Naturaleza y Dignidad Del Fiel Laico Cristiano

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CENTRO DE ESTUDIOS TEOLÓGICOS DE SEVILLA

Naturaleza y dignidad
del fiel laico cristiano

Profesor: D. José Antonio García Benjumea


Autores: Jorge Augusto Andrade Bejarano
Javier de Lara Domínguez
Salvador Diánez Navarro
Teología del laicado

Sevilla, 6 de mayo de 2016


Índice

A. Naturaleza del fiel laico cristiano

1. La identidad del fiel laico cristiano

1) ¿Quiénes son los laicos?

2) Fundamento bíblico

3) Recorrido histórico

2. El laico es un fiel bautizado

3. El laico es un incorporado a Cristo

4. El laico es un miembro del Pueblo de Dios

5. El laico se diferencia de ministros ordenaros

B. Dignidad del fiel laico cristiano

1. El ser persona y su parentesco con el Creador

1) Concepto de persona

2) Dignidad de la persona

2. Tener por hermano a Cristo

3. Encarnar la diaconía de Cristo

4. La participación del oficio sacramental, profético y real


A. Naturaleza del fiel laico cristiano
1. La identidad del fiel laico cristiano

1) ¿Quiénes son los laicos?


Como primera toma de contacto, y a modo de definición, se podría decir que los laicos son
todas las personas que pertenecen a la Iglesia Católica, a través del bautismo, y que no son
ministros ordenados (diácono, presbítero u obispo) o pertenecen a la vida consagrada. Pero
para responder más en profundidad a esta cuestión, podemos acercarnos al CVII, el cual
abordó el tema con amplitud, pudiendo afirmar que se abrió a una visión decididamente
positiva, tanto es así, que ha manifestado su intención fundamental al afirmar  la plena
pertenencia de los fieles laicos a la Iglesia y a su misterio, y el carácter peculiar de su
vocación,  que tiene en modo especial la finalidad de «buscar el Reino de Dios tratando las
realidades temporales y ordenándolas según Dios1. «Con el nombre de laicos se designan aquí
todos los fieles cristianos a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado
religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por
el Bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes a su modo del oficio sacerdotal,
profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo
cristiano en la parte que a ellos les corresponde»2 . Es por ello, que los laicos están llamados
particularmente a hacer presente y operante a la Iglesia en los lugares y condiciones donde ella
no puede ser sal de la tierra si no es a través de ellos.

Juan Pablo II ha dicho de los laicos: “El Reino de Dios, presente en el mundo sin ser del
mundo, ilumina el orden de la sociedad humana, mientras que las energías de la gracia lo
penetran y vivifican. Así se perciben mejor las exigencias de una sociedad digna del hombre; se
corrigen las desviaciones y se corrobora el ánimo para obrar el bien. A esta labor de animación
evangélica están llamados, junto con todos los hombres de buena voluntad, todos los cristianos
y de manera especial los laicos”.3 A este respecto, resulta interesante citar lo que Pío XII decía:
«Los fieles, y más precisamente los laicos, se encuentran en la línea más avanzada de la vida de
la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad humana. Por tanto ellos, ellos
especialmente, deben tener conciencia, cada vez más clara,  no sólo de pertenecer a la Iglesia,
sino de ser la Iglesia;  es decir, la comunidad de los fieles sobre la tierra bajo la guía del Jefe
común, el Papa, y de los Obispos en comunión con él. Ellos son la Iglesia (…)»4

2) Fundamento bíblico
En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el
Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera
y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como «sacramento universal
de salvación»5 .

El fundamente bíblico del laico lo encontramos en el Evangelio según Mateo: «Salió luego hacia
las nueve de la mañana, vio otros que estaban en la plaza desocupados y les dijo: "Id también vosotros a mi
viña"» (Mt 20, 3-4). Este llamamiento del Señor Jesús «Id también vosotros a mi viña» no cesa de

1 Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
2 Ibid.
3 Cfr. Centesimus annus, número 25.
4 Pío XII, Discurso a los nuevos Cardenales (20 Febrero 1946)
5 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 48.
resonar en el curso de la historia desde aquel lejano día: se dirige a cada hombre que viene a
este mundo. Id también vosotros. La llamada no se dirige sólo los ordenaros o religiosos sino que
se extiende a todos: también los fieles laicos son llamados personalmente por el Señor, de quien
reciben una misión particular. La imagen de la viña se usa en la Biblia de muchas maneras y con
significados diversos; de modo particular, sirve para expresar el misterio del Pueblo de Dios. Desde
este punto de vista más interior, los fieles laicos no son simplemente los obreros que trabajan
en la viña, sino que forman parte de la viña misma: «Yo soy la vid; vosotros los
sarmientos» (Jn 15, 5), dice Jesús. Y es que Jesús retoma el símbolo de la viña, proveniente del
Antiguo Testamento, y lo usa para revelar algunos aspectos del Reino de Dios: «Un hombre
plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó un lagar, edificó una torre; la arrendó a unos
viñadores y se marchó lejos» (Mc  12, 1;  Mt  21, 28ss.).En este sentido, el evangelista Juan nos
invita a calar en profundidad y nos lleva a descubrir el misterio de la viña. Ella es el símbolo y la
figura, no sólo del Pueblo de Dios, sino de Jesús mismo. Él es la vid y nosotros, sus discípulos,
somos los sarmientos (Jn 15, 1 ss.).

El CVII, con su riquísimo patrimonio, ha dedicado páginas espléndidas sobre la naturaleza,


dignidad, espiritualidad, misión y responsabilidad de los fieles laicos. Y  los Padres conciliares,
haciendo eco al llamamiento de Cristo,  han convocado a todos los fieles laicos, hombres y mujeres, a
trabajar en la viña: «Este Sacrosanto Concilio ruega en el Señor a todos los laicos que respondan
con ánimo generoso y prontitud de corazón a la voz de Cristo, que en esta hora invita a todos
con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esta llamada
va dirigida a ellos de manera especialísima; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad (…)
( Lc 10, 1)»6

Dirigiendo la mirada al posconcilio, los Padres Sinodales han podido comprobar cómo el
Espíritu Santo ha seguido rejuveneciendo la Iglesia, suscitando nuevas energías de santidad y de
participación en tantos fieles laicos7. Al mismo tiempo, el Sínodo ha notado que el camino
posconciliar de los fieles laicos no ha estado exento de dificultades y de peligros.

3) Recorrido histórico
En la cultura griega el término laico designaba lo profano, lo que no estaba consagrado a Dios.
El proceso de institucionalización de la Iglesia, ligado a la conversión de Constantino, terminó
en la distinción acentuada de dos géneros de vida: el clérigo y el laico. Por aquella época nos
encontramos ante una sociedad sacralizada, donde los laicos, acaban relegados a funciones
profanas, donde ocupan el último puesto. En la alta Edad Media se fue deteriorando de tal
modo el término laico que llegó a tener significado peyorativo, como idiota, simple…; se
prohibió a los laicos el acceso directo a la Escritura. La obediencia pasó a ser la virtud de los
laicos y laicas y se les fue excluyendo progresivamente de la catequesis, la predicación y la
teología. Expresamente en el siglo XII y siguientes, el laico llegó a identificarse por completo en
la base de una pirámide bien jerarquizada, cuyos niveles más altos eran ocupados por los
ministros ordenados, por los monjes y las vírgenes consagradas. Es curioso destacar como en la
época se definía la identidad de los laicos y laicas como negación: son aquellas personas que no
son ni sacerdotes ni religiosos o religiosas8 . El modo de pensar y de actuar de la época medieval

6 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 33
7 Exhortación apóstolica post-sinodal Christifideles laici, 8. Juan Pablo II, 1987
8 Ramos Gonzalez, Marifé; Identidad y Mision de los fieles laicos.
hizo perder de vista durante mucho tiempo la dignidad fundamental de todos los fieles y de la
vocación laical9.

En el Concilio IV de Letrán (1139) se afirmó que el pueblo es el destinatario de toda acción


pastoral, a cuyo servicio están los pastores: el pueblo es quien debe marcar el límite de la acción
pastoral. A partir del s. XII comienza una vida extraordinaria de caridad y trabajo y sobre todo
de obras de misericordia, que abren el camino de la santidad a los laicos. Un ejemplo claro lo
encontramos en OmobonoTucenghi (1197) que fue canonizado por Inocencio III. Era
comerciante, casado, padre de familia. Esto supuso una auténtica revolución: un laico, que vivía
en lo temporal y lo mundano, donde abundaba el pecado, fue canonizado.

Cuando pareció remediarse tal situación fue cuando  Martín Lutero  propugnó que sólo el
sacerdocio común de los fieles tenía validez y, a la vez, desconocía la importancia del ministerio
ordenado, a lo que la Iglesia reaccionó ante esa realidad con la teología contrarreformista,
“barroca”, que se limitó en cierto modo a hacer una apologética de la institución eclesiástica y
del magisterio sagrado, descuidando la dimensión de comunión y corresponsabilidad de todos
los cristianos en la edificación de la Iglesia. El humanismo y el renacimiento, al exaltar al
hombre, otorgaron un nuevo valor a las condiciones de realización y felicidad terrenas. Esta
exaltación del ser humano propicia una más adecuada valoración del laico en cuanto cristiano
común que vive en medio del mundo y que es miembro del pueblo de Dios. Pero sobre todo va
a ser en los ss. XIX y XX donde va a haber un momento decisivo en el descubrimiento de una
realidad de gran trascendencia: los laicos son plenamente Iglesia.

2. El laico es un fiel bautizado


Todos los fieles cristianos están incorporados por el bautismo a Cristo en su oficio sacerdotal,
profético y real de Cristo. Se puede afirmar que los laicos son como sarmientos radicados en
Cristo y pueden vivir la fe de su compromiso bautismal según la vocación que ha recibido de
Dios.10

El bautismo y la novedad cristiana es donde toda la existencia del fiel laico puede conocer la
novedad cristiana con el fin de que pueda vivir compromisos bautismales según la vocación que
ha recibido en estos tres aspectos fundamentales (sacerdote, profeta y rey) a la vida de los hijos
de Dios que los une a Jesucristo en la Iglesia. El santo bautismo es por tanto un fundamento
para La Nueva regeneración. El Espíritu Santo es quién constituye a los bautizados en hijos de
Dios, en miembros del Cuerpo de Cristo cómo lo recuerda Pablo a los cristianos de Corinto "
formar más que un solo cuerpo"11.

3. El laico es un incorporado a Cristo


El bautismo significa y produce una incorporación mística y real al cuerpo crucificado y
glorioso de Jesús. De este sacramento el bautizado se une a la resurrección dando muerte del
hombre viejo y revistiéndolo del hombre nuevo. Las palabras de San Pablo son claras.12 En
este aspecto, las enseñanzas del mismo Jesús revelan la misteriosa unidad de sus discípulos con
Él y entre sí. Igualmente el apóstol Pedro pone a Cristo como piedra angular destinada a la

9 Juan Antonio Estrada Díaz, La identidad de los laicos. Ensayo de eclesiología, San Pablo, México 1994

10 Cf. J. Ratzinger, “La fraternidad de los cristianos”, Sígueme, Salamanca, 2004


11 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
12 Ibid., 33.
construcción de un edificio espiritual. Esta imagen nos introduce otra novedad bautismal en la
unción del Espíritu Santo "el Espíritu del señor esta sobre mi" son consagrados espiritualmente
ungidos para evangelizar a los pobres proclamar la liberación a los cautivos y dar la vista a los
ciegos , de esta manera participan en la misma misión de Jesucristo.13

Siguiendo por tanto el rumbo indicado por el Concilio Vaticano II se quiere exaltar la dignidad
sacerdotal profética y real de todo el pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II nos ha recordado
el misterio de esta potestad y el de Cristo que continúa en la Iglesia.14

Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal por mediación de la celebración eucarística;
participando en el oficio profético de Cristo acogen la fe del Evangelio y deben anunciarlo con
la palabra, y con las obras deben denunciar el mal con valentía; y son partícipes fundamentales
que dan sentido a la fe de la Iglesia "que no puede equivocarse cuando se cree”. Por tanto la
participación de los fieles laicos en Cristo tiene su raíz primera en la unción del bautismo,
después en la confirmación, y su dinámica sustentación por la eucaristía.

4. El laico es un miembro del Pueblo de Dios


La novedad cristiana es el fundamento y el título de la igualdad de la participación de Cristo de
todo fiel laico como miembros del pueblo de Dios. Común es la dignidad de los miembros por
su regeneración en Cristo, común la vocación a la perfección y común en una sola esperanza.
Con los ministros ordenados y con los religiosos el laico es por tanto corresponsable de la
misión de la Iglesia como pueblo de Dios.15

Los miembros de la Iglesia son partícipes de formas diversas, donde la participación de los
fieles laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función.16 El Concilio describe la
condición secular de los fieles laicos en que le es dirigida la llamada de Dios y son llamados por
Dios de un lugar que viene presentado en términos dinámicos. Viven en el mundo, están
implicados en sus trabajos y acciones ordinarias de la vida familiar y social de la que su
existencia se encuentra como entretejida.17 Ellos son personas que viven la vida normal. El
Concilio manifiesta que ello es dado, no como un dato exterior y ambiental, sino destinado a
obtener en Jesucristo la existencia de su significado, de este modo éste es el ámbito y el medio
de la vocación cristiana de los fieles laicos porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios
Padre en Cristo. Por tanto no son llamados a abandonar el lugar que ocupan en el mundo, tal y
como señala el apóstol Pablo "permanezca cada cual ante Dios en la condición que se
encontraba cuando fue llamado" por tanto los fieles laicos son llamados por Dios a la
santificación del mundo mediante el ejercicio de sus propias tareas, motivados por un espíritu
evangélico y así manifiestan a Cristo en su testimonio de vida, de su fe, esperanza y caridad.

La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad
cristiana y caracterizada por su índole secular que han de considerar la vocación a la santidad
como una obligación exigente como un signo luminoso del infinito amor al Padre mirando a su
vida de santidad como vocación especifica. Por tanto constituye un componente esencial e

13 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34-10.
14 Cf. B. Forte. “Laicado y laicidad”.
15 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 4
16 Cf. Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, Ad gentes.
17 Cf. Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis.
inseparable de la nueva vida bautismal que deriva de la participación en la vida de la Iglesia,
presentando su aportación fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto
comunión de los santos.18

El fiel laico no puede jamás cerrarse sobre sí mismo aislándose espiritualmente de la


comunidad. Debe vivir con los demás en vivo sentido de fraternidad de una igual dignidad para
hacer fructificar ese inmenso tesoro recibido en herencia, invitado a tomar parte en diferentes
ministerios y encargos.19

El CVII les recuerda que todo aquello que los distingue no implica una mayor dignidad
especial, de esta manera los ministerios, los encargos, los servicios del fiel laico existen en
comunión y para la comunidad que son riquezas que se complementan entre sí.

5. El laico se diferencia de los ministros ordenaros


Los diferentes carismas y ministerios de la Iglesia son dirigidos y guiados por el Espíritu, que
generosamente distribuye los dones en los diversos estados jerárquicos y carismáticos. Los
bautizados son llamados a la participación en el ministerio de Jesucristo. S.Pablo es
completamente claro cuando escribe que primeramente ha puesto en la Iglesia a los apóstoles,
después a los profetas y en tercer lugar a los maestros. A cada uno de nosotros nos ha sido
dada la gracia dónde Cristo a querido. Por ello son múltiples y diversos los ministerios como
también los dones y las tareas eclesiales en la vida de la Iglesia. Encontramos primeramente los
ministros ordenados que derivan del sacramento del Orden, estos son una gracia para la Iglesia
entera que expresan y llevan a cabo en la representación del sacerdocio de Jesucristo, que es
distinta de la participación otorgada con el bautismo a todos los fieles, por esto y para asegurar
la comunión de la Iglesia y concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios
ministerios, los pastores deben de reconocer que están ordenados para el servicio de todo el
pueblo de Dios y por otro lado, los laicos deben de reconocer que el sacerdocio ministerial es
enteramente necesario para su vida en la participación y en la misión de la Iglesia.20

La misión salvífica de la Iglesia en el mundo no solo es llevada por los ministros en virtud del
sacramento del Orden sino también por todos los fieles laicos. Los pastores por tanto deben de
promover los ministerios y funciones de los fieles laicos que tienen su fundamento sacramental
en el bautismo, en la confirmación y en el matrimonio y que por tanto pueden confiar a los
fieles laicos diferentes tareas, sin embargo dichas tareas no hacen del fiel laico un pastor.

Como consecuencia de la renovación litúrgica, el Concilio manifiesta que los mismos laicos han
tomado una más viva conciencia de las tareas que les corresponden en la asamblea litúrgica y en
su preparación y se han manifestado ampliamente dispuestos a desempeñar las diferentes
funciones otorgadas. Por tanto es natural que las tareas no propias de los ministros deben ser
llevadas por los fieles laicos tanto por la unidad de la misión de la Iglesia como por la sustancial
diversidad de ministerios de los pastores que tienen su raíz en el sacramento del Orden.21

18 Homilía en la inauguración del Sínodo Extraordinario de 1969


19 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 18
20 Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 3
21 Ibid., 30
Respecto de los otros ministerios eclesiales mantienen fundamentalmente su raíz en el
sacramento del Bautismo y de la confirmación y es necesario, pues, en primer lugar reconocer
los varios ministerios oficios y funciones del fiel laico y del máximo cuidado que hay que tener
para instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas. Los diversos ministerios oficios y
funciones se pueden desempeñar legítimamente en la liturgia en la transmisión de la fe, en la
acción pastoral de la Iglesia, que deben de ser ejercitados cada uno con su específica vocación
laical diferenciándose de los sagrados ministros.

Refiriéndose precisamente a ello, es decir al apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II


manifiesta que dicho ejercicio es guiado siempre bajo el Espíritu Santo, quien obra la
santificación del pueblo de Dios por medio del ministerio y otros sacramentos.

También a los fieles les concede dones particulares distribuyendo cada uno según quiere,
poniendo en cada uno la gracia recibida al servicio de los demás, ahora también ellos son
dispensadores de los carismas que han de ser acogidos con gratitud como parte de quien los
recibe y puestos al servicio de la Iglesia para la vitalidad apostólica y para la santidad del cuerpo
de Cristo, eso sí, con tal que sean dones que verdaderamente provengan del Espíritu y se hacen
efectivos en plena conformidad. En este sentido será necesario "el discernimiento de los
carismas" por tanto el Concilio dice claramente el juicio básico que hay que tener sobre su
autenticidad y sobre su ordenado ejercicio. Esta función especialmente les corresponde a los
ministros para no extinguir al Espíritu, examinarlo todo y retener lo que es bueno para la
universalidad del bien común.22

B. Dignidad del fiel laico cristiano


1. El ser persona y su parentesco con el Creador

1) Concepto de persona
El término persona proviene del latín persōna, el cual —según el Diccionario de la lengua
española— procede del griego πρóσωπον [prósôpon]. El concepto de persona es un concepto
principalmente filosófico, que expresa la singularidad de cada individuo de la especie humana
en contraposición al concepto filosófico de “naturaleza humana” que expresa lo común que
hay en ellos. En el lenguaje cotidiano, la palabra persona hace referencia a un ser con poder de
raciocinio, que posee conciencia sobre sí mismo y que cuenta con su propia identidad. Lo
peculiar de la persona es que es un ser capaz de vivir en sociedad y que tiene sensibilidad,
además de contar con inteligencia y voluntad, los cuales son aspectos típicos de la humanidad.

Metiéndonos un poco más en profundidad podemos señalar la definición propia del Derecho
Romano para quien la “persona es sujeto de derecho e incomunicable para otro”. En este
sentido se habla de persona cuando un individuo humano en virtud de su nombre es
reconocido y puede desempeñar un papel en la sociedad. Desde esta perspectiva, se advierte
que “el vocablo persona se halla emparentado, en su origen, con la noción de lo prominente o
relevante”23. Según Boecio “la persona es el sujeto individual de naturaleza racional”. Se trata de
una definición eminentemente ontológica, que no se sitúa en el contexto histórico o teológico,
en la que se utilizan unas categorías filosóficas procedentes del aristotelismo, como son:
a. La persona es una substancia, por lo que existe en sí misma, mientras que los accidentes
sensibles existen en el sujeto subsistente.
b. Esa substancia es individual.
c. La persona posee una naturaleza con lo que se significa a la esencia

22 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 23


23 Tomás Melendo. Las dimensiones de la persona. Palabra. 1999. Pg 20.
d. Esta naturaleza posee racionalidad, gracias a la cual se abre cognoscitivamente al
mundo que la rodea. El hombre es en cierto sentido todas las cosas.24

Posteriormente esta noción de persona fue ampliamente desarrollada por Tomás de Aquino, el
cual recoge la definición de Boecio, pero define a la persona como un subsistente racional y
más precisamente como “todo ser subsistente en una naturaleza racional o intelectual”25

Con todo lo anterior, y tras el paso de la noción de persona por la escolástica racionalista, la
filosofía empirista, el racionalismo, así como otras corrientes de pensamiento, se puede concluir
diciendo que en realidad es preciso distinguir dos planos al hablar de persona humana, donde
“en realidad los dos planos se complementan y se reclama mutuamente”26:
a. Plano ontológico. La persona es la sustancia individual, suyo ser es incomunicable,
aunque se abre intencionalmente a toda la realidad.
b. Plano dinámico-existencial. Este plano se refiere al aspecto dinámico de la persona
humana que implica un crecimiento en el ser personal. La persona se determina a través
de sus acciones libremente asumidas.

2) Dignidad de la persona
Con la palabra dignidad se suele designar una cierta preeminencia o excelencia por la cual algo
resalta entre otros seres por razón del valor que le es exclusivo o propio. Según esta definición,
la persona está revestida de una dignidad gracias a la cual destaca sobre el resto de la creación,
por lo que cada hombre posee un valor inalienable, muy superior a cualquier otra criatura.27 A
este respecto es interesante subrayar estas palabras de R. Spaermann: “La persona humana es
digna por el mero hecho de ser un individuo de la especie humana: la dignidad humana como
tal no es un logro ni una conquista, sino una verdad derivada del modo de ser humano. Lo que
si se puede conquistar es el re-conocimiento por parte de la sociedad del valor y dignidad de la
persona humana. La dignidad no es algo que se deba alcanzar: ya es digno desde el momento
en que es ontológicamente hablando.28

“La dignidad de la persona humana está enraizada en su creación a imagen y semejanza de


Dios; se realiza en su vocación a la bienaventuranza divina. Corresponde al ser humano llegar
libremente a esta realización. Por sus actos deliberados, la persona humana se conforma, o no
se conforma, al bien prometido por Dios y atestiguado por la conciencia moral.”29 Pero es
importante señalar que en el hombre es preciso distinguir una doble dignidad. Una dignidad
ontológica o natural que deriva de su índole de persona, “imagen y semejanza de Dios” y que se
manifiesta en su actuar libre; y una dignidad moral, que depende del uso que se haga de la
libertad. 30

24 Cfr. José A. Garcia Cuadrado. Antropología filosófica. 135. Eunsa. 2010.


25 Tomás de Aquino. Suma contra gentiles, libro IV, c.35; Suma Teológica, III, q. 2, a. 2.
26 Karol Wojtyla. Persona y acción.
27 Cfr. José A. Garcia Cuadrado. Antropología filosófica. 152. Eunsa. 2010.
28 Spaermann, R. ¿Es todo ser humano una persona?, en persona y derecho. 37. 1997
29 Catecismo de la Iglesia Católica 1700. 1997
30 Cfr. José A. Garcia Cuadrado. Antropología filosófica. 154. Eunsa. 2010.
Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una
tarea esencial31. Es la tarea central y unificarte del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles
laicos, están llamados a prestar a la familia humana. La dignidad personal es  el bien más
precioso  que el hombre posee, gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las
palabras de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde su
alma?»  (Mc  8, 36). El hombre vale no por lo que «tiene» sino por lo que «es». A causa de su
dignidad personal, el ser humano es siempre un valor en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser
considerado y tratado.

2. Tener por hermano a Cristo


Por el santo Bautismo somos hechos hijos de Dios en su Unigénito Hijo, Cristo Jesús. Al salir
de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a
orillas del río Jordán: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (Lc 3, 22); y entiende que
ha sido asociado al Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (cf. Ga 4, 4-7) y hermano de
Cristo32

Se cumple así en la historia de cada uno el eterno designio del Padre: “a los que de antemano
conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que Él fuera el
primogénito entre muchos hermanos” (cf. Rm 8; 29). El Espíritu Santo es quien constituye a
los bautizados en hijos de Dios y, al mismo tiempo, en miembros del Cuerpo de Cristo.

3. Encarnar la diaconía de Cristo


Una de las palabras que mejor expresa el ser de la Iglesia es la koinonía, comunión. En la
comunidad cristiana, koinonía y diaconía, comunión y servicio se implican y se exigen
mutuamente: de la koinonía brota la diaconía, es decir, la comunión se traduce en términos de
servicio. Y sin duda alguna, el ejemplo mas claro de servicio lo encontramos en Cristo. Como
prueba de ello, en los cuatro Evangelios encontramos numerosas acciones y palabras que así lo
demuestran. Ambas dos, koinonía y diaconía, se fundamentan en el mandamiento del amor,
como gran mandamiento de la nueva ley33.

La palabra diakonía es fundamental en el vocabulario del NT. Ciertamente no es la única palabra


para expresar la idea de servicio, pero sí la mas común. Su significado primigenio se requiere al
servicio de la mesa. Curiosamente, en la Antigüedad, el servicio de la mesa estaba reservado
únicamente a los esclavos.

Al hablar de la diaconía de Cristo tenemos que hacer referencia a la kénosis, el principio


configurador de la diaconía cristiana. La gran paradoja del Dios manifestado en Jesús es que
“ha escogido lo necio del mundo para confundir a los sabios y ha elegido lo débil del mundo
para confundir lo fuerte.”34 Jesús presenta, encarna y plasma un nuevo rostro, una nueva
imagen de la divinidad: un Dios que no se identifica con los poderosos, sino con los padres y
humildes de la tierra. La obra de salvación fue de servicio, no desde fuera, sino desde dentro,
desde la profundidad misma del hombre, de la humanidad y de su historia.

31 Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, 37. Juan Pablo II, 1987

32 Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, 11. Juan Pablo II, 1987

33 cfr. Jn 13, 34; Lc 10, 26s.


34 1Cor 1, 27
Para los seguidores de Jesús, y también por supuesto para los laicos, kénosis tiene que significar
lo mismo que significó para Jesús: salida al encuentro, rebajamiento, solidaridad…, pero desde
los pobres, en ellos y con ellos. Es así, que desde este punto de vista, el laico tiene que encarnar
esta diaconía propia de Cristo. El laico tiene que imitar a Cristo en todos los aspectos de su
vida, lo que conlleva que encarne esta diaconía.

A este respecto es interesante hablar de la diaconía de la Iglesia respecto de Dios y de los


hombres. La Iglesia es servidora de Dios, de su reino, y por tanto, servidora del hombre. En
este sentido, como decíamos antes, consolar al triste, dar pan al hambriento, perdonar
sospechados y curar de la enfermedad corporal, son actos de una misma y única diaconía. La
diaconisa de la Iglesia se dirige tanto al hombre entero, cuerpo y espíritu, así como al hombre
tanto individual como estructuralmente comprendido.

Para terminar este apartado, podríamos hacer mención de la estrecha relación entre diaconía y
caritas: entre ellas existe una relación de mutua exigencia, pues el amor se configura como
servicio, así como la caritas se realiza en la diaconía. Podemos afirmar que existe un diaconado
universal, en el sentido de que la Iglesia entera es diaconal. De aquí que el laico tenga la
obligación de participar de esa diaconía, de ahí que tenga que encarnar la única diaconía de
Cristo.

4. La participación del oficio sacramental, profético y real


Al abordar el tema de la participación del laico en la triple condición de Cristo, Sacerdote,
Profeta y Rey, resulta necesario, remontarse al que es raíz y fundamento último de esta realidad,
y de todas las consecuencias que de ella se derivan: el Sacramento del Bautismo.

El Concilio Vaticano II a lo largo de los diversos Documentos conciliares, ha puesto de


manifiesto reiteradamente, el valor verdaderamente fundamental y decisivo del Bautismo, en la
definición de la vida cristiana en cuanto tal, lo que equivale decir, de la vocación laical
propiamente dicha.35

En el Nuevo Testamento el “sacerdocio” de Cristo, es un “sacerdocio” de dos naturalezas


esencialmente distintas del sacerdocio veterotestamentario. No es un sacerdocio que separe y
discrimine a los creyentes uno de otros convirtiendo a los “sacerdotes” en un grupo aparte, en
una casta determinada. Es un sacerdocio que no sólo lo ejerce todo el Pueblo santo de Dios,
sino que lo hace permanente en todos y cada uno de los actos de la vida, por insignificantes que
sean. Es un sacerdocio “existencial”.

De esta forma, el “sacerdocio de Cristo aporta una novedad que determina el sacerdocio laical:
no se trata ya de relacionarse con Dios a base de un culto ritual y sacrificial, sino de hacer de la
propia vida un sacrificio agradable a Dios. El sacerdocio cristiano no consiste en celebrar
ceremonias rituales sacrificiales, sino en conmemorar y actualizar la vida y muerte de Cristo, de
tal manera que los laicos participen simbólicamente de ellas y sean capaces de prolongarlas en
sus vidas”36 .

35 Recordemos la enseñanza del Concilio en algunos textos significativos a este respecto: LG. 11, 26, 31, 33. PO. 5. UR 22.
AG. 7.

36 J.A. Estrada, LA identidad de los laicos, Madrid 1990, pp. 168-169.


De este sacerdocio de Cristo, el Nuevo Pueblo de Dios participa gracias al Bautismo. Así, se
hace partícipe de forma objetiva y sustancial, de la condición de Cristo, que en su vida ordinaria
y gracias a la acción del Espíritu (cf. Hbr 9,14), es al mismo tiempo, Templo viviente, Sacerdote
de la Nueva y Eterna Alianza, y víctima de “olor agradable” (Ef. 5,2).

En este sentido, el Bautismo constituye una “consagración” ontológica del bautizado. Gracias a
la “unción del Espíritu”, el bautizado queda sustancial y definitivamente “consagrado” por
Dios. La “consagración” bautismal implica: el “llamamiento” divino, la “apropiación” del
bautizado por parte de Dios de forma definitiva, la “filiación” divina, el ser “templo viviente”
de la divinidad, la condición de “miembro vivo y activo” de la comunidad eclesial y el “envío” al
mundo.

Todos estos aspectos, han sido recogidos por el Concilio Vaticano II, que no solamente valoró
de forma renovada el Bautismo como fundamento del “sacerdocio común”, sino que ofreció
líneas concretas sobre la forma en que se ejerce ese sacerdocio en la celebración de la
Eucaristía37 . Afirma en efecto el Concilio que “a quienes asocia Cristo íntimamente a su vida y a
su misión, también les hace partícipes de su oficio sacerdotal con el fin de que ejerzan el culto
espiritual para gloria de Dios y salvación de los hombres”38.

La realidad del “sacerdocio real” en virtud del Bautismo, tiene algunas consecuencias
importantes. Esta “unción bautismal” hace que todo cristiano, por el sólo hecho de serlo, sea
una persona “consagrada”. Frente a una concepción de una Iglesia dividida entre miembros
“consagrados” y miembros “profanos”, el profundo cambio eclesiológico realizado por el
Concilio Vaticano II, lleva a superar esa visión dualista de los miembros de la Iglesia. En el
cristianismo, a la luz del pensamiento y de las actuaciones de Jesús, aparece claro desde el
primer momento que “el laico que vive en el mundo y está inmerso en las realidades
temporales, no es nunca una persona profana, sino consagrada”39.

Los laicos están llamados, en virtud de su condición de bautizados, no sólo a ofrecerse a sí


mismos como ofrendas agradables a Dios, sino también y especialmente, a actuar
“sacerdotalmente” mediante el propio testimonio de su vida. El testimonio de vida, en efecto,
es una dimensión esencial del sacerdocio bautismal. Mediante el testimonio de vida, unido a la
proclamación de la Palabra, “quedan los laicos constituidos en poderosos pregoneros de la
fe”40 , siendo portadores de un mensaje que “adquiere una característica específica y una eficacia
singular por el hecho de que se lleve a cabo en las condiciones comunes del mundo”41.

Es preciso, ante todo, valorar la recuperación de la conciencia y de la vivencia del sacerdocio


común en la Iglesia, después de siglos de atrofia del mismo, a casusa de la prevalencia del
Sacerdocio ministerial.

37 Cf. 37 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34; Juan Pablo II, ChL n, 14, en AAS 81 (1989) p.
411.

38 38 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 34.

39 J.A. Estrada, o.c.,p. 168.

40 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sonfe la Iglesia Lumen gentium, 35

41 Ibid.
Debemos al Concilio Vaticano II el que, al renovar profundamente todo el planteamiento
teológico de la Eclesiología, y, particularmente, al situar el Pueblo de Dios como protagonista y
sujeto primero y principal de la comunidad eclesial, he hecho posible no sólo “resucitar” la
dimensión sacerdotal que tiene el Bautismo por su propia esencia, sino también el preguntarse
“en qué relación” están ambos sacerdocios: el bautismal y el ministerial; si son realidades
simplemente yuxtapuestas o paralelas, o si están en función uno del otro, y, en todo caso, cuál
de los dos es el que está en función del otro.

La Constitución Lumen Gentium afirma la existencia de una doble forma de participación en el


único sacerdocio de Cristo; la bautismal y la ministerial. Enseña, además, que el “sacerdocio
común de los fieles y el sacerdocio jerárquico o ministerial, aunque diferentes esencialmente y
no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera
del único sacerdocio de Cristo”42 .

El Concilio Vaticano II al revalorizar la vocación bautismal, ha revalorizado y puesto de


actualidad al mismo tiempo, la condición profética del Nuevo Pueblo de Dios; “Cristo, el Gran
Profeta (…) realiza su función profética hasta la plena manifestación de su gloria. Lo hace no
sólo a través de la jerarquía (…), sino también por medio de los laicos”43 .

El profetismo, como todos los demás aspectos y elementos de la vida religiosa de Israel, fue
profundamente renovado por la Persona, las actuaciones y comportamientos de Cristo. Así, el
Profetismo del Nuevo Testamento es siempre fruto de la presencia y de la acción del Espíritu
(Cf. Lc. 4,14-21). Hasta tal punto es importante y decisiva esa presencia del Espíritu para
determinar la acción profética, que sin él no es posible ni siquiera confesar que “Jesús es el
Señor”: 1Cor 12,3; cf. 2,10-16.

El sujeto del profetismo es toda la Comunidad cristiana: el conjunto de los miembros del
Pueblo de Dios. Aquello que en boca de Moisés era un deseo (Nm 11, 24-29), llega a hacerse
una realidad objetiva y actuante en la Comunidad seguidora de Cristo: cf. Hch 2,14-18.

Sin duda, el contenido del “don profético”, según el Nuevo Testamento, implica estos cuatro
aspectos:

a.- Descubrir a Dios en el tráfago de la vida, pero también en los acontecimientos y procesos
históricos profundos que llamamos “signo de los tiempos”. El Vaticano II afirma que
“corresponde a la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e
interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada a cada generación,
pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida
presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas”44 .
b.- Hacer presente a Dios y su proyecto, en cada realidad humana, en cada situación. La
Comunidad cristiana, y dentro de ella cada uno de los bautizados, está llamada a hacer presente
a Dios siempre y en todo lugar.
c.- Anunciar la Buena Noticia de que el Proyecto de Dios (el Reino), no es un simple buen
deseo de Dios, sino que es una decisión firme, una realidad establecida por Dios de forma
absolutamente definitiva.

42 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sonfe la Iglesia Lumen gentium, 10

43 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sonfe la Iglesia Lumen gentium, 35

44 Gaudium et spes. 4; Cf. Gaudium et spes. 5-10


d.- Denunciar con fortaleza y claridad las situaciones de anti-reino que se encuentran
constantemente en la sociedad. El profetismo del Nuevo Testamento lleva a “denunciar el mal
con valentía”45.

En definitiva, la participación en el oficio profético de Cristo “que proclamó el reino del Padre
con el testimonio de la vida y con el poder de la Palabra”46, habilita y compromete a los fieles
laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras, sin vacilar en
denunciar el mal con valentía.

Son igualmente llamados a hacer que resplandezca la novedad y la fuerza del Evangelio en su
vida cotidiana, familiar y social, como a expresar, con paciencia y valentía, en medio de las
contradicciones de la época presente, su esperanza en la gloria “también a través de las
estructuras de la vida secular”47.

En el Nuevo Testamento se da una absoluta novedad, el Reino se identifica con la Persona


misma de Jesús. Él es el Reino en Persona. Es la relación indisoluble del Reino de Dios con la
Persona de Jesús lo verdaderamente nuevo y decisivo.

El momento en que Jesús es constituido Rey universal del Reino, es el momento de la


resurrección (cf. Hch 2,30-35; Ap 3,21). Es en su resurrección cuando Jesús llega a convertirse
en Señor de vivos y muertos (cf. Hch 10, 42; Rom 14,9), y cuando hace de su pueblo “un reino
de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,6; 1Pe 2,9; Ex 19,6).

De manera que por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los fieles laicos participan
en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia48.
Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos
el reino del pecado (Rm 6,12).

Recapitulando, la participación de los fieles laicos en el triple oficio de Cristo Sacerdote, Profeta
y Rey tiene su raíz primera en la unción del Bautismo, su desarrollo en la Confirmación, y su
cumplimiento y dinámica sustentación en la Eucaristía. Se trata de una participación donada a
cada uno  de los fieles laicos individualmente; pero les es dada  en cuanto  que forman parte
del único Cuerpo del Señor.

45 Juan Pablo II, ChL n. 14, en AAS 81 (1989) p. 412.

46 Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sonfe la Iglesia Lumen gentium, 35.

47 Ibid.

48 Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici, 14. Juan Pablo II, 1987
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• Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, Presbyterorum ordinis. Pablo
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• Homilía de Pablo VI en la inauguración del Sínodo Extraordinario, 1969
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México 1994
• J. Ratzinger, “La fraternidad de los cristianos”, Sígueme, Salamanca, 2004
• Karol Wojtyla. “Persona y acción”. BAC. 2007.
• Pío XII, “Discurso a los nuevos Cardenales” (20 Febrero 1946)
• M. Ramos González. “Identidad y Misión de los fieles laicos”.
• R. Spaermann. “¿Es todo ser humano una persona?, en persona y derecho”. 1997
• T. de Aquino. “Suma contra gentiles”, libro IV, Suma Teológica, III.
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