Tolstoi

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Un matrimonio desdichado

Por Tomás Eloy Martínez


Para LA NACION

Noticias de Opinión: anterior | siguiente Sábado 26 de julio de 2008 | Publicado en


diario de hoy

La imagen tiene poco menos de un siglo, pero los más oscuros pliegues de la condición
humana siguen allí tan vivos como cuando los captó un fotógrafo anónimo, la
madrugada del 4 de noviembre de 1910. La solitaria figura de una mujer madura,
encaramada en puntas de pie sobre un cajón de madera, domina la escena. Es Sofia
Andreievna, la esposa de León Tolstoi, quien trata de vislumbrar -espiando por la
ventana de una cabaña perdida en la estepa rusa- el cuerpo agonizante de quien fue su
marido durante cuarenta y ocho años y a cuya cama no puede acercarse por exigencia de
los médicos, de los hijos y del propio Tolstoi.

El escritor había huido de su casa de Yásnaia Poliana una semana antes, abrumado por
los incesantes requerimientos de Sofia (cuyo apodo era Sonia) para que le entregara los
manuscritos sin publicar y los diarios íntimos en los que hablaba de ella. Desde hacía ya
muchos años su matrimonio naufragaba en querellas cada vez más ásperas. La esposa
no toleraba que Vasili Cherkov -un intrigante al que Tolstoi consideraba su mejor
discípulo- se inmiscuyera en las peleas conyugales y de algún modo las estimulara. El
escritor, a su vez, se negaba a mantenerlo apartado. Marido y mujer veían aquellas
trifulcas como "una lucha a muerte" y en verdad lo eran. Se amaban, pero la vida en
común los estaba destrozando.

Cuando Tolstoi se fugó de la casa familiar sin avisarle a nadie -salvo a su hija Sasha, a
quien le pidió que lo acompañara- estaba enfermo de neumonía. Su temperatura
oscilaba entre los 39°6 y los 40°. El pulso era irregular y la respiración, tan débil que
Sasha, inquieta, le acercaba cada tanto un espejo a los labios para verificar que seguía
vivo. Sentía ardores de estómago y ataques de hipo que no le daban tregua. Padre e hija
atravesaron los campos helados en un trineo hasta la estación de tren, donde -para
despistar- compraron pasajes a pequeños apeaderos de la línea del Sur. Tolstoi pretendía
pasar inadvertido, pero no tenía idea de su inmensa fama. Cayó derrumbado en un
vagón de segunda clase y le pidió a Sasha que le comprara los periódicos. Con horror
descubrió que la historia de su fuga era el tema principal de las portadas. Nubes de
reporteros seguían el rumbo del tren y los fotógrafos estaban al acecho en las estaciones.

Muy pronto, todos los pasajeros se enteraron de que Tolstoi viajaba con ellos y
acudieron en masa a verlo. Sasha les rogó que se fueran para que su padre pudiera
descansar. Apenas circulaba el aire en los vagones llenos de humo. El gobierno del zar
Nicolás II había despachado también a varios policías de civil para que averiguaran las
verdaderas intenciones de un pacifista venerado por los campesinos, al que la iglesia
ortodoxa acababa de excomulgar negándole los sacramentos y el entierro religioso. A
Tolstoi sólo le importaba que lo dejaran en paz.

Era ya entonces un gigante lleno de gloria y no habría otro que desatara entusiasmos tan
tumultuosos. Ningún escritor, antes o después, conoció como él esos extremos de
admiración. Cuando viajaba a Moscú y a San Petersburgo, las calles por las que pasaba
estaban alfombradas de flores. Todos los extranjeros de renombre que llegaban a Rusia
consideraban incompleta la peregrinación si Tolstoi no los recibía. Gandhi le escribió
llamándolo "nuestro titán" y se declaró "humilde deudor de sus prédicas y doctrinas
sobre la no violencia".

Todos los grandes creadores de la época, desde Thomas Hardy hasta George Bernard
Shaw le hacían llegar cartas de admiración. Aunque Tolstoi fue siempre el candidato
obvio para ganar el Premio Nobel, se apresuró a rechazarlo antes de que se lo dieran
porque "no sabría -les escribió a los miembros de la Academia Sueca- cómo disponer de
todo ese dinero, sobre todo cuando mis convicciones me indican que el dinero sólo
produce mal".

Cuanto más vasta era su fama pública, mayor era también el infortunio de su intimidad.
Se había casado en 1862, a los 34 años. Sofia Andreievna acababa de cumplir 18. Los
dos tenían temperamentos de hierro y se creían capaces de imponer al otro sus deseos y
códigos de vida. La misma noche de bodas el escritor cometió un error mayúsculo, que
desviaría para siempre el cauce de su dicha: le dio a leer a Sonia sus diarios de juventud,
en los que contaba con lujo de detalles sus borracheras y lujurias de oficial joven. Creía
sinceramente que, al poner al descubierto las flaquezas de su alma, ella podría
comprender con quién se había casado y perdonar las heridas futuras. Lo que logró fue
abrir las compuertas de un torrente de celos y resentimientos que ya no se detendría.
Dos semanas más tarde, Sonia empezó a escribir su propio diario. Se levantaba en
medio de la noche para espiar lo que el marido había escrito e imprudentemente dejaba
al alcance de su curiosidad el inventario de los agravios que le adjudicaba. Entonces
empezaban las reyertas cada vez más crueles, las acusaciones de infidelidad y desamor.
Y sin embargo, los dos se amaban con un ímpetu que no apagaron los años maduros ni
la desastrosa convivencia.

Para Tolstoi, la escritura de los diarios fue el más constante de sus vicios. Sólo se
permitió abandonarlos cuando trabajó en Guerra y paz y Anna Karenina , sus dos
novelas mayores. También Sonia anotaba con puntualidad las cuitas de cada día. Por los
diarios, ambos se enteraron de los enamoramientos y ridículos conatos de traición que
los aquejaron en las fronteras de la vejez. El escritor había pasado ya los 70 años cuando
la esposa tuvo noticias tardías de sus coqueteos con una campesina llamada Axinia,
cuyo cuerpo dorado y piernas robustas representaban todo lo que Tolstoi deseaba. En
los diarios de él han quedado vislumbres de las terribles maldiciones que se cruzaron.
Sonia le dice: "No hay ningún bien en ti. Eres malvado, asqueroso. Yo sólo voy a amar
a personas buenas y decentes, no a ti. Tú eres asqueroso, repelente".

Nadie ha contado mejor esa tragedia que William Shirer, el gran periodista que fue
testigo del ascenso de Hitler en la Alemania de Weimar y lo narró en un libro clásico,
The Rise and Fall of the Third Reich . Su obra más personal, sin embargo, es la historia
de las borrascas conyugales que atormentaron a los Tolstoi. Lo publicó en 1993, un año
antes de morir, con un título expresivo: Love and Hatred. The Stormy Marriage of Leo
and Sonya Tolstoy ("Amor y odio. El tormentoso matrimonio de Sonia y León
Tolstoi"). De allí ha salido casi toda la copiosa bibliografía sobre el fin de la pareja,
incluyendo la noticia del amor crepuscular que Sonia parece haber sentido por el
pianista Serguei Tanéiev cuando ella tenía ya 57 años.
Nada estremece tanto, sin embargo, como el relato de la muerte del gran hombre, que
yacía solitario en la choza del jefe de la estación de Astápovo, perdido en la blancura de
la estepa, mientras su fin inminente acongojaba a millares de lectores y discípulos en los
cuatro rincones del mundo. Expiró a las 6.5 de la mañana del domingo 7 de noviembre
de 1910. A Sonia no se le permitió entrar sino minutos más tarde, cuando ya todo había
pasado. A la intemperie, bajo los hilos de nieve que no cesaban de caer, los campesinos
cantaban un antiguo himno funerario, Memoria eterna . La esposa lo sobrevivió nueve
años, suplicando en su diario que el mundo la recordara con indulgencia.

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