Jose Contreras Domingo Percibir La Singularidad
Jose Contreras Domingo Percibir La Singularidad
Jose Contreras Domingo Percibir La Singularidad
Introducción.
Pero no se trata tan sólo de explicar, dar razón de por qué pasa algo, sino
también de abrir el espacio de exploración experiencia y sensibilidad para que
algo nuevo podamos ver y plantearnos como sentido de lo educativo. Porque
percibir la singularidad nos habla de una disposición que no tiene suficiente con
saber de algo, con entender alguna cosa. Percibir es, paradójicamente, algo
que haces, pero también algo que dejas que te pase, algo que te sucede. Es
por tanto actividad y pasividad. Como es movimiento hacia fuera y hacia
dentro, dar y recibir.
Percibir tiene que ver con la capacidad de ver lo que es. Y sabemos que
“lo que es” depende en parte de lo que estamos en condiciones de ver;
depende de nuestras formas de interpretar la realidad, y también de nuestros
sentimientos que se inclinan a querer ver (o a no querer hacerlo), en lo que es,
lo que deseamos, tememos o pensamos. Podemos percibir lo que estamos
preparados para ver, lo que sabemos interpretar, lo que consideramos como
realidad que vale la pena ser apreciada, tenida en consideración. Y al
interpretar, percibimos selectivamente. Pero si suspendemos nuestra
anticipación, si dejamos que las situaciones y las personas se manifiesten
desde sí (y no desde nosotros, anticipando la selección y la interpretación de lo
decible y mostrable por el otro, anteponiendo lo que significa aquello que nos
dicen o nos muestran), podremos percibir inesperadamente,
sorprendentemente. Porque independientemente de posiciones ontológicas o
epistemológicas (sobre si la realidad existe o no al margen de nuestra
interpretación, etc.) lo cierto es que la vida animada, y cuanto más, los seres
1
humanos, independientemente de lo que pensemos, se manifiestan por sí
mismos, son sí mismos, de la misma manera que lo pensamos de nosotros.
Suspender el juicio para que el otro se manifieste, para poderle ver y oír no es
tanto una cuestión epistemológica como, en primer lugar, una cuestión de
simple humanidad. Percibir la singularidad de cada una, de cada uno (su
presencia, lo que dice, muestra, quiere, necesita, teme, evita), es lo primero:
abrirse a la escucha, dejarse decir y ver, dejarse dar.
(…)
1
Dicen las autoras de la Librería de Mujeres de Milán, en su opúsculo El final del
patriarcado: “es idealista responder a los desequilibrios y desigualdades de la vida social con el
principio de igualdad, porque la igualdad es una gran idea cívica, pero no es el deseo de nadie”
(p. 31).
2
Pero actuar desde la norma ya no es exactamente la experiencia, esto es, “aquello que
nos pasa”. Según lo explica Jorge Larrosa (2002, pp. 53 y 56), “La experiencia es lo que nos
pasa, o lo que nos acontece, o lo que nos llega. No lo que pasa, o lo que acontece, o lo que
2
o bien una igualdad de partida (todos son o los considero iguales), o bien una
de proceso (a todos los trato igual), o bien una de llegada (de todos pretendo
lo mismo).
llega, sino lo que nos pasa, o nos acontece, o nos llega… La experiencia, la posibilidad de que
algo nos pase, o nos acontezca, o nos llegue, requiere un gesto de interrupción…: requiere
pararse a pensar, pararse a mirar, pararse a escuchar, pensar más despacio, mirar más
despacio y escuchar más despacio, pararse a sentir, sentir más despacio, demorarse en los
detalles, suspender la opinión, suspender el juicio, suspender la voluntad, suspender el
automatismo de la acción, cultivar la atención y la delicadeza, abrir los ojos y los oídos, charlar
sobre lo que nos pasa, aprender la lentitud, escuchar a los demás, cultivar el arte del
encuentro, callar mucho, tener paciencia, darse tiempo y espacio.”
La experiencia será en este caso, aquello que nos pasa (lo que vivimos, nos afecta, deja
huella) cuando actuamos siguiendo la norma. Actuar bajo la norma de la igualdad (“todos los
mismo”) es ya distinto a la experiencia de la igualdad. Eso supone, o bien no tener experiencia,
porque la norma actúa como un parapeto ante sí, no dejarse tocar subjetivamente en la
relación, no actuar como quien se es, sino en representación de la norma. Pero también puede
ser que actuar siguiendo la norma suponga una experiencia: la del conflicto entre hacer eso y
sentir otra cosa, notar que algo del otro ante ti está esperando otra cosa que no le llega, y
sentir la incomodidad, la desazón entre evitar el dejarse tocar y sin embargo notar ese algo que
te llega, esa llamada no atendida ante tu puerta.
3
Carlos Skliar (2002) ha usado para referirse a esto el concepto de “mismidad”, que se
opone al de “diferencia”.
4 Se dice, por ejemplo, “igualdad de oportunidades”, pero ¿acaso se trata de que todos
tengan las mismas oportunidades, o que cada uno pudiera tener las que son adecuadas y
necesarias para él o ella?
Es evidente que muchas de las aspiraciones de igualdad de oportunidades están
pensadas como no discriminación, pero en la práctica, cualquier propuesta de igualdad tiene un
referente común de ante qué no discriminar. Y no nos podemos engañar, en nuestras
sociedades, cuando se dice igualdad de oportunidades, de lo que se está hablando es de la
oportunidad de participar en una misma carrera meritocrática, igualdad para participar en la
carrera en el ascenso meritocrático en los valores sociales y económicos capitalistas.
3
(…)
¿Diversidad?
Este mecanismo con el que opera la idea de la igualdad queda bastante claro en las
reivindicaciones de la igualdad de la mujer, que ha desmontado el feminismo de la diferencia, al
mostrar que la supuesta igualdad ha significado una aspiración a que las mujeres se igualasen a
los hombres, renunciando a su experiencia, su saber, su diferencia. Por ejemplo, Milagros
Rivera (1997, p. 28) lo ha expresado así: “La estrategia más corriente [para aliviar la ansiedad
que produce la asimetría entre sexos] ha sido la de traducir la diferencia en desigualdad”.
También Anna Mª Piussi (1999, p. 49): “pero el lenguaje de los derechos, hoy dominante,
moviéndose en el horizonte simbólico de la igualdad, tiende a ver desigualdades en todas las
disparidades. El esquema ideal (o ideológico) de la igualdad cancela o tiende a superar de
manera voluntarista la disparidad, que caracteriza, desde el nacimiento a la muerte, todas las
relaciones humanas.”
5
Quizás se tendría que decir, más que normales, “neutros”, en el sentido de que se
prescinde de cualquier caracterización, cualquier cualidad propia, para ver simplemente los “no-
rasgos”, porque los “rasgos” los tienen siempre los demás (son los demás, por ejemplo, los que
hablan con acento, los que no se comportan, etc.).
6
De por sí, la propia idea de “retraso en el aprendizaje” ya está llena de supuestos de
normalidad-neutralidad. Hace suponer que el aprendizaje es lineal y sigue “un orden”: el
establecido. Quien no aprende de esa manera, por ese camino, en ese orden, con esos pasos, y
a esa velocidad, se dice que sufre “retraso”.
4
problemas, en la escuela, todos pueden tenerlos, cada uno los suyos); atender
a quienes, no ajustándose a las exigencias de la institución, se dice que tienen
problemas porque crean problemas.
Los diversos son por tanto “los otros”, esto es, los que no son como
nosotros. El diferente es el que no es igual… a nosotros. Este “nosotros” se
convierte en modelo de comparación y diferencia que responde a visiones ya
constituidas socialmente como patrones de normalidad. Porque una percepción
íntima ya me dice que nadie es igual a mí, pero si digo de alguien que no es
igual a “nosotros”, me incluyo bajo un colectivo, normalmente poco explicitado
en sus rasgos, que se concibe como normalidad que hay que extender y
conseguir para todos, o que reconocer, en su exclusión, en su “falta de” (en su
dificultad y deficiencia), para algunos. El “nosotros” es la normalidad de la
igualdad deseable. Y “los otros” son además concebidos bajo categorías que
los engloban en colectivos de pertenencia (Lloret, 1994). Los otros son los
pertenecientes a minorías étnicas (a algunas: las que asociamos a pobreza o a
inferioridad cultural; nombramos la diferencia para hablar de magrebíes, pero
no de nórdicos, para hablar de chinos, pero no de japoneses), son los hijos de
familias desestructuradas, son los hiperactivos. Por tanto, el otro, el diferente,
el que no es como yo (como nosotros), es alguien que pertenece a un colectivo
de diferencias/deficiencias: es gitano, o síndrome de Down, o tiene un nivel
retrasado para su edad, o pertenece a una familia de bajo estatus sociocultural.
Y entonces, descritos bajo una categoría que los particulariza como
poseedores de unos atributos que pertenecen a un colectivo (por tanto, que los
colectiviza), pierden su singularidad personal, esto es, pierden en esa mirada
ser quienes son.
(…)
5
conocimientos, a lo largo de toda la escolaridad de esos niños y niñas. Bajo
esta organización, el conjunto del alumnado no constituía un grupo
homogéneo; cada uno de ellos seguía su proceso de progresión y aprendizaje;
en muchas de estas escuelas se procedía a un sistema de graduación interna,
creando, dentro del mismo recinto, subgrupos por niveles, en donde los
auxiliares o los alumnos de mayor edad ayudaban al maestro en estas tareas.
Si bien este había sido el orden habitual de las escuelas durante mucho
tiempo, lo cierto es que desde finales del siglo XIX empieza a interpretarse y
valorarse este sistema como desorden. Una idea de desorden que empieza a
introducirse en relación a otras dimensiones de la escuela, como la falta de un
calendario que marque con claridad el comienzo y el final del curso, o de un
horario diario que organice la jornada (Viñao, 1998). Es el momento de la
introducción en el régimen de lo escolar del nuevo espíritu de la racionalización
de la organización, de los tiempos, los espacios y las actividades, una
mentalidad que ya ha aparecido en la organización de la producción (en lo que
se llamó la organización científica del trabajo) y que poco a poco se va
extendiendo a las instituciones a cargo del estado, y en general en la aplicación
de este nuevo espíritu racionalizador a la educación escolar.
6
Una de las consecuencias de esta visión curricular secuenciada es la
necesidad de un ritmo de aprendizaje igual para todos los alumnos del curso,
que se supone que parten de un mismo nivel y tienen que acabar el curso con
un nuevo nivel igual para todos.
7
cumplen las expectativas de rendimiento en el tiempo y en el ritmo que marca
cada curso. Y es que, inevitablemente, la clasificación conduce a la selección
(Viñao, 1990, p. 96).
(…)
8
Si atendemos a esta preocupación desde la experiencia, o al menos sin
desvincularnos de ella es probable que reconozcamos con facilidad cierta luz.
Porque hay ocasiones, relaciones, en las que hemos vivido esta experiencia de
la alteridad, esto es, de sentir la presencia de alguien cercano sin
presupuestos, abiertos a lo que su presencia nos dice, disponibles a lo que su
necesidad nos comunica, presentes en el diálogo que se inicia (aunque sea un
diálogo tan sólo de gestos, de miradas, de intuiciones; o ni tan siquiera eso,
aunque sea un diálogo mudo, de tan sólo presencias). Una experiencia que
todos y todas hemos tenido (salvo casos excepcionales) en la relación con
nuestra madre. Porque es la madre, como han señalado las autoras del
pensamiento de la diferencia sexual (Piussi y Mañeru, 2006), la que en primer
lugar nos ha dado, desde su disponibilidad y apertura a la relación deseosa de
relación en sí, la oportunidad de ser que nace de esa relación de tú a tú entre la
madre y su criatura. Es por tanto el aprendizaje de ser uno, una entre los
demás, la primera experiencia de alteridad de la que participamos. Y es
normalmente de la madre en primer lugar de quien hemos aprendido el sentido
y la experiencia de la alteridad. Sí, la madre, que sabe, que es consciente de
que entre sus hijos no hay dos iguales.
9
pero no para desear que nuestros alumnos sean quienes no son, sino para que
puedan ampliar sus experiencias, experimentar nuevas trayectorias, probar
nuevos lenguajes y pensamientos, y que encuentren así su camino.
Percibir lo singular
Pero de la misma forma que nos tenemos que ocupar de las diferencias
problemáticas, también tenemos que pensar en aquellas diferencias que a
veces nos hemos acostumbrado a neutralizar; son pues diferencias que
tenemos que problematizar, hacerlas visibles. Es sobre todo el caso de la
diferencia sexual: niño-niña. Una diferencia que las más de las veces nos la
encontramos convertida en tópicos, o bien ignorada, neutralizada, “igualada”
(es decir, planteada desde la igualdad de los sexos). Sin embargo, es la
primera diferencia que elabora toda criatura (junto con la de adulto-infante), con
la que se confrontan, comparan, diferencian niños y niñas desde su primera
infancia. Al ser ésta la primera diferencia, la que seguro todos vivimos,
necesitaríamos pensarla más: ¿Qué significa ser niño o niña, chica o chico?
¿Cómo vive cada uno, cada una su relación consigo, con su propio sexo y con
el otro sexo? ¿Qué tenemos que percibir, entender, rescatar, de las formas en
10
que cada sexo se vive y desarrolla; de lo que tienen como propio, y no
simplemente como reproducción de modelos y estereotipos; de la forma en que
pueden construirse libremente desde su diferencia de ser chico o chica?8
La proximidad
8
Conozco pocos estudios que aborden esta cuestión en la infancia desde esta
perspectiva. Destaca la obra de Gilligan (1985) La moral y la teoría, (si bien resultaba más
sugerente y clarificador el título original en ingles: In a Different Voice).
9
La psiquiatra italiana Cristina Faccincani cita a Robert Musil para definir la idea de
pasividad activa: “la espera del prisionero a que se le presente una ocasión de fuga”. Y sigue
así esta autora: “Se trata pues de una pasividad en estado de alerta, que acoge en grado
extremo la realidad sin haberla antes domesticado, plegado al propio querer; de tal modo que
desde el interior de esa pasividad, algo aparezca, nazca como señal de posibilidad sobre la cual
se engarce, sólo después, una actividad… Paradójicamente, precisamente a partir de la
aceptación de ese grado cero de actividad, es donde se da la posibilidad de una actividad eficaz
y de un saber como potencia, fuerza, capacidad, potencialidad creadora.” (Faccincani, 2002, p.
147)
10
En este sentido es muy interesante el análisis que hace la psicoanalista francesa Maud
Mannoni sobre el saber teórico, y como puede resultar ser un dificultad para acercarse a la
experiencia, o bien una ayuda útil para orientarse en la búsqueda clínica, pero sin anticipar ni
resolver el encuentro, ni lo que de él surgirá. Véase el capítulo “Las paradojas de la teoría como
saber”, de su obra La educación imposible, pp. 127-143
11
“Lo que me ha resultado más difícil de aprender puede parecer
una paradoja pues se trata de saber deshacerse del saber
acumulado con la experiencia en el momento oportuno.…
Disponer de un saber construido con el tiempo te da seguridad,
pero se acaba por no considerar a quienes tienes delante como
alguien que ha vivido una historia que le hace único. Vas muy
desencaminada si pretendes encuadrarlo inmediatamente en tu
saber. Cada persona es distinta y si quieres ir a su encuentro
debes forzosamente abandonar lo que sabes o crees saber”.
(Manenti, 2002, p. 173)
Mirar ecológicamente
12
del “buenismo” (las buenas intenciones) o de lo políticamente correcto,
reconocer nuestras reacciones, nuestra extrañeza, nuestro rechazo. Sólo ese
reconocimiento, sólo ese escucharse realmente, sin culpabilizarse, pero sin
engañarse, puede ser el punto de partida en nuestras relaciones con lo que nos
descoloca, nos desconcierta11; negarlo, en el mejor de los casos es no haber
ajustado las cuentas con nosotros mismos, y en el peor, dejar conectada una
bomba de relojería en nuestro interior que tarde o temprano estallará.
(…)
Bibliografía
Arnaus, Remei (2005) “La mediació a l’educació” DUODA. Revista d’Estudis
Feministes, nº 29, págs. 101-107.
11
“He podido así escuchar en las clases a un alumno que trabajaba en los comedores de
una escuela especial diciéndoles a sus compañeros de clase: ‘Por primera vez he podido pensar
que una de las cosas que no me dejaba actuar tranquilamente ante un niño era que su modo
de comer me producía asco. Lo he podido pensar sin culpabilizarme y no sé cómo, desde que lo
pensé empecé a relacionarme con él de otro modo, como si se me hubiera pasado ese asco…’
(Nuria Pérez de Lara, 2006, p. 202).
12
Anna María Piussi (1999) nos habla así de la autoridad: “La autoridad es siempre
relacional y vive de las relaciones, porque para ser pide reconocimiento por parte de alguien, no
se deriva del prestigio ni de la legitimación conferida por los cargos, el dinero o los medios
materiales y simbólicos de los que se puede disponer por el hecho de estar en una determinada
posición, sino que significa exposición de sí, riesgo, dotación de sentido, capacidad de una
mediación primera basada en la confianza, y por eso capaz de hacer crecer (éste es el
significado etimológico de auctoritas), de crear mundo. Se trata, por tanto, de una cualidad
simbólica de las relaciones que tenemos con otros y otras y con el mundo: cuando estas
relaciones ayudan a crecer; crean nuevas relaciones, crean mundo.”
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