Perez de Lara La Capacidad de Ser Sujeto
Perez de Lara La Capacidad de Ser Sujeto
Perez de Lara La Capacidad de Ser Sujeto
DE S ER S UJETO
MÁS ALLÁ DE LAS TÉCNICAS
EN.EDUCACIÓN ESPECIAL
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INTRODUCCIÓN
Es por ello que yo más bien diría que el valor de la función pedagógica radica, en gran
medida, en la posibilidad que nos ofrece la relación con la infancia que ella implica, de
reencontrar nuestra humanidad en el día a día de nuestras prácticas. Y no me refiero
con ello a un reencuentro con la natural bondad infantil ni con la santa inocencia del
Niño sino a un reencuentro con lo más vivo de la humanidad, a un reencuentro con el
hecho de haber nacido y de seguir naciendo cada día entre los seres humanos, que no
somos, por naturaleza, ni buenos ni malos, ni inocentes ni culpables, sino todo lo
contrario. Todo lo contrario podría ser para mí, ambas cosas a la vez en cada una de
estas cualidades pero, también, ninguna de ellas. Mas quizá es de todo esto de lo que
he pretendido hablar en este libro sobre la Educación Especial, en definitiva sobre la
Educación, y no se trata ahora sino de indicarlo en esta introducción.
Decidí titular este libro La Capacidad de Ser Sujeto por esa cita de Jesús Ibáñez que hace
hincapié precisamente en la capacidad de decir no, porque una de las preocupaciones
más acuciantes en mi tarea profesional y docente, es esa capacidad de decir no. que
cada día veo más lejana en las personas adultas que nos dedicamos a la Educación
Especial, es decir, a la educación de niños y niñas que padecen algunas deficiencias y
que resultan por ello discapacitados o incapacitados dentro de nuestro sistema
educativo.
Por lo tanto, el título del libro, aprovechando sus palabras clave —Capacidad, Ser,
Sujeto— nos acerca, dando un rodeo, a la discapacidad, atribuida a los otros a los que
debemos capacitar, nos acerca también al no-ser de esos otros que se ven reducidos a
objeto por nosotros, sujetos de una función pedagógica, enfrentada cada día al fracaso
de la educación. El fracaso en la educación es, en gran medida, para mí, su incapacidad
de decir no a la permanente, negación de sus límites y a la constante afirmación de su
omnipresencia tecnificante en los procesos de socialización. Pero es también de todo
esto de lo que hablo en este libro, por lo que no me detendré ahora más en ello.
Tan sólo una última observación a este respecto; la de que, puesto que los niños y niñas
objeto de la educación especial padecen alguna deficiencia, esta incapacidad para
enfrentarse a los propios límites (a las propias deficiencias) que yo atribuyo a la disciplina
pedagógica, se hace, en mi opinión, más aguda y más encarnizada si cabe en nuestro
campo, que acaba proponiéndose a sí mismo, con sus «nuevos paradigmas» de la
integración escolar, como redentor de todo el sistema educativo, cuando no de todo el
sistema social. Pero, también sobre ello quiere reflexionar este libro, pues siendo su
autora una defensora de las prácticas integradoras en todo trabajo educativo, no ha
tenido más que partir de sí misma y de su propia experiencia, para acercarse a aquellos
límites que hace falta aceptar pero, también, para intentar sobrepasar aquéllos que, en
el intento de ser sujeto en el día a día de sus prácticas, proponen una necesaria ruptura,
una ineludible necesidad de decir NO.
Esa necesidad de pensar, que considero ineludible en las prácticas educativas, es otra
de las cuestiones objeto de mi preocupación frente a las afirmaciones pragmatistas en
que se ve anegada la formación de las y los profesionales de la educación especial. Es
como si la universidad, en su intento de realizar, estrictamente, la función social de
profesionalización en todos los procesos de formación, hubiera necesitado prescindir
del pensamiento para responder compulsivamente a la demanda de aplicabilidad
técnica en todos sus contenidos; olvidando que es en sí misma una institución
fundamentalmente pedagógica, sitúa, paradójicamente, las prácticas educativas en otro
lugar, fuera de ella, rechaza el pensamiento como fuente de teorización estrictamente
ideológica y se queda con la transmisión de técnicas vacías de contenido, alejadas a su
vez de la práctica, que siempre se sitúa en otro lugar (la escuela, la familia, la calle, las
residencias...) un lugar en el que tales técnicas serán, por fin, aplicables. Situada entre
un pensamiento que dejó de ser comprendido y tiña práctica tecnicista encerrada en el
actual academicismo profesionalizador parece buscar su inserción social en un nuevo
vacío: el de la escisión entre el saber técnico y el saber experiencial que, separados el
uno del otro, acaban siendo discursos paralelos cuando no enfrentados, faltos de la
reflexión teórica que podría dar lugar a la comprensión de la posible relación de sentido
entre unos y otros.
Y, en esa tarea, no sólo he pensado en y con quienes lo lean sino que, en ese mi pensar,
he sentido constantemente la necesidad de expresar mi reconocimiento a quienes me
han dado, día a día, la energía y el apoyo necesarios para escribirlo. A Ramón y a
Caterina, por su trabajo, sus lúcidas críticas y tantas otras cosas; a Jorge, por su confianza
y su comprometido «encargo»; a Pablo, por su vitalidad y su tan certera y fresca ironía;
a Adriano y a Nuria, por su ilusionada espera y siempre sabia distancia; a Virginia, a
Remei, a Gloria, a Antonieta, a José Luis, a Pepe... mis pacientes y entusiastas colegas,
porque entre unas y otros me han devuelto la ilusión; a Amparo, mi amiga, lejana y
próxima; y, siempre y sobre todo, a mis alumnas y alumnos que me ayudan a seguir
pensando.
Capítulo I
Wislawa Szymborska
Escuela, Saber pedagógico y Familia se siguen articulando hoy día en los procesos de la
Educación Especial y de la Educación en general, hasta tal punto que dicha articulación
ha adquirido carta de naturaleza en todas las prácticas pedagógicas. Porque, en
definitiva, los orígenes de la Educación Especial no pueden desvincularse de los orígenes
de la Educación en tanto que disciplina; la institucionalización de la escuela no puede
separarse del nacimiento de las escuelas especiales y ninguna de las dos de la regulación
de la familia ya que todas ellas son instituciones educativas fundamentales; por último,
los fundamentos de la subjetividad del hombre moderno no pueden separarse de los
procesos educativos y de los saberes en ellos conformados, ni fuera del marco familiar
y escolar en que se producen desde entonces.
Por otra parte, una mirada sobre los procesos por los que la Educación Especial ha
llegado a ser lo que hoy en día es no puede desvincularse de los lugares en que se ha
producido ni de los personajes en quienes ha tomado vida. Por ello, aunque en este
capítulo nuestra reflexión toma el punto de mira de la disciplina no puede dejar de mirar
o, mejor, no puede dejar de ver con su mirada esos lugares y esas personas a través de
los cuales ella se conforma.
Por último, ninguno de estos tres debates puede comprenderse si no es en relación con
los demás: ¿Acaso no fue la posibilidad o imposibilidad de acceso a la palabra lo que
determinó el principio y el fin de la educación y de la inclusión de Víctor? ¿Acaso en este
proceso no se produjo un paradójico movimiento que le convirtió sucesivamente de
ineducable en educable, de excluido en incluido y de educable en ineducable y de
incluido en excluido? ¿Y acaso este recursivo proceso no se produjo efectivamente por
causas y efectos articulados en la opinión experta de Itard y en las instituciones que lo
tomaron a su cargo o decidieron dejar de hacerlo precisamente por ella?
En un intento de superar esas miradas disyuntivas que no son más que fruto de la
cerrazón en una simplificación dicotómica de la realidad de quiénes las mantienen, es
necesario arriesgarse en la complejidad de una mirada que acepte la paradoja, esa que
nos dice que, ciertamente, el encierro existió y sigue existiendo en nuestras instituciones
educativas, especiales o no, que, ciertamente, la intención socializadora e incluyente
está en los maestros y maestras que como Itard o Ana Sullivan creyeron en el tesoro
interior de cada ser humano, pero que, ciertamente también, se han producido y se
siguen produciendo técnicas y prácticas cuya intención es exclusivamente la eliminación
de todo aquello que perturbe el orden social establecido. Y esa mirada hacia una
realidad compleja, y por tanto paradójica, debe tratar de desentrañar las relaciones que
se producen entre las instituciones, las personas que las conforman, conformándose en
ellas al representarlas como sujetos, y las prácticas e ideas que las sustentan.
Y precisamente es hacia esas ideas y esas prácticas que se dirige la mirada de Gladys
Swain cuando inserta el acontecimiento del nacer de la psiquiatría (y de las disciplinas
afines de la educación) en una revolución de conjunto de las mentalidades considerando
que lo fundamental del cambio, en el enfoque de la locura que este nacimiento supone,
reside en un descubrimiento práctico, el descubrimiento de la posibilidad de una
comunicación efectiva con el loco, es decir, un descubrimiento que forma parte de algo
mucho más amplio que transforma el estatuto de los deficientes de la comunicación o
deficientes del signo como ella los llama.
La tesis de Gladys Swain intenta desmitificar algo que seguramente la obra de Foucault
provocó —por más que la complejidad y sutileza de sus análisis no necesariamente lo
permitan— que es la absurda idea de que porque los locos erraran en libertad hasta el
siglo XVI —y sigan haciéndolo a partir de las simplificaciones de la administración que
pervierte planteamientos antipsiquiátricos en pro de sus intereses económicos— éstos
estaban «integrados» en el sentido en que hoy lo entendemos. Nos muestra, así, que el
cambio que se produce en las prácticas de los tratamientos, de uno u otro modo
educativos, a partir del siglo XVIII, tienen que ver con una revolución de la identidad por
la que allí donde se veía una imposibilidad de establecer una relación moral —locos,
sordomudos, ciegos, pobres y tullidos eran considerados como no humanos, lo mismo
que el criado que podía permanecer frente a la intimidad del amo porque para nada la
ponía en cuestión como si de un animal doméstico se tratara— se crea, a partir de ese
momento, la posibilidad de una comunicación. Se trata para ella de una revolución de
la pertenencia por la que aquellos a quienes hasta ahora se había mantenido como
ajenos a lo humano empiezan a ser vistos en la posibilidad de ser incluidos —como
pertenecientes a lo humano— mediante una práctica de la comunicación.
Los certeros análisis de esta autora —que en este sentido no se oponen a los de Foucault
tanto como pudiera parecer— se fundamentan en los textos de Valentín Haüy, del Abad
de l’Epée, Séguin y muchos otros de aquellos que siempre se citan en los tratados de
9
historia de la Educación Especial. Y es interesante ver cómo este cambio o revolución de
la identidad afecta a unos y otros deficientes del signo, es decir a los sujetos-objeto de
la disciplina, en el mismo sentido pero de un modo distinto. Esta posibilidad de
comunicación que aparece con claridad en los sordomudos y los ciegos —incluso muy
anteriormente al siglo XVIII, véanse si no las prácticas de Ponce de León en el siglo xvi
que enseñó a tres hijos sordos de Don Iñigo de Velasco— tarda mucho más en
producirse cuando se refiere al loco pero, sobre todo, cuando se refiere a la idiocia —ya
separada como categoría diferencial respecto de la locura.
Esto nos habla de que el acceso a la palabra y a la escritura era fundamental para esa
comunicación que los tratamientos educativos pretenden establecer como medio de
acceso a la razón, pero, precisamente por ello, son aquellos a quienes se considera
afectados en la razón misma quienes más difícil lo tienen para ser considerados
propiamente humanos, para que su capacidad de comunicación sea, si no claramente
manifiesta, sí al menos entrevista como posibilidad oculta a desvelar. En este sentido, el
loco, considerado como alguien que algún día gozó de razón pero —en muchos casos
incluso por exceso de ella— perdió dicha capacidad, es el primero en quien se admite la
posibilidad de «recuperarla», cosa ésta mucho más difícil de aceptar para aquellos en
quienes nunca se evidenció signo alguno de razón.
Por otra parte, este proceso tampoco puede verse separado de las instituciones a través
de las que se organizan unas y otras prácticas mediante las cuales podemos ver, todavía
9
hoy, cómo los procesos de exclusión —desde su forma clásica del «encierro» a su forma
moderna de los «internamientos»— se siguen manteniendo con los criterios que tan
bien analizó Foucault, de preservación del orden social, establecimiento y
mantenimiento de la moral del trabajo, con el necesario confinamiento de lo
improductivo, y, en última instancia, defensa de la razón frente a la sinrazón.
De estas observaciones, podemos destacar el hecho de que Itard disiente de Pinel sólo
dentro de los parámetros, en que se mueven uno y otro, de la ciencia médica del
momento. Es decir, disiente en la opción por una u otra entidad nosológica —demencia
o imbecilidad— y consiente en cuanto al tratamiento a aplicar —ese sublime arte del
tratamiento moral. Consenso y disenso están en un mismo gesto y dentro de un mismo
marco teórico. En el consenso hay ya algo (un cierto disenso) de lo que luego será la
tecnificación del tratamiento moral —su aplicación más allá del sentido inicial en que se
produce, meramente por su valor científico de verdad universal— puesto que, en última
instancia, el tratamiento de Víctor será para la Educación Especial el tratamiento
paradigmático para la imbecilidad; en el disenso, se evidencia la necesidad de
diagnosticar conforme (un cierto consenso) a los parámetros que la ciencia marca —es
decir, dentro de las opciones por ella definidas— para poder aplicar el tratamiento
adecuado.
¿Hasta qué punto disienten Itard y Pinel? ¿Hasta qué punto es capaz de disentir Itard sin
salirse de aquello que le hace ser lo que es, un médico aún novel que pretende triunfar
dentro de su disciplina con un caso clínico excepcional? Las necesidades, intereses y
deseos de Itard —como las de todo profesional, investigador o educador—juegan un
papel fundamental, desde el sujeto, en la definición del objeto y de su tratamiento.
Definición que en este caso se refiere a la educabilidad o ineducabilidad del niño salvaje.
Ese encarnizamiento que llega a plantear, a finales del siglo pasado y a través de las
propuestas educativas y sociales de Graham Bell (inventor del teléfono), la prohibición
de la utilización del lenguaje de signos, la eliminación de las escuelas residenciales para
sordos, la negación del derecho de magisterio entre sordos e, incluso, el poner fuera de
la ley los matrimonios entre ellos, no puede dejar de considerarse significativo en
nuestra disciplina, sobre todo, porque ilumina y da profundidad, y por tanto ensombrece
también, todas nuestras preguntas anteriores.
Para las personas sordas de nacimiento aquel incuestionable «en principio era el verbo»
parecía quedar relegado —una vez superada la negación, por ese cambio de mentalidad
que les ha convertido en educables y en pertenecientes a la especie humana— al menos
a un segundo plano. Es evidente que las personas sordas se comunican entre ellas y que
sus palabras son señas; el Abad de l’Epée recoge su lenguaje natural y lo convierte en
un «lenguaje de signos metódico» que acerca el habla de la calle de los sordos al francés,
9
estableciendo un nexo entre ambos y, a la vez, un nexo entre el aprendizaje de la
comunicación por señas y el aprendizaje del habla.
Los métodos del Abad de l’Epée (fundador de la primera escuela pública para sordos, en
el París del siglo XIII de la que surgirán figuras como Sicar, Itard o Séguin) nacen de su
acercamiento a la realidad, la realidad, ciertamente, de la experiencia comunicativa
entre los sordos; pero los métodos educativos, a finales del siglo XVIII y principios del
XIX, empiezan a basarse en otra realidad, la realidad científica y muy especialmente la
medicina, ciencia fundamental del hombre en la época (el caso Víctor es paradigmático);
en el momento en que la ciencia demuestra que ninguno de los órganos del habla está
afectado en las personas sordas, se abandona la verdad del saber de la experiencia para
acoger la verdad del saber de la ciencia. Si el organismo de los sordos, su aparato
bucofonatorio, está completo para el habla, el habla debe estar en el principio de su
educación. Si, además, la educación no es otra cosa que el compás de espera ante los
potenciales avances de la verdadera ciencia y de las técnicas por ella desarrolladas,
entonces la educación debe proporcionar a las personas todo lo que posibilite la
aplicación de tales avances; las técnicas de ampliación y difusión del sonido —del
habla— exigen que los sordos estén capacitados para emitirlos, de no ser así les
privaríamos de los beneficios del saber para el aprovechamiento de su «resto».
Pasión de la Educación, reducir a todos los alumnos a uno, el Alumno —de primero, de
segundo, de tercero... pero, Alumno, aunque sea alumna o aunque no encaje en ninguno
de los niveles establecidos para cada edad del Alumno— pasión de la que a la Educación
Especial sólo le queda el resto, el resto, por mínimo que sea, de lo mismo. El alumnado
hoy en día definido como alumnado con necesidades educativas especiales lo es en
tanto algo le quede de Alumno: cuando, por la gravedad de su deficiencia o por la edad
cumplida, ya no le quede nada de ese resto, pasará a ser objeto de asistencia y no de
educación y, en lo organizativo, no dependerá de los departamentos de la
administración educativa sino de aquellos que administran el «bienestar» social. Sin
embargo y paradójicamente, también ahí. esa asistencia vendrá dada bajo la adscripción
de una nueva disciplina pedagógica, la «educación social», puesta en práctica por
educadores y educadoras en lugares paralelos a los circuitos institucionales
normalizados bajo formas pedagógicas que no pueden más que evidenciar sus rasgos de
parentesco con el «tratamiento moral» de nuestros ilustres antecesores y de los asilos
decimonónicos.
La breve mirada sobre la historia que hasta aquí he querido explicitar no ha pretendido
ser más que una mirada interrogadora, una mirada que responda de la historia de
nuestra disciplina con nuevas preguntas más allá de ella misma.
Si así fuere ¿todo aquello que queda excluido o fuera de los límites de la educación —lo
que ella considera ineducable—es a su vez, en cierto modo, calificado de no humano?
¿Se explicaría con ello que ciertas resoluciones jurídicas tales como la aceptación de
ciertos presupuestos de aborto o de esterilización sobre determinados sujetos
aparezcan en los mismos momentos en que nuestras sociedades producen leyes de
integración social generalizadas?
En definitiva, esta última inquietud que se me plantea tiene que ver con el intento de
comprensión de las complejas relaciones entre inclusión-exclusión, educable-
ineducable. humano-no humano; por ello, a partir del cambio de mentalidad que hace
que nada humano nos pueda ser ajeno y que hace que la sociedad deba incluir a todos
los que aparecen -nacen- en ella, la pregunta sería si acaso ese cambio de mentalidad
¿no significaría que la exclusión ha adoptado una forma distinta, trasladada a lo más
interior y originario del sí mismo? ¿No se trataría de una forma de exclusión que no
puede aparecer en lo social y que, no pudiendo hacerse manifiesta, debe quedar
relegada en lo más íntimo del reconocimiento culpable del rechazo individual, en lo más
íntimo de la conciencia de cada cual?
Por último, si los procesos educativos han tenido siempre ese sentido integrador basado
en la recuperación del «resto humano», de ese resto de lo mismo, lo común, lo no
diferencial, entonces la Educación Especial ¿no queda reducida a la negación de la
deficiencia, al rechazo de lo diferente al igual que en el Congreso de Milán de 1880 se
negó el lenguaje de signos en la educación especial de los sordos? ¿Hay algo que nos
autorice a pensar que la Educación Especial en sus actuales propuestas integradoras va
más allá de esa inclusión reductora de la alteridad? ¿Hay algo que nos autorice a pensar
que caminamos hacia esto que se ha dado en llamar Educación de la Diversidad? Quizá
fuera necesario, para ello, reconocer que los fundamentos de la educación de la
diversidad deberían relacionarse con un nuevo cambio en el concepto de lo humano,
con un cambio en la percepción de los límites de lo disciplinar y de la función social de
sus prácticas. De no ser así, la pregunta se abre más bien ante la duda de si no estamos,
tan sólo y una vez más, ante un gesto que tiende a mostrar la intención integradora de
la disciplina y de sus representantes de la administración, ocultando los procesos de
exclusión que ellas mismas mantienen al tiempo que señala a los sujetos de las prácticas
educativas y a los sujetos objeto de dichas prácticas como los responsables de los
movimientos e intenciones excluyentes, echando sobre sus conciencias la
culpabilización individual consecuente.
9
Es una última pregunta que abre nuestra preocupación ante la realidad en que se
encuentra el profesorado, maestras y maestros, educadores y educadoras, así como el
alumnado objeto de su trabajo, realidad que cada día parece responder más
afirmativamente a esta última y originaria cuestión.
9
Capítulo V
Nuestra experiencia, nuestro recuerdo, sitúa las raíces de ese cambio en la crisis de las
instituciones educativas que produjo un ideal de transformación institucional y social en
los sujetos que la vivieron y que, en ella, se conformaron. En este sentido, las
instituciones educativas fueron portadoras y a la vez producto de unos ideales sociales
de igualdad, solidaridad y responsabilización cooperativa que exigían cambios
fundamentales en las prácticas educativas, cambios que empezaron a producirse en el
mismo proceso de crítica institucional a que nos hemos referido.
Hemos visto ya, someramente, cómo el desarrollo disciplinar pasó por momentos de
apertura de unas y otras disciplinas que, cuestionando sus límites, proponían una
consideración del ser humano y unas prácticas basadas en la experiencia de la relación.
Práctica y experiencia se producen siempre encarnadas en los sujetos que son quienes
9
generan, reproducen y transforman las instituciones; pero, las prácticas y las
experiencias son producidas y producen a su vez las disciplinas en las que se simbolizan,
estableciendo nuevos límites que, paradójicamente, contradicen los ideales que las
impulsaron. De esos límites nos habla la nueva organización disciplinar, que parcializa y
multiplica los campos de acción especializados a que nos hemos referido en anteriores
capítulos.
De ahí que toda mirada que adopte el punto de mira institucional debería tener en
cuenta que los sujetos todos nos socializamos en una red de instituciones en las que
nuestra presencia es condición de su existencia y que, en el caso que nos ocupa de las
instituciones educativas, ellas mismas instituciones de existencia, las relaciones entre
los sujetos que en ellas viven son la clave de su conformación, reproducción y posible
transformación.
Es por ello que al hablar de los itinerarios institucionales y referirnos a los sujetos que
los atraviesan (y que son atravesados por ellos) nos estamos refiriendo tanto a los
sujetos objeto de las instituciones educativas —en este caso las personas diagnosticadas
de deficientes en algún sentido— como a los sujetos agentes de tales instituciones —
diagnosticadas de expertas también en uno u otro sentido— puesto que ambos pueden
ser reducidos a objeto en función de la mayor o menor rigidez de las instancias
organizativas o ser actores, sujeto, de procesos instituyentes en función de los cuales
dichas instancias se dinamicen y transformen.
Por otra parte, estos itinerarios nos muestran que la articulación institucional que los
atraviesa no lo hace de un modo secuencial y progresivo, primero la familia, después la
escuela, y después el trabajo, sino que las tres instituciones están presentes a la vez en
cada uno de los momentos de ese itinerario, sólo que esa presenciales oculta o
manifiesta, real o imaginaria, pero actuante constantemente sobre los sujetos. Hasta tal
punto que la articulación familia-escuela o educación-trabajo, por ejemplo, produce
nuevas profesionalidades que refuerzan subjetividades que se implican mutuamente:
¿la necesidad de la familia para el sujeto afectado es una necesidad real para ese sujeto
o lo es para los profesionales de la educación que con él trabajan? ¿La necesidad del
trabajo para la integración de las personas «disminuidas» es una necesidad real para
ellas de trabajar o es una necesidad de trabajo para los y las profesionales de la
educación especial1? Quizás no sea la disyuntiva la mejor manera de plantearse estas
cuestiones, pero creo conveniente proponerla.
Aunque sólo fuera por practicar la transdisciplinariedad a que nos hemos referido en el
anterior capítulo, puede resultar interesante situar la institución familiar-como un
sistema de convivencia en el sentido que le da Maturana de que «en ellos se constituye
una red particular de conversaciones que configura un modo particular de emocionar».
1
Recuerdo aquí una espléndida novela de Henry James, El discípulo, en la que el protagonista se plantea
claramente esta cuestión porque él (profesor) podía vivir de Morgan (el discípulo) Pero ¿cómo iba éste a
vivir de él? En efecto, hemos creado una sociedad en la que los maestros podemos vivir de nuestros
alumnos, por escasa que consideremos la asignación de que se nos provee, pero ¿algún día ellos podrán
vivir de nosotros? es más ¿algún día ellos podrán vivir en esa sociedad que les dejamos? Los psiquiatras
viven de los locos, los trabajadores sociales de los pobres, los pedagogos de los niños y, actualmente,
también
9 de los adultos. Incluso en el mundo del trabajo, sobretodo en Educación Especial, el educador
encuentra su espacio de trabajo educativo y puede vivir de él, pero, la pregunta inevitable es si lo que se
consigue con este trabajo educativo para las personas discapacitadas le permite a éstas, a su vez, vivir de
su trabajo.
Para este autor, en la vida cotidiana constituimos distintos sistemas de convivencia que
se distinguen por la emoción específica que conforma el espacio básico en el que se dan
nuestras relaciones con nosotros mismos y con el otro. En este sentido, habría sistemas
propiamente sociales constituidos bajo la emoción del amor, que es la emoción que
constituye el espacio de acciones de aceptación del otro en la convivencia; sistemas de
trabajo constituidos bajo la emoción del compromiso, que es la emoción que constituye
el espacio de acciones de aceptación de un acuerdo en la realización de una tarea, y
sistemas jerárquicos o de poder, constituidos bajo la emoción que constituye las
acciones de autonegación y negación del otro en la aceptación del sometimiento propio
o del otro en una dinámica de orden y obediencia.
Desde este punto de vista, en nuestra cultura, la familia sería el único sistema
propiamente social ya que en ella queda recluida la relación amorosa y su red de
conversaciones de aceptación del otro en la convivencia. Sin embargo, ese sistema
propiamente social, al ser el único que recoge ese tipo de relación de amor y aceptación
del otro en la convivencia, niega su propia esencia puesto que toda relación de amor y
aceptación requiere de un primer constante gesto de elección, movilizado por el deseo.
Es evidente, que ese primer gesto puede estar en el momento de la creación de una
familia, sin embargo, la exclusividad de ese espacio para el emocionar amoroso, reduce
entonces el sistema social a la privacidad. Es más, aun aceptando que la institución
familiar es un sistema social, por ser la emoción del amor la que principalmente lo
constituye, a nadie se le oculta que ese sistema social está claramente atravesado por
dos sistemas no sociales: el del compromiso de aceptación de un acuerdo en la
realización de una tarea, o sistema de trabajo, y el de las acciones de autonegación o
negación del otro, o sistema jerárquico o de poder, al cual quizás conviniera mejor el
calificativo de asocial.
Así, la familia, sistema social, está atravesada por esos otros dos sistemas, uno no social
y el otro paradójicamente asocial. Abrir al exterior las conversaciones de aceptación del
otro en la convivencia, más allá de la privacidad del medio familiar; hacer del sistema no
social de compromiso en la realización de tareas, un sistema de cuidado y búsqueda del
placer en la relación con el otro y eliminar de estas conversaciones toda jerarquía y, por
tanto, toda relación asocial —de negación del otro y de negación de sí mismo— sería la
difícil tarea pedagógica en el seno de una institución que a todos y a todas nos atraviesa.
De este modo, la familia, en la consideración que de ella suelen hacer los profesionales,
pasa a ser una institución en la que el vínculo amoroso, clave de la socialización, es
objeto de una mirada técnica. Este tipo de mirada incide en dicho vínculo marcándolo
con un signo de compromiso, según el cual el trabajo rehabilitador pasa a primer plano
y hace de la función del cuidado, atribuida a la mujer en el espacio familiar, una
obligación paradójicamente enraizada en el vínculo amoroso, el cual, en su esencia,
escapa a toda obligatoriedad y normativización. Puede suceder así, como en el caso
Jerome, analizado por Maud Mannoni, en el que «los cuidados se le prodigaban por
deber y no disponía del placer que le procura a una madre el tener a un chiquito entre
sus brazos, que se prive precozmente al niño de la dimensión del juego en relación con el
otro cuando las primeras emociones del bebé se organizan precisamente a través de la
capacidad de ensoñación de la madre y de su juego con él».
Por otro lado, la función paterna, marcada por el signo jerárquico del dominio y el
control sobre los demás miembros de la familia, queda subsumida y negada por una
autoridad superior, la de la razón técnica encarnada en la figura de los profesionales,
que se impone en las relaciones con la persona disminuida reduciendo en muchos casos
el papel del padre a su espacio de compromiso laboral-económico en el cual se polarizan
todas las .energías de éste. Se ahonda así la doble escisión entre la función del cuidado
y la del tratamiento y, entre estas dos y la productivo- económica para subvenir a las
necesidades impuestas por ambas. Esta múltiple escisión arraiga en la tradicional
función familiar y, en el caso de las familias con un miembro afectado de alguna
deficiencia, dicha función se ve agudizada por la presión social que la obliga, con mayor
insistencia si cabe, a mantener en el espacio de lo privado, las dificultades inherentes a
la existencia de la deficiencia en una sociedad que, precisamente, la niega. Arraiga
también, esa múltiple escisión en la fuerza culpabiliza- dora de la presión social sobre el
padre y la madre, cuya angustia suele resolverse con una aceptación compulsiva de
dichas funciones materna y paterna a lo largo de toda su vida.
No estará de más señalar que las propuestas que inciden en la importancia de las
relaciones primeras (incluso en la vida intrauterina) para el desarrollo del ser humano,
no hacen más que afirmar el valor de la relación maternal como relación humana
fundamental, lo cual, lejos de llevarnos a interpretaciones «culpabilizadoras» debería
acercarnos a la responsabilización y a la afirmación del valor cultural de la relación
maternal. Como dice Alessandra Bochetti: «Hay quien en el principio pone a Dios, hay
quien en el principio pone al otro; yo pongo a la madre, será porque soy profundamente
materialista... la prueba de la grandeza de la madre está en que nosotros siempre
esperamos de ella el bien. El sufrimiento causado por el bien que no viene, es un
testimonio del inmenso bien ya recibido. En la relación con la madre se encuentra la
experiencia primera del bien y ahí para cada uno de nosotros tienen sus raíces,
retorcidas o no en cuanto a los resultados, el amor a la justicia, la intolerancia frente a
la injusticia y la piedad, que a veces puede devenir un sentimiento tan desgarrador que
degenera en su contrario: se puede también ser feroz movido por la piedad. En el orden
de la madre, justicia y piedad son dos sentimientos contiguos, fuera de ese orden quien
obtiene justicia no precisa piedad, y quien obtiene piedad, desgraciadamente, está fuera
de la justicia.»
Pero, lo que aquí nos interesa destacar, sobre todo, es que el reconocimiento de la
paradoja, en la que vive la familia con una persona calificada de «disminuida», es
fundamental en esa doble posibilidad que tiene de devenir en institución de inclusión o
de exclusión y la importancia para toda intervención profesional de desvelar, sin
culpabiliza iones y reproches mutuos, esa contradictoria función. Y esta función es tanto
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Con estas palabras lo expresaba una joven afectada de una enfermedad degenerativa al hablar de sus
dificultades para integrarse como estudiante universitaria en una entrevista realizada por una alumna
de9 doctorado: «Me quieren igualar tanto que no se dan cuenta de que no soy igual, igual por eso me
quieren igualar tanto, para no sentirse culpables... no merece la pena ir de igual, primero porque no lo
eres y segundo porque no van a entenderlo nunca, o sea, cuanto más vayas de igual más te van a
pisar...».
más contradictoria cuanto mayor sea la separación entre el espacio familiar, privado, y
el espacio comunitario, público, entre la actuación experiencial de los núcleos de
convivencia (familiares o no] y la actuación tecnificada de los profesionales.
Se trata de un análisis psicosocial que resulta imprescindible realizar para procurar que
el trabajo con la familia no incida, ahondándola, en esta problemática:
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En mi experiencia he podido ver, más de una vez, lo difícil que resulta convencer a un equipo de
profesionales de que la persona más adecuada para dinamizar una situación, por ejemplo de educación
temprana,
9 no es necesariamente la madre, sobre todo, cuando ésta realmente no lo es porque no lo
desea. Pueden estarse negando a recibir a la abuela que es la única que mantiene una buena relación
con el bebé, por un planteamiento, de principio —psicológico, por supuesto— de que «debe» ser la
madre la persona que «debe» colaborar.
—De ser conscientes de que los profesionales, trabajando con las familias, pueden llegar
a conocer aspectos de la historia, de la experiencia y de las potencialidades del niño o
niña, que en otros medios pueden quedar ocultos y, por lo tanto, ignorados como
recursos de enseñanza-aprendizaje.
—De analizar la función social de los profesionales frente a las familias, a sabiendas de
que esa función les compromete en un juego sancionador sobre las familias —a través
de informes, asesorías, consejos, solicitudes de subvenciones, proyectos de
tratamiento... que sólo los profesionales están autorizados a elaborar— que les impone
un poder del que es necesario ser conscientes en toda actuación educativa. Estar en el
límite, entre la administración y la familia, mantener el equilibrio de intereses a favor
del niño o niña, romper barreras cuando sea conveniente, he aquí una difícil tarea
dentro de la relación familia-escuela, familia-profesionales, imprescindible en la
Educación Especial Integradora.
Ahora bien, una mirada como la que hemos pretendido abrir aquí, que tenga en cuenta
la complejidad de la institución familiar, con las implicaciones que ésta tiene desde el
punto de vista institucional y social, amplio, a la vez que desde el punto de vista
individual, psicológico más concreto, no debería llevarnos a unas concepciones
ideológicas sobre la familia y la sociedad que nos impusieran actuaciones en favor o en
contra de dicha institución, actuaciones en favor o en contra de la sociedad en la que
está inmersa, sino a actuaciones concretas, basadas en la relación interpersonal y la
experiencia que ésta produce, conscientes tanto de su necesaria limitación como de la
trascendencia que puede tener cualquier cambio personal y concreto en la relación con
9
ese hijo, hija o familiar afectado de alguna «deficiencia» , que son, en última instancia,
el objeto primero y último de la actuación pedagógica o psicopedagógica integradora.
De ahí que lo único que hubiéramos deseado producir con nuestra mirada sería una
visión sobre lo inmediato, individual y concreto de nuestra posible actuación. Una visión
sobre lo inmediato, iluminada por un ángulo de luz que permita ver el horizonte más
allá de los primeros planos, un ángulo de luz que, lejos de la iluminación técnica y
deslumbradora del flash, pudiera asemejarse más a la luz de un sol temprano, una luz
que permita adivinar límites y perspectivas en cada una de nuestras vidas.
Porque si hasta aquí hemos analizado la institución familiar como esa institución de
origen en la que es contenida y pensada la edad infantil y, por lo tanto, como espacio de
convivencia y de relación privada en la que se educa la infancia, no debemos olvidar que
la familia, como institución, atraviesa todas nuestras vidas y en ella son contenidos y
pensados también los horizontes de la privacidad en la edad adulta. La familia entonces
forma parte del imaginario social como posibilidad, casi exclusiva, para el
desenvolvimiento de la vida privada de las personas adultas. No tenemos más que
pensar en las reivindicaciones «familiaristas» de formas de convivencia diversas que han
ido dando el mismo nombre, con adjetivaciones diversas, a todas ellas: familia de
homosexuales, familias monoparentales... o en las clasificaciones técnicas de otros
modos de vivir, siempre incluidos dentro del concepto norma de familia: familias
desestructuradas, sería la más común, que basada en criterios psicológicos ha pasado a
ser utilizada exhaustivamente en educación social.
Las leyes, decretos y disposiciones por las que se rige nuestro actual sistema educativo
referidas a aquella parte de la población en edad escolar que plantea unas Necesidades
educativas especiales no representan otra cosa más que una distinta manera de
gestionar esa población escolar, que se pretende superadora de la segregación que
hasta la actualidad había padecido. Es evidente que la integración no depende de la
9
aplicación de una normativa pero, a pesar de todo, esa normativa puede ser un
fundamento de algo imprescindible, previo y condición sine qua non de tal objetivo.
Podemos pensar que de la aplicación de una normativa se desprende tan sólo la
consideración de unas determinadas personas como objeto de dicha normativa, como
objeto, por tanto, de la institución. Sin embargo, todas las personas padecemos de esa
posición de objeto que requiere ser superada por la relación intersubjetiva, viva, dentro
de cada institución; como dicen Mariona Andreu y José M. Alcañiz: «Oponer a una
intervención, que toma al alumno como objeto (posición casi natural de cualquier
institución) otra que lo considera como sujeto, comporta que pueda hablársele y
escuchar sus demandas (paso previo y más importante que el hecho de que se satisfagan
o no).» Pero, hasta la actualidad, la ubicación de objeto excéntrico al sistema escolar
que padecía la población infantil considerada «anormal» la situaba en una posición no
sólo de objeto —sin palabra— sino de objeto invisible —sin presencia—para dicho
sistema. Bastaba con no verlos o con dejar de mirarlos, dado el caso, para negar su
condición de «escolarizables». Para negar, en consecuencia, la posibilidad de
«conocerles». El sistema escolar y las personas que lo representaban dejaba a «otros»
—expertos o meros cuidadores— esa mirada y esa posibilidad de conocimiento. Es por
ello que esa mirada quedaba reducida a un espacio excéntrico, marginal, segregado,
único en el que podía mirárseles, el de las escuelas especiales: la mirada misma se
convertía, así, en anormal, por excéntrica, marginal, exclusiva y excluyente.
Por tanto, no se trata de olvidar el prejuicio —:en el sentido que le da Hannah Arendt
de que «no hay propiamente ninguna forma de sociedad que no se base más o. menos
en los prejuicios mediante los cuales admite a unos determinados tipos humanos y
excluye a otros»— que se conformó a través del modelo de Escuela Especial separada
del sistema ordinario de escolarización, prejuicio que sigue vivo en gran parte de la
población, incluida la formada por profesorado y expertos psicopedagógicos, y que
afecta directamente a la consideración que cada persona hace sobre eso que se ha dado
en llamar la integración escolar de alumnado con necesidades educativas especiales.
Tanto quienes piensan que sólo son «integrables» determinados alumnos y alumnas
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según el grado de discapacidad que la deficiencia produce, como quienes piensan que
cualquier niño o niña con necesidades educativas especiales estará siempre mejor
atendido en un centro específico, parten siempre de pre-juicios conformados por la
realidad institucional en la que cada profesional se ha ido conformando y casi nunca se
pone en cuestión ese pre-juicio de que partimos.
En primer lugar, el prejuicio sobre el propio sistema escolar ordinario que suele verse
como lo que hay y pocas veces como lo que pudiera haber si se contara con que, quienes
están en eso que hay, pueden hacer posible lo que podría haber. En segundo lugar,
porque cada niño o niña afectada por alguna deficiencia es visto más como «lo» que es
—una síndrome de Down, un ciego, una sorda, un paralítico cerebral...— que como
«quién» es y quién puede llegar a ser. En tercer lugar, porque los profesionales de la
educación, maestros, maestras y especialistas y expertos de todo tipo, se ven a sí
mismos capacitados para una determinada función y un determinado saber que cierra
también sus posibilidades dentro de aquello que cada uno es —maestra de infantil,
maestro de secundaria, maestra de educación especial...— limitando no sólo lo que se
podría llegar a ser sino negando quién es cada cual en relación a su deseo de ser. Y es
que en ese «ser algo» —según la función que se realiza— está el germen de la
indiferencia de toda objetivación, que supone que cualquier otro que sea eso mismo
puede ocupar tu lugar y, así, es del todo cierto que la institución objetiva, objetualiza a
quienes formamos parte de ella, también a quienes la representamos en calidad de
sujetos activos: profesorado, profesionales, etc.
Regresemos junto al alumnado: la actual normativa institucional ha hecho del alumnado
afectado de alguna «deficiencia» objeto de la institución escolar ordinaria, ha impuesto
en ella su presencia. Pero, es obvio que con la presencia no basta. Hemos visto en
repetidas ocasiones cómo un alumno o alumna con N.E.E. puede estar simplemente
«ubicado» en un aula ordinaria sin que por ello forme realmente parte de la dinámica
de la clase, sin que por ello se vea enriquecido su proceso educativo individual ni
tampoco el proceso colectivo del alumnado. Sencillamente está ahí, situado en el aula,
pero repitiendo sus propias fichas o sus ejercicios de refuerzo, mientras el resto de la
clase sigue su marcha inalterable. Nadie escucha realmente sus demandas porque, antes
de que se manifiesten, alguien, desde otro lugar, ha preparado ya las actividades
específicas a él o a ella destinadas. De algún modo, el profesorado ordinario sigue
delegando en el especialista la función pedagógica primordial, y la integración queda
reducida, así, a una disolución del alumnado con N.E.E. y de las personas especialistas
en el sistema escolar ordinario, dentro de un espacio interior marginal.
Una maestra de Escuela infantil que se ve, por primera vez, ante la necesidad de integrar
en su clase una alumna que padece el Síndrome de Down, por ejemplo, que cuenta, para
ello, únicamente con el apoyo explícito del claustro pero con su renuncia tácita a
responsabilizarse cotidianamente de esa integración y con el recurso posible a la
maestra del aula de educación especial, no tiene otra alternativa más que la de dirigir
sus esfuerzos en un doble sentido: el de su trabajo cotidiano en el aula, abierto a las
nuevas demandas que en ella se producen, y el de un esfuerzo también cotidiano por
lograr la implicación del claustro en el proceso de integración del que se la hace
responsable.
Ese doble sentido apunta, naturalmente, a la responsabilización colectiva de las
personas (que sólo en la medida en que se responsabilizan pasan a ser sujetos) que
forman parte de la institución escolar. Y esa responsabilización apunta también a algo
mucho más amplio que la inclusión de un determinado alumno o alumna dentro del
colectivo escolar. Nos referimos a algo que forma parte del orden del deseo en la labor
cotidiana del profesorado; deseo de transformación, de autorealización personal y
social, como protagonistas de un proceso creador que va más allá de la mera aplicación
de unas normativas, de unas técnicas o de unas actividades escolares concretas, de algo
que se mueve en el ámbito del sentido que cada una de sus acciones ocultan y
promueven, del sentido que cada quien le da a su vida dentro de la escuela. En última
instancia, el- deseo de ser coprotagonistas de un proceso de cambio de las instituciones
educativas, negándonos a satisfacernos con aquello precisamente que nos confina a la
inmovilidad, reduciéndonos también a objeto, y de caminar en busca de algo aún no
realizado:
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Se hace inevitable recordar, aquí, que las críticas a la institución escolar llegaron a producir, en su
momento,
9 análisis que conducían a la negación de la escuela, a la desescolarización de la sociedad —Illich,
Reimer, Mendel...—, sin embargo, de entonces a hoy lo que se ha producido es todo lo contrario. Partir
de nuestra experiencia supone, pues, partir de la experiencia escolar; transformar nuestra experiencia
educativa pasa, pues, inevitablemente, por transformarnos en y con la escuela. A qué pueda dar lugar esa
Pero, es evidente que este proceso aún no realizado sería fundamental para que se
produjera la real integración del alumnado hasta hoy excluido del sistema escolar,
integración que está en función de los cambios que se produzcan en la escuela en el
sentido que aquí hemos apuntado, pues, sin ello, cada uno de los alumnos y alumnas
con necesidades educativas especiales (psíquicas, físicas, sensoriales o sociales,
clasificación ésta tan útil como mistificadora por cuanto resulta difícil encontrar su
reflejo real en cada caso concreto) seguirá enfrentándose a una realidad que le niega en
sus diversas y disidentes potencialidades. Y creo que resulta también evidente que este
proceso, aún no realizado, debería ser objeto del deseo de las personas que formamos
parte de la institución escolar, esté o tío esté explicitado como objetivo en los diversos
diseños y proyectos auriculares que vienen prescritos o son elaborados por los únicos
que pueden ser sujetos coprotagonistas de la acción educativa.
Una positiva integración cultural y social del alumnado con necesidades educativas
especiales compromete a todo el colectivo escolar y «significa enfrentarse
conscientemente a los problemas relacionados con la voluntad de transformar un
derecho formal, sancionado por la ley, en una ocasión sustancial de mejora y
cualificación de toda la experiencia escolar».
En el proceso, que no logro, de la integración escolar se hace necesaria una implicación
y un compromiso que promueva y /o recupere, en cada uno de los miembros de la
institución educativa, la calidad de sujetos responsables frente a lo social. Pero esta
calidad de sujetos responsables frente a la integración —como mandato social delegado
sobre el profesorado de nuestro sistema escolar— se hace viva precisamente en el
momento en que una maestra o maestro se encuentra ante un alumno o alumna
concretos que expresan, de uno u otro modo, sus demandas. Parafraseando a Maud
Mannoni, podemos decir que la importancia acordada a la palabra del niño en un
colectivo permite evitar la esclerosis de la institución. Y es en este diálogo entre dos
sujetos que pueden expresarse sus mutuas demandas —porque la persona adulta ha de
ser capaz de mantener en el niño su pregunta por lo que de él se pide, pregunta que
sólo nacerá del juego de los deseos de ambos— en donde arraiga el proceso de
integración individual y colectivo, el proceso de aceptación y reconocimiento de las
propias deficiencias, de aceptación y reconocimiento de las propias potencialidades. Y
ese diálogo entre dos sujetos es el único que se puede hacer extensivo al diálogo
colectivo que tenga como referente a todos y cada uno de los sujetos del grupo haciendo
así, de ese grupo, un grupo sujeto que va marcando el sentido de sus procesos
educativos.
La integración escolar y social no es un logro sino un proceso que se inicia en ese diálogo
entre sujetos y que se hace posible en un devenir institucional que sólo vive y se mueve
según la vitalidad y la capacidad de transformación que dichos sujetos sepan imponerle
a la institución concreta en que se encuentran.
«intención» transformadora es algo que no podemos prever; se trata tan sólo de un punto de partida con
unos horizontes.
integrador entraña, de considerar inviables este o aquel otro caso concretos porque no
se adaptan a las condiciones inamovibles que la institución escolar plantea; o bien,
corremos también el riesgo (desde la impotencia) de hacer recaer sobre nuestra falta de
preparación o incapacidad personales la razón de las dificultades o fracasos de los
procesos de integración; cuando, en realidad, lo que se produce en cada caso concreto
es el surgimiento de nuevas demandas, el requerimiento de búsqueda de otros recursos,
la necesidad de cambios cualitativos en la institución misma. En definitiva, lo que se
produce es el desencadenamiento de un proceso dinámico y transformador, individual
y colectivo, que puede remitirnos al deseo de realizar un trabajo creador en lugar de
reducirnos a la mera satisfacción de cumplir con la norma reproductora.
Las viejas categorizaciones por el déficit, las patologías o los trastornos han sido
sustituidas por las nuevas necesidades (N.E.E.). Sin embargo, mientras esas necesidades
queden, de uno u otro modo, atribuidas a los individuos seguirán manteniendo su
significado carencial, por el cual el individuo que las presenta requiere siempre de algo
o alguien que subsane dicha carencia. Sólo si partimos de que todo individuo, por el
mero hecho de existir, es un individuo completo, es un ser humano en toda su dimensión
y, por tanto, necesario para hacer de nuestra convivencia una relación cada vez más
social, sólo entonces digo, podremos plantearnos que las necesidades educativas
especiales son, en realidad, necesidades de la escuela como uno de los lugares
específicos —de la infancia y de la juventud— para la construcción de esa convivencia
social.
Sin embargo, la organización de nuestra escuela obligatoria, que pretende dar respuesta
a la integración de toda la población infantil y por lo tanto que pretende atender a la
diversidad presente en esa población, no se ha planteado ningún cambio fundamental:
sigue organizada por niveles y grupos-clase pretendidamente homogéneos y cerrados,
sigue basada en un curriculum común en el que pueden y deben ser introducidas las
modificaciones necesarias para adaptar a él esa diversidad a la que, de entrada, no mira,
y sigue formulando sus propuestas desde la jerarquización de disciplinas que jerarquiza
capacidades y necesidades según el orden previamente establecido por él. Así, cuando
decimos que los cambios propuestos para la atención a la diversidad son cambios
meramente organizativos, nos referimos a que se ha organizado de distinto modo a la
población infantil y juvenil, antes separada por categorías de deficiencia en escuelas
especiales separadas, a su vez, de la ordinaria; hoy incluida dentro de la escuela
ordinaria para adaptar sus «necesidades» a ese curriculum común, en una escuela que
sigue siendo, organizativa y sustancialmente, la misma de siempre.
Ahora bien, la presencia de niños y niñas que se comunican de formas distintas, que
viven el mundo estableciendo relaciones con él diferentes a las consideradas normales,
que actúan en él con tiempos más lentos o más rápidos, en espacios más reducidos o
más amplios que los considerados normales, pone en evidencia lo inadecuado de esa
organización tradicional escolar para acogerles y, por lo tanto, lo inadecuado de esa
9
organización para la educación en la diversidad.
La experiencia educativa con personas consideradas deficientes o enfermas psíquicas
muestra que hay unos modos de ver el mundo, de aproximarse a la realidad, distintos a
los que la escuela propone para todos; unos modos que anteponen el sentimiento a la
razón, por ejemplo, unos modos que, marcados por el dolor y la extremosidad del
conflicto, no permiten encontrar segundad en aquello en lo que se sustenta la
estabilidad de la propia escuela. La escuela, sin embargo, sigue presentando una sola
manera de relacionarse con el mundo, una sola manera de estabilizarse en él, un único
orden en el que moverse. Así, podemos llegar a encontrar, incluso en escuelas especiales
de esas consideradas necesarias porque la necesidad que acogen es considerada de todo
punto extremosa —y ahí sigue prevaleciendo el diagnóstico psicopatológico de psicosis,
trastornos conductuales, autismo...— situaciones en las que un determinado niño o niña
no puede ser acogido porque la desestabiliza con su extremo dolor, con su anómala
conducta o con su desorden.
La presencia de estos niños y niñas en la escuela —ya sea especial u ordinaria, ya que en
una y otra se pretende acoger la «diversidad» y una y otra se pretenden «integradoras»
en su proyecto educativo— pone en cuestión los modos de esa misma escuela de acoger
el sentimiento, los modos de relacionarse con el dolor del otro, las formas colectivas de
encontrar un orden acogedor para todos, y le presenta con claridad no la solución sino
el planteamiento de su problema: ¿cómo aborda la escuela los distintos modos de mirar,
ver y relacionarse con el mundo? ¿Cómo aborda la escuela los distintos modos de buscar
nuestro lugar en ese mundo y de estabilizarnos en él? ¿Cómo acoge órdenes diversos,
conductas diversas? Esas serían algunas de las necesidades que aparecen en la escuela
de la diversidad que hoy se propugna. Y esas necesidades de la escuela deberían
abordarse desde su propia esencia organizativa y conceptual.
Porque es más que posible que un niño autista que no ha encontrado la relación entre
el tú y el yo, necesite espacios de relación de «tú a tú», necesite espacios de aislamiento
y de soledad y necesite espacios entre los demás que le permitan ambas cosas. La
organización escolar en grupos-clase, en actividades del todos a una, bajo la mirada
constante del otro, no atiende ese tipo de necesidades. Es muy posible, también, que
una niña con el Síndrome de Down necesite darle alas a su inteligencia a partir de
relaciones analógicas, de evocaciones, de repeticiones, que quizás resulten ajenas a la
lógica formal que impera en los aprendizajes escolares. El tipo de actividades y la
organización de los contenidos del curriculum ordinario no responden a esos modos de
razonamiento, a esas vías de comprensión de la realidad y las propuestas de
«adaptación curricular» no son más que intentos de adaptar la diferencia a lo con#' La
escuela debería buscar vías de organización del trabajo de clase en las que tales niños y
niñas pudieran implicarse con sus capacidades, sus modos de aproximación a la realidad
y sus vías de comprensión de la experiencia, de tal modo que su implicación en él fuera
el resultado vivo de un diálogo común en el que ellos fueran, precisamente, un referente
entre otros.
Aprender a conversar con diferentes modos de vivir en el mundo, de acogerlo y de
comprenderlo sería un aprendizaje colectivo de convivencia y de pensamiento que la
escuela aún no ha realizado y que supone transformaciones en ella de todo tipo; la
presencia en la escuela de estos niños y niñas es, tan sólo, una ocasión que no podemos
9
perder y, para no perderla es necesario correr el riesgo de perder alguna de nuestras
seguridades, de perder algo de nuestra estabilidad, algo de nuestro orden. Esa
seguridad, esa estabilidad y ese orden de la escuela que, incluso cuestionado por la
evidencia de la diversidad, por la mera presencia de estos niños y niñas, se niega a
cederles un lugar.
«Todo lo que me hacen hacer, todo lo que me hacen estudiar es para un futuro y, para
mí, el futuro es hoy» dice una de ellas «y ahora ya no sé si me gusta estudiar porque ya
no sé para qué estudio». Otro me decía «cuando pienso que ya voy a empezar a
contestarla maestra ya se ha cansado y le pregunta a otro para que me ayude o dice ella
lo que cree que yo iba a decir o se ha terminado ya la clase... al final yo ya no sé lo que
iba a decir ni siquiera sé si sabía la respuesta o no... y acabo que no sé ni en qué clase
estoy.» En efecto, la organización escolar del tiempo homogeneiza la vivencia del tiempo
de cada uno y excluye, sin pensarlo, otros modos de experiencia temporal que no
encuentran nunca, en esa escuela, su momento, su lugar. Aprender a valorar el
presente, a vivirlo pausada e intensamente, es una necesidad de la escuela. Pero, es
también un aprendizaje que la escuela debe realizar a través de una distinta
organización de sus tiempos nunca planteada, antes al contrario, su actual organización
ha incidido más, si cabe, en todo lo contrario.
Organizar de modo distinto los espacios, los tiempos, la comunicación, los contenidos,
para, así, eliminar jerarquías entre ellos, buscar las relaciones frente a las
fragmentaciones, los itinerarios recurrentes frente a las secuencias lineales, el
encuentro de interrogantes frente al desencuentro de respuestas... es una necesidad de
la escuela que, cubierta de antemano por programas, niveles, horarios, libros de texto,
aulas y créditos, no se hace evidente más que con la experiencia de la escucha de
quienes no encuentran cabida en ellos; así, el alumnado antes excluido de esa escuela
por sus características físicas, no hace más que evidenciar un no lugar y un destiempo
que la escuela, sin embargo, produce para todos y descubre, de este modo, una
necesidad que, siendo de todos, quedaba oculta por la normalidad de su orden.
9
A sabiendas de que todo esto no se puede hacer sólo en la escuela, la escuela de la
diversidad debería aprender, porque lo necesita, a conversar con otros modos de ver el
mundo, a escuchar con la vista, a mirar con el tacto, a moverse con el pensamiento, a
aquietarse en su carrera del tiempo, a organizarse, por tanto, de un modo distinto. Y
para organizarse de un modo distinto, no debe partir de las necesidades educativas
especiales de los individuos, que son siempre seres completos, aunque les falte la visión,
el movimiento o esa porción de cerebro afectada por la falta de oxígeno un aciago día,
sino de algo mucho más complejo y común que es el deseo de vivir con los demás y el
interés por buscar la mejor manera de hacerlo. De ese deseo y de ese interés nace la
necesidad que define lo esencial de la escuela, la necesidad del conocimiento, otra
necesidad que nos es común. No hay pues, necesidades educativas especiales en la
escuela sino necesidades de la escuela para abrirse a un nuevo modo de conocer que
nos proporcione un nuevo modo de convivir, y... o, viceversa.
En última instancia, la realidad es que para las personas con deficiencias existen una
9
serie de organizaciones laborales .diferenciadas, ajenas al mundo laboral ordinario, en
las que la intervención educativa y psicopedagógica está siempre presente. En esas
organizaciones laborales diferenciadas se pone de manifiesto quiénes se ven más
afectados por el vector excluyente de la dialógica inclusión-exclusión a que nos
referimos constantemente y que siguen siendo objeto de la intervención desde nuestro
campo. No nos detendremos en un estudio exhaustivo de ellas sino tan sólo en los
criterios que, a mi entender, deberían iluminarnos en esa intervención que, en
ocasiones, no es tan sólo la intervención dentro de ellas como estructuras ya creadas
sino que es incluso la propia creación de estructuras —talleres protegidos, talleres
ocupacionales...— la que se propone el profesional de la educación en relación directa
con los familiares y sus asociaciones.
Sin salimos de los tópicos que conforman el ideario social del trabajo como actividad
primordial humana, podemos decir que, desde aquel viejo axioma de que el Trabajo
dignifica al Hombre, pasando por la actual realidad de que sólo a través del trabajo se
obtiene la autonomía necesaria para ser considerados personas adultas y útiles a la
sociedad, hasta el hecho, más actual si cabe, de que el valor del trabajo —para esa
dignidad, esa autonomía y esa utilidad— ha quedado reducido a su capacidad de
producir dinero (salario), debemos analizar, en toda propuesta educativa integradora,
hasta qué punto en esas organizaciones diferenciadas se produce alguna de estas tres
cosas. Es decir, hasta qué punto en los espacios laborales específicos para personas
disminuidas, desde los talleres protegidos productivos hasta los ocupacionales, se
produce algo de esto: ¿Ese trabajo es fuente de dignificación, de autorealización? ¿Ese
trabajo produce la autonomía necesaria para llevar una vida adulta? ¿Ese trabajo es
socialmente útil? ¿Ese trabajo produce el dinero (salario) necesario para la autonomía
económica de quienes lo realizan?
Si lo analizamos desde esta perspectiva, que sería la que pondría de relieve el valor
educativo integrador del trabajo en tales organizaciones, nos encontramos con que
pocas de ellas responden a estos tres tópicos principios de «normalización» de la vida
adulta. Es ésta una de las pocas «convicciones», de las que en este libro trato de
comunicar, que no parte de mi experiencia directa en esos lugares de trabajo
pedagógico, si por directa nos referimos a que haya estado comprometida
profesionalmente en alguna de ellas; pero esa convicción se relaciona, indirectamente,
con mi experiencia profesional en el sentido de que he estado vinculada con personas
que han pasado de ser alumnas o alumnos integrados en la escuela a ser «usuarias» de
dichas instituciones y, directamente, con mi experiencia docente en la universidad, en
la que he tenido que analizar con el alumnado —algunos de ellos trabajando como
educadores y educadoras en dichos espacios— el valor y el sentido pedagógico e
integrador de su intervención en ellas. Y estos análisis han partido, casi siempre, más de
una necesidad de apoyar, por mi parte, la importancia de la integración laboral y el valor
de su trabajo —que ellas o ellos mismos ponían en cuestión— que de las dudas
manifiestas al respecto que en este momento me invaden.
Por supuesto no pretendo plantear una solución, sino tan sólo afirmar, aquí como en la
escuela, la necesidad de búsqueda, arraigada en la experiencia y vinculada a la realidad
social concreta en que dicha experiencia se produce, de nuevas vías de actuación
pedagógica encaminadas a una integración social de las personas disminuidas que
consideren si el trabajo, tal como se plantea en estas instituciones, es educativo, es
integrador y da autonomía. Es más, quizás habría que plantearse también, si acaso lo
que se produce dentro- de estas instituciones no es, en ocasiones, un deterioro de
muchos de los logros conseguidos a lo largo del proceso educativo escolar y familiar: en
muchos casos, la integración en estos centros de trabajo, protegidos y especiales, vuelve
a situar a las personas disminuidas en relación exclusiva con otras personas con las que
se vincula más por la disminución —es decir más por la categoría deficitaria que se les
atribuye— que por el vínculo laboral que se supone; por otra parte, la rigidificación de
los criterios de semejanza con los trabajos «normalizados» —horarios, productividad,
mecanización, normativización de las relaciones...—suele convertir estos espacios en
lugares de «simulación» en los que se aprende, ciertamente, el hábito, la repetición y la
obediencia, pero, en los que se niega la capacidad de responder ante lo nuevo, la
responsabilización y la autonomía.
Puedo poner un sencillo ejemplo al respecto. En una de las reflexiones producidas en las
clases de Educación Especial, en la universidad, a partir de la presentación de
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experiencias vividas por el alumnado, en las que siempre analizamos la relación entre el
dentro y el fuera como analizador fundamental de la potencialidad integradora de toda
institución, sea especial u ordinaria, apareció el hecho significativo de la organización de
los descansos —la hora del almuerzo, de las comidas, por ejemplo— en uno de esos
talleres protegidos. En poco tiempo de funcionamiento, en dicho taller, se pasó de unos
descansos de media hora para el almuerzo, durante la cual las personas que allí
trabajaban, todas ellas disminuidas, podían salir al bar de la esquina a almorzar con las
gentes del barrio, a un descanso de diez minutos que supuso la sustitución de la salida
al bar poruñas máquinas expendedoras de café y bebidas, dentro del mismo taller. El
cambio se produjo por razones de productividad aunque en el análisis aparecieron otras
posibles razones más directamente relacionadas con el control y la tutela. Por otra parte,
en este caso, lo importante no sería tanto si a través de una razón laboral se ocultaban
o no otras razones, como el hecho mismo de que esa razón productiva, en un espacio
segregado como lo es el de un taller protegido, produce, en última instancia, mayor
exclusión de los sujetos, elimina eso que se ha dado en llamar el aprendizaje de
«habilidades sociales» y limita la posibilidad de integración, en el barrio, de dicho
espacio y de las personas que en él trabajan.
Y, del mismo modo que al hablar de la integración escolar hemos visto la importancia,
parcial, de la legislación que la apoya, también en este caso sería necesario hacerlo. Las
leyes dé integración social, en lo que al ¿abajo se refiere, suelen estar referidas
específicamente a las personas discapacitadas, otorgando ayudas, dando incentivos a
las empresas para su contratación, etc., pero, mientras esas leyes se polaricen en las
personas concretas, de modo que sea precisamente el diagnóstico de deficiencia la
garantía del derecho a su protección, y no atiendan a la realidad socio-laboral general,
esas leyes seguirán produciendo dependencia de la asistencia, itinerarios de exclusión y
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ausencia de sentido en las propuestas laborales y en las vidas de esas personas.
Desde este punto de vista, quizás no estuviera de más, insistiendo en la importancia de
desvelar la complejidad de articulaciones que afectan a nuestra tarea pedagógica,
empezar a plantearnos como objeto de conocimiento —para la escuela secundaria, para
las alternativas educativo-laborales a que nos referimos, para la formación en la
universidad— el significado que tiene el trabajo en nuestra sociedad, la problemática
que produce la ausencia de él en la vida de las personas, las vías para reformular el valor
de la actividad humana más allá de la producción de salario como productora de bienes
distintos, los modos solidarios de organizar la economía del estado social... en la línea a
que apuntan las propuestas de disminución de los horarios de trabajo para una mejor
distribución de éste, o la atribución individual y por el mero hecho de existir de un
«salario de ciudadanía» etc. Quizás, si en la escuela y en la universidad se plantearan
cuestiones de este tipo —en el curriculum de matemáticas, de ciencias sociales...—
como objeto de conocimiento para el alumnado no sería tan difícil despertar en él el
deseo de conocer, que, evidentemente, siempre está relacionado con el afecto, es decir,
con la emoción que en cada uno despierta el objeto de conocimiento propuesto. Nada
afecta más a la juventud de hoy que la evidencia de un futuro en el que no exista trabajo
y en el que, a la vez, tan sólo el trabajo proporcione los mínimos recursos para existir.
En la comunicación entre adultos y niños, generaciones viejas y jóvenes, en la escuela o
fuera de ella, nunca he encontrado desinterés por parte de estos últimos —niños, niñas
y jóvenes— si se les hace verdaderamente partícipes de los problemas que afectan a la
vida de todos, en definitiva, si no se pretende mantenerlos al margen de aquello que
realmente nos afecta en nuestra existencia.
Para terminar, quizás sea necesario resaltar que esos itinerarios educativos a través de
las instituciones familiar, escolar y laboral, atraviesan y están atravesados a su vez por
la institución del ocio, del tiempo libre y de la vida privada. En educación especial, estos
aspectos también se encuentran pedagógicamente formulados y organizados, en
clubes, «espiáis», pisos asistidos, residencias, etc., en los que trabajan educadores y
educadoras, y en los cuales son necesarias también estas reflexiones, para no hacer de
ellos meros simulacros de autonomía, de integración, de convivencia y de privacidad.
Quizás convendría pensar que el ocio y el tiempo libre cuanto más compartido sea con
la vecindad y cuanto más abierta a la comunidad sea su satisfacción, menos recursos
especiales requiere y más integradores son sus efectos. En este punto, una educación
planteada desde el derecho al riesgo, es quizás una tarea urgente. Permitir al otro
enfrentarse a los riesgos, que su vida y condición le plantean, es el punto de partida
necesario para acompañarle en la búsqueda de sentido, en el reconocimiento de los
propios deseos, en la asunción de responsabilidades, en la aceptación de la frustración,
el dolor o los conflictos que la propia vida produce; pero, es, también, el punto de
partida necesario para acompañarle en los hallazgos, los logros y los placeres, que
siempre son fruto de haber tomado la vida con las propias manos y no de paternalismos
benefactores que intentan imponerlos en su constante-evitación de los riesgos.
Más acá de las cuestiones legales que, como vemos, reducen de entrada los horizontes
de esos procesos que buscan una vida privada lo más autónoma y adulta posible, nos
encontramos también con aspectos organizativos que niegan en lo esencial el sentido
de tales propuestas educativas. Es el caso, por ejemplo, del paso desde las residencias
asistidas a los pisos autónomos, que serían dos hitos en el camino de autonomización
desde la familia de origen a la convivencia autónoma y libremente elegida.
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La cuestión de los «traslados», que siempre nos recuerda la situación manicomial, parece haberse
multiplicado,
9 hoy en día, extendiéndose a todo el mundo de las instituciones públicas: residencias,
escuelas, institutos... desde la infancia a la vejez, pasando por los jóvenes y las jóvenes de la enseñanza
secundaria... incluyendo a quienes trabajan en ellas, profesorado, educadores y educadoras, personal
sanitario... No se trata ya de «traslados masivos» sino de infinidad de traslados individuales, anónimos y
Con estos ejemplos podemos ver tanto la importancia de los sujetos en todo proceso
educativo (las potencialidades que tiene la relación de confianza y respeto por el otro,
las posibilidades de transformación en cada sujeto más allá de las condiciones concretas
en que vive...) como, a su vez, la importancia que tienen los aspectos organizativos para
dinamizarlos o abortarlos; pero, a este respecto no debemos olvidar que la organización
y la legislación, conformadoras de los sistemas de convivencia en los que vivimos,
también están en manos de sujetos concretos, que toman decisiones y posibilitan o
imposibilitan, con ellas, el sentido integrador, por ejemplo, de un determinado proyecto
educativo. Y no olvidemos tampoco que, en la reflexión que aquí nos proponemos,
estamos intentando separar, discernir, las diferencias que acoge la cuestión de la
educación especial integradora, aunque, siempre, intentando desentrañar la relación
que une, articula, esas diferencias entre ellas.
Por lo tanto,-ni que decir tiene que, en muchos casos, las personas con deficiencias
sensoriales o físicas, incluso calificadas de graves (70% de disminución), han conseguido,
en los últimos veinte años, unos niveles de autonomía y una calidad de vida privada que
anteriormente eran inconcebibles para ellas. Ello se ha debido tanto a los cambios
educativos, sociales y políticos que originaron los actuales procesos de integración
como, fundamentalmente, a la capacidad objetiva y subjetiva de los propios sujetos que
han luchado por conseguir una ciudadanía de pleno derecho y las condiciones para
hacerla realidad. Quizás sea suficiente con transcribir aquí las palabras de Carmen Riu,
una mujer a la que tuve la suerte de tener como alumna en mi primera experiencia de
integración escolar y social, durante los cursos 66-67-68 y que goza de una vida personal
y profesional ganada precisamente con su vitalidad, esfuerzo, capacidad de lucha, de
rebeldía y de comprensión:
burocratizados que, más sutilmente pero con la misma insistencia, indican la condición de objeto a que
constantemente nos referimos.
—El derecho al reconocimiento personal.
—El derecho a promocionarse dentro del trabajo.
—El derecho a tener unas relaciones sexuales plenas.
—El derecho a tener hijos y que éstos sean considerados normales.
—El derecho a ser reconocido como hijo con orgullo ejemplar.
—El derecho a nacer.
—El derecho a pertenecer a organizaciones políticas y a tener cargos de responsabilidad.
—El derecho a ser considerada como una persona atractiva y bonita.
—El derecho a recibir educación.
—El derecho a tener una atención sanitaria adecuada sin torturas ni pruebas inútiles.
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El añadido «enfermas mentales» se debe al hecho de que, sobre todo en las instituciones a que en este
apartado nos hemos reñido, cada vez más, vemos incluidas con la etiqueta de «deficientes psíquicas» a
personas que, inicialmente tratadas desde la psiquiatría como enfermas mentales, acaban siendo
etiquetadas de «deficientes» a causa de su proceso de cronificación. Nos encontramos, de nuevo, con esa
relación medicina-pedagogía, psiquiatría-educación y, al mismo tiempo y una vez más, nos encontramos
con el hecho de que las «deficiencias» de una disciplina científica que se enfrenta a sus límites —la
'incapacidad de curar determinadas enfermedades mentales por parte de la psiquiatría— se convierten
en9 «deficiencias» de los individuos que no «se» curan. No puedo por menos que recordar un chiste de El
Roto en el que se ve a un enfermo encamado en el hospital con un rótulo en la cabecera que reza así «Se
ruega a los señores enfermos que se vayan mejorando». Quizás pedagogos y educadores debamos
rogarles a nuestros discípulos que se vayan educando.