage
chrétien, edición belga, 27-7-1952) llama la atención sobre este
hecho. Parece que sólo aquellos que tienen el suficiente vagar
para pensar por cuenta propia, para reflexionar, consultar y es­
tudiar, llegan, si son leales, a descubrir la verdad de Cristo. La
masa, enloquecida por la vida «rápida y angustiada», abrumada
de preocupaciones de «lo material», fascinada por las carteleras
pornográficas de los cines, las consignas publicitarias, las agencias
de propaganda, se deja ir a la deriva. Entre la masa, la parte no
Introducción: Divorcio entre las minorías selectas y la masa 39
creyente no dispone, para formarse una idea de la fe, más que del
espectáculo de los cristianos «del domingo».
¿Cuál es la explicación de esta evolución contradictoria (una
minoría selecta ascendente, una masa a la deriva)? Sencillamente
la siguiente: hoy en día, no se puede ya descubrir la verdadera
faz de la Iglesia, el auténtico cristianismo, más que por el estudio,
por la investigación personal. Es imposible descubrir el verdadero
cristianismo con sólo contemplar a los cristianos. Los infieles con
quienes nos codeamos a diario ¿observan sobre nuestras frentes
aquella irradiación de serena alegría que seducía, hace dos mil
años, a los paganos del Imperio? ¿Ven brillar en nuestra conducta
aquella caridad fraternal que les hacía exclamar: «mirad cómo se
aman» y les hacía desear formar parte de este hogar?
«He aquí por qué se convierten las minorías selectas: se
convierten porque pueden estudiar, reflexionar, consultar los docu­
mentos del pasado y descubrir así, bajo la corteza, el calor de la
vida de la Iglesia. Pero esto no le es posible hacerlo a la m asa:
ésta tiene que contentarse con mirar y ver, con mirarnos y vernos
a NOSOTROS; y es bien seguro que este espectáculo no la decidirá
a los sacrificios impresionantes que exige una conversión, con la
ventaja, por todo resultado, de parecérsenos. ¡ Qué hermosa sería
la Iglesia y qué atractiva, si no hubiera cristianos!» (art. cit.).

XI. OBJETO DE ESTE LIBRO

Este libro va destinado a los que disponen de tiempo para


leer, estudiar y encontrar así la verdadera faz de la Iglesia de
Cristo. Si puedo con él llevarles un poco de luz, ayudaré a conso­
lidarse a algunos cristianos; si estos cristianos, como una luz en
la montaña, pueden iluminar a su vez a otros, consideraré que mi
labor no ha sido baldía.
40 Literatura del siglo X X y Cristianismo
Yo creo en el poder de las verdades que se trasmiten de boca
a boca y de corazón a corazón. Basándome en el testimonio de
autores modernos, confío despertar en mis hermanos en humanidad
el interés por estas verdades y llevarles a cobrar una conciencia
más clara y más íntima de los fundamentos de su fe.

XII. METODO DE ESTE LIBRO

Los autores citados a prestar declaración en este libro han sido


elegidos en función del tema central. Pero he querido al mismo
tiempo esbozar su pensamiento como tal, de suerte que cada
capítulo forme un todo en sí y que, sin embargo, contribuya como
un elemento a la arquitectura del conjunto.
Vaya por delante mi afirmación de que no me gusta Sartre.
Aunque sufrí, al final de la guerra, una aguda «sartritis», no creo
equivocarme al confesar que me hallo ya curado de ella ¡ sin
demasiadas cicatrices! El éxito de Sartre disminuye en Francia
(porque, en el extranjero...); alegrémonos de ello, no porque nos
hayamos desembarazado de un testigo molesto, sino porque, con
la vuelta de la normalidad, es posible ver mejor tanto las riquezas
del pensamiento sartrlano como sus lagunas. Este capítulo es difícil
y desde ahora pido se me perdone; he querido estudiar el centro
del pensamiento de Sartre, su negación de Dios. Sólo he deseen-
dido al plano literario después de haber cruzado las subestructuras
metafísicas de L'étre et le néant.
He cometido una pequeña trampa, al hacer figurar a Henry
James en la galería de mis testigos. Aunque aporta luces esenciales
sobre el aspecto libre de la fe, su obra no es ya por entero del
siglo XX. Pero no he podido sustraerme al placer de hablar de
uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos. Su testi­
monio me era imprescindible en la construcción de este libro.
Introducción: Método de este libro 41
Añadiré que la hora de James ha sonado, pues se le comienza a
leer otra vez en todas partes.
El fean Barois de Martin du Gard ilustrará, por contraste, el
aspecto razonable de la fe. He escogido esta novela, porque se la
lee todavía en amplios sectores, sobre todo en los medios estudian­
tiles católicos. Siento admiración profunda por Martin du Gard
como novelista: a la lectura de sus Thibault debo algunas de las
horas más hermosas de mi vida; no puedo olvidar a Jacques, An-
toine, Daniel, Jenny; en cambio, olvidé rápidamente la parte
documental de las obras de este autor. En fean Barois, la parte
sólida es la narración del «affaire», así como una serie de escenas
de profunda emotividad hum ana: desgraciadamente, las descrip­
ciones de la conversión son radicalmente falsas, como hechas desde
el exterior. Ello no empece para que el libro haga todavía refle­
xionar sobre buen número de problemas que sólo en apariencia
han dejado de ser «actuales». Los cristianos pueden sacar provecho
de su lectura.
He querido cerrar mi libro con Malégue. Augustin es su obra
maestra. Escribo esto con fría serenidad: he leído tres veces la
novela y a cada nueva lectura me he reafirmado en mi sentir.
Focas novelas permiten ver tan bien como ésta que los tres aspectos
de la fe se sostienen mutuamente. Lo que más admiro de ella es
quizá el que, sin disminuir en nada el lado sobrenatural y libre de
la fe, Malégue da pruebas de un profundo respeto por la inteli­
gencia del creyente. Desearía que todo estudiante leyese y rele­
yese a Malégue.
Otra razón me abona todavía para cerrar mi libro con Augustin
ou le Maítre est la: Malégue permite ver que los tres aspectos de
la fe se conjugan y convergen en la persona del Verbo encamado.
Pues b ien ; ése es el centro geométrico de este libro, pues es el
centro geométrico de la fe.
42 Literatura del siglo X X y Cristianismo

XIII. EL CENTRO DE ESTE LIBRO

«¿Quién es, al decir de la gente, el Hijo del hombre?», pre-


gunta Jesús. Los discípulos respondieron: «Para unos, Juan Bau­
tista; para otros, Elias; para otros, Jeremías o alguno de los pro­
fetas.» «Y para vosotros ¿quién soy?», les dice. Entonces Simón-
Pedro, tomando la palabra, respondió: «¡Tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios vivo!» Jesús, tomando a su vez. la. palabra, le dijo: «Bien­
aventurado tú, Simón Bar-Yona, porque ni la Carne ni la Sangre
te han revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos.»
Capítulo I

JEAN'PAUL SARTRE
O LA NEGACION DE LO SOBRENATURAL

El hombre es una pasión inútil.


S artre

Si no os volvéis como niños, no entraréis en -


el Reino.
E vangelio
i
Sartre se llama a sí mismo el ateo perfectamente lógico. Sus
escritos literarios constituyen uno de los más repugnantes esca-
parates de obscenidades que conozco. Los slogans que el autor de
Les Mouches ha puesto en circulación son desesperantes: la liber-
tad del hombre no sirve «para nada»; conocer no es más que en­
volver lo real con una «virola de nada»; el hombre se agota en la
búsqueda de una síntesis imposible que debería hacerle D ios; el
hombre es una pasión inútil; se pierde en vano; los otros, he ahí.
el infierno; la existencia es «obscena», de «una superabundancia
viscosa», en la que la libertad «se enliga»; las gentes serias son
«farsantes»; todo el mundo es de mala fe. No hay un átomo de
poesía en sus escritos, ni un paisaje, ni una sonrisa de niño, ni una
flor. Todo es relativo, sin exceptuar la política y la religión. Y todo
esto se afirma con una seguridad serena, maciza, monolítica.
Salimos de una guerra espantosa; vivimos con el temor de
otra, más espantosa todavía. Los más horros de esperanza sienten
la necesidad de aferrarse a un ideal, a una realidad espiritual,
para salvar al mundo del peligro que le acecha. Y sin embargo,
Sartre desarrolla su ateísmo y saborea la gloria.
¿Estará nuestro mundo inmerso hasta tal punto en el mate­
rialismo y tan asqueado de lo sagrado, que la primera filosofía que
sr presenta, una filosofía que nos enseña a desesperar mejor, que nos
46 Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
encierra en una libertad a la que estamos «condenados», seduzca
los espíritus? Un colegio de señoritas tiene que despedir a once
alumnas de retórica, porque se las ha sorprendido leyendo a Sartre
y, nótese bien, no sólo L’étre et le néant. En cuanto a las cuevas
existencialistas —que en realidad nada tienen que ver con el exis-
tencialismo—, no hacen sino adornarse con los desechos sartrianos
para deslumbrar a los burgueses.
¿Qué pensar de Sartre? Tal es la pregunta a la que voy a in-
tentar responder estudiando la zona nuclear de su pensamiento, su
negación de lo sobrenatural en todos los aspectos. Sartre es un
testigo, un reflejo de una parte del alma moderna. Escuchémosle.

I. OJEADA A LA OBRA DE SARTRE

No sé si el lector se acuerda del delirio que se apoderó de los


medios intelectuales cuando, después de la liberación, Sartre nos
obsequió, a guisa de regalo, con dos tomos de los Chemins de la
liberté, con la obra teatral Huis-clos y con su revista Temps mo-
demes. Fué aquél un escándalo divertidísimo: discípulos entu­
siastas y enemigos acérrimos se lanzaban invectivas, a veces regoci­
jantes, siempre ruidosas. Era la época en que el patriarca del café
Flore pronunciaba en el club «Maintenant» su conferencia de
vulgarización, publicada más tarde con el título L’existentialisme
est un humanisme. Tan nutrida fué la concurrencia, que las damas
y hasta los caballeros se desmayaban rítmicamente a los pies del
maestro. Se contaban en el mayor secreto —esto es, mediante
convenio tácito de no contarlo a más de una persona cada vez—
los chismes más escabrosos acerca de la vida privada de este ser
al que algunos identificaban con el mozo de hotel de Huis'dos.
Doctas revistas se ocupaban del nuevo pontífice y, pese a las
recriminaciones de Mauriac y de Claudel, no faltaron teólogos que
Ojeada a la obra de Sartre 47
se calaron los anteojos para examinar Les chemins de la liberté,
por ver si descubrían en la obra señales de la necesidad de Dios.
Los filósofos volvían a abrir Sein und Zeit, de Heidegger, al que
Sartre apelaba ruidosamente
La juventud estudiantil hacía de árbitro en la lucha y se bur­
laba de todo, con tal de que el espectáculo fuera divertido y los
«sorbonícolas» se llevasen una buena reprimenda. Simone de Beau-
voir, «que bordaba, sobre cañamazos dados por Sartre, labores de
mujer», era bautizada irreverentemente: «la gran sartrisa». Hasta
el pueblo de París intervino en el asunto: durante un alboroto
callejero se oyó proferir a u n o : « ¡ largo, pedazo de existencialista!»
A una pregunta sobre lo que es el existencialismo, Sartre habría
contestado: «yo no sé lo que es el existencialismo; pero, para
mí, es un medio de existir» 12.
Lo que contribuyó al auge de Sartre en esa época ya lejana,
fué evidentemente el incentivo del escándalo, pues la obra sartriana

1 Heidegger ha desautorizado públicamente el lazo que Sartre pre­


tende establecer entre los dos sistemas; por lo demás, el filósofo alemán
evoluciona en una dirección muy diferente, que le acerca a la «luz del
ser».—Recuérdese que toda la obra de Sartre está incluida en el Indice.
2 Un texto de Las Vergnas, crítico «oficial», dará el «do»: «Sé muy
bien que es más difícil hacer una obra atrayente y original con lo normal
que con lo monstruoso, pero el mérito está en intentarlo. ¿Por qué no
habrá entre nosotros talentos abundantes y vivaces, capaces de dar a
nuestra joven literatura esta poesía y esta virilidad de que se halla tan
necesitada, si se la compara con las literaturas extranjeras? Y puesto que
l.i moda desempeña un papel tan importante en las artes, que venga el
que lance el esnobismo de la belleza. Que venga, y tanto peor si, que-
nendo construir templos griegos, no erige más que la Magdalena; siem­
pre será mejor que un pobre chalet» (Afjaire Sartre, pp. 58-59).—No es
• I esnobismo de la «belleza» el que es necesario lanzar, sino el de la
verdad».
48 Jean'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
contiene uno de los más viscosos rimeros de fealdades de que tiene
noticia la literatura 3. Ganábale a uno la impresión de encontrarse
con un estudiante que gustaba de las bromas pesadas y de las
«novatadas» estudiantiles, que utilizaba un argot sistemático, ridi­
culizando metódicamente, con una especie de complicidad un poco
canalla, todo lo que los hombres han aprendido a venerar. Su
facundia licenciosa, cáustica, de fría imperturbabilidad, su torrente
irresistible, su precisión demasiado perfecta, demasiado castigada
para ser completamente natural, fascinaban y asqueaban.
No creo, sin embargo, que esta sola razón baste a explicar aque­
lla pasión inverosímil de los años 1944-1945. Al salir de una guerra
que, más que otra ninguna, utilizó la violencia y la mentira, la
obra de Sartre, que proclamaba un desprecio soberano hacia la
hipocresía y la mala fe, expresaba demasiado bien los sentimientos
de la conciencia mistificada de las clases burguesas? por ello, no
podía menos de atraer hacia sí grandes corrientes de la sensibilidad
moderna. La experiencia que hace Roquentin de la «existencia obs­
cena», parecía dibujar, de manera cruda pero verdadera, la impre­
sión de absurdidad radical que obsesionaba a Europa, aplastada por
la más horrorosa de las guerras. Pero, más todavía que esta expe­
riencia, el célebre pasaje en que Sartre caricaturiza a los burgueses
de Bouville (léase: El Havre) y la famosa descripción de la galería
de cuadros, en el museo, descripción en la que culmina el horror

3 L’áge de ratson tiene como centro una historia de aborto; HutS'clos


saca a escena a una infanticida, a una Iésbica y a un traidor a su patria;
el amor contra naturaleza es moneda corriente en La nausee, L’enfance
d’un chef, Les chemins de la liberté; se hace ostentación de la violencia
sádica en Morís sans sépulture; Les mouches representan el arrepenti­
miento por una legión de moscas zumbadoras y fétidas. Gide ha escrito
a propósito de Sartre: «En 1920, después de la gran guerra, hubo el
movimiento dada; en 1944, después de la segunda gran guerra, hubo el
movimiento caca».
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Ojeada a la obra de Sartre 49
de los «farsantes», todo esto respondía demasiado bien a la im-
presión que pesaba sobre el hombre de 1945, de haber sido enga-
ñado y burlado, para que no le encantase. «No hay placer alguno
en jugar en un mundo en el que todos hacen trampas»; esta frase
popularizada por Sattre dice muy bien la razón verdaderamente
esencial del éxito de Huis'dos.
Al mismo tiempo, por ejemplo, en la última frase de L'étre ct
le néant, en la que se afirma que el «hombre es una pasión
inútil», Sartre preconizaba este nuevo estoicismo que constituye
la tentación más insidiosa del espíritu contemporáneo. Orestes, en
Les mouches, llega a la ((verdadera grandeza» cuando descubre que
no hay Dios, que el hombre está solo, condenado a la libertad de
la desesperación y de la angustia: encarna al héroe moderno arro-
pado en los pliegues de su soledad y que encuentra en su propia
lucidez la única razón de vivir. Orestes conoce una especie de
camino de Damasco, pero al revés, pues descubre la soledad radical
de un mundo vacío de Dios.
Hay que decirlo: Sartre ha contribuido a curarnos de la hipo­
cresía ; para la masa incontable de los ateos modernos, para" todos
los que no creen ya en la mística de la ciencia y del progreso, para
todos los que han descubierto la formidable trapacería del marxis­
mo, Sartre ha sido una especie de profeta de la grandeza deses­
perada. El humanismo de la desesperación que esbozaba Sartre
por esta época flotaba en el ambiente de entonces. En la voluntad
de lucidez sartriana había una grandeza real.

# # *

Después de estos años desquiciados, la gloria de Sartre se


extendía al mundo entero, al mismo tiempo que comenzaba a de­
clinar en Francia. Después de una obra malograda, Morts sans sé-
pul ture, en la que se explotaba, de un modo bastante brutal, el
4
50 ]ean'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
tema de la resistencia, apareció una obra maestra. Les mains sales \
Esta obra conoció un éxito inaudito; si no aportaba solución nin-
guna al problema planteado, al menos expresaba el relativismo de
los compromisos políticos. Hugo, el comunista, es hoy un héroe
de la causa y, mañana, un traidor al que se le exige, si quiere
ser «recuperable», que desautorice su acción y que confiese que
su acto fué solamente un crimen de celos. ¿Cómo no ver aquí un
reflejo de esos procesos que llenan la crónica desde el año 1945?
Lo que hace más desgarradora la tragedia es que Hugo no
sabe cuál es el móvil que le empujó a matar a Hoederer: ¿ce­
los amorosos?, ¿enervamiento?, ¿fidelidad a la causa? Como
todo hombre que reflexiona, Hugo sabe que sus actos son el
producto de una multiplicidad de causas. Experimenta, pues, una
terrible tentación cuando el partido le pide que desautorice el
aspecto político de su gesto, si quiere escapar a la muerte y poder
ser «reutilizado». Hugo rehusará hacerlo: aun cuando no haya
matado más que por celos o enervamiento, no lo confesará;
no quiere en modo alguno que el único gesto «humano» que ha
realizado sea disfrazado, desfigurado, transformado «en cosa», y
ello en provecho de una causa en la que ya no cree. Mucho tiem­
po después del asesinato, Hugo se decide a asumir su responsa­
bilidad, a hacerlo suyo, a comprometerse y solidarizarse completa­
mente con él, de manera que pueda decir que ha realizado un
acto libre en su vida, un acto realmente humano. La última pa­
labra de la o b ra: «irrecuperable», es de las que no se olvidan.*

* Así lo afirma G. M arc e l, poco sospechoso de simpatía por el autor,


en su folletón de las Nouvelles littéraires.—Es divertido ver que, al re­
presentarse esta obra en los EE. UU., se le cambió el título en Los guan­
tes rojos (The red Gloves) y que el desenlace era «optimista». Lo que no
es ya tan divertido es que Sartre se haya prestado a este camuflaje op­
timista.
Ojeada a la obra de Sartre 51

La actualidad política más reciente no le ha quitado nada, desgra­


ciadamente, de su verdad. .
Con Les mains sales logró Sartre su obra maestra. Las trivia­
lidades casi han desaparecido de ella; el personaje encierra una
gran verdad; se tiene la impresión de una obra que va más allá
de las teorías filosóficas de su autor; el conjunto de la obra tras­
luce una grandeza real.
El existencialismo sale airoso en la manifestación del carácter
relativo de las nueve décimas partes de los compromisos huma­
nos. El hombre tiene siempre acusada proclividad a tomarse en
serio, a creer que sus actos son «puros» y que estos actos suyos
empalman con la eternidad. Ahora bien, esta presunción es sólo
verdadera en el dominio religioso: la eternidad, en este domi­
nio religioso, está presente en el menor instante; pero, también
aquí, es cosa rara la pureza de las intenciones: he aquí por qué
los hombres espirituales nos exhortan continuamente a que puri­
fiquemos nuestras intenciones secretas y a que nos pongamos en
las manos de Dios. Fuera del dominio religioso y propiamente
sobrenatural, todos los demás compromisos llevan el sello de la re­
latividad; ello no quiere decir que tales compromisos carezcan de
significación y que el ideal sea la inacción, el fatalismo; esta ver­
dad recuerda simplemente que el hombre es «un ser en el mundo»,
enfrentado con obstáculos y límites dentro de los cuales debe
ejercitar una libertad siempre precaria, pero ineluctable. Si es cier-
lo que sólo el cristianismo permite empalmar compromisos limita­
dos con la voluntad eterna de Dios, no es menos cierto que, en
el plano profano, el único en que se sitúa Sartre, supondría una
buena dosis de mala fe negar el relativismo de nuestros compro­
misos.
Lo que encierra de sólido el pensamiento sartriano es el sen­
tido de «da historicidad de la condición humana»; el hombre está
iiiiurrw en el tiempo; se halla determinado por él, atollado en
52 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
él; no puede desatascarse de él para buscar refugio en una so­
ledad idealista, la de las «buenas intenciones»; pero, por otra
parte, tampoco puede «enviscarse» en el tiempo, dejarse clavar
a este mundo de la «existencia obscena», que está presente «ahí,
estúpidamente ahí», por toda la eternidad. Y es que el hombre no
es ni una cosa, ni una conciencia pura; es una «conciencia encar­
nada» ; ni puede vivir con el mundo, ni puede vivir sin él. Lo
que la doctrina bíblica llama «fragilidad de la criatura», el exis-
tencialismo ateo lo describe como la encarnación de una concien­
cia que, frente al mundo, hace suyo el dicho de Ovidio: «ni
contigo, ni sin tí». En la medida en que el existencialismo, sin
rozar los valores dogmáticos, que son sobrenaturales, se limita al
mundo terrestre contingente, expresa una verdad profunda que,
por lo demás, no ha inventado Sartre 56.
Cuando este relativismo político y esta impureza de las inten­
ciones se inscriben en el cuadro de la tragedia apocalíptica de este
siglo, como en Les mains sales, adquieren una grandeza y un pa­
tetismo inolvidables. Y Sartre logra ambas cosas en esta obra. Se­
ría incorrecto afirmar que «exagera» en punto a pesimismo, pues
retrucaría, con razón, que «la sabiduría de los siglos», la de un
La Rochefoucault, la de un Racine y de un Pascal, por ejemplo,
afirma exactamente la misma cosa. Tiene razón: aparte el clima
que envuelve su obra (incluso Les mains sales), el clasicismo fran­
cés es tan pesimista y tan desilusionado. El existencialismo cristia­
no desemboca en la esperanza, pero no necesita para esto dismi­
nuir, minimizar el aspecto «negro» de la existencia. La obra de
Marcel constituye la mejor prueba de ello ®. Sólo la fe cristiana

5 A. D ondeyne, Foi chrétienne et pensée contemporaine, Lovaina,


1951, estudia esta categoría de pensamiento en su primer capítulo.
6 Hablaré de ella en el tercer tomo de esta serie, consagrado a La
esperanza.
Ojeada a la obra de Sartre 53
puede aportar, desde arriba, mediante la Palabra de Dios, que es
transcendente, una razón de esperar7.

* * *

YÓ esperaba mucho de Sartre después de la aparición de Les


mains sales. La publicación del tomo 111 de Les chemins de la
liberté me decepcionó profundamente. Este libro, cuyo título es.
La mort dans l'áme, recae en groserías verdaderamente indignan­
tes. No afirmo que Sartre describa cosas imposibles, pues todo su­
cede y, «cuanto más inverosímil es un acontecimiento, tanto más
verdadero es»; en el aquelarre de nuestros cerebros y de nuestros
corazones, lo hemos hecho todo, pensado todo, rumiado y deseado
todo. Pero la ostentación pública y la exposición al aire libre de la
delicuescencia obscena de la derrota de 1940 es intolerable, pues
deja en la sombra otros aspectos de la realidad. Si todo pasa en
nosotros, pasan también cosas buenas: Joyce lo demuestra muy
bien en Ulysse 8; el hombre es una babel en que entrechocan lo
mejor, lo mediano y lo peor; por más que se quiera demostrar
que «lo peor» es lo más frecuente, Claudel ha probado «que no
siempre es seguro»; una partícula de verdad, en un solo hombre,
una chispa de idealismo verdadero, bastan para replantear el pro­
blema.
El breve instante de «libertad» que conoce Mathieu Delarue,
en La mort dans l’áme, no representa esa chispa que nosotros es-1

1 La obra de KarI Barth está centrada en la Palabra divina, la única


que nos introduce en un mundo divino, absoluto. Varios apologistas ale­
manes han seguido este camino, por ejemplo, K. Heim en Glaube und
Dtnken.
* Hablaré de Joyce en el tomo V de esta serie, que estará dedicado
a La ¡¡rada.
5-1 Jean'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
perábamos; se parece demasiado a esas flores de papel que los
ministros depositan sobre las tumbas de los héroes que están muer*
tos y bien muertos. La libertad que nosotros esperamos, al final
de los «caminos» fangosos por donde Sartre pretende al princi­
pio llevarnos, no es ésa.
* # #

La decepción subió de punto todavía cuando el teatro Antoine


representó la última obra del autor, Le Diable et le bon Dieu.
Anunciada por todas las voces de la fama, bautizada, con razón
o sin ella, «el anti-Claudel», el «Antusoulier de satín», presentada
con una escenificación suntuosa, la obra recuerda a gritos el teatro
de patronato, con la única diferencia que el patronato es ateo;
esto aparte, los argumentos son tan «edificantes».
La sala del teatro Antoine, es cierto, estuvo abarrotada duran­
te la temporada; pero, además de que la mitad de los especta­
dores eran extranjeros9, las opiniones estuvieron sumamente di­
vididas: una parte de los espectadores pretende ver en Goetz la
encarnación del comportamiento religioso cristiano; son los mis­
mos que aplaudieron, en Bachus de Cocteau y en Le profanateur
de Thierry Maulnier, la rebeldía del hombre contra el conformismo
religioso10; otra parte cree que el caso de Goetz obliga al cris­
tiano a repensar muchos problemas; una tercera parte, en fin,

9 Parece que el público belga anda un poco retrasado sobre el de


París: un grupo de alumnas de una institución católica son sorprendidas
en la lectura de Sartre; los belgas, en París, se precipitaron al teatro
Antoine; las «cuevas» existencialistas se multiplican en Bruselas y en otras
ciudades. Mis compatriotas parecen ignorar que actualmente Sartre está
ya muy superado en la capital de Francia.
10 El éxito de las obras de tema religioso (en pro o en contra) cons­
tituye, según Marcel, una de las características más destacadas de la tem­
porada teatral 1951-1952.
Ojeada a la obra de Sartre 55
pretende que el personaje central no es, evidentemente, un con-
vertido auténtico ni el autor lo presenta como tal.
No es éste el lugar de zanjar la cuestión, pues volveré sobre
este punto a lo largo del presente capítulo. Baste por ahora sub­
rayar el éxito que obtienen actualmente, para lo mejor y para lo
peor, obras que hacen el proceso de Dios públicamente y que pre­
tenden «poner en regla su situación»; ello constituye un signo de
los tiempos. Hay que añadir que actualmente Sartre no ocupa ya
el primer térm ino: al lado de su última obra hay otras, profun­
damente cristianas éstas, que conocen un éxito equivalente " , de
lo que debemos alegramos.
El descenso de Sartre en la estimación de la opinión francesa
no se manifiesta solamente en el terreno del teatro, sino también
en el de la filosofía: ateniéndonos nada más que al existencialis-
mo ateo, el pensamiento de Merleau-Ponty es más rico y más lleno
de matices que el del papa del existencialismo 112. La irradiación de
un Marcel, de un Lavelle sobre todo 13 y, luego, la de Blondel,
comienzan a contrabalancear el influjo de Sartre. Sartre parece
pasar del ateísmo al antiteísmo m ilitante; abandona su increduli­
dad lúcida y serena y se revela obsesionado por «el cadáver de
Dios». Los mejores críticos estiman que se halla estacionario; es­
peran la aparición de la famosa Morale, que existe, según se dice,
en manuscrito, pero que el autor se niega a editar.

* * *■

11 Citaré: Maitre aprés Dieu, Sur la terre comme au ciel, Dialogue


des carmélites.
12 Léase A. D ew aelh en s, Une philosophie de Vambiguité, Maurice
Merleau'Ponty, Lovaina, 1951, y el libro de Dondeyne, citado ya.
13 Habría que hacer un estudio completo sobre este gran pensador.
El gran público apenas conoce su gran obra, Dialectique de l’éternel pré-
sent, aparecida en cuatro volúmenes en Aubier.
56 ]ean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
Lo q u e Sartre nos ofrece, entretanto, como aperitivo, no nos
permite au g u ra r bien de esa Morale. La obsesión de un mundo
larvario, e l gusto por los comportamientos sexuales contra natu-
raleza, así como la complacencia provocadora en la blasfemia, cam-
pean en s u demasiado célebre Introduction a Jean G en ét14. El
título del libro es ya por sí solo un insulto a la fe. Pero no es
esto lo esencial: lo grave es ver reaparecer periódicamente en el
autor de H u is'd o s tufaradas nauseabundas salidas de los bajos fon-
dos del hom bre. Que las caídas más radicales puedan a su manera
dar testim onio de realidades espirituales, es cosa que ya demostró
Proust en Le temps retrouvé, a propósito de M. de Charlus. Sólo
que en S artre se trata de una tentativa de canonización de un
escritor q u e blasfema de Dios. Yo creo que Sartre es sincero en
esta Introduction, y ello es precisamente lo que nos inquieta, pues
estos textos dejan adivinar en él repliegues desconocidos de corrí'
placencia en lo viscoso.
La reciente polémica entre Sartre y Camus (de la que se en-
contrará una excelente exposición en Études, noviembre 1952) re­
vela crudamente las resquebrajaduras secretas del sistema sartriano.
Sartre subraya la carencia filosófica de Camus; pone también el
dedo sobre la llaga secreta de la «rebeldía» de Camus, cuando le
pregunta contra «quién» se rebela el hombre: ¿contra Dios, autor
de la condición humana? Pero, ] si por otra parte se afirma que
Dios no existe 1 ¿Contra la injusticia de la vida? Pero ¿en nom-

i* Sartre acaba de editar, como primer volumen de las Oeuvres de


Iean Genét, una copiosa introducción a este escritor, cuya caída alcanza
profundidades tales que no conozco ejemplo parecido en la actualidad.
A. RoUSSEAUX ha dado buena cuenta de estas publicaciones en su folle­
tón del Fígaro littéraire.—Genet está, naturalmente, incluido en el Indice,
en virtud de las leyes generales sobre libros prohibidos.
Ojeada a la obra de Sartre 57
bre de qué «justicia» soberana? El hombre en rebeldía sería una
«querella contra un desconocido», una serie de injurias que se
«pierden en el cielo» y que harían olvidar a Camus la lucha con-
tra las injusticias reales.
En este punto, como han visto ya los lectores de nuestro pri­
mer volumen, es Sartre el que lleva la razón. Pero no parece
percatarse de que ese mismo reproche exactamente puede aplicár­
sele a él también, como resulta de su obra Le Diable et le bon
Dieu. En ella también Sartre aparece tragediante, en expresión de
Blanchet. Además, la íntima incoherencia de la postura de Sartre
aparece aquí con toda claridad. Un artículo célebre (inserto en
Situations, III) mostraba la imposibilidad en que estaba un exis-
tencialista para afiliarse al partido comunista; pero, entonces, si
el existencialista «no se compromete», permanece como simple tes­
tigo ineficaz de la injusticia social. El artículo de Études expone
muy bien este punto de vista: « ¡N o hemos acabado de escuchar
las estancias del Cid! O comprometerse y someterse al partido,
o permanecer libre y no servir para nada. Puesto que nos es
forzoso elegir, elijamos no elegir... ¿N o parece evidente que
Sartre no podrá nunca decidirse entre su doctrina y sus tenden­
cias políticas? Reducido a la triste elección o de traicionar su
pasión o de vivir sin honor, en ambas direcciones su mal es in­
finito» (p. 245).
Unas veces Sartre fulmina el comunismo escribiendo: «Pues
que todavía somos libres, jamás iremos a juntarnos a los mastines
del Partido comunista.» (Situations, II, p. 287); otras veces, como
acaba de hacer contra Camus, parece decidirse por el mismo Par­
tido comunista. Estas vueltas en redondo, este juego pendular,
parecerían piruetas de mal gusto e indecorosas, si, al mismo tiem­
po, no revelasen la imposibilidad en que se halla el ateísmo para
fundar una moral sólida. La conclusión del artículo citado lo dice
5H ]ean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
de manera vigorosa: «Ciertamente, la exigencia moral de Camus,
la libertad sartriana y la acción comunista compondrían un pode­
roso conjunto..., si fueran compatibles. Pero, separadas, son in­
completas ; y reunidas, antinómicas. A la luz de los fuegos arti­
ficiales de la liberación, se había creído ver aparecer un nuevo
cuerpo de doctrina; en realidad, no era más que un monstruo, la
Quimera de la fábula; pero el monstruo no era viable; acaba de
reventar a nuestra vista» (p. 246).
La impresión final de esta «querella» dolorosa es la de una
acrobacia cada vez más arriesgada. Uno queda desconcertado al
comprobar cómo Sartre, que tan vigorosamente supo «desmontar»
el mecanismo de la fascinación marxista sobre la juventud de nues­
tra época y poner en claro la incoherencia del sistema comunista
(recuérdese su obra Les mains sales), tiende ahora la mano a los
comunistas, en reacción contra Camus. Ha sido suficiente que éste
último dijese no al marxismo y a la «revolución», para que el
autor de L’étre et le néant afirme repentinamente que el Partido
comunista es el único instrumento útil para la elevación de la
clase obrera. ¿Cómo es posible que no se dé cuenta Sartre de que,
si Camus ha concluido así L’homme révolté, fué por honradez, ya
que se vió obligado a pensar «contra sí mismo» para hacerlo?
Nadie se atreverá a tildar a Camus de reaccionario; si Camus en­
treviera aunque no fuera más que una leve sombra de esperanza
en el marxismo, se habría puesto con toda su alma a su lado,
la única postura posible, ya que carece de fe. Esta contienda se­
ría bastante sórdida por parte de Sartre, si, por otro lado, no se
descubriese en ella la incoherencia objetiva del sistema sartriano.
Todo esto no impide al sartrismo convertirse en una especie
de sistema cerrado, replegado sobre sí mismo; la revista excesi­
vamente célebre, Temps modemes, es de una monotonía deses­
perante : no es posible sustraerse a la impresión de que se trata
Ojeada a la obra de Sartre 59

de abrir todas las puertas con una sola llave y de que, si las
circunstancias así lo exigen, se llegará a forzar las cerraduras I5.
# # #
No entra en mi propósito exponer el conjunto del existencia^
lismo sartriano; intento solamente esclarecer el punto central de
esa doctrina, su ateísmo. Tenemos a nuestra disposición una doble
vía de acceso a Sartre: la primera tratará de adivinar lo que es
el «hombre Sartre», para rastrear así las causas profundas del
feroz resentimiento que parece animar su obra; la segunda ex-
plorará L’étre et le néant, su obra fundamental, ya que en ella
está la raíz de todo su sistema. Utilizando ambas vías de acceso,
llegaremos a conclusiones clarísimas: Sartre se forja una carica­
tura de Dios para mejor aniquilarlo; sólo que así no hace más
que descargar golpes al aire; por otra parte, no tiene la menor
idea del carácter sobrenatural de la fe cristiana o, si alguna vez
llega a vislumbrarlo, es sólo para rechazarlo totalmente.
Así pues, el primer carácter de la fe, su aspecto sobrenatural"
de gracia divina, de introductora en un mundo invisible, trans­
cendente, que respeta y al mismo tiempo solicita nuestra libertad,
se nos revelará por contraste. Sartre es un testigo de este «huma­
nismo» aplastado bajo un techo demasiado bajo, el de una na­
turaleza prisionera de la fascinación de las apariencias y que quie­
re bastarse a sí misma. Ese humanismo está basado en el ateísmo:
si logro demostrar su fragilidad, habré alcanzado, al mismo tiem­
po, el centro y meollo del problem a16.

15 El estudio de Sartre sobre Baudelaire, aparecido recientemente, sus­


cita esta impresión. La insistencia de Sartre sobre ciertos aspectos del
poeta nos pone en el rastro de una reflexión que desarrollaré más adelante.
16 Prescindiré del detalle de la doctrina sartriana acerca del amor (o
«Ir lo que por tal entiende Sartre), pues volveré sobre este punto en el
lomo V de esta serie.
60 ]ean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural

II. LA PARADOJA DEL «HOMBRE-SARTRE».

He aludido ya al carácter «nauseabundo» de las novelas de


Sartre, carácter que es posible encontrar también hasta en su pro­
ducción filosófica, bien que no sea aquí tan aparente 17. Es ésta,
sin duda, la faceta del talento de Sartre que más impresiona al
gran público; pero hay en su talento otra faceta que se reveló
cuando Sartre tomó la palabra para defender en público sus ideas.
Sartre es un técnico de la filosofía. Posee una claridad sobe­
rana de expresión y un arte implacable de la deducción lógica.
La famosa Introduction a L’etre et le néant, por difícil y casi
inaccesible que a primera vista parezca, pronto acaba cautiván­
donos con su sorprendente limpidez. Esta claridad se vierte en
un estilo desafeitado, sereno, que avanza a un ritmo acompa­
sado, sin conmoverse jamás. Lo que nos sorprende y desconcierta
es la pasmosa seguridad del autor, su desenfadada facilidad en afir­
mar que la solución de un problema es ésta y no otra; cuando
estamos familiarizados con los textos de los filósofos modernos, esa
seguridad maciza, esos argumentos monolíticos, comienzan inquie­
tándonos y acaban impresionándonos. En su conferencia-programa,
Uexistentialisme est un humanisme, repetida cientos de veces por
el mundo, editada en cientos de miles de ejemplares, el pensa­
miento avanza por frases breves, claras, plenas de una tranqui­
la seguridad, sin el más leve asomo de inquietud; el Sartre

17 Los ejemplos concretos que da en L’étre el le néant son del mis­


mo género; piénsese, por ejemplo, en las páginas sobre «el agujero», que
hacen pensar en una escatología infantil.—Marcel ha sugerido a Sartre
que haga la metafísica de lo viscoso; había visto bien que este término
expresa en Sartre una categoría importante de la sensibilidad (no me atrevo
a decir: del pensamiento).
La paradoja del hombre-Sartre 61
equívoco, cómplice, un poco canalla, de las novelas, desaparece
totalmente aquí. Y esto mismo pasa en su vida pública: Sartre
no duda nunca; se lanza adelante, ataca con una seguridad tal
del objetivo perseguido, con tal fuerza de percusión, que le ase­
guran, de inmediato, las primeras ventajas. Nos produce siempre
la impresión de que está manipulando evidencias y de que no hace
sino deducir de ellas consecuencias ineluctables.
Novelista «nauseabundo», viscoso, y filósofo lúcido, lógico, he
ahí dos aspectos muy diferentes de un mismo ser. Y aún nos
ofrece otro, no menos paradójico. El hombre Sartre, cuando nos
encontramos con él, no aparece como un ser viscoso, reptante,
retorcido, amigo de las penumbras fofas y sucias. Al contrario, nos
impresiona por su «aplomo». Pierre Boutang 18 hacía de él «un
poseso»; descubría en Sartre los aires «de un pasante de notario
de provincia», declarando fríamente la ruina de sus clientes: este
aspecto satánico no aparece nunca en la conducta del hombre
Sartre cuando se habla con él. Es proverbial la sencillez de vida
del autor de Huís* clos. Ha abandonado los cafés famosos en los
que, según se dice, compuso lo mejor de su obra; vive con su
madre en la calle Bonaparte. Además, es bien conocida su gene­
rosidad : durante mucho tiempo hizo bolsa común con sus ami­
gos; incapaz de despedir a los preguntones indiscretos, promete
más de lo que razonablemente puede hacer; trabó conocimiento
con Merleau-Ponty, cierta vez que intervino a puñetazo limpio
en una trifulca 10. En fin, en un campo de prisioneros, compuso

,a P. BouTANG, Sartre est'il un possédé?, París, 1946, 96 pp. La obra


es sugestiva, pero no aclara más que un aspecto del personaje.
19 M. Beigberger , L’homme Sartre, París, 1949, 204 pp., cuenta este
ilrlallc. La mayor parte de los datos de la vida de Sartre que cito en el
texto los he tomado del libro de Beigberger, el único que da detalles bio-
gráficos.
62 Jean'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
«un aillo de navidad» que había de representarse en el campa*
metilo, y lo hizo en atención a un jesuíta, prisionero como él;
en oirá ocasión, no vaciló en arriesgar su vida para evitar graves
disgustos a otro eclesiástico compañero de cautiverio.

* * *

¿Dónde está «el verdadero Sartre» en todo esto? ¿Dónde el


arranque del pensamiento sartriano? ¿Estará en la experiencia exis-
tencial de la náusea ante la superabundancia ciega, obscena, de la
naturaleza? ¿O bien esta náusea es sólo una consecuencia? ¿Hay,
en el origen, una opción, una elección en favor de un cierto tipo
de experiencia humana, con detrimento de los otros? En otras
palabras, ¿es la náusea el hecho primario, o más bien es la op-
ción del pensador ateo la que le obliga a no ver de la vida más
que una parte, siempre la misma?
Antes de dar contestación a estas preguntas, es preciso hacer
tres observaciones. Consiste la primera en que, según la propia
confesión del autor, los personajes «larvarios» que pueblan su obra,
encarnarían simplemente al hombre que no ha encontrado toda­
vía el camino de la verdadera libertad; están inspirados por «la
reflexión im pura»; si pululan por sus novelas, es que también
pululan por el mundo. En segundo lugar, y esto ya lo he dicho,
habría mala fe en querer negar la verdad de las experiencias que
Sartre describe: la conducta ambigua de la joven mujer que se
deja coger la mano por el hombre que la persigue con sus galan­
teos *°, la comedia que a veces representamos cuando, yendo a dar20

20 La joven mujer no quiere engañar a su marido; por otra parte,


se siente halagada por las atenciones de que la rodea su amigo; le ve
con gusto; no quiere pensar con demasiada claridad en las intenciones
de éste. Un buen día, él le coge la mano, lo que, evidentemente, mani­
fiesta que él desea una entrega total, o, cuando menos, que quiere probar
La paradoja del hombre^Sartre 63
el pésame a una familia con la que no nos unen sino unos lazos
harto débiles y vagos, «nos hacemos los tristes», la mala fe con
que frecuentemente «jugamos a estar encolerizados», gozando del
espectáculo que nos damos a nosotros mismos he ahí tres ejem­
plos, tomados al azar en la obra sartriana; imposible negar su
verdad. Racine nos ha dejado descripciones tan horripilantes del
«amor-pasión»; ¿por qué aceptar de Racine lo que rehusaríamos
en Sartre?
En fin, y esto es lo más importante, parece que nunca ha te­
nido Sartre una experiencia esencial, la de la paternidad. Más
abajo hablaré del íntimo lazo que une el sentido de Dios y el
sentido de la paternidad. Baste recordar aquí que Sartre perdió
a su padre cuando todavía era niño y que su madre inmediata­
mente contrajo segundas nupcias. La situación de Sartre es aná­
loga a la que conoció Baudelaire. Si leemos, a este nueva luz, el

suerte. La mujer, que no quiere faltar, debería retirar su mano; pero *


no lo hace; trata de olvidar que tiene su mano entre las de su amigo;
su conversación se hace bruscamente más «espiritual, más intelectual»;
olvida que su mano está prisionera, o, al menos, prefiere no parar mien­
tes en este «detalle»; contempla su propia mano como si no le perte-
naciese, como si fuera «una cosa», la «mano de otro».—Imposible negar
la verdad clamorosa de esta descripción de la mala fe. El cristiano llama
a esto pecado de mentira a sí mismo y a Dios.
21 El profesor se encoleriza; santa cólera, al principio sincera y en
modo alguno fingida; pero no puede menos de experimentar una cierta
delectación de estar encolerizado; pronto se ve «en estado-de-cólera»;
siente que ha dicho ya bastante, que no ha lugar a insistir más, que el
chico está ya corregido; pero continúa encolerizado; se ofrece a sí mismo
un espectáculo: se «hace el conmovido». En su Théorie des émotions,
Sartre ha descrito admirablemente esta mala fe que se mezcla frecuente­
mente a nuestras emociones; para él, esa mala fe constituye la esencia de
la» «mociones. Ahí está la exageración. No todos los que van a dar el
|té>.ime «se hacen los conmovidos»; hay emociones sinceras.
64 feari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
estudio dedicado por Sartre al poeta francés, no podemos hurtar'
nos a la impresión de que en la vida del autor de las Fleurs du
mal encontró un drama análogo al suyo propio: privado de su
padre, enfrentado con un padrastro del que sentía celos y miedo,
Baudelaire vivió siempre con un sentimiento de culpabilidad; puso
en su madre un afecto represado, pues estaba «helado» por la
austeridad de la «generala Aupick».
Sartre ha criticado la manera con que Baudelaire trató de ven'
cer este complejo de frustración; pretende que los sentimientos
religiosos del poeta francés no son más que la proyección sobre
un plano más elevado de un complejo de culpabilidad infantil que
hubiera debido superar. La crítica es tan áspera, y tan límpida la
claridad de la explicación, que se hacen sospechosas de simplismo.
¿No será que Sartre se vió como forzado, para tranquilizarse a sí
mismo, a «reducir» la conducta de Baudelaire a simples compO'
nentes de pasividad y de miedo? Quizá vivió el mismo drama,
pero lo resolvió de manera distinta, por la negación orgullosa de
la paternidad y la afirmación violenta de una autonomía absoluta,
de la que muy pronto hará el eje de su filosofía.
Es sobremanera difícil desenredar este nudo secreto, pues
Sartre, a diferencia de Gide, no aparece nunca en escena en su
obra y se muestra avaro de detalles acerca de su vida 22. Yo no
puedo, sin embargo, hurtarme a la impresión de que el sentimien'
to «de estar de más», que parece tan profundo en su obra (pen-
sernos en la escena de la raíz en La nausée), encuentra uno de
sus orígenes en el hecho de que Sartre fué huérfano de padre y
vivió como extraño frente a su padrastro. Hay que añadir tam-
bién que sufrió de niño muchas enfermedades, lo que quizá con-

22 Creo que no se ha subrayado suficientemente este rasgo de la obra


sartriana, que es clásica bajo este aspecto (pero sólo bajo este aspecto).
La paradoja del hombre^Sartre 65
tribuyó a acrecentar el sentimiento de su aislamiento en un mun­
do «lleno», donde ningún «hueco» parecía esperarle.
El complejo de frustración explica sin duda en parte este dato
central del pensamiento sartriano: «el hombre está ahí, estúpi­
damente ahí, para nada»; se ha dicho en son de broma que,
frecuentemente, los gordos experimentan esta impresión: embuti­
dos en su gordura, tendrían un sentimiento vago de que su yo
está atollado y hundido en una masa un poco viscosa; y se ha
aplicado esta «verdad» al caso de Sartre: ello no parece imposi­
ble, pero, que yo sepa, no todos los gordos han experimentado el
sentimiento de Roquentin; y mucho menos serían capaces de es­
cribir La nausée.
* # *

Es difícil saber cómo pasó el joven Sartre de este sentimiento


«de estar de más» a la complacencia viscosa en los bajos fondos del
hombre. Hablo de complacencia: hay, en efecto, una enorme d i-,
ferencia entre el sentimiento de que los esfuerzos humanos por
hacer el universo más fraternal resultan fallidos y el afán sistemá­
tico de rebajar todo lo humano, de enfangarlo incesantemente en
lo viscoso. De un lado, hay el senúdo de la nada de la vida te­
rrestre; del otro hay el gusto de la nada. La diferencia es enorme,
pues colora todo el resto: todos los grandes pensadores han teni­
do el sentimiento de lo trágico, de la soledad, de la nada que es
el hom bre; pero sufrían por ese sentimiento, sentían su angustia;
testigos Lucrecio, Pascal, Nietzsche, Malraux, Camus. Sartre tiene
el gusto de la n ad a: decir del niño «que es una cosa vomitada»,
no ver en el amor más que los aspectos de lucha, de crueldad,
o la trivialidad corporal {por ejemplo, en Intimité), pretender que
la demostración de Huis<los sería tan probativa si, en lugar de
una lésbica, de una infanticida y de un traidor, «se hubiesen pues­
to en escena una madre de familia, una carmelita y un mariscal
5
66 Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
de Francia», ¿no es jugar un poco con las palabras? ¿No es,
sobre todo, dar pruebas de una malsana deformación de las rea­
lidades más nobles, la infancia y el amor? ¿N o es dar la impre­
sión de que se elige sistemáticamente la clase de experiencias que
se van a describir?
¿De dónde proviene esta atmósfera malsana que envuelve el
universo sartriano? Explicarla por el complejo del huérfano pare­
ce imposible. Deben de entrar en juego otras causas. ¿Cuáles?
Es difícil adivinarlas, ya que Sartre, vuelvo a repetir, es avaro de
detalles sobre su vida personal. Yo creo, sin embargo, que hay
que contar aquí con la juventud de Sartre. Tengo la clara im­
presión de que, bajo una apariencia plena de aplomo y de equi­
librio, Sartre no ha logrado nunca superar, en materia de senti­
mientos, el pantano de la adolescencia. La trivialidad viscosa, es-
catológica a veces, de numerosas escenas de «amor», hace pen­
sar irremisiblemente en esos descubrimientos solitarios de la se­
xualidad que son el lote de tantos adolescentes; Sartre no descu­
brió el mundo de la carne en el clima del amor; se quedó solo,
obsesionado por una vida sexual que le horrorizaba y que perma­
neció incomunicada con la vida del espíritu y del corazón. La
importancia del tema del amor contra naturaleza, en su obra,
corre por los mismos derroteros.
En otras palabras, yo creo que existen ciertas semejanzas en­
tre el caso de Sartre y el de Gide (que perdió también a su padre):
de una parte y de otra hubo divorcio entre la carne y el espíritu,
entre el corazón y los sentidos. Pero lo que debe interesarnos
aquí es la diferencia entre estos dos espíritus. Mientras que Gide
era de una absoluta nulidad en el terreno del razonamiento y de
la reflexión racional, pues volcaba todo su espíritu sobre el plano
de la sensibilidad estética, Sartre está dotado de un formidable
poder de razonamiento lúcido. Formado en la escuela del laicismo
racionalista, dotado de una apabullante potencia dialéctica, el jo-
La paradoja del hombre'Sartre. 67
ven normalista desarrolló muy pronto, en vaso cerrado, por en­
cima del pantano viscoso que sentía dentro de sí, un pensamiento
discursivo dentro del que intentó encerrar el universo. Gide era
un ser que no podía sufrir la división interior; incapaz de optar
por lo espiritual, acabó por hacer la teoría de su desequilibrio;
se decidió por una estética de lo sensible y de lo sensual, lo que,
en fin de cuentas, no es sino una tentativa de compensación, trá­
gica al principio, culpable después 23. En cuanto a Sartre, no se
debe hablar de tentativa de compensación, sino de un desdobla'
miento real: existen sin género de duda los lazos entre su sistema
filosófico y las ciénagas de sus novelas; pero son de un orden
distinto de los que es fácil observar en Gide. El infantilismo de
Sartre repercute sobre su sistema filosófico, pero secretamente; su
problemática filosófica es de tal fuerza y pujanza racional que pa­
rece bastarse a sí misma y nutrirse solamente de las fuentes del
pensamiento desencarnado. A mi juicio, Sartre cree de buena fe
que describe experiencias originales; y también con toda sinceri­
dad pretende desarrollar, en su obra filosófica, el despliegue dia­
léctico de su pensamiento.
# # #

Gide llegó muy tarde ya, alrededor de los cincuenta años, a la


complicidad lúcida con sus taras psicológicas; durante los prime­
ros años, vivió desgarrado y torturado profundamente por su dra­
ma. En Sartre fué al revés. Al salir de la adolescencia, la embria­
guez de su razón le apareció como la única puerta por donde es­
capar de la cárcel húmeda donde estaba encerrado; consciente de
sus complejos, los asumió, se hizo cómplice de ellos y se compla­
ció en ostentarlos. Muy pronto se recreaba provocándolos.
Aquí no nos movemos ya en el terreno de las hipótesis. Un

Cf. el tomo I de esta serie, el capítulo sobre Gide.


hH Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
hecho al parecer insignificante, contado por Marc Beigberger24,
constituye todo un síntoma. Sartre, siendo todavía niño, tenía la
costumbre de «contarse a sí mismo» por las noches, en la cama,
historias espeli^nantes. Hasta aquí todo es perfectamente natu­
ral, ya que los niños gustan de las historias «de miedo», si bien
es verdad que, en general, prefieren que sean otros los que se las
cuenten. Lo que es realmente significativo es lo que sigue: en
un momento dado, el niño Sartre «decidía» cesar de contarse
«historias»; se «daba una tregua» y se dormía entonces como un
niño sin sueños.
Este hecho me parece característico de un aspecto que no se
ha señalado todavía en la personalidad de Sartre. Un niño verda­
deramente emotivo se sentiría arrebatado, como el aprendiz de
brujo, por la fascinación del relato horripilante; le costaría cor­
tar por lo sano y abreviar el cuento; es muy probable que aca­
bara por gritar, movido por el terror que él mismo habría pro­
vocado ; le costaría Dios y ayuda dormirse. En todo caso, sería inca­
paz de «darse una tregua»: ¡ quién no sabe el miedo de los niños
en la oscuridad, su costumbre de cantar, de hablar en voz alta
para tranquilizarse! También Sartre se cuenta historias de miedo;
después cesa, cuando quiere: se mantiene siempre dueño absoluto
de sí mismo. Es un artista.
Acabo de escribir una palabra preñada de sentido, pero la
considero muy esclarecedora. Sartre es huérfano; joven, le per­
siguen imágenes triviales y le roe el resentimiento; se halla
igualmente dotado de una temible potencia de razonamiento; pero,
al lado de estos rasgos, es necesario subrayar o tro : Sartre ha na­
cido artista, lo que quiere decir que tuvo muy pronto el don de
evocar a voluntad escenas vivas, de dejarse coger en su juego y,
al mismo tiempo, de quedar lúcidamente dueño de sí mismo. Ahí

24 L’homme Sartre, p. 13.


La paradoja del hombre-Sartre 69
radican la grandeza y la servidumbre del artista: es capaz de dar
cuerpo a situaciones irreales, de vivirlas con tal intensidad que
parezcan nacidas de su profunda espontaneidad y no ser más que
la transcripción musical de experiencias originales, de las cuales no
sería dueño; al mismo tiempo, sigue ininterrumpidamente cons­
ciente de esa especie de desdoblamiento que se da en él; su pluma
permanece serena. Un artista sólo escribe bien en frío, ha dicho
siempre Gide; escribiendo así es como da de la manera más in­
tensa la sensación de lo real. La paradoja de Diderot sobre el
teatro 23 se cumple aq u í: el ápice de lo natural en arte se basa
en el ápice del artificio.
Este dominio intelectual y artístico en el arte de evocar a
voluntad los pantanos más secretos de la vida, marcó profunda­
mente al joven Sartre. Aquí es donde la complicidad de que he
hablado pudo entrar en juego: era necesario que Sartre se hiciese
cómplice de sus sensaciones para poder así hacer de ellas «his­
torias». Brota aquí con toda claridad una conclusión que considero
muy verosímil: las «experiencias» que subyacen a la obra filosófica
de Sartre no son «ingenuas, espontáneas»; están en parte provo-
cadas. Dudo que Sartre haya sufrido largo tiempo y realmente,
de su complejo de frustración y de sus enviscamientos sensuales
de adolescente. Su espíritu frío y positivo, su talento poderoso en
la evocación de imágenes, combinado con ese don de desdobla­
miento de que he hablado, le llevaron muy pronto a desembocar
en una visión del mundo aparentemente «objetiva».
¿Cómo explicar,, si no, un hecho tantas veces señalado, el
carácter fríamente lúcido, casi clínico, de las descripciones lite-

2ÍI Contra Rousseau, que pretendía que «el actor inventaba en escena.',
I bdrrot ha demostrado que cuanto más minuciosamente se ha cuidado la
•'«cnificación, más alto raya el artificio y más gana al espectador la im-
preaión de «lo natural de la pasión». La razón está con Diderot.
70 [eaiuPaul Sartre o la negación de lo sobrenatural
rarias del autor de La nausée? El escritor no se deja arrastrar nunca
por su plum a; sabe adonde v a ; se explaya con una especie de
«exuberancia fría», muy germánica, al decir de Beigberger. Sus
descripciones conjugan una densidad carnal a veces alucinante con
una precisión casi geométrica. Sartre sale airoso en la paradoja de
juntar el máximo de claridad con el máximo de viscosidad. La vida
camal, por ejemplo, es en él enojosa, fría, morosa, pues no evoca
nunca esa exuberancia animal, brutal pero sana, tan celebrada desde
D. H. Lawrence. Nos domina siempre la impresión de encontrarnos
ante una reconstrucción de laboratorio.
Tengo la seguridad de que también otros lectores de Sartre han
experimentado la misma impresión que yo: quédase uno maravi­
llado de la precisión, de la minuciosidad con que se desenmascara
la mala fe, el vértigo, la tentación de desempeñar un papel, de
«hacerse el conmovido»; y, al mismo tiempo, se experimenta un
sentimiento de malestar. Cuanto más se lee, más admirado queda
uno y más también nos gana la impresión de ser cómplices de un
negocio un poco turbio; nos sentimos chasqueados y pensamos
que hay allí algo que cojea, algún oculto sofisma.
El sofisma no está en el desarrollo del razonamiento o de la
descripción, sino en el punto de partida: ciertas experiencias reales
Sartre las ha convertido pronto en un juego. En otros términos,
el pensador y el artista han devorado la espontaneidad primera
del corazón y de la sensibilidad; cogido en su propio juego, el
escritor ha elegido muy pronto sus experiencias y las ha «realzado»,
valga la expresión. No es sólo espontaneidad lo que hay en esas
experiencias: yo diría incluso que el elemento espontáneo ha casi
desaparecido totalmente (salvo en Les mains sales), para dar paso
a una opción cada vez más neta en favor de un solo aspecto de la
existencia. Prueba de ello es que la obra literaria de Sartre no
contiene nada que no se halle en su sistema abstracto, mientras
que el teatro de Marcel fué muchas veces más allá de sus ideas.
La paradoja del hombre~Sartre 71

Sartre no ofrece a la «fenomenología de la existencia» una con­


ciencia virgen; ni siquiera «la náusea», a pesar de los elementos
verdaderos que contiene, es completamente original en él; en todo
caso, no es la náusea el elemento único, primero, a partir del cual
se desarrollaría su sistema. Se precisa todo el talento de Sartre,
sobre todo su arte apabullante en la descripción de lo sensible,
para enmascarar el hecho de que la mayoría de sus novelas y obras
teatrales son obras y novelas de tesis. Sartre no es un existen-
cialista en sentido estricto. He ahí, si no me engaño, lo que explica
el aparente equilibrio de Sartre, su aplomo, su sencillez, la sen­
sación que inspira de no ser en modo alguno presa de inquietud.
El macizo volumen titulado L’etre et le néant, con sus 722 pá­
ginas de gran formato y su letra menuda, está ya en germen en
la introducción; admitida ésta, todo lo demás se deduce automá­
ticamente. Las experiencias existenciales que no encajan en este
marco deben ser encuadradas en él, por ejemplo, por la mala fe,
la evasión a lo imaginario, el arte, lo no-existente; esas expe­
riencias no pueden tener un valor fenomenológico, no pueden
llevar a esa ontología que sería la base de una metafísica, de
la que el mismo Sartre dice que no la escribirá jamás, puesto que
caería en el dominio de la hipótesis26; estas experiencias desen-
marcadas no pueden tampoco intervenir en la elaboración de la
Morale que esperamos de Sartre.

# * *

26 La filosofía moderna se complace en distinguir la ontología de la


metafísica. La primera procede por descripción fenomenológica, la segunda
trata de alcanzar lo que Kant llama «la cosa en sí». L’étre et le néant se
limita a la oritología.—La filosofía tradicional no menosprecia las descrip­
ciones fenomenológicas (testigo la admirable IIa IIa® de Santo Tomás), pero
afirma que la filosofía sólo comienza en el nivel de la metafísica. Se han
.omparado frecuentemente las descripciones existencialistas con los túneles
72 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
La opción fundamental que preside y gobierna todo el pensa-
miento, despojándolo de esa apariencia de «comprobación obje­
tiva» que el autor pretende dar a su sistema, aparece claramente
a todo el que quiera leer en el fondo: Sartre no ve en el hombre
más que el conocimiento sensible. El pensamiento sartriano no
se hace completamente claro más que cuando se expresa con
ayuda de comparaciones tomadas todas ellas al mundo material.
Diríase que su pensamiento se clarifica siempre que el acero del
espíritu lógico se reviste de finas gotitas de lo sensible. Piénsese,
por ejemplo, en la descripción del esquiador, en L’étre et le néant:
es la impresión combinada del apoyo sobre la nieve y del «des­
pegue» del esquiador con relación a la superficie nevada la que
debe hacernos comprender el juego de la conciencia libre, del
«para-sí», frente al «en-sí»: la conciencia debe apoyarse sobre lo
real, para cobrar conciencia de sí misma; al mismo tiempo, debe
desprenderse, desenviscarse del «en-sí opaco» para ser ella misma.
Una comparación muy hermosa, sin duda, pero totalmente externa,
incapaz en todo caso de explicar las realidades no materiales.
Sartre triunfa en la descripción de la inmersión de la conciencia
en lo sensible; en este terreno, su pensamiento aporta riquezas
descriptivas que no sería leal dejar de reconocer. En la medida en
que los hombres viven con demasiada frecuencia en lo sensible, el
universo de Sartre les parecerá terriblemente exacto. Pero el hecho
de que nosotros tengamos necesidad continuamente de lo sensible
para la abstracción no ha querido decir nunca que vivamos total­
mente inmersos en él.
* * *

Volvemos a nuestro punto de partida: habíamos descubierto


al niño Sartre inmerso en el complejo de frustración, sumergido

helicoidales de San Gotardo: son inevitables, pero lo decisivo está en saber


si se sale por abajo, al pantano sartriano, o por arriba, a una metafísica.
La paradoja del hombre-Sartre 73
en el magma incoherente de las sensaciones carnales de la adoles­
cencia; habíamos visto igualmente que su don de artista y de
razonador era el origen de esta opción fundamental que domina
todo el resto. Ahora vemos que el desdoblamiento se ha mante­
nido: su opción filosófica no es otra cosa más que la notación
musical de los complejos de su juventud. Lo que ha hecho Sartre
es sencillamente y nada más que la «fenomenología de la vida
sensible».
El pensamiento de Sartre forma, pues, un conjunto ni total-
mente vivido, ni totalmente querido: fascinado por un mundo
viscoso del que no ha podido deshacerse, atormentado por el
resentimiento de su orfandad, creyó librarse gracias a un arte y un
pensamiento rigurosos: realmente, no ha hecho más que ence­
rrarse en la «fenomenología de lo sensible». Desde ese momento,
no será ya capaz de describir más que experiencias de ese tipo. Lo
que constituye la grandeza de Sartre, es al mismo tiempo su
laguna fundamental.

III. EL ATEISMO DE SARTRE


1. C aracteres gen era les

El ateísmo es fundamental en el pensamiento de Sartre: cons­


tituye el punto de partida de su existencialismo. Dos textos de su
conferencia de vulgarización lo dicen bien claramente:
El existencialismo no es otra cosa que un esfuerzo para extraer
todas las consecuencias de una posición atea coherente. No trata en
modo alguno de sumir al hombre en la desesperación. Pero si se quiere,
como hacen los cristianos, dar el nombre de desesperación a toda ac­
titud de incredulidad, en ese caso la posición atea parte de la deses­
peración original (EH, p. 94; ídem, p. 89) 27.

27 Basándome únicamente en las obras filosóficas, citaré así: EH = L’e-


xistentialisme est un humanisme, París, 1946, 141 páginas; EN = L’étre
74 Jeaii'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
Sartre identifica, pues, existencialismo y ateísmo, lo que cons-
tituye una generalización indebida, ya que existe un existencia-
lismo espiritualista. Por desgracia, esta confusión ha saltado a la
mentalidad del gran público, para el que existencialismo y filosofía
de Sartre son cosas idénticas.
El segundo texto es todavía más interesante:
En el siglo XVIII, fue suprimida, en el ateísmo de los filósofos, la
noción de Dios, mas no así la idea de que la esencia precede a la
existencia. Esta idea la encontramos de nuevo más o menos por todas
partes: la encontramos en Diderot, en Voltaire e incluso en Kant. El
hombre posee una naturaleza humana: esta naturaleza humana, que
es el concepto humano, se encuentra en todos los hombres, lo que
significa que cada hombre es un ejemplo particular de un concepto
universal, el hombre... El existencialismo ateo, que yo represento, es
más coherente. Declara que si Dios no existe, hay al menos un ser
en el que la existencia precede a la esencia, un ser que existe antes de
poder ser definido por ningún concepto, y que este ser es el hombre...
Así, no hay naturaleza humana, puesto que no hay Dios que la con­
ciba (EH, pp. 20-22) 28.

et le néant, París, 1943.—J. C ampbell, /. P. Sartre, ou une littérature


philosophique, París, 1945, 277 páginas, ofrece una buena exposición de
vulgarización de las tesis principales: R. T roisfontaines , Le choix de
¡ean-Paul Sartre, París, 1945, 124 páginas, intenta una refutación de la
antinomia «en-sí—para-sí»; G. V aret , L ’ontologie de Sartre, París, 1948,
196 páginas, me parece una de las exposiciones más sensatamente críticas
de la obra; F. Jeanson , Le probléme moral et la pensée de Sartre, París,
1947, 372 páginas, es una tentativa de justificación de la filosofía sartriana;
es seria, pero tiene que reconocer lagunas.—Se puede prescindir de las
obras de Mme. Simone de Beauvoir, pues de nada sirve achicar el riachuelo,
cuando pasa el río al lado; desgraciadamente, ha abierto estrepitosamente
las puertas de la cuestión femenina en Le deuxieme sexe, que contiene
cosas buenas, pero ahogadas en el erotismo y la logomaquia.
28 Una manera de resumir el existencialismo sería ésta: mientras que
el pensamiento tradicional se interesa por la «naturaleza humana», el exis-
tencialismo no se preocupa sino de la «condición humana». El vocablo,
Caracteres generales del ateísmo de Sartre 75

Si no hay Dios, no hay tampoco esencias, valores objetivos


inscritos en «el cielo inteligible»; el hombre «debe crear los
valores». Su «pro-yecto» los hace ser; el hombre es, pues, entera-
mente responsable, pues se halla abandonado a sí mismo; no
puede «apoyarse sobre nada objetivo»; si lo hiciera, sería de mala
fe, dejaría de ser libre. El ateísmo es, pues, según Sartre, la base
de la dignidad humana y de la libertad. Se perciben aquí acentos
nietzscheanos, análogos a los de Malraux y Camus. Juzgúese por
este otro texto.
Dostoyevski había escrito: «Si no existiera Dios, todo estaría permi­
tido». He ahí el punto de partida del existencialismo. En efecto, todo
está permitido si Dios no existe, y, por consiguiente, el hombre está
solo y abandonado, puesto que no encuentra ni en sí ni fuera de sí
una posibilidad a que agarrarse (EH, p. 36) 20.

lanzado por Malraux en su célebre novela de 1935, subraya el lado trágico


de la vida humana. Enfrentado necesariamente con una serie de «obstácu­
los», de los cuales el principal es la «encarnación en un cuerpo», el hombre
debe convertir estos obstáculos en «valores». Hasta aquí todos los exis-
lencíalistas están de acuerdo. La divergencia comienza en seguida, cuando
unos afirman que, a través de ciertos «obstáculos», nos llaman valores
«objetivos» (Marcel) o se nos desvelan «cifras» transcendentes (Jaspers),
mientras que otros pretenden que todos los «obstáculos» son contingentes,
relativos, y que, por ello, el hombre está prisionero en el mundo terrestre
(Sartre, Merleau-Ponty).—Es perfectamente exacto que el pensamiento laico
de los siglos XVIII y XIX ha utilizado secretamente una noción de «natu­
raleza humana», aunque seguía negando a Dios; son éstas las «verdades
cristianas convertidas en locura»; el laicismo ha vivido largo tiempo del
«perfume del vaso roto». Sartre tiene la ventaja de la lógica. Pero, por
otro lado, desbarra cuando se representa la «naturaleza humana» como
inscrita en Dios al modo de la imagen, por ejemplo, de una plegadera. La
teoría de las «ideas» no tiene nada de común, en el tomismo, con este
realismo exagerado que Sartre le atribuye. La ignorancia de Sartre en punto
a filosofía anterior a Descartes es enciclopédica.
29 Más adelante (vol. IV) veremos que eso no es otra cosa que anti-
icismo.
76 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
Que haya una grandeza en la idea de Sartre, apenas es nece­
sario subrayarlo: el creyente será «el hombre que se aferra» a
Dios, a los valores «objetivos», para eximirse de asumir lealmente
la soledad del hombre enfrentado a un universo de nada.

# # #

Lo característico en estos textos es el to n o : Sartre parece


decir: es así, es muy sencillo, no comprendo que se haya podido
dudar tan largo tiempo. Según el testimonio de Moumier 30, Sartre
manifiesta una carencia total de inquietud religiosa; mientras que
Camus conmueve por su viril y cálida ternura humana, Sartre nos
asombra con su lucidez glacial, su indiferencia polar.
La incredulidad de Nietzsche, de Malraux, era una incredulidad
torturada, desgarrada; la de Sartre se nos presenta con toda natu­
ralidad. Bueno será citar aquí un ejemplo, tomado de Situations,
tomo I ; Sartre reseña en él el libro de Bataille, L’expérience
intérieure. El autor del libro confiesa que al cabo de años de vida
profundamente cristiana, ha perdido la fe, porque ha sido como de­
vorado por el torbellino del «sinsentido» aparente del universo; el
libro describe los espantos de un alma en busca de una vida mís­
tica que, en el seno del ateísmo, pueda sustituir a la mística cris­
tiana; el tono es desgarrador y revela grandes dolores en medio
de una gran nobleza humana. Se puede pensar lo que se quiera de
Véxpérience intérieure, decir, que ese libro carece de lógica, que
da pruebas de un orgullo satánico; pero es imposible no dejarse
ganar por el tono de este testimonio. El comentario de Sartre,
muy al contrario, sorprende por su frialdad: descorteza lúcida­
mente, serenamente, la argumentación; señala los sofismas y para-

30 En una conversación que sostuve con él en 1949.


Caracteres generales del ateísmo de Sartre 77

logismos de que adolece; afirma que, puesto que no hay Dios,


Bataille debería deducir las consecuencias más sencillamente. Todo
esto es, quizá, verdad; pero lo que molesta es la admiración un
tanto irónica con que Sartre parece decir que el autor no debería
venirnos con tantas historias.
Sartre no parece percatarse nunca de lo que puede representar
de trágico, para ciertas almas, la pérdida de la fe en Dios. Ahora
bien, desde siempre, el problema de Dios ha obsesionado a los
hombres, suscitando sus blasfemias, su fe o su desesperación. Yo
no pido que se haga romanticismo al hablar de Dios, pero no soy
capaz de comprender la indiferencia proclamada en tal materia.
Por lo demás, Sartre considera que el problema es secundario;
¿cómo dudar de ello, cuando comprobamos que en L ’étre et le
néant no se dedica una sola página entera al problema de Dios?
El autor habla siempre de esta cuestión de pasada, contentándose
con recordar que la noción de Dios es contradictoria, que el «crea-
cionismo» es un prejuicio, que la libertad del hombre postula la .
inexistencia de Dios. Habla siempre de éste como de un problema
resuelto de una vez para siempre.
No obstante este laconismo, es preciso tratar de poner bien en
claro los motivos del ateísmo de Sartre. Reuniendo textos dis­
persos, es posible reducir a tres motivos la incredulidad del autor
de La nausee. El cuarto motivo, como no tiene nada de común
con el ateísmo, antes al contrario, recae en el antiteísmo y en la
negación de lo sobrenatural, formará el objeto de un párrafo es­
pecial.

2. LOS TRES MOTIVOS DEL ATEÍSMO DE SARTRE

Estos tres motivos se encadenan e implican mutuamente, como


v.unos a ver. Pero, en aras de la claridad y aun a trueque de
mnirrir en algunas repeticiones, será bien detallarlos en particular.
78 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural

a. EL «PARA-SÍ» Y EL «EN-SÍ»

La noción de Dios es contradictoria: esta afirmación nos sale


al paso a cada instante en la obra de Sartre. Para comprenderla en
el sentido que le da Sartre, es preciso dar un largo rodeo y exponer
las grandes líneas de la filosofía del en-sí y del para-sí.
El filósofo parte del principio clásico de Husserl: «Toda con­
ciencia es conciencia d e...» ; es la «intencionalidad». Sartre explica
que la conciencia está constantemente «proyectada fuera de sí
misma» hacia los objetos exteriores; este árbol, escribe el filósofo,
que yo veo inclinado al borde del camino, no es una representación
en mi espíritu. Es falso, en efecto, representarse la conciencia como
una «facultad de digestión»; decir: «la conciencia lo comía con
los ojos» es una imagen falsa. Sartre se burla de esta concepción
de la conciencia, según la cual ésta sería una digestión delicada,
una intussuscepción del objeto, bajo la forma de representación en
el interior del ser. La conciencia nos proyecta fuera de nosotros
mismos, como un plano inclinado que nos hiciera deslizamos hacia
el objeto exterior; la conciencia es un «reflejo-reflectante», pues
es preciso representársela como una «casa de cristal», atravesada
por corrientes de aire centrífugas. En este sentido, la conciencia
nos orienta sobre lo re al31.

31 Todo esto en Situations, I, pp. 31-36.—Aquí se mezclan lo verda­


dero y lo falso; es verdad que la doctrina del concepto no significa la
«digestión delicada» de una «representación separada de lo real»: el con­
cepto como médium quo, nos orienta hacia lo real. La falsedad está en lo
que Sartre concluye, a saber, que no hay «nada» en la conciencia; esta
conclusión le viene impuesta por el hecho de que no examina más que el
conocimiento sensible (species itnpressa sensibilis). Sartre menosprecia la
actividad del sujeto cognoscente gracias al sentido común y al entendi­
miento agente.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 79
Hasta aquí, aparte un vocabulario tomado en demasía al mundo
sensible, el lector tiene la impresión de una vuelta al realismo del
conocimiento y de una superación del idealismo. Pero la con-
clusión que el autor deduce es tan grave, que va a dominar en
todo lo demás: si la conciencia es, pues, «casa de cristal», «plano
inclinado» hacia el exterior, de ello se deduce que la conciencia
está vacía. No hay nada dentro de ella, dice Sartre; y así el filó'
sofo rechaza la «vida interior», falsamente identificada con una
«digestión delicada» de representaciones puramente sensibles. La
conciencia está igualmente vacía con relación al mundo sensible,
exterior; se halla eternamente «fuera» de este mundo, sobre el
que revolotea y hacia el que está orientada.
Se comprenderá mejor este punto, si se reflexiona en lo que
Sartre entiende por «conocimiento». Conocer esta mesa, este tin-
tero, es saber que no se es esta mesa, este tintero, que uno está
separado y es distinto de ellos, que estamos fuera de ellos. Conocer
es nihilizar el objeto conocido, envolverlo en «una virola de nada».
La conciencia es, pues, un poder «de no ser lo que se es y de ser *
lo que no se es» 32; la conciencia se agota en la imposible tentativa
de coincidir consigo misma y con los objetos.
Esta conciencia es la que caracteriza la realidad humana:
transcendente a todos los objetos que nihiliza 33, no es, en sí misma,

:l2 Esta frase no es un galimatías; Sartre quiere decir que la conciencia


no cobra conciencia de sí misma más que cuando está asestada u orientada
sobre un objeto que no es ella misma: en este sentido, «la conciencia es
lo que no es». Por otra parte, «no es lo que es», porque, en el conocí
miento, la conciencia conoce desligándose, nihilizando el objeto percibido.—
lis posible, en cierto sentido, un acercamiento de Sartre a Santo Tomás;
también éste dice que la conciencia sólo se conoce en sus actos; sólo que
rute acto de conocer es cosa muy distinta de lo que por conocer entiende
Sartre (cf. nota 35).
** En esta facultad de «nihilizar», de rodear con «una virola de nada»
80 Jeati'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
más que una «intencionalidad» hacia lo real; es un absoluto34
cuya característica es la de no ser lo que es (el objeto conocido) y
ser lo que no es (es el objeto conocido por el hecho de que se
distingue de él, lo rechaza fuera de sí). Esto es lo que Sartre llama
«eí para-sw 3S.
* * #

el objeto conocido, es donde reside lo que Sartre llama la «transcendencia»


del «para-sí»: la conciencia se despega del «en-sí» conocido en el momento
mismo de conocerlo; conocerlo es desligarse de él, superarlo, saber que no
se es lo que se es (conoce). Se ve que esta transcendencia es «horizontal» y
que nada tiene que ver con la auténtica transcendencia, que es vertical
y de otro orden.
:,i La conciencia es «un absoluto», porque a nada está ligada, ni a
Dios, que no existe, ni a las cosas, a las que conoce desligándose de ellas,
ni a sí misma, puesto que es «vacía». Nada absolutamente determina a
la conciencia en esta o aquella dirección, hacia tal o cual acto; su proyecto,
por el que recorta «perfiles» en la realidad bruta, sale todo él de sí misma,
sin que nada exterior habite en ella. En este sentido, la conciencia es un
absoluto: y este absoluto coincide con «la nada» en el sentido que da
Sartre a esta palabra. Siendo la conciencia solamente un vacío, una «des­
compresión» de ser, una especie de bolsa creada en el seno del «en-sí»,
puede sólo ser nada. Se comprende ahora el sentido del título: L'étre et
le néant; el ser, esto es, el «en-sí» bruto; la «nada», es decir, la con­
ciencia.—Importa señalar el empleo, en un sentido completamente ateo,
de términos como absoluto, libertad, transcendencia, que tienen por sí
mismos una significación metafísica y religiosa. La degradación de con­
ceptos metafísicos al nivel de una fenomenología a ras de tierra constituye
una de las características del pensamiento de Sartre. Por desgracia, esa
característica sartriana lo es también de una de las tendencias del espíritu
moderno.
35 La teoría aristotélica del conocimiento es más matizada y más ver­
dadera : dice que conocer es «fieri aliud quantum aliud», devenir otro en
cuanto otro; la palabra fundamental, esencial, es «fieri», devenir, hacerse,
que Sartre elimina sin decirlo, para quedarse solamente en el conocimiento
con el «aliud». El término «conocer» no tiene en él ya sentido alguno.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 81
El ser hacia el que se «proyecta» la conciencia intencional, en
contraste con el «para-sí», coincide perfectamente consigo mismo.
Está como «relleno, empastado de sí mismo»; no hay en él dis­
tancia alguna con relación a sí mismo; no mantiene relación nin­
guna con «los otros». Es, simplemente; es «en-sí»; es un «plenum»
sin fisura, como una masa impenetrable de granito, como un mar
viscoso eternamente quieto.
Hay que recordar la página de La nausée en donde Roquentin
descubre «que está de más por toda la eternidad» y que el mundo
que le rodea está, también, «de más». La especie de superabundan­
cia obscena que fascina a Roquentin en el momento en que contem­
pla la raíz, que está ahí, «estúpidamente ahí», con sus hendiduras,
su húmeda negrura, su inutilidad, su absurdidad, es la existencia. El
cuerpo de cada hombre es también «un en-sí»: pesado, espeso;
su «obscenidad» estalla en ciertas partes que Sartre se complace
en describir. Coincidir estúpidamente consigo misma, tal es la defi­
nición de la existencia; se identifica con el mundo de los «obje­
tos» ; la «mirada medusea» petrifica al ser que se mira, por ejem -'
pío en el deseo. En el sadismo, se encuentra placer en reducir al
otro a una «cosa, un objeto», al que manejamos y torturamos a

puesto que borra de un plumazo este «devenir» de un género especial que


caracteriza precisamente al pensamiento.—Debo señalar aquí que la expli­
cación de la intencionalidad husserliana, en la que Sartre basa todo su
sistema, deforma gravemente el pensamiento del filósofo alemán: éste
afirma, ciertamente, que «toda conciencia es conciencia de...», pero este
«de» no es en Husserl el «en-sí» bruto, ciego, sino un «noema», presente
a la conciencia («noesis») que hay que distinguir de la «existencia» (la cual,
en la «Wessensschau» o intuición de las esencias, debe ponerse entre parén­
tesis (Einklammerung). Este detalle puede parecer secundario a los que
no sean técnicos de la filosofía; pero, en realidad, es esencial. Husserl fué
desfigurado por Sartre, como lo fué también Heidegger; a juicio mío,
Husserl domina señero el pensamiento filosófico alemán moderno.
6
82 ]ean'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
voluntad; en el masoquismo, por el contrario, uno de la pareja
halla su placer en ser tratado como un objeto por el otro 36.
Pido perdón por estos ejemplos; pero son los que trae el mismo
Sartre. Podría decirse lo mismo, haciendo un parangón con Des­
cartes : este filósofo cortó también el universo en dos: de un lado,
el espíritu y, del otro, la materia, la res extensa, desprovista de
profundidad 37. Se ha hablado asimismo, a propósito del «en-sí»,
de los presocráticos, en particular de Parménides, quien también
sitúa en el centro de su pensamiento «el plenum» sin fisuras 3S.

# * #

Hay que hacer aquí una importante distinción. Este «en-sí» así
descrito, es un «fenómeno de ser»: así es como aparece a la con­
ciencia, al «para-sí», del que es la antítesis simétrica. Sartre ex­
plica que el «en-sí» se desvela al «para-sí» en una serie de «per­
files», lo que Husserl llama Abschattungen. En otras palabras, la
conciencia no puede nunca entrever más que perfiles sin espesor,
reflejos fugaces, que no ofrecen sino un aspecto de la realidad;
jamás podrá la conciencia ver al mismo tiempo el anverso y el
reverso de los objetos: el «pro-yecto» de la conciencia es el que

S6 No señalo aquí más que la mitad del problema discutido por Sartre:
sería preciso mostrar también que, en el seno de la lucha, se enfrentan
las dos libertades.
37 Inútil advertir que simplifico aquí el pensamiento de Descartes: pero
así es como lo ve Sartre.
38 Parménides da al «plenum» un valor de geometría y matemática;
encarna esa «duración inmóvil», con relación a la que los movimientos
celestes y terrestres no son más que oscilación en torno a un punto inex­
tenso y eternamente estable. Cf. las páginas célebres de Bergson en Évo-
lution créatrice, pp. 339 ss.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 83
«recorta» en el «en-sí» perfiles utilitarios (lo que Sartre llama la
«utensilidad»).
Ahora sabemos lo que significa la palabra «fenómeno de ser»:
lo que es «en-sí» no es otra cosa que la imagen invertida del «para­
sí» : de un lado, hay falta de coincidencia consigo; del otro, coin­
cidencia perfecta. Así es cómo aparece el ser a la conciencia; he
ahí lo que ésta desvela en su mismo «pro-yecto».
Si, pues, el «en-sí» es «el fenómeno de ser», la manera con
que el ser aparece, supone un «ser del fenómeno», es decir, una
especie de «soporte» de los sucesivos perfiles, de las Abschattungen
que aparecen a la conciencia. En virtud de una especie de «argu­
mento ontológico» es cómo llega Sartre a postular la existencia de
este «ser del fenómeno».
A primera vista, se alcanza aquí la metafísica de la sustancia;
si Sartre llegase más allá de los «fenómenos» hasta el ser sustancial,
podría elaborar una metafísica y alcanzar así valores objetivos. Des­
graciadamente, nada de esto hace; el ser del fenómeno es única-*
mente postulado: debe haber un «soporte» de los «perfiles» suce­
sivos, pero este soporte se hurta a toda investigación. Ni siquiera
es un «númeno», una «cosa en sí», una realidad oculta «detrás» de
los fenómenos. En el «en-sí», no hay anverso y reverso, exterior
e interior, como no hay tampoco «formas» en la conciencia. De
todas maneras, el «ser del fenómeno» se oculta a las investigacio­
nes ; pertenece al dominio de la hipótesis incomprobable39.
Todos estos desarrollos se basan en una imaginación muy espa-
1' «fizada; las nociones de anverso y reverso, de interior y exterior.

"" Nótese cómo, incluso aquí, el estilo de Sartre emplea constantemente


i t'lllpar,iciones tomadas al mundo espacial; es incapaz de superar las cate-
NiirfiM cspaciotemporales, lo que constituye, sin embargo, el ABC de toda
ílliiftuffit de la sustancia.
84 Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
tales como Sartre las utiliza, son impermeables a toda visión espi­
ritualista del conocimiento y del universo. El mundo del «en-sí»
coincide consigo mismo, como un pleno, y, al mismo tiempo, su
espesor existencial nos escapa, pues la conciencia no puede nunca
desvelar de él más que perfiles fugaces, ya que no es capaz más
que de recortar en el «en-sí» «sombras» cuyo «ser» no se deja
aprehender por ella. El ser del fenómeno es postulado por el me­
canismo del conocimiento; es una condición que hay que suponer
para hacerlo posible; pero, como la conciencia no puede aprehen­
derlo, queda privado de todo valor en ontología. Sartre es en esto
idealista, pese a que en otras cuestiones pretende ser realista ‘10.

* * #

Vamos a asistir ahora a un diálogo entre el «para-sí» y el «en-


sí». La conciencia no puede quedarse en sí misma, puesto que
está vacía; debe salir de sí misma hacia el «en-sí», para cobrar
conciencia de sí propia; por otra parte, el «en-sí» viscoso, obsceno,
es una tentación permanente para la conciencia: la conciencia
puede ser «bebida» por el «en-sí», como el agua por un papel
secante; puede «prenderse, enviscarse» en él, como «una crema
que se cuaja», «como un agua que se enturbia». Esta es la ex­
periencia que vive Roquentin en los jardines públicos de Bouville;
poco a poco, se siente identificado con la lúgubre indiferencia de
las cosas; extraño a sí propio, una especie de alucinación le hace
perder conciencia de sí mismo; se mezcla a la «superabundancia
obscena» que le rodea, como la niebla que pesa sobre la ciudad.

10 La causa de esta mezcla de «realismo e idealismo» es que Sartre ha


reducido la «contemplación de las esencias» de Husserl a una fenomenología
de lo sensible (Cf. más arriba, nota 35).
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 85
Se adivina el drama que Sartre describe: no existiría si la
conciencia pudiese vivir en sí misma, en el espléndido aislamiento
de una vida espiritual autónoma (a la manera del idealismo abso­
luto). Pero la conciencia no puede menos de salir de sí propia
al mismo tiempo que corre peligro de perderse continuamente en
las cosas. El «pro-yecto» del «para-sí» es desligarse siempre del
«en-sí», hacia el que sin embargo se halla esencialmente ordenado.
El «para-sí» está, en efecto, «en situación», esto es, se halla nece­
sariamente enviscado en la «facticidad», por ejemplo, en su propio
cuerpo; está necesariamente asestado y orientado sobre el «en-sí»,
del que es el reflejo y, al mismo tiempo, debe siempre afirmarse
como distinto del «en-sí», como nihilizador del «en-sí», envolvién­
dolo en una abrazadera de nada.
Esta retirada perpetua, este despegamiento, es la libertad, se­
gún Sartre; la libertad es idéntica a esta nada que es el «para-sí»:
frente al «en-sí», pleno de sí mismo, el «para-sí» es como un
despegamiento de ser, «una descompresión», un «vacío» aparecido
en el seno del «lleno». Esta facultad de desligarse, de desprenderse
del «en-sí», este vacío es la libertad.

* * •

Se comprende ahora por qué la libertad sartriana no tiene nada


que ver con la que afirma la filosofía espiritualista. No sirve «para
nada»; la conciencia, y nada más que la conciencia, es la formu-
ladora de los valores. Como el «ser del fenómeno» es inaccesible
y como el «para-sí», al desligarse del «en-sí», no encuentra sino
<1 vacío, no existe ningún valor objetivo, real. No hay quehaceres
liados ni tareas preexistentes «esperándonos», dice Sartre; no exis-
i cu imperativos inscritos en el cielo metafísico, no hay «postes
indicadores» a lo largo de la ruta humana. Asestada sobre los
•perfiles» sucesivos del «fenómeno de ser», vacía de toda «vida
86 JeamPaul Sartre o la negación de lo sobrenatural
interior», la conciencia, o la libertad, sólo puede «pro-yectarse»
hacia adelante en una serie de actos, de compromisos, a los que
está condenada, que la obligan y que, sin embargo, carecen de
toda significación independiente del compromiso mismo.
El hombre se halla completamente abandonado, frente a un
«en-sí» que le acecha sin tregua y del que no puede, con todo,
prescindir. El hombre está a solas con su libertad. Cobrar con-
ciencia de esta «situación» ineluctable es devenir hombre, hacerse
libre. Aquellos, por el contrario, que se imaginan que hay valores
en sí, que eximirían al hombre de elegir en cada momento, de
elegirse a sí mismo a cada instante (tal es, entiéndase bien, el modo
como Sartre ve las cosas), esos tales son «unos farsantes»; «se
apoyan» en valores, se hurtan a la elección, se refugian en «la
moral de las intenciones» o se tranquilizan diciéndose que «el
hombre es mejor que sus actos».
El hombre libre es el que renuncia a la verdad objetiva, a la
Wahrheit, para ceñirse a la autenticidad, a la Wahrhaftigkeit. Sabe
que él no es más que la suma de sus actos, que la muerte es el
plumazo que totaliza esa suma con la que se identificará un destino
hum ano; «el que muere, cae en el dominio público». El hombre
libre, según Sartre, sabe que debe elegir incesantemente, sin
norma objetiva; cada una de esas opciones recorta de la realidad
una parte ínfima de posibilidad y, sin embargo, cada una compro-
mete la libertad y con ella a toda la humanidad. Pero el hombre
libre trata también de no dejarse nunca prender en el visco de las
cosas. Nunca se toma «en serio», rechaza la mala fe.
Ahora se comprende por qué Sartre presenta con predilección,
en su obra literaria, a anarquistas y no-conformistas: ve en ellos
esta búsqueda de la libertad, de la autenticidad; la clase burguesa,
por el contrario, le parecerá siempre la encarnación del «espíritu
de seriedad». Ivitch, en Les chemins de la liberté, encama bastante
bien este itinerario caprichoso, imprevisible, de una conciencia que
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 87
no quiere jamás dejarse prender en las cosas, antes se desprende
de ellas continuamente: corriendo peligro continuo de perder su
«virginidad», no la pierde nunca, y cuando sucede lo irreparable,
Ivitch sufre esta violación como sin saberlo; desmiente esa vio-
lación; «nihiliza con el pensamiento» al que se la quita y asesina;
le odia mentalmente y así salva su libertad.
# # *

Al lado de los hombres que buscan la libertad, los hay también,


según Sartre, y en número incontable, que no quieren buscarla,
temerosos de enfrentarse con la angustia de la libertad solitaria.
El personaje del humanista, en La nausée, es un representante de
este «espíritu de seriedad»: Sartre se complace en demostrar que
el defensor de los valores humanistas es un pederasta.
Las descripciones sartrianas son frecuentemente verdaderas en
sí mismas. La tentación de abandonarse pasivamente a las cosas, al
«en-sí», constituye un riesgo permanente para el hombre. El cris­
tiano llama a esto pecado y recuerda constantemente el precepto
evangélico de la «vigilancia». Los análisis de Sartre esclarecen muy
bien el mecanismo de las tentaciones. El hombre que cede a estos
malos deseos sufre la influencia de una especie de fascinación de
la materia bruta; hay en su mirada, en esos momentos, como una
especie de fijeza alucinada; su rostro adquiere esa inmovilidad
pétrea, ese extraño sueño, esa máscara de angustia que con tanta
lucidez ha descrito Bemanos. La fascinación sexual pecadora obra
por una especie de magia negra: el objeto inmediato se torna
fascinador; el ser que se enliga queda como inmovilizado. Muy
frecuentemente, en los deseos impuros, la pareja queda reducida
al estado de objeto, de cosa. Los pensamientos lascivos son «cosa
mental», «cosa mentale» decía Vinci, es decir, la realidad deseada
•leja de ser viva, queda como esterilizada. Uno piensa en esas arañas
•|iic inmovilizan en un sueño mortal la presa cuya sangre chupan.
88 Jetto'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
La caída carnal es siempre una especie de vértigo, un dejarse ir
con todo el ser por la pendiente material del objeto deseado. La
caída es deliciosa, de momento. En realidad, el hombre deviene
algo meramente mecánico, una máquina lanzada hacia adelante;
deja de ser dueño de sí. ¡ Cuántas veces la unión sexual así enta­
blada no es, como dice Marc Oraison * \ más que una masturbación
entre dos! La mirada medusea, de la que habla Sartre, es una
realidad.
Hay también una manera de remitirse «a Dios», de «resig­
narse a la desgracia de los otros»; hay una manera de tranqui­
lizarse fácilmente diciéndose que «si fuera preciso hacer un mi­
lagro para salvar a Francia, Dios haría ese milagro»; hay una
costumbre solapada que nos lleva a consolarnos con el pensamiento
de que «todo se arreglará»: todo esto lo llama Sartre mala f e ;
el cristiano le da el nombre de pecado.
Es, pues, necesario que reconozcamos la parte de verdad que
encierran las descripciones sartrianas. Pero, de ello a decir que la
libertad no sirve «para nada» y que no existe ningún valor obje­
tivo en torno nuestro, hay un gran trecho. Sartre tiene razón
cuando afirma que el fundamento (último) de los valores objetivos,
si esos valores existen, es Dios. Desgraciadamente, declara que
esta idea de Dios es contradictoria. Ahora que hemos esbozado ya,
con toda la claridad posible, la filosofía del «en-sí» y del «para-sí»,
tiempo es de ver cómo expone su crítica de la noción de Dios.

b. LA NOCIÓN DE DIOS SERÍA CONTRADICTORIA

Hemos visto que el «para-sí» se halla bajo la obsesión de una


continua nostalgia de coincidencia consigo mismo; sueña con ser1

11 Marc O raison , Vie chrétienne et probleme de la sexualité, París,


1952, p. 13.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 89
«un en-sí-para-sí». Dicho con otras palabras, la conciencia quiere
estar a la vez identificada consigo misma, como lo está el «en-sí»,
y, al mismo tiempo, seguir siendo un «para-sí», es decir, conservar
«conciencia de...», Sartre pretende descubrir esta nostalgia en el
amor, o lo que él llama con este nombre y que no es otra cosa más
que la dialéctica de la seducción. Según él, la conducta «impura»
del hombre estaría bajo la obsesión de esta síntesis imposible del
«en-sí» y del «para-sí». Irrealizable, lo es por definición, puesto
que, como ya he mostrado, los dos términos de la antinomia están
opuestos simétricamente.
Pero no es sólo en la conciencia donde se revela esta voluntad
de devenir un «en-sí-para-sí»-,' sino también en lo que Sartre llama
«el Todo» (to holon), que opone al kosmos (o dominio del «en-sí»).
Hay, en efecto, un hiato en el «ser»; el ser es en todas partes
(tanto en el «en-sí» como en el «para-sí»), pero se halla escindido
en dos mitades irreconciliables. Sartre explica, en el epílogo de
L’étre et le néant, que todo ocurre como si un sismo primitivo,
original, hubiese producido esta rotura ontológica en el seno de un
conjunto primitivo que sería «en-sí-para-sí», a la vez causa de sí
e identidad consigo. El ser actual parece suponer una «desinte­
gración» a partir de una «integración» original. El quehacer de la
metafísica, nos dice Sartre, sería explicar esta aparición, este «na­
cimiento» del «para-sí» en el seno del «en-sí». Más arriba he seña­
lado ya que, según confesión del propio Sartre, la respuesta a esta
cuestión, sin embargo, primordial, cae dentro del dominio de la
hipótesis inverificable.
* * *

Esta síntesis, imposible por definición, entre el «en-sí» y el


«para-sí» es, según Sartre, Dios. El mundo (to holon) y la con­
ciencia están, ambos a dos, obsesionados ininterrumpidamente por
90 Jean'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
Oios, un Dios impensable, contradictorio en su misma idea; a
pesar de ello, esta idea se cierne sobre la conducta humana y sobre
el conjunto del ser.
Esta noción, dice Sartre, es contradictoria. En efecto, si Dios
existiera, sería un «para-sí», esto es, un «ens causa sui», causán­
dose continuamente a sí mismo, haciéndose existir; éste sería un
ser en el que la existencia precede a la esencia. Sólo que, como
Dios, sería un «para-sí-absolwto» o, lo que viene a ser lo mismo,
una subjetividad absoluta. Esta noción es impensable, pues no
hay «para-sí en estado puro», ya que la conciencia es esencialmente
proyección fuera de sí misma hacia el «en-sí»; siendo toda con­
ciencia «conciencia de», Dios no puede ser conciencia absoluta; si
existiese, se hallaría continuamente orientado a otra cosa distinta
de sí, hacia el «en-sí».
Por otra parte, si Dios existiese, debería ser asimismo un «en-
sí»; y entonces sería un «plenum», una totalidad bruta, despojada
de toda significación, de toda relación a otra cosa que no fuera él.
Sería una especie de bloque de hielo perdido en la soledad abismal
de una inconsciencia cósmica; coincidiría consigo mismo, pero lo
ignoraría en absoluto.
Si existiera Dios, por fuerza tendría que ser al mismo tiempo
conciencia pura, absoluta, y conciencia de un «en-sí», del que se
distinguiría y no se distinguiría, que sería y no sería, idénticamente
y bajo el mismo respecto. Esta noción de «en-sí-para-sí» debe ser
rechazada por contradictoria. La hipótesis Dios es impensable. Dios
no existe.
Es éste un argumento fundamental en Sartre, pues se halla
implícito en toda su obra filosófica. Bajo una jerga aparentemente
sofística, se oculta una opción excesivamente grave, que importa
esclarecer.
Ciertos filósofos, por ejemplo Nédoncelle, aceptan las premisas
de la argumentación; quieren demostrar que si el Dios de los
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 91
filósofos no escapa a las aporías de la lógica sartriana, el de la
revelación cristiana las resuelve, pues es un Dios-Trinidad.
Según Sartre, «Dios se abismaría en la inconsciencia, o por
abajo, como una naturaleza bruta, o por arriba, como un cripto-
grama indescifrable». Esta frase resume muy bien la crítica de
L’étre et le néant. Nédoncelle razona sobre ella como sigue:
Sartre nos hace aquí el favor de obligarnos a superar una teodicea
del objeto infinito o incluso una teodicea del sujeto solitario, pues la
primera no nos lleva más que a una «cosa en sí», indefinidamente
agrandada, y la segunda no permite decir en qué condiciones un Sujeto
puede ser reflexivo sin que el Pensamiento deje de ser para él igual
al Pensante y, sin embargo, distinto.

El autor explica entonces que la subjetividad perfecta debe


desarrollarse en relaciones en el seno de la unidad, a fin de equi­
librar en ella los derechos respectivos de la subjetividad y de la
reflexividad. Ciertamente, la unión de estos dos aspectos en Dios
es un misterio. Pero se puede entrever cómo, en la Trinidad, Dios,
al pensarse, se expresa (conciencia de) sin que esa expresión sea
una recaída en el plano de la objetividad desplegada (la del «en-sí»
en el estado bruto). Esta «expresión» no es, en efecto, en la vida
trinitaria, una imagen pasiva de su acto, no es un «en-sí» macizo,
situado fuera del «sujeto absoluto». Aun cuando este reflejo de la
actividad de Dios fuera un espejo perfecto, le faltaría un elemento
esencial, la actividad, la actividad del que la expresa y la del
expresado; es preciso, pues, que este reflejo sea una persona viva,
a la vez imagen de la persona generadora y activa ella misma. Y
este segundo término, coeterno con el primero, coagente con él,
no puede realizarse más que en una «respiración común» de los
ilos términos coactivos en un tercero. En breves palabras, una triple
relación intersubjetiva en el seno de la unidad objetiva parece ser
U condición necesaria y suficiente de una conciencia perfecta (Vte
Intellectuelle, 1948, n.° 7, pp. 118-119).
92 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
Lo que Nédoncelle trata de demostrar es una posible síntesis
entre subjetividad y objetividad, entre «para-sí» y «en-sí», intro­
duciendo un tercer término, lo que los modernos llaman la comu­
nicación de las conciencias, la «intersubjetividad»: en esta pers­
pectiva, toda conciencia es «conciencia de», en el sentido de que
no está replegada sobre sí misma, vacía, sino orientada hacia otra
cosa que no es ella; sólo que esta «otra cosa», sin la cual la per­
sona consciente no sería nada, no es un objeto bruto, un «en-sí»
macizo, impenetrable, sino otra conciencia, otra persona, otro «para­
sí», con el que se entra en comunicación. La noción de «conciencia
de» se completa con la de la «imagen viva» del ser pensante:
en esta «imagen» hay «objetividad», pues hay salida de sí, fuera
de la conciencia, pero no hay recaída en el plano desplegado de la
materialidad bruta.
Algo de esto puede vislumbrarse en el plano de las relaciones
humanas, de los hombres entre sí, por ejemplo, en la paternidad.
El anhelo creador, implicado en el gesto mediante el cual un
hombre llama a otro ser a la existencia, entraña una voluntad de
expresarse en sí mismo, en lo que se tiene de más íntimo, de más
inmanente, de más «para-sí»; el padre quiere expresarse, no en
una imagen muerta, bruta, pasiva, pues esta imagen sería una
caída de la conciencia en el plano de la inercia de la «cosa-en-sí»,
sino en una imagen viva, que sea, ella también, conciencia, «para­
sí». El artista se expresa en su obra; pero es ésta una imagen
m uerta; una vez creada la obra, no le interesa y a ; se vuelve hacia
otras realizaciones, a fin de lograr expresarse mejor en una nueva
imagen de sí mismo; se agota así, continuamente, pero expe­
rimenta siempre ante la obra bruta, separada de él, el sentimiento
de un fracaso, de una caída en el plano de la objetividad des­
plegada; la obra no le pertenece ya. El padre, por el contrario,
habiendo llamado a la vida una imagen viva de su ser íntimo, no
experimenta esta impresión de caída, de recaída; ha dado a su
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 93
hijo lo que tiene de más íntim o; este hijo es «otro él», y al mismo
tiempo es distinto del padre; si no lo fuera, el padre no habría
salido de su objetividad solitaria; seguiría prisionero y encerrado
en ella. Lo que el padre anhela es que, poco a poco, se cree entre
él y su hijo un intercambio, una libre comunión: en el corazón
de esta comunión libre habrá a la vez un salirse de sí, hacia el
hijo, y un volver a entrar en sí, puesto que el hijo es la imagen
del padre.
Nédoncelle trata de trasladar todo esto al plano de la Trinidad:
solamente allí, en la Trinidad, existe la comunión perfecta en el
seno de la distinción, la subjetividad en el seno de la objetividad;
solamente en la Trinidad existe la perfecta «salida de sí», que
coincide perfectamente con la «autopotenciación» de que hablaba
Péguy. En otros términos, lo que Nédoncelle opone a Sartre no es
el Dios de los filósofos, sino el de la revelación, el Dios vivo, del
que decía San Atanasio que era, en su misma raíz, «fecundo»,
generador, desde toda la eternidad, identificándose, como Padre,
con este mismo acto de generación. La teología dice también que
la Trinidad está formada de relaciones subsistentes. El término
«relación» corresponde al término «para-sí» de la jerga sartriana;
la palabra «subsistentes» responde a la voz «en-sí».

# * #

Yo, por mi parte, veo con bastante simpatía el intento de


Nédoncelle. Uno de los beneficios del existencialismo ateo es el
de obligar a los cristianos a penetrar hasta el meollo de su doctrina
sobrenatural y a entablar debate a estas alturas soberanas12. Sólo
que hay dos observaciones que invitan a la prudencia. Hay peligro

i2 Léase A. F rank -D uquesne , Création et procréation, París, 1951.


‘>•1 Jeart'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
>i\ hacer creer al lector que, en el plano de la filosofía pura, la
refutación de Sartre sería imposible o difícil; ahora bien, no ocurre
nada de eso, como vamos a ver inmediatamente. En segundo lugar,
Nédoncelle se ve obligado a recurrir a la noción de misterio, el
de la Trinidad, misterio absoluto, y el de la paternidad terrestre,
que Sartre rechaza, como es sabido.
Hay una crítica mucho más radical que hacer a la argumen­
tación sartriana: y es que el dilema «en-sí—para-sí» es falso, por­
que tras él se esconde una teoría del conocimiento que es de un
materialismo evidente.
He señalado ya el aspecto imaginativo de las comparaciones
utilizadas por Sartre para explicitar su pensamiento sobre el «en-sí»
y el «para-sí». Lo más grave es que tales comparaciones se repiten
continuamente, en particular, la obsesión característica de la «cosa-
en-sí», bruta, viscosa, rellena de sí misma. Ya dije el origen más
que sospechoso de esta obsesión de la viscosidad en Sartre. Pero,
independientemente de este hecho, el abuso de las comparaciones
imaginativas debe preocupar al filósofo.
Sin duda, la teoría de la intencionalidad, tal como Sartre la
comprende (y que no tiene nada que ver con la explicación que
de ella da Husserl), permite superar las antinomias kantianas, las
aporías del idealismo, como también las del realismo ingenuo (que
sitúa «las cosas» en la conciencia, bajo la forma de «represen­
tación»). Pero, como ha dicho Marcel, esta teoría del conocimiento
salva su objetividad al precio de un valor sumamente im portante:
la actividad del sujeto cognoscente. Aparece aquí el simbolismo de
que hablaba al comenzar.
Por lo demás, hay que hacer una observación fundamental.
Hemos visto que Sartre se pregunta a sí mismo en virtud de qué
causa «el para-sí apareció en el seno del en-sí»; todo ocurre como
si hubiera habido una especie de sismo, de falla, en el seno del ser
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 95

total, que habría hecho aparecer la descompresión de ser (la con'


ciencia) en el seno de un plenum original (EN, pp. 713-715).
Una de dos: o bien es hablar por hablar, o bien ese «sismo» se
produjo realmente. Si se produjo, hay que preguntarse por qué y
cómo, pues se habla de una rotura original. La única explicación
que se indica es que había en el seno del «en-sí» primitivo aúna
especie de anticipación del ’parü'sV» ‘ls. El mundo del «en-sí» no
sería, pues, «opaco», embutido en sí mismo, como se decía al
principio; tendría un «dentro», un «anverso»; y ahí estaría sin
duda este «ser del fenómeno» del que Sartre no puede deshacerse,
pues vuelve a hablar de él en su conclusión (EN, pp. 713-720).
Si una «cierta anticipación del para-sí en el seno del en-sí»
basta para explicar el «sismo» primitivo, entonces la oposición
antitética del «en-sí» y del «para-sí» se derrumba, pues está fun­
dada en una descripción puramente fenomenología de las apa­
riencias; aparece otro problema esencial, que Sartre se niega a
resolver, pero que no por ello deja de ser real. Reducir el «ser del
fenómeno» a un simple soporte lógicamente necesario para que, a
partir de él, las cosas puedan perfilarse, recortarse, vale tanto como
identificar la realidad en su totalidad (sin excluir el «ser del fenó­
meno») con un juego de apariencias fenoménicas. Y entonces se
comprende por qué aparece con esa esterilidad, con esa figura
ciega, inhum ana; se comprende por qué deviene totalmente im­
permeable a toda significación que pasara a través de él y lo
sobrepasara.
Sartre mismo declara que «todo ocurre como si el en-sí, en un
pro-yecto para fundarse a sí mismo, se diese la modificación del

1:1 Es lo que Blondel llamaría «el pensamiento cósmico». Cf. Au seuil


.(ti christianisme, Bruselas, 1952 (Cahiers de Lumen Vitae, 1952), en el
■'Uulio sobre Blondel, pp. 140-146.
96 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
para-sí» (EN, p. 715); como hemos visto, esta frase está cargada
de consecuencias, pues, al rehusar profundizar este dato, Sartre
escamotea el problema central de todas las filosofías. Al limitarse
a la descripción fenomenológica de las relaciones del «para-sí» y
del «en-sí», sin explicar la causa de su aparición, de su oposición,
Sartre revela crudamente que describe no la manera como la rea­
lidad aparece al espíritu, sino sólo las apariencias que reviste ante
la mirada del conocimiento sensible **.
Basta ver claramente este punto para vislumbrar la grandeza
y la debilidad de Sartre. Su descripción de las relaciones del «para­
sí» y del «en-sí» no puede en ningún caso pretender agotar lo
real. Una última observación vendrá a confirmarlo.

# * #

Esta previa limitación al dominio de lo sensible explica por


qué las experiencias descritas por Sartre se hallan tan exclusiva­
mente encerradas en un cierto dominio de lo real: no hay sitio
para el amor desinteresado en su obra; y ello se comprende, ya
que se circunscribe al lado sensible del amor, que no puede por
menos de ser egoísta. Los presupuestos de que parte le impiden
ver otra cosa que no sea lo que se ha propuesto ver.
Un ejemplo nos lo aclarará. Sartre critica frecuentemente el
sentimentalismo del niño: el pequeño ser considera a sus padres
como una especie de dioses, de seres necesarios, en cuyo seno se ve4

44 Toda esta crítica en Gabriel M arcel, Homo viator, París, 1944,


pp. 250-254. Me he inspirado ampliamente en el análisis de este filósofo.
Para Marcel, la ausencia total del sentido de la paternidad va secretamente
unida a la incapacidad sartriana de comprender el problema de Dios. Esta
idea que yo considero justa, y que he utilizado más arriba, inspira todo el
pensamiento del filósofo de E tre et avoir.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 97

a sí mismo «abolido»; se cree EL hijo de SU S padres, cuando la


verdad es que sólo existe por azar, por puro y mero azar. El niño
se halla también tan «obscenamente ahí» como la famosa raíz de
Roquentin. La única diferencia radica en que el niño puede cobrar
conciencia de ello. Pero procurará ocultarse a sí mismo esta verdad;
intentará apoyarse sobre la «mala fe», para no enfrentarse cara a
cara con su derelicción. El niño es un farsante. Las páginas más
características sobre este particular las encontramos en L’enfance
d'un chef. Una vez admitido el presupuesto, la novelita se des-
arrolla con una lógica implacable y no puede terminar más que
con la adhesión a la Action frangaise, pues este movimiento repre-
senta, para Sartre, el colmo de la mala fe de los farsantes. Al
creerse indispensable, con la garantía de una misión objetiva,
testigo de un valor absoluto, la realeza, Lucien se «rehace una
virginidad»; en realidad, se ha atollado totalmente en el «en-sí»
obsceno; es ya una cosa, un rodaje.
Que hay por esos mundos numerosos seres que se toman así
en serio, es cosa que ya he dicho. Pero la cuestión no es ésa, pues
Sartre ha simplificado de un modo ultrajante el problema del niño.
Nadie negará que, en un sentido, el lazo que une al niño con sus
padres es completamente accidental, obra del azar. Pero precisa­
mente en ello es donde entra en juego la opción; o bien las cosas
no son absolutamente nada más que sus apariencias, su «fenómeno
de ser», que se desvela a un conocimiento que se niega a superar
la sensibilidad, y entonces la razón está de parte de Sartre, pues
no queda lugar sino para la soledad, para la angustia; o bien las
cosas, a través y allende su aparición, nos sugieren una significación
que las sobrepasa.
Aquí es donde aparece el papel del pensamiento espiritualista:
no niega la aparente contingencia del amor humano, del lazo de
generación de los hijos a partir de sus padres, pero defiende que
a través de este lazo, en el seno de esta contingencia innegable
7
98 Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
(que el niño debe descubrir un día), están presentes con presencia
velada valores transcendentes. Esto es lo que Marcel llama «el
misterio»: a través de este amor de los padres hacia su hijo, amor
aparentemente gratuito, es un lazo más profundo el que se desvela
al pensamiento, el lazo que une a un ser engendrado con su
engendrador; este lazo es una imagen del que existe entre Dios
y el hombre, entre el Creador y la criatura. Para decirlo todo de
una vez, los padres participan de una realidad que los sobrepasa,
que no les alcanza más que en un marco contingente, pero que se
filtra a través de él y se halla presente con una presencia velada 4S.

• * * *

Vuelvo a rozar aquí la observación precedente: si hay «anti­


cipación del para-sí en el seno del en-sí», ello significa que el
«en-sí», la realidad existente, contingente, obscenamente presente,
estúpidamente ahí, «participa» misteriosamente de una realidad
objetiva, oculta, que aparece poco a poco y debe, finalmente, dar
un sentido a la existencia. En otras palabras, el surgimiento de la
conciencia en el mundo es el hecho fundamental: si se da, es
porque la conciencia es más que el mundo de lo existente y porque
éste participa de una realidad que lo supera. El mismo Sartre en la
frase famosa con que concluye L’étre et le néant confiesa que
vislumbra la filosofía de la participación.
Sin duda, la participación supone que lo real es algo distinto
y superior a sus apariencias fenoménicas opacas. El error de Sartre
consiste en rehusar examinar este «mundo ante-predicativo», an­
terior al diálogo del «en-sí» y del «para-sí». H e aquí por qué no

45 G. M arcel, Le mystére familia!, en Homo viator. Resumiré el pen­


samiento de Marcel en el tomo 111 de esta serie.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 99

ve en L’enfance d’un chef más que la mala fe del que quiere negar
su propia contingencia. Lo que hay que afirmar es la contingencia
y la transcendencia, transcendencia en el seno de la contingencia,
eternidad en el seno de la temporalidad 4Z. La filosofía espiritua­
lista no niega en modo alguno la encarnación contingente de la
conciencia; solamente añade que, a través de ella, se entrevé la
presencia de una transcendencia y, por ende, valores objetivos,
absolutos.

C. LA NOCIÓN DE LA CREACIÓN

Para dar un respiro al lector, tomaré este argumento de la con­


ferencia de vulgarización que Sartre ha difundido por todo el
mundo. Hay que rechazar a Dios, porque su existencia descansa
sobre el prejuicio del «creacionismo». Sartre se representa a Dios
como «un artesano superior»:
Cualquiera que sea la doctrina que consideremos, ya se trate de una
doctrina como la de Descartes o la doctrina de Leibniz, admitimos
siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o cuando
menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe exactamente lo que
crea. Así, el concepto de hombre, en el espíritu de Dios, e s a s im ila -
b le a l c o n c e p to d e p le g a d e r a e n e l e s p ír itu d e l in d u s tr ia l; y Dios
produce al hombre siguiendo unas té c n ic a s y una concepción, e x a c ta ­
m e n t e c o m o e l a r te s a n o fabrica una plegadera siguiendo una definición
y una técnica. As! el hombre individual realiza un cierto concepto que
está en el entendimiento divino (EH, pp. 19-20).

Diríase que estamos soñando. El simplismo de estos argu­


mentos de viajante del laicismo tiene algo que confunde. por

•*« Enrico C a s t e l l i, L e t e m p s h a r c e la n t, París, 1952, pp. 39-47, explica


muy bien este tema. El título italiano, l l t e m p o e s a u r ito , el tiempo «ago.
lado, vacío de sustancia», dice mejor que el título francés el sentido del
libro. El existencialismo de Castelli desemboca en lo espiritual.
100 Jeuri'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
desgracia, vamos a volverlos a ver en Le Diable et le bon Dieu.
Si Sartre es notable en las descripciones de la conducta sensible,
lo es también en la misma medida en las pruebas realmente in­
creíbles de su simplismo, cuando sobrepasa el dominio de la
sensibilidad y pretende abordar problemas espirituales.
Esta concepción de la creación supone que el hombre no puede
tener un átomo de libertad, de iniciativa, como no la tiene la
plegadera, que es enteramente pasiva en las manos del que la
fabrica y utiliza. Si se supone, escribe Sartre en L ’étre et le néant,
que Dios ha dado el ser al mundo, el ser aparecerá siempre man­
chado con una cierta «pasividad». Por otra parte, ninguna subje­
tividad, aunque fuera divina, podría crear algo objetivo, sino sola­
mente una representación de la objetividad. Y aun cuando ello
fuera posible, «en virtud de esa especie de fulguración de que
habla Leibniz», el ser creado no puede afirmarse como ser «más
que frente y contra su creador»: de lo contrario, lo creado no sería
más que un ser «intrasubjetivo», fundido, mezclado a la subjeti­
vidad divina, enteramente pasivo. Y como, por hipótesis, hay que
admitir la idea de una «creación continuada», lo creado perdería
entonces toda independencia, toda consistencia, toda «Selbstandig-
keit» (EN, pp. 31-32).

* # *

¿Será preciso recordar que la creación del hombre no se pue­


de asimilar a la fabricación de una plegadera? La misma plega­
dera, ideada por el ingeniero, es creada en el ser por Dios, como
el conjunto de la realidad. El acto creador no es el de un artesano;
la creación no es una técnica: ahí está la espantosa simplificación
sartriana; el filósofo es aquí testigo de un sesgo peligroso del
espíritu contemporáneo, que consiste en reducirlo todo a técnicas
utilitarias.
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 101
Si la creación del mundo material no es una técnica, mucho
menos todavía lo será la del hom bre: Dios crea al hombre libre,
le hace libre, crea la libertad en él. La actividad de creación no
es «un hacer» artesano, sino una comunicación del ser, por am or;
es don de sí; es voluntad de hacer que otros seres participen del
SER. Cuando se trata del hombre, la creación significa el designio de
hacerle participar de la naturaleza divina, entre otras cosas, por
medio de la libertad. Cualquier aprendiz de filosofía sabe que tal
es la idea tomista y cristiana de la creación; si Sartre se propo­
nía rechazarla, debería haberla refutado comenzando por distin­
guir entre la actividad técnica y la actividad creadora.
También aquí basta con pensar en la paternidad humana para
aprehender el sofisma sartriano. Quien engendrase un hijo con la
idea de hacer de él una cosa pasiva, una prolongación inerte de
sí mismo, no merecería el nombre de padre. El padre sabe bien,
cuando trae un hijo a la existencia, que colabora a la aparición
de una libertad nueva, la cual podrá oponerse a su propia libertad,
pero de la que espera que, en el seno de la autonomía, asumirá
libremente amar a quien le ha engendrado. Dios no quiere pros-
ternamientos serviles, decía Péguy. Tampoco los padres humanos.
También aquí, por desgracia, las teorías modernas sobre las «téc­
nicas sexuales» bordean el peligro de hacer pasar el nacimiento
de un niño por una «técnica de un género especial», pero, al fin
y al cabo, una técnica. Sartre no penetra en el misterio del amor,
ya que escribe que «el niño es una cosa vomitada». Al limitarse,
una vez más, a lo sensible, no podía menos de reducir la crea­
ción a una actividad técnica utilitaria. Le resulta entonces un
juego fácil acabar con tal caricatura.
* * *

Un ejemplo sacado del segundo tomo de Les chemins de la


liberté, mostrará cómo se representa Sartre las relaciones entre el
102 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
hombre y Dios. Daniel es un «seguidor» de C orydon; y lo sabe.
En lugar de asumir libremente lo que es, prefiere no encararse
consigo mismo; encuentra más cómodo exonerarse de su respon­
sabilidad. Entonces se vuelve hacia Dios; se imagina «una mirada
que le mira» (pensemos en «la mirada medusea»). Dios es «un
ojo que le mira»; bajo la fijeza de esta mirada, Daniel se siente
devenir «una cosa», un «en-sí», un objeto; bajo esta mirada se ve
enteramente identificado con su vicio, pues Dios dice que Daniel
«ES» un descarriado. En el mismo momento, explica Sartre, Da­
niel se ve liberado y exonerado de la responsabilidad de su vicio:
convertido en «cosa» bajo la mirada del «otro» (Dios), deja de
ser responsable de ser un extraviado, como tampoco la mesa es
responsable de ser una mesa bajo la mirada del hombre. Liberado
de sí mismo, Daniel escribe a Mathieu para comunicarle su «con­
versión».
Inútil negar que muy frecuentemente tal es la manera que te­
nemos de comportarnos: cuando decimos a un amigo: «|Q ué
quieres que haga; soy así, hay que tomarme como soy!», lo que
hacemos es tratar de reducir nuestras debilidades a una fatalidad
que no seríamos nosotros, que nos sería como algo externo. He
ahí un ejemplo de mala fe, y por desgracia, muy frecuente. Pero
si tal comportamiento es posible y hasta frecuente en la comedia
humana, ¿a quién se le hará creer que la actitud de Daniel en
presencia de Dios no es otra cosa más que una caricatura abomi­
nable del arrepentimiento cristiano?
Cuando el hombre se vuelve hacia Dios desde el seno de su
pecado, la mirada que encuentra no es esa «mirada medusea» que
le petrifica y le libera vergonzosamente de su responsabilidad. Sar­
tre blasfema cuando da a entender que Daniel va a convertirse a
la fe cristiana. Ningún cristiano admitirá que el arrepentirse de
una falta, bajo la mirada de Dios, equivale a tratar de descargarse
del peso de esta falta diciendo a Dios: «Ya ves, soy así; no
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 103
soy responsable.» Podemos intentar engañar así a los otros hom­
bres; pero hasta el creyente más tibio sabe bien que la «mirada
de Dios» es una mirada de am or; lejos de dejarnos clavados, pe­
trificados, es una llamada, un lancetazo, que penetra hasta la jun­
tura del alma y del espíritu, para devolvernos el sentimiento de
nuestra responsabilidad, para despertar en nosotros una libertad
muerta en el pecado.
Sartre diría sin duda que el arrepentimiento religioso es una
ilusión biológica. Pero la descripción fenomenológica de este sen­
timiento va en una dirección diametralmente opuesta a lo que
Sartre pretende hacer de ella; Sartre carece de toda antena que
le permita advinar lo que es la vida religiosa auténtica; diríase
que jamás ha leído un solo texto evangélico, un solo libro de
mística; diríase que nunca ha oído el grito del pecador que se
vuelve a Dios y se siente responsable ante Él, al mismo tiempo que
misteriosamente confortado por Él.

# # #

Este ejemplo arroja una claridad brutal sobre la idea comple­


tamente imaginativa que se hace Sartre de la creación: la expe­
riencia de Daniel no es más que la concretización de una teoría
filosófica. Carece de valor. Si crear vale tanto como fabricar, el
hombre no tiene sino dejarse «utilizar» por su fabricante. Encon­
tramos aquí el mismo paralogismo señalado ya a propósito de
Camus; desgraciadamente está «en el ambiente» y podría expre­
sarse bastante bien de la manera siguiente: o bien todo viene de
Dios, y entonces nada viene del hombre; o bien nada viene de
Dios y, en ese caso, todo viene del hombre. En esta segunda
hipótesis, si el hombre tiene alguna dignidad, algún sentido de la
libertad, y ello es necesario en nuestros tiempos de dictadura y
de conformismo democrático, se dirá que su dignidad humana
104 Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
comienza con la «muerte de Dios». He aquí por qué, ya que
Dios no existe ni puede existir, bajo pena de poner en peligro
la dignidad del hombre, el comportamiento religioso de los cris-
tianos parecerá a Sartre como forzosamente manchado de pasivi­
dad, de cobardía, de conformismo, de espíritu de seriedad. Los
cristianos, al igual que los niños, si son lógicos con su fe, no pue­
den menos de ser farsantes.
¿Será preciso repetir que, si Dios crea, quiere «que la sustan­
cia sea, que sea activa y que alcance su término»? ¿Será nece­
sario recordar que la realidad de Dios es necesaria para fundar el
sentido «último» de la realidad, pero que el mundo creado tiene
en sí mismo una cierta consistencia, que no es pura apariencia,
juego de ilusión, fantasmagoría predeterminada por un déspota
invisible? ¿Es necesario recordar que precisamente de esta su
consistencia es de donde la criatura saca la fuerza para rebelarse
contra Dios, que Dios acepta que la criatura utilice esta su li­
bertad, que Él mismo le ha dado, para volverse contra Él, para
ser «dios sin Dios»? ¿Será preciso, en fin, volver sobre esta evi­
dencia elemental, que Dios nos pide que roguemos y trabajemos,
ora ET labora? 47.
Cuando uno se ha limitado a lo sensible, se cierra también al
misterio del amor; no comprende nada del misterio de la «par­
ticipación» de lo contingente en lo transcendente. Entonces no es
posible ya ver en el mundo más que la pasividad vergonzosa de
esclavos serviles ante un Dios déspota, o la orgullosa suficiencia
de un ser que se pretende sin padre y sin madre. Nos daremos
todavía más perfecta cuenta de ello, analizando brevemente el
tercer argumento sobre el que Sartre pretende fundar su ateísmo.

47 A. D ondeyne, op. cit., nota 5, capítulos 1 y IV, explica bien este


punto esencial. Lo que es primero «quoad se» no lo es «quoad nos».
Los tres motivos del ateísmo de Sartre 105

d. CONTRADICCIÓN ENTRE LA LIBERTAD Y LA EXISTENCIA DE DIOS

Este tercer aspecto del ateísmo sartriano está implicado en los


dos precedentes. Pero Sartre deduce de él consecuencias tan im-
portantes que es preciso dedicarle algunas consideraciones en un
párrafo especial.
El ateísmo es, en Sartre, el fundamento de su concepción de
la libertad: puesto que no existen valores «inscritos en un cielo
metafísico», ni «naturaleza humana» concebida por un Dios, el
hombre está totalmente entregado, abandonado a sí mismo: debe
elegir continuamente y crear valores. Al contrario, de existir Dios,
la existencia de los valores objetivos dispensaría al hombre de la
responsabilidad de la elección. El hombre podría «apoyarse» en la
cómoda almohada de las certezas dadas; nunca más conocería la
«preocupación», que es la característica del hombre «libre» (EN,
721-722).
El argumento es sólo una variante del anterior; se limita a
insistir sobre el pretendido conformismo cobarde que caracteriza­
ría al creyente. Bastará recordar que la gracia de Dios no nos
alcanza como una invitación a sometemos con un conformismo
fácil. Penetra en nosotros como una lanceta, nos impide dormirnos,
nos obliga a una vigilancia siempre alerta; el cristiano es el vi­
gilante de la «noche de Pascua», noche durante la cual no está
permitido dormir, pues hay que «espiar el paso del Señor».
Esta vigilancia siempre en vela no se basa en no sé qué clase
de canonización de la inquietud por sí misma, sino en la realidad
de Dios que nos llama, y del que nunca nos sentimos más lejos
que cuando intentamos acercarnos a él. Basta recordar la vida de
los santos, sus angustias, sus noches de los sentidos y del espíritu,
l.i nube luminosa que les rodea cuando se acercan a la unión
106 Jeati'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
divina; Gregorio de Nisa habla, por ejemplo, de la «epectasis»,
esto es, de una salida indefinida de sí hacia el abismo insondable
de Dios.
Al contrario, inversamente a lo que con demasiada facilidad
se piensa en los medios cristianos, el incrédulo no es necesaria­
mente un hombre torturado por las preocupaciones y las angustias;
Sartre es un claro ejemplo de ello. Con harta frecuencia la con­
versión hace pasar a un ateo de un mundo aparentemente equi­
librado a un universo en el que se descubre arrancado a sí mismo.
El velo de Verónica, de Gertrud von le Fort *, muestra bien lo
que digo, en el contraste entre la abuela, que muere serenamente
contemplando el Panteón, y la tía de la heroína, que, siendo cris­
tiana, conoce los espantos de una purificación dolorosa.
Con demasiada frecuencia rebajamos nuestras creencias al ni­
vel de fáciles y confortables recetas, al cálculo minucioso de nues­
tros méritos, a este odioso balance de nuestros pecados y de nues­
tras virtudes, a ese oscuro «ni bien ni mal» de la vida religiosa
adormecida. Pero un escritor debe juzgar de una religión por sus
representantes más eminentes, los santos y los místicos. Se podrá
decir, evidentemente, que sus experiencias son «ilusiones biológi­
cas» ; se pretenderá reducirlas a fenómenos de subconsciente y de
inconsciente; pero, si se es leal, habrá que comenzar por descri­
birlas tales cuales son y no, como hace Sartre, por basarlas en una
caricatura.
El autor de L’étre et le néant da pruebas, por otra parte, de
una asombrosa ignorancia en lo que se refiere a la realidad cristia­
n a; escribe, sin pestañear, que «la experiencia mística no es una
experiencia privilegiada», como si ignorase la suma de ascesis y
de renunciamiento que supone de hecho; ¿se puede pensar que

Hay trad. esp. de V alentín G.a Y ebra , Madrid, A. Aguado, 1944.


El antiteísmo de Sartre 107
una experiencia que se funda sobre tales renunciamientos no tenga
nada original que enseñarnos, que sea exactamente del mismo
orden que la de un hombre sensual, por ejemplo? Hay que decir­
lo: Sartre borra de un plumazo veinte siglos de historia cristiana,
sin una investigación seria, y sí sólo en virtud de una opción
previa en favor del «racionalismo materialista» o, si se prefiere,
según Gilbert Varet, del «empirismo dialéctico» 48.

IV. EL ANTITEISMO DE SARTRE

La base del sistema sartriano descansa en una opción en favor


del mundo del conocimiento sensible; a partir de ahí, es fácil mos­
trar que la idea de Dios es contradictoria y que suprime toda
libertad humana. Así pues, lo que parece primordial en su obra
es el ateísmo. Cabe, sin embargo, preguntarse si ello no es una
apariencia y si, en el fondo, el motor secreto del sartrismo no será
la oposición a Dios.
Dos textos lo dicen con toda claridad. El primero, en la con­
clusión de L ’existentialisme est un humanisme:
El existencialismo no es propiamente un ateísmo en el sentido de
que se agote en demostrar que Dios no existe. Más bien declara:
«Aun cuando Dios existiese, nada cambiaría»: he aquí nuestro punto
de vista. No es que creamos que existe Dios: pero pensamos que el
problema no es el de su existencia: es preciso que el hombre se en­
cuentre a sí propio y se persuada de que nada puede salvarle de sí
mismo, ni siquiera una prueba valedera de la existencia de Dios (EH,
p . 95).

A pesar de un parecido aparente con el ateísmo ya descrito,


la idea que Sartre expresa aquí no es idéntica a la precedente. Lo

-18 G. V aret , op. cit., nota 27, pp. 163-179.


108 Jeati'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
que Sartre quiere decir es que, aun cuando Dios existiera, nada
cambiaría por ello: el hombre seguiría estando obligado a elegir
su camino, pues los «valores», aunque existieran, no son nunca
lo suficientemente precisos como para dispensarle de la opción;
en último análisis, el que se compromete lo hace en una soledad
y desasistimiento absolutos.
Sartre, para ejemplificar esta doctrina, nos cuenta la historia
del joven que le pedía consejo, durante la ocupación, sobre si de­
bía marchar a Inglaterra o quedarse al lado de su madre que vivía
para él y de la que era el único sostén; nada podía aconsejarle,
explica el filósofo, por la razón de que los consejos de otro son
ineluctablemente demasiado generales; en última instancia, era el
joven quien debía decidir solo. Sartre cita también el ejemplo de
A braham : Abraham creía que Dios había hablado; pero, en el
fondo de su ser, el patriarca no estaba seguro de ello sino porque
él había decidido estarlo19. La palabra de Dios nunca puede tam ­
poco ser bastante neta; en última instancia, sería el hombre quien
decide que «Dios ha hablado».
Lo que hace Sartre aquí es forzar una puerta abierta. En efec­
to, ¿quién ha pretendido nunca que la existencia de Dios signifi­
que que el hombre no tiene sino consultar el «código» de la moral,
antes de obrar, como se abre un libro de cocina para conocer la
receta de la tarta de arroz? El simplismo de Sartre es, una vez
más, asombroso. Cualquier cristiano sabe que, en último análisis,
es él responsable y que, por ejemplo, la fe en Dios no deviene to­
talmente «verdadera» más que en el acto mismo en cuya virtud se
entrega a Dios: sólo entonces, en el gesto mismo con que la acoge.49

49 Como desfiguración inverosímil de la evidencia psicológica, sería


difícil encontrar nada mejor: | como si Abraham hubiera tenido el senti­
miento que decidía que Dios quería que le inmolase a su hijo!
El antiteísmo de Sartre 109
le aparecen los motivos de credibilidad (que son objetivos) con
todo su valor probativo; mas ello no significa que «Dios haya
hablado». Precisamente el hombre se vuelve a Dios porque pres-
ta oído a un llamamiento divino; este llamamiento se convierte
en certeza para él cuando, al acoger la gracia, el hombre la hace
suya 50.
Si la libertad desempeña un papel en la fe, a fortiori lo desem­
peñará en la vida cristiana cotidiana; cualquier cristiano conoce
los espantos de la incertidumbre, cuando se pregunta cuál es la
voluntad de Dios respecto a él en tal o cual materia, hic et nunc.
Y está tanto más sobre aviso, porque sabe con cuánta facilidad
los móviles egoístas pueden solaparse bajo motivos aparentes de
generosidad y de obediencia a la voluntad divina; todos los hom­
bres espirituales han repetido que el hombre puede disfrazar so
capa de (¡voluntad de Dios» instintos harto egoístas. La historia
de la cuarta cruzada (que terminó con la toma de Constantinopla)
constituye un ejemplo doloroso de ello.
El cristiano debe, por tanto, buscar la voluntad de Dios; debe,
en último análisis, dar el salto, elegir, optar en pro o en contra
de Dios. Como quiera que la fe no es el término ineluctable de un
razonamiento matemático y la libertad juega en ella siempre un
papel, el discípulo de Cristo no es un «farsante» que se limita a
dejarse ir pasivamente. Pero, de esto a decir que no existe en
absoluto ninguna norma objetiva, o que, si la hay, ello nada
cambia la situación, media un gran trecho. Esa norma objetiva
nunca será totalmente, matemáticamente constrictiva: de ahí pro­
viene la gravedad de nuestras más pequeñas decisiones, sobre todo
en materia religiosa; y esa gravedad es todavía mayor, si cabe,
rn el caso de un cristiano, pues éste debe preguntarse constante-

*" Expondré este punto en el capítulo IV, dedicado a Malégue.


110 Jeari'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
mente si con sus actos no pondrá en peligro su destino eterno y
el de los otros. El discípulo de Jesús está iluminado, sostenido
por la luz de Dios, y a la vez es libre ante sus llamadas, igual
que, en el amor humano, el amado se halla sostenido, envuelto
en la radiación amorosa del llamamiento de amor que le viene
del otro, y totalmente libre frente a esa llamada; el amante,
cuando elige la persona amada, para siempre, arriesga también su
destino. Su perplejidad es tanto más seria, cuanto que se pregunta
continuamente si, al rehusar, no desoye un llamamiento real ve­
nido de fuera, una luz que no ha salido de él, sino de otro.
Sartre, por desgracia, no puede más que caricaturizar el amor,
que es valor objetivo y libertad, pues escribe fríamente: «el alma
es el cuerpo»; «Pedro puede seguir presente a Teresa, domicilia­
da en París, al menos mientras viva». Esto es materialismo, y
del más crudo.
# # #

Este primer texto no expresa con bastante claridad el anti­


teísmo, aunque permite entrever que incluso la palabra de Dios
deja al hombre solo y le obliga a decidirse como si Dios no exis­
tiese, es decir, evidentemente contra él. Otro texto, tomado de la
introducción de L’etre et le néant, es mucho más explícito:
En una palabra, aunque hubiese sido creado, el ser en-sí sería in e x ­
Esto
p lic a b le p o r la c re a c ió n , p u e s r e a s u m e s u s e r p o r e n c im a d e é s ta .
equivale a decir que e l s e r e s in c r e a d o , no que se crea a sí mismo
(EN, p. 32).

Este pasaje viene a decir que el ser creado, no pudiendo «exis­


tir» más que fuera de la «pasividad» impuesta por el creador, no
puede sino «reasumir su ser», por encima de la creación. El tér­
mino «existir» significa en Sartre estar solo, decidir continuamen­
te, estar condenado a la libertad. Es evidente, en ese supuesto.
El antiteísmo de Sartre 111

que, incluso si ha sido creado por Dios, el hombre no puede ser


él mismo más que silenciando esta existencia de Dios y eligién­
dose continuamente, refiriéndose a sí mismo y nada más que a
sí mismo. Por lo demás, la palabra «reasumir» (su ser) dice bien
claro que, según Sartre, el hombre no puede llegar a su estatura
de hombre más que alzándose contra Dios.
A los ojos de Sartre, el problema de Dios es secundario, inú­
til, ya que en nada cambia el desarrollo de la vida humana. Di­
ríase que sólo alienta en él la pretensión de demostrar que se
puede prescindir de Dios, exista o no. Podía dudarse antes de que
hubiera en esto antiteísmo real; pero desde la aparición de Le
Diable et le bon Dieu no es posible ya seguir dudando.

* * #

Bastará recordar el dato central de esta áspera obra. Después


de haber apostado a ser un «superhombre» en el mal, para hacer
sufrir a Dios con su provocación, Goetz apuesta a ser en adelante
hombre de bien. Como, según le ha dicho Heinrich, el bien es
imposible, decide hacerlo. El reitre «invita» a Dios a colaborar a
sus buenas obras, igual que le había antes provocado con sus
crímenes. Naturalmente, las cosas no van ahora mejor; al contra­
rio, van de mal en peor. Goetz descubre entonces que se ha equi­
vocado, tanto cuando creía provocar a Dios con el mal como
ahora que le intima a ponerse de su lado en sus buenas obras. Y
concluye entonces que no existen ni el Diablo ni el «buen Dios»;
el hombre está solo. Al descubrirse responsable, bajo un cielo va­
cío, Goetz se siente en comunión con los otros hombres; sola­
mente entonces emprende la tarea de construir la ciudad humana.
Resulta evidente que Goetz comienza por el antiteísmo; más
i irde, después de su «conversión», al comprobar que Dios per-
"i.mece mudo, opta por el ateísmo; declara, parodiando a Pascal:
112 Jeati'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
«Dios no existe. ¡Alegría! [Lágrimas de alegría! ¡A leluya!»61.
Pero no resulta menos evidente que, si el personaje pasa del anti-
teísmo al ateísmo (de una manera muy simplista), el autor de la
obra, en cambio, pasa del ateísmo al antiteísmo. Ese es el único dato
nuevo de esta obra, que, por otra parte, no es más que un refrito
de los laboriosos teoremas sartrianos.

51 Esta manera de provocar a Dios al castigo hace pensar en aquellos


oradores ateos que, en el siglo XIX, invitaban a Dios a que los fulminase
en castigo de haber negado públicamente su existencia; después de cinco
minutos concedidos al Señor para que tomase sus medidas, ante el «silencio
de Dios», el orador metía el reloj en el bolsillo, concluyendo: «Estáis viendo
que Dios no existe». El «silencio de Dios» ante las buenas acciones de Goetz
es del mismo tipo. La virtud no siempre es recompensada automática­
mente, visiblemente, ni el vicio fulminado, pues Dios es transcendente y
respeta la libertad humana.—Corre, no hay duda, una literatura «piadosa»
que simplifica de manera injuriosa la noción de providencia; pero la teo­
logía no ha seguido nunca esa opinión «piadosa».—Concedo que la época en
que se sitúa el drama es de aquellas en que la Iglesia se comprometió
temporalmente de la manera más peligrosa. Pero la forma en que Sartre la
describe «huele a chamusquina»: los efectos son un poco gruesos (por
ejemplo, la escena bufa de Tetzel). En cuanto a la escena de los «es­
tigmas», sería blasfema, de no ser sobrado simplista: está un poco
anticuado eso de pretender que los «curas» engatusan a los fieles con la
«magia blanca»; se cree uno en el «Café del Comercio» con Monsieur
Homais. Basta pensar en los estigmas de San Francisco de Asís para
percatarse de que Sartre rebasa aquí los límites de las bromas permitidas.—
Por más vueltas que le doy a la obra, no encuentro en ella nada nuevo o
interesante: comenzar por hacer de Dios un fantoche granguiñolesco, para
mostrar mejor que no existe; pretender presentar la «conversión» de Goetz
como el comportamiento religioso normal; forzar puertas abiertas; exhumar
y airear los escándalos más torcidos de la historia de la Iglesia, todo ello
para venir a parar en la conclusión que se adivinaba desde el principio,
entraña falta de seriedad. Claudel, en Le soulier de satín, supo dar una
prestancia humana a su personaje demoníaco, Dom Camille. Vuelvo a
repetirlo, esta obra de Sartre es de un teatro de «patronato» (ateo).
El antiteísmo de Sartre 113
Blanchet52 ha visto muy certeramente que este drama nos re­
vela los secretos del alma de un ateo moderno. Sartre, esta vez,
desciende a la arena y se pasa al ateísmo militante. Mientras que
hasta el presente la incredulidad parecía caminar tranquilamente
por su mundo, ahora consagra cuatro horas completas a probar
que no hay Dios. Sartre se hace agresivo; pero, al propio tiem­
po, descubre que se halla obsesionado por Dios, este Dios a quien

i2 Études, noviembre, 1951, p. 230 ss. He utilizado ampliamente este


artículo. Sin embargo, hay que señalar dos aspectos importantes impli­
cados en Le Diable et le bon Dieu. El primero se refiere a una serie de
expresiones antropomórficas sobre Dios que castiga (visiblemente) al pecador
y recompensa (visiblemente) al justo: una literatura y una predicación
demasiado corrientes todavía usan y abusan de estos vocablos que, utili­
zados sin la debida matización, se prestan a las críticas sartrianas. Hay que
decir y repetir, tal como procuré hacerlo en el Silencio de Dios, que la
recompensa de la virtud es ante todo «interior» y que el cristiano, al acer­
carse a Dios, sufre la prueba del «desierto», como Jesús en la Cruz. Las
expresiones del Antiguo Testamento hay que comprenderlas bien: primero,
se debe tener en cuenta el progreso del Nuevo Testamento respecto al
Antiguo; en segundo lugar, la «cólera de Dios» expresa, en los profetas
por ejemplo, la grandeza de un Dios que salvaguarda la santidad y la
justicia; a través de los «sucesos» históricos, lo que principalmente per­
sigue Dios es la total transformación interior de Israel; basta recordar a
Jeremías, por ejemplo, para comprender la perspectiva escatológica (de fin
de los tiempos) que domina los «antropomorfismos» veterotestamentarios;
en fin, las expresiones humanas, aplicadas a Dios en la Biblia, no dismi­
nuyen en nada la transcendencia absoluta del Señor de los Cielos, al con­
trario: es necesario a la vez respetar la letra de los textos inspirados y, bajo
la dirección de la tradición de la Iglesia, rebasar esa letra en el sentido
de las realidades cristianas anunciadas en ella. La segunda observación se
refiere a recordar una mala fe demasiado frecuente entre los creyentes:
hay demasiados «creyentes fingidos», son muchos los que «establecen en
ellos una solidaridad errónea entre su fe y su desvitalización»; la crítica de
Sartre, que se imagina llevar en sí el ateísmo, «exige más bien una fe que
8
114 Jeart'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
trata por todos los medios de negar; nunca había empleado con
tanta frecuencia el nombre de «Dios» en toda su obra anterior
(a parte Les mouches); en esta obra ese nombre resuena en cada
página.
El «cadáver» de Dios es uno de los que Europa no logra qui­
tarse de encima tan fácilmente; Sartre no puede deshacerse de
esta «momia», que se revela tenazmente obsesiva. No se encar­
nizaría, como lo hace, en «probar» la inexistencia de Dios, si no
fuera porque está obsesionado por Él. El lado negativo de su
espíritu se acentúa; el autor de La nausee carece de aliento para
cantar por ella misma la fraternidad de los hombres; no logra
sacar chispas de su escribanía más que cuando intenta probar que
Dios no existe. Si no tuviera «el cadáver» de Dios para arremeter
contra Él, poco tendría que decirnos. Lo que nos interesaría sería lo
que sucede después de bajar el telón; pero Sartre nos da esqui­
nazo. El hecho de que en su última obra no encuentre aliento
para mostrar la fraternidad del hombre más que oponiéndola a la
pretendida existencia de Dios, prueba que Dios le molesta.
* * *

El antiteísmo constituye la base del sistema de Sartre, y es su


fundamento en virtud de una opción en favor de una libertad
humana que se quiere absoluta y que, por ende, no puede menos

se purifica» (T é m o ig n a g e c h r é tte n , edición belga, 18 de octubre de 1952).—


De manera general, recordemos que el pecador es castigado p o r su p e c a d o :
es el mismo condenado el que ha elegido no amar a Dios; e s e l fu e g o m is m o
d e l a m o r d i v in o e l q u e q u e m a y to r tu r a a l q u e , h e c h o p a ra D io s , h a e le g id o
re c h a z a r le y vive por tanto en contradicción o n to ló g ic a consigo mismo;
esta profunda concepción de Scheben enfoca y sitúa bien el problema de las
«recompensas y castigos». Sartre ignora el ABC. Utiliza imágenes de Epinal
que ningún teólogo serio admite.
La oposición al mundo sobrenatural 115
de oponerse a toda realidad transcendente. La ((demostración» de
la inexistencia de Dios es sólo un trampantojo, una engañifa. Mar-
cel resumió todo esto al escribir, a propósito de Sartre, estos tres
aforismos: «Dios no debe existir (si no, adiós «dignidad» huma­
na); afortunadamente, no constituye problema (pseudodemostra-
ción filosófica); por lo demás, es un problema secundario, inútil.»

V. LA OPOSICION AL MUNDO SOBRENATURAL

Los dos circuitos que hemos recorrido en torno a la persona


y la obra de Sartre nos han llevado al mismo punto: Sartre está
enligado en el mundo de la experiencia sensible. La transcenden­
cia que generosamente atribuye a los «proyectos» del hombre no
es una transcendencia auténtica, sino lo que fean Wahl propo­
nía llamar «transdescendencia». Este término, en el existencialismo
ateo, no significa otra cosa más que la libertad del hombre que
le proyecta siempre más allá de sí mismo, adelante, hacia nuevos
compromisos. Todo ocurre en un plano rigurosamente horizontal,
pues el hombre queda recluso en el universo como en aquella
habitación del hotel de Huis-clos de la que nadie puede salir.
Como quiera que todo acto libre es relativo, limitado, y se halla
amenazado de enfangarse en el dominio del «en-sí» viscoso, el
hombre no es más que una sombra eternamente proyectada hacia
delante de sí mismo, pero totalmente inconsistente.
Sartre tratará de fundar una moral sobre esta «ontología fe-
nomenológica». La única regla que puede formular es la de que
es preciso promover un régimen humano y político que asegure
•i cada hombre el máximo posible de libertad, ya que la libertad
«(instituye el único valor del hombre. Esto es ya algo, no cabe
duda, pero nunca pasará de ser una «moral de la ambigüedad»,
116 fean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
según la terminología de Simone de Beauvoir 53*. Al percatarse del
equívoco inevitable de todos los compromisos políticos y humanos,
el hombre sartriano no podrá encontrar un poco de grandeza más
que en la decisión de asumir lúcidamente su acto de hombre; así
es como obra Hugo, al final de Les mains sales.
Esta actitud estoica, pero de un estoicismo al que se ha des-
pojado de sus prolongaciones místicas51, seduce al hombre mo­
derno; al mismo tiempo, esa actitud queda cerrada a toda eva­
sión hacia un mundo sobrenatural, el de la fe y el de la gracia.
Gabriel Marcel escribió que la filosofía de Sartre es el sistema más
lógico de oposición a la gracia que haya habido jamás. Lo ha
dicho S artre: nada «externo», absolutamente nada, puede entrar
en el hom bre; éste está totalmente abandonado a sí mismo 55.
En la época del idealismo, el principio de inmanencia afirmaba
lo mismo, es a saber, que nada puede entrar en el espíritu que,
de alguna manera, no se halle ya en él. Blondel, en L’action,
había demostrado que, aplicando íntegramente ese principio, por
fuerza se debía desembocar en una opción frente a lo único, trans­
cendente, necesario, inaccesibler’6. Pero esta dialéctica no parece
posible aplicarla al existencialismo ateo, como voy a demostrar.
* • #

53 El libro Pour une morale de l’ambigutté permite prever lo que será


sin duda la moral de Sartre.
51 Simone Weil había comprendido estas prolongaciones místicas (cf.
tomo I de esta obra).
ís Hay que leer en EN, pp. 428 ss., lo que escribe Sartre sobre esta
«enajenación», que sería toda «relación» con «otro». Es digno de leerse
todo el capítulo, pues en él se halla todo el fundamento de la oposición
radical a la gracia. Véase también el comentario de G. M arcel, en Homo
viator, pp. 255-256.
68 Cf. Au seuil du christianisme (Cuadernos de Lumen Vitae, n.° IV),
Bruselas, 1952, estudio sobre Blondel, pp. 97-153.
La oposición al mundo sobrenatural 117
Sartre se representa «la gracia» como una especie de mano
todopoderosa que se apodera de un objeto que utiliza a su gusto,
quitándole toda autonomía. Esta misma caricatura aparece apli-
cada a Dios, por ejemplo en Le Diable et le bon D ieu: el ser di­
vino queda en ella reducido a las proporciones de un vulgar dic­
tador, armado de látigo para castigar a los esclavos rebeldes, o
provisto de bombones para recompensar a los súbditos servilmente
sumisos.
Era posible superar el idealismo, porque este sistema subraya­
ba la autonomía de la actividad espiritual del hombre; con Sar­
tre, no sucede lo mismo; el «para-sí» es sólo un reflejo del «en-sí» ;
no hay «reverso» en la conciencia. La autonomía de que habla
Sartre a propósito de la libertad queda estrictamente limitada al
orden sensible y material. La invasión de un valor distinto, trans­
cendente, no puede, por tanto, significar más que la destrucción
pura y simple de la libertad.
Dicho en otras palabras, como el autor de La nausee desespi­
ritualiza totalmente al hombre, por ello le es imposible entrever
una actividad humana que sea totalmente acogedora y que, sin
embargo, permanezca libre, no pasiva. La confusión mayor del
existencialismo ateo es haber identificado ”disponibilidad y pasu
vidad”. La libertad de que habla es un absoluto vacío; se limita
a la opción; la verdadera libertad es «liberación», expresión del
ser íntimo, según la doctrina de Blondel, de Bergson y Marcel;
también la conoce Santo Tomás, pues distingue la voluntas ut
natura, lo voluntarium y lo liberum o libertad de elección.
Cierto que la concepción «vulgar» que el «sentido común»
tiene de la libertad hace difícil la comprensión de este punto de
vista. El hombre de la calle identifica libertad y posesión de sí;
l.t noción de personalidad implicada en ciertos slogans equivale a
una autosuficiencia solitaria, lúcida, que va a menudo acompañada
■Ir una especie de crispación un poco tiesa del yo. La fuerza, la
118 Jeati'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
energía en la acción exterior, la seguridad de sí mismo serán con­
sideradas como los indicios de una «personalidad recia». La juven­
tud confunde a menudo la personalidad con una cierta dureza
en el comportamiento exterior. De la misma manera, para el mar­
xismo, el burgués carece de personalidad, porque se deja ganar
por el «sentimentalismo» del amor, cuando el «hombre de verdad»
busca en todo la camaradería viril, incluso en el amor. De ma­
nera general, el mundo actual se caracteriza por una hipertrofia
de esta falsa noción de la personalidad. Inútil añadir que, en esta
perspectiva, la sobrenaturalidad de la gracia sólo puede aparecer
como una enajenación de la libertad activa en provecho de una
indigna inercia pasiva. Si es verdad que el hombre moderno se
quiere «sin padre ni madre» y pretende recrear el mundo y a sí
propio, partiendo de una especie de «cero» previamente realizado,
no hay por qué extrañarse de que experimente en presencia de
lo sobrenatural de la fe el resentimiento característico de quien
se agarra a un yo que quiere «poseer» y que siente amenazado
por una intrusión extraña.
Las ideologías totalitarias, fascistas o marxistas, han afirmado
con toda nitidez que la verdadera libertad no consiste en hacer
arbitrariamente lo que uno quiere, sino en «consentir con la ne­
cesidad», en este caso, la del estado, la raza o la clase. El error
aquí reside en el objeto del consentimiento, no en la intuición de
que libertad y don de sí, consentimiento, pueden ser sinónimos.
La fenomenología moderna ha aportado en este punto un pre­
cioso material existencial, al subrayar y aclarar lo que se llama
«la intersubjetividad», es decir, el hecho de que el hombre no
«se realiza» como hombre más que en la comunión, en la «con­
vivencia con» los otros. En lugar del «yo» hay el «nosotros»;
frente al «yo» está, dándole su sentido, el «tú». Vislumbramos
aquí cómo el abandono de sí a «otro» se sitúa en la misma línea
La oposición al mundo sobrenatural 119

de la personalidad y de la libertad verdaderas. Se verá todavía


mejor, si se medita un poco la experiencia del encuentro amoroso.
La verdadera personalidad no consiste en la afirmación solita­
ria de su autosuficiencia, sino en la acogida amorosa del amor de
otro. En el don que hace de sí misma la mujer al hombre, en el
momento mismo en que se le entrega, en cuerpo y alma, en car­
ne y espíritu, la mujer es aparentemente pasiva; no es sino olvido
de sí misma, acogimiento, renunciamiento propio, ya que se deja
penetrar, invadir, dominar, arrastrar, como por un torrente, por
una vida poderosa, la de su marido. Y porque esta potencia de
vida a la que se abandona no es suya, sino de aquel a quien se
entrega, es por lo que la mujer conoce la alegría. Pero también es
en este minuto cuando experimenta en sí como el nacimiento de
una nueva libertad; «se hace mujer», dice la sabiduría secular:
y ¿qué significa sino que en ese minuto en que se abandona a
otro la mujer deviene ella misma? Es libre. ¿Quién se atrevería
a decir que, en ese ímpetu incoercible que arroja a uno en bra­
zos del otro a marido y mujer, hay menos libertad que en los
gestos de la vida en que cada uno nos esforzamos, solitariamen­
te, por afirmarnos a los ojos del mundo como «dueños de nosotros
y del universo»? En ese momento en que el hombre y la mujer
están más poderosamente «proyectados fuera de sí mismos)) por
el ímpetu amoroso, es cuando, en esa vida común, en el seno del
matrimonio, sienten que se acercan a la verdadera libertad.
Esta comparación muestra bien claramente la coexistencia de
la disponibilidad y de la libertad, del abandono de sí a otro y
del nacimiento de la verdadera personalidad. En el momento de
la unión, la mujer, aparentemente pasiva, es activa de manera
suprema; lo es en el consentimiento propio. El que identificase
disponibilidad y pasividad, en el amor humano, mostraría que no
ha rebasado nunca el estadio de la dialéctica de la seducción.
En ese estadio se halla S artre; para él, en el amor, no hay más
120 fean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
que sadismo y masoquismo. Como quiera que no comprende nada
de este misterio del amor, precisamente por ello, tampoco com­
prende nada del misterio de la gracia sobrenatural. La vida mística
siempre se ha comparado, como se sabe, a los desposorios del
hombre y la m ujer; testigo el Cantar de los Cantares. En la unión
mística se habla igualmente de «contemplación pasiva», pero el
término, mal elegido quizá, significa propiamente que, en la cima
de la vida de la gracia, el alma es desposada, visitada por Dios;
como la esposa en el amor humano, así el alma en el divino no es
entonces más que disponibilidad, acogimiento; no se agota, no se
gasta ya dolorosamente en la afirmación, en la busca de sí misma. Se
abandona a las luces, a los toques de la divinidad. Pero esta «pasivi-
dad» no se opone a la actividad en cuanto tal, sino solamente a aque­
lla forma inferior de actividad que es la de las facultades periféricas.
Animus es «activo»; porque es agitado; Anima es «pasiva», por­
que es activa de una manera infinitamente más profunda, en el
plano en que el alma es visitada por la fuente misma de la vida.
Todos los autores espirituales lo han recalcado: la pasividad del
alma en el matrimonio místico es la forma suprema de la acti­
vidad. El cuerpo de la mujer revela bien, por su estructura, que
está hecho para abrirse, ser visitado, fecundado, y que sólo entonces
realizará su actividad suprema como cuerpo, dar el amor y la
vida; de la misma manera, el fondo del alma es realidad feme­
nina, porque es abertura al don de la vida divina.
Prueba de que hay aquí una actividad superior a todas las
otras la tenemos en el hecho de que los más grandes místicos han
sido también los hombres más activos, incluso en el plano visible:
¡cuántos apóstoles no han conjugado el máximo de la unión mís­
tica (por tanto, de la «pasividad» aparente) con el máximo de auto-
entrega, de compromiso en la coyuntura temporal 1 Basten los nom­
bres de Vicente de Paúl, de Catalina de Génova, de Teresa de
Avila.
La oposición al mundo sobrenatural 121
El dilema «pasividad-actividad», «creación-libertad» es, pues,
radicalmente falso: basta analizar la unión del matrimonio y la
unión mística para percatarse de ello. Pero, para que esta descrip­
ción sea completa, hay que admitir, por otra parte, que el hombre
no es un ser «sin padre ni madre», sino al contrario, que no es él
mismo más que en la comunión de las conciencias, en el don de sí,
en el seno del amor.
Encontramos aquí la mayor dificultad imprevista del existen-
cialismo ateo y de la mentalidad contemporánea. El hombre mo­
derno rehúsa ser «engendrado»; se quiere y pretende sin ascen­
dientes y sin descendientes. La importancia dada a la homosexua­
lidad en la literatura actual va en este sentido, como también todas
las tentativas para controlar, mediante una técnica, la propagación
de la vida. Son muy sugerentes, a este respecto, algunas novelas
de anticipación 57. El Faust de Valéry constituye igualmente una
prueba de esto, pues no veía en la inteligencia sino el «diamante
negro», y, avaro como Harpagon, encuentra únicamente placer
en el juego formal de la obra artística. La Jeune Parque no quiere
decir más que esto: esta «virgen» es atraída por la serpiente que
debe fecundarla, al mismo tiempo que quiere frenéticamente per­
manecer en la orgullosa soledad de su pureza cristalina; no quiere
ser fecundada por el mundo de lo sensible; al mismo tiempo, sabe
que, sin él, no será más que inconsciencia. Adrián Leverkühn, el
protagonista de Doktor Faustus, quiere igualmente crear un arte
cerebral, separado de las fuerzas «vulgares» de la pasión y de la
sensibilidad encamada.
De manera general, el arte contemporáneo parece marcado por

57 C itaré E s tr e lla d e lo s q u e n o h a n n a c id o , de F . WERFEL; L a s lá­


grimas d e D to s , de KUHNELT-LEDDHIN, así como las conocidas novelas de A .
H u x le y .
122 Jean-Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
esta voluntad orgullosa de recrear el mundo entero sin aceptar ser
visitado, fecundado por las aportaciones de la buena, de la eterna
naturaleza; esta negación sistemática de las tradiciones ancestrales
en materia de arte está vinculada a esta voluntad de «virginidad».
Igual que en los sistemas gnósticos, en los que el hombre quiere
imitar a Dios y concebir otros hombres sin aceptar la unión amo­
rosa, el arte moderno quiere engendrar sin ser desposado, quiere
construir sin ser fecundado: a menudo, lo que alumbra son abortos.
Lo han dicho dos grandes autores: foyce, en Ulysse, ha puesto
en el centro del drama de Bloom la ruptura del lazo de generación
a partir de Dios; Thomas Mann, en Doktor Faustus, nos muestra
al protagonista fulminado que vuelve al lado de su m adre; el nove­
lista indica bien a las claras que Leverkühn no hubiera debido
nunca abandonar el seno maternal que lo había engendrado.
La voluntad de ser sin padre ni madre explica la coexistencia,
en el arte y la vida modernos, de dos aspectos aparentemente
contradictorios: de un lado, un cerebralismo creciente; de otro,
un desbordamiento irresistible de las potencias oscuras de la vio­
lencia y la sexualidad. La obra de Sartre está en esta línea: cerebral
en su parte filosófica, rezuma pus y viscosidad sexual en la parte
literaria.

Era necesario este largo paréntesis. La finalidad que persigo es,


efectivamente, mostrar, por contraste, el carácter sobrenatural (y,
por tanto, libre) de la fe en Dios Salvador. Si, como Sartre, se hace
del hombre un ser «inengendrado», entonces el acogimiento se tor­
na pasividad, derrota, abandono, caída al nivel de las cosas. Si,
por el contrario, se ve en el hombre un ser engendrado, que halla
su verdadera libertad en la vuelta a las fuerzas que le han dado
la vida, que se la están dando continuamente, en lo profundo, en
este caso, el gesto por el que el hombre se abre a la gracia equi­
vale al gesto de volver a sumergirnos en el agua vivificante. La flor
La oposición al mundo sobrenatural 123

desgajada de su tallo se marchita; puesta en agua, «vuelve a ser


flor», vuelve a ser ella misma. El gesto por el que el hombre acoge
la gracia de la luz de la fe no es más que esto mismo. «El que
cree en mí, dice Jesús, ríos de agua viva brotarán de su pecho.»
Si se acepta haber nacido, se aceptará también «renacer» al mundo
de arriba. Libertad y sobrenaturalidad van siempre parejas en el
acto de fe: «Si no renacéis en el agua y en el Espíritu, no en­
traréis en el Reino.»

Es oportuno recordar aquí el ejemplo de Claudel: si había un


ser poderoso y lleno de vitalidad, lo era sin duda el «toro pletórico
de sangre» que era el joven poeta. Su primer héroe. Tete d’or,
quería negar la muerte y construir él solo la alegría del universo
y la suya propia. Cuando Claudel fué herido por la gracia, sintió
que ésta se dirigía a él, «Paul Claudel»; descubrió en sí a alguien
que le era más íntimo que su propia intim idad; se sintió llamado.
Escuchó aquella voz. Se convirtió.
Nadie se atreverá a afirmar que este gesto «de acogimiento»
haya disminuido la personalidad de Claudel; al contrario. N in­
gún poeta moderno da tal impresión de fuerza, de afirmación
poderosa del hombre carnal; toda la creación le está rendida y
habla por su boca; él es su profeta, su cantor inspirado. Pero esta
«autonomía» de sus personajes no es una autonomía rígida, dura,
m uerta; es misteriosamente flexible, cándida, porque, en lo hondo,
se alimenta de estos desposorios de Anima con su divino esposo.
Violaine no es, a juicio mío, una mujer cobarde, una mujer de
umala fe», sino, en el seno de un total abandono, una fuerza de
resurrección, de libertad.
124 Jeati'Paul Sartre o la negación de lo sobrenatural
El mundo moderno rehúsa reconocer el lazo de generación.
Quiere que el destino «sea negocio de hombres, que se trate entre
hombres». El mundo de Malraux es a veces un poco granguiñolesco,
porque ninguna mujer lo endulza con su presencia. El orgullo de
los regímenes nazis y marxistas proviene de esa misma voluntad
de prescindir de padre y madre. En la medida en que el existen-
cialismo ateo predica la autonomía estéril del hombre, no hace
sino llevar incienso al ídolo voraz de la técnica. La hipertrofia de
la técnica pertenece al mismo orden que la negación del lazo de
generación, de filiación. El enloquecimiento del hombre moderno
arranca de ahí; la actividad que desarrolla no pasa de la super­
ficie. Aunque, en su orden, esta actividad sea indispensable, de
nada sirve si no arraiga, en lo hondo, en la confesión de la depen­
dencia humana en presencia de Dios, El mundo de la técnica es el
mundo de lo sensible. Sartre, que se limita a los sentidos, no puede
entrever la realidad del mundo sobrenatural. En la medida en que
los cristianos actuales ceden al atractivo de las técnicas políticas o
industriales y olvidan que su primer deber es el de dar testimonio
en favor de lo espiritual y de lo sobrenatural, en esa misma medida
se verán arrastrados por la agitación y por la angustia.

* # #

El existencialismo ateo entraña un buen cúmulo de errores mo­


dernos. El principal radica en que, limitándose a lo inmediato,
rehúsa reconocer la dependencia humana respecto a las fuerzas
que dan la v id a: tanto en el plano de las fuerzas vitales pro­
fanas como en el de las energías espirituales, la carencia es la
misma. Volvemos al punto de partida: Sartre no logra nunca
desembarazarse del egoísmo sensual de su adolescencia; como
el adolescente, así ha querido negar que sea «niño, hijo», hijo de
los hombres, hijo de Dios.
Conclusión 125
La fe, que es un nuevo nacimiento espiritual, en Cristo, nuevo
Adán, que nos ha engendrado a la gracia, es la salvación única del
hombre contemporáneo. La fe es transcendente; nos eleva a un
orden de verdad enteramente diferente de las «verdades» terres­
tres (aunque no contradictoria con ellas). Al cortar su «dios» de
la tela de las causas segundas, Sartre ha demostrado que nunca
vislumbró siquiera la sombra del mundo sobrenatural.

CONCLUSION

Sartre es un racionalista y un materialista. Cuanto es admirable


en la descripción del universo sensible, tanto es elemental y sim­
plista cuando pretende rebasar ese plano. Desgraciadamente, vivi­
mos enviscados en el mundo sensible: ésa es la razón de que la
obra sartriana contenga una cantidad de «verdades». No se puede
menos de reconocer que corren por esos mundos demasiados «far­
santes» en estos tiempos nuestros o que, cuando menos, tales
«farsantes» bullen demasiado.
Pero, al circunscribirse a lo sensible, en virtud de una opción
secreta, Sartre «falsifica los dados» del juego. En su obra se si­
lencian una cantidad de experiencias tan reales como las que
describe. En cuanto a las que describe, pese a la parte de verdad
que contienen, sólo tienen una supuesta objetividad; están calcu­
ladas, recompuestas, a base de principios filosóficos de los que es
el más importante la famosa intencionalidad de Husserl («toda
conciencia es conciencia de»), por lo demás, desviada de su sentido
auténtico.
¿Por qué Sartre se ha encerrado en el círculo infernal del
«en-sí» y del «para-sí»? ¿Es orgullo luciferino, como dice Marcel?
¿Es incapacidad de ver otra cosa, habida cuenta, por ejemplo, de
su ignorancia absoluta de la filosofía anterior a Descartes? ¿Es
126 Jeart'Patd Sartre o la negación de lo sobrenatural
una «negación prenatal», según la expresión de Beigberger? ¿Es
un resto de protestantismo en Sartre, ya que los protestantes caen
fácilmente en el pragmatismo y agnosticismo religiosos? Sólo Dios
lo sabe.
Bástenos con haber demostrado que las experiencias de Sartre
no son «existenciales», en el sentido de que no engloban la
totalidad de la experiencia humana y de que se hallan deformadas
por principios filosóficos. Sartre no es un existenciaUsta, sino, como
se ha dicho, un «esencialista»'.
Como moralista, Sartre nos da algunos análisis justos de ciertos
comportamientos del hombre. Pero no puedo avenirme a identificar
el hombre en su integridad con esos aspectos larvarios, aunque ello
me valga ser tratado de farsante.
Lo más grave es el tono indiferente y glacial con que pre­
senta su ateísmo, como si se tratara de una cosa evidente y na­
tural. Si es cierto que mira a una grandeza humana real, ésta,
desglosada de Dios, no puede más que soñar con el estéril endure­
cimiento del «espléndido aislamiento».
Sartre no ha comprendido absolutamente nada del problema
de la fe, porque toda su obra se opone a esta frase evangélica: «Si
no os volvéis como niños pequeñuelos, no entraréis en el Reino
de Dios.» Y como esta verdad es central en el mensaje cristiano,
Sartre no ha nombrado nunca al que es encarnación de ese men­
saje, a Jesucristo.
Capítulo II

HENRY JAMES Y EL ATEISMO MUNDANO

Era como si yo sostuviese un combate con un


demonio por un alma, y después de haber pen­
sado esto, vi el alma humana — que tenia en
mis brazos tensos y temblorosos— bañada de
sudor, sobre una dulce frente de niño.

H en r y James

Habéis abandonado los ídolos, para convertiros


al Dios vivo.
S an P ablo ,
(Epíst. a los Tesalonicenses).
H. James, crítico del «ateísmo mundano»
No se concibe la libertad del acto de fe sin profundas dis­
posiciones morales; sin éstas, la inteligencia buscará en vano la
verdad religiosa. Dos actitudes son necesarias: la sinceridad, que
vence a la mentira con la confesión de nuestros pecados, y el
olvido de sí, que se opone al egoísmo.
La mentira y el egoísmo pueden hallarse mezclados tan íntima­
mente al aire que respiramos, que los «bebemos como agua», sin '
percatarnos de ello. Los medios mundanos están podridos hasta
la medula por esas dos taras; en ellos el ateísmo está tan profun­
damente soterrado, que mata toda fe religiosa, sin que nos demos
siquiera cuenta de ello.
James nos revela, mediante una crítica perspicaz del mundo
cosmopolita anterior a 1914, este «ateísmo mundano», que con la
mentira y el egoísmo cierra el camino de la fe. Pocas críticas son
tan corrosivas y también tan esclarecedoras; James arroja viva luz
sobre la «fascinatio nugacitatis», el embrujamiento del esnobismo
mundano, y lo hace de una manera inolvidable. Él mismo indica,
bien que en forma velada, el camino de la salvación. James no
tiene nada que aprender de S artre: pocos novelistas han llegado
tan lejos en el examen y crítica del «infierno mundano».

9
130 Henry James y el ateísmo mundano

I. EL ARTE DE JAMES

Nunca he podido olvidar mi primer contacto con la obra de


Henry James *. The Tum ing of the Sreiv, cuya traducción fran­
cesa cayó en mis manos en el año 1937, me permitió entrever
una cima de primera magnitud. Procuré informarme entre mis
amigos sobre el autor: nadie le conocía; solamente hablaban de
él Gide y Du Bos. Leí entonces Les papiers de Jeffrey Aspern, The
spoils of Poynton y Portrait of a Lady, con una admiración cre­
ciente. No me fué nada fácil hacerme con sus libros; parecía que
una conjuración del silencio se había tejido en torno del novelista
americano.
Hace unos años que han cambiado las cosas; tanto en los
Estados Unidos como en Europa, la gente comienza a interesarse
por él; algunos críticos llegan incluso hasta afirmar que Henry
James, nacido en 1834 y muerto en 1916, es el mayor de los
novelistas americanos. Han sido necesarios cerca de cincuenta años
para que su grandeza se revelase al público europeo.

# * *1

1 Henry James es hermano del célebre psicólogo WiHiam James. Pu­


blicó sus principales novelas entre 1897 y 1904, The Ambassatttirs, The
golden bowl y The wings of the dove. No vivió casi nunca en EE. UU.
Acabó sus días en una casita cerca de Londres, donde buscaba un retiro
que le preservase de la mundanidad londinense. Hay en traducción fran­
cesa: Le tour d’écrou, sutvi des Papiers de Jeffrey Aspern, París, 1929;
Le sort de Poynton, París, 1929; Ce que savait Maisie, París, 1940; Les
Ambassadeurs, París, 1950; Les alies de la colombe, París, 1953.—La edi­
torial Laffont anuncia la traducción de The golden bowl.—Hay que uti­
lizar las ediciones inglesas que contienen los prólogos de James.
El arte de James 131
James es considerado como el cronista mundano, superficial y
refinado, de esa raza de americanos ricos que, en los comienzos del
presente siglo, recorrían Europa, de Londres a Florencia y de
Venecia a París. El preciosismo denso de su estilo, el sinuoso des­
arrollo de sus intrigas, han sido causa de que se le comparase con
Marcel Proust. Este parangón no es falso; explica por qué la masa
de lectores ignora a James, prefiriéndole libros escritos en un estilo
rápido, más ligero, con una intriga cuyo desarrollo sea más evi­
dente. Solamente los esforzados, que gustan de reflexión serena y
obstinada, saborearán las novelas de James; su esfuerzo será re­
compensado; descubrirán uno de los mayores novelistas de todos
los tiempos.
A primera vista, su obra no es otra cosa que un careamiento
de la Europa cosmopolita anterior a 1914 y de América, país nuevo,
ardiente, fascinado por este Occidente milenario al que imita y
detesta. No faltarán lectores que juzguen que la época de esos
aristócratas podridos de dinero, ociosos y cultos, en eterno vaga-,
bundeo por todos los sitios de moda, Roma, París, Florencia, Lon­
dres, está ya muerta y bien m uerta; pero concederán que las
novelas de James constituyen un documento de primer orden sobre
una sociedad desaparecida y que tuvo su grandeza. El hombre
de 1955 piensa aquí en Bamabooth, Zauberberg, Le temps perdu,
obras sabias y refinadas, pero que no lee ya la juventud. Este es
rl punto de vista de la mayoría de los críticos, por ejemplo, Des-
mond Mjtc Carthy y André Maurois.
Otros críticos, en cambio, se sienten atraídos por el arte de
lames. Prefiriendo en su obra la parte menos popular, por ser la
de más difícil acceso, es decir, la que va de The spoils of Poynton
(1897) al Golden bowl (1904), ven en la creciente complejidad de
la técnica novelística jamesiana el legado más precioso del escritor
americano.
lames no interviene nunca en sus novelas; los personajes son
132 Henry James y el ateísmo mundano
presentados únicamente a través del reflejo que dejan en la con-
ciencia de los otros; son refractados en un complejo juego de
espejos. En Ce que savait Maisie, por ejemplo, el doble divorcio y
el doble nuevo casamiento de los padres no nos son presentados
directamente, sino a través de la conciencia de Maisie; la pequeña
constituye el centro del libro. Cuando el juego de reflejos se con-
centra en un solo espejo, el lector sigue su trayectoria con reía-
tiva facilidad; pero, cuando, por ejemplo en The golden bowl,
los espejos son múltiples, como una misma persona aparece suce-
siva o simultáneamente en conciencias diferentes, sin que jamás
se nos diga una sola palabra sobre lo que realmente es en sí misma,
en esos casos, digo, la mayoría de los lectores se pierden. Nunca
se sabe quién es Charlotte Stant, la figura central de The golden
bowl; sólo es visible en sus propios reflejos, refractados por el
Príncipe, Maggie Verver, Fanny Assingham y otros.
Este procedimiento ha sido varias veces imitado, por ejemplo
en Les faux monnayeurs de Gide; pero esta novela es de una
transparencia cristalina, comparada con las grandes novelas de
James. Y es que, a pesar de todo, Gide es francés.
« # #

El juego de espejos se complica todavía más, porque James es-


tudia los sentimientos de los personajes con ayuda de un micros-
copio. Du Bos ha captado admirablemente el procedimiento: «El
germen... que (James) acepta de la vida y que le sustrae, lo quiere
sólido, resistente como un hueso, y, al propio tiempo, de un
volumen lo más reducido posible...; de la vida, no quiere saber
más; tan persuadido está de que cualquier añadidura sólo sirve
para deteriorar... Sus relaciones con la vida, yo las veo represen­
tadas en un hilo telegráfico que corre por encima de los rieles y
paralelo a ellos. En su obra, los pensamientos y los sentimientos de
los personajes tienen la duración y el pleno desarrollo que tendrían
El arte de James 133
efectivamente si cada uno de ellos existiese solo, por sí mismo, sin
estar cortado, torcido por todos los otros —si se moviesen en
líneas paralelas, en lugar de resolverse en un punto de intersec­
ción— ; que tendrían, en una palabra, si la vida no existiese»
(Extraits d’un Journal, pp. 128-129).
Du Bos compara este procedimiento a la «música astronómica»
de Bach, así como a la de Brahms, «en quien nada contraría las
amplias volutas de cada tema. En Beethoven, por el contrario, en
el momento en que el tema despliega su más amplia corola, un
segundo tema lo traspasa, como el lanzazo del soldado romano en
el Gólgota; y de la herida salta la sangre misma de la vida» {Ibid.,
pp. 129-130).
Nada podemos añadir a esta comparación, una de las más bellas
de Du Bos; el estilo de James transcribe, en efecto, los arabescos
indefinidos del pensamiento de cada uno de sus personajes; nos
hace suponer que su autor «ha practicado previamente el vacío en
algunas bellas y espaciosas salas, velando y cuidando de que no
quede la más pequeña motita de polvo, la más leve posibilidad de
contaminación, y la novela, larga o corta, se desarrolla entonces
como un trozo de música de cámara al abrigo de toda intrusión»
(Journal, Tomo I, pp. 264-265).
Los personajes de James, salidos de las clases ricas y ociosas, de
una cultura refinada, recorren toda Europa como peregrinos del
.ufe; no tienen que preocuparse de la vida material; pueden hacer
«le su vida una obra de arte: las relaciones mundanas, en las úl­
timas obras, se elevan al nivel de una delicada obra maestra, en
<iiya comparación el arte social del Cortegiano 2 o el del gentil­
hombre del Versailles de Luis XIV parecen un ABC infantil.
# # #

'' II Cortegiano es un manual de «cortesanía» muy difundido en la


4| mk, i del Renacimiento. [Su autor fue Baltasar Castiglione. Fué traducido
134 Henry James y el ateísmo mundano
Si comparamos los dos primeros aspectos del arte jamesiano,
el juego de espejos y la floración de los sentimientos en un aire
químicamente puro, obtenemos la imagen de un mundo humano
artificial; es preciso dar a este último término su doble sentido de
obra de arte y de artificio (en el sentido de una apariencia ficticia).
Al multiplicar los personajes intermediarios, James lleva hasta el
paroxismo la impresión de una sociedad artificial. Los personajes
intermediarios, escribe E. Jaloux, «están encargados de refractar
las imágenes, de tal suerte que una novela de James es una serie
de pequeñas novelas que aíslan y explican la figura central, de la
que algunas veces no sabremos nunca otra cosa más que las inter­
pretaciones diversas, fragmentarias y contradictorias» (Prólogo a
la traducción francesa del Tour d’écrou, p. IX).

# * *

Precisamente se ha hablado, a este respecto, del arte por el


arte: James se habría limitado a edificar una «metafísica de lo
sensible», o mejor, según Du Bos, «una metafísica del esnobismo» 3.
La vida mundana se convierte en manos del novelista en una obra
de arte: los impresionistas no pintaban la realidad utilitaria, sino
la impresión que hace sobre nosotros, y ello con la ayuda de mil
manchitas de color, agrupadas armoniosamente. La vida mundana,
la vida a secas, sería para James la quintaesencia de millares de
sentimientos individuales, asociados armoniosamente, bien así como
de cien kilos de pétalos de rosa se extrae solamente un minúsculo
pomo de perfume. La vida estaría así al servicio de la obra de

a todas las lenguas cultas de Europa. En la literatura española es célebre


la traducción de esta obra por Boscán.—Ad. del Ed.].
3 Se ha comparado este aspecto con la obra de Proust. Pero preva­
lecen las diferencias sobre las semejanzas.
Significación religiosa de la obra de James 135
a rte ; sería vano que buscásemos en James un pensamiento, una
moral y, mucho menos, una religión: «El universo y la religión,
escribe D. Mac Carthy, se hallan tan totalmente excluidos de sus
obras como de las de un escritor del siglo XVIII. El cielo que se
tiende sobre la cabeza de sus personajes y la tierra que huellan con
sus pies no ocultan ningún misterio a sus ojos. El sentimiento
religioso está singularmente ausente de su obra» (citado por Graham
Greene, Essais catholiques, París, 1953, pp. 102-103).

II. SIGNIFICACION RELIGIOSA DE LA OBRA DE JAMES

James guardó, respecto a la significación de su obra, el mismo


pudor, idéntico silencio que los personajes que saca a escena. Sus
admirables prólogos 4 no explican jamás lo que ha querido «decir»,
sino sólo lo que ha querido «hacer», dando a la palabra «hacer»
su sentido pleno de «construcción, creación de una obra artística».
¿Bastará, para agotar el sentido de su arte, tomar simplemente al
pie de la letra estas afirmaciones? También Gide dijo que el punto
de vista estético era el único en el que había que situarse para
enjuiciar su obra con acierto; pero Et mine manet in te, ese
opúsculo postumo en el que se contiene una confesión de Gide,
una confesión que no hizo nunca durante su vida (y que repre­
senta, por ello, una verdad más profunda que todas las otras)
afirma que poco vería de sus obras quien no alcanzase a ver en
ellas una confesión y una tentativa de justificarse ante su mujer.
Es, pues, prudente considerar más de cerca el caso de James.1

1 Estos prólogos se hallan sólo en la reedición que, a principios de


rste siglo, hizo James de sus obras.
136 Henry James y el ateísmo mundano

1. N ostalgia de la I g lesia católica

Sería inconcebible, según Graham Greene, que el hijo de un


presbiteriano preocupado toda su vida por el problema del mal
y dominado por las doctrinas de Swedenborg, no hubiese here­
dado de su padre alguna inquietud religiosa. Si recibió de él su
desconfianza hacia toda «religión organizada, esta desconfianza
estuvo en pugna con el instinto más profundo de James, con su
pasión por Europa y por la tradición» (Essais catholiques, p. 103).
Greene explica que James nunca mostró mayor interés por la
Iglesia anglicana; sin embargo, si la obra jamesiana no hubiese ido
más allá del arte por el arte, la Iglesia anglicana hubiera debido
atraerle infinitamente más por su belleza estética que el catolicismo,
que se lleva tan bien con un baratillo piadoso, insoportable para
los anglicanos. Por lo demás, el mismo James lo ha manifestado:
La Iglesia católica, en comparación con las otras Iglesias, es cierta­
mente en nuestros días la más espectacular; pero debe poseer el
sentimiento de ser dueña de un gran caudal de espectáculos impre­
sionantes para permitirse abrir todos esos sórdidos tenduchos de ob­
jetos de piedad (citado en Essais catholiques, p. 105).

Lo realmente curioso es que, en casi todas sus novelas, los


protagonistas entran en iglesias católicas: Roderick Hudson (per­
sonaje de la primera novela de James) entra en San Pedro de
Roma, como también Strether, en The Ambassadors, penetra en
Notre-Dame de París; estas visitas despiertan en ellos sentimien­
tos de «apaciguamiento, de seguridad, de simplificación», que
frisan en lo sagrado; Strether, por ejemplo, entrevé una «bondad
difusa», situada allende la justicia y la injusticia, que prevalecen
extramuros de la catedral.
Pero hay algo más notable y más preciso en Ce que savait
Maiste; la pequeña, abandonada por sus padres, se despierta al
Significación religiosa de la obra de James 137
sentido moral con ocasión de sus paseos por Bolonia, acompañada
de su aya, Mrs. Wicks; entrevé que el matrimonio de Sir Claude,
un divorciado, con Mrs. Beale, divorciada también, entraña un
pecado. Pues bien, el tema del «sentido moral» va siempre vin-
culado a la estatua dorada de la Virgen de Bolonia, que domina
las murallas de la ciudad. El final de la novela nos muestra a la
pequeña liberándose del encanto embrujador y diabólico de Sir
Claude.
Hay que señalar también, como han hecho Greene y Mac
Carthy, la «brutalidad y la prisa tumultuosa de un mundo en el
que los muertos son olvidados»: esta frase es del mismo James;
viendo cierto día un coche fúnebre que corría alegremente camino
de Kensal Green, el novelista declaró que «morir en Londres es
estar bien m uerto»; James cuenta que fué entonces cuando se vió
literalmente constreñido a entrar en una iglesia.

2. El se n tim ien to d e u n mal sobren atural

James no creía, de una manera explícita, en la inmortalidad


del alma. Al recibir cierto día el texto de la conferencia de su
hermano «Sobre la inmortalidad», escribió a su hermana Alice:

Temo no poder comprender las categorías de pensamiento men­


cionadas por William, ni su objeto, ni las aspiraciones contenidas en
ellas (citado por Du Bos, Journal, tomo I, p. 252).

Du Bos comenta así este texto: «La idea de que el individuo


pueda valer por su sola autonomía, pueda en cierta manera no
existir más que por sí mismo, es una idea que, en el fondo, re­
pugna a James... Lo que el hombre puede enseñar, mostrar —apar-
le su yo desnudo (his bare self), que, para James, es siempre
terriblemente insignificante—, sus títulos a ser reconocido, apre-
■i. k Io , identificado, sus criados, su mujer, sus hijos, su casa y todo
138 Henry James y el ateísmo mundano
-*r— _

lo que ésta encierra, y su dinero, todas estas cosas dan al hombre,


según la idea de James, una dignidad positiva» (Ibid., pp. 252-253).
Este texto hace pensar en Mrs. Gereth, de The spoils of Poyn-
ton: Mrs. Gereth no es más que su casa y sus objetos de arte;
cuando queda despojada de ellos, no es ya nada. De igual manera,
en The golden bowl no se sabe nada de Amerigo, si no que es
«un Príncipe» italiano, heredero de tradiciones exquisitas, por­
tador de una cortesía avasalladora; es una obra de a rte ; su casa­
miento con la rica Maggie Verver no es sino una alianza de di­
nero; la hija del coleccionista americano completa, sin saberlo, la
«colección» de su padre, al añadir a ella un objeto suntuoso; el
Príncipe. Fuera de su papel de obra artística, nadie sabe lo que es
el Príncipe.

a. LA BELLEZA Y LAS RIQUEZAS

Precisamente es aquí donde se invierte la perspectiva; el suelo


tiembla bajo nuestros pies para desvelar las secretas profundidades
de la obra. Los personajes de James parecen ser sólo las riquezas
que poseen, porque se han identificado con ellas; no tienen ya
alma. Fascinada por el atractivo de la belleza sensible, deslum­
brada por el brillo de esta obra de arte que es la vida en sociedad,
seducida por esta «música de cámara» que se expande en «salas
espaciosas», al abrigo de las sordideces de la existencia, el alma de
los personajes de James se ha dejado aprisionar de tal manera
por los reflejos de este mundo, que se ha quedado de una delgadez
angustiosa. Finalmente, esas almas no son más que una película
irisada, algo parecido a esa «copa de oro» que es el centro de'su
última novela: de una belleza admirable, la copa parece de un
cristal perfecto, pero está secretamente cascada...
Significación religiosa de la obra de James 139
Una de sus novelas nos permite seguir este proceso de enaride-
cimiento de un alma al contacto de una belleza mundana ornada
de todos los prestigios de la cultura y del arte. Ce que savait
Maisie describe, como nunca lo hiciera ningún otro novelista, el
«envejecimiento» de un alma infantil al contacto con el «árbol de
la ciencia». Viviendo en un medio en el que el adulterio y el
divorcio son moneda corriente, la pequeña se deja fascinar por la
belleza y la bondad de Sir Claude. El personaje es seductor, y,
bajo ciertos aspectos, realmente bueno. La niña respira una atmós-
fera en que la mentira corre con tan espontánea naturalidad y
se presenta ataviada de un encanto tan exquisito, que literalmente
«la pequeña bebe la iniquidad como agua». No se puede con-
templar sin horror cómo esta criatura, de una seriedad anormal,
casi senil, se entrega enteramente a Sir Claude, ese hombre dese-
cado secretamente por el mal y la mentira.
Mrs. Wicks, que encarna el «sentido moral», es una de esas
solteronas conmovedoras y feas, a quienes, en la novela anglo­
sajona, incumbe tan frecuentemente representar la virtud agra­
viada; y Mrs. Wicks se consume y agota al lado de Maisie. Se
entabla una lucha silenciosa en torno a esta alma. Aquí sale triun­
fante el bien, porque, en las novelas de James, los niños son más
víctimas que pecadores; su salvación es, pues, todavía posible.
Los adultos raras veces se salvan en James, pues están dema­
siado identificados con la vanidad mundana. Si el «yo desnudo»
de estos personajes no es más que «pura insignificancia», ello es
debido a que ese yo se halla vacío de toda riqueza espiritual;
estos personajes tienen su alma «en su epidermis», según la terrible
expresión de Valéry. Cuando el castillo de Poynton arde en
llamas, la nada de las riquezas se graba en letras de fuego en
el espíritu de la pobre Fleda Vetch, que les había sacrificado su
vida. Los personajes de James no poseen sus riquezas, sino que
se hallan poseídos por ellas.
140 Henry James y el ateísmo mundano

b. LA NADA DE LA VIDA MUNDANA

Descendamos más hondo a lo largo de la espiral. Si los perso­


najes de James se identifican, a los ojos del lector, con sus reflejos
en el espejo multiplicado de las conciencias, si esos personajes son
inasibles, ello no obedece solamente a un procedimiento artístico,
sino que es la consecuencia de la vida mundana que llevan. A
fuerza de querer brillar en sociedad, uno acaba por identificarse con
el reflejo que quiere crear en tom o a sí en el ojo de los otros;
se representa un papel, y pronto ese papel devora al que lo re­
presenta.
Dicho de otro modo, la técnica artística de James le fue im­
puesta por la visión que tenía del m undo5; no describe nunca,
de cuerpo entero, un carácter, porque este carácter es inexistente;
no presenta nunca más que un juego refractado de reflejos en el
agua, porque esos hombres de la Europa mundana de antes de
1914 no son más que reflejos.
Ya lo insinué a propósito de Amerigo, pero es necesario insistir
sobre ello. Este personaje es sólo el papel que representa, el papel
de Príncipe; Charlotte Stant, su amante, no es más que la mujer
idealmente bella que representa el papel de la belleza («la ronda
de la belleza», decía el malogrado Giraudoux): su amor adúltero
hacia Amerigo es frío y forzado, como un amor teatral. En su
buen gusto, en su cortesía exquisita, en su arte de las convenien­
cias, es donde Amerigo encontrará, al fin, la fuerza de separarse de
C harlotte; la manera como obedece a los tácitos ruegos de su espo­
sa, Maggie, no es más que la interpretación perfecta de un papel.

5 La complejidad formal de la obra corre pareja con una lucidez cre­


ciente del autor sobre la nada de la vida mundana. Ello constituye una
prueba de que la «fórmula» no es la del arte por el arte.
Significación religiosa de la obra de James 141
el de un hombre de mundo en pareja situación. Maggie no sabrá
nunca lo que valen las palabras que Amerigo le dirige en las
últimas líneas de la novela: «Sólo te veo a ti» ; tanto es su sabor
a una última réplica de teatro. Bajado el telón, Amerigo, el «actor-
príncipe», no es más que un fantasma en una casa desierta...

C. LA MENTIRA

Si los personajes de James son idénticos a sus reflejos en la


conciencia de los otros (y ¿qué vale esta conciencia?), ello se debe
a que jamás nos entregan el secreto de su ser. En la sociedad
mundana, nunca se dice lo esencial; mucho menos, cuando esta
sociedad está constituida por una mayoría de puritanos anglosa­
jones. En las novelas jamesianas, lo único que percibimos son
reflejos, porque lo esencial no se dice JAMÁS.
He escrito la última palabra con letras mayúsculas, para dar a
entender con toda intención que hay que tomarla en su sentido
estricto. Todos los críticos de James están concordes sobre este
punto, Du Bos, Jaloux, Maurois, Percy Lubbock, Mac Carthy: en
el centro de cada novela hay un secreto que todo el mundo adi­
vina, pero que nadie dirá jamás: «Hay algo, en alguna parte, que
se resiste a ser revelado —escribe Jaloux—. La mayor parte de los
dramas imaginados por James tienen por origen el hecho de que
alguien tiene un secreto que guardar, y alguien tiene interés en
conocerlo... Este secreto es de orden exclusivamente mental; este
secreto es un verdadero secreto, es decir, una configuración mis­
teriosa del espíritu, un recodo de la inteligencia, un recoveco in­
abordable del alma... Este secreto es, a veces, todo un amor, a
veces toda la vida de un ser... Todo transcurre en silencio, sal­
vo en el momento en que el silencio se rompe y, con él, a veces,
la vida del que lo guarda» (Prólogo a la traducción francesa del
Tour d’écrou, p. VIII).
142 Henry James y el ateísmo mundano
Du Bos afirma igualmente que, en James, «es contrario a las
conveniencias exteriorizar ruidosamente lo que se siente, por mucha
discreción que se ponga en ello... La explosión es inconcebible en
James» (Journal, tomo I, pp. 265-266)6.

* * *

El secreto que palpita en el corazón de todas las novelas, este


algo que no se puede decir, bajo ningún concepto, es un monstruo
horrible: el disimulo, la traición, son el alma de esta sociedad.
Osmund, en Portrait of a Lady, Juliana Borderau, en Aspern papers,
Kate y Densher, en The wings of the dove, Charlotte Stant, en
The golden bowl, todos son unos mentirosos.
La naturaleza humana no es despreciable en estos personajes:
es rica, cultivada, bella, poderosa; pero han traicionado a otros:
Charlotte engaña a su marido, que es el suegro de su amante;
Kate Croy se perece por despojar a Milly moribunda; Juliana ha
previsto desde el primer día lo que el joven americano quiere
conseguir en Venecia, y le explota, le chupa el dinero, en silencio...
Estos mentirosos reciben el castigo de sí mismos: Charlotte
Stant es atrozmente desgraciada en medio de su soledad; prisio­
nera en la comedia de belleza que debe representar, no sabrá
jamás si Maggie ha descubierto su adulterio, si su marido sabe
que ella le es infiel; pero deberá chulear toda su vida, desempeñar
hasta el fin el papel de esposa fiel, cicerone encantador y benévolo
de las colecciones artísticas del multimillonario americano.
Este secreto no puede jamás «explotar» públicamente, porque,
entonces, se revelaría a todos, y a los mismos mentirosos, su
propia nada. H e aquí por qué la confesión, cuando se produce,

Excepto en Le tour d’écrou.


Significación religiosa de la obra de James 143
provoca casi siempre la muerte. Cuando Juliana sorprende al joven
americano en el momento en que éste trata de forzar el secreter
donde están las cartas amorosas de Jeffrey Aspern, el gran poeta
que la amó en otro tiempo, deja transparentar el odio y la ava­
ricia que en ella anidan. No resisto al deseo de citar aquí esta
escena de un horror alucinante:

La llave no estaba ya allí, pero el panel cedería probablemente,


si yo presionaba el botón. Tal posibilidad me oprimía penosamente
y me incliné hacia el mueble hasta tocarlo, para juzgar sobre las
probabilidades.. No abrigaba la menor intención ni siquiera de bajar
el panel —no, por nada del mundo—; quería solamente probar mi
teoría, ver si el panel se movía. Intenté tocar el botón con el dedo:
un leve contacto me sacaría de dudas; y mientras lo hacía así —sí,
es embarazoso para mí tener que contarlo—, miré por encima del
hombro. Lo hice por casualidad, por instinto, pues realmente nada
había oído.
Casi dejé caer la luz y di, lo confieso, un paso atrás, enderezán­
dome vivamente a la vista de lo que ante mí pasaba: Juliana estaba
allí, de pie, recortándose su figura en el marco de la puerta, en traje
de noche, y me observaba; sus manos en alto, había levantado el
eterno velo que le cubría la mitad del rostro, y por vez primera, la
última, la única, contemplé sus ojos extraordinarios. Y aquellos ojos
me devoraban; eran- como el chorro repentino de luz sobre el ratero
sorprendido; me impregnaban de una vergüenza insoportable. Jamás
olvidaré aquella figurita blanca, vacilante y encorvada, con la cabeza
enhiesta, su actitud, su expresión; no olvidaré tampoco el tono con
que me escupió, furiosa y apasionadamente, al volverme yo hacia
ella: «¡ Miserable escritorzuelo!»
No soy ya capaz hoy de recordar lo que balbucí para excusarme,
para explicarme; me dirigí hacia ella para decirle que no era mi in­
tención causarle mal. Pero ella agitó sus viejas manos en ademán de
rechazarme, al mismo tiempo que retrocedía llena de horror delante
de mí; y todo lo que vi después fué su caída hacia atrás acompañada
de un espasmo rápido, como si la muerte acabase de abatirse sobre
ella, en los brazos de Miss Tina (de la Trad. francesa, pp. 312-313).
144 Henry James y el ateísmo mundano

d. LA POSESIÓN DEMONÍACA

El rostro de la vieja Juliana Borderau adquiere, en el momento


de la confesión, un aire de fantasma. Se ha observado desde un
principio que la cima de las escenas de James da la impresión de
una magia demoníaca, como si, fugitivamente, el velo de la so-
ciedad se hiciese transparente y dejase entrever el rostro convulso
de la mentira original. Ello no tiene por qué extrañarnos, pues
James es compatriota de Poé y de Hawthorne.
Las escenas más intensas del novelista americano dan la im­
presión de un diálogo silencioso, en el seno de una inmovilidad
aterradora, entre personajes transformados en estatuas, en fantas­
mas, separados por zonas inmensas de silencio y de muerte;
creemos ver peces eternamente inmóviles en las aguas quietas
de un acuario. La última entrevista entre Maggie Verver, Amerigo,
Mr. Verver y Charlotte Stant, está envuelta en esta atmósfera
visionaria.
* * #

No se puede por menos de evocar aquí Le tour d’écrou, esa


obra que Gide encontraba admirable y que leía, en voz baja, a su
mujer, como si viese en ella una imagen temerosa de sí mismo 7.
Como no puedo suponer que todos hayan leído esta obra maestra,
me es forzoso resumirla.
Le tour d’écrou nos presenta dos niños, Flora, de seis años, y
Miles, de diez. Viven en un castillo de una belleza maravillosa,

7 Journal, 1919, p. 1266. A Gide no le gustaba más que esta obra;


las demás encontrábalas demasiado alambicadas. En 1919, Gide abandonó
toda fe y toda lucha moral; que leyera la obra de James en esa época de
su vida demuestra la lucidez que tenía sobre su situación moral.
Significación religiosa de la obra de James 145
rodeado de un parque lleno de encanto poético, no lejos de una
iglesita anglicana 8. La nueva aya está encantada de la docilidad
y gracia de los dos niños; son exquisitos para con ella, atentos,
obedientes, afectuosos; tienen esa dulzura lechosa, esa transpa­
rencia límpida que tan frecuentemente irradia de los niños ingleses.
Recuerdan esas figuras botticellianas, prerrafaelistas.
Miles acaba de ser despedido del colegio; el aya no sabe el
porqué; el pequeño nada dice sobre el particular, como tampoco
el tío del niño, que mora en Londres, siempre esperado y siempre
invisible, pero cuya figura ambigua se cierne sobre el drama. El
aya se inquieta un poco por ese silencio; pero la seriedad angé­
lica, el frescor del pequeño boy, la enhechizan en grado tal que se
imagina que han cometido con él una injusticia en el «mal colegio».
El aya anterior, Miss Jessel, murió hace tiempo de manera
misteriosa; poco después de ella, moría un criado corrompido, Peter
Qfiint. Los fantasmas de los dos condenados rondan por el castillo
y por el parque. La nueva aya ve el espectro del criado, una
tarde, al ponerse el sol: aparece inclinado, en lo alto de la vieja
torre, en el confín de la finca. El aya se asombra, pero no piensa
ni un solo instante que los niños puedan ver también esta apa­
rición.
Y sin embargo... La graciosa docilidad de los pequeños tiene
un no sé qué de extraño. Es demasiado perfecta; y está siempre
envuelta en un insólito silencio: jamás dejan escapar esas mil
naderías de una vida verdaderamente infantil; jamás hacen esas
pequeñas confesiones en las que inconscientemente se trasluce el

" Se podría estudiar en la literatura inglesa el tema de los «grandes


dominios»; encarna el atractivo de los bienes de este mundo, en el seno
de una intensa poesía. Se piensa en el Manderley de Rebeca, en el cas­
tillo de Lord Sparkenbroke, etc.

10
146 Henry James y el ateísmo mundano
candor de los seres jóvenes. El aya no sabe el porqué, pero tiene
la impresión de que los niños están «en otra parte», continuamente
«ausentes», como si viviesen una vida secreta detrás de la máscara
de su encantadora seriedad, bajo la aterciopelada envoltura de su
belleza. La maña exquisita que se dan en mimar y engatusar a
su aya ¿no será quizá un juego...?
Flora duerme en la habitación de su aya. Esta se despierta, una
noche, con la impresión de que algo raro ha pasado. La pequeña
duerme, o se hace la dormida. Pero el aya está segura de que el
espectro vaga por la casa y de que ha pasado por delante de la
puerta. Sale en medio del gran silencio de la casa vacía. Y al pie
de la escalera, en un silencio absoluto, en actitud postrada, con-
templa al fantasma del criado; lo ve en una inmovilidad vertigi­
nosa, hasta el momento en que la sombra desaparece en dirección
al parque. Al pasar ante la puerta de Miles, el aya tiene la intuición
de que el pequeño está despierto; entra en la habitación y halla
el lecho vacío; se acerca a la ventana y v e ...: sobre el césped,
a la luz de la luna, el pequeño está acurrucado, inmóvil, como si
esperase algo, mirando hacia el estanque. Cuando el aya vuelve al
niño a su cama, éste explica su escapada con un candor y una
verosimilitud desconcertantes. No hay nunca un fallo en su juego...
Vuelta el aya a su habitación, comprueba que el lecho de Flora
se halla vacío; y descubre a la pequeña, acurrucada detrás de la
cortina, dando cara a la ventana y mirando fijamente hacia el
césped y el estanque, en un estado, diríase, de sonámbula.
No es posible ya dudar m ás: los niños ven los espectros;
quizá, incluso, les gusta verlos. Poco a poco, el juego verdadero se
deja entrever detrás de la máscara encantadora de sus juegos in­
fantiles. Un poco más tarde, en el parque, cerca del estanque, el
aya vuelve a ver el fantasma. A algunos pasos de ella juega Flora.
Y de repente, el aya comprende que la pequeña ha visto el
fantasma, que está allí por ella. La niña continúa su juego; no
Significación religiosa de la obra de James 147
dice una palabra, simplemente ha vuelto un poco la espalda, su
juego se ha hecho un poco más lento, pone en él un poco más de
atención; ahora es demasiado lento... está a punto de detenerse.
Un silencio, casi físico, se espesa; después, pasado un minuto, el
juego recomienza, todo discurre como antes, con el mismo encanto
juvenil. No cabe dudar ya; los niños comunican cotidianamente
con los espectros; no les tienen miedo; buscan su conversación;
están moralmente podridos.
Un día, el muchacho redobla la amabilidad hacia su ay a: le
toca el piano, le hace carantoñas... hasta el momento en que la
desventurada comprueba que Flora ha desaparecido. El juego es­
taba planeado para que la pequeña pudiese correr a su cita de amor
infernal con el fantasma del aya.
Encuentra a Flora en el parque, cerca del estanque. La escena
que sigue, durante la cual el rostro interior, que poco a poco ha
esculpido en ella, se ostenta de forma repelente sobre sus rasgos,
es de un horror alucinante; diríase una escena de magia negra,
pese a que todo sigue perfectamente natural; el estilo continúa
tranquilo, sereno, sostenido, apretado y denso; sólo los «blancos»
y los «vacíos» del texto dejan surgir un horror inaguantable. Se
tiene la impresión de estar viendo uno de esos cuadros de Gains-
borough en que aparece una jovencilla de rostro sonriente con una
sonrisa maliciosa, jugando con un enorme perro, sobre un fondo
de árboles frondosos; piruetas, gritos, sonrisas, he ahí lo que se
ve; pero, de repente, el arte del novelista visionario suspende los
retozos y jugueteos de la muchacha: una fijeza extraña crispa su
rostro, y, durante un breve segundo, se ve una máscara vieja,
vulgar, malvada, superponerse a los rasgos infantiles. Flora estalla
entonces en palabras atroces contra su aya; como un absceso que
revienta y lanza un chorro de pus, así ella grita su rebeldía y su
odio.
La escena ha durado tan poco tiempo que uno se pregunta si
148 Henry James y el ateísmo mundano
ha sido real. Pero la impresión del lector es tal que, años después
de la lectura (tal me ha ocurrido a mí), recuerda todavía este
minuto como uno de esos instantes en que la vida se ha como
parado, en que la comedia de los títeres se ha inmovilizado, en
que se han vislumbrado las profundidades del mal.

* # *

Los que no vean en Le tour d’écrou más que una historia de


fantasmas, podrán reforzar su opinión citando Ja frase de James
sobre esta obra, que no sería sino un «cuento cándido para la
fiesta de Navidad». Pero esta prudencia demasiado calculada, esta
irónica reticencia, a propósito de una de sus obras más geniales,
constituyen el indicio de que el autor roza aquí lo más vivo de
una inhibición central de su vida.
La «posesión» de los dos niños es la imagen de la que ahoga
a los personajes de las otras novelas: encontramos en una y
otras el mismo encanto, la misma exquisita gentileza; en una y
otras todo transcurre igualmente en el silencio, nada se dice, salvo en
el momento de la explosión que termina el drama de Flora (de
Miles volveré a hablar más tarde); en una y otras, en fin, se deja
ver la misma corrupción en el seno de la misma mentira y del
mismo egoísmo 9.

® Los ingleses siempre han utilizado mucho los fantasmas; sería sim­
plista no ver en ello más que un agradable pasatiempo. En realidad, ha­
cen uso de ellos como de un símbolo. Por lo demás, hay que observar
que, en Le tour d’écrou, a la aparición exterior corresponde una podre­
dumbre interior de los dos pequeños, y que la corrupción se ha hecho
en vida de los dos criados; la aparición es sólo una materialización del
apego obsesivo que Miles y Flora sienten por el pecado. Toda realidad
descrita con un poco de profundidad se hace fantasmal, pues deja vislum-
Significación religiosa de la obra de James 149
La única diferencia está en que, de un lado. James echa mano
de una moraleja «espectral», mientras que, del otro, prescinde
de ella. Pero Le tour d’écrou no es más que el cristal de aumento
que permite ver mejor los infusorios demoníacos que bullen en el
corazón de los héroes de la comedia mundana.
* * *

Lo que mata la vida espiritual de los personajes de James,


más todavía que la mentira esencial, hecha en ellos segunda natu­
raleza, es el egoísmo, o por mejor decir, el egotismo abismal que
«les hace desecarse jadeantes sobre su montón de oro» Este es
el que les hace ajarse, envejecer, morir con el atuendo mundano
que se han puesto u . Se ven, al igual que Neso, devorados por
su túnica ostentosa, sus reflejos, su oro, sus objetos artísticos;
aferrados a su nada, se sumen en la muerte. No poseen sus casas,
sus objetos de arte, sus queridas; estas cosas les poseen a ellos,
les van poco a poco consumiendo. La belleza mundana es el an­
verso de una nada interior, hecha de apego a los sentidos; los fan­
tasmas que enhechizan a Flora y a Miles podrían igualmente
haber embrujado a Maisie.
James tiene, pues, el sentido de un mal sobrenatural; ese mal
se llam a: mentira, egotismo; engendra la nada interior, la muerte
del alma. Estos seres que respiran un aire así envenenado no pueden
nombrar a Dios, creer en él, rezarle. El ateísmo mundano no es
sino el anverso de este pecado del mundo.*10

brar entonces lo que es, drama del espíritu. Todas las grandes escenas
de James, en sus últimas obras, dan la impresión de diálogos de espectros.
Cf., por ejemplo, la escena citada, en la que «aparece» Miss Borderau.
10 Esta frase, que se ha hecho célebre, es de Puschkin (en La leyenda
del rey Kotchei).
11 Compárese a Anouilh, sobre todo en las Pieces brillantes.
150 Henry James y el ateísmo mundano
Esta mentira y este egotismo son tanto más graves y solapados
cuanto que se disimulan y ocultan, como he dicho ya, bajo las
apariencias de la civilización más refinada. El mal imita al bien;
hasta los mejores caen en su engaño, como Fleda Vetch, Fanny
Assingham, Maggie Verver. Esto es lo que hay que demostrar
ahora más en particular, bajando una vuelta más en la espiral del
infierno m undano’2. Un análisis detallado de una de las cimas
artísticas de James, The Ambassadors (1905), nos lo hará ver ¡:l.

III. LOS «EMBAJADORES»

El mal sobrenatural que he descubierto en Le tour d'écrou se


dibuja en filigrana en una historia «muy sencilla» 1J.
Esta novela describe la misma sociedad que Portrait of a Lady;
aborda también el problema crucial de las relaciones entre los Es­
tados Unidos y Europa; pero el autor sitúa el diálogo a tal altura,
que los ensayos modernos sobre esta misma cuestión, como
Dodsworth y, mucho más. Le Cardinal (y otros cuentos del mismo
jaez), se desvanecen en la nada de las cosas mediocres.
* * #*1

** En La recherche du temps perdu se desciende igualmente por una


espiral que nos lleva a las visiones dantescas de Charlus (en Le temps
retrouvé). /
13 Personalmente, yo habría elegido The golden bowl, la obra maes­
tra de James; pero no habiendo sido traducida esta obra al francés hasta
la fecha, me he decidido por The Ambassadors, accesible en francés.
11 Al hablar de una historia «muy sencilla», quiero indicar que la
intriga no tiene nada de extraordinario; en cuanto a la técnica de la
novela, es de una complejidad desconcertante. Se requiere una buena do­
sis de valor para adentrarse en su lectura. Pero, una vez leídas las pri­
meras sesenta páginas, se llega hasta el final. Es una experiencia que
aconsejo al lector; le desintoxicará de la costumbre de los Digests.
Los «embajadores» 151
Mrs. Newsome, una viuda americana riquísima, está al frente
de un importante negocio. El lector no sabrá nunca la identidad
del objeto precioso cuya fabricación hace entrar ríos de dólares en
las cajas de la idealista mujer de cuarenta años, pero sospecha que
se trata de uno de esos utensilios, tan grotescos como indispen­
sables, cuyos nombres no se pronuncian en la buena sociedad
anglosajona, ni siquiera a la hora del oporto, entre los hombres,
o si se hace, debe entonces el oporto ser bueno y abundante. Como
la novela gira en torno a las gestiones de Mrs. Newsome por hacer
volver de París a su hijo Chad, para que se ocupe del negocio y
salve la respetabilidad de la familia, el lector entrevé, ya desde el
principio, que la tragedia que va a desarrollarse se basa en un
detalle sórdido. Si esto no es humor amargo, digno de Shake­
speare, no sé qué quieren decir las palabras.
La viuda americana tiene dos hijos, Chad, ya nombrado, y
Sarah; ésta está casada con Jim Pocock, el tipo de americano clá­
sico que desea ver el «gay París», pero con curiosidades en que
las obsesiones del estudiante en libertad se mezclan a una falsa
jovialidad. Una cierta Mamie, muchacha etérea y, a lo que parece,
pura e inocente en el drama, ha sido elegida por Wollet, el
hombre de confianza de Mrs. Newsome, como la prometida con
la que se casará Chad, no bien vuelva de París. Mamie asegurará
la parte de «idealismo» necesario para compensar el elemento
«realista» del negocio y salvaguardar el «equilibrio americano».
La madre de Chad no se ocupa solamente de sus fábricas;
dirige también uno de esos periódicos lujosos, sin abonados, sin
lectores, que se consagran a las Causas «ideales»; ha prometido a
su amigo Strether que, más tarde, se casará con él, para así com­
partir las responsabilidades «aplastantes» de la dirección de la
Revista y poder olvidar, por fin, los negocios (sin renunciar a los
dividendos). (¿No es Strether un hombre cultivado, refinado, que
completó en otro tiempo su formación en París? ¿N o es el más
152 Henry James y el ateísmo mundano
indicado para ser «el Príncipe» de esta «Maggie Verver» bastante
madura? 15.
Hay una condición en este pacto: Strether, enviado como
«embajador» a París, debe traer al joven Chad Newsome, que
partió con el propósito *de permanecer allí un año y lleva ya más
de dos; según las últimas noticias, anda liado con una mujer, de
la que se cree que no puede ser más que «una mujer de tantas».

# # #

Strether pasó una parte de su juventud en París, disfrutando


de todo con encanto arrebatado: libros de cubiertas amarillas a
3,50 (Frasquelle y Cía.), teatros, iglesias, sociedad exquisita del
«Faubourg». Hace ya tiempo que regresó a América con un buen
cargamento de libros franceses, que dejó bien pronto olvidados en
una estantería. A pesar de su apostasía momentánea de otro tiempo
en París, se cree reamericanizado. En realidad, desde el principio
de su nueva estancia en Francia, duda de sí mismo: y esto es
capital, pues Strether constituye uno de los pivotes del libro.
No bien vuelve a poner pie en tierra parisina, se siente sutil­
mente «otro». Por otra parte, en Londres se encuentra con Mlle.
Gostrey, una de esas solteronas ambiguas que pueblan las novelas
inglesas. Mlle. Gostrey ha adivinado rápidamente que Strether no
está cortado de la madera en que se tallan los embajadores de la
república estrellada. Culta a su vez, y habiendo observado desde
hace años el itinerario espiritual de numerosos americanos que no
logran ya desintoxicarse de Europa, sino que aquí se hacen «en­
cantadores», «mejores...» y se convierten en seres despojados de

15 Encontramos aquí una situación análoga a la de The golden bowl:


cf. II, 2, de este mismo capítulo.
Los «embajadores» 153
«eficacia», representa el papel de una especie de cicerone de las
costumbres francesas en los medios americanos. Sabe, y de ello
se dió cuenta muy pronto, que el amigo que Strether ha encon-
trado en Londres, el sólido y taciturno Waymarsh, no se dejará
jamás prender por los encantos de París, aun cuando parece dis­
frutar de ellos más incluso que sus compañeros.
Desconcertado en un principio, el embajador pide consejo a
Mlle. Gostrey sobre la manera de proceder para entrevistarse con
el joven e inasible Chad; la solterona será, a lo largo de la narra­
ción, una confidente discreta, un testigo más bien que un elemento
activo, excepto en una circunstancia importante, en la que pecará
por om isiónl6. Strether se halla, pues, abandonado a sí mismo,
bajo la mirada taciturna y desaprobadora de Waymarsh. Se entabla
una pequeña guerra de todos los minutos entre estos dos hombres,
sin que se pronuncie nunca una palabra de más: nos encontramos
en medio de la sociedad anglosajona; nunca se dice lo esencial.
Strether comienza por vagabundear al sol de París; quiere
«hacerse al ambiente» de la ciudad, a fin de convencer mejor a
C had; pero tiene mala conciencia; va dejando de un día para
otro la visita al hotel del bulevar Malesherbes en el que se aloja
el joven americano. Se pregunta si el muchacho habrá tomado un
mal giro; quizá esta ciudad deliciosa le ha dado ese toque de
civilización que ningún salón de América lograría comunicarle.
Sin duda, piensa Strether, hay por medio «la m ujer»; pero quiere
creer que esto será el problema de más fácil solución.
Cuando, por fin, penetra en el apartamento de Chad, le infor­
man que el joven está ausente. El joven Bilham, un delicioso

16 Hay que señalar aquí el papel de consejero tan frecuentemente


asignado a la mujer en la novela anglosajona. {Buen terreno para los
psicoanalistas I
154 Henry James y el ateísmo mundano
americano, cándido y fresco, es el primer personaje con que topa
el embajador; es algo así como un reflejo de Chad, por quien
siente una admiración juvenil. Pronto adivina Strether que efecti­
vamente existe «la mujer» y que se trata quizá de una mujer
distinguida, cultivada, «adorable», y que no será tan fácil ganar
la partida.
En realidad, cuando la encuentra, queda confundido: Mine, de
Vionnet es una viuda rebosante de delicadeza y de encanto; cuan­
do comprueba que es ella «la mujer de tantas», siente el suelo
temblar bajo sus pies. Jeanne, la hija de Mme. de Vionnet, consti­
tuye una de las creaciones más conmovedoras de James: arran­
cada a uno de los cuadros de Gainsborough, está misteriosamente
roída en su interior por una enfermedad moral incomprensible;
se vislumbra que es un peón en la intriga, cuyo conjunto no se
capta jamás.
Strether se encuentra, al fin, en presencia de Chad y se queda
deslumbrado: en lugar del pequeño bárbaro jovial que era a su
llegada a la ciudad luz, se halla ante un hombre cabal, culto,
encantador, pero sin asomo de fatuidad o de ligereza. Según una
expresión que se repite continuamente en las conversaciones, «se
ha hecho mejor». Evidentemente, es a Mme. de Vionnet a quien
corresponde el mérito de esta transformación.
El embajador, que sufre personalmente el atractivo del «pe­
cador» al que ha venido a «evangelizar», se pregunta si la solución
del problema no está en el casamiento de Chad con Mme. de
V ionnet: ésta es libre; Chad parece que la ama, ya que no la
abandona; a menos que sus galanteos se dirijan en realidad a la
hija de la joven viuda, Jeanne. Que no quede por esto; que se
case con Jeanne, piensa Strether; no será difícil convencer a la
joven pareja de que vuelva a América.
Esta es la solución que Strether propone a Mrs. Newsome en
una serie de largas cartas que a modo de informes de embajador
Los «embajadores» 155
envía a la potencia que representa. Al cabo de cierto tiempo,
Mrs. Newsome deja de contestar. Strether teme que se sospeche
de él como de un traidor. En realidad, un telegrama anuncia
para muy pronto la llegada de nuevos embajadores; esta vez
Mrs. Newsome ha echado mano de todos sus cartuchos: desem­
barcan en el puerto del Havre Sarah y su marido, acompañados
de la novia en disponibilidad, Mamie. (Nótese, de pasada, el humor
velado de todas estas peripecias). De este trío sólo Sarah obrará
eficazmente para contrabalancear las debilidades de Strether y
volver, jadeante, a los brazos de Mamie al hijo pródigo que lleva
ya tanto tiempo perdido en las delicias de la coquetería parisiense.

* * *■

Aquí es donde Se anuda el dram a; el humor, poco acentuado


en un principio, se hace ahora gris, después negro; el libro ter­
mina con una nota de soledad y de nada. Strether se halla entre
dos fuegos. De un lado, admira a Mme. de V ionnet: ésta, con
su arte consumado, valiéndose de su abandono, de su encanto,
pero sin recurrir jamás a esas armas tan modernas de la seducción
sexual1J, consigue poco a poco de Strether la promesa tácita de
sostenerla en el combate que se avecina; sin decirle nunca nada
acerca de sus propósitos, sin dejar escapar jamás una palabra de
censura respecto al trío de los embajadores de segunda hornada,
antes al contrario, recibiendo con exquisita cortesía a Sarah y a
Jim Pocock, va creando poco a poco en Strether la impresión de
que es una mujer llena de ideal y de refinamiento, pero desgra-17

17 Se adivina lo que el cine moderno y cierta literatura novelesca


pueden dar de sí recurriendo a la sal gruesa de la sexualidad estilo pin*
up. El novelista verdadero no necesita de esas triquiñuelas de mal gusto.
156 Henry James y el ateísmo mundano
ciada y débil. De otro lado, al dejarse ganar por la compasión,
Strether siente que traiciona su misión: en fin de cuentas, no
sabe quién es Mme. de Vionnet. A veces se pregunta cuál es su
juego. ¿Se servirá de él para conservar a Chad? Y ¿quién es Chad?
¿Es el amante de la joven viuda? O ¿un cínico, que se apro­
vecha de una criatura débil e idealista? O quizá ¿un joven egoísta,
que utiliza el amor de una mujer cultivada para cultivarse a sí
mismo, pero que tiene quizá en Londres otra mujer, la mujer de
sus amores y de su pasión?
El drama que se desarrolla en el corazón de Strether es tanto
más profundo cuanto que se encuentra solo en esos momentos:
Mlle. Gostrey, que conoció a la joven viuda en el colegio, se ha
eclipsado: ¿conformismo, pudor anglosajón? O ¿complicidad per­
versa, para ver más a su sabor perderse a Chad? ¿Quién lo sabe?
Como pasa en la vida, tampoco aquí sabe nadie nunca nada
definitivo sobre ningún ser humano 1S.
Vemos el dilema que desgarra a Strether: o bien es Mme. de
Vionnet la que está llevando un juego del que Chad es un peón,
entre otros, y en ese caso hay que echar mano de todos los re­
cursos para ayudar al trío de los embajadores en sus esfuerzos por
salvar al joven; o bien Chad es un egoísta, y, en esta hipótesis, la
víctima es Mme. de Vionnet: es necesario protegerla; todo caba­
llero lo haría así y trataría de convencer a Chad de que se casase
con la mujer a la que ha comprometido hasta tal extremo.
Llegado a este punto del análisis de la novela, el lector debe
de encontrar que esta intriga no sobrepasa en nada el nivel de
un aburrido y bastante vano juego de mundanidad. Se engañaría,
pues el análisis detallado de la narración no permite más que
entrever la atmósfera embrujadora en la que se desarrollan las18

18 Encontramos aquí la idea nuclear de James.


Los «embajadores» 157
escenas resumidas; solamente la lectura hace presentir este secreto
que, presente por encima de las apariencias, juega al escondite con
los personajes y con el lector. ¿Quién es Mme. de Vionnet? ¿Qué
valen los argumentos «morales» del clan americano? ¿Qué fuer-
zas empujan a Strether a dejar hacer? ¿Quiénes son Mamie y
Jeanne? ¿Son víctimas o cómplices? En otras palabras, ¿cuáles
son los móviles reales que hacen obrar, hablar, soñar, a todos estos
fantoches? ¿Son libres? Y, si no lo son ya, ¿en qué momento
de su vida situar el acto irreparable? En esta trama indefinidamente
bordada de recepciones, de sonrisas, de conversaciones, ¿dónde
situar la falla secreta por la que se ha deslizado este mal que
sentimos enigmáticamente presente en algún sitio? Y este mal
¿qué es? ¿Dónde está el bien, a lo largo de toda esta historia?
Cuanto más se adentra el lector en este bosque perfumado del
gran mundo, más le asaltan estas preguntas; precisamente para
traducir esta impresión tenaz es para lo que he multiplicado adrede
los signos de interrogación; ayudan a reconstituir el clima carac-
terístico de las grandes novelas de James.
Es ahora cuando estalla el dram a; Strether, al optar y decidirse
por el grupo de Mme. de Vionnet, con el pretexto de que la
llegada de los nuevos embajadores le ha relevado de sus funciones,
cree obrar por honor y movido de la delicadeza; se conceptúa
representante de una civilización, de una finura humana, de las
que los americanos no tienen siquiera idea l9. Pero a veces adivina
que quizá se equivoca; con ocasión de una extraña entrevista, en
el salón de la joven viuda, cree vislumbrar, detrás de su rostro,

19 Es preciso subrayar que las «mundanas» de [ames son verdadera­


mente mujeres cultivadas, a diferencia de la mayoría de los personajes
femeninos de Proust, que son brutos como... la duquesa de Guermantes.
158 Henry James y el ateísmo mundano
otra máscara, crispada, sombría, sórdida, vulgar 20. ¿Será el verda-
dero rostro de la viuda? Y él mismo ¿será un fantoche en un ballet
espantosamente vano, en el que se va acabando a pequeños alfi-
lezaros con un ser joven y fresco, Chad Newsome? La entrevisión
ha sido tan breve, el rostro de la mujer ha recuperado con tanta
rapidez su serenidad y su reposo, que Strether cree haber soñado
y rechaza el horrible pensamiento.

* * #

Durante este tiempo, las cosas han seguido su curso, a la


americana. Sarah y su marido han abandonado París, para una jira
por Suiza e Italia (el clásico «tour» de Europa de los americanos).
Han dejado un ultimátum a Chad y Strether, el de reunirse con
ellos en el puerto del Havre en una fecha determinada.
Strether siente que todo se desploma: si no hace volver a
Chad, perderá su probabilidad de casarse con Mrs. Newsome.
Strether deseaba este matrimonio: hombre de edad, tranquilo,
bueno, le habría gustado unir su vida a la de aquella mujer rica
e idealista. Al menos, tal es la manera como el lector puede adi'
vinar las cosas, pues no se sabe nunca con claridad cuáles son los
móviles que empujan a Strether a este matrimonio. Pero ¿qué
valen estas esperanzas, quizá muy «prosaicas», en presencia de
dos jóvenes mujeres abandonadas y de un joven americano que,
desde que las conoce, supera con mucho a los civilizados de los
Estados Unidos?
La verdadera faz del drama va a desvelarse ahora por frag'
mentos. Strether ve claramente que Mme. de Vionnet se ha ligado
a Chad en cuerpo y alma; ha hecho de él un ser «infinitamente

20 Se impone la comparación con Flora, en Le tour d’écrou.


Los «embajadores» 159
adorado», al mismo tiempo que sentía en su presencia un «terror
secreto»;
Sin embargo, al mismo tiempo que le penetraba esta percepción
aguda entre todas (la del terror de la joven mujer ante Chad), Stre­
ther tuvo la sensación de un estremecimiento helado en el aire, de
algo espantoso casi, al pensar en que un ser tan delicado pudiese
hallarse, por el juego de fuerzas misteriosas, en tal extremo. Porque,
al fin de cuentas, había allí un misterio. Ella se había contentado
con hacer de Chad lo que era y como era. ¿Por qué, pues, se creía
con derecho a pensar que lo había hecho infinito? Lo había hecho
mejor... La obra, por admirable que fuese, no por eso dejaba de per­
tenecer al orden humano puro y simple... Chad era un hombre inefa­
blemente adorado (Ambassadeurs, traducción francesa, p. 474).

Este texto, que me fue preciso resumir, con peligro de privarlo


del embrujo obsesionante que transpira, expresa estos «secretos»
del universo jamesiano. Mme. de Vionnet ha transgredido la ley
sagrada: de Chad, un hombre ordinario, ha hecho un ser «inefa­
blemente adorado»; ella se ha convertido en su víctima, en una
cosa: sabe que si Chad la abandona, morirá espiritualmente y quizá
corporalmente 2I.
Pero éste no es todavía más que un aspecto del drama. Al lado
de estas cimas de un amor «espiritual» se ve también, en un
trastrocamiento macabro de las perspectivas, el lado vulgar de esta
historia. Un azar permite a Strether descubrir que Chad y Mme. de
Vionnet son amantes: la lastimosa banalidad de una intriga que
creía puramente espiritual se le presenta indubitable a la mirada;
las pobres astucias de la joven mujer, la falsa inocencia de Chad
ante Strether, en el curso de aquella inolvidable excursión cam-

21 No exagero nada; nótense las palabras de James: «algo espanto­


so». El pequeño Miles muere también en Le tour d’écrou: cuando los
pecadores se ven privados de su pecado, tienen la impresión de disiparse
en la nada.
160 Henry James y el ateísmo mundano
pestre en la que queda al descubierto el secreto, arrancan la más­
cara de ambos comediantes: devienen «dos amantes» que deben
ocultar desmañadamente su juego; devienen «lo que son», dos
seres humanos de los que uno, la mujer, trata de divinizar al que
ama, y el otro, C had...; pero Strether no sabe todavía quién es
el otro.
* # *

Algunas escenas rápidas van a hacérselo entrever. Chad parte


para Londres después de una última entrevista con Strether. Su
interlocutor no llega a saber (y el lector tampoco) si va a casarse
con Mme. de Vionnet, o si, al contrario... Chad se muestra eva­
sivo y encantador, sin decir ni sí ni no. Ama a Mme. de Vionnet
y, al mismo tiempo, quizá tenga otra querida en Londres. Se nie­
ga a volver a América y, sin embargo, no se transluce en sus
palabras ninguna alusión molesta para sus compatriotas o su fa­
milia. Quizá hasta puede que algún día vaya a reunirse con su
madre y se convierta en el marido complaciente y conformista de
Mamie. Quizá, quizá: preguntas sin respuesta: Chad ¿es un hom­
bre vacío, que no tiene más que corteza? ¿Es uno de esos ani­
males encantadores, pero comidos de parásitos, que no son más
que un caparazón irisado, pronto a volver a la nada? Su juego
con la «encantadora viuda» ¿le ha proporcionado otra cosa que
una cultura que no es sino una máscara o un barniz sobre el vacío?
Nada se sabe con certidumbre: James se contenta con dejar
entrever la nada de este ser, en tomo al cual han girado las intri­
gas de varios meses. Este hombre por quien Strether ha malba­
ratado su situación, su honor de americano, sus promesas de em­
bajador, por el que han sufrido tantos otros, Jeanne de Vionnet,
que le amaba, Mamie, Sarah, este hombre ¿será solamente nada?
James nos ha llevado, insensiblemente, hasta profundidades
dignas de Dostoyevski, pues, si Chad es una nada, ¿cuál será la
Los «embajadores» 161
situación de Mme. de Vionnet? La continuación de la escena ya
citada lo permite adivinar: la joven viuda se había aferrado a
Chad, lo había divinizado, porque tenía necesidad de él como de
un soporte, como de un rodrigón, para sostener su propia perso-
nalidad; también ella es egoísta, con hambre de sentirse «vivir»
por los otros. No vive más que como un reflejo de su belleza en
los ojos de Chad y de sus admiradores. No existe ya, pues no es
más que el pretexto de miradas amorosas y encantadoras, sin las
que no encontraría más que vacío en su alm a:
Y yo, dijo a Strether, me habría gustado que me encontraseis... ,
¡Dios mío, sí, sublime! Soy vieja, abyecta, repugnante... Sobre todo,
abyecta. O vieja, sobre todo. Cuando uno es viejo, es lo peor. Poco
me importa lo que venga después... ¡Sea lo que sea; sí! Es ley del
destino... Las cosas no pueden suceder de otra manera que como
suceden... Ya veis hasta qué extremo soy golosa... A todos, sin ex-
cluirle a usted, los he querido para mí (Ibid., pp. 477-378).

Sin ninguna fe religiosa (jamás se nombra a Dios), si no esos


vagos ensueños que la llevaban a veces a Notre-Dame de París,
sin cultura auténtica, sin vida interior, no activa, sino llevada por
la ola de las mundanidades y por la angustia de envejecer, Mme.
de Vionnet no es más que una cáscara vacía, arrastrada por el
destino fatal y absurdo. A esta víctima (o a esta culpable) de no
se sabe qué juego satánico de la vida mundana responde Stre­
ther:
¡A h!, pues sepa que me ha tenido, respondió él en el umbral
de la puerta, con un énfasis que no admitía réplica (Ibid., p. 478).

Una vez que Mme. de Vionnet había partido, y ausente Chad,


Strether vuelve a encontrarse con Mlle. Gostrey. Entablan una
conversación que trasluce una tristeza desgarradora. Dos contes­
taciones, de siniestro laconismo, resumen el dram a: «Chad está
hecho para agradar», declara Mlle. Gostrey; y Strether responde:
«7 es nuestra amiga quien le ha hecho así» (Ibid p. 509).
i
162 Henry James y el ateísmo mundano
Cuando se plantea la cuestión: «¿Tiene Chad una mujer en
Londres?», Strether responde como un hombre vacío, cansado del
juego de la mundanidad:
Sí. No. Es decir, yo no tengo idea sobre Chad. Las ideas me
dan miedo. He renunciado a las ideas (Ibid., p. 508).

Sentimos que también él, Strether, está acabado, destruido:


reemprenderá el curso de la vida mundana, sin reflexionar, sin
tratar de ver quién sale ganancioso y quién perdidoso, sin preten-
der evitar los lazos del mal. También él dejará que corra la vida
y la muerte con desesperada indiferencia. Quedará prisionero de
su «abominable corrección», abandonado el matrimonio entrevisto
con Mlle. Gostrey (matrimonio que quizá ella iba tramando desde
el principio). Strether cree que este matrimonio, hecho por can-
sancio, no sería «correcto» después de haberse venido a tierra su
contrato matrimonial con Mrs. Newsome.
Cae el telón. Puede comenzar una nueva comedia con idéntico
itinerario, con actores ataviados con los mismos trajes «encanta^
dores».

IV. EL ATEISMO MUNDANO

Este análisis habrá permitido vislumbrar, creo yo, cómo en


un mundo «normal», cotidiano, se respira la ausencia de D ios:
no se habla nunca de Dios, porque Dios está ausente de la vida
de este m undo; se ha matado a Dios, en el fondo del corazón de
cada uno. «Yo no ruego por el mundo», dijo Jesucristo. «Lo que
vence al mundo es nuestra fe», añadió San Juan.1

1. El m a l i n a s ib l e

Así pues, por encima de las apariencias mundanas, se puede


entrever una dimensión más esencial. Proust, a fuerza de proyec-
El ateísmo mundano.— El mal inasible 163
tar luz sobre el fondo del mundo de los Guermantes y Verdurin,
iba revelando en filigrana, en esta vida mundana, la ciudad dan-
tesca de Sodoma y Gomorra; así es cómo elevó su obra al nivel
de una como danza macabra que nos hace pensar en la Edad
Media. James, por su parte, nos hace presentir en las conversa'
ciones, las intrigas mundanas, las cortesías, las conveniencias an­
glosajonas, una presencia horrible, la presencia de un mal apa­
rentemente omnipotente, la presencia de una obsesionante magia
maléfica.
Estas palabras, al igual que otras muchas, tales como: pecado,
egoísmo, orgullo, gracia. Dios, no las pronuncian nunca los per­
sonajes y tampoco las escribe el novelista, pues se abstiene de
tomar la palabra. Como verdadero creador. James nos sumerge
directamente en la corriente de la vida; no toma partido personal
por nadie; deja a sus héroes vivir, pensar, dudar, obrar; cada
uno de sus actos puede explicarse, y se explica aparentemente, por
motivos mundanos o simplemente humanos. La trama de esta ta­
picería abigarrada no se ve jamás interrumpida por una palabra
destemplada, por una explosión brutal, por un gesto sórdido. El
lector que había creído adivinar la identidad del culpable, el que
se había imaginado que había sorprendido al monstruo «en fla­
grante» y se figuraba aprehender al que, desde el principio, ten­
día sus redes, muy pronto queda desconcertado: tres páginas más
adelante, tiene la impresión de que el presunto culpable no es el
que creía, sino otro, en el que nadie había parado mientes. A su
vez, este nuevo culpable aparece «inocente» y recomienza la bús­
queda 22.

1N Se habrá observado el aspecto policíaco de las novelas de James;


hay un lazo, en las novelas inglesas, entre las historias de espectros, las
Itllrigaii policíacas y las profundidades del pecado.
164 Henry James y el ateísmo mundano
Y esta búsqueda no llega nunca a resultados definitivos, al
menos con certidumbre matemática, pues ningún libro de James
termina-, tampoco la vida «termina», pues es y permanece un
misterio hasta el fin. Solamente se ha acrecentado, hasta con­
vertirse en obsesión, la certeza de que hay un secreto en el ori­
gen de las catástrofes. Pero la identificación de este secreto, su
localización, siguen siendo imposibles: se puede sólo presumirla,
adivinarla, en instantes fugitivos. Al cerrar el libro, el horror ha
invadido al lector: comprende que el mal está en todas partes y
en ninguna, que se oculta, que no lo aprehendemos jamás, antes
nos ahoga solapadamente con la sonrisa seráfica de esta Lady o
con la mueca graciosa de aquel pequeñuelo.

* * #

Graham Greene se expresa así en un pasaje que quiero des­


tacar para que el lector lo m edite:
James, en sus últimas novelas, describe el mal in propria persona,
que baja de paseo por Bond Street, amable, sensible, cultivado... el
mal que no puede distinguirse del bien más que por el completo
egotismo de sus miras. Son perfectos anarquistas estos últimos per­
sonajes de James: forman el fondo de inmoralidad de aquella época
extraordinaria de violencia ciega que precedió a la guerra de la que
era preludio: atentado al observatorio de Greenwich, bloqueo de Sid-
ney Street. Crearon el ambiente que hizo posibles las escenas más
brutales descritas por Conrad en The secret Agent (Presentación de
la traducción francesa de The Ambassadors, p. 10).

La sociedad descrita por James es, pues, la sociedad del fin


de un mundo y también del fin del mundo; esta afirmación no
es exagerada, ya que siempre será verdad que una sociedad en
la que se entrevé tan profundamente un mal omnipresente, será
barrida por la borrasca del Apocalipsis. Esta «sociedad mundana»
existe siempre: cambian los actores, varían los atuendos, pero
El ateísmo mundano.— El mal inasible 165
la obra permanece idéntica. Se opondrán sin tregua estos dos
mundos: el de la belleza puramente estética y el de la verdad
espiritual, humilde, modesta, animada por la sinceridad y la en­
trega de sí misma.
He aquí por qué las crónicas mundanas de Romains, Druon,
Kessel, Béhaigne, Vialar y tantos más, pasarán como las hojas de
otoño; en cambio, las de Balzac, Saint-Simon, Proust, Mann y
James, vivirán eternamente como testimonio de un mundo de
«posesión demoníaca»:

James estaba destinado a trazar el retrato de Peter Quint, con su


pequeño bigote rubio en medio de su rostro pálido de precito; iba
a mostrarnos a Densher y Kate convulsos de angustia por el término
infernal, sin esperanza, que los separa; el mal desempeñaba un papel
de una importancia abrumadora en su visión del universo. El destino
y las experiencias de James le colocaron por azar en medio de «gran­
des posesiones» 23; pero las «cosas negras e inexorables» 24 no son
partes intrínsecas de un sistema capitalista, como no ¡o son tampoco
de un sistema socialista: pertenecen a, la naturaleza humana. En rea­
lidad, se reducen a esto: un egotismo tan completo que se podría
creer que un poder inhumano, sobrenatural, se manifiesta por medio
de los pobres diablos que ha escogido (Graham Greene, Ibid., pági­
nas 15 y 19) 25.

23 En el sentido «capitalista» que el socialismo da a estos términos.


24 Estas «cosas», según los críticos marxistas de James, se hallan
vinculadas a una situación «accidental» de la sociedad, el capitalismo.
25 La frase de Greene muestra, una vez más, la pobreza y superfi­
cialidad de esta crítica «objetiva» utilizada por el marxismo en literatura,
lis evidente que los horrores descritos por James obedecen «a la natura­
leza humana». No verlo as! es indicio de esta voluntad de tener razón
■nutra los hechos, que constituye una característica no infrecuente de la
■tilica marxista.
166 Henry James y el ateísmo mundano

2. S atán

El ser maléfico que ha «pasado» para sembrar esta esterilidad,


esta soledad, este envejecimiento de las almas, es S atán 26; tal
fue, sin duda, el sentimiento más o menos consciente del autor,
aunque no sea preciso tomar al pie de la letra las interpretación
nes que Greene da de ciertos episodios de la infancia de James 27.
Nadie ha visto a Satán, pues triunfa en la ambigüedad; no se le
ha aprehendido nunca, porque se disimula bajo esa mundanidad
que la Escritura llama «fascinación de la vanidad». A lo largo de
los días, al correr de las horas, toda una juventud se pierde en
la nada, a fuerza de no reflexionar, a fuerza de querer a medias
el bien y a medias el mal, a fuerza de dejarse arrastrar por la co­
rriente del placer, de los amoríos a flor de piel. Y cuando se pre­
senta un «embajador» adulto, seguro, leal, pero desgarrado tam­
bién por heridas mal cicatrizadas, llega demasiado tarde; es un
testigo horrorizado y un peón semiconsciente del drama. Así es
como llega un mundo a las orillas de una nada escalofriante, rien­
do, cantando, dejándose «guiar» por las fuerzas deliciosas del día
y de la hora.
Muchos lectores no verán en la obra jamesiana más que un
minucioso y tornasolado retrato mundano; dirán, a buen seguro,
que la obra es oscura, pero se deleitarán con las escenas en que la
vida mundana alcanza la falsa grandeza de un arte bastardeado;
muchos tendrán la impresión de un mundo mágico, adorable;
pero no verán la escalofriante presencia anónima que está en la

!6 Léase Satan, Études carmélitaines, París, 1948, y Denis de Rouge-


MONT, La part du diable, París, 1947.
27 Cf. Presentación de los Ambassadeurs, en la edición Laffont.—
Hay que leer los tres volúmenes de Souvenirs publicados por James.
El ateísmo mundano.— Satán 167
base misma de la creación novelesca. En otras palabras; las no-
velas de James son una fotografía tan alucinante de ciertas mane-
ras de vivir, cftie puede uno comportarse con relación a ellas como
se hace en la existencia real; podemos codearnos «con el mal en
persona, que se pasea por Bond Street, amable, sensible, cultiva­
do», sin damos cuenta de ello, antes bien imaginando que char­
lamos con uno de los productos más refinados de la cultura hu­
mana.
Ahí radica la fuerza insuperable del novelista: comparte con
los más eximios el privilegio único de reproducir la vida con una
exactitud total, de captarla en instantáneas tan verdaderas, que
nunca la deform an; por ninguna parte comprobamos esa «pulga­
rada» del novelista que sesga sutilmente su obra en un sentido
«moralizador». Y sin embargo, al igual de los más grandes tam­
bién, James nos hace sentir continuamente la presencia, en el seno
de esta vida, de otra dimensión espiritual28.
James describe un mal tan profundo, que se parece al bien. La
misma civilización refinada, por ejemplo, se torna buena, si se
halla encarnada en un ser que se entrega y sacrifica; material­
mente, para una mirada superficial, el santo y el condenado son,
en el mundo de James, difícilmente discernibles; la diferencia su­
til que los distingue es ese egoísmo abismal que no se muestra
nunca, sino a veces en la sonrisa crispada, vulgar, que desflora
un instante un rostro encantador.

a. SATÁN, PRÍNCIPE DE LA MENTIRA Y DEL ORGULLO

Se trata sin duda de Satán, pues la mentira y el egoísmo, esos


dos abismos del universo jamesiano, son los del demonio, que es
príncipe de la mentira y del orgulloso egoísmo que dice: «yo».

28 Se piensa en Dostoyevski y Bernanos.


168 Henry James y el ateísmo mundano
Las almas de los héroes de James están muertas, vacías, no son
ya nada: el diablo es nada, voluntad de la nada. El rostí o de los
muñecos jamesianos aparece, en las horas cruciales de la vida,
crispado, vulgar, viejo: el «señorito» que vió Yvan Karamazov
era feo, crispado, vulgar, viejo.
Al término de esta espiral, emparejamos con Le tour d'écrou,
en donde claramente vemos la posesión demoníaca de dos niños:
orgullo, mentira, vulgaridad, senilidad precoz, tales son los rasgos
que el mal ha esculpido en Flora y Miles; este mal abismal se
oculta bajo la pelusilla de los rostros lechosos, tras el cristal de sus
ojos cándidos, en la refinada zalamería de «Eton boys and girls».
Hay, en el centro de todas las grandes obras de James, una figura
enigmática, fascinadora por su belleza; los mejores se dejan pren-
der por su encanto; y sin embargo, ah! es donde la mentira y el
egoísmo del demonio han encontrado sus guaridas.
Satán no es un «chalán» de mirar atravesado, con quien cro-
pezamos en los rincones de las callejuelas o en los senderos llu-
viosos de la cam piña20; anda escondido; charlamos con él sin
saberlo. El lector de James se deja ganar por el encanto de estos
personajes enigmáticos; al principio, ni sospecha siquiera que pue­
dan ser demonios encarnados; sólo a la larga entrevé que quizá
se ha codeado con el Príncipe de este mundo. Así es cómo, sin
saberlo, respiramos un aire envenenado; así es cómo, inconscien­
temente, nuestros corazones se llenan de una nube negra que poco
a poco va sepultando las zonas profundas del alma en la negación
del ateísmo ;1".*30

2'J En sus primeras obras, Bernanos localizaba demasiado al diablo.


En las últimas, sobre todo en Monsieur Ouine y Un mauvais reve, des­
cribe al diablo presente en todas partes y en ninguna.
30 James no condena la cultura en sí misma, sino aquella que se aparta
de su fin, por motivos de vanidad mundana.
{El ateísmo mundano.— Satán 169

b. SATÁN O LA FASCINACIÓN DE LA LIBERTAD

No es posible localizar con precisión el minuto en que tal


personaje abandonó el camino de la sinceridad y de la caridad;
desde el comienzo de los libros jamesianos, los juegos están hechos.
Al entrar en «este mundo» (en el doble sentido de mundo refi­
nado de los salones y de mundo a secas), el hombre respira en
él un aire envenenado; como otros hombres han matado a Dios
en su interior, la esterilidad secreta de sus almas provoca una
mortal sequedad en torno de ellas; pero estos primeros crimina­
les han sido corrompidos a su vez por otros. Los héroes de James
aparecen como los condenados de Dante, con tres cuartas partes
hundidas en el hielo; los gestos que hacen, los gritos que emiten,
pueden dar la impresión de que son libres: en realidad, una par­
te de ellos mismos, oculta, se halla ya aherrojada entre el hielo
de la mentira. Son tanto víctimas como pecadores. Todos son res­
ponsables y todos son inocentes. Todos son responsables, porque
todos toman parte en el juego aportando su baza; todos son ino­
centes, porque ninguno se atrevería a cometer un solo acto fatal,
si no les empujasen a ello, aun sin sospecharlo, mil complicidades.
«Cada uno es responsable por todos y todos por cada uno», dice
Dostoyevski, en quien no se puede menos de pensar. El mal vie­
ne de lejos.
Y prueba de ello es que los niños mismos están a veces tara­
dos : el progresivo endurecimiento de la pequeña Maisie nos hace
comprender la inmunda presencia que gravita sob^e una niña sin
que ella lo sospeche; recuérdese a Flora y a Miles para medir la
parte de debilidad y de fascinación que los ha arrastrado hacia el
mal. Uno piensa en la «tota massa damnata» de San A gustín; y sin
embargo, ¿quién osará lanzar la piedra contra este o aquel per­
sonaje de James?
170 Henry James y el ateísmo mundanoj
Los criminales de James aparecen así como muñecos maneja­
dos por una fuerza sobrehumana; al mismo tiempo, se adivina
que son responsables y, por lo tanto, culpables. Esta doble impre­
sión se explica, si suponemos que hay en ellos esa influencia sa­
tánica de que habla Graham Greene.
En efecto, no hay que olvidar que Satán no puede hacer por
sí mismo el mal en este mundo; necesita del hombre como de un
«intermediario». Mientras el hombre resiste y se niega a ceder a
la tentación diabólica, permanece libre, y Satán es impotente, to­
talmente impotente, pues no puede obrar directamente sobre la
ciudadela interior del ser espiritual. En último análisis, el pecado
es obra del hombre.
Cada vez que se comete un pecado, viene a engrosar la masa
de crímenes que se espesa sobre la superficie del universo; estos
crímenes, al acumularse, se refuerzan unos a otros? envenenan el
aire que respiramos y no tardan en crear ese caos visible que es
una especie de caricatura del cuerpo místico y al que San Pablo
llama «cuerpo del pecado». En presencia de esa solidaridad en el
mal, enfrentado con esa complicidad innumerable que le empuja
a pecar, el hombre experimenta poco a poco la impresión de en­
contrarse en un universo en el que el pecado es fatal y el mal
prevalece sobre el bien, en un mundo en el que el bien es impo­
sible y el caos supera con mucho al orden y a la belleza. En esas
condiciones, el hombre cree que su libertad es un mito y que no
le queda otra alternativa que la de abandonarse a las fuerzas «ab­
surdas» que gobiernan el mundo. Dirá quizá que anda de por
medio el satanismo y tratará de sugestionarse con la idea de que
al pecar no es responsable.
Cuando cede a esta fascinación del caos y de la nada, el hom­
bre abandona su libertad; pero si, de hecho, superase, exorcizase
el embrujo satánico diciendo, como Jesús: «El príncipe de este
mundo no puede nada contra mí», reencontraría u libertad. Em-
El ateísmo mundano.— Satán 171
pujado por su debilidad interior, minado por la complicidad de
los otros en el pecado, asediado por la aparente omnipotencia del
mal, el hombre cede frecuentemente. Y se tranquiliza diciéndose
que no es por entero responsable; y no lo es, ciertamente, por
entero; pero es también falso decir que no es responsable en
absoluto.
Tal es el juego demoníaco; mostrarse demasiado y demasiado
poco, falsificar los dados, para que se pierda el hombre. El de­
monio se muestra demasiado poco: el pecador se imagina en­
tonces hallarse frente a un mundo que está más allá del bien y
del mal, de un mundo profano, sin profundidad espiritual o m oral;
y obra libremente, sin darse cuenta de que le hace el juego a
Satán, ya que éste va a servirse de esta caída para fortificar la
nada aparente de la sociedad mundana. Por otra parte, el demonio
se muestra demasiado, pues frente a la complicidad universal en
el mal, en presencia de los innumerables pecados de los hombres,
pecados que, todos y cada uno, salen de la libertad de cada uno
y de la complicidad de todos los otros en el pecado, el ser humano
se cree en presencia de una fatalidad de la que ya no sería res­
ponsable.
# * #

La historia de Flora y Miles demuestra muy bien lo que afir­


mamos. Al principio, los dos niños fueron corrompidos por un
criado y un aya. Miles y Flora fueron testigos de los amores cul­
pables de Miss Jessel y de Peter Q uint; al mismo tiempo, cedieron,
el uno a los abominables gestos y palabras del criado, la otra al amor
monstruoso de su aya. James da a entender que, en sus pensa­
mientos y en sus actos, los dos niños fueron iniciados en el in­
fierno de una sexualidad aberrante. Bernanos habla en cierto pa­
saje «de la traición en el alma de un niño»; James la deja tras­
lucir aquí.
172 Henry James y el ateísmo mundano
Hay, pues, al principio, un pecado real en Flora y en Miles;
cierto que los dos niños no son completamente culpables, pues,
ante tal perversidad por parte de los criados que se ocupan de
ellos, tienen que enfrentarse con un enemigo demasiado fuerte;
además su tío, al dejarlos solos en el castillo, comete un pecado
de omisión. Ello no empece para que los dos niños sean culpa­
bles de una falta moral, ya en el principio. Hasta cierto punto,
hay en ellos libertad y complicidad.
Si Flora y Miles hubieran simplemente luchado contra esta per­
versión moral, con sólo que hubieran renunciado a mentir y a
disimular, jamás se les habrían aparecido los fantasmas de los dos
criados. Satán no se nos muestra nunca, a menos aue nosotros le
demos pie con nuestras, faltas y nuestro consentimiento a la men­
tira, ya que él no puede «manifestarse» más que por el trujamán
del consentimiento humano. Así pues, el apego oculto y tenaz a
sus recuerdos de vida corrompida es lo que da «consistencia» al
fantasma; la falta secreta de los niños es la que ofrece al demo­
nio este «cuerpo» en el que puede encarnar.
Una vez que los niños han entrado en este círculo infernal
en que son a la vez consentidores y constreñidos, su pecado va a
objetivarse ante ellos, va a manifestarse con la falsa realidad de
una fatalidad. Bastaría con que tratasen de salir de su corrupción
para que se esfumase y desapareciese el fantasma, ya que no tiene
más soporte real que el alma pecadora de Flora y de Miles; pero,
y ahí radica lo atroz de la posesión demoníaca, cada vez que pe­
can los niños, otras tantas aparece el fantasma; cuanto más se
hunden en la mentira, tanto más parece el fantasma tomar cuerpo
y consistencia real, distinguirse de los niños, convertirse en una
persona real cuyo embrujo los fascina más y más.
Son Flora y Miles los que permiten al fantasma de Quint mos­
trarse ; pero, cada vez que se lo permiten, éste, en un círculo vicio­
so, los arrastra un poco más lejos en el vértigo Je una fatalidad
El ateísmo mundano.— Satán 173
a la que los niños ceden. Al final, la posesión seda casi total (no
lo es jamás) y sería necesario un verdadero «exorcismo» para lv
brarlos. Como el aprendiz de brujo, que desencadena, ibremente
al principio, las fuerzas mágicas, pero que poco a poco se ve arre-
batado, fascinado por ellas, pues esas fuerzas se objetivan, acre'
cen, se convierten en una presencia formidable frente a la que
toda defensa parece imposible, así Miles y Flora han desencadenado
las fuerzas del mal en sí mismos; y estas fuerzas, como un bu-
merang, se vuelven sobre ellos en forma de fantasmas. Pronto se
imaginan los niños que ellos no tienen parte en esas apariciones;
creen ver un ser real; encuentran en ellas como una coartada para
sus debilidades. La pérdida del alma está casi consumada.
Recuérdese a Yvan Karamazov, quien no sabía con certeza
si el «señorito» era una proyección de su libertad oecadora o, por
el contrario, un ser real al que, entonces, no le quedaba otro re'
medio que entregar la ciudadela de un ser al borde de la locura.
Recuérdese también a Mme. de Vionnet hablando de un destino
guiado sólo por el azar, pues «las cosas no pueden suceder de
otra manera que como suceden».
El ejemplo de Le tour d’écrou pone bien en claro la táctica del
diablo: en realidad, lo que los niños ven no es un fantasma, sino
su propia corrupción objetivada, pues lo propio del pecado es con'
tinuar, fuera del pecador al principio, una especie de vida mons-
truosamente prolongada, y volver después sobre el pecador con
todo el poderío de una fuerza aparentemente objetiva, impersonal,
fatal, a la que la libertad cede en un vértigo y una dimisión de
todo su ser. Es sabida la parábola evangélica del demonio que va
a buscar otros siete diablos peores que él para volver sobre la
casa e invadirla totalmente.
Se comprende ahora por qué los personajes de James son a
la vez responsables e irresponsables. Este juego tan complejo del
pecado y de Satán forma el tejido de la sociedad mundana, en el
174 Henry James y el ateísmo mundano
sentido que le ha dado James. Esos seres han enajenado así poco
a poco su libertad. Se imaginan víctimas, y lo son en gran parte;
pero procuran olvidar que permanecen libres en el hondón más
íntimo de su ser, ya que bastaría que dijeran ante el «fantasma»:
«nada puedes contra mí», como hizo Cristo la víspera de su Pa-
sión, para que el fantasma se desvaneciese en la nada.
• Redescubrir el sentido de la responsabilidad moral es renun-
ciar a la mentira y al egoísmo; es orientarse de nuevo hacia esa
disposición moral fundamental, previa al acto de la fe y que no
es más que reconocerse pecador para lanzar un llamamiento a Dios
salvador. Como quiera que la libertad está en sus tres cuartas
partes aherrojada en la fatalidad aparente del mal, confesar su
crimen y gritar a Dios pueden salvar, pues Dios es capaz de de-
volvernos la libertad y de vencer al pecado en nosotros. Entre
Satán y Él, Dios sólo ha puesto como muralla el corazón del hom-
bre, dice Bernanos. Es verdad. Y ello quiere decir que, para des-
prenderse de la trampa satánica, no hay sino reasumir el senti­
miento de su libertad y entregarla a Dios, para que Él la recree
en nosotros en toda su integridad.
Reléase Le tour d’écrou; reléanse a la luz de ésta las otras
novelas de James y se descubrirá que la situación descrita por el
novelista es ésta: juego complejo de libertad culpable y de fasci­
nación ante Satán, príncipe de la mentira.

C. SATÁN, ÁNGEL CAÍDO

La presencia del demonio se manifiesta, en fin, en un carácter


por demás notable de los personajes de James: son hermosos y,
al mismo tiempo, viejos y vulgares; son «Príncipes» caídos miste­
riosamente. Piénsese en Amerigo, el príncipe italiano, una de las
más sorprendentes creaciones de James.
Satán es un «ángel» caído; el pecador es un santo que ha ex-
El ateísmo mundano.— Satán 175
traviado su camino. El hombre es rey de la creación; he aquí por
qué puede ataviarse con todos los prestigios de la belleza y de la
gloria humanas. Pero esta belleza, esta realeza adámica se ha
hecho precaria. Los héroes jamesianos, bajo la capa de una belleza
real, son Príncipes cuyo poder es frágil. Tras el bello disfraz de su
encanto, se revela la vulgar fealdad de su pecado.
La primitiva iconografía cristiana representaba a Satán bajo la
forma de un «ángel» ensombrecido: del ángel tiene la belleza
esbelta, la alada silueta, el fulgor poderoso; pero no sé qué som-
bría nube ha empañado este espejo. Los más grandes iconógrafos
han llegado a reproducir esta luz de ángel, ahogada, medio extinta,
bajo el manto, del que parece desprenderse una negra radiación,
el destello de la rebeldía y de la mentira.
Ahí estriba la grandeza de los héroes de James: son realmente
hermosos y realmente feos; de la superficie de este mar de belleza
no vemos más que un reflejo ensombrecido, como el buzo no vería
la claridad del sol sobre las olas más que desde un punto que se
va alejando siempre más hacia el fondo, para acabar por no ver
más que tinieblas. Esa es la fuente de la inmensa tristeza que
ahoga al lector de James, la tristeza que .se siente ante el único
drama que jamás ha sucedido: el de la pérdida eterna de un ser
destinado a la realeza celeste3l.

# # #

Pero hay otro drama que «ha sucedido realmente», el de la


Redención. El sentimiento de la omhipresencia del mal es tan

31 Los psicoanalistas invocarán en vano aquí el puritanismo y los en­


sueños swedenborgianos de que tanto gustaba el padre de James. El
contexto y la letra de James son quizá puritanos, pero la idea de fondo
es perfectamente ortodoxa.
176 Henry James y el ateísmo mundano
horrible en la obra de James, que suscita, como por una especie de
reacción, la sed de otro mundo, del mundo de la caridad y de la
santidad, de la juventud y de la vida. James no ha podido ig­
norar este mundo.

V. EL CAMINO DE LA FE

Solamente un santo puede mirar el «mundo» con los ojos de


Cristo y, leyendo en las almas con todo el poder de su mirada,
desvelar, al lado del mal, unido a él de manera inextricable, el
bien que lucha en el universo para salvarlo a pesar de todo.
¿H ay santos en el mundo de James? ¿H ay inocentes que no
sean sólo víctimas? ¿H ay hostias que expían, héroes de la gracia
que se yerguen para hacer brillar la alegría? La respuesta a esta
pregunta nos permitirá entrever en qué camino se encuentran la
salvación y la fe.

1. LOS QUE QUIEREN SALVAR A LOS OTROS

El universo jamesiano está poblado de personajes que luchan


contra el mal y se esfuerzan por resucitar el sentido moral desfa­
lleciente. Se dividen en dos clases.

a. LAS SOLTERONAS DIVIDIDAS

La novela anglosajona está llena de estas figuras femeninas


que, jóvenes o precozmente envejecidas, toman a su cargo el
luchar en favor de la rectitud y de la verdad. En James, estos
personajes son conmovedores e irritantes, como lo son frecuente­
mente en la vida los testigos del bien.
Mrs. Wicks, en Ce que savait Matsie, es una anciana que ha
perdido a su único hijo. Fea y enérgica, diríase que nunca ha
El camino de la fe.— Los que quieren salvar a otros 177
estado casada: tan grande es la enjutez de su piel, la nerviosidad
de su gesto, la ingenuidad de sus sentimientos. Vive apasionada­
mente apegada a Maisie y lucha con toda su energía contra el
encanto de Sir Claude, cuya fascinación sufre ella misma (no nos
hallamos en un mundo «edificante», con los «buenos» y los
«malos»). Y salva a la muchacha renunciando ella a vivir cerca de
Sir Claude, y despertando en la niña el sentido moral.
El aya, en Le tour d’écrou, lucha con una energía sobrehumana
contra la posesión espectral de los dos niños. Sale airosa en su
empeño con Miles, al paso que el destino de la niña permanece
misterioso: ¿se convertirá Flora en una Mme. de Vionnet, en una
Charlotte Stant? A su vez, la misma aya se halla fascinada por
la belleza de sus protegidos.
Fleda Vetch, la joven que vive en compañía de Mrs. Gereth,
en The spoils of Poynton, se siente igualmente atraída por la be­
lleza de las obras de arte; aunque enamorada de Owen, se decide
por permanecer al lado de Mrs. G ereth: se halla dividida entre
la complicidad en el robo de los objetos artísticos y la fidelidad
al contrato cerrado con Owen. Cuando vea arder en llamas Poyn-
ton, quedará aniquilada. El personaje permanece ambiguo hasta
el final.
* * *

Se observa, pues, que estos defensores del bien se hallan fas­


cinados por el mal que com baten; su alma está dividida, su
actitud es equívoca. No es difícil comprenderlo, pues, en el centro
de cada novela de James, hay un objeto, un ser, del que irradia
una belleza exquisita. Y esta belleza no es mala en sí misma;
encarna siglos de civilización y de arte; y sin embargo, como ha
demostrado el análisis de The Amhassadors, permanece siempre
ambigua.
Se ha subrayado el puritanismo del au to r: en ciertos casos.
12
178 Henry James y el ateísmo mundano
desempeña un papel en la desconfianza, no exenta de atractivo,
que desgarra el alma del novelista ante el arte mundano. Pero es
preciso desconfiar de palabras como puritanismo, jansenismo, que
se suelen utilizar a manera de ganzúa para forzar las cerraduras;
hay latente en esta ambigüedad de la belleza visible en James una
verdad más profunda y más universal: una visión puramente
estética de la vida puede convertirse en el contrario mismo del
bien; aunque el bien y la belleza se identifican en los transcenden­
tales, están muy lejos de identificarse siempre en el plano terrestre.
La belleza erigida en un absoluto aquí abajo, por ejemplo en el
arte de la vida mundana, nutre secretamente el egoísmo y la
m entira; testigo el Gide de la última época. Graham Greene ha
subrayado la importancia de James en este «proceso» de la civi­
lización.
Se comprende, pues, por qué las solteronas puras están a su
vez divididas entre el atractivo y el temor de la belleza mundana.
Todo testigo de Dios aquí en el mundo siente el mismo desga­
rramiento, o de lo contrario miente, a menos que sea tan poco
humano que no sienta nada en absoluto. Pero entonces no será
tampoco un testigo de la gracia.

b. LAS HEROÍNAS DE LA CARIDAD

La fuerza que sostiene, en James, a los héroes del bien es una


fuerza puramente hum ana; no es ni sobrenatural ni siquiera de un
orden explícitamente religioso. El aya de los niños, en el mo­
mento en que salva el alma de Miles, habla solamente de «una
fuerza sobrehumana que la anima». Maggie Verver, en su lucha
contra Charlotte Stant, emplea igualmente medios que el mundo
pone a su disposición.
Pero no sería lícito deducir de ello que James ignore toda
fuerza religiosa positiva. Si se admite que en sus novelas el mal
El camino de la fe.— Los que quieren salvar a otros 179
satánico se disfraza y se esconde bajo formas prestadas, habrá que
admitir también que Dios y la gracia circulan en el universo bajo
formas y disfraces que no permiten identificarlos de inmediato.
Si el mal se esconde, ya que no aparece nunca al desnudo, sino
sólo bajo las apariencias del bien, todavía se oculta más el bien,
pues es humilde; circula «de incógnito» por el mundo. La visión
que tenía James del mundo, así como la técnica novelesca que
tal visión le imponía, no permitían ni pintar el mal de cuerpo
entero, ni desvelar la acción del bien.
Hay otros indicios de la acción de los valores cristianos en «el
mundo». Y sobre todo uno que no engaña: la caridad que se disi'
muía, se hace humilde, sufre en silencio y, al mismo tiempo, está
animada de una audacia inexplicable en el seno de su debilidad.
Maggie Verver y Millie Theale encarnan esta caridad. Me limitaré
a decir unas palabras de la primera, porque aquí alcanza James
una de sus cimas religiosas (la otra es el final de Le tour d’écrou).

# # #

Maggie es una mujer encantadora, transparente y sana; pasa


por este mundo corrompido sin mancharse. No es un ángel, pues
sufre lo indecible cuando descubre la traición de su marido: de-
searía ser amada de verdad, y sin embargo le parece contemplar
una estatua cuando mira a su marido, el Príncipe.
La joven mujer se irá haciendo poco a poco una heroína de la
caridad. Sufre porque, aun tratando de separar del pecado a Ame-
rigo y a Charlotte, no quiere herir su orgullo. Maggie no es una
mujer «teatral»: la manera como muestra a su marido la copa
de oro, símbolo de todo el drama, y después, sin decir una palabra,
l.i rompe contra el suelo, es admirable por su violencia y su do-
minio interior al mismo tiempo; por lo demás, será ésta su única
180 Henry James y el ateísmo mundano
explosión a lo largo de un juego complicado en el que salva su
vida, la de su padre y la de su esposo.

Hay, por otro lado, un rasgo sublime en Maggie: cuando, en


vísperas de su partida para los Estados Unidos (que la separará
para siempre de su amante), Charlotte deja transparentar en su
voz el desgarramiento que sufre, Maggie se conmueve. Se com­
padece de esta diosa orgullosa que representa el papel de esposa
fiel; y la compadece a pesar de hallarse ella misma sumida en el
teiror y la amargura.
Esta caridad bien pronto encuentra la ocasión de llegar hasta
el extremo del don de sí, del sacrificio. La tarde de aquel mismo
día, Charlotte, desesperada de tener que separarse de su amante
sin una última entrevista siquiera, huye al parque del castillo con
un libro. Maggie la ve desde su ventana. Movida de piedad y
compasión, busca un pretexto para unirse a la desgraciada y con­
solarla. Y lo halla en el libro que se ha llevado C harlotte:
por error ha tomado el volumen II, mientras el tomo I está en
manos de Maggie. Esta baja con él en la mano al parque, en
busca de la que le ha robado el marido.
Al acercarse a Charlotte, Maggie se humilla, vacila, no sabe
cómo abordar ese gran dolor (cuya fuente, sin embargo, es la
mentira). Charlotte se percata inmediatamente de que Maggie no
viene en son de guerra, sino para participar en su pena. Si Mag­
gie viniera a hacerle algún reproche, Charlotte encontraría un
pretexto para encastillarse más en el reducto de su orgullo. Pero
enfrentada con la bondad y el perdón, como Marmeladov ante
Sonia, Charlotte siente en su interior la tentación del bien.
Si The golden bowl fuera una novela «edificante», las dos
mujeres caerían, silenciosamente, una en brazos de otra y corre­
rían de sus ojos dulces lágrimas. Pero no nos hallamos ante una
novela «edificante», como tampoco vivimos en un mundo «edi-
El camino de la fe.— Los que quieren salvar a otros 181
ficante»: Charlotte, al ver a Maggie humilde e implorante (siem­
pre la caridad semeja una mendiga, la que da se parece a una
pobie), se siente más fuerte para encararse con su rival. Quiere
chulear hasta el final, aparentar que, ahora que se va a los Esta­
dos Unidos con su marido (que es el padre de Maggie), tendrá a
su compañero para ella sola, mientras que hasta entonces se lo
había disputado Maggie. Después, dirigiéndose a Maggie, que
permanecía inmóvil, con el regalo amistoso que no le es aceptado,
le lanza esta terrible frase, rezumante de orgullo y de m entira:
«Al mimar a tu padre, me has arrebatado a mi esposo; por fin,
voy a poder tenerlo para mí sola».
Este postrer coletazo de un orgullo acorralado, hiere a Maggie
en lo más hondo de su sensibilidad: es Charlotte la que ha ro­
bado el esposo a Maggie, y es Maggie la que ha devuelto su espo­
sa a su padre. Una heroína de la antigua tragedia, Medea por
ejemplo32, habría respondido con la venganza. Maggie se eleva
en esta ocasión hasta la cima de la caridad. No sólo ha querido
devolver bien por mal, preparando a Charlotte esta última entre­
vista de bondad, sino que, cuando le es rechazado el bien de que
es portadora, no se rebela. Cuando se le echa en cara una falta
que no ha cometido, cuando se yergue ante ella la mentirosa ufa­
nándose de su virtud y le lanza al rostro una mentira de que es
inocente, Maggie acepta pasar por pecadora; toma sobre sí la
falta de Charlotte, falta que nunca ha cometido; y con su silencio
da su asentimiento a la acusación lanzada contra ella. Al dejar
creer que ha querido arrebatar su marido a Charlotte, se deja acu­
sar falsamente, como Cristo.
Maggie, mujer justa y sufrida, acepta el supremo agravio, para
evitar hasta el fin herir al pecador, sin esperanza humana, pues

1,1 Cf. Sagesse grecque et paradoxe chrétien, I, cap. I, y II, cap. I.


j 82 Henry James y el ateísmo mundano
no sabremos nunca si Charlotte se dejó, conmover por ese gesto
sublime. N o se comprende que James no haga aparecer aquí con
más claridad la caridad misma de Cristo. Más bien se diría que es
sólo en su cortesía y educación mundanas donde Maggie busca y
encuentra las fuerzas necesarias para su sacrificio 3\
Hay aquí algo más que un simple reflejo cristiano, que puede
subsistir incluso cuando las creencias positivas han desaparecido;
simplemente, anda de por medio la gracia, que nunca se niega
al que sigue la voz de su conciencia; nos encontramos aquí con
esa presencia secreta del bien, que se codea con el mal y gusta de
disimularse tras la debilidad, para vencer mejor a las fuerzas de
este mundo.
Sin duda voy más allá del contexto de la obra de James, como
también lo he rebasado un poco a propósito del satanismo. Pero
precisamente la luz de la fe ayuda a descubrir las claridades di­
vinas que están realmente presentes en el seno de las tinieblas
del pecado, a veces sin saberlo aquellos de donde irradian esos
resplandores. Donde la mirada humana no ve más que un sombrío
juego de azares, el espíritu de fe descubre el rostro oculto de Dios.

* # #

Se dibuja ya una primera conclusión: en el mundo de la


mentira y del egoísmo, la caridad de una Maggie Verver trae un
hálito de aire fresco. Existe el camino hacia el Dios de la caridad.
La belleza de Maggie se torna benéfica: nos hace vislumbrar el
mundo humano transformado secretamente por el don de sí; así3

33 Todo lo que precede es un resumen del final de The golden bowl.


El camino de la fe.— La salvación por la confesión 183
Millie Theale morirá por los otros * \ Por otra parte, a Charlotte,
Kate, Osmund, es su propio juego de disimulo el que los cas­
tiga ; conocen ya aquí abajo el infierno de la soledad y de la
nada. James no es un materialista.

2. La salvación del peca dor po r la c o n fe sió n de s u falta .

Dos males corrompen el mundo de James: el egoísmo y la


mentira. Al primer pecado Maggie Verver y Millie Theale res­
ponden con el don total, con el desinterés, con el amor al pecador.
La respuesta al segundo pecado la da la confesión del pequeño
Miles, el reconocimiento de sus faltas.
La caridad de los inocentes constituye un llamamiento a la
conversión de los pecadores. El aya de Miles, en Le tour d’écrou,
va a intentar salvar al muchacho. La escena final del libro, de una
grandeza soberana, nos permite señalar la manera como puede
nacer esa confesión liberadora. Por vez primera en la narración,
James escribe aquí la palabra «alma» con todas sus letras. Sabien­
do hasta qué extremo gusta el novelista de economizar sus efec­
tos, ya que no deja aparecer tal palabra sino en el momento pre­
ciso, se reconocerá todo el valor de esta escena, en la que se juega
la suerte de un alma.
La posesión satánica opera por medio de la mentira, de la trai­
ción, del disimulo; el pecado de Miles consiste en haberse callado,
en haber disimulado y ocultado su vida secreta, por ejemplo, no
confesando jamás las faltas que motivaron su despido del colegio.34

34 En The wtngs of the Aove; Millie es una enferma que se ve morir;


en torno a su lecho, en el marco encantador de Venecia, se disputa una
sórdida captación de dinero. El personaje de Millie le fue inspirado a
James por su hermana, que dió pruebas de la misma caridad sobrenatural.
184 Henry James y el ateísmo mundano
antes al contrario, simulando una bondad angélica. La única salva­
ción para él consiste en la confesión y reconocimiento de su pe­
cado; sólo que el mal es tan profundo en el muchacho, se halla
tan incrustado en las raíces mismas de su vida, que perderá ésta
en el mismo momento en que su voz comience a balbucir la
verdad. Pero esa muerte constituirá su salvación, ya que morirá
al pecado para renacer a la gracia.
# # *

A raíz de los acontecimientos narrados más arriba 35, el aya,


enloquecida, escribió al tío de los muchachos una carta, pidiéndo­
le que viniera a hacerse cargo de ellos para evitar su corrupción
definitiva. Esta carta, puesta sobre la mesa del hall, para que el
criado la llevase al correo, desaparece. El aya sospecha que Miles
la ha sustraído con el fin de impedir que la verdad se aclarase.
Suprema tentativa del muchacho y suprema tentativa también de
parte del ay a: ésta va a arriesgarse a la experiencia decisiva, va
a afrontar el supremo combate. Es preciso a toda costa hacer que
Miles confiese el robo; sólo entonces podrá escapar a los male­
ficios del fantasma, que solamente le domina por la fuerza de un
prolongado disimulo. Una vez obtenida la primera confesión, que­
dará abierto un portillo en la ciudadela interior; lo demás vendrá
por sí solo, y con la confesión, la salvación. Pero es preciso que
Miles se reconozca culpable: sólo entonces DEJARÁ DE VER AL
FANTASMA (que no es más que un símbolo, recordémoslo). Queda­
rá liberado, exorcizado.
Esta confesión, que Gide rechazó durante los últimos treinta
años de su vida, la hizo el pequeño Miles, cediendo al llamamien­
to de la caridad de su aya:

35 Cf. n.° II de este capítulo.


El camino de la fe.— La salvación por la confesión 185
—Dime... —yo estaba completamente tranquila, ocupada en mis
labores, y le hice la pregunta con cierto aire de despreocupación—
si ayer por la tarde cogiste de sobre la mesa del hall la carta que allí
había dejado yo.
Mi percepción del efecto producido sobre él por esta súbita pre­
gunta, durante el espacio de un minuto, no puedo describirla más
que como una violenta fisura de mi atención, como un golpe que, al
principio, mientras me levantaba y ponía de pie, no me dió tiempo
más que para realizar el movimiento natural de agarrarle y estrecharle
contra mí —buscando al azar un apoyo sobre el primer mueble a
mano—- y de mantenerle instintivamente de espaldas a la ventana 30.
La aparición con la que ya había tenido que habérmelas reaparecía,
ineluctable. Allí estaba Peter Quint como un centinela a la puerta
de la cárcel. La segunda cosa que vi es que había llegado a la ven­
tana de fuera; después fué su pálido rostro de condenado el que se
ofreció a mi vista, pegado a los cristales y lanzando al interior de
la habitación los dardos de sus hoscas miradas. Decir que mi deci­
sión fué obra de un segundo es expresar de una manera harto burda
lo que pasó entonces en mi interior; y, sin embargo, no creo que
mujer alguna tan desconcertada y trastornada haya recobrado, en un
tiempo tan corto, el dominio de sus actos. En medio del mismo ho­
rror de esta presencia inmediata, se me ocurrió que, viendo y te­
niendo que habérselas con lo que yo estaba viendo y afrontando, lo
que había que hacer era impedir que el pequeño se diese cuenta de
nada 3637. La inspiración —no puedo darle otro nombre 38— me in-

36 El fantasma de Quint aparecía con frecuencia en la gran ventana


que da sobre el jardín. En el momento en que el aya hace la pregunta,
aparece el espectro: el bien, al aparecer, provoca los últimos asaltos del
mal. Si Miles miente ahora una vez más, el espectro triunfará; pero si
confiesa, el fantasma quedará vencido.
37 Imagen muy sencilla y muy bella de la gracia que penetra en el
alma como una caridad, como un amor protector; Miles, al sentirse ama­
do, habitado por una presencia distinta de su soledad habitual, «no vol­
verá a pensar en el espectro». Confesará antes de pensar en él.
38 Otro símbolo de la gracia que reconforta la voluntad e ilumina el
espíritu del que lucha por salvar el alma de su prójimo.
186 Henry James y el ateísmo mundano
sufló una voluntad trascendente y capaz de llegar a conseguir mis
propósitos. Era como si yo sostuviese un combate con un demonio
por un alma, y después de haber pensado esto, vi el alma humana
—que tenía en mis brazos tensos y temblorosos— bañada de sudor,
sobre una dulce jrente de niño 3'J. La cara infantil, que rozaba la
mía, estaba tan pálida como el rostro pegado a los cristales; des­
pués, ot una vocecilla, de entonación no sorda ni débil, pero que
parecía venir de regiones muy lejanas, pronunciar estas palabras, que
bebí como un hálito embalsamado: «Sí, la cogí yo» (Le tour d’écrou,
trad. francesa, pp. 175-176).

El niño, podrido precozmente, ha encontrado un ángel de sal-


vación; se deja vencer; escucha; no sabe que el fantasma está
allí, porque la presencia de la caridad ocupa tan por completo su
corazón, que no piensa ya en la aparición. Pero en su interior se
está librando un combate; y su vocecilla infantil, que no es ni
débil ni sorda —pues el alma no muere nunca, sólo se ve impo­
sibilitada de hacerse oír—, antes bien parece venir de regiones
lejanas —pues sale de profundidades soterradas bajo estratificacio­
nes petrificadas—, es portadora de esta confesión vivificante que
le salva. Miles confiesa después los horrores que contó en el co­
legio, los que Peter Quint le había enseñado mientras vivía; la
muralla se ha derrumbado; la primera confesión da salida a las
otras.
No es posible dejar de ver aquí el combate de la caridad di­
vina, encarnada en un alma humana, por la salvación de un pe­
cador : nada falta al cuadro: el recrudecimiento del mal, en el
momento en que el bien afronta la lucha, ya que la aparición
demoníaca se muestra desde el instante en que el aya hace la
pregunta; el gesto protector del amor, que quiere penetrar en el

;,,J Todo cristiano, todo sacerdote, ha conocido estos minutos en que


le domina como un sentimiento físico del combate que libra contra Satán
por un alma.
El camino de la fe.— La salvación por la confesión 187
pecador a fin de que no piense más en sus antiguas servidumbres
y las olvide, pues el aya impide que el pequeño mire hacia la
ventana; la inspiración de la gracia que dicta, como en un re­
lámpago, la conducta que hay que seguir; la increíble rapidez de
la escena, pues Dios habla en ella; en fin, el alma que en la
confesión aparece no muerta, sino capaz de romper y salir a tra­
vés de los estratos de prolongadas mentiras, el alma que es resu­
citada de la tumba del pecado y que es una voz que no sabe decir
más que una sola palabra: Señor, he pecado.

# # *

La lucha no ha terminado aún. Es preciso que el pecador afron­


te su antigua servidumbre, es preciso que sepa lo que abandona.
A! percatarse Miles de que la aparición está allí, muy cerca de él,
pero que se aleja para siempre, ya que ha quedado vencida por la
confesión, y su «encanto» ha quedado roto en el momento mismo
en que se negó a la mentira, el muchacho quiere verla, mirarla
por última vez; siente que su pecado, su dulce pecado, se le es­
capa, pero que quizá podría darle alcance. Y es entonces cuando,
súbitamente, grita la palabra que nunca hasta entonces había pro­
nunciado. Pronuncia como en un aullido los nombres de Peter
Qiunt y de Miss Jessel. Busca por todas partes, como un ser he­
rido de súbita ceguera, que anda a tientas.
Pero le protege una fuerza invisible: desde el momento en
que aceptó darle entrada, desde el instante de la confesión en
que libremente cedió a la llamada del amor, la parte podrida de
su ser quedó herida de m uerte: Miles no logra ya ver el fantas­
ma, y los esfuerzos que hace en este sentido no son más que los
espasmos agónicos de este «cuerpo de pecado» que muere en él.
La libertad, encarnada en su confesión, le ha puesto en contacto
con una energía divina. El aya le dice quién es el fantasm a:
188 Henry James y el ateísmo mundano
—«I No es Miss Jessel! Pero está en la ventana —erguido ante
nosotros—. Está ahí —el cobarde, el horror inmundo—, | ahí por
última vez!»
Al oír estas palabras —después de un segundo de espera, du­
rante el cual su cabeza imitó el movimiento del perro impaciente que
ha perdido el rastro—, toda su persona fué sacudida por un es­
pasmo delirante, como si buscase por todos los medios aire y luz;
después, en un acceso de rabia muda, se arrojó sobre mí, enloquecido,
lanzando inútilmente en todas direcciones miradas furiosas y sin en­
contrar en parte alguna la gran potencia dominadora —aunque a mi
entender la habitación se hallaba ahora completamente impregnada de
ella, como de un sabor envenenado.
«¿Es él?»
Yo estaba ahora tan resuelta a obtener la prueba definitiva, que
me troqué en una estatua de hielo para desafiarle.
«¿De quién estás hablando?»
—«¡Peter Quintl ¡Ah, Demonio!»40. Su rostro parecía dirigir
a toda la habitación una súplica convulsa:
—«¿Dónde está?» 41.
Todavía me parece oír resonar en mis oídos la repetición del nom­
bre fatal y el homenaje rendido a mi sacrificio.
«¿Qué puede hacerte ahora, tesoro? ¿Qué podrá ya nunca más?
Te he ganado —desafié a la bestia inmunda—, y él te ha perdido

40 Bajo el efecto de la gracia sale en fin la confesión definitiva en


forma de un grito; el niño identifica su mal; al mismo tiempo que trata
de «darle otra vez alcance», siente que la fuerza divina a la que libre­
mente ha cedido un momento antes se lo ha arrebatado para siempre.
41 En el momento en que Miles queda liberado de su pecado, tiene
la impresión de morir: tan fuertemente se ha identificado con sus actos
malos que éstos, como un cáncer, han imitado y diríase que recreado una
caricatura de su «yo»; cuando los desaprueba, tiene la sensación de caer
en la nada. He aquí por qué busca al espectro, pues quiere reencontrar
su viejo cuerpo de pecado, que se le ha hecho tan cómodo. Esta muerte
es un nacimiento a la vida, pero a la vida en Dios. Tal es el sentido
de la muerte corporal del pequeño Miles.
Conclusión 189
para siempre». Y para acabar la demostración de mi obra, dije a Mi­
les: «ahí, ahí».
Ya él había saltado de mis brazos explorando, buscando exaspe­
rado, pero no veía más que la luz serena *2. Bajo el golpe de esta
pérdida, de la que yo estaba tan orgullosa, el pequeño lanzó el aullido
de un ser arrojado al otro lado de un abismo, y la fuerza con que
le estreché habría podido realmente detener tal caída. Lo agarré:
sí, lo tenía asido, ya puede imaginarse con qué pasión; pero al cabo
de un minuto comencé a darme cuenta de lo que realmente tenía
asido. Estábamos solos en la apacible luz del día, y su pequeño co­
razón, al fin liberado, había cesado de latir (Ibid., pp. 182-183).

CONCLUSION

James nos ha descrito el mal in propria persona, paseándose


por las calles, con la sonrisa en los labios. Es tan profundo, que
sobrepasa la sociedad mundana de la Europa anterior a la guerra
de 1914: lo que nos describe, en un caso individual, es realmente
el mal universal. Y ese mal se llama disimulo, traición, m entira;
se llama «egotismo». Participa de Satán.
Este mal se halla tan incrustado en las almas, que el aire mis­
mo que respiran diríase que está enrarecido por la ausencia de
Dios, pesado por el ateísmo radical; el mundo de James está ce­
rrado sobre sí mismo, ahogado, prisionero entre los lazos de una
abismal complicidad mundana que se adorna con el falso reflejo
de la belleza divina.
Y estos males son tan profundos, que implican todas las des­
gracias secundarias, más visibles, que describen las novelas mo­
dernas con tanta complacencia. En el mundo de James, nos encon-

42 Esta «luz serena» que contempla (ya no ve al fantasma) es otro


símbolo de la gracia.
190 Henry fumes y el ateísmo mundano
tramos, así creo haberlo demostrado, a tal profundidad, que vemos
en él las subestructuras de la vida, esas subestructuras que Camus,
Savtre, Malraux, ignoran o desprecian.
Los mismos inocentes son seducidos por este pecado. Pero el
mal halla en sí mismo su castigo, en la espantosa soledad que va
sembrando por todas partes. La única salvación es la fe en Dios.
El camino de la fe se reduce a dos palabras: caridad y ver­
dad, es decir, don de sí, abandono de sí, en la confesión de sus
faltas, en el sacrificio de sí por los pecadores. Solamente entonces
renace la libertad en el hombre; la confesión hace que se desen­
cadene en él un invencible poder sobrenatural, el cual vence a los
monstruos maléficos más queridos.
Llamar mal a lo que es mal y bien a lo que es bien, ése es el
camino de la fe; olvidarse de sí mismo, entregarse, tal es la fuer­
za que hace irradiar a Dios en este mundo. No hay dos caminos,
sino uno: pues, entregarse y confesar su pecado es una misma
cosa: es abrirse al Señor.
Si el nombre del Señor, de Jesucristo, no es pronunciado por
James, el lector cristiano sabe que ahí está la clave del drama. La
fe es sobrenatural, dije ya a propósito de Sartre; pero también es
libre: el primer gesto de la verdadera libertad humana es la con­
fesión del pecado, la conversión, el don de sí al Dios vivo. Y el
que ha dado su vida para exhortarnos a esta «metanoia», a esta
conversión de todo nuestro ser en la verdad y en la caridad, no
es otro que Jesucristo 4'\

4:1 La novela corta L’Autel des morís (traducida en la colección Dans


la cage, París, 1929) subraya la preocupación religiosa de James. Léase
también Daisy Miller (traducida con el mismo título en la editorial Char-
lot, Argel, 1946), primer esbozo del retrato de la Millie Theale de The
wings of the dove. Un buen estudio acerca de James en Revue Nouvelle,
junio 1953.
C a p ítu lo I I I

MARTIN DU GARD Y «JEAN BAROIS»

Durante largo tiempo, creemos que la vida es


una línea recta, cuyos extremos se hunden en
la lejanía, en los confines del horizonte; y des-
pues, descubrimos poco a poco que la línea está
cortada, que se curva y que sus extremos se
acercan, se tocan. El anillo va a cerrarse. Vamos
a ser unos viejos que no saben más que dar
vueltas dentro de su círcido.

M artin du G ard

Movido por su fe, Abraham, sometido a la


prueba, ofreció resueltamente en sacrificio a su
hijo Isaac; y era a su único hijo a quien sacri­
ficaba él, Abraham, que había recibido las pro­
mesas. Dios, pensaba, es capaz basta de resu­
citar a los muertos.

(Epístola a los Hebreos).


A
Los capítulos precedentes han puesto en claro el carácter libre
y sobrenatural de la fe. El acto de fe es igualmente razonable,
es decir, si no es el término de un silogismo matemáticamente
probatorio, tampoco es una adhesión ciega a lo irracional, bajo
el empuje de oscuras fuerzas afectivas.
Este último aspecto de la fe me parece que debe subrayarse
con especial cuidado en nuestra época. Muchos jóvenes cristia­
nos prestan su adhesión al cristianismo, principalmente por razo­
nes de orden m oral; ven en él un valor que se dirige al hombre
en su totalidad, pero se fijan sobre todo en su aspecto más inme­
diatamente temporal. Muchos no se atreven a mirar cara a cara
los dogmas revelados; no me atrevería a asegurar que su fe esté
siempre basada en la certidumbre de hallarse en contacto con la
verdad. La primacía concedida a los valores existenciales repercu­
te con mayor o menor intensidad sobre la fe de muchos hijos
del siglo, pues desconfían de las verdades objetivas ‘.
El Jean Barois de Roger Martin du Gard va a ayudarnos, por
contraste, a aclarar este aspecto razonable de la fe 12. Esta obra,

1 Véase Lumen Vitae, VII, n.° 3, el artículo sobre Le sens de Dieu


dans la littérature contemporaine (Bruselas, rué de Spa, 27).
2 Las páginas indicadas entre paréntesis, sin más, remiten a Jean
13
194 Literatura del siglo X X y Cristianismo
leída siempre con pasión en los medios intelectuales, merece ser
analizada más de cerca, pues desconcierta profundamente a los
lectores poco ilustrados acerca de la verdadera faz de la vida cris-
tiana. Además, evoca un período ya pasado de la historia del
pensamiento religioso, el período encabalgado sobre el final del
siglo XIX y principios del X X ; ignoraríamos del todo la pre­
sente coyuntura intelectual, si juzgáramos que la mística laica de
que es buen testigo Martin du Gard ha desaparecido totalmente \
Por otra parte, el catolicismo «de ghetto» que nos describe
como propio de Francia en aquella época, existió en la realidad.
Una visión más profunda de la historia de la Iglesia de Francia
bajo la tercera República le habría permitido ver, sin duda, la
existencia de un catolicismo más abierto a las legítimas aspiracio­
nes del siglo; lo que pasa es que este catolicismo no llegó a ma­
nifestarse con suficiente claridad: la Action jranqaise oscurecía
el horizonte durante esos años anteriores a 1914. En la medida
en que ese catolicismo miedoso y retrógrado existe todavía en
Europa, las críticas de Martin du Gard siguen siendo útiles para
meditar. ■
Dígase otro tanto de cierta degradación de la espiritualidad
cristiana, demasiado frecuente en esos años lejanos. Claudel es­
tigmatizaba esa espiritualidad al escribir a Gabriel Frizeau en car­
ta del 20 de enero de 1904: «de un lado están los sabios, los
artistas, los hombres inteligentes, los estadistas, los hombres de

Barois, ed. Gallimard. De los Thibault cito sólo el tomo VI (La mort
du Pere) y utilizo la primera edición en once volúmenes; las referencias
son a esa edición.
3 Rem ito a los libros clásicos de L eCanuet , L’église de France sous
la iroisieme république, vivo y cáustico, pero bastan te unilateral, y a A .
D ansette , Histoire religieuse de la France coniemporaine, 2 vol., París,
1948, m ás m atizado.
Martin du Gard y ajean Barois» 195
negocios, los hombres de mundo, todos los cuales nos aseguran
con una perfecta seguridad que Dios no existe; de otra parte es­
tán los gazmoños, las viejas beatas, el arte de los viacrucis, la
inepcia sofocante de los sermones» (citado en Études, marzo 1952,
p. 309).
Todo esto no impidió a Claudel convertirse, así como tampoco
desconcierta al católico que vive la fe por dentro. Pero para el
incrédulo, que la ve desde el exterior, reconozcamos que «el mues­
trario» católico era harto deficiente y anticuado en los finales del
siglo XIX. Aparece ya en esa época lo que Heiler llamará más
tarde Vulgdrkatholizismus: piedad profunda, pero demasiado sen­
timental, desvinculada de la liturgia y de la Biblia, innumerables
prácticas de devoción, ultramontanismo a veces insoportable, por
ejemplo en la pluma de Veuillot, apologética del carbonero; todo
esto, sobre lo que volveré a insistir, no permitía una visión có­
moda de las riquezas contenidas en el «almacén» de la fe. Se em­
prendió después un enorme esfuerzo de renovación en la propa­
ganda : se preparó en el pontificado de Pío IX y comenzó bajo
León XIII y Pío X ; pero estas energías cristianas así renovadas
sólo más tarde iban a hacer su aparición en la plaza pública.
En la medida en que ese Vulgdrkatholizismus parece prevale­
cer en el testimonio vivido de los cristianos (no digo de la Igle­
sia), en la medida en que demasiadas publicaciones «piadosas» se
obstinan todavía en propagar una piedad y una apologética harto
miopes, la crítica de Martin du Gard conserva, a pesar de su pro­
funda inexactitud, su valor de advertencia. Los incrédulos juzgan
a la iglesia y al cristianismo por los cristianos. Si hay muchos que
caen en la trampa de un catolicismo sentimental, son responsa­
bles de una crítica virulenta por parte de los incrédulos. Titular
un artículo sobre la misa: ¡Para nosotros dos, mamá! ¡Tocan a
misa!, sólo puede provocar las justas críticas de los que ven las
(utas desde fuera.
1% Literatura del siglo X X y Cristianismo
Santo Tomás insiste de continuo sobre la necesidad de tener
buenas razones para fundar la credibilidad de la f e ; sin ello, dice
el santo, los incrédulos se burlarían de nosotros, pues se imagina'
rían que creemos por motivos débiles y ridículos. Estas palabras
del Doctor Angélico deben servimos de guía. Dejemos tranquilas
a las almas simples que, a pesar de una teología rudimentaria,
poseen una vida de piedad que llega a veces a la santidad; las
personas simples son a veces más santas que los grandes teólogos:
San Gregorio, a quien profeso una admiración profunda, lo había
dicho ya hace mucho tiempo. Pero ello no significa que los cris*
tianos puedan desinteresarse del testimonio apologético que su
vida y su fe deben manifestar al mundo.
La Iglesia, dice el Concilio Vaticano, es una gran Señal, ele­
vada en medio de las naciones; esta señal habla por sí misma del
origen divino de la institución fundada por Jesús. Pero esta señal
puede hacerse difícilmente discernible (no digo indiscernible), si
muchos cristianos se desinteresan del aspecto que muestra al in­
crédulo. Es preciso que, bien visible al que busca, la vida de los
cristianos dé testimonio, por sus obras y por el pensamiento que
la sostiene, de que «no creen por razones débiles y ridiculas».
Detallaré los errores del cuadro que Martin du Gard nos mues­
tra de la Iglesia francesa bajo la tercera República; diré cómo ca­
ricaturiza la vida de fe en la historia de Jean Barois. Sin embargo,
que el lector se pregunte conmigo sobre la parte de responsabili­
dad que le toca en el handicap desfavorable que un Vulgdrkatho'
lizismus todavía muy difundido (a pesar de hallarse en tan pro­
funda oposición con los documentos esenciales del magisterio ecle­
siástico) impone al testimonio vivido de los cristianos ante el mun­
do. Basta abrir el misal para medir la distancia que separa la lite­
ratura «edificante» de demasiadas hojas parroquiales del sentido
auténtico de la vida cristiana en la liturgia. Martin du Gard se
engaña con frecuencia en su novela. Pero ¿no es su error de bue-
Martin du Gard y «Jean Barois» 197
na fe, ya que no tiene, para conocer el catolicismo, más medio
que el de nuestro ejemplo?

* « #

Martin du Gard hace sin duda una confesión del drama de


su vida, cuando pone en boca del doctor Philippe, en el verano
de 1914:
Tres fechas sombrías habré tenido en mi existencia. La primera
revolucionó mi adolescencia; la segunda trastornó mi edad madura;
la tercera envenenará sin duda mi vejez. La primera fué cuando el
niño provinciano y piadoso descubrió una noche, al leer seguidos los
cuatro Evangelios, que todo aquello era un tejido de contradicciones.
La segunda fué cuando me convencí de que un ruin señor, que se
llamaba Esterhazy, había cometido una bribonada llamada «el borderó»,
y que, en vez de condenarle, la gente se encarnizó en torturar en su
lugar a un señor que no había hecho nada, pero que era judío. La
tercera fué cuando comprendí, el 2 de agosto de 1914, que eran los
pueblos los que iban a pagar los gastos de la carambola.

C. E. Magny cita este texto y lo comenta en su obra Le román


frangais (pp. 348-349), pues ve en él, y con motivo, una de las
claves de la obra de Martin du Gard. Las tres experiencias del
doctor Philippe son las mismas de una generación francesa que
optó por la incredulidad, por el fervor de la religión laica, y que
conoció inmediatamente después la inmensa desilusión de las re­
voluciones y de las guerras mundiales. Jules Romains ha descrito
las mismas cosas en Les hommes de borne volonté: «el mundo
moderno sería maravilloso si...», hace decir a Jallez en el último
lomo de esta enorme crónica; ese «si» seguido de puntos suspen­
sivos, que el autor no quiere completar, expresa la voluntad de
apostar a pesar de todo por el ideal laico, pese a los terribles men-
•ís de las décadas que siguieron a la aurora de 1900. Duhamel
s|guc asimismo obstinadamente ligado a esta «posesión del mun-
198 Martin du Gard y «Jean Barois»
do» que la ciencia, enriquecida con la simpatía humana, pero des-
vinculada de toda fe transcendente, debe dar a los hombres.
Martin du Gard ocupa un lugar en medio de esta familia es-
piritual. Se convirtió en el cronista de esa generación que, después
de haber dicho adiós a la fe cristiana, creyó encontrar en la mis-
tica laica y cientificista la única esperanza digna del hombre. Jean
Barois evoca las dos primeras fechas sombrías de que habla el
doctor Philippe; Les Thibault describe la consternación del hu­
manitarismo cientificista ante la conflagración mundial de 1914.
Vamos a seguir el itinerario de Jean Barois, desde la infancia
hasta la muerte, y ver cómo la historia de este hombre que na­
ció en la fe, la perdió, para entregarse por entero a la mística
dreyfusista, y finalmente la recobró a las puertas de la muerte, nos
ilumina acerca de la faz verdadera de la creencia cristiana.

I. LA INFANCIA PIADOSA DE JEAN BAROIS

Jean Barois pasó su infancia y su adolescencia en una de esas


provincias francesas que constituyen el telón de fondo de tantas
obras literarias célebres. Educado en una fe católica integral, pasa
su infancia entre su padre, que ha perdido la fe, su madre, piado­
sa mujer muy borrosa, y una amiga de su niñez, Cecilia, que
será, andando el tiempo, su mujer. Se educó en uno de esos co­
legios católicos de provincia en los que, frente a la marea del
ateísmo ascendente, se trataba de salvaguardar el fervor cristiano.
A la edad de quince años, el joven conoce sus primeras dudas
religiosas, al mismo tiempo que numerosas luchas morales, tan
frecuentes en esa hora de la juventud. La crisis en gestación estalla
brutalmente cuando Barois emprende sus estudios universitarios
en París: después de una breve tentativa de salvamento, su creen-


La infancia piadosa de Jean Barois 199
cia religiosa se va a pique. Se pasa con armas y bagajes a la
mística cientificista y humanitaria que dominaba en esta época.
No constituye un secreto para nadie que los colegios católicos
experimentan todavía actualmente un gran número de deserciones
entre sus antiguos alumnos: son muchosf muchísimos los que
pierden su f e ; muchísimos los que caen en una vaga indiferencia
entreverada de sobresaltos. La historia de Jean Barois ¿va a reve­
larnos algo de ese drama doloroso? La respuesta será a la vez
positiva y negativa: positiva, porque siempre será verdad que una
formación religiosa que se desentiende de fortificar la inteligencia
de la fe se expone a la catástrofe; negativa, porque el ambiente
descrito por el autor, el de los años alrededor de 1880, en Fran­
cia, está en trance de desaparición; por lo demás, hay que añadir
que el novelista no nos ofrece de esa época más que un cuadro
fragmentario en que sólo destacan y se acusan las sombras.1

1. D ebilidad de la formación cristiana hacia 1880.

Un historiador va a decirnos lo que podía ser la formación


cristiana bajo la tercera República: «El inmenso espíritu de sa­
crificio, la inmensa buena voluntad que constituyen la base de los
colegios católicos no impide que, desde 1873, la Revue du monde
catholique denuncie la debilidad de las escuelas católicas, en las
que la formación religiosa se limita muy frecuentemente a hacer
aprender pasivamente y recitar mecánicamente algún manual sin
trabazón con la vida. Comienza a verse la realización de algunos
temores formulados anteriormente ya por Dupanloup, al día si­
guiente de la ley Falloux: "temo muchas cosas: que nuestros co­
legios se conviertan en lugares de refugio para los hijos mimados
de los grandes burgueses; que la manía de las construcciones lleve
al clero a gastos inútiles; que la rutina de las prácticas religio­
sas hastíe a los hijos de la Iglesia, en lugar de habituarles a ellas”.
200 Martin dti Gard y Kjean Barois»
Y si, a pesar de todo, una parte de esta juventud sigue fiel, hay
que observar con el abate Brugerette que la educación a base de
obediencia, sin suficiente iniciativa, que esa juventud recibe, la
prepara mal para el papel que se la querría ver desempeñar un
día: «no veremos surgir de entre los alumnos de los jesuítas,
para defender a sus maestros y a la Iglesia, ningún campeón de
primer orden, verdaderamente digno de oponerse a sus adversa­
rios. Los abogados de la causa católica harán sin duda oír pro­
testas elocuentes, pero no serán hombres de combate, de acción
social, de organización electoral». La mayoría de los «antiguos
alumnos» forma, por otra parte, una casta cerrada que no fre­
cuenta más que a los suyos y que vive sin percatarse siquiera de
la enorme evolución que se opera en las capas profundas de la
democracia» 4.
Se ha dicho lo indecible sobre la psicología de «ghetto» que
dominaba en los sectores católicos franceses durante la segunda
mitad del siglo XIX. Era, en parte, la respuesta inevitable a otra
psicología de «ghetto», que animaba a la «religión» humanitaria
de aquel tiempo. Ello no obstante, el cuadro es exacto en lo esen­
cial : constituye el telón de fondo de la novela de Martin du Gard,
del drama de Jean Barois, Si la época actual reacciona vigorosa­
mente contra esa educación cristiana de invernadero, con todo,
falta mucho todavía para que haya desaparecido de nuestros co­
legios e instituciones católicos. Cierto, hay que preservar y pre'
venir; pero también hay que advertir y avisar.
Todavía considero necesario añadir algunos trazos a este cua­
dro, pues los volveremos a encontrar en la historia de lean Barois.
El cristianismo que se enseñaba en esa época estaba ahogado por

4 R. A ubert , Le pontijicat de Pie IX, en Hist. Égl.... Ftiche et Mar­


tin, tomo XXI, París, 1952, pp. 379-380.
La infancia piadosa de Jean Barois 201
un moralismo a veces hipócrita. El doctor Planché ha dicho, a
propósito de Gide, que la hipocresía moral, sobre todo en materia
sexual, dominó toda la segunda mitad del siglo X IX ; Gide fue
una víctima de esa hipocresía y la violencia de su «inmoralismo»
se explica en parte por esta causa5. Por su parte, M. Moré ha
recordado cómo en esa época se había hecho de la pureza, en-
tendida sobre todo en sentido sexual, la virtud «ómnibus». Bau-
delaire, por ejemplo, sufrió por esta deformación del verdadero
cristianismo; éste es santidad en la caridad. Si en vez de su frase
admirable: «no hay más que una tristeza, la tristeza de no ser
santos», Bloy hubiese escrito: «no hay más que una tristeza, la
tristeza de no ser puros», habría proclamado una verdadera bu­
fonada 6.
La obsesión de una pureza presentada sobre todo negativa­
mente —la castidad consiste en no hacer esto, en no hacer aque­
llo—, cede actualmente ante un antijansenismo que va a veces
demasiado lejos. Ello no obstante, casi todos los jóvenes católicos
se ven obligados a aguantar sermones en los que la elocuencia
que detalla los horrores del pecado mortal y las alegrías de la pu­
reza «de un ángel en carne humana» está en proporción exacta
con la certeza de que el pecado grave por excelencia es el de la
carne. Abundan demasiado los jóvenes cristianos que se debaten
todavía, actualmente, en los horrores de una concepción de las
realidades sexuales en que el atractivo confina con la repulsión de
cosas más o menos sucias, para que no recuerde yo aquí el pe­
ligro de este jansenismo de la carne; todavía no ha dejado de
envenenarnos. Si escribo esto, es porque sé que ocurre así en mu­
chos casos. Hay que decirlo. Es preciso desenmascarar esa hipo-

5 F. P lanche , Le probleme de Gide, París, 1952, pp. 88-93.


6 Dieu vivant, n.° 21, París, 1952, pp. 47-52, 59.
202 Martin du Gard y ajean Barois» •
cresía virtuosa que arranca del siglo precedente, pues ella es, en
parte, responsable de los excesos inversos de la hora presente.
Y como último toque al cuadro del ambiente religioso en que
vivió el cristiano de finales del estúpido siglo XIX, hay que se­
ñalar el divorcio entre la piedad y la liturgia. Los católicos de esa
época tenían tendencia a reducir la vida cristiana a una especie
de deísmo abstracto, enervado por el sentimentalismo y flanquea­
do por un moralismo muy jurídico. Acentúo los rasgos, sin duda,
y yo mismo rebajaré las tintas y señalaré matices en este esbozo;
pero la tendencia general marchaba en ese sentido. La literatura
piadosa de esas fechas es de una pasmosa indigencia; la misa
es una devoción, la primera sin duda, pero una devoción entre
las otras; su aspecto comunitario queda preterido; la comunión
se centra en el diálogo «íntimo» con Dios presente en el alma.
La renovación cristiana de nuestro siglo, renovación bíblica, pa­
trística, litúrgica, hace difícilmente comprensible la manera con­
creta de tal situación. Pero existía y existe todavía en la mayoría
de los sectores religiosos actuales. El anticuamiento de las cien­
cias religiosas y de la teología en la Iglesia se paga siempre en
el plano de la moral y de la espiritualidad. Vamos a ver que ese
anticuamiento era muy real en la época de Jean Barois \

2. La « s ó l id a f o r m a c ió n c r is t ia n a » de un jo v e n francés

de 1880.

Jean Barois, educado en un colegio católico de provincia, es


uno de esos «antiguos alumnos» formado en buenos hábitos de
piedad, pero totalmente impreparado para el papel de defensor7

7 En II!, n.° 2, volveré sobre este aspecto de la espiritualidad cristiana


en Francia.
La infancia piadosa de jean Barois 203
de la religión que sus educadores querrían verle desempeñar
un día.
Sin duda, su infancia piadosa es conmovedora; no creo que
se pueda tildar al autor de mala fe en la descripción que nos
ofrece de esa piedad. Martin du Gard sabe que las potencias que
despierta el sentimiento religioso son de las más profundas en la
vida, sobre todo cuando se conjugan con los asombros de la in­
fancia. En esta época, la fe es más vivida que pensada, más sen­
tida que m editada; es «receptiva», como la denominará más tar­
de el abate Scherz (pp. 50, 51).
Y por esto Jean Barois, de salud muy frágil, espera su cura­
ción más de la Virgen de Lourdes y de las misas del abate Jozier,
su confesor, que de un esfuerzo viril hacia la salud (p. 14); sueña
«deliciosamente que se encuentra ya en el cielo» (p. 23).
Reconocemos aquí esa piedad profunda, pero excesivamente
sentimental, de que he hablado. Es evidente que el creyente debe
pensar en el cielo y vivir en él con el espíritu; «in mente in coe~
lestibus habitemus», dice la colecta de la Ascensión. Sólo que
vivir en el cielo no significa en modo alguno desertar de la vida
presente, al contrario; además, la esperanza del cielo, en Jean
Barois, como en muchos de los creyentes de esa época, se halla
excesivamente vinculada a representaciones sentimentales; no tie­
ne gran cosa de común con el «sentido escatológico», con esa es­
pera ferviente de la vuelta del Señor de la Gloria, que vendrá a
transfigurar el universo material y espiritual en un nuevo cielo
y en una tierra nueva. La piedad de Barois se parece mucho a
una fuga, a una evasión.
Está también permitido, e incluso es aconsejable, esperar la
curación de la Virgen de Lourdes; lejos de mí la idea de escri­
bir jamás la más pequeña línea contra el inmenso torrente de
gracia abierto, en pleno siglo XX, en el corazón de Francia por
medio de la gruta de Massabielle. Pero ningún teólogo serio dirá
204 Martin du Gard y «Jean Barois»
que hay que esperar la curación «más bien de la Virgen» que de
los «esfuerzos viriles por la salud»: la Iglesia, cuando exorciza a
un ser, lo hace cuidar al mismo tiempo médicamente; la unción
de los enfermos, que tan frecuentemente acarrea la curación o, al
menos, el alivio de los sufrimientos, nunca se ha considerado como
justificativo que exima de acudir a los cuidados médicos8.
Pido perdón de forzar así puertas abiertas, pero creo útil des­
cubrir el rastro, en la piedad de Barois, de esa sutil desconfianza
de la vida, de ese sentimentalismo, respetable sin duda, pero que
se opone de manera falsa a las fuerzas de la naturaleza; cuando
el padre de Jean Barois, que es incrédulo, le dice que es preciso
«amar la naturaleza, el cielo, los colores, la acción» (pp. 22, 24),
parece oponer estas cualidades humanas a la actitud cristiana de su
hijo. Oposición falsa, no hace falta decirlo, pues el cristiano, fiel
a su vocación integral, es, como hombre, rey de la creación, y,
como redimido, «el concentrador del mundo». Debe cumplir su
destino con las fuerzas de la naturaleza y con las de la gracia.
La oposición total que se dibuja así, ya al principio, entre el
mundo de la piedad y el de la acción viril, volverá a aparecer en
ocasión de la crisis en que Barois perderá la fe.

* * *

Entretanto, el muchacho crece en un fervor sentimental que


conmueve al autor mismo. El novelista sabe que es normal que,
comulgando a los quince años, al lado de Cecilia, su futura mu­
jer, a la que ama ya en secreto, Jean Barois tiemble y «se de­
rrita de deliciosa emoción» (p. 37). Todos nosotros hemos pasa-

8 Una cosa no excluye la o tra: ora Y trabaja, dice San Benito con
todos los hombres espirituales del cristianismo.
La infancia piadosa de Jean Barois 205
do, más o menos, por pareja situación; una amistad de juventud,
un amor a la princesa soñada, sirven frecuentemente de intérprete
al fervor religioso. Augustin Méridier, de quien me ocuparé en
el capítulo siguiente, conoce igualmente la dulce combinación de
piedad y de amor, esos presentimientos radiosos de una juventud
ferviente en que lo divino se mezcla a los encantos de un rostro
humano entrevisto.
Lo que inquieta, también aquí, al lector es el vacío intelec­
tual que rodea esta piedad de la adolescencia de Barois. La vida
cristiana del niño se reduce a las notas sentimentales que he citado.
Ninguno de sus educadores parece preocuparse de enraizar esta vida
piadosa en un conocimiento de la fe y en un afrontamiento viril de
la vida. El retrato de Augustin Méridier en esa misma edad es
infinitamente más rico y matizado. Nada de esto encontramos en
el joven Barois: hábitos de piedad, sentimientos emotivos, he
aquí todo lo que constituye la sustancia de esa «sólida formación
cristiana» con la que muy frecuentemente se conforman los edu­
cadores.
* «■

Ya he señalado el peligroso exclusivismo de la pureza, que


gravitaba con todo su peso sobre la enseñanza de la moral cris­
tiana. En Jean Barois no hay más que una sola alusión a este
aspecto, pero esa alusión es, por desgracia, suficientemente clara.
Es necesario detenerse un instante sobre este punto.
A la edad de quince años, Jean Barois confía al abate Jozier
sus primeras «dificultades». Volveré muy pronto a tratar de los
problemas intelectuales que le preocupan; por ahora, me limito
a estas dificultades morales que conocen muchos jóvenes. Al mis­
mo tiempo que Barois «se derrite de deliciosa emoción» cuando
comulga al lado de Cecilia, conoce también los atolladeros de una
pureza amenazada. Habla al abate Jozier de un pecado que se
206 Martin du Gard y ajean Baroís»
comete continuamente, pese a que uno no querría cometerlo; se
pregunta si habrá en ello culpabilidad (p. 305).
Evidentemente, Barois es presa de esa aberración sexual, prác-
ticamente inevitable, al menos de manera pasajera, y que no es
otra cosa que el reverso de una integración, difícil al principio,
de las potencias sexuales y afectivas en un psiquismo todavía
infantil. El libro de Marc Oraison, Vie chréúenne et probléme de
la sexualité, esclarece perfectamente todo esto. La coexistencia de
un amor y de una piedad desencarnada con una atracción has­
tiada por ese mundo de la sexualidad que descubrimos con espan­
to, constituye una característica de la adolescencia. Este primer
desequilibrio corre parejo con otro, el abandono en cuestiones de
las verdades de la fe. Es, ni más ni menos, el caso de Jean Barois.
Lo que nos deja estupefactos es que el abate Jozier, que res­
ponde (y mal) a las objeciones del muchacho, no mencione para
nada el problema moral que le confía. En vez de aprovecharse de
esta confesión, siempre difícil para un joven, para explicarle cla­
ramente el inevitable afrontamiento afectivo de la adolescencia, el
abate se encierra en un silencio prudente. O bien el autor es aquí
infiel a la realidad, pues se me hace muy cuesta arriba pensar
que un sacerdote pueda oír semejante confesión sin darle la de­
bida contestación, o bien ese silencio es una prueba más de aque­
lla hipocresía que más arriba señalaba. Me inclino por esta se­
gunda hipótesis, no sin añadir que el abate Jozier tiene a su
favor, al menos, no haberse apoderado de esta confidencia de or­
den moral para ver en ella la causa de las dudas religiosas de su
protegido. También en este punto, la experiencia de Augustin
Méridier nos ofrecerá una imagen más justa y más rica en ma­
tices.
* * *

Piedad sentimental, soledad moral, tales son las dos columnas


de la vida religiosa de Jean Barois. Nada de espiritualidad un
El afrontamiento intelectual 207
poco profunda, ninguna riqueza de conocimiento religioso; y todo
esto encuadrado en medio de un ambiente familiar que respira
desconfianza respecto a la vida viril y audaz. Viendo todo esto
desde el exterior, el novelista es incapaz de descubrir las profun-
didades que Malégue describirá en su Augustin. Tengamos la au­
dacia, sin embargo, de decir que la formación religiosa de muchos
jóvenes, en esa época, no sobrepasaba estas frágiles superestruc­
turas.

II. EL AFRONTAMIENTO INTELECTUAL

Ya he señalado más arriba, citando a un historiador reciente,


«la debilidad de las escuelas católicas, en las que la formación
religiosa se limita muy frecuentemente a «hacer aprender pasi-
i/ámente y recitar mecánicamente algún manual sin trabazón con
la vida». Monseñor Dupanloup expresaba asimismo su temor de
que da rutina de las prácticas religiosas hastiase a los hijos de la
Iglesia, en lugar de habituarlos a ellas». En fin, el mismo histo­
riador señala la debilidad de las protestas cristianas demasiado
exclusivamente «elocuentes», así como «la enorme evolución que
se opera en las capas profundas de la democracia» y que se hace
al margen de un mundo cristiano que la ignora o la teme.
Es necesario estudiar más a fondo este cuadro de conjunto,
pues constituye la clave de un drama que no ha llegado todavía
a alcanzar su completo desenlace y cuyas consecuencias están aún
pendientes. Diré primeramente en qué lamentable situación se
encontraba la apologética católica a fines del siglo XIX, pues es
la que conoció Jean Barois, cuando quiso resolver los primeros
problemas intelectuales que se le plantearon a las puertas de su
carrera universitaria. Veremos después lo que le ofrecía a cambio
el mundo intelectual. La consecuencia no podía ser otra que la
pérdida de la fe.
208 Martin du Gard y «fean Barois»

1. E stado d e la a polog ética a fin a l e s d e l sig l o XIX.

El mismo divorcio que ya hemos señalado entre la vida pia-


dosa de Barois y el ideal humano representado por su padre, va
a reaparecer aquí, pero agrandado en un plano en que chocan
un mundo periclitado y otro naciente, con los entusiasmos, los
excesos y también la formidable potencia de atracción de una
revolución.
Tras una breve crisis de religiosidad romántica, cuyas espe-
ranzas quedaron fallidas durante las jornadas de mayo-junio de
1848, el siglo XIX se pasó todo él al positivismo. Se creyó du­
rante unos momentos, al principio de la revolución del 48, que
el cristianismo y la democracia iban a concluir una alianza. Nada
de ello: la mayoría católica, eclesiásticos y laicos, se dejó ganar
por el temor ante los excesos de los revolucionarios. La mayoría
de los católicos se pasó, con armas y bagajes, al partido del orden.
Este «ordenw quedó muy pronto personificado en Napoleón III.
Por el contrario, todos los que clamaban por la religión de la
humanidad, por la ciencia positiva, por el progreso de la historia,
fueron rechazados a la oposición.
En el plano de la ciencia, el divorcio es radical, desde 1852,
entre el mundo y la Iglesia. El progreso de las ciencias exactas,
de las disciplinas históricas y exegéticas, de la filosofía, se hace
contra el cristianismo. La Vie de Jésus, de Renán, publicada en
1863, obtuvo el éxito que todos sabemos. Frente a esta obra,
cuya fragilidad conoce hoy todo el mundo —no queda de ella
más que el estilo, y todavía...—, la reacción católica fué lamen­
table: la mayoría creyó que bastaba protestar con indignación
contra «el orgullo del espíritu». E. Vacherot decía ya por aque­
llas fechas: «estas obras de elocuencia apasionada, capaces de
hacer saltar de indignación al público de las catedrales y de los
El afrontamiento intelectual 209
salones, no aportaban siquiera el comienzo de respuesta a los tra­
bajos en que se contradecía a las afirmaciones de la fe tradicional
en nombre del espíritu histórico y crítico, que era el verdadero
espíritu del siglo». El historiador de Pío IX, ya citado, comenta
así estas líneas: «este juicio de Vacherot, en su conjunto, pone
el dedo sobre la llaga del pensamiento católico francés a me­
diados del siglo X IX : ese pensamiento se ha quedado estancado
en los métodos oratorios del romanticismo, al paso que los espú
ritus que piensan, se sienten cada vez más impresionados por los
resultados de las ciencias positivas o por los análisis minuciosos de
la crítica histórica» ”.
La apologética a finales del siglo XIX era lamentable: no se
responde a la Vte de Jésus, de Renán, más que con un coro de
anatemas, con una danza horrorizada e imprecatoria. Así es como
se ha calificado la literatura «apologética» que trataba de exorcizar
el libro de Renán. Cuando se relee esa literatura, como lo hice yo
en cierta ocasión, al encontrar la colección en una biblioteca de
un viejo castillo... católico, se queda uno confundido ante su
pasmosa indigencia.
Cuando, en 1875, se pusieron los fundamentos de una ense­
ñanza superior católica, se llegaba a la brecha «con medio siglo
de retraso» 910. Este juicio es tanto más exacto cuanto que la his­
toria lo ha ratificado. Hay que añadir que la experiencia moder-

9 R. A ubert , op. cit., p. 213.


10 Ibid., p. 217.—En Alemania y en Bélgica, la ciencia eclesiástica
estaba más avanzada. Hay que leer el Neivman de L. B o uy er, París, 1952,
para medir hasta qué punto fue desconocido y perseguido por sus propios
correligionarios el precursor genial de la «nueva» apologética.—Que la
Iglesia de Francia corre actualmente un peligro semejante nos lo prueba
la lectura de Malaise des catholiques frangais, crónica de R. AUBERT, en
Revue Nouvelle, mayo-junio 1952.
14
210 Martin du Gard y «Jean Barois»
nista retardó por largo tiempo el florecimiento de las ciencias
eclesiásticas, al menos su radiación y reflejo en el campo de los
problemas universitarios y sociales. Aun cuando, como diré más
adelante, se hicieron esfuerzos por entablar un diálogo franco
entre la teología y el mundo moderno, y ello ya desde el ponti­
ficado de León XIII, dichas tentativas quedaron aisladas; en todo
caso, permanecieron desconocidas para la masa de los católicos
tanto como para la mayoría de los partidarios del laicismo. Es
incluso cierto que al desencadenarse el modernismo, y por ello
precisamente, la fobia del integrismo 111, la desconfianza frente a
la ciencia católica, se instaló por largo tiempo en la conciencia
de las personas piadosas.

# # #

Tal es también la mentalidad del abate Jozier, el confidente


de Barois. Cuando el joven le confía sus primeras dudas contra
la fe, da pena oír las respuestas del sacerdote: unas veces da a
entender que «todo está claro», que todo es evidente, pues existe
Dios, como lo prueba el orden admirable del mundo, y hasta el
mismo mal es necesario para subrayar la presencia del bien (pp. 31-
32); otras predica una sumisión ciega a los dogmas de la Iglesia y
fulmina el orgullo del espíritu (p. 29 y también p. 122); para
acabar, incita a Barois a «obrar, más bien que a filosofar», pues
la acción apostólica «nutre en el corazón ese buen calor que es
indicio de verdad» (p. 33).
Fácil es reconocer en esas palabras tres tendencias caracterís­
ticas de la apologética de aquel tiempo: el racionalismo, que cree

1' Acerca del integrismo (que había puesto en la lista de heréticos a


Mercier y al futuro Benedicto XV), léase Vie intellectuelle, septiembre 1952.
El afrontamiento intelectual 211
probarlo todo y establece tan claramente la «credibilidad natural
de la fe», que no se ve ya en qué es sobrenatural y libre; el
fideísmo, que de tal manera insiste en la. sumisión total, que no
se concibe ya cómo puede seguir siendo racional la fe; el prag­
matismo, que rechaza por igual las dos herejías precedentes para
buscar en la acción un sustituto o, al menos, «un indicio» de la
verdad. Como tres cajones de los que se echa mano alternativa­
mente, conforme a las necesidades de la defensa, pero nunca si­
multáneamente, pues se excluyen entre sí, unas veces se le dice a
Barois que todo es evidente, otras que no lo es, otras que la ac­
ción lo es todo...
Yo no sé si el abate Jozier había leído a Ollé Laprune o a
Blondel; pero, en caso afirmativo, no había comprendido nada,
sin género de duda. Jean Barois forzosamente tenía que sentir una
sensación de malestar ante las respuestas tan poco coherentes, tan
embarazosas, del sacerdote. Me atrevería a afirmar que tal fué
también la impresión del propio Martin du G ard: educado en el -
cristianismo, perdió la fe en los días de la adolescencia; la in­
coherencia de la apologética al uso tuvo algo que ver en ello, sin
duda alguna. Citaré como prueba un hecho pequeño, pero de
graves consecuencias: en Les Thibault, la gran obra de Martin
du Gard, Antoine experimenta una evolución idéntica a la de
Barois: También él tuvo una creencia ingenua (tomo VI, p. 276),
hasta el día en que cobró conciencia de cierta dificultad, de algo
"embarazoso, inquietante, oscuro» en el comportamiento religioso
tlr tas personas mayores (p. 277); cuando comenzó a reflexionar,
sintió que el suelo vacilaba bajo sus pies.
111 hecho de que el novelista haya echado nuevamente mano,
cambiarla, de la experiencia religiosa de Barois, para aplicarla
1 1 de Antoine Thibault, demuestra bien claramente que se
••a de una experiencia vivida; al menos expresa la visión del
212 Martin du Gard y «Jean Barois»
autor en estas cuestiones. Esta es también la opinión de Lalou
(Roger Martin du Gard, París, 1937, p. 11).

# # #

He citado la respuesta del abate Jozier al joven Barois, por-


que ella nos va a permitir detallar los callejones sin salida en que
la apologética de aquella época estuvo a punto de perderse. Y,
en este punto, se imponen algunas precisiones. Señalaré esos ma-
tices a propósito de una serie de hechos que nos relata la misma
novela.
Antes de entrar en materia, he de recordar que estos diferen-
tes aspectos de la fe no son callejones sin salida más que si se los
aísla unos de otros; relacionados, en el seno de una síntesis viva,
forman un triple lazo en que la libertad, la sobrenaturalidad y la
razonabilidad de la fe se sostienen y refuerzan mutuamente. | Pero
se estaba muy lejos de esto en la época de los «tristes años del
ochenta» 1

a. EL RACIONALISMO RELIGIOSO

Cuando el abate Jozier escribe al joven Barois, estudiante ya


en París, que «los teólogos establecen las pruebas de la existen'
cia de Dios y de la revelación» (p. 123), comete una equivoca­
ción doble. No son los teólogos como tales los que han de esta­
blecer la existencia de Dios, sino los filósofos: el Concilio Vati­
cano lo afirma con toda claridad contra los fideístas y los tradi-
cionalistas; en segundo lugar, los teólogos no «demuestran» la
Revelación; muestran el carácter razonable de los motivos de cre­
dibilidad y tienen razón en hacerlo, pero no demuestran la Reve­
lación, es decir, los misterios en sí mismos; ello equivaldría a
recaer en el racionalismo de Hermes y Gunther, condenados por
el Concilio Vaticano.
El afrontamiento intelectual 213
Sin duda, el abate Jozier es hereje sin saberlo; lo mismo su­
cede a sus émulos modernos. Mi crítica no se refiere a la persona
del sacerdote, sino al hecho de que tales afirmaciones, cuando me­
nos equívocas, sean presentadas como LA respuesta de la Iglesia
a los problemas planteados por las dudas de Jean Barois. En los
Thibault (tomo VI, pp. 260 ss.), el abate Vécard responde exac­
tamente con la misma mentalidad.
Y no se diga que éstas son fruslerías de teólogos de gabinete,
inaccesibles a un novelista; Martin du Gard ha tenido buen cui­
dado de citar una serie de pasajes de la constitución Dei Filius,
del Concilio Vaticano, a propósito de otros puntos de la fe. Des­
graciadamente, ha tomado esas citas del volumen de Marcel Hé-
bert, L’évolution de la foi catholique (1905)12. No habiendo leído
más que los cánones citados por Hébert, Martin du Gard no tuvo
noticia de los otros; para un cronista esto es muy de lamentar,
pues en ellos hubiera visto que el abate Jozier era un hereje.

b. EL FIDEÍSMO

El bueno del abate Jozier, el abate Vécard, el abate Levys,


saben evidentemente que el teólogo no puede probarlo todo. Cuan­
do no tienen ya pruebas, responden con otra herejía, la fe ciega,
la sumisión pasiva.
Apenas Jean Barois expone sus objeciones, Jozier declara que
debe someterse y adorar. El abate Vécard se atrinchera tras la
inconmensurabilidad de la fe comparada con las disciplinas cientí­
ficas, lo que es una evidencia, pero no una respuesta; sería pre­
ciso, cuando menos, precisar que no se trata de un «credo quia

12 Las traducciones francesas de los cánones son rigurosamente idén­


ticas en uno y otro.
214 Martin du Gard y ajean Barois»
absurdum» en la auténtica fe cristiana. El abate Vécard comete,
por otra parte, un terrible contrasentido al añadir que «ese incom-
prensible que no alcanza la ciencia, es Dios» (tomo VI, p. 290).
Dios no es la zona de lo incógnito que queda al margen de la
ciencia. Dios no es «lo que» la ciencia no llega a alcanzar; Dios
está en otra dimensión del pensamiento; aun cuando la ciencia
explicase todo lo que se propone explicar, en su orden, subsistiría
la dependencia metafísica de este mundo respecto a Dios. Los li­
bros de Lecomte du Nouy han creado a este respecto ciertos equí­
vocos que importa deshacer y disipar. No existe prueba cientí­
fica (las palabras tienen aquí su sentido estricto) de la existencia
de Dios. Si representamos la ciencia por una línea horizontal, hay
que afirmar que Dios no se encuentra en esta línea sino en otra,
vertical, que corta a la horizontal en todos los puntos de su lon­
gitud l3.
Acorralado en estos últimos atrincheramientos, Vécard declara
por fin ; «no se trata de justificar a Dios cuando se le siente»
(tomo VI, p. 287). He ahí el fideísmo, claro y neto. Cierto que hay
cristianos que piensan así, sin saberlo; pero es preciso advertir al
lector que no es ésa la actitud de la Iglesia en esta materia.

# * *

En la obra de Martin du Gard, los laicos cristianos son tam­


bién, sin saberlo, fideístas. María, la hija de Barois, ha leído las

1:1 En su discurso en la Academia de las ciencias, en 1952, Pío XII


ha demostrado que hay indicios científicos de una posibilidad de la exis­
tencia de Dios (la ciencia conoce sus propios límites); pero afirma clara­
mente que no hay más prueba que la filosófica: sólo la menor del argu­
mento se enriquece con nuevos ejemplos que permiten exponerla mejor.
El afrontamiento intelectual 215
obras ateas de su padre. Sin embargo, ha permanecido inque-
brantable en su fe, piensa Barois,
porque comenzó por poner su fe por encima de todo razonamiento,
y aun cuando su razón se dejase convencer por las objeciones, su fe
ni siquiera se vería rozada por ello, pues se halla por encima y fuera
de todo alcance (p. 406).

La fe de María es «algo infantil e inatacable», piensa su padre;


cuando pregunta a su hija en qué funda su certeza, ésta responde:
Cuando se ha experimentado lo que yo he experimentado..., la
presencia de Dios, Dios que penetra en el alma, que la inunda de
amor, de felicidad..., cuando se ha experimentado esto, aunque no
sea más que una sola vez en la vida, todos esos razonamientos que
construís para probaros a vosotros mismos que el alma no es inmor-
tal, que no es una porciúncula de Dios, todos esos razonamientos,
padre... (una sonrisa soberana) (pp. 406-407).

La experiencia religiosa desempeña un papel importante en la


fe; pero ¿quién no ve el manojo de equívocos contenidos en esta
respuesta de María?
En primer lugar, la experiencia de Dios no suprime la legiti­
midad e incluso el deber de apoyar la fe sobre los motivos de
credibilidad; al contrario: la fe es razonable en' la misma medi­
da que es sobrenatural y libre; además, la armazón intelectual de
la experiencia religiosa no impide a ésta hundirse en los pantanos
del iluminismo; en fin, el sentimiento religioso de María está
peligrosamente desvinculado de todo contacto con las realidades
y las fórmulas dogmáticas.
En segundo lugar, el contenido de la experiencia que describe
es equívoco: esa experiencia enseña a María la inmortalidad del
alm a; le enseña que esta alma es una partícula de Dios. Es la
filosofía la que debe establecer la inmortalidad del alma y su es­
piritualidad, no la experiencia religiosa. Y mucho menos revela
ésta última que el alma es «una porciúncula de Dios». William
216 Martin du Gard y «]ean Barois»
James ha demostrado cómo la «experiencia religiosa» contiene sor-
prendentes «variedades»: el dios al que alcanza, es muy vago;
ese dios alcanzado por la experiencia religiosa puede «decir», es-
cribe James, «ve a confesarte», igual que «fuma tu pipa». Si Ma-
ría transcribe con toda naturalidad su experiencia religiosa al voca­
bulario del catolicismo, ello se debe únicamente a que fué educa­
da en un clima católico; el lazo entre sus «sentimientos» y su
«fe» es accidental; la experiencia que describe sería la misma en
el budismo o el islamismo, sólo que se traduciría con un vocabu­
lario distinto.
Sin una apologética racional, que estudie los fundamentos his­
tóricos del cristianismo así como su coincidencia y armonía con
los deseos de la naturaleza penetrada de la gracia, es imposible el
paso de la experiencia religiosa bruta a la fe católica; si se hace,
será por razones extrínsecas, en las que la verdad objetiva no
tiene nada que ver I4.

C. EL PRAGMATISMO

Otro de los fundamentos de la fe católica, según Martin du


Gard, es su eficacia moral y social. Diré algunas palabras sobre
esta cuestión, a propósito de las «nuevas camadas» de católicos,
descritas en fean Barois.
«Obrar, más bien que filosofar», declara Jozier, al responder
a las dudas de Barois (p. 33). La vida de misionero que Jozier
lleva más tarde, constituye, conforme a la idea del autor, una ilus-1

11 Está prohibido al cristiano vivir su fe dejando desarrollarse en él


dudas positivas en el plano de la inteligencia de su fe; tiene el deber de
ilustrarse (prudentemente y con humildad), pues la fe es una certidumbre
exenta de dudas; la certeza sobrenatural no excluye la percepción de los
motivos de credibilidad.
El afrontamiento intelectual 217
tración de esa frase. ¿Quiso Martin du Gard aludir a la corriente
misionera que suscitó la Iglesia en los siglos XIX -XX? ¿Preten­
dió, al hablar de (cobrar», aludir a Blondel y su «filosofía de la
acción»? Por el buen nombre del autor, quiero creer que no.
Porque es evidente que un apostolado misionero que buscase en
«el buen calor del corazón» una razón de creer, sería peligrosa­
mente ficticio. El misionero predica a Cristo, porque Cristo es la
verdad; y si siente, al predicarlo, un calor cordial, ello no se debe
a que la acción caritativa haga las veces de prueba filosófica don­
de la razón se declara impotente, sino porque la verdad calienta
el corazón. En cuanto a Blondel, no opone la acción al pensa­
miento, sino que los une en una dialéctica forzosa.
Lo que Martin du Gard quiere decir es infinitamente más
simple: según él, los católicos no están en modo alguno seguros
de alcanzar una verdad absoluta; se tranquilizan, por tanto, con
el sentimiento interior y la actividad apostólica, que harían para
ellos oficio de prueba. Puede que haya católicos de esa calidad,
sólo que los tales no son católicos más que de nombre. Precisa­
mente, porque muchos cristianos, en la hora actual, no se atreven
a adherirse a la fe como a una verdad (aunque esa verdad no sea
una evidencia matemática), porque esos cristianos tienen mala con­
ciencia, es por lo que se aferran a una fe de la que no ven más
que el valor inmediatamente político, o social, o moral. Ese valor
existe, no hay duda; pero su autenticidad no deriva de que sus­
tituya a una verdad deficiente en sus pruebas, sino de que tiene
su fuente en una verdad transcendente.
# # *

El abate Jozier parece presentir su error cuando añade:


La inteligencia debe vivificar la acción; sin ella, la acción es vana.
Pero, sin la acción, | qué estéril es la inteligencia 1 Es como la luz que
arde al lado de un faro y se consume inútilmente (p. 33).
21» Martin du Gard y afean Barois»
Desgraciadamente, esta observación queda aislada; el conjun­
to de la novela sugiere la inversa, el fideísmo y el pragmatismo
más crudos. Basta pensar en Augustin, de Malegue, para ver la
diferencia de clima: los derechos legítimos de la razón se pasan
aquí por alto, se silencian casi totalmente.
Fides quaerens intellectum: la fe supone el don de Dios; su­
pone estas disposiciones morales de sinceridad, de arrepentimiento,
de entrega de sí, de que habla con justo motivo el abate Jozier;
pero supone también una búsqueda de la inteligencia, lo que los
teólogos llaman el intellectus fidei. No se trata aquí de raciona­
lismo, porque la fe no es fruto de un silogismo; ello no obstante,
los motivos de credibilidad son precisos, objetivos, comunicables;
todo buscador leal los descubre, por ejemplo, en la inexplicable
evolución del monoteísmo judío en la antigua alianza.

# # #

Pero hay que llegar más lejos: tomada en sentido formal, es


decir, sin tener en cuenta todo el complejo de actos humanos que
obligan a la totalidad de la persona en la vida de fe (y que es
preferible llamar «vida cristiana en la fe»), la fe .es un acto de
inteligencia. Sin duda, este aspecto es preparado por la apologética
liminar, que despierta al hombre al misterio de su destino sobre­
natural, y sostenido por la apologética de la cripta, pues, al mis­
mo tiempo que nuestro espíritu se vuelve a Dios, nuestra alma
entera se dispone a acoger lo divino; ahora bien, sin esta conver­
sión de todo nuestro ser, acompañando y sosteniendo el acto de
fe, la inteligencia desorientada y sin brújula perdería muy pronto
la dirección del norte magnético; pero sigue en pie que, en sen­
tido estricto, la fe no es un acto de voluntad, sino de inteligencia.
Ollé-Laprune lo afirmaba ya así, en la época en que se supone la
historia de Jean Barois: «no se llega a creer las cosas porque se
El afrontamiento intelectual 219

quiere que sean así; se llega a ver que son en efecto, porque
se quiere, cueste lo que cueste, ver, no lo que agrada, sino lo que
es» ls. La fe es al mismo tiempo «asentimiento de la razón y
consentimiento de la voluntad» 10.

%
d. EL COMPROMISO SIMBOLISTA

El racionalismo, el fideísmo y el pragmatismo son fragmentos


desgajados del bloque complejo de la fe auténtica. El problema que
preocupaba a los mejores teólogos de aquel tiempo era el de hacer
una síntesis de ellos. Desgraciadamente, en ese trabajo, una parte
de la ciencia católica se extravió en lo que Martin du Gard llama
«compromiso simbolista», es decir, en el modernismo.
Es sabido que el autor tuvo por maestro a Marcel Hébert, en
su juventud: este sacerdote, después de una estancia bastante
prolongada en el modernismo, acabó en el ateísmo. A él está de­
dicado el Jean Barois, y es probable que la figura del abate Scherz,
en la novela, haya sido inspirada, parcialmente, por el autor de
L ’évolution de la foi catholique.
El «compromiso simbolista» es un aspecto del modernismo :
creyendo que la historia y la exégesis no permitían ya admitir el
sentido literal de los hechos bíblicos y evangélicos, juzgando igual­
mente que la filosofía moderna hacía imposible la adhesión a los
dogmas de la Iglesia, los modernistas se limitaban y circunscribían
a la significación puramente «simbólica» de estos hechos y de
estos dogmas; veían en ellos «mitos» representativos de valores
morales y religiosos indispensables al hombre, pero a los que se*16

13 L. O llé-L aprune, La certitude morale, París, 1880, pp. 413-414.


16 R. A u b e rt, Probléme de Vade de foi, Lovaina, 1954, p. 269.
220 Martin du Gard y «fean Barois»
debía, para salvarlos de los ataques del racionalismo, separar to­
talmente de su expresión histórica y dogmática literal.
Era ésta una falsa solución de un problema real; era un com­
promiso, en lugar de una síntesis. Martin du Gard se apunta aquí
el innegable mérito de demostrar que ese «compromiso» es insos­
tenible para un católico: hay que admitir la Biblia y los Dogmas
íntegramente o rechazarlos íntegramente. Barois no encontrará
en el sistema del abate Scherz más que un refugio muy provi­
sional. Muy pronto saldrá de él para pasar, desgraciadamente, a la
incredulidad y escribirá al abate: «os espero fuera, al aire libre»
(p. 100). Fué lo que también hizo Marcel Hébert, al menos en
sus últimos escritos.
La auténtica síntesis entre la libertad, la sobrenaturalidad y la
razonabilidad de la fe, de las que el fideísmo, el pragmatismo y
el racionalismo son el reverso herético, será expuesta y desarrolla­
da en el capítulo sobre Malégue. Ahora conviene esbozar el clima
laico que se oponía a esta apologética demasiado frágil.

2. Los SECTORES INTELECTUALES LAICOS A FINES DEL SIGLO XIX.


Si el peligro más grave al que había cedido la apologética era
el fideísmo pragmatista, se adivina que tal actitud se explica como
una reacción contra su contrario, el racionalismo. Jean Barois, en
su conjunto, está basado en esta oposición. Si hoy nos parece sim­
plista, responde, sin embargo, a una situación histórica real.
Aquí me limitaré a recordar lo esencial, ya que el capítulo
sobre Malégue nos permitirá aducir precisiones y matices más
detallados sobre el racionalismo ambiente. Ello no obstante, vistos
desde el exterior, los hechos parecen, no hay duda, los que narra
Martin du Gard.
A finales del siglo XIX, el laicismo era una verdadera religión.
Se basaba en la mística de la ciencia. La filosofía materialista, que
El afrontamiento intelectual 221
dominaba con Taine y Comte, fue relevada por el método expe­
rimental, la historia y, después, la exégesis. Ibase formando poco
. a poco un bloque en el que parecían converger todas las discipli­
nas científicas en el sentido del ateísmo o, al menos, del agnos­
ticismo.
Sin embargo, lo más grave no era eso, sino más bien una es­
pecie de apasionada manía «religiosa» que se apoderó de los es­
píritus: se creyó que, liberada de las andaderas que había nece­
sitado durante su infancia, la humanidad iba a llegar a la edad
adulta y a entrar en una era de progreso indefinido. El Gide de
la última época nos ofrece un ejemplo absolutamente típico de
ese estado de espíritu; como ya he hablado muy por extenso de
él en el volumen precedente, me creo dispensado de añadir aquí
nada más.
Importa más citar inmediatamente una frase de Jean Barois,
pues es típica: «el método científico, dice, es propio para la
busca de la verdad» (p. 123). Vale la pena destacar en esa frase
el carácter a la vez vago y entusiástico de la afirmación: sería
preciso que el autor nos dijese qué género de «verdad» es capaz
de alcanzar el método científico; es asimismo necesario precisar el
sentido exacto de la palabra «científico»: el estudio de los fenó­
menos místicos es también «científico», si bien en un sentido dis­
tinto que cuando se trata de las ciencias exactas. Si es cierto que
éstas son soberanas en su dominio propio, no lo es menos que
deben reconocer sus límites, cuando se discuten verdades morales
y espirituales.
Barois es aquí testigo de aquella confusión de los espíritus que,
en 1880, lo mezclaba todo: se creía que la ciencia iba a reem­
plazar a la filosofía y a la teología y a reinar sin rival sobre el
espíritu humano.
222 Martin du Gard y «Jean Barois»

3. La pérd ida de la f e

La crisis de Jean Barois no es más que un ejemplo, entre mil,


del inevitable conflicto que debía enfrentar a una apologética de-
cadente con un racionalismo triunfante. Esa crisis dolorosa toda­
vía es actual. Por esta razón, voy a esbozarla aquí.

# * *

En la universidad, al entrar en contacto con la ciencia, Barois


experimenta un vértigo (p. 42); en el mundo de «las grandes
leyes científicas, su fe respira mal» (p. 49). El concordismo inge­
nuo, que constituía la panacea de la época, no logra satisfacerle
largo tiempo l7« Alrededor de los veinte años, se aferra, sólo por
atavismo sentimental, a esa fe que «le aterra» perder (pp. 53-55).
De la misma manera se siente seducido Antoine Thibault, al
entrar en contacto con la ciencia. Al paso que sus profesores sacer­
dotes se ven embarazados ante ciertas dificultades y echan mano
sucesivamente de los diversos «cajones» atiborrados de respuestas,
comprueba que sus profesores laicos son «más serenos», tienen
«más aplomo»;

Aun cuando su ciencia era insuficiente (explica al abate Vécard),


su actitud no tenía nada de asustada: sus hesitaciones, sus mismas
ignorancias, se ostentaban a plena luz (tomo VI, pp. 278-279).

17 El «concordismo» trataba de descubrir las coincidencias o concor­


dancias entre la ciencia positiva y el Génesis, diciendo, por ejemplo, que
la palabra «día» de Génesis I no significaba un día de veinticuatro horas,
sino un período indeterminado, análogo a los períodos que la ciencia des­
cubría por entonces. Inútil añadir que tales tentativas nacían ya muertas.
El afrontamiento intelectual 223
El espíritu de Antoine se despertó al mismo tiempo que se
puso en contacto con la ciencia racionalista; nada se había hecho
para preparar este encuentro, alimentando, desde la infancia, su
inteligencia desde el punto de vista profano y religioso. He aquí
por qué Antoine puede pronunciar esta frase terrible, pero verda­
dera, que resume una crisis religiosa muy frecuente en los años
de hacia 1880:
«Mi ateísmo se formó al mismo tiempo que mi espíritu" ( Ib id .,
p. 282).

Me interesa precisar y puntualizar que, tanto en el caso de


Antoine Thibault como en el de Jean Barois, los problemas de
orden moral, y pienso sobre todo en la moral sexual, no desem­
peñan papel importante y apreciable. Sé muy bien que «la sen­
sualidad hace la cama y prepara el camino a la incredulidad», como
dijo G reen; no olvido la frase de Bonald, citada por Martin du
Gard, a propósito de Gide: «una conducta desarreglada aguza el
espíritu y falsea el juicio». Es evidente que la inmoralidad se halla
a veces, o si se quiere, frecuentemente, vinculada con la pérdida
de la fe. Antoine Thibault y Jean Barois no son, ni mucho menos,
inatacables desde el punto de vista de la moral sexual. Pero su
conducta no ha tenido influencia directa sobre su creencia: por
otra parte, es posterior a la crisis que les condujo al ateísmo.
El drama de los dos personajes de Martin du Gard fué por ente­
ro intelectual; así al menos es como lo presenta el autor, y es nece­
sario darle la razón, ya que hay crisis religiosas que tienen por
causa y origen un enfrentamiento doloroso de la fe y de la razón.
El caso de Augustin Méridier lo muestra bien a las claras. Cierto
que Malégue lo describe de una manera infinitamente más ma­
tizada que Martin du G ard; pero sería preciso acabar de una vez
para siempre con esa deformación de tantos cristianos que se obs­
tinan en «buscar siempre a la mujer», cuando se encuentran con
224 Martin du Gard y ajean Barois»
incrédulos. ¡Como si, «buscando a la mujer» en la historia de los
creyentes, no se la encontrase jamás!
No hay que confundir las cosas ni mezclar los problemas:
hay un problema moral previo a la fe: ya he hablado algo de
ello, al tratar de Sartre y de James; pero existe también un pro­
blema intelectual que no es dable soslayar. Los cristianos de fines
del siglo pasado no se hallaban equipados para resolverlo. No ig­
noro que «la fe sin obras es una fe m uerta»; pero no es infre­
cuente, máxime actualmente, topar con la paradoja de cristianos
que «tienen las obras sin la fe » : anclados en una hermosa rec­
titud moral, experimentan, sin embargo, terribles dudas intelec­
tuales. Jean Barois, Anloine Thibault, Augustin Méridier, invitan-
a los cristianos a no escamotear tan fácilmente las dudas intelec­
tuales que los jóvenes católicos les proponen. Bajo este aspecto,
los libros de Martin du Gard nos prestan un gran servicio, pues
nos obligan a velar en todo instante 18.
Vamos a ver ahora lo que es de nuestro héroe, cuando, al
decir adiós a la fe, se enfrenta con la vida.

III. LA RELIGION LAICA Y LA IGLESIA DE FRANCIA

El proceso Dreyfus fué, para Barois, la ocasión inesperada en


que se concretó la religión laica que venía defendiendo en su
revista Le semeur. Una buena tercera parte de Jean Barois está

18 Esta fórmula «las obras sin la fe» no hay que tomarla al pie de
la letra; me fué inspirada por una situación que encuentro con harta fre­
cuencia entre los jóvenes intelectuales cristianos.—Debo añadir que actual­
mente, entre las minorías selectas, se ha cobrado conciencia de la nece­
sidad de armar intelectualmente a los intelectuales cristianos. Las iniciativas
tomadas en este sentido por la Universidad de Lovaina, por ejemplo, son
La religión laica y la iglesia de Francia 225
consagrada a las peripecias de este drama, que revistió gravedad
excepcional. Importa, antes que nada, señalar la posición que adop­
taron los católicos en esa ocasión.

1. El catolicism o y e l «A f f a ir e ».

Es bien conocida la importancia de este proceso, que muy


pronto se denominó «l’Affaire» por antonomasia19; de él iban a
salir dos Francias, trágicamente divididas; dos Francias que toda­
vía hoy se mantienen frente a frente 20, tanto en el plano político
como en el religioso. El reciente recrudecimiento del integrismo
en Francia constituye un indicio alarmante de ello.
En la época del proceso, la gran mayoría de los católicos tomó
partido por los antirrevisionistas21. Tuvieron mala suerte, pues
una vez más habían hecho la puesta por la parte perdidosa: ino­
cente Dreyfus, como se sabe hoy, los católicos fueron derrotados.
La actitud de los católicos en el «Affaire» no es más que la
consecuencia de una postura más general en favor de un régimen
periclitado; la mayoría de los cristianos de Francia, sorda a los
llamamientos de León XIII, que los invitaba a laborar dentro de
la realidad del régimen político 22, rehusó aceptar la república.

una buena prueba de lo que digo. Por desgracia, el eco de todo esto es
muy escaso todavía en la predicación y en lo que Heiler llama Vulgar-
katholi&smus.
10 Por desgracia, la juventud estudiantil de hoy no sabe ya nada de él.
20 Cf. Le árame de Maurras, en Revue Générale Belge, junio 1952.
21 A. DaNSEITE trata de esta cuestión en Vie Intellectuelle, oct. 1951,
pp. 23-37.
22 El «ralliement» significa la aceptación del régimen republicano, el
abandono de la «tesis» por la «hipótesis». Es sabida la distinción que hizo
León XIII entre un régimen, quizá poco deseable en sí, pero que era pre­
ferible aceptar antes que encerrarse en una estéril oposición, y la «legis­
lación», que los católicos debían tratar de influir en el sentido cristiano.
15
.'.'i' Martin du Gard y ajean Barois»
Los católicos soñaban con una restauración del antiguo régimen,
bajo el conde de Chambord. En las rectorales de la época se
encontraban muchas veces los retratos del Papa, del Obispo del
lugar y... del conde de Chambord.
Esta actitud venía de muy atrás: ya durante el segundo im­
perio, la intolerancia y la ceguera dominaban en la gran mayoría
del mundo católico francés. Véase lo que sobre este particular
escribe el más moderno y más avisado de los historiadores de
Pío IX : «Para defender sus ideas excesivas y acuñar, con una
terrible injusticia a veces, los juicios de sus amigos los teólogos en
contra de los católicos liberales, Veuillot 23 dispone, en L’Univers,
de una tribuna cotidiana. Sin duda, el alto clero, aun compar­
tiendo sus ideas, se muestra con frecuencia reticente en lo que
toca a ese periodista que pretende dar lecciones a los obispos en
materias de fe y de ortodoxia; en cambio, en provincias, se con­
vierte en oráculo de numerosos sacerdotes, que aprecian su len­
guaje popular y su facundia desenfadada... Veuillot contribuyó
más que ningún otro al nacimiento en provincias de un «espíritu
clerical» y a la constitución, dice P. de la Gorce, «de una escuela
arrogante e inexperimentada, intolerante de lenguaje más que de
corazón, que maldecía en bloque del siglo y de sus contempo­
ráneos y provocaba así a los adversarios a la réplica y a la vio­
lencia» 2425.
Este esbozo es, por desgracia, exacto. La mayoría de los cató­
licos, desde 1880 a 1914, se mantendrá en la línea de Veuillot 2-r'.
En este punto, la oposición entre religión y mundo profano no

23 Por desgracia, i Veuillot tenía talento!


24 R. A ubert , Le pontificat de Pie IX, p. 235.
25 ¿Por qué, siendo esto así, se persiste en hacer figurar a Veuillot
en Antologías escolares? Mucho me temo que demasiados católicos con­
serven la nostalgia del antiguo régimen.
La religión laica y la iglesia de Francia 227
podía ser más radical; y a la religiosa, añadíase la oposición po­
lítica.
# # #

Hay que tener presente esta situación para comprender el cua­


dro que pinta Martin du Gard del conflicto entre el laicismo y el
catolicismo francés: Jean Barois se centra en la oposición maciza
entre un cristianismo miedoso, replegado sobre sí mismo, desa­
fiador del mundo moderno, y el entusiasmo sereno, el ardor casi
religioso que anima a los apóstoles del laicismo. De un lado, hay
la voluntad de ilusionarse, espíritu reaccionario, temor a la vida,
querer «vivir» biológico; del otro, hay el valor ante la verdad,
incluso triste, espíritu social, audacia frente a la vida, incluso si
ésta a la larga engaña, afrontamiento sereno de la muerte. Del
lado cristiano, existe la estrechez, el pánico de un Barois mori­
bundo; del otro, la amplitud de miras, la tolerancia, la muerte
serena de Luce.
Cecilia testimonia de manera característica la incomprensión
total en que vive respecto al ideal que anima a su m arido: ella
quiere tener «un marido como todos» (p. 163); no comprende
«la lealtad en la duda» de que se prevalece su esposo (p. 104):
busca la verdad entre gemidos, al paso que ella experimenta «la
necesidad de dominarlo desde lo alto de su certeza» (p. 105). Ba-
rois es para ella «un ateo, un pagano; está condenado» (pp. 143,
147).
Se comprende que Barois rompa brutalmente con esta mujer
que representa para él el temor ante la vida, la mezquindad, la
estrechez de miras. Interviene en cuerpo y alma en el «Affaire»;
se pone a la cabeza de los dreyfusistas26 y desencadena una ofen­
siva victoriosa en favor de la religión laica.

26 La distinción entre «dreyfusistes» (partidarios de Dreyfus, en el


228 Martin du Gard y ajean Barois»
La cumbre humana de la vida de Barois es aquella conferen­
cia que pronuncia ante varios millares de personas, y en la que
propugna el laicismo como la única esperanza para el futuro de
la humanidad. Libre de las andaderas de la infancia «metafísica
y dogmática», el hombre se avista con un mundo que la ciencia
le entrega en toda su integridad. Barois ha sufrido tanto por las
ilusiones y los terrores religiosos, que afirma con acento vibrante
el ateísmo del hombre del porvenir.
Sin duda, Albert-Elie Luce y el mismo Barois han medido ya
la sutil diferencia que media entre los «dreyfusistas desinteresa­
dos» y los «dreyfusistas aprovechados» y que es la misma que
sentía Péguy cuando contaba el «Affaire» a los jóvenes. La tarde
que los reunió, en los albores del siglo XX, a lo largo del Sena,
está teñida de nostalgia: se preguntaban si ese proceso, que llevó
a Francia al borde del abismo por defender a un solo inocente,
injustamente condenado, aunque fuera a costa del derrocamiento
radical de las fuerzas de orden, inaugura verdaderamente una
nueva era de verdad y de justicia. Cuando se piensa en los pro­
cesos de Moscú, y en tantos otros, tristemente actuales, se com­
prende su inquietud: estas comedias atroces son, en efecto, la
antítesis absoluta del «Affaire», ya que, aquí, son los inocentes
los que se declaran culpables para salvar un «orden» que los
condena injustamente.
No importa; el presentimiento de que la era de los entusias­
mos generosos y puros por la verdad y por el progreso queda
ya detrás de ellos y de que el nuevo siglo se abre bajo auspicios
equívocos, no hace sino reforzar la dulce altivez que anima a

curso del proceso) y «dreyfusards» (los que explotaron el triunfo del lai­
cismo) es conocida; Péguy la expresó a su manera al hablar de una «mís­
tica» convertida en «una política».
La religión laica y la iglesia de Francia 229

Barois y a Luce. En esa tarde de enero de 1900, domínalos el


sentimiento de una especie de mártires de la religión de la hu­
manidad : lúcidos y serenos, afrontan una verdad que es quizá
triste, pero encuentran en esa misma lucidez una grandeza que
los reconforta. Por nada del mundo querrían volver a la cárcel
demasiado dulce de las ilusiones religiosas.
]Y sin em bargo...! Inmediatamente después del triunfo que
consiguió con su conferencia, Barois está a punto de perder la
vida en un vulgar accidente de automóvil: en el momento del
peligro, murmura un A ve Marta. Aterrado de sorprender en su
interior la persistencia de antiguas costumbres religiosas, Barois
escribe un testamento en el que desaprueba y desautoriza, por
adelantado, toda conversión de última hora. Tiene cuarenta años;
está en la fuerza de la vida. Esa desautorización categórica ma­
nifiesta bien la idea que se hace de las relaciones entre ciencia y
religión: la fe no puede ser más que un asalto ciego de las fuer­
zas afectivas, mientras que la religión laica es la única que se
funda sobre la lucidez y la verdad. La última parte del libro,
que cuenta la «conversión» de Barois, debe, según el autor, com­
pletar la demostración.

# # *

Antes de pasar a esta fase última de la vida de Jean Barois,


es preciso introducir un largo paréntesis. Hasta aquí, efectiva­
mente, he dado la razón, en lo esencial, al cuadro histórico que
esboza Martin du Gard. Creo incluso poder añadir que su cró­
nica refleja una situación que existe todavía al presente en algu­
nos sectores del mundo cristiano. Todavía quedan por ahí Veuil-
lots, al menos hombres dotados de su talento; abundan todavía
los cristianos replegados sobre sí mismos, desafiando al «mundo
moderno», rechazando el diálogo y pegados a las prácticas forma-
230 Martin du Gard y «Jean Barois»
listas de una religión cerrada. Las críticas lanzadas por Sartre con­
tra el «espíritu de seriedad» de los «farsantes» no carecen todas de
objeto. El recrudecimiento del integrismo sugiere a los historia­
dores actuales la hipótesis de una reaparición clandestina de una
sociedad emparentada con la sobrado famosa Sapiniére. El Vulgar-
katholizismus existe en todo tiempo.
En cuanto al laicismo, para nadie constituye secreto que está
siempre vivo en vastos sectores de la política y de la sociología.
Gide le dió sus «ejecutorias de nobleza» a los ojos de muchos.
No se me oculta que Martin du Gard ve las cosas desde el
exterior, sin duda alguna, en lo que concierne a la religión cris­
tiana. Pero no vayamos a tranquilizarnos demasiado pronto con
esta consideración: no olvidemos nunca que los incrédulos no
pueden ver el cristianismo más que desde el exterior; si la imagen
que nos ofrecen de él, al mismo tiempo que es parcialmente in­
exacta, nos sorprende por la obstinación con que la repiten innu­
merables autores, ello se debe a que se presta a ello el testimo­
nio que de su religión dan muchos cristianos. Lo dije ya en la
introducción de este volumen, siguiendo a un escritor reciente:
el drama de esta época radica en que los que tienen tiempo para
reflexionar y buscar pacientemente la verdadera faz de la fe son
los únicos que están en condiciones de reconocerla; los demás
«nos miran» a nosotros los cristianos, y el espectáculo que les
ofrecemos... justifica con harta frecuencia el cuadro que presenta
de nosotros Martin du Gard.
He hecho ya la crítica de la concepción que el autor se hace
de la fe; es preciso añadir ahora las lagunas, sin duda involun­
tarias, de la crónica histórica en que el autor de Jean Barois quie­
re encerrar el catolicismo de la tercera República.
La religión laica y la iglesia de Francia 231

2. La verdadera fa z d e l catolicism o bajo la tercera


R epú b lic a

Son demasiado numerosas las lagunas de su documentación


para que no las señale, al menos sucintamente. Ello me permi-
tira esclarecer más y mejor el error básico que vicia el relato de
la «conversión» final del héroe.

a. l a ic is m o y c a t o l ic is m o l ib e r a l

Jean Barois no nos presenta más que católicos «reaccionarios»,


esos católicos a los que se da el nombre molesto, y que es pre-
ciso emplear bien, de «gentes de derecha». Hay que confesar
que esta intelligentsia, replegada totalmente sobre sí misma, era
la que bullía más y hacía más ruido; era ella también la que
disponía de mayores posibilidades financieras. Pero existía otra
fracción de católicos franceses, desgraciadamente minoritaria, tan
ardientemente cristiana como la primera. También ésta exageró
sin duda en la lucha, pero era bueno que existiese.
Hay, por lo demás, en la época que nos ocupa (1880-1903)
un hecho fundamental que domina los debates y los eleva a su
verdadero nivel. Desde muy pronto, León XIII predicó a los ca­
tólicos franceses la adhesión al régimen republicano. Si la mayo­
ría desoyó tal llamamiento, hubo algunos cristianos que preten­
dieron obedecerlo. Va a afirmarse una nueva tendencia política,
la que encarnará, por ejemplo, Péguy, dreyfusista y católico, re­
publicano y cristiano; es preciso asimismo recordar la actitud de
Barres, que se separará más tarde de Maurras y procurará unir
la república y las instituciones tradicionales de Francia 2r.27

27 H. M a ssis, M a u r r a s e t n o tr e t e m p s , París, 1951, tom o I, pp. 46-115.


2-¡2 Martin du Gard y ajean Barois»
Por lo demás, al lado de un catolicismo a lo Veuillot, existía
desde siempre un catolicismo llamado «liberal», cuya legitimidad
«teórica» cabe discutir, pero del que hay que decir que, «prác­
ticamente», fué fecundo, como prueba la famosa ley Falloux. La
actitud del episcopado belga, desde los orígenes de la indepen­
dencia, constituye un claro indicio de la posibilidad de encontrar
un modus vivendi entre el «liberalismo» y el «catolicismo» 28.
Silenciar estos hechos es crear la impresión de que todos los
católicos militaban en la reacción en contra de la democracia re­
publicana, es, por tanto, simplificar las cosas de manera muy grave.
Cierto que, vistos desde fuera, por los ojos de un incrédulo, los
católicos franceses justificaban la impresión que tenía de ellos Mar­
tin du G ard; la falta de matices por parte del novelista se explica,
ya que no se justifique del todo, por el increíble espíritu reaccio­
nario de que dan prueba los publicistas cristianos de esa época. La
masa de los católicos ignoraba evidentemente a Péguy (esa masa
corre muy frecuentemente en socorro del vencedor) y se imagi­
naba que Barres se había estacionado en el «culto del yo» y en la
«pequeña sacudida» del Jardín de Bérénice. Cuanto a los llama­
mientos del Papa, todos sabemos cómo se las ingenian los católicos
con demasiada frecuencia para oírlos sin escucharlos.

* # *

Sería odioso abrumar a los católicos «de derecha», recordán­


doles y reprochándoles sus vacilaciones en seguir la nueva política
recomendada por el Papa León XIII. El lector de Jean Barois olvi­
daría fácilmente un hecho capital: al contemplar el racionalismo

28 El libro clásico es el de A. SIMON, Le Cardinal Sterckx et son temps,


dos tomos, Bruselas.
La religión laica y la iglesia de Francia 233
laico con los ojos de un secuaz de esta religión, y el cristianismo
desde el exterior, no medirá la impresión que debía despertar en
un cristiano sincero. Algunos católicos liberales menospreciaban
tal vez este aspecto de las cosas.
En efecto, no se debe olvidar nunca la virulencia atea del
racionalismo de esa época. La política de ghetto que prevaleció
en la mayoría de los sectores católicos se comprende mejor si se
sopesa el doctrinarismo sectario de la ciencia de aquel tiempo.
Claudel ha hablado de la «cueva materialista» y de la insondable
tristeza que destilaban para él esas leyes morales del imperativo
kantiano. Barois y Antoine Thibault, por ejemplo, quieren «creer
con pruebas» (tomo VI, p. 281). Y, sin duda, existen «pruebas»,
no de los misterios cristianos en sí mismos, sino de su credibilidad,
es decir, del carácter razonable del acto de fe. Ahora bien, los
racionalistas creen que es preciso establecer la fe misma sobre
pruebas tan evidentes como aquellas en que se basan las hipótesis
científicas; de lo contrario, hay que dejar de creer.
De otro lado, la ciencia creía poder explicarlo todo; silencio­
samente, íbale invadiendo el terreno a la filosofía; o bien pro­
clamaba el agnosticismo como dogma. Si se piensa que esos mis­
mos hombres que atacaban la fe en nombre de la ciencia fueron
los que hicieron posibles las leyes de Combes y persiguieron a la
Iglesia en sus obras y en sus actividades, resulta más fácil com­
prender el reflejo puramente defensivo del catolicismo.
En realidad, si la religión rehusaba el diálogo con la ciencia,
ésta también lo rehusaba. Ciudadela cerrada, religión sustitutiva,
el racionalismo no presentaba fisura alguna visible por la que
poder introducir un cambio de impresiones algo fecundo con los
mejores espíritus cristianos. Habríanse necesitado filósofos y teó­
logos de genio para arriesgarse con éxito a una política más com­
prensiva. Blondel, Rousselot, Lagrange y otros más, no hicieron
su aparición hasta más tarde.
234 Martin du Gard y «Jean Barois»

b. LA SUPERACIÓN DEL POSITIVISMO

Muy pronto van a levantarse contra el monopolio concedido


a las ciencias exactas sabios como Duhem y Poincaré, filósofos como
Lachelier y Boutroux. El determinismo mecanicista queda que­
brantado, desde 1878, por Boutroux; desde 1889, Bergson abre
un primer portillo en el bloque positivista y restaura el sentido
de lo espiritual, por ejemplo en la libertad, tal como la describe,
y en la «calidad», que opone al mundo de la «cantidad» 29.
De todo este movimiento de ideas que agita al positivismo y
pronto lo supera, nada parecen saber los personajes de Martin du
Gard; si lo entrevieron, no retuvieron de él más que el desalien­
to que se apoderó de los cientificistas y los llevó al agnosticismo.
No se descubren, en Jean Barois, rastros de la renovación espiri­
tualista que se operó en los años 1889-1914. Y esta vez la laguna
es más grave que a propósito de la religión del laicismo. ¿Nos
volverá a salir al paso en el cuadro del cristianismo de esa época?

C. EL CATOLICISMO FRANCÉS, VISTO DESDE EL INTERIOR

Martin du Gard no logra entrever la profundidad real de la


vida religiosa de los cristianos de este tiempo. Augustin ou le
Maitre est la, de Malégue, aportará una contraprueba convincente.
Si esos cristianos se hallaban poco preparados para el diálogo con
el «mundo», y ello fué una enorme desgracia, en cambio se in­
tensificó su vida espiritual. Aunque no se nutría aún de la fuente
auténtica de la liturgia, como ya tengo dicho, aunque continuó

29 Péguy y Maritain han subrayado la inmensa esperanza que repre­


sentaba Bergson para aquellos a quienes no podían satisfacer las «eviden­
cias» del cientificismo.
La religión laica y la iglesia de Francia 235
intangible la primacía abusiva de la «pureza», se produjo un za-
hondamiento real: conviene no olvidar que «se volvía de lejos».
El ya citado historiador de Pío IX nos brinda también en este
punto su testimonio: «Tras la obra de condena (tan importante
en el pontificado de Pío IX), hay una afirmación positiva siempre
subyacente: la verdadera relación de la criatura con Dios y la
realidad del orden sobrenatural, que condicionan la visión cató­
lica del hombre y de la sociedad civil y religiosa... El pontificado
de Pío IX señala en el orden del pensamiento un valeroso esfuer­
zo para eliminar los restos de un deísmo naturalista que había
caracterizado al pensamiento cristiano durante el período de la
Aufklarung y para centrar otra vez ese pensamiento en los datos
fundamentales de la Revelación: los misterios del Verbo encar­
nado, de la Iglesia, de la gracia y de los sacramentos... La pro-
fundización de la vida cristiana entraña, sin duda, el resultado
más notable y el principal mérito de este largo pontificado: la
Iglesia sale de él palpablemente más religiosa. No se puede negar
su influjo en el renacimiento espiritual del siglo XX» 30.
Iré todavía más lejos, hasta afirmar que ese repliegue de la
Iglesia en sus riquezas propiamente sobrenaturales, a riesgo de
pasar por enemiga de los valores modernos, constituyó una espe­
cie de purificación providencial, de humillación voluntaria, que
recuerda el misterio de las Bienaventuranzas. En ese período, tan
decepcionante desde el punto de vista del diálogo de la Iglesia
y del mundo profano, es también cuando se multiplican las con­
gregaciones religiosas, cuando la piedad se hace más profunda y

30 R. A u b e rt, op. cit., pp. 502-503.—Esto no está en contradicción


con lo que he dicho más arriba acerca de la falta de sentido litúrgico en
los católicos de entonces.
236 Martin du Gard y «]ean Baroís»
se prepara, en secreto, el admirable despliegue espiritual de núes-
tros días.
* * *

Sin duda, los problemas intelectuales, políticos y sociales que


he señalado se imponían de una manera por demás apremiante;
había que abordarlos, tarde o temprano. El mismo Pío IX lo sabía,
pues, poco antes de su muerte, decía a Monseñor Csaky: «mi
sucesor deberá inspirarse en mi apego a la Iglesia y en mi deseo
de hacer el bien; en lo demás, todo ha cambiado en tomo a m í;
mi sistema y mi política no están ya con el tiempo, pero yo soy
demasiado viejo para emprender rumbos nuevos: esto será la obra
de mi sucesor» 3I.
# * *

El sucesor de Pío IX fué, en 1878, León XIII. Con él, los


problemas planteados al espíritu cristiano entraron rápidamente en
vías de solución. Encíclicas sociales, acercamiento a los gobiernos,
progresos de las ciencias eclesiásticas; estos tres aspectos del pon-
tificado de León XIII responden precisamente al deseo de Pío IX
en su vejez.
Un gran movimiento de renacimiento espiritual penetra poco
a poco el mundo del pensamiento de Francia, tanto entre los cris­
tianos como entre los pensadores profanos. Cierto que no se vió
con claridad al principio, pues el modernismo estuvo a punto de
bloquear en una vía muerta lo que había de fecundo en las
investigaciones de los sabios cristianos; además, entre los filósofos
y los teólogos no sospechosos de modernismo, muchos insistieron
de forma excesivamente unilateral en el aspecto vital de la fe.

31 Ibid., p. 498.

ir
La religión laica y la iglesia de Francia 237
en las disposiciones morales que supone. Como legítima reacción
contra una apologética pseudoescolástica, sobrecargada de wolfismo
y de kantismo, no evitaron siempre el empleo de fórmulas que
podían ser tildadas de fideísmo. Ello no obstante, desde 1889, con
Bergson, desde 1893, con Blondel, había irrumpido victoriosamen­
te lo espiritual y lo sobrenatural en el mundo intelectual profano.
Poco a poco se iba elaborando una síntesis entre la apologé­
tica de los motivos de credibilidad y la que se fundaba en el
estudio de las disposiciones morales y espirituales previas al acto
de fe. De la abundante literatura aparecida en los alrededores de
1900, en torno a la psicología de la creencia, y que tendía a sub­
rayar la originalidad específica de este tipo de conocimiento, nada
dice Martin du Gard 323.
Las «nuevas camadas» de católicos que describe en la época
de la vejez de Barois, son únicamente pragmatistas: los jóvenes
se adhieren a la fe porque ésta representa una fuerza social de
orden, una riqueza tradicional, o porque sus representantes han
«experimentado personalmente la eficacia práctica de la fe» (p. 46).
Pragmatismo político o moral, fideísmo, se habrá reconocido en
ello la Action frangaise, así como ciertos aspectos del nacionalismo
de Barres3'1.
Algo más había en Francia, desde el punto de vista cristiano,
por aquellas fechas: diríase que el reloj del novelista se paró en
los alrededores de los años 1880-1898 (proceso Dreyfus); hay en
él, a no dudarlo, un apego sentimental a la mística dreyfusista.

32 R. AUBERT, Le probleme de l’acte de joi, pp. 269 ss.


33 Barres, aunque aproximándose al catolicismo, desconfiaba demasia­
do de las ideas; los textos religiosos que nos ha dejado transparentan
demasiado una especie de voluptad de lo divino que queda aquende la fe
auténtica.
238 Martin du Gard y «Jean Barois»

IV. LA «CONVERSION» DE JEAN BAROIS

Barois es intolerante en la lucha que desde el Semeur lleva a


cabo contra el cristianismo. Albert-Élie Luce, ateo tolerante, que
tiene evidentemente todas las simpatías del autor, le reprocha su
sectarismo. Su visión es certera. Viejo, solitario, desilusionado, en-
fermo, Barois no puede soportar el morir por entero; acepta los
sacramentos, mientras que Luce morirá, ateo lúcido, con la sere-
nidad de Sócrates. El «testamento» de Barois es descubierto des-
pues de su muerte edificante: su mujer y el abate que han asis­
tido al moribundo lo queman.

# # #

Esta «conversión» no nos sorprende: he señalado ya la opo­


sición simplista que constituye la armazón de Jean Barois: de un
lado la razón, que no puede ser sino atea; de otro lado la fe, que
no puede ser más que una emanación de las potencias del senti­
miento. Se adivina que la vejez y la proximidad de la muerte des­
piertan en el hombre, cualquiera que haya sido su pasado, los
temores y las ilusiones de la infancia. Según Martin du Gard, la
fe de Barois moribundo no sería más que un asalto de la volun­
tad del vivir biológico. Si bien es cierto que una apologética «del
carbonero» parece dar pie a esta falsa idea, ello no obstante
el final de la novela constituye una flagrante caricatura de la ver­
dadera fe.
Un pasaje característico de la conversación entre Antoine Thi-
bault y el abate Vécard me servirá de introducción a este último
párrafo.
La «conversión» de Jean Barois.— El miedo no es fe 239

1. El m ie d o no es la f e .

Es fácil adivinar que los cristianos fideístas y pragmatistas re­


curren gustosos al argumento de la muerte para tratar de con­
vertir a los incrédulos. Es precisamente lo que hace el abate Vé-
card, cuando se dirige a Antoine Thibault:
Usted es todavía joven; usted verá. Otros han acabado por com­
prender. También le llegará a usted su turno. Hay horas en la vida
en las que el alma no puede prescindir de Dios. Y entre esas horas
hay una sobre todo, la última... ¿Se imagina usted lo que será llegar
al borde de la eternidad sin creer en Dios, sin vislumbrar, en la
orilla opuesta, al Padre omnipotente y misericordioso que nos tiende
sus brazos?, ¿morir en la sombra total, sin la más leve lucecita de
esperanza? (tomo VI, p. 295).

Lejos de mí la pretensión de negar la pertinencia de este ar­


gumento : el sufrimiento, sobre todo el que acompaña a la muer­
te, abre la mayor brecha por la que Dios puede penetrar en nues­
tra ciudadela interior para revelar allí su presencia. Volveré sobre
este punto, cuando trate de Malégue. Pero hay que guardarse de
aislar este argumento de los otros; y hay, además, que compren-
derlo bien. ¿Cómo lo presenta Martin du Gard en su Jean Barois?

* * *

Cuando el padre del protagonista, después de una vida de ateís­


mo, muere como cristiano, dice a su hijo: «después de todo, la
muerte es una incógnita terrible» (p. 82). Tal afirmación entraña
un suicidio del espíritu ante lo desconocido, un salto a lo incog­
noscible, o, si se prefiere, es la apuesta de Pascal, traducida fre-
■uentemente en las palabras; «nunca se sabe».
Se ha exagerado el lado angustiado de Pascal; se ha extendido
l.i creencia de que sobre el altar de la fe había quemado vida
240 Martin du Gard y «Jean Baroisn
mundana e investigaciones científicas; se ha subrayado a porfía
«la inquietud pascaliana» y se ha hecho creer que sus pruebas de
la religión eran sólidas en razón justamente de su oposición a la
filosofía natural, a la que habría rebajado a su gusto para mejor
elevar y realzar las «razones del corazón»; en fin, se ha usado
y abusado del argumento de la «apuesta»: sé de profesores que
dedican dos o tres clases a explicarla a sus alumnos. En cuanto a
la «segunda parte» de los Pensées, la que expone una prueba
escrituraria, fundada en la armonía profética de los dos Testa­
mentos, se pasa casi siempre en silencio.
Pascal no es EL gran apologista católico que algunos querrían
ver en él; hay otros y en gran número, comenzando por New-
man. Por otro lado, la clasificación de las ediciones antiguas sólo
en parte está justificada. La nueva edición de Lafuma 31 restituye
el orden de los pensamientos con mucha mayor verosimilitud.
No se deben oponer, en Pascal, ciencia y fe, sino unirlas. El
plan de los Pensamientos es más riguroso, racionalmente hablando,
de lo que se cree. Los pasajes en que se expresa la «inquietud»
ante la pequenez del hombre frente al mundo, no manifiestan los
sentimientos de Pascal mismo, sino los que atribuye a los liber­
tinos a quienes quiere convertir. La trama general de la prueba es
mucho más racional; Pascal fué el primero en emplear las nuevas
categorías que la ciencia descubría por aquel entonces, como un
medio, entre otros, de conciliar la fe y la ciencia; su argumento
de la apuesta es una de estas tentativas (a mi juicio, la menos
afortunada); además, las páginas sobre las diversiones se inspiran
en la vida mundana de Pascal, de la que el filósofo procura ex-34

34 La edición de Lafuma es todavía de difícil acceso, dados su volu­


men y su precio. Pero esperemos que se harán ediciones corrientes de
ella. Está destinada a reemplazar a las otras.
La «conversión» de Jean Barois.— El miedo no es fe 241
traer las implicaciones apologéticas; en fin, el argumento profé-
tico viene a coronar el conjunto 1!i.
No insistiré, pues no es éste el lugar para hacerlo. Baste haber
restituido a Pascal su verdadera grandeza y haber reducido con'
siderablemente la parte de fideísmo y de pragmatismo que se le
ha atribuido con demasiada facilidad. Una cosa es cierta: el ar-
gumento de la apuesta, aislado del resto de las pruebas y mal
comprendido (tiene sólo un valor matemático, no moral), ha sido
utilizado frecuentemente por la apologética cristiana y es el que
ha abonado en muchos incrédulos, como Gide, Valéry, Martin du
Gard, la idea de que la fe es una opción irracional dictada al hom-
bre por el enigma impenetrable del más allá. Es necesario deste­
rrar la apuesta pascaliana de nuestra predicación, de nuestra en­
señanza secundaria y superior, porque presentada muy frecuente­
mente de manera simplista, sin los acompañamientos matemáticos
que son los que le dan su sentido 3\ viene a parar en una prueba
terriblemente equívoca.

# # #

Vamos a ver este equívoco en el contraste con que Martin du


Gard termina su Jean Barois: en efecto, opone la muerte socrá­
tica, serena y sin esperanza de Luce, a la muerte cristiana, tem­
blorosa y abyecta, de Barois. Este equívoco se encierra en una sola
palabra: convertirse a causa de la terrible incógnita de la muerte.356

35 Personalmente, no me gusta el libro de R. Guardini sobre Pascal.


Se le hace decir a Pascal lo que se quiere. Las ideas de Guardini son
siempre profundas, pero, en lo que concierne a Pascal, primero hay que
saber lo que Pascal quiso decir.
36 El argumento de la apuesta apunta a los matemáticos de entonces.
16
242 Martin du Gard y «]ean Barois»
n o e s m á s q u e u n re fle jo d e MIEDO, u n a s a lto d e la v o l u n ta d d e
v i v ir b io ló g ic o , e g o ís ta , a n t e el « a g u je ro n e g r o » .

# * *

En su vejez, Barois se siente rebasado por todas partes: la


ciencia triunfante, la religión laica, tales como las había conocido
en el entusiasmo del proceso Dreyfus, han cedido el puesto al
agnosticismo y a la corrupción de la mística dreyfusista por parte
de los «dreyfusistas aprovechados». Está descorazonado.
Y por si todo ello fuera poco, descubre el horror de sentirse
envejecer:

Durante largo tiempo, dice Barois, creemos que la vida es una


línea recta, cuyos extremos se hunden en la lejanía, en los confines
del horizonte; después, descubrimos poco a poco que la línea está
cortada, que se curva y que sus extremos se acercan, se tocan. El
anillo va a cerrarse. Vamos a ser unos viejos que no saben más que
dar vueltas dentro de su círculo (pp. 376-377).

Barois se siente solo, sin afecto, sin amor, incomprendido por


las generaciones jóvenes (p. 431). Está enfermo, teme a la muerte
(pp. 424-425). No le bastan ya las satisfacciones de la razón (pági­
na 549); no quiere resignarse a la nada (p. 460); se deja obsesionar
por su yo (p. 461). Ve el mundo como algo malo, duda de ese
progreso en cuyo nombre perdió su fe tiempo atrás (p. 462); le
horroriza el «bajo materialismo del pueblo» (p. 480). Halla «de­
masiado lógicas» las razones que le da Luce para esperar; es que
rechaza «físicamente» sus convicciones pasadas, porque no le han
acarreado sino decepciones (p. 466). Quiere un poco de paz, un
poco de confianza, «para no ser demasiado desgraciado» (p. 466).
Una cosa resulta clara: si Barois va hacia la fe, lo hace por
La «conversión» de Jean Barois.— El miedo no es fe 243
descorazonamiento, por temor, y en modo alguno por el anhelo
de descubrir una verdad que nunca lograría.

# # *

La conversión de Barois, durante los últimos meses de su vida,


se opera bajo el signo del miedo; del miedo que le inspira el
«querer vivir por encima de todo», el repliegue egoísta sobre su
«yo limitado». Barois declara un día al abate Lévys (que es mo­
dernista): «sigo una mística, y sin embargo no creo en nada»
(p. 484). Aspira a la fe, pero ésta no es para él un acto de inte­
ligencia, sino una aspiración de su sensibilidad y de su voluntad
debilitada: habla de un «sentimiento de confianza» y de un «de­
seo de sumisión» (p. 486). Lo que le atrae es la «belleza del cris­
tianismo» (pp. 486-487); confiesa que necesita «una hipótesis
consoladora» (p. 488). El abate Lévys dice de él que «más que
verdad, lo que necesita es paz» (p* 491).
¡ Como si pudiera ser verdadera una paz que no se base en la
verdad! ¡ Como si fuera lícito consolar a nadie en los umbrales
de la muerte con esperanzas de paz de las que se duda que sean
verdaderas! Perdóneseme la comparación, pero la frase de Lévys
recuerda aquella o tra: « ¡ qué importa el vaso, con tal de embo­
rracharse !» ; ¡ qué importa la verdad, con tal de conseguir la
paz!
# * #

De este clima sentimental, angustiado, de esta atmósfera de


I¡deísmo cobarde, es de donde brota la oración de Barois pidiendo
la fe (p. 490). Ante el cadáver del abate Jozier, muerto después
de una vida de heroísmo misionero, Barois «tiene la percepción
lula del alma» (p. 491). Pero ¿qué vale esta «percepción», bás­
tanle ambigua ya de por sí, si nos acordamos del miedo que aplas-
244 Martin du Gard y «fean Barois»
ta a esta sensibilidad acorralada? Tras una noche de angustia, Ba-
rois se siente «aliviado, purificado», y pide la confesión.

* # #

La muerte de Barois es una caricatura, quizá involuntaria, de


la muerte cristiana. En lo más hondo de un abismo de sufrimien­
tos patológicos, el desgraciado experimenta «un espanto loco» (pá­
gina 508); clama: «libradme, no me dejéis sufrir» (p. 509); pre­
gunta: «¿estáis seguros de que Él (Dios) me ha perdonado?»;
grita como en un aullido la palabra «infierno», después, muere
«agarrándose al crucifijo» (p. 509).
Puro melodrama.

* * #

Después de esto, resulta de un efecto facilón hacer leer por


el abate Lévys el testamento que Barois había escrito cuarenta años
atrás: en él desautorizaba por adelantado toda conversión in ex-
tremis, como arrancada por el miedo y la debilidad ante la des­
trucción del «yo». Huelga añadir que Cecilia y el abate Lévys
se dan buena prisa en quemar este documento comprometedor,
dando con ello una última prueba del temor a la verdad que
constituiría la característica de los cristianos.
Esta última escena del libro muestra bien a las claras que,
para el autor, la fe cristiana es un reflejo de miedo del hombre
depotenciado por la vejez, la enfermedad y la angustia de acabar;
es un reflejo animal, indigno de un hombre que merezca llamarse
tal. El «verdadero Barois» se halla en el testamento de los cua­
renta años y no en el «arrepentido» de la última hora.
La «conversión» de ]ean Barois.— El miedo no es fe 245
Martin du Gard tiene buen cuidado de oponer a esta muer­
te «cristiana» la muerte «pagana» de Luce. Este sale de la vida
como Sócrates (p. 505); declara; «no nos dejemos cegar por lo
individual» (p. 505); confiesa temer a la muerte, pero este temor
es «completamente físico», añade, pues «moralmente permanece
sereno» (p. 503). No necesita sacerdote para borrar sus pecados
(p. 503); se consuela de su muerte pensando en la humanidad del
porvenir (p. 503). Se sabe desahuciado por los médicos, y sin em­
bargo «quiere llegar a la felicidad sin ser víctima de un espejismo»
(p. 501); quiere morir sin desviarse, pero con confianza; su mo­
mentánea rebeldía es puramente «nerviosa»: ha vivido armonio­
samente y morirá de la misma manera; no quiere que sus hijos
sean testigos de su último suspiro: como Sócrates, manda que se
retiren. A las puertas ya de la agonía, dirá:

He nacido con la confianza en mí, en el esfuerzo cotidiano, en


el porvenir de los hombres. He guardado un fácil equilibrio. Mi suer­
te ha sido la de un manzano plantado en buena tierra, que rinde
regularmente sus frutos (p. 505).

Al acercarse la muerte, exclama:

|A h !, es la muerte esta vez... ¡Qué bellos son mis hijos! (p. 506).

Se comprende que ante esta muerte escriba W oldsm uth:


No me he equivocado al creer en la razón humana (p. 507).

* # *

listas dos «muertes paralelas» están opuestas demasiado simé-


Irita inente para que no nos pongamos en guardia y desconfiemos.
Martin du Gard no es ya aquí un testigo, un historiador, sino un
.i|>ologista de la religión racionalista.
246 Martin du Gard y «Jean Barois»

2. V erdadero a spe c t o d e la m u erte c ristia n a .

Ya he dicho, a propósito de Bernanos, que la muerte cristiana


va acompañada frecuentemente de angustias. El mismo autor del
Journal d’un curé de campagne lo ha dicho con su ironía inolvi-
dable: «el compadre estoico perderá su calambre, eternamente».
El cura Chevance y Blanche de la Forcé pasan por abismos de
angustia.
Esta «angustia» cristiana nada tiene que ver con el miedo vil
y abyecto que Martin du Gard describe con tanta complacencia;
se trata solamente de una angustia mística, del presentimiento,
del temblor ante la presencia de Dios; se trata del estremecimien-
to de todo el ser a las puertas de este cambio radical que disuel­
ve y recompone este cuerpo de pecado para transfigurarlo en cuer­
po de gloria; se trata del abandono humano, de la soledad, del
desierto de Dios; pero, en medio de este desierto. Dios habla
por encima de la noche de los sentidos y del espíritu. Por muy
profunda que pueda ser la angustia de la muerte, en el cristiano
va acompañada de una «ALEGRÍA» que supera y sobrepasa a todo
otro sentimiento.
El cura Chevance, tras una agonía terrible, muere lleno de ale­
gría ; Chantal de Clergerie muere en medio del horror, pues se
le ha robado todo, «incluso su muerte», pero es porque ella ha
renunciado por anticipado a su parte de consuelo sensible en la
m uerte; se la ha dado al cura Chevance, para que éste franquee
la puerta sombría con la alegría que su hija le habrá dado. Des­
pués de decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abando­
nado?», Jesús dijo asimismo: «Padre, en tus manos pongo mi
espíritu».
Las muertes cristianas son, por encima de la angustia, dulces,
pero con una dulzura muy distinta de la serenidad estoica de
La «conversión» de Jean Barois.— La muerte cristiana 247
Luce. Las angustias son aceptadas, a veces queridas, por ejemplo
por ciertos santos que pedían a Dios «sufrir siempre más» para
la salvación de los otros. Una vez más, encontramos aquí el mis­
terio de Pascua: si la muerte cristiana, si la muerte de Jesús pa­
recen humanamente tinieblas y angustias, son también alegría;
y si esta alegría tiene cierto parecido con la agonía de sudor y
sangre, ello no quiere decir que esa alegría sea mera ilusión, sino
que se trata de una alegría sobrehumana, que supera a todo enten'
dimiento. Es una alegría sobrenatural, divina 37.
El cura rural de Bernanos lo sabe muy bien, pues pronuncia,
al morir, una de las frases más bellas de la literatura del siglo X X :
«todo es gracia».
# # *

La razón teológica de este hecho es que, en la angustia de la


muerte cristiana, hay la experiencia del desierto que todo hombre
debe atravesar para llegar a unirse con Jesús en el Calvario. Pero
en el Calvario está la resurrección, cuyos primeros hálitos expe­
rimenta el alma en los umbrales de la muerte.
Puede haber, en una muerte cristiana, huellas de un miedo,
de un pánico de la sensibilidad acorralada; pero no hay sólo esto,
como en el caso de Barois. Si existe el miedo, éste alcanza a un
cuerpo que parece ya abandonado en sus tres cuartas partes y

’17 H . U. von Balthazar, Le chrétien et l’atigoisse, en Dieu Vivant,


11 “ 22, París, 1952, muestra admirablemente la diferencia entre la «an­
gustia» existencialista y la cristiana: hay entre ambas una diferencia de
n.il itraleza: el cristiano, por su fe, tiene la certeza de la victoria de Cristo
••ubre la muerte; las «angustias» que conoce son las de Cristo en la Cruz:
•li-Mcllan fulgores de alegría en medio de las tinieblas. Me permito remi-
1ir al lector al primer volumen de esta obra, centrado enteramente en esta
idea fundamental.
248 Martin du Gard y ajean Barois»
entregado a los reflejos de la materia. Existe este tem or; pero,
por encima de él y dominándolo, brilla una alegría misteriosa, una
misteriosa serenidad. Bien la conocen los moribundos que dicen:
«hágase tu voluntad». Dicen: «Tu voluntad»; piensan en Dios,
no en sí mismos. Y los sacramentos del gran paso aportan un
reconfortamiento cuyo efecto físico es frecuentemente tangible.
Los sacerdotes que han asistido a los moribundos lo saben; y
también sus familias.
* * sí-

La fe de Barois moribundo, por el contrario, no se eleva más


allá de lo que Bergson llama la religión cerrada; ésta, fundada en
la función mitificadora, que crea «mitos» compensatorios para
consolarse en presencia del «agujero negro», no es más que una
forma inferior de la religiosidad. La religión «abierta» es gene­
rosa, alegre; inspira a los testigos de ella el deseo de morir en
un don de sí mismos a los otros; la muerte de los héroes y de
los santos es acogedora, abierta, disponible; llega hasta desear
el sufrimiento y la muerte por salvar a los demás; es irradiante
y desinteresada.
Testigos de ello los santos y los místicos, comenzando por
Francisco de Asís, crucificado por los estigmas, abandonado por
sus religiosos, que se disputaban ya su mensaje. En medio de
estas angustias es cuando el Poverello añade a su Cántico de las
criaturas una estrofa en la que bendice a «nuestra hermana la
muerte».
# * #

Así pues, lo que Martin du Gard describe no es la auténtica


fe en la muerte cristiana, sino el miedo: no creemos, tenemos
miedo, decía un día un esquimal a un misionero que le pregun­
taba sobre su religión. Tampoco Barois cree, tiene miedo.
Conclusión 249
El autor quiere convencernos a costa de una caricatura de la
muerte cristiana. No vacilo en escribir que estas «muertes para­
lelas)» tienen truco; forman también, por desgracia, una de las
páginas más peligrosas de la literatura moderna. Si no supiera
que, con harta frecuencia, los cristianos son responsables del error
de los incrédulos respecto a ellos, si no me constara que muchos
católicos, en la época de ]eun Barois, ofrecían una caricatura tan
pobre de su fe, no me sería fácil perdonar al autor el haber es­
crito esa página.

CONCLUSION

La fe supone disposiciones morales; implica una moral, un


orden social; va acompañada y se nutre de experiencias interio­
res; da un sentido a la muerte. Pero no es consentimiento ciego
de la voluntad; es un acto de la inteligencia que se adhiere a la
verdad.
Todos los aspectos de la fe señalados en Jean Barois, el racio­
nalismo, el fideísmo, el pragmatismo, son falsos si se los aísla;
expresan una parte de la verdad total si se los une.
Es el hombre en su integridad el que se convierte: el senti­
miento íntimo, la fuerza de la vida moral, la necesidad del cora­
zón, la sed de una solución al problema de la muerte, todo esto
«acompaña», sostiene el acto de fe; en otras palabras, la fe es
sobrenatural y libre; pero es también racional38.

38 Un ejemplo reciente (premio Goncourt 1952) muestra una vez más


el peligro de las conversiones demasiado unilateralmente sentimentales.
Admiro muchas cosas en Léon Morin, prétre, de Béatrix Beck, pero no
puedo hurtarme a la impresión de que la conversión que allí se narra se
funda con excesiva unilateralidad en el sentimiento. Citemos el comen­
tario de R. Kemp, que tiene aquí un valor de testigo: «Lo que no me
250 Martin du Gard y «Jean Baroisn
La fe es verdad, y en modo alguno ciego fideísmo. Si es ra­
zonable, la oposición sobre que construyó Martin du Gard su
novela se viene a tierra; Jean Barois no tiene más que el valor
de un documento histórico, por otra parte simplista y parcial,
sobre una época periclitada, la de los años alrededor de 1880.

* * #

atrae tanto es el fondo. Esperamos un trastrocamiento en el alma de la


joven atea que va a confesar al abate Morin, por fanfarronería, sus pecados
y su hostilidad a la religión... Pues bien; se desliza sobre una tabla resba­
ladiza, enjabonada. Estaba en ella la gracia y no tenía más que salir a la
superficie. Es una mujer y su conversión es totalmente sentimental, lo
que se halla seguramente muy cerca de la verdad, pero es mucho menos
interesante. Se convirtió a la caridad innata en el corazón de las mujeres,
pues están hechas para ser madres; se convirtió al socialismo cristiano,
que no nombra el abate Morin, pero lo practica. La conversión de un
hombre culto, un poco metafísico y dialéctico, ¡es tan interesante! El
flaco del libro está en el sacerdote, tan dulce, tan perfecto... Compárense
con él los sacerdotes de Huysmans o Bernanos. En esta novela no existe,
se derrite como azúcar (Nouvelles littéraires, 4 diciembre 1952). Sin duda,
Kemp está equivocado al creer que todas las conversiones de mujeres son
sentimentales; parece propender a considerar poco importante el factor «in­
tuiciones del corazón» (en el sentido pascaliano, de que volveré a hablar
en el capítulo siguiente) en el proceso de la conversión; pero tiene toda la
razón al pensar y escribir que esta conversión es totalmente «sentimental»
y que el abate Morin «se derrite como azúcar». En efecto, en esa novela,
no se subraya en absoluto el elemento razonable de la fe. La autora perdió
la fe después: «es como la ley de la gravedad, explica; he vuelto a mi
estado inicial». La conversión de un dialéctico no sólo sería más «intere­
sante», sí que también más verdadera, ya que pondría más en claro el
carácter razonable de la fe. La historia de B. Beck hará creer a gran
número de lectores que la fe es cosa del sentimiento, y que se halla
sometida a todas las variaciones de la sensibilidad. Es una lástima.
Conclusión 251
He sido duro con la obra, no con el hombre, que sin duda
fué víctima de una mala educación cristiana: pasar de la fe pa-
siva, mística, de la infancia, al cientificismo cerrado que dominaba
en Francia en aquella época; encontrar como única apologética
la de Marcel Hébert, que acabará él mismo en el ateísmo, fué,
como en el caso de Gide, tener mala suerte.
La grandeza de Martin du Gard consiste en no haber querido
fundar sobre su negación de la fe una moral «de inversión gene­
ralizada», como terminará por hacer Gide, sino en haber amado
al hombre, a pesar de todo, con lealtad, sin caer jamás en esas
coqueterías con que Gide jugó durante tanto tiempo.
Pero nosotros, que vivimos en una época en que la ciencia
y la fe, sin confundirse, viven en la mejor armonía, no podemos
tomar ya en serio la historia de fean Barois y sí sólo como docu­
mento de una época afortunadamente superada.
Martin du Gard no vió que la fe es también una verdad. Y
no lo vió porque hay un nombre que él no pronuncia jamás en
su obra, el nombre de Aquél que es el fundamento de la vida y
de la fe, pues es la Verdad misma, Jesucristo.
Capítulo IV

MALEGUE Y LA PENUMBRA DE LA FE

Todas las oscuridades de la Escritura y todas


sus claridades caerán al mismo tiempo, arras-
trándose unas a otras hacia una u otra vertiente,
según el lado donde esté tu corazón.

M alegue

Por ahora, vemos en un espejo, de una ma-


ñera confusa; pero entonces será cara a cara.
Ahora conozco de una manera imperfecta; pero
entonces conoceré perfectamente, como soy co-
nocido.
S an P ablo
Augustin ou le Maitre est la, aparecido en el año 1934, per­
tenece a esa clase de libros cuya lectura deja profunda huella en
una vida \ Háyalo querido o no, Malégue respondió con él al
]ean Barois de Martin du Gard: el mismo asunto, la misma épo­
ca, pero tratados con una profundidad infinitamente más rica y
matizada que en la crónica novelada de Martin du Gard.
El libro de Malégue nos permitirá sintetizar los aspectos de
la fe que el mío se propone aclarar: libre, razonable, sobre­
natural; la fe es todo esto, porque tiene por centro a Jesucristo,
Dios encarnado.
Yo admiro en Malégue, entre otras muchas cosas, su respeto por

1 Mi estudio se limita a seguir el itinerario religioso del personaje prin­


cipal. Sería preciso estudiar al mismo tiempo, paralelamente, todos los
otros personajes. Me baso en el texto de la novela, que voy comentando
ampliamente, a veces machaconamente, para aclarar las sinuosidades de la
fe. El folleto Le sens d’«Augustin», París, 1947 (añadido como apéndice en
las ediciones recientes de la novela), aporta explicaciones del autor mismo
acerca de su libro (cito así: SA): Pénombres, París, 1939, contiene capí­
tulos notables, sobre todo el primero: Ce que le Christ ajoute a Dieu
(pp. 11-75) (cito así: P); en fin, Y. M alégue, Joseph Malégue (col. «Pion-
nicrs du spirituel), Tournai-París, 1947, contiene una buena bibliografía,
textos inéditos y una selección de citas en el conjunto de la obra.—Las
. ifras entre paréntesis, sin otra indicación, remiten a Augustin.
256 Malégue y la penumbra de la fe
la inteligencia, su preocupación por armonizar las evidencias del co­
razón con los llamamientos de la vida sobrenatural. Yo quisiera
que todo joven cristiano que encuentra algunas dificultades en
su fe, se encerrase algunos días para leer o releer, despacio, res­
petuosamente, el libro admirable de Malégue.

I. LAS INFANCIAS MISTICAS

La primavera de la gracia y la primavera de la naturaleza, que


encantaban a Péguy, nos encantan igualmente a los comienzos de
la historia de Augustin Méridier. Frecuentemente los comienzos
de una vida nos dan la clave de todo un destino; de este lago
profundo, cuya serena transparencia brilla sobre la cumbre de los
montes, bajo un sol auroral, es de donde brotan y manan los arro-
yuelos que forman una vida. ¡ Cuántos de estos hilillos se pierden
en la arena del pecado y de la desesperación! La obra de la
gracia no es otra cosa que un volver al manantial, una infancia
reencontrada en la hora undécima, una nueva vislumbre del lago
cándido de las infancias místicas.
El que conoce la vida de los hombres sabe que su infancia y
su adolescencia son muy frecuentemente mejores que su edad
madura. No es que aquellos primeros días de su existencia hayan
transcurrido sin pecado; ningún ser humano, decía San Agustín,
ni siquiera el que acaba de nacer, se halla libre de mancilla. Pero,
al menos, el pecado provocaba añoranzas; las faltas alimentaban
esos escrúpulos delicados, propios de un alma preocupada toda­
vía por la santidad. La juventud no es la edad del placer sino del
heroísmo, dijo Claudel a Jacques Riviére; «la castidad os hará
penetrante como un toque de clarín», añadía. ¿H ay alguien que
no conozca las pesadumbres del adolescente, cuando un pecado
viene a empañar y oscurecer el espejo de un alma que cree to-
' »» 1
c
Las infancias místicas.— Maitines 257
davía en la aventura espiritual? Pero, con el correr del tiempo,
nos habituamos y familiarizamos con los pecados, consolándonos
con el pensamiento de que «hay que contemporizar».
Primavera de la naturaleza y primavera de la gracia: todos
hemos conocido esos tiernos brotes tan llenos de esperanzas y
promesas; todos hemos conocido «Mozarts» más tarde ¡ a y ! «ase-
sinados»; todos nosotros hemos conocido esos nuevos frutos do-
rados, sazonados por padres señalados ya por las arrugas del des*
tino, pero que eran testigos vivientes de esta vida de naturaleza
y de esta vida de gracia que continuamente se renueva en las
secretas profundidades.
No estoy haciendo poesía fácil, pues Péguy, Claudel, Saint-
Exupéry, que no eran, que yo sepa, seres pazguatos, sino hombres
«carnales» que intervinieron en el juego de la vida, son los que
me han inspirado estas líneas. Las he escrito porque importa que
nos zambullamos, con Malégue, al principio de este último ca­
pítulo, en las aguas de la infancia mística. Muy próximas aún las
aguas bautismales, van a correr secretamente todo a lo largo del
destino de Augustin Méridier. Presentes como una gracia sobre­
natural, como un llamamiento constante lanzado a su libertad,
como una verdad viva puesta continuamente delante de su espí­
ritu, estas aguas de su primer nacimiento, es preciso que nos
empapemos en ellas al principio de esta vida. Cristo lo ha dicho:
Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino.

1. M a it in e s .

La historia de Augustin Méridier comienza por la evocación


de las infancias místicas:
Cuando Augustin Méridier trataba de desenmarañar y aclarar sus
más lejanas impresiones religiosas, las encontraba, desde muy temprano,
mezcladas a sus primeros recuerdos y cuidadosamente clasificadas en
17
258____ Malegue y la penumbra de la fe
dos compartimentos de su memoria. Guardaba uno para la prefectura
de provincia de cuyo Instituto era su padre Catedrático; reservaba el
otro para las Planézes. No se trataba de la verdadera Planéze, sino de
altiplanicies, muy cercanas, muy parecidas, que él llamaba así porque
le había gustado este nombre (I, p. 11).

La pequeña prefectura de provincia, con «sus hermosas calles


desiertas», su abadía lóbrega y sus campanas sonoras, su Instituto
tranquilo y severo, encarna, a lo largo de su infancia, los prime­
ros anhelos religiosos, pero también la embriaguez del árbol de la
ciencia, que pronto ganará el espíritu del joven Méridier. Las
Planézes, esas altiplanicies frías y cortantes, con inmensas prade­
ras y horizontes azules, representan, mezclado al realismo astuto
y utilitario de los campesinos, el llamamiento hacia las regiones de
la vida mística, la nostalgia de una infancia intacta y transparente
bajo la mirada de Dios.
Este mundo de la razón austera y el mundo de los llamamien­
tos místicos van a dialogar sin descanso a lo largo de esta exis­
tencia digna, altiva, pero desgarrada de dolor y de amor 2.
Méridier es un niño piadoso; Malégue nos pinta sus profun­
didades más íntimas, las que escaparon a la visión del autor de
fean Barois. Véase, por ejemplo, cómo siente y ve las campanas
del domingo por la mañana:
A través de la ventana del vestíbulo, por encima del muro gri­
sáceo que limita el patio, fiel a la cita del domingo, un gran trozo de
cielo, cortado caprichosamente y de un azul recién estrenado, tiembla,
se estremece, parece querer agrietarse y reaparece intacto después de

2 SA me servirá de guía a lo largo de todo este capítulo. Debería


entrar en muchos detalles bastante matizados; pero la obra abraza cerca
de novecientas páginas y narra una aventura espiritual muy compleja. Por
otra parte, es necesario demostrar la inanidad de la acusación de fideísmo
que se le ha hecho a la novela. El querer dar respuesta a esta objeción
explica la extensión del párrafo IV.
Las infancias místicas.— Maitines 259
cada tañido, estallante, de las campanas. Un trozo de cielo del que
fluye esa dicha especial, característica, del domingo, a la que el cielo
invisible comunica, antes de la misa, un tono de ocio bienhadado. A
la verdad, pequeños fragmentos azules, semiagrietados por el esta­
llido de las campanas, así es como vemos siempre el cielo de las
mañanas del domingo, en las calles desiertas, alrededor de las abadías,
por encima de los altos muros que rodean los patios del colegio...
(I, pp. 12-13).

El artista se maravillará del arte con que Malégue mezcla su­


tilmente las impresiones visuales y las impresiones auditivas al
evocar esos «trozos de cielo» agrietados por los volteos sonoros de
las campanas. Pero el teólogo y el psicólogo admirarán sobre todo
la perfección del cuadro de la infancia mística: el ocio bienhada­
do de las mañanas del domingo, antes de la misa, ¿quién no lo
conoció en su adolescencia? La calma soleada de los grandes pa­
tios de los colegios, esa especie de presencia más viva de la na­
turaleza, porque los hombres se callan por fin, la certidumbre de
que los niños que nos encontraremos en las calles desiertas y en
las avenidas tendrán un no sé qué de más alegre, de más grave y
sonriente porque, quiéranlo o no, sean buenos o no, en estas ma­
ñanas domingueras, una presencia misteriosa Ies envuelve en el
recogimiento y les da un aire más contenido, como si estuviesen
atentos y expectantes en el umbral de un inmenso pórtico de
alegría.
El domingo es el recuerdo de la resurrección de Cristo; esta
iinástasis conmemorada, revivida por la Iglesia, en cada aurora
dominical, desde hace casi dos mil años, devuelve a la tierra un
algo de aquella paz sabática del séptimo día, un algo de aquella
paz maravillosa de la tierra paradisíaca, cuando el hombre, en la
primera aurora del primer día, posaba sus atentas pisadas sobre
*1 suelo todavía virgen. Ocio bienhadado, sí, pues el hombre, li­
berado del pecado, conoce esa tregua interior que distiende y des-
260 Malégue y la penumbra de la fe
frunce los repliegues de su ser arrugado por el peso de la semana;
sentimiento de la naturaleza, también, porque el hombre se vuel­
ve a encontrar solamente entonces, cuando se vuelve a Dios. Esta
paz del domingo, todo adolescente cristiano la ha conocido; fue
para él una entrevisión del mundo material y espiritual regene­
rado. Y, sin duda, este súbito retardamiento de la vida, que vuel­
ve a ser dichosa al borde de la luz de la gracia, se hace más
palpable en la tranquilidad de las ciudades provincianas que en
nuestras atrafagadas urbes. Sin embargo, no hay sino dar un
paseo, el domingo por la mañana, a través de las grandes ciuda­
des, para descubrir también en ellas esta presencia de Dios en
la serenidad extraña que envuelve estos minutos matinales.
Estos recuerdos místicos de las mañanas del domingo, «antes
de misa», se hallan más profundamente soterrados, más vivos,
más en contacto con las fuentes mismas de un ser humano que
los recuerdos «estandardizados» que exhibirá complacido más tar­
de. Lo sobrenatural nos baña en los primeros minutos de la vida;
somos nosotros los que nos cegamos; somos nosotros los que,
muy pronto, dejamos de tener sed. El pasaje citado es una «ver­
sión cristiana» de las primeras páginas de A la recherche du temps
perdu, donde describe Proust las infancias poéticas de su personaje.
El niño vive y se mueve en un mundo de señales; todo le habla
de Dios; el llamamiento de la fe le llega por los mil riachuelos
de una naturaleza que basta mirar con ojos lavados por la gracia,
para verla en su realidad de Palabra de Dios.

* * *

Augustin Méridier es un niño formal y sumiso; hace peque­


ños sacrificios, pide perdón a su madre, por las noches, y promete
que «no lo hará más, nunca m ás»; y su madre, que sabe que
«lo volverá a hacer», acepta sin embargo su promesa y perdona,
Las infancias místicas.— Maitines 261

como Dios, que sabe también «de qué tela estamos cortados» y
que pecamos todos los días, y sin embargo acoge todas las noches
al hijo pródigo, con la misma alegría del pastor ante la oveja re­
cobrada.
Méridier es también la alegría y el orgullo de su padre, aquel
humilde profesor desordenado que marró su carrera y que oculta,
bajo la apariencia de un intelectualismo dulcemente irónico, una
ensoñadora sensibilidad religiosa. Su tesis sobre los Místicos del
siglo X V I I duerme, inacabada, en cajas de cartón; éstas han salido
regularmente de los anaqueles para volver regularmente a ellos;
el padre transfiere a su hijo las esperanzas de una carrera que
hubiera querido más bella y hermosa.
Augustin trabaja en el Instituto con admirable atención; en­
canta a su padre con su fervor por el humanismo greco-latino;
largas conversaciones van tejiendo entre los dos seres sutiles re­
laciones de respeto y amor profundos. Andando el tiempo, Au-
gustin publicará, en La revue des deux mondes, los fragmentos
de la tesis de su padre; último gesto de homenaje a aquel que
guió sus primeros pasos por el camino del árbol de la ciencia.

* * #

Todas las vacaciones de verano, la familia hace un éxodo a


las altiplanicies; pasa un mes largo en el Grand Domaine, en
casa de unos campesinos, primos de la señora Méridier. El largo
viaje está descrito con una precisión digna de Proust, pero sobre­
puja al autor de Le temps perdu porque, a lo largo de este éxodo
familiar, se dibujan las profundidades infinitas, místicas casi, de la
religión en un alma de niño.
Son primero los paisajes los que parecen querer «decir» a
Méridier un secreto de felicidad;
262 Malégue y la penumbra de la fe
Un grave y sensible muchachuelo de siete años sabe prescindir de
palabras para captar, difusa y flotando sobre los campos, una mezcla
de dicha y de bondad que no necesita, para acusar su presencia, de la
presencia de ningún ser humano (1, p. 30).
Y después es el nombre misterioso de la aldea, La Borie des
Saúles, el que encanta al pequeño. Y también el bosque de la
montaña, que se eleva dominadora sobre las gargantas del C antal:
A ambos lados del camino, entre los primeros troncos de árboles,
las malezas inmediatas, tientes y doradas, parecen guiñar los ojos y
decir, «sí... pero, detrás de nosotras, detrás de las profundidades que
siguen a nuestra primera oscuridad rojiza... y, más adentro todavía,
detrás de aquéllas...». Méridier repite: «las gargantas, el gran bosque,
...e l gran bosque de las gargantas...» para que su espíritu tome un
arranque más grande cada vez hacia la confidencia suprema... El secre­
to del gran bosque, cuanto más lleno por dentro, más cerca está de
abrirse (1, p. 40).

Este pasaje nos trae a la memoria aquel otro pasaje famoso


de Du cote de chez Swann: el narrador experimenta un día, ante
unos árboles, la impresión de que las cortezas agrietadas y rugo­
sas quieren «decirle» algo, que van a abrirse para revelar su
secreto, un secreto de felicidad; desgraciadamente, por sobra de
distracción y falta de paciencia, el joven pasa al lado de esta
«palabra» que nunca más volverá a oír; y le queda de ello una
amargura inmensa y confusa. Malégue describe una impresión
exactamente parecida cuando nos presenta a Méridier al acecho
de ese secreto que el bosque va a revelar al «abrirse».
Desgraciadamente, en Proust, el fondo oculto que se revela
a veces es sólo profano; se limita al dominio estético; y si a
las veces nos permite entrever otro «mundo distinto» del de la
vida utilitaria, este mundo distinto, demasiado vinculado a las
«intermitencias del corazón», no se deja aprehender por el hom­
bre; además, se mueve en el plano de una mística artística. Lo
que Méridier, niño cristiano, está a punto de vislumbrar es una
Las infancias místicas.— Maitines 263
presencia divina; no oye solamente como poeta «el lenguaje de
las flores y de las cosas mudas», sino, como cristiano iluminado
por la gracia, la palabra del Dios de amor. Sigamos paso a paso
la asombrosa descripción que nos hace Malégue de esta expe-
riencia.
Una pequeña capilla, perdida en medio del gran bosque, apa­
rece como una primera ventana sobre ese mundo invisible entre­
visto en los esplendores sensibles:
Esta capilla estaba en extremo solitaria. Parecía una soledad encerra­
da en el recinto de otra soledad, un trozo de silencio denso y más pro­
fundo, nacido del hondo mutismo de los árboles. Separada de los
hombres por leguas de áspero paisaje forestal, intimidaba como una
persona mayor excesivamente grave, perdida en impenetrables recogi­
mientos (I, p. 41).

Este «trozo de silencio denso y más profundo», inserto en el


corazón del «hondo mutismo de los árboles», suscita el sentimien­
to casi físico de la presencia de una ventana sobre lo invisible,,
en medio de la naturaleza invisible y recogida. Y, cuando la se­
ñora Méridier comienza el rezo del rosario, «la confidencia prin­
cipal» que hacía el bosque «surgía por sí sola ahora que no se la
buscaba ya».
Basta que el niño se abra al misterio de la naturaleza; basta
que, sirviéndose de ojos y oídos, un alma cristiana sea disponible,
receptiva, para que, «cuando no se la busca ya», se nos comu­
nique la gran confidencia del bosque. Conozco pocas descripciones
tan precisas del descubrimiento de Dios en un alm a: abrirse es
la entrega de sí, el recogimiento: es la libertad de que se ha
hablado a propósito de James; esperar, humildemente: es la sin­
ceridad del ser en su totalidad; entonces, la confidencia, la pala­
bra divina, desciende al alma; es una presencia sobrenatural, la
de un mundo distinto, que se deja vislumbrar y que se nos en-
trega.
264 Malegue y la penumbra de la fe
Así es como respira toda el alma infantil; se halla en una es-
pontánea disponibilidad; libremente, ingenuamente, «oye» la pa-
labra celeste. Lo único que hay que hacer en la vida es redescu-
brir, en medio de las pruebas y los problemas dolorosos, esa dis­
ponibilidad libre de todo el ser que se abre a un llamamiento de
lo alto.
Se vienen a las mientes las experiencias «existenciales» de Sar-
tre sobre la obscena proliferación del «en-sí»; esas sensaciones
son las de una conciencia inmersa, voluntariamente, en la inme­
diatez del mundo sensible. Cierto que a algunas horas la natura­
leza se hace opaca; con todo el peso de su viscosidad cae sobre
nuestras sensaciones; se convierte en una «presencia» ciega y
estúpida. Pero ésas son experiencias de una vida depotenciada.
La fuerza del héroe, la entrega del santo, el olvido de sí misma
de un alma en la gracia, devuelven pronto a esa masa viscosa y
que parece deglutirnos, primero su densidad cristalina, después,
al poco tiempo, su ligera transparencia.
La infancia goza del privilegio de ver el mundo como lo ve
Méridier, perdido en el corazón del gran bosque; pero sólo cuan­
do esa infancia es cristiana, es decir, cuando mira esa naturaleza
escuchando al mismo tiempo las palabras de la oración, que es
revelación del secreto divino, es cuando ese bosque de las gar­
gantas y desfiladeros se abre para revelar el rostro de Dios. Y
cuando, ya adultos, recobramos la gracia, por ejemplo en el sa­
cramento de la penitencia, ¿no es verdad que nuestros ojos están
como deslumbrados y que la creación parece que nos es devuelta,
lavada y purificada, y que la sentimos ligera y fraternal, tradu­
ciendo y transparentando algo más allá y superior a ella?
Este mundo visto a la luz de la oración cristiana es el que se
desvela a los ojos de Méridier en el admirable pasaje que sigue;
Apenas pronunciadas, las palabras del Ave Maria, en lugar de
esfumarse por entre las bóvedas de los árboles, eran recogidas por una
Las infancias místicas.— Maitines 265
alta potencia solitaria. Y siu embargo, no había nadie allí. No había
mis (¡ue la amplitud silenciosa y desproporcionada de los árboles, mez­
clada con los murmullos de la oración y del ensueño. Y al mismo
tiempo intimidaba, hacía penetrar en uno una dulce confianza, que
sólo se sentía cuando ya estaba allí, pero sin saber cómo había ve­
nido. Iba a buscar en el fondo de cada uno, para acariciarlo y ador­
mecerlo, algo que muy bien podía ser el alma, ¡ tan profundo era 1
Y os calmaba, os bañaba por dentro, os daba gana de no hablar más,
os inspiraba el deseo de recogeros, como dicen los mayores, y también
de confiaros a unos brazos inmensos que os habrían recibido y ele­
vado por encima de la tierra y llevado entre mecimientos de cuna
(I, p. 43).

Lo que Méridier encuentra, cuando se abre a la «suprema con­


fidencia del bosque», no es una realidad impersonal, sino un amor
personal. Poco a poco, el paisaje se ha tornado transparente; se
ha despertado, al ritmo de la oración maternal, para susurrar al
alma del niño cristiano el eterno secreto de D ios: confianza, re­
cogimiento, acurrucamiento de todo el ser ante la «alta potencia
solitaria» de lo infinito.

# * #

Llegado al Grand Domaine, al caer de la noche, bajo la luna


lechosa, encanta al pequeño Méridier la tibieza un poco soñolien­
ta de una comida rústica. Este terruño campesino, poblado de
seres de un realismo astuto, de un sólido apetito de triunfo te­
rrestre, está, con todo, vivificado por un misterioso ideal: sobre
la chimenea del comedor, dominando la alta y pesada estatura
del «primo fules», un retrato de seminarista parece desmentir de
manera enigmática el realismo tan terrestre de estos campesinos.
Méridier se preguntará, con el correr del tiempo, cómo estas
lierras altas del Cantal pueden segregar así el apego a la tierra y
los altos vuelos del ideal místico. El mismo, que lleva algo de
266 Malegue y la penumbra de la fe
estas tierras, por parte de su madre, se sentirá igualmente hen­
chido «de una cierta embriaguez de triunfo intelectual y social»
(SA, p. 6), al mismo tiempo que de una especie de «gusto por
las aventuras lejanas y las andanzas por lueñes tierras» (SA, p. 20).
De momento, lo que le acoge allá arriba es la ternura de la
abuela, que quiere besar a su «pequeño» con sus labios secos y
blandos; es olor de pan moreno; es la rugosidad de las sábanas,
y el hálito puro y fresco de las inmensas extensiones recorridas
por el viento de los Alpes lejanos; es, sobre todo, el clima de
piedad fresca y espontánea, de ternura paterna, que baña su joven
sensibilidad.

2. La g r a c ia en las «c a u s a s s e g u n d a s ».

Era necesario trazar los rasgos fundamentales del alma de Au-


gustin Méridier, en el umbral de la crisis religiosa que acabará
con sus creencias. He señalado ya el porqué, pero siempre será
útil volver sobre ello unos momentos y profundizar todavía más.
La intuición central de Augustin ou le Maitre est la, la que da
asimismo la clave de las restantes obras de Malégue, no es otra
que ésta; la gracia de Dios nos baña por todas partes. La gracia
divina no llega sino raras veces a esos estallidos que rompen de
manera brusca, casi palpable, la urdimbre de los días, lo que el
autor llama «la red de las causas segundas». Cierto; habrá, en el
destino espiritual de Méridier, dos relámpagos de la gracia; el
primero, a los dieciséis años, el otro, en el crepúsculo de su exis­
tencia. Pero esas llamadas más apremiantes no se dejan oír sino
en la hora de los grandes peligros; a lo largo de los otros mo­
mentos de la existencia, la gracia está ahí, pero a la manera del
aire que respiramos, de la luz que vemos y que no notamos a
fuerza de vivir de ellos constantemente. Los días de nuestra vida
están tejidos de una presencia divina que se oculta a la mirada
distraída, pero se desvela a los ojos de la fe.
Infancias místicas.— La gracia en las «causas segundas » 267
Sería preciso hablar aquí de «la humildad de Dios», que no se
desdeña de emplear, para llegar hasta nosotros, toda una compli­
cada red de causas segundas:
La gracia se sirve de las circunstancias sociales o de otra especie,
que son obra de los hombres. La gracia informa de sentido interno las
circunstancias y éstas constituyen el instrumento y, en cierto sentido,
el velo de la gracia. Si la gracia obra por medio de ellas, también por
medio de ellas se oculta a las miradas. La forma bajo la que Dios nos
tiende la mano es la misma que hace invisible esa mano (P, p. 98).

El joven Méridier, abierto hasta el fondo de su intimidad a


los efluvios de esta gracia sobrenatural, vislumbra en los paisa­
jes de las tierras altas, como también, y sobre todo, en la vida
cristiana de su familia, el mundo divino de la confianza, de la
pureza, del abandono, que se llama Jesucristo. Más tarde, su inte­
ligencia se perderá entre las mallas de la red de las causas se­
gundas, su alma se asfixiará bajo la coraza de un altivo raciona­
lismo. Pero, por ahora, Méridier es sólo disponibilidad, recepti­
vidad, hambre y sed de la leche de la ternura humana, que es,
para él, el testimonio experimental de la realidad de Dios 3.

* * o

Entre estas causas segundas transparentes a la presencia de


Dios, la santidad es una de las principales. Malegue no piensa
solamente en esas vidas heroicas de los santos canonizados, sino
también en esos reflejos, en los lagos de la vida cotidiana, de las
altas cimas de la mística. Toda la novela está dominada por una

9 Sin embargo, ya durante el viaje al «Gran Dominio», el autor deja


entrever el apetito de conocimientos que señala y distingue al muchacho,
así como la sutil altivez que experimenta por tener un padre «que lo
sabe todo».
268 Malegue y la penumbra de la fe
galería de figuras santas: María, pequeña campesina, sana y ro­
tunda, rehúsa beber un vaso de agua fresca durante una larga
peregrinación, porque quiere comulgar en la capilla de la Fuente
Santa; un día dirá que ya no se practican las terribles mortifica­
ciones de tiempos pasados, «no porque no se pueda ya, sino por­
que ya no se quiere»; esta muchacha, que Méridier rozará con
un amor platónico, entrará en las Clarisas de París. La señora Mé­
ridier, la admirable madre de Augustin, jamás piensa en sí misma;
en su lecho de muerte, pide vivir todavía algunos días con el fin
de poder consolar a Cristina de la pérdida de su hijo; al morir,
d irá: « ¡ qué suerte que haya Dios»! ; y hasta el último instante
de su existencia se preocupará de los demás. Cristina, la hermana
de Augustin, abandonada por su marido, perderá a su hijito y
a su madre; y hasta el fin, cuidará de su hermano, este hermano
que, sin saberlo, contagió a su hijo la enfermedad que se lo llevó
a la tum ba; une su sacrificio al sacrificio de Cristo en la Cruz, sin
palabrería, sin aspavientos ni patetismos. Paulin Zeller, Monseñor
Herzog y Largilier... y tantos otros que encontraremos a lo largo
de estas páginas.
Todos estos seres inspirarán más tarde a Méridier estas admi­
rables palabras:
Hay almas que no pierden nunca el sentimiento de la paternidad
de Dios... Su antigua idea de que el único terreno de exploración
concreta del fenómeno religioso es el alma de los santos, le pareció
insuficiente. Las almas modestas contaban también; contaban tam­
bién las clases medias de la santidad (Ií, p. 358) 4.

4 Como es sabido, Malegue dejó una novela inconclusa, Les classes


moyennes du salut, cuya publicación se anuncia. Son muy sugestivos los
extractos que da de ella el libro de Y. Malegue. Hay ah! un terreno por
explorar. Bremond decía que, si se representa la santidad por un monte
escarpado, el santo toma, para subir a él, la pendiente que asciende en
Infancias místicas.— La gracia en las «causas segundas» 269
Hay algunas almas que no pierden nunca el sentimiento de la
paternidad de Dios: pero nótese bien que el Dios así amado por
las almas que viven su £e no es el Dios de los filósofos y de los
sabios, sino el Dios vivo, Padre y creador del mundo 5; que sea
posible entrever a este Padre celeste en las clases medias de la
santidad, es una de las intuiciones más profundas de Malegue.
Lo que, andando el tiempo, constituirá una «antigua idea» de
Méridier, es, durante su infancia, un clima, una verdad viva, en­
camada, de la que se alimenta su alma sin saberlo, simplemente,
abriéndose toda entera.
# * #

El joven Méridier da testimonio y prueba, en el umbral de


su vida, de dos aspectos esenciales de la fe: la libertad, porque
se abre todo entero a la gracia divina; y la sobrenaturalidad de
la creencia cristiana, pues su ser aparece bañado por mil riachue­
los de vida eterna que brotan de las tierras altas como de las
almas humildes a cuya vera ha dado sus primeros pasos por la
vida.

derechura, mientras que los cristianos «ordinarios» emprenden la ascensión


por los numerosos zigzags del camino carretero; sólo, añadía, se encuen­
tran y cruzan, en una serie de puntos, situados siempre más altos, el
camino carretero y el atajo empinado: en esos puntos, se encuentran el
santo y el simple fiel. Esos encuentros son el símbolo de los minutos «de
amor perfecto» de Dios que conocen todas las almas.—Conviene no apurar
hasta el límite esta bonita comparación, pues no es posible olvidar que,
en cierto momento, cerca ya de la cumbre de la montaña, desaparece todo
camino llano y es necesario que todos, santos y fieles «ordinarios», tomen
un camino de cabras.
5 En el Nuevo Testamento, el vocablo Dios, «como nombre propio
(¿ 0eóc). está siempre reservado al Padre», explica A. FRANK-DUQUESNE,
en Création et Procréation, París, 1951, pp. 40 ss. Léase todo el pasaje.
270 Malégue y la penumbra de la fe
Antes de ver su doloroso calvario, al final de los «Maitines»
de su vida, evoquemos una última imagen de esta aurora de
vida «temporal-eterna» en el alma de este niño, que se parece
a lo que muchos de nosotros hemos sido:
El niño subió, con las manos pastosas de confituras y de sueño
vertiginoso. Sin embargo, no se durmió inmediatamente. Dominábanle
todavía demasiadas imágenes. Rascábale el contacto de las sábanas de
cáñamo. El olor a muebles viejos, a pan moreno, a alquería, que
reinaba en el comedor, penetraba también en su habitación y, sin
duda, se extendía por toda la casa. Por la ventana campesina entraba
un aire de mil metros, helado por la altitud y por la noche. Pero
pronto se igualó su respiración en el gran frío tranquilo, homogéneo
y puro (I, p. 52) 6.

II. PARADISE LOST

Henos aquí ahora a la orilla del bosque profundo en que se


adentra el hombre en los albores de su adolescencia; como la
Cristina de Sigrid Undset, Méridier eligirá «el camino áspero y
agreste», el que pasa, tortuoso, por bosques espesos e intrincados,
los cuales esta vez no entregarán su secreto de presencia divina.

1. El in e v it a b l e a p r o n t a m ie n t o de los problem as

INTELECTUALES.

En los umbrales de su nueva edad, la que Malegue llama «el


tiempo de las ramas desnudas», Augustin no podía por menos de
plantearse el problema de la inteligencia de su fe, pues la fe es

6 Apenas es necesario subrayar que estos «Maitines» son, sin compa­


ración, más profundos que los que describe ¡ean Barois. No es posible
describir, desde fuera, fenómenos religiosos. Es el caso de Martin du Gard.
Paradise lost.— Problemas intelectuales inevitables 271

razonable y el tiempo del despertar del espíritu es también el de


la profundización racional de las creencias.
Importa decir, y de una manera clara, que el despertar de la
conciencia religiosa no es un pecado. Al contrario, es un deber.
Porque esta «prueba» sea peligrosa y desemboque a veces en
graves crisis, no por eso debe ser evitada: al crecer, el hombre
debe cobrar conciencia de sí mismo, de su espíritu; esta libertad
que se entregaba espontáneamente a Dios en la primera infancia,
debe, a la luz del entendimiento, cobrar conciencia de sí m isma:
puede negar a Dios; puede también reiterar y reasumir, con
conciencia plena, la fe de sus primeros años. La libertad se con­
vierte en libertad «de hombre», cuando, iluminada por la inte­
ligencia de la fe, ratifica sus primeros compromisos; al mismo
tiempo, la sobrenaturalidad de la fe se profundiza, pues ha podido
contrastarse con este mundo puramente natural, del que el espíritu
a su vez ha cobrado conciencia.
Con el despertar de la inteligencia, el acto de fe se profundiza,
o bien desaparece por largo tiempo. La fe es una vida; debe
crecer al mismo tiempo que la vida del hombre entero; de lo
contrario, estacionada en el estadio infantil, se marchita y enerva,
se seca y acaba por morir. Al salir de la fe «receptiva» de la
infancia, la creencia debe virilizarse.
La fe infantil del joven Méridier no podía ser distinta de la
que hemos esbozado. Pero el medio en que vivía hacía más
inevitable y más necesario aún este afrontamiento intelectual de
la adolescencia: hijo de un catedrático, estudiante de humanida­
des, destinado a los estudios superiores, Méridier debía combinar
un día con los dos primeros componentes de su fe, el tercero,
el intellectus fidei.
H e insistido sobre este punto, porque demasiados críticos han
querido ver en Malégue un partidario del fideísmo que he criti­
cado a propósito de Jean Barois. Así, por ejemplo, escribe Clouard:
272 Malégue y la penumbra de la je
«¿por qué este rodeo tan amplio y lento, por qué esas dos o tres
novelas en una novela, para terminar en una crisis de modernis-
mo religioso, evocada con amplitud, con la apologética del car-
bonero?» \
Cierto que una lectura rápida de la novela puede quizá crear
esta impresión. Es incluso lamentable, según el sentir de algunos 78,
que la conversión de Augustin Méridier haga pensar en «una
especie de golpe de estado del sentimiento, que se sobrepone a
una razón desfalleciente». Creo poder demostrar que esta con'
versión no tiene nada de fideísta ni de sentim ental: el sentido
del Augustin no es «la apologética del carbonero», sino una sin-
tesis precisa de la inteligencia, de la libertad y de la gracia en
la penumbra de la fe.

La incredulidad de Méridier no ha nacido de su voluntad de


probar del árbol de la ciencia, sino de haber usado mal de su in­
teligencia :

El juego de la inteligencia no encierra en sí ni jaita ni mérito, le


dirá Largilier, mucho más tarde. Ese juego es pura tecnicidad. La
falta no estuvo en concluir conforme a las luces de tus premisas, sino
en no haber buscado luz en otra parte (II, p. 499).

En la crisis que comienza, Méridier no ha «buscado luz en


otra parte»; pero el primer culpable de este error no es él, sino
el ambiente intelectual que le acoge al salir de la infancia. El

7 Hist. litt. jranfaise du symbolisme a nos jours, t. II, París, 1949,


p. 298. ] Clouard suele estar más inspirado que en este pasaje!
8 R. AUBERT, Le probleme de l’acte de /oí, Lovaina, 1945, p. 636,
n. II. Debo mucho a este análisis.
ParacUse lost.— Ambiente intelectual pecador 273
adolescente, en los albores de su vida, no solamente se encuentra
con las tentaciones de su propia libertad, sino también con las
que le vienen de los mil caminos por donde avanzan los pecados
de los hombres; esta complicidad en el mal y en el error, que
viene a bambolear la voluntad de cada uno de nosotros, es un
fruto de esa «solidaridad en el pecado» que caracteriza también
a la sociedad humana 9.

2. El am biente in telec tu a l peca d o r .

Es necesario abrir aquí un largo paréntesis; por fortuna, Ma»


legue mismo nos ilumina y esclarece con estas líneas:
El delito principal hay que buscarlo en otras conciencias. Consiste
en un estado de espíritu colectivo, en un ambiente intelectual de gran
peso, en una convergencia de pensamiento (SA, p. 7).

Conocemos ya este ambiente que recibe y acoge a «un joven


de tradición universitaria»: es el racionalismo positivista que aho­
gó las creencias de Jean Barois. Malégue habla, con más precisión, *
«de una cultura puramente lógica y abstracta de universitario
dialéctico»; señala «la seducción y el gusto estético de las mani- •
pulaciones de ideas, la autonomía intelectual» (SA, p. 5); y com­
pleta la descripción con estas palabras:
La inteligencia contemporánea tiende cada vez más a desertar de la
metafísica y pasarse a lo experimental (SA, p. 7).

Y así, añade, Bergson plantea el problema de la inmortalidad


por medio de un rodeo experimental; y lo mismo para el estudio
de las nociones morales del bien y del mal, lo que acarrea el
empleo de categorías como las de «colectividad creadora».

0 Se comprende mejor así lo difícil que es «juzgar» moralmente a un


hombre. «No juzguéis», dijo Cristo. Sólo Dios es juez, en sentido estricto:
es éste un tema central de la Biblia.
18
274 Malegue y la penumbra de la fe
En materia de fe, «se abandonarán todas las consideraciones
abstractas sobre la existencia o inexistencia de un Dios revelado»;
utilizando «los métodos de la historia positiva, se exigirá de ellos
el análisis histórico y crítico de los textos sobre los que estas re­
velaciones creen, válidamente o no, apoyarse» (SA, pp. 7-9).
Sabemos que la historia, tal como se la entendía en la época
de la juventud de Méridier, pretendía abordar la vida de Cristo
«con plena indiferencia teórica, como cualquier otro capítulo de
la historia, dejando de lado todo atractivo, todo prestigio nacido
de la personalidad de Jesús». Se adivinan los derroteros «por los
que la crítica tendrá como una tendencia inmediata y automática
a dirigirse; lo sobrenatural será sospechoso al historiador. Tendrá
que hacer dos veces la prueba para ser creído» (SA, pp. 9-10).
La historia reciente lleva lo más lejos posible sus exigencias
en materia de crítica de los testimonios; pues bien, los testimo­
nios evangélicos, penetrados de mentalidad oriental, desconoce­
dores de las exigencias de la crítica moderna,
hacen brillar a través de sus pobres pruebas, con un candor admirable,
las verdades por las cuales se han dejado degollar estos testigos (SA,
pp. 10-12). Sus procedimientos ingenuamente atécnicos hacen de estos
relatos evangélicos una presa expuesta de antemano a estas técnicas
de una dureza precisa, animadas de estas tendencias reductoras. Esos
relatos evangélicos Ies ofrecen por anticipado un cuello de víctima mal
defendida, condenada e inocente (SA, p. 13).

* * *

La respuesta a este problema no está en el fideísmo sentimen­


tal, «respuesta simple, conmovedora y falsa; inaceptable desde
el punto de vista racional, está condenada desde el punto de vista
ortodoxo, lo que siempre he visto que va de la mano», escribe
todavía Malegue (SA, p. 15).
Paradise lost.— Ambiente intelectual pecador 275
En efecto, lo que la crítica racionalista parece olvidar «es que
hay siempre un algo previo al trabajo de la inteligencia»:
Tenemos que habérnoslas siempre... con una inteligencia prefor­
mada. Lo que sirve en materia de preformación es (además de los
hechos de experiencia común) o bien la seguridad implícita y fuerte
de que es ella la única posible, ese sentimiento poderoso de unicidad
aplicado a la vida de aquí abajo; o bien, al contrario, además de los
hechos de experiencia común, las intuiciones morales apoyadas en la
metafísica, las cuales nos preparan para separarnos de esta experiencia
común, un caso muy particular en que hechos muy particulares cesan
de parecerse a esta experiencia, y sin embargo se proponen a nuestra
comprobación (SA, p. 17).

Conocemos estos «hechos muy particulares»: es el amor de


Dios, directo, el atractivo, la pasión de Dios en el alma de los
santos; es el testimonio de las clases medias de la santidad, entre
las que Méridier pasó su infancia; son los llamamientos que con­
tinuamente oye y que vienen de Dios. También se desvelarán más
tarde, en su deseo de dar un sentido al dolor, de dominar la
muerte y de integrarla en lo permanente. Estos hechos peculiares
se desvelan, en una palabra, en el deseo de Dios (SA, p. 16):
Todas las múltiples cuestiones planteadas por la inquietud humana
y sus respuestas de santidad, he aquí lo que preexiste (o no preexiste)
en el fondo de nosotros, previamente a la obra de la inteligencia. He
aquí cuál es ese dato del que ésta tendrá que tener cuenta en sus
especulaciones sobre lo eterno, incluso visto a través de los problemas
del tiempo, incluso visto a través de las investigaciones de la crítica
y de la historia (SA, pp. 16-17).

Méridier dirá, más sencillamente, en la hora de su m uerte:


Hay siempre algo previo; Dios o la tierra (II, p. 512) 10;

10 Para aclarar este punto capital, cito un largo pasaje de R. AUBERT,


Neu/man, une psychologie concréte de la fot et une apologétique existen-
276 Malegue y la penumbra de la je
en otros térm inos:
Lo que nos es dado es la integridad del espíritu del hombre, en el
que entra, como parte, la inteligencia. Lo que nos es dado es el corazón
y la inteligencia del hombre a la vez. Lo que se busca es su colabora­
ción y su armonía. Las intuiciones del corazón deben intervenir en el lu­
gar y sitio en que son necesarias, alimentos de las construcciones racio­
nales, aceptadas, criticadas, elaboradas por la inteligencia (SA, pp. 18-19).

tielle, en Au seuil du christianisme (Cuadernos de Lumen Vitae, n.° IV),


París-Bruselas, 1952, pp. 76-77: «Hay desde el principio una bifurcación
en que aparecen dos actitudes de espíritu, una de las cuales hace casi
imposible el acceso a la fe, mientras que la otra lo favorece. Existe de una
parte el racionalista (o el liberal), convencido de que la realidad toda entera
puede ser captada por su espíritu de manera clara, de que hay siempre
medio de eliminar progresivamente toda zona de oscuridad y de misterio, y
de que es incumbencia del mismo espíritu determinar la manera de arre­
glárselas para conquistar progresivamente toda la verdad. Y hay, por otro
lado, el hombre religioso. Este aborda la realidad como un misterio que
permanecerá siempre impenetrable en su fondo y, por tanto, acogerá gus­
toso a este respecto toda luz, por pequeña que sea y sea cual fuere el medio
de obtenerla, comportándose con esta luz como un investigador dichoso de
descubrir una pista eventual, y no como un juez que pretendiera some­
terlo todo a sus propios criterios de investigación y jijar a priori las condi­
ciones en las que esta luz debería presentarse para que él se dignase ocu­
parse de ella.
La postura del racionalista procede, en el fondo, de la convicción de
que el hombre es perfectamente capaz de arreglárselas él solo en este
mundo: es una «perspectiva humanística», en el sentido que va tomando
cada día más esta palabra, una perspectiva centrada en el hombre cons­
ciente de sus propias fuerzas. El hombre religioso, por el contrario, se
considera como una cosa insignificante; por ello tiene necesidad de tender
los brazos a Dios y de dejarse guiar por él, si no quiere extraviarse: es la
suya una perspectiva teocéntrica.
Ahora bien, y esto es muy importante, según Newman, sólo esta segun­
da actitud, que es la actitud espontánea, es la actitud normal y verdadera­
mente razonable, mientras que la primera, la del racionalista, es sólo una
actitud derivada, resultado de una negativa, muchas veces culpable, a seguir
Paradise lost.— Complicidad intelectual de Méridier 277
O dicho de otra manera todavía (pues este punto es capital),
las «intuiciones del corazón (en el sentido pascaliano) son los
materiales para el edificio total, cuyo cemento es la inteligencia»
(SA, p. 24) n . La segunda parte de este capítulo mostrará cómo
se hace esta síntesis. Baste por ahora con haber mostrado el ob­
jetivo que se persigue en la inteligencia de la fe.

* * *

El olvido de este «elemento previo» de orden moral domina


el racionalismo de los sectores intelectuales franceses en los que
va a vivir el joven Méridier. El «elemento implícito oculto» será
«la tierra»:
Hay aquí una falta colectiva, una falta familiar y social... en este
mundo de contagio y de solidaridad que prolonga en la vida contempo­
ránea algo del pecado original (SA, p. 19) ,2.

3. C om plicidad in telec tu a l de M é r id ier .

Sabemos ya de qué lado se inclinaba el corazón de Augustin


Méridier. Pero el joven no podía menos de afrontar el contagio
de que acabo de hablar. En el seno familiar, su padre represen-12

la tendencia instintiva de la inteligencia». Esta admirable explicación aclara


nuestro capítulo sobre Sartre, pues este filósofo es un testigo del «huma­
nismo» en el sentido moderno de esta palabra; y aclara asimismo nuestro
análisis de la novela de Malegue. El artículo de R. Aubert merece ser leído
lodo entero.
11 He aquí, a mi ver, la llave de oro que permite penetrar en el
verdadero sentido de los pensamientos de Pascal. Cf. cap. III, IV, 1.
12 ¿Será preciso repetir una vez más cuánto más matizado está este
cuadro de los círculos intelectuales franceses que el de Martin du Gard,
basado en una visión histórica más estrecha?
278 Malégue y la penumbra de la fe
taba ya el espíritu de esta mentalidad racionalista. Además, la
formación del joven adolescente le comunicará el gusto estético
de las manipulaciones de ideas, el gusto de la autonomía intelec-
tual. Sus hábitos de lógico abstracto le harán olvidar esta verdad:
«que los hechos manipulados por las ciencias positivas no se
hallan inscritos de antemano y totalmente delimitados ante los ojos
de un observador, que no tendría más que subrayarlos, sino que,
por el contrario, estos hechos, para manifestar su sentido y hasta
para nacer, necesitan tiempo... y que es necesario también, como
en astronomía, contar con el coeficiente personal del observador»
(SA, pp. 5-6).
El intelectualismo inspirará también a Méridier una cierta des­
confianza hacia los fenómenos de la afectividad, una repugnancia
a aceptar sus idas y venidas normales, «a admitir que puedan
existir altibajos en esta afectividad especialísima, que es uno de
los ingredientes de la fe» (SA, p. 6),
Hasta aquí, no descubrimos como «complicidad» en Méridier
más que esta «armonía preestablecida» entre una inteligencia muy
poderosa y muy lúcida y la formación intelectual que ha recibido
en el medio en que vive. La «falta colectiva» que encuentra el
joven en los umbrales de la vida halla siempre en él «puntos de
apoyo», pues cada uno de nosotros participa de la naturaleza
humana entera; además, todo hombre entra en la vida con una
«línea de menor resistencia» moral que le lleva al error. Cuando
se trata, en materia de fe, de una inteligencia superior, como la
de Méridier, «la armonía preestablecida» se afirma todavía más
sólidamente.
Hay que añadir a esta primera falla en el espíritu de Méridier
«cierta embriaguez de triunfo intelectual y social, que heredó de
sus ascendientes del Cantal»; a este mismo atavismo debe igual­
mente «esa tendencia a la libertad indómita, al aislamiento mo-
Paradise lost.— Complicidad intelectual de Méridier ________279
ral, el gusto por el esfuerzo individual solitario, su aversión a las
confidencias y a los consejos» (SA, p. 6).
Todos los jóvenes pasan por esta etapa de búsquedas solita­
rias, de menosprecio de los avisos y consejos, de desdén hacia
las confidencias; la voluntad de «superarse a sí mismo» en un
esfuerzo aislado constituye una de las características de esta edad.
En Méridier se halla reforzada por su ascendencia campesina, como
muy atinadamente advierte el autor.
No debemos olvidar que este segundo rasgo de carácter se
suma al primero (la embriaguez de la pura intelectualidad), como
dice M alégue;
Su ruda seguridad en sí mismo y su noción abstracta y general de
la evidencia convergen ahí (SA, p. 6).

* * *

Todavía Malégue señala un tercer rasgo de la fisonomía de


Méridier con los siguientes términos de una justeza admirable:
En fin, al hecho de que ninguna falta contra las costumbres, ningún
apetito temporal, ninguna nube de orgullo han manchado en él los
procesos intelectuales que han desembocado en la pérdida de la fe,
consecuencia quizá de antiguos aislamientos campesinos, únese una es­
pecie de altiva y sorda satisfacción en el sufrimiento intelectual y en su
nobleza de alma, una oscura conciencia de la innegable distinción moral
que su situación le confiere. Su tristeza es, en el fondo, una de esas
tristezas que no gustan de ser consoladas (SA, pp. 5-6).

Este último rasgo es asimismo característico de la adolescen­


cia. El joven gusta de arroparse en la capa de sus inquietudes mo­
rales y metafísicas; secretamente y en su interior, se siente or­
gulloso de contemplarse como el escenario de dramas que se ima­
gina no existen en los «adultos» ni en los «burgueses»; está
persuadido de que sus padres jamás conocieron angustia parecida;
280 Malegue y la penumbra de la je
su tristeza no gusta de consuelos ajenos. Todo esto, que es a las
veces declamatorio, ocurre con frecuencia en un plano infinita­
mente más bajo que en el que se desarrolla la batalla en M éridier;
pero los datos son los mismos. En el caso de Méridier, ese orgullo
del sufrimiento intelectual, al apoderarse de un alma casi total­
mente pura de las debilidades carnales ordinarias, por fuerza tiene
que ser más intenso y fuerte. Lo admirable es que, a través del
caso particular (por lo demás, inolvidable) de Méridier, el autor
nos hace presenciar el diálogo del adolescente con la fe cristiana
y algunos de los problemas eternos de ese diálogo.
Estos tres rasgos del espíritu de Méridier, al comienzo de su
vida de hombre formado y hecho, son al mismo tiempo los ras­
gos por los que generalmente se desliza la tentación de la nega­
ción de Dios; endurecidos, formarán la máscara del hombre;
petrificados con el correr de los años, deberán ser pulverizados
por una especie de efracción violenta, la del amor y el dolor, para
recobrar la flexibilidad que los integre en el hombre completo
y permita «a las intuiciones del corazón» volver a encontrar su
puesto en el itinerario hacia la fe.
Lo característico de las obras geniales consiste precisamente en
que, a través de un caso individual, incomunicable e imposible
de confundir con otro, nos hacen ver, gracias a su transparencia,
el itinerario de cualquier hombre «que viene a este mundo».
* * #

Así pues, no son ni el cerrado anticlericalismo que reinaba en


su Instituto ni las bajas seducciones de la carne los que van a
bambolear al joven Méridier en sus primeros contactos con el ár­
bol de la ciencia, sino más bien ese «ambiente intelectual» y esa
«línea de menor resistencia» que hemos descubierto en él, con el
autor. ,
Es interesante seguir las principales etapas de esta crisis, rea-
Paradise lost.— Complicidad intelectual de Méridier 281
nudando el hilo de nuestro análisis. En el Instituto, Méridier ex­
perimenta pronto el aguijón de la inquietud al ver la indiferencia
de la filosofía que se le enseña con respecto a la religión (I, p. 117);
siguiendo las lecciones luminosas, pero espolvoreadas de un cortés
escepticismo, de Mr. Rubensohn, descubre que la especulación fi­
losófica no alimenta la religión más que en aquel que la posee
ya, «a condición de cáptar a Dios, previamente, y de fomentarle
en el corazón, pues la inteligencia, de suyo, rueda sobre el plano
mecanicista e irreligioso» (I, p. 118).
El joven estudiante sufre agudamente al comprobar el contras­
te entre la piedad ferviente, pero harto simple, que le enseña
su confesor, el abate AmplepuisI3, y el mundo luminoso, res­
petuoso con todo, pero frío y abstracto, en el que se mueve Mr.
Rubensohn.
Méridier sufre con ello, pues este mundo de las ideas le atrae
secretamente. Siente a las veces esa embriaguez que conocen todos
los jóvenes estudiantes a su primer contacto con la filosofía (I, pá­
gina 106); ve en ella «una dicha total, mística, racional; quiere
que la filosofía llegue a ser el cemento de su pensamiento reli­
gioso» (I, p. 107). A veces enrabia y pincha, «con una benévola
condescendencia», a su hermana Cristina, alumna de la Madre
de las Cinco Llagas, una ursulina de un convento modesto que
escapó a la tempestad desencadenada por las leyes de Combes; se
ríe del manual de religión, muy ingenuo y muy piadoso, que la
buena madre utiliza en su escuela (I, pp. 113-114). Incluso, a
veces, Méridier envidia la altura desolada y la temerosa poesía en
que se mueve el pensamiento de Mr. Rubensohn (I, p. 119).

* # *

13 También esta figura de sacerdote es mucho más «sobrenatural» que


la del abate Jozier en ¡ean Barois.
282 Malegue y la penumbra de la je
Lo que domina a Méridier en esta época es la certeza de que
más tarde, en París, se hallará en condiciones de resolver las
objeciones que comienzan a presentársele y a presionarle. El jo-
ven no pierde contacto con las intuiciones del corazón ni con la
gracia; simplemente, sin que se percate de ello, ganado por el
medio intelectual en que se mueve, comienza a olvidarla poco a
poco; más exactamente, comienza a prestarte menos atención; y
ya no está tampoco tan totalmente ni tan cándidamente presente
en sus ejercicios de piedad; los realiza, en parte y por momen­
tos, en virtud de la inercia. Dicho de otra manera, olvida pro­
gresivamente «buscar luz en otra parte», esto es, combinar sus
legitimas investigaciones intelectuales con los llamamientos de la
gracia, que le envuelven desde su más tierna infancia.. Hay ya
en él, por el contrario, algo de aquel estado de alma que se
revelará brutalmente en el momento de la crisis decisiva:

Había en él una seguridad de sí mismo omnipotente, confiada, alti­


va, tranquila, muy poseída de su inteligencia y orgullosa de su misma
modestia; una conciencia plenamente sabedora de su valor (11, p. 500).

En el momento en que nos encontramos ya (antes de su par­


tida para París), no hay todavía en Méridier sino una presunción
juvenil, alimentada por las sugestiones de su medio intelectual.
Pero el peligro está sordamente presente. El joven Méridier toda­
vía no se percata de ello. Por otro lado, no hay aún ninguna falta
consciente en su conducta. El joven reza, se confiesa, comulga.
Sólo que su vida religiosa es menos espontánea, más inquieta, te­
ñida de no se sabe qué «austeridad un poco orgullosa» (I, pp. 136
y 377); trata de dialogar con ambiciones intelectuales cuyo pe­
ligro y falsedad no se han manifestado todavía plenamente.
Muchos otros jóvenes dan asimismo prueba de ese sutil y re­
pentino desinterés por la vida religiosa, que, sin embargo, no aban­
donan, al mismo tiempo que de una atención demasiado despierta.
Paradise lost.— Complicidad intelectual de Méridier 283
demasiado tensa, por el mundo del pensamiento que se abre ante
ellos; creen que podrán conducir y guiar en derechura esos ca­
rros cuyos corceles no temen multiplicar; tienen confianza en sí
mismos. Esa confianza es presunción.

* * *

El entusiasmo juvenil por «el árbol de la ciencia» no es, en


un principio, otra cosa que la embriaguez muy natural en el jo­
ven cuyo espíritu se refocila en sus primeros retozos y experi­
menta la alegría de su propio vigor. No hay en ello falta, al
menos falta grave. He aquí por qué Dios no abandona a Méridier:
Deus non deserit nisi prius deseritur, Dios no abandona al hom­
bre a menos que éste le abandone a Él primero. Como en el caso
de Méridier hay un peligro que él ignora, la gracia saldrá esta
vez del anonimato de las causas segundas, en las que hemos visto
que gusta de ocultarse, y saldrá para dar en su corazón un alda-
bonazo más fuerte.
Una aportación verdaderamente mística hace irrupción en la
vida de M éridier: se trata de demoler y desmantelar los primeros
morrillos de la prisión positivista, en la que el joven cristiano
corre peligro de caer sin saberlo (SA, pp. 23, 25). El cemento de
estos cantos no ha agarrado todavía; está aún blando, friable, al
menos por el momento; Méridier avanza por un camino minado,
sin saber que lo está. Dios, queriendo librarle de los sufrimientos
de la incredulidad, trata de prevenir el mal que se avecina: es el
llamamiento que forma el centro del primer volumen de la no­
vela.
Es la adolescencia una edad mística en la que son frecuentes
los grandes llamamientos de Dios, porque la juventud, más im­
prudente que culpable, como en el caso de Méridier, camina por
sendas minadas (que elige con preferencia a las otras); la gracia
284 Malégue y la penumbra de la je
sale entonces de su anonimato y llama directamente, a fin de
traer a estos aprendices de la vida espiritual el suplemento de luz
que necesitan. Tal fue también la manera como Cristina, hija de
Lavrans, conoció en esa misma edad el llamamiento de la vida
religiosa integral. Y ¿cuántos jóvenes no lo han escuchado tam­
bién? Y ¡cuántos lo han escuchado, para negarse después a se­
guirlo por «la senda áspera y empinada»!

4. El llam amiento .

Fué durante la convalecencia de una grave enfermedad (la


misma que le llevará más tarde al sepulcro), en el curso de una
lectura accidental del Mystere de Jésus, de Pascal, cuando Méri-
dier oyó un llamamiento preciso a la vida religiosa sacerdotal.
Más tarde, comprenderá que «vivió en aquella ocasión una de
las etapas supremas de su vida» (I, p. 125), que «tuvo su vida
entre sus manos» (I, p. 126). Se siente «amado, solicitado, elegi­
do» ; en el seno de un silencio distinto de los otros silencios, ex­
perimenta un trastrocamiento de todo su ser; siente que la emo­
ción comienza a forzar «los muros interiores» (1, p. 126). Cuando
sus ojos tropiezan con las célebres palabras de Pascal: «Señor, os
lo doy todo», Méridier tiene «la impresión de recibir un puñetazo
en mitad del pecho» (1, p. 126).
Y sin embargo, no cede. Reconquista sus defensas interiores.
Sabe que los santos lo han dado todo, de una vez, en el umbral
de su vida, y que los bienes terrestres que pretende salvaguardar
no tienen proporción con «lo inmenso». Pero su «carrera terrenal,
los grandes concursos, las realizaciones ya iniciadas, las castas ter­
nuras, los esponsales inagotables, todas las sinfonías de la alegría»
representan para Méridier «deseos esenciales» (I, p. 126).
Más tarde, escribirá, refiriéndose a este m inuto:
Paradise lost.— El llamamiento 285
La vida espiritual, cuya posibilidad me rozó, no fué más allá de
los primeros pasos. Ningún motivo de ausencia de fe, sino el gusto
de la independencia en mi pensamiento y en mi vida. Guardo, sin
embargo, el mejor y el más grato recuerdo de ella (I, p. 336).

Méridier sabe que la voluntad de comprender con su razón


fué el mayor obstáculo que le llevó a rechazar el llamamiento:

Le parece imposible que Dios haya querido arrancarle al encanto


legítimo de esta fuerza infinita que le solicitaba. El deber estaba en
vivir en el presente, hasta que todo estuviese claro. ¿No se reflejaba
Dios en la obra de Dios? (I, p. 161).

Nótese bien este gusto legítimo de ver claro y de usar de


independencia en su pensamiento y en su v ida: nada hay en ello
de pecaminoso, ya que se trata, por definición, de un llamamien­
to a una vida superior, de «consejos evangélicos», pero hay al
mismo tiempo una superestimación de los valores intelectuales;
hay, sobre todo, el misterio de un destino sobrenatural: si Méri­
dier hubiera aceptado el llamamiento, se habría visto exento del
peligro del superintelectualismo que le acechaba; pero al desoír
la llamada, queda expuesto a todos los riesgos de los largos ro­
deos. Existen vocationes especiales: para éstos, el desoimiento de
la llamada precisa de Dios, incluso por motivos y razones legíti­
mas (el hombre es libre ante los ¡(consejos»), señala su destino
eterno.
Permítaseme recordar aquí el personaje de Don Rodrigo, en
Le soulier de satín; habiendo vuelto la espalda a la llamada a la
vida religiosa, deberá ir a Dios «por líneas curvas»; irá a él «no
por lo que tiene de claro, sino por lo que hay en él de oscuro, no
por lo que tiene de directo, sino por lo que tiene de indirecto»;
lo que le hará ver «el peso de Dios» sobre él, será el amor prohi­
bido, de otra mujer, y el dolor en el seno de este amor, el sacri­
ficio. También Méridier, después de su negativa a seguir el llama-
286 Malegue y la penumbra de la fe
miento, irá a Dios por su espíritu, pero al mismo tiempo también
por el dolor y el amor.
En medio del «terror» que experimenta ante Dios, Méridier se
defiende:
Entre esta voz y aquel a quien persigue se interpone un escudo
blando, hecho de vulgar sentido común y de prudencia humana, es-
cudo que la voz no atravesará... Las frases de defensa y otras seme­
jantes brotan de reservas inagotables de sentido práctico, de frialdad
y de razón (I, p. 127).

En esas condiciones, el llamamiento se debilita o, por mejor


decir, «se vuelve a otro lado», como si, habiéndose equivocado,
buscase a algún otro. Y Méridier oye cómo una voz interior le
dice: «te has defendido bien» (I, p. 129).

* * #

La gravedad de esa negativa o, al menos, de esa «minimización


del llamamiento» (SA, p. 8), obedece a que Méridier sabe que la
vocación no es sino una forma más precisa, más apremiante y más
explícita, de una serie de llamadas vagamente oídas anteriorm ente:
El llamamiento no fue ni súbito ni aislado. Varios momentos an­
teriores, a los trece o a los diez y seis años, se aclaran con esta nueva
luz, a pesar de su oscuridad en el momento de producirse. Son pleni­
tudes mezcladas de esperanza, sin relación con nada terrestre, vaga­
mente enlazadas a lo sagrado. Raros momentos luminosos, no siempre
relacionados con ceremonias o comuniones, que van y vienen, sin razón
aparente, por su alma, brisas dulces, especie de impulsos hacia lugares
desde donde se ve más de cerca el altar (I, p. 128).

Este pasaje describe a maravilla los llamamientos repetidos,


vagos, pero tenaces, que se dejan oír tan frecuentemente en el
curso de una juventud ferviente y pura; mal comprendidos, os­
curos en el mismo momento, se aclaran repentinamente, con ocasión
Paradise lost.— El llamamiento 287
de un llamamiento más preciso que manifiesta bruscamente la
significación de aquellas llamadas; donde creíamos habérnoslas con
una simple concatenación de azares, se vislumbra de pronto una
trama, un designio preciso, el llamamiento divino.
Es, pues, una trama antigua de su vida la que Méridier acaba
de romper bruscamente con su negativa. Y es tanto mayor la
importancia de esta hora en su destino cuanto que, todo a lo largo
de la narración, muchos amigos de Méridier oirán el llamamiento
de Dios, recordándole continuamente lo que él habría podido y,
quizá, debido hacer; tales Paulin Zeller y René Bernier, sus cama­
radas de Instituto, que entran en París en el seminario; tal María,
que entra en las Clarisas de la calle de Saxe; tal, sobre todo, su
amigo Largilier, genial alumno de la Normal, matemático y físico
de primera clase, quien romperá el ídolo de la ciencia y aceptará,
al oír la voz de Dios, y sin atractivo sensible, «dejarse clavar en
la Cruz y renunciar a toda su brillante carrera humana» (I, p. 338).
Mucho más tarde, Méridier adivinará que la ciencia fué quizá
para Largilier la tentación más grave de su vida, pero que no dudó
en sacrificarla a Dios, a fin de salvar lo esencial, su fe (II, pp. 491,
499); las palabras que Largilier le dirá al final de su vida, le
revelarán lo que realmente se ventilaba en este llamamiento que
rechazó a sus diez y seis años:
En un peligro mortal del cuerpo, los hombres rompen todo lazo,
trastornan su vida, su carrera, vienen aquí (al sanatorio) dos, tres años.
Todo, dicen, antes que la muerte. No es menor el precio para con­
servar a Dios. Lo equivalente en una crisis grave del alma era ponerlo
todo en la batalla, dejar la Escuela Superior, si hubiera sido preciso,
empaparse al lado de los grandes especialistas católicos de su técnica y
de su fe. No se debe poner a Dios en segunda fila. No se debe ser
calculador cicatero, ni oportunista, ni ligero, cuando se trata de Dios
(II. p. 499).

# * #
288 Malegue y la penumbra de la fe
En el momento preciso del llamamiento, Méridier no se halla
todavía enfrentado al peligro último de ver el naufragio de su fe.
Pero, de hecho, lo que estaba en juego era lo que dice Largilier
en el texto admirable que he citado. Los críticos de Malegue no
han subrayado suficientemente, me parece, la importancia de este
«llamamiento» de Méridier a los diez y seis años: en cierto sen-
tido, con su negativa a seguirlo, queda decidido el juego en su
alm a; el joven ha rehusado «buscar luz en otra parte»; él mismo
se ha vuelto más extraño a este «Dios previo», a esta gracia
que le bañaba desde siempre. El título de la novela, Augustin ou
le Maitre est la, cita del Evangelio de San Juan, hace neta alusión
al llamamiento de Dios; el texto sagrado dice, en efecto: «el
Maestro está ahí y te llama».
El llamamiento de los diez y seis años debía salvar la fe de
Méridier: dado el poder de su inteligencia y la ruda tentación que
era para él la vida intelectual, su única salvación hubiese estado
en dejarlo todo, como le dice Largilier, pues «no es menor el
precio para conservar a Dios». Este llamamiento rechazado tendrá
que repetirse; pero justamente, como ya he dicho, tomará el ca­
mino del amor y del dolor, y el itinerario, infinitamente más largo,
será también más doloroso. Para muchas almas, el desoimiento de
la llamada divina equivale a la entrada del drama en su vida.
Mientras que, hasta el presente el entusiasmo de Méridier por
la ciencia era quizá presuntuoso, pero hondamente recto e ingenuo,
después de su negativa, su alma es ya menos transparente a las
realidades de la gracia y a las intuiciones del corazón; se halla
«en estado de defensa y de inminente peligro» (I, p. 128). Si por
momentos experimenta una devoción «más viva y más sensible»,
que le tranquiliza, su alma siente en lo hondo «turbación e inquie­
tud» frente a lo que el pensamiento cristiano llama «la voluntad
de Dios» (I, p. 131).
Se ve cómo su alma ha perdido aquella transparencia que
Paradise lost.— El llamamiento 289
constituye la cualidad nuclear de toda vida cristiana. En adelante,
el lazo entre el aspecto sobrenatural y libre de la fe, por un lado,
y su aspecto razonable, por otro, queda peligrosamente relajado:
la aceptación libre de la voluntad sobrenatural de Cristo no es ya
tan entera como antes, puesto que se interpone entre Dios y
Méridier esa añoranza semiconsciente, ese recuerdo de una nega-
tiva real que nada puede ya hacer desaparecer; o dicho en otros
términos, hay entre la voluntad sobrenatural de Dios y el alma
de Méridier una sombra; el joven tratará de no pensar más en
ello, pero esa sombra oscurecerá sutilmente los rayos sobrenatu­
rales; disminuirá la entereza de su don. Méridier podrá perma­
necer fiel a Dios, siguiendo intacto desde el punto de vista moral,
continuando, largo tiempo aún, con sus oraciones y sus comu­
niones; pero, habiendo rechazado lo esencial, esas obediencias en
puntos secundarios no pueden compensar la profunda herida abier­
ta a los diez y seis años; de nada sirve dar a Dios las cosas secun­
darias, si le negamos lo esencial; «a Dios no se le puede asignar^
un sueldo mezquino».
Este relajamiento de los lazos de la libre disponibilidad para
lo sobrenatural acarreará un divorcio íntimo en el alma de Mé­
ridier : su inteligencia, cortados los lazos vivificantes con el mundo
sobrenatural, o, al menos, alimentada pobremente de lo espiritual,
comenzará a girar sobre sí misma; va a caer en el vacío y a dejarse
arrastrar por la pendiente del racionalismo.
Es evidente, pues, desde el punto a que hemos llegado en la
historia de Augustin Méridier, que la condición esencial de una
vida de fe es que los tres aspectos de ésta coexistan armoniosa­
mente, que se sostengan mutuamente y se propulsen uno a otro
en una síntesis viva: si la vida religiosa propiamente dicha, hecha
de abertura al don de Dios, sufre un debilitamiento, aunque
no haya en ello pecado grave en sentido estricto, la inteligencia
de la fe se hace más ardua. El espíritu no es más que un elemento
19
290 Malégue y la penumbra de la fe
en este conjunto del hombre completo; no es la inteligencia la
que proporciona el material de la fe, sino la vida espiritual, la
atención a las opciones morales y religiosas que urden la trama
profunda de una existencia; la inteligencia pone sólo el «cemento»
que da unidad a esos materiales. Cuando éstos se hacen menos
abundantes o sólo son visibles a través de la pantalla de una dispo­
nibilidad disminuida, entonces se afloja el lazo entre la fe y la
inteligencia; cuando la inteligencia es poderosa y se halla ali­
mentada de una cultura profunda, es inevitable que se produzca,
a la larga, un desequilibrio: desnutrido, el espíritu se deseca, gira
de vacío, y no tarda en devorarse a sí mismo.
La prueba de que era eso lo que se ventilaba, la tenemos en
la brutalidad súbita de la crisis que bambolea al joven Méridier
cuando, justamente después de la negativa, ve vacilar su fe en el
curso de una lectura de la Vie de Jésus, de Renán.
El que soñaba con una síntesis armoniosa de la filosofía y de
la religión, se ve ahora solapadamente atacado por el lado de las
ciencias históricas, de las que Renán se había hecho vulgarizador
elegante en una Francia cristiana, herida de estupor y que vege­
taba en la ignorancia. Méridier descubre con terror «que la teología
está vinculada a los zigzags de la historia» (I, p. 131). Comprende
entonces el sentido de ciertas expresiones de Mr. Rubensohn sobre
el mundo metafísico, que debería ser abordado cada vez más por
la vertiente de lo experim ental14.
Al primer choque, su fe en Jesucristo se derrumba de golpe,
revelando lo profundo de la grieta que su minimización del llama­
miento divino había producido en él. Tristes sarcasmos contra el
viejo colegio donde vivió sus primeros fervores religiosos, mez-

n Filosofía e historia se mezclan en esta época, pues ambas comulgan


en lo «experimental». Las cuestiones «históricas» sobre Jesús interesan hoy
poco a los estudiantes. Es una pena.
Pciradise lost.— El llamamiento 291

ciados con un orgullo lastimoso de haber leído a Renán (I, p. 136),


chocan en su conciencia. Después, aparecen las lágrimas de la
desesperación ante la nada de la incredulidad.

# # #

Augustin Méridier logra sobreponerse a esta primera crisis, pri-


mero al cobrar conciencia de los «supuestos previos» de la exégesis
racionalista de Renán, pero sobre todo «apoyándose en la enorme
potencia de sus hábitos morales» (1, p. 136). Pero se siente «vaga-
mente vencido en su victoria...; siente el ataque intenso que
recomienza indefinidamente» (I, p. 138).
Dios, en la Encarnación, se ajustó a las condiciones fisiológicas y
anatómicas humanas...; debió aceptar también las condiciones sociales
y, entre éstas, los métodos históricos de un pescador de Tibcríades
(I, P. 139).
Esta verdad será la que le permitirá más tarde la síntesis entre
la libertad y la razonabilidad de la fe. Pero, a los diez y seis años,
la descubre con ironía y sarcasmo; llega a ella sólo de una manera
«nocional», diría Newm an; y así no entra en comunicación con
las profundidades religiosas de su alma.
En realidad, lo que salva su fe en esta hora son sus hábitos
morales y religiosos; pronto verá Méridier en ellos una peligrosa
pendiente sentimental, contra la que su inflexibilidad intelectua-
lista y su orgullosa seguridad se pondrán en guardia cada vez m ás;
el divorcio entre su vida y el juego «luminoso» y evidente de la
razón se acusa ya desde ahora.

* * *

Pasada la crisis, Méridier aplaza para más tarde la solución de


los problemas planteados por Renán; está seguro de que podrá
292 Malégue y la penumbra de la fe
dar con ella. Pero, al partir para París, después del concurso
general, en el que obtuvo el número uno, va dominado por el
sentimiento desgarrador de «algo que va a acabar» (I, p. 151). No
se atreve ya a pensar en el llamamiento (I, p. 149); pero éste se
le volverá a poner ante los ojos, cuando su amigo Zeller sacrifica
el ídolo de la ciencia para seguir el llamamiento de Dios (I, p. 192).
Las poéticas vacaciones en el Grand Domaine no serán sino una
conmovedora variación sobre el tema del llamamiento (1, pp. 203
y 329): el amor ensoñador que siente por María, al propio tiempo
que la admiración un poco inquieta ante la piedad generosa de la
joven, le traen continuamente a la memoria esta vocación que ha
rechazado.
Todo esto ocurre en lo profundo, entre dos aguas, en esas zonas
mal iluminadas de su interioridad, sobre las que no gusta de
proyectar demasiada claridad. En la superficie, Méridier está de­
masiado seguro de sí mismo; todo en él es alegría terrestre,
amores nacientes, complacencia inconsciente en su fría austeridad.
Se ha dado una tregua en punto a las cuestiones religiosas. La
crisis decisiva estallará poco después.

5. P aradise l o st

La lucha que se libra «en su complejo corazón» es un juego


en el que se contrabalancean la voluntad de hallar él solo, el
creciente desprecio de los sentimientos religiosos que tiene miedo
de perder, y el atractivo del racionalismo. En lugar de «cortes
netos entre el sí y el no», Méridier se mueve «en una mezcla de
sentimientos y de ideas; en vez de la luminosa evidencia, se siente
herido de dolor en su inteligencia. Si experimenta sensación de
orgullo en medio de este estado angustioso» (I, p. 253), es presa
al mismo tiempo de un terrible enervamiento, de una desazonadora
lasitud. Presenciamos las incidencias y alternativas de una especie
Paradise lost.— La soledad orgullosa 293
de torneo entre momentos de enternecimientos religiosos y nega-
Uvas rabiosas y sarcásticas. Méridier ha perdido su unidad interior.

a. LA SOLEDAD ORGULLOSA

Un día Largilier hace observar a Méridier que en la búsqueda


religiosa hay un cierto orgullo de autodidacta (I, p. 313). No se
aventura uno solo, dice, en el bosque de la exégesis; uno debe
confiarse al parecer de aquellos que, habiendo consagrado su vida
a esta disciplina, han a pesar de todo conservado su fe; Méridier
no está en condiciones de llevar las cosas hasta el fondo, ya que
prepara el concurso de Normal superior; y sin embargo, rehúsa
el auxilio ajeno, no quiere pedir consejo.
La visión de Largilier es justa y exacta: Méridier se quejará
muy pronto de encontrarse solo en medio de su angustia y, sin
embargo, rechaza la ayuda (I, p. 307). Va demorando sus confe­
siones, porque no quiere ya esos «consejos habituales» sobre la-
prueba que es la duda religiosa, sobre la fidelidad necesaria a los
sacramentos y a la m oral: todo esto, dice, no responde a los
problemas intelectuales que él plantea sobre la Iglesia y sobre Jesu­
cristo (I, p. 307). En fin, se enorgullece de ver que su drama es
«una pura crisis de pensamiento y no el drama vulgar de la carne
opuesta al espíritu» (I, pp. 345, 353) 15.
La soledad de su búsqueda intelectual se explica en el prota­
gonista de Malégue por el género de formación intelectual que ha

15 Sin embargo, hay que señalar una contaminación profunda, pero


inconsciente (I, p. 351 ss.). La pureza de Méridier tiene un no sé qué de
orgulloso. Más tarde, dirá a Largilier: «castidad de vida; menos castidad
de corazón» (II, p. 500). Se ve, pues, que no siempre es la sensualidad «la
que prepara el terreno a la incredulidad». Ello no obstante, la virtud de
Méridier es demasiado altiva.
294 Malégue y la penumbra de la fe
recibido; hay que ver igualmente en ella una consecuencia de aque­
lla disociación que he expuesto al detalle a propósito de la negativa
a seguir el llamamiento religioso. Por lo demás, de manera general,
la negativa a dejarse ayudar en la materia o de asesorarse con
aquellos que han dedicado su vida a las investigaciones religiosas,
es característica de la adolescencia, especialmente en nuestra época,
en que los jóvenes quieren crearse por sí mismos su propia religión.
También aquí se describe, por medio de un caso particular, una
situación más general, que sigue siendo actual en todos los casos.

b. LA FIDELIDAD RELIGIOSA CRISPADA

Méridier permanece materialmente fiel a la práctica religiosa,


pero con sobresaltos de crispación, con rabias momentáneas, se­
guidas de decaimientos irritantes. Se halla exasperado por su sensi­
bilidad religiosa; cree que esa sensibilidad le acusa de traidor
(I, pp. 249, 250). Cuando le llega la noticia de que María está en
las Clarisas de París, rehúsa ir a verla; no quiere sentimentalismos
(I, pp. 260-261). El sabor de la vida religiosa se va debilitando
en él
* # #

Un nuevo y conmovedor llamamiento le agita una última vez


en el curso de una función religiosa:
¿Por qué, pues, me rechazas?, suspiraba el Inefable. ¿Cuándo te
he huido, cuando tú me has huido...? ¡Y cuántas veces te me he
hecho sensible! (I, p. 232).16

16 Esta vida es más un «hábito» que una renovación espontánea. Hay


que recordar la grandeza de la búsqueda religiosa de Méridier: toma en
serio el problema religioso, ya que ve en él también una cuestión de verdad.
La mayoría de los hombres ven sólo en él un valor más o menos confuso
y se desinteresan de su «verdad». Cf. mi artículo Les chrétiens ontáls encore
la foi? en Revue nouvelle, 15 febrero 1950, pp. 113-121.
Paradise lost.— Fidelidad religiosa crispada 295
Al final de esta función religiosa, le dice Largilier:
La única máxima aceptable para aquel a quien Dios se digna llamar
es tenderse, con los brazos abiertos, sobre el altar que se le propone,
sin elegir su altar (I, p. 324).

Méridier se pregunta por qué su amigo le habrá dicho esto


(I, p. 325). Pero hay algo en él que lo comprende perfectamente:
poco tiempo antes, con ocasión de una visita a los pobres, al
encontrar a un muchacho en una mísera calleja, comprendió y
vió «que el reino está prometido a aquellos que sean semejantes
a uno de estos pequeñuelos» (I, p. 312).
El joven estudiante, en vez de tenderse sobre el altar que Dios
le ofrecía, quiso escoger su sacrificio: ahí está la fuente de su
sutil orgullo en la crisis intelectual que atraviesa; los sufrimientos
que experimenta en ella, como no son los que Dios le tenía
destinados, no le enriquecen, pero le llevan a la amargura. Méridier
quiere, a pesar de todo, resolver ante todo las cuestiones intelec­
tuales que se le plantean; todos estos llamamientos desgarradores
le conmueven, pero despiertan en él esa razón orgullosa que no
sufre la invasión de lo que llama «fideísmo».
No es preciso buscar en otra parte el motivo de su increduli­
dad : Méridier no persigue la verdad con toda su alma, ya que ex­
perimenta cada vez más una rabia violenta contra los sentimientos
religiosos, las experiencias, las gracias, que son el material previo
de la inteligencia y en los que, sin embargo, no ve más que
fideísmo y pragmatismo.

C. RABIA CONTRA EL FIDEÍSMO Y EL PRAGMATISMO

Méridier no ve ya otra posibilidad de salvar sus creencias que


la adhesión ciega, esa adhesión que se aferra desesperadamente a
los sentimientos y a los hábitos religiosos. Le sobra razón para
296 Malégue y la penumbra de la je
rechazar el fideísmo, pero se pasa de la raya, pues no ve que su
inteligencia debería integrar en su búsqueda estos hechos tan
evidentes como los de la historia, la santidad y los deseos religiosos
de su corazón.
No comprende, por ejemplo, que Largilier pueda aceptar que
haya oscuridades intelectuales en su espíritu, en materia de re­
ligión (I, p. 243) 17. Experimenta a veces el deseo de un senti­
miento de Dios despojado de todo el resto (I, p. 273); después
de sus confesiones, permanece en una especie de «anestesia moral» ;
hasta la comunión del día siguiente, las dificultades racionales se
esconden, refugiadas «en el extremo de las perspectivas»; esas
dificultades representan la muerte (I, pp. 305-306). Sin embargo,
descubre que permanece «mentalmente» cristiano, cuando juzga
la impureza de su amigo Vaton (I, p. 289); pero no logra integrar
sus experiencias en su búsqueda apologética. En el transcurso de
la noche trágica que verá el naufragio de su creencia, escribirá
brutalmente que el pragmatismo es impensable (I, p. 339), lo que
evidentemente es verdad, pero no significa en absoluto que los
hechos que el pragmatismo describe no deban ocupar su sitio en
la apologética. En una palabra, Méridier experimenta una especie
de furor ante su vida religiosa «sentimental, que no quiere morir»
(I, p. 335).
d. EL VÉRTIGO RACIONALISTA

Reaccionando contra las tenaces raíces de su vida religiosa,


Méridier se refugia en la ciencia pura: quiere agotar la cuestión
/

17 Trátase aquí de «oscuridades» inevitables para todo el que no tenga


el vagar ni la misión de estudiar estas cuestiones a fondo. Esas oscuridades,
que alimentan la humildad intelectual, nada tienen de común con las «dudas
positivas» (y culpables, por no resueltas) que coexisten con un hábito de fe.
Cf. cap. III, nota 13.
Paradise lost.— El vértigo racionalista 297
(I, p. 250). Durante su famosa noche, afirma que «la decisión
está entre él y todos estos libros» (I, p. 338), pues «Dios ha elegido
pasar por su inteligencia» (I, p. 344). Y ello es verdad, a condición
de precisar que Dios no pasa primero por la inteligencia, al menos
no el Dios de la Revelación, sino más bien por el hombre todo
entero, del que la inteligencia constituye una parte.
Hay sin duda un instante en que entrevé esta «crítica de la
crítica» que elaborará más tarde y que concluirá en la impotencia
del método histórico, en sí mismo, para resolver negativa o positi­
vamente el problema de Jesús; adivina incluso que los raciona­
listas no tocan nunca «la roca de los hechos» (I, p. 356), que
manejan la hipótesis mucho más que los creyentes y que, en todo
caso, ignoran por completo el auténtico fenómeno religioso. Du­
rante un instante, se siente conmovido por «estos pobres textos
desarmados y tan dulces, descuartizados por la crítica m oderna»;
se percata de que «el Cordero de Dios moría en ellos en un segundo
sentido» (I, p. 356).
Pero estas maneras de ver que le salvarían no son más que un
relámpago en el seno de la noche. La fortaleza de su racionalismo
se halla demasiado fuertemente cimentada para que pueda saltar
de un solo golpe ante esta visión todavía muy vaga. Por el con­
trario, ve cómo todas las conclusiones de su encuesta ruedan por
sí solas por la pendiente de la incredulidad (í, p. 280).

* # *

Nada está, pues, claramente resuelto. Méridier, al cabo de esta


noche, se abandona a la desesperación; se ve deslizar hasta «la
canalla librepensadora, los esqueletos masónicos, vergüenza y lepra
de Francia; y hará amistad con esa podredumbre». Malégue com­
pleta el cuadro con estas palabras:
298 Malégue y la penumbra de la fe
Así, dulcemente, esta vez, largamente, sin la sacudida de los so­
llozos, apoyados los brazos en los gruesos libros y la frente sobre sus
brazos, el desgraciado lloraba en la noche (I, p. 357).

La negativa a seguir el llamamiento de Dios ha roto la unidad


interior de Méridier. Mantiénese en él el atractivo de la fe así
como la rectitud de su vida m oral; sabe incluso que nada está
resuelto. A pesar de esto, sus creencias, por falta de alimento, se
agostarán definitivamente. Va a entrar en un estado de «incredu­
lidad soñolienta» que a su vez tardará también en desaparecer. El
primer gesto de la fe es abrirse libremente a Dios en Jesucristo y,
después, integrar este hecho en una reflexión intelectual cons­
ciente de este favor previo. Méridier ha disociado ambos aspectos.
Su error fué más bien fruto de una complicidad con el am­
biente del siglo que una falta precisa. Fué un amor demasiado
exclusivo por una forma de intelectualidad, cuyo valor, muy rela­
tivo, no había podido ver todavía, lo que le llevó a rechazar el
llamamiento. Y a su vez, esta negativa repercutió sobre toda
su búsqueda apologética y la falseó en su misma base.

* * *

Méridier es más bien una víctima, a medias cómplice, que un


culpable luciferino. El desoimiento de la llamada no era en sí un
pecado grave, pero sí un peligro que quiso asumir solo. «Cuando
eras joven, decía Jesús a San Pedro, te ceñías tú mismo e ibas
adonde querías ir» : estas palabras resumen bien la actitud de
Méridier cuando se negó a renunciar a las alegrías del amor y al
orgullo de la investigación intelectual; se figuraba que sería capaz
de resolver con sus solas fuerzas el problema que se planteaba.
La frase evangélica continúa: «cuando seas viejo. Otro te ce­
ñirá y te llevará adonde tú no quisieras ir» ; y San Juan añade:
«decía esto para indicar con qué muerte glorificaría Pedro al Se-
La hora undécima 299
ñor». Esta segunda parte del diálogo, aplicable a todos los hombres,
se aplica también a nuestro hermano Augustin Méridier: el amor,
el dolor, le llevarán «adonde él no quisiera ir», y su muerte
también glorificará al Señor. En el largo rodeo que va a dar ahora
para volver a encontrar esta unidad interior que Dios le habría
dado, si hubiera aceptado seguirle, no le abandonará la gracia.
Las responsabilidades de Méridier se hallan tan mezcladas con las
del siglo y las del medio en que transcurrió su estudiosa adoles-
cencía, que sólo Dios, que sondea y «escudriña los riñones y los
corazones», puede juzgar. Aunque dirigidas a Méridier, son asi­
mismo aplicables a todos aquellos que han perdido su fe en los
albores de la vida, por haberse visto sorprendidos por la inmensidad
del pecado colectivo del ateísmo, aquellas admirables palabras con
que Largilier interrumpe los sarcasmos que contra sí mismo pro­
nuncia el desgraciado:
Amigo mío, hay un texto de Santo Tomás, creo, que dice: «Dios
no abandona en su error hasta el fin a aquellos que, buscándole de
buena fe y de corazón, no le han encontrado todavía: primero llegaría
a enviar un ángel...» (I, p. 358).

III. LA HORA UNDECIMA...

Volvemos a encontrarnos con Augustin Méridier veinte años


más tarde. Profesor en Lyon, filósofo eminente, que ha viajado
un poco por todas partes, vuelve de vacaciones a la pequeña ciudad
de su juventud. Su padre ha muerto. Su madre vive ahora sola
con Cristina y su bebé. En Sablons, Mme. de Préfailles, que se
ha vuelto a casar, vive con Ana-María de Préfailles, la joven que
conoció Méridier cuando era todavía una niña y a la que amará
muy pronto con un amor violento, en el que su alma pura se
expansionará.
300 Malégue y la penumbra de la fe
Es al principio del verano. Y es también el comienzo de una
celeste siega que volverá a Méridier a la casa del Padre. El ángel
anunciado por Largilier, ese ángel que va a ser el mensajero del
Maestro, está a punto de aparecer.

1. La crítica de la crítica

¿Qué ha sido de Méridier desde el punto de vista religioso?


Ha rebasado ya el estadio del racionalismo y de la crítica bíblica,
que le habían hecho perder la fe. Pasada la tempestad, ha visto
más claro. Durante la guerra (la de 1914-1918), publicó en una
revista suiza un artículo notable, Les paralogismes de la critique
biblique; en él hablaba de ese «factor previo» al que he aludido;
el joven escritor decía que «ese factor previo es inherente a toda
investigación histórica; el historiador debe contar con él, según
la individualidad de cada caso» (II, pp. 276-279). Puesto que, en
materia de cristianismo, se trata de la inserción de la causa primera
en el mundo fenoménico, de ello se deduce que, en semejante
dominio, «la materia prima de la inteligencia está constituida por
la vida moral con sus armónicas espirituales»; ahora bien, la
esencia de esta materia prima y la agudeza de visión con que se
la observe dependen de toda nuestra vida interior18. Malégue
hace a este propósito la siguiente observación:

No hay, pues, que extrañarse de que los hábitos de piedad, una


larga práctica del bien, una vida laboriosa llevada en la presencia
habitual de Dios, orienten la inteligencia cuando explora los preám­
bulos de los que brotará el acto de fe. No es más que la legítima
aplicación de las reglas del juego en toda observación científica.

R. A u b e r t, P r o b . a c te d e fo i, p. 632.
La hora undécima.— Crítica de la crítica 301
Así como no se concibe la geología sin excavaciones, ni la
biología progresa sin el perfecionamiento de los microscopios, así
las conciencias puras y profundas son también las mejores observadoras
del mundo moral; es la ley de la visión humana, contra la que nada
podemos (Pénombres, pp. 94-95).

Dicho de otro modo, encontramos otra vez aquí el papel de la


santidad como acercamiento experimental al Absoluto; es a lo
que aludía ya Largilier, cuando soñaba con una Hagiología l9.
El hecho de la santidad constituye un terreno privilegiado
para estudiar el fenómeno religioso: siguiendo este método fué
como Bergson pudo llegar a descubrir casi todas las verdades cris­
tianas. Y es esencial igualmente ver bien claro que, en materia de
conocimiento, hay que tener en cuenta dos cosas: el coeficiente
personal del observador (el elemento previo que aporta) y el ob­
jeto que se quiere estudiar; en efecto, el método varía según el
objeto escogido como centro de la investigación. En vez de esas
horcas caudinas del método positivista, que pretende ser el único -
y el exclusivamente objetivo, la crítica moderna ha descubierto la
especialización de los métodos según los objetos estudiados.
En materia religiosa, el objeto es, por hipótesis, de un orden
aparte (Dios en las causas segundas); por hipótesis también, la
actitud del observador es esencial: el que ha vivido esta «presencia
de Dios» en el mundo, podrá juzgar mejor de su verdad que el
que sólo la considere desde el exterior. Si Dios, en efecto, se ha

19 Abrese aquí un campo de investigación poco explorado aún por los


teólogos.—En general, los textos que acabo de citar aluden a esa especia­
lización de los métodos científicos que caracterizan la ciencia desde prin­
cipios de siglo; además, el subrayar «el coeficiente personal del observador»,
incluso en las «experiencias positivas» y en los «hechos» científicos, consti­
tuye un elemento esencial de la crítica de las ciencias.
302 Malégue y la penumbra de la fe
comunicado en una serie de hechos, si se cree, como enseña la fe,
que tales hechos continúan en la historia, que Dios continuamente
«desciende a las causas segundas» llamándonos a amarle, el tipo de
relaciones que, por hipótesis, puede anudarse entre Dios y el hom­
bre es un intercambio mutuo, total, de dos personas, de la que
una se da por amor y la otra acoge este don. Los santos, ya estén
canonizados, ya pertenezcan sólo a las «clases medias», están en
mejores condiciones para juzgar las realidades religiosas que aquel
que no procura vivirlas. H e aquí por qué en el segundo volumen
de Malégue desempeñan un papel tan importante las «clases me­
dias de la salvación».
# # *

Largo tiempo ha que Augustin Méridier ha descubierto todo


esto; y se lo echará en cara al abate Bourret, ese sacerdote mo­
dernista que se dispone a dejar la Iglesia (II, pp. 459-460) 20. En
cuanto a las «conciencias puras, mejores observadoras del mundo
moral», las tendrá cerca de sí, durante las trágicas horas que le
esperan: la muerte del bebé, la de su madre, su propia enfer­
medad, van a imponerle, hasta la obsesión, esta presencia de la
santidad humilde, que es una de las grandes señales de la divinidad
de la Iglesia, según dijo el Cardenal Dechamps. La fe ardiente y
crucificada de su madre y de su hermana dominan a lo largo de
este segundo volumen con su presencia inolvidable. Ninguna otra
novela pone tan al descubierto la profundidad propiamente sublime
de la fe de los sencillos.

20 Es probable que J. Turmel haya inspirado un poco la curiosa fiso­


nomía del abate Bourret. Su conversación con Méridier, durante una parada,
en los caminos del Alto Cantal, constituye una de las escenas inolvidables
de la novela.
La hora undécima.— Crítica de la crítica 303
Confío que se habrá comprendido, por lo que antecede, que no
se trata en absoluto de fideísmo o de conformismo ancestral en
la vida religiosa de la madre de Méridier y en la de su herm ana;
en realidad, estas dos almas nos proporcionan el sentimiento casi
físico del contacto vivo con Dios. Nunca se encuentra en ellas
rastro de ese «(querer vivir» egoísta de que ya hablé al referirme
a Jean Barois; por el contrario, no hay en Mme. Méridier más que
olvido de sí, fe en Dios en medio de las tribulaciones, humildad
y, sobre todo, verdad. Estas almas son «verdaderas»: nos damos
cuenta de que conocen la verdad mejor que Méridier, pese a las
riquezas de conocimiento abstracto de éste.

* # *

A pesar de esta evolución de su pensamiento y a pesar de su


secreta admiración por la vida cristiana de los que le rodean,
Méridier comprueba que ello «no le devuelve su estado inicial»
(II, p. 475). Algo ha muerto en él, como explica una frase de la
novela:
Una creencia que no se fomenta, se derrumba; una incredulidad
soñolienta permanece (II, pp. 492-493).

Desde su desoimiento de la llamada divina, Méridier no había


fomentado su creencia más que de manera provisional, por así decir,
pues esperaba resolver todos los problemas religiosos antes de
firmar un nuevo compromiso; desde la noche fatal de París, ha
abandonado toda práctica, y su fe se ha derrumbado por com­
pleto : una creencia no fomentada, se derrum ba; así lo prueban
los hechos citados. Por otro lado, su incredulidad se ha hecho
soñolienta; normalmente, desde que ha descubierto los sofismas
de la crítica racionalista y ya no fomenta su incredulidad, espe­
raríamos verla desaparecer, para dar paso a un estado intermedio
304 Malégue y la penumbra de la fe
entre la creencia y la incredulidad. Nada de eso sucede. Su incre^
dulidad permanece total, bien que los motivos en que se apoyaba
anteriormente hayan mostrado su debilidad.
¿Por qué asi? La respuesta a esta pregunta va a desvelamos
las últimas profundidades del alma de Méridier y a situarnos en
el centro de la solución.

2. N ecesid a d de una efracción

Malégue mismo va a iluminarnos a lo largo de nuestro itine^


rario. Los hábitos intelectuales, sobre todo, una vez pasada la ado^
lescencia, son una de las cosas que más pronto se endurecen en
nosotros; el corazón permanece tierno, flexible, más largo tiempo,
así como también la voluntad y la ambición. Nuestras categorías
de pensamiento, una vez fijadas, con lo que llamamos con un
término tranquilizador «la madurez», adquieren muy pronto la
dureza del granito. Lo vemos claramente en los ejemplos de
Duhamel y Simone Weil. \
Georges Duhamel fué formado en las disciplinas del método'
positivista; creció en el culto a la razón luminosa y límpida, sobre
los collados suaves de la vieja Francia; es demasiado inteligente
y, sobre todo, tiene demasiado corazón y muy despierto, para no
ver que el método racionalista no puede resolver los inmensos
problemas planteados a nuestra época. Incluso experimenta una
lancinante nostalgia por la fe de algunos cristianos; testigo sti
Patrice Périot, que añora calentarse en la fe juvenil de Thierry;
testigo también Laurent Pasquier, atraído por la fe de su hermana
Cécile. Pero Duhamel mismo explica por boca de Patrice Périot
que sus categorías de pensamiento están grabadas en él con dema--
siada profundidad para que pueda creer jamás. Y creo que tiene
razón: en el plano intelectual, una barrera casi infranqueable
(humanamente) se interpondrá siempre entre Duhamel y la fe.
La hora undécima.— Necesidad de una efracción 305
Sería preciso que la gracia de Dios penetrase en él «por efracción».
El caso de Simone Weil es todavía más probatorio: asistimos,
con ella, al drama de una caridad heroica, de una sensibilidad
prodigiosamente rica de sentimiento religioso, progresivamente en-
cerradas, esclerotizadas, ahogadas bajo la armazón de categorías
de pensamiento que no ha podido sobrepasar. El sacrificio dell’
intelletto era para ella terriblemente crucificante; en todo caso,
parece que Simone Weil no hizo ese sacrificio. Hasta el fin de
sus días, la gracia le llegó siempre por «efracción», de manera
inesperada; pero nunca pudo realizar esta unidad interior de toda
la vida espiritual, de la que, sin embargo, sentía la más viva
necesidad.
Las categorías de pensamiento, una vez adquiridas, se petri­
fican con mayor celeridad que los impulsos del corazón y las aspi­
raciones de la voluntad. Esta esclerosis es todavía más intensa y
fuerte en el dominio de lo religioso, pues se halla reforzada por el
ambiente intelectual contemporáneo, como se dijo en el párrafo
segundo de este capítulo. Lo expresa muy bien Malégue:
Cuanto al postulado positivo, el espíritu contemporáneo lo hace de
una sustancia tan dura, que es preciso el mazazo del sufrimiento para
demoler los cantos con que está hecho. Y ¡aun con eso...! Sobre sus
ruinas retoñan las semillas (SA, p. 23).

Malégue aplica inmediatamente esta verdad a Méridier:


El dolor era el único medio de acabar en Méridier con la inercia
de hábitos intelectuales, retrasados con relación a estados profundos
de su espíritu, preparados desde hacía ya largo tiempo y con los que
amenazaban no emparejar jamás. Por el portillo han penetrado nuevas
aportaciones. También éstas tomaron, según su fe, forma intelectual.
Aclararon a la vez sus puntos de vista exegéticos y su visión del
mundo. Pero todavía faltaba que fuesen incorporadas. La inteligencia
se contenta con poner en forma pensable los datos que no crea
(SA, p. 25).
20
306 Malégue y la penumbra de la fe
Se necesita, pues, una «efracción»:
Fue preciso que Dios lo arrancase por la fuerza, en una lucha de
Jacob con el ángel, que resultó la contrapartida exacta de lo que el
llamamiento había sido, en dulzura, anteriormente (SA, p. 20).

* * #

Debemos detenemos un momento en estos textos. Arrojan


mucha luz sobre una intuición esencial de Malégue; como no es
aplicable solamente al caso particular de Méridier, sino que tiene
validez para el problema de la fe en general, bueno será que insis­
tamos sobre ella.
Todo ocurre como si Dios desdeñase el edificio de los hábitos
intelectuales de Méridier; el joven profesor creyó poder resolver
por el método racional el problema religioso; Dios le dejó hacer.
En el seno de su incredulidad. Dios no se toma el trabajo de
demoler primero ese edificio; Dios trabaja en lo hondo; es algo
así como una mina colocada en el subsuelo del alma de Méridier,
la cual, al explotar, en el amor y el dolor, desmantela la ciudadela
de su espíritu. En realidad, va a hacer pronto veinte años que se
han formado en él «estados de espíritu» mucho más próximos a
la fe; pero permanecían incomunicados con su vida consciente.
La violencia de los sucesos de su vida interior va a desmantelar
esas categorías de pensamiento.
Insisto, con Malégue, sobre la primacía de esta vida profunda,
sobre estos «(estados de espíritu» avanzados respecto a las certi­
dumbres racionales: en ellos se ve con claridad cómo la gracia
divina, siempre presente y activa, realiza su trabajo. Lo hace en
profundidad. Cuando, después de años de laboreo interior en esta
zona profunda del ser que la voluntad consciente y el espíritu ra­
cional o no alcanzan o alcanzan mal, llegan a madurar las eviden­
cias religiosas, éstas hacen poco a poco' crujir el barniz, la coraza
La hora undécima.— Necesidad de una efracción 307
de ese «yo superficial» que se apoya en las evidencias de la razón
razonante.
La fe es ante todo sobrenatural: cuando un ser la ha perdido,
Dios trabaja el suelo profundo del alma con el simple juego de las
circunstancias e incidencias de la vida. Cuando se ha hecho luz, en
el curso de una de esas terribles crisis que «disuelven y recom­
ponen» un ser, cuando aflora esta evidencia moral completamente
nueva y se enfrenta con la voluntad y la inteligencia, entonces
la libertad y la razón se ven solicitadas de nuevo, directamente.
Dicho de otro modo, la gracia sobrenatural opera sin cesar en lo
hondo, en la raíz del alma. La libertad consciente y la razón no
son más que partes de ese ser integral que es el hombre. La vuelta
a la fe no es entonces más que la adhesión consciente de la libertad
a este trabajo de la gracia y la aceptación y asimilación por la
inteligencia de estos hechos de intuición moral y religiosa que se
le ofrecen e imponen.
Esta maduración profunda de la fe, que desemboca en un
llamamiento preciso a la libertad y a la razón, se había hecho ya,
en forma suave, con ocasión del llamamiento de los diez y seis
años; el desoimiento de esta llamada fue lo que provocó la crisis
descrita por Malégue. Una nueva maduración profunda, dolorosa
esta vez, pondrá otra vez la libertad y el espíritu de Méridier en
presencia de la opción. Realizada ya por su espíritu la «crítica de
la crítica», han desaparecido los obstáculos anteriores; y ahora
podrá ver su inteligencia que es razonable estudiar el hecho de
Cristo a la luz de estas evidencias espirituales, morales y religiosas
que el amor y el dolor le han proporcionado.
Huysmans ha descrito una evolución análoga. Cuando escribió
A rebours, el suelo profundo de su ser estaba ya secretamente
trabajado por la gracia; pero no tenía todavía conciencia de ello;
sin darse cabal cuenta de lo que escribía, terminó su novela con
el grito, famoso desde entonces, en que Des Esseintes, al borde
308 Malegue y la penumbra de la je
de la locura y de la desesperación, se vuelve a Dios. Durante los
veinte años que siguieron a esta novela, continuó en él el trabajo
de la gracia; al reeditar A rebours, el autor se percató de que este
libro estaba ya bajo el signo de estados de ánimo espirituales
de los que su inteligencia artística no tenía conciencia. En el mo­
mento preciso en quo cobró conciencia de lo que había llegado a
ser en su hondón, Huysmans se sintió como intimado a aceptar
libremente una fe que sabía ahora plenamente razonable.
Lo que me parece claramente explicado por la obra de Malegue
es esta «táctica» de la providencia, que no abandona al incrédulo,
sino que le trabaja en lo profundo según designios que varían
en su concreción accidental, pero que son inmutables en su propó'
sito esencial. Los dos «llamamientos», el de la dulzura a los diez
y seis años y el de la violencia en el declinar de la vida, se corres­
ponden simétricamente. Estos dos puntos en que aflora la gracia,
situados en los polos de la existencia de Méridier, son sólo picachos
aparentemente aislados en la superficie de las olas; pero consti­
tuyen el indicio de la presión de una cadena de montañas que
corren ininterrumpidas en los profundos senos del océano.
# * *

Esta efracción... todos los lectores del Augustin conocen sus


conmovedoras y trágicas peripecias. Bastará por ello recordar las
etapas principales de este laboreo profundo en el seno de su ser.

a. EL AMOR

Este ser, que tenía tendencia a desconfiar de las intermitencias


del corazón, se sentirá destrozado por una violenta y deliciosa
pasión por Anne-Marie de Préfailles. Todos los lectores de Malegue
recuerdan las admirables escenas descritas por el autor con una
profundidad y un detalle minucioso que le equiparan a Proust.
La hora undécima.— Necesidad de una efracción 309
La llegada al castillo, a través de caminos sinuosos, florecidos
de rosas; las timideces y las torpezas de este ser entrabado por
una vida intelectual demasiado altiva y demasiado límpida; los
deslumbramientos de su sensibilidad al conducir a la joven a la
mesa; los horrores de la soledad, a la hora del café; el número
de la Revue des deux mondes que, providencialmente, le permite
aparentar serenidad en el momento en que cree que todo está
perdido, que nunca se verá amado y que no le queda más que
pisotear este sentimiento ridículo; después, el deslumbramiento
de sus ojos, al ver a Anne-Marie cerca de él, ofreciéndole una
taza de café...
Méridier no sabe ya dónde se encuentra: unas veces se burla
del amor, de este amor cuyos ardores son tan opuestos a la fría
y lúcida personalidad que poco a poco se ha ido forjando; otras
se abandona a una orgía de emociones: el más breve minuto
parécele una eternidad y el menor gesto antójasele un cúmulo de
sensaciones; se imagina todo un mundo en el más pequeño -
movimiento de cejas de Anne-Marie. En una palabra, está enamo­
rado, y enamorado con uno de esos amores poderosos, dolorosos,
profundamente idealistas, de que son capaces los seres que se han
mantenido castos largo tiempo, un poco solitarios, un poco en
demasía envarados en la rigidez de una vida intelectual.
La velada inolvidable en que él, el intelectual, se deja arre­
batar por la música de Chopin, hace derrumbarse las últimas
barreras que tratan de poner un dique a la marea del amor. Cuando,
durante la vuelta en coche, Mgr. Herzog le hace saber que una
petición de parte suya sería bien recibida, Méridier cede repenti­
namente a una inmensa marea de emociones: llora como un niño,
de alegría, de desasosiego, de temor. Se le ha revelado un mundo
completamente nuevo, el de la «total unión del alma en el amor»
(SA, p. 20).
El primer amor de un hombre refunde y recalienta las lavas
310 Malégue y la penumbra de la fe
enfriadas de su persona; comparar el amor a un fuego no consti-
tuye una imagen impropia; pese al abuso que de ella se ha hecho,
todo hombre, en el amor, experimenta este fuego que disuelve y
recompone lo más íntimo de él. Hasta, con cierta frecuencia, rea-
parecen las creencias religiosas adormecidas y debilitadas. El hom­
bre sale de una especie de bautismo, surge en un «nuevo naci­
miento», cuando se sabe amado y ama. Méridier, sintiéndose pro­
fundamente indigno del amor de Anne-Marie, está fuera de sí de
gratitud, de humildad, de desinterés. Su libertad consiente, desde
lo más íntimo de sí misma, en este amor que le parece como una
gracia gratuita, inmerecida. Las fuentes vivas despiertan en él;
ante esta llamada Méridier responde con todo su ser; ve que es
profundamente verdadero, razonable, decir sí a este intercambio
de corazones y de almas.

# * #

Anne-Marie es cristiana; Méridier no lo es ya. ¿Volverá, en el


seno de este amor, a sus creencias? Sus disposiciones íntimas, en
el amor, son una imagen refractada de las disposiciones esenciales
de la fe. Evidentemente, se siente tentado a creer, a invocar a
Anne-Marie como la Sunamita del Cantar de los Cantares; durante
unos momentos se figura que es ella el ángel anunciado por Lar-
gilier. Y ¡ qué ángel más deliciosamente persuasivo es esta joven
de la que nos ha trazado Malégue un retrato tan delicado!
No es para maravillarnos que Méridier se sienta llevado al
umbral de la fe por el amor hacia la mujer de quien sabe ahora
que será su prometida. Si hubiera cedido totalmente, si se hubiera
convertido en este momento, explica Malégue, asi hubiera con-
cluído a la luz de sus deseos, hubiera sido sentimental y fideísta»
(SA, p. 20).
Malégue está acompañado de toda la razón al afirmar que ello
La hora undécima.— Necesidad de una efracción 311
es así. En el capítulo precedente he insistido sobre el peligro del
fideísmo, sobre la tentación de ceder al espejismo de los deseos
y de pensar según nuestros anhelos, y lo he hecho con la suficiente
amplitud para creerme dispensado de volver aquí sobre el particular.
Al que Méridier invoca en las «oraciones líricas» que hace en sus
horas de embriaguez, no es a Dios, sino a su propia alegría, a
la que es para él mensajera de esta alegría; a la que invoca es a
la bienamada del Cantar de los Cantares, que identifica con su
gran am or; Dios no entra en este lirismo sino como prolongación
suprema de su felicidad humana:
Deseo pasar toda la noche en oración (dice a Mgr, Hergog, la tarde
de la nueva venturosa). Siento la sorda presencia y el terror de Dios
(II, P- 211);
o bien, durante la noche en que estalló el grito de agonía del bebé;
«Tú me has arrebatado el corazón, hermana mía, esposa, soror,
sponsa mea... Levántate, amiga mía, y ven, pues he aquí que el
invierno ha pasado». Ebrio de amargura, se dejó caer lentamente sobre
sus rodillas. Se dió cuenta de que suplicaba a Anne-Marie, que le
ofrecía un corazón rebosante hasta desbordar de tristeza y del deseo de
ser consolado (II, p. 233);

y, mucho más tarde, dirá a Largilier:


He sentido la presencia del ángel. Mi amor no ha sido un amor de
bruto, todo lirismo y música.
Fué para mí una noche de embriaguez religiosa, una noche llena de
Dios, de resurrección, de Pascuas, la cumbre de las bienaventuranzas
terrestres.
Yo sentía una especie de espanto de que Dios se dignase ocuparse
de mí individualmente. Una fulguración destinada a mí, con mi nombre
y dirección, atravesaba todos los determinismos y penetraba en mi
corazón en el punto justo. Yo transformaba el gran texto clásico: «tal
gota de sangre para ti» así «para ti, tal chispa del zarzal ardiente».
Hasta las palabras que a ella sola invocaban, sonaban a Dios: «tú
me has arrebatado el corazón, hermana mía, esposa, con una sola de
312 Malegue y la penumbra de la fe
tus miradas, con una sola de las perlas de tu collar... Aparta de mi
tus ojos, pues me conturban...»
Salvo, a la aurora, un breve sueño negro, esta embriaguez de hu­
mildad triunfal y fulminada duró toda la noche. ¡A hí me olvidaba
de las rosas, del perfume que emanaba intermitente de las rosas...
(II, pp. 476-477).

Méridier encauza sobre su prometida toda la violencia conte­


nida de sentimientos religiosos que han permanecido largo tiempo
inactivos. En el amor humano h a / un reflejo del amor de Dios;
este amor de Méridier reanima, revivifica, resucita en cierto modo
las facultades profundas que llevan al alma a la fe en Dios.
Mas para pasar de la fe en su prometida a la fe en Jesucristo,
los sentimientos de Méridier tienen que experimentar un cambio,
una transmutación dolorosa que nada sino el dolor es capaz de
operar. Si hubiera creído realmente que Anne-Marie era el ángel
anunciado por Largilier, si se hubiera convertido a raíz de sus
esponsales, no se habría acercado a la fe completa: su inteligencia
hubiera quedado rezagada y no hubiera hecho más que dar paso
a las intuiciones del corazón. Y no hay duda de que éstas son la
sombra, el reflejo de esta vida profunda de la fe libre y sobre­
natural, y era conveniente y bueno que Méridier hiciese ese «novi­
ciado» de la fe en el am or; pero, sin la revelación de Jesucristo, en
la «pasión» por que Méridier va a pasar, nunca habría vuelto a
encontrar la unidad de todo su ser.
La ley de muerte y vida juega aquí un papel importante: de
esta su muerte a todas sus esperanzas humanas, de esta aniquilación
de su amor es de donde brotará la revelación del Cristo trascen­
dente ; y no será un Jesús cualquiera, vago y dulzón, sino el Jesús
de la Cruz, el que encarna la penumbra sobrenatural de la fe.
La hora undécima.— Necesidad de una efracción 313

b. EL DOLOR Y LA MUERTE

Este cambio, esta transmutación de su amor en una fe autén­


tica, el calvario al que Méridier subirá, va a realizarse. En la cum­
bre de su embriaguez amorosa, vienen a herirle brutalmente «el
grito en la noche», el quejido lastimero que exhala el bebé de
Cécile y que sumerge a Méridier en una serie sucesiva de dramas.
El niño muere de meningitis tuberculosa; Mme. Méridier mue­
re poco después; él mismo se ve gravemente alcanzado por la
tuberculosis. Como Malegue no escribió una novela «edificante»,
la evolución de Méridier hacia la fe será penosa y lenta. Le en­
volverá hasta el final una especie de postración sombría, con alter­
nativas de súbita desesperación. Un hombre como Méridier no se
entrega tan fácilmente...
La prueba de que su «amor religioso» no era una fe auténtica
en Jesucristo es que, muy pronto, sus ímpetus religiosos desapa­
recen. El flujo que le había llevado al borde de una actitud reli­
giosa, ese flujo que le había sostenido secretamente durante los
acontecimientos trágicos hasta la muerte de su madre, ese mismo
flujo le vuelve a llevar, en un brutal reflujo, hasta las orillas de la
incredulidad y la desesperación (II, p. 415).
Al saber que se halla gravemente enfermo y que debe pasar
dos o tres años en Suiza y que tiene que renunciar a Anne-Marie
de Préfailles, se abate sobre él una sombría pesadumbre; renuncia
a vivir; se deja morir poco a poco. Hasta qué punto puede esta
desesperación inspirarle un desprecio sarcástico hacia la «casi con­
versión» que conoció la noche de sus esponsales oficiales, bien
claro lo dice y bien dolorosamente el siguiente texto:
Era falso que Dios, para conquistarle, le hubiese tendido como
cebo su amor desgraciado, según habla tenido la tontería de creer.
Los perritos saltan en el aire y se exceden a sí mismos para atrapar
314 Malégue y la penumbra de la fe
el terrón de azúcar con que los tienta una anciana señora. Pero se
trata de la psicología de una anciana señora y de un perrito (II,
pp. 463-464).

La amarga ironía, el desprecio con que pisotea aquí su amor


decepcionado, aunque penosos de oír, nos dan la pauta para co­
nocer el estado psíquico de Méridier cuando se ve sumido en la
enfermedad y forzado a abandonar todas sus esperanzas humanas.
Está muy lejos de aquella «lógica apasionadamente justa» de que
le hablaba Largilier y que consiste en tenderse sobre el altar que
no hemos elegido nosotros, con toda sencillez.
Y de la misma manera juzga sus sufrimientos. Rehúsa decidir
a la luz de sus deseos, es decir, aferrarse egoístamente a la espe­
ranza de una vida eterna, de una «supervivencia» biológica; no
quiere salvar su «pequeño yo aplastado». No es posible establecer
en este punto ninguna comparación con el Jean Barois de Martin
du Gard. Cierto que «la cuestión bíblica ha desaparecido de sus
preocupaciones» actualmente; ¿qué significa esa cuestión frente
al naufragio total que debe afrontar? Méridier sabe que la cuestión
bíblica ha sido «reemplazada por el problema del dolor» (II, p. 451);
dicho de otra manera, por uno de esos «elementos previos» que
no se había cuidado de enfocar a lo largo de su juventud estu­
diosa. Pero no quiere a ningún precio que
Dios se aproveche de su desconcierto, que se tome su desquite y se
vengue de él con las cartas falsificadas de la muerte (II, p. 483).

Me alegro infinito de que Malégue haya puesto en labios de


su protagonista estas palabras, pues ellas bastan para probar que la
conversión de Méridier nada tiene de común con la de Barois;
en la obra de Martin du Gard, gánale a uno la impresión de que
el juego se hace con «dados falsos»; aquí, es todo lo contrario.
Vuelvo a repetirlo, ya que los críticos se han equivocado tanto
en este punto: el papel del dolor no es el de reemplazar argu-
La hora Undécima.— Necesidad de una efracción 315
mentos racionales deficientes, sino el de hacer saltar los cantos
de la fortaleza que un mal uso de la inteligencia había acumulado
en tom o al alma profunda de Méridier, hasta el extremo de en­
cerrarla en ella y de mantenerla copada de todas las comunica­
ciones legítimas y necesarias de la gracia, de la libertad y de la
inteligencia.
* # #

En los comienzos de la enfermedad de Méridier, asistimos al


derrumbamiento de esas falsas certidumbres. No son sólo los ob­
jetos materiales los que parecen dar vueltas en torno a él, sino
también todas sus concepciones intelectuales. «Exteriorizaba un vér­
tigo moral», dirá a Largilier (II, p. 481); era su «polo mental que
comenzaba a girar» (II, p. 480).
Al final de esta «náusea moral», la fortaleza queda desmante­
lada : se siente desposeído de razones para seguir viviendo:
Nunca me había imaginado que mis motivos hubiesen de acabar
antes que yo, que no muriésemos al mismo tiempo. Encuéntrame un
motivo que rebase mis últimas semanas.

suplica a Largilier (II, p. 482).


Sería erróneo creer que este «motivo» que pide a su amigo sea
ante todo religioso; Méridier no piensa ni por un instante en
una conversión; pide solamente una razón cualquiera, la que sea.
Los motivos de acción que había tenido hasta entonces, es
a saber, el éxito universitario, quizá el amor, todo lo que había
edificado en torno a su carrera temporal, investigaciones inte­
lectuales, alegrías de la ternura humana, en una palabra, todo
aquello por cuya conservación había creído un deber rehusar el
llamamiento de los diez y seis años, todo eso le es arrebatado.
La vacuidad de su razón, no e» sí misma, sino abandonada a
sí misma, aparece ahora ante sus ojos con toda claridad.
316 Malégue y la penumbra de la fe
Habiéndose venido al suelo todo aquello sobre lo que había
levantado su vida, se extiende ante su mirada solamente el desierto.
Y aun entonces, sobre los mismos escombros, «rebrotan las se­
millas», escribe Malégue. Esas semillas son los motivos, cuales­
quiera que sean, que implora de su amigo, con una tristeza un
poco amarga, con una especie de sarcasmo que malencubre apenas
sus sollozos.
Méridier no se percata de la oculta y callada labor que la
mancomunidad del amor y del dolor han operado en él desde su
llegada, a principios del verano, a la pequeña ciudad de su ju­
ventud. Nunca, a los ojos de su conciencia, ha estado Dios tan
lejos, tan oculto. Se niega a entregarse a los «dados falsos» de
la fe «in extremis», nada más que por miedo o por deseo de
prolongar la v id a; y le sobra razón para ello.
La única novedad es que ahora se halla completamente «va­
cante» ; no digo que esté «disponible», porque, conscientemente,
no lo está, sino «vacante», liberado, a viva fuerza, de todo ese
falso aparato de pensamiento que le ha ocultado durante tanto
tiempo sus «estados de espíritu» profundos.
Méridier se encuentra, pues, muy alejado de la conversión, y
ello debido a la sombría y amarga pasividad con que se deja
morir; pero, por otra parte, está cerca de la conversión, puesto
que hay en él un sitio vacío; porque, sobre todo, en sus profun­
didades, el arado divino, que lo viene labrando desde hace meses,
va a darle las últimas vueltas. Será necesaria una chispa, una flecha
penetrante, la de un ángel enviado por Dios, para hacer brotar
esta «fe» que yace soterrada-y oculta en él.
Y ese ángel es Largilier. Convertido en Padre jesuíta, el an­
tiguo normalista es un santo. Viene a hacer una visita a Méridier,
durante las fiestas de Navidad que siguen al «más bello verano
de su vida»; será, después de la hora del Canticum Canticorum,
el ministro del Sacrificium vespertinum, de este sacrificio de la
El acto de fe 317
tarde, que Méridier celebrará con su cuerpo y con su alma, en la
pequeña habitación del sanatorio, en Leysin, ante el Dent du
Midi...

IV. EL ACTO DE FE

«Quédate con nosotros. Señor, pues se hace tarde y el día se


inclina ya hacia poniente...» Así hablaban los discípulos de Emaús,
quienes, sin embargo, no habían reconocido todavía al Maestro.
Méridier también, en el ocaso de su vida, suplica que se quede
alguien con é l; implora de Largilier un motivo que le permita dar
un sentido, el que sea, a sus horas postreras. Todavía no sabe que
va a recibir infinitamente más de lo que ha pedido...
Cuando Cristo hubo abandonado a los discípulos de Emaús, des*
pués de habérseles manifestado, comprendieron aquellos que ya le
habían reconocido, sin saberlo, durante la conversación con el
«viandante desconocido» : «¿No estaba inflamado nuestro cora­
zón mientras nos hablaba, por el camino, y nos desvelaba el sen­
tido de las Escrituras»? De la misma manera, al escuchar a Lar­
gilier, Méridier descubrirá que Cristo le venía hablando desde ha­
cía largo tiempo, en medio de su dolor, y que «su corazón estaba
inflamado».
Llego a la cima de este capítulo, que es al mismo tiempo el
centro de este libro. Importa sorprender, con la máxima precisión
posible, el juego complejo de la gracia, de la libertad y de la
razón en la conversión de Méridier. Me veré obligado a disociar,
hasta cierto punto, los tres aspectos citados, siendo así que en la
trama de la novela, al igual que en la vida, esos tres aspectos se dan
indisolublemente unidos. Ruego no se olvide que, al detallar, por
ejemplo, el aspecto razonable de esta conversión, habrá que en­
tender y tener siempre presentes como armónicos sus aspectos so-
318 Malégue y la penumbra de la fe
brenatural y libre. Por lo demás, es la gracia de Dios la que lleva
el juego; sólo que respeta la libertad y la razón.
Voy, pues, a analizar en un primer artículo, con todo detalle,
puesto que es un aspecto importante para nuestra época, el mo­
tivo de credibilidad que poco a poco convence la inteligencia de
Méridier; un segundo artículo mostrará la necesidad de una adhe­
sión libre a esta verdad entrevista; el tercero subrayará la apor­
tación sobrenatural y decisiva que, saliendo del anonimato de las
causas segundas, provocará el abandono supremo, la acogida a la
fe. El último artículo tratará de poner de manifiesto la unión viva
de los tres aspectos precedentes en el gesto único de la fe. Y en
todo ello, seguiré paso a paso y línea a línea el relato mismo de
Malégue, limitándome a comentarlo, eso sí, con la extensión que
es de esperar, dadas la importancia y complejidad de los elemen­
tos que intervienen.

1. L as su pr e m a s vacilaciones d e la razó n .

Largilier va a intentar iluminar el espíritu de Méridier, mos­


trándole cómo debe «pensar» la aportación del dolor en su vida:

El dolor... He ahí la gran palabra y el gran escándalo. Ningún


santo se ha dejado inquietar ni distraer por él. Viven de él y lo pro­
curan. ¿Qué otra medida podría medir su amor? Llegar a Dios por la
vía de las alegrías..., choca uno con demasiada oposición; pero, en
cambio, la vía del dolor se la encuentra uno libre y desembarazada
(II, p. 485).

Ahora recuerda Méridier una fórmula que había hecho suya


en tiempos pasados, acerca del «dolor, materia prima de la san­
tidad» (II, p. 485), pero añade que «su alma no es de esta clase»
(II, p. 486). Sin embargo, se ve forzado a confesar que, frente a
su hermana Cristina por ejemplo, se encuentra en presencia de
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 319
un testigo de la santidad y que en ella Cristo se le ha hecho casi
transparente.
Importa no contentarse con meras palabras, pues se recordará
que, a juicio de Clouard, el «sentido del Augustin» es la apologé­
tica del carbonero. Cuando Largilier pronuncia la palabra «dolor»,
no se equivoca. Pero podría equivocarse el lector y creer que se
trata, una vez más, de una conversión arrancada al miedo o a la
necesidad de consuelo. Los incrédulos nos echan en cara con harta
frecuencia la ilusión miedosa que sería la base de las conversio­
nes; y tal es su obstinación en afirmar que la fe es una «renuncia
a la inteligencia», frente a lo «irracional» del dolor o del senti­
miento, que es preciso resolverse a dar largos rodeos antes de
llegar al término de este capítulo.
Aun a trueque de incidir en seca prolijidad y en repeticiones,
voy a distinguir con todo cuidado los tres elementos que sostie­
nen el motivo de credibilidad, esto es, el elemento razonable de
la conversión de Méridier; la paradoja de la encarnación de Dios,
la paradoja del dolor humano, la paradoja del testimonio histórico
que Dios se ha dado de sí mismo, en el Evangelio y en la Igle­
sia. Y antepondré a estos tres apartados una vista general del
problema, que nos servirá de mapa orientador.

a. EL TRIPLE FUNDAMENTO DEL MOTIVO DE CREDIBILIDAD

No se me tomará a mal que anticipe los acontecimientos, pues


importa poner bien en claro los elementos de este motivo de cre­
dibilidad que va a ganar poco a poco a Méridier.
El final del Augustin se halla, desde este punto de vista, do­
minado por tres hechos fundamentales. El primero es la santa hu­
manidad de Jesús: aparentemente desligada de todo lazo con lo
divino, se somete al determinismo de las causas segundas hasta el
punto de identificarse aparentemente con él. Sin embargo, en esta
320 Malégue y la penumbra de la fe
humanidad dolorosa de la Cruz, se oculta la divinidad omnipo-
tente. El Verbo-Dios acepta este determinismo del sudor y de
la sangre, esta angustia implacable del abandono total. Es «Dios
que muere» (según la carne).
El segundo hecho es la oscuridad de los testimonios evangé­
licos: al utilizar las categorías de pensamiento de un pueblo no
iniciado en los refinamientos de una Escuela de Archiveros, al
aceptar que su Palabra pase por textos que «ofrecen inocentemen­
te su cuello al cuchillo de la crítica reductora». Dios acepta inmo­
larse por segunda vez (la primera fue en la Cruz). Los testimonios
históricos sobre Jesús están tan mezclados a los determinismos de
una civilización dada, que quedan a la vez velados y desvelados,
manifiestos y ocultos. Así como la encarnación en un cuerpo y en
un alma trae consigo, necesariamente, la penumbra de la humani­
dad crucificada, así también «la encarnación» de la Revelación en
«el cuerpo y alma» de una cultura determinada acarrea la penum­
bra del testimonio de los textos evangélicos.
Del tercer hecho el mismo Méridier es vivo testimonio. Tam ­
bién Méridier acaba de vivir y continúa viviendo un destino apa­
rentemente despojado de toda significación; también él se siente
arrastrado por un «determinismo de las causas segundas», que des­
truyen con su arbitrariedad la dicha legítima que había soñado.
Sólo que también Méridier, como vamos a ver inmediatamente,
ha experimentado que en este determinismo de su dolor está pre­
sente, por momentos, un «dato divino, un factor eterno».
La profunda semejanza de estos tres hechos, el de la pasión,
el del Evangelio y el de su vida, es la que va a desvelar a la
razón de Méridier el «motivo» de credibilidad que pedía, sin sa­
berlo, a Largilier, y del que tenía necesidad su inteligencia para
abandonarse a la fe sin ceder al fideísmo.
Si Dios ha querido encamarse para salvamos, teóricamente no
puede presentarse al hombre en otra forma más que en esta pe-
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón_____ 321
numbra de la humanidad del hombre-Dios. Si Dios ha aceptado
«hablar», revelarse, teóricamente no podía emplear más que cate­
gorías relativas, las del lenguaje humano; para que le compren­
dieran los judíos y griegos del siglo de Augusto, no podía utilizar
otros procedimientos sino los que eran accesibles a esta genera­
ción hum ana; a través de estas categorías parcialmente relativas
era como debía dirigirse a los hombres de todos los tiempos. La
penumbra del testimonio de la Cruz, la del testimonio histórico
del Evangelio y de la Iglesia no son, pues, dificultades invencibles,
cuya existencia justificaría una recusación previa, sino al contrario.
El misterio del amor entraña siempre este peligro de no ser reconoci­
do y permanecer ignorado, puesto que el amor tiende a apropiarse
y revestir la condición pobre del amado. Ahora bien, la encar­
nación, en la carne humana y en el humano testimonio, es mis­
terio del amor.
Frente a este doble hecho, la experiencia de Méridier, su do­
lor y su abandono van a servir de mediación para la fe. Sin esta
experiencia y esta «efracción por la violencia», nada habría res­
pondido en él a estos dos hechos «externos». El dolor de Méridier
es ese «hecho interno» de que hablaba el Cardenal Dechamps;
constituye este «elemento previo» indispensable a toda investi­
gación religiosa, estas ((intuiciones del corazón» que deben desem­
peñar su papel.
He hablado ya, siguiendo a Malégue, de los dos elementos
que deben tenerse respectivamente en cuenta en la f e ; hay que
tener presente la individualidad de cada caso, y aquí se trata, por
definición, de la penumbra que envuelve la encarnación de lo
divino en el determinismo de las causas segundas; hay que poner
atención al coeficiente personal del observador, y aquí se trata de
las nuevas experiencias de Méridier, que le hacen entrever en su
vida «un entrelazamiento del determinismo experimental y del
dato divino». En el momento a que hemos llegado, estas dos con-
21
322 Malégue y la penumbra de la fe
diciones están presentes: no lo estaban en ocasión de la crisis
de los veinte años. Méridier está en condiciones de descubrir aho-
ra que ese «motivo», el que sea, que pide a Largilier, es el mis-
terio de Jesucristo, en sí mismo, en las Escrituras y en su propia
vida dolorosa. Ahora que ve mejor quién es Jesucristo, ahora que
descubre también quién es él mismo, aparece ante sus ojos como
«una especie de puente suspendido entre su dolor y la cuestión
bíblica».
Después de esta anticipación necesaria, es posible reanudar el
hilo de la narración.

b. LA PARADOJA DE LA SANTA HUMANIDAD DE DIOS

Es Cristo el que se revela en el alma de los santos. Y es tam ­


bién Jesús un ser de dolor, sometido en su carne a todos los de-
terminismos impasibles de la tierra. Dios está aparentemente ocuU
to en Jesús, como dice Largilier:
En efecto, bajo este vestido humano de determinismo y de miseria,
piedra de escándalo de la experiencia común, es como propone a los
santos, en sus dos manos de hombre, atravesadas, dos fragmentos de
una verdad aterradora: el sentido de Dios y el del dolor (II, p. 487).

Largilier desarrolla entonces una larga meditación sobre «el


abismo de la santa humanidad» de su Dios:
Tomó cuerpo humano, la fisiología humana, la economía de la
pobreza, los modos de vida de las clases humildes, la asnilla por todo
lujo y el polvo de los viajes a pie; el tipo social seminómada: pes­
cadores y pastores: los platos de pescado y el pan de cebada, el
parasitismo del apostolado.
Cierta vez escuché este sermón popular en una iglesia de Italia:
«Se codeaban con él sin conocerle: —¿Quién está allí? —Es..., es...
|cóm o! ¡ah 1 Es Jesús, el hijo del artesano que trabaja a domicilio,
ya lo conocéis, el «tipo» que predica entre las barcas y los jardines.
Todavía logra su poco de afecto entre los forasteros; pues lo que es
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 323
entre nosotros, ya sabemos bien quién es. ¿Por dónde ha andado hoy?
Por ahí cerca, a orillas del lago. No falta nunca gente para escucharle.
Echa los puercos al agua. — ¡Sí, pues ya iba a hacer eso con los míos!»
Adoptó las categorías sociales de su patria y de su tiempo; las
obligaciones rituales, los códigos penales, la forma de las penas capi­
tales, las imágenes y relatos de un Israelita de Palestina, la exposición
de sus ideas y de sus actos por procedimientos ingenuos.
Y ha tropezado. Y ha caído como cualquier otro. La gravedad obra
también sobre él. También para Jesús son duras las piedras y pesados
los maderos. Trabajaba y, al trabajar, sudaba.
Sudó sangre humana en Getsemaní y emitió humores humanos
bajo el lanzazo del Calvario. El microscopio no se equivocaría. Y sufrió
con nervios de hombre todos los pormenores de una muerte de hombre,
la sed de las hemorragias, la inmovilidad terrible de la Cruz. Sus pul­
mones, como los de todos los moribundos, exhalaron el último aliento.
Sufrió con su alma de hombre la amargura de las obras humana­
mente rotas, la pesadumbre de los grandes fracasos, las risas de las
gentes, los movimientos burlones de cabeza, el ridículo en sus horas
postreras, todo aquello que había probado ya en la hez del cáliz, a pocos
pasos de sus discípulos dormidos. Su madre le lloraba a los pies.
Y sufrió el abandono de su Padre, el abandono de Dios, la sequedad
y el aislamiento de las derelicciones absolutas: esta cruz sobre la
Cruz, esta muerte en la misma muerte.
Todo esto es aceptar la tierra. Se hizo pasible, mortal; fue poco
a poco y lentamente conocido.
Jamás contemplaré suficientemente el abismo de la Santa Huma­
nidad de mi Dios (II, pp. 486-488).
La sensibilidad contemporánea gusta especialmente de subra­
yar, en la vida de Cristo, todo lo que arroja luz sobre la. realidad
de su humanidad; se complace en meditar no sólo sobre los su­
frimientos físicos del Salvador, sino también, y principalmente
quizá, sobre los sufrimientos espirituales de su alma de hombre.
Lo acaba de decir magníficamente Largilier: la amargura de una
obra humanamente rota; todas las derelicciones, las de los hom­
bres, evidentemente, la de Dios, asimismo; y le da el nombre de
«esta cruz sobre la Cruz, esta muerte en la misma muerte». El
324 Malegue y la penumbra de la fe
hombre moderno, que vive en un siglo trágico, gusta de encon­
trar un Cristo trágico; la obra de Rouault constituye un indicio
notable de lo que digo: a través de las innumerables máscaras
de la miseria y de la soledad que este émulo de los vidrieros
románicos ha dibujado, vemos perfilarse poco a poco la imagen
del Rey del dolor; y los Cristos que nos ha dejado tienen una
dulce profundidad, en medio de una tristeza inmensa, que nos
conmueve hasta los entresijos del alma. El cristiano de la época
actual es sensible a esta experiencia del desierto de Dios; el si­
lencio de Dios gravita sobre él; cuando oye a Jesús en la cruz
murmurar el «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandona­
do?», encuentra también en Él, que es el Hijo de Dios, la misma
soledad, la misma derelicción. Y todo ello no es «teatro», sino
una realidad, todo lo misteriosa que se quiera, pero absolutamen­
te real.
Al subrayar los «abismos de la Santa Humanidad» de Dios,
Largilier no hace sino reasumir una de las verdades fundamentales
de la doctrina revelada sobre el Verbo encarnado: el realismo
integral de la naturaleza humana asumida en cuerpo y alma, la
verdad total de sus actividades y quereres humanos aseguran el
realismo de la Redención. Gracias a la santa humanidad de Jesús,
brotan en nosotros las fuentes de la gracia. Jesús sufriente real­
mente, en cuerpo y alma, se hace totalmente confraternal a los
hombres; y se les hace también «concorporal», según la vigorosa
expresión de San Pablo. No hay sino mirar a este Cristo hombre,
en su vida, para entrever los abismos del amor de Dios.
Porque, y aquí late la paradoja, este «Hombre» de dolor es
Hijo de Dios. Esta «Humanidad» es la de Dios, de nuestro Dios.
Dios asumió el riesgo formidable de desempeñar tan bien el papel
de las causas segundas que, en su pasión, su divinidad quedó
enteramente velada; y sin embargo, es verdaderamente el Hijo
de Dios el que sufre. Una unión indisoluble {hipostática, dice la
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 325
teología, es decir, «ontológica», en una sola persona) es la raíz
de esta plenitud de gracia que habita corporalmente la humani­
dad misma del Salvador. Y en esta humanidad sufriente es donde
se ocultan «los tesoros de su divinidad»; es allí, y en ninguna
otra parte, donde el hombre ha de buscar la fuente de la vida.
Dios se ha hecho pobre, a fin de que el hombre se haga rico;
el que ama reviste la condición de aquél a quien ama, pero para
llenar esta condición con todo el poder de su amor. Así fue cómo
obró Dios.
He aquí por qué cuando nuestro Gran Sacerdote, Jesús, lanzó
este grito terrible de que habla la Epístola a los Hebreos, cuando
gimió, invocando a su Padre, cuando aprendió, en el sufrimiento,
lo que es la obediencia, en ese momento mismo rasgaba el velo
y nos llevaba a todos nosotros con Él hasta el tabernáculo de la
divinidad. Riqueza en la pobreza, divinidad en la humanidad, ale­
gría en la angustia, tal es Cristo 21.

* # #

Méridier pedía a Largilier «un motivo», el que fuera, que le


permitiera vivir sus últimas semanas. El único motivo que su
amigo le ofrece es la Santa Humanidad de su Dios. Dios oculto,
Dios expuesto al peligro de no ser reconocido, en Jesús su Hijo
encarnado, he ahí el «motivo» que le propone el joven sacerdote.
Y no había otro que ofrecerle fuera de éste, pues sólo éste
brinda a la razón esa «penumbra divina y humana» que le aca­
rreará la luz con que se ilumina el espíritu humano al hacer el

21 Cf. Jésus-Christ dans la mentalité contemporaine, Lumen Vitae,


VII, n.° 4, 1952 (27, calle de Spa, Bruselas), en donde se trata de abrir
nuevos horizontes sobre la cristología contemporánea.
326 Malegue y la penumbra de la fe
acto de fe. Largilier situó a Méridier frente a la esencia del acto
de fe, no frente a una teoría ni frente a un sistema, sino en
presencia de una persona, la del Verbo, velada, oculta, bajo las
apariencias de la humanidad más abandonada, más oscura.
Si Cristo no es y no puede ser, por definición, más que una
persona divina, velada en la tiniebla de la Cruz, entrevemos que
el Verbo encarnado y sólo Él reúne en una síntesis suprema la
libertad, la sobrenaturalidad y la razonabilidad del acto de fes la
libertad, porque, a una persona viva que llama, no cabe darle
sino una respuesta libre; la sobrenaturalidad, porque esta persona
es divina; la razonabilidad, pues es razonable admitir que esta
necesaria oscuridad humana está henchida de las luces de Dios.
H e ahí el centro del Augustin. Es también el centro de este libro.
Es el centro de nuestra f e : no hay otro.
Pero, para que este hecho de la santa humanidad de Dios toque
la razón de Méridier, es necesario que algo responda en él. Con
el «hecho externo» es preciso que consuene un «hecho interno».
La continuación del relato va a poner esto de manifiesto, mostrán-
donos al mismo tiempo que en todo ello anda siempre de por
medio muy activa la gracia sobrenatural.

C. LA PARADOJA DEL DOLOR HUMANO

Al escuchar a Largilier, Méridier se acuerda de una impresión


que ha experimentado a veces desde su estancia en Leysin, y
que consiste en

momentos únicos e irrepetibles, verdaderamente singulares, especiales


en lo efímero (II, p. 488).

En el seno de la ciega fatalidad que ha triturado sus esperan­


zas humanas: carrera, amor, Méridier ha vislumbrado
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 327
un curioso entrelazamiento del determinismo experimental y del dato
divino, de las causas segundas y de la eternidad (Ibid.).

Dicho en otros términos, Méridier descubre que ha vivido,


en su propia vida, exactamente lo que Largilier le muestra en la
vida de Cristo, ala divinidad oculta bajo el ropaje humano del
determinismo experimental».
Este doble descubrimiento es a l principio una GRACIA. Dios
nunca abandona al incrédulo: hemos visto cómo, desde la crisis
de incredulidad, un trabajo de zapa misterioso preparaba el terre­
no para el derrumbamiento final de la fortaleza racionalista en el
alma de Méridier. Y más que nunca, la gracia está ahí a la hora un­
décima.
El moribundo de Leysin se halla bañado por la gracia, por
todas partes: lo está por las palabras de Largilier que le revela,
a una luz nueva, el hecho externo de la encamación de Dios en la
carne: la santidad de Largilier da a sus palabras un efecto que
nunca antes tuvieron: de un asentimiento «nocional», Méridier
pasa a un asentimiento «real»; lo está igualmente en su alm a:
la experiencia de lo divino presente en su dolor es una gracia
auténtica de Dios, una palabra interior.
Fides ex auditu, la fe llega por la audición de una palabra
que es en este caso la meditación de Largilier sobre la santa
humanidad de Dios. Pero esa «palabra» no resuena sólo «exterior-
mente» ; proferida por un alma que está en gracia, esa palabra
resuena también en el hondón del alma de Méridier: a la palabra
predicada corresponde el llamamiento interior de Dios que nos
atrae hacia sí por el canal de las circunstancias externas igual que
por la labor dolorosa de la experiencia interior.
A la luz de las palabras de Largilier, algo se despierta en Mé­
ridier, algo responde en su interior; estos pequeños hechos mis­
teriosos, a los que quizá no había prestado gran atención hasta
328 Malégue y la penumbra de la fe
ahora, se iluminan con una luz nueva. La gracia mística que ha­
bía recibido, la de la percepción viva de algo divino presente en
su dolor, se enriquece poco a poco con una gracia de luz. Se com­
prende ahora el alcance y sentido de la frase que he escrito:
Méridier entrevé, en su propia vida, con toda exactitud, lo que
Largilier le revela en la vida de Cristo; la «divinidad oculta bajo
el ropaje del determinismo experimental».
Incidimos así en la problemática expuesta por el mismo autor
acerca del ambiente intelectual que había acarreado la crisis re­
ligiosa de Méridier en su juventud. Vemos dialogar la gracia, la
libertad y la razón en la conversión final de Méridier.

* # #

Se recordará la observación de Malégue sobre la primacía


(abusiva o no), en la mentalidad intelectual contemporánea, de lo
experimental, en el campo histórico, filosófico, moral y religioso;
mostrando a Méridier la presencia de lo divino en el entrelaza­
miento de las causas segundas, aparentemente tan determinadas
también como todas las otras causas naturales, es cómo el joven
sacerdote llama la atención del espíritu de su amigo, pues él mis-
mo ha hecho la misma experiencia, la del entrelazamiento de «de­
terminismo experimental» y de «dato divino». Es su vida la que
va a tomar un sentido a los ojos de su razón, cuando ésta con­
templa el misterio de Jesús.
Se comprende ahora por qué Largilier añade que, sin Jesu­
cristo, Dios sería incomprensible; explica «lo que Cristo añade
a Dios» 22 y pronuncia estas admirables palabras:

22 Al hablar de «añadir a Dios», ello no puede ser, evidentemente,


sino quoad nos. Se hallará una matización de estas ideas en Pénombre,
pp. 11-75.
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 329
Lejos de serme Cristo ininteligible, si es Dios, es Dios quien me
resulta extraño, si no es Cristo (II, p. 489).

Esta frase, una de las más profundas del libro, es perfecta­


mente exacta. Sin duda, en el plano filosófico, la razón puede
alcanzar a Dios (al menos en principio); pero no se trata ahora
de esto. Lo que Largilier quiere decir, y reitera con ello una de
las ideas directrices de la novela, es que, en el plano de la inves­
tigación viva de Dios, solamente Cristo puede esclarecer los pro­
blemas y paradojas de la vida; sólo Él puede dar un sentido a
esta aparente ausencia de sentido que es la fe en un Dios que,
aparentemente, «deja» al mundo seguir su camino, que deja morir
los amores y ambiciones humanas más legítimas y que, sin em­
bargo, pide que creamos que el amor y la alegría son los más
fuertes.
En materia de apologética cristiana, es preciso ir al centro:
Cristo Jesús; lo que es ininteligible, no es precisamente que Cris­
to sea Dios; es Dios quien se hace «extraño» y es Dios quien
parece demasiado lejos del hombre, «si no es Cristo», es decir,
si no aparece en la Santa Humanidad de su Hijo. «Nadie ha visto
jamás a Dios, dice San Juan; Dios, el Hijo de Dios que está en
el seno del Padre, es quien lo ha explicado».
Así Largilier ha invertido los datos del problema que había
hecho perder, en tiempos pasados, su fe a Méridier: era la divi­
nidad de Jesús la que le creaba dificultad, no la de Dios; ahora
se ve, gracias a la identidad de la experiencia de Méridier con la
de la Humanidad de Jesús, que la divinidad de este «Hombre-
Dios» lo explica todo y que la «divinidad desnuda», abstracta, de
Dios, no explica nada; en todo caso, no explica el misterio de la
aniquilación hum ana; no explica cómo, en el seno de esta dere-
licción fatal, Méridier experimenta y vive momentos «eternos».
330 Malégue y la penumbra de la fe
Así Méridier se ve inducido a indentificar, a dar un nombre,
a reconocer y aceptar esta presencia mística de lo divino en su
dolor humano. Pero no se para ahí la luz que surge en él: estos
dos primeros hechos, su sufrimiento y el de Jesús, arrojan lu¿
sobre un tercero, la oscuridad de los testimonios bíblicos en los
que otras veces había tropezado.

d. LA PARADOJA DEL TESTIMONIO EVANGÉLICO

Méridier, solicitado por la Santa Humanidad de Dios, entrevé


(en su inteligencia) que «para el espíritu moderno, científico y
místico al mismo tiempo», la naturaleza humana de Jesús (Dios),
al someterse a los determinismos del dolor y del «mecanismo
social de las exposiciones históricas incompletas», constituye «un
curioso puente suspendido entre el dolor y la cuestión bíblica»
(II, P. 489).
Lo que se dibuja aquí ante los ojos de su espíritu es un lazo
entre las oscuridades inevitables de la crítica racional y el escán-
dalo del dolor. Un motivo de credibilidad se le ofrece así en medio
de las ruinas de su racionalismo.
Y emparejamos aquí con el aspecto razonable de la fe, que
no se revela más que en presencia de la encarnación del Verbo.
La reflexión de Méridier acerca de «el espíritu moderno, cien-
tífico y místico al mismo tiempo» es muy profunda: Bergson
nos ofrece una confirmación a lo largo de toda su obra. Este sesgo
del espíritu que intenta captar las realidades metafísicas por la
vía experimental23 encuentra un terreno abonado para su des-

23 Esta frase está tomada casi al pie de la letra del célebre aforismo
de Bergson sobre Maine de Biran. Hemos visto cómo el existencialismo
ateo practica este «experimentalismo» en tal grado, que obstruye de ante'
El acto de fe.— Supremas vacilaciones de la razón 331
arrollo en el campo de la mística: la vida del místico revela, en
la urdimbre de un destino aparentemente humano, una presencia
transcendente; es una imagen de la humanidad misma de Jesús.
Así es cómo, poco a poco, todas las sendas del destino de Mé-
ridier convergen en un pu n to : su dolor y la aniquilación de su
carrera humana; su preocupación de un pensamiento religioso
fundado sobre la experiencia histórica y psicológica; las experien­
cias religiosas que vivió en su juventud y las que ha vivido des­
de el principio de su enfermedad. Todas estas líneas se reúnen
en Jesús, que viene a ser así «un curioso puente suspendido
entre el dolor y la cuestión bíblica» (II, p. 489).
No se trata en todo esto de fideísmo; no hay en todo esto
huella de ese bajo temor que hacía a Barois aferrarse a la espe­
ranza, sin preocuparse de las exigencias legítimas de la razón.
Méridier, al mismo tiempo que sufre su dolor, escucha los lla­
mamientos de Dios y reflexiona, con toda su razón, sobre la ad­
mirable armonía que se revela entre su propio destino y el de
Jesús en la Cruz.
* # *

Llegado a este punto de su reflexión, Méridier comprende que


el misterio de Dios sometido a las causas segundas por su encar­
nación es la llave del problema apologético (y de su propio pro­

mano todo acceso a lo sobrenatural. Marcel, por el contrario, basa en el


hecho de la santidad una serie de aproximaciones al «misterio». Este entre­
lazamiento de las preocupaciones científicas y místicas en el espíritu contem­
poráneo explica el interés renovado por los estudios acerca de los fenó­
menos místicos: se busca en ellos una vía de acceso a los valores reli­
giosos transcendentes. A pesar de todo, Les deux sources de la morale et
de la religión sigue siendo un libro señero. Vemos también que Malégue es
completamente actual, mucho más que Martin du Gard.
332 Malégue y la penumbra de la fe
blema); dándose todo entero a Dios, en el seno de su dolor y,
por t a n t o , aceptando TAMBIEN las oscuridades inevitables de la
inteligencia frente al testimonio histórico de los Evangelios, es
como puede y debe realizarse la síntesis entre el corazón y el
espíritu en el seno de la penumbra de la fe.
Las oscuridades del testimonio histórico de los Evangelios
pertenecen efectivamente al mismo orden que las oscuridades que
velan la divinidad en la pasión; hay, de uno y otro lado, pe­
numbra : la del espíritu frente al testimonio histórico sobre Cris­
to, la del dolor frente al aniquilamiento de Dios. Esta penumbra
corresponde al hecho central de la fe: Dios en las causas segun­
das, la Encarnación.
Méridier vislumbra ahora que lo esencial era darlo todo a Dios,
cuando se lo pedía. Largilier, que le cuenta cómo lo ha sacrificado
todo para hacerse sacerdote, despierta en Méridier el recuerdo del
llamamiento de los dieciséis años:
También yo... pude, en otro tiempo, ser quizá infiel a algún deseo
formidable (II, p. 491).

Comprende que a Dios no se le puede reducir a una pensión


mezquina...

2. N ecesidad de u n co n sen tim ien to libre .

Cuando la verdad de la fe se revela así al espíritu, nace in­


mediatamente en el alma una pregunta: ¿qué hay que hacer?
Porque la luz no basta, en sí misma: se requiere además una
aportación de la libertad que consiente. Bien lo sabe Méridier,
puesto que acaba de decir a Largilier «que ha podido, en otro
tiempo, ser quizá infiel a algún deseo formidable». Sin esta li­
bertad, el juego, indefinidamente prolongado, del pro y del contra
continuaría en el extenuado espíritu de Méridier: ve lo bastante
para saber que la fe no es irrazonable; no ve lo bastante para
El acto de fe.— Necesidad del consentimiento 333
concluir, al modo de un razonamiento matemático, que cree. En
efecto, el corazón de la fe es la persona de Jesucristo, que lo pide
todo.
Después de las últimas dudas de la razón, asistimos a las de
la libertad en el alma de Méridier. La gracia respeta escrupu­
losamente en nosotros el juego de la libertad y de la razón; la
gracia se desposa con ellas, y estos esponsales no son obra de la
violencia o del temor, sino vivificación interior, recreación de nues­
tra misma inteligencia y libertad. El hombre, todo entero, se ve,
no violentado ni violado por la gracia de la fe, sino recreado y
transfigurado por ella.
La certidumbre de la fe no se produce a la manera de esas
propagandas ensordecedoras que, a fuerza de slogans, de reclamos
luminosos, de repeticiones incesantes, anestesian verdaderamente
nuestra sensibilidad; no obra a la manera de las imágenes cine­
matográficas, que, comenzando por debilitar y casi suprimir los
reflejos de defensa del espectador (sus fuerzas de inhibición, según
la expresión del argot), le hacen enteramente pasivo ante las'
«verdades» que se le quiere hacer tragar. La verdad de la fe
no es esa mancha de tinta que bebe el papel secante, pasivamente.
Penetra como un infiltración de agua, que baña las fisuras que
nuestra libertad consiente en dejar abrir en la ciudadela del alma.
La joven más bella, la más amable, la más adorable, no será
amada nunca por nosotros, a menos que nosotros lo queramos.
Hasta su belleza misma acabará por borrársenos, si nosotros rehu­
samos este amor, esta confianza libre que nos pide. Acabaremos
por decir, de la muchacha más bella, que es fea. Jesús es amor,
como Dios. La razón puede naturalmente ver su belleza; pero si
la libertad no consiente en el amor, acabaremos por decir que
Dios es feo, poco g rato; pronto llegaremos a afirmar que no existe.
Es necesario querer, o al menos, como decía Green, querer querer.
Después del espíritu, es ahora el corazón de Méridier el que
334 Malégue y la penumbra de la fe
se ve tentado a darlo todo a Dios. Con todo su ser, vislumbra
la profundidad de este llamamiento de Cristo encarnado, sumido
en la penumbra de la muerte y en el claroscuro de los testimonios
evangélicos.
Pero falta todavía algo esencial:

Ya ves, dice Méridier a Largilier, n in g u n a d e la s s o lic ita c io n e s d e


D io s h a d e ja d o d e d e s e n c a d e n a r e n m í s u c o n tr a p a r tid a d e te s is a d v e ¡ *
s a s , a u to m á tic a m e n te , como una segunda semionda (II, p. 492).

He ahí el juego del pro y del contra del que hace poco ha-
biaba; Méridier confiesa que sus hábitos mentales resisten (II, pá-
gina 492), pues no se destruye de un golpe un edificio cimentado
sobre la base de veinte años de incredulidad. Abandonada a sí
misma, y aun en medio de la luz de los motivos de credibilidad,
su razón se desliza por la pendiente de la incredulidad. Necesita
ser sostenida por el consentimiento libre de la voluntad: el ob-
jeto de la fe, la persona transcendente, no puede encerrarlo en
sus solas aprehensiones racionales; aun cuando vea que es razo-
nable darse a Dios, la razón ve que no se alcanza a este Dios
sino con la participación de todo el ser, pues Dios es amor y amor
transcendente.
Bien sabe esto Méridier, pues dice a Largilier:
Sí que quiero... Pero m e fa lta e l e m p u je s u p r e m o , e l ú ltim o c a p ir o ­
Me faltan alas para lanzarme desde las marismas e n que muero
ta z o .
a las alturas adonde me llamas. Ni siquiera conozco esa especie de
reposo intelectual que es la aceptación de la incertidumbre en las cosas,
dudosas por su misma naturaleza, hacia las cuales tú quieres arras­
trarme. T e n g o la i n c e r tid u m b r e d e m i c e r tid u m b r e (II, p. 493).

Pocas veces se ha señalado mejor cómo, a pesar del camino


recorrido ya por Méridier, está todo aun por hacer. Un reciente
comentarista de Newman lo explica muy bien: «la buena volun­
tad, que se inclina libremente, desempeña aquí un papel capital:
El acto de fe.— Necesidad del consentimiento 335
cuando se ha visto que es razonable inclinarse, se abandona el
dominio del razonamiento para poner totalmente en manos de
Dios el cuidado de guiar nuestra inteligencia. La adhesión de los
fieles a la revelación presentada por la Iglesia, en nombre de
Dios, puede entonces, pero solamente entonces, caracterizarse como
a surrender of reason, una actitud en que la razón entrega sus
armas, y la adhesión aparece, en esta perspectiva, como un acto
eminentemente religioso, el homenaje supremo de la criatura in­
teligente a su Creador» 21.
Este texto expresa admirablemente el papel primordial de la
«buena voluntad» en el acto de fe: viene a relevar a la inteli­
gencia allí donde ésta, por definición, no puede ya seguir más
adelante. Entonces se requiere «un capirotazo», una nada, una
pequenez.
# * #

Sólo que este capirotazo, esta nada, esta pequeñez sobrepasa


la libertad humana abandonada a sí misma. Nos enfrentamos aquí
con una nueva aporía de la fe. Así como la razón debió ser
iluminada, desposada, fecundada por la gracia, de la misma ma­
nera que tiene que ser sostenida, propulsada hacia adelante por la
libertad, la única que puede llevarla a los dominios que sobre­
pasan sus fuerzas normales (pues si la fe no es irracional, sí que
es suprarracional), así también la libertad debe ser vivificada, fe­
cundada por la gracia, para poder obrar esa inversión y vuelta
de todo el ser que se llama la fe.
Extraña paradoja: cada vez que pensábamos pisar ya un sue­
lo firme, el de la razón, iluminada por los motivos de credibili­
dad, el de la libertad, solicitada, tentada a consentir, otras tantas 24

24 R. A u b e rt, Newman..., en Au seuil du Christianisme, p. 96.


336 Malégue y la penumbra de la fe
se nos esfuma el terreno firme. Es necesario subir más arriba,
o, por mejor decir, es preciso descubrir al actor principal que
lleva el juego, desde el principio, tanto en la luz de la credibilidad
como en la atracción de la libertad. Sólo Dios puede conducir así
nuestra razón, sostener nuestra libertad, sin destruirlas; Él es el
único amor que, a un mismo tiempo, crea en nosotros razón y
libertad, y respeta esta razón y esta libertad en el momento mis­
mo en que las crea. Dios es el único amante totalmente casto y
virginal.
Lo que va a obrar la gracia es una liberación de nuestra li­
bertad: estas palabras no están vacías de sentido, pues, se re­
cordará que, a propósito de Sartre, dije que la libertad es una
tierra de promisión que hay que conquistar y no un punto de
partida absoluto. Nuestra libertad está enviscada en innumera­
bles perezas, en incontables dimisiones morales; retrocede y se
arredra ante el sacrificio de sí misma, ese sacrificio aparente, es
cierto, pero terriblemente doloroso, que es el don total a Dios,
en la fe. En medio de las supremas vacilaciones de la razón de
Méridier, hay también el orgullo de una voluntad que se percata
de que va a perder el último bastión de una autonomía que ella
imaginaba absoluta.
Pero, al sacrificar esta autonomía, la libertad se despoja no
ciertamente de lo que constituye su esencia, sino sólo de lo que
es la caricatura de aquélla. La entrega a Dios, por la gracia, res­
tituye la libertad a su propio ser, la devuelve a ella misma: la
hace acercarse a su verdadero «polo magnético», el único que
conviene a un ser espiritual, la persona de Dios.
A consecuencia del pecado, se necesita una gracia para operar
esta conversión última. La continuación del relato de Malégue, y
pido perdón por cortarlo así en fragmentos, nos lo va a mostrar,
El acto de fe.— Llamamiento de la gracia 337
Méridier se siente todavía incapaz de este surrender of reason.
Fáltale una aportación mística, una gracia, un llamamiento directo
de Dios mismo al hombre todo entero, una especie de rayo que,
atravesando las últimas nubes de la perplejidad, provoque en él
un sismo radical. Este llamamiento, que encontramos al final de
la novela, igual que había resonado ya al principio, le llegará a
Méridier por medio de Largilier. Se acerca el último minuto, el
minuto en que la razón se verá solicitada a poner entre las manos
de Dios el «cuidado de guiarla», el momento en que la «buena
voluntad» será solicitada a consentir y obedecer al llamamiento.
Malégue ha subrayado enérgicamente la importancia de esta «apor­
tación mística» en la conversión de Méridier 2S. Lo que habíamos
visto ya al comienzo de la vida del protagonista de la novela, la
primacía del carácter sobrenatural de la fe, se pone de relieve
también al final. Allanados los caminos, va a resonar el llama­
miento.

3. El llamamiento d e la gracia .

Desde el comienzo de esta crisis decisiva en el alma del mo­


ribundo de Leysin venía obrando ya la gracia. Pero ahora, como
a los dieciséis años, la gracia sale de su anonimato, aventura el
todo por el todo, y esta vez sin esperanza de una segunda vuelta,
pues se hace tarde.
También aquí la espada de la Palabra va a alcanzar al alma
de Méridier por medio de un llamamiento humano, de una «pre­
dicación de la Palabra», valiéndose para ello de un «hecho ex­
terno». Pero este hecho «externo» va a poner en movimiento

25 Sobre esto insiste en SA, pp. 24-25.


338 Malégue y la penumbra de la fe
todo lo que «el hecho interno» había preparado ya al remover
las capas más profundas del ser llamado.
En todas las conversiones hay un momento crucial; se diría
que Dios, que había esperado pacientemente, que había dejado
que la lluvia divina mojase lentamente y penetrase dulcemente
el alma humana, acelera de manera vertiginosa su llegada. Brus­
camente, la razón y. la libertad se ven puestas ante el muro. Con
la brusca revelación de la dimensión divina, los procesos humanos
habituales se aceleran prodigiosamente; pasa aquí lo que en los
milagros: «Dios está ahí; me llama; debo responder, y respon­
der inmediatamente.»
Con frecuencia es un azar el que provoca el último gesto, como
sucedió en la conversión de Du Bos; otras veces es una palabra
sacerdotal la que propone de manera brusca tajar el nudo gor-
diano: se nos pide que nos arrodillemos, que recemos, que ha­
gamos la señal de la cruz. Y el que así se ve solicitado comprende
que todo su destino espiritual depende de este gesto, según que
lo rechace o lo acepte. Pascal y después de él Blondel han mos­
trado admirablemente que en último análisis el Unico necesario
se nos comunica en un gesto, en un acto preciso, a veces en un
rito insignificante. La opción se concentra en un gesto despro­
porcionado, aparentemente, con el resultado que se espera. Y sin
embargo, este gesto lo contiene todo, no porque la fe sea adhe­
sión ciega y embrutecedora, sino porque ese gesto contiene en
sí los tres aspectos de la fe: su libertad, pues es necesario obrar;
su razonabilidad, pues es el único canal todavía posible para entrar
en contacto vivo con una realidad viva, la de Dios; su sobre­
naturalidad, pues es sólo por medio de un rito, de un gesto, ele­
gido por Dios, como el Señor de la Gloria puede entrar en nos­
otros...
Todo esto se verifica en Méridier; la brusquedad del llama­
miento, el ministerio humano que es su mediador e intermedia-
El acto de fe.— Llamamiento de la gracia 339
rio, el respeto de que, en el seno de este último llamamiento,
hace gala Dios para con su libertad y su razón.

* # #

Dios llama, pero sirviéndose del llamamiento de otro, de un


santo: «la fe es una luz que se enciende en otra luz», ha dicho
Guardini.
Largilier va a arriesgar el todo por el todo: como el cura de
Ars, pide a Méridier que se confiese:
Como es Jesucristo mismo quien te va a absolver, el alma del cura
de Ars y la mía están, en lo que concierne a la santidad, a igual
• distancia del Infinito (II, p. 496).

Este llamamiento directo se dirige tanto a la inteligencia como


a la voluntad de M éridier: apunta a la voluntad, a la que solicita
a consentir, y a la inteligencia, que se siente invitada a «buscar
luz en otra parte», en las zonas de su alma que buscan a Dios.

# # *

Méridier sabe que, abandonada a sí misma, su razón vacilará


siempre; pero ve asimismo que, si consiente en «abdicar» entre
las manos de Dios, podrá encontrar la única posibilidad de hallar
la verdad; esta verdad, no la ve aún por completo, pero sabe
que es razonable confiar y que sería irrazonable negarse a asentir.
Para decirlo con otras palabras, su razón sería infiel a sus propias
leyes si rehusase la confesión, pues eliminaría una hipótesis tan
probable al menos como su contraria, incluso más probable, puesto
que ella, y ella sola, tiene en cuenta las intuiciones del corazón, es
decir, esos elementos previos a toda búsqueda histórica.
Al dejarse ganar por la tierna autoridad y la grave dulzura de
340 Malégue y la penumbra de la fe
Largilier, Méridier no realiza un acto irrazonable. Taja el nudo
gordiano, como es preciso hacer en toda conversión 26.
Tras un momento de espanto, ante la subitaneidad del llama-
miento, ya que lo que se le pide es una repulsa o una acogida
inmediata, Méridier siente que todas las profundidades de su
libertad se ponen en movimiento; todo se disuelve y se recom­
pone bajo la llama de una especie de fuego interior; otra vez
tiene entre sus manos su propio destino; el tejido de su vida, lo
toca y puede manipularlo a su talante; puede rehacerse en él
la unidad, exorcizando todo su pasado, o bien alejarse de él para
siempre, irremediablemente.
Así es como obra siempre la gracia sobrenatural, a las puertas
de la fe : todos los actos de la vida pasada, todos los yerros, los
pecados del espíritu y de la carne, todos los impactos de la deses­
peración y de la soledad, todo lo que se había ido poco a poco
«depositando» en el fondo del ser, en una capa cada vez más
espesa, todo ese pasado que rebajaba la libertad y la razón por
debajo de ellas mismas, todo ello se torna soluble. El fuego divino
lo funde y el hombre descubre, con estupor y admiración, que
está otra vez en condiciones de reasumir su pasado, de desechar
las partes muertas y quedarse con las partes vivas que en ese pasado
hubiere, y de reemprender la marcha. Bajo el efecto del arrepenti­
miento, el ser que se solidificaba, que se convertía en «cosa»,
como diría Sartre, reencuentra una libertad completamente nueva.
Vuelve a sentirse «niño», pues recupera ese candor flexible, ese
anhelo matinal, ese resurgir de una libertad todavía intacta, en
una palabra, esa juventud del ser que la gracia se empeña en
salvarnos para siempre. Péguy y Bergson han mostrado cómo, bajo

26 El estudio sobre Du Bos, en el tomo III de esta serie, lo mostrará


con toda evidencia.
El acto de fe.— Llamamiento de la gracia 341
el influjo de la radiación mística, la conciencia entera se despierta
y se hace ((creadora»; reemprende la marcha hacia adelante, como
si el peso del pasado hubiese sido misteriosamente aligerado; se
encuentra otra vez totalmente presente a su propio empuje y a
sus propios ímpetus; y entonces se dirige a ese «suplemento del
alma» que ha de aligerar, elevar y llevar su ser al seno de Dios.

* * *

Es lo que sucede en el caso de Méridier; su pasado queda


como abolido; descubre con estupor, en el fondo de sí mismo,
«complicidades» con el bien que él ignoraba; ve que se hallaba
más cerca de Dios de lo que creía, que la gracia le empujaba
siempre adelante. Porque nosotros no nos hacemos nunca a nos-
otros mismos tanto mal como creemos y queremos. Vuelve a
encontrarse a sí mismo, pues siente, en el momento en que cesa
su resistencia, que reaparece en él una extraña unidad;
Toda negativa se apoyaba en una resistencia que cedía ya y que
estaba minada por complicidades en el fondo de él. Otras fuerzas, en
él, a pesar de él, hacían traición; un murmullo espontáneo, casi per­
ceptible, susurraba: «lejos de la orilla, a alta mar, lejos de la orilla,
a alta mar», con insistencia tenaz, disminuyendo cada vez la distancia
entre él y lo improbable. Al mismo tiempo, otra luz, una especie de
iluminación interior, de rayos brotados de un hogar nuevo, reagru-
paban sus puntos de vista y hasta su alma entera. El estupor de
Méridier procedía de esta invasión luminosa. No era puramente dog­
mática ni doctrinal. Era otra cosa: un acercamiento largo tiempo ate­
rrador, por fin aceptado. Se despojaba de todos sus velos; se hablaba
de él abiertamente; no asustaba ya. Se veía aumentar y perfilarse el
color naranja y negro que enviaba delante de sí, por encima de los
portales de la Muerte (11, pp. 497'498).

¿Cómo expresar mejor que, a las puertas de la fe, el alma


entera se reagrupa en torno a un centro distinto de su yo egoísta,
342 Malégue y la penumbra de la fe
y que este «hogar nuevo» no es una doctrina o un dogma, sino el
acercamiento de una p r e s e n c ia , la de Dios en Jesucristo? ¿Cómo
decir mejor que la tentación de arrojarse en sus brazos no es el
abandono de la inteligencia ni de la libertad, sino la entrada «lejos
de la orilla», en «alta mar», en la luz y en la libertad eternas?
¿De qué forma manifestar mejor, en fin, que toda vocación cris­
tiana no consiste en otra cosa más que en este «acercamiento largo
tiempo aterrador», del que no se atreve uno a hablar abiertamente,
pero que por fin se desvela, aunque sea en la hora postrera, como
más fuerte que la muerte, como la única PRESENCIA ante la cual
el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo todo entero?
La vida cristiana de Méridier fué al principio un arrobamiento
ante la presencia «solitaria y poderosa» de Dios, en las «tierras
altas» de su infancia; fué después un temor creciente ante el
acercamiento de Dios; más tarde fué una especie de «juego al
escondite» con el divino cazador; finalmente, será una aceptación
de esta persona divina de Jesús en los umbrales de la muerte.
«¿A dónde huiré ante Ti?», dice el Salmista; «si me oculto en las
profundidades de la tierra, Tú estás allí; si me escondo en las
oscuridades de la noche. Tú estás allí; cuando estaba en el seno
de mi madre. T ú me veías; ante Ti, Señor, la noche se ilumina
como el día».

4. L a a d h e s ió n de la fe

Henos aquí en el momento crucial de la vida de Méridier. Su


razón, a punto de abandonarse al llamamiento inmediato de Dios,
su libertad, recreada en una especie de fuego interior, su ser
total, disuelto y reconstruido por el relámpago del llamamiento
divino, va a realizar el gesto supremo consistente en un trastroca­
miento de la vida, que convierte un crepúsculo en una aurora nueva.
No es posible ya señalar aquí la parte de la libertad, de la
razón y de la gracia, pues nos hallamos ante el misterio de un
El acto de fe.— Adhesión de la fe 343
alma que consiente en el amor. Desde el momento en que se
arroja uno en brazos del amor, no se sabe ya si se es libre, si se
es razonable, si es uno llamado: no se piensa ya en ello, pues se
es todo esto y mucho más que todo esto: se entra en contacto
vivo con la vida misma, la cual es conjuntamente ser, pensamiento
y acción.
Lo que ocurre en un alma, en el momento en que consiente y
cede a la gracia, es un secreto; y es bueno no revelar el secreto
del Rey, dice la Escritura. Después del don de sí, podemos, cierta­
mente, contemplar otra vez el nuevo ser que sale de las manos
de Dios, un ser distinto y el mismo, igual que el hombre iniciado
en el amor, en los esponsales, sale de este baño nupcial a la vez
otro y el mismo. Ha tomado a ser él mismo en la unidad.
La confesión de Méridier es una de las escenas más admirables
que conozco en la novela de Malégue; sacerdote sabe que
en momentos así es cuando nos roza el hálito de la gracia de
manera casi tangible. No sé qué se debe admirar más, si la po­
tencia divina que se dispara entonces, ya que regenera un ser hasta
sus mismos fundamentos, o la humildad de esa potencia, que
acepta pasar por las confesiones balbucientes y por las palabras de
absolución.
Verdaderamente, «si no hubiéramos creído en el amor», no
creeríamos tampoco en la verdad de esta escena de la confesión
de Méridier.
* * #

Méridier consiente en abrir los diques:


Largilier vió a Méridier rechazar lentamente el cobertor, descubrir
sus piernas, su calentador, incorporarse. Lo observaba desde el otro
extremo del canapé. A los primeros esfuerzos del arrodillamiento, Lar­
gilier se levantó apresuradamente, corrió a él, puso cojines bajo sus
rodillas. Méridier decía: «¡ Deja, deja 1» Largilier tomó y extendió
344___________ Málegue y la penumbra de la fe
sobre su espalda una de las mantas blandas y cálidas, que había caído
del canapé.
—Cierra la puerta con llave, oyó decir entre sollozos, mezclados con
toses y sonaderas.
Pero tuvo que inclinar el oído hacia é l: Méridier hablaba bajo,
lloraba de emoción, de desconcierto, de despecho y de alegría, con el
corazón constreñido y consentidor (II, p. 498).

Blondel ha demostrado 27 que lo sobrenatural entra en nosotros


por los gestos, por los actos. Ponerse de rodillas, decía Pascal.
Blondel y Pascal tienen razón que les sobra, pues la acción, y
sólo ella, compromete al ser entero, cuerpo, alma y espíritu, pen­
samiento, obra y ser. Los que han vuelto a encontrar la fe saben
que han debido, en cierto momento, arrodillarse, hacer la señal
de la cruz, y que, a través de este humilde gesto, en apariencia
semejante a todos los otros, ha llegado a ellos una gracia. Y saben
también que su corazón era a la vez constreñido y consentidor,
constreñido por el poder de la gracia, y consentidor por el gesto
liberador, sin el que hasta el océano del Infinito se detendría en
los umbrales del santuario interior. Ahí radica lo propio de la
libertad humana, en poder, con su minúscula repulsa, perdida en
la inmensidad del tiempo y del espacio, detener el océano de la
gracia divina.
* * *

Comienza la confesión de Méridier. La fe penetra en él, en


oleadas. La fe es luz: reagrupa los membra disiecta de su corazón
y de su espíritu. Estamos muy lejos de la conversión de Barois
que, en los umbrales de la muerte, era miedo, temblor físico, con-

37 Cfr. Au seuil du christianisme (op. cit., pág. 236), mi estudio sobre


Blondel.
El acto de fe.— Adhesión de la fe 345
sentimiento ciego, abandono frenético a una esperanza de sobre-
vida absolutamente irracional. N o hay en Malégue una sola pa­
labra que hable de esto; no se trata tampoco del alivio que expe­
rimentaría Méridier con el pensamiento de que, al convertirse,
vivirá después de la muerte. Lo que descubre el novelista es un
sentido de la vida, de su vida, es una luz, una verdad, es, en fin,
una realidad que responde a los problemas de su inteligencia y
de su corazón.
Esta luz es una presencia;
Al terminar la confesión, la Presencia que le oprimía aumentó su
dulce violencia 28. Las palabras latinas del Absolvo chocaron en él como
balas. Arrodillado, se prosternó de pensamiento, cayó a tierra, aplas­
tado, en un anonadamiento sin nombre. Era el grano de arena de los
textos bíblicos: un grano de arena consciente, que tuviera ante sí y
contemplara toda la orilla, todo el mar y, más allá, el planeta, y, to­
davía más allá, la enormidad demente del espacio, y, en el supremo
más allá, al Rey de todos los Absolutos... (II, pp. 500-501).

Así pues, lo que primeramente descubre Méridier no es un


consuelo, sino la verdad de Dios, su presencia, el sentimiento de
su pequeñez frente a Dios, y al mismo tiempo, envolviéndole, su
«poderosa dulzura», la dulzura de la Sabiduría infinita que, «sa­
lida de la boca del Altísimo, va de un extremo a otro del mundo
con fortaleza y suavidad».
En el momento en que Largilier le devuelve a su lecho, Mé­
ridier m urm ura: «Pruebas experimentales..., pruebas experimen­
tales» (II, p. 501): su antiguo deseo de claridad intelectual en
materia religiosa está al fin satisfecho. El acogimiento de Dios

28 Este pasaje es una alusión al Verbo, Sabiduría de Dios, como


explico más abajo. Una vez más vuelvo a señalar que la clave de los
Pernees es la parte consagrada a Jesucristo; insisto en ello porque Malégue
es muy pascaliano, pero en el buen sentido de la palabra.
346 Malegue y la penumbra de la je
ha traído su propia luz; la inteligencia de Méridier ve que es
razonable poner «en las manos del Señor el cuidado de guiarla» 29.

# * #

Y es entonces, por fin, cuando la voluntad cede por entero.


Al pensar en su pobre y grande amor, Méridier quiere ofrecer
algo «a Aquel que permanecía a su lado porque se hacía tarde».
Al término de su vida, Méridier responde, por fin, al llamamiento
de su adolescencia: «dámelo todo»:
Pronunció lentamente: «Porque eres infinitamente bueno e infinita­
mente amable»; como se lo había prescrito Largilier, se dejó penetrar
por la presencia de Dios, esta cosa tan simple y tan sencilla (II, p. 502).

V. LOS DESPOSORIOS DEL DOLOR Y DEL ESPIRITU,


EN JESUCRISTO

«Después de un largo viaje», henos aquí otra vez vueltos al


punto de partida. Las partes de este capítulo, en efecto, cortan
y separan las fases en que se desarrolla la vida del cristiano: las
infancias místicas, después el llamamiento, con más frecuencia
rechazado que aceptado; más tarde la lucha de Jacob con el A ngel;
finalmente, casi siempre al final de la vida, la infancia reencontrada
en la gracia.
La infancia de Méridier se vio bañada de claridades estudiosas

22 He comentado, página por página, la conversión de Méridier, con


riesgo de frecuentes repeticiones. Pero el asunto valía la pena, pues era
preciso descartar toda sospecha de fideísmo en el final de la novela y
desvelar el abismo que la separa del Jean Barots.
Los desposorios del dolor y del espíritu 347
en el Instituto provinciano; sobre todo, fue regada con las aguas
de las ((tierras altas», que venían de lueñes cimas, brotadas del
profundo hontanar de la santidad en la familia de su madre.
Después del «primer sol de la primera mañana», hemos aban­
donado «el pilón de la fuente, la fuente y la altiplanicie», para
descender a los valles en donde se han confundido la luz y
la sombra. Méridier quiso «ceñirse él mismo y dirigirse adonde
quería».
Tras su perdida primavera, el verano de su vida le puso en
los umbrales de un inmenso y místico amor. Colmado de triunfos
intelectuales,. con la esperanza de profundas ternuras humanas,
Méridier creyó que la vida le pertenecía; entrevio que iba a
rehacerse en él la unidad, «en torno del nuevo hogar» de su
amor. Herido brutalmente en su carne, vió cómo todo se venía
a tierra, y lo vió con una tristeza sombría, transida al principio
de accesos de rabia, de pasividad después: «alguien le llevaba
adonde él no quería ir». Se vió despojado, progresivamente, hasta .
perder esa armazón intelectual de la que había pretendido hacer
uno de los polos de su existencia. Enfrentado con el divino llama­
miento, cede, se abandona y reencuentra la fe y, con ella, la unidad.
H e aquí que se acerca ahora el invierno o, por mejor decir, el
fin del invierno, que deja presagiar una nueva primavera, esta vez
eterna. Después de la «primavera temporal-eterna» que vivió en
los «Maitines» de su vida, vislumbra una primavera celeste. Las
cumbres que dominan su primera infancia, reaparecen durante las
últimas semanas de la vida de Méridier.

# * *

Así pues, no obedece Malegue solamente a un sentimiento


artístico muy profundo, al conducirnos, al final de la novela, a
348 Malégue y la penumbra de la fe
las alturas de Leysin; obedece también a un simbolismo eterno:
en la Biblia, las montañas son la morada de Dios 30.
El Dent du Midi, el Mont Blanc, que se divisa a veces, las
extensiones de nieve, el sol ardiente, la alegría un poco superficial
de los pensionistas del sanatorio, tal es el cuadro de los últimos días
de Méridier. A lo largo de estas horas, asistido por Cristina, vivirá
los desposorios de su espíritu y de su corazón, en Jesucristo.
Los últimos días de Méridier aparecen bañados en una luz
nueva. Después de habérselo dado todo a Dios, Dios devuelve a
este obrero de la hora undécima su corazón y su espíritu, pero
unidos, desposados en la divina penumbra de la fe.

1. P enumbra d e las E scritu ra s y penum bra de la C ruz

«Dios suficientemente desvelado en las Escrituras, para que los


que le buscan verdaderamente le encuentren. Pero Dios suficiente'
mente oculto en las Escrituras, para que los que no le buscan con
todo su corazón no le encuentren».
Esta profunda intuición de Pascal forma el centro de la novela
de Malégue, pues este centro es Cristo, y Cristo es precisamente
el «Dios a la vez desvelado y oculto». El autor ha visto admira­
blemente que la penumbra de las Escrituras es la misma que la
que vela la divinidad de Cristo en la encarnación y pasión del
Verbo encamado: Jesucristo es el «puente suspendido entre el
dolor y el problema bíblico».
La penumbra de la fe es, pues, inevitable:

30 Se podría hacer un estudio acerca de las montañas en el Augusún.


Aparecen siempre asociadas a reflexiones de orden religioso. Quizá no se
ha reparado suficientemente en la admirable arquitectura de la novela desde
el punto de vista artístico.
Penumbra de las Escrituras y de la Cruz 349
Todos los mecanismos impasibles del mundo; nada es más fácil
que creer a Dios ausente de ellos;

sólo que
al soportar él mismo estos mecanismos impasibles, al infligirse, en sus
inadaptaciones e injusticias, todos los determinismos de la tierra, la
pasión, el sufrimiento, la muerte, antes de imponérnoslos a nosotros
(II, P- 486),
Dios los ha hecho transparentes a su propia presencia.
Las causas segundas, en las que Dios ha aceptado ser cruci­
ficado, corporalmente en la Cruz, espiritualmente en los Evangelios,
son, pues, una penumbra que vela y revela al mismo tiempo la
presencia del Dios de amor. Es la ((nube luminosa» del Antiguo
Testamento; Dios ha «armado su tienda» entre nosotros, al «re­
vestir nuestra carne» y al «aparecer entre los hombres». Esta pe­
numbra es Jesucristo.
Si Dios ha encarnado, no podía ser de otra manera. Si decidió
un día, por amor, hacerse pobre para que nosotros fuésemos ricos,
hacerse hombre para que nosotros llegásemos a ser dioses, no
podía manifestarse sino en la «columna de nube» oscura durante
el día y luminosa durante la noche, que guiaba a Israel en su
viaje a través del desierto, hacia la tierra del Reino. La penumbra
de la fe es precisamente lo que nos da al Dios de la fe.
Penumbra, es decir, mezcla de claridad y de oscuridad, claros­
curo; tiene que contener a Dios: hay oscuridades, puesto que
Dios se oculta, al revestir las causas segundas; pero hay también
luces, puesto que Dios se muestra a través de este determinismo
aparente. Lejos de constituir la penumbra de la fe una objeción
de principio contra la fe, es, al contrario, el indicio mismo de
que Dios puede estar en ella y que es razonable buscarle en ella.
350 Malégue y la penumbra de la fe
El centro del cristianismo es el misterio de esta humildad de
Dios. En lugar de manifestarse en el poder de su gloria, Dios se
ofrece a la tierra humildemente. Se presenta con la vestidura de
un hombre a quien se puede golpear, abofetear, m atar; se ofrece
bajo el velo de textos que se pueden negar, malinterpretar, re-
chazar, m atar; nos llama con la voz de una Iglesia que está
también indefensa, humilde y dulce de corazón, a semejanza de
Jesucristo, su Esposo, vestida, como David, de sola su pelliza,
armada con una modesta honda y cinco guijarros del torrente...
El Señor de la gloria no ha querido ni el poder ni la nada,
ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico o
la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dul­
zura humilde y gratuita; no se defiende; ofrece su cuello, de
antemano, a los verdugos; y sin embargo, es más poderoso que
la muerte, y mil torrentes de agua no lograrán extinguir el fuego
de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el
amor da la vida y no la nada.
El amor de Dios es, ciertamente, locura a los ojos de cierta
sabiduría humana. Pero es razonable y de una sabiduría superior,
la sabiduría de Dios, que es Amor. La vida más «verdadera»
¿no consiste en amar?
* •* #

Los últimos textos que Méridier dicta a su hermana están llenos


de esta doctrina tan sencilla. Constituyen una especie de paráfrasis
de Pascal: Malégue muestra así que la parte más esencial de los
Pensées es la segunda, que trata de Jesucristo, verdadera clave
que une las tres ojivas de la f e : su libertad, su razonabilidad y su
sobrenaturalidad 31:

31 Encontramos aquí al verdadero'Pascal.


Dios fué el primero en amarnos 351
Jesús, venido en tal oscuridad, que los historiadores (modernos)
apenas se han dado cuenta de él... «Hubiera debido asumir los crite­
rios terrestres: aparato regio, testimonios establecidos por la Escuela
de Archiveros. Jesús ha venido. Pero ellos no han creído que fuera
Él. La caridad se lo hubiera hecho ver» (II, p. 511).

Esta es la caridad que debe amar la inteligencia del que estudia


las Escrituras:
Todas las oscuridades de la Escritura y todas sus claridades caerán
al mismo tiempo, arrastrándose unas a otras hacia una u otra ver­
tiente, según el lado donde esté tu corazón (II, p. 511) 32.

2. Dios f u é e l p rim e ro e n a m a rn o s
El papel principal en la vuelta de Méridier a la fe le corres­
ponde a Dios, ya que, sin la revelación de Jesús, jamás el hombre
hubiera sabido que el reverso de las sombras de la razón y de
los misterios del corazón era Cristo muerto Y resucitado. Ello es
verdad para todos los hombres y lo fué asimismo para Méridier.
Desde su más tierna infancia. Dios envolvió a Méridier en
una presencia constante de su gracia. Lo mismo en los paisajes de
las tierras altas que en las montañas formidables de Leysin, en
la pequeña ciudad y en la gris escuela normal. Cristo le llamaba.
Su madre, su hermana, María, fueron para él espejos cada vez
más luminosos de la santa humanidad de Jesús. El amor y el
dolor fueron ese arado divino que volteó la tierra de su alma
profunda. Largilier, en fin, fué el ángel que envía Dios a los
hombres de buena voluntad.
La gracia estuvo, pues, siempre presente: el llamamiento de los
diez y seis años, como el de la hora undécima, no fueron más

33 Se trata del «corazón» en sentido pascaliano (la cima del espíritu),


no del asiento de sentimientos «irracionales».
352 Malegue y la penumbra de la fe
que breves instantes en los que el rostro de Dios salió un poco
de su anonimato, de su humilde discreción. La conversión final
no es, pues, arrancada in extremis, en virtud de un deus ex machina
edificante; es el desvelamiento misterioso de una Presencia siempre
próxima, siempre experimentada, siempre temida, pero a la que el
hombre acaba por entregarse.

3. La m u er te e n Je s u c r ist o

Al morir Méridier, se apoderó de él una debilidad terrible. Jean


Barois, en ese mismo instante, se agarraba a Dios con un aferra­
miento egoísta. Tiraba de Dios hacia sí, si se me permite la ex­
presión. Méridier, y en esto es el testigo de la verdadera muerte
cristiana, no tira de Dios hacia sí. No piensa ya en sí mismo. Así
lo dice magníficamente M alegue:
Esta debilidad tuvo la idea de ofrecerse a Dios, como él mismo
había aprendido a hacerlo con sus trabajos en otro tiempo. Sintió que
era esto, precisamente esto, lo que había querido (II, p. 524).

Toda agonía es un acto de amor, decía el cura rural de Ber-


nanos. Méridier muere entregándose, en el sudor y el temblor;
lo abandona todo, ofrece hasta su última debilidad, porque lo que
encuentra en la muerte cristiana no es una seguridad egoísta sobre
la vida, ni aun la eterna, sino a Jesucristo, que dijo al morir:
«Padre, en tus manos pongo mi espíritu».
CONCLUSION

LA FE EN JESUCRISTO

Tengamos los ojos fijos en el altar y en el


consumador de la fe, Jesucristo, quien, desde'
ñando la dicha que se le ofrecía, ha sufrido la
cruz sin reparar en la vergüenza, y de ahora en
adelante está sentado a la derecha del trono de
Dios. Pensad en aquel que ha soportado de parte*
de los pecadores tan grande hostilidad contra
su persona, y no os dejaréis abatir por el des'
aliento.
(Epístola a los Hebreos).

23
i.
«La fe es el fundamento de lo que se espera, la prueba
de lo que no se v e» : este texto de la Epístola, a los Hebreos
debe abrir estas páginas de síntesis, pues resume lo esencial.
No he querido describir lo que la teología llama «la vida en
la fe», sino solamente algunos aspectos del acto de fe. El proceso
en cuya virtud elhombre se adhiere a la Palabra de Dios es libre,
sobrenatural y racional; de estostres aspectos, no he ilustrado
más que algunos elementos, aquellos que nuestros testigos ponían,
directa o indirectamente, más a la luz.

I. LA FE ES SOBRENATURAL

La fe es sobrenatural, es decir, nos introduce en un mundo


transcendente: «Lo que el ojo no ha visto, lo que el oído no ha
oído, lo que no ha sido nunca imaginado por el corazón del hom­
bre, eso es lo que Dios ha preparado a los que ama». En con­
secuencia, el Señor viene a llamar a la puerta de nuestro corazón
por un acto gratuito, por un llamamiento dirigido, personalmente,
a cada uno de los hijos de los hombres. La fe es una respuesta
a esta «vocación».
Este aspecto de la fe es quizá el que más netamente se opone
356 La fe en Jesucristo
a lo que lleva actualmente el nombre de «humanismo». Este
término no tiene de suyo una significación antirreligiosa; desgra-
ciadamente, cada día tiende más y más a revestir ese sentido en
vastos y numerosos círculos. En efecto, si presuponemos que la
grandeza del hombre consiste en la obligación de no apoyarse
más que en sí mismo, si se le da al célebre dicho: «el hombre
es la medida de todas las cosas», un alcance puramente terrestre,
la sobrenaturalidad de la fe aparecerá como un cuerpo extraño,
una especie de aerolito; la «grandeza» del hombre consistiría
entonces en rechazarla.
El pensamiento de Sartre es sin género de duda el que se
opone con mayor brutalidad a toda intervención de una gracia
en el juego de la libertad humana. Pero esa doctrina no puede
mantener la primacía del hombre terrestre más que al precio de
su encarcelamiento radical en el universo sensible. Si el filósofo
nos ayuda a ver mejor hasta qué punto vivimos con frecuencia
en el mundo de la «mala fe», en cambio, su pensamiento desespi-
ritualiza radicalmente al hombre y su destino.
Hay otra manera de obstruir el camino a lo sobrenatural, sea
como sea, y consiste en consagrar su espíritu a la religión de la
ciencia, de la que constituye un producto derivado la mística del
laicismo. Esta concepción del mundo se halla actualmente supe-
rada, pese a que todavía haya algunos que siguen aferrados a
ella, como si no lograsen evolucionar al compás del nuevo siglo.
El cientificismo de los años alrededor de 1880 sigue todavía vivo
no sólo en numerosos círculos intelectuales, por ejemplo los mar-
xistas, sino también en la gran masa del público que se nutre en
los innumerables Digests. El mismo Sartre, bajo múltiples aspectos
de su obra, está vinculado al sensualismo y al racionalismo de los
siglos XVIII y XIX.
No se trata de negar la grandeza humana, a veces muy autén­
tica, que persiguen y a las veces alcanzan los representantes de
La fe es sobrenatural 357
esta tendencia racionalista. Incluso cuando el hombre se repliega
sobre sí mismo, todavía es capaz de grandes cosas: precisamente
porque Dios lo ha creado libre y razonable es por lo que puede
alcanzar un «humanismo» real aquel que rechaza un mundo so-
brenatural o se desentiende de él. Pero lo que a primera vista
parece evidente es que ese humanismo es incompleto; no tiene
en cuenta todos los aspectos del hombre y deja en suspenso
algunos de sus problemas centrales.
Es posible, en fin, volver la espalda a lo sobrenatural, expul­
sarlo en cierto sentido de nuestra vida a cada instante, al dejarse
prender por la mentira y el egotismo de la vida mundana. La
insinceridad y el apego a sí mismo, a través del amor desorde­
nado a las bellezas de este mundo, sumen al hombre en lo que,
al tratar de james, llamé ateísmo mundano. Este ambiente de fin
de un mundo y de fin del mundo hace aspirar, por contraste, a
otro Reino, el de la verdad y del don de sí mismo.

# * #

Importa devolver a los hombres de nuestra época el sentido


de lo sobrenatural en su integridad. Sólo operando una revolución
copernicana en su mundo interior es como los modernos hijos
del siglo podrán respirar un aire que les libere de sus angustias.
Es preciso sobrepasar el antropocentrismo; hay que decidirse a
centrar la vida en un «centro que venga de fuera»; es necesario
optar por el teocentrismo, de manera resuelta. La vuelta a la Biblia
y a la Liturgia ha de nutrir esta visión sobrenatural del mundo.
Bueno es construir la ciudad terrestre, hacerla tan justa, tan fra­
ternal como sea factible; pero es tiempo de pensar en esa Jeru-
salén celeste que se construye en el misterio de la Iglesia y que
descenderá un día, visible y gloriosa, sin mancha y sin arruga,
para transfigurar la figura de este mundo que pasa. Es preciso
358 La fe en Jesucristo
que los cristianos estén listos; que esperen algo, lo que Dios
construye; es necesario que sepan que su primera obligación es
rezar, velar y estar «de pie, ceñidos los riñones, con el bordón
en la mano», listos para salir al encuentro del Señor en su «vuelta
gloriosa». San Pablo se vió en la precisión de calmar, al comienzo
de la historia de la Iglesia, la impaciencia de los cristianos de
Tesalónica s creyendo inminente la vuelta de Cristo, se inquietaban
por los muertos; al socaire de esta venida gloriosa se había apo­
derado de ellos una especie de fiebre impaciente. El apóstol les
enseñó la paciencia y la fe vigilante. Los cristianos actuales no
se parecen precisamente a los fieles de Tesalónica; desearíamos
que les imitasen un poco; desearíamos que se hallasen de tal
manera penetrados del mundo sobrenatural, transfigurado, pre­
sente en este mundo por la fe, pero que se revelará un día en la
Gloria, que tuviéramos que calmar, como hizo San Pablo, su
impaciencia...
# # #

El mundo sobrenatural de la gracia nos baña por todas partes.


Malégue demuestra que nos llega por mil canales invisibles: la
red de las causas segundas es la que emplea Dios para hablamos.
Sin duda que de este modo corre peligro de pasar inadvertido,
como el amor, que se hace tan profundamente pobre con los
pobres, que falta poco para que se le confunda con la turba anó­
nima de los miserables. Pero, a los ojos de la fe, los ojos que
velan y esperan, que saben ver porque están abiertos, por el
amor, al secreto del Rey, la gracia está por todas partes: en los
paisajes, en las «clases medias de la salvación», en el amor hu­
mano, en el dolor.
A veces, esta gracia deja entrever su presencia. Como un
hombro cándido que emerge de la bruma, en ciertos momentos,
el manto irisado de las apariencias se hace tan tenue, que deja
La fe es sobrenatural 359
vislumbrar el fuego de la llamada divina. El tiempo de la ju­
ventud y el de la madurez también, y ciertamente el del cre­
púsculo, son privilegiados en este aspecto: el llamamiento es en
ellos más directo. «Hay siempre alguien que se queda a nuestro
lado porque se hace tarde».

# # #

En la fe, quien tiene la iniciativa es Dios. Es él quien busca


al hombre antes de que el hombre le busque a él; es él «el pri­
mero en am ar»; es él quien, como un padre de familia, da vueltas
y más vueltas en su espíritu a la historia del hijo pródigo y
multiplica los ardides de su amor para traer otra vez al redil,
sobre sus hombros, a la oveja «descarriada».
La historia de Israel nos ofrece una prueba constante de esto,
ya que está centrada sobre esta misericordia de Dios (el chesed)
que continuamente va en busca de este pueblo de cerviz dura
y de cuello indócil. Desde que se cumplió la suprema estratagema
del amor de Dios, en la encamación de su Hijo unigénito, no está
permitido ya dudar que Aquel que no perdonó a su propio Hijo
vaya a perdonar nada por salvamos.

* * #

Todo esto no puede verse más que desde el interior del reino
de la fe. Los que tratan de describir, desde el exterior, una con­
versión, no alcanzan más que apariencias secundarias; testigo el
Jean Barois; o bien caricaturizan la fe, al reducirla a una vil su­
misión a un tirano: testigo Sartre.
No podemos mirar con malos ojos la persona de estos testigos;
pero sí debemos poner de manifiesto la total ignoratio elenchi que
entrañan sus descripciones. La grandeza de la fe radica en que no
360 La fe en Jesucristo
la pueden comprender, de manera real, sino los que se disponen
a acogerla. Mientras no se ha amado, los más bellos versos de
amor nos escapan incomprendidos. Sin duda puede la razón con-
seguir un conocimiento «nocional», pero lo esencial se le esca-
pa. El sino de las realidades más grandes de esta vida es el de no
ser accesibles sino sólo a la vivencia. Los bienes materiales, cuan­
do no se los tiene, decía San Gregorio, parecen la cumbre de la
felicidad, mientras que los bienes espirituales no despiertan ningún
deseo de ellos hasta que se los ha gustado; pero desde el mo­
mento en que se han aplicado los labios a la copa de los bienes
materiales, inmediatamente vienen la saciedad y el hastío; en
cambio, basta haber mojado los labios en el cáliz de los bienes
espirituales, para descubrir que estas realidades son inagotables
y que nunca podremos saciarnos de ellas.
A los testigos ateos que he sometido a interrogatorio en este
libro no hay sino decirles una sola cosa, y es aquella frase eter­
na: «Fac et vives», «obra y vivirás». Pero este llamamiento debe
dirigirse a cada minuto también a los cristianos, pues también los
cristianos tienen en su dominio interior vastos territorios por evan­
gelizar. Precisamente porque el cristiano se dirige todos los días
a sí mismo este consejo evangélico es por lo que se atreve a di­
rigirlo fraternalmente a aquellos de sus hermanos que no tie­
nen fe.

II. LA FE ES LIBRE

Si la fe es sobrenatural, también es libre: a un llamamiento


venido «de fuera», la respuesta no puede ser sino libre.
La libertad: he ahí una palabra que no dice nada y que lo
dice todo. De ella se prevalecen los cristianos igual que los ateos.
Como a todas las cosas santas, el amor la envilece o la eleva has­
ta las nubes.
La fe es libre 361
Al salir de la caverna determinista, el pensamiento moderno
pretende devolver al hombre su libertad; quiere hacer de la li­
bertad la base y el fundamento de la grandeza humana. Pero ¿de
qué libertad se trata? ¡Ay 1 [ Con cuánta frecuencia se opta por
la libertad del humanismo ateo contemporáneo, el de Sartre por
ejemplo! Esta libertad se confunde con una autonomía absoluta
del hombre. Uno de los pecados más graves de la humanidad con­
temporánea es quererse «sin padre y sin madre», pretender «crear­
se» a sí misma partiendo de la nada. Son innumerables las ten­
tativas de «recreación» del mundo y del hombre, en el arte, en
la literatura, en la política.
Esta libertad no puede ver en la fe sobrenatural, en la adhe­
sión que la fe reclama, más que un enemigo, el enemigo por an­
tonomasia. Libertad y fe son, para el humanismo ateo, dos valo­
res radicalmente antitéticos. No hay que buscar en otra parte la
raíz del ateísmo, y sobre todo del antiteísmo que señala y carac­
teriza a nuestro siglo. Es una repetición del «.eritis sicut dii»; por
desgracia, la caída en la materia, la mentira, la violencia y la
lujuria, he ahí en qué viene a parar esta tentativa prometeica
del hombre.
Esa «libertad» tiene, sin duda, su grandeza; yo la prefiero a
los encadenamientos deterministas que poco ha pretendían segre­
gar el vicio y la virtud como el azúcar y el vitriolo. Sólo que el
hombre no es un ser sin padre ni madre, ni desde el punto de
vista de la carne ni desde el punto de vista del espíritu. Si quiere
proceder como si no tuviera, efectivamente, «padres», no podrá
menos de rebelarse contra esta condición de «engendrado», con­
dición a la que no puede escapar más que de palabra. El recuerdo
del enraizamiento ontológico de su ser en un terruño «carnal y
espiritual» nutrirá en el hombre contemporáneo el resentimiento,
tan característico en el arte y la política actuales.
El hombre moderno está amasado de resentimiento; en el
362 La fe en Jesucristo
corazón de esta libertad absoluta con que se envuelve, se oculta
una mala conciencia; su comportamiento tiene no sé qué de obli­
cuo, de embarazoso y forzado; en la mirada libre que pasea so­
bre el mundo y los demás hombres, late un brillo de dureza y
de inquietud. Su libertad no es auténtica. Sartre, por ejemplo, no
encuentra acentos fervorosos en favor de la libertad del hombre
más que cuando la muestra opuesta a algo distinto de ella. Los
Chemins de la liberté son en verdad un poco largos...
En medio de su altiva rebeldía, el hombre moderno tiene mala
conciencia: ¿cómo podría ignorar el pantano de obscenidad y de
crueldad, y también de mentira, en el que se ve obligado a cha­
potear, puesto que comparte la condición humana? Cierto que
responderá que estos «pantanos» deberán ser superados por una
verdadera libertad; y no hay que dudar de la sinceridad de su
aspiración. Pero esta libertad deja al cristiano dudoso y pensativo,
pues sabe que el orgullo que quiere ser «dios sin Dios» se paga
siempre con una caída en la materia.

* * *

Es el cordón umbilical lo que hay que volver a atar entre


la humanidad y esa tierra de que ha salido, ese Dios del que
ha nacido. El hombre es siempre un niño, un hijo de la tierra,
un hijo del cielo. Por mucho que quiera dárselas de vivo y de
travieso, su madre sabe muy bien que, bajo esas apariencias de
perdonavidas, se oculta un hombrecito que busca desesperada­
mente el regazo materno.
Joyce y Mann han arrojado viva luz sobre esta verdad. Sin
insistir sobre sus grandiosas obras, de las que me ocuparé en el
quinto volumen de esta serie, el amor humano nos ayuda a
descubrir que en el retorno al regazo de esta Eva, madre y es­
posa a la vez, es donde se recrea la verdadera libertad. En el
La fe es libre 363
amor, la libertad se entrega enteramente al ser amado; sólo en­
tonces el hombre se sabe hombre perfecto. Dios, por medio de
esta «creación dual», ha querido que el hombre no se realice de
una manera total más que en un diálogo en el que dos seres se
abandonan el uno al otro.
En la unión del amor — «dos en una sola carne»—, la per­
sona es, por fin, ella misma, en la libertad. Y ello es así, porque
Dios es Trinidad: las relaciones subsistentes que hacen, que son
la vida misma de Dios, muestran que libertad y don de sí mismo
son términos sinónimos. Hay una familia divina, una paternidad
celeste, de la que todas las paternidades terrestres son imagen y
participación '.
Si el amor terrestre es un reflejo de la vida de intercambio
en el seno de la Trinidad, se comprende que el don total de la
libertad en la fe no sea una dimisión o rebajamiento del hombre,
sino una promoción o elevación. Este don, en efecto, no se dirige
a un código de prohibiciones, a un poder humano, sino a Dios-.
revelador: creemos «propter auctoritatem d e i revelantis»; la Igle­
sia es sólo el testigo de este Dios que revela. El don de la
libertad en la fe no es más que la vuelta del hijo de los hombres
al seno paterno de la divinidad; es una «creación continuada» o,
mejor, una «nueva creación» del ser profundo a partir de Dios.
En la fe, el espíritu del hombre queda iluminado por la luz di­
vina; en esta luz sobrenatural es donde se opera el don de todo
el ser a la persona de Dios.

# # #

1 A. F rank-D uquesne, Création et Procréation, París, 1951, se funda


en parte en esta doctrina revelada; el lazo entre la creación del hombre a
imagen de Dios y su vocación de «procreador» manifiesta el papel esencial
364 La je en Jesucristo
La sobrenaturalidad de la fe evoca, pues, como respuesta, el
don libre del hom bre: llamamiento supone respuesta libre; de
lo contrario, no se trata de llamamiento, sino de orden, mandato,
tiranía. La dulzura del llamamiento divino resalta en el Augustin
ou le Maitre est la. Dios nos deja hacer nuestro juego; no im­
pide al hombre que se defienda; Méridier siente, después de su
negativa, que «se ha defendido bien».
Dios no se defiende; nos respeta. Como el amor. Dios se
ofrece, rechazando toda coacción. Dios es el único ser que jamás
se defiende; el hombre se defiende continuamente; sin tregua,
sin descanso, febrilmente, construye esa panoplia, esa coraza que
llama «su yo»; toma sus precauciones, sobre todo con respecto
a Dios. Necesita del amor y del dolor, para reconocer por fin
su desnuda fragilidad, que es el fondo de su ser. En el amor, el
hombre acepta ser el menos defendido de los seres: desnudo de
cuerpo y de alma, se expone alegremente; confiesa su necesidad,
la sed que siente de sumergirse en las aguas que vienen de fuera,
de otro origen que su estéril yo. En el dolor, el hombre se ve
despojado y reducido a su profunda desnudez ante la vida. Toma
a quedar como el niño que sale, desnudo y débil, del seno de
su madre; y es entonces cuando se acurruca con todo su ser y
busca la vida en «los pechos donde se olvidan todas las preocu­
paciones».
El juego de la vida que Dios nos deja hacer (pues nuestra
libertad no es «de risa») no tiene otro sentido; es una pedago­
gía que, poco a poco, vuelve al hombre a su desnudez primor­
dial, a la confesión de que tiene necesidad de ser engendrado

de la relación «dual», «hombre-mujer», en el destino humano; es la imagen


de la vida trinitaria. El libro es de difícil acceso, pero una vez que se ha
penetrado en sus arcanos, es imposible desprenderse de él.
La fe es libre 365
sin cesar, no sólo, ni principalmente, por otros hombres, sino por
Dios. El gesto por el cual Méridier se entrega todo entero a Dios,
al término de su existencia, no tiene otro sentido. El dolorido
protagonista de esta novela vuelve a ser entonces, por fin, él
mismo, en la unidad.

* * #

H e procurado también aclarar algunas condiciones fundamen-


tales de esta adhesión profunda de la libertad humana a la per-
sona de Dios, en la confianza y el amor. Henry James nos ha
permitido ver la necesidad de la sinceridad y de la generosidad.
La sinceridad: no mentir a los otros, no mentirse a sí mismo,
como se hace a la continua en este universo de la mundanidad,
que es sólo una de las formas del pecado esencial. El pequeño
Miles, al confesar su falta a su aya, se ve libre del embrujamien­
to maléfico de Peter Quint. Esta escena, una de las más pode­
rosas del novelista americano, la leía Gide, en voz baja, a su
mujer. Lástima que no hubiera imitado también al pequeño Miles
en la confesión de su pecado y dejado de llamar mal a lo que
es bien y bien a lo que es mal.
No es la sensualidad en cuanto tal la que hace la cama y
prepara el terreno a la incredulidad, pues todos nosotros estamos
inclinados a pecar en este terreno resbaladizo, sino el juicio emi­
tido sobre estas faltas. El caso de Gide no adquirió gravedad
hasta que pretendió hacer la apología de su egotismo. El pecado
de Miles no estaba tanto en «las cosas» que aprendió de Peter
Quint y que él contó en clase «a los muchachos que le agradaban»,
cuanto en haber mentido, en haber afectado una formalidad an­
gélica, para ocultar mejor esta «otra vida» en la que se entre­
vistaba con su demonio. El día en que confiesa, «fué un alma
lo que vió su aya sobre una dulce frente de niño».
366 La fe en Jesucristo
Un alm a: la sinceridad hace transparentarse nuevamente el
alma sobre el semblante; es una de las condiciones de la libertad,
pues la libertad reabre las arterias y los pulmones, reintroduce el
aire en todo el organismo espiritual, ofrece las profundidades de
la persona al llamamiento venido de fuera.
No nos confesamos a una pared ni a un libro, sino a otra
persona en la que confiamos. Miles confiesa a su aya que robó
la carta. Y porque ésta le amaba, tuvo él confianza en ella: el
amor sobrepasa en poder al enhechizamiento que tenía a Miles
emparedado en su soledad mentirosa.
La segunda virtud esencial al don de sí mismo en la fe es
la generosidad. Los personajes de James que procuran entregar-
se, cuentan entre los más bellos que ha creado: Maggie Verver,
Millie Theale, Mrs. Wicks, se olvidan de sí, para darse a los
demás. La caridad de que estos personajes son vivo testimonio es
una primera aproximación a este amor en cuya virtud el hombre
se abre a Dios.
Para esto es preciso «salir del mundo», no ya del mundo de
dolor y de ternura, sino de este mundo «por el cual Jesús no ha
orado» y que James ha descrito con rasgos indelebles. La fe nos
hace salir de este mundo perverso. La fe vence. Tened confianza,
Yo he vencido al mundo, dice Jesucristo. Y San Juan añade: «la
victoria que ha vencido al mundo es nuestra fe».
«Os espero fuera, al aire libre», escribía Barois al abate Scherz:
sí por cierto, hay que hacer todo lo posible por respirar este aire
puro, salir de la mentira, de la esclavitud; pero este aire libre y
puro es el de Dios.

III. LA FE ES RAZONABLE

La fe es razonable, esto es, el gesto de la libertad que se da


a la persona divina no constituye una abdicación ilegítima de la
La je es razonable.— Racionalismo o fideísmo 367
razón humana, sino una fidelidad a la luz entrevista por la inte­
ligencia. En otras palabras, si la razón rehusase «poner en manos
de Dios el cuidado de guiarla» (en un terreno que la sobrepasa,
pues es superracional), sería infiel a sí misma. La fe es un ohse-
quium rationale, pues se funda en motivos de credibilidad, que
ponen de manifiesto el carácter inteligible y el proceso en cuya
virtud nos remitimos al testimonio de Dios. Incluso es preciso
añadir que, en sentido estricto, la fe es un acto de la inteligen­
cia (formaliter, dice Santo Tomás), lo que no significa, evidente­
mente, que este acto no sea preparado, sostenido, por la libertad
y la gracia.
El carácter razonable de la fe es quizá sobre el que es preciso
insistir especialmente en la actualidad, pues se trata de devolver
al hombre y al cristiano de este tiempo el sentido de una verdad
a la que muestra adhesión el espíritu: de la misma manera que
es preciso restaurar el sentido metafísico, desarrollando una filo­
sofía de la verdad (y no sólo de los valores), de igual modo y
sobre todo en materia de cristianismo es necesario resucitar el sen­
timiento de que la fe es una certidumbre de la verdad de Dios
revelador. Hay, pues, que volver a mostrar que el proceso que nos
lleva al acto de fe es razonable. Hay que presentar una apologé­
tica de los motivos de credibilidad, como se la llama en términos
técnicos, a nuestros contemporáneos.

1. R acionalism o o f id e ísm o .

Los dos últimos capítulos de este libro han insistido espe­


cialmente en el carácter razonable de la fe; pero también los dos
primeros nos ofrecen, a su vez, luminosas perspectivas sobre este
aspecto.
Si no se admite la concepción del hombre tal como se bos­
quejó en los dos primeros párrafos de esta conclusión, no es po-
368 La fe en Jesucristo
sible tampoco admitir que el acto de fe es razonable. El hombre
que se quiere sin padre ni madre rechaza a Dios, pues Dios «ena-
jena» una libertad que se quiere absolutamente autónoma; ni
puede tampoco admitir que existan terrenos que rebasen la razón,
no porque serían irracionales o absurdos, sino porque serían supra-
rracionales. Si la libertad se pretende sin padre ni madre, tam ­
bién lo pretenderá la razón; tratará de buscar la luz exclusiva­
mente en el fondo de sí misma.
Se habrá reconocido en esto el racionalismo: Sartre, en mu­
chos aspectos de su sistema, es un partidario del racionalismo; y
tampoco Camus le es extraño. No dudo en escribirlo, puesto que
es así: por más que esta actitud quede actualmente superada en
los círculos de la verdadera filosofía, todavía, sin embargo, sigue
siendo en la hora presente la actitud de miles de personas. El
contexto «existencialista» en que está envuelta, en Sartre por
ejemplo, no debe despistamos ni desorientarnos; en este punto,
el papa del existencialismo reitera la ideología de Martin du Gard.
Me he esforzado en mostrar cómo este poderoso novelista
(al que prefiero con mucho a Sartre) parece quedar prisionero de
la mística del laicismo cientificista que florecía a fines del último
siglo. No prejuzgo el pensamiento actual de Martin du Gard, pues
es de la más elemental buena fe respetar el silencio total en que
vive envuelto desde hace casi quince años. Me limito a compren­
der el sentido de la obra publicada.
Esta actitud tiene su grandeza; ante una «verdad que es
quizá triste», el racionalista mantiene una actitud de tranquila
serenidad, de triste lucidez, pero sigue, a pesar de todo, espe­
rando en el hombre. Quiero creer que los cristianos serán suficien­
temente leales para reconocerlo.
La fe es razonable.— Racionalismo o fideísmo 369
El racionalismo pretende, pues, que la fe pertenece al domi­
nio de lo incognoscible. Pero el hecho de la fe existe, puesto que
hay millones de creyentes. ¿Cómo explica la «razón razonadora»
este ilogicismo totalmente irrazonable?
Sartre habla aquí de ilusión, señalando y precisando que se
basa en la mala fe, en el temor y en la negativa a mirar cara a
cara la soledad del hombre en un mundo carente de sentido ob­
jetivo. Que haya cristianos que creen tener la fe y que, en rea­
lidad, esconden cobardemente la cabeza, como el avestruz, en un
blando y cómodo nido de ilusiones que se complacen en fomen­
tar, es muy posible. Y que haya otros que se cortan un Dios a su
medida, pretendiendo interpretar a su modo egoísta y comodón
la conducta de la providencia, es asimismo posible y hasta pro­
bable. Por desgracia, es muy cierto que existen cristianos que son
verdaderos Goetz en miniatura. Pero reducir LA fe a la ilusión de
los «farsantes» que se arropan en «el espíritu de seriedad» para
salvaguardar todos sus derechos, las comodidades de este mundo _
y la vida eterna del otro, es dar pruebas de mala fe; es ocultarse
el juego de pasa-pasa que nos hacemos a nosotros mismos, pues­
to que comenzamos por encerrar al hombre en la prisión de la
conciencia puramente sensible.
# * *

Para Martin du Gard y, con él, para todos los partidarios del
racionalismo humanitario, los creyentes no son «farsantes», sino
débiles y apocados. El cristiano no tendría el valor de mirar cara
a cara la verdad triste, no porque tenga un alma vil, sino porque,
cediendo al llamamiento del sentimiento, como un niño que ne­
cesita refugiarse en los brazos maternos, o como el anciano que
teme la tiniebla fría, abandona las riendas de la razón en pro­
vecho de las potencias del sentimiento. La fe sería fideísmo y
pragmatismo.
24
370 La fe en Jesucristo
Se habrá reconocido la historia de Jean Barois; la compara-
ción con la de Augustin Méridier habrá puesto de manifiesto
hasta qué punto se equivoca Martin du Gard acerca de la reali­
dad auténtica de una conversión. Vista desde el exterior, sobre
todo al final de una vida, es fácil que aparezca como fideísmo,
fundado más o menos en el temor y en el querer vivir biológico,
mientras que, vista desde el interior, es todo lo que se quiera,
menos eso.

2. La r espo n sa bilid a d de lo s c r ist ia n o s .

El lector se preguntará, sin duda, cómo un novelista tan leal


como el autor de los Thibault ha podido equivocarse así; ya se­
ñalé igualmente lo falseado que aparece el cuadro histórico que
nos presenta del catolicismo bajo la tercera república, falseamien­
to que obedece a la omisión de hechos esenciales. Creo que la
respuesta a esta pregunta no es, por desgracia, muy difícil de
adivinar. Cierta prensa, que no tiene de cristiana más que el
nombre, hablaría aquí de mala fe. Sin embargo, se trata de algo
mucho más sencillo.
Los incrédulos no pueden ver el catolicismo más que desde
el exterior; si, pues, con tanta frecuencia tildan a los cristianos
de cobarde fideísmo, es que muchos cristianos, al menos en su
comportamiento visible, dan esta impresión. Nuestra propagan­
da y exhibición están mal hechas. Por más que se recuerde que
hubo en Francia, desde el pontificado de León XIII, una fracción
católica que intentó conciliarse con la república y fundar una
ciencia católica, sin embargo, sigue en pie la verdad de que la
fracción católica que más bullía y con mayor estrépito y ruido,
era la misma que actualmente aún llena la plaza pública con su
propaganda, la de los católicos a lo Veuillot. Lejos de mí la idea
de que ese grupo estuviese desprovisto de auténtica grandeza cris­
tiana. Lo que le echo en cara es que hubiera querido ahogar la
Da fe es razonable.— Responsabilidad de los cristianos 371
voz de los demás, hacer imposible el diálogo de los cristianos
entre sí, obstruir, por un clericalismo intolerante, a la manera de
L’univers, los caminos de un intercambio fecundo entre el cris-
tianismo y lo que hay de sólido en el mundo moderno. Está fue-
ra de toda duda que, ateniéndonos a las apariencias, lo que do-
minaba en Francia, a finales del siglo XIX, era lo que Heiler
llamará más tarde Das Vulgiirkatholizismus, o, cuando menos, algo
muy parecido: insistencia demasiado exclusiva y demasiado ne-
gativa en la virtud de la pureza, deísmo abstracto, piedad sen­
timental, con harta frecuencia desglosada de todo lazo con el
Dogma, con la Escritura y con la Liturgia, devociones de todo
género, pero cuyo lazo con la devoción central, la devoción ha­
cia Cristo y la Iglesia, está poco aparente, temor a la realidad
social, económica, política; estos rasgos, que no hay que exage­
rar, describen lo esencial de este catolicismo demasiado simplista.
Ya he dicho que este catolicismo tiene sus grandezas; y creo
también que guarda, en vasos frágiles, lo esencial de la fe, sin .
darse a veces perfecta cuenta de ello. Lo que urge es que se deje
profundizar, vivificar, unificar por el contacto con la doctrina de
la Iglesia, en la Liturgia, la Biblia y los Padres. Lo que urge
es que la fe de estos católicos aparezca no como fideísmo o prag­
matismo, sino como una certidumbre sobrenatural que se sabe sos­
tenida por motivos de credibilidad. La fe del carbonero es más
rica de lo que parece; lo que yo pido es sólo que no aparente
tanto ser lo que en el fondo no es; pido que despliegue a los
cuatro vientos las riquezas de inteligibilidad que contiene poten­
cialmente.
Es de presumir que aparecerán otros Jean Barois en la medi­
da en que el Vulgiirkatholizismus pase por el catolicismo a secas...
Afortunadamente, en nuestra época, al lado de un cristianismo
harto «vulgar» (cuyo eco percibimos con demasiada frecuencia en
las hojas parroquiales y en las «revistas» de ordenes religiosas),
.372 La fe en Jesucristo
se deja sentir cada día más claramente la gran voz de una re­
ligión devuelta a su centro, Cristo, que es verdad y vida. Martin
du Gard es ya de otra generación: vivió en un tiempo en que
la situación era confusa; he ahí por qué no he podido enojarme
con los graves errores que contiene su libro. Me siento menos
inclinado a la indulgencia con la obra de Sartre, pues, siendo
contemporáneo de la renovación cristiana en la Iglesia, no es tan
fácil excusarle de haberla pasado en silencio.

3. La s ín t e s is católica .

El racionalismo debe ser rechazado, porque la fe no es el


resultado evidente de un silogismo; el fideísmo debe ser recha­
zado también, porque, como dice Malégue, «es una solución sim­
ple, conmovedora... y falsa»; es asimismo heterodoxo, según pro­
clamó el Concilio Vaticano.
Racionalismo, fideísmo, ¿no son los dos únicos términos po­
sibles en materia de fe? O ¿es posible encontrar, entre estos dos
extremos, un tercer término? En el último capítulo de este libro
se ha procurado mostrar que existe este tercer término y en qué
consiste.
En primer lugar, la inteligencia no es más que una parte del
todo que es el hombre. El ser humano es «ser, pensamiento, ac­
ción» ; querer aislar uno de estos términos, el pensamiento por
ejemplo, equivale a cortarlo de sus raíces ontológicas. Si la razón
pretende resolver, por sí sola, el problema religioso, si prescinde
de las intuiciones del corazón, desembocará en la incredulidad o
en el agnosticismo. Si la acción, el corazón si se prefiere, preten­
de resolver por sí los problemas dejados en barbecho por una
razón que se declara impotente, vendremos a parar a un com­
promiso irracional, a una adhesión de sentimiento; que este sen­
timiento se nutra de acción, por muy heroica que sea, o de temor,
La fe es razonable.— La síntesis católica__________________ 373
por muy noble que lo supongamos, no dejará de ser una fe «fi-
deísta». o «pragmatista».
Hay, pues, que unir inteligencia, ser y acción en una dialéctica
lo bastante flexible para respetar la autonomía de cada facultad,
al mismo tiempo que su implicación, su mutua simbiosis en el
dinamismo del ser total.
La libertad tiende hacia el b ien : si ama un bien inferior a
ella, se rebaja, pues el amor nos hace salir de nosotros mismos
y adherirnos al objeto amado; si se apega a bienes que se hallan
a su nivel, realiza su destino natural; si tiende hacia bienes su­
periores, Dios por ejemplo, o el amor espiritual, sale de sí misma
y, al apegarse a lo divino, se agranda y ennoblece. No se deben
confundir estos diferentes planos de la libertad.
Y lo mismo pasa con la razón; obra en distintos planos: el de
las ciencias exactas, por ejemplo, donde tiene la última palabra,
a condición de que no invada, en cuanto razón científica, el terre­
no de la filosofía, de la moral o de la teología; el plano de las
verdades morales y filosóficas, en el que puede alcanzar, al me­
nos teóricamente, una verdad sólida y comunicable, pero sin que
pueda evitar una serie de problemas que se plantea y no resuel­
ve; en fin, el plano de las verdades sobrenaturales, de las que
puede ver que se insertan en el universo racional, sobrepasándolo,
pero sin violentarlo o destruirlo.
En este último dominio, la razón debe reintegrarse espontá­
neamente en el ser total de que forma parte: esta palabra signi­
fica que la razón debe desempeñar su papel en la fe, pero que
ese papel no es el de un juez que decidiría refiriéndose sólo a
sí mismo; la parte desempeña un papel en el todo, pero un
papel parcial (pues hay otros elementos).
374 La fe en Jesucristo
Estos términos bastante secos dicen una cosa harto simple. En
cuanto hombre de ciencia, el sabio no tiene por qué preocupar­
se, ni para afirmarla ni para negarla, de una explicación trans­
cendente de los hechos que examina. Ante un milagro, no tiene,
en cuanto sabio (reduplicative u t sic, dice la escolástica), por qué
inquirir la explicación sobrenatural de ese fenómeno. Pero si de
ello pretendiera concluir que no hay causa sobrenatural de este
hecho milagroso, desbordaría y sobrepasaría los derechos del mé­
todo científico.
Como hombre, que es pensamiento, acción, ser, el sabio debe
preguntarse si ese hecho no tendrá una explicación transcendente.
Ello no significa que el sabio, al plantearse ese problema, renun­
cie a pensar, sino que renuncia a pensar con su razón desglosa­
da, separada de su ser to tal; antes al contrario, reintegra su
razón en el conjunto de que forma parte y que tiene por fin
explicar. El sabio que, como hombre, sufre, ama y se plantea el
problema del sentido último de la vida, no puede menos de
preguntarse si este milagro no constituirá una respuesta a su pro­
blema. No tener en cuenta ese «elemento previo» sería irrazona­
ble, pues la razón es para el hombre todo entero, y no el hombre
para la razón razonadora.
Malégue ha enunciado aquí una de las verdades más profun­
das en la m ateria: de suyo, la inteligencia es pura tecnicidad;
no hay, en este terreno, pecado posible, pues la razón no hace
sino manipular datos que no crea por sí misma. Lo que hay que
examinar es ese «elemento previo» sobre el que trabaja el espí­
ritu. Si comenzamos por suponer que el hombre se basta a sí
mismo, es evidente que las tendencias «reductoras» de la razón
triunfarán; si, por el contrario, convencidos de que el hombre no
se basta a sí mismo, buscamos la verdad con toda nuestra alma,
acogeremos con alegría los indicios de una posible pista hacia la
La fe es razonable.— La síntesis católica 375
verdad, en vez de eliminarlos inmediatamente como jueces que
se juzgan soberanos 2.
* * *

El elemento previo sobre que trabaja la inteligencia son las


intuiciones del corazón, de que tan bien ha hablado Malégue: el
deseo de Dios, el amor, el dolor, la santidad; hay aquí toda una
serie de hechos experimentales, que se puede intentar reducir a
formas inferiores de la realidad, pero que no se pueden negar. El
hombre todo entero sufre, ama, desea a Dios, entra en contacto
con los héroes y con los santos: no tener en cuenta estos hechos
(y, entre ellos, el hecho de Jesús y de la Iglesia), no preguntarse
qué significan esos hechos, sería una actitud irrazonable. La inte'
ligencia, al hacerlos entrar en el conjunto de su reflexión, es sen­
cillamente fiel a su vocación propia, la de construir todo lo real,
sin excluir nada, en torno a una verdad que trata de percibir.
Querer negar, ya desde el principio, la originalidad del hecho
religioso equivale a eliminar, sin más pruebas, una verdad posible,
una hipótesis que, a priori, tiene tanta probabilidad de ser verda­
dera como su contradictoria. Ahora b ien ; lo que constituye la
originalidad del hecho religioso es precisamente la certeza de que
hay una realidad transcendente que actúa en el mundo de las
causas segundas. El hecho religioso cristiano llega al extremo de
esta idea, ya que está centrado en la Encarnación. En hipótesis,
el sabio que estudia el hecho cristiano sabe que Dios está presente
en el determinismo de las causas segundas, pues esa verdad es
justamente la que enseña la Iglesia.
Si Dios ha asumido el determinismo de las causas segundas.

2 Véase en este mismo libro, Capítulo IV, I!, 2, nota 10, el texto com­
pleto que aquí no hago más que resumir.
376 La fe en Jesucristo
asume también el peligro de ser confundido con ellas y reducido
a uno cualquiera de los fenómenos humanos: función mitificado-
ra, mito, proyección simbólica y concretizadora de los deseos del
hombre, etc. En ese supuesto, en la hipótesis religiosa cristiana, la
presencia de oscuridad es inevitable: no es posible que la pre­
sencia de Dios en las causas segundas no sea ambigua. Acabo de
referirme al peligro que corre el amor de ser confundido con la
turba de los miserables; la posibilidad de ser desconocido es, pues,
inherente al amor por el que Dios ha querido encarnarse.
Dios, suficientemente desvelado en las Escrituras, para que
aquellos que le buscan le encuentren, y Dios suficientemente ocul­
to en las Escrituras, para que aquellos que no le buscan no le
encuentren: descartando la palabra «para», que sugiere en de­
masía una especie de predestinacionismo jansenista, la verdad así
expresada por Pascal es esencial en la fe. El peligro de ser des­
conocido, identificado con el determinismo de las causas segundas,
Dios lo ha querido, puesto que ha querido morir en la Cruz. El
escándalo del dolor y de la muerte de Dios no es más que el
ejemplo privilegiado de otro escándalo, el del dolor terrestre:
este dolor puede justificar también, en apariencia, la certeza de
que la vida «no tiene sentido», que no es lo que parece ser, y que
no hay ningún poder activo trascendente al universo.
Dios no sólo está oculto en el escándalo del dolor y de la
muerte de su H ijo; no sólo se halla velado en la paradoja del
sufrimiento de los inocentes; a los ojos del espíritu, lo está tam­
bién en la cándida pobreza de los testimonios evangélicos; está
oculto en esos textos «ingenuos», que ofrecen de antemano su cue­
llo de víctima a la crítica implacable de los espíritus modernos. No
porque estos textos sean falsos y débiles (la crítica actual les es
infinitamente más favorable), sino porque dan testimonio de un
hecho inaudito, la presencia de la Palabra divina sobre la tierra.
El escándalo es, pues, la Encamación: y lo es actualmente como
La fe es razonable.— Penumbra de la fe 377
lo fue a los ojos de los judíos, como lo fue a los ojos de los pa­
ganos. Pero este escándalo es inevitable, pues Dios no se habría
realmente encarnado, si no hubiera revestido el «determinismo»
de las causas segundas y, con él, el peligro de quedar velado en
ellas, confundido con ellas.
Dios está «crucificado» en su carne, en la Cruz; lo está asi­
mismo en los testimonios evangélicos, pues de un texto el hom­
bre# ha hecho siempre lo que ha querido. La Pasión y la Encar­
nación son un escándalo para el corazón; la Crucifixión de la Pa­
labra de Dios en el testimonio evangélico es un escándalo para el
espíritu. Pero este doble «escándalo» ha sido querido por Dios.
El que estudia el hecho cristiano no puede menos de saberlo. Sabe,
pues, que el verdadero nombre de este «escándalo» es el de «pa­
radoja», la paradoja del am or; sabe también que Dios se revela
necesariamente, por haber elegido encarnarse, en una penumbra
que le vela y le revela.4

4. La penum bra de la f e .

Con el término «penumbra» desembocamos en un tema bí­


blico esencial. La columna de nube en el desierto, la «gloria» que
rodea la presencia de Dios en el Sancta Sanctorum, la «tienda
luminosa» que envuelve a Jesús transfigurado en el Tabor, son
otras tantas manifestaciones de esa nube luminosa que constituye
para el hombre el único medio de ver a Dios sin morir.
La humanidad de Dios, en Jesús, es también «nube luminosa»:
el Verbo ha clavado su tienda entre nosotros, dice el Prólogo de
San Juan; esta humanidad es la penumbra que vela y revela la
realidad misma de lo divino, y por ello San Juan repite sin cesar
que esa humanidad es «gloriosa». El evangelio de San Juan está
basado en esta idea: la «hora de Cristo» es la del Calvario; en el
instante en que la nube luminosa se convierte aparentemente en
378 La fe en Jesucristo
tiniebla total, es cuando entra en la Gloria. El tema de la noche
y el de la gloria van de la mano en San Juan: en la víspera de
la Pasión, dice Jesús: «Es la hora del poder de las tinieblas» ;
pero añade tam bién: «Ahora el Hijo de Dios es glorificado», pues
la «hora de las tinieblas» constituye el paso hacia la gloria de la
resurrección.

Si Jesús, Dios encarnado, es la nube luminosa que oculta a


Dios y le revela, la Iglesia, que es la continuación de Cristo, que
es Cristo comunicado en el Espíritu, es también una penumbra
divina: el signo que «eleva» en medio de las naciones, su peren­
nidad, sobre todo su santidad, su doctrina inmutable, este signo
puede ser contradicho. Como Jesucristo, la Iglesia es un signo de
contradicción: está a la vez llena de la humanidad de su Esposo y,
aparentemente, es una sociedad como las otras. Formada por pe­
cadores que tienen todos necesidad de ser redimidos3, puede, en
el plano de su vida \ dar pie a críticas; puede errar en algunos
de sus miembros.
Los escándalos de la historia de la Iglesia, que Sartre, Cocteau,
Maulnier, han utilizado en sus obras recientes, no se pueden
negar; son la consecuencia del hecho de que los tesoros de la
divinidad estén contenidos «en vasos frágiles». Pero, aun en el
caso de que la Iglesia terrestre fuera por completo santa, visible­
mente, como lo era Jesús, no dejaría por ello de ser un signo de*

3 La Virgen quedó exenta de la mancha original «ex praevisis meritts


Christi»; pero su santidad no es sino una radiación de la de Cristo; si no
fué «rescatada» en sentido estricto, fue «preservada» por los méritos de
Cristo.
* Pero no en el plano de las «estructuras», que son sobrenaturales.
La fe es razonable.— Penumbra de la fe 379
contradicción: ¿no lo han sido los santos, después de Jesús y con
Jesús? Cuando la inteligencia, así iluminada sobre las condiciones
inevitables de la revelación cristiana, aborda el examen de las
pruebas, no se mostrará ya' rebelde, a priori, a las oscuridades
inherentes al testimonio evangélico. El mismo problema que le
planteaba el dolor en el mundo reaparece en las oscuridades del
texto inspirado y en las tinieblas aparentes de la historia de la
Iglesia. Si se negase a tener en cuenta estas oscuridades del testi-
monio religioso, cometería el mismo error que si pretendiera cons-
truir una concepción del mundo que silenciara la paradoja del
sufrimiento y de la muerte.
El espíritu moderno, a la vez «científico y místico», se halla
bien preparado para abordar la fe desde este ángulo. Lo que se
le pide a la inteligencia es que, ante la fe, integre sus hechos, el
claroscuro, en una visión completa del universo. No sería razo-
nable no hacerlo así.
La inteligencia se inclinará sobre el dolor humano, sobre el
hecho de la santidad; se preguntará si la hipótesis de una inter­
vención transcendente no explicará el conjunto del destino hu­
mano mejor que otra cualquiera que elimine esta posibilidad. Y
no podrá dejar de ver que en un caso elimina toda una parte de
la experiencia, mientras que en el otro reincorpora al hombre en
su unidad.
Por esto, la inteligencia debe admitir que ciertas verdades la
sobrepasan; tiene que reconocer que lo esencial de la verdad no
es una evidencia matemática de la que sería ella juez único; ha
de aceptar el poner entre las manos de Dios el cuidado de guiarla.
A quien rinde sus armas es a esta «presencia» de que habla
Malégue, esta presencia de Dios en el mundo, en la Palabra, en
el corazón de los que aman, en el alma de los que sufren, en la
vida de los santos. Los misterios en sí mismos siguen siéndole
380 La fe en Jesucristo
impenetrables; pero cree en ellos, porque se abandona y confía a
Aquel que se los revela.
Este surrender of reason no alcanza más que a las verdades que
la sobrepasan; nada le quita a la razón de su legítima autonomía
en el campo que le pertenece. Sólo cuando la razón ha visto que
es razonable tomar en serio la hipótesis cristiana, que es incluso
más razonable que negarla, es cuando puede dejar a la «buena
voluntad» el cuidado de abrir las profundidades del ser a la
presencia divina. Cuando se ha realizado esta aquiescencia de fe,
la inteligencia queda esclarecida, iluminada desde el interior, por
una luz nueva; apresa, realmente, la verdad del testimonio divino.
Podrá incluso entrar en la inteligencia de los misterios, podrá
acceder al intellectus fidei.
Así pues, la fe no es ni racionalismo ni adhesión ciega. Hay
en el hecho cristiano suficientes claridades para justificar la adhe­
sión del espíritu; no hay claridad suficiente (en el sentido de
verdades evidentes) para hacer de la fe la conclusión de un
razonamiento puramente humano. La fe es razonable.

IV. SINTESIS DE LOS TRES ASPECTOS DE LA FE

Libre, razonable, sobrenatural, tal es la adhesión de la fe. Me


he visto obligado a tratar separadamente cada uno de estos as­
pectos. Importa recordar que estos tres aspectos deben sostenerse,
implicarse mutuamente. La novela de Malégue lo ha demostrado.
Como se trata de tres polos de los que, a primera vista, uno
excluye al otro, pues su unidad es un misterio que en parte nos
escapa, es siempre grande el peligro de aislar uno de estos ele­
mentos. O bien se insiste sobre la sobrenaturalidad de la fe: se
dirá entonces que es una gracia que «cae» del cielo sobre unos,
pero no sobre otros, y que, en ese caso, no se es responsable ni
Síntesis de los tres aspectos de la fe 381
de tener fe ni de no tenerla5; o bien se hará hincapié en su
aspecto razonable: en ese caso, caemos en el racionalismo de la
Aufkldrung (que ha repercutido sobre ciertos teólogos) o en los
excesos de una apologética que desarrolla de tal manera la «credi-
bilidad natural» que no se ve ya con claridad el lugar de la
sobrenaturalidad en la f e 6; o bien nos fijaremos principalmente
en la libertad de la fe : entonces caemos en el pragmatismo o el
fideísmo, facetas diversas de un mismo error, el abuso de lo irra-
cional7.
Los tres aspectos del acto de fe son, por el contrario, comple-
mentarlos: el llamamiento de Dios, que alcanza las profundidades
del ser, solicita su libertad; al mismo tiempo, la inteligencia,
puesta su atención en la penumbra de la acción divina en el
mundo, ve que es razonable prestar su aquiescencia. Todo esto
se realiza en un solo ímpetu (no digo en un solo «acto»), en
un dinamismo único del ser total, de la persona.

* * *

Como quiera que la fe es adhesión, no a un sistema, sino a


una persona, puede ayudarnos también aquí la imagen del amor.
El amor se ofrece al hom bre; lo llama provocando en él un tras*
trocamiento de todo su ser; el hombre sabe que a este amor así

5 Es una actitud frecuente de los incrédulos ante la fe de los fieles.


Cf. por ejemplo, Duhamel.
6 Todo esto en R. A ubert, Le probléme de l’acte de foi, tantas veces
citado. En ese libro se podrá ver la variedad de los sistemas.
7 Lo irracional fascina a los contemporáneos. La adhesión de una per­
sona a otra (jefe de Estado, militante, etc.) se considera frecuentemente
como algo «irracional»; es lo que se llama «las pseudomísticas contemporá­
neas»; nazismo, fascismo, marxismo, etc., son un ejemplo de ello.
382 La fe en Jesucristo
ofrecido puede decir que n o ; sabe que puede reducirlo a una
manifestación cualquiera de azar; pero, al mismo tiempo, sabe
también que, al obrar así, se cierra a lo que la experiencia amo­
rosa tiene de original e incomunicable. La inteligencia del hombre,
solicitada a responder al amor, ve hasta qué extremo se empobre­
cería si obligara a la voluntad a rechazar el llamamiento. En el
momento en que el hombre entero, inteligencia, corazón y libertad,
se abre al amor, y sólo entonces, aparece la verdadera libertad,
y queda colmado el espíritu y el alma experimenta esta visita
que no es una ilusión, puesto que se siente «recreada» y como
una «nueva criatura», en la santidad y la verdad de lo que da
y recibe.
Ya el amor humano es misterioso a los ojos de la razón razo­
nadora. A fortiori lo es la adhesión de la fe, y por doble motivo:
es misteriosa, como lo es todo amor, pero aquí con título exclu­
sivo y único, pues el amor que nos llama es un amor transcen'
dente, sobrenatural; y lo es, asimismo, porque la complejidad
de nuestros pecados nos hace difícil la visión de los «signos sa­
grados» 8. Hay en todo hombre una parte de sí mismo que tiene
interés en no ver que la penumbra de la fe está rebosante de
signos divinos, que son llamamientos irrevocables a la libertad
auténtica. Frente a la fe, se necesita disponibilidad; pero se ne­
cesita también una conversión de todo el ser.
Recordadas estas puntualizaciones, se vislumbra que si la fe
es respuesta amorosa de toda la persona, inteligencia y libertad,
a la vocación sobrenatural, es por ello mismo un acto complejo en
que el ser, el obrar y el pensar comulgan en la unidad, una unidad
que los sobrepasa reincorporando y restituyendo cada uno a su

8 Lo hemos visto en la novela de Malégue. J. MoUROUX, ]e crois en toi,


París, 1949, insiste sobre el obstáculo del pecado.
La vida de fe.— Infancia 383
orden legítimo. Blondel, a quien ya he citado, muestra en toda
su obra cómo el ser, la acción y el pensamiento forman parte de
una dialéctica ascendente que desemboca en una opción, ante el
Unico necesario, gratuito, inaccesible, pero cuya posibilidad misma
debe ser aceptada por la razón para dar un sentido al hombre
integral. El objeto de la serie de volúmenes que forman esta
obra no es el estudio de los testigos únicamente filósofos9; en
otra de mis obras10 he estudiado el pensamiento soberano del
filósofo de Aix-en-Provence: no le tildarán de fideísmo o de
pragmatismo más que aquellos que ignoren el abecé. Puedo añadir
que el mundo blondeliano ha estado constantemente presente en
mi pensamiento a lo largo de la elaboración de este volumen.

V. ITINERARIO DE LA VIDA DE FE

Después de estos párrafos un tanto abstractos, podemos ya es­


bozar a grandes rasgos, inspirándonos en Malégue, la evolución
habitual de estos tres aspectos de la fe en una vida humana.

1. I nfancia

El niño cristiano, si vive en una familia normal, comienza


por desplegar su fe en un clima de transparencia mística. Vive
espontáneamente en lo sobrenatural. Cierto que no distingue cla­
ramente (pues no se le ayuda lo suficiente a hacerlo así) lo sobre­
natural auténtico de lo maravilloso. Quien puede lo más, puede

9 He estudiado a Sartre, porque, con sus novelas y sus obras de teatro,


llega al gran público literario.
10 En la obra ya citada, Au seuil du christianisme, Cahiers de Lumen
vitae, n.° 4, París-Bruselas, 1952, pp. 97-153.
384 La fe en Jesucristo
lo menos: con bastante confusión, mezclará las historias de ha­
das con las historias piadosas. Pero, con una formación correcta,
distinguirá perfectamente entre lo maravilloso, que sabe en su
interior que no es verdad “ , sino un juego, y el mundo religioso
que entrevé, tanto en el silencio sagrado de las iglesias como en
el amor de sus padres. Espontáneamente, los bosques, las estrellas
le aparecen como Palabra de Dios, revelación de una «alta potencia
solitaria».
El niño consiente con todo su ser en esta presencia de lo so­
brenatural. Su libertad se abandona sin dificultad al mundo invi­
sible (incluso si, por otra parte, recalcitra ante los mandamientos
de Dios). Sólo que esta libertad todavía no ha sido probada; y
no puede serlo, pues el niño depende demasiado, por su mismo
ser, de los otros. El consentimiento con los «otros» se confunde
demasiado en el niño con las necesidades muy utilitarias de su
propia vida.

2. La encrucijada en la épo ca d e la adolescencia

La adolescencia es la prueba necesaria en toda vida humana.


Al cobrar conciencia de su mundo interior, el adolescente quiere
ensayar sus fuerzas; reclama que se le deje correr, respirar al sol:
quiere saber, quiere elegir; en una palabra, quiere ser «alguien».
Y con una presunción muy juvenil, y harto ingenua en el
fondo, abordará el problema religioso. Sabiendo por experiencias
más dolorosas lo que cuesta la obediencia a la palabra de Dios,
sabe ya que puede decir no. Tan tentado se siente de decir no
a Dios como a sus padres, cuyos límites descubre entonces. Es
grande el peligro de reducir los valores religiosos a esos otros1

11 Chesterton ha puesto muy bien de manifiesto este rasgo de la


infancia en su autobiografía, L’homme a la clef d’or, París-Bruselas, 1948.
La vida de fe.— Encrucijada de la adolescencia 385
valores, familiares, escolares, sociales, cuya faceta relativa ve en­
tonces el adolescente.
Cierto que permanece piadoso; pero no existe ya aquella es­
pecie de transparencia espontánea; experimenta para con la fe una
forma muy sutil de desinterés. Quiere seguir en contacto con Dios,
pero exige que se le permita «respirar»; reclama el vagar nece­
sario para examinar por sí mismo la religión; y con harta faci­
lidad se convence de que está en condiciones de resolver, él solo,
los problemas que comienzan a planteársele. ¡ Es tan espirituosa
la embriaguez del espíritu 1
Este enfrentamiento de la libertad, de la inteligencia adoles­
cente y de la fe «receptiva» de la infancia es legítimo y necesario.
¿Cómo maravillarse de que no se haga sin crisis? Una muda es
siempre dolorosa. Jesús no dijo que «permaneciéramos» niños, sino
que fuéramos «semejantes a niños», que «nos hiciéramos otra
vez niños». Sabe muy bien que el adolescente, enfrentado, casi
solo, con el problema inmenso de su vocación personal, tanto en
el plano humano como en el religioso, no puede menos de tro­
pezar. Bien claro lo muestra la historia de Méridier.

# # #

El peligro de la caída ocasiona con frecuencia una intervención


más explícita de Dios. La gracia sale entonces del anonimato de
las causas segundas; algo así como en el Tabor, Cristo se revela
a quien le busca aún con todo el ardor de su alma (¿qué son los
pecados de los adolescentes al lado de los de los adultos, en
comparación con los crímenes de los corsarios de la historia?).
Todo joven fervoroso se encontrará, al menos una vez, sobre el
Tabor; llamado por Jesús, oirá la voz del Señor de la gloria. La
adolescencia es la época de los llamamientos místicos, pues es el
tiempo del heroísmo y de la santidad.
25
386 La je en Jesucristo
El diálogo que se establece entonces entre el ser joven y Cristo
permanece secreto de las almas. El llamamiento versará a veces,
con frecuencia incluso, sobre una vocación religiosa o sacerdotal.
Tal fue el caso de Méridier. Es normal que todo joven y toda
joven piadosos se planteen en el umbral de su vida, y con toda
seriedad, el problema de la vocación, de una separación total
de la vida de este mundo. Todo ser hace un trecho de camino
con Jesús, por el camino de Emaús, y su corazón está entonces
ardoroso, durante estos instantes en que el Señor «desvela el
sentido de las Escrituras». Si este problema así planteado en la
aurora de la vida no corresponde necesariamente a un llamamiento
preciso de Dios, al menos el hecho de plantearlo revela el impulso
hacia el don total que caracteriza normalmente «la primavera de
la naturaleza y la primavera de la gracia». Temo que, desgracia­
damente, con demasiada frecuencia en nuestros días, la adoles­
cencia elimine muy de prisa la posibilidad de un llamamiento,
por falta de perseverancia.
Pero, además de este llamamiento preciso, hay una vocación
cristiana universal, integral, profunda, a la que' es llamado todo
cristiano. Ya quede uno en el mundo, ya lo abandone (y es ésta
una opción relativa a los estados de vida), en uno u otro caso,
resuena el mismo llamamiento a la santidad total, pues es el lla­
mamiento cristiano: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial»,
dijo Jesucristo. Hay medianías en el estado religioso y santos en
el estado de vida «mundana».
La verdadera bifurcación de la adolescencia, yo la simbolizaría
más bien en la imagen de esa montaña abrupta en cuya cima se
alza el castillo interior donde habita el Esposo divino, que debe
vivificar y recrear nuestro ser. Existen dos caminos para ascender
a la m ontaña: el atajo, el sendero de cabra que trepa de un
tirón, en línea recta, y el camino carretero que va subiendo poco
a poco y con numerosas vueltas y zigzags hacia la cumbre. Los
La vida de fe.— Encrucijada de la adolescencia 387
que no se dan por entero, sino que se rehúsan a medias en aquellas
materias que no son de estricto precepto, toman por el camino
carretero. Aquellos que lo dan todo de una vez, como lo harán
todos en la hora de la muerte, éstos, digo, toman el sendero de
cabra. Quieren vivir constantemente en el amor perfecto de Dios,
mientras que los otros navegan largo tiempo por las aguas del
amor imperfecto, mezclado de temor y de concupiscencia.
El camino carretero se cruza en varios pasajes con el sendero
de cabra: son los minutos en que la vida de todo cristiano está
animada de un amor propiamente sobrenatural, perfecto, de D ios:
si estos cristianos pudiesen permanecer en este nivel de vida, si,
en el primer cruce del camino carretero y el sendero de cabra,
abandonasen los cómodos zigzags para trepar rectos por el atajo,
serían santos en sentido estricto. La mayoría no lo hace así. Se
salvan porque, a pesar de todo, el camino de la vida sube y as­
ciende, aunque sea lentamente y ocultando a las miradas a qué
alturas vertiginosas lleva.
Sería normal que el adolescente eligiese el atajo; y, de hecho,
más de una vez se siente violentamente tentado a hacerlo así. Por
desgracia, hay otros atajos que trepan también a otras montañas,
comenzando por la montaña de sí mismo. El joven se lanzará a
la conquista de sí mismo, con entusiasmo; no consiste el error del
joven en tener entusiasmo y fogosidad y en tomar por el sendero
empinado, sino en creer demasiado a la ligera que todos los
senderos tienen igual valor con tal que sean senderos de cabra por
los que no transita el «burgués»; se imagina con demasiada faci­
lidad que llegará a su fin, por sí mismo, con tal que ese fin sea
peligroso. Y ese objetivo es a la vez él mismo y Dios, el amor del
mundo y el amor de la belleza, el amor del amor y el amor del
Señor. El adolescente quiere probar sus fuerzas. Dios le deja hacer.
Y sin embargo, entre los que no han elegido el estado de vida
religiosa, hay santos que trepan por el sendero empinado a diario:
388 La je en Jesucristo
son las clases medias de la santidad, de que es admirable ejemplo
la familia de Méridier. Lo que pasa es que este sendero ¡ tiene
un aspecto tan burgués, tan modesto, tan humilde, frente a los
grandes llamamientos (vagos) de la vida, de la carrera, del a m o r...!
Igual que Augustin Méridier, que «minimizó» el llamamiento de
sus diez y seis años, muchos jóvenes se lanzan por un inmenso
rodeo para llegar a Dios, pues se hallan persuadidos de su invul-
nerabilidad personal: lo que ha acontecido a otros no les acón-
tecerá a ellos...
Este negarse a medias a Dios, o por mejor decir, esta pre­
sunción de elegir por sí mismo el camino para llegar a él, dismi­
nuye en la misma medida el frescor del acto de fe. La fe no
desaparece, pero queda como cubierta de malezas, como ahogada
entre los proyectos, las audacias, los entusiasmos y, sobre todo, el
inmenso zumbido de la búsqueda (aun legítima) de sí mismo... La
libertad y la sobrenaturalidad de la fe se esfuman y empañan;
en cuanto a la razón, con frecuencia se desarrolla desmesurada­
mente en un sentido profano, permaneciendo incluso infantil desde
el punto de vista religioso; o bien se pierde enredada en las mallas
de su propia prudencia ante el problema religioso...

3. El c a m in o a g reste

Dios no abandona al adolescente que ha querido probar sus


fuerzas. Pero el camino elegido por el joven tendrá innumerables
rodeos; el amor, el dolor, el testimonio de los santos, la proxi­
midad de la muerte acarrearán poco a poco el desprendimiento
necesario para un acto de fe auténtico y pleno. Con frecuencia
será preciso proceder por efracción: poco a poco se habrán ido
depositando en el fondo del alma fuerzas de reserva: ahí es
donde puede obrar Dios, pues el hombre se halla tan ocupado en
su «epidermis», está tan atrafagado por las «realidades» de la vida.
La vida de fe.— El camino agreste 389
está tan frecuentemente «fuera, ausente», que la morada secreta
de su alma permanece vacía, disponible. Con la ayuda de las cir­
cunstancias de la vida, Dios introduce en esa morada energías
espirituales que, con ocasión de un choque poderoso, enfermedad,
peligro de muerte, amor, se dispararán y aparecerán como un nuevo
e insoslayable llamamiento al don decisivo e irrevocable.
Cerca de la cima de la montaña, los dos caminos se unen, el
atajo y la carretera, o, mejor, no hay ya más que una sola ruta, la
única que llega a las cimas, el sendero de cabra. Más aún; cerca
del final, no hay ya huellas de sendero, no hay camino trillado;
como en la cima de los Alpes, se necesita guía. En el gran paso
de la muerte, no hay al principio más que un sendero de cabra,
después no hay en absoluto sendero; es preciso entonces confiarse,
en pensamiento, acción y ser, al guía divino, a esa presencia activa
desde el principio, huida, temida, adivinada, a la que terminamos
por rendirnos... Todos los hombres, al abandonarse a Dios, en los
umbrales de la muerte, harán un acto libre (a veces, el único acto
verdaderamente libre de toda su vida), y este acto libre será un
acto de fe. In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum,
en tus rpanos, Señor, pongo mi espíritu...
«Cuando eras joven, te ceñías tú mismo e ibas adonde querías;.
pero, cuando seas viejo, Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no
querías ir» : estas palabras de Cristo a San Pedro perfilan el
itinerario de Augustin Méridier y describen el itinerario de todo
hombre en camino hacia la fe total.

VI. T estim o n io s vividos

Se dirá que describo el itinerario a priori del viaje de la fe en


una vida de hombre. Creo no haber descrito más que el diálogo
(a veces, la disputa) de la razón, de la libertad y de la gracia en
la vida humana. Todo sacerdote, todo apóstol seglar ha encontrado
390 ■La fe en Jesucristo
estos casos de conversión en los que se revela claramente uno u
otro de los tres aspectos de la fe. Los tres hilos de esta madeja
irrompible están siempre presentes, pero aparece uno u otro con
mayor nitidez. Podría contar a este propósito muchas «historias
verdaderas»; me han interesado siempre infinitamente más que
las de los libros. Se recordará que comencé contando la historia
de los golfillos de los suburbios de París; por ello, nadie se ex­
trañará que termine con imágenes semejantes.
Me acuerdo de un joven de diez y seis años, enfangado, hacía
tiempo, en un pantano m oral; despertado por azar (lo que sucede
casi siempre) a las realidades de la carne, vivía en una completa
soledad moral. Pero creía, vivía su fe, comulgaba todos los días.
Cuando se le ofreció ocasión de confesar su situación, lo hizo con
una admirable sencillez. Su vida anterior, a pesar de sus debili­
dades, no había podido alterar en él la necesidad de limpieza
interior: al revés del pequeño Miles, que representaba la comedia
de la bondad, este joven era sincero consigo mismo, generoso:
su libertad ante la fe había permanecido intacta.
Cierto que más tarde, después de haber «crecido», comenzó
a dudar de sus creencias: descubrió el mundo y quedó hastiado
de él: hipocresía de la sociedad, fariseísmo de ciertas familias
cristianas, sufrimiento de los inocentes; sintió en sí mismo, en su
interior, fuerzas que le empujaban a decir no.
Este resentimiento y el orgullo se aliaron entonces para derri­
barle: queriendo o todo o nada, no sabiendo alcanzar la pureza
total del cuerpo y del espíritu, vino a experimentar irritación ante
los sacramentos, de los que sabía que no podía prescindir, pero
que humillaban su nostalgia de curarse solo. Quería probar sus
fuerzas. Pretendió llegar a Dios sin la Iglesia.
En estas medias tintas de una vida religiosa con bastantes inter­
mitencias, nunca formuló una negativa neta a la gracia; pero iba
difiriendo de día en día recurrir a ella. Sin embargo, de tarde en
La vida de fe.— Testimonios vividos 391
tarde, se sumergía en las aguas del sacramento de la penitencia,
se nutría de la Eucaristía. Pero volvieron las debilidades y flaquezas,
más fuertes todavía, con el sentimiento de una culpabilidad vaga
y de una inevitable fatalidad. A pesar de todo, persistió en pedir
perdón, cada vez, incluso maquinalmente.
Esta fidelidad a lo esencial era lo que iba a salvarle: sabién­
dose oscuramente pecador, confesando en su interior la necesidad
de un socorro sobrenatural, mantenía en sí las disposiciones esen­
ciales de la fe. Pero estaban como adormecidas y veladas: su
libertad, de la que dudaba, en materia moral, su razón, que no
veía ya con claridad la verdad cristiana, paralizaban el desarrollo
de una fe viva.
Pasaba el tiempo. Transcurrieron muchos años durante los cua­
les se dejó ir en medio de la soledad y de la desesperación. Pero
el joven no estaba solo. Incluso cuando nos creemos atados a
nuestras faltas, hasta cuando nos imaginamos que nuestro corazón
se identifica con ese «nudo de víboras» que lo ahoga, la gracia „
de Dios trabaja sin interrupción por desatarnos. Dios obra en lo
profundo; va minando pacientemente y realizando un trabajo de
zapa en las tierras hondas de nuestro yo. Poco a poco nos des­
prende de nuestras faltas más tenaces; nos hace lanzar un grito
hacia él. La historia que cuento constituye un testimonio de esta
verdad deslumbradora. El que había recibido sus primeras confi­
dencias lo había confiado por completo, lo había abandonado a las
manos de Dios. Nunca intentó provocar confesiones. Una doble
serie de circunstancias aparentemente banales hizo aparecer un
día, bruscamente, cuando ni él mismo ni el sacerdote lo esperaban,
la realidad de este trabajo divino en las aguas profundas del alma.
El joven descubre un día que, a fuerza de vivir entre dos
aguas, comenzaba a perder la fe; sin saber exactamente cómo ni
por qué, se puso a rezar con más frecuencia. Sintió la necesidad
de hacer algo. Fué a franquearse totalmente con un sacerdote, con
392 La fe en Jesucristo
una confianza y una sencillez desembarazadas por fin de las pará­
lisis y coqueterías de la primera adolescencia. No sé lo que le dijo
el sacerdote con quien se asesoró; pero me inclino a creer que
Jesús habló por su boca, pues se le dijeron, me ha contado el
joven, palabras que hicieron saltar las murallas de la desconfianza,
esas murallas que él creía tan espesas y tan infranqueables. El
joven se avino a que se le explicase la verdadera faz de la moral
cristiana; volvió a rezar, a confesar con regularidad, a comulgar.
Su razón, iluminada, puso en paz sus sentidos; su libertad, con­
fortada por la gracia, en el seno de la confesión sacramental, le
filé devuelta, diríase que completamente nueva; a Dios, lo sentía
a la vez inmensamente lejos e increíblemente cerca: tuvo menos
miedo de él. Y al mismo tiempo que revivía su fe, sintió que
volvía otra vez el tejido de su vida a estar entre sus manos, pero
reparado misteriosamente por una mano invisible. Se sintió en
un punto crucial de su vida: al propio tiempo que medía la
gravedad de su situación, se sintió secretamente aliviado, alige­
rado, sostenido, llevado; respiraba. Otra vez volvió a esperar en
Dios, pero también en sí mismo. Aceptó el «amarse a sí mismo
sencillamente, como a cualquier otro miembro doliente de Jesu­
cristo» ; esta expresión admirable de Bernanos, el joven la vivió
sin saberlo.
Lo que extraña es la subitaneidad del cambio interior operado.
Verdaderamente, «uno había sembrado y otro recogido»; el sem­
brador era Dios, quien, por medio de su gracia, había trabajado
sin interrupción esta alma y preparado esta mies inesperada. Pero
en medio de las tinieblas en que vivía el joven, nunca había
rechazado positivamente la gracia; cuando sintió que había lle­
gado el momento crucial, dijo sí a la corriente del río divino;
rehusó discutir demasiado, construir teorías: se dejó iluminar,
simplemente, sin orgullo, y también sin sentimentalismo.
La vida de fe.— Testimonios vividos 393
Esta historia, es cierto, no ha terminado todavía: la lucha es
aún dura; lo es incluso más que nunca. Pero los golpes que
recibe el joven no hieren ya tan brutalmente. El alma está cam­
biada, recreada. Ha reaparecido la alegría. Este testimonio, que
he querido contar con todo detalle, porque me parece ejemplar,
ilustra bien la prueba de una vida de fe en el alma de un joven:
a condición de no matar ninguno de los órganos esenciales de la fe,
la razón, la libertad y la gracia, la luz divina continúa iluminando
en secreto. En medio de sus tinieblas, este joven conservó la visión
de Dios, salvaguardó su conciencia de ser pecador, alimentó, de
manera pobre, sin duda, pero real, su deseo de D ios: volvió la
claridad y con ella la libertad y la alegría. Se reencontró a sí mismo,
recreado.
Pienso también en aquella joven, rota, deshecha por un fra­
caso amoroso; a punto de huir de Dios, de rebelarse, un sacerdote
le aconsejó que se confesase. Después de tres días de rabia, de
negativa, de odio hacia aquel que le había intimado, en nombre
del Señor, la necesidad de tajar el nudo gordiano, volvió y confesó
sus faltas, no solamente las superficiales, sino también esa falta
más profunda, por la que, con tanta frecuencia, rehusamos per­
donar a Dios «habernos hecho lo que somos».
Otro joven, tras de una infancia nutrida de fe jansenista, perdió
sus creencias; una admirable rectitud moral mantenida a pesar de
todo, un mínimo de actos religiosos practicados con lealtad, le
valieron un día reencontrar la luz, gracias a un golpe brusco de la
gracia divina. Este muchacho «no había olvidado en medio de las
tinieblas lo que había visto cuando estaba en la luz»: este dicho
admirable, que tantas veces cita Du Bos, lo había puesto el joven
espontáneamente en práctica.
Otro joven había también perdido su fe al contacto de las
disciplinas científicas, al propio tiempo que por su orgullo de
394 La fe en Jesucristo
saberse solo en un mundo de nada. Un día resonó en él un llama'
miento; sintió que Dios quería algo de él. Pero sus objeciones
sobre «el sinsentido de la vida» permanecían en pie. Con una
absoluta docilidad, aceptó arrodillarse, rezar; dejó de lado mo­
mentáneamente sus objeciones, para profundizar sólo en su alma
y en su buena voluntad. Así mejoraba el «coeficiente del obser­
vador». En el plano moral, renunció a faltas cuyo carácter cul­
pable no veía, humanamente; lo hizo únicamente porque se le
había dicho que Dios las reprobaba. El día en que se confesó,
después de haber cortado el nudo gordiano, le inundó la luz y,
rápidamente, cayeron todas sus objeciones. Esta historia pone bien
en claro el papel de la gracia que llama, el de la buena voluntad
que responde y el de la inteligencia que encuentra la luz en la
adhesión misma de la fe.

VII. LA PENUMBRA DE LA IGLESIA Y .DE JESUCRISTO

La conclusión de este libro es que el lazo que anuda indisolu­


blemente la libertad, la razonabilidad y la sobrenaturalidad del
acto de fe es el Verbo encarnado, Jesucristo. El volumen prece­
dente desemboca en el Cristo de la resurrección; éste, sin excluir
aquel final, toma el misterio en su origen: encuentra su unidad
en la Encarnación, de la que la muerte y el sufrimiento son sólo
consecuencia.
Es Jesús a quien hay que anunciar; es el testimonio del Evan­
gelio el que se debe proclamar, tal cual es. Hay que abordar el
problema de la fe por arriba, por Cristo: en él se ven la sobre­
naturalidad de Dios, la libertad del hombre y el carácter razonable
de la inteligencia más alta que jamás existió. Las últimas obras
aparecidas insisten todas sobre este hecho de que la fe es «con-
La penumbra de la Iglesia y de Jesucristo 395
sentimiento» con Jesucristo, don de sí a su divina persona, libre­
mente, en la gracia 12.
Al propio tiempo, las dificultades que se oponen a la Iglesia
se sitúan a su luz auténtica, ya que la Iglesia no es más que la
prolongación del misterio de la Encarnación. También la Iglesia
es «penumbra divina», nube luminosa, señal de contradicción.
# * #

Quisiera terminar con unas líneas muy sencillas, pero que ex­
presan, creo, lo esencial.
El diálogo de la fe se entabla entre Dios y el hombre.
El hombre debe reconocer que es un ser engendrado, pues,
de lo contrario, se obstruye el acceso a lo sobrenatural. Que se
acuerde de Sartre. El hombre ha de salir del infierno m undano:
tiene que confesar su egoísmo, reconocerse mentiroso; debe con­
fesar que es pecador. Acordémonos de James. Y el hombre debe,
al mismo tiempo, respetar su razón y no hacer de ella un ídolo: -
ha de reconocer su necesidad de un suplemento de luz. Basta
recordar a Martin du Gard. El hombre debe ser fiel a la gracia,
que continuamente le persigue: tiene que confesarse a sí mismo
que solamente la fe creará en él la unidad. Acordémonos de
Malégue.
Paternidad de Dios, salud de Dios, luz de Dios, gracia de Dios,
estas cuatro riquezas puede decubrirlas el hombre si realiza esa
cuádruple confesión. Estas cuatro riquezas se hallan en la persona
de Jesucristo, de quien la Iglesia da testimonio, libremente, razo­
nablemente, sobrenaturalmente.
La fe es razonable porque, en la Iglesia, encuentra el espíritu

12 Cf. Les chrétiens ont-ils encore la joi?, Revue Nouvelle, 15 de fe­


brero, 1950, pp. 118-121.
396 La fe en Jesucristo
al mismo tiempo esas oscuridades inevitables y esas claridades
suficientes que confieren un sentido al drama del hombre en su
integridad. Al creer en el testimonio de la Iglesia, la inteligencia
descubre la clave de su propio misterio, la solución de sus propias
penumbras.
La fe es libre porque, en la Iglesia, se le ofrece al hombre todo
entero el amor de Dios; y el amor reclama la respuesta libre del
amor.
La fe es sobrenatural porque, en la Iglesia, nos solicita y nos
ilumina la gracia divina. El hecho externo de la santidad de la
Iglesia es «el signo elevado en medio de las naciones», «el testigo
de Dios para nosotros» l3.
* # #

La Iglesia es Cristo comunicado en el Espíritu. En último


análisis, lo que hay que ver en la fe es el Verbo encarnado.
La fe es libre, razonable, sobrenatural, porque no se refiere,
en primer lugar, a una doctrina impersonal, o a un código de
moral, sino a una Persona que nos llama, nos enseña y nos ama.
La fe es razonable, porque Jesús es Verdad; la fe es libre, por­
que Jesús es el Amor encarnado; la fe es sobrenatural, porque
Jesús es Dios encamado.
* * *

La fe cristiana es una penumbra luminosa, porque esta pe­


numbra tiene también otro nombre, el de Dios, que nunca ha
amado tanto a los hombres como el día que quiso revestir la
condición humana, en Jesucristo.

13 Esta es la doctrina del Cardenal Dechamps, aceptada en el Concilio


Vaticano.
EPILOGO

¿Tanto tiempo como llevo con vosotros, le


respondió Jesús, y todavía no me conoces, Fe-
Upe? El que me ha visto, ha visto al Padre.
¿No crees que estoy en el Padre y que el Padre
está en mí? Todo lo que pidiereis en mi nom -
bre, lo haré, a fin de que el Padre sea glorificado
en el Hijo.
Evangelio de San Ju an .
Y ahora, lector, deja este libro, pues es obra humana, bal­
buceo, penumbra.
Si eres creyente, arrodíllate; haz el signo que inscribe a Jesu­
cristo en tu carne y en tu alma, la Cruz del Salvador. El Padre,
que ve en lo secreto, te escuchará. Escucha la Palabra: no hay
más que una, Jesucristo. No eres tú el que pide, sino el Espíritu
Santo, que suspirará en tu alma con gemidos inenarrables; dibu­
jará en el santuario de tu ser la imagen viva de Jesús; te dará,
por medio de Jesucristo, la fe en Dios Nuestro Padre.
No puedes crear en ti la fe. Esto sobrepasa tus fuerzas; y las
^m ías; y las de los hombres hundidos en este extraño mundo
presente, en este mundo cotidiano. Debes ejercitarte en hacer los
gestos de la fe. Pero sólo como el aprendiz de nadador que apren­
de, en una silla, los movimientos de la natación. Esos gestos son
necesarios, pues, llegado a las aguas profundas, se ahogará, si no
ha aprendido los movimientos de la natación; pero esos gestos
están desnudos de sentido, si el agua vivificante del río no vien'-
nunca a sostenerlos. Debes ejercitarte sin interrupción en las dispo­
siciones preparatorias de la fe; si no, llegada la gracia, no la reco­
nocerás y te perderás en los meandros. Pero debes desear las aguas
de la gracia, pues, solamente en ellas tendrán sentido los gestos
que hubieres aprendido.
400 Literatura del siglo X X y Cristianismo
Jesús lo ha dicho: «El que creyere en mí, ríos de agua viva
brotarán de su seno, hasta la vida eterna». Las aguas de la gracia
fluyen continuamente por el mundo. Hace falta un maestro de
natación para aprender. Si el maestro sostiene demasiado al no-
vicio, éste nunca aprenderá a nadar; si no lo sostiene lo suficiente,
se ahogará. El Espíritu Santo te sostiene en la fe, ni demasiado,
ni demasiado poco. No demasiado, porque tú debes creer libre-
mente y razonablemente y porque sin tu consentimiento la gracia
no puede nada: un pequeño dique puede detener el océano:
no demasiado poco, porque sólo en las aguas de la gracia tu razón
y tu libertad encontrarán esa flexibilidad ligera que te capacita
para nadar siempre adelante y para ser llevado por el oleaje, en
un misterioso aligeramiento de ti mismo.
Si has hecho lo que dependía de ti, anhelarás las aguas: «To­
dos los que tenéis sed, venid a las fuentes de agua viva y bebed,
gratuitamente, de la fuente del Salvador». Pero sólo el Espíritu
hace brotar en ti las aguas eternas. En un diálogo de verdadero
amor, Jesús te pide que digas sí a su gracia. Una vez abandonada
tu alma entre sus manos de caridad inefable, déjale hacer. El di­
vino arquitecto conoce el plano de la morada celeste que edifica
en ti, al mismo tiempo que se disuelve la habitación carnal de tu
cuerpo y de tu vida. Dios te dará el creer, si dices sí a su presencia
de amor. Sabes lo que es el amor, incluso si no te crees amado de
los hombres. Sabes que en la entrega de todo tu ser, brilla la luz
que ilumina tu espíritu, la llama que reconforta tu libertad, la
vida que apacigua tu deseo de juventud eterna. La gracia de la
fe es Dios «joven y al mismo tiempo eterno». En ti. Todos los días.
Deja este libro, pues Pedro dijo un día: «Señor, ¿a quién
iremos? Vos solo tenéis palabras de vida eterna».
Epílogo 401
Joven lector, es tiempo de que pases a «otro tú», más «íntimo
a ti mismo que tú mismo». T u cuerpo es el templo del Espíritu
Santo. El Espíritu te habla, te sostiene, te santifica. El Espíritu te
da a Jesucristo. Te reviste de Jesucristo, pues estás bautizado.
Recibes en la Eucaristía el cuerpo y la sangre de Jesucristo, que
salva tu juventud. Y bendice lo que eres, «la primavera de la
naturaleza y la primavera de la gracia», pues Jesucristo es la única
aventura. La aventura que contiene todas las otras.
Cristo no te pide que estés triste, miedoso, replegado. Men­
diga de ti tu libertad. Dios es el mendigo que llama a todas las
puertas. No hay sitio para él; está ocupado. ¿Por quién? Por
nosotros mismos. No hagas como aquellos que dejan a Dios fuera,
al frío y al viento, el único pan de los pobres cuando se les han
cerrado todas las puertas, como en otro tiempo al rey Lear. Eres
joven; tu corazón no está todavía «ocupado». Está vacante. Abre
la puerta: «Ved que estoy a la puerta y llamo; el que me abriere,
yo entraré en él y tomaré el alimento con él».
No puedes salvar tu fe fiándote de solas tus fuerzas. Te con­
viene reflexionar. T e conviene saber que la fe es certeza. Razona­
ble. Es bueno que ensayes tu libertad. Debes saber que la fe es
libre. Respuesta de amor. Y te conviene ofrecerte a los efluvios
del amor que bañan el mundo. Debes saber que la fe es sobre­
natural. Hace de ti una «nueva criatura».
Pero te es preciso saber que todas tus verdades, tus libertades,
tus amores, son reflejo de una Verdad, de una Libertad, de un
Amor eterno, el de Dios que te recrea «joven al mismo tiempo
que eterno»;
Todos nuestros perfectos amores reducidos a un solo amor.
Como nuestros más bellos días reducidos a un bello día...
que cantó el poeta. Todo esto que ensayas, audazmente, impru­
dentemente, alegremente, toda esta carrera de tu ser por los
senderos de la vida, todos tus amores perfectos, serán reducidos,
OA
402 Literatura del siglo X X y Cristianismo
en la fe, a un Amor, «como tus días más bellos reducidos a un
bello día...»
Los hermanos mayores que has escuchado en este libro te
hablan en un lenguaje franco. Escúchalos. No te dicen que estés
triste o pesimista, ni tampoco optimista o despreocupado. Te pi­
den que seas serio. El privilegio de la juventud es el de unir la
seriedad con la gracia. Que la «gracia seria» que baña la luminosa
Toscana, que la luz ligera, perfumada de violetas, que ilumina la
grave ciudad de Atenas, te llenen a ti también. Que en ti se
mezclen aquella «gracia seria» y esta «luz ligera» con los res­
plandores dorados y cálidos que irradian de la ciudad de Jeru-
salén, la Jerusalén de la tierra y la del cielo, «que nos ha engen­
drado en la libertad de Cristo», pues es «nuestra Madre».
La fe es seria. Grave. De un fervor continuo. Pero mantiene
en nosotros una misteriosa ligereza. Te sentirás como imponde­
rable. Sólo que un poco más grave, más atento, más maravillado
en los umbrales de la existencia. La fe te devolverá esa misteriosa
gravedad del ser que se sabe lugarteniente de Dios sobre la tierra.
Aspiras a ser rey. No hay más reyes auténticos que los pací­
ficos: «Re* pacificus hodie magnificatus est, cuius vultum desú
derat universa térra; hoy ha sido magnificado el Rey pacífico, cuyo
rostro es deseado por la tierra enteran. He aquí lo que canta la
Iglesia en las Vísperas de Navidad. Eres rey, en Jesucristo; con
él, reinarás sobre el mundo. Y, en él, llegarás a ser «el gran
concentrador de los mundos», para ofrecerlos ante el trono del
Padre.
Joven lector, deja este libro, pues Jesucristo ha dicho: «Na­
die ha visto al Padre, sino Yo».
# # #

Cristianos de las iglesias disidentes, si el centro de este libro


es Jesucristo, este centro nos une. Penumbra de la Cruz, penumbra
Epílogo 403
de las Escrituras, penumbra del dolor humano, estos tres claros-
euros ¿no son nuestra común herencia del Señor? Que esa herencia
nos una en la oración.
La unidad: de todas las causas caras al cristiano, ninguna más
augusta, más esencial. Constituye el corazón del corazón y el
alma del alma de toda vida cristiana. A ella he consagrado mi vida,
como tantos otros. Al escribir este libro, he querido servir esa
unidad.
Aparece una gran esperanza; una luz trémula se insinúa en
el horizonte cristiano. Las potencias de este mundo pueden bur­
larse. No saben lo que hacen. El movimiento por la unidad cris­
tiana aparecerá más importante a los ojos de los futuros historia­
dores que todo lo que nos hinche de orgullo, que todo lo que
nos mata en estos días del siglo XX.
Hermanos ortodoxos, anglicanos, reformados, no diré ya más,
«pues es bueno guardar el secreto del Rey». Una cosa tenemos que
hacer, por encima de todo; lo que Pío XII autoriza y pide a
todos los cristianos católicos romanos, rezar, en la fe, con todos
nuestros hermanos separados, el padre n u e st r o .
* # #

Lector incrédulo, no sé lo que pensarás de este libro. Dividido


entre el deseo de oír lealmente el testimonio de mis hermanos
incrédulos y el deber de decir íntegramente la verdad total de
Jesucristo, he mantenido este libro como suspendido entre el
amor a los hombres, a todos los hombres, y el amor a la verdad,
que es Jesucristo.
Nunca es un hombre el que convierte a otro hombre, sino
solamente el Espíritu Santo, que desvela el rostro del Salvador.
Quizá te escandaliza el testimonio de los cristianos: ¡Ojalá no
encuentres tropiezo en el mío! ¡Ojalá, sobre todo, el Dios de la
verdad te revele lo que buscas sin saberlo!
404 Literatura del siglo X X y Cristianismo
«Si la repulsa de Israel ha sido para el mundo la reconciliación,
¿qué será su reintegración, sino una resurrección de los muertos?»,
escribe San Pablo. Me atrevo a parafrasear este pasaje y decir a
mis lectores incrédulos: «Si vuestra recusación de la verdad cris­
tiana se honra con tal grandeza humana, ¿qué será para el mundo
vuestra adhesión a la fe, sino «una resurrección de los muertos»?
Esos valores humanos que tenéis cautivos entre las redes de vues­
tro ateísmo, todos vosotros, Sartre, Martin du Gard y demás,
¡ cómo «resucitarían a los muertos» entre estos cristianos que se
ahogan lentamente en su pobre fe, tan débil aparentemente ante
vuestros triunfos y vuestras riquezas! Si trajeseis a Jesucristo esas
riquezas humanas de que estáis tan abundantemente provistos,
¡ cuánto más ricos no seríais todavía! ¡ Y a cuántos pobres no
podríais además enriquecer, que son legión entre los cristianos!
] Si escuchaseis a Jesús!
Lector incrédulo, yo te pido que abras también El Libro. Es
un espejo en el que Dios se refleja. Tu incredulidad es quizá una
creencia que se ignora. Quizá estés cerca, aunque te creas lejos:
«Hay muchos, escribe Orígenes, que creyéndose fuera de la Igle­
sia, en realidad se encuentran en ella; hay muchos que, creyén­
dose dentro de la Iglesia, están fuera de ella». Porque «ios hay
que dicen: 'Señor, Señor’, pero no entrarán en el Reino».
Lector incrédulo, deja este libro, pues Jesucristo ha dicho:
«He venido a salvar lo que estaba perdido».
9

* # #

«Creo, Señor, pero ayuda a mi incredulidad», dice el Evan­


gelio. Lectores, dejad este libro. Escuchad la Palabra. La que la
Iglesia proclama en el ritual, en el breviario, en el misal. La que
se vive, reza y encarna en la santa liturgia. Solamente ella ayudará
a nuestra incredulidad.
Epílogo_____________________________________________405
Este libro no pretende ser más que un andamio provisional.
Levantada la casa, se destruye el andamio. Lectores, entrad en
la casa de Dios, la Iglesia, «gran signo levantado entre las na­
ciones». Este libro no pretende ser sino un prólogo. Leído el pró­
logo, se lee el libro. No hay más que un LIBRO: la Escritura:
«Palabra viva, divina, eficaz, penetrante hasta la juntura del alma
y del espíritu». La Escritura es JESUCRISTO.
No es palabra mía, sino de la joven Iglesia cristiana. En un
imperio pagano que la aplastaba por todas partes, la Iglesia daba
testimonio de fe en la resurrección del Hijo de María. Esta palabra
es divinamente sencilla, pues está inspirada por el Espíritu de
am or: «venid , se ñ o r je s ú s ».
IN D IC E D E N O M B R E S P R O P IO S

Agustín, San, 169, 255. Bonald, 223.


Anouilh, 149. Bos, Ch. du, 130, 132 ss., 137, 141 s.,
Aristóteles, 80. 338, 340, 393.
Asís, Francisco de, 112, 248. Boscán, 134.
Atanasio, San, 93. Boutang, Pierre, 61.
Aubert, R., 27, 200, 209, 219, 226, Boutroux, 234.
235, 237, 272, 275, 277, 300, 345, Bouyer, L., 209.
381. Brahms, 133.
Bremond, 268.
Bach, 133. Brugerette, abate, 200.
Balthazar, H. U. von, 247.
Balzac, 165. * Camus, 24, 29 ss., 56 ss., 65, 75 s.,
Barres, 231 s., 237. 103, 190, 368.
Barth, KarI, 53. Campbell, J. P., 74.
Batailíe, 76. Castelli, Enrico, 99.
Baudelaire, 59, 64, 200. Castiglione, Baltasar, 133.
Beauvoir, Simone de, 47, 74, 116. Catalina de Genova, Sta., 120.
Beck, Béatrix, 249 s. Claudel, Paul, 20 s., 23, 30, 46, 53 s.,
Beethoven, 133. 112, 123, 194 s., 233, 256 s.
Behaigne, 165. Clouard, 271 s., 319.
Beigberger, Marc, 61, 68, 70, 126. Cocteau, 54 , 378.
Benedicto XV, 210. Comte, 221.
Benito, San, 204. Csaky, Mons., 236.
Bergson, 82, 117, 234, 237, 248, 273, Chambord, 226.
301, 330, 340. Charles, Padre, 30.
Bernanos, 87, 167 s., 171, 246 s., Chesterton, 384.
250, 352. Chopin, 309.
Blanchet, 55, 113.
Blondel, 55, 95, 116 s., 211, 217, 233, Dansette, 194, 225.
237, 338, 344, 383. Dante, 169.
Bloy, 201. Dechamps, Card., 301, 321, 396.
408 Indice de nombres propios
Descartes, 75, 82, 99, 125. James, Henry, 10 s., 21, 31, 40, 126,
Dewaelhens, A., 55. especialmente 127 - 190, 224 , 263,
Diderot, 69, 74. 357, 365 s., 395.
Dondeyne, A., 52, 55, 104. James, William, 130, 137, 216.
Dostoyevski, 75, 160, 167, 169, 173. Jaspers, 75.
Dreyfus, 224 ss., 237, 242. Jeanson, F., 74.
Druon, 165. Joyce, 53, 122, 362.
Duhamel, 197, 381. Juan, San, 15, 162, 288, 298. 329,
Duhem, 234. 377 s., 397.
Dupanloup, 199, 207.
Kant, 71, 74.
Esterhazy, 197. Kemp, R., 249 s.
Evely, L., 38. Kessel, 165.
Kuhnelt-Leddhin, 121.
Fort, Gertrud von le, 106.
Frank-Duquesne, A., 93, 269, 363. Lachelier, 234.
Frizeu, Gabriel, 194. Lagrange, 233.
Lalou, 212.
La Rochefoucauld, 52.
Gainsborough, 147, 154.
García Yebra, Valentín, 106. Las Vergnas, 47.
Lavelle, 55.
Gide, 25, 48, 62, 66 ss., 130, 132, Lawrence, D. H ., 70.
135, 144, 178, 183, 201, 221, 223, Lecanuet, 194.
230, 241, 250, 251, 365. Lecomte du Nouy, 214.
Giraudoux, 140. Leibniz, 99 s.
Gorce, P. de la, 226. León XIII, 195, 210, 225, 231 s., 236,
Greene, Graham, 135 ss., 164 ss., 370.
170, 178, 223, 333. Lubbock, Percy, 141.
Gregorio de Nisa, San, 106, 196, 360. Lucrecio, 65. f
Guardini, R., 241, 339.
Gunther, 212. Mac Carthy, Desmond, 131, 135, 137,
141.
Hawthorne, 144. Magny, C. E., 197.
Hébert, Marcel, 213, 219 s., 251. Maine de Biran, 330.
Heidegger, 47, 81. Malégue, J., 11, 15, 41, 39, 109, 207,
Heiler, 195, 225, 371. 218, 220, 223, 234, 239, especial­
Heim, K., 53. mente 253-352, 372, 374 s., 380, 382,
Herraes, 212. 395.
Husserl, 78, 81 s., 84, 94, 123. Malégue, Y., 255, 268.
Huxley, A., 121. Malraux, 24, 31, 65, 75 ss., 124, 190.
Huxley, Julien, 26. Mann, Thomas, 122, 165, 362.
Huysmans, 250, 307 s. Marcel, Gabriel, 50, 54 s., 60, 70,
75, 94, 96, 98, 116 s., 123, 331.
Ivitsch, 86. Maritain, 234.
Martin du Gard, R., 11, 25 s., 41,
Jacob, 346. especialmente 191 - 251, 255, 270,
Jaloux, E.. 134, 141. 277, 314, 331, 368 ss., 372, 395,
Indice de nombres propios 409
Massis, H ., 231. Renán, 208 s., 290 s.
Mateo, San, 17. Riviére, Jacques, 20, 24, 256.
Mauduit, Jean, 28. Romains, Jules, 165, 197.
Maulnier, Thierry, 54, 378. Rougemont, Denis de, 166.
Mauriac, 46. Rouault, 324.
Maurois, Andró, 131, 141. Rousseau, 69.
Maurras, 225, 231. Rousseaux, A., 56.
Mercier, 210. Rousselot, 233.
Merleau-Ponty, Maurice, 55, 61, 75.
Moeller, Ch-, 8 ss. Saint-Exupéry, 31, 257.
Moré, M., 201. Saint-Simon, 165.
Mournier, 76. Sartre, Jean-Paul, 10, 20, 24 s., 27 ss..
Mouroux, J., 382. 31, 40, especialmente 43-126, 129,
190, 224, 230, 264, 277, 336, 340.
Napoleón III, 208. 356, 359, 361 s., 368, 372, 378,
Nédoncelle, 90 ss. 383, 395, 404.
Newman, 209, 240, 275 s., 291, 334. Scheben, 113.
Nietzsche, 65, 75 s. Shakespeare, 151.
Simón, A., 232.
Ollé-Laprune, 211, 218 ss. Sócrates, 238.
Oraison, Marc, 88, 206. Sterckx, Card., 232.
Orígenes, 404.
Ovidio, 52. Taine, 221.
Teresa de Ávila, Sta., 120.
Pablo, San, 35, 127, 170, 191, 253, Tomás, Santo, 71, 79, 117, 196, 299,
324, 358, 404. 367.
Parménides, 82. Troisfontaines, R., 74.
Pascal, 20, 27, 52, 65, 111, 239 ss., Turmel, J., 302.
277, 284, 344, 348, 350.
Pedro, San, 42, 292, 389, 400. Unamuno, Miguel de, 9.
Péguy, 31, 101, 228 , 231 ss., 256 s., Undset, Sigrid, 270.
340.
Pío IX, 195, 200, 209, 226, 235 s. Vacherot, E., 208 s.
Pío X, 195. Valéry, 121, 139, 241.
Pío XII. 214. 403. Varet, G., 74, 107.
Planche, F., 201. Verne, Julio, 19 ss., 26, 29, 32.
Poé, 144. Veuillot, 195, 226, 229, 232.
Poincaré, 234. Vialar, 165.
Proust, 56, 131, 134, 157. 162, 165, Vicente de Paúl, San, 120.
260 ss., 308. Vinci, 87.
Puschkin, 149. Voltaire, 74.
Quint, Pierre, 25. Wahl, Jean, 115.
Weil, Simone, 35, 116.
Racine, 52, 63. Werfel, F., 121.
I
IN D IC E G E N E R A L

P rólogo a la traducción e s p a ñ o l a ............................ 7- 11


P r e f a c i o ................................................................................................ 17-18
I n t r o d u c c ió n : El misterio de la f e ................................. 19- 42
I.—Los in d iferentes.................................................... 21
II. —Los racionalistas ... .......................................... 23
III. —Los que no quieren buscar a Dios ............ 26
IV. —Los que buscan a D io s .................................... 29
V.—Los tres aspectos del acto de f e ....................... 32
VI. — Los tres aspectos de la fey el a te ísm o ........ 33
VII. —Los tres aspectos de la fe y los cristianos
VIII.—Baja de la fe en la masa de los cristianos ... 36
IX.—Resurgimiento de la fe en las minorías selectas. 37
X.—Divorcio entre las minorías selectas y la masa. 38
XI. —Objeto de este lib r o ......................................... 39
XII. —Método de este lib ro ........................................ 40
XIII.— El centro de este l i b r o ........................................ 42
C a pít u l o I.—Jean-Paul Sartre o la negación de lo so­
brenatural .......................................................................... 43-126
I.—Ojeada a la obra de S a r tr e .................................. 46
II. — La paradoja del «hombre-Sartre» ................... 60
III. —El ateísmo de S a r tr e .............................*.......... 73
1. Caracteres generales ................................... 73
2. Los tres motivos del ateísmo de Sartre ... 77
412_____________________________________ Indice general
a.
El «para-sí» y el «en-sí»............... 78
b.
La noción de Dios sería contradic­
toria ................................................ 8 8

c. La noción de creación ................. 99


d. Contradicción entre la libertad y la
existencia de Dios ..................... 105
IV. —El antiteísmo de S a r tr e ..................................... 107
V. —La oposición al mundo sobrenatural ........... 115
Co n c lu sió n ............................................................................ 125
C ap ítu lo II.— Henry James y el ateísmo mundano ... 127-190
I.— El arte de Ja m e s..................................................... 130
II.—Significación religiosa de la obra de James . . . . . . 135
1. Nostalgia de la Iglesiacatólica .................. 136
2. El sentimiento de un mal sobrenatural ... 137
a. La belleza y las riq u ezas............... 138
b. La nada de la vida mundana ... 140
c. La m e n tira ........................................ 141
d. La posesión demoníaca ................ 144
III. —Los «Embajadores».............................................. 150
IV. —El ateísmo m u n d an o ........................................... 162
1. El mal in asible............................................. 162
2. S a tá n .............................................................. 166
a. Satán, príncipe de la mentira y del
o rg u llo ............................................ 167
b. Satán o la fascinación de la li­
bertad .................................................... 169
c. Satán, ángel c a íd o .................................. 174
V. —El camino de la f e .................................................... 176
1. Los que quieren salvar a los otros ......... 176
a. Las solteronas divididas ....................... 176
b. Las heroínas de la caridad ................ 178
2. La salvación del pecador por la confesión
de su f a l t a ............................................... 183
Co n c lu sió n ............................................................................ 189
Indice general 413
CAPÍTULO III.— Martin du Gard y ajean Barois» ......... 191-251
I. —La infancia piadosa de Jean B aro is................. 198
1. Debilidad de la formación cristiana hacia
1880 .......................................................... 199
2. La «sólida formación cristiana» de un jo­
ven francés de 1880 ......................... 2 0 2

II. — Elafrontamiento intelectual ................................ 207


1. Estado de la apologética a finales del si­
glo X I X ................................ 208
a. El racionalismo religioso. 212
b. El fideísm o..................... 213
c. El pragmatismo .............................. 216
d. El compromiso sim bolista. 219
2. Los sectores intelectuales laicos a finales
del siglo X I X ......................................... 220
3. La pérdida de la f e ................................... 222
III. — La religión laica y la Iglesia de F rancia........... 224
1. El catolicismo y el «Affaire» ..................... 225
2. La verdadera faz del catolicismo bajo la
tercera República ................................... 231
a. Laicismo y catolicismo liberal ... 231
b. La superación del positivismo ... 234
c. El catolicismo francés, visto desde
el in te rio r..................... 234
IV. —La «conversión» de Jean B aro is....... 238
1. El miedo no es la f e ............................. 239
2. Verdadero aspecto de lamuerte cristiana. 246
C o n c l u s i ó n ............................................................................ 249
C a p ít u l o IV.— Malégue y la penumbra de la fe ......... 253-352
I.—Las infancias m ísticas........................................ ... 256
1. M aitin es......................................................... 257
2. La gracia en las «causassegundas» ........... 266
II. —Paradise l o s t .......................................................... 270
1. El inevitable afrontamiento de los proble­
mas intelectuales .................................... 270
414 Indice general
2.
El ambiente intelectual pecad o r............... 273
3.
Complicidad intelectualde M éridier.......... 277
4.
El llam am iento............................................. 284
5.
Paradise l o s t .................................................. 292
a. Soledad orgullosa........................... 293
b. La fidelidad religiosa crispada ... 294
c. Rabia contra el fideísmo y el prag­
matismo ......................................... 295
d. El vértigo racionalista ................. 296
III. —La hora undécim a............................................... 299
1. La crítica de la c rític a ................................. 300
2. Necesidad de una efracción ...................... 304
a. El a m o r ............................................. 308
b. El dolor y la m u e rte ..................... 313
IV. —El acto de f e ......................................................... 317
1. Las supremas vacilaciones de la razón ... 318
a. El triple fundamento del motivo
de credibilidad ............................. 3 1 9

b. La paradoja de la santa humani­


dad de D io s .................................. 322
c. La paradoja del dolor humano ... 326
d. La paradoja del testimonio evan­
g élico ...................................................... 330
2.
Necesidad de un consentimiento libre ... 3 3 2

3 . El llamamiento de la g ra c ia ...................... 337


4. La adhesión de la f e .................................. 3 4 7

V.—Los desposorios del dolor y del espíritu, en Je­


su c risto .............................................................................. 345
1. P e n u m b ra d e la s E sc ritu ra s y p e n u m b ra
d e la C r u z ....................................................... 34g
2 . D io s fu é el p rim e ro en a m a r n o s .................. 35 j
3 . L a m u e rte en J e s u c r i s t o ................................. 357

C o n c l u s i ó n . — La fe en Jesucristo............................................. 353-396
I.— L a fe es s o b r e n a t u r a l ..................................................... 355
II.— L a fe es l i b r e .................................................................... 3g0
III.— L a fe es r a z o n a b l e ........................................................... 3gg
Índice general 415
1. Racionalismo o fideísmo ............................ 367
2. La responsabilidad de los cristianos........... 370
3. La síntesis católica....................................... 372
4. La penumbra de la f e ................................. 377
IV. —Síntesis de los tres aspectos de la fe ........... 380
V. —Itinerario de la vida def e ............................... 383
1. In fan cia.......................................................... 383
2. La encrucijada en la época de la adoles-
ce n cia..................................................................... 384
3. El camino a g re ste ........................................ 388
VI. —Testimonios v iv id o s.......................................... 389
VII. —La penumbra de la Iglesiay de Jesucristo....... 394

E p í l o g o .............................................................................................. 397-405

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