Trasmundo de Goya - Edith Helman
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Edith Helman
Trasmundo de Goya
ePub r1.0
Titivillus 07.04.2020
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Título original: Trasmundo de Goya
Edith Helman, 1963
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice
Nota preliminar
Apéndice I
Apéndice II
Bibliografía
Índice de nombres
Notas
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Nota preliminar
Esta nota tiene como único objeto aclarar el hecho de que se ocupa de Goya
una persona que no es del gremio de los historiadores del arte ni aun de los
críticos de pintura. El punto de mira desde el cual se ven aquí sus obras, sobre
todo sus Caprichos, es forzosamente distinto, pues se pretende mirarlos desde
dentro de la lengua y la literatura de su tiempo, empleando el término
«literatura» o «literario» en su sentido originario y más amplio, o sea, de todo
lo que se escribía y leía en aquel momento tan trascendental para la historia
de la España moderna.
Dos circunstancias han contribuido grandemente a que yo emprendiera
unos estudios sobre el siglo XVIII español y a que estos estudios virasen hacia
Goya. Una es la de haberme encontrado por casualidad en Madrid en el curso
de 1949-50, el segundo del «Instituto de Humanidades» de Ortega, y de haber
asistido a varios coloquios y conferencias, entre ellos al coloquio sobre
«Características del arte de Goya». En este coloquio se planteaban problemas
y surgían preguntas acerca de la época de Goya que me preocupaban y
ocupaban desde hacía mucho tiempo debido a la otra circunstancia, la de
haberme encontrado en el Museo del Prado ante las obras de Goya un
domingo por la mañana, el día 19 de julio de 1936, y de haber visto o intuido
en ellas elementos que parecían gravitar sobre los aciagos sucesos que estaba
presenciando en aquellos días. No podía menos de preguntarme qué había
pasado en España en la época de Goya, la época de las luces o la Ilustración,
y cómo la habían vivido Goya y sus ilustres contemporáneos españoles.
Me puse a leer los periódicos y revistas de los últimos decenios del siglo
XVIII —el Diario de Madrid, la Gaceta y el Mercurio, el Censor, el Memorial
literario y el Espíritu de los mejores diarios—, viajes y cartas, ensayos e
informes, comedias y poesías de varias generaciones de escritores, desde el
Padre Feijoo y Torres Villarroel hasta Forner y Moratín hijo, y me iba dando
cuenta de la inmensa curiosidad y actividad intelectual de los ilustrados
españoles, de su gran inquietud e ilusión por conocer y dar a conocer cuanto
se pensaba y escribía por toda Europa, de la cual se sentían, sin dudas ni
vacilaciones, una parte integral. Leyendo a los escritores ilustrados, volvía
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constante e indefectiblemente al estudio de Goya, único genio creador de
aquel tiempo, sobre todo a sus dibujos y grabados, en los cuales creía
encontrar escuetas y gráficas contestaciones a algunas preguntas
fundamentales.
La serie de los Caprichos y sus dibujos preparatorios me recordaban a
cada momento alguna frase o imagen de un texto, alguna escena o acción de
una comedia, y sus letreros o inscripciones recordaban asimismo los temas y;
tópicos que con más frecuencia comentaban las sátiras y los artículos
periodísticos de los mismos años. No se me ocurrió nunca pensar que Goya se
propusiera «ilustrar» los textos en cuestión, aunque hoy se sabe que sí se
sirvió directamente de diversos textos concretos para ciertas obras que
ejecutara en serie. Sin embargo, era palmario que para muchas de sus
estampas caprichosas transcribía y daba forma a imágenes que concebía al
recordar otras parecidas de lecturas o espectáculos. Me parecía que podría
tener cierto interés descubrir las imágenes o ideas generadoras de dibujos y
estampas, no sólo por lo que aclararan con respecto al pensamiento de Goya y
de sus contemporáneos, sino también por lo que revelaran acerca del proceso
creador del gran pintor.
Así es que lo que empezó con unas preguntas sobre el XVIII español y
sobre la manera de verlo y vivirlo los españoles ilustrados, acaba con
observaciones sobre el pintor Goya tal como él mismo se veía, además de
observaciones acerca de las estampas caprichosas y la insoslayable relación
que tienen con su trasmundo literario. Hablando de Velázquez, decía Ortega
que «en el hecho de ser pintor desemboca la vida entera de un hombre y, por
tanto, la de su época», verdad aún más manifiesta tratándose de la vida y obra
de Goya. Y la época tan compleja de Goya, o más bien su generación, es la de
Jovellanos y Jefferson y Condorcet, la de Cadalso y Lavater y el Marqués de
Sade, de Volta y Lavoisier, de Pestalozzi y Cagliostro, de Houdon, Fuseli y
David.
En el citado coloquio sobre el arte de Goya ofreció Ortega una
explicación del capricho según Goya, explicación que podría servir de
resumen del concepto de Goya que se ha de presentar en este libro, a saber,
que para Goya «capricho representa todo aquello que un pintor hace al
margen de su oficio». Conviene distinguir, pues, entre el Goya pintor de
oficio y el Goya pintor de capricho; aquí se va a hablar sobre todo de este
último, del pintor original que Goya quiso ser, y fue, más pronto, quizá, de lo
que se suele creer y decir. Ortega asevera, en el mismo coloquio, que Goya
«es un prototipo del extraño fenómeno que es la originalidad». No deja de ser
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curioso que entre las primeras críticas que se hacen de obras de Goya, la
característica de su arte que más se ensalza es precisamente la originalidad.
Así, en el artículo que apareció anónimo en 1817, pero que sería de Ceán
Bermúdez, analiza el autor los caracteres distintivos del estilo de Goya y
concluye proféticamente que éstos le harán acreedor al glorioso título de
Pintor original. Pero más notable aún es que Goya tenga esta misma idea de
sí mismo casi desde el primer momento, y por realizar esta idea se afana
constante e incansablemente hasta los últimos días de su larga vida.
Pintor de capricho, o sea, pintor original, y creador de caprichos, es decir,
de acciones, escenas y figuras humanas —en líneas, luces y sombras—
concebidas en el idioma universal de la sinrazón. Pero ¿no tenía fe Goya en la
razón humana, credo inexcusable de la Ilustración europea? Desde luego; sin
fe en la razón humana no habría vivido tan obsesionado por el capricho. En
sus dibujos y grabados caprichosos revela e interpreta los supuestos y
creencias vigentes en su tiempo, pero también las dudas y desilusiones de sus
ilustrados contemporáneos a últimos del siglo de las luces.
Me es grato reconocer y agradecer cuanto debo a los especialistas de
Goya, a Sánchez Cantón, a Lafuente Ferrari y a Gudiol, entre otros, y a los
estudiosos del siglo XVIII español, todos citados en la Bibliografía. A otros
investigadores que no aparecen en la Bibliografía quiero dar aquí mis más
expresivas gracias, al profesor Philip Hofer, de la Universidad de Harvard,
por sugerencias recibidas de las conferencias que pronunció sobre Goya en el
Museo de Bellas Artes de Boston, y, sobre todo, a Miss Eleanor Sayre, del
mismo Museo, por su generosidad ejemplar en proporcionarme preciosos
datos de sus propios estudios acerca de los dibujos y grabados de Goya. En
cuanto a Ortega, es incalculable lo que le debo; más que determinadas
observaciones acerca de Goya, que, como he señalado, me sirvieron de punto
de partida o de enfoque para este libro, mucho más, puesto que todo el pensar
de Ortega ha llegado a formar el mismo contexto del pensamiento de cuantos
le han escuchado y le siguen leyendo con fervor.
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Capítulo 1
El rostro y las máscaras de Goya
Una vida humana no es nunca una sarta de acontecimientos, de cosas que pasan, sino que tiene
una trayectoria con dinámica tensión, como la que tiene un drama. Toda vida incluye un
argumento. Y este argumento consiste en algo que en nosotros pugna por realizarse y choca con
el contorno a fin de que éste le deje ser. Las vicisitudes que esto trae consigo constituyen una
vida humana. Aquel algo es lo que cada cual nombra cuando dice a toda hora: Yo.
ORTEGA Y GASSET
He logrado hacer observaciones que regularmente no dan lugar las obras encargadas, y en que
el capricho y la invención no tienen ensanches…
GOYA
Goya en 1799
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San Antonio de la Florida y El prendimiento para la sacristía de la catedral de
Toledo, y retrata a las más destacadas personalidades de la época, al general
don Antonio Ricardos como al duque de la Alcudia, a la gran actriz La Tirana
como a su célebre protectora la duquesa de Alba.
A sus amigos ilustrados los retrata en el momento de auge de su carrera
pública, celebrando de esta manera la elevación del amigo; por ejemplo, a don
Bernardo Iriarte, nombrado en 1797 ministro de la Real Junta de Agricultura,
Comercio y Navegación de Ultramar, le dedica su retrato con la inscripción
«D.n Bernardo Yriarte, Vice-Prot.r de la R.l Academia de las tres nobles
Artes, retratado por Goya en testimonio de mutua estimac.n y afecto año de
1797». Y en el mismo año le dedica «A Meléndez Valdés su amigo Goya» un
soberbio retrato cuando se traslada al poeta magistrado a la Sala de Alcalde de
Casa y Corte.
Si estos dos retratos realzan la importancia del papel que hacían los
retratados, es decir, al personaje público, el retrato que le hace a Jovellanos en
la primavera de 1798, cuando era ministro de Gracia y Justicia, traspasa lo
oficial y externo para revelar el carácter íntimo y la sensibilidad del hombre
(figura 1). Le retrata con la simpatía y el afecto que siente por su amigo y
protector desde hace veinte años y que, ahora ministro, le acoge en Aranjuez
con tanto aprecio y amistad, según confiaba el pintor conmovido y agradecido
a su amigo Zapater:
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1. Retrato de Jovellanos. 1798. Colección Vizconde de Irueste.
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Jovellanos, «El sí pronuncian y la mano alargan / Al primero que llega», el
Capricho número 2, o sea la primera estampa que sigue al autorretrato, y que
sirve así de dedicatoria al gran hombre y amigo.
A los pocos meses de la visita en Aranjuez, Goya retrata al ministro
Saavedra, pero hace el retrato por empeño y no por gusto, como quince años
antes había pintado el del ministro Floridablanca —y le falta a aquél como a
este retrato la vida intensa que rebosa el de Jovellanos o el del doctor Andrés
Peral (figura 2), que realiza más o menos al mismo tiempo. Un crítico
anónimo reconoció al instante el extraordinario valor de este último retrato y
le consagró, al comentar la exposición de pintura en la Academia de San
Fernando en el Diario de Madrid, 17 de agosto de 1798, estas sentidas
palabras:
solamente el retrato de don Andrés del Peral executado por el incomparable Goya bastaría para
acreditar a toda una Academia, a toda una Nación, a toda la edad presente respecto de la
posteridad: tal es el exacto diseño, el gusto del colorido, la franqueza, la inteligencia de claro y
obscuro, en una palabra tal es la sabiduría con que este Profesor hace sus obras.
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2. Retrato de don Andrés del Peral. Londres, National Gallery.
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más que una de las diversas personas o máscaras que constituyen la compleja
personalidad de Goya, como él mismo reconoce y manifiesta en los distintos
autorretratos que se hace en aquellos años portentosos.
En uno de éstos, el primero de los dibujos preparatorios (figura 3) para el
Capricho número 43, la estampa más conocida y comentada de la colección,
El sueño de la razón produce monstruos, se presenta el pintor en otro estado
de ánimo, abstraído, medio dormido y rodeado de las obsesionantes imágenes
que producía la enfermedad o la ausencia de la razón. Se retrata una vez
sentado, apoyado en la mesa, soñando, el rostro medio cubierto por el brazo
en que descansa la cabeza, y se introduce dos veces más entre las caras y
figuras fantásticas que llenan el fondo del dibujo. Las dos caras representan al
pintor ensimismado, inquieto, perturbado.
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3. Dibujo preparatorio para el Capricho número 43. Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 470).
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testimonio del otro ser que Goya llevaba dentro, profundamente afligido,
enajenado, que no acababa de despertarse de una larga pesadilla. Este es el ser
que había padecido la larga enfermedad que le dejara sordo desde fines de
1792, aislado del mundo, amargado y desesperado.
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En este autorretrato vemos acaso el verdadero rostro de Goya en la última
década del siglo, tal como él se veía y se sentía, desencajado por el
sufrimiento físico y moral, poseído de la visión interior de fantasmas
horripilantes que engendraban el desengaño, la angustia y el terror. Podían
haberle reconvenido los espectadores de los Caprichos festivos como a
Cadalso algunos lectores imaginativos de las Cartas marruecas:
En esta jornada he hecho la cabeza p.a el retrato del Sr. Moñino, en su presencia, y me ha salido
muy parecido y está muy contento, ya te escribiré lo que resulte.
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5. Autorretrato. Detalle de El Conde de Floridablanca. Madrid, Banco Urquijo.
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Amigo nada hay de nuevo y aun más silencio en mis asuntos con el señor Moñino, q.e antes de
aberle echo el retrato: lo más q.e me ha dicho después de aberle gustado: Goya, ya nos veremos
más despacio.
Amigo, llegó el tiempo de el mayor empeño en la pintura que se ha ofrecido a Madrid, y es que
á competencia a determinado S. M. que se hagan los cuadros para la iglesia de San Francisco El
Grande de esta Corte, y se ha dignado el nombrarme a mí, cuya carta orn. el Ministro se la
embia oy a Goicoechea para que la enseñe a esos biles que tanto han desconfiado en mi mérito
y tú la llevarás adonde conozcas que has de acer fuego que ay motivo para ello, pues Bayeu el
grande aze también su cuadro, Maella también el suyo y los demás pintores de cámara también
acen: en fin esto es una competencia formal, pues parece que Dios se ha acordado de mí y tengo
esperanzas de que sea todo en felices resultas después de echas las obras…
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6. Autorretrato. Detalle de La familia del Infante Don Luis. Colección Duque de Sueca.
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7. Autorretrato. Detalle de San Bernardino de Siena. Madrid, San Francisco el Grande.
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competencia, es precisamente lo que comunica o expresa el rostro de Goya
que aparece en el cuadro de San Bernardino de Siena.
Este autorretrato recuerda por otra parte otro más juvenil, realizado unos
ocho a diez años antes, el que se encuentra hoy en la colección de la marquesa
de Zurgena y representa el rostro del pintor tal como se veía y se sentía a los
veinticinco o veintiséis años, o sea, al principio de su carrera (figuras 8 y 9).
Es la misma cabeza sólida y fuerte, pintada ya con extraordinaria destreza,
toda hecha de sombras y luces; el rostro visto de cerca parece más bien
modelado que pintado, las facciones formadas por medio de masas sin dibujo
alguno, como en lienzos que había de pintar muchos años después.
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8. Autorretrato. Colección Marquesa de Zurgena.
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9. Detalle de la figura 8.
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abrirse camino en un mundo hostil, pero no deja de ser notable la semejanza
fundamental en la manera de verse y sobre todo, de pintarse el artista entre el
autorretrato juvenil y uno de los últimos y tal vez el mejor que habría de
realizar Goya tantos años después.
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Esta semejanza en la ejecución de dos obras separadas por más de
cuarenta años nos lleva a concluir que Goya sabía desde el principio, o por lo
menos cuando era todavía muy joven, cómo quería pintar, el efecto que quería
conseguir en sus cuadros y el estilo que le convenía para conseguirlo. Este es
el estilo que estudiará en las obras de Velázquez, pero que aun antes, en los
cuadros que pinta para sí mismo, ejercita hasta hacerlo suyo, propio y
original. Le queda mucho por aprender y le cuesta un esfuerzo inverosímil la
composición de un cuadro como el San Bernardino de Siena; tanto le
preocupan los problemas que surgen en el boceto, que, al acusar recibo al
conde de Floridablanca del encargo de pintar el cuadro, no puede menos de
explicárselos al mismo: por ejemplo, que, por ser tan estrecho el lienzo, el
paisaje del fondo sólo se podría insinuar. Este ardoroso ejercicio del ánimo y
de la mano pintando en mucho tiempo un sólo cuadro no es la pura
inspiración ni la espontaneidad genial de que nos habla la leyenda de Goya. Y
a pesar del gran esfuerzo; como observa Lafuente Ferrari, en el lienzo de San
Francisco el Grande, «entre todo aquel aburrido conjunto sólo destaca… el
autorretrato de Goya, la sólida y robusta cabeza del artista», hecho cierto y
fácil de comprender cuando se sabe que esta cabeza ya hace muchos años que
la tiene estudiada y pintada en el juvenil autorretrato que hemos visto.
Desde los primeros años en la Corte, y aún antes, Goya no duda que con
el esfuerzo y el estudio ha de triunfar; sólo se impacienta por tener que
aguardar tantos años el reconocimiento público de su mérito. Al año escaso de
pintar cartones para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, ya solicita
el nombramiento de pintor de cámara, solicitud que ha de repetir varias veces,
pero a pesar del favorable dictamen de Mengs y de otros, no consigue el
deseado nombramiento hasta el año 1786. Este constante afán por hacerse
valer es lo que revelan las cartas a Zapater, que nos permiten seguir paso a
paso el proceso del triunfo del pintor. El mismo proceso se puede seguir a
través de los autorretratos pintados en estos años críticos de su carrera, de
1781 a 1783, que acabamos de ver.
¿No es notable que el pintor, desde el momento en que empieza a abrirse
camino en las más altas esferas, se introduzca en sus tres primeras obras de
gran empeño? El autorretrato le servía, por lo visto, como las cartas al amigo
Zapater, de diario íntimo en el cual se descubría tal como era o tal como quiso
ser. El autorretrato le permitía, asimismo, soltarse, librarse de convenciones,
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hacer observaciones técnicas que no permitían los retratos encargados. Y se
revela al espectador según se va haciendo como persona y como pintor, hasta
presentarse en el cuadro de San Bernardino como el artista joven que se
estima, que sabe muy bien lo que vale y puede, y que está determinado a
demostrar su mérito a los demás, a medrar, y a destacarse cuanto antes entre
todos los pintores de la Corte, entre todos los pintores de cámara.
Cuando se le nombra por fin uno de los pintores del rey, en 1786, Goya ha
alcanzado la madurez artística que se percibe en el retrato que hizo a su
cuñado Francisco Bayeu, en los cartones para tapices que ejecuta en este año
y en el soberbio autorretrato[3] que se hace pasados los cuarenta años (figura
11). Se representa de cuerpo entero, en actitud de pintar, a contraluz de una
ventana, llevando un sombrero guarnecido de bujías que empleaba cuando
pintaba de noche a fin de conseguir determinados efectos de luz. Aquí se ve al
hombre en la plenitud de la vida como el pintor que ha tomado plena posesión
de sí mismo, figura de prestancia como la del autorretrato de Velázquez en
Las Meninas.
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11. Autorretrato. Madrid, Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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El nuevo sueldo de pintor del rey, de quince mil reales, con los doce o
trece mil que recibía entre la Academia y acciones de banco, le permitían
gastos inauditos hasta entonces, como el birlocho inglés que se compra y que
describe en la carta tan entretenida y expresiva que manda a Zapater el 1 de
agosto de 1786: «es cierto q.e es alaja (no hay sino tres en Madrid como él);…
tan ligero q.e no se encontrara mas q.e el con un errage escelente dorado y
charolado, baya; aun aqui se para la gente a berlo». Le cuenta, luego, como si
le estuviera hablando, que se quedó cojo de una caída que tuvo cuando el
cochero le mostraba cómo se revuelve a la napolitana, con el resultado que
«fuimos a parar, birlocho, caballo y nosotros, dando bolteretas, y muchas gra.s
a Dios de lo poco q.e fue q.e el peor librado fui yo…».
En pocos años se había transformado su situación económica,
modestísima en 1780, según otra carta al mismo del 25 de febrero en que
confesaba que sólo poseía cinco mil reales, pidiéndole que le aconsejara «en
qué emplearlos para q.e trabajaran».
Este Goya que compra acciones a fin de que trabajen por él y que hace
gala de birlocho que todos se paran a ver, que es académico y profesor de la
Academia de San Fernando, pintor del rey y por fin pintor de cámara, es un
personaje bien distinto del Goya de la leyenda, majo valentón, íntimo amigo
de toreros y chisperos, cuyas pintorescas costumbres y hazañas saca a relucir
en sus lienzos. Consta que el Goya de los primeros cuarenta años se afana
únicamente por acertar en las obras de empeño, se esfuerza por adquirir la
destreza precisa para imponerse, para darse a conocer y luego triunfar en el
mundo que le importa, el mundo de la gente más poderosa y distinguida.
Entre los «personajes muy elevados» que retrata y llega a conocer en estos
años figuran los duques de Osuna, a quienes sería presentado tal vez por el
infante don Luis, y para quienes ha de pintar unos treinta lienzos, entre
retratos de los duques desde el año 1785, las dos composiciones grandes para
la capilla de San Francisco de Borja en la catedral de Valencia, y numerosos
lienzos para decorar «El Capricho», casa de campo de la Alameda,
famosísima en la época por la elegancia del palacio, por las magníficas fiestas
y por la extraordinaria hospitalidad de los duques. Todos los distinguidos
extranjeros que pasan por la capital hablan del natural ingenio de la condesa-
duquesa de Benavente, de su gracia y vivacidad, y del buen gusto con que
arreglaba y decoraba la Alameda. Para esta casa, en efecto, había de encargar
repetidas series de lienzos a través de los años, los famosos de asuntos de
brujas, y otros de escenas de campo parecidas a algunos de los cartones para
tapices. Goya solía pasar temporadas en la Alameda y salía de caza con la
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condesa-duquesa de Benavente, que usaba entonces el título de marquesa de
Peñafiel, y en una carta a Zapater de agosto de 1786 se jacta de buen tirador y
también de la buena vida que se da: «Yo ando, como, bebo bien y me divierto
lo q.e puedo pero aún tengo el tobillo ynchado y por las noches más, no me da
mucho cuidado, pues he salido dos veces a caza, la una fue con la Peñafiel y
la otra con otros aficionados, en las dos cacerías he sido sobresaliente en
matar piezas…». Para ocasiones y relaciones tan encopetadas, Goya se había
forjado una máscara cortesana y con ésta se retrata, de acuerdo con esta
imagen que tiene de sí, el pelo empolvado y rizado, como retrata a sus amigos
ilustrados y aristocráticos (figura 12).
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12. Autorretrato. Cambridge (Mass.), colección Hofer.
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con quien se había encontrado camino de Cádiz y con el cual había procurado
entablar una conversación sobre los temas más diversos, sin lograrlo, porque
el joven nada sabía, nada había aprendido, y confesaba que sólo le interesaba
ir con sus amigos a comer, a fumar y a jugar, acompañados de un tal tío
Gregorio, carnicero de la ciudad, jaque o guapo que por unas puñaladas había
ya parado en la cárcel. Cadalso critica la defectuosa educación y el
consecuente majismo de los jóvenes Y al mismo tiempo a las personas que
confunden lo popular con el rudo flamenquismo de un sector mínimo del
pueblo. Goya, por su parte, no hace más que manifestar las diversas actitudes
ante lo popular que son corrientes entre las personas con las cuales quiere
coincidir o a las cuales le interesa agradar.
Los temas son los mismos que trata Ramón de la Cruz en sus sainetes, los
tipos y escenas pintorescos que presentara don Juan de la Cruz Cano y
Holmedilla en 1778 en su Colección de trajes de España tanto antiguos como
modernos…, que Imitaban y continuaban los grabadores de estampas
populares en los últimos lustros del siglo XVIII. Sambricio ha señalado las
analogías que existen entre ciertos lienzos de Goya y determinados sainetes
de don Ramón de la Cruz, como La Pradera de San Isidro. Llaman la
atención, en efecto, las coincidencias entre las acotaciones del sainete de este
título y el escenario de los dos cartones, La merienda y el Baile a orillas del
Manzanares. Pero sería fácil exagerar el parecido entre las piezas dramáticas
y los diseños, que es más bien superficial y se debe al idéntico ambiente o aire
de época y a la misma visión de los tipos y de las costumbres populares
estilizadas. Muchos de los sainetes no son más que cuadros de costumbres
dialogados, tan estáticos y convencionales como los artículos costumbristas
que salían en los periódicos, o las estampas populares que se anunciaban en
los mismos. Si algunos cartones, tales como la Riña en la Venta Nueva o El
ciego de la guitarra, recuerdan determinados sainetes de Ramón de la Cruz,
otros evocan poesías típicas del día; por ejemplo, el cartón intitulado La feria
de Madrid trae a la memoria el poema de Gregorio de Salas «Definición de
las ferias de Madrid», en el cual se enumeran cuantos objetos se perciben en
el cartón.
Uno de los temas ineludibles en la poesía neoclásica del siglo XVIII por
toda Europa era el de las estaciones, como el de las cuatro edades del hombre,
y aparecían con frecuencia en los diarios poemas descriptivos sobre las cuatro
estaciones hasta en escultura fue tratado el tema en la bella fuente de Apolo
en el salón del Prado realizada por Manuel Alvarez. Es fácil señalar analogías
entre los poemas de las estaciones de Meléndez Valdés y los cartones
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intitulados Las floreras, La era, La vendimia y La nevada. Goya conocía estas
obras literarias, las más leídas y comentadas del día, y nada tiene de particular
que elija los mismos temas populares convencionalizados, cuando él los elige
y no le son impuestos, para tapices que han de decorar los palacios reales.
Algunos críticos han aseverado, por lo visto sin haber mirado los diseños
de los demás pintores, que Goya fue el primero en servirse de tales asuntos
para sus diseños. El caso es que hacía mucho tiempo que se pintaban en Italia
y en Flandes cuadros de costumbres populares, y los primeros cartones que
pintaran para la Real Fábrica representaban ya diversiones populares a
imitación de Teniers o cacerías a lo Wouvermans. Encomendada a Mengs la
dirección de la Real Fábrica, empiezan a figurar en los cartones temas
populares nacionales, sobre todo escenas de la vida de Madrid, y las pinta
Goya como su cuñado Ramón Bayeu y los demás pintores encargados de
pintar estos lienzos. En los primeros cartones, se limita Goya a imitar la
manera de ver y pintar lo popular que ya se había hecho convencional, la
manera pintoresca, que es la que imitaba igualmente el autor casticista por
excelencia, don Ramón de la Cruz. La visión pintoresquista del pueblo se
estiliza en cartones para tapices como en sainetes y tonadillas, y a esta visión
estilizada del pueblo que tiene una buena parte de la aristocracia se acomoda
Goya con asombrosa facilidad.
Más tarde se transforma esta visión del pueblo en la que tienen los
ilustrados, como Jovellanos, que observa y critica la extremada desigualdad
económica entre las diversas clases sociales, observación que hace no sólo al
estudiar las leyes agrarias y el estado de la agricultura en las varias
provincias, sino también directamente en sus viajes, como cuando cuenta el
incidente de un vuelco de coche, en que él salió el peor librado, en medio del
mismo pueblo de Cañizares, donde todo el pueblo acudió con diligencia y
caridad a ayudar a los cocheros, pero, cosa notable, nadie, observa Jovellanos,
«Se curó de nosotros, ni nos alivió con su compasión, ni siquiera nos preguntó
si nos habíamos hecho daño. ¿No es esto una prueba de la preocupación con
que se mira a los que tienen aire de señores?». Y concluye de esta experiencia
que «el hombre, suspirando siempre por recobrar su natural igualdad, mira
con gusto el sufrimiento de los que la alteran, y ayuda con el mismo a los que
están a su nivel; como a ellos sólo tiene por sus semejantes». Esta opinión
corresponde a toda una ideología social y a una actitud ante el pueblo
característica en los ilustrados y muy distinta de la pintoresquista de los
nobles plebeyizados que se vestían de majos y remedaban los modales del
pueblo y hasta su manera de hablar.
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En las obras de Goya, pues, desde los primeros cartones para tapices hasta
los últimos dibujos, vemos representadas todas las diversas actitudes ante lo
popular según el criterio dominante en el grupo con el cual se identificara en
el momento. Los asuntos para los cartones eran con frecuencia impuestos,
pero si alguna vez inventaba Goya una composición, no dejaba de indicar en
las cuentas que mandaba con los lienzos que la obra era invención suya; sin
embargo, aun en estas composiciones, los temas que escogía solían ser los
más convencionales en la poesía y en la pintura del tiempo, a menudo escenas
y protagonistas que ya habían pintado en sus diseños Houasse o Lorenzo
Tiepolo, todos pintados en el estilo rococó y de acuerdo con la visión
idealizada de las costumbres y diversiones del pueblo que prevalecía
entonces. Así es que, al pintar estas vivas escenas populares, Goya seguía la
moda y complacía a sus clientes reales o nobles en vez de expresar una
particular predilección propia.
Un poco más tarde, cuando su clientela privilegiada empieza a gustar de
escenas populares patéticas, Goya no tarda en pintarlas. Así, en el año 1786,
entre los diseños para tapices que han de decorar el comedor de El Pardo,
pinta, además de los ya citados de Las floreras, La era y La vendimia, que
tratan de la naturaleza bella, serena y agradable en tonos festivos y brillantes,
otros tres de tema más bien triste y en tonos fríos y sobrios, La nevada, Los
pobres en la fuente y El albañil herido (figura 13).
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13. El albañil herido, cartón para tapiz. Madrid, Museo del Prado.
El albañil herido
Este, que por sus delicados grises recuerda el soberbio retrato que hizo
Goya en la misma época a su cuñado Francisco Bayeu y anuncia ya los finos
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matices de La pradera de San Isidro, es el más acertado de la serie y de
asunto más original. El cartón representa, como explica el pintor, «dos
hombres que llevan a otro embrazas, que demuestra á haverse cahido de algun
andamio, que bé amás dist.zia». Las distancias están admirablemente logradas
de modo que se vean varios términos distintos, ocupando las figuras la de en
medio.
Esta patética escena encantaría a los ilustrados contemporáneos de Goya
porque movía los afectos, o como decía Jovellanos al ensalzar la comedia
tierna a la manera de Diderot, «forma el corazón sobre los útiles sentimientos
de humanidad y de benevolencia».
Aquí viene al caso, de nuevo, la observación que hiciera Ortega: que
Goya «no tiene relación directa y personal con sus temas la mayor parte de su
vida… los objetos que interpreta —cosas o personas— no le interesan con
ningún interés directo, inmediato que revele el menor calor humano
irradiando hacia ellos». Este cartón de El albañil herido es un excelente
ejemplo de esta falta de humana simpatía por parte de Goya para con sus
criaturas. ¿Se percibe en el cartón cualquier emoción profunda o particular, de
dolor en el rostro del herido, o de verdadera compasión en el de los
compañeros que le llevan en brazos? De ninguna manera. Tan poco le importa
destacar la desgracia del albañil caído, que representa la misma escena en dos
versiones distintas, una jocosa, la otra triste. No se sabe con seguridad cuál de
las versiones fue la primera, aunque parece probable que la del albañil
borracho fuera el boceto original para el cartón que Goya alteró porque el
boceto no había sido aprobado por el rey. En el cartón presenta la misma
acción, dos albañiles llevan en brazos al compañero que se ha caído del
andamio, pero cambia el tono jocoso en patético y altera ligeramente la
expresión en el rostro de los dos compañeros; la palabra «borracho» del título
del boceto es reemplazada por «herido», nada más.
Al encargar los duques de Osuna para la Alameda una serie de pequeños
lienzos decorativos, Goya les entrega tal vez los bocetos para cartones que
tiene guardados, entre éstos el de El albañil borracho. Para nuestro propósito
importa poco demostrar la prioridad de una u otra versión del asunto; lo que sí
es de monta es señalar que, en ambas versiones, el pintor se muestra
igualmente indiferente y distante del tema en su aspecto social. Al artista le
interesa únicamente representar, además del fondo y los varios términos, la
acción misma, o sea los movimientos y gestos de los albañiles que llevan en
brazos al compañero herido.
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Muchos críticos han visto en este cartón el supuesto humanitarismo de
Goya, hasta un sentimiento democrático, pero estos críticos eran víctimas de
lo que llama Ortega «espejismo», es decir, de la tendencia a atribuir a la
primera parte de la vida del artista actitudes que sólo se presentan mucho más
tarde, y así interpretan las obras de los años 80 y 90 a través de lo que
perciben en los Desastres de la guerra y en obras realizadas más tarde aún. El
caso es que en el diseño para el tapiz El albañil herido sólo se trata de una
obra de circunstancias que celebra un famoso edicto de Carlos III sobre la
formación de andamios en las obras públicas y privadas de la Corte para
evitar las desgracias y muertes de operarios.
El edicto[4], anunciado por primera vez en 1778, volvió a publicarse
repetidas veces y fue comentado y elogiado por la prensa, por ejemplo, por el
editor del Memorial literario, todavía en enero de 1784, que anuncia al
mismo tiempo que se han fijado ejemplares del decreto en los sitios
acostumbrados. El edicto es, en efecto, un documento notable aún hoy, tanto
por la visión social que le informa como por la lengua y el estilo en que está
escrito. Atribuye las frecuentes desgracias que padecen los peones y oficiales
de albañiles a la poca seguridad y cuidado con que los maestros de obras
construyen los andamios y ordena, por consiguiente, en los términos más
precisos, cómo se han de construir dichos andamios con todas las
providencias de seguridad posibles; de no cumplir los maestros con las
condiciones impuestas, habrán de sufrir veinte días de cárcel además de tantos
ducados de multa; y también se añaden provisiones para la ayuda a los
maltratados y a sus familias. Es fácil comprender el entusiasmo con que se
comentaba en la prensa un decreto de un alcance social tan grande.
¿Compartía Goya este entusiasmo de los ilustrados por el decreto real y
sería entonces el cartón de El albañil herido testimonio de su conformidad
con las ideas y con los sentimientos humanitarios del monarca y de los
amigos del artista? Quizá, pero la adhesión de Goya tendría también un
motivo más personal y más potente. El rey Carlos III acababa de nombrar a
Goya y a su cuñado, don Ramón Bayeu, únicos pintores para la Real Fábrica
de Tapices de Santa Bárbara. Con el cartón de El albañil herido, a la vez que
celebraba el famoso decreto real, expresaba su agradecimiento por el favor
recibido ya y la implícita esperanza de recibir nuevos favores en el porvenir.
Se trata, pues, de un simple gesto cortesano, y no de crítica ni de protesta
social.
El tema en sí no le interesaba mayormente; era un pretexto para plantear
nuevos problemas pictóricos, buscar nuevos medios de solucionarlos, el
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problema de las distancias y los espacios —tal como se los explicara a
Floridablanca con relación al cuadro de San Bernardino para San Francisco el
Grande—, la colocación de las figuras, los grises matizados del andamio y del
fondo, las luces y las sombras, problemas que le obsesionaban mientras los
iba dominando cada vez más y de una manera más propia y magistral. En
1786, al inventar el tema del albañil caído —si es que él lo inventó—, se
proponía Goya granjearse la protección del monarca y de sus poderosos
ministros, y para ello se ponía la máscara de cortesano ilustrado,
acomodándose a su manera de pensar y de sentir.
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puede satisfacer. Quiere quitarse de encima algunas de sus obligaciones fijas
y molestas, como la de pintar cartones para tapices, y a poco de ser nombrado
pintor de cámara en abril de 1789, deja efectivamente de pintarlos.
El director de la Real Fábrica de Santa Bárbara, que le pedía en vano los
cartones encargados, manda por fin un memorial al rey, manifestándole la
respuesta tan extraña como irregular que había recibido de don Francisco
Goya cuando le reclamara los diseilos que hacían falta, a saber, que «ni pinta
ni quiere pintar, mediante haber agraciado con Título de Pintor de Cámara»,
contestación que encontraba absurda el director Stuyck, a quien le parecía que
el nombramiento debía haberle estimulado a trabajar más que nunca en
servicio del rey.
Esto fue en abril de 1791 y a los pocos meses, en junio, cuando Francisco
Bayeu interviene para convencer a Goya de que debe seguir pintando diseños
para la Fábrica, éste contesta que su cuñado tiene toda la razón, que, en
efecto, él ha vuelto a pintar y tiene casi acabado el borrón para el despacho
del rey en el Real Sitio de San Lorenzo; dice que siente de veras toda la
desazón que ha tenido el cuñado en este asunto y que pide a Dios «con el
mayor fervor que me quite el espíritu que me sobra en estas ocasiones, para
no incurrir en nada que parezca soberbia, y me reprima siempre en lo que me
resta de vida para con la tranquilidad, cumpliendo lo mejor que pueda, sean
menos malas mis obras». Este espíritu de rebeldía, de oposición al medio, de
voluntariedad irreprimible, desde luego, no se le ha de quitar nunca, por
fortuna.
En los últimos meses de 1791 y los primeros de 1792 ejecuta la serie de
hermosos diseños que empieza con Las mozas de cántaro, pero ésta es la
última serie de cartones que ha de pintar; en algunos de éstos, en El pelele y
en La boda, por ejemplo, sobre todo en sus bocetos, se percibe o se prevé una
nueva visión de lo popular, la visión más bien deformadora y expresiva que
ha de prevalecer en los cuadros de gabinete que pintará para sí mismo. Y a no
ha de pintar más cartones; el cuerpo no se lo permite; había estado enfermo,
pero anuncia a Zapatera fines de 1791 que ya está algo mejor y que se siente
más firme. En el otoño siguiente, enfermo de nuevo, está «dos meses en cama
de dolores cólicos», después de los cuales pasa a Andalucía con dos meses de
licencia[5] del rey para recobrar la salud. Cuando le sobrecoge otra vez en
Sevilla la enfermedad, va a Cádiz a casa de su amigo don Sebastián Martínez
y allí se queda por los meses críticos de su grave enfermedad.
De ésta sólo se sabe lo que afirma Martínez en sus cartas a Zapater y a
Bayeu, a saber, que el mallo tiene en la cabeza y que todavía a fines de marzo,
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«el ruido de la cabeza y la sordera nada han cedido, pero está mucho mejor de
la vista y no tiene la turbación que tenía, que le hacía perder el equilibrio». Un
año después, el 5 de abril de 1794, los pintores de cámara, Francisco Bayeu y
Mariano Maella, declaran en un informe solicitado que no hay necesidad de
nombrar más pintores para la Real Fábrica de Tapices, porque Goya, aunque
ha padecido una grave enfermedad, ha convalecido algo y ya pinta, «aunque
no con el tesón y constancia q.e antes».
El hecho es que Goya había pintado en 1793 todo el juego de cuadros de
gabinete que remite a don Bernardo Iriarte el 4 de enero de 1794, avisándole
que estos cuadros le habían permitido hacer observaciones que no permitían
las obras encargadas. La interrupción a que le forzaban apremios interiores le
permitía explorar otros medios y conceptos, otros caminos con el fin de
hallarse a sí mismo y su propia manera de ver y pintar. La interrupción
oportuna le permitía desasirse de la máscara cortesana —que tal vez habría
llegado a remplazar el rostro propio—, aislarse del ambiente que amenazaba
absorberle y destrozar lo que presentía en sí como íntima necesidad.
A raíz de la enfermedad podía dedicarse exclusivamente a cuadros,
dibujos, estampas caprichosas, a todas las obras que le distraían y que
divertían la imaginación mortificada por su mal humor y su larga enfermedad.
Y se aprovechaba de ésta para librarse de tareas molestas, como cuando
Jovellanos le pedía que diera clases de dibujo a un profesor auxiliar del
Instituto y Goya le contestaba, por no ofenderle, que de resultas de su
apoplejía no había quedado hábil ni para escribir; consta que el pintor había
vuelto a dibujar y pintar hacía tiempo, pero que no le daban ganas de enseñar
al tal Pérez. Desde su enfermedad en adelante no pinta más que lo que quiere
y pinta únicamente como él quiere.
La enfermedad
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los periódicos particulares. Aunque La Gazeta oficial traía pocas noticias de
la vecina república, se recibían y se difundían clandestinamente por todo el
país a pesar de prohibiciones y castigos.
Las repetidas crisis del gobierno español de 1792 desconcertaban a todos,
primero la caída el 28 de febrero de Floridablanca, remplazado por Aranda,
que tampoco pudo mejorar las relaciones con la República francesa y cayó a
los siete meses. ¿Será pura casualidad que la enfermedad de Goya coincida
con el proceso de Luis XVI y el fracasado esfuerzo por parte de Carlos IV de
interceder en su favor, con la muerte del monarca francés en enero de 1793,
seguida del tiempo llamado del «terror»? Los excesos de los revolucionarios
franceses aumentaban en España la fuerza de sus enemigos y enfriaban el
entusiasmo de sus más constantes partidarios. Moratín, en su rápido paso por
Francia, observaba horrorizado en Bayona el 15 de julio de 1792 la
«decapitación de los sacerdotes y cabezas llevadas por las calles». En París
veía con espanto por las calles más cabezas en lanzas y presenciaba el 13 de
agosto el traslado del rey al Temple. Estos sucesos y los efectos que causaban
en Madrid bastarían para perturbar un genio menos arrebatado que el de
Goya.
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Muchos años después, en otra época de crisis, más profunda, sintiendo la
necesidad de romper los moldes usados y buscar nuevos medios de expresar
su nuevo modo de sentir, volvió al dibujo y a la estampa, pero esta vez
completamente originales, puras invenciones de la fantasía libre, o del
capricho. Goya conocería, al parecer de Sánchez Cantón, el uso del término
caprichos para designar cierta clase de aguafuertes y habría visto estampas de
Callot, tituladas Capricci di vari figure, y las más recientes de Giovanni
Battista Tiepolo, los diez Capricci y otras estampas suyas que recogieron sus
hijos bajo el título de Scherzi di fantasía. Pero el caso es que la palabra,
capricho, caprichos, se empleaba con gran frecuencia en aquella época y los
más fervorosos partidarios de la razón eran precisamente los más adictos al
uso del vocablo en sus diversos sentidos.
¿Conocería Goya las estampas satíricas inglesas al grabar las suyas? Pudo
verlas en la colección de don Sebastián Martínez, en Cádiz, cuando se reponía
de su enfermedad. En el inventario de los cuadros y estampas que Goya
mismo poseía figura por lo menos un grabado inglés, pero no se sabe qué era
ni cuándo lo adquirió. ¿Conocería las apuntaciones que dedicó Moratín a las
caricaturas inglesas estando en Londres, y que incluyera quizá en alguna carta
a su amigo Juan Antonio Melón, que luego las dejaría circular entre amigos?
Nota Moratín que las caricaturas inglesas ridiculizaban todos los vicios del
hombre en sociedad, la gravedad de los magistrados, la afectación de las
señoritas, el verdor de las viejas, la vanidad de los nobles, la bajeza de los
cortesanos, todos temas predilectos de Goya y también de la sátira
costumbrista del día[6].
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compañía de Ubeda», y «El trage de Sereno, en una estampa en quartilla de
marca mayor, en la que se demuestra explicado todo lo que debe llebar un
Sereno para Zelar el término que le corresponda; también se be un Currutaco
que le acompaña».
A esta misma clase de estampas pertenece la colección de Los gritos de
Madrid, que se ofrecen en el Diario del 31 de julio de 1798, «de cuatro en
cuatro a real cada figura, empezando con el mozo del aceitero, el vidriero
fino, la pepinera y una lugareña que vende ajos y cebollas». Entre las
estampas ridículas y grotescas, por ejemplo, se anuncian un viejo vestido de
guerrero y una vieja petimetra, ridículamente puesta, y otras dos de petimetre
y petimetra muy galanes vestidos de gallo y gallina, a cuatro reales cada una
iluminadas. En otras, se representan monos o borricos vestidos de petimetres,
o un mono vestido de charlatán haciendo habilidades, o estampas de dos
monos, uno haciendo de maestro de música enseñando a un gato, el otro
haciendo juegos de manos, igualmente a cuatro reales. Llaman la atención
unas «Caricaturas italianas» que se anuncian sin más indicaciones, por ser
poco frecuente el uso en castellano del término «caricaturas» y por la clara
indicación de su origen italiano en el mismo título.
Algunas estampas anotan sencillamente un suceso de la actualidad, como
la que representa a varios paisanos de Daganzo que llevan al señor Lunardi en
triunfo cuando aterriza en su globo y otras sobre el mismo acontecimiento,
grabadas por Abundio Salinas. Otras recuerdan por el tema algunos de los
cartones para tapices de Goya. Se anuncian en el Diario de 11 de mayo de
1793: «una colección de cuatro estampas finas paisadas é iluminadas, un
bayle, un juego de gallina ciega, una merienda de campo en el S. Isidro, y una
riña» (figuras 14 y 15); un mes después, «Una Estampa grabada en fino, que
figura una espaciosa vista de Salteadores de caminos que hace compañera á la
de los Contrabandistas Españoles, y contiene 5 figuras, está iluminada». Y
hasta con el nombre de «caprichos» se anuncia, en el Diario de 17 de abril de
1795, una «Colección de cuatro estampas de caprichos, bien iluminadas y
grabadas al aguafuerte», que contiene estos asuntos: el buen humor andaluz,
la petimetra en el prado, la castañera madrileña y la naranjera murciana.
Consta que estos caprichos, que recuerdan los cartones para tapices, tienen
poco que ver con las estampas caprichosas que preparaba Goya al mismo
tiempo y él tampoco es ya la persona que había pintado los primeros diseños
para los tapices reales.
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14. Estampa costumbrista de la época.
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Los numerosos anuncios de estampas en el Diario de Madrid por los años
en que Goya concebía y realizaba las suyas indican el interés que tenía el
público por estas obras que adquiría sueltas o en serie para adornos de salas y
gabinetes. En la Gazeta de Madrid salían asimismo anuncios y de vez en
cuando se anunciaba la lista de estampas que tenía en venta la Calcografía
Real, entre ellas, todavía en el número del 7 de marzo de 1797, «Trece
estampas grabadas al aguafuerte, de varios pensamientos», por Ramón Bayeu,
y estas de Goya: «Siete estampas de pliego de marca mayor de los caballos de
Velázquez, grabadas por Goya al aguafuerte, en 42 rs. Ocho estampas de
diferentes pinturas de Palacio, grabadas por Goya y Castillo, en 24 rs».
No es de extrañar que Goya preparara una nueva serie de estampas
pensando venderlas para «resarcir los grandes dispendios» que le había
ocasionado su enfermedad. Se vendían numerosas estampas religiosas,
algunas, obras originales y otras, copias de célebres cuadros, extranjeros y
nacionales, realizadas por Carmona y otros distinguidos artífices, y se
grababan, por suscripción, largas series de grabados, de Varones ilustres y de
Mujeres fuertes, de los Reyes de España y de Historia Sagrada, además de las
estampas que se graban para ilustraciones de libros nuevos, como el Viaje de
Constantinopla y muchos más.
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66), que representa una cuadrilla de contrabandistas alrededor de un
esquemático árbol cerca de un camino, con los accesorios de su oficio. Ya
desde el dibujo preparatorio realizado con pluma a tinta sepia, que lleva el
sugestivo título Los mercaderes silbestres, asistimos a la escena animada de
algún incidente picaresco que están preparando unos personajes vivos e
individualizados. Lo que nos interesa no son tanto los tipos y trajes
pintorescos como la faena que está por realizarse y en la cual nos sentimos ya
colaboradores. El episodio novelesco se convierte en un drama humano que
nos sobrecoge, pues lo que había captado Goya al hacer los dibujos sobre las
obras de Velázquez era precisamente esta magia de sorprender al espectador.
Esta vibrante actualidad distingue en seguida las más sencillas estampas
goyescas de las contemporáneas, como las distingue asimismo el uso de los
letreros. Los letreros goyescos están íntimamente ligados con el proceso
creador de los dibujos y grabados. Raras veces señalan directa y
sencillamente el asunto como los de las estampas costumbristas. La función
del letrero varía según los niveles de sentido que encierra un Capricho, que a
veces es únicamente un juego visual de palabras correspondiente al juego de
palabras del letrero; pero las más veces, el letrero, al condensar los diversos
sentidos del grabado en una breve frase viva y expresiva, complica su
significación haciéndola adrede mucho más ambigua.
Para muchos de los grabados le servían a Goya de punto de partida, sin
duda alguna, escenas recordadas de un espectáculo presenciado o de alguna
lectura, pero sobre cualquiera de estos asuntos proyecta su propia imagen o
idea y su modo de sentir, que los transforma o deforma radicalmente. En
muchos de los Caprichos se percibe una creciente liberación desde el objeto
que incita el primer dibujo hasta la estampa realizada al fin. Por medio de los
dibujos y grabados, como de los cuadros que pintaba para sí, afirma Goya su
protesta y rebelión contra el principio único y universal de la belleza ideal
impuesto por el neoclasicismo en su época. Arteaga combatía esta teoría en su
importante libro, La belleza ideal (1789), en que declara que muchos objetos
desagradables y aun horrorosos en la naturaleza reciben lustre y belleza del
arte, y esto es lo que Goya demuestra a su manera en los Caprichos y en las
demás obras que emprende desde 1793 en adelante. Lo que distingue las
estampas caprichosas de Goya de las de todos sus contemporáneos, más que
su propósito moral-satírico, más aún que su profundo sentido humano, es la
palmaria intención artística del pintor, el proceso creador de «hacer
observaciones», que se inicia con los primeros dibujos copiados más o menos
del natural y utilizados para las estampas más realistas y que continúa hacia la
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desrealización de la realidad observada y la realización de seres y sucesos
irreales e inventados en las estampas fantásticas.
A este proceso explorador de nuevos mundos reales y posibles
corresponde el otro complementario, de explorarse y descubrirse a sí mismo,
que se percibe en la serie de rostros y máscaras que Goya revela en los
autorretratos que pinta, empezando con el juvenil realizado en Zaragoza en
1772 o 1773, reproducido con gesto rencoroso en el lienzo de San Bernardino
de Siena, hasta el autorretrato despectivo del Capricho número 1, desde el
cual nos mira huraño y desconfiado bajo el sombrero de copa alta, con la
penetrante mirada del asesor cómico del teatro de la vida contemporánea.
También se nos revela, a través de diversas máscaras sucesivas, desde la
figurilla de pintor servicial del retrato del ministro Floridablanca y la máscara
cortesana de los años 80 hasta la de artista atormentado y enajenado, tal como
se sentía a raíz de su grave enfermedad, desechando ya actitudes y disfraces,
como en los dibujos preparatorios para el Capricho número 43 y el revelador
dibujo del Museo Metropolitano ejecutado hacia 1795.
Sin la crisis desquiciadora e iluminadora de su enfermedad, es posible que
Goya no hubiera descubierto —o por lo menos explorado con tanta intensidad
— los mundos posibles más allá de la realidad observada y de la razón tan
exaltada en aquel momento, ni habría tal vez presentido las infinitas
transformaciones que podía sufrir lo humano. Al renunciar a la imitación de la
naturaleza, como declaraba en el Anuncio del Diario de Madrid, alzaba el
vuelo hacia esferas inverosímiles y desconocidas y no sabía cómo ni dónde
habría de aterrizar, y a esto se debe en parte lo enigmático de algunas de las
estampas. En otras, el sentido ambiguo o equívoco resulta de un repentino
viraje en el punto de vista y por ende en la perspectiva del artista, el cual, en
aquellos azarosos años de 1790 a 1799, existe entre dos mundos y vive la
tensión agónica entre dos visiones radicalmente opuestas de la realidad.
Cuando acaba de grabar su colección de las estampas caprichosas a últimos
del siglo, Goya está ya de espaldas al siglo XVIII y cara al XIX de manera que
los Caprichos ofrezcan una recapitulación del modo de pensar y de sentir de
toda una época terminada, o sea epílogo de la Ilustración, y a la vez prólogo o
más bien visión anticipada de la nueva época por venir.
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Capítulo 2
Propósito satírico-moral de los «Caprichos»
y su trasmundo literario
Hay, pues, toda una parte de la realidad que se nos ofrece sin más esfuerzo que abrir los
ojos y los oídos —el mundo de las puras impresiones—. Bien que le llamemos patente. Pero
hay un trasmundo constituido por estructuras de impresiones, que, si es latente con relación a
aquél, no es, por ello, menos real. Necesitamos, es cierto, para que este mundo superior exista
ante nosotros, abrir algo más los ojos, ejercitar actos de mayor esfuerzo; pero la medida de este
esfuerzo no quita ni pone realidad a aquél. El mundo profundo es tan claro como el superficial,
sólo que exige más de nosotros.
ORTEGA Y GASSET
Serán estas estampas de Goya las que poder mirar cuando la mirada quiera estar perdida sin
encontrar límites triviales y tópicos.
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA.
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de perfumes y licores por encontrarse ésta aliado de su casa, en la calle de
Valverde, número 15.
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Con las mismas indicaciones volvió a aparecer el Anuncio, bastante
abreviado, en la Gazeta de Madrid del 19 de febrero. Unos cuatro años
después, cuando el pintor decidió regalar al rey las láminas para su
Calcografía, por temor de que cayeran en manos de los extranjeros después de
su muerte, según constataba en el oficio que dirigió a don Cayetano Soler el 7
de julio de 1803, declaraba que sólo se habían vendido veintisiete colecciones
en los dos días en que los grabados se habían ofrecido al público. Se referiría
quizá a los dos días que transcurrieron entre el día 19 de febrero, en que salió
el Anuncio en la Gazeta, y el día 21, en que fue exonerado de la Secretaría de
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Estado don Francisco de Saavedra, el amigo con cuya protección había
podido contar hasta entonces y sin la cual le parecería demasiado arriesgado
dejar circular su obra. Al referirse a ésta en la carta a Soler, la define con estas
palabras: «La obra de mis caprichos consta de Ochenta láminas gravadas a la
Agua fuerte por mi mano», como si «caprichos» y «láminas» fueran términos
análogos. El caso es que aun antes de la publicación del Anuncio del Diario,
Goya había firmado un recibo fechado el 17 de enero de 1799 y dirigido a la
Excma. Sra. Duquesa de Osuna joven por la suma de 1.500 reales «por cuatro
libros de Caprichos grabados a la agua fuerte por mi mano». En el Anuncio,
sin embargo, no aparece la palabra «caprichos» ni otro título que el arriba
indicado de Colección de estampas de asuntos caprichosos.
Por «asuntos caprichosos», Goya quería decir asuntos inventados por la
fantasía, o sea, por el capricho, y no copiados ni de la naturaleza ni de otras
obras, e insiste en que él «ha tenido que exponer a los ojos formas y actitudes
que sólo han existido hasta ahora en la mente humana, oscurecida y confusa
por la falta de ilustración o acalorada con el desenfreno de las pasiones».
Goya pretende, pues, presentar al público una serie de ochenta estampas
originales, más o menos fantásticas, en las cuales ridiculiza los errores
humanos comunes en toda sociedad y consagrados por «la autoridad, la
ignorancia o el interés».
Con el mismo objeto había proyectado en 1797 la Colección de setenta y
dos planchas, de la cual dio cuenta Carderera, citando una parte de la
Introducción que la debía preceder y que en lo esencial coincide con el
anuncio de las ochenta láminas que salió en el Diario dos años después. Lo
que sí cambió, además del número de láminas, fue la portada, que sería, al
parecer, el actual Capricho número 43, El sueño de la razón produce
monstruos, pero quizá con la inscripción que lleva uno de los dibujos
preparatorios, dentro del marco del mismo, Idioma universal. Dibujado y
Grabado pr. fco. de Goya año 1797 (figura 18), y en la parte inferior de la
página, esta justificación de la colección: El Autor soñando. Su intento sólo es
desterrar vulgaridades perjudiciales, y perpetuar con esta obra de caprichos,
el testimonio de la verdad. Esta declaración de propósito podía haberse
sacado del prólogo que escribió Feijoo para su Teatro crítico, pues es idéntico
el intento de los dos autores y hasta su manera de explicarlo. Goya, al
remplazar la proyectada portada con el autorretrato que es el Capricho
número 1, suprimió esta justificación de su obra o la incluyó en el Anuncio
donde venía más al caso, librando su obra, de esta manera, de una definición
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hecha, de una fórmula trillada que deslindaba, que restringía demasiado el
variado y complejo propósito del autor al terminar su obra de caprichos.
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que sus composiciones no ridiculizaban los defectos particulares de uno u otro
individuo, puesto que «la pintura (como la poesía) escoge en lo universal lo
que juzga más a propósito para sus fines: reúne en un sólo personaje
fantástico circunstancias y caracteres que la naturaleza presenta repartidos en
muchos…». Moratín había expresado el mismo concepto en el prólogo a su
Comedia nueva, impresa por primera vez en 1792, al decir que procuraba «así
en la formación de la fábula, como en la elección de los caracteres, imitar la
naturaleza en lo universal, formando de muchos un sólo individuo».
Replicaba de esta manera a sus contemporáneos que identificaban a los
personajes de la comedia con determinados individuos. Pero las declaraciones
estéticas de Moratín y Goya y las protestas anticipadas de éste no impedían
que muchos siguieran insistiendo en las mismas identificaciones que persisten
hasta hoy. El pintor pretende haber escogido asuntos «entre la multitud de
estravagancias y desaciertos vulgares… aquellos que ha creído más aptos a
suministrar materia para el ridículo…». De igual manera Moratín insiste en la
utilidad del ridículo para corregir vicios, porque «el espectador se ríe de las
extravagancias en que incurren sus semejantes, le da una lección agradable y
útil, para que no se precipite en ellas». Pintor y poeta cómico coinciden en su
claro propósito de castigar los vicios y las extravagancias del hombre por
medio del ridículo…
Mucho se ha discutido si Goya mismo redactó el texto del famoso
Anunoo. Es cierto que algún amigo, Ceán Bermúdez o Moratín, podía haberle
ayudado a componerlo, o pudo componerlo él apoyándose en textos análogos
de estos escritores. Con la ayuda de estos amigos o de sus escritos había de
componer más tarde algunas de las explicaciones de los Caprichos que se
encuentran escritas por su mano en el manuscrito del Prado. El caso es que las
declaraciones del Anuncio en cuanto al propósito satírico de las estampas eran
fórmulas hechas que se leían en prólogos de obras críticas o satíricas y en
prospectos de periódicos como El Censor. El intento de ejercitar la fantasía
del artífice es más original y personal y es el mismo que Goya declarara
muchos años antes en los mismos términos en su «Memorial a la Junta del
Pilar», como habremos de ver.
De todas maneras, el autor que tenía suficiente habilidad para redactar los
letreros y las inscripciones de los dibujos y grabados era capaz de redactar el
Anuncio. El estilo de éste es, desde luego, más retórico y académico, menos
escueto y expresivo que el de los epígrafes o el de las cartas de Goya a su
íntimo amigo Zapater, pero de igual manera las cartas jocosas de Cadalso a
don Tomás de Iriarte están escritas en un estilo distinto de los varios estilos en
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que componía sus obras para el público. Se ha afirmado repetidas veces que la
persona que escribía cartas con la ortografía pintoresca de Goya sería incapaz
de componer un párrafo, pero la verdad es que la ortografía de Goya no era
tan fantástica para su época, en la que muchas personas todavía confundían la
b con la v, a con ha, y el fenómeno no llamaba la atención a nadié. Se podía
ser, por supuesto, un excelente pintor, saber perfectamente tirar líneas,
colocar colores y sombras, sin saber componer un anuncio. Pero tampoco
hace falta convertir a Goya en todo un intelectual para atribuirle la página de
que se trata.
Cuando se redacta el Anuncio, Goya ha realizado ya todos o la mayor
parte de sus dibujos y estampas; se trata, pues, sólo de dar razón al público del
contenido e intención de la obra realizada, apoyándose en los principios
estéticos vigentes en el tiempo. Cuando empieza por afirmar que pretende en
sus estampas censurar los errores y vicios humanos, objeto que, «aunque
parece peculiar de la eloquencia y la poesía», puede igualmente ser el de la
pintura, no hace más que repetir una fórmula retórica hecha, es decir, la
máxima horaciana del «Ut pictura poesía erit», o sea, la pintura es poesía
muda, a la vez que la poesía es pintura que habla. Esta comparación
convencional en la crítica neoclásica fue repetida por Luzán, Ponz y Mengs;
no era más que un lugar común de la crítica del tiempo automáticamente
repetido por académicos y periodistas.
En el caso de Goya, tiene cierta aplicación, puesto que él ha sacado
algunos de los temas para sus grabados de textos literarios —artículos,
poemas o comedias— y pretende, en efecto, realizar por medio de sus
estampas lo que los autores se proponían conseguir con sus escritos. Para
constatar este hecho no es fuerza quebrar lanzas con los que mantienen que el
pintor era un genio ignorante e inconsciente, ni con los que insisten en que el
autor de los Caprichos era un hombre culto y hasta un filósofo. Lo que es
evidente es que tenía una extraordinaria facilidad para hacerse su
composición de lugar, adaptarse a distintas maneras de ser y de sentir, y para
captar, absorber y asimilar de una conversación, de un verso o de una escena
lo que le hacía falta para un dibujo o un grabado. Goya respiraba la misma
atmósfera espiritual que sus amigos ilustrados, y compartía con ellos, por lo
menos desde 1786, preocupaciones e ilusiones, ideas y opiniones, creencias y
sentimientos. Como todos ellos, había leído ensayos de Feijoo y adoptado su
actitud crítica ante la realidad, y con ellos continuaba su campaña contra los
errores y prejuicios comunes. Pero si el objeto era el mismo, el medio y modo
de lograrlo era, desde luego, totalmente distinto.
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Los grabados de Goya siempre rebasan los moldes fijos de la actualidad, o
para presagiar nuevos desastres que ha de padecer la humanidad, o para fijar
profundamente en el ánimo los temas eternos de la sátira universal, que
siempre han sido los temas predilectos de los grandes satíricos y moralistas.
Estos parecen ver el mundo y el hombre de todos los tiempos a través del
mismo lente deformador, y sintiendo el abismo que existe entre lo que el
hombre es y lo que debía ser, salvan el abismo por medio de una ironía
mordaz o con un humor más compasivo y comprensivo. Ciertos caprichos
recuerdan indefectiblemente a estos moralistas y satíricos del pasado, lejano e
inmediato, a Petronio y a Juvenal, al Prudencio de la Psychomaquia, y a los
grandes escritores de principios del siglo XVII —Quevedo y Gracián, los
Argensola, Vélez de Guevara y toda la novela picaresca—, pero recuerdan
aún más a los numerosos autores de versos, folletos y artículos satíricos de
fines del siglo XVIII, que por fuerza atacan los mismos vicios y errores
humanos que los satíricos de siempre, pero ahora a través de nuevas
perspectivas.
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19. Primer folio del manuscrito del Prado. Ver texto de los tres manuscritos citados en el Apéndice II.
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naturalmente, el sentido más escabroso y atrevido de las estampas, de ciertas
estampas en particular. Es sobremanera notable que ni Jovellanos ni Moratín,
que se refieren repetidas veces a obras de Goya, jamás nombren los
Caprichos ni aludan a ninguno de los grabados de la colección. Se encuentran
pocas alusiones contemporáneas a las estampas. Godoy, años más tarde,
recordará «las ochenta estampas de bellos caprichos de don Francisco Goya»,
al exponer cuanto se hizo por la Ilustración nacional bajo su protección. Pero
sabemos poco en concreto de la impresión que dejarían al circular por primera
vez entre los contemporáneos del ya muy conocido pintor.
Lo grotesco de algunos personajes es lo que llamó la atención al
administrador de la casa de la condesa-duquesa de Benavente, Manuel
Ascargorta, que al escribir una carta a la condesa-duquesa en 1799, cuando
ella se hallaba en París, le dice que llevando puesto el uniforme pequeño de
los Caballeros Hijosdalgos de Madrid, hace una figura tan ridícula, que podría
aumentar la colección de los Caprichos de Goya. La condesa-duquesa de
Benavente había adquirido antes que nadie cuatro colecciones de estampas
caprichosas, pero de lo que ella veía en ellas no sabemos nada; ¿vería lo
mismo que su administrador? El caso es que si no se viera más que lo cómico
grotesco en las estampas caprichosas, no habría riesgo en nombrarlas ni
necesidad de explicarlas.
De ser así, Goya no las habría retirado de la venta ni tomaría tampoco la
precaución de regalar las láminas y las colecciones al rey. Temía sin duda
alguna una denuncia a la Inquisición y la persecución por la misma, y con
razón; años después, en la carta a su amigo Joaquín Ferrer fechada el 20 de
diciembre de 1825, al negarse a publicar una nueva edición de los Caprichos,
afirma que había entregado las láminas al rey hacía más de veinte años y que,
a pesar de eso, «me acusaron a la Santa».
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preguntaba por qué sólo en España existía un olfato tan delicado que a cien
leguas de distancia los más sabios autores olían a herejes e impíos, aun
cuando estos autores declaraban con la mayor sinceridad su creencia
ortodoxa.
Moratín, al mismo tiempo, en una carta del 23 de marzo de 1787, escrita
desde Montepellier a su amigo Forner acerca del compendio de historia de
España que éste se proponía escribir, le advertía lo difícil que es ser autor en
España en el día:
Si copia lo que otros han dicho, se hará despreciable; si combate las opiniones recibidas, ahí
están los clérigos, que con el Breviario en la mano (que es su autor clásico) le argüirán tan
eficazmente que a muy pocos silogismos se hallará metido en un calabozo, y Dios sabe cuándo
y para dónde saldrá. Créeme, Juan; la edad en que vivimos nos es muy poco favorable; si
vamos con la corriente, y hablamos el lenguaje de los crédulos, nos burlan los extranjeros y aun
dentro de casa hallaremos quien nos tenga por tontos; y si tratamos de disipar errores funestos
al que no sabe, la santa y general Inquisición nos aplicará los remedios que acostumbra[1].
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que corresponden a la intención concreta o general con la cual se emprende la
obra, o a un determinado punto de partida o impulso, sea texto, circunstancia
o reminiscencia, o al estado de ánimo del pintor en el momento. Si hay un
cambio más o menos progresivo en toda la colección, es en la intención
emocional, cada vez más profunda y sombría, que proviene de una
sensibilidad cada vez más exacerbada por las fuerzas demoníacas que la
desgarran y que va transformando sus percepciones intensas en visiones
infernales.
Sátira de vicios
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relación al trasmundo en que surgió, podemos acaso llegar a ver en él lo que
vieron los amigos del pintor, impresión desde luego más cercana a la
circunstancia y a la intención originaria de la obra en cuestión. Veamos, por
ejemplo, el dibujo preparatorio del Capricho número 18, Y se le quema la
casa. Este dibujo, realizado a pluma en tinta sepia, que se conserva en el
Museo del Prado, lleva un letrero a lápiz: Espartero borracho que no acierta
a desnudarse y dando buenos consejos a un candil yncendia la casa (figura
20). ¿Por qué «espartero» borracho? Pues sencillamente porque se leían
constantemente en los diarios noticias de incendios en la espartería, o barrio
de los esparteros, que se atribuían a menudo a la borrachera de éstos, abuso
que llegó a ser tan intolerable que se les obligó a trasladarse a las afueras de la
ciudad. Algún artículo de estos le habría sugerido a Goya el asunto y quizá
también el epígrafe del dibujo. Este representa a un viejo espartero borracho y
de tal manera entorpecido por el vino que ha pegado fuego a una silla de
madera colgando del respaldo un candil encendido, y aun a la luz creciente de
la llama no consigue quitarse los calzones. Otro dibujo preparatorio de la
misma estampa, de paradero actualmente desconocido, está más cerca de la
estampa en cuanto al rostro del viejo y al fondo, que es la pared de una
habitación, y lleva ya el rótulo del grabado, Y se le quema la casa (figura 73).
Este título se elabora en un tono burlón en el manuscrito del Prado, que
también le agrega la moraleja: «Ni acertará a quitarse los calzones, ni dejar de
hablar con el candil hasta que las bombas de la villa le refresquen. ¡Tanto
puede el vino!». La explicación del manuscrito de Ayala introduce una nueva
nota gratuita: «No acierta a ponerse y quitarse los calzones un viejo que se
arde todo en lascivia». Esta misma nota de «lascivia» se repite en otra
explicación que se encuentra en el manuscrito de la Biblioteca Nacional y en
ciertas versiones publicadas: «Los viejos lascivos se queman vivos, y están
siempre con las bragas en la mano», con lo cual se aplica una nueva capa de
sentido al significado original del dibujo que representaba al simple espartero
borracho que no podía con sus bragas.
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20. Espartero, borracho q.e no acierta a desnudarse, y dando buenos consejos a un candil, yncendia la
casa. Dibujo preparatorio para el Capricho número 18. Madrid, Prado. (cat. del Prado, núm. 21).
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la adulación, la ambición desmedida o la avaricia, que siempre han censurado
los poetas cómicos y satíricos, como los moralistas ascéticos. El hecho de ser
viejo el borracho realza el vicio, puesto que por sus años debía ser más
moderado, más reflexivo y consciente de sus obligaciones individuales y
sociales.
Así, en el Capricho número 30 (figura 85), ¿Por qué esconderlos?, Goya
fustiga a un viejo avaro, doblado de espaldas, de cara repugnante, miserable,
que trata de esconder dos bolsas de dinero, esfuerzo vano, puesto que le queda
tan poco tiempo en este mundo; está rodeado de jóvenes, tal vez parientes,
que le han de heredar y se están burlando de él; si es un viejo clérigo u
obispo, como indican algunas explicaciones, es aún más reprensible su
avaricia, pues debía vivir más preocupado por su alma que por sus talegas.
Al artista lo que le interesa en la vejez o miseria es su potencia expresiva,
el problema de figurar o evocar, por medio de unas líneas, luces y sombras, lo
expresivo del cuerpo decrépito, del rostro lleno de arrugas, del gesto íntimo
que resume toda una vida humana.
Representación de la vejez
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21. Aun aprendo. Dibujo. Madrid, Prado. (cat. del Prado, núm. 416).
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22. Autorretrato. 1824, dibujo. Madrid, Prado.
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tiene los ojos cerrados porque un criado le está echando polvos al pelo
mientras el otro le calza; lleva puesto un peinador y, además, una especie de
guardapolvo para impedir la entrada de polvos en los ojos y en las narices,
que los tapa por completo. El letrero Esto sí que es leer insinúa que este viejo
aristócrata, que presume de sabio, sólo abre un libro cuando le es imposible
verlo, porque el resto del tiempo lo ocupa en actividades frívolas.
Aquí se trata sin duda de un personaje importante, un ministro, tal vez,
como indica el manuscrito de Ayala: «Los Ministros aguardan a última hora
para enterarse de los negocios. A éste le peinan, calzan y duerme. ¿Quién
desaprovecha el tiempo?». La significación que le da el manuscrito del Prado
es la misma, pero más general: «Le peinan, le calzan, duerme y estudia. Nadie
dirá que desaprovecha el tiempo». El manuscrito de la Biblioteca Nacional
concreta más: «Los Ministros, Consejeros y otros tales aguardan para leer,
estudiar y enterarse de los negocios a la hora que el peluquero les va a trabajar
la cabeza, les despeluza y ciega a polvo y el zapatero les prueba los zapatos».
Los folletos satíricos no pueden dejar de referirse al mismo tópico, y así,
en uno de ellos, La inoculación del entendimiento, que apareció en el año
1789, en un pasaje que satiriza a los que miran los libros por fuera y jamás
por dentro, leemos: «Nosotros no miramos nada, pero juzgamos de todo. De
un golpe governamos un Reyno, y mientras nos peynan formamos un
código». Si la frivolidad es lamentable en un joven que quiere saber de todo
sin estudiar nada, como «los eruditos a la violeta», de Cadalso, en un viejo es
repugnante, y tratándose de un ministro, es una catástrofe para el país; el
protagonista del Capricho número 29 es noble, heredero de un gran nombre
que no merece; sus antepasados dirigían heroicamente los destinos nacionales
mientras él pierde el tiempo en cosas vanas, como peinados, y eso todavía en
la vejez, cuando tiene la obligación de hacer algo útil. En el grabado
contrastan notablemente la inmovilidad del viejo estafermo con la rítmica
actividad de los criados que le peinan y calzan, y la luz concentrada en toda la
figura del viejo hace el efecto de un casi cadáver ya amortajado.
La estampa y el texto
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sigue engañando y le deja la absurda ilusión de que con vestirse a la última
moda puede deshacer los estragos del tiempo. Detrás de ella y haciendo un
contraste desastroso con «la» fantasma, está una joven sana, de macizas
carnes, apoyada en el tocador y mirando con fascinación el nuevo adorno que
se pone en la cabeza la vieja, adorno de cintas que estaba muy de moda en el
momento y que se llamaba caramba por la actriz que lo había inventado.
Como si no fuera bastante absurdo el espectáculo de la vieja estantigua
dedicada con inalterable constancia al culto de la moda y la belleza, la
acompañan dos jóvenes, uno, quizá su cortejo, que mira al techo extasiado, y
el otro, entretenido por la farsa, observa tanto a la joven como a la vieja. A la
explicación del manuscrito del Prado, «Hace muy bien en ponerse guapa; son
sus días; cumple setenta y cinco años y vendrán las amigas a verla», agrega el
de Ayala: «la Duquesa vieja de Osuna». Es poco verosímil que Goya
representara en este grabado a la duquesa de Osuna, aunque fuera la condesa-
duquesa viuda y vieja, cuando esta familia le favorece con repetidos encargos
de retratos y cuadros para la Alameda. Otras explicaciones manuscritas
pretenden ver en la anciana estropeada y vanidosa un retrato de la reina María
Luisa, conjetura igualmente absurda, puesto que la reina tendría entonces
cuarenta y siete años y no se parecería en nada a la vieja piltrafa representada
en el grabado. Es, por otra parte, excusado buscar modelo u original de la
vieja del Capricho número 55, porque todas las viejas de Goya se parecen
mucho; tienen un aire de familia, como es lógico, puesto que corresponden a
la imagen que tenía el artista de la mujer vieja, para él, casi siempre,
estantigua repugnante, o beata hipócrita o agente del demonio en forma de
alcahueta o bruja. Y no es menos repugnante y ridícula la petimetra de esta
estampa acicalándose delante de los jóvenes que hacen resaltar aún más sus
muchos años así como sus necias ilusiones y pretensiones.
El mismo asunto fue tratado a menudo por autores de cuadros satíricos de
tipos y costumbres a fines del siglo XVIII y en uno de ellos encontramos una
escena bastante parecida a la del grabado:
…la Condesa de Titplen, que con sus setenta años bien cumplidos, sus ayes y achaques, quiere
pasar por una niña de quince años; ha estado toda la mañana en su tocador mortificando y
estrechando su cuerpo, lavando y pintando su negra y seca cara, acomodando sobre su limpia
calva, semejante á un casco de calabaza, un magnífico peynado y un gracioso turbante. La
rodea una tropa de jóvenes petimetres que continuamente la lisonjean con palabras tiernas y
amorosas, y que la hacen creer que aun tiene mérito. Uno se pone a su lado y la adula
abiertamente en tanto que los demás, que están un poco retirados, se rien de ella, con el mayor
descaro. Esta Señora paga á peso de oro esta tropa de insolentes bufones, y consume sus rentas
en hacerse el objeto de su risa, y dar al público un ridículo espectáculo.
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Este cuadro descriptivo, que en los personajes y en varios detalles concretos
coincide con la estampa de Goya, forma parte de una miscelánea de escenas
costumbristas de don Desiderio Cerdonio, titulada El ropavejero literario, en
las ferias de Madrid, publicada en 1796. Pero la colección de artículos había
aparecido, bajo distintos títulos, desde el año 1790 en varias ediciones
anunciadas con gran frecuencia en el Diario de Madrid en aquellos años; en
alguna de éstas la habría leído Goya y se le quedaría grabada en la memoria
como imagen que se iría transformando o deformando en la vieja estantigua
del dibujo preparatorio para el Capricho número 55, Hasta la muerte.
El crítico de arte Elie Lambert ha señalado que Goya pudo encontrar la
idea de su composición en una estampa grabada por Surugue en 1745, sobre
un cuadro de Charles Coypel, y titulada La Folie pare la Décrépitude des
ajustements de la Jeunesse, y es cierto que los dos grabados tratan el mismo
tema general y coinciden en algún detalle, como cuando las viejas en las dos
estampas dan el último toque a su «toilette» poniéndose con evidente
satisfaccción un caprichoso adorno en la cabeza. Pero en todo lo demás son
totalmente distintas las estampas, en el fondo como en el ambiente, en la cara
de la vieja, que en la estampa francesa tiene cierta gracia y es al fin cara, y no
grotesca caricatura como en el grabado de Goya; tan contrarias son, en efecto,
que podrían servir para definir el contraste entre el temperamento y la visión
de un artista y de otro y, hasta cierto punto, entre el siglo XVIII español y el de
las luces en Francia.
La estampa española es mucho más afín al cuadro costumbrista citado, en
el tono y en todos los pormenores, aunque en aquélla se recarga todavía más
el negro y se intensifica lo ridículo hasta convertir a la protagonista en una de
las horrendas viejas de Quevedo, la «Vieja verde, compuesta y afeitada», o
«las fantasmas acecinadas que andan sonsacando amantes». Quevedo las
nombra «vivientes disparates» y como tales disparates las había de figurar
Goya en grabados como en lienzos, por ejemplo, el de las dos viejas brujescas
en el cuadro titulado ¿Qué tal? del Museo de Lille (figura 23).
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23. ¿Que tal? o La vejez. Lienzo de dos viejas brujescas. Museo de Lille.
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Los letreros de los tres grabados que acabamos de ver intensifican, cada
cual a su manera, la intención satírica de la estampa. El del Capricho número
18, Y se le quema la casa, breve y lapidario, es el epítome preciso de la
censura del vicio visto a través de sus ineludibles consecuencias. Cuanto más
elíptico, cuanto más dramático el epígrafe, tanto más sobrecoge al espectador,
que queda pendiente ce lo que está pasando y ha de pasar en la pantomima.
Los letreros Esto sí que es leer y Hasta la muerte condensan lo ridículo de la
actitud y la acción de los protagonistas de sendas estampas, acción en ambos
casos que manifiesta hasta qué punto han perdido el juicio o abandonado la
razón.
A veces la inscripción del dibujo está alterada en la del grabado,
resultando ésta casi siempre menos ligada a la circunstancia o al texto
originario del dibujo; el espartero borracho se convierte en cualquier viejo
borracho. Otras veces el cambio de letrero significa un cambio de enfoque
entre el dibujo preparatorio y el grabado realizado sobre el mismo. Así, en el
Capricho número 41, el letrero del grabado Ni más ni menos (figura 96), se
refiere al personaje retratado, es decir, al burro grave y presumido que se ve
retratar de golilla con evidente satisfacción. El pintor es un pobre mono
servicial y linsonjero que se afana por agradar al cliente importante. El
manuscrito de la Biblioteca Nacional explica: «Un animal que se hace
retratar, no dejará de parecer por eso animal, aunque se le pinte con su golilla
y afectada gravedad», y éste es, sin duda, uno de los sentidos del grabado. Los
manuscritos del Prado y de Ayala están de acuerdo en su explicación, menos
en un detalle, que en éste se llama al retratado «el Señor Golilla»: «Hace bien
en retratarse el Señor Golilla; así sabrán quién es los que no lo hayan visto»,
es decir, sabrán que es un burro con peluca de golilla.
En el dibujo preparatorio (figura 24), resaltan mucho más la figura, la
mirada y la acción del mono pintor, que tiene la paleta en la pata izquierda y
el pincel en la derecha, mientras que en el grabado, en el cual está invertida la
composición, tiene, al revés, el pincel en la pata izquierda y la paleta en la
derecha. El título del dibujo, por otra parte, No morirás de hambre, no deja
lugar a dudas de que el primer objeto de la sátira había sido el pintor más que
el retratado. Aunque el mono pintor tiene la mirada fija en el burro a quien
está retratando, lo que ha pintado es un viejo raposo con peluca de golilla que
esconde las orejas de asno.
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24. No morirás de ambre. Dibujo preparatorio para el Capricho número 41.
Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 61).
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la luz el primer tomo de sus Fábulas en verso castellano, entre las cuales se
encuentra una, titulada «El Pintor», que versa sobre el mismo tema del pintor
adulador que nuestro dibujo. Cuenta la fábula que cierto insigne pintor que
solía hacer retratos perfectamente parecidos a los retratados, empezó al poco
tiempo a perder todos sus parroquianos, por lo cual decidió acomodarse al
gusto de éstos, con el resultado de que:
No morirás de hambre, dice el letrero del dibujo, y esto es lo que Goya dice al
pintamonas, que en este caso es el mono mismo, que ha renunciado a la
verdad para adular al poderoso personaje. En la estampa desaparecen las
indicaciones concretas de la fábula que habrá servido de punto de partida o
estímulo a la imaginación del artista para el dibujo y también se esfuman los
contornos de la cara del raposo humano, dejando sólo la cabeza de raposo con
peluca.
La figura del raposo es sin duda reminiscencia de otra fábula del mismo
Rentería titulada «El Raposo», que armó mucho ruido cuando apareció
anónima en el Diario de Madrid del 4 de agosto de 1788, porque muchos
lectores veían en el Raposo al poderoso ministro el conde de Floridablanca.
Se imprimió por casualidad dicha fábula en un momento en que circulaban
varias sátiras dirigidas contra el primer ministro por enemigos suyos del
partido aragonés de Aranda; fue atribuida a Iriarte y a Samaniego, pero éste
declaró que era de su joven amigo Rentería, que se la había mandado, con
otras fábulas suyas, hacía mucho tiempo, de modo que no podía referirse a
ninguna circunstancia ni personaje en particular. Persuadido Floridablanca de
que no hubo alusión personal en la fábula, se le dio libre curso y volvió a
imprimirse en la edición de las Fábulas… de Rentería que salió en 1789. «El
Raposo» empieza con estos versos:
De un León poderoso
Ministro principal era un Raposo,
Por lo sagaz y astuto,
Orgullo como el hombre tiene el bruto;
Y así de su privanza envanecido
Trataba con imperio desmedido
Hasta los mismos tigres y los osos,
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Todos los animales,
Grandes, pequeños, mansos y furiosos,
Eran para él iguales:
Con rigor los trataba y aspereza,
Y despreciaba fuerzas y grandeza…
Las asnerías
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El Capricho número 41 forma parte de una serie de asnerías, estampas en
las cuales uno o varios de los personajes son asnos, y en este caso, por
excepción, las estampas que forman una misma serie son sucesivas, del
número 37 al número 42 inclusive. Aparecen jumentos en otros Caprichos,
pero éstos, a nuestro parecer, no pertenecen a la serie indicada. Sánchez
Cantón señaló algunas obras literarias muy leídas en la época que podían
haber servido de punto de partida a Goya para algunas de estas estampas, a
saber, La Burromaquia de Gabriel Alvarez de Toledo, y El asno erudito de
Forner, que atacaba en este violento folleto satírico a los Iriarte, al fabulista,
Tomás, en particular.
En la época que exalta la razón humana, los hombres, que con frecuencia
se portan y actúan como seres que carecen totalmente de razón o juicio, se
transforman con gran facilidad, si no automáticamente, en asnos. Pero es
posible que esta idea de una serie de asnerías le fuera sugerida a Goya por la
serie de grabados que servían de ilustraciones a una obra satírica entretenida
que llevaba el sugestivo título de Memorias de la insigne Academia Asnal,
por un tal Doctor de Ballesteros. El folleto, muy del gusto de la época y de
Goya, fue publicado en Bayona en el año 1792 y circularía en Madrid cuando
el pintor convaleciente, vuelto de Andalucía, hojearía nuevos libros y
estampas para distraerse.
La obra satiriza las academias literarias del tiempo, como manifiesta el
frontis, una estampa titulada Nueva Academia Asnal, que figura el «Nuevo
Parnaso» con un Pegaso borriquil, y los varios capítulos, titulados Memorias,
parodian discursos y memorias académicos muy típicos del tiempo, tanto por
los temas como por la manera pseudoerudita de tratarlos. En un discurso
sobre la «Antigüedad de las Pelucas», por ejemplo, se refiere toda la historia
posible y fantástica de las Pelucas, Peluquillas, Peluquines y Pelucones, y se
afirma que los primeros en usarlos en distintas épocas eran los cortesanos, por
delicadeza, y los tiñosos, por necesidad. En la primera Memoria se hace la
apología de los asnos y hasta de sus orejas, declarando que éstas nos parecen
risibles por largas únicamente, porque las nuestras son cortas, y que es una
antigua preocupación nuestra tomarlas por «insignia de tonto, por penacho de
la ignorancia y por espantajo de niños».
Cada memoria va acompañada de su estampa asnal con letrero en latín:
Asinus Orator, Asinus Astrologus con su telescopio, Asinus Antiquarius con
un folio que está deletreando, sátira de los eruditos que se queman las cejas
por nimiedades; y por fin tres más afines por el tema a estampas de Goya, los
titulados Asinus Musicus, Asinus Nobilis y Asinus Medicus. En la manera de
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ejecutar los temas no hay comparación posible, puesto que las estampas del
folleto son simples caricaturas y nada más. En cuanto al tema, basta comparar
el Asinus Musicus (figura 25) con el Capricho número 38 (figura 93),
Brabisimo!, para percibir lo que va de un dibujo elemental de un asno
pelucón, vestido de frac, que toca el violín, y la pequeña comedia o farsa que
se representa en el Capricho número 38, donde un mono toca una guitarra sin
cuerdas, a pesar de lo cual dos mirones en el fondo se ríen mientras aplauden
con entusiasmo la música, y en el primer término, al lado del mono músico,
un asno goza y parece aplaudir con las orejas enormes, que no por grandes
pueden oír lo que no suena.
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también por ser el músico quien es. El tema es desde luego un tema folklórico
que ya se encuentra en sus rasgos generales en don Juan Manuel: aplauden los
tontos lo que ni ven ni oyen porque todos aplauden.
El Asinus Medicus (figura 26) va con su peluca y con su bastón a tomar el
pulso a algún enfermo cuyo mal principal será este Doctor, que es un animal
como el médico en el Capricho número 40, De que mal morirá? (figura 95).
Morirá sin duda alguna de mal de médico, de médico ignorante y bestial. En
uno de los dos dibujos preparatorios (figura 27) para este grabado, el asno
médico, vestido de frac, está tomando el pulso al enfermo, y medita muy
grave; le acompaña otro asno médico que lleva peluca y anteojos y lee en un
pergamino o libro, seguramente en voz alta; la inscripción a lápiz dice: Bruios
diifrazados en fisicos comunes; y debajo, en letra que parece distinta, Casi
medita? (¿«inedita»?). En el otro dibujo preparatorio, a la aguada roja, y en el
grabado, se suprimen el segundo médico y la cabeza de mujer entre los dos
médicos; el médico que queda lleva una sortija con brillante enorme, como
todos los médicos de los artículos satíricos; sigue pensativo, pero aquí con los
ojos cerrados, tal vez por la ignorancia; el enfermo, por otra parte, está más
cerca de la muerte y le acompañan, en el fondo, dos figuras oscuras, poco
definidas; están fuertemente iluminadas las figuras del médico y del
moribundo.
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26. Asinus Medicus.
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27. Brujos disfrazados en fisicos comunes. Dibujo preparatorio para el Capricho número 40.
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28. Asinus Nobilis
El Asinus Nobilis (figura 28), del folleto es idéntico a otro titulado Asinus
Mathematicus sedens in cathedra: el asno sentado en una butaca, con las
antiparras imprescindibles, está contemplando un libro abierto que tiene en la
mano izquierda y cuyas páginas están cubiertas de filas de puntos que
igualmente podrían representar letras, figuras o números, mientras en la
derecha tiene un compás. Los prosaicos versos que acompañan la caricatura
repiten los tópicos indefectibles de la crítica de la nobleza hereditaria:
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Causa el culto entendimiento;
Aun por mas la virtud cuento,
Y es una ilusion fatal
Distinguir a un racional
De otro por el nacimiento. Dixi.
El asno del Capricho número 39, Asta su abuelo (figura 94), también está
sentado cómodamente en una silla antigua, delante de una mesa en la cual
tiene un libro genealógico abierto precisamente por donde se ven
representados ocho generaciones de burros y un borrico, que él se dedica a
contemplar hora tras hora porque no tiene otra ocupación seria. Los
manuscritos del Prado y de Ayala hacen más o menos el mismo comentario:
«A este pobre animal le volvieron loco los genealogistas y reyes de Armas.
No es él solo». En cambio, el manuscrito de la Biblioteca Nacional apunta a
los antepasados del protagonista: «Los borricos preciados de nobles
descienden de otros tales hasta el último abuelo».
El blasón o la ejecutoria como emblema de la necia jactancia de una
nobleza decadente era ya hacía tiempo un tópico literario. En El día de fiesta
por la mañana, en el capítulo sobre «El linajudo», Zabaleta observaba que
nuestro linajudo, antes de ponerse la golilla, «abre un nobiliario y va mirando
su genealogía. Vase entrando por los siglos pasados y halla a sus ascendientes
venerados y conocidos». Esta manía nobiliaria es universal en la Europa del
siglo XVIII si hemos de creer a los periodistas y viajeros, pero los críticos
españoles suelen insistir sobre todo en el contraste entre la antigua nobleza,
digna, viril, heroica, de la cual se ven todavía notables ejemplos, y la actual o
nueva, frívola, afeminada e inútil.
El error o vicio más trascendental, sin embargo, es el de la defectuosa
educación de los niños, puesto que el artículo de fe del siglo de las luces es
que todos los vicios y errores, tanto sociales como individuales, pueden
corregirse, con el tiempo, por medio de la instrucción y educación. Con
buenos maestros, capaces y bien preparados, podrían desasnarse los borricos
del Capricho número 37, que manifiesta toda su intención por el letrero en
forma de interrogación, Si sabrá más el discípulo? (figura 92). El maestro de
escuela, borrico grande, con enormes orejas de asno en el dibujo preparatorio
que luego en la estampa desaparecen debajo de una gorra, enseña la letra «A»
a un grupo de borriquitos que la están pronunciando al unísono. El maestro
burro tiene la palmeta inseparable en la mano-pata izquierda levantada, lista
siempre para compensar por las deficiencias de la ciencia o del arte
pedagógico.
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Esta escena recuerda vivamente la graciosísima de la novela del Padre
Isla, Fray Gerundio de Campazas, la del primer día que pasa Gerundio en la
escuela del extravagante maestro cojo que «hacía grandísimo estudio de
enseñarles el hablar bien la lengua Castellana: pero era el caso, que él mismo
no la podía hablar peor». Este lucido maestro enseñaba a sus alumnos, entre
otras novedades, que no se debía emplear en la conversación palabras que
empiezan con «arre», como arrepentirse, arremangarse, arreglarse, porque
esto sería dar a seres humanos el trato que se daba a los burros. En la escena
de que se trata, el maestro está enseñando precisamente la letra «A», que
explica es la primera vocal y se llama «vocal» porque se pronuncia con la
boca. Gerundio, que no tiene un pelo de tonto, le interrumpe con su natural
viveza para preguntar si las otras se pronuncian acaso con la cu…
En el Capricho número 37, Gerundio podría ser el primero de los
borriquitos, el que tiene la cabeza más acabada y la pata levantada, colocada
en la página con las cuatro letras grandes, todas «A». De las explicaciones de
los manuscritos, la más incisiva y acertada es la del manuscrito de la
Biblioteca Nacional: «Un maestro burro no puede enseñar mas que á
rebuznar». La intención satírica no podría ser más clara: mal anda la
enseñanza cuando los que se dedican a ella son como este maestro, burros
ineptos e ignorantes…
La serie de Asnerías es la única sucesiva, como se ha dicho, pero varias
otras se agrupan por el tema y, a la par, por la actitud del autor. Un grupo de
dibujos lleva la inscripción de Sueño, los preparatorios para los Caprichos
números 60, 63, 65, 68, 69 y 70, y casi todos estos llevan, por excepción, la
firma «Goya». Estos grabados forman parte de una serie de Brujerías en la
cual van interpoladas estampas de duendes y otras que parecen escenas reales
o posibles de la comedia humana contemporánea. Pero la mayor parte de los
grabados no se prestan fácilmente a una clasificación sistemática, ni por el
tema ni por la técnica.
Se ha sugerido que los primeros fueran realizados en aguatinta sin
aguafuerte, o con muy poco aguafuerte, como los Caprichos 3, 4, 5, 8, 11, 13,
17, 18, 25, 32, 34 y 39; los últimos serían los de más aguafuerte y a la vez los
más planos, como los Caprichos 2, 23, 24, 36, etc. Para nuestro objeto es más
útil agruparlos por el tema y ver juntos los que parecen representar el mismo
asunto con idéntico o análogo sentido.
Goya repite en el anuncio la fórmula de todos los escritores satírico-
morales, a saber, que su único intento es el de «perpetuar con esta obra de
caprichos el testimonio sólido de la verdad». Los escritores satíricos repiten
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los mismos motivos e imágenes hasta tal punto que es evidente que se imitan
unos a otros, por mucho que protesten que les compete únicamente revelar la
realidad o la verdad observada. Goya imita a los escritores satíricos, saca de
sus textos asuntos, anécdotas e imágenes; aprovecha los moldes preexistentes
de la sátira literaria y gráfica, pero lo que él descubre y revela en sus dibujos y
grabados es, al fin y a la postre, su propia visión personal y particular de la
verdad. Y esta visión suya es más o menos exageradamente deformadora; en
unos grabados predomina la fantasía libre que crea las formas más fantásticas
que hemos de ver en los capítulos siguientes; en los demás, prevalece el
objeto de satirizar vicios y pasiones del hombre, o los errores y
extravagancias del tiempo, y son éstos que estamos viendo ahora.
Se presentan los grabados sueltos o en grupos de dos o tres, más o menos
relacionados, que tratan o depravadas costumbres, como en las estampas de
los amores ilícitos de Celestina y sus hijas, o los temas palpitantes del siglo,
como los perjuicios de la ociosidad y la defectuosa educación de los niños,
sobre los cuales se leen constantemente artículos en los periódicos ilustrados.
Hay que ver estos Caprichos contra el trasfondo del nuevo periodismo del
siglo XVIII —El Diario de Madrid y El Correo de los Ciegos de Madrid entre
otros— y de la nueva clase media de suscriptores y lectores de periódicos; es
posible que sin este nuevo ímpetu y medio de comunicación, no se le hubiera
ocurrido a Goya grabar una sene de estampas satíricas.
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zapato porque había quebrado un cántaro, que en el dibujo preparatorio era un
tazón; se ve que el niño había interrumpido la tarea doméstica que apremiaba,
acabar de colgar la ropa lavada, lo que aumentaría aún más la cólera materna.
El significado del grabado esta bien claro y el rótulo encierra la intención
irónica del autor, haciendo resaltar lo absurdo del castigo y de la furia de la
madre en vista de la insignificancia de la falta del niño. El manuscrito del
Prado ofrece el comentario: «El hijo es travieso y la madre colérica, ¿cuál es
peor?». Desde luego, la madre, que debía tener más juicio que el niño y
servirle de ejemplo, como el maestro tenía la obligación de desasnar a sus
alumnos en vez de transformarlos en borricos.
El Censor critica de igual manera la extravagancia del padre de la
anécdota, la pasión que le cegaba y le hacía juzgar como grave delito un
accidente sin importancia, y censura la excesiva severidad con que
amonestaba y castigaba al niño; advierte a sus lectores, padres de familia y
maestros de escuela, que los castigos duros y violentos producen muy poco
bien y mucho mal, mientras que con dulzura y moderación se logra todo lo
que se quiere. De los maestros dice que si tuvieran más maña, más paciencia,
y no quisiesen ahorrarse trabajo a costa de los infelices muchachos, apenas
tendrían ocasión de valerse de las disciplinas y de la palmeta, «cuyo uso es
tan frecuente y cuyo efecto natural y necesario es hacerles para siempre
odiosas aquellas cosas a las quales debla se todo su cuidado inspirarles
amor… y no es esto el peor efecto».
Otro grave error en la educación de los niños es el de los padres que los
espantan con fantasmas y otros seres que no existen, superstición absurda que
luego los ha de dominar toda la vida. Las madres, sobre todo, usan de este
medio para deshacerse de los niños cuando quieren estar con sus amantes,
según cuentan numerosas anécdotas y muestra Goya en el Capricho número
3, Que biene el Coco (figura 58), donde una madre asusta a sus hijos
diciéndoles que es un coco el amigo suyo disfrazado de fantasmón. Este
sentido del grabado se ve claramente en el dibujo preparatorio, en el que la
expresión de la cara de la madre revela la emoción con que ella recibe al
supuesto coco, y es la explicación que da el manuscrito de Ayala: «Las
madres meten miedo a sus hijos para hablar con sus amantes, y otras peores se
valen de este artificio para estar con sus amantes á solas cuando no pueden
apartar de sí a sus hijos».
Esta preocupación por la educación de los niños desde su primera infancia
es constante en los ilustrados, pues en corregir sus defectos ven el único
medio seguro de desterrar definitivamente la ignorancia y con ella la
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superstición. Y si la educación de todos los niños es de gran importancia,
cuánto más la de los niños nobles, de los príncipes, futuros dirigentes del
Estado, tema tratado con gran frecuencia en artículos satíricos que aparecían
en revistas como El Pensador y El Censor, en obras de Cadalso y de
Jovellanos, y hasta en comedias, sainetes y tonadillas.
Una de éstas lleva, en efecto, el mismo título que el Capricho número 4,
El de la rollona (figura 59), en el cual satiriza Goya la defectuosa educación
de los hijos de familia noble y aun real, su ninguna aplicación a los estudios,
que las familias consienten tratándolos como niños cuando ya son de edad y
capaces de ocupaciones senas. En esta Insuficiente e irresponsable educación
ven los ilustrados la causa principal de la decadencia de la clase que
antiguamente había servido de modelo y de cabeza a las demás. En este caso
también, la explicación más completa se encuentra en el manuscrito de la
Biblioteca Nacional: «Los hijos de los Grandes se crian siempre niñotes,
chupándose el dedo, atiborrándose de comida, arrastrados por los Lacayos,
llenos de dixes supersticiosas, aun cuando ya son barbudos». En la crítica de
la defectuosa educación de los niños, se encuentran siempre inseparables la
ignorancia y la superstición, como las dos caras de la misma moneda; y es el
propósito constante e indefectible de todos los ilustrados perseguirlas,
combatirlas y por fin destruirlas.
Supersticiones populares
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en su edición anotada del Auto… de Logroño, que en éste, como en otros
casos que habremos de ver, serviría a Goya de punto de partida para unos
dibujos y estampas.
El Capricho número 52, Lo que puede un sastre! (figura 107), está
asimismo fundado en un asunto literario, pero esta vez contemporáneo. En
este grabado se ven arrodilladas muchas personas de diversas edades, clases y
oficios ante una imagen formada de ramas de un árbol envuelto en una sábana
plegada que en el dibujo preparatorio asemeja hábito de fraile; en el dibujo,
además, la figura fantástica carece de cara, que se le agrega en el grabado; y
en el fondo de éste se añaden figuras de brujas.
La clara e inmediata intención del artista se condensa en la escueta
explicación del manuscrito de Ayala: «La superstición hace adorar un tronco
vestido al público ignorante». El manuscrito del Prado, en cambio, da vueltas
al asunto sin abordarlo: «¿Cuántas veces un bicho ridículo se transforma de
repente en un fantasmón que no es nada y aparenta mucho? Tanto puede la
habilidad de un sastre y la bobería de quien juzga las cosas por lo que
parecen». A la afirmación del manuscrito de Ayala, agrega el de la Biblioteca
Nacional un elemento más: «La superstición general hace que todo un pueblo
se prosterne y adore con temor a un tronco cualquiera vestido de santo»; la
referencia al santo aparecía con frecuencia en la crítica de la proliferación de
imágenes llamadas santas o milagrosas a las cuales el vulgo adoraba más que
a Dios mismo.
El tronco medio muerto al cual le quedan sólo dos ramas en forma de
brazos que el vulgo ignorante adora como cruz o imagen es un motivo
universal de la ilustración europea que recuerdan los ilustrados
automáticamente al referirse a la superstición, como el poeta inglés Southey,
el cual relata su viaje por España en 1796 diciendo: «aquí el disparate de la
Superstición salta a la vista… Al entrar en este pueblecito se ve un árbol que
tenía dos ramas, por desgracia en forma de cruz; el vulgo le ha quitado la
copa y las demás ramas y ha tallado en el tronco una cara… convirtiéndolo de
este modo en un objeto de devoción».
El concepto, o la imagen verbal y gráfica, se impone en el espíritu de los
ilustrados como ejemplo indefectible de la creencia supersticiosa popular
concreta en el Capricho número 52, con efectos luminosos de una viveza
extraordinaria; como siempre, Goya inyecta en el concepto seco y trillado la
savia vital que lo transforma en una acción rebosante de sentido humano; la
moraleja o enseñanza se encierra en el sarcástico letrero, fustazo recio contra
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todas las falsas creencias engendradas por el miedo y la ignorancia, ¡Lo que
puede un sastre!
Clavijo había proclamado en su obra periódica, El Pensador, su intención
de desterrar supersticiones, creencias absurdas o caprichos, por medio de sus
«Pensamientos», en muchos de los cuales imitaba al Spectator de Addison; a
veces no hacía más que traducir al castellano largos pasajes de la versión
francesa de esta obra, como se lo manifestó un lector en una carta manuscrita
del año 1763, anónima, pero que se cree del conde de Mansilla. Años
después, Luis Cañuelo, abogado de los Reales Consejos, y sus colaboradores
se propusieron conseguir lo mismo con sus «Discursos» en El Censor, que
salió con algunas interrupciones entre 1781 y 1786.
El Censor
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dibujos y estampas, sino también algo de mucha más trascendencia, pues
leyendo los artículos satíricos de El Censor sobre temas sociales se haría toda
una perspectiva sobre la realidad que le rodeaba, que era la del periódico y de
todos sus colaboradores.
El Censor trataba los diversos tópicos del día, tales como la falsa
sabiduría de los eruditos a la violeta y las malas consecuencias de los
matrimonios desiguales; criticaba el lujo ridículo de las modas femeninas, por
una parte, y por otra a las señoras más encumbradas convertidas en majas; y
deploraba los duelos y el falso sentido de honor, la justicia desigual y la
inhumanidad del tormento. Pero los errores que más excitaban la indignación
del Censor, además de la defectuosa educación de los niños, eran la ociosa
ignorancia de la nobleza y la superstición que se defendía en nombre de la
religión, y a estos dos temas dedicó un gran número de sus «Discursos»,
muchos de los cuales fueron censurados y algunos prohibidos por la
Inquisición.
Impresionan aún hoy las miras arduas y arriesgadas que seguían
expresando abiertamente sus editores, miras que autores como Jovellanos sólo
revelaban, por lo general, en su correspondencia con amigos o en informes
secretos». El Censor dedica su obra «Al lector (único Mecenas) tan noble
como cualquiera», y se dirige a la nueva clase de lectores al atacar los males
del despotismo, la injusta repartición de las tierras —causa de la decadencia
nacional y de la miseria de los campesinos— o las prácticas piadosas que le
parecen puras exterioridades que poco o nada tienen que ver con la verdadera
religión.
La crítica violenta de El Censor dio motivo a que se expidiera una real
orden contra papeles satíricos, el 29 de noviembre de 1785, en la cual se
declara que aunque estos papeles sean muy útiles para la enmienda de las
costumbres públicas y privadas, el rey no quiere que se abuse de ellos «para
zaherir ni ofender específicamente las personas ni las Comunidades, ó
cuerpos particulares… para que se respete con suma veneración nuestra
Religión santa, y lo que es anexo a ella». El Censor, a pesar de la real orden y
de repetidas censuras y prohibiciones, sigue combatiendo, sin disimular en lo
más mínimo sus atrevidas opiniones, los mismos errores y abusos que le
parecen perjudiciales al bien común, y en su sátira mordaz, como en su
intención político-social, anticipa los artículos de Larra y desde luego los
Caprichos de Goya.
La franqueza y la acerba ironía de El Censor no podía menos de
desagradar a poderosas personas interesadas que lograron primero que se
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suprimieran ciertos artículos y luego que se prohibiera definitivamente la
continuación de la revista en 1787, pero sólo después que se hubieron
difundido sus ideas y opiniones entre un número considerable de lectores.
Goya era uno de éstos, sin duda alguna; vería la revista en casa de sus amigos
colaboradores de El Censor o sus asiduos lectores y secuaces, que no dejarían
de comentar sus «Discursos», sobre todo los suprimidos o recogidos por la
Inquisición. Uno de éstos, el «Discurso LXXVII», versa sobre la decadencia
de la nobleza y zahiere a los jóvenes nobles, petimetres afeminados, que,
pagados de su linaje, no son dados al estudio ni gustan de la lectura, y viven
ociosos sin ejercer profesión. Y describe sus ocupaciones diarias a la manera
de Parini, modelo de todos los críticos costumbristas desde Cadalso hasta
Larra:
Dispertar por la mañana de un profundo letargo muchas horas después que el Sol vivificó y
puso en movimiento á toda la naturaleza: pasar un gran rato examinando con la prolixidad que
pediria el negocio mas arduo, de qué color convendrá mas vestirse en aquel dia; otro mayor,
sentado en una silla mientras que otro ser, que también parece hombre, se ocupa muy
seriamente en llenar de polvo y grasa su cabeza; irse luego á una lonja y emplear allí horas… en
averiguar en donde estubo á noche fulana, con quién bailó citana, y quien la dió conversación al
oido, en disputar si Juan hace mejor boda que Pelayo, si este Duque está menos empeñado,
tiene más o menos renta que aquel Conde… y hacerse servir una porción de manjares costosos,
que no por eso alimentan mejor… gastar un par de horas pensando donde ir por la tarde…
meterse luego entre cuatro tablas para ir a dar cuatro o seis vueltas en el Prado, o a ver matar a
una docena de animales feroces; ocupar luego la mitad de la noche en disputar si fueron heridos
dos dedos más acá o dos dedos más allá de la nuca, después de haberse informado si los
Chorizos han dado cuchillada á los Polacos, ó al contrario, y la otra mitad en adivinar, si es la
bola señalada con el número 30, ó la marcada con el 40; ó si su compañero estará o no falto de
copas ó bastos; cenar en fin y echarse en cama hasta otro día…
Y concluye El Censor con esta observación, que «no puede creer que esos
que me parecen seres racionales no sean puramente unos seres ideales, ó
quando más unos seres animales…». Le sacan de quicio los Grandes que
miden su grandeza aun más que por el número de antepasados, por el número
de criados que emplean, de manera que el que mantiene doce es tres veces
más grande que el que no tiene más que cuatro. Juzga, por otra parte, que un
hombre debe servir para algo más y mejor que para lacayo y que para oficio
tan indigno como inútil podía la nobleza utilizar monos con su gorra cubierta
con lentejuelas de colores bien vivos, su buena faja con grandes borlas, su
zapato bordado con hebilla en la punta del pie y demás atavíos con que se
presentaban los lacayos en el día.
En numerosos «Discursos» ataca la frivolidad de las clases altas inútiles y
el lujo absurdo con que viven ociosos a expensas de los miserables jornaleros
que los llevan a cuestas, cultivando sus tierras y cargando todas las
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contribuciones para mantener el Estado y la Iglesia. No niega que la nobleza
fue antiguamente y todavía podría ser una gran semilla de virtudes, pero dada
su vida ociosa en el día, su ignorancia y sus preocupaciones, no puede menos
de corromperse y además de «inficionar la Sociedad».
En contestación a los que llaman perezosos a los jornaleros españoles,
dice: «querer que el hombre sea trabajador e industrioso quando el trabajo
carece de la recompensa que la naturaleza le señala, es pretender que corra un
cojo, que un icterítico se alegre. España será activa y laboriosa como
cualquiera nación del Universo puede serlo, quando se restablezca esta natural
correspondencia entre el trabajo y su utilidad…». En fin, más digno de un
verdadero honor le parece el más humilde artesano o el más pobrecito oficial
atareado en el trabajo para servir a los demás y no vivir a sus expensas, que el
Caballero más ilustre, honrado y rico, porque la vida ociosa no sólo es
perjudicial a la sociedad, sino contraria a la Moral Evangélica, la cosa más
opuesta al carácter de un verdadero cristiano y a la vez de un ser racional.
Otros «Discursos» de El Censor que fueron suprimidos exponían abusos
que se cometían en nombre de la religión. En el «Discurso XLVI», por
ejemplo, ataca a los oradores sagrados y pretende demostrar que la
superstición estaba más extendida que la piedad entre los españoles de su
época, y hace esto sabiendo el riesgo que corre de que se le persiga por hereje
—lo cual no puede menos de ocurrir—, puesto que en el día se toma por
«heregia todo lo que no es una ciega deferencia á todas las opiniones mas
ridículas». El editor afirma que apenas oía un sermón sin una invectiva contra
las máximas del siglo ilustrado, contra los ateos y los incrédulos, pero que
jamás había oído una palabra contra la superstición, aunque también es delito
contra la religión. Con los supuestos incrédulos, le pasaba lo mismo que con
los duendes, que toda su vida los andaba buscando sin dar con ninguno. El
veía, en cambio, a su alrededor, numerosos ejemplos de la superstición, el
culto que se rendía vulgarmente a las imágenes, por ejemplo, que le parecía
pura idolatría, o la multitud de falsas revelaciones y reliquias, o las fiestas de
Dios y de los Santos que se celebraban con comilonas y borracheras o con
bailes impuros u oraciones llenas de necedades. De los malos predicadores,
tan ignorantes como engreídos, hipócritas mojigatos, se mofaba como todos
los escritores satíricos del siglo XVIII que seguían más o menos el modelo
«gerundio» del Padre Isla. Los zaherían no sólo por sus sermones
extravagantes, sino también porque los representaban como malos bufones,
convirtiendo el púlpito en teatro y corrompiendo a la vez el gusto del
auditorio.
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Sermones gerundios
El Padre Isla reprodujo con tanto acierto los ridículos sermones y a sus
autores en su novela famosísima, la Historia del famoso predicador Fray
Gerundio de Campazas, alias Zotes, que desde que salió su primera parte en
1758, se dio el nombre de «gerundios» a los tales sermones y a quienes los
inventaban, y hasta se creó un verbo para significar el ensartar en un sermón
textos absurdos, antítesis, paradojas, desenfrenadas metáforas y juegos o
trueques de palabras: «¡Mal haya quien gerundea!», escribe Cadalso en una
carta a Iriarte en que le da gracias por haberle mandado el sermón gerundio
que se había predicado en la muerte del Padre Sarmiento (1771), y ruega que
no deje de mandarle el panegírico que se haya de dedicar al Padre Flores, que
será igualmente pedante y extravagante.
Los racionalistas del siglo XVIII se entretenían con la lectura de estas
oraciones que repugnaban a la razón regocijándose en burlarse de ellos. El
mismo Padre Isla se había deleitado en recoger un gran número de sermones
absurdos, en volverlos a leer, en escoger retazos ridículos de entre ellos para
con éstos componer los monstruosos sermones de Fray Gerundio y sus
compañeros. Su Historia fue celebrada por sus numerosísimos lectores, que
conseguían leerla impresa o en copia escrita a mano, a pesar de que la
Inquisición había prohibido las dos partes de la novela en edictos de 1760 y
1776. Como las prohibiciones no impedían las polémicas acerca de la novela,
en el Indice de 1790 se agregó a la prohibición: «Asimismo se prohibieron
todos los Papeles impres. y mss. divulgados en pró y en contra de dicha
Historia: y se mandó con pena de Excomunión que nadie escribiese en pró ni
en contra de dicha Obra»; prohibición que se refería a una nueva edición de
1787 en tres tomos que incluía, además de la novela, una colección de varias
piezas referentes a ella.
Goya leyó la famosa Historia, o la oyó comentar con regocijo por sus
amigos ilustrados, y con toda seguridad había oído sermones predicados por
predicadores populares parecidos a Fray Gerundio. En los años en que Goya
grababa los Caprichos, un predicador que fascinaba y conmovía al pueblo por
toda España era Fray Diego de Cádiz, del cual apuntaba en sus Diarios
Jovellanos el 12 de abril de 1795: «No se habla sino del P. Cádiz; entre
muchos elogios ¡cuántas cosas pueriles y fastidiosas se oían…!». A un
fenómeno tan presente en los espíritus del momento no podía dejar de dedicar
algunos apuntes Goya, y uno de los Caprichos, el número 53, Qué pico de
oro! (figura 108), presenta un loro predicador, la cabeza erguida, la pata
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derecha levantada para acentuar algún dicho sutil y ridículo, dirigido a unos
religiosos que le escuchan extáticos, todos menos uno vestido de viaje, de
cara displicente que ni mira al orador. Los oyentes le están escuchando, como
decía el Padre Isla al referirse a un sermón de Fray Blas, compañero y modelo
del joven Gerundio, «con la boca abierta, embelesados con la Presencia del
Predicador, con el garbo de las acciones, con lo sonoro de la voz… Mientras
dura el Sermón, no se atreven á escupir, ni aún apenas á respirar, por no
perder ni una sílaba. Acabada la Oración, todo es cabezadas, todo murmurios,
todo gestos, y señas de admiraciones. Al salir de la Iglesia, todo es corrillos,
todo pelotones, yen ellos todo elogios, todo encarecimientos, todo asombros.
Hombres como este! Pico más bello!»[2].
No se muestran menos embelesados los oyentes del loro predicador del
Capricho número 53, titulado Qué pico de oro! y esta escena de la novela
podía haberle sugerido al pintor la suya, ésta o cualquiera otra de las muchas
parecidas en que figura el mismo Fray Gerundio, habilísimo imitador de tan
admirable y admirado maestro, o todas ellas juntas, de las cuales extraería el
artista la esencia de su disparatado predicador arrobando a sus cautivados
oyentes. Cuando Fray Gerundio predicó el primer sermón de muestra y
estreno en el refectorio del convento, estaba presente por una feliz casualidad
el Reverendísimo Padre Maestro Provincial. Al escuchar la sarta de disparates
de la Salutación que desde sus primeras palabras —«No es de menos valor el
color verde, por no ser amarillo, que el azul por no ser encarnado…»— y la
gran risa y zambra que causaron en el refectorio, el provincial, escandalizado,
no lo dejó proseguir ni aun con la Salutación, que, según declara el Padre Isla,
era tal que «debiera perpetuarse en los moldes[3], eternizarse en las prensas,
inmortalizarse en los mármoles, buriles, y pinceles, por pieza original, pieza
única, pieza inimitable, en su especie», y tal, en efecto, la ha eternizado Goya
en su Capricho número 53.
La explicación que suministra el manuscrito del Prado para este Capricho
es un buen ejemplo de lo que nos parece el esfuerzo del autor por ocultar el
verdadero sentido de la estampa, pues afirma que aquí tenemos que ver con
una Junta académica, en la cual el papagayo está hablando de medicina. Más
acertados están los demás manuscritos que ofrecen explicaciones que
corresponden a las escenas citadas de la célebre novela de Fray Gerundio de
Campazas, sobre todo el de la Biblioteca Nacional: «Los frailes son
regularmente predicadores plagiarios, pero como se alaban mucho unos á
otros, el auditorio necio está con tanta boca abierta».
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Goya, en esta estampa, no sólo reproduce escenas y personajes de la
novela sino que remeda perfectamente el espíritu jocoso y el humor
campechano del Padre Isla. Esto explica, sin duda, el hecho de que el
Capricho número 53 se distingue de los demás Caprichos que satirizan a
frailes, en los cuales la sátira de Goya es mucho más acerba y truculenta.
Estos otros surgen a raíz de la crítica antimonástica erasmista que se renueva
con la Ilustración y con la picaresca frailuna de obras como la Virtud al uso y
Mística a la moda, de Afán de Ribera, y otras por el estilo, que habremos de
ver en los capítulos siguientes.
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Como promovedora principal de los amores ilícitos, aparece la Celestina
en varios hermosos grabados, armada de su inexcusable rosario y, cuando no
está sentada, doblada sobre su palo o muleta; en el Capricho número 15,
Bellos consejos (figura 70), está la vieja adoctrinando a una maja joven, bella
y rozagante, que la escucha atenta mientras echa aire con el abanico; en el
número 17, Bien tirada está (figura 72), letrero de palmario doble sentido —
consta que la joven y su media están bien tiradas—, ella apoya el pie en el
borde del brasero para estirar bien la media mientras expone la bella pierna a
la admiración de su vieja «protectora»; en el número 31, Ruega por ella
(figura 86), la vieja está pasando las cuentas del rosario mientras una criada
peina a la joven, que, como en la estampa anterior, acaba de levantarse y
también expone una bella pierna, levantada aquí encima del brasero.
Se ve que Goya ejecutaba estos dibujos y grabados con verdadera
delectación por muy moralizantes que sean los letreros que luego les
agregaba. Todos los libros de avisos moralizantes advierten a los forasteros
que estas malas mujeres se suelen permitir en las Cortes, «porque de quitarlas
no se sigan mayores inconvenientes», y señalan que abundan sobre todo en el
Paseo del Prado y en unas cuantas calles; una de estas lamias, por ejemplo, se
encontraba casi al llegar a la esquina de Medinaceli, cuenta el autor anónimo
de Madrid por dentro y el Forastero instruido y desengañado, y se la veía
«con su mantilla de puntas largas, y una basquiña de tercianela tan corta, que
sin cuida vimos que andaba en chinelas, y que los briales sobresalían
dexandose ver un poco mas arriba la basquiña». Sigue contando el autor que
una vez que iba acompañando a un forastero, ella se le encaró, haciéndole
señas con el abanico y mirándole de medio ojo; el joven forastero le
preguntaba si era alguna conocida suya, a lo cual contestaba que la conocerían
todos los que quisiesen.
En el Capricho número 16 se nos presenta una escena parecida: una
cortesana habla con su abanico a dos espectadores; no hace caso a la vieja que
la sigue, que esta vez no es la madre Celestina, sino su propia madre, a quien
ella ya no reconoce; el letrero en este caso lo dice todo, Dios la perdone: y
era su madre (figura 71). Sobre esta misma anécdota conmovedora de la
joven que viene de su pueblo a la corte, sube en el mundo y se olvida de su
familia hasta no reconocer a su propia madre, se escriben muchos cuadros de
costumbres, algunos moralizantes, para el periódico, otros dialogados en
sainetes, para la escena.
En el Capricho número 28, Chiton (figura 83), varía la anécdota: se trata
ahora de los amores ilícitos de una persona de clase alta y no de una
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cortesana, como en las anteriores; la vieja zurcidora, encorvada, apoyando las
dos manos en el bastón, detrás del cual se percibe el rosario de siempre, se ha
citado con la joven señora distinguida, en un sitio despoblado, para darle un
recado secreto; la joven tiene la cara casi completamente tapada, lo cual
realza aún más la gracia del cuerpo ligeramente doblado; está fuertemente
iluminada la mano izquierda, que tiene levantada delante del trozo de perfil
descubierto, con el índice apretado contra la boca que susurra Chiton. Esta
estampa es una de las más bellas composiciones de la serie que, en vez de
precaver al espectador, le atrae con sus sombras y luces y con su ritmo e
incomparable gracia.
Las explicaciones distinguen entre los amores ilícitos de mujeres casadas
que viven como les da la gana y los de las pobres jóvenes que se hacen
prostitutas tal vez por miseria y luego son perseguidas por la ley que protege a
las señoras de rumbo. Así, en los Caprichos 21 y 22 vemos a las víctimas de
esta justicia desigual: en el 21, Qual la descañonan! (figura 76), un juez hace
capa al alguacil y al escribano, que están desplumando un pájaro con cabeza
de mujer, motivo desde luego picaresco y pictórico; y el número 22,
Pobrecitas! (figura 77), representa a dos infelices indefensas, el rostro tapado
por la mantilla, a quienes dos alguaciles llevan a San Fernando o a la cárcel.
Estos dos temas aparecen con las mismas observaciones en la primera Sátira
«A Arnesto» de Jovellanos: el poeta se lamenta a Temis de que mueva su
brazo sobornado contra:
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Es verosímil que los versos citados hayan sugerido también el Capricho
número 32, en el cual una joven pensativa y triste está sentada en un calabozo
oscuro, donde una linterna colocada en el ángulo superior izquierdo ilumina
únicamente la figura de la joven que se encuentra recluida, como explica el
letrero, Por que fue sensible (figura 87). En esta estampa se ve que le
preocupaban más a Goya los efectos pictóricos que conseguía con la punta y
con el aguatinta, con las sombras expresivas tanto como las luces, que las
formas mismas. Emplea de igual manera los negros y blancos en el Capricho
número 36, Mala noche (figura 91), donde consigue, además, representar el
movimiento del viento que tiene la culpa de levantarles la falda a las dos
rameras para quienes esta es, en varios sentidos, una mala noche.
En algunos grabados de esta serie, la escena es, al parecer, un interior de
una casa de prostitutas, como en el número 26, donde Goya aprovecha el
doble sentido del letrero, metafórico y literal, Ya tienen asiento (figura 81).
Por medio de la absurda representación literal de la imagen implícita en el
letrero, el artista insinúa que estas «mozas de asiento» sólo tendrán asiento, es
decir, juicio, cuando se pongan asientos o sillas sobre la cabeza. La estampa
figura dos jóvenes casquivanas que se han puesto la saya en la cabeza,
dejando medio cuerpo descubierto, y han tenido la ocurrencia de poner las
sillas encima de la cabeza, acto ridículo que exhiben con complacencia al
espectador como a los petimetres que las acompañan riendo a carcajadas la
gracia. Goya se deleita en retruécanos y en juegos visuales de palabras: aquí
emplea el vocablo «asiento», que es de uso frecuente en su día, para
significar, además de cordura o prudencia, un estado fijo y permanente como
en la locución «estar» o «hallarse de asiento», es decir, estar establecido en un
lugar o puesto, para expresar la tremenda ironía de la situación de estas
jóvenes insensatas que nada fijo tienen a menos que sea su actual falta de
juicio y su porvenir lleno de desdichas.
En otros Caprichos de parecido escenario, las víctimas no son las rameras,
sino sus clientes; este es el punto de vista tradicional desde Ovidio en su Ars
amandi, en las obras que lo imitan como el Arte de las putas, de Moratín
padre, que fue prohibido por edicto de la Inquisición en 1777, pero después de
haber circulado en manuscrito. Don Nicolás se había servido no sólo del texto
original de Ovidio y de las versiones e imitaciones contemporáneas en
italiano y francés, sino de La Celestina y del Libro de buen amor, descubierto
hacía poco por don Tomás Sánchez y editado años después por él mismo en el
Tomo IV de su Colección de poesías castellanas anteriores al siglo XV. De
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esta última obra maestra hizo Jovellanos una notable crítica al censurarla para
la Academia en el año 1789, recomendando que se publicara íntegra.
Moratín, que imita a Ovidio a lo burlesco, adapta la escabrosa materia al
gusto de los ilustrados madrileños del siglo XVIII y proporciona a sus lectores
una especie de guía amatoria de las calles donde se encuentran las más
célebres prostitutas —«la salada Calesera, la chusca Sinforosa, la Isidra
vanidosa y la escandalosa Policarpa, etc.»— y a la vez un manual que enseña
a los jóvenes a precaverse contra ellas. Les aconseja, por ejemplo, que se
sirvan de las «alcahuetas de rosario / que hacen novenas / y oyen muchas
misas», porque ellas ponen el camino llano de modo que ellos no se vean
obligados a cansarse con ruegos y arreglos. Les recomienda por otra parte las
sanas campesinas recién llegadas a la corte, y si quieren enterarse donde se
encuentran, sólo les hace falta dirigirse a los alguaciles y escribanos que
persiguen a las pobres «no con deseos de extinguir lo malo, / pues comen con
sus delitos…»; porque como ya se ha visto, en el Capricho número 21, Qual
la descañonan!, en lugar de corregirlas, las estafan y las roban.
El poeta avisa a su joven lector que estos amores son preferibles al yugo
despótico del matrimonio) a los absurdos cortejos que habrían de «costarle
millares de pisadas / postes, suspiros, lágrimas, ternezas, / escrúpulos, regalos
y paseos, / estar al tocador todos los días / y la noche pasarla en galanteos».
Pero tenga mucho cuidado con las rameras experimentadas y astutas que
descañonan a los novatos, le advierte repetidas veces. Jovellanos, en su
segunda sátira «A Arnesto», imita a Moratín en su descripción de la vida
lupanaria de Madrid y señala los mismos riesgos que corre el joven ingenuo y
enamoradizo en manos de las rameras codiciosas como:
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El Capricho número 19, Todos caerán (figura 74), nos lo manifiesta: en la
copa de un árbol está colocado de señuelo un pájaro con cabeza y busto de
mujer, para seducir a los pájaros-hombres que revolotean a su alrededor.
«Todos caerán», dice el letrero, y es palmario que todos, sin excepción, han
de caer en la trampa; a uno de los avechuchos caídos le están desplumando, y
hasta arrancando las tripas, dos mujeres sentadas al pie del árbol,
acompañadas de la venerable anciana que está de rodillas, tal vez rezando
para que caigan pronto los demás pájaros que no escarmientan con el
horrendo ejemplo que tienen delante.
Las fuentes emblemáticas de este grabado fueron señaladas por el
profesor Levitine, y no cabe duda de que Goya, en esta estampa y en la
siguiente, recuerda y sigue emblemas tradicionales en la representación
alegórica de las aves. Pero entre los emblemas y los Caprichos queda, sin
embargo, una inmensa diferencia, y es que, en el emblema, el elemento
gráfico está siempre subordinado al texto sentencioso, mientras que en las
estampas caprichosas de Goya, obras totalmente autónomas, aun cuando un
texto literario les haya servido de punto de partida, el letrero está
completamente subordinado al grabado, con el cual puede tener, como se ha
visto, las más diversas relaciones.
Por lo general, el letrero, más que descripción, definición o explicación de
la estampa, es un comentario independiente, una observación moralizante
exclamatoria que hace algún espectador invisible sobre la acción o escena
presentada, un latigazo sarcástico o un escarmiento como aquí, Todos caerán.
La imagen de la mujer-pájaro que sirve de señuelo, asomándose a los
balcones o ventanas de las casas de mal vivir, es por otra parte un motivo
picaresco convencional que se ve, por ejemplo, en este pasaje de La pícara
Justina: «Enfrente… estaban unas mezquitas pequeñas, o casas de calabacero,
donde estaban asomadas unas mujercitas relamiditas, alegritas y raiditas como
pichones en saetera».
El Capricho número 20, Ya van desplumados (figura 75), es una
continuación directa del número 19, consecuencia lógica de éste y del número
35 que acabamos de ver, titulado Le descañona, pues una vez desplumados
los pájaros o descañonados los mozos, las rameras los arrojan a escobazos y
ellos se retiran a duras penas, cojos y cabizbajos; dos pájaros más, a quienes
todavía les quedan plumas, revolotean en lo alto; detrás de las dos jóvenes se
ven dos figuras, al parecer de frailes, con rosario a la cintura, respaldándolas y
disfrutando del espectáculo. Está claro que las aves que vuelan todavía caerán
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y les pasará lo mismo que están observando, precisamente como en el
Capricho número 19.
Los cortejos
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a leer la obrita satírica ésta recuerda otras escenas en la obra gráfica del
pintor, por ejemplo, la de los cortejos en el Paseo del Prado a los cuales alude
este pasaje: «quien viere que, abusando las gentes de lo juicioso, concertado y
efectos de una buena educación, desatan los diques a sus pasiones, y hacen
alarde de tener en público sus galanteos…»; pero más que cualquier cita que
recuerde una determinada escena, es todo el ambiente de la obra, todos los
preceptos de la «marcialidad» que expone, que sugieren las estampas
relacionadas con el cortejo y sus consecuencias, a veces violentas.
Una de éstas, que describe la Optica…, la vemos en el Capricho número
10, El amor y la muerte (figura 65), que parece escena de un drama
romántico; un amante, herido de muerte, sin duda en duelo, está expirando en
brazos de su amada, que se esfuerza desesperadamente por sostenerle contra
un muro. Los dos autores condenan los desafíos y los celos, monstruos
engendrados por desordenadas pasiones, que suelen parar en escenas patéticas
como ésta.
A veces las consecuencias de los celos son más grotescas que patéticas,
como en el Capricho número 58, Tragala perro (figura 113), donde un pobre
hombre arrodillado y suplicante está rodeado de frailes, uno de los cuales le
amenaza con una jeringa enorme; los demás frailes ayudan a éste, colgándole
reliquias al cuello para curarle de su susto y de sus celos, y regodeándose con
su víctima; en el fondo, una figura de mujer, la cara cubierta con un velo, que
es tal vez el objeto de los celos del desgraciado marido que se ve en tal apuro
y se la tendrá que tragar. El letrero tiene en este caso, como en otros que
hemos visto, un doble sentido, literal y figurado, que viene a ser que el infeliz
no tiene más remedio que soportar lo que le está pasando.
Una posible fuente literaria de este grabado fue descubierta por el profesor
Glendinning, unas «Décimas» manuscritas, con un resumen de la anécdota en
prosa, que refieren un caso parecido en parte a la acción del grabado. La
anécdota tiene un sabor folklórico tradicional en la rivalidad entre un soldado
y un fraile por la misma amada, pero el detalle de la lavativa es muy del siglo
XVIII, al parecer muy adicto a jeringas, que se representan en numerosas
estampas francesas e inglesas de la época.
Las «Décimas» en cuestión fueron compuestas con motivo de un suceso
según el texto, en prosa, «falso o cierto, que se dice ocurrido en Sevilla, de
haber entrado un Oficial de Infantería en casa de una señora muger a quien
obsequiaba, Y haber hallado con ella de visita a un Religioso del Orden de la
Merced, al qual, por burlarse de él, quiso que la criada de la casa le echase
una labativa; pero el Religioso, después de haberle hecho ver con la mayor
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moderación el lícito motivo de su entrada en aquella casa, lo feo é insultante
de la acción que con él se intentaba, y que de ningún modo sufriría; sacó una
pistola, y apuntando al Oficial, le hizo desatacarse, y que la criada le echase
tres labativas, en vez de una con que había sido amenazado; y después se
marchó con mucha serenidad»…
De esta anécdota habría varias versiones que Circularían orales o en
manuscrito, y una de ellas pudo ser el punto de partida del dibujo preparatorio
para este grabado. Si alguna de estas versiones sirvió de trampolín a la
fantasía de Goya, al emprender el dibujo cambió algunos elementos de la
historia: en el dibujo preparatorio y en el grabado, el monstruo de enorme
cornamenta que domina la acción no deja lugar a dudas de que se trata de un
marido o amante cornudo; la sátira va dirigida contra éste por atontado y
supersticioso, pero mucho más contra los frailes inmorales que convencen a
su víctima con reliquias y lavativas.
Como en otras estampas de este mismo objeto satírico, es decir, la crítica
de la inmoralidad de unos frailes, el manuscrito del Prado proporciona unas
observaciones generales moralizantes que nada tienen que ver con lo esencial
y concreto de la escena: «El que viva entre los hombres será jeringado
irremediablemente; si quiere evitarlo habrá de irse a habitar los montes, y
cuando esté allí conocerá también que esto de vivir sólo es una jeringa». Las
demás explicaciones se atienen al suceso representado y su claro sentido
antimonacal, por ejemplo, el manuscrito de la Biblioteca Nacional, que
declara: «No le hechan mala lavativa a cierto Juan Lanas unos frailes que
galantean a su muger, y le ponen un taleguillo al cuello a manera de reliquia
para que se cure y calle».
Goya zahiere asimismo a los frailes que, a pesar de sus votos y hábitos, se
dedican a amores ilícitos, en otro grabado en el cual un fraile rapta a su
amada; es el Capricho número 8, Que se la llevaron! (figura 63), donde dos
hombres se llevan a viva fuerza a una mujer que grita desesperada; el que va
delante y la tiene agarrada por la cintura es un gañán joven y fuerte sin rostro
visible, o porque lleva máscara o porque Goya quiso figurarlo en simple
mancha negra; al que va detrás tampoco se le ve la cara porque le tapa la
capilla con su hábito de religioso. En esta estampa el artista satiriza no sólo al
religioso, sino a la mujer víctima del rapto, porque cree que sólo es raptada la
mujer que o no quiere o no sabe guardarse, así es que son sus propios malos
instintos o pasiones lo que hace que se la lleven.
Goya trata en varias estampas el tema de la mujer raptada y siempre desde
el mismo punto de vista. La mujer que se deja perseguir será cogida, como se
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manifiesta en la bellísima estampa de una graciosa bailarina perseguida por
varios monstruos alados de cara grotesca más o menos humana, el Capricho
número 72, que lleva el letrero amonestador, No te escaparás (figura 127).
Algunas explicaciones insinúan que aquí se trata de la célebre bailarina
francesa Mademoiselle Duté y de Godoy; de ser así, éste sería el monstruo
mayor y más alto, elevado en los hombros y cabezas de los demás, metáfora
gráfica que se repite en otros Caprichos.
No menos gracia que la bailarina tiene la dama voladora en el Capricho
número 61, Volaverunt (figura 116), y esta vez parece cierto que la dama con
alas de mariposa en la cabeza es la duquesa de Alba, que vuela con los brazos
en cruz que sostienen la mantilla, el pie puesto en un grupo de tres brujos que
la llevan por los aires. Mientras que el manuscrito del Prado hace el
acostumbrado comentario moralizante que no aclara nada, el de la Biblioteca
Nacional condensa en pocas palabras el sentido del grabado y su evidente
intención: «Tres toreros levantan de cascos a la Duquesa de Alba, que pierde
por fin la chaveta por su veleidad». La veleidad es precisamente lo que
expresan las alas de mariposa, que vuelven a aparecer en la cabeza de la
misma dama en un Capricho que quedó sin grabar[4] y que en su dibujo
preparatorio lleva la elocuente inscripción, Sueño de la mentira y de la
Ynconstancia; la dama se nos presenta con cara doble, una vuelta a la figura
del autor, que la abraza apasionada y desesperadamente, la otra hacia otro
caballero que se va acercando desde el fondo del grabado y ha dado una mano
a la dama y la otra a otra mujer, que también tiene dos caras; en el primer
término se representa una culebra que está fascinando a una tortuga. Este
dibujo, por su complejo sentido simbólico y por llamarse «sueño», pertenece
más bien al grupo de estampas fantásticas que hemos de ver más adelante.
Pero el amargo resentimiento y desengaño que expresa tanto la inscripción
como el grabado, debido a la experiencia personal del artista en este caso, es
el sentimiento de los Caprichos satíricos que representan escenas de amores,
casi siempre ilícitos o desavenidos, violentos y trágicos, fatal consecuencia de
las pasiones o malos instintos que dominan o destruyen la razón del ser
llamado racional. Pero no sólo en el amor rigen la mentira y la inconstancia,
sino en todas las desatinadas acciones individuales, como los errores y
extravagancias observados en las más respetables instituciones sociales, según
manifiestan las estampas satíricas que hemos visto y seguiremos viendo.
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29. Sueño de la mentira y de la ynconstancia.
Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 17).
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Cuando distinguimos entre unas estampas más caprichosas o fantásticas y
otras menos, no es para dar a entender que unas fueran engendradas en la
fantasía del artista y las otras hechas sobre observaciones de la realidad.
Repetimos que todas las estampas fueron engendradas y elaboradas en la
fantasía de Goya, por mucho que ésta dependiera de textos o conceptos ajenos
o de imágenes y símbolos pictóricos convencionales. De los dos propósitos
que se atribuye el autor en el tan citado anuncio del Diario de Madrid, el de
poner en ridículo errores y extravagancias comunes y el de ejercitar la
fantasía, no cabe la menor duda de que éste es el que tiene prioridad en todos
los dibujos y estampas. Así lo indica el autor mismo al insistir en que los
objetos que representa son puramente ideales y que él expone formas y
actitudes humanas que hasta entonces sólo existían en la mente humana. La
piedra de toque en el anuncio, como en las estampas, es, pues, el ejercicio de
la imaginación libre, libre de las normas académicas y oficiales, libre del
caballete y hasta de la pintura.
Valéry observó que entre los grandes pintores que han prescindido del
color, se encuentran precisamente los grandes coloristas —Rembrandt,
Claude, Goya, Corot—, y que estos pintores eran por esencia poetas, por lo
cual, explicaba, es notable en sus obras «una conjunción misteriosamente
exacta entre la causa sensual, que constituye la forma, y el defecto inteligible,
que constituye el fondo o contenido». Esto es evidente en las estampas
caprichosas, en las cuales las sombras y luces sirven tanto como el tema o la
materia para comunicar el significado del grabado, y mucho más que el tema
para provocar el deseado efecto emotivo en el espectador. El mismo medio
del aguafuerte con aguatinta realza, a la vez que lo expresivo, lo dinámico y
lo dramático de la composición, lo que se percibe al comparar los grabados
con sus dibujos preparatorios. Así es que en todas las estampas, aun en las de
tema más realista, resulta la realidad transformada o deformada por el medio
técnico empleado tanto como por la fantasía creadora del artista.
Goya no buscaba nuevos temas, pues, para su propósito artístico, el tema
le importaba más que nada como un modo de explayar la imaginación en la
creación de figuras, escenas, actitudes y acciones engendradas por las
pasiones o la sinrazón del hombre, en Caprichos, en fin, que al mismo tiempo
servían el propósito satírico-moral que él anunciaba y que proclamaban los
poetas y periodistas satíricos. Escogía entre los errores y desaciertos
satirizados los más comunes, quizá no tanto en la realidad observada como en
la sátira literaria del tiempo, en artículos y folletos, en comedias y tonadillas
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populares, para que todos percibieran de golpe de qué se trataba y supieran a
qué atenerse.
Así se explican las frecuentes analogías entre estampas y artículos
costumbristas o fábulas muy leídas y comentadas, entre estampas y los
«Discursos» de El Censor, analogías que van mucho más allá de la identidad
del contenido de ciertos episodios o escenas; el caso es que Goya y El Censor
escudriñaban los usos y abusos de sus contemporáneos a través del mismo
lente deformador y grababan con ácido corrosivo lo que veían y recordaban.
Escogían los mismos objetos para contemplarlos y los miraban desde el
mismo ángulo de visión, la de Jovellanos en sus dos sátiras «A Arnesto», o de
Meléndez en la. Epístola VI, «El filósofo en el campo», obras que vieron la
luz por primera vez precisamente en El Censor.
En los Caprichos, además de representar los ineludibles temas de los
escritores satíricos e ilustrados, Goya expresa el sentir complejo de los
españoles más conscientes al terminar el siglo de las luces. En algunas
estampas parece compartir la fe racionalista en el progreso y en la
perfectibilidad del hombre que tenían los ilustrados españoles por los años
1770 y 1780, pero aun en éstas agrega a menudo en postdata un rótulo que
contradice esta creencia y sugiere más bien el radical convencimiento de que
lo grotescamente absurdo e Irracional en la conducta humana se debe a la
esencial e ineludible perversión del hombre y que, por ende, la conducta
llamada inhumana es profunda e irremediablemente humana.
Este profundo desengaño lo sienten muchos de los ilustrados españoles en
los últimos años del siglo XVIII; Jovellanos, por ejemplo, lo revela en algunas
páginas de sus Diarios, porque empiezan a dudar que la razón sea una fuerza
bastante poderosa, por lo menos en aquel tiempo, para poder dominar o aun
resistir a las fuerzas subterráneas de las pasiones ciegas y de las
preocupaciones arraigadas a través de los siglos. Los pensadores ilustrados no
pierden, sin embargo, la fe optimista en la capacidad del hombre de conseguir
el progreso en el porvenir por medio de un esfuerzo constante e intenso y
utilizando los nuevos conocimientos científicos.
Goya, a veces, expresa esta misma fe optimista, sobre todo en algunos de
sus dibujos de la última época. En cambio los más de los Caprichos, sus
rótulos en particular, presentan una visión del hombre y de la vida más bien
sombría y pesimista que recuerda este pasaje tan característico del Guzmán de
Alfarache: «Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás
hombre con hombre; todos vivimos en asechanzas los unos de los otros.
Como el gato para el ratón, la araña para la culebra, que, hallándola
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descuidada, se deja colgar de un hilo y asiéndola de la cerviz la aprieta
fuertemente, no apartándose de ella hasta que su ponzoña la mata…»; o de
éste otro: «Todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con
lo que debe, y es lo peor que se precian dello»…
Basta recordar algunos letreros de las estampas que ya hemos visto: «Qual
la descañonan»…, «Ya van desplumados»…, «Todos caerán»…, «No te
escaparás»…, «Bien tirada está»…, «Lo que puede un sastre»…, «Esto sí que
es leer»…», y tantos más que dicen que todo es engaño y mentira en esta
vida, por lo menos en los epígrafes. Los grabados mismos expresan más bien
la tensión entre las luces y las sombras, entre lo racional y lo irracional, entre
lo que el hombre concreto debía y tal vez podría ser, si se portara de acuerdo
con los dictados de la razón, y lo que es de verdad, o la tensión, por otra parte,
entre lo que es y lo que por su clase u oficio, máscara o apariencia representa.
El sueño mayor de la razón, el más fantástico e ilusorio acaso, es su imagen
del hombre como ser racional. Goya descubre, pues, en sus estampas
caprichosas el residuo irracional, brutal, monstruoso que queda en el fondo
del alma del ser llamado racional.
El autor de los Caprichos, como muchos moralistas y satíricos, se
complacía en representar el fracaso de la razón, en destrozar ilusiones;
disfrutaba en desenmascarar al hombre, en desnudarle de sus pretensiones, en
deshumanizado, en fin. De esto surge con frecuencia el contraste entre lo que
el artista representa con evidente deleite en un grabado, obra autónoma que
tiene su fin en sí misma, y lo que dice en el letrero, que por irónico o
equívoco que sea, casi siempre tiene algo didáctico o moralizante.
A Goya le indignaban e irritaban tanto como a Jovellanos y a El Censor
los abusos que se cometían en nombre de la religión, pero no los atacaba con
frecuencia, sino en los dibujos que hacía para sí mismo, temiendo exponerse a
la persecución de la Inquisición; al grabar las láminas suavizaba o disimulaba
el ataque, defendíase con rótulos ambiguos y más tarde con las explicaciones
del manuscrito del Prado; o se refugiaba en elementos fantásticos, figurando
frailes como loros o duendes, o declaraba que sus brujerías espeluznantes se
le habían presentado en pesadillas.
Es cierto que estas escenas fantásticas y seres grotescos intensificaban el
efecto sobre las emociones o pasiones del espectador, satisfaciendo de esta
manera el creciente gusto público por lo horrendo y lo fantasmagórico, que
Goya mismo disfrutaba sobremanera. Dibujando y grabando estos monstruos,
distrae, como afirmaba, la imaginación mortificada por los males que había
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padecido: mofándose de los seres infrahumanos que le obsesionaban, pudo
deshacerse de ellos.
La crisis que sobrevino con su grave enfermedad a fines del año 1792 le
hizo adentrarse, sondear su propia alma, aquilatar tal vez los sentimientos e
ideas que había ido asimilando de sus amigos y del mundo que le rodeaba. En
estos años de inmensa inquietud general y de profundo desequilibrio
espiritual general y personal, Goya se iba dando cuenta paulatinamente de la
enorme disparidad que existía entre las ilusiones y aspiraciones de sus amigos
ilustrados, por una parte, y la insuficiencia patente del hombre por realizarlas,
por otra. Y de la contemplación de este abismo brota en su alma el hondo
sentimiento de la tragicomedia humana, que es lo que Goya representa y
expresa en una buena parte de sus estampas caprichosas.
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Capítulo 3
Perspectiva de la Ilustración: Jovellanos y Goya
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precisamente el 26 de octubre, es decir, a los pocos días de llegar Jovellanos a
la Corte, el Director de la Fábrica le devolvió uno de los cartones, de
invención suya, El ciego de la guitarra, para que lo concluyera mejor. Es
probable que el pintor comentara con su amigo Ceán y con Jovellanos el caso
fastidioso, y es posible que ellos le dijeran su parecer sobre cómo se podía
corregir o mejorar el diseño. El caso es que un boceto de dos cabezas de
negro, que Sambricio ha reconocido como dibujo preparatorio para el cartón,
existía en la colección Ceán-Jovellanos y figura en el Catálogo de los Dibujos
del Instituto de Gijón preparado por Moreno Villa, bajo el número 718, como
«Anónimo español del siglo XIX».
De la misma colección formaban parte, antes de la muerte de Ceán
Bermúdez, otros bocetos para cartones: uno de cazadores con escopeta,
boceto de las figuras que aparecen en segundo término del cartón El pescador
de caña, y otro de majos embozados, para La merienda, el boceto de las
cuatro figuras que se hallan «más lejos paseando». Sobre el cartón que tuvo
que concluir, El ciego de la guitarra, hizo Goya, por excepción, un grabado
que nos permite comparar las sucesivas versiones de la composición. En
aquel mismo tiempo habría empezado a realizar la serie de grabados al
aguafuerte sobre cuadros de Velázquez.
Ceán, en su Diccionario…, en el artículo sobre Velázquez, declara poseer
la mayor parte de los dibujos preparatorios para estos grabados sobre obras de
Velázquez, entre ellos uno a lápiz rojo que había sacado Goya sobre el boceto
original hecho por Velázquez para Las Meninas, que tenía Jovellanos; el
dibujo de Goya dice Ceán que es tan bueno que, «a no ser de mano del mismo
Velázquez no le tendría en más estimación». De la serie de los grabados sobre
obras de Velázquez, adquirió Jovellanos para su colección la prueba al
aguafuerte de El Niño de Vallecas.
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también las comedias y tonadillas más discutidas del día. ¿Sería consecuencia
de una de estas conversaciones por lo que Goya escogiera el tema de El
resguardo del tabaco? (figura 30).
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Es éste uno de los primeros diseños en que se nota ya el efecto del estudio
que había hecho Goya de la manera de ver y de pintar de Velázquez. El cartón
llama la atención por las luces y las sombras, por las nubes de varias formas y
matices, por el paisaje del monte y las orillas del río, y a lo lejos, la sierra
nevada. En primer término se encuentra un grupo de cinco guardas de las
rentas del tabaco que Goya describe de esta manera: «Sentados descansando y
uno en pie dándoles conbersación, a más distancia reconociendo el terreno se
ven a la orilla de un Río dos de ellos con todas las armas q.e regularmente
llevaban». Refiriéndose a las dos figuras en primer término, los llama don
Cornelio Vandergot, Director de la Fábrica, «dos Jaques», que es en efecto lo
que parecen, sobre todo el que está de pie, con su charpa de pistolas, que está
contando sus valentías, al parecer, al compañero que le escucha absorto y con
admiración. Este protagonista recuerda a los jaques valentones de los
romances vulgares de valentías, guapezas y desafueros, que burlan a los
guardas y siguen ganándose el pan con el contrabando a despecho de la ley.
Este valentón podría ser el famoso Francisco Esteban, el Guapo, que
vendía públicamente el tabaco y la sal por las calles sin pagar ningún derecho
y ante el cual «temblaron… los ministros de toda Andalucía», o podría ser el
protagonista de una de las tonadillas más aplaudidas de la época, la Tonadilla
del Guapo, de autores desconocidos la letra y la música, aplaudida ya cuando
la cantaba la «divina» María Ladvenant, y que seguía entusiasmando a los
chisperos en aquel momento en que la cantaba la graciosísima tonadillera La
Polonia.
No se sabe lo que opinaría de su talento el austero Alcalde de Casa y
Corte cuando asistió a la representación de dicha tonadilla en el Coliseo de la
Cruz el 19 de marzo de 1779, pero sí que le amostazó tanto la obra que a los
dos días mandó que se recogiera y que no se volviera a cantar «por la
mencionada Polonia ni otra Cómica alguna». A Jovellanos le habría fastidiado
la tonadilla no sólo por su vulgaridad, sino también porque servía de mal
ejemplo al pueblo por su falta de respeto a la ley y a la justicia. La verdad es
que, en la Tonadilla del Guapo, el Guapo o contrabandista pone en ridículo
tanto al Juez como al Alcalde y a los guardas y se retrata con todo el encanto
del bandido valiente y proscrito que vive solo, autónomo y fuera de la ley:
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otros entran otras cosas
y no se meten con ellos,
y no se meten con ellos.
Yo no gasto más compaña
que los trastos que aquí tengo,
mi rejón y mi trabuco,
mi chapa y mí puñalejo:
con aquesto al que me enfada
lo despacho en un momento,
y quando mato un corchete
me da gracias el Infierno,
me da gracias el Infierno.
Cuando el Alcalde manda que le lleven preso, el Guapo dispara contra los
guardas y el Juez, que huyen asustados, y queda triunfante el Jaque, cantando
las nuevas campañas que ha de emprender.
El gran público celebraba en la Tonadilla del Guapo por encima de todo
el donaire con que Polonia Rachel cantaba los versos graciosos y la música
agradable. El tema, de larga tradición literaria, interesaba, además, por su
picante actualidad. Hacía tiempo que los resguardos del tabaco eran escenario
de grandes desafueros y el contrabando se realizaba en gran escala por medio
de la fuerza o del soborno de los guardas. Ni los guardas ni los compradores
se sentían con obligación de declarar contra los contrabandistas, pues se
consideraba que las leyes impuestas por los soberanos sobre géneros
nacionales o extranjeros no obligaban en el fuero de la conciencia.
El conde de Floridablanca, decidido a combatir este gran abuso, consultó
sobre la materia al Provincial de la Orden de Predicadores en Andalucía, en
carta de 10 de noviembre de 1777, en la cual declaraba que las ideas y
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prácticas vigentes en el pueblo con respecto al contrabando eran dignas de la
condena de la Santa Sede por «erróneas, falsas, escandalosas, sediciosas,
ofensivas a los Soberanos, a los pueblos, perturbadoras de la paz…». A
Jovellanos le habrían indignado igualmente el desacato a la ley y el perjuicio
de los ingresos nacionales que causaba el contrabando, y así no es difícil
comprender que suspendiera la tonadilla en que se exaltaba al contrabandista
y que se burlaba del juez y de los guardas, con manifiesto regocijo del gran
público. Además, dado su concepto neoclásico del teatro como escuela de
moral pública, la encontraría subversiva de las buenas costumbres del pueblo.
Goya, aficionado a tonadillas como a tonadilleras, habría visto la
Tonadilla del Guapo con otros ojos que el austero Alcalde de Casa y Corte y,
aunque en el cartón El resguardo del tabaco representa a los guardas y no a
los contrabandistas, asunto más a propósito para adornar el antedormitorio de
los Príncipes de Asturias, es muy posible que en la postura valentona y el
ademán agresivo del guarda que está de pie conserve algo de la bravura
fanfarrona del Guapo de la pieza. El caso es que este cartón es de los más
acertados de la serie que pintó en 1780, por su fondo de azulados tonos del
Guadarrama visto desde las afueras de Madrid, detrás de Palacio, como lo
viera Velázquez y como lo seguimos viendo hoy a través de los maravillosos
fondos de sus cuadros.
Es probable que el incidente de la Tonadilla del Guapo tuviera un efecto
más duradero en la vida de Goya. La censura de la obra por Jovellanos, su
actitud ante todas las obras de este género —que será la de Meléndez Valdés,
magistrado, ante los Romances de ciego— habría influido profundamente en
la de Goya, como se ve en una carta sin fecha que manda a Zapater,
incluyendo en ella unas tiranas y unas seguidillas, acerca de las cuales declara
que él no había oído dichas tiranas y seguidillas ni pensaba oírlas, porque no
iba a los sitios donde se cantaban, pues se le ha metido en la cabeza la idea de
que debe mantener y guardar una cierta dignidad. Esta idea de la dignidad que
dependía de no asistir a determinadas funciones, de no aparecer o ser visto en
ciertos sitios, ¿no la tendría de Jovellanos? Tanto le compete ponerse a tono
con sus amigos ilustrados que procura adaptarse a sus actitudes y normas, va
absorbiendo sus conocimientos y opiniones, acomodándose a sus creencias e
ideales, en fin, adoptando paulatinamente su visión del mundo a su alrededor.
Y no acata menos su concepto de la pintura y su dictamen sobre los pintores.
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A Jovellanos se le estimaba tanto como docto conocedor de las artes que
le nombraron académico de la Academia de Bellas Artes de San Fernando en
junio de 1780, encargándole poco después la oración para la junta pública de
la distribución de los premios generales de Pintura, Escultura y Arquitectura,
que había de celebrarse el 14 de junio de 1781. En esa Asamblea lee su
«Elogio de las Bellas Artes», que merece gran aplauso de los concurrentes.
Uno de estos sería Goya, académico desde el 7 de mayo de 1780 —un
mes antes que Jovellanos— que había vuelto hacía poco de Zaragoza,
resquemado por el trance del Pilar y ansioso de olvidarlo todo, porque, como
le confesaba a su amigo Zapater, que todo lo había presenciado, «en
acordarme de Zaragoza y pintura me quemo vivo». Se alegraría Goya de
volver a la Academia, donde se le estimaba, para la reunión en que su amigo y
admirador había de leer un importante discurso. En el «Elogio de las Bellas
Artes» dio Jovellanos un resumen de la historia de la pintura española,
definiendo el carácter de sus más grandes artífices y señalando los rasgos
salientes de cada uno de ellos, de Zurbarán, Cano y Ribera, y de Murillo y
Velázquez.
En la pintura de Murillo ve milagros del arte y del ingenio, en su manera
de pintar la atmósfera, el aire, el polvo, el movimiento de las aguas y hasta el
«trémulo resplandor de la luz de la mañana». En Ribera admira, además de la
valentía del pincel y el vigor con que toca las luces y las sombras, su
incomparable habilidad en expresar vivamente «los efectos de la humanidad
alterada, ora estuviese marchita por los años, ora macerada con penitencias,
ora destrozada, y moribunda en la agonía de los tormentos».
Por el arte de Velázquez siente Jovellanos, como, por otra parte, Mengs y
Ponz, una admiración y un entusiasmo sin límites. Ve en Velázquez al pintor
que rechaza al «duende llamado belleza ideal» y sigue otro rumbo nuevo,
estudiando sólo la Naturaleza individual que casualmente se presenta.
Considera que ningún pintor tiene más verdad en el colorido, más sencillez en
la expresión, más fuerza en el claroscuro, y que sólo Velázquez ha logrado
dar a sus personajes un aire propio y nacional. Ensalza sobre todo su sabia
aplicación de los principios ópticos que le permiten expresar «los efectos de
la luz en el ambiente y los del aire iluminado por ella en los cuerpos, y hasta
en los vagos intermedios que los separan».
Jovellanos exhorta a los jóvenes pintores a que sigan el ejemplo de sus
ilustres paisanos, sobre todo en el estudio de la naturaleza, «primer modelo y
prototipo de las artes». Jovellanos volverá a hablar del arte de Velázquez años
después en un sugestivo artículo que dedica al boceto que él poseía de las
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cabezas de Las Meninas, donde afirma que ningún pincel fue más mágico que
el de Velázquez, porque en cualquiera de sus obras «brilla aquella manera
rápida, aquel laconismo de expresión con que sólo de un rasgo tirado con
valentía…, representaba lo que otros pintores, con muy estudiados y prolijos
toques, no podían expresar». Por eso mismo le parecía que, para conocer la
fuerza de su genio y definir su estilo, era más a propósito estudiar el boceto
que la obra acabada; pero, confesándose mero aficionado, está dispuesto a
dejar parecida cuestión a un profesor que ha analizado y estudiado mucho las
obras del excelso pintor, a don Francisco Goya, que, «dibujando y grabando
las obras de Velázquez, ha llegado a beber su espíritu y a ser el émulo más
distinguido de su manera».
Jovellanos habla con esta admiración de Goya en 1789, pero siempre le
había estimado y favorecido. En su «Elogio de Don Ventura Rodríguez»,
decía que el Infante Don Luis, queriendo tener a la vista al gran arquitecto,
había encargado su retrato al «diestro y vigoroso pincel» de don Francisco
Goya. Es notable que desde los grabados que realizaba Goya sobre obras de
Velázquez, y algunos de los primeros cartones y retratos del joven pintor,
vislumbrara o viera ya Jovellanos el hechizo y la valentía de los grandes
maestros nacionales.
¿Cuánto contribuiría Jovellanos a la formación artística del genial pintor?
Esto, claro, no se puede medir, pero es verosímil que le guiara y aconsejara
como a todos sus amigos, a Ceán y a Vargas Porree, a Meléndez y a los
demás poetas salmantinos. Sentía la vocación de dirigir, de guiar, de
aconsejar, y ejercía una especie de tutela literaria con sus amigos de
Salamanca, mandándoles asuntos para comedias y aconsejándoles sobre los
temas que debían tratar en su poesía, a Fray Diego González, que consagrara
su musa a la filosofía moral, y al dulce Meléndez, que abandonara la poesía
amorosa y campestre por «el sangriento furor de Marte». A Goya le sugeriría
algunos temas de alcance social para sus cartones, como el Resguardo del
tabaco o El albañil herido, y muchos años después, algunos temas de las
estampas caprichosas. Lo cierto es que siempre recomendaba a Goya para los
encargos individuales u oficiales que se le presentaban.
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averiguar delitos atroces y a veces dolorosos para él porque no podía, como
asevera Ceán, desterrar los inhumanos instrumentos con que se atormentaba a
los inocentes ni evitar «la injusta protección de los magnates en favor de los
más delincuentes».
Sus parientes en la Corte pudieron conseguir que el rey le nombrara para
una plaza del Consejo de Ordenes Militares, por decreto del 25 de abril de
1780. Cuando, unos años más tarde, llegó a ser Presidente de este Consejo,
Jovellanos pudo encargar a Goya cuatro lienzos para el Colegio de Calatrava,
hoy desaparecidos, que representaban en tamaño natural a San Bernardo, San
Benito, San Raimundo y la Purísima Concepción; acabados los cuadros,
Jovellanos felicita al pintor por su esmerada ejecución y por el mérito
sobresaliente que tienen. Este mérito sobresaliente lo ve siempre Jovellanos
en cuanto pinta Goya; así, casi veinte años después de pintar los lienzos para
el Colegio de Calatrava, cuando Jovellanos está camino del destierro y visita
en el pueblo de Monte-Terrero la iglesia, donde ve tres bellísimos cuadros
originales de Goya, anota en su Diario, el 7 de abril, Martes de Pascua, 1801:
«Obras admirables, no tanto por su composición, cuanto por la fuerza del
claro-oscuro, la belleza inimitable del colorido, y una cierta magia de luces y
tintas, a donde parece, que no puede llegar otro pincel. Dejamos de mala gana
estos bellos objetos».
Jovellanos siente siempre la misma admiración profunda por el pintor, y
por el hombre Goya la más tierna amistad, como Goya mismo manifiesta en
la carta a Zapater, citada ya, en que describe su visita al ministro en 1798 para
hacerle su retrato. Años después, ya desde el Castillo de Bellver, Jovellanos
mandará sus afectuosos recuerdos a Goya cuando escribe al padre Fray
Manuel Bayeu, otro cuñado de Goya, también pintor, dando indicaciones al
fraile pintor sobre el colorido y el dibujo en sus cuadros y aconsejándole que
trabaje más despacio.
Pero Goya había recibido de Jovellanos mucho más que algún consejo o
tema, que las recomendaciones para encargos oficiales y particulares, más que
la admiración y amistad constantes que tanto le animaran en los primeros
tiempos difíciles. A Jovellanos le debe el pintor su perspectiva de España, de
la España de los últimos diez años del reinado de Carlos III, años de férvida
esperanza, seguidos de otros de profunda crisis que acabó en la regresión y la
negra desesperación de fines de siglo. En los años 80 abruman las prensas
infinitos folletos satíricos que critican, como El Censor, la justicia desigual o
la educación deficiente del pueblo y de las clases dirigentes, la miseria de las
clases productoras y la decadente inutilidad de la nobleza, o la ignorancia de
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los frailes holgazanes que explotaban la superstición popular. Se proyectan
reformas en discursos e informes de academias y sociedades de amigos del
país, como el discurso encargado a Jovellanos sobre espectáculos y el Informe
sobre la ley agraria, que más tarde, a raíz de su publicación por la Sociedad,
le habría de acarrear tantos disgustos e infortunios.
A fuerza de escuchar a sus amigos ilustrados repetidas discusiones sobre
estos temas, de leer periódicos como el Diario de Madrid o el Correo de
Madrid, el Memorial literario y sobre todo El Censor, donde colaboraban con
el editor don Luis Cañuelo Jovellanos, Meléndez, Samaniego y otros
ilustrados, llegará Goya a adoptar los puntos de vista del grupo de escritores
partidarios de la Ilustración y de la reforma económica, social y religiosa.
Empieza a ver las realidades nacionales a través del mismo lente que los
autores de artículos y poemas satíricos y en sus estampas habrá de zaherir los
mismos errores y vicios, empleando no sólo el mismo temario, sino las
mismas imágenes, en forma gráfica, y hasta las mismas voces y locuciones a
veces en letreros de dibujos y grabados, lo cual no es muy de extrañar, puesto
que se tejen con los mismos hilos el pensar y el sentir de Goya, de Jovellanos
y de sus coetáneos.
Preocupación de España
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obra de don José del Campillo y Cossío intitulada Lo que tiene España de
más y de menos, para que sea lo que debiera ser y no lo que es, aunque
concede que el autor «pinta con suma claridad, energía y viveza la infeliz
constitución de nuestro Gobierno, el exceso de ociosidad y los vicios que de
ella nacen que domina á la nación; la falta de justicia en los Tribunales y
magistrados, como de ministros íntegros y justificados…», se niega a
autorizar su publicación porque cree que obras de esta naturaleza deben
escribirse sólo para «instrucción de los que tienen á su cargo la dirección del
Gobierno y que de ninguna manera deben circular libremente, pues dejarlas
circular sería autorizar al público para censurar al Gobierno y á sus ministros
y quizás causaría mayores daños…».
Jovellanos, al formular una teoría, siempre procura prever su utilidad y
sus consecuencias en la práctica; la libertad absoluta y abstracta como meta
general tiene poco sentido para él. Lo que le importa es que corresponda a la
capacidad del pueblo de aprovecharla para el bien público. En esto discrepa
radical y profundamente de los ideólogos revolucionarios franceses y de su
corresponsal inglés, el cónsul Jardine. Si no eludía en la expresión teórica el
uso de las abstracciones corrientes en el momento, «la ilustración», «la
naturaleza», «la humanidad», «la verdad», «la justicia», con o sin mayúscula,
en la práctica las modificaba con relación al caso concreto; así, aunque el juez
le compelía a hacer guerra al delito, tratándose de una ley injusta y de un
delincuente virtuoso, creía que había que juzgarle con compasión, como en su
comedia El delincuente honrado.
Y si es constante su preocupación por los progresos de la agricultura, en la
cual ve la base de la prosperidad de la nación, concibe como condición
ineludible de esta prosperidad la felicidad de los labradores particulares, sin la
cual no puede haber felicidad publica. Le parece absurdo hablar tanto de
felicidad pública y obrar tan poco por la felicidad de los particulares,
pretender que haya muchos labradores y no que los labradores coman y
vistan, que hay muchas manos dedicadas a artes y oficios y que los artesanos
se contenten con su miserable jornal. Estas ideas abstractas, decía en sus
cartas a Ponz, «me parecen un poco chinescas: ponen al pueblo, esto es á la
clase más necesaria y digna de atención en una condición miserable;
establecen la opulencia de los ricos en la miseria de los pobres, Y levantan la
felicidad del Estado sobre la opresión de los miembros del Estado mismo».
Ponz cree lo mismo y ve en las malas condiciones en que el pobre labrador
trabaja y vive la causa principal de la despoblación de Extremadura que debía
ser una de las mejores provincias.
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Todos los escritores sobre agricultura y economía repiten las mismas
observaciones, insistiendo además en el lujo con que viven las clases altas a
costa de los sudores de los míseros campesinos; el autor de las anónimas
Cartas político-económicas… al Conde de Lerena, por ejemplo, confesaba
que se le saltaban las lágrimas al considerar que veinte o treinta infelices
cubiertos de polvo y sudor en las fatigas del campo empleaban un día entero
en ganar lo que un cortesano despilfarraba en una hora. La imagen del sufrido
campesino que soporta el peso de las clases superiores aparece en la poesía de
Meléndez Valdés, en el prosaico poema titulado «La despedida del anciano»,
que apareció por primera vez en el número CLIV de El Censor, y en su
Epístola VI, «El filósofo en el campo», poesía sublime, al parecer de
Jovellanos, en que el poeta dirige a Fabio esta compasiva invocación:
Esta imagen de los míseros campesinos que llevan a cuestas como bestias
de carga a la regalada e indolente nobleza y a los frailes ociosos, es la que
aprovecha Goya para el Capricho número 42, Tú que no puedes (figura 97),
representando dos campesinos que, como bestias de carga, llevan a cuestas
dos burros que parecen contentos y animosos. Las labradores, en cambio,
gimen bajo el peso inverosímil, afligidos, rendidos, los ojos cerrados, tal vez
por la ignorancia, para mejor soportar el peso de que van cargados. El escueto
letrero, de tan picante sabor popular, es la primera mitad del conocido refrán
castellano que acaba «llévame a cuestas». Iglesias se sirvió del mismo refrán
para estribillo de su «Letrilla X», pero con aire festivo.
Consta que esta estampa es de una ironía mucho más acerba y penetrante
que la de las asnerías que vimos en el capítulo anterior, que no hacen más que
ridiculizar un vicio determinado del hombre figurándole como burro a la
manera de las fábulas literarias. Aquí se manifiesta la visión patética del
pueblo que empezaba a cundir entre los ilustrados españoles de la segunda
mitad del siglo XVIII, que proyectan la reforma agraria resumida en el Informe
sobre la ley agraria de Jovellanos. El rótulo Tú que no puedes hace resaltar la
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impotencia y al mismo tiempo la injusticia social de la cual son víctimas los
campesinos; al condensar en lo máximo el letrero, el autor intensifica
incomparablemente su intención irónica.
Por otra parte, agrega a la metáfora trillada del pueblo que lleva a cuestas
a las clases inútiles un elemento nuevo, propio y característico, representando
a las clases inútiles como burros, mientras que los labradores que los cargan
son hombres, o por lo menos tienen el aspecto de hombres. La explicación del
manuscrito del Prado señala esta inversión de papeles con un juego de
palabras: «Quién no dirá que estos caballeros son caballerías?».
El Capricho número 42 expone al espectador, sin retórica ni dialéctica,
con simples embestidas de verdad, que el mundo anda al revés y que el
sistema social vigente carece totalmente de sentido y de humanidad. Pero esta
falta de humanidad del hombre para con el hombre ¿se debe únicamente al
sistema absurdo, a la defectuosa enseñanza, a la enfermedad de la razón
propia de aquel momento, o se explica más bien por el mal inherente al
hombre, que le convierte con frecuencia en monstruo? Ambas creencias se
descubren en la obra grabada de Goya, pero en este Capricho parece
manifestar que exponiendo los males sociales, protestando contra ellos, se
podrá llegar por medio de la razón y del estudio a vencerlos.
En otro Capricho que trata un tema análogo, el número 63, Miren que
graves! (figura 118), la desilusión en la reforma, la desesperación del pintor,
impelen la fantasía a una evasión más profunda de la realidad, hacia el sueño,
y su dibujo preparatorio lleva en efecto la inscripción de Sueño y, debajo, la
inscripción Zánganos de las brujas (figura 31). El término «zángano», en su
sentido figurado, es heredado de la picaresca y se aplica a cualquier holgazán
que se sustente con el sudor y trabajo ajeno, con frecuencia a los frailes; el
Lazarillo de Luna, por ejemplo, que tanto aborrecía a los religiosos legos que
al ver a uno de ellos le parecía ver «Un zángano de colmena», imagen que
queda en la lengua y en la imaginación popular. Jovellanos, al referirse a los
enemigos del Instituto de Gijón que le criticaban y perseguían, los llama los
zánganos de la colmena que zumban y se agitan en derredor mientras las
industriosas abejas labran tranquilamente sus panales.
Si comparamos el Capricho número 63 —que difiere poco de su dibujo
preparatorio, fuera del título, que se cambia en otro mucho menos directo y
concreto, Miren que graves!— con el Capricho número 42, vemos en seguida
que ha desaparecido el fondo de paisaje desolado y despoblado, las sombrías
soledades de Castilla que describe Jovellanos repetidas veces en sus Diarios.
Se percibe también que se ha realizado todo un proceso cómico, por medio
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del cual la estampa satírica se ha convertido en una caricatura grotesca: los
dos cuadrúpedos parecidos a asnos llevan a cuestas sendos monstruos
infrahumanos, uno con cabeza, pies y manos de ave de rapiña, y el otro con
cara de idiota, ojos cerrados y orejas de asno en las sienes; en el fondo una
muchedumbre está clamando contra estos grotescos personajes poderosos.
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31. Sueño. Zánganos de las brujas. Dibujo preparatorio para el Capricho número 63.
Madrid Prado (cat. del Prado, núm. 38).
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revuelto, intrigante en que se engendran los graves caballeros monstruosos
que, llevados por sus propios intereses y malas pasiones, por sus falsos
ideales e ideas retrógradas, han degenerado en bestias que embrutecen a los
demás.
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buscaba en los clásicos antiguos Ideales humanos y normas de estilo, pero no
por eso se preocupaba menos por la existencia real del hombre en este mundo.
Pasa con Jovellanos lo que observa Marañón con respecto a Vives, que
salimos perdiendo si le juzgamos únicamente por sus obras y no por su vida,
pues como en Vives, en este humanista «la humanidad superaba al humanista,
la vida a la ciencia».
El Pensamiento de Jovellanos no es fácil de definir o formular, porque es
un pensamiento vivido, complejo, polifacético, que se transforma
constantemente con las circunstancias, con nuevos conocimientos adquiridos
en archivos nacionales o en lecturas de obras extranjeras; y cambia
forzosamente con las observaciones que él mismo hace directamente en las
varias provincias españolas que recorre. Los viajes por España que hacen los
ilustrados pensadores y científicos españoles en el siglo XVIII, recogiendo
plantas y minerales, datos e impresiones, es una de las grandes novedades del
siglo de las luces. A Jovellanos le parecen los viajes el medio más seguro de
conocer los pueblos y cree que los pocos que están en condiciones de
emprenderlos y aprovecharlos tienen la obligación de comunicar a los demás
sus observaciones hechas en los lugares mismos con discernimiento Y
fidelidad. El manda las suyas de Asturias en cartas a Ponz y espera que otros
viajeros por las demás regiones del país harán lo mismo. La generación de
Jovellanos viajaba mucho por el extranjero y por España y muchos literatos
apuntaban lo que veían o estudiaban en viajes literarios, botánicos o artísticos.
El público cada vez más numeroso que leía devoraba toda clase de Viajes,
verídicos y fantásticos, algunos todavía curiosos pero los más tan aburridos
que hoy se nos caen de las manos, y se leían entonces por entregas en los
diarios precisamente, como otras generaciones futuras habrían de leer en los
mismos periódicos novelas folletines. Como la mayoría de los lectores no
podían trasladarse a tierras lejanas, así por lo menos gozaban de exóticos
paisajes y costumbres. Jovellanos apuntaba en sus Diarios los Viajes que leía,
los de Cook, de Carteret, del Comodoro Byron, de Wallis y, con mayor
interés aún, los de los extranjeros que publicaban sus impresiones de España,
Clarke, Townsend, Peyron y el cónsul inglés de La Coruña Alexander
Jardine, con quien cambió Jovellanos cartas de una gran importancia
ideológica entre los años 1793 y 1797.
Jovellanos viajaba para cumplir diversos encargos del rey, como examinar
minas de carbón o medir caminos en Asturias, visitar el canal de Campos o el
colegio de Calatrava, y en todos sus itinerarios se detenía para observar la
naturaleza de la región; indagaba de los habitantes el estado de la agricultura
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o de la industria, y anotaba cuanto oía y veía, lamentándose de tierras sin
cultivar y de castillos que se desmoronaban; en las catedrales y conventos
siempre registraba documentos históricos y artísticos, copiando datos para sus
propios archivos y para los de sus jóvenes amigos, Ceán Bermúdez o Vargas
Ponce.
Era Jovellanos un nuevo Cid Campeador que cabalgaba por los mismos
caminos de Castilla y Asturias que el héroe medieval, levantándose al
amanecer, rezando en la iglesia del pueblo donde se encontraba antes de
seguir caminando infatigable hasta el anochecer; y si ya no había moros
contra quienes luchar, todavía acechaban por doquier enemigos no menos
temibles y más difíciles de conquistar, la ignorancia y el error, la desidia de
los pudientes y la miseria del pueblo. Sentía que era su misión o destino
luchar contra las tinieblas del error por la luz de la verdad, metáfora
inexcusable en la literatura como en los dibujos y estampas de Goya en el
siglo que se llamaba a sí mismo «siglo de las luces».
A los discípulos del Instituto de Gijón, que con tanta ilusión fundó y que
era acaso su obra más trascendental, los animaba Jovellanos constantemente a
estudiar ciencias y humanidades para que se fuera disipando «la tenebrosa
atmósfera de errores que giraba sobre la tierra y difundiendo aquella plenitud
de luces y conocimientos que realza la nobleza de la humana especie». Se
conmueve tanto en su Discurso en la apertura del Instituto hablando de cuanto
se ha de conseguir para la patria mediante la educación popular, que se siente
forzado varias veces a reprimir las lágrimas y a interrumpir la lectura del
Discurso que también al público le saca lágrimas de ternura.
El tema pedagógico, casi siempre ligado con el de la ignorancia y la
miseria del pueblo, es el más conmovedor del siglo XVIII. Godoy cuenta en sus
Memorias que cuando él leyó a Carlos IV trozos de la traducción al español
de obras de Pestalozzi sobre la instrucción de los campesinos, vio saltársele
las lágrimas a la vez que declaraba: «¡Oh mis pueblos, mis labradores! Ellos
han sido siempre mi objeto predilecto. Mucha parte presentía yo de las cosas
que he leído; mas yo no sabía tanto sobre las privaciones y trabajos que
padecen estas clases laboriosas, que mantienen el Estado. Date prisa en hacer
llegar a las aldeas las enseñanzas de este sabio…»[1].
Jovellanos sentía esta misma emoción del monarca aun más personal e
íntimamente porque conocía por su propia observación la miseria y la
ignorancia del pueblo y creía que era su destino o misión ilustrarlo. Como ya
se ha dicho, se sentía con profunda y auténtica vocación para enseñar, guiar,
dirigir y formar a los demás; en el siglo de la educación era el educador
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máximo. En sus discursos e informes encargados por las diversas academias o
preparados para el Consejo Real, como en sus poéticas epístolas y cartas
dirigidas a amigos, se revela el gran maestro que sentía la misma ansia de
saber y conocer que habían sentido los primeros humanistas y los más
grandes, pero con la finalidad, en su caso, de dar a conocer, de comunicar lo
descubierto a amigos y discípulos o a consejos de ministros.
Sólo el celo pedagógico coordina y unifica sus múltiples labores y
variadas miras. Sus ideas más estrictamente pedagógicas se encuentran
formuladas y aplicadas en los planes de instrucción que redactó para el
Colegio de Calatrava y para el Instituto, en los programas de sus cursos, en
los discursos para los alumnos del Instituto y en las cartas que escribió a
Godoy, por los años 1796 y 1797, «Sobre el medio de promover la
prosperidad nacional». Todo su pensamiento acerca de la educación está
fundado en la fe generosa, quizá un tanto ingenua —que compartía con sus
ilustres contemporáneos en Europa—, de que por medio de la instrucción, de
la ilustración, todo se podía transformar y mejorar. Esta fe le sostenía en los
momentos de mayor desengaño y de desgracia personal, como revelan sus
Diarios, donde se puede seguir el diálogo que se entabla día tras día entre el
medio ambiente y la conciencia del hombre.
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Ahora se sabe con toda seguridad que estas magníficas tablas, que fueron
legadas, con otras tres —el Corral de locos, El entierro de la sardina y La
corrida de toros en un pueblo— por Manuel García de la Prada, en 1839, a la
Academia, no fueron los cuadros de gabinete enviados por Goya a Iriarte.
Sánchez Cantón VIO muy bien que éstos se pintaron mucho antes en un estilo
menos avanzado, y por otra parte que habría sido muy arriesgado tratar en el
año 1794 temas como el Santo Oficio o los disciplinantes. El hecho es que
desde el año 1777 estaba prohibida la procesión de disciplinantes porque a los
ilustrados les parecía una práctica supersticiosa y nada devota, de mal gusto y
de peor efecto en el público que la presenciaba. Toda la crítica ilustrada gira
alrededor de este último inconveniente trascendental, el mal efecto que
producen las procesiones y ciertos espectáculos en el pueblo. Por lo visto, la
procesión de disciplinantes seguía celebrándose de vez en cuando a pesar de
la prohibición de 1777, puesto que había que repetir ésta de nuevo en 1779 y
aun en 1802. Goya habría presenciado alguna procesión de disciplinantes al
llegar a la corte y la recordaría años después en la pequeña tabla de la
Academia.
En cuanto al Santo Oficio, es patente que a Goya, como a todos los
ilustrados, le era odiosa la institución que por medio de la censura impedía la
difusión de los nuevos conocimientos, perpetuando de esta manera las
sombras de la ignorancia y de la superstición. Por eso Jovellanos quería
empezar por arrancarle la facultad de prohibir libros, según le escribió a
Jardine en 1794 en la carta en la que le prevenía sobre su correspondencia
porque había todavía bastantes personas «cuyos ánimos no estén maduros
para las grandes verdades. Usted se explica muy abiertamente en cuanto á la
Inquisición: yo estoy en este punto del mismo sentir, y creo que en él sean
muchos, muchísimos los que acuerden con nosotros. ¡Pero cuánto falta para
que la opinión sea general! Mientras no lo sea no se puede atacar este abuso
de frente: todo se perdería; sucedería lo que en otras tentativas; afirmar más y
más sus cimientos, y hacer más cruel e insidioso su sistema». Esto es
precisamente lo que había de pasar cuando Jovellanos, Ministro de Gracia y
Justicia, ataca de frente a la Inquisición en la «Exposición sobre el Tribunal
del Santo Oficio» que prepara para Carlos IV; el rey se la había pedido
encargando que le informara sobre cuanto pudiera indagar tocante a dicho
tribunal. Esta «Exposición» está reproducida en el Apéndice a las
Memorias… de Ceán, con la observación siguiente de éste: «El ingenuo
ministro, abrasado del celo de la justicia, del orden y del bien de la
humanidad, sin temer á los malsines que rodeaban al imbécil monarca, ni la
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conjuración que se levantaría contra él, reunió antecedentes, practicó activas y
secretas diligencias, y con el resultado de ellos y ellas, formó y leyó á S. M. el
manifiesto…». En éste reafirma lo que había afirmado repetidas veces en sus
Diarios, que «Todo clama por la reintegración de los obispos en sus derechos
perdidos y su Jurisdicción usurpada», según él y otros muchos, por la
Inquisición, puesto que «la Inquisición nunca pudo proceder por sí sola a la
publicación de tales edictos; primero, porque su jurisdicción no es para
disponer ni declarar, sino para castigar y corregir». Además que contra la
impiedad es «corto dique la Inquisición: primero, porque sus individuos son
ignorantes y no pueden juzgar sin los calificadores; segundo, porque lo son
éstos también, pues no estando dotados, los empleos vienen á recaer en
frailes, que lo toman sólo para lograr el platillo y la exención de coro…». La
prohibición de libros, por otra parte, exigía providencias prontas que el
método de la Inquisición no permitía.
Esta exposición preparada para el rey no tardó en llegar a oídos de los
enemigos de Jovellanos en el tribunal, que todavía sentía escozor por su
fracasado intento de prohibir el «Informe sobre la Ley Agraria», publicado
por la Real Sociedad Matritense en el tomo 5 de sus Memorias. El consejo
había mandado el 4 de julio de 1797, unos meses antes de llegar Jovellanos a
ministro, que se suspendiera el proceso contra dicho Informe.
Jovellanos ya había tenido otros roces nada agradables con el Santo Oficio
a raíz del permiso que pidiera para tener en la biblioteca del Instituto libros
científicos prohibidos, y su petición denegada en agosto de 1795 le sacó de
quicio y le hizo comentar exasperado en su Diario: «El tonto del Cardenal
Lorenzana insiste en negar la licencia de tener libros prohibidos en la
biblioteca del Instituto, aunque circunscrita a jefes y a maestros. Dice que hay
en castellano muy buenas obras para la instrucción particular y enseñanza
pública, y cita el curso de Lucue, el de Bails, y la Náutica de don Jorge Juan,
y añade en postdata que los libros prohibidos corrompieron a jóvenes y
maestros en Vergara, o Ocaña y Ávila; pero ¿serían los libros de Física y
Mineralogía para que pedíamos licencia? ¿y se hará sistema de perpetuar
nuestra ignorancia?… Este monumento de barbarie debe quedar unido al
Diario… ¿Qué dirá de él la generación que nos aguarda, y que a pesar del
despotismo y la ignorancia que la oprimen, será más ilustrada, más libre que
la presente? ¿Qué barreras podrán cerrar las avenidas de la luz y la
ilustración?».
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Auto de fe en el siglo XVIII
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Un secretario del Tribunal pasó a un púlpito que estaba colocado junto al
tablado de los reos, donde leyó sus procesos, que consistían en «una
muchedumbre de obscenidades, supersticiones, idolatrías, pactos diabólicos y
otros delitos abominables, por cuyo motivo fueron sentenciados, el hombre y
una de las mujeres á que abjurasen de vehementi, y que ambos saliesen al día
siguiente por las calles, el hombre á sufrir la pena de 200 azotes, y la mujer á
la vergüenza, y que después fuesen á una casa de penitencia por cinco años,
desterrados para siempre de la Corte y Sitios Reales cuarenta leguas…».
Sigue el artículo contando los sucesos del día siguiente cuando a las diez de la
mañana salieron el mismo tribunal y el hombre y la mujer que habían de
sufrir la pena de azotes y vergüenza pública, a quienes acompañaron,
montados a caballo en dos filas, todos los familiares y ministros seculares, los
secretarios y el alguacil mayor… Y termina sin más comentario que éste: «A
toda esta comitiva la precedía tropa de Caballería; habiendo sido en ambos
días muy numeroso el concurso de gentes».
Si es bastante objetiva la descripción que da del suceso histórico el
Memorial literario, no lo es tanto el relato que hace del mismo incidente
Bourgoing, que había presenciado las dos escenas y consagra varias páginas
de su Nouveau voyage… a sus observaciones. Uno de los reos, dice, es un
mendigo que inventó unos polvos que habían de tener el mismo poder mágico
de los antiguos filtros amorosos, explicó las recetas y usos obscenos de dichos
polvos con detalles tan repugnantes que bastarían para escandalizar a
personas menos inocentes que las monjas y las damas que los escuchaban.
Bourgoing describe luego el castigo aplicado al otro día a los reos, montados
sobre asnos, llevando coroza en la cabeza, y del fabricante de los polvos dice:
«L’homme étoit nu jusqu’à la ceinture et étaloit un embonpoint qu’on ne
pouvait attribuer qu’au débit de ses poudres. La marche étoit couverte par M.
Le Marquis de Cogolludo, fils aîné de M. le Duc de Medina Celi, qui, en
qualité d’Alguacil Mayor, présidoit à la cérémonie… Une foule de curiex
assiégeoit toutes les fenêtres et inondoit toutes les rues. L’entrée triomphante
d’un Héros, rentrant dans sa Patrie après l’avoir sauvée, n’auroit eu rien de
plus pompeux que la cérémonie dont un vil criminel étoit l’objet; ce spectacle,
piquant pour la curiosité, n’eut, comme ceux de ce genre, rien d’affligeant
pour la sensibilité. Jamais sentence méritée ne fut exécutée avec plus de
douceur. De distance en distance, le Mendiant s’arrêtait, le bourreau effleuroit
à peine des épaules de quelques coups de fouet, et aussitôt une main
charitable lui présentoit un verre de vin d’Espagne pour ranimer ses forces et
l’aider a désirer que le Saint Office n’ait jamais à exercer d’autres rigueurs».
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«Aquellos polvos»
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de la jurisdicción de los alcaldes del crimen y no de oidores de la Inquisición,
y que debían ser juzgados abiertamente como las demás causas criminales por
la justicia real ordinaria, sin delación secreta ni ocultación de testigos.
Encontraban que el mismo aspecto espectacular del auto de fe, pregonado
por todos los pueblos de la comarca con quince días de anticipación, los
preparativos extensos en la construcción del tablado y de las graderías para
colocar según su dignidad a todas las autoridades, tanto seculares como
eclesiásticas, todo contribuía a aumentar la expectación y el terror
supersticioso de la muchedumbre. Y lejos de servir a la religión, tales
espectáculos les parecían antirreligiosos y a la vez perjudiciales a la sociedad
por las chocantes confesiones de las indecentes actividades brujeriles. El
vulgo de todas las clases acudía a los autos de fe como asistía a la Plaza de la
Cebada para ver ajusticiar a los reos; de la misma manera presenciaban las
multitudes de París el castigo francés, es decir, a las víctimas de la guillotina,
y la plebe inglesa el castigo público de los criminales en la famosa Torre de
Londres. Y no sólo la plebe o el vulgo; Moratín apunta repetidas veces en su
Diario que iba a observar el gentío que veía a los ahorcados o a las
acorazadas. ¿Iría con sus amigos ilustrados nada más a ver el gentío, o le
fascinaban estos espectáculos a él también, como al populacho ignorante?
A Goya, que no dejaba de asistir a toda clase de espectáculos públicos, le
interesaba la masa como tema pictórico por su valor dramático y plástico. En
algunas de las pequeñas tablas que pintará más tarde y que ahora están en la
Academia de San Fernando, estudia precisamente la manera de representar la
muchedumbre en movimiento y fuertemente emocionada. En los Caprichos
23 y 24 le importa más que nada expresar las malas pasiones de la multitud
apelmazada alrededor de una acorazada por el Santo Oficio, primero en su
proceso inquisitorial y luego en su castigo público, multitud en la cual las
personas dejan de existir como individuos, aun en su apariencia, y sólo
figuran en una «masa» compacta y deshumanizada. Está la plaza o la calle,
como la Plaza del Universo descrita en El Criticón de Gracián, «llena de
gentes, pero sin persona»; gentes embrutecidas por su creencia absurda en
brujas y en hechiceros, por todo el proceso inhumano de la justicia
inquisitorial, por espectáculos, en fin, tan poco edificantes como los que se
presenciaban en las dos estampas. Goya alude a los malos efectos de los autos
de fe a través de los siglos, sobre todo a los espectaculares del siglo XVII.
El rótulo Aquellos polvos aludiría menos al proceso del cojo Perico, o a
otro particular, directamente observado por el artista, que al concepto general,
que él compartía con Jovellanos, de que el Tribunal del Santo Oficio seguía
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castigando víctimas por crímenes imposibles. El dicho popular, Aquellos
polvos traen estos lodos, origen del rótulo abreviado, tendría como
significado inmediato que el reo tiene bien merecido el castigo que se le ha de
dar por los crímenes que hubiera cometido. Pero el rótulo y la estampa
abarcarían otras significaciones más hondas y amplias, a saber, que a raíz de
tales procesos se encontrara el pueblo español en tal estado de superstición y
oscurantismo, tan atrasado con relación a los demás países europeos. Esta
ignorancia y superstición populares serían, pues, «los lodos», y «los polvos»
en cuestión, el poder y efecto lamentables del Santo Oficio que perduraban
aún en pleno siglo de las luces. Como la escena representada es síntesis de
todos lós procesos de brujas, así el epígrafe es la esencia concentrada de todos
los comentarios ilustrados sobre brujerías.
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contrasta la actitud inmóvil e impasible de la víctima con la alteración de los
que la juzgan y la frenética satisfacción del gentío que la mira.
Es interesante notar que mientras el manuscrito del Prado se fija en la
víctima y su crimen por el cual tiene bien merecido el castigo indicado, las
otras explicaciones apuntan más bien a las autoridades y espectadores,
enfoque éste que parece más cerca de la intención original del artista. Pero
con las palabras No hubo remedio, sentencia tan condenatoria y definitiva, no
apunta Goya únicamente al castigo de un reo determinado ni aun a la manera
de castigarle, sino más bien al tribunal mismo que se ocupa de tales crímenes,
juzga tales causas y decreta tales castigos. Más aún, el rótulo, a nuestro
parecer, se refiere directamente a una determinada circunstancia histórica, a
saber, el fracasado propósito e intento de Jovellanos de reformar la
Inquisición durante su breve intervención en el ministerio de Gracia y
Justicia, entre el 13 de noviembre de 1797 y el 15 de agosto de 1798. Como
ya se ha dicho, el rey Carlos IV le pidió un informe secreto sobre el Tribunal
del Santo Oficio; el nuevo ministro se afanó por preparar la «Exposición»
solicitada, explicando cuanto sabía y sentía acerca de tan peligroso asunto, y
recomendó que se le quitara a la Inquisición el poder de censurar y prohibir
libros y también la jurisdicción usurpada a los obispos.
Lejos de poder el ministro reformar en lo más mínimo institución tan
arraigada y favorecida, ésta promovió la oposición contra su declarado
enemigo, valiéndose de Caballero para agente de diligencias, hasta que a los
pocos meses Jovellanos fue exonerado del ministerio. Antes ya de emprender
la tarea de ministro, consciente de los poderosos enemigos que conspiraban
contra él, hubiera deseado volverse a su hogar sin meterse en las revueltas
aguas que veía delante, como confiesa en su Diario, el día 22 de noviembre
de 1797, diciendo: «todo amenaza una ruina próxima que nos envuelve a
todos; crece mi confusión y desconcierto… no hay remedio; el sacrificio es
forzoso…». Aunque preveía ya el naufragio, no le fue posible retirarse por los
amigos con quienes había de colaborar, Saavedra y Cabarrús. Pero se sentía
desde el principio sacrificado, sin ninguna posibilidad de conseguir nada de lo
que se propusiera; uno de los objetos de más trascendencia sería la reforma
del Santo Oficio, pero presentía de antemano que no la podría lograr.
Vuelto a Asturias, procura continuar seguidamente su Diario, pero
siempre le interrumpen varios accidentes; en una de las embestidas, la nota
del 12 de abril de 1799, lamenta las muchas lagunas que ha sufrido el Diario
desde aquellos tiempos tan tristes cuando había tenido la ilusión de poder
llevar a cabo algunas reformas anheladas durante tantos años, y concluye con
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estas escuetas y elocuentes palabras: «Pero no hubo remedio», dictamen y
vocablos idénticos a los del rótulo del Capricho número 24, que resumían la
profunda desilusión y sentimiento de fracaso que le había acarreado su
utópico esfuerzo de hacer frente a la Inquisición, contra la cual pudo poco el
celo de la justicia o de las luces.
Esta desilusión, hasta desesperación, la sentían todos los amigos y
partidarios de Jovellanos, pues todos eran del mismo sentir en cuanto al Santo
Oficio, y Goya, en el rótulo y en la estampa misma, consigna el desengaño
común de todos los ilustrados en esta funesta circunstancia histórica.
Esperaban acabar con procesos tan ridículos, fomentados, según ellos, por la
ignorancia y la superstición, con los horrendos espectáculos de los autos de fe
de la Inquisición, pero no pudieron con ella…, no hubo remedio. En este
rótulo del Capricho número 24, tan sucinto y sugestivo, visto contra el
trasfondo de la circunstancia indicada y del momento histórico determinado,
se concentra toda la crisis espiritual de los últimos años del siglo XVIII, que,
por otra parte, no se ha resuelto aún en nuestros días. Como tantos epígrafes
de los Caprichos, éste encierra no sólo los sentidos señalados, sino muchos
más que sigue sugiriendo a la imaginación del espectador, a través de los
años, significados que llevan a interpretaciones cada vez nuevas y más
amplias, como los círculos concéntricos, cada vez más anchos, que continúa
describiendo la guija tirada al agua mansa de un lago.
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objeto de Goya, ilustrar, comentar un texto, sino más bien servirse del texto
para apuntar una situación de la actualidad, análoga a la de la sátira, de una
palpitante realidad y de gran trascendencia, para Jovellanos y para la patria.
En esta primera sátira de Jovellanos, como en la sexta de Juvenal, el poeta
zahiere a las mujeres que Sé: casan únicamente por conseguir la libertad de
hacer su no muy santa voluntad. Este es asimismo el significado evidente y
superficial de la estampa y el que le atribuye la explicación del manuscrito del
Prado: «Facilidad con que muchas mujeres se prestan a celebrar matrimonio
esperando vivir en él con más libertad». Goya leyó las Sátiras «A Arnesto»
sin duda alguna, cuando aparecieron anónimas en El Censor en 1786 y 1787,
y tendría a mano una de las copias que circulaban entre amigos, la de Ceán tal
vez o la de Jovellanos mismo. Vamos a ver el pasaje de que se trata y del cual
hemos subrayado los versos más relacionados con nuestra estampa:
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La máscara, en ambos casos, como en otros muchos dibujos y grabados de
Goya, sirve no para enmascarar o disfrazar, sino para desenmascarar y revelar
el verdadero carácter de la persona o el verdadero sentido de su acción. Se ve
que es la lujuria lo que impele a la mujer tramposa que ni mira al hombre con
quien se casa; tiene los ojos linces fijados en una perspectiva más placentera.
Es posible que el vocablo «perro» tenga aquí, además de su sentido corriente
en la forma femenina, otro significado figurado (que aparece en el
Diccionario de la Academia, edición de 1780), o sea «engaño o daño que se
irroga a uno en ajuste o contrato».
Pero consta que el engaño es mutuo, porque el novio, además de feo y
miope, es ladino y mañoso, y si mira hacia la novia, la mira con la mirada
torcida e interesada y no la ve; ve más bien el provecho que él ha de sacar de
este matrimonio, de manera que sus intenciones no sean más honradas que las
de la novia. El alboroto de la muchedumbre corresponde a «la discordia» y
«el tumulto… al pie del mismo altar», que describe el poema; la vieja
encorvada en el bastón será tal vez instrumento del adulterio a que se refieren
los versos siguientes. Todo parece por lo pronto muy claro en la estampa a la
luz de la sátira; sin embargo, este «todo» se reduce a bien poco y el sentido
profundo de la escena, del grabado, queda tan enigmático como al principio.
Goya trata repetidas veces el tema de los casamientos desiguales o de los
mal casados, ya desde el cartón titulado La boda, que pintara en 1792 entre la
última serie de cartones, y siempre lo trata con la misma acre ironía. Así, en el
Capricho número 14, titulado Que sacrificio! (figura 69), satiriza a los padres
que sacrifican a una hija pobre y bonita casándola con un monstruo viejo y
repugnante, y lo hacen por su propio interés, por lo general para salvar la
fortuna de la familia. Este tema, con algunas variaciones, es el de casi todas
las comedias de Moratín, desde El viejo y la niña, hasta la célebre de El sí de
las niñas, y es un tópico de la literatura satírica contemporánea, sobre todo de
los cuadros de costumbres patéticos. Por ejemplo, El Censor cuenta con
profundo sentimiento, en su «Discurso XLI», el triste caso de la joven y
virtuosa Articia, que sostiene apenas a su madre y a sus hermanos con el
trabajo de sus manos, cuando llega de América un pariente rico y viejo —
tiene sesenta y cinco años— que quiere casarse con ella; la madre llora la
desgracia de su hija y la suya, pero la dura necesidad hace que Articia se
ofrezca a un sacrificio peor que la muerte misma.
Observa El Censor que estos matrimonios que concierta el vil interés
terminan en toda clase de infortunios y hasta en la inmoralidad. Esto es más o
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menos lo que dice Moratín en El viejo y la niña y es lo que manifiesta Goya
en el patético Capricho número 14 al titularlo Que sacrificio!
Goya recarga la nota grotesca, convirtiendo al novio en caricatura que
hace resaltar el claro propósito satírico del grabado. En el dibujo preparatorio
está aun más exagerado lo grotesco del novio y de la figura del hombre que
está a su lado. En el dibujo, la figura de en medio está más claramente
presentada como la del cura que ha de casar a la pareja desigual y la expresión
en el rostro de la niña es más ambigua; tiene, por otra parte, dos inscripciones
distintas, una a lápiz [Son los (?)] Señoritos a cual mas rico; y la pobre no
sabe a qual escoger; otra escrita encima a tinta: Sacrificio del ynteres (figura
32). La inscripción a lápiz sería la original y había de corresponder al texto
literario que sirvió al artista de punto de partida. La escena y la acción
recuerdan un episodio en la novela de Salas Barbadillo, Las fiestas de la boda
de la incansable mal casada, en el cual una joven desdeñosa, que había
rechazado numerosos partidos, se ve obligada a escoger entre estos dos
hermanos nada apetecibles aunque ricos, y «no sabe a cuál escogen». Fuera o
no ésta una fuente del dibujo, la ficción desaparece entre las dos inscripciones
y entre el dibujo y la estampa, que viene a ser un satírico cuadro de
costumbres como otros muchos. Su significado, que salta a la vista, está
resumido en el letrero que sirve a la vez de comentario moral.
Contra semejantes matrimonios mal avenidos declamaban los
predicadores y los moralistas del día, viendo en ellos la causa principal de la
laxitud moral que cundía por todas las clases; así el Padre Boneta, por
ejemplo, en una obra muy leída en aquellos años, Gritos del infierno para
despertar al mundo, atribuía el adulterio y las continuas discordias de muchos
matrimonios a la poca o ninguna disposición con que los casados habían
recibido el sacramento. Esto mismo lo manifestaba Jovellanos en su sátira
primera «A Arnesto», y Goya, a su manera, en el Capricho número 2, pero el
grabado sugiere mucho más, insinúa mucho más que su epígrafe y que toda la
sátira de Jovellanos.
Goya se proponía en este grabado, a nuestro parecer, revelar verdades que
no se podían decir abiertamente y se sirvió de la sátira de Jovellanos para
encubrir, para disimular lo que quería dar a entender. Falta el dibujo
preparatorio para el Capricho número 2; ¿se lo habría regalado Goya a
Jovellanos, que luego lo perdería con tantos otros papeles suyos? ¿O lo habría
hecho desaparecer Goya por demasiado revelador o arriesgado por referirse a
un matrimonio de personajes importantes que se había celebrado hacía poco?
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Algunos de los manuscritos que ofrecen explicaciones de los Caprichos
indican que se trata aquí de una boda de camarista. Sería tal vez la camarista
de la reina que se casó con José Antonio Caballero, quien remplazó a
Jovellanos en el Ministerio de Gracia y Justicia, en agosto de 1798. Sobre el
«pícaro» Caballero están de acuerdo todos los historiadores y observadores en
que se prestaba a servir de instrumento a los más torcidos fines, que era
opuesto a toda idea de reforma, que su acceso al poder fue funesto, en fin,
para la historia de España. El «gótico, sombrío y atravesado Caballero», le
llama León Pizarro. Casándose con una camarista podía afianzarse más en el
poder real y aprovecharse de toda la chismografía de los pasillos de palacio.
Los eclesiásticos que en la estampa acompañan a la novia serían las
antiguallas ignorantes que, según Godoy, buscó Caballero para llenar las
plazas de la iglesia; ambos apadrinan la boda, uno reza por la novia y el otro
la protege y quizá encubre sus intenciones y acciones. El clamor del pueblo,
que es de protesta más bien que de aplauso, sería la oposición sorda, la
antipatía que todos sentían por Caballero, en nada recomendable, que por
medio de este matrimonio se coló en el poder, para desgracia del país.
Godoy, que odiaba a Caballero y acaso exageraba su maldad cuando le
llamaba «hombre de Satanás», dejó de él un retrato descriptivo en sus
Memorias que se parece bastante al del novio de nuestra estampa: «este
hombre dado al vino, de figura innoble, cuerpo breve y craso, de ingenio más
breve y espeso, color cetrino, mal gesto, sin luz el rostro como su espíritu,
ciego un ojo y del otro medio ciego…».
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32. Señoritos a cual mas rico, y la pobre no sabe a qual escoger (inscripción a lápiz); Sacrificio del
ynteres (otra inscripción a tinta). Dibujo preparatorio para el Capricho numero 14. Madrid, Prado (cat.
del Prado, núm. 22).
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sátira de Jovellanos, sino más bien una desgracia pública, consecuencia de
este matrimonio absurdo, arreglado por los agentes de diligencias que más
provecho habrían de sacar del arreglo, y eso tal vez so capa de la religión o
del beneficio nacional.
Sólo así se explica el ambiente ominoso, aciago, de la escena; estos
elementos siniestros, que derribaron el ministerio del hombre honrado y
consagrado al bien público, habían de socavar cuanto se pretendía conseguir
para la ilustración y la prosperidad del país y fomentar la depravada
corrupción de la Corte. En la primera sátira «A Arnesto», el poeta,
irrogándose la misión reformadora de todos los satíricos de siempre, los
Argensola, por ejemplo, exponía cómo todo se traficaba en la Corte,
parentesco, honor, amistad, favor, influjo; es una sátira mordaz que zahiere
los vicios sempiternos de los hombres en sociedad. En el grabado concebido
doce años después, a raíz de una determinada circunstancia, la exoneración de
Jovellanos a los nueve meses escasos de ejercer el poder, se alude al hecho de
que dejó a todos sus amigos y partidarios en un estado de desesperación ante
la catástrofe amenazante y monstruosa.
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está cercano el precipicio, / El astuto amador va en asechanza / Te atisba y
sigue con lascivos ojos; / La adulación y la caricia el lazo / Te van á armar, do
caerás incauta, / En él tu oprobio y perdición hallando…». Ya vimos en el
capítulo anterior que otros versos de esta sátira podían haber sugerido los
Caprichos 21, 22 y tal vez el 32, pero más aún que determinadas escenas y
protagonistas que se encontraban por otra parte en diversas obras satíricas del
tiempo, como ya se ha visto, las estampas coinciden con las sátiras de
Jovellanos en la visión de la época que revelan, época en que «Todo se
trafica: / Parentesco, amistad, favor, influxo, / Y hasta el honor, depósito
sagrado, / O se vende, o se compra».
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33. No hay quien nos desate? Dibujo preparatorio para el Capricho número 75.
(Segundo estudio preparatorio). Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 79).
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pasaje de Guzmán de Alfarache: «no hay cosa segura ni estado permanente,
perfecto gusto ni contento verdadero; todo es fingido y vano…». El caso es
que esta visión pesimista de la vida no se esfumó nunca y sus trazos volvían a
aparecer en momentos de crisis personal o general.
Cadalso nos ofrece en sus Cartas marruecas el mismo espectáculo del
mundo revuelto, la misma visión caleidoscópica y abigarrada de la vida
española de fines del siglo XVIII. Si cogemos al azar un número del Diario de
Madrid, el del 13 de enero de 1795, vemos que su artículo de fondo se titula
la «Instabilidad de las cosas humanas» y empieza: «Todo muda, se altera y
perece en este mundo; nada hay estable ni consistente en el Universo sino el
espectáculo del Universo mismo… Todo el resto varía, muda, se trastorna,
cae y desvanece, se disipa baxo la segur ú hoz destructora del tiempo que
derriba con igual impulso á los hombres, y á todas las obras y hechuras de sus
manos ó de su invención…».
Años después, ha de escribir Jovellanos desde Mallorca unos versos
«Sobre los vanos deseos y estudios de los hombres», dedicándolos «A
Bermudo», es decir a Ceán Bermúdez, en los cuales evoca a la pérfida diosa
que «inconstante y cruel, aflige ahora / Al que halagó poco ha, ahora derriba /
Al que ayer ensalzó, y ora del cieno / Otro á las nubes encarama, solo / Por
derribarle con mayor estruendo».
Este concepto del constante subir y bajar condensa la impresión que
tenían de su mundo, sobre todo el mundo político, los españoles en los
últimos lustros del siglo XVIII, y es el concepto que repite Jovellanos a
menudo en sus Diarios, como Goya en sus Caprichos, por ejemplo en el
número 56, que titula precisamente Subir y bajar (figura 111), estampa de la
cual el manuscrito de la Biblioteca Nacional ofrece la interpretación más
explícita: «El Príncipe de la Paz levantado por la lujuria, y con la cabeza llena
de humo, vibra rayos contra los buenos ministros. Caen estos y rueda la bola;
que es la historia de los favoritos». Se ha sugerido que estos dos ministros
serían Jovellanos y Saavedra, aunque parece más verosímil que, si el artista se
refiere a una situación concreta, sean los ministros Floridablanca y Aranda,
derribados en efecto cuando Godoy fue levantado al poder «por la lujuria»; de
todas maneras, parece más probable la intención de insinuar un estado de
ánimo general de inestabilidad y desmoralización debido a la rápida y
caprichosa sucesión de ministros.
Otra suerte de caída es el tema de una de las estampas brujeriles, el
Capricho número 62, Quien lo creyera!, (figura 117),en el cual dos brujas
luchan a brazo partido mientras caen, empujadas desde arriba por un
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monstruo y acogidas por otro desde abajo; los dos monstruos parecen ser
dragones infernales dispuestos a recibir a dos huéspedes más en su honda
caverna del infierno. Esta estampa y su dibujo preparatorio recuerdan el
primer canto del Paraíso perdido de Milton, que fue traducido al castellano
por Cadalso, y por Jovellanos con la ayuda de Meléndez, donde los espíritus
rebeldes y soberbios, despeñados de la región del cielo, son precipitados hasta
el inmenso abismo, región de horror y espanto, y, contemplando después su
ruina, exclaman: «¡A qué profunda / Sima, desde qué altura hemos caído!»,
que es lo que viene a decir la inscripción del dibujo preparatorio, De lo mas
alto de su huelo son arrojadas las soberbias Brujas (figura 34). En este
hermoso dibujo sólo se ve un monstruo, y además uno de los gatos o linces
diabólicos de Goya; las brujas, o brujos, se ven despeñar desde muy alto,
contra un fondo de pueblo ligeramente indicado. En la estampa, el artista hace
resaltar otro monstruo y el abismo adonde han de caer las brujas; aquí los dos
monstruos tal vez representan Satanás y Belcebú, como en el poema de
Milton, traducido por Jovellanos. Es notable que Cadalso y Jovellanos
emprendieran sendas traducciones del poema barroco en pleno siglo de las
luces; y no lo es menos que para un concurso poético de la Real Academia de
la Lengua, se anunciara como tema por los mismos años «La caída de
Luzbel». Pero el caso es que en los últimos decenios del siglo XVIII los
escritores ilustrados sienten una predilección por los elementos hórridos y
sublimes de la poesía como en el gran poema épico de Milton o en las
famosas Noches de Young; a este gusto corresponden las estampas brujeriles
de Goya, con su luz tenebrosa y sus asuntos espeluznantes.
Este gusto por lo tétrico, por lo maravilloso y fantasmagórico cunde por
toda Europa, en la novela inglesa llamada gótica y sobre todo en el teatro,
donde los espectáculos violentos y asombrosos divierten a la plebe. También
fascinan a Goya, pero cuando él reproduce sus escenas u otras parecidas en
sus obras caprichosas, dejan de ser meros juegos escénicos que divierten a los
espectadores y nada más. En la estampa que acabamos de ver, por ejemplo, el
Capricho número 62, Quien lo creyera!, y su dibujo preparatorio, la
precipitación de las soberbias brujas al abismo recuerda indefectiblemente el
despeñadero de los dirigentes del Estado español en el último decenio del
siglo XVIII, que produce en los pensadores ilustrados responsables un sentido
de naufragio, de irse a pique la nave del Estado llevándose los vastos
designios y denodados esfuerzos de los decenios anteriores.
En Goya asume este sentido de naufragio un cariz particular y personal
debido a su estado físico y mental. Sabemos que, desde el principio de su
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grave enfermedad, una perturbación del laberinto del oído le hace perder el
sentido de equilibrio, le produce vértigo. Todos los que han experimentado en
pesadillas el vértigo de abismo conocen la angustia que producen tales caídas.
Es posible que, a raíz de esta sensación vertiginosa que padece Goya en su
larga enfermedad, surja su obsesiva preocupación por simas y cuevas y toda
clase de caídas que inspiran un buen número de dibujos y grabados, los cuales
parecen manifestar un profundo sentir de que el hombre vive cayendo. Por
otra parte, la caída de las brujas, como todas las estampas brujeriles, pretende
combatir la superstición popular en cuanto a brujas y sus supuestas
actividades.
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34. De lo mas alto de su huelo son arrojadas la soberbias Brujas (inscripción a lápiz).
Dibujo preparatorio para el Capricho núm. 62. Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 37).
Crítica de la superstición
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reos les parece convertir un acto de fe en mero espectáculo o diversión
popular a que iba el vulgo como iba a ver los famosos volatines valencianos o
los bailarines de cuerda. Así, un personaje de la comedia de Iriarte, La
señorita mal criada, observaba que lo mismo le entretenía ver una encorozada
que una comedia en el teatro. Los escritores luchan contra todos los
espectáculos que embrutecen al pueblo o siguen manteniéndole en ignorancia
a la par que pretenden fomentar la devoción o la religión.
Jovellanos critica repetidamente en sus Diarios absurdas procesiones,
como, por ejemplo, el rosario por el agua, el día 26 de agosto de 1795, a
propósito de la cual apunta en su Diario al otro día: «Agua abundante toda la
mañana. ¡Vivan los clérigos! Machacón dice que la arrancaron sus voces. En
efecto, anoche, ponía sus berridos en el cielo». En el mismo tono burlón había
descrito otra procesión parecida el verano anterior, el 31 de agosto de 1794:
«Por la tarde vimos pasar la procesión de rogativa, numerosa, en silencio y
bien ordenada; los regidores, con coronas y sogas, cosas ridículas, atendida
su representación. A mi ver, los metió en eso el cura, y a él Machacón.
Acuérdome del soneto que hice poner en el Diario de Madrid sobre el rosario
de los comediantes. Acababa así: Al fin, en esta gente, todo es farsa!».
El soneto aludido salió anónimo en el Diario de Madrid del miércoles 13
de agosto de 1788, precedido de una carta también anónima dirigida por «un
quidam á un amigo suyo, en que le describe el Rosario de los Cómicos de esta
Corte», y empieza: «¡Qué Rosario, amigo mío!, ¡qué Rosario tan magnífico,
el de Nuestra Señora de la Novena! Anoche le ví, y aún no he salido de mi
admiración, ¡qué música!, ¡qué faroles!, ¡qué estandartes!, ¡qué borlas! Pero
sobre todo, ¡qué concurrencia!, ¡qué gentío!, ¡qué devoción! Si este no es un
objeto de edificación el más recomendable, ¿dónde iremos a buscarlos?». La
escena es la misma que vemos en las procesiones de Goya, la de los
disciplinantes o la del entierro de la sardina, y está vista a través del mismo
lente deformador. Sigue de Epílogo a la carta el soneto que no ha vuelto a
publicarse desde entonces, que sepamos:
Página 146
Al paso de la mística comparsa!
Sólo un chispero gastador de apodos
Dixo, con más donaire que locura:
Al fin en este gremio todo es farsa.
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días festivos, en vez de destinarse al culto de la Majestad y descanso de los
cuerpos, se emplean por lo regular en juegos obscenos y perjudiciales en las
tabernas…». Y son estos religiosos quienes debían servir de ejemplo para el
pueblo en su vida, en sus costumbres y en su devoción. Y si no sirven por su
vida ejemplar ni al pueblo ni a la religión son totalmente inútiles y el pueblo
mísero es quien los tiene que mantener, declara repetidas veces la crítica
ilustrada, y es lo que afirma a su manera Goya en varios Caprichos.
La crítica antimonacal de Jovellanos está fundada en el criterio vigente de
la utilidad o inutilidad pública; así observa en los pueblos por los cuales pasa
en sus viajes el número de parroquias y sacerdotes, de conventos, de frailes y
monjas, en proporción al número de habitantes «útiles»; en Tineo apunta: «Al
convento, ruin, pobre; mantiene, sin embargo, treinta frailes que arruinan al
pueblo»; o en la patria de Berruguete, donde nadie da razón del gran artista,
«setecientos sesenta vecinos útiles, contribuyentes. Cuatro parroquias…».
Jovellanos zahiere sobre todo la ociosidad de los frailes, que se dan buena
vida a costa del pueblo y se hacen religiosos por interés y conveniencia más
que por devoción. Pero el criterio de Jovellanos siempre es el de la utilidad
social del oficio, criterio muy distinto del que tenía el autor burlón e irónico
del folleto satírico titulado la Virtud al uso, que apareció en 1734 bajo el
nombre de Fulgencio Afán de Ribera, quizá pseudónimo.
La obra, muy atrevida, recuerda a veces al Padre Isla del Fray Gerundio,
y algunos se la han atribuido; versa sobre un tema relacionado con el de los
malos predicadores, a saber, el de la falsa devoción. El folleto consiste en una
serie de cartas dirigidas por don Alejandro Girón al hermano Carlos del Niño
Jesús, en las cuales don Alejandro ofrece al joven religioso unas lecciones
prácticas para llegar a ser un perfecto hipócrita religioso y aprovechar en lo
máximo todas las ventajas de la vida frailuna. El librito proporciona al lector
un resumen de todos los tópicos satíricos del día, de los médicos ignorantes,
por ejemplo, que «quieren ser en conciencia campeones, siendo burros
vestidos con calzones», como nuestro burro médico del Capricho número 40,
De que mal morirá, que vimos ya con las demás Asnerías; o de los escribanos
que, aunque tienen plumas, nunca vuelan al cielo, y así de los demás oficios
acostumbrados en las obras satíricas.
En cuanto a su propio oficio, el de hipócrita religioso, lo primero que le
aconseja es reformar el traje, llevar siempre zapato ramplón, rosario grande,
medallas grandes que metan ruido y libritos de devoción; y luego le
recomienda estos ademanes inexcusables: «el paso grave, la cabeza algo
inclinada hacia los pies, los ojos entre abiertos y cerrados, la frente algo
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arrugada, en postura de pensativo, y cátate hecha la figura mística». Es verdad
que estos consejos recuerdan en seguida al ciego del Lazarillo de Tormes y a
todos los falsos devotos como Fray Gerundio y sus colegas. Pero en ninguna
de las novelas picarescas ni en las obras satíricas del siglo XVIII se habla con
igual descaro y cinismo de la vida regalada de los frailes; por ejemplo, en
cuanto a la comida, aconseja don Alejandro al joven religioso: «Procura
regalarte y decir que nada te gusta, pero que es forzoso obedecer a quien te lo
manda… aunque te vean gastar rico chocolate, vino generoso, regalado
carnero, chorizos de Extremadura, perniles de Galicia, perdigones de la tierra
y pollas de leche al tiempo, nadie lo echará a mal, porque lo considerarán
como preciso remedio y ordenado régimen medicinal… Dirás que es precepto
natural mirar por la salud, y que por eso te regalas, aunque con bastante
repugnancia, pero que la obediencia es ciega… haz cuenta que tienes un
mayorazgo en esta vida, que, si en la otra te llevase el diablo, allá lo verás.
Adiós, hijo, que me voy a descansar». No deja de advertirle que mire por el
aumento de su buena opinión asistiendo siempre el primero a las procesiones
públicas, como de sequedad, epidemia o langosta, agarrando la cruz o a lo
menos la campanilla. Esta obra de la picaresca frailuna, bien titulada Virtud al
uso y mítica a la moda, fue por supuesto suprimida y prohibida por el Santo
Oficio, pero, como Fray Gerundio de Campazas, siguió circulando y
leyéndose por todo el siglo.
Goya combina en muchos dibujos y estampas dedicadas a frailes el tono
burlón de esta obra con el criterio crítico de los pensadores ilustrados; pero
muchos detalles concretos parece haberlos sacado del poema satírico
dedicado al mismo tema, «Descripción del convento de Carmelitas de Bilbao
llamado El Desierto», escrito por el amigo de Jovellanos, el fabulista
Samaniego. Jovellanos se refiere al poema que le había recitado su autor
cuando Jovellanos le visitaba en Tolosa en agosto de 1791. Jovellanos se
llevaría copia de los versos «saladísimos» para dejársela a sus amigos, a
Moratín y a Meléndez, o éstos se la habrían conseguido directamente del
autor, pero de todas maneras es fácil que circulara alguna copia de los versos
entre manos de amigos y que llegara Goya a verlos.
El poema satírico festivo representa en algunas escenas muy afines a las
de Goya los mismos aspectos de la vida frailuna, la vida regalada que se dan,
mientras fingen todo lo contrario, diciendo, por ejemplo, que es penitencia
comerse el viernes truchas y salmones; no piensan en el infierno ni en la
gloria, sino sólo en el refectorio, en el momento en que el lego remangado
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presenta triunfante «Tableros humeantes, / Coronados de platos y tazones, /
Con anguilas, lenguados y salmones…».
Esta es precisamente la escena que figura Goya en el Capricho número
13, Están calientes (figura 68), donde unos frailes sentados en la mesa,
servidos por un lego, se están tragando la comida tan caliente que quema por
no poder esperar un momento más. Aquí no pretende Goya representar la
realidad observada y luego deformada como en otras estampas; los frailes no
son hombres, sino duendes, figuras fantásticas sacadas del sueño que,
precisamente por ser fantásticas, provocan mejor la emoción que el artista
quiere producir en el espectador; había concebido esta estampa en primer
lugar como caricatura grotesca, que titulaba Caricatura alegre (figura 35), en
el primer estudio preparatorio que corresponde a la caricatura alegre que se
presenta en los versos de Samaniego. En la segunda versión preparatoria va
evolucionando la composición hacia el grabado y lleva una inscripción
expresiva que revela la intención principal del artista en aquel momento, a
saber, Sueño de unos hombres que se nos comían (figura 36), resumen gráfico
del pensamiento ilustrado en cuanto a los frailes, que repetía Samaniego con
la imagen de las abejas laboriosas y los zánganos que ya vimos, alabando la
abundancia «Con que el enjambre próvido mantiene / Tanto zángano gordo
como tiene». En el grabado cambió el título y algún detalle demasiado
expresivo, pero queda el escenario irreal del sueño poblado de seres
fantasmales.
Los frailes de Samaniego no son menos tragones que glotones, y, de igual
manera, los de Goya se emborrachan cuando nadie los puede ver, en algunos
dibujos y en el Capricho número 79, titulado en efecto Nadie nos ha visto
(figura 134). Aquí representa Goya a los frailes como duendes que se beben
sendos vasos de vino que extraen de un gran tonel; los acompaña otro ser
inútil, un abate que se ve por detrás; el letrero destaca que se regalan a
escondidas a la vez que guardan la apariencia pública de religiosos virtuosos
y morales.
En su poema, Samaniego hace resaltar la pereza y ociosidad de los frailes
que siguen durmiendo a pierna suelta, a pesar de las campanas, hasta que un
corista los despierta con una matraca horrísona, mientras que los honrados
profesores de las artes y oficios se levantan al amanecer y se van al trabajo a
labrar el panal para los zánganos. Los frailes, que por fin se despiertan, se
levantan desperezándose: «Se incorpora, bosteza, / Se remueve, se viste… le
fatiga / El peso de su mole… sin embargo, / Sale de su místico letargo…». En
el Capricho número 80, Ya es hora (figura 135), vemos a cuatro frailes,
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duendes de brutal fisonomía, que están bostezando y desperezándose, por lo
visto recién despiertos y levantados a duras penas; el letrero refuerza el efecto
de inercia y holgazanería que deja la estampa manifestando que, aunque por
fin se han levantado, tardarán bastante en animarse, en llegar a hacer algo.
35. Caricatura alegre. Primer dibujo preparatorio para el Capricho número 13.
Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 20).
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36. Sueño de unos hombres que se nos comían (inscripción a lápiz).
Segundo dibujo preparatorio para el Capricho número 13.
Madrid, Prado (cat. del Prado, núm. 20).
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enseñara dentro de una jaula a las 10 de la mañana en la Puerta del Sol, no
necesitaba de otro mayorazgo», explicación compuesta en gran parte por
Moratín para una de las notas, la número 16, que puso a su edición del Auto
de Logroño… de 1610. Es posible que este significado fuera añadido sólo en
el momento de redactar la explicación, pero como Goya los representa en
figura de duendes, es verosímil que pensara desde el principio, al componer el
letrero, en el sentido profundo además del sentido superficial y evidente, es
decir, que ya es hora de que todos los duendes desaparezcan de la fantasía
popular y asimismo del mundo.
En estos Caprichos, como en otras estampas de brujas y duendes que
veremos en el capítulo siguiente, el artista escogía seres fantásticos, puros
engendros de la imaginación libre, para realzar el efecto real que producían,
pero más aún porque le permitían explorar las tenebrosas y misteriosas
regiones que le atraían y hasta le obsesionaban. Cuando señalamos escenas de
determinadas obras, como el poema satírico de Samaniego, que hubieran
podido servirle de punto de partida para algunas de las estampas, no queremos
dar a entender, de ninguna manera, que Goya las tradujera de escenas
verbales en escenas plásticas. El artista almacenaba en su memoria
impresiones e imágenes que asimilaba de lecturas a la vez que asimilaba el
pensar y el sentir de los ilustrados de las mismas y otras lecturas; las
imágenes que transcribía al papel por medio de líneas, luces y sombras, eran
las que se le presentaban directamente, imágenes suyas y propias que surgían
de la nada del inconsciente o de la memoria milenaria.
No se ofrecen los textos como equivalentes de las estampas ni aun como
aproximaciones a las mismas, sino sólo como parte del trasfondo, del
complejo de circunstancias que las rodeaban y alguna vez que otra les dieron
impulso. Claro que es posible que Goya hubiera concebido sus estampas de
frailes sin conocer ningún texto, siguiendo únicamente el sentimiento popular
que se reflejaba en refranes y coplas conocidas. Jovellanos observaba en
cierto pueblo que la aversión al monasterio era indígena e inveterada; en otro
oyó esta «cantiña arrefranada» que cita:
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Jovellanos había escuchado las coplas con placer, porque revelaban que el
pueblo no tenía mejor concepto de los frailes que los escritores ilustrados. No
obstante, el sentir de Jovellanos en estos asuntos es bastante distinto por lo
general del sentir de Samaniego y de los enciclopedistas franceses y aún más
del vulgar anticlericalismo del siglo XIX. Lo que le duele a Jovellanos es que
los numerosos curas y frailes que viven a cargo del pueblo y que debían y
podrían dirigirle espiritualmente, elevarle, instruirle, no sólo no hacen esto,
sino que le mantienen en su ignorancia y aun la fomentan. Así, al llegar al
pueblo de Camposagrado, habiendo observado en el camino unas veinticinco
tazas o cráteres de figura esférica, preguntaba a los naturales qué eran, pero
éstos sólo podían contarle la anécdota tradicional según la cual el infante
Pelayo había escondido allí veinticinco hombres en cada uno y desde esta
emboscada atacado a los moros, destruyéndolos, lo que provoca este
comentario irritado de Jovellanos: «esta hablilla, el nombre de
Camposagrado, la aparición creída de la imagen de este nombre y la
propensión de la ignorancia a buscar en todo, orígenes maravillosos, han
fomentado la superstición del vulgo, que aún dura».
Goya ve las supersticiones del vulgo desde la misma perspectiva, pero
para él no son problemas pedagógicos ni sociales, fuera de los letreros
equívocos que agrega a las estampas, pero en éstas no son más que pretextos
para lanzarse a las sombras en las cuales se engendran tales creencias; en su
larga enfermedad, Goya había llegado a acostumbrarse, hasta a aficionarse, a
las sombras que le revelaban verdades más profundas que las que veía a la luz
del día. Y Goya recreaba sus sueños sombríos en estampas enigmáticas, sin
que le importara que sus contemporáneos las entendieran, y cuando parecía
que pudiera correr algún riesgo en dejarlas circular, las recogió y las regaló al
rey para la Calcografía Real. Jovellanos sabía muy bien que en su tiempo sólo
se podía escribir las verdades para una docena de amigos y para la posteridad,
pero como era reformista, aceptaba encargos, como el «Informe sobre la ley
agraria» y el «Informe sobre la Inquisición», que le habían de acarrear
funestas consecuencias, no sólo para él, sino para su amado Instituto, al cual
había dedicado sus mejores esfuerzos.
Empieza a darse cuenta de la hostilidad al Instituto cuando se le niega la
licencia de tener libros prohibidos en la biblioteca del Instituto, aunque se
trata sólo de libros de física y mineralogía y de uso circunscrito a jefes y
maestros; un mes después se encuentra en la biblioteca del Instituto al cura de
Somió leyendo a Locke. Esta visita le hizo pensar que la persecución
empezaba ya a ser más abierta y se pregunta: «¿Qué será esto? ¿Por ventura
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empieza alguna sorda persecución del Instituto? ¿De este nuevo Instituto,
consagrado a la ilustración y al bien públicos? ¿y seremos tan desgraciados
que nadie pueda asegurar semejantes instituciones contra semejantes ataques?
¡Y qué ataques! Dirigidos por la perfidia, dados en las tinieblas, sostenidos
por la hipocresía y por la infidelidad a todos los sentimientos de la virtud y de
la humanidad… Yo rechazaré los ataques, sean los que fueren, y si es preciso,
moriré en la brecha». Esto lo escribe en septiembre de 1795; en los años
siguientes continúan los altibajos de la esperanza en cuanto al Instituto,
amenazado siempre por los que combatían la nueva ilustración. Un día, el 16
de mayo de 1797, visita Jovellanos al obispo cuando todo el colegio pasa el
día en el campo, en Contrueces, y apunta en su Diario: «El Obispo no hizo la
menor demostración ni cumplido; ya antes había mostrado su indiferencia
hacia el Instituto. ¿Cómo puedo esperar otra cosa? ¿Por qué no contaré con
que aborrece la ilustración que voy a difundir?».
Más tarde, en el mismo año, fue Jovellanos a Madrid, nombrado Ministro
de Gracia y Justicia, y en aquel momento le hizo el simpático retrato Goya,
retrato íntimo que revela toda la sensibilidad del hombre que siempre había
sido el gran amigo y protector del pintor.
Si no leemos más que las obras de encargo de Jovellanos, sus extensos
informes y discursos, vemos algo de la persona pública en sus múltiples
actividades y enciclopédico saber, pero al hombre no le empezamos ni
siquiera a divisar. Para tratar de vislumbrar cómo era el hombre tendríamos
que seguirle en su vivir diario, a través de las numerosas cartas y epístolas que
dirigía a sus tiernos amigos y en los Diarios en que apuntaba, durante algunos
años, por lo menos, sus deseos y sus quehaceres cotidianos, sus ideas e
ilusiones, y también sus angustias y amarguras. Al complementar la lectura de
los informes con la de los Diarios y cartas se llega a distinguir entre
declaraciones de circunstancias, compromisos oficiales, entre frases y
fórmulas hechas que circulaban en el tiempo, por una parte, y por otra, su
íntima y auténtica manera de pensar y de sentir: en los Diarios, además, se
llega a percibir su manera de sentir dentro del mismo ambiente en que surgió
y a través de su propia perspectiva.
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inconsecuencias y ambigüedades de sus ideas y acciones. Jovellanos sentía la
naturaleza en toda su grandeza, en particular lo que tenía de espectáculo
sublime; por eso le conmovían extraordinariamente los paisajes montañosos.
Hablando, por ejemplo, en su Diario cuarto, del camino que va a las Corias,
decía: «Arriba tajo altísimo, horridísimo, pero magnífico y sublime cuanto
puede presentar la Naturaleza».
Sentía profundo dolor al contemplar los campos despoblados o mal
cultivados y a los campesinos rendidos por las labores de la tierra que no les
daban suficiente para sostenerse, mientras que mantenían a las clases
pudientes en gran lujo. Le dolía contemplar tantas tierras sin brazos y tantos
brazos sin tierras.
Cuenta con alegría las excursiones al campo de los maestros y discípulos
del Instituto, días de paz perfecta si no fuera por los numerosos mendigos; se
socorre a todos, pero le aflige la idea de la miseria pública que Goya había de
representar en tantos dibujos y estampas. Se avergüenza de todas las ridículas
distinciones, como las que sufren los vaqueros de Galicia, a quienes no se les
quiere dar la Sagrada Comunión sino a la puerta de la iglesia, mientras que los
hijosdalgos tienen un lugar preferente en la iglesia y los plebeyos pretenden
tenerlo con respecto a los vaqueros; pero le sostiene la creencia de que, al
cabo, «la razón vengará algún día las injurias que hoy recibe de la ignoracia».
Goya siente menos lo patético, lo que no quiere decir que no lo haga sentir
intensamente a los espectadores de sus grabados. Ignoramos hasta qué punto
Goya compartía el sentir y el pensar de los ilustrados; sólo sabemos que
adoptaba su perspectiva de la realidad contemporánea al dibujar y grabar sus
obras de capricho. Sabemos también que al terminar la colección de estampas
se daba perfecta cuenta de la crisis por la cual pasaban el país y sus amigos
que lo dirigían.
Y como ya se ha visto, el Capricho número 2 revela algo de este estado de
crisis y angustia ante el oscurantismo fanático, desesperante, que trae la
exoneración de Jovellanos. A éste le seguían persiguiendo sus enemigos
poderosos en la corte respaldados por una carta secreta y anónima de Gijón
que le delataba como uno de los jefes del partido de los Novatores, los cuales
atacaban a la Iglesia, «haciendo ridículo lo más sagrado de nuestra religión
católica», y también luchaban contra el gobierno, «hollando los tronos, cetros
y las coronas»; y al Instituto se refería la misma carta como escuela «de
disolución, de vicios, de libertad e independencia, a la que sólo concurren los
niños y jóvenes más despreciables y muy pocos de calidad…».
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Jovellanos no podía saber los detalles de las intrigas que tramaban su
caída, pero al poco tiempo de retirarse a Gijón, cuando un corresponsal le
pregunta por qué no publica sus obras, le contesta:
Lo que seguramente no sabrá, ni podrá concebir, es hasta qué punto quiso la calumnia
ennegrecer mis principios y mis intenciones. Salvo pues de aquel naufragio (si es que lo
estoy…) y del de mi negra fortuna, y cuando sé y saboreo cuanto vale la dulce seguridad del
retiro, por qué quiere Vm. que me exponga á nuevas tormentas? Yo bien siento dentro de mí
que no nací para temerlas, y acaso las arrostraría si estuviese más cierto del provecho. Pero
muchas otras experiencias me han convencido, que la época presente, si buena para meditar y
escribir, no lo es todavía para publicar… se escribe mejor, cuando se escribe para la
posteridad[2].
Con razón dudaba Jovellanos que estuviera salvado del «naufragio», pues, al
poco tiempo de escribir esta carta, sería preso y desterrado a Mallorca, a pesar
de no haber publicado las más de sus obras. Hemos visto que todos los
escritores de su generación sentían la misma aprensión de publicar las suyas,
a menos que fueran encargadas por entidades oficiales o protegidas por el rey,
como en el caso de las de Feijoo años antes, o en el de los Caprichos una vez
que pertenecían a la Calcografía Real.
Lo único que se sabe del pensamiento de Goya en aquellos años, fuera de
lo que se deduce de sus Caprichos y sus dibujos preparatorios, es la
declaración de Zapater, sobrino del gran amigo del pintor, que como al
publicar algunas de sus cartas sólo le interesaba demostrar que Goya era
devoto, se niega a publicar documentos más allá del año 1801, porque el
artista en aquellos años, entre los dos siglos, decía, «aspiró, halagado por la
fortuna, una atmósfera nada pura que hubo de embriagarle, y agitado por las
nuevas ideas que recorrían la Europa en pos de ejércitos vencedores de
naciones extrañas a España».
«La atmósfera nada pura» que, según Zapater y Gómez, aspiraba Goya, es
la de las ideas y sentimientos de sus amigos académicos e ilustrados a quienes
retrata en los últimos años del siglo, a todos menos a Ceán Bermúdez, al que
había retratado antes, a don Bernardo de Iriarte, y a don Juan Meléndez
Valdés, a Jovellanos Y a Saavedra, y a don Leandro Fernández de Moratín.
Al poeta Meléndez le dedica el retrato «su amigo Goya» y es evidente que
hacía años que le conocía y que leía su poesía; consta, por ejemplo, que al
pintar los cartones de las estaciones, recordaba poemas de Meléndez sobre las
mismas; solo hace falta mirar el cartón titulado La nevada y leer los versos
correspondientes a la misma escena en el poema «El invierno»: «El agitado
viento el árbol mueve… De las nubes la espesa muchedumbre / El claro sol á
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oscurecer se atreve… La granizada, escarcha y duro hielo / Erizan al pastor
con fría saña…».
Los que quieren ver en Goya al genio inculto e inconsciente son reacios a
creer que leía poesía, pero la verdad es que leía toda clase de poesía, sobre
todo las obras de sus amigos, y hasta escribía versos alguna que otra vez para
incluirlos en cartas a amigos. Aunque tuviéramos una lista de los libros que
poseía, ésta nos daría una idea muy incompleta de sus lecturas, que
consistirían en periódicos y revistas, en las cuales salían por primera vez
poesías y artículos de los mejores escritores, o en copias manuscritas de obras
que no llegaban siempre a publicarse, pero que circulaban bastante, o en
libros prohibidos que circulaban asimismo entre amigos que se los prestaban.
Con esto no se quiere convertir al gran pintor en erudito ni en «filósofo»,
término que habían de emplear Gallardo y el crítico francés Iriarte, al hablar
de su obra. No deja de tener interés, sin embargo, que algunos ejemplares
encuadernados de la obra de Caprichos, de principios del siglo XIX, lleven el
título Pensamiento de Goya.
No ha sido nuestra intención, sin embargo, en este capitulo o en el
anterior, presentar al creador de los Caprichos como pensador original o
revolucionario, Y mucho menos diluir la potencia emotiva de las estampas al
tratar de verlas y comprenderlas dentro del ambiente real y literario en el cual
se crearon. Se pretende percibirlas dentro del mundo en el cual surgen, un
mundo hecho de circunstancias e ideas, de vigencias dominantes y evasión de
las mismas, de ilusiones y esperanzas que al poco tiempo se convierten en
desilusiones y desesperanzas, de amistades y lecturas que determinan su
modo de ver y de sentir la realidad a su alrededor.
El ángulo de visión de Goya en los Caprichos es, sin duda alguna, el de El
Censor y no es inverosímil que se propusiera alguna vez realizar por medio de
sus grabados más o menos lo que conseguía el editor de dicha revista con sus
«Discursos» satíricos. La crítica social de las estampas es la que se encuentra
en las obras de Jovellanos y sus amigos ilustrados, y el pintor la asimila de
tales obras a la vez que adopta la perspectiva general de la Ilustración
española. Pero esta perspectiva no le basta al artista inquieto y visionario que
en su enfermedad descubre una realidad inversa a la de las luces supuestas por
los racionalistas optimistas, una realidad oculta, umbría e infausta, presentida
en sueños, que siente la necesidad de revelar en formas expresivas. El mundo
a su alrededor, por otra parte, le sirve únicamente de punto de partida, de
trampolín para otros mundos apenas vislumbrados que va explorando a
medida que realiza sus obras de capricho. Conviene tener presente, no
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obstante, que la perspectiva ilustrada de la razón es el punto de partida para la
creación de las escenas y acciones que se oponen a ella a través de toda la
colección de las estampas caprichosas, pues de esta oposición precisamente
resultan su singular dramatismo y su ineludible ambigüedad.
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Capítulo 4
La intención artística de Goya, pintor de capricho
Para Goya, significa «capricho»… todo aquello que un pintor hace al margen de su oficio.
Genio significa la facultad de crear un nuevo pedazo de universo, un linaje de problemas
objetivos, un haz de soluciones: sólo cuando tenemos algo de esto entre las manos nos es lícito
hablar de genialidad.
ORTEGA Y GASSET
Los ojos hostigados de la luz miran a lo escuro para cobrarse.
HORTENSIO FÉLIX PARAVICINO
…Exponer á los ojos formas y actitudes que sólo han existido hasta ahora en la mente
humana, obscurecida y confusa por la falta de ilustración ó acalorada con el desenfreno de las
pasiones.
GOYA
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capítulo 1 vimos los repetidos esfuerzos que hacía Goya por imponerse como
pintor de oficio, por una parte, y por otra, su afán constante por descubrirse y
encontrar a la vez su propia manera de pintar, mediante la serie de
autorretratos que pinta, casi desde el primer momento en que se mira como
pintor de oficio y en las posteriores etapas de su carrera o destino. Parece que
Goya, en el mismo proceso de estudiar y descubrir las facciones de su rostro,
va descubriendo los rasgos, y aun toda la fisonomía, de su estilo.
Hemos visto que, al poco tiempo de conseguir el triunfo como pintor de
oficio, en cuanto se ve solicitado y obsequiado por los clientes más poderosos
y distinguidos, Goya empieza a quejarse al amigo Zapater de que ya no le
queda tiempo para nada, ni para divertirse, ni para pintar para sí mismo. Se
siente cansado, viejo, sin humor para nada, y quisiera quitarse de encima los
importantes encargos hace poco anhelados, deshacerse, en fin, del oficio con
sus apremiantes obligaciones y sus ineludibles compromisos. La crisis
existencial se va preparando en medio de los grandes triunfos externos y
parece cristalizarse cuando Goya recibe, en 1789, el nombramiento solicitado
hace tiempo de Pintor de Cámara. Ya tiene el renombre tan ansiado y un
sueldo que le permite el poco lujo que requiere, un birlocho a la inglesa, más
tarde una berlina. Pero la satisfacción inmediata del éxito se convierte al poco
tiempo en un desasosiego íntimo, un hastío de la vida que lleva, con el sinfín
de encargos convencionales que no puede ni quiere acabar y que no le dejan
tiempo para sí. Ya no puede con su alma. Siente la necesidad de superar al
pintor de oficio consagrado y aplaudido para llegar a ser, para hacerse el
inventor original, pintor de capricho, que sabe que lleva dentro.
Sin la profunda crisis de conciencia, como ya se ha dicho, es probable que
Goya no hubiera creado el juego de pequeños cuadros que mandó a don
Bernardo de Iriarte, ni tampoco la maravillosa serie de estampas que forman
la colección hoy conocida bajo el título de Caprichos. En estas obras de
capricho, como en la misma crisis espiritual de Goya, influyen los señalados
sucesos contemporáneos, la crisis histórica de la Revolución Francesa y los
terribles años que la siguen, aquel «Terror» que desata todas las fuerzas
irracionales e inhumanas, latentes en los seres llamados humanos y
racionales. El «Terror» fue, en efecto, uno de los monstruos engendrados por
los sueños de la razón, como lo eran asimismo las doctrinas abstractas y
visionarias de los filósofos extremistas de Francia. Jovellanos se refiere a
estos «Sueños filosóficos» en la carta que dirige a su amigo Alexander
Jardine, cónsul inglés en La Coruña, aseverando que él por su parte es
terminantemente opuesto a que se sacrifiquen seres humanos a tales sueños.
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Al horror que producen los violentos sucesos de Francia se agrega la
inquietud producida por la rápida y caprichosa sucesión de ministros en
Madrid que termina con la desconcertante elevación de Godoy a Primer
Ministro en 1792, a propósito de la cual apunta Moratín en su Diario, estando
en Londres: «me quedé pasmado», y eso a pesar de que él era uno de sus
protegidos. El azaroso ambiente de la Corte, un sentido de naufragio general,
no puede menos de precipitar la crisis de Goya y de reforzar el íntimo
abatimiento y desesperanza que sobrevienen con su enfermedad[1].
La enfermedad parece abrir un abismo entre la persona que había sido —
pintor de oficio que, adaptándose más o menos al criterio y estilo vigentes en
los años 1775 a 1790, triunfa en lo externo— y el otro ser atormentado,
impelido por el afán de dar forma a su nuevo y propio sentido de la realidad
pintando como quiere, o sea, de capricho. El choque de la enfermedad le
arranca a la vida y al medio acostumbrados y altera radicalmente la visión que
de ellas tiene ahora; en vez de ver la realidad a través de la perspectiva
esperanzada de sus amigos ilustrados, a través de sus miras ilustradas,
caminos hacia la luz de la razón, la ve a través de las diversas vertientes de la
sinrazón, todas envueltas en densas sombras que la luz penetra raras veces y
sólo de modo accidental. Y las sombras no engendran más que monstruos,
pero monstruos humanos, es decir, monstruos hechos de elementos de seres
humanos caprichosamente combinados, a veces con elementos bestiales, por
la fantasía libre. Son los monstruos que Goya concibe en sueños y pesadillas
cuando la enfermedad le aísla y ensimisma, dándole la sensación de que el
suelo le falta, de que él se hunde irremisiblemente en un abismo sin fondo.
Las alusiones a la enfermedad de Goya que se encuentran en las cartas de
sus amigos manifiestan su gravedad, pero sin concretar nada, como esta
inquietante frase en la carta que dirigía Zapater a don Sebastián Martínez,
amigo y huésped en Cádiz, el 19 de enero de 1793: «como la naturaleza del
mal es de las más temibles, me hace pensar con melancolía sobre su
restablecimiento».
Los pocos y breves comentarios de Goya mismo revelan menos sobre la
enfermedad que sobre su estado de ánimo mucho tiempo después de haberla
padecido. En un memorial escrito años más tarde, fechado el 22 de marzo de
1798, solicitando el abono del jornal de su moledor de colores, Pedro Gómez
—suma que cobra por fin cuando Jovellanos es ministro de Gracia y Justicia
—, declara: «como hace seis años, que me faltó de todo punto la salud, y
especialmente el oydo, hallandome tan Sordo que no usando de las cifras de
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la mano no puedo entender cosa alguna, por lo que no he podido ocuparme en
cosas de mi Profesión…».
Sabemos que seguía trabajando, no obstante, en estos años, y con gran
intensidad, en los lienzos que pintaba para sí mismo, en los numerosos
dibujos y grabados que realizaba, pero estas son obras que ejecuta al margen
de su oficio, obras que hace por capricho suyo, propio, ineluctable. Cuando
dejaba de dar las clases que debía en la Academia de San Fernando por los
mismos años, acaso no fuera tanto por los achaques continuados o alguna
indisposición nueva que pretexta, como por la necesidad que sentía de
descubrir y explorar los nuevos rumbos divisados ya y que no puede menos
de seguir.
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37. Carta de Goya a don Bernardo Iriarte (I).
Página 164
38. Carta de Goya a don Bernardo Iriarte (II).
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cuanto a mi salud, unos ratos rabiando con un humor que yo mismo no me
puedo aguantar, y otros más templado como este q.e he tomado la pluma para
escribirte, y ya me canso».
Temas negativos
Para ocupar la imaginaci.n mortificada en la considerac.n de mis males, y para resarcir en parte
los grandes dispendios q.e me an ocasionado, me dediqué a pintar un juego de quadros de
gabinete, en q.e he logrado hacer observacio.s a q.e regularmente no dan lugar las obras
encargadas, y en q.e el capricho y la invención no tienen ensanches…[3]
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No podría ser más precisa esta declaración de los derechos de la imaginación
a explayarse por los nuevos horizontes descubiertos durante la enfermedad,
libre de las trabas de los temas impuestos y de las normas y criterios vigentes.
Temiendo de parte de algunos profesores de la Academia la censura de sus
nuevas obras por competencia o por una maligna envidia, Goya las confiaba
al amigo que por su autoridad y conocimiento podía protegerlas. Consta que
las obras expuestas por Iriarte en la Academia de Bellas Artes de San
Fernando merecieron el aprecio de los académicos, pues a los tres días le
volvió a escribir Goya expresando su agradecimiento a Iriarte y a la
Academia «tanto del cuidado de mi salud como de la benignidad con q.e an
mirado mis producciones», y su esperanza que «haplicandome con mucho
animo, segun mis esperanzas á presentar cosas q.e sean mas dignas de tan
respetable cuerpo»[4].
Ya se han identificado todos los cuadros de gabinete que formaban parte
del juego exhibido en aquel momento en la Academia, y parece cierto que no
se trataba, como creían algunos, de las tablas que hoy día se ven allí mismo,
tales como El entierro de la sardina, La corrida de toros en un pueblo, La
procesión de disciplinantes, todos engendrados por el deseo de hacer nuevas
observaciones para poder traducir directamente en el lienzo o en la tabla su
estado de ánimo de hombre sumergido para siempre en un silencio angustioso
e inquebrantable. Se libra de su angustia vertiéndola en estas obras en las
cuales «el capricho y la invención no tienen ensanches», como en la escena de
un auto de fe de la Inquisición (figura 39), a la que nos referimos ya en el
capítulo precedente, señalando que aquí descubre Goya el arte de pintar las
muchedumbres movidas por las frenéticas pasiones colectivas.
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39. Tribunal de la Inquisición. Madrid, Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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más que los personajes imprescindibles, reo, autoridad y muchedumbre
despersonalizada, Goya realza extraordinariamente el efecto dramático de la
escena. El letrero del grabado, Aquellos polvos, breve y mordaz, condensa
toda la intención satírica del autor en la estampa y en todas sus obras de esta
índole, como en el cuadro al óleo del Tribunal de la Inquisición: la de
manifestar que procesos y espectáculos como éste, a través de los siglos, han
ejercido una influencia profunda y funesta en el alma popular, excitando las
malas pasiones de la plebe en vez de reforzar la fe religiosa o el uso de la
razón.
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90 es más arriesgado tratar tales temas fuera de diarios o cartas particulares, y
en éstas se corre algún peligro todavía. Desde 1790 el nuevo Index prohíbe la
lectura de las obras que tratan de la Revolución Francesa y de otros muchos
asuntos, y en los años siguientes se prohíbe la entrada de libros y revistas
extranjeros, a la vez que se suspenden periódicos nacionales y se recogen
ejemplares de los que quedan. Las nuevas prohibiciones, según se declara,
son medidas contrarrevolucionarias, pero son en realidad medidas
antirreformistas, por medio de las cuales pretenden sus promotores anular las
reformas de los veinte años anteriores.
El clima intelectual y espiritual que producen estas prohibiciones y
suspensiones es precisamente el mismo que produce o más bien impulsa la
concepción del cuadro al óleo del Tribunal de la Inquisición y las dos
estampas que tratan del mismo tema. Para conseguir el efecto intensamente
expresivo que busca Goya, emplea la iluminación con gran destreza,
acentuando por medio de la luz el carácter de las figuras y las actitudes que
quiere hacer resaltar contra la densa oscuridad general del fondo de la pintura
y reduce a un mínimo de colores su paleta. En el grabado consigue una
intensidad mayor aún por el aguafuerte y aguatinta en puro blanco y negro,
solución hacia la cual propenderá la reducción de la paleta en los pequeños
cuadros pintados al óleo. Al comparar las dos obras sobre el mismo tema, la
escena grabada y la pintada, vistas desde la misma perspectiva, nos damos
cuenta de la influencia mutua que ejercen los dos medios de expresión, la
pintura depurada del colorido, que va evolucionando hacia el aguafuerte, el
aguatinta y el grabado, que hereda de la pintura al óleo indiscutibles efectos
pictóricos; este mismo proceso ha de seguir, por otra parte, hasta que se cierre
el círculo con la vuelta a la pintura al óleo en las llamadas pinturas negras.
Con los cuadros de gabinete se inicia la obra del Goya pintor
expresionista que, después de su enfermedad, deja de pintar de oficio y se
dedica a pintar únicamente lo que quiere, o sea de capricho, impulso que le
lleva a emprender los dibujos y grabados caprichosos igualmente enfocados
desde la verdad subjetiva e íntima recientemente descubierta. La colección de
los Caprichos es, pues, una obra autobiográfica, en el mismo sentido en que
lo es el Satiricón de Petronio, y es una obra de confesiones análogas a las que
Rousseau y Werther pusieron de moda en el tiempo. En la serie de dibujos
preparatorios para las estampas no se revela Goya menos que en la sene de
autorretratos que hemos visto. Goya no creía, al realizar sus Caprichos, que
las sátiras sirvieran para corregir vicios ni para ayudar a los virtuosos a
precaverse contra los designios o astucias de los viciosos. Al dibujar y grabar
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las depravadas costumbres y ridículas supersticiones de sus contemporáneos,
confiesa sus propios vicios y preocupaciones, odios y terrores, logrando de
este modo liberarse de ellos.
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esperaba, en un concurso académico, por ejemplo, en Madrid o en Parma, en
los cuales nunca se llevaba el premio. Estando en Italia en 1771, Goya manda
un cuadro al concurso de pintura en Parma sobre el tema anunciado: «Aníbal
contempla por primera vez Italia desde los Alpes», y la Academia de Parma,
al no concederle el premio, no deja de mencionar su obra elogiosamente, pero
reconviniendo al pintor por haberse apartado del tema propuesto y de la
verdad en el colorido.
Este cuadro parece haberse perdido, pero queda otro pintado el mismo año
en Roma, el retrato de un joven desconocido (figura 41), el primer retrato
firmado por Goya, y en esta obra llama la atención, como en los retratos
posteriores, la extraordinaria viveza, la presencia inmediata y actual del joven
retratado. Y si miramos de cerca detalles de la pintura mural para la Cartuja
de Aula Dei (figura 42), notamos una deformación de las figuras y un modo
de ejecutarlas mediante pinceladas recias y rápidas que sugieren en su forma,
expresión y movimiento algunas de las figuras de las pinturas de San Antonio
que se han de pintar unos veinticinco años más tarde. Esta manera de pintar se
afirma asimismo en las primeras obras que pinta Goya para El Pilar y la
vemos acentuada en los bocetos que Goya prepara para la cúpula central de la
misma catedral algunos años después (figura 43).
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41. Retrato de un joven desconocido. Roma, 1771.
Florencia, colección particular.
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42. La presentación de Jesús (detalle). Pintura mural.
Zaragoza, Cartuja de Aula Dei.
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Cualquiera de estas instancias podía haberle servido a Goya de impulso
para emprender su serie de grabados sobre obras de Velázquez, pero es más
probable que fuera su propio instinto, que le guiaba en este momento crítico
de su carrera, el año 1778 —una de las primeras crisis y enfermedades—,
cuando buscaba medios de aumentar y perfeccionar el dominio técnico de su
arte, empeñado en equiparar y aun sobreponerse al estilo oficial de los
Pintores de Cámara; su propio instinto y la trascendental circunstancia de que
se habían traído a Palacio, hacía poco, las obras de Velázquez, de modo que
Goya pudo descubrirlas y estudiarlas.
Ponz le había de aplaudir, en el prólogo al Tomo VIII de su Viaje…, por
haber realizado la serie de grabados mediante los cuales «ha hecho ver su
capacidad, inteligencia y celo en servir a la nación, de que le deben estar
agradecidos los aficionados a Velázquez y a la pintura». También los
elogiaban Jovellanos y Ceán Bermúdez, adquiriendo dibujos y grabados para
sus colecciones. Pero a Goya le compelía lo que aprendía para sí, y el caso es
que, a fuerza de mirar y estudiar a su modelo, consigue ver y reproducir algo
de lo que ve; años después dirá su hijo Javier que esto que estudiaba con tanto
ahínco en el gran maestro era lo que su padre llamaba la magia del ambiente
de un cuadro. Pero ya desde los cartones para tapices que pinta al mismo
tiempo o poco después que copia las obras de Velázquez, se percibe el efecto
de su nueva visión. Con la maravillosa capacidad para asimilar cuanto le
conviene, aprovecha lo aprendido ya desde el mismo año 1778, como ha
señalado don Manuel Gómez Moreno en su estudio sobre «Los fondos de
Goya», y empieza a dominar la técnica del cartón y a soltarse. Observa el
mismo autor que, desde entonces, Goya «imprime con almagra sus telas y,
desentendiéndose de la plena luz, obligada en escenas al aire libre, localiza
claridades dejando en penumbra el resto, como en Aula Dei, con logro de
valoraciones entre masa y términos… A la par la técnica del pincel es más
suelta y fluida, más efectista»…[6]. Es de monta tener en cuenta que Goya
estudia y aprende en Velázquez lo que él mismo había procurado realizar en
obras anteriores, en las pinturas para la Cartuja de Aula Dei, realizadas en
Zaragoza, por lo menos cinco o seis años antes de estudiar las obras de
Velázquez. Entre los cartones en los cuales se ve el efecto de este estudio,
nombra Gómez Moreno El ciego cantor, El juego de pelota, Las lavanderas,
y El resguardo del tabaco, que hemos comentado. En cambio, los primeros
cartones que había ejecutado no se pueden distinguir a veces de los de sus
cuñados, Ramón y Francisco Bayeu. Bajo la dirección de éste había tenido
que trabajar al principio, pero al poco tiempo, ya desde el cartón de La
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merienda, que ejecuta en 1776, se cuida de incluir en la cuenta que manda a la
Real Fábrica de Tapices, con la descripción de cada obra, la clara indicación
«de ynvención mia», e indica lo mismo tratándose de El baile a orillas del río
Manzanares, de La riña en la Venta Nueva, y El quitasol y otros que pinta en
los años siguientes, como han señalado ya Sambricio y Ortega.
43. Detalle del boceto para la decoración de la cúpula central del Pilar de Zaragoza.
Zaragoza, Museo de La Seo.
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hombre y sus sentimientos para con su íntimo amigo y su familia, el joven
artista que se abre camino y comunica al amigo cada paso hacia adelante,
cada esperanza y triunfo, no lo son tanto para conocer sus ideas sobre la
pintura ni el concepto que tenía de sí mismo como pintor fuera del general de
valer y merecer más que sus coetáneos.
En el año de 1781, Goya no había logrado aún que se le concediera una
plaza de Pintor de Cámara solicitada desde el año 1776, a pesar del favorable
dictamen de Mengs, de que era «Un Profesor aplicado, de talento, y espíritu,
que promete mayores progresos en su Arte». Sus grabados sobre obras de
Velázquez eran por cierto estimados por profesores y conocedores de las
artes; Jovellanos encontraba que, en estos grabados, Goya había llegado a ser
el émulo más distinguido de la manera del insigne pintor. También merecen
elogios del rey los cuatro lienzos que le presentara en 1779, y ya desde el 5 de
julio de 1780, Goya es miembro de la Academia de Bellas Artes de San
Fernando.
El asunto de El Pilar
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satisfecha la Junta ni tendrá libertad para permitir que se pinten, ni deje de
corregirse la Media Naranja».
En contestación a esta resolución dirigió Goya a la junta de fábrica el
memorial que publicó el conde de la Viñaza en el apéndice a su estudio sobre
Goya, afirmando que el documento revelaba más que nada el carácter
indómito, descompuesto y rebelde del pintor. Otros biógrafos, en cambio, han
presentado a Goya como mártir de la envidia y de las intrigas de su cuñado en
todo el incidente del Pilar. Pero lo que a nosotros nos interesa no es tanto la
desavenencia personal entre Goya y Bayeu como su idea totalmente distinta,
aun opuesta, de cómo se debía pintar[7]. La junta se daba cuenta de que la
actitud intransigente de Goya se debía a una oposición de estilos, puesto que
replicó al memorial con el dictamen de que se siguiera en la pintura encargada
«Un mismo sistema», es decir el de Bayeu.
En un borrador manuscrito[8] —al parecer inédito— del memorial a la
Junta del Pilar, Goya explica con más espontaneidad y menos comedimiento
que en la versión publicada por Viñaza los motivos del desacuerdo que surgió
entre él y su cuñado. Dice en su propia defensa que vino a Zaragoza creyendo
que había de hacer por sí solo una parte de la obra; así lo tenía entendido por
lo que le escribieron directamente algunos sujetos que habían intervenido en
las conversaciones de la junta y por lo tratado con Bayeu, que le había
ofrecido que «en nada se meteria con el». No habría aceptado el encargo de
hacer la obra bajo la dependencia de nadie, pues esto sería contra su honor y
el honor de la misma Academia. Sólo cuando la obra estaba muy adelantada,
se le dio a entender que Bayeu había de prevenirle cuanto quisiese con
respecto a la ejecución, colocación de figuras y gusto de colorido. El obligarle
a concretar su gusto con el de Bayeu era exponerle «a no poder hacer uso de
su talento» y convertirle en mercenario dependiente y mero ejecutor.
Goya asegura al cabildo que «vajo la Direccion de nadie hubiese echo
mas que lo que ha echo porque el concretar los estilos de pintar es quimera
pues cada uno tiene el suyo y en los varios que se conocen han florecido los
grandes hombres que todos veneran. Muchos destos y los mas tubieron el que
Goya sigue». Cada uno tiene su estilo y Goya sabe perfectamente cuál es el
suyo; no se trata tanto, pues, del agrio carácter de Goya como de su idea de su
estilo propio de pintar y el convencimiento de que el suyo es el de los grandes
maestros. Tan seguro está que quiere hacer venir, a sus expensas, a profesores
de pintura de la Real Academia de San Fernando para que juzguen el caso, o
si no, dejar que el tiempo lo decida. Sigue el borrador con esta declaración:
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El pretender que se comuniquen dos entendimientos es quimera: jamas puede concevirse
por dos una misma cosa. La fuerza de la imaginación solo lo explica el Pintor con la execución
y excediendo la mano a aquella ha logrado el efecto y consigue el fruto de su estudio mental.
Esto se llama ser original en las obras y de otra forma copiador ó mercenano…
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Cuando los señores de la Junta de El Pilar le manifestaron que sus bocetos
de las pechinas no habían gustado, el pintor los acusó de dejarse llevar de las
voces declamatorias del vulgo ignorante o del dictamen de los émulos, puesto
que él sabía que fueron hechos «segun Arte como no podrá negar ningun
inteligente». Aquí estaba la cosa, ponerse de acuerdo sobre lo que era «arte».
El artista que había redactado el memorial a la Junta de El Pilar se hacía cargo
del efecto que quería conseguir en su obra y que lo conseguía por medio de la
idea propia inventada y por su habilidad particular en ejecutarla. Tenía la más
palmaria conciencia de su intención pictórica y además la certeza de saberla
lograr. Es verdad que luego tuvo que acomodarse al juicio de la junta y
arreglar la obra de acuerdo con el criterio ajeno, pero lo hizo de malísima
gana y, por supuesto, sin cambiar de idea en cuanto a lo que era pintar un
cuadro «segun Arte», ni a lo que era su propio estilo, que jamás podría
«Concretarse» con el de Francisco Bayeu. Este estilo propio no se conseguía
sin un esfuerzo consciente, fervoroso y constante, sin el intenso estudio
mental por medio del cual la destreza de la mano llega por fin a igualar y aun
a superar lo original de la idea inventada. ¿Cómo ha surgido, pues, la leyenda
de la facilidad espontánea e inconsciente del artista, que se ha pospuesto a la
realidad de sus propias declaraciones?
Leyenda y verdad
Esta leyenda de Goya artista fue creada al mismo tiempo que la leyenda
de la vida de Goya, es decir, en la época romántica, desde los artículos que
publicó en Francia Carderera poco después de su muerte. Entre otras cosas,
decía que tan tormentosa había sido la carrera de Goya, que si la contara en
autobiografía, ésta sería tan famosa e impresionante como la de Benvenuto
Cellini. A esta declaración general de Carderera han agregado biógrafos
sucesivos detalles concretos, inventando entre todos ellos un Goya
pendenciero y aventurero, enciclopedista y revolucionario, y genio inspirado,
sin cultura alguna, casi analfabeto. Sin la genialidad creadora que nadie pone
en duda, es evidente que Goya no habría llegado a crear su obra, por mucho
que estudiara a Velázquez, a Rembrandt y a los demás maestros suyos. Pero
el constante esfuerzo por superarse, por plantear problemas que no sabía
resolver, es lo que más recordaba su hijo Javier, contando que su padre,
después de haber trabajado largas horas sin encontrar la solución de un
problema pictórico que buscaba, solía decir, profundamente desanimado, que
ya se le había olvidado pintar.
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Claro que en los últimos años de su vida llegaría a dibujar y a pintar con
una pasmosa rapidez y facilidad, según manifestaba Moratín en una carta
fechada el 28 de junio de 1825, al observarle en el trabajo estando los dos en
Burdeos, cuando el viejo pintor se reponía de una enfermedad: «Goya escapó
por esta vez del Aqueronte avaro: está muy arrogantillo, y pinta que se las
pela, sin querer corregir jamas nada de lo que pinta». Pero Moratín observa
asimismo que Goya sigue trabajando sin parar, que «Se entretiene con sus
borradores» hasta la víspera de su muerte. Si no quería corregir lo que tenía
pintado, era porque estaba convencido, como él mismo lo ha explicado, de
que «no es fácil retener el intento instantáneo y pasajero de la fantasía y el
acorde y concierto que se propuso en la primera ejecución». Esto lo explica
en el «Memorial a don Pedro Ceballos sobre la restauración de cuadros», en
el cual se manifiesta terminantemente opuesto a la restauración de cuadros
que se hace so pretexto de conservarlos, porque cree que «aun los mismos
autores reviviendo ahora no podrían retocados perfectamente a causa del tono
rancio de colores que les da el tiempo, que es tambien quien pinta…». El
artista que esto escribía no pintaba de ninguna manera como el fraile del
cuento, «a lo que saliera», improvisando con absoluta espontaneidad, sino que
sabía cómo quería pintar, se daba perfecta cuenta del efecto que quería
conseguir y, a fuerza de estudio y práctica, conseguía el brío máximo y la
valentía de los pinceles que buscaba.
La idea que Goya tenía de sí mismo como pintor original en 1781, a los
treinta y cinco años, que se manifiesta en la citada versión del «Memorial a la
Junta del Pilar», la había tenido a los veinticinco y antes, y la tendría siempre;
cada nueva obra que emprendía era un espejo para verse y realizarse, sobre
todo los autorretratos que pintaba para sí, y más tarde los dibujos y estampas.
Se impacientaba y desanimaba porque le costaba tanto convencer a las
autoridades oficiales de su gran valor para el Real Servicio, pues tuvo que
esperar hasta el año 1789 para recibir su nombramiento de Pintor de Cámara;
entretanto había tenido que adaptarse, plegarse hasta cierto punto a criterios y
gustos ajenos. Pero una vez asegurado el, nombramiento oficial y el sueldo
suficiente para sus modestas exigencias, podría dedicarse a pintar lo que
quería y como quería. La enfermedad quizá resultara en parte de la necesidad
de represar durante largos años la desbordante potencialidad que sentía dentro
de sí, impresión que, por otra parte, contribuiría no, poco a su frecuente
irritación y mal humor. Los dibujos y grabados le permitirían verter en rayas
y manchas toda la rabia reprimida, el desprecio y el resentimiento, la
oposición al medio al que se había acoplado hasta entonces por necesidad.
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Mediante el aguafuerte combinado con el aguatinta podría expresar cuanto
sentía acerca del mundo en torno suyo, superando la realidad externa para
penetrar hasta su esencia y dotando de una intensa realidad todo lo irreal y
fantástico, invisible y espectral, que vislumbraba en sus sueños. Esta evasión
hacia adentro le permite descubrir mundos e inframundos nuevos para el arte,
a la vez que inventa medios propios para realizar las obras que pinta y graba
de capricho.
La palabra «capricho»
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consiste no sólo en los asuntos, sino en el medio y modo de concebirlos y de
ejecutarlos.
Al desligarse de reglas y categorías fijas, de moldes artísticos aceptados, y
de la naturaleza misma, Goya se lanza a las honduras insondables y
misteriosas de la pura fantasía, o del capricho. Con razón había pensado
iniciar la proyectada serie de setenta y dos grabados con la representación de
El autor soñado (figura 18), para indicar que el sueño mismo se los había
dictado y que él no había hecho más que apuntarlos con el lápiz o la pluma
que le entregaba uno de los búhos que le rodeaban, en el dibujo preparatorio
para el Capricho número 43. Este significado de capricho, equivalente a la
facultad de invención y a la vez la idea o imagen que la facultad inventa, es el
que corresponde a todas las estampas caprichosas, pero sobre todo a las
fantásticas, y a la declarada intención artística de Goya.
Esta facultad de la imaginación creadora siempre le había parecido a Goya
la más imprescindible al artista original y la ensalza tanto como Carducho y
los poetas y pintores del barroco, aunque en la explicación del Capricho
número 43 en el manuscrito del Prado no deja de agregar las reservas dictadas
por el criterio académico neoclásico del momento: «La fantasía, abandonada
de la razón, produce monstruos imposibles; unida con ella es madre de las
artes y origen de las maravillas».
Esto suena a la fórmula crítica hecha que se lee en numerosos textos, en la
crítica adversa a la arquitectura barroca y a la época que la había producido,
por ejemplo, que hizo Jovellanos en su «Elogio de Don Ventura Rodríguez»,
declarando: «si esta época enseñó a nuestro socio hasta qué punto puede
extraviarse el genio, abandonado á las inspiraciones del capricho, la siguiente
le hizo admirar los progresos de que es capaz el mismo genio, dirigido por el
estudio y la observación á los principios de un arte». Jovellanos atribuye al
capricho en sí, cuando no está corregido por la razón, un valor negativo, de
acuerdo con el precepto neoclásico, criterio que sigue Goya en la citada
explicación, pero que es completamente contraria a su verdadera idea y a su
práctica en los Caprichos.
Para Goya, la obra del capricho es la que él realiza, en el medio que sea,
para sí mismo; la obra, por ende, que le permite explayar la fantasía ilimitada.
La fantasía, por otra parte, es un refugio o una escapatoria para el pintor o el
poeta hastiado o agobiado del mundo en que se encuentra, que por medio de
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ella puede desprenderse de las visiones y pasiones que le atosigan, Cadalso
agrega al título de su colección de poesías, Ocios de mi juventud, el subtítulo
de «Alivio de mis penas», y explica que las había escrito para liberarse de la
melancolía insoportable en la que estaba sumido. Esta misma confesión la
hacen Meléndez Valdés, Jovellanos y los demás poetas prerrománticos. Se
podrían citar numerosas quejas como esta que formula Cadalso en su «Carta
escrita desde una aldea de Aragon á Ortelio que había adivinado la melancolía
del Poeta», donde el poeta, triste y sombrío, se siente enajenado del mundo, y
enumera los siniestros ruidos y visiones que le obsesionan:
Los «otros iguales» son los búhos y mochuelos que, con los indicados
monstruos convencionales de la noche, rodean al autor enajenado en el
Capricho número 43, que además de todos aquellos tiene a sus pies, como
ángel guardián al revés, el terrible lince o gato ineludible en las visiones
demoníacas de Goya. Uno de los monstruos del sueño del pintor, como se ha
notado, le entrega los instrumentos o medios del trabajo. El sueño es, pues, a
la vez, fuente y medio, de los cuales se sirve el pintor para descubrir y revelar
su íntimo sentir del mundo.
El sueño, como es bien sabido, es el medio convencional del que se sirven
poetas y pintores a través de los siglos para descubrir y revelar lo desconocido
y lo incognoscible en la literatura y en el arte, pero el siglo XVII siente una
especial predilección por el sueño, al que recurre con gran frecuencia en
busca de la verdad. La pintura española de aquel siglo ofrece, entre otros, el
bello Sueño de Jacob de Ribera y el cuadro de Pereda El sueño del caballero,
que es del género tradicional del Vanitas, sueño de la muerte, en el cual se
representa el contraste entre los bienes transitorios de esta vida y los de la
vida eterna, simbolizada en la hermosa figura del ángel barroco. Entre las
primeras obras de Goya se encuentra un sueño que está en el Museo
Provincial de Zaragoza, el sugestivo Sueño de San José, obra religiosa que en
la postura del soñador anticipa la del autor soñando en el Capricho número
43. Es ésta una obra autobiográfica, donde ya no se trata de una visión
angélica, sino de las potencias demoníacas que el autor ha descubierto dentro
de sí mismo y que llegan a dominar su pensar y sentir, y a dictar las formas en
que se ha de expresar este nuevo y propio sentir suyo.
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En la literatura satírica, el sueño sirve de molde en el que se vierten
visiones fantásticas que se parecen extraordinariamente, y mediante las cuales
se revelan las absurdas creencias y acciones de los contemporáneos del autor,
o aspectos irracionales de ciertas instituciones y usos consagrados por el
tiempo. En estas obras el sueño proporciona al autor una defensa contra las
consecuencias desafortunadas que podrían acarrearle la crítica o sátira social
y moral que encierra su obra.
La idea del sueño como potencia creadora la hereda el pensamiento
ilustrado directamente del barroco que tanto desprecia, aunque el siglo de las
luces pretende reducirla al engendro de caprichos y monstruos de la razón.
Tocios los escritores satíricos del siglo XVIII siguen este mismo derrotero y
muchos se sirven asimismo del sueño como artificio literario, molde en el
cual vierten la crítica social más arriesgada. Este recurso convencional les
ofrece la doble ventaja, ya insinuada, de permitir y al mismo tiempo de
ofrecerle una cierta defensa o escudo contra posibles censuras. Los periodistas
satíricos citan constantemente a Juvenal, a Horacio, a Persio y a Marcial, pero
sus verdaderos modelos son los continuadores y los imitadores de Los sueños
de Quevedo, como Francisco Santos y Torres Villarroel, y otros conocidos.
Francisco Santos, por ejemplo, abre su novela satírica, El no importa de
España, obra muy leída en la época de Goya, con una visión que bien podía
haber sugerido al pintor la escena y los personajes de un Capricho que dejó
sin grabar, el titulado Crecer después de morir.
El «Preámbulo al sueño» de Torres, en sus Sueños, visiones y visitas por
Madrid, se ha de repetir en los sucesivos sueños de los autores que padecen
igualmente de melancolía —natural aviso de nuestro frágil ser— y cuentan
sus aventuras soñadas, empezando con una explicación para justificar lo
inverosímil de las peripecias que han de contar, y que suele ser casi idéntica a
ésta de Torres: «Acostada el alma, y ligados los sentidos á escondidas de las
potencias, se incorporó la fantasía y con ella madrugaron también otro millón
de duendes que se acuestan en los desvanes de mi calvaria…». El autor relata
sus visiones, dando a entender, por supuesto, que por medio de ellas revela la
más palmaria realidad actual. En estos sueños, pues, como en los sueños
gráficos de Goya, se manifiestan las egregias y profundas verdades,
disimuladas o encubiertas bajo figuras y formas fantásticas, que el autor se
propone presentar al lector o espectador como reales y efectivas.
El sueño literario, muy frecuente en las obras satíricas de todo el siglo
XVIII, no conserva nada del sueño metafísico o trascendental del XVII. En el
siglo barroco, la representación de la vida como sueño, al destacar cuanto
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tiene de inseguro, fugaz e irreal, implica una negación del valor de esta vida.
En la literatura ilustrada, en cambio, se afirma el valor de la vida, de la vida
de cada cual, aunque se pretende someterla a la razón, o sea racionalizarla.
Pero a fines del siglo de las luces, le empieza a parecer absurda tal pretensión,
tanto en la vida individual como en la vida pública, y el sentido de lo absurdo
es lo que inspira los más de los sueños literarios. El radical contraste entre la
pretensión de reducir la conducta humana a lo racional y las acciones y
pasiones, instituciones y usos, que carecen de todo fundamento racional,
produce en los escritores conscientes y responsables una profunda angustia
que vierten o en sátiras o en visiones utópicas del porvenir.
El sueño es un mero recurso, un artificio retórico, que proporciona al
autor satírico una especie de atalaya, desde la cual observa los errores y
desaciertos de la sociedad de su tiempo. El Censor, por ejemplo, cuando
quiere atacar abiertamente la superstición popular, como en el «Discurso
XLVI», se escuda, precisamente como lo habrá de hacer Goya, tras la
conocida cita horaciana, que él traduce de esta manera: «Sin realidad
imagenes se forman / Parecidos a sueños de un enfermo». Y el editor de otra
revista satírica, muy leída en aquellos mismos años, El Duende de Madrid,
cuenta sus propios sueños y visiones que, por casualidad, versan en su mayor
parte sobre duendes vestidos de frailes, como varios Caprichos de Goya.
El sueño, por otra parte, no es únicamente la fuente oculta de visiones y
formas, sino también el impulso activo que lleva al poeta o al pintor, medio
despierto, medio soñando, a reproducirlas en obras originales de crítica o
protesta social. Y cuanto más fuerte es la personalidad del artista, cuanto más
intenso su deseo de afirmación personal, tanto más deformadora y
expresionista resulta la forma en que reproduce o recrea su visión y sentir
íntimos.
De los numerosos sueños satíricos que abrumaban las prensas españolas
desde principios del siglo XVIII y hasta sus últimos decenios, vamos a citar un
solo texto, que nos interesa sobremanera por su título, por su sarcasmo
desollador y por su estilo expresionista. Se trata de la obra titulada
Despertador a la moda y soñolienta idea de capricho dormido que entre
sueños escrive la pluma de don Francisco Salcedo, el cual describe todo un
tropel de fantásticas figuras con las que se había topado mientras dormía, y
cuya invención atribuye al «Mochuelo caletre»; había tropezado, por ejemplo,
con médicos ignorantes con sus sortijones diamantinos, militares afeminados
y cobardes, golillas ridículos, hermafroditas, maridos esclavos de sus
endiabladas mujeres, en fin, toda la ridícula mojiganga del mundo en que,
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según el autor, sólo medran «el Fantasmón lisongero, el trasto excusado,
horrista y glotón, el tropezón legañoso, la vejezuela carcomida, codiciosa y
embidiosa, el fantastico Polifemo presumptuoso, y Goliath sobervio, el
gusano roedor, i gigantillo murmurador, y por fin, todos los mequetrefes
viciosos y zizañeros, que siendo por si nada, lo poseen todo»[10]. Este mundo
no dista mucho, por cierto, de ser el de los Caprichos y la visión de la vida
que se presenta en ambas obras es la de un mar tempestuoso en que todos
están en constante peligro de ahogarse y donde los peces de mayor magnitud
se alimentan invariablemente de los pequeñuelos.
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tenemos que recordar que Cadalso, en su sátira de los Eruditos a la violeta, en
la segunda lección, que trata de poética y retórica, manda a sus discípulos que
aprendan de memoria los primeros versos del Arte poética de Horacio, porque
«forman la executona de la moda» y ni siquiera cita los versos recomendados
como en los otros casos por demasiado corrientes y repetidos. Goya los había
aprendido en el colegio de Zaragoza, como las generaciones venideras los
aprenderían en el Instituto de Jovellanos en Gijón y en los demás colegios tal
vez hasta hoy.
Pero si Goya no recordara los versos en latín, los habría oído comentar a
propósito de las versiones castellanas más discutidas en el día, la de Espinel
que incluyó López de Sedano en su Parnaso español y criticó don Tomás
Iriarte en su versión de la Epístola a los Pisones. Citamos los versos
indicados en las dos versiones por el interés que tienen como fuente de la
fórmula en cuestión:
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Espinel Iriarte
Pensad, Pisones, que á esta dicha tabla Pues, amigos, creed que á esta pintura
semejante será cualquiera libro, En todo semejantes,
del qual se fingirán especies vanas, Son las composiciones
como sueños de enfermos, de manera Cuyas vanas ideas se parecen
que ni pies ni cabeza, ni otro miembro A los sueños de enfermos delirantes,
en una propia forma se reduzcan. Sin que sean los pies ni la cabeza
Partes que á un mismo cuerpo pertenecen[11].
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En la crisis de su enfermedad descubre el abismo insalvable que existe
fatalmente entre la razón y la experiencia humanas, lo cual le lleva a concluir
que lo absurdo o lo caprichoso es auténticamente humano. Desde entonces, en
las obras que ejecuta para sí mismo, representa acciones o creencias absurdas,
fuera o en contra de la razón, y seres por lo general deformados o
transformados por impulsos irracionales, obras que podrían llamarse
igualmente caprichos, sueños, monstruos o disparates.
Por lo pronto, «capricho» y «sueño» tienen un doble significado análogo;
unas veces se refieren al proceso mismo y otras al producto que resulta de tal
proceso. Así, «capricho» es la fantasía que inventa y lo inventado, como
«sueño» es el estado de dormir y a la vez el suceso o las figuras que se
representan en la imaginación del sujeto dormido. Y como no siempre está
claro que se trate del capricho o sueño del autor de las estampas o de los de
sus personajes creados, el sentido doble se hace a veces cuádruple. El sueño
es por regla general lo que concibe la fantasía cuando la razón está ausente o
enferma, pero también es lo que concibe la razón cuando tiene absoluta fe en
sí misma y traza esquemas visionarios o confecciona doctrinas abstractas
inverosímiles. Monstruos son todas las producciones contra la naturaleza
según se la concibe en aquel momento, o sea, fachadas barrocas, comedias
extravagantes y toda la caterva de seres engendrados por la fantasía enferma,
o por el sueño, como cocos y fantasmas, duendes y trasgos, magos y brujas.
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monstruos de la naturaleza, como se ve en este anuncio que aparece, entre
otros muchos por el estilo, en el Diario de Madrid: «Retrato de un Monstruo
de Naturaleza, sin manos ni pies, y del principio del muslo le sale un dedo con
el que toca un tambor, y escrive, y con la boca enebra una aguja, y hace otras
habilidades».
El vulgo se entretenía con estos monstruos y se estremecía también ante
los otros monstruos engendrados por la fantasía o por el sueño, como
mágicos, brujas y duendes. Es un poco ingenua y por demás optimista la
observación que hace Jovellanos a propósito de la introducción de seres
sobrenaturales, como ángeles buenos o malos, encantadores y nigrománticos,
en la poesía épica o dramática, que no tiene interés en el tiempo porque «ya
no se creen semejantes patrañas ni aun por el ínfimo vulgo». Está equivocado,
y no sólo en cuanto al vulgo, porque los racionalistas escépticos, aunque ya
no creyeran en tales monstruos, se deleitaban en ridiculizarlos, y los
combatían con tanta frecuencia y energía que consiguieron darles un interés y
una realidad que tal vez sin sus polémicas ya no tendrían.
El Padre Feijoo más que nadie dio nueva vida a los magos y duendes,
fantasmas y vampiros al recrearlos con gran viveza y gracia para luego
atacarlos y destrozarlos, como Don Quijote a sus gigantes. En su ensayo
titulado «Duendes y espíritus familiares», se divierte tanto y divierte tanto al
lector con su comentario satírico acerca de las teorías del Padre Fuente la
Peña, que el lector siente ganas irresistibles de leer para sí mismo y cuanto
antes el curiosísimo tratado, Ente dilucidado, o discurso único novísimo que
muestra que hay en la naturaleza animales invisibles y cuales son (Madrid,
1976), que es precisamente lo que han hecho algunos ilustres lectores como
Adolfo de Castro, don Juan Valera, y hace poco, Alfonso Reyes, agregando
sendos comentarios a la fantástica obra, miscelánea extraordinaria de magia y
ciencia, en la cual el autor concibe, entre otras maravillas, una máquina
bastante parecida al avión primitivo.
Duendes y brujas
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tan inesperada como ella quiere dar a entender. En la segunda mitad del siglo
XVIII, la palabra «duende» significa con frecuencia «fraile»; así se explica que
los duendes de Goya vistan hábitos religiosos, por ejemplo en el Capricho
número 49, titulado Duendecitos (figura 104), en el cual aparecen tres
deformes duendes con sendos vasos de vino; el que está de pie, a la derecha,
recostado sobre la pared, medio dormido, el vaso agarrado con ambas manos;
el del centro, el más monstruoso, los dientes caninos y afilados, la enorme
mano derecha en forma de garra, está gesticulando o brindando. Según la
explicación del manuscrito de Ayala, la intención del artista sería señalar que
los verdaderos duendes de este mundo son los curas y frailes, a lo cual agrega
el manuscrito de la Biblioteca Nacional estas palabras, «que comen y beben a
costa nuestra» —palabras que recuerdan el letrero que puso Goya al dibujo
preparatorio para el Capricho número 13, Están calientes, a saber, Sueño de
unos hombres que se nos comían (figura 36), donde los «hombres» son
asimismo duendes vestidos de frailes. En cuanto al Capricho número 49,
Duendecitos, los dos manuscritos citados atribuyen al grabado el mismo
significado en locuciones parecidas, pero no idénticas, o sea que la Iglesia o el
clero tienen la mano larga para agarrar, que el fraile descalzo, como más
gazmoño, tapa el vaso de vino y también las alforjas con el santo sayal,
mientras el calzado «no anda en melindres, echa sopas en vino Y trisca
alegremente».
La explicación del manuscrito del Prado encubre, en cambio, la intención
satírica con una definición de los duendes que podía haberse sacado de
cualquiera de los comentarios festivos o serios sobre entes invisibles que
seguían apareciendo desde el ensayo del Padre Feijoo en adelante, y que es la
siguiente: «Esta es ya otra gente, alegres, juguetones, serviciales; un poco
golosos, amigos de pegar chascos; pero muy hombrecitos de bien».
Ya se han visto algunos Caprichos de duendes vestidos de frailes, el 79,
Nadie nos ha visto, y el 80, Ya es hora, y se ha señalado el parecido entre las
estampas y ciertos pasajes del poema satírico de Samaniego. También se ha
indicado que en la explicación de algunas de estas estampas en el manuscrito
del Prado se reproducen frases entresacadas de notas de Moratín. El mismo
manuscrito ofrece para el Capricho número 78, Despacha que dispierta,
figura 133: «Los duendecitos son la gente más hacendosa y servicial que
puede hallarse; como la criada los tenga contentos, espuman la olla, cuecen la
verdura, friegan, barren y acallan al niño». Como ha señalado ya Sánchez
Cantón, esta explicación podía haberse inspirado en una de las obras más
estrafalarias de la época.
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Se trata de las extravagantes Conversaciones instructivas entre el Padre
Fray Bertoldo, Capuchino, y Don Terencio, por Fray Francisco de los Arcos,
publicadas en 1786, y que suscitaron varios comentarios burlescos, a cual más
desatinado, antes de que la Inquisición prohibiera en 1789 la famosa obra y
cuantas trataran de ella. El tratado de Fray Francisco de los Arcos es una
miscelánea pseudocientífica de opiniones ajenas sobre los más diversos
fenómenos, que el autor recogía para recreo e instrucción de sus lectores, pero
los asuntos que mas le apasionaban eran sucesos prodigiosos, como diluvios,
terremotos y volcanes, o monstruos de toda índole, peces monstruosos, un
niño que nació sin cabeza, hermafroditas y hombres que paren niños,
animales que se engendran en el cuerpo humano. Le preocupan, a la fuerza,
seres sobrenaturales como duendes, que según explica, siguiendo de cerca al
Padre Fuente la Peña, son animales «engendrados de la corrupción de los
vapores gruesos, que en semejantes desvanes, sótanos o lobregueces hay por
falta de habitación, lumbre, y comercio, que purifique el ayre». La existencia
de los duendes, asegura a sus lectores, puede manifestarse por sus
operaciones, las cuales, como sabe todo el mundo, consisten en quitar y poner
platos, jugar a los bolos, contar dinero, hacer las crines a los caballos y otras
cosas semejantes. Estos desatinos, contados en serio, encantaban al fabulista
Iriarte y a otros que los glosaban a lo burlesco. Todos los ilustrados se habrían
reído a carcajadas de las sandeces de Fray Francisco de los Arcos; Goya
habría oído comentarlas a sus amigos o algún amigo le habría dejado la
disparatada obra para que leyera lo de los duendes. No cabe duda de que es en
esta atmósfera literaria festiva, y poblada de entes voladores de toda especie,
donde se engendran los duendes caprichosos de Goya.
El duende sobrevivía en el teatro como elemento cómico en célebres
comedias tradicionales, como La dama duende de Calderón, y también en la
comedia neoclásica como símbolo de toda creencia absurda, por ejemplo, en
El señorito mimado, de Tomás de Iriarte, donde el protagonista ridículo
todavía cree en espantajos, como los duendes. El duende sobrevive, desde
luego, en la lengua y en la imaginación popular, y aun en la vida del siglo
XVIII.
Torres Villarroel cuenta en el «Trozo tercero» de su Vida una «rara,
inaveriguable y verdadera historia» de duendes que sucedió en el palacio de la
condesa de Arcos. El capellán de la excelentísima señora condesa había ido
en su busca porque se encontraba atribulada por un extraño y tremendo ruido
que hacía tres noches que resonaba en todos los extremos de la casa. El ruido
se atribuía a juego y ejercicio de duendes, «sin más causa que haber dado la
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manía, la precipitación ó el antojo de la vulgaridad este nombre á todos los
estrépitos nocturnos». Tanto era el pavor que todos padecían, que se tendían
todas las camas de los criados en el salón, por el alivio que ofrecía la
compañía mientras esperaban el horroroso ruido. Torres, valiente al principio,
al oír unos golpes vagos y confusos, sube a los desvanes, armado de luz y
espadón, sin encontrar «fantasma, esperezo, ni bulto de cosa racional». El
descomunal estruendo continúa, de cuarto en cuarto de hora, hasta las tres y
media de la mañana. Once noches siguen escuchando y padeciendo los
tonitronantes golpes sin que Torres logre descubrir su origen o causa. La
noche última, al subir al desván, se le apaga el hacha y, en la oscuridad, oye
cuatro golpes tan tremendos que le dejan sordo, asombrado y fuera de sí; y ya
no vuelve a averiguar la causa de tan escondido portento. Suplica a su
excelentísima que abandonen la casa, y al día siguiente, se mudan, en efecto,
a una casa de la calle del Pez, desde la de Fuencarral, en donde habían
padecido tribulaciones tan pavorosas. Torres cuenta esta graciosa y verídica
historia de duendes más o menos al mismo tiempo en que Feijoo se mofa de
tales entes misteriosos e invisibles, atribuyendo sus acciones traviesas a seres
humanos escondidos pero cabalmente visibles.
La creencia en duendes era una de las supersticiones menores, y como sus
actividades, por lo general, no inspiraban verdadero terror, se los podía tratar
con cierta familiaridad festiva y burlona. Goya parece, a primera vista,
tratarlos de esta manera en varios grabados; pero los duendes convencionales
se transforman, de pronto, en personajes más bien siniestros y sus actividades
no tienen ya nada de juguetonas ni de inofensivas. Poco importa concretar la
obra que podría haber servido de punto de partida para los Caprichos de
duendes vestidos de frailes, puesto que su inmediato propósito satírico es
patente: Le habría bastado al pintor conocer El Duende de Madrid, o el
artículo original del Padre Feijoo sobre el Ente dilucidado, o sencillamente el
jocoso-serio comentario que le hiciera Cadalso en la «Carta LXVII» de las
marruecas, en la cual declara que se propone editar un tratado contra el
archicrítico Padre Feijoo, en que ha de demostrar:
contra el sistema de su reverendísima que son muy comunes, y por legítima consecuencia no
tan raros los casos de duendes, brujas, vampiros, brúcolas, trasgos y fantasmas, todo ello
auténtico por deposición de personas fidedignas, como amas de niños, viejas de lugar y otras de
igual autoridad. Hago ánimo de publicarle en breve, con láminas finas y exactos mapas,
singularmente la estampa de frontispicio, que representa el campo de Barahona con una
asamblea general de toda la nobleza y plebe de la brujería, a cuyo fin volveremos a llamar a la
puerta de Horacio, aunque sea a media noche, y pidiéndole otro texto para una necesidad,
tomaremos de su mano lo de:
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Somnia, terrores, magicos, miracula, sagax;
Nocturnos lemures, portentaque tesala rides…
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44. Aquelarre, pintura negra. Madrid, Prado.
Página 196
Las brujas de la estampa son las viejas feas y siniestras, las repugnantes
estantiguas de toda la serie brujeril. La escena figurada en el grabado y el
escueto letrero, Y aun no se van! —exclamación disparada por la explosiva
indignación del artista— dicen lo mismo en este caso, a saber, que los
monstruos destructores, engendrados por la densa oscuridad de la noche,
siguen activos todavía a la clara luz del día, y eso a pesar del peligro de
aniquilación que les amenaza, lo cual, traducido a términos políticos, sería
que los antiguos elementos o sectores oscurantistas, valiéndose hasta de los
muertos, siguen incólumes en el poder, aunque lo nuevo ha nacido y es
vigente ya; aquellos monstruos de las tinieblas se empeñan en sus funestas
actitudes y actividades aun cuando el mundo se desmorona a su alrededor,
amenazando aplastarlos bajo sus ruinas.
No cabe la menor duda de que las estampas fantásticas de Goya, sobre
todo las brujeriles, cualesquiera que sean los textos que sugieran los motivos
concretos que representan, tienen un propósito satírico directamente
relacionado con la actualidad políticosocial española de las postrimerías del
siglo XVIII. Hasta parece que cuanto más fantástica la escena, cuanto más
grotescos los seres, tanto más directa e inmediata será la relación del grabado
con determinada realidad del tiempo. El tema general que se ha señalado para
el Capricho número 59, Y aun no se van!, se repite en varios más, en dos de
duendes que se han visto ya —el número 78, Despacha que despiertan, y el
último de la colección, que viene a ser resumen de toda una serie de estampas
y de su propósito satírico común: el número 80, Ya es hora.
Otra estampa sobre el mismo tópico brujeril es el Capricho número 71, Si
amanece, nos Vamos (figura 126), escena cómicogrotesca donde cuatro brujos
y brujas escuchan fascinados el discurso del brujo mayor, sentado éste en un
saco de cadáveres de niños; les estará dando a sus subalternos órdenes sobre
las tareas que quedan por cumplir, a la vez que les advierte que, si amanece,
tendrán que dejarlas sin acabar. En la bella estampa, los brujos, intensamente
iluminados contra un cielo oscuro perforado por centelleantes estrellas, tienen
una realidad efectiva indudable. Y es cierto que estos engendros de la
ignorancia y de la superstición han de perdurar, tenaces y activos en la
sociedad y en el gobierno, hasta que los dispersen y destierren los albores de
la ciencia, o sea la luz resplandeciente de los nuevos conocimientos. Aunque
esto es el sentido general de la estampa, la impresión que deja la escena por lo
pronto es más bien jocosa, por la expresión de arrobamiento en los rostros de
los brujos y por los gestos extravagantes en pantomima, y el tono despectivo
del personaje de tanto empaque que es el brujo mayor. Otras estampas
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brujeriles están concebidas en el mismo espíritu juguetón y burlesco: las que
encierra la serie que va, con pocas interrupciones, del Capricho número 60 al
número 70. La otra serie de brujerías, incluida entre el número 44, Hilan
delgado, y el número 48, Soplones, parece menos festiva y de intención más
claramente moralizante. La corrupción moral de la Corte que reflejan estas
estampas es, en efecto, la misma que zahiere Jovellanos en sus Diarios y en
sus Sátiras.
A veces un tema tratado en una de las estampas realistas vuelve a aparecer
en una estampa más fantástica, y se repite hasta la metáfora plástica de su
representación. Así, por ejemplo, el Capricho número 51, Se repulen (figura
106), recuerda el grabado que ya se ha visto, el número 21, Qual la
descañonan!, en el cual el alguacil y el escribano están desplumando al ave-
prostituta indefensa, mientras el magistrado, que no los mira, les hace capa.
De la misma manera, en el número 51, un monstruo alado, la cabeza erguida y
mirando hacia el cielo, hace sombra a dos brujos que se están cortando o
afilando las uñas uno a otro; se trata aquí sin duda de algún jefe o ministro
que protege a sus ayudantes que roban al gobierno, ayudándose unos a otros.
En las estampas brujeriles que representan a los rufianes y alcahuetas de la
política, Goya emplea locuciones picarescas y otras prestadas a la Jerga de
germanía, como en la estampa en que acabamos de ver afilarse las uñas para
poder mejor ejercitarse en el robo. En otros epígrafes emplea palabras con la
misma dualidad de intención y de sentido, como untar, soplar y chupar;
consta que Goya se sabía al dedillo esta lengua de los pícaros y de los
rufianes, como Cervantes y como Moratín.
Este le dejaría a Goya, sin duda alguna, el texto del Auto de Fe celebrado
en la ciudad de Logroño en los días 7 y 8 del año de 1610, acompañado de
comentario burlesco Y escarnecedor, precisamente cuando el pintor realizaba
sus últimos dibujos y grabados caprichosos, es decir, por los años 1797 y
1798.
Moratín y Goya
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en el palco que tenía, a las piezas más estrafalarias, sino que se reunían
después todos ellos a leer en voz alta obras igualmente desatinadas. Este
grupo de amigos se denominaba «Sociedad de Acalófilos», o sea amantes de
lo feo, y en esta misma tertulia leería tal vez Moratín la Relación del auto de
fe de Logroño, con su propio comentario jocoso.
Moratín, por otra parte, al volver de sus viajes por Europa, vería en la
Relación del auto de Logroño un documento irrecusable de la ignorancia y
superstición que cundían por España en el siglo XVII, y de las cuales se
percibían todavía algunos restos o dejos en las postrimerías del XVIII. El
mismo no dejaba de presenciar autos y castigos públicos, poco frecuentes en
su tiempo, anotándolo todo en su Diario, un domingo, por ejemplo, 19 de
febrero de 1804: «Por las calles: vi a la gente que miraba á una mujer,
encorozada por el Santo Oficio»[12]. Le fascinaba a él también el espectáculo,
pero le indignaba que se fomentara la credulidad del vulgo mediante procesos
y castigos a su parecer tan absurdos como inhumanos.
Es cierto que el auto de Logroño fue uno de los más conocidos y citados
autos de brujas y la Relación impresa llegó a servir de manual de brujería por
toda Europa en el siglo XVII y hasta en el XVIII. Existían, desde luego, otros
manuales, todos muy parecidos en cuanto a las confesiones y castigos de
brujos, el primero de todos el famoso Malleus maleficarum de Sprenger, o sea
Martillo de los bruxos, reconocido como autoridad máxima en tales materias.
El mismo Jovellanos, estando en Salamanca, apunta en su Diario el día 13 de
mayo de 1795 que ha adquirido «el libro famoso contra brujas: Malleus
maleficarum». Goya conocería tal vez esta obra clásica, pero para sus
brujerías se valdría más bien de las gráficas descripciones y pintorescos
episodios del Auto de Logroño, enmendado con las notas de Moratín.
El autor anónimo de la Relación lo cuenta todo con tanta viveza que el
lector se convierte a la fuerza en uno de los numerosísimos espectadores que
habían concurrido a Logroño de todas partes de España y de otros reinos a
presenciar el auto de fe de 1610. Insiste repetidas veces en cuanto se ofrecía a
la vista: la primera tarde, la fastuosa procesión de Familiares, Comisarios y
Notarios del Tribunal del Santo Oficio, todos «muy luzidos y bien puestos»,
con sus pendientes de oro y cruces en los pechos; después, la gran multitud de
religiosos de diversas órdenes, dignidades de la Iglesia, y al cabo de la
procesión, iba la música de cantores y ministriles. Plantaron la Santa Cruz en
lo más alto de un «Cadahalso, de ochenta y quatro pies en largo, y otros tantos
en ancho, que estaua preuenido para el Auto, y con vistosos Faroles», que
quedaron encendidos toda la noche, hasta el amanecer, cuando salieron de la
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Inquisición las cincuenta y tres personas con diversas insignias y sus lucidos
trajes de penitentes, «que era cosa muy de ver». De éstas, dieciocho eran
brujas y brujos, cuyas confesiones y sentencias se leyeron, revelando cosas
tan horrendas y espantosas «quales nunca se an visto».
Son estas cosas, sacadas de las confesiones de las brujas, las que traduce
Goya, por medio de líneas y manchas, claros y oscuros, en láminas y en
cuadros brujeriles: por ejemplo, el lienzo en que pinta una pequeña junta de
brujas para la Alameda de los Duques de Osuna, escena que hoy se encuentra
en el Museo Lázaro Galdiano, y que es un lienzo hermoso, agradable por su
colorido, a pesar del tema poco ameno (figura 45). Se percibe una altiplanicie
rodeada de montañas escarpadas, un poco antes del amanecer, el cielo de
varios grises matizados, escasamente iluminado por una blanquecina luna
menguante. Contra el fondo de los azulados cerros, se ve un grupo de brujas
que rodea la inmensa figura regocijada del macho cabrío, el cual lleva una
guirnalda de hojas en los cuernos. Está bendiciendo con la mano izquierda a
una joven que se le acerca ofreciéndole su hijo, y con la mano derecha señala
a otra joven que también le ha traído su niño; las demás brujas, en el primer
término, feas y viejas, le hacen asimismo una ofrenda, pero de niños
esqueléticos y de fetos.
Esta escena corresponde cabalmente a un episodio de la Relación, en el
cual dos jóvenes hermanas confiesan haber envenenado a sus hijos pequeños
para entregárselos al diablo, que les había reconvenido por su falta de
devoción; y dicen que lo hicieron «solo por dar contento al demonio, que
después se les mostró agradecido por que los mataron». El macho cabrío del
cuadro está en efecto contento y, por lo visto, agradecido por la ofrenda. Es
un paisaje agradable por los tonos claros y suaves, rosas y azules, amarillos y
violetas, todos matizados con gran delicadeza, como los mejores de los
cartones para tapices. Para el autor de la Relación del auto de fe, esta escena
descubre una de las terribles maldades de las brujas, mientras que para
Moratín es una patraña necia que refuerza la superstición del vulgo crédulo;
para Goya, es un pretexto para crear bellos efectos pictóricos en un cuadro
que ha de decorar un palacio de recreo.
Las estampas sobre asuntos de brujas son más dramáticas que este lienzo,
por el juego entre luces y sombras, y tratan asimismo episodios contados con
extraordinaria viveza en la célebre Relación. Uno de los temas que destaca la
Relación es el medio que emplea el demonio para propagar la secta de brujas,
aprovechándose de las más experimentadas y dignas de su confianza, que
alistan nuevos reclutas y los inician en los misterios de la brujería. A una de
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tales maestras, que se llamaba María de Zozaya, se la mandó quemar, a pesar
de ser confidente, según la Relación, «por haber hecho bruxos gran multitud
de personas, hombres y mujeres, niños y niñas». En el Capricho número 60,
Ensayos (figura 115), se ve una maestra que ha sacado secretamente de su
casa al nuevo discípulo y le enseña a elevarse en el aire. El macho cabrío
presencia el ensayo temeroso del primer vuelo y en el primer término se ven
dos diabólicos gatos, una calavera humana y una jarra, sin duda de ungüento
eficaz para el vuelo. El comentario del manuscrito del Prado parece escrito
por Moratín: «Poco a poco se va adelantando, ya hace pinitos y con el tiempo
sabrá tanto como su maestra».
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45. Aquelarre. Madrid, Museo Lázaro Galdiano.
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manteniéndose en inmensas alas de murciélago, tal vez hacia el aquelarre.
Una vez que ha aprendido a volar y ciertos elementos del dogma brujeril, va
la novicia con su maestra, una noche de sábado, al primer aquelarre, para ser
presentada formalmente al demonio, como en el gran lienzo del aquelarre que
pintó Goya para su casa, donde se encuentran reminiscencias de la escena
correspondiente descrita con todo detalle en la Relación. El autor de ésta
define el término «aquelarre», que por lo visto era poco conocido a principios
del siglo XVII, y todavía en el siglo XVIII, puesto que no aparece en el
Diccionario de Autoridades, explicando que las brujas «con este nombre
llaman á sus ayuntamientos o conventículos, y en el bascuence suena tanto
como decir prado del cabrón; porque el demonio, que tienen por Dios y
Señor en cada uno de sus aquelarres muy ordinario se les aparece en ellos en
figura de cabrón». Las brujas de las cuales se trata en este proceso son de
Zugarramurdi y todas de origen vasco. Una de las explicaciones alude al
«gran brujo que dirige el seminario de Barahona», pues, como es muy sabido,
las brujas solían celebrar sus juntas en los campos de Barahona.
Otras actividades nefandas de las brujas, referidas en la Relación, se
representan en las dos series de estampas brujeriles indicadas, por ejemplo, en
el Capricho número 46, Corrección (figura 101), en el 47, Obsequio a el
maestro (figura 102), y en el 45, Mucho hay que chupar (figura 100). Un
obsequio u ofrenda que le agradaba mucho al demonio, según la confesión de
un tal Miguel de Goyburu, era cuando iban de noche a las iglesias, llevando
consigo cada uno «una cestilla que tenía assa», y la llenaban de determinados
huesos de los muertos que desenterraban, proporcionándole de esta manera
mucho que chupar. La palabra chupar se emplea, como se ha señalado, en su
doble significado, precisamente como la empleaba Torres Villarroel en una de
sus «Coplas de las brujas»:
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epígrafe del dibujo preparatorio para el Capricho número 43? ¿O se trata más
bien de sueños de las brujas mismas que sueñan con cuanto les parece
suceder, teoría aceptada por muchos escritores sobre asuntos de brujas ya
desde el siglo XVI? Por ejemplo, en el Coloquio de los perros, de Cervantes, la
bruja llamada «la Cañizares» declara que no sabe si le han pasado de verdad
los sucesos que ha contado y que eran hazañas convencionales de brujas, o si
son pura invención de su fantasía, porque «todo lo que nos pasa en la fantasía
es tan intensamente, que no hay diferenciarlo de cuanto vemos real y
verdaderamente». Lo que afirma «la Cañizares» es la realidad de los sueños y
esto es precisamente lo que manifiesta Goya en estos «sueños de brujas», que
cobran en los aguafuertes brujeriles, tan intensamente dramáticos, una nueva
realidad verdadera y permanente.
Goya y Moratín representan y comentan, cada cual a su manera, los
principales episodios contados en la Relación del auto de Logroño, aunque
Goya deja de dibujar las escenas de las orgías brujeriles que Moratín comenta
con particular predilección, holgorios y danzas y banquetes, en los que padres
se comían a sus hijos e hijos a sus padres. La Relación se presta al comentario
jocoso de Moratín y a su propósito de poner en ridículo tanto el proceso como
las confesiones, porque todo lo cuenta en el mismo tono documental y
solemne, hazañas fantásticas, horrendas u obscenas, y usos prosaicos de la
secta brujeril, como, por ejemplo, que la tal Graciana de Barrenechea, por ser
reina del aquelarre, tiene el derecho de llevarse toda la «carne», pan y vino
que sobraba en los banquetes saturnales. Como el crédulo autor de la Relación
insiste mucho en la automática e inmediata desaparición de las brujas con el
canto del gallo, Moratín no puede menos de hacer elogio, apoyado en
graciosos textos literarios, de la omnipotencia tan justamente admirada del
ave, puesto que en el instante que cacarea, «van que el diablo se los lleva
brujas silfos y espectros y lemures y trasgos y duendes y toda la descreída
canalla de visiones horrendas, que durante la noche hacen tantas travesuras
por los barrancos, encrucijadas y cementerios…»[13], y termina con las
palabras que luego han de servir para la explicación del Capricho número 80,
Ya es hora, en el manuscrito del Prado.
Consta que las explicaciones en este manuscrito de las estampas que
versan sobre temas de las supersticiones populares, el Capricho número 12, A
caza de dientes, además de las que tratan de duendes y brujas, o fueron
redactadas por Moratín o compuestas por Goya Imitando y hasta copiando las
notas de Moratín. A estas notas debe Goya no sólo algunas explicaciones y
letreros de Caprichos, sino también temas para algunos cuadros y grabados
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brujeriles. El propósito inicial de ambos autores es, desde luego, idéntico: el
de destacar un gran desacierto en la historia nacional y sus funestas
consecuencias para la cultura nacional. Al poner en ridículo los crímenes
imposibles y los procesos absurdos de los supuestos brujos, pretenden acabar
con tales procesos y castigos y toda suerte de persecución inquisitorial. Y lo
que más les preocupa es el mal efecto duradero que han producido en la
mentalidad del pueblo, a través de los siglos, espectáculos como el auto de
Logroño.
El autor de la Relación resume en estas sentidas palabras el efecto que
había producido el auto de Logroño: «Y tras haber oído tantas y tan grandes
maldades en dos días que duró el auto, después de gran rato de la noche nos
fuimos todos santiguándonos a las nuestras [casas]». Tal era, sin duda, la
profunda impresión de espanto y asombro que dejaba el auto en cuantos lo
presenciaran. El impresor Juan de Mongastón, que imprime por primera vez
la Relación en 1611, dice que lo hace por ser tan sustancial y puntual la
Relación en las noticias que trae de las grandes maldades de las brujas, para
que los que la lean estén en mejores condiciones de «velar sobre su casa y
familia».
El sabio Pedro de Valencia era adverso a tal opinión y dirigió al
Inquisidor General de España su «discurso acerca de las Brujas y cosas
tocantes a Magia», en el cual declara que no conviene de ninguna manera
imprimir tales confesiones ni aun permitir que se reciten en público, porque
tal relación, además del efecto perjudicial en los espectadores y lectores,
habría de perjudicar la reputación del Santo Oficio y de España. El estaba
convencido de que las confesiones eran embustes o sueños, que los actos
deshonestos y horrendos podían explicarse por «vía ordinaria humana» sin
necesidad de recurrir a la intervención de espíritus invisibles y veía en las
orgías sexuales dejos de los antiguos misterios de Baco y nada más.
Igualmente escéptico y crítico se mostraba uno de los jueces del auto de
Logroño, el inquisidor Alonso de Salazar y Frías, que había disentido del
juicio de sus colegas y fue encargado más tarde de comprobar en los lugares
mismos las declaraciones de los testigos. Después de recoger datos, examinar
a supuestos testigos, concluye que no hubo tal aquelarre, que muchas
confesiones eran pura patraña y que por ende no se debía haber sentenciado a
las llamadas brujas de Zugarramurdi. Pero este informe y el «Discurso» de
Pedro de Valencia quedaron inéditos, mientras que se otorgó permiso para
que se imprimiera la Relación que dio a conocer a toda Europa los sucesos del
auto de Logroño de 1610.
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Hay que reconocer que las opiniones contrarias al proceso eran bastante
avanzadas para su tiempo en Europa, donde se quemaba y atormentaba a
numerosas brujas en todas partes. De Lancre reconvenía, en efecto, a la
Inquisición española por demasiado cauta y deliberada en condenar brujas. El
célebre escritor La Bruvière afirmaba que en cuestiones de brujas lo prudente
era adoptar la posición intermedia entre creer sus actuaciones y negarlas. Aún
el gran escéptico Bayle se manifiesta bastante crédulo para declarar que, en
vista de tanto testimonio como existe en cuanto a las actividades brujeriles, no
es posible negar terminantemente su existencia y poder. Conviene recordar,
por otra parte, que el auto de Logroño de 1610 se verifica al mismo tiempo,
más o menos, que los ruidosos sucesos motivados en Francia por los
demonios de Loudun, lo que parece indicar que aquel era un momento
histórico extraordinariamente propicio a la creencia en la intervención de
espíritus malos en la vida de seres humanos.
Moratín conocía el «Discurso» manuscrito del ilustre literato Pedro de
Valencia y subraya el hecho de que quedara inédito mientras que se imprimió
la Relación, y él vuelve a imprimir ésta con su comentario para exponer «las
extravagantes ridiculeces en que abunda». Moratín pretende ridiculizar no
sólo los delitos absurdos y las sentencias no menos absurdas, sino la autoridad
que promovía tales procesos y dictaba tales sentencias. El texto comentado
aparece por primera vez reimpreso en Madrid en 1811, a los doscientos años
de la edición original, y bajo el pseudónimo del bachiller Ginés de Posadilla,
natural de Yébenes; vuelve a imprimirse en Cádiz en 1812, en Mallorca en
1813 y en Madrid de nuevo en 1820. Las mismas fechas señalan el propósito
principal del editor y comentarista de la Relación del auto de Logroño:
combatir el fanatismo inquisitorial y a la vez la ignorancia y superstición
populares fomentados por tales autos de fe. En esto estaban cabalmente de
acuerdo Moratín y Goya y todos los demás discípulos y partidarios de
Jovellanos.
Moratín y Goya veían en los autos de fe sobre todo el espectáculo público,
y ambos presenciaban los que se celebraban en su tiempo. En tales escenas
veía Moratín el equivalente de un episodio de una novela inglesa de espanto,
o de una escena de drama espeluznante. Declara, en efecto, en una de sus
notas, que se podría sacar de la Relación toda una tragicomedia de magia
titulada La venganza más horrenda y muerte de Marijuan, con los mismos
personajes principales, o sea, El Gran Cabrón, Graciana de Barrenechea,
Reina y Papisa del Aquelarre, Marijuan de Odia, Bruja Concubina del Gran
Cabrón, brujos y brujas, diablos y cuatro docenas de niños chupados; el
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acompañamiento sería de perros, gatos, cabritos, murciélagos, mochuelos y
lechuzas, con un coro de perros y otro de sapos. Moratín se complace en
convertir la Relación en farsa grotesca y consta que se divierte o juega al
componer sus notas. También jugaba Feijoo, hasta cierto punto, cuando
componía su ensayo sobre el Ente dilucidado, como Cadalso jugaba en el
pasaje irónico citado en que propone que se hagan estampas para demostrar la
existencia real de duendes y brujas. Huizinga ha hecho notar en su sugestivo
libro Homo ludens que «Si alguna vez un estilo y un espíritu de época han
nacido en el juego, han sido el estilo y el espíritu de la cultura europea
después de mediado el siglo XVIII». Y esto es cierto sobre todo con respecto al
estilo y al humor de Moratín.
Goya juega también al iniciar sus dibujos y estampas de brujas y las ve
asimismo como escenas grotescas de farsa, pero en el proceso de elaboración,
la farsa se transforma en esperpento trágico, y sus personajes monstruosos y
fantásticos en criaturas reales que se imponen hasta en su mismo creador, y la
fantasmagoría con ser sueño, y por ende irreal, se convierte en una nueva
dimensión de vida real.
Cuando Goya realiza los últimos Caprichos, está de vuelta ya del
racionalismo superficial y optimista de la primera época esperanzada de la
Ilustración y hace tiempo que ha superado la estética neoclásica de la
Academia. Había hecho viajes en profundidad, hacia dentro, y había
descubierto horizontes ilimitados nuevos planetas con sus habitantes, entre
ellos los monstruos que engendra el sueño de la razón, monstruos vivos de
una actualidad permanente.
Moratín, en cambio, quedaba encerrado en los preceptos y presupuestos
de su tiempo. Seguía creyendo que con el sentido común, con la racionalidad
y la ilustración, habría de llegar la época del progreso y del buen gusto, y que
a la fuerza se habrían de disipar las tinieblas y se habrían de desterrar los
monstruos. Creía con Jovellanos que una nación que se ilustra puede hacer
grandes reformas y veía el teatro como uno de los medios principales para
ilustrar, para civilizar al vulgo de todas las clases. Por eso quiso reducir la
comedia a la pintura fiel de caracteres comunes, de acciones domésticas, de
costumbres del día, creyendo que una comedia tal reuniría instrucción y
deleite. En La comedia nueva ridiculiza a los extravagantes y famélicos
autores dramáticos del día y sus disparatados dramones, por medio de una
desarmada comedia, El gran cerco de Viena, comedia dentro de la comedia,
que se compone de retazos entresacados de obras absurdas, precisamente
como el Padre Isla había compuesto los sermones gerundios de trozos sacados
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de los sermones más ridículos. Es cierto que, a la larga, la crítica y las
comedias de Moratín han influido mucho en la evolución del teatro español
moderno. Sin embargo, en su época, el gran público seguía aplaudiendo con
fervor las comedias de figurón y las comedias de magia representadas por los
actores y actrices que adoraba. Moratín y Goya, por mucho que se burlaran de
los disparates de las tales comedias, no aplaudían menos a los mismos
cómicos geniales.
Poeta y pintor tenían la misma propensión a lo ridículo, la misma aptitud
para captar el rasgo esencial de una figura, y exagerándolo ligeramente,
convertir la figura en caricatura. A Goya le encantaría el espíritu burlón y
campechano de Moratín, su lengua sabrosa, la gracia con que regocijaba a sus
amigos remedando a las altas personalidades del tiempo en pantomima, aun a
Jovellanos. Moratín, por otra parte, era tan aficionado a la pintura como Goya
al teatro, y, favorecido por Godoy, había estudiado las obras maestras de la
pintura en los grandes museos europeos. Como había hecho la práctica de
orfebre, sabía dibujar y entendía bastante de pintura; apunta en su Diario que
fue con Goya a ver las pinturas de San Plácido, o que vio las pinturas de Goya
en San Antonio de la Florida. No deja de anotar el día 16 de julio de 1799: «A
Casa de Goya: retrato»[14]. Es éste el hermosísimo retrato (figura 46), que se
encuentra hoy en la Academia de San Fernando, en el cual Goya presenta a su
joven amigo contra un fondo oscuro, el traje sencillo y elegante como el estilo
de sus comedias y versos, siempre pulcro y atildado. Está iluminado sólo el
rostro bien modelado, en el cual dominan los ojos sobre todo lo demás, los
labios gruesos, la nariz más bien grande, el pelo empolvado; es sobre todo la
mirada intensa y penetrante lo que fija la atención del espectador, de tal
manera que tarda largo rato en darse cuenta de que se han invertido los
papeles y que quien está mirando es Moratín a él, con esa mirada burlona y
desconfiada que todo lo capta y caricaturiza. Se percibe en este retrato todo el
afecto y la simpatía que sentía el pintor por su joven amigo, catorce años más
joven que él, y reconocido ya como el primer poeta cómico de su tiempo. Con
razón Moratín estimaba tanto este retrato que confiesa haber dudado de lograr
la segunda vida de la fama a que aspiraba hasta que Goya le cumplía sus
deseos retratándole, y se lo agradece en sus versos, en la «Silva a don
Francisco Goya»:
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Con debidos honores,
Venciendo de los años el desvío,
Y asociando a tu gloria el nombre mío.
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al amigo Melón, escribiéndole con el gracejo de siempre: «Goya está ya, con
la señora y los chiquillos, en un buen cuarto amueblado y en buen paraje: creo
que podrá pasar comodísimamente el invierno en él. Quiere retratarme, y de
ahí infiero lo bonito que soy, cuando tan diestros pinceles aspiran a
multiplicar mis copias». Este retrato (figura 47), que se pinta por el otoño de
1824, revela no sólo cuánto ha cambiado la figura de Moratín, sino también
cómo ha ido evolucionando el estilo de Goya en estos años. El pintor domina
por completo ahora el arte de expresar el esencial carácter del retratado con
medios pictóricos que parecen los más sencillos, directos y «naturales». En
los últimos retratos, en los que predominan los blancos y negros, descubre
Goya al hombre que retrata, a la persona y no al personaje, en un momento
característico y auténtico de su vida. Por eso dejan la impresión de ser menos
formales, más familiares y de una realidad más veraz, más inmediata.
Representa a Moratín de medio cuerpo, sentado, el rostro más grueso que en
el primer retrato, pero con la misma mirada viva y penetrante, el pelo natural;
viste una cómoda chaqueta negra, camisa blanca abierta —nada de corbata ni
corbatín— dejando ver el cuello por encima de la chaqueta; ya no es el poeta
cómico fino y elegante de fines del siglo XVIII, sino el escritor más bien
comodón y aburguesado del siglo XIX.
Es el Moratín de las graciosísimas cartas a través de las cuales se puede
seguir al Goya de los últimos años, que pasa en Burdeos con su compañera
Leocadia Weiss[15] y la hija de ésta, la pequeña Rosario, a quien quiere
entrañablemente el viejo pintor, animándola y guiándola en el dibujo y en la
pintura. Moratín siente por Goya, además de una intensa admiración, un
profundo afecto; apuradísimo por su enfermedad el primer invierno que pasa
en Burdeos, se muestra feliz al escribir al amigo Melón que Goya ha escapado
una vez más, como por milagro, «del Aqueronte avaro». Si se impacienta a
veces y escribe que «este Goya me trae a mal traer y no me deja un instante»,
es porque Moratín no puede comprender que tenga ganas de volver a la vida
azarosa de Madrid cuando disfruta una perfecta tranquilidad y bienestar en
Burdeos.
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47. Retrato de Moratín. Bilbao, Museo de Bellas Artes.
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viviendo en la gran obra emprendida hace muchos años sobre Los orígenes
del teatro español, obra en la cual recoge y estudia un gran número de
antiguas comedias y entremeses, muchos de ellos desconocidos; en estas
comedias sigue gozando de la lengua hablada en todas las clases sociales, de
la que era un eterno apasionado y un incomparable maestro. Añoraba a la
España de sus sueños y la recordaba constantemente, pero volver a aquélla
que se le ofrecía, ni pensarlo, así es que no se explica el prurito de Goya por
marcharse, aun antes de que se le acabe la licencia, según comunica en este
gráfico apunte en una carta fechada el 14 de abril de 1825: «Goya, con sus
setenta y nueve pascuas floridas y sus alifafes, ni sabe lo que espera ni lo que
quiere: yo le exhorto a que se esté quieto hasta el cumplimiento de su licencia.
Le gusta la ciudad, el campo, el clima, los comestibles, la independencia, la
tranquilidad que disfruta. Desde que está aquí no ha tenido ninguno de los
males que le incomodaban por allá, y, sin embargo, a veces se le pone en la
cabeza que en Madrid tiene mucho que hacer; y si le dejaran, se pondría en
camino sobre una mula zaina, con su montera, su capote, sus estribos de
nogal, su bota y sus alforjas». Se le convence, se queda, toma una casita muy
acomodada con su poquito de jardín, en donde se halla muy bien, en cuanto a
la casa. Con respecto a doña Leocadia, escribe Moratín en octubre del mismo
año que «con su acostumbrada intrepidez, reniega á ratos y á ratos se
divierte…», el caso es que entre ella y el pintor, por lo general, no advierte
Moratín «la mayor armonía». Una vez, en la última carta que escribe un mes
antes de morirse Goya, observa su amigo, «Goya está bueno; se entretiene
con sus borradores, se pasea, come y duerme la siesta; me parece que ahora
hay paz en su casa».
Las cartas de Moratín dan fe sobre todo de la extraordinaria vitalidad del
genial pintor, que hasta el último momento sigue ejerciendo con pinceles y
borradores, pintando «que se las pela, sin corregir jamás nada de lo que
pinta». Entre Moratín y Goya había toda la inmensa distancia entre el sentido
común y la inquietud creadora, o sea, el talento y el genio. Moratín, en sus
comedias y en sus versos, comprimía su sensibilidad dentro de los moldes
neoclásicos, mientras que Goya, después de asimilar diversas doctrinas y
modelos, lo que le hacía falta para su obra, rechazaba todo lo demás, creando
nuevos modelos y mundos por su cuenta. En las obras que escribía para sí
mismo, cartas, viajes, notas al auto de Logroño, es donde Moratín se acerca
más a Goya. Así es que si los separaba su teoría estética, los unía el mismo
sentir espontáneo, el mismo amor a la vida y sentido dramático de la realidad,
y además ciertas ideas y opiniones, actitudes y preocupaciones que
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compartían por haber vivido las mismas circunstancias y en el mismo
momento histórico.
Goya, al concebir muchas de sus estampas, las ve y realiza como tantas
escenas de comedia en pantomima. Y se ha visto, al hablar del anuncio de sus
Caprichos, que Goya pretende lograr por medio de sus obras de capricho lo
que Moratín anuncia en el Prólogo a su Comedia nueva y en muchas de sus
notas sobre el teatro. Ponz, al referirse a la pintura «naturalista» de
Velázquez, dice que el estilo natural en la pintura corresponde a la poesía
cómica o a la comedia. El gran pintor inglés Hogarth se consideraba, en
efecto, autor dramático en sus grabados y veía sus estampas como escenas de
comedia.
Y Moratín asimismo está tan convencido de la correspondencia entre
ciertas artes literarias y gráficas que, comentando las caricaturas inglesas que
veía en Londres, no dejaba de destacar la equivalencia patente entre las
estampas y elementos de la comedia, concluyendo que «El ridículo en las
caricaturas consiste en tres cosas: 1.º en el modo satírico con que se presenta
el asunto, que equivale a la fábula en la comedia; 2.º en las actitudes de los
personajes, que equivalen a las situaciones del teatro; 3.º en lo recargado de
los gestos, que es lo mismo que la expresión de los caracteres risibles que se
introducen en un drama. Una caricatura es, respecto del diseño, en el género
agradable, lo que una farsa respecto de la buena comedia»[16]. Y es cierto que
Goya crea una gran parte de sus estampas caprichosas como escenas de farsa,
de farsa cómica o tragicogrotesca, de la farsa que es, según él intuye o
adivina, un elemento esencial e ineludible de toda vida humana.
Goya y el teatro
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y representados en la época de Goya. La figura ridícula de uno de los
protagonistas, la del Chinchilla más joven, surge, en efecto, automáticamente,
cuando se habla del noble recio preciado de su estirpe. Moratín observa, por
ejemplo, que «nuestro Dómine Lucas hallaría también originales en la patria
de Newton».
Goya, al realizar el primer dibujo preparatorio (figura 48), para este
grabado, recordaba sin duda alguna una determinada escena burlesca, de la
que conserva el decorado, representando un interior de casa, y la acción de
dicha escena con todos sus personajes. En el segundo estudio preparatorio
(figura 49), cercano ya al grabado, se suprime el decorado; se reduce el
número de los personajes a los esenciales, o sea, a los dos Chinchillas, y el
apuntador de la comedia se transforma en hombre-asno que alimenta a los
Chinchillas de ignorancia y superstición.
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48. Pesadilla… soñando que no me podía desenrredar… de nobleza… endonde (inscripción a lápiz);
Enfermedad de la razón (encima a tinta). Primer dibujo preparatorio para el Capricho número 50.
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49. Segundo dibujo preparatorio para el Capricho número 50.
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entretenidas, se ven transfigurados en entes deshumanizados, vestigios
petrificados de otra lejana época, rezagados para siempre, aislados del mundo
de la realidad actual por la vida irreal que llevan, inútil, fantasmagórica, hecha
únicamente de ejecutorias y blasones. Los Chinchillas de Goya son monstruos
engendrados por el sueño de la razón, por la pesadilla, como insinúa el artista
mismo en el letrero casi ilegible del primer dibujo preparatorio, realizado a
pluma con tinta sepia; las pocas palabras inscritas a lápiz son: «Pesadilla…
soñando que no me podía desenredar… de nobleza en donde…». Y estos
seres monstruosos que renuncian a la condición humana, cerrando el
entendimiento y adormecidos en su sueños de nobleza, traspasan los lindes de
la caricatura o la sátira de la llamada realidad, la externa y objetiva, porque
son creación de otra dimensión de la realidad que es la fantasía libre del
artista.
Nada tiene de extraño que Goya recoja tipos y escenas en el teatro, puesto
que el teatro en España, como ha observado muy bien Cotarelo, no ha sido
nunca una sencilla manifestación literaria, sino «la síntesis y compendio de la
vida mental de un pueblo». Goya, por otra parte, era sobremanera aficionado
al teatro, y a toda clase de espectáculos, como la gran mayoría de sus
contemporáneos. Habría asistido repetidas veces a la representación de las
comedias más populares y aplaudido a los grandes actores y actrices que
apasionaban al gran público madrileño, y que él había de retratar en los años
de su triunfo, entre otros a la Tirana, a Rita Luna y más tarde a Máiquez.
Goya se vale de otras escenas dramáticas muy célebres en el tiempo para
algunos de los cuadros que pinta para el palacio de los duques de Osuna en la
Alameda. En uno de los lienzos, de paradero desconocido, representa la
escena más dramática de la comedia de Zamora, No hay plazo que no se
cumpla ni deuda que no se pague y Convidado de piedra, refundición de El
burlador de Sevilla de Tirso, que Moratín juzgaba superior a la obra original.
El pequeño cuadro de Goya figura la escena en la cual don Juan ha acudido a
la invitación de don Gonzalo, y está sentado esperando a que se le acerque la
estatua. El público ilustrado, el duque y sus visitas, encontrarían entretenidas
la actitud de don Juan ante la estatua que se le aproxima y los demás
elementos sobrenaturales que ellos recordarían de la representación de la
escena al mirar el cuadro.
Mucho más jocoso es el tema de otro lienzo, una escena de El hechizado
por fuerza (figura 50), también de Zamora, donde el figurón don Claudio,
creyéndose hechizado, se encuentra solo y a oscuras en un cuarto
desconocido, en el fondo del cual danzan mascarones y borricos; está aterrado
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porque se le ha convencido de que su vida no ha de durar más que la luz de la
lamparilla que tiene en la mano nada segura, y tratando de echarle aceite,
dice: «—Lámpara descomunal / cuyo reflejo civil / me va a moco de
candil…». En el ángulo inferior derecho del cuadro, aparecen, en efecto, las
palabras «Lámpara descomunal…», que recordarían a todas las visitas de los
duques la escena tal como la habrían visto, representada por un gran actor
como Querol, y se reirían de nuevo al recordarla. Este cuadro, que está
actualmente en la Galería Nacional de Londres, atrae por la dramática
iluminación de la lámpara, que realza la grotesca figura del necio y aterrado
don Claudio y los animosos borricos del fondo. Esta comedia seguía
representándose con frecuencia en los últimos decenios del siglo XVIII, y
aunque el Memorial literario la elogia porque hace ver al vulgo la vana
creencia de los hechizos y brujerías, a Goya, como a los duques de Osuna, les
parecería la escena cómica una simple bufonada, digna de adornar un palacio
de recreo.
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50. El hechizado por fuerza, «Lámpara descomunal». Londres, National Gallery.
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como manifiestan sus últimos dibujos de acróbatas y volatineros; con las
grandes multitudes concurre a los volatines y al circo, a las procesiones y
fiestas populares y a los autos de fe, a los toros y al teatro. Aun sordo, seguiría
asistiendo al teatro, que era para Goya sobre todo espectáculo, escenario,
disfraces, pantomima, una acción violenta o fantástica vivamente
representada. Esta idea del teatro es contraria a la de los llamados realistas,
que quieren reproducir en sus comedias la prosa de la vida diaria. Tampoco es
el concepto barroco del teatro, según el cual el mundo es teatro y la vida
comedia. Goya no confunde la vida con el teatro, pero para él, como para la
mayoría de sus contemporáneos, el teatro había llegado a ser una parte
constitutiva de la realidad que vivían.
No deja de ser notable que la misma palabra «representación» signifique
en castellano la idea que cada cual se hace de su mundo y a la par la actuación
dramática del actor en una comedia. No es fácil darnos cuenta de la
importancia trascendental que tiene el teatro en el siglo XVIII, cuando a pesar
de la decadencia de la comedia como forma literaria, sigue siendo el
pasatiempo predilecto de todas las clases, desde la alta aristocracia hasta la
baja plebe.
El público madrileño de 1790 asiste al teatro con igual fervor y asiduidad
que el de 1690, y aplaude las más diversas obras con tal de verlas
representadas por los cómicos de su devoción: las maravillosas invenciones
de los grandes ingenios del siglo XVII, originales o refundidas y también las
pocas nuevas comedias escritas según las reglas, y entre los actos de éstas, los
entremeses antiguos y los sainetes y tonadillas modernos. Cien años de
representaciones de las comedias de Lope y Calderón y sus innumerables
imitadores habían convertido la diversión dramática en necesidad
imprescindible.
Sólo leyendo los diarios de los últimos decenios del siglo XVIII y sumando
los ingresos de los dos principales corrales con el del nuevo Teatro de la
Opera, nos formamos alguna idea de la constante concurrencia del público a
los espectáculos, y eso que los pequeños teatros de barrio quedan fuera de los
cálculos. En los mismos diarios se da cuenta de las interminables polémicas
sobre el teatro, los ataques de los moralistas y las defensas por sus partidarios,
que ven en el teatro una escuela de costumbres; éstos combaten, desde luego,
las comedias estrafalarias y desarregladas y, a la vez, chabacanos sainetes y
tonadillas. Se publican diarias reflexiones sobre la renovación del teatro
nacional, sobre el verdadero arte de los cómicos, y sobre la educación del
gusto popular.
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Pero lo que más promueve las pasiones del pueblo no son los proyectos de
los ilustrados neoclásicos sino el extraordinario talento de los comediantes.
Bien conocidas son las encarnizadas disputas que se promueven entre los
llamados Polacos y Chorizos, y a ellas se refieren los periódicos a cada
momento; pero los espectadores eran además idólatras de tal o cual actor o
actriz y no se cansaban de ensalzar su arte o su personalidad, o de comentar
su vida íntima en tertulias de toda clase.
A fuerza de tanto «vivir» el teatro, el gran público había llegado a ver el
teatro como mundo y el mundo como teatro. Y veía la vida a través de la
escena, o sea, teatralizada, hasta tal punto que en aquélla como en ésta se
desvanecían con toda facilidad los razonables límites entre lo natural y lo
sobrenatural, lo verosímil y lo inverosímil. Los espectadores aplaudían las
antiguas comedias de capa y espada, en las cuales veían reflejadas como en
un espejo mágico sus tradiciones y costumbres, sus ideales y creencias;
aplaudían asimismo las comedias de figurón que les hacían reírse a carcajadas
de personajes y acciones ridículas; pero las comedias que más aplaudían eran
las desatinadas comedias de magia y las magníficas comedias de teatro, con
sus ingeniosas tramoyas, y los vuelos y hundimientos de personajes
sobrenaturales, o con escenario exótico y batallas de ejércitos, obras que
mantenían el interés del público con sus fabulosas aventuras a través de
sucesivas partes, con frecuencia de distintos autores, como las de Marta la
Romarantina, El mágico de Salerno o La peregrina doctora. El autor le
importaba tan poco como al público del cine de hoy día; la multitud de los
espectadores iban al teatro en aquel entonces precisamente como el de hoy, a
distraerse de sus tareas cotidianas, y por eso preferían grandes espectáculos a
simples comedias de costumbres contemporáneas.
Por mucho que los periódicos y censores ilustrados atacaran las comedias
espectaculares y las de magia, y aun cuando llegaron a prohibirlas, éstas
seguían siendo las más aplaudidas siempre. Gregorio de Salas manifiesta en la
siguiente copla el éxito que tiene en el pueblo una obra como El Dibujo
predicador, en la cual el protagonista, Lucifer, sale a escena montado en un
monstruo:
Si debe graduar
Por la gente que aquí viene
Es preciso confesar
Que muchos amigos tiene (el diablo).
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Esta predilección por los fenómenos sobrenaturales y por las comedias
espectaculares es, por otra parte, universal en Europa a fines del siglo XVIII.
Mercier lo nota en Francia y el padre de Mozart se queja al mismo tiempo de
que en Viena es imposible ver en el teatro una obra seria y sensata, que no sea
una farsa absurda de brujas y diablos. Y a Moratín, como se ha visto, le sirve
de cierto consuelo el hecho de que, en el país de Bacon y Newton, la plebe
gusta en el teatro, como en España, de horrores y bufonadas, de brujas y
aparecidos y de otras chocarrerías por el estilo. El gran público del teatro, y
no sólo la plebe, quiere en el teatro espectáculo, fantasmagoría y no la
realidad cotidiana observada y reproducida, pues va al teatro sobre todo para
desprenderse de la realidad que le asedia o aplasta, para apoderarse de otra
nueva y maravillosa que se le ofrece allí. Por eso el público de los
espectáculos faranduleros apetece sensaciones fuertes, acciones violentas y
heroicas, y hasta escenas de horrores espeluznantes.
Según el Diario de Madrid del último decenio del siglo XVIII y del
primero del XIX, se aplaudía con frenesí a la gran cómica Rita Luna, que hacía
admirablemente el papel de la heroína enfurecida, en dramas como La esclava
del Negro Ponte, de autor desconocido y de poco valor literario. En el año
1792, en los días de febrero en que se representa esta obra, se anuncian en el
Diario dos sonetos y un grabado que retratan a la señora Rita Luna en el
pasaje de herir al sultán; el grabado muestra en efecto a la heroína, fuera de sí,
el puñal en la mano derecha, levantada ya para matar al Negro Ponte.
Rita Luna realizaba estas escenas violentas con tanta intensidad y energía
que quedaban grabadas para siempre en la memoria de los espectadores. Estos
recordarían otra escena parecida, aplaudida con delirio, en la que la insigne
actriz hacía un papel semejante, el de Judit en el momento de cortarle la
cabeza a Holofernes. Es probable que sea ésta la escena que Goya evoca años
más tarde en una de las «pinturas negras» (figura 51), que ejecuta para el
comedor de la Quinta del Sordo: en el lienzo se ve a Judit, intensamente
iluminado el rostro, levantando el brazo derecho y en la mano un alfanje
empuñado; el resto de la figura oscura, contra un fondo más oscuro todavía,
de modo que apenas se divisa a la izquierda la figura de la criada a quien Judit
hizo entrar cuando ya le había cortado la cabeza al Holofernes dormido. La
cabeza la tendría tal vez asida de los cabellos todavía, puesto que su mirada
va dirigida a la mano izquierda, que queda fuera del cuadro. Ante el terrible
lance cumplido, Judit ya no parece poseída del furor que la había llevado a tal
acción, sino más bien pensativa, pesimista, medio sonámbula.
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51. Judit y Holofernes. Pintura mural pasada a lienzo. Madrid, Prado.
La Judit del lienzo se parece tanto al retrato que Goya hizo a Rita Luna
que parece muy probable que recuerde aquí su famosa interpretación de tan
violenta como heroica escena, aunque habían pasado muchos años; la
memoria, o el arte, suaviza tal vez los rasgos y la expresión de la cara, pero
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ésta es la Judit que Rita Luna representaba en una de las dos comedias del
tiempo que versaban sobre el tema de Judit y Holofernes. La primera fue El
triunfo de Judit, de Comella, víctima de la sátira de Moratín y de otros, pues
Arriaza pone en ridículo esta misma obra, parodiándola en su Sátira 111, «A
una comedia». La otra, El triunfo de Judit y muerte de Holofernes, atribuida a
Vera Tassis y Villarroel, fue representada repetidas veces entre los años 1794
y 1804, y ésta parece ser la que inspirara el cuadro de Goya, aunque pudo ser
la misma escena de cualquiera de los dos dramas.
Lo que evoca Goya no es un texto literario, sino una actuación dramática
inolvidable. Siente como el pueblo, pero con más intensidad aún, toda la
voluptuosidad de la furia y de la sangre en las escenas de pasiones fuertes
cuando las representa una gran actriz como Rita Luna. Nada tiene de extraño
que reproduzca, en una de las pinturas que han de decorar su comedor, una de
las grandes escenas dramáticas de su época, como pintó las dos famosas
escenas dramáticas para decorar el palacio de la Alameda. La gran actriz, al
crear el papel de Judit, hace a su manera lo que el pintor hace cuando crea su
figura en el cuadro, y el resultado en ambos casos es lo que Ortega llama una
«realidad imagen», haciendo notar que el cuadro y el teatro coinciden
precisamente en que son «realidades que tienen la condición de presentarnos
en lugar de sí mismas otras distintas de ellas»; y sigue explicando que «El
cuadro es imagen porque es permanente metamorfosis —y metamorfosis es el
Teatro, prodigiosa transfiguración»[17].
Esta prodigiosa transfiguración es precisamente lo que buscan Goya y los
más de sus contemporáneos en el teatro y es lo que el pintor pretende realizar
en sus cuadros y estampas, sobre todo en sus obras de capricho. Es sugestivo
recordar que «representación» tiene el mismo sentido doble que «capricho»,
es decir, la idea que sustituye a la realidad y la obra que hace presente la idea
imaginada por medio de gestos o formas, o sea que es la realización visible de
la idea. Entre el impulso generador de un dibujo o cuadro, y que puede ser
una escena o un texto literario, un emblema u otro cuadro, y la imagen que ha
de figurar tal impulso, se inicia un proceso más o menos largo y complejo,
que seguirá hasta la representación final y visible de la imagen.
Así es que no se ha dicho que la pintura negra de la Judit, o que el
Capricho de Los Chinchillas, sea un determinado momento de una acción de
comedia, sino que el artista recuerda y evoca la escena al concebir su obra. Al
transcribir el recuerdo en imagen visible, y en el proceso de elaborar la
pintura, se le agregan hondos sentidos personales, además de propósitos
objetivos más o menos racionalizados.
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«El testimonio sólido de la verdad»
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señaló la señorita Font, de la Sociedad Hispánica, representa los sucesos tales
como los cuenta una relación en verso, en la que, sin duda alguna, se inspiró
Goya para su serie de cuadros. Así también le habría servido de impulso para
algunas de las estampas brujeriles, la Relación del auto de Logroño con
comentario de don Leandro de Moratín.
Se han indicado unas cuantas de las numerosas fuentes literarias y gráficas
donde la fantasía de Goya ha abrevado imágenes o motivos. El pintor pudo
decir, precisamente como el gran escritor cómico Molière, «Je prends mon
bien ou je le trouve». Y siempre lo han hecho los genios más fecundos y más
originales, como Shakespeare, el mejor de todos los ejemplos posibles. Es
patente que Goya no creía desvalorar su obra parangonándola con modelos
literarios. Todo lo contrario: como en su tiempo la poesía tenía todavía más
categoría que la pintura, considerada como artesanía más que como arte, al
adherirse a los temas y fines de la poesía, le parecía que daba importancia a su
colección de estampas y a la par cierta defensa. Por eso mismo reitera su
propósito, propio de la poesía y de la elocuencia, de «perpetuar con esta obra
de caprichos, el testimonio sólido de la verdad».
En esta declaración, Goya emplea la palabra «capricho», ya no sólo en el
sentido artístico que se ha visto, sino también en su significado más amplio de
cualquier concepto que forme una persona sin fundamento ni razón, o sea, las
posturas y acciones desatinadas, sobre todo las perjudiciales a la sociedad.
Este es el significado que Cadalso da al término «capricho» cuando alude en
la Carta XIII de las Cartas marruecas al concepto corriente de la nobleza
hereditaria, el que Nuño, cristiano español, procura explicar a su joven amigo
moro, Gazel; y éste, dando cuenta luego a su pariente Ben-Beley de la
explicación de Nuño, le escribe maravillado e incrédulo: «después de decirme
mil cosas de magia, y figuras que tuve por capricho de algún pintor
demente… concluyó —Nobleza hereditaria es la vanidad que yo fundo en que
ochocientos años antes de mi nacimiento muriese uno que se llamó como yo
me llamo, y fue hombre de provecho, aunque yo sea inútil para todo—».
La alusión de Cadalso en este pasaje a «estampas» y a «capricho de algún
pintor demente» le hizo sugerir a Sánchez Cantón que el pasaje pudo ser el
punto de partida para la colección de estampas caprichosas. No cabe duda de
que Goya conocía esta obra de Cadalso, que apareció póstumamente en forma
de libro en 1793; el pintor podía haberla leído aun antes, cuando se publicó a
partir de 1789 en números sucesivos del Correo de los Ciegos de Madrid. Y
es cierto que los Caprichos recuerdan con frecuencia las Cartas marruecas de
Cadalso, más que por algún tema o frase, por el ambiente general, por el
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clima espiritual, o sea el sentido, que revelan ambos autores, del
derrumbamiento del mundo anterior con todos sus valores, a la par que una
cierta desconfianza en los nuevos que los habrían de suplantar un día, todavía
lejano. Cadalso mira el mundo en torno suyo con ojos de escéptico
desengañado, y reproduce lo que ve con un humorismo que incluye toda la
gama que va desde la fina ironía hasta la sátira mordaz. Duda con frecuencia
que merezca la pena de exponer las costumbres y actitudes de sus
contemporáneos, puesto que de nada ha de servir.
¿Hasta qué punto es verdad lo que representan Cadalso y Goya del mundo
a su derredor? ¿Es cierto lo que dice Cadalso de la nobleza hereditaria y lo
que Goya revela en la serie de estampas que tratan el mismo tema, la del Niño
de la rollona, de Eso sí que es leer, del burro de Asta su Abuelo y en los
fosilizados Chinchillas? Esta es, sin duda, la imagen estereotipada del noble
vanidoso, ignorante, ocioso e inútil, que se ve en la sátira europea del tiempo.
Moratín celebra en sus Viajes que la nobleza de Italia no sea menos infatuada
con sus armas y sus arrugados pergaminos, ni menos necia, soberbia o viciosa
que la española. Y en Londres observa que los nobles ingleses no pecan
menos de linajudos que los vizcaínos o montañeses, con la misma sangre
azul, y con sus blasones góticos y bosques enteros de árboles genealógicos. El
tópico trillado suele tener algún fondo de verdad, pero no la tiene en
proporción con el número de veces en que se repite. Y si los que lo repiten lo
hacen con determinada intención, aún menos.
Por eso, fuerza es ver la crítica ilustrada de la antigua nobleza dentro de
las circunstancias en las que surge, o sea, con relación al advenimiento al
poder de la nueva aristocracia y sobre todo de la nueva clase «media» en el
reinado de Carlos III. Esta profunda transformación social no la aceptan sin
resistencia muchos de los nobles chapados a la antigua, y son éstos los que en
España apoyan al Príncipe de Asturias, más tarde Carlos IV, contra su padre,
que fomenta y decreta diversas reformas sociales.
Contra estos nobles tradicionalistas van dirigidos los ataques de
Jovellanos y sus partidarios y amigos, las sátiras «A Arnesto» y una buena
parte de los «Discursos» de El Censor. Jovellanos mismo los zahiere en todos
sus escritos, en una censura, por ejemplo, titulada «Juicio crítico de un nuevo
Quijote», donde combate una vez más a aquellos nobles que, creyendo que el
serlo los dispensa de toda obligación, ni se aplican, ni se instruyen, ni se
hacen en manera alguna útiles a la sociedad.
La crítica acerba de Jovellanos y sus correligionarios corresponde sin
duda alguna a una intención política, y esta intención desrealiza y deforma,
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por fuerza, la realidad social que pretenden presentar. Otros escritores
contemporáneos realzan las virtudes de ciertos nobles españoles de alta
estirpe, virtudes por otra parte características de la Ilustración, como la afición
al estudio, la curiosidad por todas las novedades científicas, que se manifiesta
en gabinetes de botánica y en demostraciones de física que se hacen con todos
los nuevos instrumentos y máquinas, y también su preocupación activa por el
bienestar y enseñanza del pueblo. Así, José Viera y Clavijo, ilustre historiador
de Canarias y uno de los mejores prosistas del siglo, describe en su gracioso
Viaje a la Mancha en el año 1774 el viaje que hizo con la familia del marqués
de Santa Cruz a la villa del Viso, visitando las nuevas fábricas, de jabón y de
paños, establecidas por el marqués de Santa Cruz en utilidad de sus vasallos,
y asimismo las nuevas escuelas de niñas y de muchachos para observar cómo
éstos leían y escribían y se ejercitaban sobre el catecismo de Fleury. En todas
las visitas que hacen se observa la familiaridad en el trato entre señores y
vasallos tan característica de la nobleza española, que siempre ha sentido o
curiosidad o admiración por los usos y diversiones populares. En el siglo XVIII
la afición a estas diversiones aumenta extraordinariamente en las clases altas
de la corte y de aquí resulta la plebeyización de cierto sector de la nobleza.
Este aspecto de decadencia de la nobleza ha sido exagerado tal vez por el
costumbrismo pintoresquista y por la sátira moralizante. El escritor satírico
escoge siempre un rasgo de la fisonomía física o moral de un personaje para
exagerarlo de tal manera que el carácter se convierte en caricatura.
Goya condensa la sátira del retrato literario intensificando aún más los
rasgos ridículos, como se ha visto en Los Chinchillas, donde los personajes
absurdos de la comedia se transforman en seres esperpénticos que habitan un
mundo fantasmal de pesadilla y la escena de comedia burlesca se convierte en
escena de farsa trágica. Goya sigue los derroteros de la crítica ilustrada en lo
que atañe a la nobleza; resume, en efecto, todos sus temas en una síntesis
gráfica, en los diversos grabados que se han visto. Y el pensamiento unitario
que inspira todos estos Caprichos es, como se ha señalado, el de Jovellanos,
de El Censor y sus partidarios. Así es que otros Caprichos y cuadros reflejan
con igual fidelidad la visión ilustrada de las clases bajas, la nueva conciencia
del pueblo, de enorme potencia social.
El siglo XVIII hereda, desde luego, del Renacimiento y del Siglo de Oro el
concepto del vulgo necio e ignorante. Feijoo observa, como Saavedra Fajardo,
que el vulgo es crédulo, vano, ignorante y supersticioso. Y Torres Villarroel
lo veía, como Calderón antes, monstruo de muchas cabezas que, «sin tener
alguna, mira por los anteojos de su aprehensión». Ambos autores se refieren,
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por supuesto, a la masa de espectadores que Goya ha de representar repetidas
veces.
Cadalso prevé la gran importancia del pueblo para la cultura en el
porvenir, nuevo mecenas de los escritores, patrón, protector, favorecedor
único, ya que en las clases altas no hay quien proteja las artes o las ciencias.
En vista de esta opinión profética, hace que Nuño —el protagonista de las
Cartas marruecas que representa más o menos al autor— dedique la obra que
tiene entre manos al mozo gallego que trae agua a su casa, de nombre
Domingo, «aguador decano de la fuente del Ave María». No es que Cadalso
crea que un pobre aguador, tonto y plebeyo, sea el sujeto más apto para
proteger las letras, pero le parece patente que es el único que ha de haber en
las edades venideras.
Cadalso, viajando por Europa más de tres decenios antes de la Revolución
Francesa, descubre este nuevo fenómeno universal de la actuación del pueblo
en todas las esferas de la vida. Y ve asimismo como fenómeno europeo el
hecho de que los nobles de todos los países tienen «igual despego a su patria,
formando entre todos una nación separada de los otros, y distinta en idioma,
traje y religión…».
Otro viajero ilustrado, Ponz, observa el pueblo de París y le encuentra
inferior al pueblo de Madrid en discernimiento y sagacidad, y concluye que si
se diera instrucción a todas las clases en todos los grandes pueblos, los
moradores de los barrios de Lavapiés, Barquillo y Maravillas «Se pondrían
más pronto en los autos», o sea, que se enterarían o aprenderían más pronto
que los moradores de los arrabales de París o Roma.
Lo nuevo en la actitud de los ilustrados ante el pueblo es su
convencimiento de que eón la instrucción y el bienestar se podrá transformar
de vulgo necio, ignorante y supersticioso en comunidad de ciudadanos
conscientes y responsables. Si Moratín, Jovellanos y Goya destacan tanto la
ignorancia y superstición del vulgo, que fomentaban y explotaban, según
ellos, ciertas instituciones, es para hacer resaltar la necesidad que había de
reformar tales instituciones. Goya, al representar a la masa de espectadores de
un auto de fe o de una procesión como masa deshumanizada,
despersonalizada y embrutecida, no quiere dar a entender que el pueblo sea
irremediablemente inepto o reacio al uso de la razón, sino manifestar más
bien que es como quieren y hacen las clases dirigentes que sea. Y lo
representa varias veces, como se ha visto, cargando a estas clases pudientes
que lo mantienen en la ignorancia y en la superstición para mejor explotarlo.
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La actitud de Goya ante el pueblo es sobremanera compleja y varía según
la época y las circunstancias en que trata temas populares. Se ha hablado del
supuesto popularismo del pintor, al comentar los tapices para cartones que
versan sobre tales asuntos. Estos temas fueron con frecuencia impuestos, y
cuando no lo eran, Goya escogía temas parecidos a los que trataban hacía
tiempo ya los pintores para la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara. Una
buena parte de los cartones de Goya son diseños convencionales y estilizados
de costumbres y diversiones populares bastante idealizadas. Goya pinta las
mismas escenas u otras parecidas para decorar el palacio de los duques de
Osuna en la Alameda.
Veamos, por ejemplo, uno de los lienzos que les entrega en el año 1788,
La pradera de San Isidro (figura 52), que en el decorado del fondo podría
servir de escenario para el sainete del mismo título de Ramón de la Cruz. En
el fondo se perciben claramente delineados el palacio real, la iglesia de San
Francisco el Grande y otros edificios, y por delante, el Manzanares; en primer
término, varios grupos de majos sentados y detrás de ellos un gran número de
espectadores de diversas clases, pintados separada e individualmente con
bastante minuciosidad.
En cambio, en el bello cuadro de La ermita de San Isidro el día de fiesta
(figura 53), se ve en el fondo, delante de la ermita, una aglomeración de
gentes. En primer término, un corrillo de majos y majas, algunos de los cuales
están bebiendo el agua de la milagrosa fuente de San Isidro. Esta encantadora
composición que Goya entregó a los duques de Osuna unos diez años después
de la escena de La pradera de San Isidro, que acabamos de ver, es de un
colorido más sutil y sugestivo, de una técnica más impresionista; las
numerosas figuras, apenas pintadas, al parecer, cuando se las mira
ligeramente, dejan una impresión de lo vivido en un momento, pero con una
actualidad permanente. Este lienzo es de la misma época que las pinturas de
San Antonio de la Florida y los soberbios retratos finiseculares, por ejemplo,
el de Moratín.
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52. La pradera de San Isidro (detalle). Madrid, Prado.
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53. La ermita de San Isidro el día de fiesta. Madrid, Prado.
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sucesivos se manifiesta una transformación mucho más honda en la manera
de concebir y de pintar tales escenas. Entre La ermita de San Isidro que Goya
pintó para el palacio de recreo de los duques de Osuna y La romería de San
Isidro (figura 54), que pinta para su propia casa unos veinte años después,
existe una diferencia tan radical, por las muy distintas capas de la realidad que
descubren y por la manera no menos distinta de revelarlas, que se podría ver
en esta última obra precisamente el reverso del mundo representado en la
anterior. El hecho es que estudiando las tres «versiones» de la romería de San
Isidro, se puede seguir toda la trayectoria que recorre el arte de Goya, desde
los encargos que ejecuta como pintor de oficio, con una creciente libertad e
independencia, hasta lo que realiza para sí mismo, pintor ya de puro capricho.
En La ermita de San Isidro se ve ya una etapa de la nueva técnica de
Goya, bastante impresionista, la misma que emplea en las pinturas de San
Antonio de la Florida, las pinceladas recias y rítmicas, que crean el efecto de
la realidad vivida e infinitamente variada.
Con la pintura mural de la Quinta del Sordo, que representa una vez más
la romería de San Isidro, llegamos a otro mundo no sólo distinto, sino
opuesto, donde predominan las tintas negras en el cielo, en los cerros y
edificios del fondo, y en la abigarrada multitud que viene bajando de la
milagrosa fuente por un camino serpenteante. A mano izquierda, en primer
término, se ve el grupo principal de los romeros, arracimado, boquiabierto, los
más de ellos cantando, desgañitándose, acompañados de un extático
guitarrista, todos enajenados, no tanto por la emoción religiosa como por la
juerga de la fiesta. Detrás de este grupo compacto y triangular, se ven dos
embozados y dos mujeres, en el centro del lienzo; y a la derecha, un
conglomerado de gentes, la tantas veces citada «masa sin persona». En esta
pintura mural que Goya pinta para sí mismo y que en su casa se encontraba
enfrente del gran cuadro horizontal del Aquelarre, con el que hace juego,
consigue, por medio de una extremada deformación expresionista,
representar, o más bien dar realidad efectiva a las fuerzas subterráneas que
lleva cada cual dentro de sí, que le arrebatan la voluntad y la razón de ser
humano, para entregarle indefectiblemente a tenebrosas orgías de emoción
colectiva.
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54. La romería de San Isidro. Pintura mural pasada a lienzo. Madrid, Prado.
En estas pinturas murales que pinta para sí mismo, como antes en el juego
de los pequeños cuadros de gabinete que mandó a don Bernardo de Iriarte, y
en los dibujos y grabados caprichosos, Goya abandona las seductoras
superficies del arte rococó para somorgujar, como un buzo moderno, en las
profundas aguas revueltas de los instintos y emociones primitivos y
arrolladores. Trata temas que representan vertientes y aspectos diversos de lo
irracional, personas que viven y actúan al margen de la vida llamada normal,
o sea, mendigos y prisioneros, locos y apestados, y muchedumbres exaltadas
o enajenadas, temas todos que se prestan a la expresiva manera nuevamente
descubierta de pintar lo demesurado y fantástico, lo intensamente dramático y
a la par profundamente conmovedor. Calando hondo, Goya sondea los
auténticos impulsos y motivos de las acciones y pasiones humanas.
Sin embargo, esta nueva visión deformadora del pueblo no es toda
negativa en las pinturas y estampas de Goya, como en las declaraciones de los
escritores ilustrados. Goya, soñador vidente, ve la fiesta como otra dimensión
de la vida real, como necesidad imprescindible para el pueblo que trabaja. Así
lo ve Jovellanos en su Informe sobre espectáculos y diversiones públicas, en
el que explora toda clase de juego y diversión desde su origen. Explicando el
de las romerías asturianas, concluye que la devoción sencilla lleva al pueblo,
naturalmente, a los santuarios vecinos los días de fiesta, y que allí:
«Satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del día al
esparcimiento y al placer». Si Jovellanos se muestra adverso a las procesiones
religiosas de su tiempo es porque le parece que han perdido el sentido
originario de devoción para convertirse exclusivamente en diversión
destinada y perjudicial al pueblo, como a la sociedad.
Pero Goya está mucho más cerca del sentir del pueblo en su afición a los
espectáculos violentos o de una gran tensión dramática, y a los juegos y
pasatiempos de toda índole. Emplea constantemente en su obra metáforas
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visibles que pide prestadas a las diversiones más populares, como linternas
mágicas y totilimundis, payasos y volatineros, diversiones que Jovellanos
pretende desterrar de la escena pública.
Goya, en cambio, no juzga ni censura tales espectáculos o diversiones; los
registra y representa a su manera, con todo lo que tienen de graciosos y
grotescos, de primitivos y vitales, como, por ejemplo, en este dibujo (figura
55), donde esboza con unos cuantos rasgos de la pluma todo el frenético
movimiento de la muchedumbre regocijada. Es éste el boceto para el
apasionante cuadro del Entierro de la sardina (figura 56), escena de un ritmo
irresistible, de una desbordante vitalidad y de una realidad obsesionante, obra
que es, sin duda alguna, una de las cumbres a las que llega el maravilloso arte
de Goya, pintor de capricho.
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55. Dibujo preparatorio para El entierro de la sardina. Madrid, Prado.
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56. El entierro de la sardina. Madrid, Academia de Bellas Artes de San Fernando.
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Apéndice I
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herramientas y materiales, puedan los operarios transitar con otros ó sin ellos,
sin riesgo de caerse por defecto de la poca cavidad de dichos andamios, y
usando de maromas é tirantes de cáñamo, de grueso correspondiente al
servicio que hayan de hacer, y no las de espa, por ser aquella materia de
mucha más firmeza que ésta: todo lo qual guarden y cumplan dichos maestros
pena, ademas de responsabilidad á daños y perjuicios, y demas prevenido, de
veinte días de cárcel, y otros tantos ducados de multa, aplicados á los pobres
presos de la Real de esta Corte.
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Apéndice II
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3. Que viene el Coco[*]
4. El de la Rollona[*]
6. Nadie se conoce[*]
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P El mundo es una máscara, el rostro, el traje y la voz todo es fingido;
todos quieren aparentar lo que no son, todos se engañan y nadie se conoce.
A El mundo es una máscara; el rostro, el traje y la voz todo es fingido. Un
General afeminado obsequia á madama delante de otros cornudos.
BN Un General afeminado ó disfrazado de Muger en una fiesta, se lo está
pidiendo á una buena moza; el se deja conocer por los bordados de la manga;
los maridos están detras, y en vez de sombreros, se figuran con tremendos
cuernos corno un unicornio. Al que se tapa bien, le sale derecho; al que no,
torcido.
7. Ni así la distingue[*]
8. Que se la llevaron![*]
9. Tantalo[*]
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10. El amor y la muerte[*]
P Los dientes de ahorcados son eficacísimos para los hechizos; sin este
ingrediente no se hace cosa de provecho. Lástima es que el vulgo crea tales
desatinos.
A Los dientes del ahorcado son eficacísimos para hechizos. ¡De qué no es
capaz una mujer enamorada!
BN Por salirse con la suya, sobre todo si está enamorada, es capaz de
arrancar los dientes á un ahorcado.
P Tal prisa tienen de engullir que se las tragan hirviendo. Hasta en el uso
de los placeres son necesarias la templanza y la moderación.
A Los frailes estúpidos se atracan, allá á sus horas, en los refectorios,
riéndose del mundo; ¡qué han de hacer sino estar calientes!
BN Los Frayles estupidos se atracan bien en sus refectorios, y se rien del
mundo; ique han de hacer despues si no estar calientes!
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14. Que sacrificio![*]
P Los consejos son dignos de quien los da. Lo peor es que la señorita va a
seguirlos al pie de la letra. ¡Desdichado del que se acerque!
A [Lo mismo hasta:] Desdichado de aquel que cargue con ella.
BN Las Madres suelen ser alcahuetas de sus mismas hijas llevandolas a
ciertos paseos y concurrencias.
P Oh! la tía Curra no es tonta. Bien sabe ella lo que conviene que las
medias vayan estiraditas.
A No puede haber cosa mas tirada por los suelos que una ramera. Bien
sabe la tía Curra lo que conviene estirar las medias.
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BN Una prostituta se estira la media por enseñar su bella pierna, y no hay
cosa mas tirada por los suelos que ella.
P ¡Y que no escarmienten los que van á caer con el ejemplo de los que
han caído! pero no hay remedio todos caerán.
A Toda especie de avechuchos, militares, paisanos y frailes, revolotean
alrededor de una dama medio gallina: caen las mozas y los sujetan por los
alones, los hacen vomitar y los sacan las tripas.
BN Una puta se pone de señuelo en la ventana, y acuden militares,
paisanos y hasta frayles y toda especie de abechuchos reboloteando alrededor:
la alcahueta pide a Dios que caigan, y las otras putas los despluman, y hacen
vomitar, y les arrancan hasta las tripas como los cazadores á las perdices.
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21. Qual la descañonan[*]
P También las pollas encuentran milanos que las despluman y aun por eso
se dijo aquello de: Donde las dan las toman.
A Los Jueces hacen capa á los Escribanos y alguaciles para que roben á
las mujeres públicas impunemente.
BN Los Jueces superiores hacen capa regularmente á los escribanos y
alguaciles para que roben y desplumen á las putas pobres.
22. ¡Pobrecitas![*]
p. Mal hecho! A una mujer de honor, que por una friolera servía á todo el
mundo tan diligente, tan útil, tratarla así, mal hecho!
A Auto de fe. Un vulgo de curas y frailes necios hacen su comidilla de
semejantes funciones. Perico el cojo que daba polvos á los enamorados.
BN El vulgo de curas y frayles es el que vive con las fiestas de autillos.
(Perico el cojo).
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P. El hijo es travieso y la madre colérica. Qual es peor?
A Las madres coléricas rompen el culo á azotes á sus hijos, que estiman
menos que un mal cacharro.
BN Hay madres que rompen á sus hijos el culo á zapatazos si quiebran un
cantaro, y no les castigarán por un verdadero delito.
P Para que las niñas casquivanas tengan asiento no hay meJor cosa que
ponerselo en la cabeza.
A Las niñas casquivanas tendrán asiento cuando se lo pongan sobre la
cabeza.
BN Muchas mujeres solo tendran juicio, ó asiento en sus cabezas, cuando
se pongan las sillas sobre ellas. Tal es el furor de descubrir su medio cuerpo,
sin notar que los pillastrones se burlan de ellas.
28. Chitón[*]
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P Le peinan, le calzan, duerme, y estudia. Nadie dira que desaprobecha el
tiempo.
A Los ministros aguardan á última hora para enterarse de los negocios. A
éste le peinan, calzan y duerme, ¿quién desaprovecha el tiempo?
BN Los Ministros, Consejeros y otros tales aguardan para leer, estudiar y
enterarse de los negocios á la hora que el peluquero los va a trabajar la
cabeza, les despeluza y ciega de polvo, y el zapatero los prueba los zapatos.
P Y hace muy bien para que Dios la dé fortuna y la libre del mal y de
cirujanos y alguaciles y llegue á ser tan diestra, tan despejada y tan para todos
como su madre, que en gloria esté.
A Una madre, que llega á ser alcagüeta de su hija, ruega á Dios que la dé
fortuna y la libre de todo mal de cirujanos y alguaciles.
BN Mientras se aderezan y visten las putas, rezan las alcahuetas para que
Dios las de mucha fortuna, y las enseñan ciertas lecciones.
P Como ha de ser! Este mundo tiene sus altos y bajos. La vida que ella
trahía no podía parar en otra cosa.
A La mujer de Castillo. Las muchachas incautas vienen á parar y parir á
una prisión por demasiada sensibilidad.
Página 248
BN Las pobres mozas incautas van á las carceles despues de quedar
preñadas por una natural sensibilidad (La muger de Castillo).
P En todas las ciencias hay charlatanes, que sin haber estudiado palabra lo
saben todo, y para todo hallan remedio. No hay que fiarse de lo que anuncian.
El verdadero sabio desconfía siempre del acierto: promete poco y cumple
mucho; pero el Conde Palatino, no cumple nada de lo que promete.
A Los charlatanes y sacamuelas venden bien sus drogas fingiéndose
Condes y Marqueses.
BN Todos los charlatanes y sacamuelas quieren pasar por Condes y
Marqueses estrangeros arruinados para vender bien sus drogas.
35. Le descañonan[*]
Página 249
A Malo anda el negocio, cuando el viento y no el dinero levanta las sayas
á las buenas mozas.
BN Noche de viento recio, mala para las putas.
38. ¡Brabísimo![*]
P Si para entenderlo bastan las orejas, nadie habrá más inteligente: pero es
de temer que aplauda lo que no suena.
A Si para entenderlo bastan las orejas, ninguno más á propósito.
BN Hasta los burros aplauden por moda la musica mala, cuando ven otros
que dicen brabisimo.
Página 250
41. Ni más ni menos[*]
Página 251
45. Mucho hay que chupar[*]
P Los que llegan á 80, chupan chiquillos: los que no pasan de 18 chupan á
los grandes. Parece que el hombre nace y vive para ser chupado.
A Parece que nace el hombre y vive para ser chupado. Los rufianes llevan
buena cuenta de las cestas de chiquillos, que se fabrican por su medio, o se
desgracian con sus abortivos.
BN Los rufianes y alcahuetas desgracian centadas de chiquillos, dando
drogas para abortar: cuando el secreto lo exige.
46. Corrección[*]
48. Soplones[*]
P Los Bruxos soplones son los más fastidiosos de toda la Bruxería y los
menos inteligentes en aquel arte. Si supieran algo no se meterían á soplones.
Página 252
A Confesión auricular. Los brujos soplones son los más fastidiosos de
toda la brujería.
BN La confesión auricular no sirve mas que para llenar los oidos de los
frailes de suciedades, obscenidades y porquerías.
49. Duendecitos[*]
51. Se repulen[*]
P Esto de tener uñas largas es tan perjudicial, que aun en la Bruxería está
prohibido.
A Los empleados ladrones se disculpan y tapan unos á otros.
Página 253
BN Los empleados que roban al estado, se ayudan y sostienen unos á
otros. El Gefe de ellos levanta erguido su cuello, y les hace sombra con sus
alas monstruosas.
54. El vergonzoso[*]
Página 254
55. Hasta la muerte[*]
P Hace muy bien en ponerse guapa: son sus días; cumple 75 años y
vendrán las amigas á verla.
A La Duquesa vieja de Osuna. [y lo mismo que el Ms. P].
BN Las mugeres locas lo serán hasta la muerte. Esta es cierta Duquesa (la
de Osuna) que se llena la cabeza de moños y carambas, y por mal que le
caigan no faltan guitones de los que vienen á atrapar las criadas, que aseguran
á S. Exc.a que está divina.
P La fortuna trata muy mal á quien la obsequia. Paga con humo la fatiga
de subir y al que ha subido le castiga con precipitarle.
A Príncipe de la Paz. La Lujuria le eleva por los pies; se le llena la cabeza
de humo y viento, y despide rayos contra sus émulos…
BN El Príncipe de la Paz levantado por la luxuria, y con la cabeza llena de
humo, vibra rayos contra los buenos ministros. Caen estos y rueda la bola;
que es la historia de los favoritos.
57. La filiación[*]
Página 255
A Intentan unos frailes curar á un pobre Marcos, colgándole al cuello una
reliquia y echándole lavativas por fuerza.
BN No le hechan mala lavativa á cierto Juan lanas unos frailes que
galantean á su mager, y le ponen un taleguillo al cuello á manera de reliquia
para que se cure y calle. La muger se ve detras cubierta con un velo, y un
monstruo de enorme cornamenta preside la función autorizandolo todo
nuestro Padre Prior.
60. Ensayos[*]
61. Volaverunt[*]
Página 256
62. ¡Quien lo creyera![*]
P Ve aquí una pelotera cruel sobre cuál es más bruja de las dos: quién
diría que la petiñosa y la crespa se repelaran así: la amistad es hija de la
virtud; los malvados pueden ser complices, pero amigos, no.
A Dos viejos entregados á la lascivia son devorados por los monstruos.
BN Una vieja y un viejo lascivos idean nuevas posturas de fornicación;
regañan por no poder hacer cosa derecha y los monstruos de la luxuria los van
a arrebatar para el abismo.
P ¿Adónde va esta caterva infernal dando ahullidos por el aire entre las
tinieblas de la noche? Aun si fuera de día, ya era otra cosa, y, á fuerza de
escopetazos, caería al suelo toda la garullada; pero como es de noche nadie
las ve.
A Vuelan los vicios con alas extendidas por la región de la ignorancia,
sosteniéndose unos á otros.
BN Los vicios remontan el vuelo por la region de la ignorancia.
Estragados los hombres, caen en el vicio nefando de la sodomía.
Página 257
BN La lascivia y embriaguez en las mugeres traen tras de sí infinitos
desordenes y brujerías verdaderas.
69. Sopla[*]
Página 258
P Gran pesca de chiquillos hubo, sin duda, la noche anterior; el banquete
que se prepara será suntuoso; buen provecho.
A Los niños son objeto de mil obscenidades para los viejos y relajados.
BN Los hombres estragados hacen mil diabluras con los niños; les
fornican unos con otros por fuerza, les chupan la minga, y otras varias
obscenidades.
72. No te escaparás[*]
Página 259
P Si el que más trabaja es el que menos goza, tiene razón: mejor es holgar.
A Más quieren las mujeres echarse á la bribia, que desenmarañar madejas
y trabajar en casa.
BN Una familia viciosa dificilmente se sujeta á las ocupaciones honestas
caseras. El bestia del marido se pone á tener la madeja, se enreda; la suegra la
desenmaraña y la muger se cansa y manifiesta en sus ademanes que la tiene
mas cuenta echarse á la brivia.
76. ¿Está vuestra merced?… pues, como digo, ¡eh! ¡Cuidado! Sí no…[*]
Página 260
BN Los militares finchados… [Idéntico a A.]
80. Ya es hora[*]
Página 261
P Luego que amanece huyen, cada cual para su lado, Brujas, Duendes,
visiones y fantasmas. Buena cosa es que esta gente no se dexe ver sino de
noche y á obscuras! Nadie a podido aberiguar en donde se encierran y ocultan
durante el dia. El que lograse cojer una madriguera de Duendes y las enseñase
dentro de una jaula a las 10 de la mañana en la Puerta del Sol, no necesitaba
de otro mayorazgo.
A Los Obispos y Canónigos se llevan una vida ociosa y regalada,
esperezándose, roncando y cantando sin ser útiles a sus semejantes.
BN Los Obispos y Canónigos después de dormir á pierna suelta, se
levantan tarde para ir a misa; bostezan; se esperezan y no piensan mas que en
darse buena vida sin trabajar nada. Uno lleva como figurando el roquete las
patillas y articulaciones de los chiquillos que malogran por la masturbación.
Página 262
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PERIÓDICOS:
Página 272
El Censor, 1781-1797. Espíritu de los mejores diarios de Europa, 1790.
Correo de Madrid (o de los Ciegos),
Gazeta de Madrid, 1780-1800.
1786-1791.
Diario de Madrid (o de los Avisos),
El Pensador, 1762.
1786-1799.
El duende de Madrid. El Memorial literario, 1784-1800.
Página 273
Indice de nombres
Afán de Ribera, Fulgencio: 84, 131.
Alba, Duquesa de: 13, 16, 91, 92, 218,225.
Alcinda: 120.
Alcudia, Duques de la: 13.
Altamira, Conde de: 115.
Alvarez, Manuel: 32.
Alvarez de Toledo, Gabriel: 69.
Aranda, Conde de: 39, 68, 126.
Argensola, Hermanos: 53, 124.
Aristóteles: 199.
Arteaga: 45.
Arriaza: 197.
Arroyal, León: 89.
Ascargorta, Manuel: 54.
Ayala, manuscrito de: 58, 60, 63, 66, 75, 78, 79, 109, 116, 170, 213.
Ballesteros, Doctor de: 69.
Baraja, Pío: 168.
Baudelaire: 175.
Bayeu, Francisco: 23, 27, 35, 37, 38, 143, 153, 158, 159, 160, 161.
Bayeu, Ramón: 33, 36, 44, 143, 158, 159.
Bayle: 182.
Beruete: 56.
Boneta, Padre: 122.
Barbón, María Luisa de: 37, 63, 214.
Bosco, El: 163.
Bourgoing: 115.
Burgos, Javier de: 173.
Byron, Comodoro: 111.
Caballero, José Antonio: 118, 122, 124.
Cabarrús: 119.
Página 274
Cadalso: 10, 16, 30, 32, 52, 56, 60, 78, 81, 83, 89, 110, 126, 127, 164,
167, 172, 173, 175, 183, 200, 201, 202.
Cagliostro: 10, 169.
Calderón de la Barca: 172, 195, 202, 215.
Callot: 40.
Campillo y Cossío, José del: 105.
Cano, Alonso: 38, 102.
Cano y Holmedilla, Juan de la Cruz: 32, 41.
Cañizares: 190.
Cañuela, Luis: 80, 104.
Carderera: 16, 50, 54, 162, 213.
Carducho: 163, 164.
Carlos III: 36, 104, 201.
Carlos IV: 37, 39, 111, 113, 118, 143, 212.
Carlos del Niño Jesús, Hermano: 131.
Carmona: 44.
Carnicero, Antonio: 68.
Carteret: 111.
Castro, Adolfo de: 170.
Ceán Bermúdez: 10, 30, 52, 98, 103, 104, 111, 113, 120, 126, 139, 156.
Cellini, Benvenuto: 162.
Cerdonio, Desiderio: 64.
Cervantes: 176, 180.
Clarke: 11 1.
Claude: 94.
Clavija: 79.
Cogolludo, Marqués de: 115.
Condercet: 10.
Cook: 111.
Corot: 94.
Cotarelo: 193.
Cruz, Ramón de la: 32, 33, 203.
Chardin: 69.
David: 10.
Duté, mademoiselle: 91, 227.
Erasmo: 130, 199.
Espinel, V.: 168.
Esteban, Francisco («El Guapo»): 100.
Página 275
Feijoo: 9, 50, 53, 80, 110, 138, 169, 170, 171, 172, 173, 175, 183, 202.
Ferrer, Joaquín: 54, 60.
Font: 200.
Forner: 9, 56, 69.
Fleury: 202.
Flores, Padre: 83.
Floridablanca, Conde de: 13, 19, 23, 36, 39, 45. 68, 101, 126.
Fray Blas: 83.
Fray Diego de Cádiz: 83.
Fray Diego González: 103.
Fray Francisco de los Arcos: 171.
Frías, Duque de: 115.
Fuente la Peña, Padre: 170, 171.
Fuseli: 10.
Gallardo: 80, 139.
Girón, Alejandro: 131.
Godoy, Manuel (Príncipe de la Paz): 54, 68, 69, 91, 111, 112, 122, 126,
142, 184, 214, 221, 224, 227.
Goicoechea: 23.
Gómez Moreno, Manuel: 156, 158.
Gómez de la Serna, Ramón: 47.
Góngora: 167.
González de Sepúlveda, Pedro: 98.
Goyburn, Miguel de: 180.
Glendinning: 90, 144.
Gracián: 53, 117.
Grenier, Jean: 97.
Gudiol: 11.
Haro de San Clemente, Padre Joseph: 89.
Hofer, Philip: 11.
Hogarth: 190.
Horacio: 165, 167, 168, 173.
Houasse: 33.
Houdon: 10.
Huizinga: 183.
Ibáñez de la Rentería, José Agustín: 66, 68, 69.
Iriarte, Bernardo: 12-13, 38, 113, 139, 142, 144, 147, 148, 206.
Iriarte, Tomás de: 52, 66, 68, 69, 83, 129, 168, 172, 173.
Página 276
Isla, Padre: 75, 83, 84, 131, 183.
Jardine, Alexander: 105, 110, 111, 113, 142.
Jefferson: 10.
Jovellanos: 10, 13, 30, 33, 35, 38, 40, 54, 57, 78, 80, 83, 86, 87, 95, 96,
97, 98, 100, 101, 102, 103, 104, 105, 106, 107, 109, 110, 111, 112, 113, 114,
117, 118, 119, 120, 122, 124, 126, 127, 129, 130, 131, 132, 135, 136, 137,
138, 139, 142, 144, 156, 158, 164, 167, 169, 170, 173, 176, 177, 183, 184,
201, 202, 203, 208.
Juvenal: 53, 80, 120, 165.
La Bruviere: 182.
Lambert, Elie: 64.
Ladvenant, María: 100.
Lafuente, Ferrari: 11, 23, 27, 92, 200.
Lancre De: 182.
«La Polonia»: 100, 101.
«La Tirana»: 13, 193.
Lavater: 10.
Lavoisier: 10.
Levitine, Profesor: 88.
Locke: 136.
Lope de Vega: 195.
López de Ayala, Adelardo: 54.
López de Sedano: 168.
D. Luis, Infante: 19, 29, 103.
Luis XVI: 39.
Luna, Rita: 193, 197.
Lunardi: 41.
Luzán: 53, 167.
Llorente: 116.
Maella, Mariano: 23, 38.
Maiquez: 193.
Malraux: 97.
Mansilla, Conde de: 80.
Marañón, Gregario: 110.
Marcial: 165.
Martínez, Sebastián: 38, 40, 144.
Meléndez Valdés: 13, 30, 32, 57, 80, 95, 102, 103, 104, 106, 110, 127,
132, 139, 164.
Página 277
Melón, Antonio: 40, 186.
Menéndez Pidal, Gonzalo: 213.
Mengs: 27, 32, 53, 102, 156, 158.
Milton: 127.
Moliere: 200.
Mongastón, Juan de: 181.
Moñino: 19.
Moreno Vila: 98.
Murillo: 38, 97, 102.
Moratín, Leandro Fernández de: 9, 30, 39, 40, 52, 54, 56, 79, 110, 117,
121, 132, 135, 139, 142, 162, 167, 171, 173, 175, 176, 177, 178, 181, 182,
183, 184, 186, 188, 190, 193, 196, 197, 200, 201, 203.
Moratín, Nicolás Fernández de: 87, 88, 200.
Ortega y Gasset, José: 9, 10, 11, 12, 30, 35, 47, 57, 141, 147, 158, 168,
197.
Osuna, Duques de: 13, 29, 35, 50, 63, 178, 193, 195, 203, 206.
Ovidio: 87.
Paravicino, Ortensio Félix: 141.
Parini: 81.
Peral, Dr. Andrés: 13.
Pereda, José María: 165.
Persio: 165.
Peyron: 111.
Pestalozzi: 10, 111.
Petronio: 53, 152.
Pizarro, León: 122.
Ponz: 38, 53, 103, 106, 110, 156, 167, 190, 202.
Posadilla, Ginés de: 182.
Querol: 193.
Quevedo: 53, 64, 165.
Rafael: 167.
Ramírez de Góngora: 89.
Rembrandt: 94, 162.
Rentería: 66, 68.
Reyes, Alfonso: 170.
Ribera: 102, 165.
Rousseau: 152.
Saavedra, Francisco: 13, 50, 119, 126, 139.
Página 278
Saavedra Fajardo: 202.
Sacie, Marqués de: 10.
Salas, Gregorio de: 32, 196.
Salas Barbadillo: 122.
Salazar y Frías, Alonso de: 182.
Salcedo, Francisco: 166.
Salinas, Abundio: 41.
Samaniego: 66, 68, 104, 132, 135, 136, 171.
Sambricio: 32, 38, 98, 144, 158.
Sánchez Cantón: 11, 27, 40, 54, 56, 69, 89, 90, 113, 163, 171, 189, 200,
213.
Sánchez, Tomás: 87.
Santa Cruz, Marqués de: 202.
Santos, Francisco: 165.
Sarmiento, Padre: 83.
Sayre, Elcanor: 11, 40.
Seco Serrano, Carlos: 112.
Shakespeare: 200.
Soler, Cayetano: 50.
Southey: 79.
Sprenger: 177.
Stuyck: 37.
Surugue: 64.
Téllez, Marcos: 41.
Teniers: 32, 69.
Tiepolo, Giovanni Battista: 40.
Tiepolo, Lorenzo: 33.
Torres Villarroel: 9, 165, 166, 172, 173, 180, 202.
Townsend: 111.
Valdeflores: 89.
Valencia, Pedro de: 182.
Valera, Juan: 170.
Valéry: 94.
Vandergot, Cornelio: 98.
Vargas Ponce: 103, 111.
Velázquez: 10, 23, 27, 39, 44, 98, 102, 103, 143, 156, 158, 162, 190.
Vélez de Guevara: 53.
Vera Tassis: 197.
Página 279
Viera y Clavijo, José: 201.
Viñaza, Conde de la: 54, 159, 160.
Vives: 110.
Volta: 10.
Wallis: 111.
Watteau: 69.
Weiss, Leocadia: 186, 188, 189.
Werther: 152.
W ouvermans: 32.
Young: 127.
Zabaleta: 75.
Zamora: 193.
Zapater: 13, 19, 27, 29, 30, 36, 37, 38, 52, 102, 104, 138, 139, 142, 143,
144, 147, 158, 161.
Zurbarán: 102.
Zurguen, Marqués de: 23
Página 280
«Los Caprichos»
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Página 361
Notas
Página 362
[1] Se citan las más de las cartas a Zapater de la obra Colección de
Cuatrocientas… (Calleja, 1924), en la cual se incluyen las cartas extractadas
por Zapater y Gómez y las noticias biográficas que éste publicó en 1868. <<
Página 363
[2] En la Revista de Ideas Estéticas, t. IV, núm. 15-16, julio-diciembre de 1946
Página 364
[3] Sobre la fecha de este autorretrato (Lám. I, 11) no están de acuerdo los
Página 365
[4] Ver texto en el Apéndice I. <<
Página 366
[5] El hecho es que Goya se había marchado a Andalucía sin permiso, a fines
Página 367
[6] Tenemos ahora datos esenciales sobre Goya y Moratín, datos inéditos hasta
que salieron a luz las notables ediciones, primero del críptico Diario de
Leandro Fernández de Moratín, anotado por René y Mireille Andioc
(Castalia, 1967), y luego, de la primera edición completa, también
ampliamente anotada, del Epistolario (Castalia, 1973) por René Andioc. Nos
enteramos de que el poeta, vuelto hacía poco de sus viajes por Europa, visita a
Goya en Cádiz, en la casa del pintor, el 25 de diciembre de 1796. Goya no se
encuentra bien y su amigo volverá a verle el día 29 y cinco veces más hasta el
8 de enero, poco antes de marcharse Moratín a Sevilla. Consta, pues, que
Goya pudo ver entonces las estampas inglesas que Moratín se habría traído de
Londres y conocer directamente, al mismo tiempo, las observaciones que su
amigo les dedicara en sus Apuntaciones sueltas de Inglaterra (Obras
póstumas, T. I, págs. 182-184), acerca de las numerosas caricaturas inglesas
que había visto, y las analogías que el poeta dramático notara entre dichas
estampas y la comedia. Cité estas analogías en un artículo publicado en la
revista de arte Goya (Madrid, 1955), «Los Chinchillas de Goya»; este artículo
fue recogido en el libro Jovellanos y Goya (Taurus, 1970).
Aprovechando los nuevos datos que proporciona el Diario de Moratín, otros
datos cronológicos publicados por Eleanor Sayre y Xavier de Salas, pudo
Jeannine Baticle reconstruir con precisión las actividades de Goya entre 1796
y 1806 y sus relaciones con Moratín en aquellos años, de una importancia
trascendental para la obra de Goya. Véanse Jeannine Baticle, «L’activité de
Goya entre 1796 et 1806 vue atravers le Diario de Moratín», Revue de l’Art,
núm. 13, 1971, págs. 111-113; Eleanor Sayre, «Eight Books of Drawings by
Goya», Burlington Magazine, CVI, núm. 730, 1964, pág. 21, y Xavier de
Salas, «Sobre un autorretrato de Goya y dos cartas inéditas sobre el pintor»,
Archivo Español de Arte, 1964, pág. 317. (Nota añadida en la presente
edición). <<
Página 368
[1] Moratín, Obras póstumas, Madrid, 1867, pág. 79. <<
Página 369
[2]
Historia… Fray Gerundio de Campazas…, edic. de Lidforss, Leipzig,
1885, I, 84. <<
Página 370
[3] Ibíd., 1, 150. <<
Página 371
[4] Este dibujo sí se grabó y la única prueba conocida figura en la Biblioteca
Nacional de Madrid, (figura 29). El dibujo a pluma y tinta sepia forma parte
de la serie de Sueños que luego servirían, en muchos casos, de dibujos
preparatorios para algunos Caprichos. Pero Goya suprimió esta estampa
después de sacar la prueba y, por lo visto, destruyó la plancha. No es de
extrañar que lo hiciera en vista del tema y del letrero, y sobre todo de la fácil
identificación de los protagonistas. No cabe duda de que la dama principal
tiene la figura y el porte de la duquesa de Alba, a quien representa con alas de
mariposa en la cabeza —por veleidosa y voladiza— y con dos caras que
denotan doblez y falsedad. Goya se presenta a sí mismo no sólo perdidamente
enamorado de ella, sino celoso y dolido porque no puede impedir que ella se
vaya volando, por mucho que le estreche el brazo derecho entre las dos
manos. Ella se muestra más bien indiferente a sus fervorosas instancias. Ya se
viene acercando secretamente otro pretendiente; y otra mujer, igualmente de
dos caras, le está metiendo la mano en la mano libre de la duquesa. En el
primer término, una serpiente remeda la acción principal con dos ranas,
seduciendo a la que tiene delante mientras la abandonada, por detrás, procura
retenerla. Un mascarón, montado sobre unas alforjas o bolsas, se está riendo
del engaño y de la inconstancia de la dama y de la serpiente, o sea, de la
dama-serpiente.
El pintor confiesa claramente en este dibujo y en otros que estaba
apasionadamente enamorado de la duquesa de Alba, por los años 1796-1798,
que estaba obsesionado por su figura, hasta alucinado por su belleza y su
gracia, tan aclamadas por admiradores y amigos.
Desde 1795, por lo menos, fue Goya el pintor favorecido por los duques de
Alba y amigo de confianza en la casa. Retrató no sólo a los duques entonces
sino también a la madre del duque, la marquesa de Villafranca, cuyo retrato es
uno de los más bellos y simpáticos que pintara de una señora mayor; también
pintó dos cuadritos de escenas observadas en la intimidad de la vida de la
casa, una de la duquesa con la negrita y Luisito, y la otra de la duquesita
asustando a la beata, los cuales revelan que ella seguía jugando, con alegría de
niña. Es cierto, según han demostrado Gassier y Wilson, que Goya pasó una
temporada larga en el palacio de Sanlúcar en el verano de 1796, después de la
muerte del duque en junio. Los numerosos dibujos que Goya realizó allí
revelan la nueva felicidad, vida e inspiración que sentía en aquel hermoso
Página 372
sitio, en el verano andaluz, entre los muchos acompañantes y servidores de la
duquesa, y desde luego, en la compañía encantadora y cariñosa de la dama
misma. Pero hubo, en efecto, mentira e inconstancia por parte de la duquesa,
como reza el letrero que Goya inscribió en el dibujo? 20 sería la expresión de
la desilusión profunda que él sentía, inevitable consecuencia de las grandes
ilusiones que se había forjado, como otras veces en su vida? 2No sería el
resentimiento de un pretendiente rechazado por otro, tal vez más favorecido?
La misma designación de Sueño, 2no sugiere algo soñado o imaginado sin
fundamento ni razón, mero «capricho» de Goya mismo? El ambiente lunar
del fondo, con el palacio, 2no refuerza lo fantástico e irreal de la escena?
Véanse Gassier y Wilson, págs. 114-117; Folk E. Nordstrom. Goya, Saturn
and Melancholy, Upsala, 1962, págs. 142-152, y E. Lafuente Ferrari, Los
Caprichos de Goya, Barcelona, 1978, págs. 198-200. Véase además J.
Ezquerra del Bayo, La duquesa de Alba y Goya, Madrid, 1928 y 1959. (Nota
añadida en la presente edición). <<
Página 373
[1] Príncipe de la Paz, Memorias, edic. de D. Carlos Seco Serrano, B. A. E.,
Página 374
[2] Carta a Floranes, fechada 23 de julio de 1800, publicada por Julio Somoza
Página 375
[1] En las cartas que escribe Goya a su íntimo amigo y paisano, Martín
Zapater, hace reiteradas alusiones a enfermedades suyas, como en la de abril
1777, en que dice que ya pinta con más aceptación, que había estado grave,
pero que está «bueno gracias a Dios que me he escapado de buena…». No se
sabe en qué consistía la indisposición pero el caso es que tuvo efectos
positivos, a saber, el estudio detenido de obras de Velázquez, embebiendo su
estilo, que recreaba, a su manera, en la sene de dibujos y grabados que ejecutó
sobre obras del excelso pintor. Se ve que Goya sabe aprovechar los ratos de
ocio que le proporciona una ligera enfermedad para ampliar su visión de la
pintura a la vez que fortalece y afina la habilidad de realizarla.
De la grave enfermedad de Goya, de 1792 a 1793, se sabe poco fuera de su
consecuencia, la de dejarle totalmente sordo para siempre. Pero parece
probable que la profunda crisis existencial que padeció entonces hacía
bastante tiempo que se preparaba. Le halagaba al principio su nombramiento
de pintor del Rey para la Fábrica de Tapices y hace rápidos-progresos en la
pintura de cartones de su propia invención. Pero en cuanto los encargos reales
y particulares se multiplican, empieza a sentirse «acosado» por las numerosas
obras prometidas y sin emprender aún. La tensión aumenta y se mtensifica.
Escribe a Zapater el 2 de julio de 1788 que está deseando que no se acuerden
de él ya, para poder «desempeñar aquellas obras de mi obligación: y el tiempo
sobrante emplearlo en cosas de mi gusto q.e es de lo q.e carezco». El tiempo
libre ansiado le ha de faltar más aún con el ascenso de Carlos IV al trono,
cuando Goya tendrá la obligación de hacer repetidas parejas de retratos a los
Reyes. Se comprende que cuando se le nombra por fin Pintor de Cámara no
tenga ganas de seguir pintando cartones, y además sobre los asuntos
campestres y jocosos determinados por el Rey. Tarda un año en emprender la
serie última encargada y cuando Bayeu le reconviene sobre el retraso, Goya le
contesta con una carta humilde, dándole toda la razón y confesándole que es
el espíritu que le sobra en estas ocasiones que no le deja cumplir con sus
obligaciones. Esta sobra de espíritu, que se atribuye Goya, le parecería a
Zapater falta de reflexión, cuando, en su carta a Bayeu escribe que «a Goya…
le ha precipitado su poca reflexión», palabras que han suscitado a través de
los años las más variadas e improbables interpretaciones. Si las vemos con
relación a las circunstancias inmediatas, parecen referirse a la irreflexiva e
imprudente salida de Goya para Andalucía sin la licencia oficial, que luego
Página 376
habría de conseguirse de alguna manera, intercediendo en el caso Francisco
Bayeu. Zapater recordaría otra ocasión reciente, cuando Goya había
contestado al director de la Fábrica de Tapices que ni pintaba ni quería pintar
más cartones. Los pintará por fin, a contrapelo, entre mediados de 1791 y
fines de 1792. Serán los últimos que ha de pintar y permiten vislumbrar su
nueva visión de la realidad así como el estilo que quiere seguir. En octubre de
1792 entrega un breve informe a la Academia de San Fernando acerca de la
enseñanza de la pintura en las academias, informe que le han pedido a él y a
otros profesores de pintura en la Academia. El de Goya no podría ser más
antiacadémico, pues viene a ser la declaración del derecho del pintor de
talento a pintar lo que él quiera y cómo él quiera. Al poco tiempo se marcha,
sin el permiso obligatorio, a Andalucía. En Sevilla le sobrecoge la grave
enfermedad y un amigo le lleva a casa de don Sebastián Martínez en Cádiz,
donde le cuidan con cariño durante su larga estancia. Algunas cartas de
Martínez ofrecen detalles sobre los síntomas que padecía Goya al llegar, y
algunos que duraban todavía meses después. En la carta del 29 de marzo a
Zapater, escribe que el ruido de la cabeza y la sordera no han cedido nada,
pero que está mejor de la vista y de la turbación que tenía, que le hacía perder
el equilibrio. En otra carta, escrita el mismo día a don Pedro Arascot, al
preguntar si hacía falta mandar la certificación médica del enfermo para
conseguir la prórroga del permiso, asevera Martínez que será «asumpto
largo», y que Goya quisiera escribirle pero no se lo ha permitido «conociendo
el mal que le hace a su caveza que es donde tiene todo su mal». No son
numerosos ni muy reveladores los datos que proporcionan los amigos de
Goya, pero eso no impide que los médicos sigan conjeturando diagnósticos.
Por supuesto, las obras y la vida de Goya —sus enfermedades, seguidas de
años intensamente creadores, sus repetidas exaltaciones seguidas de
profundas desilusiones, su soberbia explosiva que brota de la mencionada
sobra de espíritu o de genio— y todos sus escritos, prólogos e informes, los
escuetos letreros inscritos en los dibujos y grabados, y sus cartas, descubren y
explican mucho más. Cuando salga a luz la correspondencia completa
prometida por Xavier de Salas y Mercedes Agueda Villar, tal vez tendremos
nuevos datos acerca de las enfermedades de Goya y muchos otros asuntos.
Sobre las enfermedades de Goya véanse Valentín de Sambricio, págs. 174-76
y Documentos núm. 157 a núm. 163. Sobre la enfermedad de 1792 a 1793
han aparecido numerosos artículos y algunos libros, sobre todo desde hace
cincuenta años. Se encuentra un resumen de cuanto se ha publicado en el
Página 377
importante libro de Nigel Glendinning, Goya and His Critics, Yale University
Press. 1977, cap. VIII, págs. 75 y ss. (Nota añadida en la presente edición). <<
Página 378
[2] Goya, Colección el Arquero, Madrid, 1958, pág. 23. <<
Página 379
[3] Carta a don Bernardo Iriarte publicada por V. Von Loga, Francisco de
Goya, Berlín, 1922, págs. 162-3. (Véase el texto de la carta en las figuras 37 y
38). Véase en Láminas, Cap. 4, 38a, b, la fotocopia del manuscrito de la carta
que manda Goya a don Bernardo de Iriarte, fechada 4 de enero de 1794,
anunciando que le remite el mismo día el juego de cuadros de gabinete que
pintara mientras se reponía de su enfermedad. Como no son obras de encargo,
o de oficio, le han permitido a Goya hacer observaciones propias sin trabas,
inventando libremente obras de capricho. <<
Página 380
[4] Carta fechada 7 de enero de 1794, publicada en Ibid, pág. 163. En la carta
Página 381
[5] Véanse las figuras 39 y 40. Esta tabla, pintada unos quince años después de
la ejecución del Capricho número 23, indica que el tema del proceso
inquisitorial sigue tan vigente para Goya en 1813 como en 1798. Es verdad
que Napoleón decretó el 4 de diciembre, desde Chamartín, que el Tribunal
quedase suprimido. Moratín, partidario del gobierno francés, creería que
desde entonces ya no existía y se permite hacer una crítica mordaz del
«Tribunal de tinieblas» en su elocuente prólogo para la nueva edición de la
Historia de Fray Gerundio, obra prohibida desde hacía muchos años. El
hecho es que después de promulgada la Constitución de Cádiz —el 19 de
marzo de 1812— sigue la contienda aún más apasionada entre los partidarios
del Santo Oficio y sus enemigos. En las Cortes, el día 22 de enero de 1813,
ganan los liberales la mayoría de los votos en favor de su declaración de ser
incompatible la Inquisición con la Constitución misma.
Los historiadores repiten con frecuencia que en el siglo XVIII y a principios del
XIX la Inquisición no tenía ni sombra de su poder o autoridad. Pero era una
sombra que se había extendido a la manera de sentir y de pensar de muchos
españoles y no iba a disiparse, como ingenuamente creían los ilustrados, con
las luces de la razón, de la verdad o de la justicia. Goya ya no tenía esta
ilusión. Sin embargo, seguía ofreciendo «el testimonio sólido de la verdad»
tal como la observaba y sentía en los Caprichos y en las otras series de
grabados, y asimismo en los cuadros que pintaba para sí mismo, también
obras de capricho. (Nota añadida en la presente edición). <<
Página 382
[6] En el Boletín de la Real Academia de la Historia, 1946, pág. 32. (Número
Página 383
[7] En sus Noticias tradicionales de D. F. Goya, el P. D. Tomás López, monje
de la Cartuja de Aula Dei, confirma que Goya no se avenía mucho con Bayeu
((a causa de su diferente modo de ver en Artes» aunque también por «tener
ambos el genio muy fuerte». El preferir el estilo de Bayeu y pretender
obligarle a Goya a seguirlo era menoscabar el estilo propio de Goya. No se le
olvida la afrenta nunca. Así es que cuando se le pide un Informe sobre la
enseñanza de la pintura en la Academia, afirma de nuevo, en resumen, lo que
había aseverado en su Memorial a la Junta de la Fábrica de la Catedral de
Zaragoza unos once años antes, a saber, que «no hay reglas en la Pintura y
que la opresión, u obligación servil de hacer estudiar o seguir a todos por un
mismo camino, es un grande impedimento a los Jóvenes que profesan este
arte tan difícil, que toca más en lo Divino que ningún otro…»; que habría que
dejar a cada uno «correr por donde su espíritu le inclinaba, sin precisar a
ninguno a seguir su estilo…»; en fin, que hay que «dejar en su plena libertad
correr el genio de los discípulos…». Se siente todavía a través de estas
palabras el dolor, y el coraje, que padeciera Goya al tener que someter el suyo
al ajeno en aquel entonces, en 1781. Ahora, en 1792, está aún más convencido
de que nadie podría dar «reglas de las profundas funciones del
entendimiento» que se necesitan para pintar, «ni decir en que consiste el haber
sido mas feliz tal vez en la obra de menos cuidado, que en la de mayor
esmero…». Defiende con pasión la imitación directa de la naturaleza contra
los que prefieren e imponen la de las estatuas griegas, o sea los académicos, y
eso dentro de la Academia misma. Y, como se ha visto, en su primera carta a
Iriarte anuncia que en la serie de obras de gabinete que ha pintado para sí
mismo, ha logrado hacer observaciones propias, ejerciendo el capricho y la
invención suyas sin las trabas que imponen las obras de encargo. En efecto,
ha podido conseguir la aplicación de las ideas sobre la pintura que hacía
mucho tiempo tenía, o más bien que le poseían a él.
Véase El Conde de la Viñaza, Goya, Madrid, 1887, págs. 462 a 465, y Jutta
Held, «Goyas Akademiekritik». Münchner Jahrbuch der Bildender Kunst,
XVII, 1966, págs. 214 a 224. (Nota añadida en la presente edición). <<
Página 384
[8] Biblioteca del Museo Lázaro Galdiano, R. 46. <<
Página 385
[9] Diálogos de la Pintura, Diálogo tercero, fol. 40; pasaje citado por Sánchez
Página 386
[10] Despertador a la moda, pág. 27. <<
Página 387
[11]
Traducción de V. Espinel reproducida por López de Sedano en su
Parnaso español, vol. I, Madrid, 1768. Iriarte ataca esta traducción y también
a Sedano en las notas a su versión de la Epístola, Madrid, 1777. <<
Página 388
[12] Obras póstumas, III, 280. <<
Página 389
[13] Todas las citas de la Relación…, de las Obras de Moratín. B. A. E. tomo
II. <<
Página 390
[14] «Extracto de un Diario de Moratín», Obras póstumas, II, 258 sigs. <<
Página 391
[15] En la carta fechada 27 de junio de 1824 Moratín avisa a Melón que Goya
llegó a Burdeos «sordo, viejo, torpe y débil… y tan contento y deseoso de ver
mundo…» que a los pocos días se marcha, a principios de julio, a pasar dos
meses en París. En septiembre, al volver Moratín de sus vacaciones en el
campo, escribe a Melón el día 20 que encontró a Goya instalado ya en un
buen cuarto amueblado con la señora y los chiquillos, es decir, con doña
Leocadia Zorrilla de Weiss y sus dos hijos, Guillermo y Rosario. Estos
viajeros pasaron por Bayona, donde doña Leocadia declaró al Sub-prefecto, el
14 de septiembre, que iba a Burdeos a reunirse con su marido. No obstante, en
otro documento oficial de 1827, ha de declarar que su marido era don Isidoro
Weiss, «Vecino y residente en la villa y Corte de Madrid». La verdad es que
hacía años que no vivía con este marido, el cual ya en 1811, y de nuevo en
1812, había armado un proceso contra ella por «infidencia, trato ilícito y mala
conducta…». Es posible que las relaciones que tenía Goya con Leocadia se
iniciaran a fines de 1812 y no parece nada improbable que Rosario, nacida en
octubre de 1814, fuera hija suya. Los pocos años que Goya reside en la
«Quinta del sordo» —entre 1819 y 1823—, Leocadia y Rosario comparten su
hogar y su vida. Una peligrosa enfermedad que tiene Goya a fines de 1819, en
la cual está a punto de morir, le deja obsesionado con la muerte, con su
muerte. Al reponerse, emprende la serie de pinturas, de temas y tonos
sombríos, que ejecuta en las paredes de las dos salas grandes de la Quinta. La
primera pintura, que estaba colocada a la izquierda de la puerta de la sala en
la planta baja, representa a Leocadia vestida de luto, triste y pensativa; está de
pie y apoyada en un túmulo —¿el de Goya? Esta pintura inicia o introduce la
serie de «pinturas negras», que han de decorar las paredes de las dos salas
grandes, e inmortaliza la figura y la presencia de Leocadia en la Quinta. Pero
con los sucesos políticos de 1823, tendrán que marcharse de la Quinta. Parece
verosímil que la repentina donación de ésta, el día 17 de septiembre de 1823,
a Mariano, nieto de Goya, fuera impelida por el triunfo de las fuerzas
francesas, «los cien mil hijos de San Luis» en el Trocadero semanas antes, el
31 de agosto. Se sabe que en 1824, de enero a abril, Goya vivirá a escondidas
en casa de su amigo y compatriota, don José Duaso y Latre. De Leocadia no
se sabe nada hasta que llega a Francia en septiembre. Goya, a poco de volver
a aparecer, pide licencia para ir a tomar las aguas de Plombieres para aliviar
sus dolencias. Se le concede un permiso de seis meses que se ha de prorrogar
Página 392
varias veces hasta que se jubila en 1826, con sueldo, y con licencia de
quedarse en Francia. Pasa sus últimos años en Burdeos —no sin algunas
escapadas a Madrid— hasta su muerte el 16 de abril de 1828. En Burdeos le
acompañan Leocadia y la niña Rosario, que le da mucha alegría. Hasta el fin
Goya seguirá dibujando y pintando, creando nuevas obras en diversos medios,
por el disfrute de crear.
Después de la muerte de Goya se quedará Leocadia con pocos medios pero
quiere que Rosario siga estudiando con Lacour. En 1831, encontrándose
reducida a la miseria, con su hija, según escribe al Ministro francés,
explicándole que había tenido que refugiarse en Francia en 1823 por sus
opiniones políticas que le habrían acarreado insultos y persecuciones con la
restauración del régimen represivo en su patria, y que se le han agotado todos
sus recursos porque desde los sucesos de 1830 —en los cuales su hijo ha sido
miliciano, en la frontera, con Mina— el gobierno español impide toda
comunicación con su familia. Ella se permite, pues, solicitar la ayuda que el
gobierno francés ofrece a las damas de su clase que se encuentran en su
situación. El Ministro francés autoriza que se le conceda para ella y su hija un
franco y medio diario.
Aun antes se había encontrado Leocadia sin suficientes medios de
subsistencia, como se ve en esta carta suya —publicada por Sánchez Cantón
— fechada en Burdeos el 9 de diciembre de 1829 y dirigida al señor don Juan
Muguiro e Iribarren:
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Consta que don Juan Bautista de Muguiro —a quien Goya, a los ochenta y un
años, en 1827, dedicó un magnífico retrato— adquirió la hermosísima pintura,
tan rebosante de luz y alegría, de juvenil vitalidad y asombrosa originalidad,
que es La lechera. Y los herederos de don Juan Bautista de Muguiro legaron
ambas grandes obras al Museo del Prado.
De Leocadia y Rosario se sabe que pudieron volver a España en 1833. Hacen
falta más investigaciones y estudios acerca de Leocadia Zorrilla. No se puede
dudar de sus opiniones liberales. En el trienio constitucional no habría
ocultado sus opiniones y no sería difícil que, con su carácter independiente e
intrépido, hubiera llegado a tomar parte en alguna actividad clandestina. Con
la vuelta de Fernando VII y la restauración de su régimen represivo, se creería
en peligro. Y es posible que la situación arriesgada de Leocadia influyera en
la decisión de Goya a donar la Quinta del Sordo y de marcharse a un país en
libertad. Antes ya, a fines de 1812, había hecho el intento —fracasado
entonces— de marcharse a un país de libertad. La verdad es que hacía años
que vivía, en un exilio voluntario, creando obras para sí, obras de capricho y
obras privadas, entre éstas los numerosos dibujos y grabados, en los que
revelaba las opiniones liberales que él compartía con Leocadia, obras
expresivas e iluminadoras que dejaría a la posteridad.
Véanse René Andioc, Epistolario de Leandro Fernández de Moratín, págs.
586 y ss; Gassier y Wilson, Goya, págs. 313 a 344; Manuel Núñez de Arenas,
L’Espagne des lumières au Romantisme, Etudes réunies par Robert Marrast,
París, 1963, págs. 195-242, y F. J. Sánchez Cantón, Cómo vivía Goya,
Madrid, 1946, págs. 19 y ss. y «De la estancia bordelesa de Goya», Archivo
español de arte, 1947, núm. 77, págs. 60 y ss. (Nota añadida en la presente
edición). <<
Página 394
[16] Obras póstumas, I, 184. <<
Página 395
[17] Ortega y Gasset, Obras Completas, t. VII, «Notas sobre el teatro». <<
Página 396