Perez de Lara La Capacidad de Ser Sujeto

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 48

LA CAPACIDAD

DE S ER S UJETO
MÁS ALLÁ DE LAS TÉCNICAS
EN.EDUCACIÓN ESPECIAL

NURIA PÉREZ DE LARA


a, 9.

9
INTRODUCCIÓN

Lo que convierte a un animal en humano es la capacidad de ser sujeto, la capacidad de


decir «NO». No hay sujeto sin valores o ideales que negar. Toda subjetividad se funda
en una ruptura.
Jesús Ibáñez

Me atrevería a decir que muchos pedagogos defenderían el valor de su función


precisamente por el propósito que la Educación se atribuye de «convertir en humanos»
a nuestros cachorros. Quizá no sea tan presuntuosa mi mirada sobre la función
pedagógica, pues, siendo como soy mujer, siempre me han parecido humanas nuestras
criaturas: es más, en demasiadas ocasiones me ha resultado difícil encontrar algún
destello de humanidad entre nosotros si alguno de nuestros cachorros no hubiera
estado ahí para confirmamos nuestra humanidad con su mera presencia.

Es por ello que yo más bien diría que el valor de la función pedagógica radica, en gran
medida, en la posibilidad que nos ofrece la relación con la infancia que ella implica, de
reencontrar nuestra humanidad en el día a día de nuestras prácticas. Y no me refiero
con ello a un reencuentro con la natural bondad infantil ni con la santa inocencia del
Niño sino a un reencuentro con lo más vivo de la humanidad, a un reencuentro con el
hecho de haber nacido y de seguir naciendo cada día entre los seres humanos, que no
somos, por naturaleza, ni buenos ni malos, ni inocentes ni culpables, sino todo lo
contrario. Todo lo contrario podría ser para mí, ambas cosas a la vez en cada una de
estas cualidades pero, también, ninguna de ellas. Mas quizá es de todo esto de lo que
he pretendido hablar en este libro sobre la Educación Especial, en definitiva sobre la
Educación, y no se trata ahora sino de indicarlo en esta introducción.

Decidí titular este libro La Capacidad de Ser Sujeto por esa cita de Jesús Ibáñez que hace
hincapié precisamente en la capacidad de decir no, porque una de las preocupaciones
más acuciantes en mi tarea profesional y docente, es esa capacidad de decir no. que
cada día veo más lejana en las personas adultas que nos dedicamos a la Educación
Especial, es decir, a la educación de niños y niñas que padecen algunas deficiencias y
que resultan por ello discapacitados o incapacitados dentro de nuestro sistema
educativo.

Cuando me encontraba invadida por la necesidad de ponerle título al libro, es decir, en


la difícil tarea de darle nombre a aquello de lo que hablaba en este libro, intentando no
obsesionarme con ello, me entretenía en leer o releer textos que no tuvieran
directamente que ver con mi tema, por si acaso, con una pequeña dosis de dispersión,
pudiera curarse algo de mi monótona obsesión y permitirle así a mi pensamiento
discurrir con mayor fluidez y benevolencia. Así fue como aparecieron ante mí esas
palabras que nombraban aquello que me preocupaba en el día a día de mis prácticas en
escuelas e instituciones psiquiátricas y en mi actual cotidianeidad de docente en la
9
Universidad: la incapacidad para decir «no» ante aquello que se nos impone; aún sin
creer en ello, aun considerándolo absurdo, incluso sintiéndolo como inútil
padecimiento, propio y ajeno, una tremenda incapacidad para oponerse a ello domina,
en mi opinión, el pensamiento y las prácticas más habituales en la educación especial y
en la educación en general.

Por lo tanto, el título del libro, aprovechando sus palabras clave —Capacidad, Ser,
Sujeto— nos acerca, dando un rodeo, a la discapacidad, atribuida a los otros a los que
debemos capacitar, nos acerca también al no-ser de esos otros que se ven reducidos a
objeto por nosotros, sujetos de una función pedagógica, enfrentada cada día al fracaso
de la educación. El fracaso en la educación es, en gran medida, para mí, su incapacidad
de decir no a la permanente, negación de sus límites y a la constante afirmación de su
omnipresencia tecnificante en los procesos de socialización. Pero es también de todo
esto de lo que hablo en este libro, por lo que no me detendré ahora más en ello.

Tan sólo una última observación a este respecto; la de que, puesto que los niños y niñas
objeto de la educación especial padecen alguna deficiencia, esta incapacidad para
enfrentarse a los propios límites (a las propias deficiencias) que yo atribuyo a la disciplina
pedagógica, se hace, en mi opinión, más aguda y más encarnizada si cabe en nuestro
campo, que acaba proponiéndose a sí mismo, con sus «nuevos paradigmas» de la
integración escolar, como redentor de todo el sistema educativo, cuando no de todo el
sistema social. Pero, también sobre ello quiere reflexionar este libro, pues siendo su
autora una defensora de las prácticas integradoras en todo trabajo educativo, no ha
tenido más que partir de sí misma y de su propia experiencia, para acercarse a aquellos
límites que hace falta aceptar pero, también, para intentar sobrepasar aquéllos que, en
el intento de ser sujeto en el día a día de sus prácticas, proponen una necesaria ruptura,
una ineludible necesidad de decir NO.

En este sentido, la mayoría de quienes se dedican a eso que se ha dado en llamar la


Educación Especial suelen verse capacitados precisamente para afirmarse como sujetos
diciendo no a la complejidad y envergadura de los problemas referidos a las personas y
situaciones concretas a que se enfrentan, simplificándolos y parcelándolos en multitud
de intervenciones que definen, y entonces, como ajenos a su competencia. Pero, esa
capacidad de decir no se desvanece en una afirmación de la omnipotencia y el saber
absolutos del campo disciplinar, cada vez más complicado y universal, de la
Psicopedagogía. Se parcela así a los sujetos de la Educación afirmando sus límites, faltas
y carencias a la vez que se les convierte en objetos de un saber psicopedagógico que, en
palabras de Julia Varela y Femando Álvarez-Uría, produce individuos «en permanente
búsqueda de su pretendida identidad perdida», una búsqueda vana puesto que aquello
que se pretende encontrar —el sujeto psicológico— no es más que un concepto
propiedad de la Psicopedagogía que nunca se lo dejará arrebatar por quienes, cada vez
en mayor número, están destinados a ser su objeto. Decir no a ese destino sería, en esta
lógica, un posible modo de ser sujetos, el que precisamente les está vedado. Sobre esta
paradoja pretendo también reflexionar en este libro.

El intento de sistematizar esa reflexión me ha llevado a ordenar el libro en un recorrido


desde lo disciplinar a lo subjetivo pasando por lo organizativo institucional y desde el
9
pasado originario de la disciplina hasta su actualidad; sin embargo, este pretendido
ordenamiento se va deshaciendo y rehaciendo en cada capítulo ya que en cada uno de
ellos, sea cual sea el eje orientador de la reflexión, aparecen pasado y presente,
disciplina, instituciones y sujetos, en una, a veces querida y a veces inevitable,
recurrencia cuyos efectos sobre quienes lo lean no acabo de vislumbrar. Quizás tampoco
sea necesario. Sin embargo, espero que mi intención de acompañar y ser acompañada
en esta reflexión no se vea perjudicada por este procedimiento cuyo objeto es tan sólo
el esfuerzo por imponerme una mirada acorde con la complejidad de aquello que, desde
la práctica, se nos impone como un necesario pensar.

Esa necesidad de pensar, que considero ineludible en las prácticas educativas, es otra
de las cuestiones objeto de mi preocupación frente a las afirmaciones pragmatistas en
que se ve anegada la formación de las y los profesionales de la educación especial. Es
como si la universidad, en su intento de realizar, estrictamente, la función social de
profesionalización en todos los procesos de formación, hubiera necesitado prescindir
del pensamiento para responder compulsivamente a la demanda de aplicabilidad
técnica en todos sus contenidos; olvidando que es en sí misma una institución
fundamentalmente pedagógica, sitúa, paradójicamente, las prácticas educativas en otro
lugar, fuera de ella, rechaza el pensamiento como fuente de teorización estrictamente
ideológica y se queda con la transmisión de técnicas vacías de contenido, alejadas a su
vez de la práctica, que siempre se sitúa en otro lugar (la escuela, la familia, la calle, las
residencias...) un lugar en el que tales técnicas serán, por fin, aplicables. Situada entre
un pensamiento que dejó de ser comprendido y tiña práctica tecnicista encerrada en el
actual academicismo profesionalizador parece buscar su inserción social en un nuevo
vacío: el de la escisión entre el saber técnico y el saber experiencial que, separados el
uno del otro, acaban siendo discursos paralelos cuando no enfrentados, faltos de la
reflexión teórica que podría dar lugar a la comprensión de la posible relación de sentido
entre unos y otros.

El intento de reflexión teórica o de búsqueda del sentido de toda práctica pedagógica,


es el que pretende guiar el camino que este libro recorre, con la pretensión de explicitar
la necesaria crítica de nuestro quehacer, pero sin olvidar que quienes se encuentran en
un proceso de formación tienden a defenderse de las posiciones críticas que generan
desencanto. Es por ello que, consciente de la necesidad de apasionamiento que todo
trabajo intelectual requiere, he tratado de aunar el cuestionamiento de mis propias
incertidumbres e inquietudes con la fuerza de las propuestas de aquellos y aquellas en
quienes reconozco la pasión por conocer, la necesidad de preguntarse y el deseo de
transformación; pasión, necesidad y deseo que han generado en mí el reconocimiento
de su autoridad. Las citas que el texto recoge, quizás con demasiada profusión, no son
sino fruto del deseo de acercar a quienes lo lean algo de esa pasión necesaria y, a la vez,
fruto también del compromiso de ofrecer con este libro alguna guía que nos ayude a
salir de nosotros mismos, del estado en que estamos, para, como dice María Zambrano,
despertar no a solas sino en verdad dentro ya de un orden, ese que, a mi modo de ver,
entre unos y otras nos indican.

En contraposición a ese «despertar dentro de un orden», podría entenderse la


diversidad de autores, autoras, escuelas y tendencias que se supone representan cada
9
uno de ellos; sin embargo, he intentado utilizar unas y otras citas, a unos y a otras
autoras, desde ese reconocimiento de su autoridad, reconocimiento que implica un
acercamiento, apasionado y amoroso, más desde la perspectiva de pensar con el otro
que desde esa otra, demasiado habitual a mi modo de ver, de pensar contra el otro, un
pensar contra el otro que se produce sobre todo, cuando su pensamiento nos inquieta,
nos trastorna y nos hace necesario repensar lo pensado. Frente a ese pensar contra el
otro, pensar con el otro es, para mí, no tanto asentir con su pensamiento sino partir de
los interrogantes que él nos plantea, interrogándonos a su vez, para, así, poder seguir
pensando en cada acto concreto de nuestras prácticas, a través de la búsqueda
constante de su sentido, es decir, de mi sentido. Quede con ello explicito mi deseo y en
realidad mi convicción de que el libro me ayudará a pensar también con quienes lo lean,
pues éste ha sido, y no otro, el sentido que ha tenido para mí la tarea de escribirlo.

Y, en esa tarea, no sólo he pensado en y con quienes lo lean sino que, en ese mi pensar,
he sentido constantemente la necesidad de expresar mi reconocimiento a quienes me
han dado, día a día, la energía y el apoyo necesarios para escribirlo. A Ramón y a
Caterina, por su trabajo, sus lúcidas críticas y tantas otras cosas; a Jorge, por su confianza
y su comprometido «encargo»; a Pablo, por su vitalidad y su tan certera y fresca ironía;
a Adriano y a Nuria, por su ilusionada espera y siempre sabia distancia; a Virginia, a
Remei, a Gloria, a Antonieta, a José Luis, a Pepe... mis pacientes y entusiastas colegas,
porque entre unas y otros me han devuelto la ilusión; a Amparo, mi amiga, lejana y
próxima; y, siempre y sobre todo, a mis alumnas y alumnos que me ayudan a seguir
pensando.

Capítulo I

DIVERSIDAD DE PROCESOS EN LA HISTORIA DE LA EDUCACIÓN ESPECIAL: LAS


HISTORIAS Y SUS INTERROGANTES

«...Porque no hay comienzo que continuación no sea


y el libro del acontecer está siempre abierto por la mitad»

Wislawa Szymborska

Toda mirada hacia el pasado de la Educación Especial encuentra un momento


especialmente significativo en unas fechas; finales del siglo XVIII; en unos lugares: los
bosques de l’Aveyron y una pequeña granja cercana: en unas instituciones: el Instituto
de sordomudos y la familia burguesa; por último, en unos personajes en quienes se
encarna una historia: el niño, Víctor, el maestro, Itard y la mujer, Mme. Guérin.

Tiempo, espacio y personas a través de los que se representa el origen de la Educación


Especial. No se trata tanto de que ese fuera el primer momento en que algún maestro
se ocupara de la educación de un niño en cuyo cuerpo no hubiera podido instalarse el
habla o en cuyo cuerpo no hubiera podido inscribirse el mundo a través de la luz de su
mirada —habla y escritura que harían de él un ser propiamente humano— sino de que
9
en ese momento se articulaba todo ello en un proceso de institucionalización de lo que
hoy llamamos la Educación Especial. Es decir, en ese momento el proceso educativo de
Víctor se articuló en un más amplio proceso de organización del sistema educativo en el
que se empezaban a delimitar espacios diferentes para alumnos diferentes, en un más
amplio proceso del conocimiento pedagógico en el que se determinaban los saberes
científicos que le concernían y en un más amplio proceso social en el que se
conformaban las subjetividades dentro de una organización basada en la regulación
familiar del espacio doméstico.

Escuela, Saber pedagógico y Familia se siguen articulando hoy día en los procesos de la
Educación Especial y de la Educación en general, hasta tal punto que dicha articulación
ha adquirido carta de naturaleza en todas las prácticas pedagógicas. Porque, en
definitiva, los orígenes de la Educación Especial no pueden desvincularse de los orígenes
de la Educación en tanto que disciplina; la institucionalización de la escuela no puede
separarse del nacimiento de las escuelas especiales y ninguna de las dos de la regulación
de la familia ya que todas ellas son instituciones educativas fundamentales; por último,
los fundamentos de la subjetividad del hombre moderno no pueden separarse de los
procesos educativos y de los saberes en ellos conformados, ni fuera del marco familiar
y escolar en que se producen desde entonces.

Y si es cierto que el acontecimiento que aquí estamos considerando significativo en los


orígenes de la Educación Especial no es más que el que se hace visible por el hecho de
haber abierto nuestro libro por la mitad, no es menos cierto que la actualidad de la
Educación Especial sigue siendo efecto de un mismo movimiento de apertura. Sin
embargo, cualquiera de las páginas de este libro sirve para damos luz sobre todas las
demás.

Por otra parte, una mirada sobre los procesos por los que la Educación Especial ha
llegado a ser lo que hoy en día es no puede desvincularse de los lugares en que se ha
producido ni de los personajes en quienes ha tomado vida. Por ello, aunque en este
capítulo nuestra reflexión toma el punto de mira de la disciplina no puede dejar de mirar
o, mejor, no puede dejar de ver con su mirada esos lugares y esas personas a través de
los cuales ella se conforma.

Es por ello que, en nuestra pregunta por el sentido de la historia de la Educación


Especial, no podremos dejar de preguntamos por una serie de debates, que a mi modo
de ver, atraviesan dicha historia y, al hacerlo, imponer a nuestros ojos una mirada
compleja —que saque a la luz las relaciones entre el discurso disciplinar, el organizativo
y el subjetivo— en la certeza de no haber abierto el libro más que por la mitad. Los
debates que, en mi opinión, atraviesan nuestra historia son fundamentalmente tres:

 El debate sobre la función de exclusión/inclusión de la disciplina de la educación


especial

 El debate sobre la educabilidad/ineducabilidad de los sujetos a que ésta se


refiere.
9
 El debate a propósito de la palabra, representado por la polémica constante
oralismo/manualismo en la educación de los sordos.
Estos tres debates afectan a todos los ámbitos de la educación especial, sea cual sea la
«deficiencia» —motórica, sensorial, psíquica o social— sobre la que se dirija nuestra
mirada. Sin embargo, según nuestra mirada se decante más hacia una u otra nos dará
diferentes visiones sobre la cuestión. Y si, ante cada uno de ellos, dirigimos nuestra
atención más hacia los discursos teóricos o más hacia las prácticas institucionales,
veremos también efectos distintos en esa historia — ¿historias?— de la Educación
Especial, es decir, en los procesos de construcción de nuestra disciplina.

Por último, ninguno de estos tres debates puede comprenderse si no es en relación con
los demás: ¿Acaso no fue la posibilidad o imposibilidad de acceso a la palabra lo que
determinó el principio y el fin de la educación y de la inclusión de Víctor? ¿Acaso en este
proceso no se produjo un paradójico movimiento que le convirtió sucesivamente de
ineducable en educable, de excluido en incluido y de educable en ineducable y de
incluido en excluido? ¿Y acaso este recursivo proceso no se produjo efectivamente por
causas y efectos articulados en la opinión experta de Itard y en las instituciones que lo
tomaron a su cargo o decidieron dejar de hacerlo precisamente por ella?

Exclusión-Inclusión en la Educación Especial

El recorrido que hace Michel Foucault en su Historia de la Locura en la época clásica —


publicada en 1961—por los espacios en que se encuentra el loco a lo largo de la historia,
su análisis genealógico del saber médico-psiquiátrico como saber de la razón edificado
sobre la negación de la sinrazón, es decir, sobre la exclusión de una parte de la razón
misma, exclusión no sólo conceptual sino realizada materialmente a partir de lo que dio
en llamar «el gran encierro» —escindido posteriormente en pequeños grandes
encierros o internamientos por categorías— y su estudio de los tratamientos de la locura
como un proceso de tecnificación que supone la pérdida de la relación entre el sentido
de la enfermedad y su tratamiento, puso en cuestión muchas de las ideas dominantes
sobre las disciplinas médicas y psicológicas.

Pero es fundamentalmente su idea sobre el «gran encierro» —y las prácticas de


internamiento que con él se articulan como proceso de eliminación espontánea de los
asociales— lo que nos interesa destacar aquí para la cuestión que nos ocupa.

En efecto, la historia de la Educación Especial no ha podido desvincularse nunca de su


relación con los saberes médicos y psiquiátricos; por ello, estos análisis de Foucault que
entienden el encierro como fruto del afán burgués de poner orden en el mundo de la
miseria, mundo que en la actualidad no sin vacilaciones ni peligro, nosotros distribuimos
entre las prisiones, las casas correccionales, los hospitales psiquiátricos o los gabinetes
de los psicoanalistas, han perturbado la mirada sobre la disciplina de la Educación
Especial tocándola con cierta inquietud. Esa alteración del orden de las cosas y de los
juicios, provocada por Foucault, en quienes se miran en la Educación Especial (y en
muchos otros), es resuelta unas veces con la aceptación de la culpa de ese origen
excluyente y —no sin mala conciencia— con la defensa a ultranza de un cambio de sus
presupuestos hacia planteamientos inclusivos; en otras ocasiones, se resuelve
9
llanamente con el rechazo radical de los análisis foucaultianos en la afirmación —y la
buena conciencia— de que los procesos educativos han sido exclusiva y unívocamente
procesos de socialización y de inclusión.

En un intento de superar esas miradas disyuntivas que no son más que fruto de la
cerrazón en una simplificación dicotómica de la realidad de quiénes las mantienen, es
necesario arriesgarse en la complejidad de una mirada que acepte la paradoja, esa que
nos dice que, ciertamente, el encierro existió y sigue existiendo en nuestras instituciones
educativas, especiales o no, que, ciertamente, la intención socializadora e incluyente
está en los maestros y maestras que como Itard o Ana Sullivan creyeron en el tesoro
interior de cada ser humano, pero que, ciertamente también, se han producido y se
siguen produciendo técnicas y prácticas cuya intención es exclusivamente la eliminación
de todo aquello que perturbe el orden social establecido. Y esa mirada hacia una
realidad compleja, y por tanto paradójica, debe tratar de desentrañar las relaciones que
se producen entre las instituciones, las personas que las conforman, conformándose en
ellas al representarlas como sujetos, y las prácticas e ideas que las sustentan.

Y precisamente es hacia esas ideas y esas prácticas que se dirige la mirada de Gladys
Swain cuando inserta el acontecimiento del nacer de la psiquiatría (y de las disciplinas
afines de la educación) en una revolución de conjunto de las mentalidades considerando
que lo fundamental del cambio, en el enfoque de la locura que este nacimiento supone,
reside en un descubrimiento práctico, el descubrimiento de la posibilidad de una
comunicación efectiva con el loco, es decir, un descubrimiento que forma parte de algo
mucho más amplio que transforma el estatuto de los deficientes de la comunicación o
deficientes del signo como ella los llama.

La tesis de Gladys Swain intenta desmitificar algo que seguramente la obra de Foucault
provocó —por más que la complejidad y sutileza de sus análisis no necesariamente lo
permitan— que es la absurda idea de que porque los locos erraran en libertad hasta el
siglo XVI —y sigan haciéndolo a partir de las simplificaciones de la administración que
pervierte planteamientos antipsiquiátricos en pro de sus intereses económicos— éstos
estaban «integrados» en el sentido en que hoy lo entendemos. Nos muestra, así, que el
cambio que se produce en las prácticas de los tratamientos, de uno u otro modo
educativos, a partir del siglo XVIII, tienen que ver con una revolución de la identidad por
la que allí donde se veía una imposibilidad de establecer una relación moral —locos,
sordomudos, ciegos, pobres y tullidos eran considerados como no humanos, lo mismo
que el criado que podía permanecer frente a la intimidad del amo porque para nada la
ponía en cuestión como si de un animal doméstico se tratara— se crea, a partir de ese
momento, la posibilidad de una comunicación. Se trata para ella de una revolución de
la pertenencia por la que aquellos a quienes hasta ahora se había mantenido como
ajenos a lo humano empiezan a ser vistos en la posibilidad de ser incluidos —como
pertenecientes a lo humano— mediante una práctica de la comunicación.

Los certeros análisis de esta autora —que en este sentido no se oponen a los de Foucault
tanto como pudiera parecer— se fundamentan en los textos de Valentín Haüy, del Abad
de l’Epée, Séguin y muchos otros de aquellos que siempre se citan en los tratados de
9
historia de la Educación Especial. Y es interesante ver cómo este cambio o revolución de
la identidad afecta a unos y otros deficientes del signo, es decir a los sujetos-objeto de
la disciplina, en el mismo sentido pero de un modo distinto. Esta posibilidad de
comunicación que aparece con claridad en los sordomudos y los ciegos —incluso muy
anteriormente al siglo XVIII, véanse si no las prácticas de Ponce de León en el siglo xvi
que enseñó a tres hijos sordos de Don Iñigo de Velasco— tarda mucho más en
producirse cuando se refiere al loco pero, sobre todo, cuando se refiere a la idiocia —ya
separada como categoría diferencial respecto de la locura.

Esto nos habla de que el acceso a la palabra y a la escritura era fundamental para esa
comunicación que los tratamientos educativos pretenden establecer como medio de
acceso a la razón, pero, precisamente por ello, son aquellos a quienes se considera
afectados en la razón misma quienes más difícil lo tienen para ser considerados
propiamente humanos, para que su capacidad de comunicación sea, si no claramente
manifiesta, sí al menos entrevista como posibilidad oculta a desvelar. En este sentido, el
loco, considerado como alguien que algún día gozó de razón pero —en muchos casos
incluso por exceso de ella— perdió dicha capacidad, es el primero en quien se admite la
posibilidad de «recuperarla», cosa ésta mucho más difícil de aceptar para aquellos en
quienes nunca se evidenció signo alguno de razón.

Pensar las categorías inclusión/exclusión en relación con las de humano/no humano, es


decir, en relación al signo de pertenencia a la categoría de lo humano, ilumina ese
cambio en el mundo de las ideas, que supone la Ilustración, presentándonoslo con el
efecto de un proceso progresivo hacia la humanización y, por tanto, hacia la inclusión
de las personas deficientes del signo. Pero este proceso no puede verse separado de los
sujetos en quienes se encarna y en quienes, y a través de quienes, se produce. Es distinto
cuando se produce en relación a personas ciegas y sordomudas que cuando se produce
en relación a personas afectadas de demencia o de idiocia. De ahí las clasificaciones
nosológicas e institucionales que se producen también en la época.

En este sentido, es distinto en cuanto al momento en que se produce el cambio pero,


diríamos incluso, distinto en cuanto a si realmente este cambio se produce o no, o quizá
mejor, distinto en cuanto a cuál pudiera ser el verdadero sentido de este cambio, por
ejemplo en el caso de la idiocia. ¿Acaso este cambio se ha producido realmente cuando
hablamos hoy en día de los «deficientes mentales profundos»? En realidad habría que
preguntarse por los motivos y circunstancias que hacen que este cambio sea mucho más
difícil, en el caso de que pensemos que «todavía» no se ha producido, con estas
personas, pero, habría que preguntarse también, si la exclusión que siguen padeciendo
no es más que uno de los efectos del propio cambio que, en tal caso, sería mejor
comprendido en el sentido que le da Foucault de exclusión, en el adentro de la razón
misma, de la sinrazón. Porque ¿acaso las categorías de la época respecto de la locura —
demencia e imbecilidad— no son categorías dentro de la razón misma, o de la misma
racionalidad de lo humano, y sólo y estrictamente aplicables a lo humano?

Por otra parte, este proceso tampoco puede verse separado de las instituciones a través
de las que se organizan unas y otras prácticas mediante las cuales podemos ver, todavía
9
hoy, cómo los procesos de exclusión —desde su forma clásica del «encierro» a su forma
moderna de los «internamientos»— se siguen manteniendo con los criterios que tan
bien analizó Foucault, de preservación del orden social, establecimiento y
mantenimiento de la moral del trabajo, con el necesario confinamiento de lo
improductivo, y, en última instancia, defensa de la razón frente a la sinrazón.

Nos bastará, para corroborar estos análisis de Foucault en su efecto específico en el


campo de la Educación Especial, con transcribir algunos párrafos de Ovidio Décroly
cuando trata de presentar una organización científica de las instituciones destinadas a
tal efecto, en una gradación de servicios y funciones (que nos recuerda las actuales
cascadas institucionales de la «educación especial integradora») en la cual «los
absolutamente inútiles para todo servicio y actividad, o los peligrosos, o los que
presentan enfermedad física grave e incurable, serían recogidos en hospicios o en asilos,
donde recibirían los cuidados requeridos por su estado: el objeto perseguido allí sería
principalmente el de que aprendieran a prescindir en lo posible del cuidado físico ajeno,
haciendo disminuir hasta el límite prudencial la intervención y el número del personal de
asistencia y vigilancia...»

En definitiva, si miramos los procesos por los que ha discurrido la disciplina de la


Educación Especial, relacionando los tres ejes a que me refiero —disciplinas,
organizaciones, sujetos— esta dialógica entre exclusión-inclusión sigue presente en
todos los ámbitos de lo que hoy se ha dado en llamar en esta disciplina las necesidades
educativas especiales, ya sean éstas de índole motórica, sensorial, social o psíquica y,
dependiendo de los efectos que la articulación disciplinar, organizativa y subjetiva
produzca en cada situación concreta, nos encontramos con que las prácticas de la
Educación Especial pueden ser inclusivas o excluyentes o incluso, y paradójicamente,
ambas cosas a la vez. Pero, nos encontramos también, repetidamente, con el hecho de
que, cuando la deficiencia afecta, directa o indirectamente, a la razón y a la palabra, los
procesos de exclusión son mucho más insistentes que cuando afectan a aspectos que
los humanos compartimos tranquilamente con los animales, porque, en definitiva, como
muy bien dice Wislawa Szymborska «Sólo lo humano sabe cómo ser de veras ajeno. Lo
demás son bosques mixtos, trabajo de topos y viento».

Educabilidad/Ineducabilidad de los sujetos objeto de la Educación Especial

Este segundo debate, crucial en los fundamentos y procesos de la Educación Especial, si


bien no puede separarse del anteriormente propuesto, nos servirá para profundizar en
la complejidad y diversidad de su historia, ¿historias?

Se atribuye a Séguin la virtud de haber formulado, teórica y prácticamente, en relación


a la idiocia, ese principio de pertenencia a lo humano y por lo tanto la posibilidad de
educación —educabilidad— de estos «enfermos» pues, admitiendo que «la idiocia es
un mal incurable, como dice Esquirol y quienes parecen dudarlo nunca han aportado una
sola prueba en apoyo de sus dudas», y compartiendo esa opinión añade «y sé que los
médicos que se respetan no se enorgullecen de curarla: pero ¿hay alguien que siga
hablando de terapéutica a propósito de la idiocia? Sin embargo, una regla general es
9
que cuando un problema es insoluble de un modo hay muchas posibilidades de conseguir
resolverlo en sentido inverso; y. por ejemplo, si nos hubiéramos obstinado en curar a los
sordomudos y ciegos de nacimiento, hoy en día no podríamos enorgullecemos de tener
esas escuelas que hacen el mayor honor a nuestro país. Esperando que la medicina
devuelva la vista y el oído, la enseñanza suple ambos sentidos. En espera de que la
medicina cure a los idiotas, yo he emprendido la tarea de hacerles partícipes de los
beneficios de la educación».

Y es que el cambio de mentalidad de la época ya sabemos que consistió en ese signo de


pertenencia a lo humano de los deficientes de la comunicación. Sin embargo, en el caso
de la idiocia esto no estaba tan claro puesto que la pertenencia a lo humano de la idiocia
sólo se producía en el caso de que ésta no fuera completa, es decir, en el caso de que
hubiera un resto sobre el que hacer fructificar esa pertenencia. Para Gladys Swain se
trata de la aparición de un nuevo sistema de referencia antropológico: El hombre no
puede convertirse verdaderamente en el otro del hombre; no podría haber un afuera
humano de lo humano. Reformulación de los límites: el hombre no es nunca totalmente
anulado como hombre. O al menos, la anulación («el idiotismo completo») no es más
que un límite excepcionalmente alcanzado.

Los avatares sobre el proceso de examen, diagnóstico y educación de Víctor de Aveyron


pueden servimos de punto de partida como momento paradigmático de este debate
entre los partidarios de la educabilidad de cualquier ser humano y los que consideran
imposible este proceso para algunos de nosotros —los otros.

Es bien sabido que Itard asumió el reto de responsabilizarse de la educación de Víctor,


es decir, de responder a su presencia entre nosotros iniciando un diálogo con él, porque
estaba convencido de que no era un idiota, frente a la opinión de Pinel — autoridad
científica de la época— que así lo consideraba. Con estas palabras explica Itard los
fundamentos de su opinión: «He aquí, pues, declarada la que me pareció ser la
verdadera causa de su estado y con ella insinuado el fundamento de mis esperanzas. De
hecho, y con arreglo al tiempo que llevaba entre los hombres, el niño bravío del Aveyron
estaba bastante más lejos de ser un adolescente aquejado de imbecilidad congénita que
de ser un niño de unos diez o doce meses, si bien ciertamente un niño al que un largo
periodo excepcional y supernumerario de existencia prehumana, con todos los gajes
obligados de la supervivencia, había venido a acarrear en disfavor de su eventual
humanidad señaladas costumbres asociales, un arraigado desvío de la atención, una
marcada rigidez de los órganos sensorios y una sensibilidad accidentalmente embotada.
Sólo bajo estos últimos respectos, e interpretados conforme a mi diagnóstico, podía y
debía ser considerado nuestro niño como un caso clínico; un caso cuyo tratamiento no
había de ser encomendado sino al arte de la medicina moral, ese sublime arte creado
en Inglaterra a partir de Crichtony de Willis y difundido recientemente entre nosotros
por los escritos y los éxitos del profesor Pinel.»

Resulta este texto claramente ilustrador de al menos dos cuestiones fundamentales:

Una, la de que la opinión de Itard, enfrentada en cuanto al diagnóstico con la del


profesor Pinel recoge, en última instancia, sus propuestas y reconoce su valía, si no como
9
creador sí como difusor de un sublime arte, el del tratamiento moral, atribuyéndole en
este arte indiscutibles éxitos.
Dos, que la opinión diagnóstica de Itard sitúa a Víctor, dentro de los parámetros
nosológicos de la época, más en aquello que se decía diferenciador de la locura frente a
la imbecilidad, es decir, en haber padecido una pérdida de humanidad por su situación
y circunstancias de vida, que no, en lo propio de la imbecilidad y la idiocia, el haber
carecido en menor o mayor grado pero, desde el nacimiento, de la capacidad
esencialmente humana.

De estas observaciones, podemos destacar el hecho de que Itard disiente de Pinel sólo
dentro de los parámetros, en que se mueven uno y otro, de la ciencia médica del
momento. Es decir, disiente en la opción por una u otra entidad nosológica —demencia
o imbecilidad— y consiente en cuanto al tratamiento a aplicar —ese sublime arte del
tratamiento moral. Consenso y disenso están en un mismo gesto y dentro de un mismo
marco teórico. En el consenso hay ya algo (un cierto disenso) de lo que luego será la
tecnificación del tratamiento moral —su aplicación más allá del sentido inicial en que se
produce, meramente por su valor científico de verdad universal— puesto que, en última
instancia, el tratamiento de Víctor será para la Educación Especial el tratamiento
paradigmático para la imbecilidad; en el disenso, se evidencia la necesidad de
diagnosticar conforme (un cierto consenso) a los parámetros que la ciencia marca —es
decir, dentro de las opciones por ella definidas— para poder aplicar el tratamiento
adecuado.

¿Hasta qué punto disienten Itard y Pinel? ¿Hasta qué punto es capaz de disentir Itard sin
salirse de aquello que le hace ser lo que es, un médico aún novel que pretende triunfar
dentro de su disciplina con un caso clínico excepcional? Las necesidades, intereses y
deseos de Itard —como las de todo profesional, investigador o educador—juegan un
papel fundamental, desde el sujeto, en la definición del objeto y de su tratamiento.
Definición que en este caso se refiere a la educabilidad o ineducabilidad del niño salvaje.

El diagnóstico-pronóstico sobre la educabilidad-ineducabilidad del niño salvaje se


mueve a lo largo de todo el tratamiento en la dialógica entre una y otra:

Víctor es educable, desde el punto de vista disciplinar médico-pedagógico, porque «no


está aquejado de imbecilidad congénita» y porque puede recuperar, en principio, la
razón y la palabra; es educable, desde el punto de vista subjetivo, porque Itard defiende
su «no imbecilidad», cree en sus potencialidades, desea demostrar las suyas a través de
las de él y se siente interesado por el caso clínico; por último, Víctor es educable
también, desde el punto de vista institucional organizativo, porque el Estado responde,
y mientras el Estado responda, económicamente a su tratamiento.

Víctor no es educable, en el momento en que todo ello se vuelve a poner en cuestión.


Pero en ese «todo ello» se nos plantean algunas preguntas: ¿es la decisión
administrativa de suspender la subvención económica del tratamiento lo que acaba de
convencer a Itard de que no puede seguir educando a Víctor?, ¿es el desánimo de Itard
y las dudas que en sus informes se manifiestan respecto de las potencialidades de Víctor
9
y/o de la ciencia misma para actualizarlas, lo que decide a la administración a suspender
la subvención?; por último y recurrentemente ¿es una decisión del poder administrativo
sobre el poder científico de su representante Itard lo que no le permite continuar el
tratamiento de Víctor, es el convencimiento de Itard de que nada más se puede hacer
lo que determina su final o es el hecho de la existencia de unas instituciones menos
gravosas, para responder a un problema, en última instancia social, lo que determina
este final?

En definitiva, nuestra pregunta fundamental respecto de este segundo debate, sería la


de si de lo que se trata es de llegar a establecer un claro diagnóstico sobre la
educabilidad-ineducabilidad de los distintos sujetos objeto de la Educación Especial o
sería mejor preguntar por cómo se articulan los conocimientos disciplinares con las
instancias subjetivas y los sustratos materiales y administrativos en cada momento
histórico y en cada una de las situaciones prácticas de la Educación Especial para mejor
comprender sus procesos, sus historias; es decir, para llegar a comprender, en definitiva,
los procesos y las historias subjetivas que con ellos se dibujan y se determinan en cada
caso.

La palabra y la seña: oralismo/manualismo en la educación de los sordos

El acceso a la palabra y, sobre todo, la necesidad o no de una palabra «misma» (hablada)


para la socialización e instrucción de los deficientes del signo ha sido otro de los puntos
nodulares en los procesos de construcción de la disciplina de la Educación Especial. Es
más, el que se considera uno de los primeros tratados de Educación Especial
propiamente dicha y que aparece en el siglo xvii («Reducción de las letras y arte para
enseñar a hablar a los mudos» de Juan Pablo Bonet), se refiere precisamente a la
educación de los sordos y en él se explicita un método fundamentalmente oralista en el
que se acepta la comunicación manual en los primeros momentos del proceso. De
entonces a ahora el debate oralismo/manualismo sigue en pie, enlazado obviamente
con el de la dialógica inclusión-exclusión y con momentos de manifiesto
encarnizamiento en contra del lenguaje signado e incluso en contra de la posibilidad de
ejercicio del magisterio por parte de personas sordas.

Ese encarnizamiento que llega a plantear, a finales del siglo pasado y a través de las
propuestas educativas y sociales de Graham Bell (inventor del teléfono), la prohibición
de la utilización del lenguaje de signos, la eliminación de las escuelas residenciales para
sordos, la negación del derecho de magisterio entre sordos e, incluso, el poner fuera de
la ley los matrimonios entre ellos, no puede dejar de considerarse significativo en
nuestra disciplina, sobre todo, porque ilumina y da profundidad, y por tanto ensombrece
también, todas nuestras preguntas anteriores.

Para las personas sordas de nacimiento aquel incuestionable «en principio era el verbo»
parecía quedar relegado —una vez superada la negación, por ese cambio de mentalidad
que les ha convertido en educables y en pertenecientes a la especie humana— al menos
a un segundo plano. Es evidente que las personas sordas se comunican entre ellas y que
sus palabras son señas; el Abad de l’Epée recoge su lenguaje natural y lo convierte en
un «lenguaje de signos metódico» que acerca el habla de la calle de los sordos al francés,
9
estableciendo un nexo entre ambos y, a la vez, un nexo entre el aprendizaje de la
comunicación por señas y el aprendizaje del habla.
Los métodos del Abad de l’Epée (fundador de la primera escuela pública para sordos, en
el París del siglo XIII de la que surgirán figuras como Sicar, Itard o Séguin) nacen de su
acercamiento a la realidad, la realidad, ciertamente, de la experiencia comunicativa
entre los sordos; pero los métodos educativos, a finales del siglo XVIII y principios del
XIX, empiezan a basarse en otra realidad, la realidad científica y muy especialmente la
medicina, ciencia fundamental del hombre en la época (el caso Víctor es paradigmático);
en el momento en que la ciencia demuestra que ninguno de los órganos del habla está
afectado en las personas sordas, se abandona la verdad del saber de la experiencia para
acoger la verdad del saber de la ciencia. Si el organismo de los sordos, su aparato
bucofonatorio, está completo para el habla, el habla debe estar en el principio de su
educación. Si, además, la educación no es otra cosa que el compás de espera ante los
potenciales avances de la verdadera ciencia y de las técnicas por ella desarrolladas,
entonces la educación debe proporcionar a las personas todo lo que posibilite la
aplicación de tales avances; las técnicas de ampliación y difusión del sonido —del
habla— exigen que los sordos estén capacitados para emitirlos, de no ser así les
privaríamos de los beneficios del saber para el aprovechamiento de su «resto».

En realidad el debate oralismo/manualismo me parece significativo en los procesos de


la Educación Especial y de la Educación en general, porque sacan a la luz el significado
de la escisión entre el saber científico positivo y el saber experiencial, es decir, en última
instancia, la escisión entre los conocimientos de los sujetos de la disciplina y las
experiencias de las personas afectadas que son objeto de ésta, y ponen de manifiesto
con ello los distintos conceptos de inclusión-exclusión que se mantienen desde uno u
otro lado. Pero también, en definitiva, ponen en cuestión la posibilidad educativa misma
(educabilidad/ineducabilidad). ¿Cómo va a educar un sordo a otro sordo? ¿Cómo se va
a educar a alguien que se empeña en hablar por señas? ¿Cómo las personas que hablan
entre ellas por señas pueden formar una familia, es decir, tienen el derecho de formar
por sí mismas una institución básica de la sociedad? Porque todas estas preguntas, si no
se han planteado siempre con la misma crudeza con que lo hizo Graham Bell, siguen
latentes en el fondo del debate.

Y volviendo al caso Víctor, ¿no es la imposibilidad de acceso a la palabra lo que acaba


convirtiéndole en no-educable, es decir, lo que enfrenta a la educación con su límite, la
ineducabilidad? Más aún, en las críticas posteriores que se han hecho al tratamiento de
Itard, ha aparecido también la de su ofuscación en la enseñanza del habla cuando podía
haber intentado, por su experiencia en el Instituto de Sordomudos, el lenguaje de señas
metódicas. En este sentido, resulta curioso también, al acercarnos a la actualidad de
este debate, observar que las discusiones siguen siendo especialmente virulentas
cuando se habla de la educación de los sordos —que no son mudos, se dice, porque
podrían hablar, emitir sonidos y palabras— cuando, en realidad, se acepta la elaboración
de métodos de comunicación no orales para muchos otros casos, desde las deficiencias
psíquicas graves (autismos, deficiencias profundas...) hasta las grandes deficiencias
motóricas que, por supuesto, pasarán a la utilización de la informática en un momento
avanzado de sus procesos educativos.
9
En definitiva, la polémica entre lenguaje oral-lenguaje signado que atraviesa la historia
de la educación especial de los sordos, nos habla de una cuestión fundamental en la
Educación Especial, esa que queda apuntada en el caso de la idiocia como la educación
del «resto», resto de lo mismo —lo exclusivo y precisamente humano— y que, en los
sordos, es la posibilidad del habla, aunque no la oigan ni se oigan; ese resto de lo mismo
—lo que da identidad a lo humano— se encuentra siempre en el interior de lo definí
torio de lo humano —la razón y la palabra— que es aquello de lo que carecen, en mayor
o menor medida, las personas objeto de esa educación. El objeto de la Educación
Especial, por tanto, ha tratado de definirse siempre sin salirse de los límites de lo
humano, de lo integrado en su interior, es decir, del resto educable porque, como muy
bien dice Gladys Swain el proceso educativo «se alimenta en la convicción de que
siempre evolucionamos en el interior de un universo humano-social en el que la
alteridad encarnada sólo se representa como obstáculo a superar. Pues el rechazo del
principio de exclusión es inseparable de una voluntad de inclusión, de una pasión por
reducir al otro». En efecto, pasión por reducir al otro a lo mismo: mecanismo de
inclusión que excluye, en el más profundo interior de lo mismo, al otro, lo otro de cada
UNO.

Pasión de la Educación, reducir a todos los alumnos a uno, el Alumno —de primero, de
segundo, de tercero... pero, Alumno, aunque sea alumna o aunque no encaje en ninguno
de los niveles establecidos para cada edad del Alumno— pasión de la que a la Educación
Especial sólo le queda el resto, el resto, por mínimo que sea, de lo mismo. El alumnado
hoy en día definido como alumnado con necesidades educativas especiales lo es en
tanto algo le quede de Alumno: cuando, por la gravedad de su deficiencia o por la edad
cumplida, ya no le quede nada de ese resto, pasará a ser objeto de asistencia y no de
educación y, en lo organizativo, no dependerá de los departamentos de la
administración educativa sino de aquellos que administran el «bienestar» social. Sin
embargo y paradójicamente, también ahí. esa asistencia vendrá dada bajo la adscripción
de una nueva disciplina pedagógica, la «educación social», puesta en práctica por
educadores y educadoras en lugares paralelos a los circuitos institucionales
normalizados bajo formas pedagógicas que no pueden más que evidenciar sus rasgos de
parentesco con el «tratamiento moral» de nuestros ilustres antecesores y de los asilos
decimonónicos.

La breve mirada sobre la historia que hasta aquí he querido explicitar no ha pretendido
ser más que una mirada interrogadora, una mirada que responda de la historia de
nuestra disciplina con nuevas preguntas más allá de ella misma.

No se trata de justificar los orígenes de la Educación Especial por la nobleza y humanidad


de sus principios sino de comprender algo de su sentido a partir de ellos. Desde esta
perspectiva, si el nacimiento de disciplinas humanas como la de la Educación responde
a ese cambio de mentalidad por el que nada humano queda ya fuera de lo humano,
entonces el sentido de la Educación Especial, destinada a los deficientes del signo, sería
fundamentalmente el de su inclusión. Y nos preguntamos:
9
¿Podríamos decir, en consecuencia, que los procesos de exclusión que en la realidad se
producen se explicarían precisamente por la ausencia o por las carencias de la Educación
en dichos procesos?

¿Explicaría entonces ese signo unívoco de inclusión de la Educación Especial la


importancia que ella otorga al hecho de extender los beneficios educativos desde las
más tempranas edades y a todos los individuos de la sociedad? ¿Justificaría ese signo de
inclusión el proceso de pedagogización generalizada de nuestra sociedad?

Si así fuere ¿todo aquello que queda excluido o fuera de los límites de la educación —lo
que ella considera ineducable—es a su vez, en cierto modo, calificado de no humano?
¿Se explicaría con ello que ciertas resoluciones jurídicas tales como la aceptación de
ciertos presupuestos de aborto o de esterilización sobre determinados sujetos
aparezcan en los mismos momentos en que nuestras sociedades producen leyes de
integración social generalizadas?

En definitiva, esta última inquietud que se me plantea tiene que ver con el intento de
comprensión de las complejas relaciones entre inclusión-exclusión, educable-
ineducable. humano-no humano; por ello, a partir del cambio de mentalidad que hace
que nada humano nos pueda ser ajeno y que hace que la sociedad deba incluir a todos
los que aparecen -nacen- en ella, la pregunta sería si acaso ese cambio de mentalidad
¿no significaría que la exclusión ha adoptado una forma distinta, trasladada a lo más
interior y originario del sí mismo? ¿No se trataría de una forma de exclusión que no
puede aparecer en lo social y que, no pudiendo hacerse manifiesta, debe quedar
relegada en lo más íntimo del reconocimiento culpable del rechazo individual, en lo más
íntimo de la conciencia de cada cual?

Por último, si los procesos educativos han tenido siempre ese sentido integrador basado
en la recuperación del «resto humano», de ese resto de lo mismo, lo común, lo no
diferencial, entonces la Educación Especial ¿no queda reducida a la negación de la
deficiencia, al rechazo de lo diferente al igual que en el Congreso de Milán de 1880 se
negó el lenguaje de signos en la educación especial de los sordos? ¿Hay algo que nos
autorice a pensar que la Educación Especial en sus actuales propuestas integradoras va
más allá de esa inclusión reductora de la alteridad? ¿Hay algo que nos autorice a pensar
que caminamos hacia esto que se ha dado en llamar Educación de la Diversidad? Quizá
fuera necesario, para ello, reconocer que los fundamentos de la educación de la
diversidad deberían relacionarse con un nuevo cambio en el concepto de lo humano,
con un cambio en la percepción de los límites de lo disciplinar y de la función social de
sus prácticas. De no ser así, la pregunta se abre más bien ante la duda de si no estamos,
tan sólo y una vez más, ante un gesto que tiende a mostrar la intención integradora de
la disciplina y de sus representantes de la administración, ocultando los procesos de
exclusión que ellas mismas mantienen al tiempo que señala a los sujetos de las prácticas
educativas y a los sujetos objeto de dichas prácticas como los responsables de los
movimientos e intenciones excluyentes, echando sobre sus conciencias la
culpabilización individual consecuente.
9
Es una última pregunta que abre nuestra preocupación ante la realidad en que se
encuentra el profesorado, maestras y maestros, educadores y educadoras, así como el
alumnado objeto de su trabajo, realidad que cada día parece responder más
afirmativamente a esta última y originaria cuestión.

9
Capítulo V

A PROPÓSITO DE ORGANIZACIÓN, INSTITUCIONES Y SUJETOS

«Organización designa modos concretos en los que se materializan las instituciones.


Aparece también representada por el establecimiento; se trata de formas más
contingentes, modos de disponer recursos, tiempos, tecnologías, división de trabajo,
estructuración de conducción y jerarquías. Una misma institución reconoce diversidad
de modos de organización. Una organización en realidad está atravesada por múltiples
instituciones; puede entrar en conflicto con ellas hasta el punto de imponer los
objetivos de la organización, o la necesidad de su conservación, por sobre las
finalidades institucionales y las funciones que le fueron impuestas.»
Lucía Garay.

Para comprender una realidad institucional es necesario acercarse a ella desde la


complejidad de sus procesos, ya que toda institución es en sí misma proceso; en esa
complejidad, es fundamental un ejercicio de memoria por el que bucear en busca del
sentido de tales procesos. En los capítulos anteriores, ese esfuerzo de recuperar la
memoria —personal y colectiva— pretendía encontrarse con los orígenes de lo que
actualmente se ha dado en llamar la Educación Especial Integradora, es decir,
encontrarse con las raíces de un cambio disciplinar, un cambio en las ideas, valores y
significaciones de la Educación Especial que ha dado lugar a su actual conformación.

Nuestra experiencia, nuestro recuerdo, sitúa las raíces de ese cambio en la crisis de las
instituciones educativas que produjo un ideal de transformación institucional y social en
los sujetos que la vivieron y que, en ella, se conformaron. En este sentido, las
instituciones educativas fueron portadoras y a la vez producto de unos ideales sociales
de igualdad, solidaridad y responsabilización cooperativa que exigían cambios
fundamentales en las prácticas educativas, cambios que empezaron a producirse en el
mismo proceso de crítica institucional a que nos hemos referido.

Pero, esos ideales de transformación institucional quedaron, en pocos años reducidos


por la razón gerencial hegemónica a meros cambios organizativos y gerenciales, cambios
necesarios, pero no suficientes para la verdadera transformación institucional a que
teóricamente apuntaban. Y decimos a conciencia «cambios organizativos» y
«teóricamente» para no olvidar nuestro análisis de las escisiones que están en la base
de todo reduccionismo, en este caso el reduccionismo organizativo a que se ha visto
conducida la teoría integradora de nuestra disciplina.

Hemos visto ya, someramente, cómo el desarrollo disciplinar pasó por momentos de
apertura de unas y otras disciplinas que, cuestionando sus límites, proponían una
consideración del ser humano y unas prácticas basadas en la experiencia de la relación.
Práctica y experiencia se producen siempre encarnadas en los sujetos que son quienes
9
generan, reproducen y transforman las instituciones; pero, las prácticas y las
experiencias son producidas y producen a su vez las disciplinas en las que se simbolizan,
estableciendo nuevos límites que, paradójicamente, contradicen los ideales que las
impulsaron. De esos límites nos habla la nueva organización disciplinar, que parcializa y
multiplica los campos de acción especializados a que nos hemos referido en anteriores
capítulos.

Sin embargo, esa parcelación y multiplicación de los campos de acción disciplinar no


pueden olvidar la crítica a la escisión de la que surgieron y por ello aparecen
constantemente propuestas de multidisciplinariedad, interdisciplinariedad y
transdisciplinariedad en cada uno de ellos. Pero, conviene recordar que las instituciones
—disciplinares y organizativas—en la medida en la que preceden a los individuos —que
las conforman y en las que se conforman— aparecen muchas veces a su mirada como si
tuvieran vida propia, al margen de la inserción de los sujetos en ellas.

Es una característica de las instituciones el hecho de que se constituyen a través de los


sujetos que en ellas se autoconstruyen, de tal modo que ciertos aspectos de los
individuos forman parte de las instituciones hasta el punto que dejan de pertenecerles;
pero, a su vez, ciertos aspectos de las instituciones están en los sujetos que las mueven
y sin los cuales ellas no existirían. Esta paradójica relación no puede resolverse más que
en la aceptación de la constante dialógica que supone, individuo-institución de lo
contrario podemos caer en consideraciones que conduzcan a una visión omnipotente
de los sujetos, con la consecuente culpabilización individual de los fracasos, o en puntos
de vista que reduzcan a la impotencia a los sujetos, desembocando en la paralización de
sus ideales y de sus prácticas y en una permanente queja hacia instancias superiores,
lejanas y despersonalizadas, con las que todo diálogo queda reducido a una especie de
recíproca sordera.

De ahí que toda mirada que adopte el punto de mira institucional debería tener en
cuenta que los sujetos todos nos socializamos en una red de instituciones en las que
nuestra presencia es condición de su existencia y que, en el caso que nos ocupa de las
instituciones educativas, ellas mismas instituciones de existencia, las relaciones entre
los sujetos que en ellas viven son la clave de su conformación, reproducción y posible
transformación.

Instituciones educativas e integración: Itinerarios concurrentes y recurrentes

Podemos analizar el proceso educativo de cualquier persona como un itinerario a través


de las instituciones en el cual se producen constantemente momentos críticos en la
dialógica exclusión-inclusión.
Tales itinerarios vienen marcados tanto por la diversidad individual de los procesos
personales como por el sistema de organización institucional en que se producen. Es
más, la organización institucional, en tanto que sistema social establecido, puede
decantar con mucha mayor presión que los procesos individuales (si fuera posible
considerarlos en sí mismos) el platillo de la exclusión o el de la inclusión. Si bien es cierto
que «en el conflicto individuo/institución tiene más fuerza esta última porque es ella
9
quien crea y mantiene los indicadores oficiales», también lo es que tales indicadores
han sido propuestos por sujetos, ellos mismos más o menos oficiales también.
La historia de la Educación Especial, de la Psiquiatría o de los sistemas penitenciarios y
de reforma, nos hablan con crudeza de la fuerza de las instituciones -segregadas, para
determinar itinerarios cuasi irreversibles de exclusión. Sin embargo, el hecho de que las
instituciones vivan a través de los sujetos que en ellas viven nos habla de la necesidad
de considerar el poder de los sujetos en relación al lugar institucional que ocupan —
sujetos objeto de la institución o sujetos agentes de ella, categorías nosológicas en que
se clasifiquen, lugares de mayor o menor rango disciplinar o de gestión —y en relación
a la encrucijada entre instituciones en que cada uno de ellos se encuentra y que a cada
uno de ellos atraviesa, institución familiar y escolar, de la salud o de la asistencia.

Conviene, pues, tener presentes esos itinerarios institucionales en el proceso de


socialización de los individuos al hablar de ^integración educativa. Desde la familia de
origen a la familia creada como opción vital, desde la educación infantil hasta el tránsito
a la vida adulta con la inserción laboral, las instituciones educativas (sean «normales»,
«normalizadas» o «especiales») en que se mueven, se hacen, viven y conviven las
personas calificadas de deficientes son directa o indirectamente, objeto y lugar de
trabajo y de reflexión para cualquier profesional de la Educación Especial y, a su vez, han
sido esas mismas instituciones, no lo olvidemos, los lugares en los que dichos
profesionales se han conformado y se siguen conformando como sujetos.

Es por ello que al hablar de los itinerarios institucionales y referirnos a los sujetos que
los atraviesan (y que son atravesados por ellos) nos estamos refiriendo tanto a los
sujetos objeto de las instituciones educativas —en este caso las personas diagnosticadas
de deficientes en algún sentido— como a los sujetos agentes de tales instituciones —
diagnosticadas de expertas también en uno u otro sentido— puesto que ambos pueden
ser reducidos a objeto en función de la mayor o menor rigidez de las instancias
organizativas o ser actores, sujeto, de procesos instituyentes en función de los cuales
dichas instancias se dinamicen y transformen.

Los procesos instituyentes que protagonizaron los sujetos de la crítica institucional en


los años 60 y 70 marcaron un punto de inflexión en las prácticas hasta entonces
segregadoras y excluyentes de la psiquiatría, del trabajo social y de la educación pero,
como hemos visto a lo largo de nuestra reflexión histórica, la relación exclusión-inclusión
es una dialógica constante en la Educación Especial y ello, en tanto en cuanto lo es
también de todo proceso de socialización y de cada una de las instituciones que lo
conforman.

La experiencia nos ha mostrado que un sujeto que, en su proceso de socialización y


profesionalización ha permanecido siempre incluido en las instituciones por las que ha
pasado —familiar, escolar, universitaria...— en el momento en que opta por un trabajo
con niños, niñas o adultos, afectados de graves deficiencias puede verse excluido,
marginado, de la propia familia (en mucha mayor medida si es hombre por elegir una
profesión de bajo estatus) de las escuelas con las que pretende colaborar o de la
universidad misma (en mayor medida si es mujer por la atribución de «naturalidad» a la
profesión elegida); también nos ha mostrado la experiencia, que personas con graves
9
disminuciones han podido incluirse en itinerarios institucionales normalizados (antes
incluso de que. aparecieran programas de normalización e integración) y personas con
menores dificultades no han podido hacerlo (incluso dentro del marco de programas
específicamente pensados para ello) o que, contra lo que suele creerse, niños y niñas
pertenecientes a familias económicamente pudientes han caído más fácilmente en
procesos de exclusión total que niños y niñas de clases más desfavorecidas... Los
itinerarios institucionales por los que discurre el proceso vital de las personas afectadas
de deficiencias y de las cercanas a ellas son complejos y diversos y en ellos la dialógica
exclusión- inclusión se manifiesta con evidente ambivalencia.

Por otra parte, estos itinerarios nos muestran que la articulación institucional que los
atraviesa no lo hace de un modo secuencial y progresivo, primero la familia, después la
escuela, y después el trabajo, sino que las tres instituciones están presentes a la vez en
cada uno de los momentos de ese itinerario, sólo que esa presenciales oculta o
manifiesta, real o imaginaria, pero actuante constantemente sobre los sujetos. Hasta tal
punto que la articulación familia-escuela o educación-trabajo, por ejemplo, produce
nuevas profesionalidades que refuerzan subjetividades que se implican mutuamente:
¿la necesidad de la familia para el sujeto afectado es una necesidad real para ese sujeto
o lo es para los profesionales de la educación que con él trabajan? ¿La necesidad del
trabajo para la integración de las personas «disminuidas» es una necesidad real para
ellas de trabajar o es una necesidad de trabajo para los y las profesionales de la
educación especial1? Quizás no sea la disyuntiva la mejor manera de plantearse estas
cuestiones, pero creo conveniente proponerla.

A continuación trataremos de desentrañar algunas de las manifestaciones de esa


ambivalencia y de sus complejas articulaciones, en las instituciones mismas que marcan
el discurrir de los procesos educativos en el campo que nos ocupa.

La institución familiar y la Integración educativa

La institución familiar en tanto que primera fundamental institución educativa puede


ser palanca impulsora de la inclusión, por ser ella misma' integradora en las actitudes y
en las prácticas de sus sujetos, o puede ser el primer mecanismo institucional de
exclusión.

Aunque sólo fuera por practicar la transdisciplinariedad a que nos hemos referido en el
anterior capítulo, puede resultar interesante situar la institución familiar-como un
sistema de convivencia en el sentido que le da Maturana de que «en ellos se constituye
una red particular de conversaciones que configura un modo particular de emocionar».

1
Recuerdo aquí una espléndida novela de Henry James, El discípulo, en la que el protagonista se plantea
claramente esta cuestión porque él (profesor) podía vivir de Morgan (el discípulo) Pero ¿cómo iba éste a
vivir de él? En efecto, hemos creado una sociedad en la que los maestros podemos vivir de nuestros
alumnos, por escasa que consideremos la asignación de que se nos provee, pero ¿algún día ellos podrán
vivir de nosotros? es más ¿algún día ellos podrán vivir en esa sociedad que les dejamos? Los psiquiatras
viven de los locos, los trabajadores sociales de los pobres, los pedagogos de los niños y, actualmente,
también
9 de los adultos. Incluso en el mundo del trabajo, sobretodo en Educación Especial, el educador
encuentra su espacio de trabajo educativo y puede vivir de él, pero, la pregunta inevitable es si lo que se
consigue con este trabajo educativo para las personas discapacitadas le permite a éstas, a su vez, vivir de
su trabajo.
Para este autor, en la vida cotidiana constituimos distintos sistemas de convivencia que
se distinguen por la emoción específica que conforma el espacio básico en el que se dan
nuestras relaciones con nosotros mismos y con el otro. En este sentido, habría sistemas
propiamente sociales constituidos bajo la emoción del amor, que es la emoción que
constituye el espacio de acciones de aceptación del otro en la convivencia; sistemas de
trabajo constituidos bajo la emoción del compromiso, que es la emoción que constituye
el espacio de acciones de aceptación de un acuerdo en la realización de una tarea, y
sistemas jerárquicos o de poder, constituidos bajo la emoción que constituye las
acciones de autonegación y negación del otro en la aceptación del sometimiento propio
o del otro en una dinámica de orden y obediencia.

Desde este punto de vista, en nuestra cultura, la familia sería el único sistema
propiamente social ya que en ella queda recluida la relación amorosa y su red de
conversaciones de aceptación del otro en la convivencia. Sin embargo, ese sistema
propiamente social, al ser el único que recoge ese tipo de relación de amor y aceptación
del otro en la convivencia, niega su propia esencia puesto que toda relación de amor y
aceptación requiere de un primer constante gesto de elección, movilizado por el deseo.
Es evidente, que ese primer gesto puede estar en el momento de la creación de una
familia, sin embargo, la exclusividad de ese espacio para el emocionar amoroso, reduce
entonces el sistema social a la privacidad. Es más, aun aceptando que la institución
familiar es un sistema social, por ser la emoción del amor la que principalmente lo
constituye, a nadie se le oculta que ese sistema social está claramente atravesado por
dos sistemas no sociales: el del compromiso de aceptación de un acuerdo en la
realización de una tarea, o sistema de trabajo, y el de las acciones de autonegación o
negación del otro, o sistema jerárquico o de poder, al cual quizás conviniera mejor el
calificativo de asocial.

Así, la familia, sistema social, está atravesada por esos otros dos sistemas, uno no social
y el otro paradójicamente asocial. Abrir al exterior las conversaciones de aceptación del
otro en la convivencia, más allá de la privacidad del medio familiar; hacer del sistema no
social de compromiso en la realización de tareas, un sistema de cuidado y búsqueda del
placer en la relación con el otro y eliminar de estas conversaciones toda jerarquía y, por
tanto, toda relación asocial —de negación del otro y de negación de sí mismo— sería la
difícil tarea pedagógica en el seno de una institución que a todos y a todas nos atraviesa.

En los planteamientos integradores, la familia es considerada una institución clave ya


que es el «ambiente primero en que el niño se desarrolla, que supone su introducción
en el mundo social, el primer paso hacia él». Unos autores consideran que la familia
debe ser objeto de información, atención y asesoramiento, otros consideran a los padres
como protagonistas y colaboradores que tienen mucho que enseñar a los profesionales
y se llega a considerar a la familia «como la principal rehabilitadora " o "terapeuta " o
"educadora " de sus hijos durante los primeros años de vida. De hecho, algunos de los
programas que inicialmente se impartían por expertos en centros especializados, se
trasladan ahora al hogar, a los ambientes naturales en los que vive el niño, siendo la
familia la protagonista ejecutora del programa en el que es ayudada por los
9
profesionales.»
Pero esta consideración activa y positiva de la familia es un arma de doble filo en tanto
en cuanto ese «ambiente natural» del niño puede ser objeto de un doble mecanismo de
delegación: en un primer momento, de la familia en los profesionales y. en un segundo
momento, de éstos hacia la familia, la cual habiendo delegado ya en ellos su capacidad
de respuesta, su espontaneidad, sus experiencias e iniciativas pasa a depender de ellos
en todo esto y a ser simple ejecutora de sus consejos, indicaciones u órdenes, en el peor
de los casos.

De este modo, la familia, en la consideración que de ella suelen hacer los profesionales,
pasa a ser una institución en la que el vínculo amoroso, clave de la socialización, es
objeto de una mirada técnica. Este tipo de mirada incide en dicho vínculo marcándolo
con un signo de compromiso, según el cual el trabajo rehabilitador pasa a primer plano
y hace de la función del cuidado, atribuida a la mujer en el espacio familiar, una
obligación paradójicamente enraizada en el vínculo amoroso, el cual, en su esencia,
escapa a toda obligatoriedad y normativización. Puede suceder así, como en el caso
Jerome, analizado por Maud Mannoni, en el que «los cuidados se le prodigaban por
deber y no disponía del placer que le procura a una madre el tener a un chiquito entre
sus brazos, que se prive precozmente al niño de la dimensión del juego en relación con el
otro cuando las primeras emociones del bebé se organizan precisamente a través de la
capacidad de ensoñación de la madre y de su juego con él».

Por otro lado, la función paterna, marcada por el signo jerárquico del dominio y el
control sobre los demás miembros de la familia, queda subsumida y negada por una
autoridad superior, la de la razón técnica encarnada en la figura de los profesionales,
que se impone en las relaciones con la persona disminuida reduciendo en muchos casos
el papel del padre a su espacio de compromiso laboral-económico en el cual se polarizan
todas las .energías de éste. Se ahonda así la doble escisión entre la función del cuidado
y la del tratamiento y, entre estas dos y la productivo- económica para subvenir a las
necesidades impuestas por ambas. Esta múltiple escisión arraiga en la tradicional
función familiar y, en el caso de las familias con un miembro afectado de alguna
deficiencia, dicha función se ve agudizada por la presión social que la obliga, con mayor
insistencia si cabe, a mantener en el espacio de lo privado, las dificultades inherentes a
la existencia de la deficiencia en una sociedad que, precisamente, la niega. Arraiga
también, esa múltiple escisión en la fuerza culpabiliza- dora de la presión social sobre el
padre y la madre, cuya angustia suele resolverse con una aceptación compulsiva de
dichas funciones materna y paterna a lo largo de toda su vida.

Estos análisis de la familia se unen en su complejidad a los realizados desde la


perspectiva freudo-marxista o desde la anti psiquiatría inglesa y las propuestas
sistémicas con ella relacionadas, desde el análisis institucional y posteriormente
también a los realizados desde la perspectiva freudo-piagetiana y la feminista, todos
ellos, profundizando en la clarificación y análisis de las escisiones tradicionales entre lo
individual y lo social, entre lo público y lo privado, entre consciente e inconsciente, entre
normal y patológico, entre cognición y afectividad, entre lo real y lo simbólico, entre el
deseo y la necesidad.... han ido dando luz sobre la función social de la familia en la
9
construcción del sujeto.
El reconocimiento de esa función social ha puesto sobre el tapete el valor de lo
paradójico, el valor de lo ambivalente, en las relaciones familiares y, de una manera muy
especial, en las familias en las que la aceptación de un miembro etiquetado de
«disminuido» se convierte en núcleo fundamental de la dinámica padre, la persona
disminuida y demás familiares, hasta el punto de dar a cada uno un psiquismo
determinado por la obligatoriedad de la función: desde la necesidad de control del
riesgo (madres sobreprotectoras, padres autoritarios...) hasta la imposibilidad de
asumirlo (negación de todo proyecto vital en la persona disminuida) se establece una
dinámica encerrada en un círculo letal que puede anular no sólo la vida de la persona
disminuida sino la de todos y cada uno de los miembros de la familia, que sólo viven en
y por la negación afirmativa de la deficiencia.

Dice Maud Mannoni: «...nos enfrentamos al problema de correr un riesgo, de


mantenernos vivos a nivel de un deseo. Una promesa como la de "un día serás un
hombre, hijo mío " el muchacho con un pasado perturbado no sólo no la ha escuchado
nunca de boca de sus padres sino que, en su lugar, no ha recibido más que llamadas de
atención a prevenirse, a cuidarse, a protegerse, vividas como amenazas y asimiladas a
una prohibición de acceso a toda independencia real.» Llega a plantear, por ello, la
necesidad de separación respecto de la familia, en el momento del tránsito adolescente,
para romper ese nudo constrictor y a proponer el «derecho al riesgo» como eje
terapéutico que dinamice los aspectos potenciales, positivos, vivos, del sujeto. Para
Maud Mannoni, la familia ha asumido la total responsabilidad respecto de su miembro
«disminuido», en esa función psicosocial de la que hablamos, convirtiéndose en
defensora de la sociedad frente al peligro que la deficiencia de uno de sus miembros
comporta para ellas y en defensora de éste ante los peligros que la sociedad presenta
para cualquier persona disminuida; en esa doble y ambivalente función de mantener la
vida negando a su vez esa vida, la familia reduce y excluye en su seno la patología que,
psicosocialmente, le es atribuida. Tampoco los profesionales son ajenos a esa función
de defensa, por lo que el análisis constante de esa relación es fundamental en su
actuación.

En un sentido semejante, podrían plantearse las propuestas teórico-prácticas de


Bettelheim en USA; sin embargo, sus propuestas —quizá por más psicologistas— han
derivado en una interpretación y polarización culpabilizadora sobre la función maternal,
aspecto éste que debe estar siempre presente como punto de análisis crítico cuando se
pretende realizar un trabajo cooperativo con la familia. Si bien es cierto que las
interpretaciones de las teorías psicológicas «culpabilizadoras» de la madre han sido
pertinazmente rebatidas, no es menos cierto que las vías de culpabilización, que
determinados modos de organización social de la asistencia tiene, son tanto o más
activas que cualquiera de las propuestas teóricas a que nos refiramos; así, por ejemplo,
en las prácticas de transformación de las instituciones totales y los procesos de
reinserción social de las personas internadas, la inexistencia de instituciones alternativas
en el afuera, ha producido situaciones que, cargando sobre la familia y, en consecuencia,
sobre las espaldas de las mujeres, principalmente de las madres, toda la responsabilidad
de la reinserción, han explicado los fracasos como incapacidad de las familias y de las
9
madres para dar respuesta a tan humanitarias propuestas o bien, lo que es peor, como
un rechazo directo contra el familiar desvalido que los profesionales pretendían
reintegrar. En el mismo sentido, determinadas propuestas de intervención precoz
pueden incidir en esta problemática, ahondándola más que reduciéndola.

A propósito del orden del padre y del orden de la madre

No estará de más señalar que las propuestas que inciden en la importancia de las
relaciones primeras (incluso en la vida intrauterina) para el desarrollo del ser humano,
no hacen más que afirmar el valor de la relación maternal como relación humana
fundamental, lo cual, lejos de llevarnos a interpretaciones «culpabilizadoras» debería
acercarnos a la responsabilización y a la afirmación del valor cultural de la relación
maternal. Como dice Alessandra Bochetti: «Hay quien en el principio pone a Dios, hay
quien en el principio pone al otro; yo pongo a la madre, será porque soy profundamente
materialista... la prueba de la grandeza de la madre está en que nosotros siempre
esperamos de ella el bien. El sufrimiento causado por el bien que no viene, es un
testimonio del inmenso bien ya recibido. En la relación con la madre se encuentra la
experiencia primera del bien y ahí para cada uno de nosotros tienen sus raíces,
retorcidas o no en cuanto a los resultados, el amor a la justicia, la intolerancia frente a
la injusticia y la piedad, que a veces puede devenir un sentimiento tan desgarrador que
degenera en su contrario: se puede también ser feroz movido por la piedad. En el orden
de la madre, justicia y piedad son dos sentimientos contiguos, fuera de ese orden quien
obtiene justicia no precisa piedad, y quien obtiene piedad, desgraciadamente, está fuera
de la justicia.»

Pensar desde esta perspectiva la cuestión de la maternidad y la deficiencia abre, más


allá o más acá de las culpas, nuestros interrogantes sobre la condición humana y sobre
la hegemonía "del orden paterno, en que ésta parece haberse movido hasta ahora, e
inaugura un diálogo necesario para construir sociedad de un modo diferente, objetivo
último de la educación especial integradora o de la pedagogía de la diversidad que
pretende sostenerla. Objetivo último, que no debería significar postergado al largo plazo
o a la espera de una transformación social global, sino presente en la relación que día a
día construimos, en los espacios concretos en los que convivimos. Quizás las personas
afectadas de alguna deficiencia no hayan podido obtener, hasta el presente y en
nuestros espacios concretos de convivencia, más que una opción excluyente entre la
piedad sin justicia y la despiadada justicia que les hace ser «como los demás» para tener
algún lugar entre nosotros2.

Pero, lo que aquí nos interesa destacar, sobre todo, es que el reconocimiento de la
paradoja, en la que vive la familia con una persona calificada de «disminuida», es
fundamental en esa doble posibilidad que tiene de devenir en institución de inclusión o
de exclusión y la importancia para toda intervención profesional de desvelar, sin
culpabiliza iones y reproches mutuos, esa contradictoria función. Y esta función es tanto

2
Con estas palabras lo expresaba una joven afectada de una enfermedad degenerativa al hablar de sus
dificultades para integrarse como estudiante universitaria en una entrevista realizada por una alumna
de9 doctorado: «Me quieren igualar tanto que no se dan cuenta de que no soy igual, igual por eso me
quieren igualar tanto, para no sentirse culpables... no merece la pena ir de igual, primero porque no lo
eres y segundo porque no van a entenderlo nunca, o sea, cuanto más vayas de igual más te van a
pisar...».
más contradictoria cuanto mayor sea la separación entre el espacio familiar, privado, y
el espacio comunitario, público, entre la actuación experiencial de los núcleos de
convivencia (familiares o no] y la actuación tecnificada de los profesionales.

Entramos aquí de lleno en la relación profesionales-familia, escuela-familia, comunidad-


familia, en la que se impone el análisis de ese guion suturante o de esa barra escindidora
(profesionales/familiares, escuela/familia, comunidad/familia) que tiene siempre la
doble posibilidad de establecerse.

Puede interpretarse en este sentido la distinta propuesta de intervención que al


principio señalábamos: actuar sobre la familia, actuar con la familia. Actuar sobre la
familia implica el riesgo de establecer con ella relaciones de dependencia, de
competencia, de culpabilización, al ser la relación que se establece una relación entre
expertos y profanos, sabedores e ignorantes, sanos y deficientes. Es decir, de trasladar
a nuestra actuación profesional la barra escindidora que elude el análisis del vínculo
entre unos y otros. Actuar con la familia implica la comprensión del valor de la
experiencia vivida familiar, del saber que proporciona dicha experiencia y, por tanto, de
la cooperación entre el saber experiencial y el saber técnico, enriquecedora por ambas
partes porque supone una capacidad de descentramiento, en el necesario juego de
compromiso y distanciamiento respecto del propio «saber» técnico. Actuar con la
familia implica también la conciencia de que la función social de la institución familiar y
la división de funciones en que se fundamenta no puede ser reforzada ahondando en
sus aspectos «no sociales» —funcionales y jerarquizados— y debe ser cuestionada
desde la validez del vínculo fundamental que la hace ser social, el vínculo amoroso que
nunca puede ser tecnificado, normativizado o reducido a obligación exclusiva de la
privacidad familiar.

La siguiente cita de Canevaro puede proporcionar una mayor claridad a la "complejidad


de esta propuesta:
«Valorar las experiencias significa que muchos episodios de la vida cotidiana que se
consideran poco importantes, pueden, sin embargo, tener un valor. Y el valor, para serlo,
requiere la comprensión de los demás. (...) es todavía más evidente la incongruencia de
una soledad cuando se produce entre marido y mujer, que deberían vivir en una
cooperación mayor y, sin embargo, se encuentran casi siempre divididos por papeles
jerárquicos que imponen a la mujer la asunción de deberes que no se consideran por el
valor que pueden comportar. El reconocimiento de un valor a la experiencia que se está
llevando a cabo comporta una real posibilidad de participar en las decisiones. En cambio,
suele suceder, que si la mujer soporta todo el peso de la situación, se le dejan las
decisiones del mismo modo que las tareas cotidianas. Pero, esa misma capacidad de
decisión se le retira totalmente a la propia mujer cuando es un especialista el que habla.
De este modo se comprende que las responsabilidades que tenía la posibilidad de ejercer
le eran atribuidas tan sólo por abandono y desinterés y no por el reconocimiento de su
experiencia y de su competencia.»

El análisis de Canevaro nos introduce en la cuestión fundamental de la función social de


9
la familia: su función de transmisora de la división sexual del trabajo y de la
diferenciación sexo- genérica consecuente en las atribuciones de rol. Y es éste un análisis
que resulta imprescindible al plantearse la relación entre instituciones (familiar y
escolar, por ejemplo) o entre profesionales y familiares en general. La atribución social
de la función de «cuidado» a las mujeres produce situaciones como la que analiza
Canevaro pero, es más, esa atribución social del cuidado, asumida por las mujeres, ha
dado lugar a la feminización de todas las profesiones impregnadas de esa función. En
consecuencia, en Educación Especial, como en la Educación en general, se producen
muchas situaciones en que la relación profesionales-familia es una relación entre
mujeres y, por ello, es necesario que nunca olvidemos que, en esta situación, las
profesionales suman a la «naturalidad» de la función del cuidado su supuesta
capacitación técnica para ella; las madres de niños y niñas con deficiencias, en cambio,
restan a la «naturalidad» de esa función la «disminución» de la que se sienten
responsables y responsabilizadas, asumiéndola como propia y le suman, sin embargo, la
obligatoriedad de reparar el daño.

Se trata de un análisis psicosocial que resulta imprescindible realizar para procurar que
el trabajo con la familia no incida, ahondándola, en esta problemática:

—Polarizando en la madre la intervención y minusvalorando las funciones de los demás


miembros del entorno familiar3.
—Estableciendo con la madre relaciones jerárquicas y competitivas respecto del
cuidado y educación de la persona afectada y, por tanto, minusvalorando también su
propia función.
—Normativizando y tecnificando un vínculo que sólo puede ser fruto del deseo.
Muy al contrario, el análisis institucional de lo familiar y de la colaboración familia-
escuela debería dar lugar a una intervención integradora en los siguientes sentidos:
—De procurar que la responsabilidad familiar sobre el hijo o hija afectados no vaya más
allá que la responsabilidad sobre cualquier hijo o hija y, sobre todo, que no absorba,
reduciéndola o negándola, la vida de ningún otro miembro de la familia.
—De considerar que la potencialidad relacional —que no funcional— de todos y cada
uno de los miembros de la familia es igualmente importante y necesaria en tanto que
todos ellos pueden procurar al niño o niña ese entorno integrador y que ese entorno
integrador, es decir, productor de vínculo social, sólo puede ofrecerlo la fuerza del deseo
que, en su dinámica imprevisible, puede y debe encontrarse allí donde esté, por
ejemplo, en cualquier familiar aunque no sea la madre o el padre; puede y debe
encontrase, también, entre los profesionales que trabajan con cada familia; puede y
debe encontrarse en grupos más amplios que el estrictamente familiar, los cuales,
menos afectados por la presión social y la angustia que comporta, tienen grandes
posibilidades de actuaciones integradoras, pues la respuesta de la colectividad sitúa el
debate en un nivel diferente al de un enfrentamiento entre dos personas, en un nivel
diferente del familiar en donde queda reducido a la pura relación yo-otro, madre-hijo,
padre-hijo...

3
En mi experiencia he podido ver, más de una vez, lo difícil que resulta convencer a un equipo de
profesionales de que la persona más adecuada para dinamizar una situación, por ejemplo de educación
temprana,
9 no es necesariamente la madre, sobre todo, cuando ésta realmente no lo es porque no lo
desea. Pueden estarse negando a recibir a la abuela que es la única que mantiene una buena relación
con el bebé, por un planteamiento, de principio —psicológico, por supuesto— de que «debe» ser la
madre la persona que «debe» colaborar.
—De ser conscientes de que los profesionales, trabajando con las familias, pueden llegar
a conocer aspectos de la historia, de la experiencia y de las potencialidades del niño o
niña, que en otros medios pueden quedar ocultos y, por lo tanto, ignorados como
recursos de enseñanza-aprendizaje.
—De analizar la función social de los profesionales frente a las familias, a sabiendas de
que esa función les compromete en un juego sancionador sobre las familias —a través
de informes, asesorías, consejos, solicitudes de subvenciones, proyectos de
tratamiento... que sólo los profesionales están autorizados a elaborar— que les impone
un poder del que es necesario ser conscientes en toda actuación educativa. Estar en el
límite, entre la administración y la familia, mantener el equilibrio de intereses a favor
del niño o niña, romper barreras cuando sea conveniente, he aquí una difícil tarea
dentro de la relación familia-escuela, familia-profesionales, imprescindible en la
Educación Especial Integradora.

En resumen, la primera institución que incluye o excluye a la persona disminuida es la


propia institución familiar que, como institución educativa en sí misma o como
institución relacionada con la escuela y otros espacios educativos y/o asistenciales, llega
a ser considerada por la Educación Especial como espacio de intervención, para su
análisis, para el trabajo cooperativo en la educación infantil temprana y para la
coordinación de sus funciones con las de la escuela, en el camino de integración social
de los sujetos objeto de su trabajo.
La familia como espacio de intervención es un concepto pedagógico, terapéutico, social
y político, concepto que sitúa a las personas implicadas —profesionales y familiares—
en un juego de relaciones de poder que requieren ser dilucidadas para llegar a una
verdadera colaboración. A su vez, la familia, como tal espacio, es un lugar que puede
quedar clausurado en el momento en que los profesionales redunden en la
obligatoriedad, exclusivizada en las madres (y en los padres), de dar respuesta a las
necesidades del hijo o hija deficientes, reduciendo el poder incluyente o socializador de
la institución familiar al espacio de lo privado, con la consecuente limitación de las
posibles respuestas del espacio comunitario de convivencia. Abrirse a otros apoyos de
la vecindad, de otros profesionales del trabajo social, de todas las instancias
comunitarias, ofreciéndoles el apoyo necesario para que su experiencia profundice en
las situaciones integradoras, es función primordial de aquellas personas profesionales
que quieran trabajar con las familias en favor de la integración de las personas
disminuidas en las que se centra su intervención.

Ahora bien, una mirada como la que hemos pretendido abrir aquí, que tenga en cuenta
la complejidad de la institución familiar, con las implicaciones que ésta tiene desde el
punto de vista institucional y social, amplio, a la vez que desde el punto de vista
individual, psicológico más concreto, no debería llevarnos a unas concepciones
ideológicas sobre la familia y la sociedad que nos impusieran actuaciones en favor o en
contra de dicha institución, actuaciones en favor o en contra de la sociedad en la que
está inmersa, sino a actuaciones concretas, basadas en la relación interpersonal y la
experiencia que ésta produce, conscientes tanto de su necesaria limitación como de la
trascendencia que puede tener cualquier cambio personal y concreto en la relación con
9
ese hijo, hija o familiar afectado de alguna «deficiencia» , que son, en última instancia,
el objeto primero y último de la actuación pedagógica o psicopedagógica integradora.
De ahí que lo único que hubiéramos deseado producir con nuestra mirada sería una
visión sobre lo inmediato, individual y concreto de nuestra posible actuación. Una visión
sobre lo inmediato, iluminada por un ángulo de luz que permita ver el horizonte más
allá de los primeros planos, un ángulo de luz que, lejos de la iluminación técnica y
deslumbradora del flash, pudiera asemejarse más a la luz de un sol temprano, una luz
que permita adivinar límites y perspectivas en cada una de nuestras vidas.
Porque si hasta aquí hemos analizado la institución familiar como esa institución de
origen en la que es contenida y pensada la edad infantil y, por lo tanto, como espacio de
convivencia y de relación privada en la que se educa la infancia, no debemos olvidar que
la familia, como institución, atraviesa todas nuestras vidas y en ella son contenidos y
pensados también los horizontes de la privacidad en la edad adulta. La familia entonces
forma parte del imaginario social como posibilidad, casi exclusiva, para el
desenvolvimiento de la vida privada de las personas adultas. No tenemos más que
pensar en las reivindicaciones «familiaristas» de formas de convivencia diversas que han
ido dando el mismo nombre, con adjetivaciones diversas, a todas ellas: familia de
homosexuales, familias monoparentales... o en las clasificaciones técnicas de otros
modos de vivir, siempre incluidos dentro del concepto norma de familia: familias
desestructuradas, sería la más común, que basada en criterios psicológicos ha pasado a
ser utilizada exhaustivamente en educación social.

Desde esta perspectiva imaginaria, la familia, en la educación de las personas afectadas


de alguna deficiencia, es la concreción de sus horizontes —negados por la seguridad de
que nunca saldrán de la familia de origen, hasta que la muerte «les» separe de ella o
regulados por los distintos diagnósticos médicos, pedagógicos o psiquiátricos, sobre la
capacidad o incapacidad de estos sujetos para «formar su propia familia», o
conformados en formas sucedáneas, «alternativas a la familia» en forma de «pisos
tutelados», en las que se afirma y se niega a la vez la exclusividad de la institución
familiar.
La propuesta integradora de la educación especial ha dado lugar, desde aquella vieja
articulación de hace más de dos siglos, a nuevas formas de relación entre los
profesionales de la educación y la institución familiar, más allá de la escuela y más allá
de la familia de origen, en base a estas nuevas formas de organización de la población,
eternamente pedagogizada, de las personas afectadas de alguna deficiencia. Así,
educadoras y educadores sociales se desenvuelven tocados por ese imaginario familiar,
tratando de no suplantar con su trabajo las funciones materna y paterna aunque
siempre con el paradójico propósito de sustituirla.

La institución escolar: organización inclusiva y exclusiva de la infancia

En efecto, la escuela actual, como organización de la obligatoriedad de la educación, es


en sí misma inclusiva y exclusiva. Inclusiva, porque es vista y pensada para toda la
población infantil (y juvenil, aunque larga infancia es lo que promete), y exclusiva, en
tanto que única como propuesta educativa para toda esa población infantil (y juvenil,
no lo olvidemos).
9
Siempre que se produce un debate sobre si «integración sí, integración no», sobre si la
propuesta integradora escolar es buena o mala para el alumnado, para el profesorado
o para unos y otros, me viene a la mente esta imagen: la escuela es el espacio
normalizado y obligatorio para la estancia y la existencia, ocho horas diarias de todos los
días laborables de la vida, que transcurren entre los cuatro y los dieciséis años de toda
persona nacida en nuestra sociedad (digo entre los cuatro y los dieciséis cuando en
muchos casos es entre los cero y los dieciocho... la obligatoriedad, al fin, no es sólo
cuestión de leyes). Es una imagen que me contagió un día mi hijo —por aquel entonces
de pocos años— cuando por la mañana acudí-a despertarle: «Me cuesta levantarme
porque estaba pensando que todos los días de la vida, hasta que sea mayor, "infinitos "
días —estaba entonces obsesionado con esa palabreja—, tendré que levantarme para ir
a la escuela, ¡infinitos, mamá "!». Aunque el muchacho había pasado alguna temporada
negándose a ir a la escuela o haciéndolo de mala gana, no fue precisamente entonces
cuando expresó tan lúcida perspectiva. No; la expresó en un momento en que acudía
contento a la escuela, estaba- a gusto en ella y se había ¿resignado, acomodado,
ilusionado? con la escuela en la que estaba.
En efecto, la escuela es el espacio que, en nuestra sociedad, le hemos procurado a
nuestra infancia (y juventud), no hay otro. La hemos convertido, además, en el lugar de
realización del derecho a la educación, único lugar. ¿Quién se atrevería a decir que algún
niño o niña no tuviera ese derecho o algún padre o madre esa obligación para con sus
hijos? Se me dirá que también existe la Escuela Especial pero, a esa no van todos los
niños y niñas, sólo algunos... y precisamente como resultado de la lucha de los padres y
familiares por el derecho de sus hijos a la educación. Al menos, así sucedió en nuestro
país y, curiosamente, en este caso coincidió la lucha de los padres y madres por la
escuela especial para sus hijos e hijas, con el cuestionamiento de la escuela ordinaria,
segregadora, autoritaria, selectiva, competitiva y uniformizadora. Al mismo tiempo que
se estaban creando escuelas especiales, existían experiencias de «integración» en
escuelas e institutos de niños y jóvenes afectados de «deficiencias», hoy, «necesidades
educativas especiales». Tales experiencias se enlazan, precisamente, con aquellas
experiencias de transformación institucional, fruto de los amplios movimientos críticos
de los años 60-70, relacionados con el espíritu del Mayo del 68 que, si bien no pudo
encontrar formas instituidas que encarnaran de modo duradero sus objetivos, buscaba
la verdad, la justicia, la comunidad. De estos objetivos y de su espíritu participamos
jóvenes maestros y maestras, licenciados, profesionales y voluntarios en las escuelas, en
el manicomio, en reformatorios... y su valor principal es la constancia de que existieron,
constancia que quizás sólo haya sido transmitida en nuestro país por la historia oral de
quienes no nos negamos a reconocernos en ella, pero que, con todo, mostraron el
camino que, negado por la modernización profesionalista, tecnológica y gerencial de
todas esas instituciones, aún está por recorrer.

La escuela para todos

Las leyes, decretos y disposiciones por las que se rige nuestro actual sistema educativo
referidas a aquella parte de la población en edad escolar que plantea unas Necesidades
educativas especiales no representan otra cosa más que una distinta manera de
gestionar esa población escolar, que se pretende superadora de la segregación que
hasta la actualidad había padecido. Es evidente que la integración no depende de la
9
aplicación de una normativa pero, a pesar de todo, esa normativa puede ser un
fundamento de algo imprescindible, previo y condición sine qua non de tal objetivo.
Podemos pensar que de la aplicación de una normativa se desprende tan sólo la
consideración de unas determinadas personas como objeto de dicha normativa, como
objeto, por tanto, de la institución. Sin embargo, todas las personas padecemos de esa
posición de objeto que requiere ser superada por la relación intersubjetiva, viva, dentro
de cada institución; como dicen Mariona Andreu y José M. Alcañiz: «Oponer a una
intervención, que toma al alumno como objeto (posición casi natural de cualquier
institución) otra que lo considera como sujeto, comporta que pueda hablársele y
escuchar sus demandas (paso previo y más importante que el hecho de que se satisfagan
o no).» Pero, hasta la actualidad, la ubicación de objeto excéntrico al sistema escolar
que padecía la población infantil considerada «anormal» la situaba en una posición no
sólo de objeto —sin palabra— sino de objeto invisible —sin presencia—para dicho
sistema. Bastaba con no verlos o con dejar de mirarlos, dado el caso, para negar su
condición de «escolarizables». Para negar, en consecuencia, la posibilidad de
«conocerles». El sistema escolar y las personas que lo representaban dejaba a «otros»
—expertos o meros cuidadores— esa mirada y esa posibilidad de conocimiento. Es por
ello que esa mirada quedaba reducida a un espacio excéntrico, marginal, segregado,
único en el que podía mirárseles, el de las escuelas especiales: la mirada misma se
convertía, así, en anormal, por excéntrica, marginal, exclusiva y excluyente.

En la actualidad, tanto la legislación escolar como la llamada - Ley de Integración en sus


apartados educativos, hacen hincapié en esa «integración» de los y las alumnas con
necesidades educativas especiales que tienen derecho a una escolarización ordinaria,
normalizada. Ese primer paso, su ubicación en el sistema escolar ordinario, les hace
presentes, visibles, reales como objeto de la institución escolar. Niños, niñas, maestras
y maestros pueden empezar a conocerles, a hacerles objeto de sus cuidados, a
reconocerles como sujeto de diálogo pero, ante todo, su presencia es condición previa
a toda demanda, condición necesaria para cualquier respuesta.

No se trata de realizar aquí una defensa a ultranza de la integración en la escuela


ordinaria de todo niño o niña afectado de alguna deficiencia, pues no se trata de negar
por decreto la realidad institucional que el sistema educativo presenta;-tampoco es
nuestra intención tachar con el estigma de excluyentes a todas las escuelas especiales
que, en su momento, tuvieron precisamente una función integradora, y pueden seguir
teniéndola si siguen vivas y abiertas a la pregunta constante por esa doble función
inclusiva-exclusiva de toda institución.

Por tanto, no se trata de olvidar el prejuicio —:en el sentido que le da Hannah Arendt
de que «no hay propiamente ninguna forma de sociedad que no se base más o. menos
en los prejuicios mediante los cuales admite a unos determinados tipos humanos y
excluye a otros»— que se conformó a través del modelo de Escuela Especial separada
del sistema ordinario de escolarización, prejuicio que sigue vivo en gran parte de la
población, incluida la formada por profesorado y expertos psicopedagógicos, y que
afecta directamente a la consideración que cada persona hace sobre eso que se ha dado
en llamar la integración escolar de alumnado con necesidades educativas especiales.
Tanto quienes piensan que sólo son «integrables» determinados alumnos y alumnas
9
según el grado de discapacidad que la deficiencia produce, como quienes piensan que
cualquier niño o niña con necesidades educativas especiales estará siempre mejor
atendido en un centro específico, parten siempre de pre-juicios conformados por la
realidad institucional en la que cada profesional se ha ido conformando y casi nunca se
pone en cuestión ese pre-juicio de que partimos.

En primer lugar, el prejuicio sobre el propio sistema escolar ordinario que suele verse
como lo que hay y pocas veces como lo que pudiera haber si se contara con que, quienes
están en eso que hay, pueden hacer posible lo que podría haber. En segundo lugar,
porque cada niño o niña afectada por alguna deficiencia es visto más como «lo» que es
—una síndrome de Down, un ciego, una sorda, un paralítico cerebral...— que como
«quién» es y quién puede llegar a ser. En tercer lugar, porque los profesionales de la
educación, maestros, maestras y especialistas y expertos de todo tipo, se ven a sí
mismos capacitados para una determinada función y un determinado saber que cierra
también sus posibilidades dentro de aquello que cada uno es —maestra de infantil,
maestro de secundaria, maestra de educación especial...— limitando no sólo lo que se
podría llegar a ser sino negando quién es cada cual en relación a su deseo de ser. Y es
que en ese «ser algo» —según la función que se realiza— está el germen de la
indiferencia de toda objetivación, que supone que cualquier otro que sea eso mismo
puede ocupar tu lugar y, así, es del todo cierto que la institución objetiva, objetualiza a
quienes formamos parte de ella, también a quienes la representamos en calidad de
sujetos activos: profesorado, profesionales, etc.
Regresemos junto al alumnado: la actual normativa institucional ha hecho del alumnado
afectado de alguna «deficiencia» objeto de la institución escolar ordinaria, ha impuesto
en ella su presencia. Pero, es obvio que con la presencia no basta. Hemos visto en
repetidas ocasiones cómo un alumno o alumna con N.E.E. puede estar simplemente
«ubicado» en un aula ordinaria sin que por ello forme realmente parte de la dinámica
de la clase, sin que por ello se vea enriquecido su proceso educativo individual ni
tampoco el proceso colectivo del alumnado. Sencillamente está ahí, situado en el aula,
pero repitiendo sus propias fichas o sus ejercicios de refuerzo, mientras el resto de la
clase sigue su marcha inalterable. Nadie escucha realmente sus demandas porque, antes
de que se manifiesten, alguien, desde otro lugar, ha preparado ya las actividades
específicas a él o a ella destinadas. De algún modo, el profesorado ordinario sigue
delegando en el especialista la función pedagógica primordial, y la integración queda
reducida, así, a una disolución del alumnado con N.E.E. y de las personas especialistas
en el sistema escolar ordinario, dentro de un espacio interior marginal.

La normativa, pues, aunque necesaria, no es determinante de la «integración». Se hace


imprescindible un segundo paso; ese que supondría reconocer a dicho alumnado como
sujeto, hablarle y escuchar sus demandas. Aceptemos, por el momento, que el tomar al
alumno o a la alumna como objetos es una posición casi natural a la institución escolar,
esa institución que algunos llamarían mejor «establecimiento» por cuanto parece
carecer de una real posibilidad de proceso y de cambio, por cuanto en ella son las
personas quienes se acoplan a las necesidades de mantenimiento de la institución y casi
nunca la institución la que se mueve en función de las necesidades de autoconstrucción
de las personas y por cuanto el reconocimiento de sujetos que dicha institución otorga
a sus miembros se basa más en la condición de estar sujetos al discurso escolar que en
9
la cualidad de ser sujetos del propio discurso. La institución escolar, a pesar de las
diversas y numerosas reformas de sus sistemas educativos, sigue procurando la
adaptación de las personas a la homogeneidad de su pensamiento, a la rigidez de sus
tiempos, a la competitividad de "sus itinerarios, a la jerarquía de sus disciplinas y al
androcentrismo blanco de su cultura. En la escuela integradora, que nuestras leyes
proponen, siguen produciéndose, en demasiadas ocasiones, itinerarios de exclusión
para aquellas personas a quienes adaptarse a todo esto les resulta insufrible (ya lo
manifiesten con sus fracasos o con su rebeldía, con su ausencia de palabra o con su grito
violento) y sigue siendo imposible entrar en esa escuela sin asumir un alto grado de
negación de la propia diferencia. Fundamentalmente si esa diferencia apunta a las más
altas jerarquías de los principios de dicha institución: la palabra, la razón y el orden.

Es paradigmático, en este sentido, el hecho de que el alumnado con necesidades


educativas especiales de índole psíquica o social (cognitiva o conductual) es aquel que
mayores dificultades presenta a la hora de su integración escolar a la vez que aquél al
que menos recursos se destinan; por otra parte, y simultáneamente, las razones que
suelen aducirse para excluir a un alumno o alumna del proceso educativo ordinario o
especial son también de ese tenor. Hasta tal punto que incluso en escuelas especiales,
especializadas diríamos hoy, en el tratamiento de niños «psicóticos» podemos
encontrar alumnos diagnosticados como tales que son expulsados de ellas porque
tampoco ahí tienen su lugar, del mismo modo que, en escuelas ordinarias en las que se
produce la «integración de alumnos con N.E.E.», podemos encontrar que una parte del
alumnado no diagnosticado como tal es también segregado de ella por «sus» repetidos
fracasos o conductas inadaptadas. La puerta giratoria está en marcha y los procesos de
exclusión-inclusión encuentran en ella el analizador más significativo para comprender
que esos procesos siguen estando ahí, sólo que el sentido «organizativo» del supuesto
cambio hacia la integración ha diversificado, ampliado, el «tipo» de alumnado que se
verá más afectado por la exclusión: ya no es el diagnóstico previo de «deficiencia» el
que marca definitivamente la exclusión de un alumno o alumna sino su «capacidad» de
adaptación a la nueva propuesta integradora del curriculum ordinario. Puesto que dicho
curriculum se ha flexibilizado para atender a «todo» el alumnado, puesto que en ese
«todo» se ha incluido al alumnado definido como el de las N.E.E., los alumnos y alumnas
que atraviesan, deambulan o giran al aire de esa puerta, no son sólo «unos» sino que
pueden ser «todos» y esa puerta no está tan sólo en las escuelas ordinarias, para todos,
sino también en las especiales, para unos concretos. Llegamos, así, desde las críticas a
las categorizaciones de normal-anormal impuestas por los criterios científico-técnicos a
la individualización diversificada de los criterios de exclusión, que apuntan
fundamentalmente al dato individualizado de la imposibilidad de integración: mayor
gravedad de la deficiencia individual, gran incapacidad de adaptación de ese sujeto
concreto que rechaza la escuela o que altera gravemente su orden, aunque, eso sí, con
la coletilla de la relación de esta exclusión con la «falta de recursos para estos casos».

En este sentido, resulta conveniente recordar que la «integración escolar» no es un logro


por más que se vea regulada en nuestras leyes, por más que sea un derecho reconocido
ni tampoco por muchos que fueran los recursos a ella destinados. La «integración
escolar» es un proceso que supone la responsabilización personal frente a la deficiencia,
frente a nuestra propia deficiencia y frente a la institución que las contiene. Y esta
9
responsabilización apunta fundamentalmente a las personas concretas que trabajan en
la escuela, a las personas concretas que con su acción son las únicas que pueden
procurar una dinamización de la institución provocando en ella la posibilidad de proceso
y de cambio que, paradójicamente, rechaza. Toda institución tiende a estabilizarse, a
estancarse, ya que es su propia esencia el permanecer; sólo las personas que en ella
actúan pueden darle vida, movilizarla, transformarla en relación a sus propias
necesidades y deseos de transformación personal.

Una maestra de Escuela infantil que se ve, por primera vez, ante la necesidad de integrar
en su clase una alumna que padece el Síndrome de Down, por ejemplo, que cuenta, para
ello, únicamente con el apoyo explícito del claustro pero con su renuncia tácita a
responsabilizarse cotidianamente de esa integración y con el recurso posible a la
maestra del aula de educación especial, no tiene otra alternativa más que la de dirigir
sus esfuerzos en un doble sentido: el de su trabajo cotidiano en el aula, abierto a las
nuevas demandas que en ella se producen, y el de un esfuerzo también cotidiano por
lograr la implicación del claustro en el proceso de integración del que se la hace
responsable.
Ese doble sentido apunta, naturalmente, a la responsabilización colectiva de las
personas (que sólo en la medida en que se responsabilizan pasan a ser sujetos) que
forman parte de la institución escolar. Y esa responsabilización apunta también a algo
mucho más amplio que la inclusión de un determinado alumno o alumna dentro del
colectivo escolar. Nos referimos a algo que forma parte del orden del deseo en la labor
cotidiana del profesorado; deseo de transformación, de autorealización personal y
social, como protagonistas de un proceso creador que va más allá de la mera aplicación
de unas normativas, de unas técnicas o de unas actividades escolares concretas, de algo
que se mueve en el ámbito del sentido que cada una de sus acciones ocultan y
promueven, del sentido que cada quien le da a su vida dentro de la escuela. En última
instancia, el- deseo de ser coprotagonistas de un proceso de cambio de las instituciones
educativas, negándonos a satisfacernos con aquello precisamente que nos confina a la
inmovilidad, reduciéndonos también a objeto, y de caminar en busca de algo aún no
realizado:

El paso de la escuela de la «imposible homogeneización» de los grupos infantiles a. la


escuela aceptadora de la realidad diversa del colectivo infantil.
—El paso de la escuela de los órdenes jerárquicos simplificados por criterios
cuantitativos a la escuela de los órdenes de la complejidad de las cualidades humanas.
—El paso de la escuela competitiva y selectiva a la escuela cooperativa y solidaria.
—El paso de una escuela movida bajo el imperio unívoco y excluyente de la Razón (de la
inteligencia, de la cognición...) a la escuela movida por la riqueza polivalente del juego
afectivo- cognitivo, intuitivo-racional, inteligente-sensitivo, teórico-práctico...
—El paso de la escuela de la instrucción, la información y la tecnificación a la escuela de
los aprendizajes diversos encaminados a la consecución de autonomías solidarias, y a la
formación del sentido ético como base fundamental de cualquier tipo de realización
humana profesional y social, personal y colectiva4.

4
Se hace inevitable recordar, aquí, que las críticas a la institución escolar llegaron a producir, en su
momento,
9 análisis que conducían a la negación de la escuela, a la desescolarización de la sociedad —Illich,
Reimer, Mendel...—, sin embargo, de entonces a hoy lo que se ha producido es todo lo contrario. Partir
de nuestra experiencia supone, pues, partir de la experiencia escolar; transformar nuestra experiencia
educativa pasa, pues, inevitablemente, por transformarnos en y con la escuela. A qué pueda dar lugar esa
Pero, es evidente que este proceso aún no realizado sería fundamental para que se
produjera la real integración del alumnado hasta hoy excluido del sistema escolar,
integración que está en función de los cambios que se produzcan en la escuela en el
sentido que aquí hemos apuntado, pues, sin ello, cada uno de los alumnos y alumnas
con necesidades educativas especiales (psíquicas, físicas, sensoriales o sociales,
clasificación ésta tan útil como mistificadora por cuanto resulta difícil encontrar su
reflejo real en cada caso concreto) seguirá enfrentándose a una realidad que le niega en
sus diversas y disidentes potencialidades. Y creo que resulta también evidente que este
proceso, aún no realizado, debería ser objeto del deseo de las personas que formamos
parte de la institución escolar, esté o tío esté explicitado como objetivo en los diversos
diseños y proyectos auriculares que vienen prescritos o son elaborados por los únicos
que pueden ser sujetos coprotagonistas de la acción educativa.

Una positiva integración cultural y social del alumnado con necesidades educativas
especiales compromete a todo el colectivo escolar y «significa enfrentarse
conscientemente a los problemas relacionados con la voluntad de transformar un
derecho formal, sancionado por la ley, en una ocasión sustancial de mejora y
cualificación de toda la experiencia escolar».
En el proceso, que no logro, de la integración escolar se hace necesaria una implicación
y un compromiso que promueva y /o recupere, en cada uno de los miembros de la
institución educativa, la calidad de sujetos responsables frente a lo social. Pero esta
calidad de sujetos responsables frente a la integración —como mandato social delegado
sobre el profesorado de nuestro sistema escolar— se hace viva precisamente en el
momento en que una maestra o maestro se encuentra ante un alumno o alumna
concretos que expresan, de uno u otro modo, sus demandas. Parafraseando a Maud
Mannoni, podemos decir que la importancia acordada a la palabra del niño en un
colectivo permite evitar la esclerosis de la institución. Y es en este diálogo entre dos
sujetos que pueden expresarse sus mutuas demandas —porque la persona adulta ha de
ser capaz de mantener en el niño su pregunta por lo que de él se pide, pregunta que
sólo nacerá del juego de los deseos de ambos— en donde arraiga el proceso de
integración individual y colectivo, el proceso de aceptación y reconocimiento de las
propias deficiencias, de aceptación y reconocimiento de las propias potencialidades. Y
ese diálogo entre dos sujetos es el único que se puede hacer extensivo al diálogo
colectivo que tenga como referente a todos y cada uno de los sujetos del grupo haciendo
así, de ese grupo, un grupo sujeto que va marcando el sentido de sus procesos
educativos.

La integración escolar y social no es un logro sino un proceso que se inicia en ese diálogo
entre sujetos y que se hace posible en un devenir institucional que sólo vive y se mueve
según la vitalidad y la capacidad de transformación que dichos sujetos sepan imponerle
a la institución concreta en que se encuentran.

Negarse a reconocer la «integración» como logro establecido es insistir precisamente


en el reconocimiento de sus diversas posibilidades de realización. De lo contrario,
corremos el riesgo (desde la prepotencia), ante las dificultades que todo proceso
9

«intención» transformadora es algo que no podemos prever; se trata tan sólo de un punto de partida con
unos horizontes.
integrador entraña, de considerar inviables este o aquel otro caso concretos porque no
se adaptan a las condiciones inamovibles que la institución escolar plantea; o bien,
corremos también el riesgo (desde la impotencia) de hacer recaer sobre nuestra falta de
preparación o incapacidad personales la razón de las dificultades o fracasos de los
procesos de integración; cuando, en realidad, lo que se produce en cada caso concreto
es el surgimiento de nuevas demandas, el requerimiento de búsqueda de otros recursos,
la necesidad de cambios cualitativos en la institución misma. En definitiva, lo que se
produce es el desencadenamiento de un proceso dinámico y transformador, individual
y colectivo, que puede remitirnos al deseo de realizar un trabajo creador en lugar de
reducirnos a la mera satisfacción de cumplir con la norma reproductora.

Las Necesidades Educativas Especiales de la Escuela

Las viejas categorizaciones por el déficit, las patologías o los trastornos han sido
sustituidas por las nuevas necesidades (N.E.E.). Sin embargo, mientras esas necesidades
queden, de uno u otro modo, atribuidas a los individuos seguirán manteniendo su
significado carencial, por el cual el individuo que las presenta requiere siempre de algo
o alguien que subsane dicha carencia. Sólo si partimos de que todo individuo, por el
mero hecho de existir, es un individuo completo, es un ser humano en toda su dimensión
y, por tanto, necesario para hacer de nuestra convivencia una relación cada vez más
social, sólo entonces digo, podremos plantearnos que las necesidades educativas
especiales son, en realidad, necesidades de la escuela como uno de los lugares
específicos —de la infancia y de la juventud— para la construcción de esa convivencia
social.
Sin embargo, la organización de nuestra escuela obligatoria, que pretende dar respuesta
a la integración de toda la población infantil y por lo tanto que pretende atender a la
diversidad presente en esa población, no se ha planteado ningún cambio fundamental:
sigue organizada por niveles y grupos-clase pretendidamente homogéneos y cerrados,
sigue basada en un curriculum común en el que pueden y deben ser introducidas las
modificaciones necesarias para adaptar a él esa diversidad a la que, de entrada, no mira,
y sigue formulando sus propuestas desde la jerarquización de disciplinas que jerarquiza
capacidades y necesidades según el orden previamente establecido por él. Así, cuando
decimos que los cambios propuestos para la atención a la diversidad son cambios
meramente organizativos, nos referimos a que se ha organizado de distinto modo a la
población infantil y juvenil, antes separada por categorías de deficiencia en escuelas
especiales separadas, a su vez, de la ordinaria; hoy incluida dentro de la escuela
ordinaria para adaptar sus «necesidades» a ese curriculum común, en una escuela que
sigue siendo, organizativa y sustancialmente, la misma de siempre.

Ahora bien, la presencia de niños y niñas que se comunican de formas distintas, que
viven el mundo estableciendo relaciones con él diferentes a las consideradas normales,
que actúan en él con tiempos más lentos o más rápidos, en espacios más reducidos o
más amplios que los considerados normales, pone en evidencia lo inadecuado de esa
organización tradicional escolar para acogerles y, por lo tanto, lo inadecuado de esa
9
organización para la educación en la diversidad.
La experiencia educativa con personas consideradas deficientes o enfermas psíquicas
muestra que hay unos modos de ver el mundo, de aproximarse a la realidad, distintos a
los que la escuela propone para todos; unos modos que anteponen el sentimiento a la
razón, por ejemplo, unos modos que, marcados por el dolor y la extremosidad del
conflicto, no permiten encontrar segundad en aquello en lo que se sustenta la
estabilidad de la propia escuela. La escuela, sin embargo, sigue presentando una sola
manera de relacionarse con el mundo, una sola manera de estabilizarse en él, un único
orden en el que moverse. Así, podemos llegar a encontrar, incluso en escuelas especiales
de esas consideradas necesarias porque la necesidad que acogen es considerada de todo
punto extremosa —y ahí sigue prevaleciendo el diagnóstico psicopatológico de psicosis,
trastornos conductuales, autismo...— situaciones en las que un determinado niño o niña
no puede ser acogido porque la desestabiliza con su extremo dolor, con su anómala
conducta o con su desorden.
La presencia de estos niños y niñas en la escuela —ya sea especial u ordinaria, ya que en
una y otra se pretende acoger la «diversidad» y una y otra se pretenden «integradoras»
en su proyecto educativo— pone en cuestión los modos de esa misma escuela de acoger
el sentimiento, los modos de relacionarse con el dolor del otro, las formas colectivas de
encontrar un orden acogedor para todos, y le presenta con claridad no la solución sino
el planteamiento de su problema: ¿cómo aborda la escuela los distintos modos de mirar,
ver y relacionarse con el mundo? ¿Cómo aborda la escuela los distintos modos de buscar
nuestro lugar en ese mundo y de estabilizarnos en él? ¿Cómo acoge órdenes diversos,
conductas diversas? Esas serían algunas de las necesidades que aparecen en la escuela
de la diversidad que hoy se propugna. Y esas necesidades de la escuela deberían
abordarse desde su propia esencia organizativa y conceptual.

Porque es más que posible que un niño autista que no ha encontrado la relación entre
el tú y el yo, necesite espacios de relación de «tú a tú», necesite espacios de aislamiento
y de soledad y necesite espacios entre los demás que le permitan ambas cosas. La
organización escolar en grupos-clase, en actividades del todos a una, bajo la mirada
constante del otro, no atiende ese tipo de necesidades. Es muy posible, también, que
una niña con el Síndrome de Down necesite darle alas a su inteligencia a partir de
relaciones analógicas, de evocaciones, de repeticiones, que quizás resulten ajenas a la
lógica formal que impera en los aprendizajes escolares. El tipo de actividades y la
organización de los contenidos del curriculum ordinario no responden a esos modos de
razonamiento, a esas vías de comprensión de la realidad y las propuestas de
«adaptación curricular» no son más que intentos de adaptar la diferencia a lo con#' La
escuela debería buscar vías de organización del trabajo de clase en las que tales niños y
niñas pudieran implicarse con sus capacidades, sus modos de aproximación a la realidad
y sus vías de comprensión de la experiencia, de tal modo que su implicación en él fuera
el resultado vivo de un diálogo común en el que ellos fueran, precisamente, un referente
entre otros.
Aprender a conversar con diferentes modos de vivir en el mundo, de acogerlo y de
comprenderlo sería un aprendizaje colectivo de convivencia y de pensamiento que la
escuela aún no ha realizado y que supone transformaciones en ella de todo tipo; la
presencia en la escuela de estos niños y niñas es, tan sólo, una ocasión que no podemos
9
perder y, para no perderla es necesario correr el riesgo de perder alguna de nuestras
seguridades, de perder algo de nuestra estabilidad, algo de nuestro orden. Esa
seguridad, esa estabilidad y ese orden de la escuela que, incluso cuestionado por la
evidencia de la diversidad, por la mera presencia de estos niños y niñas, se niega a
cederles un lugar.

Si seguimos revisando, desde la tradicional categorización de los déficits, la diversidad


de presencias que la propuesta «integradora» ha producido, y miramos al alumnado con
ciencias físicas, por ejemplo, que manifiesta otros modos de moverse, de vivir el propio
cuerpo, otros modos de vivir los procesos vitales y sus tiempos, veremos que dicho
alumnado pone en cuestión el modo en que la escuela reduce los cuerpos a espacios y
tiempos medidos, secuenciados y delimitados en su concepción organizativa de los
aprendizajes: aquí la letra, allá el número; aquí la quietud, allá el movimiento; aquí la
norma, la creatividad; aquí el esfuerzo, allá el placer; ahora lo simple después lo
compuesto; los pequeños lo fácil, los mayores lo difícil; hoy lo menos, mañana lo más...
aquí la partida, allá meta... Organizaciones del tiempo y del espacio que la presencia de
un niño con una enfermedad degenerativa o de una niña con parálisis cerebral, por
ejemplo, ponen de inmediato en cuestión a poco que se les escuche, a poco que se les
mire. Ayer mirarles y escucharles situaba su destino en otro lugar, hoy, cuando no sigue
siendo así, mirarles y escucharles da lugar a la evidencia de que la escuela tiene otras
necesidades.

«Todo lo que me hacen hacer, todo lo que me hacen estudiar es para un futuro y, para
mí, el futuro es hoy» dice una de ellas «y ahora ya no sé si me gusta estudiar porque ya
no sé para qué estudio». Otro me decía «cuando pienso que ya voy a empezar a
contestarla maestra ya se ha cansado y le pregunta a otro para que me ayude o dice ella
lo que cree que yo iba a decir o se ha terminado ya la clase... al final yo ya no sé lo que
iba a decir ni siquiera sé si sabía la respuesta o no... y acabo que no sé ni en qué clase
estoy.» En efecto, la organización escolar del tiempo homogeneiza la vivencia del tiempo
de cada uno y excluye, sin pensarlo, otros modos de experiencia temporal que no
encuentran nunca, en esa escuela, su momento, su lugar. Aprender a valorar el
presente, a vivirlo pausada e intensamente, es una necesidad de la escuela. Pero, es
también un aprendizaje que la escuela debe realizar a través de una distinta
organización de sus tiempos nunca planteada, antes al contrario, su actual organización
ha incidido más, si cabe, en todo lo contrario.

Organizar de modo distinto los espacios, los tiempos, la comunicación, los contenidos,
para, así, eliminar jerarquías entre ellos, buscar las relaciones frente a las
fragmentaciones, los itinerarios recurrentes frente a las secuencias lineales, el
encuentro de interrogantes frente al desencuentro de respuestas... es una necesidad de
la escuela que, cubierta de antemano por programas, niveles, horarios, libros de texto,
aulas y créditos, no se hace evidente más que con la experiencia de la escucha de
quienes no encuentran cabida en ellos; así, el alumnado antes excluido de esa escuela
por sus características físicas, no hace más que evidenciar un no lugar y un destiempo
que la escuela, sin embargo, produce para todos y descubre, de este modo, una
necesidad que, siendo de todos, quedaba oculta por la normalidad de su orden.
9
A sabiendas de que todo esto no se puede hacer sólo en la escuela, la escuela de la
diversidad debería aprender, porque lo necesita, a conversar con otros modos de ver el
mundo, a escuchar con la vista, a mirar con el tacto, a moverse con el pensamiento, a
aquietarse en su carrera del tiempo, a organizarse, por tanto, de un modo distinto. Y
para organizarse de un modo distinto, no debe partir de las necesidades educativas
especiales de los individuos, que son siempre seres completos, aunque les falte la visión,
el movimiento o esa porción de cerebro afectada por la falta de oxígeno un aciago día,
sino de algo mucho más complejo y común que es el deseo de vivir con los demás y el
interés por buscar la mejor manera de hacerlo. De ese deseo y de ese interés nace la
necesidad que define lo esencial de la escuela, la necesidad del conocimiento, otra
necesidad que nos es común. No hay pues, necesidades educativas especiales en la
escuela sino necesidades de la escuela para abrirse a un nuevo modo de conocer que
nos proporcione un nuevo modo de convivir, y... o, viceversa.

Más allá de la Escuela: ¿el trabajo?

Al comienzo de este capítulo hablábamos de itinerarios institucionales de los sujetos y


de cómo esos itinerarios podían recorrerse de muy diversas maneras pero siempre a
través de la articulación de las instituciones educativas fundamentales, escuela y familia.
Pero, en esa articulación de las instituciones educativas, en las que se va conformando
la institución del sujeto, se incluyen otras instituciones no consideradas directamente
educativas, sobre todo porque se refieren a la vida adulta y autónoma, como la del
trabajo. En efecto, el trabajo, como imaginario fundamental de la conformación del
sujeto moderno y del tipo de ciudadanía a que se apunta en educación, está
constantemente presente en estos itinerarios.

En la educación especial integradora, el trabajo es un objetivo primordial, un indicador


de los logros educativos en la dialógica inclusión-exclusión en que nos movemos. Es más,
podríamos decir que, aunque no esté explícitamente así formulado, el alargamiento de
la tutela y del acompañamiento educativo en los procesos de inclusión en el mundo
laboral es una de las necesidades educativas especiales a las que atender desde nuestro
campo. Es a su vez, por tanto, un ensanchamiento del ámbito de la educación especial
muy relacionado con la propuesta integradora y una extensión del campo profesional
consecuente.

Ciertamente, la inclusión en el mundo laboral ordinario, normalizado, es un indicador


de los logros inclusivos de la educación. A este respecto nada hay que objetar y la
educación especial integradora ha conseguido, en muchos casos, ese objetivo, sobre
todo si comparamos la situación actual con la de veinte años atrás. Sin embargo,
considerando que este logro es diferente si miramos a los distintos tipos de deficiencias
y a las diferentes organizaciones que apoyan a unas u otras, veremos que tales logros
son, a su vez, distintos. En el mundo laboral, como en la institución escolar, no es lo
mismo ser una persona ciega, con deficiencias motoras, con sordera o deficiente
psíquica y es distinto ser una persona con el síndrome de Down o una persona con una
deficiencia psíquica o una enfermedad mental.

En última instancia, la realidad es que para las personas con deficiencias existen una
9
serie de organizaciones laborales .diferenciadas, ajenas al mundo laboral ordinario, en
las que la intervención educativa y psicopedagógica está siempre presente. En esas
organizaciones laborales diferenciadas se pone de manifiesto quiénes se ven más
afectados por el vector excluyente de la dialógica inclusión-exclusión a que nos
referimos constantemente y que siguen siendo objeto de la intervención desde nuestro
campo. No nos detendremos en un estudio exhaustivo de ellas sino tan sólo en los
criterios que, a mi entender, deberían iluminarnos en esa intervención que, en
ocasiones, no es tan sólo la intervención dentro de ellas como estructuras ya creadas
sino que es incluso la propia creación de estructuras —talleres protegidos, talleres
ocupacionales...— la que se propone el profesional de la educación en relación directa
con los familiares y sus asociaciones.

Sin salimos de los tópicos que conforman el ideario social del trabajo como actividad
primordial humana, podemos decir que, desde aquel viejo axioma de que el Trabajo
dignifica al Hombre, pasando por la actual realidad de que sólo a través del trabajo se
obtiene la autonomía necesaria para ser considerados personas adultas y útiles a la
sociedad, hasta el hecho, más actual si cabe, de que el valor del trabajo —para esa
dignidad, esa autonomía y esa utilidad— ha quedado reducido a su capacidad de
producir dinero (salario), debemos analizar, en toda propuesta educativa integradora,
hasta qué punto en esas organizaciones diferenciadas se produce alguna de estas tres
cosas. Es decir, hasta qué punto en los espacios laborales específicos para personas
disminuidas, desde los talleres protegidos productivos hasta los ocupacionales, se
produce algo de esto: ¿Ese trabajo es fuente de dignificación, de autorealización? ¿Ese
trabajo produce la autonomía necesaria para llevar una vida adulta? ¿Ese trabajo es
socialmente útil? ¿Ese trabajo produce el dinero (salario) necesario para la autonomía
económica de quienes lo realizan?

Si lo analizamos desde esta perspectiva, que sería la que pondría de relieve el valor
educativo integrador del trabajo en tales organizaciones, nos encontramos con que
pocas de ellas responden a estos tres tópicos principios de «normalización» de la vida
adulta. Es ésta una de las pocas «convicciones», de las que en este libro trato de
comunicar, que no parte de mi experiencia directa en esos lugares de trabajo
pedagógico, si por directa nos referimos a que haya estado comprometida
profesionalmente en alguna de ellas; pero esa convicción se relaciona, indirectamente,
con mi experiencia profesional en el sentido de que he estado vinculada con personas
que han pasado de ser alumnas o alumnos integrados en la escuela a ser «usuarias» de
dichas instituciones y, directamente, con mi experiencia docente en la universidad, en
la que he tenido que analizar con el alumnado —algunos de ellos trabajando como
educadores y educadoras en dichos espacios— el valor y el sentido pedagógico e
integrador de su intervención en ellas. Y estos análisis han partido, casi siempre, más de
una necesidad de apoyar, por mi parte, la importancia de la integración laboral y el valor
de su trabajo —que ellas o ellos mismos ponían en cuestión— que de las dudas
manifiestas al respecto que en este momento me invaden.

Porque es realmente en estas instituciones especiales, creadas para la promoción de


una «vida adulta» de las personas con disminuciones, en donde, a través de una especie
de cristal aumentativo, se ponen de relieve las contradicciones de ese valor del trabajo
9
para la integración social. Al igual que al hablar de las «necesidades educativas
especiales» en la escuela no hemos podido por menos que referirnos a las necesidades
educativas de La Escuela, al hablar de las instituciones especiales de trabajo en la
sociedad no podemos hacer otra cosa que referirnos al Trabajo en La Sociedad. Vemos
entonces que el trabajo en nuestra actual sociedad no es tanto un elemento de
integración, el gran integrador en palabras de Robert Castel, como un generador de
procesos de desenganche, de desestabilización de los estables, de vulnerabilización de
las posiciones aseguradas. Así, a través de nuestra actual organización del trabajo se
producen cada vez más esas zonas intermedias de vulnerabilidad, en las cuales quedan
incluidos la mayoría de asalariados y asalariadas de la sociedad, entre ellos los
educadores y educadoras de que estamos hablan- do, no lo olvidemos. Nos
encontramos, así, con el hecho de que un colectivo de vulnerables trabaja sobre un
colectivo de excluidos para incluirles a través, precisamente, de una organización del
trabajo que ha dejado de ser integradora para unos y otros. Una vez más, vemos que la
dualidad inclusión-exclusión sólo puede analizarse en la relación existente entre los dos
polos que hace que se produzcan mutuamente, en este caso la relación de trabajo.
¿Hasta qué punto la garantía de trabajo para los vulnerables radica en el mantenimiento
de ese valor trabajo para los excluidos aunque ese valor no sea garantía de trabajo ni de
integración para estos últimos?

Si pensamos así estas organizaciones especiales de trabajo para las personas


disminuidas ¿hasta qué punto no sería necesario partir de las dudas de los educadores
y educadoras que trabajan en estos centros sobre el sentido de su intervención para,
partiendo del valor de toda pregunta nacida de la experiencia, tratar de revelar el
sentido social de la actividad humana, con nuevas formas más acordes a esos valores de
dignificación, autonomía y utilidad social?

Por supuesto no pretendo plantear una solución, sino tan sólo afirmar, aquí como en la
escuela, la necesidad de búsqueda, arraigada en la experiencia y vinculada a la realidad
social concreta en que dicha experiencia se produce, de nuevas vías de actuación
pedagógica encaminadas a una integración social de las personas disminuidas que
consideren si el trabajo, tal como se plantea en estas instituciones, es educativo, es
integrador y da autonomía. Es más, quizás habría que plantearse también, si acaso lo
que se produce dentro- de estas instituciones no es, en ocasiones, un deterioro de
muchos de los logros conseguidos a lo largo del proceso educativo escolar y familiar: en
muchos casos, la integración en estos centros de trabajo, protegidos y especiales, vuelve
a situar a las personas disminuidas en relación exclusiva con otras personas con las que
se vincula más por la disminución —es decir más por la categoría deficitaria que se les
atribuye— que por el vínculo laboral que se supone; por otra parte, la rigidificación de
los criterios de semejanza con los trabajos «normalizados» —horarios, productividad,
mecanización, normativización de las relaciones...—suele convertir estos espacios en
lugares de «simulación» en los que se aprende, ciertamente, el hábito, la repetición y la
obediencia, pero, en los que se niega la capacidad de responder ante lo nuevo, la
responsabilización y la autonomía.

Puedo poner un sencillo ejemplo al respecto. En una de las reflexiones producidas en las
clases de Educación Especial, en la universidad, a partir de la presentación de
9
experiencias vividas por el alumnado, en las que siempre analizamos la relación entre el
dentro y el fuera como analizador fundamental de la potencialidad integradora de toda
institución, sea especial u ordinaria, apareció el hecho significativo de la organización de
los descansos —la hora del almuerzo, de las comidas, por ejemplo— en uno de esos
talleres protegidos. En poco tiempo de funcionamiento, en dicho taller, se pasó de unos
descansos de media hora para el almuerzo, durante la cual las personas que allí
trabajaban, todas ellas disminuidas, podían salir al bar de la esquina a almorzar con las
gentes del barrio, a un descanso de diez minutos que supuso la sustitución de la salida
al bar poruñas máquinas expendedoras de café y bebidas, dentro del mismo taller. El
cambio se produjo por razones de productividad aunque en el análisis aparecieron otras
posibles razones más directamente relacionadas con el control y la tutela. Por otra parte,
en este caso, lo importante no sería tanto si a través de una razón laboral se ocultaban
o no otras razones, como el hecho mismo de que esa razón productiva, en un espacio
segregado como lo es el de un taller protegido, produce, en última instancia, mayor
exclusión de los sujetos, elimina eso que se ha dado en llamar el aprendizaje de
«habilidades sociales» y limita la posibilidad de integración, en el barrio, de dicho
espacio y de las personas que en él trabajan.

En lo que a la productividad se refiere es bastante conocido que este tipo de talleres es


poco «competitivo» en el mundo empresarial y por lo que hace al salario, sabemos que,
en muchos casos, es meramente simbólico y no produce la autonomía económica
mínima. Hablar de la utilidad social del trabajo que en ellos suele desarrollarse, nos
llevaría a análisis que exceden nuestro marco pedagógico, pero,' sin salimos de él, sólo
podemos intuir que el factor utilidad social debería ser percibido de la manera más
directa posible por las personas que en ellos trabajan, y no suele ser ésta una de las
características de su producción.

En este sentido, es necesario reconocer que otro tipo de actividades laborales y


productivas que se producen fuera de las ciudades y más relacionadas con la agricultura
o la industria alimenticia, por ejemplo, son mucho más pedagógicas que estos talleres y
que existen experiencias muy interesantes al respecto. Encontrar, en el marco urbano,
otro tipo de alternativas, otro tipo de actividades que cumplieran mejor esos requisitos
de dignificación, servicio a la sociedad y autonomía cotidiana de las personas que no
pueden «integrarse» en el mundo laboral ordinario, es tarea urgente, y no sólo para
estas personas concretas. El papel de la educación en ello es, una vez más, sólo parcial
y sin embargo global, en el sentido de que sería necesario repensar la escuela y los
contenidos que en ella se estudian tanto como el concepto y la organización del trabajo
a que ahora nos estamos refiriendo.

Y, del mismo modo que al hablar de la integración escolar hemos visto la importancia,
parcial, de la legislación que la apoya, también en este caso sería necesario hacerlo. Las
leyes dé integración social, en lo que al ¿abajo se refiere, suelen estar referidas
específicamente a las personas discapacitadas, otorgando ayudas, dando incentivos a
las empresas para su contratación, etc., pero, mientras esas leyes se polaricen en las
personas concretas, de modo que sea precisamente el diagnóstico de deficiencia la
garantía del derecho a su protección, y no atiendan a la realidad socio-laboral general,
esas leyes seguirán produciendo dependencia de la asistencia, itinerarios de exclusión y
9
ausencia de sentido en las propuestas laborales y en las vidas de esas personas.
Desde este punto de vista, quizás no estuviera de más, insistiendo en la importancia de
desvelar la complejidad de articulaciones que afectan a nuestra tarea pedagógica,
empezar a plantearnos como objeto de conocimiento —para la escuela secundaria, para
las alternativas educativo-laborales a que nos referimos, para la formación en la
universidad— el significado que tiene el trabajo en nuestra sociedad, la problemática
que produce la ausencia de él en la vida de las personas, las vías para reformular el valor
de la actividad humana más allá de la producción de salario como productora de bienes
distintos, los modos solidarios de organizar la economía del estado social... en la línea a
que apuntan las propuestas de disminución de los horarios de trabajo para una mejor
distribución de éste, o la atribución individual y por el mero hecho de existir de un
«salario de ciudadanía» etc. Quizás, si en la escuela y en la universidad se plantearan
cuestiones de este tipo —en el curriculum de matemáticas, de ciencias sociales...—
como objeto de conocimiento para el alumnado no sería tan difícil despertar en él el
deseo de conocer, que, evidentemente, siempre está relacionado con el afecto, es decir,
con la emoción que en cada uno despierta el objeto de conocimiento propuesto. Nada
afecta más a la juventud de hoy que la evidencia de un futuro en el que no exista trabajo
y en el que, a la vez, tan sólo el trabajo proporcione los mínimos recursos para existir.
En la comunicación entre adultos y niños, generaciones viejas y jóvenes, en la escuela o
fuera de ella, nunca he encontrado desinterés por parte de estos últimos —niños, niñas
y jóvenes— si se les hace verdaderamente partícipes de los problemas que afectan a la
vida de todos, en definitiva, si no se pretende mantenerlos al margen de aquello que
realmente nos afecta en nuestra existencia.

Volvemos así, en nuestro recorrido, desde el trabajo a la escuela, desde la inserción


laboral a la formación relacionada con dicha inserción, de las necesidades educativas
especiales a las necesidades educativas generales. Ciertamente, si miramos a este
aspecto organizativo, reflejado en la legislación que pretende regular los derechos de
todos, nos encontramos con el hecho de que cuando estas leyes se polarizan, en una
parte de la población, con el afán explícito de protegerla específicamente, la alejan a su
vez de esos derechos de todos y acaban, como en el caso de las leyes del aborto o de
muchas leyes asistenciales, marcando más profundamente la exclusión que pretenden
superar. Si la ley del aborto contemplara directamente el derecho de toda pareja o de
toda mujer a decidir sobre su propia vida y su propio deseo de procreación, en lugar de
intentar controlarlos con criterios específicos, no se produciría la significativa
contradicción a que aludíamos en el capítulo primero de este libro, el hecho de que la
posibilidad de dar a luz a una criatura «disminuida» sea causa, justificada legalmente,
de aborto; del mismo modo, como anuncia Chantal Euzéby, si existiera ese salario de
existencia o de ciudadanía para todos «a partir del principio de que se tiene derecho a
un mínimo de recursos porque se existe y no para existir... se haría más fácil el sistema
social, menos costoso de gestionar, menos estigmatizador para las personas asistidas —
por la supresión de los controles de recursos—y más eficaz para luchar contra la pobreza
absoluta. La fórmula estaría además, mejor adaptada a la inestabilidad familiar, ya que
se trataría de un derecho propio ligado a la persona y no al fisco... en la medida en la
que daría- a los individuos la posibilidad de no trabajar, de trabajar menos o de retirarse
temporalmente... sería la mejor palanca para redistribuir lo más ampliamente posible el
9
trabajo remunerado y las actividades no remuneradas,..»
Por supuesto que no se trata de convertirnos en juristas ni en economistas sino de
acercarnos, en la tarea educativa fundamental—la transmisión del conocimiento— a los
contenidos de esas materias que nos afectan y ponerlos sobre las mesas de la escuela,
en las conversaciones entre jóvenes, en las investigaciones 'de nuestro trabajo
«integrador», en la reflexión sobre las propuestas educativo-laborales que producimos
en la educación de personas adultas y, en este caso, en la educación especial referida a
la inserción laboral de las personas disminuidas. Y a partir de ahí, jugar con la
imaginación de unos y otras, de unas y otros, para encontrar esos espacios de libertad
que en toda organización social existen a pesar de su compacta apariencia, a sabiendas
de que el futuro es también hoy para todos nosotros.

Entre la escuela y el trabajo ¿vida privada?

Para terminar, quizás sea necesario resaltar que esos itinerarios educativos a través de
las instituciones familiar, escolar y laboral, atraviesan y están atravesados a su vez por
la institución del ocio, del tiempo libre y de la vida privada. En educación especial, estos
aspectos también se encuentran pedagógicamente formulados y organizados, en
clubes, «espiáis», pisos asistidos, residencias, etc., en los que trabajan educadores y
educadoras, y en los cuales son necesarias también estas reflexiones, para no hacer de
ellos meros simulacros de autonomía, de integración, de convivencia y de privacidad.

Quizás convendría pensar que el ocio y el tiempo libre cuanto más compartido sea con
la vecindad y cuanto más abierta a la comunidad sea su satisfacción, menos recursos
especiales requiere y más integradores son sus efectos. En este punto, una educación
planteada desde el derecho al riesgo, es quizás una tarea urgente. Permitir al otro
enfrentarse a los riesgos, que su vida y condición le plantean, es el punto de partida
necesario para acompañarle en la búsqueda de sentido, en el reconocimiento de los
propios deseos, en la asunción de responsabilidades, en la aceptación de la frustración,
el dolor o los conflictos que la propia vida produce; pero, es, también, el punto de
partida necesario para acompañarle en los hallazgos, los logros y los placeres, que
siempre son fruto de haber tomado la vida con las propias manos y no de paternalismos
benefactores que intentan imponerlos en su constante-evitación de los riesgos.

Si aceptamos que la necesidad de una constante tutela, de una constante intervención


educativa, es resultado tanto de las deficiencias que afectan a unas o a otras personas
como de las deficiencias que presenta nuestra organización social y nuestros propios
modos de convivencia, es posible empezar a pensar y a actuar desde esa necesaria
apertura al riesgo. Si, contrariamente, aceptamos la necesidad de esa tutela y de ese
control como resultado de un saber sobre las deficiencias de los «otros» y de un saber
sobre su diferente condición", del que es necesario apropiarnos o del que ya nos hemos
apropiado, entonces, resultará difícil que el riesgo sea un elemento dinamizador,
posibilitador de vida, porque sólo lo veremos como algo previsto por ese saber y que,
por lo tanto, se puede y se debe mantener controlado. También aquí se hace inevitable
la referencia a esa cultura de la seguridad en que se nos atrapa y que nos mantiene en
9
un infantilismo, enraizado, paradójicamente, en el olvido y en la negación de la infancia,
olvido y negación que nos impiden, aun siendo adultos, salir de ella.
Quizás sea cierto que en los últimos tiempos se está consiguiendo que las personas
disminuidas dejen de ser consideradas eternamente niños o niñas; pero, no es menos
cierta esa infantilización de nuestra sociedad que, atrapada por la necesidad de
satisfacción inmediata en la constante presión consumista, atrapada por la necesidad
de delegar en expertos y técnicos la propia vida cotidiana, los conflictos relaciónales, el
cuidado de nuestros cuerpos, la defensa de nuestros bienes y de nuestros derechos, ha
reducido en todos nosotros la capacidad adulta de enfrentarnos a los propios riesgos;
en la medida en que todos necesitamos de ese control y tutela de nuestros riesgos o de
nuestra seguridad, también las personas disminuidas han dejado de ser niñas y han
pasado a ser esos adultos infantilizados, sólo que, en su caso, requieren en mayor
medida de ese control, de esa tutela y de esa delegación, de modo que, con su
integración, ayudan a la proliferación de todos los recursos que de ello se derivan y que
unos y otros ¿necesitamos? Consumir.

En lo que se refiere a la vida privada, ya hemos hablado de su relación con el fantasma


de la universalidad de la familia que, sobre todo en el caso de las deficiencias psíquicas,
ha llevado a la formulación de leyes, basadas en la relación deficiencia- incapacidad, que
regulan sus derechos en la vida privada. Por ejemplo, el derecho a la procreación a partir
de las leyes de esterilización que, acogidas como La Solución, sobre todo referida a la
sexualidad de las mujeres, niegan de antemano las potencialidades de procesos
diferenciales que no deben ser predeterminados por el diagnóstico de deficiencia; o, por
ejemplo, el derecho a la autonomía, negado a través de-determinados procesos de
«incapacitación», procesos que, pudiendo acogerse a diversidad de fórmulas —que van
desde lo transitorio a lo definitivo, de lo parcial a lo total—, acaban reducidos a
incapacitaciones definitivas y totales en la mayoría de los casos, lo cual nos habla, una
vez más, de la negación del derecho al riesgo que nuestro sistema de convivencia
produce y en el que se hallan insertas casi todas las instituciones de existencia,
alternativas a la familia, con que contamos, desde hace unos años y a raíz de los
planteamientos integradores.

No se trata de poner en cuestión la necesidad social de tales leyes, sino de analizarlas


en lo que significan dentro de los procesos de socialización a que nos referimos, desde
el punto de vista educativo. De analizarlas, también, en relación a las deficiencias de una
sociedad, que no sabiendo resolver sus problemas de convivencia, elimina los riesgos,
que ya presupone en determinadas vidas, con leyes específicas denegadoras de los
derechos humanos en determinadas personas.

No se puede entonces pensar el trabajo educativo, en esas instituciones, al margen de


esa condición social de personas adultas o no, de ciudadanía o de no ciudadanía y de la
relación que ello impone entre ellas y el personal educador, entre ese personal educador
y el sistema, que a unas y otros incluye. A este respecto, puede ser aleccionador el caso
compartido con las educadoras de una de esas residencias, en la que el proyecto
educativo de integración social y promoción de la autonomía de las personas que en ella
viven, las llevó a acompañar el proceso de una joven —diagnosticada de debilidad
mental ligera— que iniciaba con ilusión unas relaciones de pareja. Se preocuparon, con
9
ella, de las cuestiones de prevención del embarazo, iniciando conversaciones con el
grupo de convivencia sobre anticoncepción, higiene sexual etc., y consiguieron que ella
se decidiera a visitar el centro de planificación familiar del barrio para iniciar el
tratamiento más adecuado, aprender a conocer sus ciclos y a utilizar los medios
anticonceptivos que se consideraran más adecuados para su situación. Cuál no sería la
sorpresa de las educadoras y de la joven en cuestión, cuando, apropósito de una revisión
ginecológica, se enteraron de que la muchacha estaba esterilizada, seguramente desde
hacía varios años. Efectivamente, la esterilización se había producido, casi en su
pubertad, por supuesto sin su consentimiento y, sobre todo, sin que ella pudiera ser
consciente de ello. Sabemos que no se trata de un caso excepcional y que es una de las
situaciones que ponen en evidencia hasta qué punto se puede convertir en simulacro el
proceso de autonomía que en tales instituciones se busca.

Más acá de las cuestiones legales que, como vemos, reducen de entrada los horizontes
de esos procesos que buscan una vida privada lo más autónoma y adulta posible, nos
encontramos también con aspectos organizativos que niegan en lo esencial el sentido
de tales propuestas educativas. Es el caso, por ejemplo, del paso desde las residencias
asistidas a los pisos autónomos, que serían dos hitos en el camino de autonomización
desde la familia de origen a la convivencia autónoma y libremente elegida.

En una de estas situaciones, las educadoras de una residencia habían acompañado el


procesó de un joven que ingresó en ella contra su voluntad, pero, con el bien entendido
de que aquel no era un lugar de encierro y las educadoras eran tan sólo un apoyo para
que pudiera ir decidiendo cómo vivir al margen de la familia de origen. En este proceso,
se llegó a una relación de confianza con el joven, a una integración en el grupo de
convivencia, que desveló en él el sentido de vivir en la necesaria relación de distancia de
sus padres, hasta el punto de que el joven empezó a interesarse por vivir en un espacio
de mayor autonomía y privacidad, como podía ser uno de los pisos que se ofrecían tras
el paso por la residencia. En ese punto, antes de que él mismo hubiera tomado la
decisión y por razones organizativas ajenas al proceso personal del joven, se decidió,
desde las instancias de gestión de la institución, que, no sólo él sino otras personas de
la residencia, debían pasar a vivir de inmediato en determinados pisos —decididos
desde arriba—porque la lista de espera de entrada a la residencia presionaba a un
«traslado» de las personas que ya habían alcanzado un cierto grado de autonomía, que
debían dejar plaza a las pendientes de ingreso. Se rompió, así, no sólo la confianza entre
las educadoras y el joven (y más allá de él, entre las educadoras y el grupo de
convivencia) sino que se rompió, también, el proceso de autoconfianza, de
reconocimiento de los propios deseos y de búsqueda de la capacidad de decidir y de
asumir los riesgos que toda decisión comporta. Una vez más, todo el proceso educativo
devenía en simulacro y se hacía de la relación entre sujetos protagonistas de su propio
trabajo (las educadoras) y protagonistas de sus propias vidas (en este caso el joven) una
relación de objetos, en cuyo trabajo y en cuyas vidas se puede intervenir desde fuera,
poniendo punto y final a un trabajo a mitad de su proceso y, haciendo de una decisión
fundamental en una vida, un simple «traslado», como si de un estorbo se tratara5.

5
La cuestión de los «traslados», que siempre nos recuerda la situación manicomial, parece haberse
multiplicado,
9 hoy en día, extendiéndose a todo el mundo de las instituciones públicas: residencias,
escuelas, institutos... desde la infancia a la vejez, pasando por los jóvenes y las jóvenes de la enseñanza
secundaria... incluyendo a quienes trabajan en ellas, profesorado, educadores y educadoras, personal
sanitario... No se trata ya de «traslados masivos» sino de infinidad de traslados individuales, anónimos y
Con estos ejemplos podemos ver tanto la importancia de los sujetos en todo proceso
educativo (las potencialidades que tiene la relación de confianza y respeto por el otro,
las posibilidades de transformación en cada sujeto más allá de las condiciones concretas
en que vive...) como, a su vez, la importancia que tienen los aspectos organizativos para
dinamizarlos o abortarlos; pero, a este respecto no debemos olvidar que la organización
y la legislación, conformadoras de los sistemas de convivencia en los que vivimos,
también están en manos de sujetos concretos, que toman decisiones y posibilitan o
imposibilitan, con ellas, el sentido integrador, por ejemplo, de un determinado proyecto
educativo. Y no olvidemos tampoco que, en la reflexión que aquí nos proponemos,
estamos intentando separar, discernir, las diferencias que acoge la cuestión de la
educación especial integradora, aunque, siempre, intentando desentrañar la relación
que une, articula, esas diferencias entre ellas.

Por lo tanto,-ni que decir tiene que, en muchos casos, las personas con deficiencias
sensoriales o físicas, incluso calificadas de graves (70% de disminución), han conseguido,
en los últimos veinte años, unos niveles de autonomía y una calidad de vida privada que
anteriormente eran inconcebibles para ellas. Ello se ha debido tanto a los cambios
educativos, sociales y políticos que originaron los actuales procesos de integración
como, fundamentalmente, a la capacidad objetiva y subjetiva de los propios sujetos que
han luchado por conseguir una ciudadanía de pleno derecho y las condiciones para
hacerla realidad. Quizás sea suficiente con transcribir aquí las palabras de Carmen Riu,
una mujer a la que tuve la suerte de tener como alumna en mi primera experiencia de
integración escolar y social, durante los cursos 66-67-68 y que goza de una vida personal
y profesional ganada precisamente con su vitalidad, esfuerzo, capacidad de lucha, de
rebeldía y de comprensión:

«De todos modos a mí me gusta mucho bailar y me lo he pasado espléndidamente bien


bailando tanto al ritmo de una música como al ritmo de un movimiento camino de una
sociedad justa, armónica y pluridiferencial trabajando por:
—La libertad y el respeto.
—Poder decir no a la dependencia.
—Poder decir no a la humillación personal y gritar fuerte que todos somos dignos de ser
quien somos y como somos.
—El respeto de todos los derechos humanos de todas las personas del mundo.
—El derecho a poder salir de casa y no estar encarcelado entre cuatro paredes por no
poder bajar las escaleras o porque no se pasa por las puertas.
—El derecho a hacer las necesidades en el WC y no en cualquier sitio, porque no se
puede entrar.
—El derecho a ir por la calle sin necesidad de hacer una expedición alpinista.
—El derecho a poder entrar en las tiendas a comprar.
—El derecho a ir en transporte público.
—El derecho a tener la oportunidad de ser amiga de otras personas.
'—El derecho .a trabajar y de ser útil a la sociedad y a disfrutar por ello de un sueldo.
—El derecho a ocupar el tiempo libre.
—El derecho a amar y ser amado.
9

burocratizados que, más sutilmente pero con la misma insistencia, indican la condición de objeto a que
constantemente nos referimos.
—El derecho al reconocimiento personal.
—El derecho a promocionarse dentro del trabajo.
—El derecho a tener unas relaciones sexuales plenas.
—El derecho a tener hijos y que éstos sean considerados normales.
—El derecho a ser reconocido como hijo con orgullo ejemplar.
—El derecho a nacer.
—El derecho a pertenecer a organizaciones políticas y a tener cargos de responsabilidad.
—El derecho a ser considerada como una persona atractiva y bonita.
—El derecho a recibir educación.
—El derecho a tener una atención sanitaria adecuada sin torturas ni pruebas inútiles.

En definitiva, el derecho a expresarnos como somos con nuestra diferencia y a disfrutar


de una vida llena y normalizada. Pero esto no quiere decir en absoluto que reivindique
el hecho de ser normal. Quiero construir desde la diferencia para, de ese modo,
enriquecer más todas las concepciones de la vida.»
Palabras de mujer, ciertamente, ¿cuándo sino se han visto reflejados en una propuesta
política como es ésta, tantos aspectos de la cotidianeidad, del sentir y del pensar, del
derecho y del deseo, de la aceptación y el rechazo, de la justicia y la pasión? Son tan sólo
una muestra de que existen experiencias que producen un saber sobre la vida y de que,
esas experiencias, nos hablan de la importancia de ese coger la propia vida con las
manos como algo necesario y no de la importancia de ser normal o de no serlo. Nos
hablan de una vida cotidiana en la que el riesgo y la rebeldía contra lo que lo niega son
necesarios. Sin embargo, hay todavía muchas personas excluidas de antemano de este
baile de que nos habla la autora. Si las educadoras y educadores, los y las profesionales
de la pedagogía y la psicopedagogía, no sólo nos excluimos a nosotros mismos de este
baile, sino que, además, participamos de algún modo en la exclusión previa de las
personas disminuidas con las que trabajamos —y esto es lo que creo que está
sucediendo hoy en muchos casos, sobre todo, con las personas con deficiencias
psíquicas y enfermas mentales—6, estaremos convirtiendo ese baile, en un baile de
etiqueta, al que sólo algunos tendrán acceso y se tratará, claro está, de un baile de
sociedad y no de una danza colectiva, expresión de la alegría de vivir que la verdadera
danza contiene.

6
El añadido «enfermas mentales» se debe al hecho de que, sobre todo en las instituciones a que en este
apartado nos hemos reñido, cada vez más, vemos incluidas con la etiqueta de «deficientes psíquicas» a
personas que, inicialmente tratadas desde la psiquiatría como enfermas mentales, acaban siendo
etiquetadas de «deficientes» a causa de su proceso de cronificación. Nos encontramos, de nuevo, con esa
relación medicina-pedagogía, psiquiatría-educación y, al mismo tiempo y una vez más, nos encontramos
con el hecho de que las «deficiencias» de una disciplina científica que se enfrenta a sus límites —la
'incapacidad de curar determinadas enfermedades mentales por parte de la psiquiatría— se convierten
en9 «deficiencias» de los individuos que no «se» curan. No puedo por menos que recordar un chiste de El
Roto en el que se ve a un enfermo encamado en el hospital con un rótulo en la cabecera que reza así «Se
ruega a los señores enfermos que se vayan mejorando». Quizás pedagogos y educadores debamos
rogarles a nuestros discípulos que se vayan educando.

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy