Jose Contreras Domingo Percibir La Singularidad

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texto original que puede leerse en el siguiente link).

Percibir la singularidad, y también las posibilidades, en las relaciones


educativas ¿Una pedagogía de la singularidad?

José Contreras Domingo


Universidad de Barcelona

Introducción.

Debería estar claro desde el principio, y sin embargo eso es lo que


tendremos que intentar ver y entender: que cada una, cada uno es quien es,
que no hay dos iguales, que cada quien tiene que ser visto, entendido y
reconocido según quién es. Que cada quien tiene su propia historia, su propio
devenir, su propio futuro y que reconocer esto, y cuidarlo, en educación,
debería ser lo primero. ¿Por qué esto que, a poco que pensemos y nos
miremos a nosotros mismos, nos resulta evidente, tenemos sin embargo que
conseguir aclararlo, desarrollarlo, explicarlo, extraerle consecuencias? ¿Por
qué dedicarle una lección a esto que debería caer por su propio peso? Pues
bien, en parte, a explicar por qué hay que dedicarle una lección habrá que
dedicarle la propia lección.

Pero no se trata tan sólo de explicar, dar razón de por qué pasa algo, sino
también de abrir el espacio de exploración experiencia y sensibilidad para que
algo nuevo podamos ver y plantearnos como sentido de lo educativo. Porque
percibir la singularidad nos habla de una disposición que no tiene suficiente con
saber de algo, con entender alguna cosa. Percibir es, paradójicamente, algo
que haces, pero también algo que dejas que te pase, algo que te sucede. Es
por tanto actividad y pasividad. Como es movimiento hacia fuera y hacia
dentro, dar y recibir.

Percibir tiene que ver con la capacidad de ver lo que es. Y sabemos que
“lo que es” depende en parte de lo que estamos en condiciones de ver;
depende de nuestras formas de interpretar la realidad, y también de nuestros
sentimientos que se inclinan a querer ver (o a no querer hacerlo), en lo que es,
lo que deseamos, tememos o pensamos. Podemos percibir lo que estamos
preparados para ver, lo que sabemos interpretar, lo que consideramos como
realidad que vale la pena ser apreciada, tenida en consideración. Y al
interpretar, percibimos selectivamente. Pero si suspendemos nuestra
anticipación, si dejamos que las situaciones y las personas se manifiesten
desde sí (y no desde nosotros, anticipando la selección y la interpretación de lo
decible y mostrable por el otro, anteponiendo lo que significa aquello que nos
dicen o nos muestran), podremos percibir inesperadamente,
sorprendentemente. Porque independientemente de posiciones ontológicas o
epistemológicas (sobre si la realidad existe o no al margen de nuestra
interpretación, etc.) lo cierto es que la vida animada, y cuanto más, los seres

1
humanos, independientemente de lo que pensemos, se manifiestan por sí
mismos, son sí mismos, de la misma manera que lo pensamos de nosotros.
Suspender el juicio para que el otro se manifieste, para poderle ver y oír no es
tanto una cuestión epistemológica como, en primer lugar, una cuestión de
simple humanidad. Percibir la singularidad de cada una, de cada uno (su
presencia, lo que dice, muestra, quiere, necesita, teme, evita), es lo primero:
abrirse a la escucha, dejarse decir y ver, dejarse dar.

Pero todo esto, en educación, con ser necesario, esencial, no es


suficiente. En mi experiencia al menos, no puedo ir muy lejos con este abrirme
a la experiencia del otro, a su decir y mostrar, si pertenezco a una institución
conformada según una cierta pedagogía, que espera de mí un cierto hacer, y si
no encuentro una forma de actuar que acoja esta singularidad y sepa, desde el
reconocimiento, y desde los caminos que pueden abrirse para cada uno,
percibir las posibilidades para una práctica pedagógica cotidiana. Necesito abrir
aquellas dimensiones del hacer en donde el reconocimiento y la aceptación de
la singularidad del otro no sea una simple figura retórica, o bien una continúa
frustración en el choque entre el deseo de escucha de cada alumno o alumna
en particular y la imposición de lo ya decidido y anticipado institucionalmente.
Necesito saber concretar una apertura pedagógica práctica, encontrando
modos de relación, y modos de enseñanza y aprendizaje que reconozcan la
singularidad. ¿Podríamos hablar de una pedagogía, de una didáctica de la
singularidad?

(…)

La preocupación por la igualdad

Ya lo he dicho al principio: no hay dos iguales. Y sin embargo, la


aspiración a la igualdad parece estar siempre presente, uno de aquellos
valores incontrovertibles. Se trata, en mi opinión, de una de aquellas grandes
palabras que tiene que ver con aspiraciones abstractas de las que en realidad
no tenemos experiencia; ideales que movilizan, sin que sepamos en qué se
traducen cuando nos atenemos a las cosas concretas1. Esto no es un problema
de todas las grandes palabras, sino tan sólo de algunas. El amor es también
una gran palabra, pero que está en relación con experiencias en las que
buscamos las cualidades del amor, en las que podemos decir si era o no era
amor aquello que sentimos, que vivimos, o aquello que vimos en alguien. Pero
¿qué pasa con la igualdad? Que actúa como un ideal que nos habla de un
mundo que no es; nos habla de aquello a lo que se aspira, de grandes
principios, de fundamentos del derecho, etc., pero pierde el contacto con las
cosas, con las relaciones concretas, con la experiencia. Y cuando se pone en
relación con lo concreto, lo hace desde la norma que exige tratar o pedir a
todos lo mismo.2 En educación, esa norma suele ser la de actuar pretendiendo

1
Dicen las autoras de la Librería de Mujeres de Milán, en su opúsculo El final del
patriarcado: “es idealista responder a los desequilibrios y desigualdades de la vida social con el
principio de igualdad, porque la igualdad es una gran idea cívica, pero no es el deseo de nadie”
(p. 31).
2
Pero actuar desde la norma ya no es exactamente la experiencia, esto es, “aquello que
nos pasa”. Según lo explica Jorge Larrosa (2002, pp. 53 y 56), “La experiencia es lo que nos
pasa, o lo que nos acontece, o lo que nos llega. No lo que pasa, o lo que acontece, o lo que

2
o bien una igualdad de partida (todos son o los considero iguales), o bien una
de proceso (a todos los trato igual), o bien una de llegada (de todos pretendo
lo mismo).

Siempre que hablamos de igualdad operamos un reduccionismo en la


experiencia, para hablar de aquello que iguala, o que se iguala, o que se
presenta como igual, dejando de lado todo lo demás, todo aquello que
mostraría que lo que es igual es tan sólo un aspecto o una dimensión entre
todo lo demás que no lo es, que muestra diferencias. Y entonces, “igual” se
equipara a “idéntico” o a “lo mismo” y ser idéntico homogeneiza, o elimina, en
relación a lo comparado como igual, todo lo que era diferente.3 Por esto pasa
que la igualdad siempre hace referencia a un común, algo a lo que compararse,
a lo que “igualarse”. Es con esto con lo que se responde a la pregunta ¿iguales
a qué?, o a esta otra ¿iguales a quién? Ambas preguntas remiten a un
referente idealizado, según el cual unos tiene que moverse en la dirección de
los atributos que los otros manifiestan. Las mujeres, hacia los hombres; las
gentes llamadas de color, hacia las llamadas blancas; quienes tienen
discapacidades, hacia los ¿“normales”?, etc. Y esto ocurre incluso en la
pregunta que parecería escaparse de esta trampa: ¿iguales en qué? Y es que
siempre hay un referente que, en cuanto tiene contenido concreto, nos
devuelve a las otras dos preguntas: iguales en aquello que se considera como
aspiración o deseabilidad y que está lleno de referentes, de contenidos de lo
social o de lo personal que representan ciertos ideales, imágenes, atributos,
modos de ser que se proponen iguales para todos. 4.

llega, sino lo que nos pasa, o nos acontece, o nos llega… La experiencia, la posibilidad de que
algo nos pase, o nos acontezca, o nos llegue, requiere un gesto de interrupción…: requiere
pararse a pensar, pararse a mirar, pararse a escuchar, pensar más despacio, mirar más
despacio y escuchar más despacio, pararse a sentir, sentir más despacio, demorarse en los
detalles, suspender la opinión, suspender el juicio, suspender la voluntad, suspender el
automatismo de la acción, cultivar la atención y la delicadeza, abrir los ojos y los oídos, charlar
sobre lo que nos pasa, aprender la lentitud, escuchar a los demás, cultivar el arte del
encuentro, callar mucho, tener paciencia, darse tiempo y espacio.”
La experiencia será en este caso, aquello que nos pasa (lo que vivimos, nos afecta, deja
huella) cuando actuamos siguiendo la norma. Actuar bajo la norma de la igualdad (“todos los
mismo”) es ya distinto a la experiencia de la igualdad. Eso supone, o bien no tener experiencia,
porque la norma actúa como un parapeto ante sí, no dejarse tocar subjetivamente en la
relación, no actuar como quien se es, sino en representación de la norma. Pero también puede
ser que actuar siguiendo la norma suponga una experiencia: la del conflicto entre hacer eso y
sentir otra cosa, notar que algo del otro ante ti está esperando otra cosa que no le llega, y
sentir la incomodidad, la desazón entre evitar el dejarse tocar y sin embargo notar ese algo que
te llega, esa llamada no atendida ante tu puerta.
3
Carlos Skliar (2002) ha usado para referirse a esto el concepto de “mismidad”, que se
opone al de “diferencia”.
4 Se dice, por ejemplo, “igualdad de oportunidades”, pero ¿acaso se trata de que todos

tengan las mismas oportunidades, o que cada uno pudiera tener las que son adecuadas y
necesarias para él o ella?
Es evidente que muchas de las aspiraciones de igualdad de oportunidades están
pensadas como no discriminación, pero en la práctica, cualquier propuesta de igualdad tiene un
referente común de ante qué no discriminar. Y no nos podemos engañar, en nuestras
sociedades, cuando se dice igualdad de oportunidades, de lo que se está hablando es de la
oportunidad de participar en una misma carrera meritocrática, igualdad para participar en la
carrera en el ascenso meritocrático en los valores sociales y económicos capitalistas.

3
(…)

¿Diversidad?

¿Es el lenguaje de la diversidad la solución? Pienso que no. Si bien es


cierto que apareció como un intento de superar la perspectiva de una escuela
concebida como homogénea, como formada por alumnos todos iguales, todos
lo mismo, o mejor, de una escuela con prácticas escolares dirigidas tan sólo a
un sector de alumnos, los “normales”5, sin embargo, la imagen de la diversidad
ha funcionado siempre como si se abriera una grieta en el grupo de iguales por
la que ahora entraran “los otros”, los “no iguales”. Porque en vez de percibir la
singularidad de cada criatura, lo nuevo que cada cual aporta por sí al mundo
(Rivera, 2000), la “diversidad” ha supuesto más bien extender ante nosotros
una paleta de colores en la que quedan representados diferentes grupos
catalogables de “otros”. En el uso que se viene haciendo de “diversidad” y de
“atención a la diversidad” hay una distancia descriptiva: la diversidad está ahí
fuera, es ajena a mí, no soy yo, son ellos, los diversos (y por tanto, no tiene por
qué implicarme; tan sólo la describo, la catalogo). Esta connotación de
distancia y observación conduce fácilmente a fijar los atributos que describen la
diversidad. E incluso pueden llegar a ser variedades hasta el infinito de
atributos, pero son eso: sujetos connotados con atributos de diferenciación, en
vez de historias personales de cada ser.

La diversidad parece así referir a un sector del colectivo del alumnado, el


“diverso”, esto es, aquel que se sale de lo previsto y estipulado, el que se
desvía de la norma, de la normalidad (Skliar, 2000). Resulta así que la
diversidad es el colectivo de los que no encajan por alguna razón: las minorías
étnicas, quienes tienen dificultades o retrasos en el aprendizaje6, los
conflictivos en el aula, quienes pertenecen a sectores sociales
“desfavorecidos”, los “discapacitados”. En definitiva, atender a la diversidad
acaba siendo atender a quienes tienen problemas en la escuela, o dicho de
otra manera, a quienes dan problemas en la escuela (de forma que el problema
que se visibiliza es el que “da problemas”, y no otros, porque lo que es

Este mecanismo con el que opera la idea de la igualdad queda bastante claro en las
reivindicaciones de la igualdad de la mujer, que ha desmontado el feminismo de la diferencia, al
mostrar que la supuesta igualdad ha significado una aspiración a que las mujeres se igualasen a
los hombres, renunciando a su experiencia, su saber, su diferencia. Por ejemplo, Milagros
Rivera (1997, p. 28) lo ha expresado así: “La estrategia más corriente [para aliviar la ansiedad
que produce la asimetría entre sexos] ha sido la de traducir la diferencia en desigualdad”.
También Anna Mª Piussi (1999, p. 49): “pero el lenguaje de los derechos, hoy dominante,
moviéndose en el horizonte simbólico de la igualdad, tiende a ver desigualdades en todas las
disparidades. El esquema ideal (o ideológico) de la igualdad cancela o tiende a superar de
manera voluntarista la disparidad, que caracteriza, desde el nacimiento a la muerte, todas las
relaciones humanas.”
5
Quizás se tendría que decir, más que normales, “neutros”, en el sentido de que se
prescinde de cualquier caracterización, cualquier cualidad propia, para ver simplemente los “no-
rasgos”, porque los “rasgos” los tienen siempre los demás (son los demás, por ejemplo, los que
hablan con acento, los que no se comportan, etc.).
6
De por sí, la propia idea de “retraso en el aprendizaje” ya está llena de supuestos de
normalidad-neutralidad. Hace suponer que el aprendizaje es lineal y sigue “un orden”: el
establecido. Quien no aprende de esa manera, por ese camino, en ese orden, con esos pasos, y
a esa velocidad, se dice que sufre “retraso”.

4
problemas, en la escuela, todos pueden tenerlos, cada uno los suyos); atender
a quienes, no ajustándose a las exigencias de la institución, se dice que tienen
problemas porque crean problemas.

Los diversos son por tanto “los otros”, esto es, los que no son como
nosotros. El diferente es el que no es igual… a nosotros. Este “nosotros” se
convierte en modelo de comparación y diferencia que responde a visiones ya
constituidas socialmente como patrones de normalidad. Porque una percepción
íntima ya me dice que nadie es igual a mí, pero si digo de alguien que no es
igual a “nosotros”, me incluyo bajo un colectivo, normalmente poco explicitado
en sus rasgos, que se concibe como normalidad que hay que extender y
conseguir para todos, o que reconocer, en su exclusión, en su “falta de” (en su
dificultad y deficiencia), para algunos. El “nosotros” es la normalidad de la
igualdad deseable. Y “los otros” son además concebidos bajo categorías que
los engloban en colectivos de pertenencia (Lloret, 1994). Los otros son los
pertenecientes a minorías étnicas (a algunas: las que asociamos a pobreza o a
inferioridad cultural; nombramos la diferencia para hablar de magrebíes, pero
no de nórdicos, para hablar de chinos, pero no de japoneses), son los hijos de
familias desestructuradas, son los hiperactivos. Por tanto, el otro, el diferente,
el que no es como yo (como nosotros), es alguien que pertenece a un colectivo
de diferencias/deficiencias: es gitano, o síndrome de Down, o tiene un nivel
retrasado para su edad, o pertenece a una familia de bajo estatus sociocultural.
Y entonces, descritos bajo una categoría que los particulariza como
poseedores de unos atributos que pertenecen a un colectivo (por tanto, que los
colectiviza), pierden su singularidad personal, esto es, pierden en esa mirada
ser quienes son.

(…)

La escuela graduada y la pedagogía de la homogeneidad

Aunque en cada país la historia de la constitución de la escuela graduada


como el modelo predominante de escuela tiene sus variaciones y
circunstancias, sin embargo, las conclusiones respecto a sus características y
consecuencias en la conformación de la pedagogía de la normalidad han sido
equivalentes. Yo seguiré aquí en gran medida la historia de la escuela
graduada tal y como se conformó en España, basándome en la obra de
Antonio Viñao (1990) en la que da cuenta de esta historia. Una historia que
comenzó hace poco más de cien años, y que acabó conformando, si no el
único modelo de escolaridad, sí al menos el que se considera el preferente y el
normal7.

Con anterioridad a la escuela graduada, los establecimientos de


enseñanza consistían en lo que podríamos llamar la escuela-aula, esto es, un
local en donde un solo maestro o maestra atendía a un número normalmente
elevado de alumnos o alumnas de todas las edades y de todos los niveles de
7
Hasta qué punto es esto así lo confirma el hecho de que en España, la legislación sobre
edificaciones escolares está basada, por supuesto, en el modelo de escuela graduada, y
curiosamente, cuando hablan de escuelas muy pequeñas, con poco alumnado (las que se hallan
en medios rurales de escasa población) y con grupos multinivel, las denominan “escuelas
incompletas”.

5
conocimientos, a lo largo de toda la escolaridad de esos niños y niñas. Bajo
esta organización, el conjunto del alumnado no constituía un grupo
homogéneo; cada uno de ellos seguía su proceso de progresión y aprendizaje;
en muchas de estas escuelas se procedía a un sistema de graduación interna,
creando, dentro del mismo recinto, subgrupos por niveles, en donde los
auxiliares o los alumnos de mayor edad ayudaban al maestro en estas tareas.
Si bien este había sido el orden habitual de las escuelas durante mucho
tiempo, lo cierto es que desde finales del siglo XIX empieza a interpretarse y
valorarse este sistema como desorden. Una idea de desorden que empieza a
introducirse en relación a otras dimensiones de la escuela, como la falta de un
calendario que marque con claridad el comienzo y el final del curso, o de un
horario diario que organice la jornada (Viñao, 1998). Es el momento de la
introducción en el régimen de lo escolar del nuevo espíritu de la racionalización
de la organización, de los tiempos, los espacios y las actividades, una
mentalidad que ya ha aparecido en la organización de la producción (en lo que
se llamó la organización científica del trabajo) y que poco a poco se va
extendiendo a las instituciones a cargo del estado, y en general en la aplicación
de este nuevo espíritu racionalizador a la educación escolar.

La búsqueda del orden y la racionalidad, contra el desorden anterior, se


concibe mediante la graduación. Un modelo de escuela que ya estaba en
práctica desde algunas décadas antes en Estados Unidos (Tyack y Cuban,
2000). En esencia, el sistema de graduación (que ya existía en los institutos de
secundaria y en muchas escuelas privadas) consistía en crear grupos de
alumnos homogéneos, normalmente a partir de la creación de grupos por edad,
para que bajo la dirección de un maestro por grupo pudieran trabajar al unísono
en el avance del programa escolar.

Esta nueva configuración de las escuelas conduce a una serie de


transformaciones. En primer lugar supone una nueva concepción del edificio
escolar. Evidentemente, ya no puede servir el modelo de escuela identificada
con un único espacio. Ahora las escuelas tienen que ser edificios que
alberguen diferentes aulas, además de espacios nuevos previstos, como
biblioteca, laboratorios, aulas especiales, gimnasio, comedor, despacho de
dirección, sala de reuniones, etc.

Otra transformación se produce en el propio sentido y vivencia escolar del


programa o currículum. Con el modelo anterior de escuela-aula, bajo un único
docente y con un alumnado que recogía todas las edades de la escolaridad y
todos los procesos de progresión en el programa, cada alumno o alumna
seguía su propio nivel (si bien es cierto que dentro de estas aulas ya se daban
prácticas de graduación; pero al ser una organización interna, era posible
siempre remodelarla en función de las necesidades, reajustando las
agrupaciones tanto como fuera necesario). Ahora, sin embargo, el supuesto es
que cada grupo tiene y ha de tener un mismo nivel. Y por consiguiente, el
programa escolar ha de ser distribuido, fragmentado y secuenciado por cursos
a lo largo de toda la escolaridad. Ahora, el primer nivel tiene que cubrir una
serie de saberes que permitan pasar a segundo curso con el nivel
correspondiente para poder continuar la cadena o escalera de la escolaridad
graduada. Por consiguiente, la idea de programa o currículum, asociado a las
nociones de orden, secuencia y progresión, cobra una gran fuerza.

6
Una de las consecuencias de esta visión curricular secuenciada es la
necesidad de un ritmo de aprendizaje igual para todos los alumnos del curso,
que se supone que parten de un mismo nivel y tienen que acabar el curso con
un nuevo nivel igual para todos.

El hecho de que se conciban los grupos como homogéneos y el


aprendizaje por cursos como una secuencia igual para todos para llegar a un
mismo nivel de resultados, condujo a plantearse el problema de la promoción.
Efectivamente, había que constatar que los alumnos estaban en condiciones
de pasar de curso; para ello se fijaron pruebas de nivel que dieran fe de que los
alumnos habían alcanzado los resultados esperados. Y lógicamente, los
exámenes y la decisión sobre la promoción dieron lugar necesariamente a su
opuesto: el fracaso y la reprobación o no promoción: la repetición. La paradoja
que esto introducía era precisamente la inviabilidad de la homogeneidad;
quienes no superaban las pruebas, o pasaban al siguiente curso, por lo que ya
no sería homogéneo (habría distintos niveles de aprendizaje en el mismo
grupo), o bien repetían curso, de tal manera que tampoco era ya un grupo
homogéneo, al haber niños de distintas edades en el mismo grupo. En
cualquier caso, la escuela graduada instaura un sistema de exámenes más
continuo de lo que hasta ahora existía (y más objetivado, con pruebas de nivel;
ya no sería el propio maestro quien se hiciera cargo, como hasta ahora, de ver
cómo iban sus alumnos y de irse adecuando a los niveles reales), así como
aparece como novedad el problema del fracaso escolar.

La configuración didáctica a la que conduce la escuela graduada (y la que


realmente se busca) viene condicionada por la concepción del aula como un
espacio unificado y homogéneo en el que todos los niños o niñas hacen lo
mismo, a la vez, de la misma manera para llegar a un mismo resultado. Un
sistema que se llamó de la enseñanza simultánea.

La propia naturaleza de este modelo escolar, basado en la clasificación y


graduación, crea un problema inherente: la aspiración, el ideal del grupo
homogéneo y su imposibilidad fáctica. Tal situación conduce a diversos
intentos de solución. De una parte, la creación de grupos especiales para
retrasados, de manera que no interfirieran en los grupos “normales”. Pero
aparece también el problema de los “adelantados” al nivel promedio. Incluso,
para garantizar sistemas de clasificación refinados, se propone que los grupos
escolares sean numerosos (incluso de más de mil alumnos), para poder crear
cuantas secciones sean necesarias (ello permitía crear secciones no sólo por
edad, sino por conocimiento o inteligencia dentro de una misma edad). Hay que
tener en cuenta que en esta época de la organización científica del trabajo ha
aparecido la psicología de la clasificación, preocupada por la medición, las
escalas métricas de inteligencia, determinación de la edad mental, escalas de
instrucción etc. Es decir, el triunfo de la psicología “científica”. Pero, para
desesperación de los clasificadores, no había manera de conseguir un aula
homogénea, por lo que toda clase se veía necesitada de diferencias internas
(por ejemplo, separando a los aplicados de los desaplicados, pero si además
había repetidores, las diferencias se multiplicaban). No se consigue la
homogeneización, pero inevitablemente, la calificación, la clasificación, y el
fracaso supone la aparición de nuevas categorías de alumnos retrasados y el
desarrollo de sistemas selectivos que dejan por el camino a quienes no

7
cumplen las expectativas de rendimiento en el tiempo y en el ritmo que marca
cada curso. Y es que, inevitablemente, la clasificación conduce a la selección
(Viñao, 1990, p. 96).

La mentalidad de la graduación significa siempre un doble juego: hay que


conseguir crear grupos adecuados a las características comunes de los niños.
Pero luego hay que conseguir que los niños se ajusten a las características
bajo las que están concebidos los grupos. Se pasa así, de la descripción
científica “del niño”, al sometimiento de cada niño a su descripción. Las
prácticas de clasificación “científica” de la infancia acaban siéndolo en función
de su mejor o peor adecuación al artificio que construye la escolaridad
graduada: tener el nivel fijado por las secciones o cursos; corresponderse con
las atribuciones fijadas como edad mental, o por las escalas de instrucción;
aprender y progresar en el ritmo temporal establecido, etc.

He aquí la confusión: en tanto que la escuela distribuye al alumnado


según supuestos de edad, como referente de igualdad y homogeneidad, la
psicopedagogía tiene que documentar tanto el supuesto (las criaturas son
iguales a una misma edad), como la manifiesta negación diaria del mismo (la
escuela está llena de conflictos que deben resolverse por los “desajustes” que
manifiestan niños y niñas en relación a la definición que se hizo de ellos y de su
localización institucional por su edad) (Lloret, 1997). De la misma forma que
está continuamente argumentando que niños y niñas distribuidos en grupos de
la misma edad “se socializan”, a la vez que hay que atender a los problemas de
socialización que se generan por la incapacitación para la convivencia entre
críos de diferente edad. O se tienen que estar siempre argumentando los
contenidos y aprendizajes que corresponden a “una” edad, a la vez que
atendiendo a las problemas del alumnado, a retrasados y a adelantados, a los
que necesitan atención específica (¡”refuerzo”!), a los que no siguen, a los que
no les interesa, a los desmotivados, a los que no atienden, a los nerviosos, a
“los de integración”, etc. Es decir, prácticamente a todos. A todos los que
contravienen el orden institucional, psicopedagógicamente sostenido en su
justificación y en su acción de remedio.

Pero además, lo que pone en evidencia la historia de la escuela graduada


es que estamos ante una institución con serias dificultades para integrar las
diferencias de capacidad; es inevitable oír el chirrido entre el sistema de aula
graduada que funciona bajo el supuesto de la homogeneización y la aspiración
del “todos iguales” (pero que es un todos lo mismo y a la vez y para llegar al
mismo resultado), y en el que, por otra parte, hay que incorporar a los
claramente diferentes. Una escuela que señala a los que tienen dificultades,
porque lo único que éstos pueden mostrar en ese contexto es lo que no pueden
(lo que lleva a identificar a alguien con su déficit), no lo que son y tienen. Una
llamada de atención con su propia moraleja: difícilmente puede llevarse a cabo
ninguna política de integración que no modifique en su núcleo central la propia
idea de escuela concebida para la creación de grupos homogéneos, a partir de
la creación de grupos por edades y de un currículum secuenciado.

(…)

La experiencia de la alteridad: Una pedagogía de la singularidad

8
Si atendemos a esta preocupación desde la experiencia, o al menos sin
desvincularnos de ella es probable que reconozcamos con facilidad cierta luz.
Porque hay ocasiones, relaciones, en las que hemos vivido esta experiencia de
la alteridad, esto es, de sentir la presencia de alguien cercano sin
presupuestos, abiertos a lo que su presencia nos dice, disponibles a lo que su
necesidad nos comunica, presentes en el diálogo que se inicia (aunque sea un
diálogo tan sólo de gestos, de miradas, de intuiciones; o ni tan siquiera eso,
aunque sea un diálogo mudo, de tan sólo presencias). Una experiencia que
todos y todas hemos tenido (salvo casos excepcionales) en la relación con
nuestra madre. Porque es la madre, como han señalado las autoras del
pensamiento de la diferencia sexual (Piussi y Mañeru, 2006), la que en primer
lugar nos ha dado, desde su disponibilidad y apertura a la relación deseosa de
relación en sí, la oportunidad de ser que nace de esa relación de tú a tú entre la
madre y su criatura. Es por tanto el aprendizaje de ser uno, una entre los
demás, la primera experiencia de alteridad de la que participamos. Y es
normalmente de la madre en primer lugar de quien hemos aprendido el sentido
y la experiencia de la alteridad. Sí, la madre, que sabe, que es consciente de
que entre sus hijos no hay dos iguales.

Es esta primera experiencia, este primer saber, muchas veces ni siquiera


formulado, el que podemos recuperar para conectar con lo que nos permite
percibir la singularidad de cada uno, de cada una, y también las posibilidades,
tanto las que cada quien pudiera tener y desplegar, como las que permiten
encontrar el sentido en las relaciones educativas y los resquicios en las
instituciones escolares para que este percibir y desplegar puedan darse.

Ser quien se es con completa dignidad

Si no hay, pues, dos iguales, la auténtica relación educativa se mueve


desde esa constatación, pero para significarla como posibilidad: el deseo de
que cada cual siga su propio proceso, el más rico, el más humano y
humanizador, el más personal; reconocer, aceptar y desear que cada uno/a
manifieste, desarrolle y ponga en juego su singularidad. Que nadie se vea
obligado a ser quien no es. Es el deseo de que todas y todos puedan construir-
se. Reconocer las diferencias, desde una preocupación educativa, supone
buscar y reconocer los caminos por los que nuestros estudiantes muestran
nuevas posibilidades en sus trayectorias. No es pues hacerse indiferente ante
las diferencias, pero tampoco confirmar el diagnóstico: ya sabemos lo que son
y lo que serán. De lo que se trata es de que cada uno/a pueda ser quien es con
completa dignidad: para que pueda desarrollar una vida digna y sentir como
digno su vivir.

Estamos demasiado acostumbrados en nuestros sistemas educativos a


que las preocupaciones formativas nazcan de las “necesidades de la
sociedad”, en vez de preguntarse qué es lo que necesitan niños, niñas y
jóvenes para crecer con equilibrio e integridad, qué necesitan para desarrollar
sus recursos, su propio sentido vital y para encontrar su lugar, reconociendo
potencialidades, posibilidades y deseos, así como dificultades y límites. Y la
relación educativa es el lugar en el que uno, como educador, acepta que no
sabe, que tiene que mirar y oír, ver y escuchar, que todo puede ocurrir. Y en
esa relación, sugiere, propone, ofrece, hace, inicia tareas y conversaciones;

9
pero no para desear que nuestros alumnos sean quienes no son, sino para que
puedan ampliar sus experiencias, experimentar nuevas trayectorias, probar
nuevos lenguajes y pensamientos, y que encuentren así su camino.

Percibir lo singular

Más allá de las diferencias categorialmente constituidas, tenemos que ver


las diferencias particulares que deshacen cualquier juicio a priori sobre las
criaturas humanas y las relaciones. Necesitamos, por tanto, educar la mirada,
mirar de otro modo, para ver la posibilidad, junto con lo que es, con lo que se
manifiesta. Si, como ha escrito Milagros Rivera (2000), “lo singular es lo nuevo
que aporta al mundo común cada criatura humana que nace”, nuestra mirada
tiene que estar sensible a percibir esa singularidad: la de toda persona y
también la de cada relación con cada una. Esto puede significar tanto captar y
entender la chispa vital que cada una, cada uno de mis alumnos lleva consigo,
como aceptar el límite, la imposibilidad de comprenderlos, la certeza de que se
nos escapan, de que hay un misterio en su ser al que no llego. Y acepto ese
misterio, no necesariamente como limitación o dificultad a la relación, sino
precisamente como aliciente, porque la diferencia irresoluble, la percepción de
la distancia y la incomprensión, igual que puede provocar el distanciamiento,
también puede alentar el deseo de relación, de participar del misterio del otro.

Necesitamos también aquella comunicación en la que lo que es no se


esconde, sino que se expresa; aquella relación en la que se habla y actúa,
como docente, en primera persona, buscando la comunicación que pone en
juego verdades, las nuestras y las de nuestro alumnado. No se trata, por tanto,
de no reconocer las dificultades allá donde se produzcan (dificultades que
pueden ser nuestras como educadores, como también de nuestros alumnos, ya
sea en las relaciones, en los sentimientos o en los aprendizajes necesarios o
deseados). No es que no podamos pensar en diferencias problemáticas
(aquellas que nos problematizan, que vivimos en su encuentro y en las
relaciones personales y pedagógicas como difíciles, que no sabemos bien qué
hacer, cómo resolver las dificultades). Se trata más bien de poderse encontrar
ante las dificultades sin juicios a priori, viendo a la persona completa (con sus
recursos y capacidades, con sus deseos, posibilidades y circunstancias), y
viendo la dificultad como lo que es: una dificultad que no es “su problema”, sino
“nuestro problema”, algo que tiene que ver con él o ella, pero también conmigo.

Pero de la misma forma que nos tenemos que ocupar de las diferencias
problemáticas, también tenemos que pensar en aquellas diferencias que a
veces nos hemos acostumbrado a neutralizar; son pues diferencias que
tenemos que problematizar, hacerlas visibles. Es sobre todo el caso de la
diferencia sexual: niño-niña. Una diferencia que las más de las veces nos la
encontramos convertida en tópicos, o bien ignorada, neutralizada, “igualada”
(es decir, planteada desde la igualdad de los sexos). Sin embargo, es la
primera diferencia que elabora toda criatura (junto con la de adulto-infante), con
la que se confrontan, comparan, diferencian niños y niñas desde su primera
infancia. Al ser ésta la primera diferencia, la que seguro todos vivimos,
necesitaríamos pensarla más: ¿Qué significa ser niño o niña, chica o chico?
¿Cómo vive cada uno, cada una su relación consigo, con su propio sexo y con
el otro sexo? ¿Qué tenemos que percibir, entender, rescatar, de las formas en

10
que cada sexo se vive y desarrolla; de lo que tienen como propio, y no
simplemente como reproducción de modelos y estereotipos; de la forma en que
pueden construirse libremente desde su diferencia de ser chico o chica?8

La escucha, antes que el diagnóstico

Si el diagnóstico actúa a priori, habiendo fijado las categorías en las que


deben encajar las personas, la auténtica escucha es la que está dispuesta a la
sorpresa, la que deja de lado lo previsible, incluso lo que uno ya sabe de aquel
a quien escucha. Es la escucha de la voz particular, pero es también una
actitud fenomenológica para hacerse sensible y menos condicionado por
supuestos. Afinar los sentidos. O también suspender el pensamiento para
hacerse más perceptivo. La atención a lo singular, dice Rivera (2000)
inspirándose en Simone Weil, “es el hacerse disponible a la relación viva en
presencia real, después de haber abierto un vacío en la mente, lo que la hace
posible, desplazando a un segundo lugar tanto los modelos didácticos como el
acervo de conocimientos adquiridos”. No interponerse, no interponer juicios,
expectativas, aspiraciones. En realidad, poder escuchar es una pasividad
activa9 que requiere abandonar, al menos provisionalmente toda nuestra
disposición pedagógica (que es la que está normalmente llena de programas,
contenidos, expectativas, resultados esperables) para poder estar atento a lo
que realmente sucede, a lo que se nos está diciendo. Una escucha que es
también una espera paciente a que algo se entienda, se aclare, ilumine aquella
intuición que nos dice qué hacer, qué es lo adecuado.

La proximidad

Ninguna investigación, ninguna teoría puede resolver el encuentro


personal con el otro, lo que uno va a escuchar, ni lo que uno debe decir. Lo
único que puede es mostrarnos un camino que todos debemos recorrer por
nuestra cuenta.10 Otra paradoja de las relaciones educativas, y en general de
las relaciones humanas, aunque sean profesionales: a la vez que se aprende
de la experiencia, hay que estar en disposición de vivir las nuevas experiencias
como la primera vez. Elisabetta Manenti, una mujer que acoge en su hogar a
chicos y chicas en dificultad, lo expresa con gran claridad:

8
Conozco pocos estudios que aborden esta cuestión en la infancia desde esta
perspectiva. Destaca la obra de Gilligan (1985) La moral y la teoría, (si bien resultaba más
sugerente y clarificador el título original en ingles: In a Different Voice).
9
La psiquiatra italiana Cristina Faccincani cita a Robert Musil para definir la idea de
pasividad activa: “la espera del prisionero a que se le presente una ocasión de fuga”. Y sigue
así esta autora: “Se trata pues de una pasividad en estado de alerta, que acoge en grado
extremo la realidad sin haberla antes domesticado, plegado al propio querer; de tal modo que
desde el interior de esa pasividad, algo aparezca, nazca como señal de posibilidad sobre la cual
se engarce, sólo después, una actividad… Paradójicamente, precisamente a partir de la
aceptación de ese grado cero de actividad, es donde se da la posibilidad de una actividad eficaz
y de un saber como potencia, fuerza, capacidad, potencialidad creadora.” (Faccincani, 2002, p.
147)
10
En este sentido es muy interesante el análisis que hace la psicoanalista francesa Maud
Mannoni sobre el saber teórico, y como puede resultar ser un dificultad para acercarse a la
experiencia, o bien una ayuda útil para orientarse en la búsqueda clínica, pero sin anticipar ni
resolver el encuentro, ni lo que de él surgirá. Véase el capítulo “Las paradojas de la teoría como
saber”, de su obra La educación imposible, pp. 127-143

11
“Lo que me ha resultado más difícil de aprender puede parecer
una paradoja pues se trata de saber deshacerse del saber
acumulado con la experiencia en el momento oportuno.…
Disponer de un saber construido con el tiempo te da seguridad,
pero se acaba por no considerar a quienes tienes delante como
alguien que ha vivido una historia que le hace único. Vas muy
desencaminada si pretendes encuadrarlo inmediatamente en tu
saber. Cada persona es distinta y si quieres ir a su encuentro
debes forzosamente abandonar lo que sabes o crees saber”.
(Manenti, 2002, p. 173)

Ver las diferencias personales y situacionales más allá de las categorías,


sensibilizarse ante el otro antes y después de todo juicio es dejarse “tocar”, y
dejarse decir, es saberse cerca, al lado; algo relativamente fácil si hablamos de
nuestros propios alumnos: quien está más cerca de mí tiene nombre, apellidos,
historia y futuro, circunstancias y deseos; trasciende por tanto cualquier
determinación conceptual, porque la desborda y la enriquece con nuevos
significados. Pero dejarse tocar es una actitud que deja huella, que deja
marcas. Las marcas de la vida. Tarea nuestra es también que esas marcas nos
hagan más sabios en nuestra sensibilidad, que no más indolentes.

Mirar ecológicamente

Cuando miramos, no podemos ver seres aislados, como si estuvieran en


un vacío de relaciones y circunstancias. Lo que vemos son personas que
reaccionan a una situación, a lo mejor a nosotros mismos. Si la diferencia es
una relación, lógicamente, en aquello que se nos presenta como problemático
es eso lo que emerge: el conflicto en la relación. Por eso, mirar debe ser
contemplar, y en ese contemplar, poder distinguir entre las percepciones que
tenemos de las criaturas humanas y de sus diferencias, por un lado, y por otro,
las características de las situaciones que se viven como conflictivas, o en las
que estos conflictos se desencadena. En contextos como el escolar, además
es importante percibir las formas en que una institución admite o rechaza la
pervivencia de las diferencias, o si las convierte o no en conflicto. No sólo nos
encontramos con personas diferentes, sino con personas que reaccionan
(también de forma diferente) a la institución, y con diferencias que se soportan
mejor o peor en la institución.

Mirar al yo que mira

Y como decía, también reaccionan a nosotros mismos y a nuestra propia


reacción ante ellos. Por tanto, también tenemos que mirar a quien mira: mirar la
interrelación. No sólo preguntarse quién es éste; también por qué lo veo así y
por qué reacciono así ante él. Y recordar que todo caso problemático (y esto es
algo que me hizo entender Nuria Pérez de Lara) manifiesta mi propia
deficiencia, mi incapacidad de entender, de aceptar, de resolver.
Evidentemente, esto no soluciona los problemas, pero nos sitúa de una forma
más humana ante los mismos, porque entonces cada uno se comunica desde
su incapacidad y desde su posibilidad; desde su necesidad y desde su deseo:
al menos, el de ser re-conocido. Pero además es especialmente importante, en
vez de negar nuestras dificultades ante las diferencias, atrapados en la moral

12
del “buenismo” (las buenas intenciones) o de lo políticamente correcto,
reconocer nuestras reacciones, nuestra extrañeza, nuestro rechazo. Sólo ese
reconocimiento, sólo ese escucharse realmente, sin culpabilizarse, pero sin
engañarse, puede ser el punto de partida en nuestras relaciones con lo que nos
descoloca, nos desconcierta11; negarlo, en el mejor de los casos es no haber
ajustado las cuentas con nosotros mismos, y en el peor, dejar conectada una
bomba de relojería en nuestro interior que tarde o temprano estallará.

Percibir las posibilidades

La tarea educativa ante los conflictos y las no-normalidades que nos


problematizan es la de percibir las posibilidades. La preocupación educativa es
mantener abierta la sensibilidad hacia la singularidad del otro para poder
percibir su posibilidad, su fuerza, porque es de ahí de donde tienen que extraer
cada uno su posibilidad de una vida digna, “dar forma con decisión a las
contingencias de su vida” (Van Manen, 1998). Percibir la fuerza del otro es la
tarea educativa más importante, porque al hacerlo, si nuestra relación es
educativa, si hay una relación de autoridad12, que no de poder, y de confianza,
esa fuerza que percibimos en el otro es fuerza que el otro percibe y reconoce
en sí, y por tanto fuerza que el otro activa para vivir y para dar sentido y
dignidad a su vivir.

Percibir la singularidad no es anular las diferencias, sino reconocerlas,


pero no desde las categorías a priori, sino desde lo que permite sus conflictos y
sus posibilidades, dejándose decir y tocar, dejándose sorprender. Percibirla,
pues, por encima de la institución y sus supuestos e intereses.

(…)

Bibliografía
Arnaus, Remei (2005) “La mediació a l’educació” DUODA. Revista d’Estudis
Feministes, nº 29, págs. 101-107.

11
“He podido así escuchar en las clases a un alumno que trabajaba en los comedores de
una escuela especial diciéndoles a sus compañeros de clase: ‘Por primera vez he podido pensar
que una de las cosas que no me dejaba actuar tranquilamente ante un niño era que su modo
de comer me producía asco. Lo he podido pensar sin culpabilizarme y no sé cómo, desde que lo
pensé empecé a relacionarme con él de otro modo, como si se me hubiera pasado ese asco…’
(Nuria Pérez de Lara, 2006, p. 202).
12
Anna María Piussi (1999) nos habla así de la autoridad: “La autoridad es siempre
relacional y vive de las relaciones, porque para ser pide reconocimiento por parte de alguien, no
se deriva del prestigio ni de la legitimación conferida por los cargos, el dinero o los medios
materiales y simbólicos de los que se puede disponer por el hecho de estar en una determinada
posición, sino que significa exposición de sí, riesgo, dotación de sentido, capacidad de una
mediación primera basada en la confianza, y por eso capaz de hacer crecer (éste es el
significado etimológico de auctoritas), de crear mundo. Se trata, por tanto, de una cualidad
simbólica de las relaciones que tenemos con otros y otras y con el mundo: cuando estas
relaciones ayudan a crecer; crean nuevas relaciones, crean mundo.”

13
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