Dejame Libre Isabel Velasquez

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Nació en julio de 1998, en la Ciudad de Guatemala.

Actualmente es
estudiante de Periodismo. Su primer encuentro con la escritura fue a los
doce años, cuando escribió su primer poema, luego de la muerte de su
abuela. Pero fue con los años que descubrió que su verdadera pasión era
escribir novelas. Sus historias siempre tienen relación con vivencias y
personas conocidas, aunque no todo es real y no todo es ficción. Sus
primeras novelas fueron románticas, pero fueron los géneros de suspenso
y policíaco los que la hicieron retarse a escribir Déjame libre, su primera
novela publicada.
Copyright © 2019 Isabel Velásquez

All rights reserved. Todos los derechos reservados.

Edición, Alejandro Vitola

Diseño de portada, Luis Villacinda.

ISBN: 9781790196265
Independently published
A mi mamá,
que sabía que esto era posible.
Tres, dos, uno…
¡RIIIIIING! ¡RIIIIIING!
Genial, tengo que levantarme. Cuento con menos de cinco minutos para que
mi madre comience a gritar como loca para despertarme. Lo que no sabe es
que hoy, para burlar a la rutina, he despertado antes de que comiencen sus
gritos, incluso, antes de que suene el despertador.
Desperté sin ganas de ir a trabajar, me siento cansada. No es el trabajo, es
ella, mi jefa. Melissa haz esto, Melissa haz lo otro… sé que trabajo para ella,
¡pero se pasa! He perdido la cuenta de las veces que he deseado renunciar a
ese patético empleo, pero no tengo alternativa, debo seguir. De una u otra
manera, tengo que conseguir el dinero que nos hace falta.
—¡Melissa! ¡Levántate! —Y los gritos de mi madre comienzan.
Bien, es hora de levantarme, de comenzar mi «impresionante» rutina diaria.
Desganada consigo levantarme, pero no puedo evitar volver a lanzarme a la
cama. No entiendo qué ocurre, pero algo dentro de mí grita que no salga de mi
cama. Es extraño, no abusé del desvelo anoche, ni recuerdo haber leído nada
de pereza exagerada en mi horóscopo, ¡ja! ¡Qué ni me escuche mi madre!
Volvería con su típico discurso de que no debo creer en los horóscopos, dice
que son cosas del demonio. Para mí no son más que predicciones de una
persona que cree tener el control de la vida de los demás. ¿Por qué los leo
entonces? Es divertido e increíblemente, en ocasiones, aciertan un poco.
Veo el reloj de nuevo. Han pasado quince minutos desde que desperté,
apenas si me dará tiempo para arreglarme.
Entro a la ducha y enciendo la regadera. ¡Oh sí! Agua caliente, ¡qué digo
caliente! Hirviendo, como me gusta. Con esta temperatura, siempre recuerdo la
primera vez que me duché con Ian. El pobre se quejó hasta el cansancio de lo
caliente que yo tenía el agua, hasta que terminamos, cansados por una infantil
discusión, bañándonos uno por uno, como estábamos acostumbrados. Él con su
temperatura más fría que el hielo y yo con el agua tan caliente que hace
empañar los espejos. Me gusta, siempre escribo algo en ellos.
Salgo de la ducha y dispongo a cambiarme. Abro el armario, bien, ¿qué me
pondré hoy? Está lleno de ropa, pero nada me complace. Muy viejo, muy
formal, lo usé ayer, lo usé hace dos días, muy casual, muy aburrido, muy...
¡Perfecto! Me decido por unos jeans ajustados color melón, una blusa
abotonada blanca con encaje en la espalda y unos tacones altos del mismo
color, que Ian me regaló hace casi un año por mi cumpleaños.
Pienso en secarme el cabello con la secadora y alisarlo, pero no queda
tiempo. Desenvuelvo la toalla de mi cabello y lo dejó así, algo despeinado
pero natural, como a Ian le gusta. O al menos, eso dice siempre. Me maquillo
un poco, sin exagerar; algo de delineador, rímel, un poco de labial rosa y eso
es todo.
—¡Melissa!, ¡baja en este instante! —Ahora es mi padre quien me llama.
Eso quiere decir, que debo bajar. A mi padre sí le obedezco, al final, es él
quien impone el orden en casa. Bajo corriendo las escaleras con mi enorme
bolso Carolina Herrera, lo compré hace una semana y me encanta.
Al bajar, mi padre me mira nervioso, mi madre tiene los ojos acuosos y mi
hermano pequeño come cereal, totalmente ajeno al estado de mis padres. Trato
de recordar si he hecho algo malo, pero no lo he hecho, o al menos, ellos no
tienen manera de saberlo.
—¿Ocurre algo? —pregunto mientras tomo asiento en la mesa del comedor.
—Estábamos leyendo las noticias —dice mi padre preocupado.
—¿Murió alguien conocido?
Pienso en Ian. No… Ian no puede… Me detengo, no quiero pensar.
—No, cariño —dice mi madre seriamente, sabe que he pensado en Ian—.
Ha habido un secuestro muy cerca de esta zona. Dos chicas desaparecieron y
tememos por ti. —Mi madre comienza a sollozar y me acerco a ella.
—Oh, mamá, estoy bien y no me pasará nada.
—Nunca sabes lo que puede pasar de un momento a otro, Melissa. —Me
reprende mi padre.
—Papá, sabes que a mi hermana nadie la secuestraría, ¡por favor! A los dos
minutos, ya tendría hartos a los secuestradores y la soltarían. —Mi hermano
ríe con su broma, mientras mis padres y yo lo vemos con una mirada
fulminante que hace que se calle y siga comiendo su cereal.
—Esto es serio, Diego. —Lo regaña mi madre.
—Mamá, pero si Ian siempre pasa por mí.
—Sí, en esa estúpida motocicleta, como si fuese aún un niño. Mientras, en
realidad, tiene veinticuatro años.
—No hay edad para las motocicletas y ¡joder, mamá! No comiences con el
tema de la edad.
—¿Qué son esas palabras? —Mi padre me mira molesto.
—Lo siento, pero creo que se les olvida, que en dos días cumplo dieciocho
años y que ese mismo día me iré a vivir con él.
—¡Ah no, si no se nos olvida! Lo que ocurre es que la simple idea nos
produce un sentimiento de cólera.
Mi madre comienza a levantar los platos de lo molesta que la conversación
la ha puesto, aunque mi hermano y mi padre no han terminado de comer.
—Cariño, disculpa, pero no he terminado... —Mi padre la mira con
intención de que le devuelva su plato.
—¡Cállate, José Alberto!
Uh, mi madre está más que molesta, está encabronada. Mejor me voy.
—Permiso, iré a llamar a Ian. Ya es tarde.
Sin decir más, salgo del comedor y me dirijo a mi habitación, sabiendo que
mi madre se ha quedado discutiendo con mi padre sobre por qué me ha
permitido llegar tan lejos con Ian, por qué no me han impuesto límites, por qué
me he vuelto tan rebelde… pero, «¡hola, mamá! Tengo casi dieciocho años,
soy ya una mujer, tengo derecho a hacer mi vida...» pero sé que jamás lo
entenderá.

Tomo el celular y busco su número. Ahí está, con esa sensual foto en mis
contactos. Ian, mi novio desde hace tres años. Me sigue pareciendo increíble
cómo ha pasado el tiempo. Recuerdo la primera vez que lo vi.

Mi instituto nos llevó a realizar una prueba de aptitudes, a pesar de que aún
faltaban tres años para graduarme. Yo iba sola, mis mejores amigas no habían
asistido a clases y mientras vagaba por la universidad, perdí al grupo.
Comencé como loca a buscarlo, pero nada, ni rastro de mis compañeras ni de
mis profesores. Estaba a punto de entrar en pánico, tenía apenas quince años,
era una niña. Una niña boba a la que la había dejado el grupo.
De un momento a otro, empecé a correr. Fue divertido, pero me sentí como
uno de esos niños que pierden a su mamá en el supermercado y la buscan
desesperadamente.
De pronto, choqué con algo, o más bien, con alguien y caí al suelo. Al
reponerme vi que era un hombre, un hombre realmente atractivo y que no
pasaba de los veintitantos. Era alto, de una tez blanca que hacía relucir su
negra cabellera y sus ojos avellanados.
Se levantó, recogió nuestras pertenencias y me tendió la mano. No olvido
sus palabras:
—¿Acaso no miras tu camino?
Lo primero que pensé fue «¡Qué romántico! ¡Qué galán! ¡Denle un premio
por caballero!» Me paré y le fruncí el ceño.
—Tú tampoco miras muy bien tu camino que digamos, si lo hubieras visto,
por más despistada que estuviera, habrías evitado que chocáramos. —Él me
sonrió.
—Bueno, chica despistada, ¿qué haces aquí tan sola? Supongo que venías
con un gran grupo de un instituto. ¿Cierto? —preguntó mientras me daba mis
cosas.
—Sí, ¿los has visto? Me he quedado divagando y los perdí. Y no es que esta
universidad sea demasiado grande pero no logro encontrarlos. —Y sin
sentirlo, me sonrojé.
—Qué linda te ves sonrojada. Ven, acabo de verlos hace un momento, te
llevo —tomó mi mano y comenzó a guiarme.
—Me llamo Melissa, por cierto.
—Ian —dijo de manera cortante soltando mi mano—. Ahí está tu grupo.
—Gracias, me has salvado de pasar la vergüenza de preguntarle a media
universidad si había visto a un grupo de estudiantes.
Y tras decir esto, le di un beso en la mejilla que sabía a despedida y él me
correspondió.
—Hasta luego, chica despistada —dijo y no pude responderle.

Unos días después, la llamada de un número desconocido entró a mi celular.


Sabía exactamente quién era.
—Ian —dije al celular tras haber contestado.
—¿Cómo sabías que era yo? —preguntó extrañado.
—Perdí mi agenda el día que chocamos en la universidad, y supuse que
habías sido tú quien la había tomado con sus libros, y por ende, que me
llamarías al encontrar en ella mi número de celular.
—Vaya, en tu examen de aptitudes no me sorprendería que hayas sacado
como opción Criminalística.
—Pues nos darán los resultados de las pruebas en tres días, supongo que te
contaré. ¿Cuándo nos vemos para que me devuelvas mi agenda?
—Hoy, ahora. Estoy en la puerta de tu casa. Por cierto, no deberías poner
ese tipo de información en una agenda.
—Es el destino, Ian. —Le dije y tras decírselo colgué la llamada y bajé a
toda velocidad a encontrarlo frente a mi puerta al lado de su motocicleta.

Así comenzó todo; una extraña manera de conocernos, de volvernos a


encontrar, pero una maravillosa manera de construir una gran historia. Desde
aquel día, algo nos ató al uno con el otro de una manera que hasta el momento
no puedo explicar. Mi prueba dio como resultado que era apta para estudiar
Psicología y lo celebré junto a él. Él me contó que estaba en segundo año de
Criminalística y Ciencias Forenses, ahí entendí por qué supuso que podría
seguir eso. Aunque en realidad, jamás la habría seguido, no puedo ver ni
siquiera mi propia sangre. Por cosas como esas, admiro a Ian. Además de ser
un hombre fuerte, autosuficiente, con metas claras para su vida y que consigue
todo lo que se propone. Ahora está cursando su último año de universidad y su
sueño es convertirse en un detective que resuelva casos como el de hoy en el
periódico.
—Hola, cariño —dice Ian al contestar.
—¡Amor! Ya es tarde, ¿pasarás por mí?
—Hoy no creo poder, Mel. Voy tarde a las prácticas.
—Pero siempre pasas por mí, y mi madre leyó la noticia de un secuestro y
está nerviosa. Recuerda que también tienes que causar una buena impresión en
ellos, ya pronto nos iremos a vivir juntos y...
—Está bien, voy para allá. Procura estar lista cuando llegue —dice
interrumpiendo mi sermón.
—Te espero, amor —digo intentando que sonría y sé que lo hace.
—Te amo, nena.
—Yo más —digo y cuelgo.
Bajo de nuevo las escaleras, preparada para quizás, escuchar algún otro
sermón de mis padres, o de mi tonto hermano menor. Pero al bajar, no hay más
que silencio. Me despreocupo, intentando incluirme en él, pero lo odio,
necesito escuchar algo, el silencio me desespera.
—¿No tienen nada que decirme?
—Ten cuidado —dice mi madre y no sé a qué se refiere. Se podría referir a
muchas cosas.
—Sé explícita. —Le pido.
—No sabes todo lo que puede ocurrir en las calles, cielo —dice y la miro
como diciendo «ya sé qué vas a decir» pero no calla y sigue hablando—:
existen ladrones, violadores, asesinos, secuestradores, recuerda la noticia de
hoy. —Me pasa el periódico. Le indico con la mano que pare un momento y
leo.
EL DIARIO DEL CENTRO | Guatemala 5 de julio, 2016

PRESUNTO SECUESTRO DE ADOLESCENTES

Adolescentes desaparecen en los alrededores del centro de la ciudad, se


realizan las investigaciones del caso para dar con su paradero.

Ayer por la mañana Sara Collins y Violeta Dubón, de 18 y 19 años, fueron


reportadas desaparecidas luego de que ambas, compañeras de instituto, no
llegaran a sus hogares, según indicaron sus padres. Fueron vistas por última
vez al salir de su centro educativo camino a casa, dijeron compañeras y
profesores.

Se presume que se trata de un secuestro, ya que personas aledañas al Barrio


San Sebastián, ruta utilizada regularmente por las víctimas, indicaron haber
visto a dos hombres sospechosos circular por los alrededores en los últimos
días.

Un testigo, reportó haber visto una van negra estacionada por varias horas
el día de la desaparición e hizo mención de que, alrededor de las 14 horas,
escuchó gritos pidiendo auxilio, mismos que coincidieron con la huída del
vehículo.

La Policía Nacional está en busca de más información sobre el vehículo y


sus tripulantes, pero hasta el momento no ha sido posible obtener ningún dato
que lleve a dar con el paradero de las víctimas.
Termino de leer y bajo la mirada. ¡Qué horror! Pobres muchachas.
—Pero, mamá, San Sebastián está a cuadras de aquí, ni siquiera paso por
ahí. Puedes estar tranquila.
—El peligro no es solo San Sebastián, Melissa. —Mi madre se frota las
manos en señal de preocupación.
—Lo sé, pero seamos realistas, ¿qué me puede ocurrir? El secreto está en
no tener miedo.
—¿Qué dices? —pregunta mi padre mientras se quita los anteojos y deja de
leer una revista de fútbol.
—Lo que escuchaste. Si veo a un ladrón por las calles, tengo que estar
tranquila y relajada, de esa manera, no me hará nada. En cambio, si me pongo
histérica y alarmada, sabrá que tengo algo que esconder y me robará; si
quieren violarme, digo que no soy virgen y ya. Aclaro que lo soy —tengo que
aclarar esa mentira, ya que mis padres me han visto con mirada acusatoria.
—Un violador quiere una mujer virgen, sentir el placer de los gritos de
dolor, de sufrimiento, de miedo, pero una que no es virgen, no pasará por eso.
No encuentro lógica en que un tipo venga y te asesine sin razón, y no le he
hecho nada a nadie, así que de los asesinos, no hay problema.
—Y de los secuestradores, creo que soy lo suficientemente grande para
notar cuando alguien me sigue por meses y no creo que un secuestrador rapte a
la primera chica que se le atraviese, así que no hay problema. Todo está en
mantenerse confiada y no demostrar miedo —termino de hablar y mis padres
están perplejos.
—Ojalá algún día te des cuenta de lo equivocada que estás, cariño, y ruego
a Dios que no te tenga que pasar nada de lo que has dicho para que puedas
darte cuenta. —Mi mamá se acerca y me da un beso en la mejilla. Luego traza
una cruz en mi pecho.
—Gracias, mamá —digo mientras escucho la bocina de la motocicleta de
Ian—. Eam... me voy, ya vino Ian. —Mis padres me fulminan con la mirada.
—Cuidado —dicen ambos al unísono.
—Claro —digo mientras les doy un beso en la mejilla.
A mi hermano solo le despeino el cabello, lo cual odia y me lo demuestra
haciendo un gesto de «te mato» mientras yo sonrío traviesa.

Salgo de casa feliz y sonriente, complacida de que Ian esté ahí; a punto de
llevarme al trabajo como todos los días, es parte ya de mi costumbre, pero no
deja de encantarme. Al subirme a la motocicleta, lo abrazo por la cintura y él
arranca. Sonrío, me gusta ir detrás de él. Su manera de conducir me gusta,
cómo se mueve por las calles y avenidas, introduciéndose en callejones que yo
a veces ni conozco, mirándome de reojo por el retrovisor cada vez que el
semáforo está en rojo y luego enfocándose en el frente. Yo me aferro a él,
como si fuera el único lugar en el mundo en donde quiero estar, y es que así es.
Se ha convertido en mi lugar favorito, en el que puedo perderme sin
preocuparme por hallar una salida, no necesito salir, apartarme de su lado…
Ian me mira, hemos llegado. Hago pucheros, no quiero bajarme. Él me ve
desde el retrovisor, voltea un poco su cabeza y entonces sonríe, tampoco
quiere que me baje.
—Vengo para que almorcemos juntos, ¿te parece? —dice y yo lo miro
encantada.
—Claro que sí.
—Bien, nos vemos a las 12:00. Te amo.
Me da un dulce beso al que yo le agrego pasión, luego nos separamos.
Ambos hacemos pucheros, enciende su motocicleta y se va. Lo veo alejarse
lentamente, mientras voltea un par de veces para ver si aún lo estoy
observando, solo sonrío.

—A veces pienso en enamorarme, luego los veo a ustedes dos y me


empalago tanto, que se me va la loca idea de hacerlo —dice Michelle, mi
compañera de trabajo.
—Estar enamorada es lo mejor de la vida. Yo pienso que si no te enamoras,
en realidad, jamás vives plenamente —digo muy segura de mis palabras.
—En ese caso, «moriré muerta» —dice Michelle y la frase me recuerda a la
película Guerra de novias, con aquella actriz que tanto me gusta, Anne
Hathaway.
—Entremos, ya es hora —digo mientras la tomo del brazo y nos dirigimos
hacia el interior de la tienda.

Las primeras horas de la mañana suelen ser aburridas y sin demasiado que
hacer. Quiero buscar una novela o algo para leer, quizás así pueda aprovechar
las horas en las que la tienda se mantiene vacía, pero siempre olvido pasar a
una librería. Así que en mis horas libres, solo pienso. Veo la enorme tienda y
me pregunto qué hago aquí, ahora mismo podría estar estudiando en la
universidad, por ejemplo. En cambio, trabajo en una tienda de ropa en la que,
aunque el horario no es malo, la paga no lo vale. Pero en fin, no tengo opción,
si no, ¿cómo podría ayudar a Ian a pagar el enganche de la casa?

En dos días cumplo dieciocho, lo que ambos hemos esperado tanto. A pesar
de que nuestra relación comenzó pocos meses después de conocernos, cuando
aún tenía quince, sabíamos que era complicado por la diferencia de edad.
Bueno, son apenas seis años, pero el simple hecho de que él fuera mayor de
edad mientras yo no, era demasiado para mis padres. No quise esconderles mi
relación, pensé que lo tomarían bien, pero no fue así. Río de tan solo
recordarlo:

—Papá, mamá, quiero presentarles a mi novio. —Les dije aquella tarde,


justamente, en el cumpleaños de mi madre.
Al verlo, mi madre casi cae al suelo y mi padre estaba a punto de sacar el
revólver que tiene guardado desde hace años y, que además, ni siquiera tiene
balas.
—Hola, mucho gusto. Mi nombre es Ian Corleto.
—No me importa quién eres, carajo. ¿Qué edad tienes?
Como siempre mi padre todo un caballero al igual que Ian cuando lo conocí.
—La edad no importa —intervine.
—Veintiuno —dijo Ian sin importar lo que yo estaba diciendo. Mi madre se
desmayó, mi padre casi lo mata, yo... reía.

Tres años después, llevamos nuestra relación sin importar las


circunstancias, y aunque mis padres siguen sin aceptarlo, aprendieron a
tolerarlo. Los amo por eso, sé que para ellos será un golpe duro que los deje
por irme con Ian, pero creo que es el momento. Es decir, no quiero ser una
treintona que viva con sus padres. Siempre quise ser independiente y estoy a
punto de lograrlo. Este cumpleaños será fenomenal.

—Disculpe, ¿tiene esta blusa en talla 16? —Una mujer alta, delgada y de
ojos verdes me habla.
—Claro que sí, sígame.

El trabajo comienza.
Las clientas de ahora ya no respetan. Hacen que les baje diez blusas, diez
pantalones, diez vestidos… y terminan por no llevarse nada. Es un desperdicio
de tiempo, su tiempo y el mío, me he tragado más de cien veces un «¡compra
algo o lárgate!». Claro, no puedo hacerlo, debo fingir que tengo su tiempo, que
no tengo nada mejor que hacer que soportar su indecisión y contestar con un
«¿Algo más en lo que te pueda ayudar?». De esto se trata este trabajo:
paciencia. El problema, la mayoría del tiempo, es que no suelo ser paciente
con las personas. En realidad, no entiendo cómo he logrado mantener este
trabajo durante tanto tiempo, llevo poco más del año, aunque el año anterior
estuve solo por las tardes para poder estudiar y trabajar. Deseaba sentirme
más libre e independiente, después de todo, salía con alguien mayor que yo,
era lo que correspondía. Al graduarme, quizás hubiera podido conseguir un
mejor empleo, pero no me interesó seguir buscando, eso de ir dejando por ahí
tu hoja de vida, se me hace desgastante. Al final, me pasó lo que supongo que
le ocurre a la mayoría de personas con sus primeros empleos, se acomodan, se
conforman. Sí, me he conformado.

—Melissa Valverde, ven a mi oficina en este momento. —Mi jefa me llama


y no se escucha nada contenta.
Será mejor que vaya corriendo. Fingiendo mi mejor sonrisa, entro en su
pequeña oficina llena de fotografías de ella con su difunto esposo. Es viuda,
pobre mujer, quizá por eso sea tan amargada.
—¿Se le ofrece algo? —Le pregunto dejando mis pensamientos de
compasión por ella a un lado.
—Sí. Quería hablar contigo sobre el aumento que me has pedido ayer. —Me
paro en seco un instante. «¿Lo habrá pensado? ¿Habrá decidido darme ese
aumento?» Ese aumento que significa todo para mí en este momento, ese
aumento que significa salir de casa.
—¿Lo pensó? —pregunto.
—Sí, lo pensé. Creo que tu trabajo ha sido muy complaciente, no perfecto,
quizás algo mediocre.
No lo puedo creer. Ha dicho que mi trabajo es mediocre, cuando he
intentado tratar a todas las clientas lo mejor posible.
—Sin embargo, entiendo tus razones para pedirme el aumento; y a
diferencia de todas las demás chicas que están aquí —mira por la pequeña
ventana que se encuentra al lado de la puerta frente a donde estoy parada y ve
a mis compañeras, quienes están conversando sobre algún chisme del que me
estoy perdiendo—, eres una de las mejores. Por eso, he decidido darte el
aumento.
—¡¿Es en serio?! —quiero saltar de la felicidad—. No lo puedo creer,
gracias —digo mientras me sonrojo por la estúpida sonrisa que tengo en el
rostro. No lo puedo evitar, estoy feliz.
—Bien, no agradezcas, solo sigue trabajando. Aquí está tu cheque, ya
incluye el primer aumento. —Lo sujeta y yo, nerviosa, lo tomo. Me ha
aumentado más de lo que esperaba.
—Gracias —repito y, por inercia, miro al techo, al suelo y vuelvo a verla.
Me mira y sonríe, creo que es la primera vez que la veo sonreír.
—Estar enamorado es de las cosas más puras y hermosas que puedes sentir.
Creo en ello y en las personas enamoradas, y a ti, mi niña, te veo en la
plenitud del enamoramiento.
Me sonrojo al escuchar sus palabras. Es cierto, estoy loca de amor por Ian.
—Haces que recuerde a mi esposo —dice y suspira con melancolía
mientras ve sus fotografías—, estábamos tan enamorados, éramos el uno para
el otro. Creíamos que no podríamos vivir separados —una lágrima recorre su
mejilla—, pero aquí me ves, viviendo hace más de cinco años sin él —seca
sus lágrimas con el borde de la manga de su blusa y retira su mirada de mí—.
En fin, ya me puse demasiado sentimental, te deseo suerte, niña, en esta nueva
etapa. Vívela al máximo, gózala.
—Lo haré, gracias —respondo y me levanto para salir, entonces me vuelvo
hacia ella y le digo—: ah, y gracias por compartir sus sentimientos conmigo.
—No volverá a ocurrir, soy una vieja llorona —dice riendo.
Vaya, es un gran avance para tan solo un día.

Salgo de la oficina aún si poder creer lo que ha pasado ahí. Mi jefa, esa
mujer que pensaba que me odiaba, me ha dado el aumento que le pedí apenas
ayer. Además, ha reído, llorado y hasta me ha contado parte de esa historia
que tanto le duele. Creo que he salido admirándola, yo no podría seguir
adelante luego de perder a la persona que amo. No, ni siquiera puedo
imaginarlo. Verme sin Ian es inconcebible, preferiría morir con él antes de
vivir con esa tristeza consumiendo mi corazón. No me considero lo
suficientemente fuerte como para saber afrontar algo tan duro, en realidad, no
creo ser una mujer fuerte.

Guardo el cheque en una de las bolsas traseras de los jeans y voy en


dirección a una chica que ha entrado a la tienda. Es hora de dejar la emoción y
seguir trabajando.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudarte? —pregunto.
—No lo sé. Algo para sorprender a un chico —dice mientras sonríe
tímidamente.
—Ven, te mostraré unos vestidos que acaban de venir que te quedarán
lindísimos.
—No uso vestidos —dice mirándome de una manera dulce y apenada.
—¿Complejos? —pregunto.
—Complejos —responde.

Vaya, esa chica, Emily, sí que es difícil de complacer. Le mostré vestidos y


faldas largas para que se sintiera cómoda, dijo que no le gustaba mostrar sus
piernas, las rechazó todas. Le mostré jeans y tampoco fueron de su agrado. Al
final, como pocas, decidió que lo sencillo era mejor y terminó por llevarse un
leggins negro y una blusa con escote no muy pronunciado color fucsia. Fue
difícil, pero creo que se fue feliz, aunque me hubiera gustado subirle un poco
la autoestima.
Yo también he tenido problemas para aceptarme como soy, pero no creo
haberlos llevado al extremo. Me miro al espejo frente a mí. Sí, no creo estar
tan mal. Tengo unas piernas largas y un poco llenitas, pero que con unos jeans
ajustados se me ven casi perfectas; unas caderas anchas, una cintura un poco
pequeña y un abdomen… me pongo de lado, bueno, eso no está del todo bien.
Creo que me he descuidado un poco, Ian tiene la culpa. Pero, me siento
conforme, tengo un buen trasero, eso sí. Y aunque mis pechos no son enormes,
considero que son lindos.
Me río de mí misma, me veo ridícula frente al espejo examinando cada
parte de mi cuerpo. Me retiro lentamente y volteo a los lados, bien, nadie me
ha visto.

Como si nada, el reloj marca las 12:30. La mitad de mis compañeras se han
ido, mientras yo sigo esperando a Ian para almorzar. Veo la aguja del reloj de
la tienda y con cada minuto que pasa, mi estómago hace un ruido, tengo
hambre. No recuerdo haber desayunado, no, de hecho, no desayuné. Esta
mañana fue extraña.
Salgo de la tienda y veo a Ian aproximarse en su motocicleta. Se acerca, tan
guapo como siempre, pero sin casco. ¿Cuántas veces debo decirle que se
ponga el casco? Lo sé, le encanta lucir su perfecto cabello negro y dejarlo
llevar contra el viento, pero su seguridad es más importante. Recuerdo de
pronto el sermón de mi madre sobre cuidarme, pero se esfuma en cuanto Ian se
encuentra frente a mí.
—¿En qué tanto piensas, eh? —pregunta sonriente—. Vamos, comeremos
pizza.
Nos adentramos en unas cuantas calles, no muy lejos de mi trabajo y
llegamos a Amore Mio, nuestra pizzería favorita, en donde tuvimos nuestra
primera cita. Todavía tenía quince años, me había maquillado en exceso y
llevaba unos tacones que le robé a mi mamá con los que apenas podía caminar.
Recuerdo su mirada que decía «no necesitas hacer esto para impresionarme»,
pero lo hice, quizás no como lo había pensado, pero lo impresioné.
—A que jamás olvidas nuestra primera cita —digo pensando en voz alta
mientras caminamos a la entrada de la pizzería.
—¿Aquella en la que parecías payaso con tanto maquillaje y casi te caes al
subir el escalón para entrar al restaurante? —dice mientras ríe y yo también lo
hago.
Se siente maravilloso poder reírme de mis tonterías después de tanto
tiempo.
—Sí, esa cita —digo mientras me paro frente a él, bloqueando su paso.
—Fue una cita memorable, cariño. De esas con las que ríes al solo
recordarlas.
—No creo que esté bien reírte de tus citas.
—Te equivocas —dice mientras me mira seriamente, o al menos, lo intenta
—, reírte de tus citas significa que te la pasaste fenomenal. Si no, no las
recuerdas, fueron aburridas y nada gratificantes. Ríes de las cosas buenas,
cariño —me guiña un ojo.
—Espero que riamos de todas las que tengamos.
—Contigo no reír es imposible, así que tenlo por seguro —dice mientras me
besa con pasión y yo me dejo guiar. Sus labios junto a los míos se sienten tan
bien, encajan a la perfección...
—Permiso.
El reclamo de una mujer de mediana edad interrumpe nuestro beso y caemos
en cuenta de que estamos obstruyendo la entrada al restaurante. Nos miramos,
reímos y damos paso a la mujer que no solo nos mira, nos juzga. Estoy
acostumbrada, la diferencia de edad es pequeña, pero algo notoria. Aun así,
me enojo tanto del poco disimulo de la mujer, que le grito:
—¡Sí, nos llevamos seis años! ¡¿Y?! —Ella se espanta e Ian pone los ojos
en blanco.
—Nunca sabes cuándo callar —dice y me lanza una sonrisa.
—Sabes bien que eso te enamoró de mí.
—Es un hecho.
Pizza hawaiana —mi favorita—, y Coca-Cola —mi delirio—. Mi almuerzo
no podría ser más perfecto. Pero, ¿a dónde fue Ian? No lo vi entrar al
sanitario. Lo veo caminar hacia mí con algo en las manos, ya regresa.
—Roles de canela —dice con una gran sonrisa en su rostro.
—Un almuerzo perfecto —digo mientras me acerco a su boca y nos
besamos, un beso lento y suave, de esos besos que no quieres que acaben
nunca.

El tiempo se pasa volando, sin darme cuenta ya me encuentro de nuevo


camino a mi trabajo —In-pressive, esa tienda de ropa que se encuentra no muy
lejos de mi casa, sobre la 6ta avenida, y de la que todos hablan—. Ian se
estaciona al frente y me mira apenado cuando bajo de la motocicleta.
—¿Qué ocurre? —pregunto.
—No creo poder venir a recogerte —hago pucheros—, me quedaré a
entreno hasta tarde, pero te lo compensaré mañana —dice y me guiña un ojo.
No entiendo cómo lo hace, yo no puedo. Me es imposible, me siento inútil
cada vez que lo intento y no lo consigo. Al darse cuenta de lo que estoy
pensando, guiña el ojo izquierdo, luego el derecho y así sucesivamente.
—Ya vas, creído. Está bien, supongo que no hay problema, me iré
caminando.
—Estaba pensando en pagarte un taxi.
—¿Por tan poco recorrido? ¿Estás loco? Estoy cerca de casa, iré
caminando. Prometo ir deprisa y no detenerme.
—Y no salir tan tarde —dice severamente.
—Lo prometo, no te preocupes. Saldré, como siempre, a las 4:00, y media
hora después estaré en casa.
—Te llamaré —sonríe.
—Te contestaré —digo y le doy un ligero beso.
—Te amo.
—Yo también. Y ¡ahh! Casi lo olvido, ¡me dieron el aumento! —grito
emocionada.
—¡Amor, es una gran noticia! —Me abraza con fuerza.
—Lo sé, es genial. Mañana podemos ir a pagar el enganche de la casa, ya
tenemos el dinero que faltaba.
—Es perfecto, cariño. Mañana luego de venir por ti, iremos.
—Sí. Bueno, te dejo, debo entrar.
Le doy un beso, él me sujeta del brazo y le agrega más pasión, adoro cuando
hace eso. Luego me suelta, a regañadientes enciende la motocicleta y se va.
Yo, como siempre, lo veo irse.

Entro a la tienda y sigo con mi rutina. Atiendo a más de veinte mujeres de


distintas edades, gustos, problemas —no tengo idea del porqué, pero me los
cuentan—. Es típico, mientras se están probando las prendas en el vestidor,
comienzan a hablarme de cualquier cosa. Comienzan hablando del clima, que
hace mucho calor, que el frío está insoportable, o que en las noticias no
anunciaron la lluvia de la tarde; luego me cuentan todo sobre sus últimas
horas, que salieron de su casa tan deprisa que no recuerdan si sacaron las
llaves o apagaron la estufa, que en el bus un tipo se les acercó demasiado… y
luego venían sus problemas, padres incomprensibles, maridos infieles,
posibles divorcios, intentos de conquista; las historias son de no acabar. Yo
escucho atenta, asiento aunque a veces no me vean y digo: «y con eso, ¿cómo
te sientes?» ¡Soy toda una psicóloga!, creo que, al final, mi prueba acertó un
poco. ¡Soy buena!
«Estás buena», diría Ian. Sonrío ante el pensamiento. Cada vez que hacemos
el amor, dice esa frase con su voz tan seductora y esa mirada que me pone al
cien, entre ese calor que nos consume a ambos. Sin embargo, cada vez que lo
dice, comenzamos a reír como si contara un chiste.

Son las 4:00 y mi jefa nos dice que ya podemos cerrar la tienda. No queda
ninguna clienta, así que podemos irnos. Tomo mi bolso y me decido a salir,
antes de que...
—¡Melissa! —Mi jefa me llama y me mira sonriente. Justo lo que no quería
que pasara.
—¿Diga? —respondo cansada con una sonrisa.
—Hoy tú cerrarás la tienda. Encárgate de que todo quede en orden, cierra
las puertas, revisa las cerraduras y puedes irte.
Y antes de que pueda decir algo, ella ya se ha ido.
Todas se han ido y me he quedado sola.

Comienzo a revisar cada parte de la tienda. Todo está en orden, mis


compañeras siempre lo dejan todo bien. Por último, reviso los vestidores.
¡Mierda! El vestidor número cinco tiene más de diez prendas regadas en el
suelo. ¿Quién lo dejó así? Intento recordar quién fue la última mujer que entró
ahí y quién la atendió, pero no recuerdo. Quizás fue Lucrecia, ella jamás
revisa los vestidores. No entiendo cómo puede seguir trabajando aquí. Recojo
todas las prendas y las coloco en su lugar, a mi jefa no le agradaría encontrar
desorden mañana. Eso quizás me costaría mi aumento, o peor aún, mi trabajo.
Por alguna razón, conmigo es demasiado exigente. Al terminar reviso todo de
nuevo, incluso el puesto de la cajera —nunca recuerdo su nombre, es muy
antisocial—. Todo está en orden, así que puedo irme.

Saco mi celular y veo la hora: 4:30, ¡es tardísimo! Ian me llamará pronto,
aunque espero que suceda algo que lo retrase. ¡Me voy! Saco de mi bolso los
auriculares, los conecto a mi celular y pongo reproducción aleatoria a mi
música. Cierro las puertas de la tienda, chequeo las cerraduras y salgo
deprisa.

Comienzo a caminar entre la gente que se amontona por la avenida para ver
a personas bailar, cantar, incluso a mimos y payasos hacer sus respectivos
actos. Jamás me detengo a verlos, no me divierten. Pero hoy, justo el día que
voy tarde a casa, uno de los payasos me jala del brazo y me guía hasta el
centro del círculo formado por personas que aprecian su acto. Me quito los
auriculares para escuchar bien lo que dice y detengo la música, para colmo,
justo cuando estaba por sonar una de mis canciones favoritas.

—¡Y ahora, esta hermosa joven, me ayudará con mi acto! —dice el payaso
de casi dos metros de altura, con grandes zapatos rojos, enorme nariz del
mismo color y una extravagante peluca que parece un arcoíris.
—Me encantaría participar, pero...
—¡Está encantada de hacerlo! —dice el infeliz interrumpiendo mis
palabras.
Finalmente decido quedarme sin hacer escándalo, después de todo, ¿cuánto
puede durar el acto de un payaso?

Luego de quince minutos, el payaso termina su acto. ¡Quince minutos! Me ha


hecho darle un beso en la mejilla, subirme en sus hombros mientras él saltaba
en un pie y me ha regalado una flor que sacó de su zapato. Todo esto, mientras
bromeaba conmigo sin causarme gracia.
Ahora son casi las 5:00. Si Ian me llama y se entera de que aun no he
llegado, me matará. Ése es el único problema con que Ian estudie
Criminalística, es un tanto paranoico. Comienzo a caminar más deprisa hasta
que, sin darme cuenta, estoy corriendo.

Es curioso porque no tengo miedo a ir sola por las calles. Sin embargo, le
prometí a Ian y a mis padres que llegaría temprano, así que intento cumplirlo.
Pero no es culpa mía que mi jefa me haya retenido para cerrar la tienda, que
alguna de las chicas dejara ese gran desorden en el vestidor y, mucho menos,
que un payaso me haya detenido para participar en su acto que hizo reír a todo
el público, menos a mí.

Luego recuerdo la música que escuchaba al salir de la tienda. Saco mi


celular, me coloco los auriculares y la sigo escuchando. «La nena» de Ricardo
Arjona comienza a sonar, me encanta esa canción. Me gusta tanto, que quito la
reproducción aleatoria y la pongo a repetirse sin parar. La música del
principio, que siempre he sentido siniestra, suena; luego, la voz de Arjona
llena mis oídos.

«La nana la despertó a las seis con cuarenta y dos,


la nena arruga los ojos pa’ que no entre la luz,
recita la oración de siempre para cumplir con Dios,
acto seguido en el pecho se dibuja una cruz,
¿De quién es el auto que espera dos cuadras al sur?»

No entiendo por qué me gusta tanto esta canción. Mi mamá no puede


escucharla, dice que es demasiado fuerte y cruel, quizás es cierto, pero me
encanta. No soy precisamente fan del cantante, pero su letra provoca algo en
mí. Siempre he querido preguntarle qué sentía al escribirla, y a menudo me
pregunto si siente lo mismo que yo cuando la escucho. Es tan intensa que, a
veces, me da ganas de llorar, pero me digo «es solo una canción», sonrío y
canto:

«... y el auto que espera a dos cuadras enciende el motor,


un tiro en la sien al chofer la nena va a la deriva,
un árbol detiene la inercia ellos la tienen rodeada,
su frente dio contra el cristal y le ha abierto una herida,
los vecinos se encierran con llave nadie ha visto nada.
Y la mano que mató a su chofer ahora le opaca los gritos».

Ya casi he llegado, es tarde y está oscureciendo, pero me detengo. Estoy


frente a la Iglesia La Recolección, a unas cuadras de mi casa, así que pienso
que no pasará nada si entro por unos minutos. No recuerdo la última vez que
entré a la iglesia, creo que fue para la primera comunión de Diego.

Se veía adorable, vestía un elegante traje azul marino, combinado con una
pequeña corbata en forma de moño que mi papá le obligó a ponerse. Recuerdo
cómo refunfuñó todo el tiempo mientras se lo colocaba, y más aún, cuando
comencé a tomarle fotografías. «Son para el recuerdo» le dije, «¿Para qué
quiero recordarme así? ¡Me veo ridículo!» reclamó y todos reímos. Era un
niño tierno, regordete y malhumorado, pero no puedo olvidarlo, al finalizar la
tarde me abrazaba mientras recorríamos la iglesia admirando las imágenes.

Tomé centenares de fotografías, aún las guardo, aunque jamás las imprimí.
Cuando llegue a casa las buscaré y haré que las vea conmigo. Detengo la
música y me quito los auriculares.

Entro a la iglesia, es hermosa. Falta poco menos de media hora para la misa
de las 6:00 y hay alrededor de cuarenta personas esperando, no seré una de
ellas. Solo vengo a rezar un poco, pero antes de hincarme, decido observar las
imágenes a lo largo de la iglesia. Me detengo frente a una imagen, es la Virgen
de la Soledad, siempre me ha impactado, pero hoy me ha hecho sentir un
escalofrío. Creo que es su mirada, el dolor que transmite, esa mirada de madre
con una lágrima corriendo por su mejilla. Sus manos entrelazadas y ese puñal
en el corazón… mi mamá, ¡Dios, me ha recordado tanto su expresión de la
mañana al decirme que me cuidara! De pronto el corazón me late con más
fuerza y debo salir corriendo, es tarde, ¡tardísimo! Y mis padres estarán
preocupados.

Camino con rapidez hacia el altar, me inclino levemente frente a él, una
costumbre que me inculcó mi madre, y corro por el pasillo central hacia la
salida.

Al salir siento como el clima ha cambiado, un viento fuerte me revuelve el


cabello mientras yo saco los auriculares con la intención de poner de nuevo la
canción. Me sorprendo al ver que sigue sonando, creo que oprimí el botón
equivocado al quitármelos. La canción casi termina luego de reproducirse
quién sabe cuántas veces y se escucha el solo musical.
Continúo hacia las gradas que llevan a la avenida principal. Desde la puerta
de la iglesia veo a dos hombres vestidos de negro, uno a cada lado de ellas y,
por alguna razón, quizás por la noticia que leí en el periódico esta mañana,
siento desconfianza. Los veo por unos segundos y uno de ellos me mira, yo le
sonrío, pero me decido a dar la vuelta para salir por otro lado. De esa forma,
no tendré que toparme con ninguno de ellos. Cuando estoy a punto de salir a la
calle, volteo para asegurarme de que los dos hombres siguen ahí. La música
sigue sonando y comienza a ponerme nerviosa, y lo que veo me pone al cien:
ya solo hay un hombre.
—¿Pero a dónde se ha id...?
—Cállate, cállate. —Una voz masculina me habla— No digas nada, ahora
me vas a acompañar y te mantendrás tranquila —dice mientras me tapa la boca
con sus grandes manos ocultas tras unos guantes negros.

Creo que por primera vez en mi vida siento miedo.

Volteo mi cuerpo en un giro fuerte y lo miro fijamente. Veo en sus ojos el


reflejo de los míos totalmente abiertos y mis pupilas dilatadas. Mis manos
están frías y mis piernas sin fuerza. No puedo ver su rostro, lo cubre una
máscara que no tenía antes, solo veo sus grandes ojos azules. Es muy alto, y
fornido. Intento escapar pero, de un momento a otro, tengo al otro hombre
detrás de mí. Este sujeta mis manos con fuerza, solo quedan mis piernas, ahora
inútiles para defenderme. Todo intento es en vano. Miran a su alrededor, yo
hago lo mismo y compruebo que no hay nadie.
Estoy sola.

Intento gritar, soltarme, pero nada. No tengo escapatoria.

Estoy siendo secuestrada.


Umm… ahh… ¿dónde estoy? ¿Qué está pasando? Estaba inconsciente,
intento reaccionar pero no lo consigo. Todo está oscuro, escucho ruidos que no
logro identificar y me encuentro en movimiento. Pocas veces en mi vida he
sentido esto, ¿qué carajos? ¿Por qué no puedo abrir los ojos? Me elevo un
poco de donde quiera que esté, ¡auch! Me golpeo la cabeza, duele. Trato con
todas mis fuerzas de despertar, pero siento el olor de cloroformo en mi nariz y
me marea, soy incapaz de reaccionar. Comienzo a escuchar voces:
—¿La dejarás por un tiempo en la bodega? —dice un hombre.
¿Bodega? Dios, ¿a dónde me llevan?
—Sí, cuando Billy llegue a casa la recogeremos —dice otro.
¿Quién es Billy? ¿Con quién me llevan?
—¿Y si él no la quiere?
—Pues creo que está buenísima. Si no la quiere, será mía —comienza a
reír.
—Idiota —dice y se escucha una bofetada.
—¡¿Qué te pasa, imbécil?! —grita.
El auto en el que me encuentro frena de golpe. Vuelvo a golpearme la
cabeza.
—La próxima vez que me toques —continúa—, el que irá atado en la parte
de atrás serás tú.
Después de escucharlos y sentir las ataduras, de las que no había sido
consciente, vuelvo a desmayarme.
Abro los ojos y lo único que veo es el suelo. Me duele todo el cuerpo,
¿dónde estoy ahora? Escucho como se alejan las voces de aquellos hombres en
el vehículo. Ríen, uno en un tono estúpido y otro en uno que da miedo. Intento
darme vuelta y, cuando lo logro, me veo atada de pies y manos y mi boca está
tapada con algún paño viejo que sabe mal. Ahora veo alrededor, estoy en un
cuarto angosto y largo, al fondo hay cajas de cartón apiladas y una puerta de
madera junto a una pequeña ventana con barrotes. Trato de levantarme, pero es
en vano. Siento deseos de gritar, pero no lo consigo, es imposible. Quiero
llorar, pero me encuentro en shock, no sé dónde estoy ni qué harán conmigo, no
logro reaccionar. Lo único que sé es que tengo que hallar la manera de salir de
aquí, pero no sé cómo.
Intento morder el paño que tapa mi boca para quitármelo, pero tras varios
minutos no lo consigo. Mis intentos de desatarme también son vanos. ¡Mierda!,
quien me haya atado lo hizo muy bien. La desesperación comienza a invadirme
y me muevo como loca. Imagino a las personas que internan en manicomios
con un chaleco de fuerza para evitar que se muevan, ¡¿cómo carajos pretenden
que se curen así?! Nunca antes había experimentado nada igual, este
sentimiento de impotencia de no poder hacer nada por estar atada, está a punto
de volverme loca. Llevo, si mis cálculos no me fallan, no más de cuarenta
minutos aquí, aunque en este momento no apostaría por ello. Me muevo
histéricamente ahogando gritos de angustia.
Entonces lo recuerdo. Llevaba el celular en la bolsa trasera de mis jeans.
¿Seguirá ahí? A pesar de mis bruscos movimientos, no he logrado demasiado,
pero con más determinación que antes por una posible salida, logro sentirlo,
ahí está. No llevo los auriculares, se habrán caído cuando me llevaron…
borro el recuerdo, en realidad, no recuerdo nada más que unas grandes manos
tapando mi boca y nariz con un pañuelo con olor a cloroformo y unos ojos
azules que no mostraban compasión o culpa alguna. Me muevo más, intentando
sacar el celular del bolsillo, pero mis jeans son tan ajustados que no permiten
que salga solo con el movimiento.
Comienzo a llorar. La angustia es insoportable. Lloro desconsolada, grito
aunque no se escucha nada más que quejidos detrás de este asqueroso trapo
sucio y, ¡mierda!, me desespero más. Pierdo los estribos, moviéndome hasta
que el dolor en mis manos y piernas es insoportable, pero no me importa. No
pararé hasta que en verdad no pueda más.

Creo que llevo dos horas. Dos malditas horas así, y no percibo ni un poco
de luz. Todo está oscuro, no veo más que lo que imagino, que no es agradable.
En mi mente permanecen esos ojos y esas manos que acabaron metiéndome
aquí.
Sigo pensando en mi celular. Ni siquiera sé si todavía tiene batería. Dejé de
intentar sacarlo hace quizás una hora, me conformé con la situación. Me cansé
de intentar.
¿Qué carajos estoy diciendo? Sacudo mi cabeza indignada de lo que estoy
pensando, froto mis manos contra el suelo, no me importa cómo, pero debo
soltarme. Debo salir de aquí.

He contado cada segundo, creo que he pasado un poco más de cuarenta


minutos luchando con esto. Casi logro quitarme el paño de la boca. Sí, ese
trapo asqueroso que me impide hablar o, más bien, gritar. En los primeros
intentos casi me ahogaba con mi saliva, ahora mi boca está seca. Cierro los
ojos con fuerza, llevo haciéndolo más de una hora, esperando que todo esto
sea una pesadilla, ahora hago movimientos bruscos con el cuello, mi cabeza va
de un lado al otro, relajo mi boca lo más que puedo moviendo mis labios y
entonces…
—¡Auxilio! ¡¡Ayúdenme!! ¡¡¡Aaaahh!!!
Grito con desenfreno hasta que me doy cuenta de lo estúpida que soy, en las
casi tres horas que llevo aquí, no he escuchado un solo ruido más que los que
yo misma he provocado. Donde quiera que esté, está lo suficientemente
aislado para que me encuentre sola a quién sabe cuántos kilómetros.
Sin dejar de gritar, por inercia, vuelvo a la lucha de la que había desistido:
sacar mi celular. De pronto siento un cosquilleo extraño en mi pierna derecha,
algo vibra, ¡mi celular! Alguien está llamándome y no sé cómo contestar.
Entrando en pánico, por tener los segundos contados, me arrastro de arriba
hacia abajo sin importar que el lazo de mis muñecas me lastime. Sigue
vibrando. ¡Mierda, mierda! No lo voy a lograr.
—¡Maldición, Melissa! ¡Tú puedes, vamos! —me animo.
Vaya, qué bien se siente maldecir en voz alta.
Sigo moviéndome, el celular vibra con intensidad y me ayuda. Por fin siento
que el aparato sale del bolsillo, se estrella contra el suelo y entonces
pareciera que comienzo a convulsionar. Me arrastro con exasperación casi a
saltos hasta que llego a él. Con mi barbilla toco la pantalla, la deslizo de una
esquina a otra y contesto.
—Mel, cariño, te hacía dormida. Perdona por no llamarte antes —dice Ian y
escuchar su voz me hace volver a llorar.
—Me han secuestrado y no sé dónde estoy —digo rápidamente, tengo el
tiempo contado.
Sin que él pueda responderme mi celular se apaga, la batería se ha acabado.
—¡Ian! —grito con desesperanza sabiendo que no podrá contestar y que esa
ha sido mi última comunicación con el mundo exterior.
Me echo a llorar haciéndome un ovillo, me dejo llenar por la soledad y el
asfixiante sentimiento que me consume. ¿Qué he hecho para merecer esto? No
recuerdo jamás haber sido una mala persona, jamás le he hecho daño a nadie,
¿o sí? Quizás a veces somos tan idiotas que no vemos el daño que le hacemos
a quienes más queremos. Tal vez he lastimado a mis padres, desde que conocí
a Ian me alejé de ellos; dejé pasar las reuniones familiares a las que siempre
asistía, dejé de darle importancia a celebraciones que quizás eran importantes
para ellos, o a los abrazos y otras muestras de cariño. ¡Qué no diera por un
abrazo en este instante! Mi felicidad, encerrada en un pequeño cuadro de mi
vida, sobrepasó la de los demás. Dejé de pensar en ellos.

De lado, contemplando la ventana y mi celular inservible, me pregunto qué


habrán sentido al verme con Ian. Probablemente pensaron que su niña había
crecido, aunque quizás no fuera del todo cierto. La edad de Ian era importante
para ellos, pero jamás los escuché. Sus opiniones se convirtieron en un
estorbo constante en mi camino, así que los hice a un lado. No me esforcé por
hacer que entendieran, por mostrarles lo que yo veía en él, no los dejé entrar
en mi mundo, solo salí del de ellos. Los dejé en su soledad, aun cuando
estaban juntos, porque, sin quererlo, siempre fui el vínculo que los unía ante
las adversidades.
Lloro en silencio, ahogando mis lamentos. Cuánto siento aquello, cuánto
lamento no haberles dicho un «te quiero» hoy por la mañana. Lo único que me
importaba era salir, vivir la libertad que tengo al estar con Ian y la del viento
jugueteando con mi cabello en su motocicleta. Quería vivir mi vida, como si
no hubiera espacio para ellos.
—Mamá, papá, los necesito.
Siento que mi corazón no da más. El frío comienza a calar más fuerte en mi
cuerpo. Tiemblo. La sensación de que es demasiado tarde para
arrepentimientos me desgasta al punto de ya no poder llorar. Me quedo así,
helándome por un suelo frío y sucio, pensando. En poco tiempo, puede que ya
no esté viva, y todo lo que quiero decirles ya no importará. A veces, resulta
que dejamos pasar las pequeñas pero importantes cosas para después, cuando
ya es demasiado tarde.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde la llamada. Dejé de sentir


desasosiego, ahora el dolor que me producen las sogas me ofusca, no puedo
pensar en nada más. Cada movimiento que he hecho, en lugar de aflojarlas, las
ha aferrado más a mi cuerpo. Imagino las marcas que me dejarán… bueno, si
algún día me sueltan. Me pregunto: ¿quién me desatará? ¿Mis secuestradores?
La palabra hace que mi estómago se contraiga. Inevitablemente, me cuestiono
¿Para qué me han secuestrado? ¿Qué quieren de mí? Es esta última pregunta la
que me deja sin dormir el resto de la noche, o la madrugada. Sigo sin saber
qué hora es.

Puede que dos horas más tarde, encuentro algunas posibles respuestas:
Me vieron y pensaron que era presa fácil, recorro siempre los mismos
lugares, así que podía ser fácil secuestrarme.
Quieren violarme, matarme y luego tirarme debajo de un puente. —Esa
idea casi me hace vomitar del miedo.
Pretenden sacarme del país para una red de tráfico de mujeres.
Quizás me obligarán a trabajar en un prostíbulo.
Todas las anteriores, quién sabe en qué orden.
A todo esto, me surgen nuevas preguntas, quizás menos personales. ¿Por qué
un hombre secuestra a una mujer? ¿Qué clase de satisfacción genera retener a
una persona en contra de su voluntad? No tengo respuestas. A pesar de mi
resultado en la prueba de la universidad, creo que no entiendo ni un poco el
comportamiento humano. Somos seres demasiado incomprensibles,
enigmáticos y oscuros. Somos profundos, aunque demostremos ser
superficiales.

Comienza a amanecer, lo sé porque distingo un poco de luz por debajo de la


puerta, en el pequeño espacio que queda entre el suelo y ella. Lo que veo me
hace recordar a la canción de Arjona, esa que venía escuchando cuando…
¡Mierda! Mi piel se eriza y me pongo helada.

«Su planeta cambió de tamaño y mide 4x3,


su sol es la luz que se cuela debajo de una puerta,
la nena ya no ve diferencia entre un día y un mes,
la nena no sabe si duerme o se mantiene despierta»
Trago saliva al recordarla, es tan cierta. Mi planeta, mi mundo, mi espacio,
todo se ha reducido a un angosto y alargado lugar lleno de cajas. Mi sol ahora
se ha convertido en una ráfaga de luz que apenas puedo notar por el espacio
que hay entre la puerta y el suelo, ese espacio que, por alguna razón, me da
algo de esperanza. Perdí la noción del tiempo; los segundos, los minutos, las
horas, se han convertido en prolongados momentos de pesar. Ni siquiera
recuerdo si logré cerrar los ojos en algún momento de anoche. Me pregunto
cuánto tiempo más estaré así. La idea de seguir pasando noches y días de esta
forma, me deprime y me hace pensar que lo mejor sería morir. Sí, morir antes
de que mis secuestradores regresen y algo peor pueda pasarme.

Han pasado aproximadamente tres horas desde que desperté, volví a contar
los minutos que pasan. Escucho mi estómago crujir, exige comida; tranquilo,
acostúmbrate, aquí no hay comida. Cruje con más fuerza y me duele cada vez
más. Sigo contando el tiempo con el afán de distraerme, pero es inevitable
pensar en hasta cuándo volveré a probar comida.
De nuevo me sumerjo en los intentos vanos de soltarme de estas malditas
sogas. La incomodidad me ha hecho comenzar a sudar, a pesar de tener frío.
Doy media vuelta, ya he estado boca arriba un largo rato. Sigo incómoda. Río
irónica, de ninguna manera estaré cómoda.
Mi respiración se agita, quisiera poder jalar mi cabello, hacer algo con mis
manos… ¡Dios, estoy entrando en pánico! Lo que llevo evitando todas estas
horas, está pasando.

Mi memoria me lleva a la primera vez que me sentí así. Fue en el instituto,


hace unos cinco años. Estaba en el salón cuando me llamaron para decirme
que mi padre había tenido un accidente.
—Señorita Valverde, venga por favor. —La directora me llamó desde la
puerta del salón. Tenía una expresión trágica y me miraba con compasión.
Me levanté del escritorio dejando de escribir lo que la maestra de literatura
había dejado escrito en la pizarra y me acerqué a ella.
—¿Qué sucede? —pregunté sabiendo dentro de mí que algo andaba mal,
pero no quise imaginar nada.
No quería pensar lo peor, quería que me dijeran sin rodeos lo que había
ocurrido. Ella me vio directamente a los ojos y luego dirigió su mirada hacia
mis manos, que comenzaban a temblar.
—Es su padre —dijo como quien da una mala noticia.
—¿Mi padre? ¿Qué ocurrió? —comencé a sollozar.
—Ha tenido un accidente mientras conducía, o al menos eso es lo que me
han informado. Está en el hospital, al parecer fue grave y es probable que no
logre salvarse.
Me paralicé. ¿Cómo podía decirme eso? Ni siquiera un doctor lo hace,
siempre te dicen: «todo estará bien, hay que tener fe». Pero mi directora no,
ella decía que la situación era grave y que mi padre moriría. «Gracias por las
alentadoras noticias» pensé.
—¡No! Él no puede... no... —comencé a decir. Mi directora intentó
abrazarme pero la esquivé—. ¡No me toque! —grité.
Comencé a gritar con más fuerza, me arañé el rostro, jalé mi cabello y seguí
gritando con locura. Compañeros y profesores salieron de las aulas para ver
lo que ocurría. Mi directora, con ayuda de algunos profesores, intentó
calmarme, pero yo no escuché a nadie, ni siquiera a mis amigas. De pronto, lo
que veía parecía ser algo totalmente ajeno a mí, no podía controlarme. Todo se
oscurecía, mis gritos se oían lejanos y, aunque intentaron evitarlo, me
desvanecí.

Vaya, y pensar que desde ese momento, me volví más susceptible a las
cosas. Desde ese entonces, he pasado por muchos momentos así, que me
desestabilizaban. Pero nada, absolutamente nada, se compara a lo que estoy
viviendo. No soporto estas sogas, el hambre, el frío; el piso está helado, no
soporto la soledad, el silencio, la necesidad de salir de aquí.
Ahora doy vueltas. Giro, giro y sigo girando. Me gusta creer que así me
soltaré. ¡Ja! Sé que no será así.

Comienza a oscurecer. Estoy más tranquila, el dolor de las sogas ha


desaparecido, me he acostumbrado a la incomodidad. La frustración y
desesperación han sido remplazadas por un sentimiento de calma que me hace
permanecer en un estado casi inerte.

De pronto, escucho un ruido extraño. El ruido procede de las cajas que hay
al fondo de la habitación, si es que así se le puede llamar a este lugar. Es casi
imperceptible lo que ocurre ahí, no veo nada, ¿qué es eso? No recuerdo haber
escuchado nada desde que estoy aquí además de mis gritos. El ruido se
intensifica, resuena en mis oídos. De pronto veo que algo intenta salir de las
cajas. Me arrastro con sigilo hacia ellas, pero no logro identificar nada. El
ruido cesa, por un momento, todo es silencio. Veo las cajas con atención, han
dejado de moverse. Pero de pronto siento que algo camina sobre mí. Giro mi
mirada hacia mi pierna y veo…
—¡Ahh!
Una enorme cucaracha, la más grande que alguna vez haya visto, se
encuentra sobre mí. Es repugnante, la veo caminar lentamente por mi pierna,
subiendo hacia mi cadera… me muevo irracionalmente, gritando hasta que mi
garganta arde y consigo que caiga el suelo. Adiós, cucaracha. Respiro
aliviada.
Entonces escucho de nuevo el ruido proveniente de las cajas. Me muevo
instintivamente para alejarme, entonces, comienzan a salir de ellas, decenas de
enormes cucarachas. Grito arrebatadamente mientras se me suben por todas
partes, me cubren completamente con sus delgadas patas, como si fuera un ser
insignificante debajo de ellas. Trato de botarlas como lo hice con la primera,
pero se aferran a mí, las siento dominarme, no puedo con ellas, tienen el
control...

—¡Nooo! —grito.
He despertado.
Siento como si mi corazón fuera a salirse de su lugar. Sudo, estoy helada.
Todo fue una pesadilla, nada es real. «Calma, Mel, todo fue un sueño». Pero
no puedo calmarme, por un momento pensé que moriría poseída por esos
insectos asquerosos. Mi cuerpo se estremece al recordarlo.
Veo el espacio entre la puerta y el suelo, sí, aún hay luz. No he dormido
demasiado, quizá solo un par de horas. Veo las cajas, ellas no fueron solo
parte del sueño, están ahí, apiladas ocupando casi la mitad de este pequeño
lugar. ¿Qué contendrán? Pienso en mi sueño. «Relájate, Mel, supera tu
pesadilla, concéntrate. Vamos, aquí no hay otra cucaracha más que tú, en este
asqueroso lugar».
Trato de esquivar mi curiosidad, pero me consume, necesito saber qué hay
dentro de ellas. No lo pienso más, así que me acerco como puedo y me
detengo delante de la primera fila de cajas, tal y como en mi sueño. Cierro mis
ojos con fuerza, convenciéndome de que cuando los abra, no habrá nada que
temer. Los abro temerosa, bien, no veo ninguna cucaracha.

Pero ahora, ¿cómo abro las malditas cajas? La fila llega hasta el techo.
Pienso un momento y decido hacer algo, quizás un poco peligroso. Frente a la
fila de cajas, coloco mis pies en ellas y comienzo a empujarlas. Mis piernas
atadas por fin sirven de algo. Cuento: uno, dos, ¡tres! Entonces empujo con
fuerza exactamente la primera caja que, poco a poco, hace que las demás
comiencen a tambalearse. Sí, lo estoy logrando. Sigo. Las cajas siguen
tambaleándose una encima de otra. La última caja está a punto de caerse,
parece que su contenido no es muy pesado. Doy unos cuantos empujones más
y, de pronto, la caja cae al suelo.
Me acerco a ella con rapidez y me desanimo. ¡Mierda! Está asegurada con
sellador transparente y, dado que tengo mis manos atadas, no será sencillo
abrirla. Pero no me rindo y decido romper la caja con mis dientes. Me siento
lo más erguida que puedo y comienzo a morder. Duele, el sabor es asqueroso y
la sensación que queda en mis dientes es de las peores que he sentido en mi
boca. Pero tengo hambre y la sensación de morder algo engaña a mi estómago
por unos segundos, que me resultan suficientes para seguir con esto.
Varios minutos después, ya hice un pequeño agujero en la caja. Mis dientes
son fuertes. Sigo mordiendo. Muerdo, jalo y escupo el cartón que me queda en
la boca. Sabe horrible. No sé cuánto tiempo llevo mordiendo, pero el agujero
crece a tal punto que casi puedo ver el contenido de la caja. Me tranquilizo,
ningún bicho me ha saltado encima. Me acerco, trato de ver dentro de ella,
pero no lo consigo. Muerdo de nuevo, jalo con más fuerza atragantándome
entre el cartón y mi saliva y escupo hacia donde se encuentran los restos del
cartón. Unos minutos más tarde, por fin el agujero es lo suficientemente grande
como para esparcir el contenido, con mi barbilla empujo la caja hacia un lado
y lo que hay dentro cae al suelo.
Fotografías. Fotografías de varias mujeres se encuentran regadas y yo las
veo estupefacta. ¿Una caja llena de fotografías? ¿Es eso todo lo que hay? Me
siento decepcionada. Recapacito, ¿quiénes son esas mujeres?, asustada
pienso: ¿habrán fotografías mías? El miedo comienza a recorrer todo mi
cuerpo, siento mis manos sudorosas y las froto una con la otra. Busco entre
todas las fotografías, empujando cada una con mis pies, caderas y hasta con mi
cabeza, hasta que encuentro lo que buscaba: mis fotografías.

Yo con mis padres, mi hermano, mis amigas, Ian; yo fuera de mi casa, en el


trabajo, en el supermercado, en el parque, yo en esas fotos. En todas partes.
Me han seguido, por lo menos, desde hace dos meses. Logro recordar una de
las fotografías; estoy con mis amigas, Jessica y Elena en el parque. Estábamos
sentadas en el césped hablando sobre nuestros planes al cumplir dieciocho.
Comienzo a llorar descontroladamente.

No lo recordaba, mañana es mi cumpleaños. Mañana es el día en el que me


iría a vivir con Ian a nuestra casa, la que puedo dar por perdida. Mi corazón
da un vuelco, ¿en qué momento ocurrió todo esto? Todo parecía normal,
aunque aparentemente hace más de dos meses que no lo estaba. ¿En qué
momento comenzaron a seguirme? ¿Cómo no me di cuenta? Parece increíble.
Jamás lo sospeché, nunca sentí algo extraño, ¿cómo podría adivinar que
alguien me seguía y, más aún, me fotografiaba? Me siento como una imbécil,
¿cómo pude ser tan despistada? Si tan solo hubiera sospechado, si hubiera
notado algo, hoy todo sería diferente. No estaría aquí un día antes de mi
cumpleaños, encerrada en un lugar oscuro, entre las cajas con fotografías de
quién sabe cuántas mujeres y una soledad que, lentamente, está acabando
conmigo.

Recuerdo una mañana en el instituto, cuando mi profesor de música nos


habló sobre el silencio en una de sus clases. Nos hizo callar por un minuto
mientras que en otros salones seguía habiendo ruido. Luego, pidió apoyo a los
salones cercanos, así que hubo un silencio casi absoluto en el instituto durante
casi dos minutos, pero se distinguía ruido en la afueras. Llegamos a la
conclusión, de que el silencio total, era inexistente. Sin embargo, recuerdo
bien que nos contó sobre una casa conocida por ser la más silenciosa del
mundo. Nos dijo que tenía menos actividad de ondas sonoras, por lo que no
permitía que entrara el ruido de afuera. Sus palabras al finalizar la clase
fueron: «las pocas personas que han entrado no soportan más de cinco minutos
y la mayoría se han vuelto locas».

Me pregunto si estaré en un lugar como ese. El silencio es casi absoluto, me


resulta siniestro y fantasmal. Nunca lo había experimentado, estoy
enloqueciendo. El silencio de este lugar hace que me sienta aún más sola, pues
de alguna manera el ruido de lo que te rodea, te hace sentir acompañado. Pero
aquí no hay nada, nada que me haga sentir acompañada.

Luego de unas horas desde que abrí las cajas, me dispongo a ver las
fotografías que invaden el poco espacio que tengo. Veo una por una, sin poder
tomarlas para prestarle atención a los detalles. ¿Todas ellas habrán sido
secuestradas? Son realmente hermosas. Son felices, bueno, al menos se ven así
en las fotografías. En una esquina, un poco apartada de las demás, veo
detenidamente las mías y veo lo mismo, felicidad ajena a todo lo que ocurría a
unos cuantos metros de mí. Observo todo el panorama fotográfico y me
sorprendo al sentir similitud entre nuestras fotografías, más no encuentro el
detalle que las hace parecerse. Veo a cada una de las mujeres detenidamente,
sollozando por no poder creer lo que mis ojos ven. Noto que físicamente
tenemos un parecido peculiar. Altas, con la piel bronceada y bonita figura,
cabello castaño oscuro y ojos claros, así somos todas. Todo mi cuerpo se
estremece, ¿por qué nos han elegido a nosotras?

Encerrada entre tan pocos metros, las horas parecen no avanzar, por lo que
preferí dormir y no pensar más.

Lo logré, ya ha amanecido. Genial, otro día más aquí. Cierro los ojos y rezo
por no amanecer otro día más, por morir en las horas que pasen de este día y
luego los abro esperanzada, aunque sé que quizás no sirva de nada. Me
percato de una cosa: es mi cumpleaños.
—¡Feliz cumpleaños a mí! —comienzo a cantarme la canción de feliz
cumpleaños a mí misma.
A lo lejos, escucho un coro. Pienso que es mi cabeza que ya está
comenzando a alucinar, que en el afán de escuchar algo más que mi propia voz,
recrea las de alguien más. Pero las voces se acercan.
—¡Feliz Cumpleaños, Melissa, feliz cumpleaños a ti!
La puerta se abre y los veo. Los recuerdo, son los mismos hombres que vi
afuera de la iglesia, mis secuestradores. Son los dos miserables que me han
tenido atada y encerrada durante dos días y que hoy vienen cantando con un
pastel.

Un pastel con dieciocho velas.


La rabia y el odio salen disparados por todo mi cuerpo. Me revuelco en el
suelo, intento soltarme y comienzo a gritar, pero los dos hombres me ignoran y
siguen cantando mientras se miran y sonríen con malicia.
—¡Dieciocho! —cantan los dos hombres mientras aplauden sarcásticamente
y ponen frente a mí el pastel de chocolate.
Mi estómago comienza a crujir.
—¡Infelices! ¡Desgraciados! ¡Suéltenme! ¡Déjenme ir! —grito enloquecida
por la rabia que siento.
Ellos se burlan.
—Cálmate, fiera —dice el que parece mayor y tiene barba—. Ni te
soltamos, ni te dejamos ir.
—Así que mejor te comienzas a comportar, si no quieres que en verdad te
hagamos algo malo —dice el otro, el que tiene un tatuaje en el cuello que
parece ser un dragón.
—¿Qué quieren? ¿Qué piensan hacer conmigo? —pregunto mientras sollozo
y los veo asustada. Ellos se miran entre sí y sonríen.
—¿En serio crees que te diremos, cariño? —dice el de barba.
La palabra «cariño» salida de su boca, me da asco.
—No ganan nada con ocultarme lo que me piensan hacer. He intentado todo
para soltarme, para salir, pero es en vano, ¡no se puede! Así que no veo el
problema en decirme qué harán conmigo —digo y veo sus rostros dirigirse
hacia el desorden de fotografías que está en el suelo. El de barba comienza a
caminar hasta ellas y yo comienzo a temblar.
—Veamos. ¡Mira que esta nos salió traviesa!
—¿Se puede saber qué estabas buscando? —me dice el del tatuaje mientras
yo sigo temblando y los miro atónita.
No sé qué responder.
—¡Habla, maldita sea! —Me grita el de barba.
—¡No buscaba nada! —Le grito mientras me arrepiento de haberlo hecho.
—¡¿Nos acabas de gritar?! —grita con su mirada acechadora sobre mí.
—No, yo... —no puedo acabar de hablar y comienzo a llorar— no buscaba
nada, fue la simple desesperación la que me hizo botar las cajas y abrirlas —
sigo llorando.
—Fue simple curiosidad —dice el del tatuaje.
—La curiosidad mató al gato —responde el de barba y me mira fulminante.
—¿Qué van a hacerme? Por favor, solo díganme —suplico.
—Te vamos a llevar con nuestro hermano —responde el hombre del tatuaje
mientras el otro le da un codazo en el estómago.
—¡Cállate, imbécil! —dice el de barba mientras lo guía hacia un rincón y
susurran cosas que no logro escuchar.
Luego, se vuelven a acercar a mí y observan el celular que está a mi lado.
—¿Y esto? ¡Maldita sea! —grita y lo tira hacia la pared destrozando mi
celular—, vamos, no tenemos tiempo. Si esta perra ha llamado a alguien,
estamos perdidos.
Me da una patada en el estómago que hace que vomite en el suelo y de
pronto el otro hombre intenta colocarme el paño que hace dos días logré
quitarme y se hallaba en el suelo. Yo me muevo y trato de soltarme.
—¡No, por favor, no! —grito mientras sigo moviéndome. Lo logro morder,
pero el hombre de barba me golpea de nuevo y me quedo quieta mientras el
otro me coloca el trapo en la boca.
El del tatuaje es el más musculoso, me carga de golpe y me lleva como si
fuera un costal de papas. Intento patearlo, pero ni siquiera tengo fuerzas para
eso, me siento débil. Lamento no haber probado el pastel que me llevaron y
que dejaron ahí. Recorremos un pasillo con paredes blancas, apenas
iluminadas, ahora entiendo la oscuridad de donde me encontraba. Veo todo con
atención, analizando cada detalle hasta llegar al umbral de una pequeña puerta,
donde solo cabe una persona a la vez. Pasa el de barba y luego el del tatuaje
conmigo sobre su hombro. Trato de luchar por soltarme, pero no tengo fuerzas.
En realidad, ya no siento nada.
Al salir, veo a mi alrededor que todo está rodeado de un bosque vacío y
silencioso. ¡Mierda! Con razón no escuché nada en estos días, ¿quién iba a
escucharme en medio de la nada? Trato de gritar, pataleo y lucho hasta que el
del tatuaje abre la puerta de una van negra y me lanza hacia el asiento trasero.
Mis oídos se llenan de sonidos por fin; mis gritos oprimidos, mis pataleos, los
pasos, las puertas de la camioneta abriéndose, nosotros introduciéndonos en
ella, el motor mientras arranca y luego, la camioneta avanzando por una
carretera estrecha y mal cuidada inundando el ambiente. ¡Maldición! Si el
silencio de estos días me parecía abrumador, fue porque jamás pensé en esto.

Aquí voy, camino a quién sabe dónde, a quién sabe qué con ese hermano de
ellos. Y sin poder hacer nada, ni escapar, ni gritar o cualquier otra cosa; sigo
atada de pies y manos y con la boca tapada por el mismo paño sucio. Miro por
el retrovisor cómo nos alejamos; veo los árboles, alguna que otra montaña y el
lugar donde me tenían, que poco a poco desaparece de mi vista. Miro hacia
adelante y veo que ambos actúan como si yo no estuviera detrás de ellos.
—Está viendo demasiado —dice el de barba. El otro voltea a verme
bruscamente.
—¿Y qué pretendes que haga?
—Véndale los ojos.
Al escuchar esas palabras mis pupilas se dilatan, mis manos comienzan a
sudar, mi piel se eriza por completo e intento dar una patada. Grave error. Le
lanzo una mirada temerosa, en señal de redención, pero en menos de dos
segundos los tengo vendados.
—Umm... —Es lo único que logro balbucear. Abro mis ojos, pero no veo
nada.
—Bien, ahora sí a nuestro destino —dice el hombre de barba, de quien ya
reconozco la voz.
—Apresúrate —dice el otro—, no vaya a ser que Billy llegue antes de lo
planeado y la encuentre así.
—¡Ja, si da miedo! —exclama.
¡Qué grosería! Lo que me faltaba, doy miedo.
—¿Y quién pretendes que la arregle?
—No me interesa quién lo haga, con que la dejen más presentable, es todo
—dice mientras ríe.
—Sigo preguntándome si le agradará a Billy.
—Lo hará, es joven igual que él.
Bueno, un dato más; ese tal Billy, tiene probablemente mi edad, pero sigo
sin saber quién rayos es. Se callan por completo y el único ruido que escucho,
es el de la camioneta mientras atraviesa la carretera.

Uno, dos, tres, cuatro... ¡ay! Cinco malditos túmulos, ¿qué tipo de carretera
es esta? Me frustra no poder ver mi camino, estoy acostada en el asiento
trasero de la camioneta y solo espero llegar pronto, a donde sea que me estén
llevando. Ninguno ha vuelto a hablar, supongo que no quieren que me entere de
sus planes. Eso me asusta, no saber qué va a pasar es algo que me inquieta.
Seriamente, me pregunto quién es Billy; lo han mencionado ya tantas veces,
que he llegado a la posible conclusión, de que sea su jefe. Pero recuerdo que
dijeron que era joven igual que yo, y no creo que un tipo de veintitantos pueda
ser jefe de estos tipos que, supongo, rondan entre los treinta y cinco y cuarenta
años. Me rindo, no tendré una idea de quién pueda ser hasta que lo vea. Esto
de tener la información tan limitada me sigue molestando. ¡Ay! Otro maldito
túmulo, es el sexto. Insisto, qué carretera más destrozada, qué lugar más
alejado. Ese pensamiento me desalienta. Lo único que me ha mantenido con
algo de esperanza, pierde fuerza. No creo que alguien logre encontrarme.
Luego de varios minutos, que he sentido eternos, la camioneta se detiene.
—Llegamos —dice el de barba mientras escucho cómo baja de la
camioneta y cierra de golpe la puerta. La otra puerta se abre y se cierra con
menos fuerza pero con la misma determinación. Se abren ambas puertas a mis
lados y siento que me jalan de los brazos y piernas. Uno desde cada lado.
—¡Idiota! —grita uno.
—¡Suéltala! —grita el otro.
—¡Suéltala tú! —dice mientras ambos me siguen jalando y yo ahogo gritos
de dolor.
—¡Agh! —gruñe el de barba—. Bien, hazlo tú —dice soltándome.
El otro me saca del auto jalando de mis brazos y me pone sobre su hombro,
de nuevo, como un costal de papas.
Mientras me carga y camina, la venda de mis ojos se baja y logro ver un
poco. No veo hacia dónde vamos, solo lo que dejamos atrás; veo la camioneta,
es negra y está polarizada. No sé mucho de autos y lamento que Ian no esté
aquí, él sabría reconocer el modelo con un simple vistazo. A lo lejos solo hay
árboles y una vacía carretera.
Seguimos avanzando y escucho un portón que se abre. Al voltear mi rostro
veo una casa. Una enorme casa pintada de corinto y un portón negro que, al
cruzarlo, se cierra de golpe. Yo guardo silencio, tengo miedo de hacer el más
mínimo ruido. Solo observo.

Entramos en una habitación cuadrada, muy grande, repleta de cajas. Me


recuerda al lugar donde estuve encerrada por dos días. Siento escalofríos y me
muevo incómoda. Espero a que el hombre que me lleva cargada diga algo,
pero no lo hace, sigue caminando detrás del otro, que tampoco dice una
palabra. Pasamos a un costado de las cajas que ocupan el centro de la
habitación y luego por otra parte en la que no hay nada. Llegamos a una puerta.
El de barba abre, estamos frente a un largo pasillo que se extiende a ambos
lados de nosotros, aunque un poco más hacia el lado izquierdo.

El pasillo es totalmente distinto a todo lo que había visto. Las paredes están
tapizadas con una tela corinta y el suelo cubierto con una alfombra de un tono
un poco más oscuro, casi negro. Hay silencio, creo que somos los únicos aquí.
De pronto, me sorprendo al escuchar el murmullo de unas voces femeninas, sin
embargo, no veo a nadie. Caminamos hacia la izquierda del pasillo y veo tres
puertas grandes al fondo. Frente a ellas se extiende otro pasillo vacío, con
unas ventanas casi al borde del techo. Seguimos hacia el fondo del pasillo y
veo otro que se extiende de forma idéntica al primero que atravesamos, pero
este tiene varias puertas sobre la derecha. A partir de la tercera puerta, todas
tienen placas con un nombre, a excepción de la primera que tiene dos: Sara y
Violeta. Las otras dicen: Elisa, Alejandra, Celeste, Cloe, Miriam, Samantha,
Joyce, Kelly, Laura, Penélope, Verónica, Carol; su puerta es un poco más
grande.
Al final, en la última puerta, la más grande de todas, leo mi nombre:
«Melissa». Un escalofrío recorre todo mi cuerpo.

Abren la puerta y me lanzan sobre la cama que se encuentra en medio de la


habitación tapizada con la misma tela de los pasillos. Uno desata mi boca y
retira completamente la venda de mis ojos.
—¡Ay! —exclamo y ambos se ríen de mí—. ¿Dónde estoy? ¿Qué van a
hacer conmigo? ¡Auxilio! —grito entrando en pánico.
—Cálmate, por más que grites, nadie vendrá a ayudarte.
—Además, es mejor que te acostumbres. Desde ya puedes empezar a llamar
a este lugar «hogar» —dice mientras mira alrededor—. Las chicas lo han
decorado especialmente para ti —sonríe.
—¿Chicas? —pregunto con la voz entrecortada.
—Ya las conocerás.
—Bien, ahora escucha con atención: te soltaremos. Podrás caminar por la
habitación, pero no intentes ninguna tontería, que te puede ir mal. Muy mal. —
El de barba se acerca a mí. No digo nada. Me da la vuelta con fuerza y
comienza a desatar mis pies y manos.
Se aleja un poco, pero regresa y se acerca con dirección a mi cuello. Lo
besa, dejando su saliva en mi piel, huele a sudor. Siento repugnancia, intento
golpearlo, pero es inútil, no tengo fuerzas. Mis muñecas han liberado un dolor
que me consume. Me doblego, aunque trato de esquivar sus besos.
—¡Ja! No puedes hacer nada, cariño —dice yendo hacia la puerta.

Me quedo tendida boca abajo en la cama, no quiero verlos. Solo escucho


sus pasos y la puerta al cerrarse. Se han ido. Escucho un cerrojo, me han
encerrado en una habitación de prostituta. Mis ojos se llenan de lágrimas y
comienzo a perder el control. Lloro desconsolada, dejándome llevar por la
tristeza y la desolación de estos últimos días. Me aferro a la almohada de
plumas, a las sábanas de seda y hasta a mi ropa sucia, luego me siento en la
cama.
Miro mis muñecas y tobillos, están como los imaginé, con marcas que las
sogas dejaron y hasta quemaron mi piel. Duelen, no puedo moverlos. Decido
acostarme, sin pensar en cuántas mujeres han estado en la misma cama. Hundo
la cabeza en la almohada y sigo llorando. No solucionaré nada, pero tengo que
desahogarme, controlar las ganas de matar a alguien, incluso a mí.

El ruido del cerrojo abriéndose, me despierta. Abro los ojos y me siento


rápidamente en la cama. Una mujer aparece frente a mí y me mira alzando los
ojos. Es hermosa; alta, morena, de cabello lacio oscuro y grandes ojos cafés.
Entra y cierra la puerta suavemente, acercándose a mí.
—¡Pero si este par te han dejado llena de marcas! —exclama asustada.
—Un poco —digo tímida.
No sé si puedo confiar en ella.
—Son un par de infelices —veo en su rostro la rabia que siente.
—Sí —digo observando mis marcas—. ¿Se quitarán? —pregunto.
—Con mi ayuda, por supuesto que sí. Te daré algo para que se te quiten en
menos de lo que piensas —esboza una sonrisa.
—Gracias, supongo.
No sé qué decir ni qué pensar. ¿Quién es ella? ¿Por qué quiere ayudarme?
—Sé exactamente cómo te sientes, yo pasé lo mismo —dice sentándose a mi
lado.
Me muevo incómoda pero a ella no le importa.
—Tienes suerte, aunque no lo creas. Aunque te veas ahora como la mujer
más desdichada del planeta, pronto verás que esto no es un infierno.
—¿Cómo puedes decir eso? Dos hombres me secuestraron, he estado
encerrada, atada y sin comer durante dos días —sollozo—. Me quitaron mi
vida, me trajeron a este lugar y no tengo idea de qué va a pasar conmigo. —
Me hago un ovillo en la cama y abrazo la almohada.
—Calma, preciosa, no llores. Sé cómo se ve al principio, pero te
acostumbrarás —dice acariciando mi cabello.
—¡¿Estás diciendo que eres feliz?! —pregunto con asombro.
—No precisamente, pero me he acostumbrado a mi realidad. Y pronto, tú lo
harás también.
Pronto lo haré. Sí, es probable, es sencillo acostumbrarse a algo. Incluso, si
es una desdicha. Enfermizo o no, es lo que a veces nos mantiene en pie.

Eso le pasó a Carol, quien tras seguir conversando se presentó y me contó


su historia:
Tiene veintidós años, lleva aquí seis. Todo comenzó en su último año de
instituto, cuando conoció a un hombre por internet y se enamoró de él. Su
nombre era Víctor Guzmán. El día que quedaron en verse, la trajo a esta casa.
«Cantamos en el auto, me veía como si fuera todo su mundo. Cuando dejamos
la ciudad, me colocó un pañuelo de seda en los ojos y me dijo que me llevaría
a un lugar especial» —me contó—. Hicieron el amor. «Al entrar, sentí que
algo extraño pasaba, pero estaba alucinada con él y su manera de verme, de
tocarme… me deseaba y yo a él». Se durmió entre sus brazos. Cuando
despertó, él ya no estaba. «Lo busqué por todas partes, pero nada. Me
encontraba sola. Intenté salir, pero todo estaba cerrado». Pasaron los días y,
cuando regresó, junto a su hermano, no la dejaron salir.
Durante estos años, intentó escapar más de tres veces, pero no logró pasar
de la habitación con las cajas. «Tenía miedo, a veces, eso me detenía. Un par
de veces me descubrieron. Finalmente, fui yo misma la que aceptó su destino.
Ya era demasiado tarde para tratar de escapar. Esta es mi vida ahora».

Después de un par de horas, Carol me explicó qué hago aquí. Hubiera


esperado cualquier cosa, menos lo que dijo. Al darse cuenta del tiempo que ha
pasado, se sobresalta y me indica que debo arreglarme para recibir a Billy.
Me hace entrar a un pequeño baño en mi habitación y me entrega la ropa,
zapatos y maquillaje que debo usar. Al entrar al baño me veo en el espejo y
confirmo lo que Víctor dijo en la camioneta: estoy hecha un desastre. Tomo
una ducha rápida, como me indicó Carol, y luego comienzo a arreglarme.
Termino y al verme en el espejo veo a otra persona. Parezco prostituta.
—Estoy lista —digo al salir de la habitación y toparme con las demás
mujeres de los hermanos Guzmán.
—¡Te ves fabulosa! —dice una.
—¡Qué guapa! —exclama otra.
—Mi trabajo ha terminado —dice Carol—. Ahora solo hay que esperar a
que traigan a Billy.
Algunas se esparcen dentro de las habitaciones. Carol toma mi mano y dice:
—Recuerda lo que hablamos, recuérdalo todo —besa mi frente y unas de
las chicas exclaman una expresión de ternura.

De nuevo en mi habitación, repaso lo que Carol me ha dicho. Según ella,


tengo menos de treinta minutos para memorizar lo que debo hacer para no
cometer errores. Hago una lista mental de toda la información:
Víctor y Edwin son hermanos y Billy es su hermanastro, hijo de una
amante de su padre.
Hubo una tragedia que hizo que Víctor y Edwin lleven a cabo esta vida
tan depravada de la que somos parte. Ninguna de las chicas sabe qué
ocurrió, ni siquiera Carol.
Somos quince mujeres. Yo seré exclusivamente de Billy.
Víctor y Edwin no podrán tocarme.
Hoy vendrá Billy por primera vez, es nuevo en esto.
Debo ser sumisa en todo momento.
No debo mencionar que Carol me ha dicho algo.
Cualquier error, puede significar mi muerte.

Trago saliva. Todo lo que Carol me dijo es demasiado para digerirlo en tan
poco tiempo.

¿Qué clase de juego macabro de la casita es esto? Secuestrar mujeres,


traerlas a una casa para servirles de amantes a ellos y mantenerlas encerradas
hasta que les dé la gana. Y claro, lo peor de todo: matarlas cuando ya no las
necesitan. Aunque Carol dijo que han asesinado a muy pocas en los últimos
años. Pero ¡joder! ¡Esto lleva más de seis años así! No quiero imaginar
cuántas mujeres han pasado por aquí. ¿Cuántos secuestros?,¿cuántas muertes?,
¿cuántos padres esperanzados en encontrar algún día a sus hijas?, ¿cuántos
familiares ya sin la esperanza de encontrarlas?, ¿cuántas mujeres olvidadas?
¡Dios, no! ¿Es ese mi destino?
—¡Melissa!
—¿Sí?
Carol entra a la habitación.
—Necesito que hagas algo. Debo decirte que esto no será sencillo, pero
debes mentalizarte desde ahora que a partir de hoy ya no serás la misma.
—No sigas. —Le pido, pero no parece escuchar.
—Cuando salgas de tu habitación, deberás armar una coraza de hierro en tu
corazón. No te enamorarás, tú no sufrirás. No serás golpeada, ni… —
comienza a sollozar y me doy cuenta de que es una experta en esto.
—¿Por qué tú? —pregunto. Ella intensifica su mirada.
—Llevo más tiempo aquí. Víctor confía en mí, conozco esto, los conozco a
ellos —traga saliva—, y sé cómo debe funcionar todo para que ustedes sigan
con vida.
—Pero no conoces a Billy.
—No, solo he escuchado lo que ellos han dicho. Billy es diferente.
—¿Por su edad?
—Probablemente. Pero puede que eso sea bueno para ti.
—¿Por qué? —pregunto desconcertada.
Pero nuestra conversación se detiene al escuchar un ruido procedente de
afuera.
—Son ellos, vamos.
Me jala del brazo y, casi corriendo, atravesamos el pasillo de las
habitaciones.

De cada puerta sale una chica y se une a nosotras. Salimos del pasillo
mientras Carol se asegura de que estén todas. Se detiene en seco.
—¡Faltan las dos chicas nuevas! —exclama.
—Deben estar en su habitación.
—¡Joder, vamos! No podemos ir sin ellas.
—¿Ir a dónde? —pregunto.
—Al cuarto con las cajas —dice Carol mientras se dirige al pasillo de las
habitaciones de nuevo.
Todas la seguimos y nos detenemos frente a la habitación de Sara y Violeta.
Al entrar, veo a dos mujeres que se me hacen conocidas.
—Chicas, por favor. Debemos ir —dice Carol.
Están abrazadas en el suelo llorando. Si alguna vez tuvieron maquillaje en
sus rostros, no queda nada.
—No queremos verlos.
Carol suspira.
—Sé que lo que pasó ayer fue difícil, Violeta, pero…
—¿Difícil? —la interrumpe—, los dos abusaron de nosotras como
quisieron.
—Escuchen las dos —dice con calma—, sé que no deseaban esto. Ninguna
de nosotras lo hizo. Pero es lo que tenemos, la vida no fue justa con nosotras,
pero tenemos que seguir adelante.
—No es posible—responde Sara, la chica que no había hablado.
—Sí es posible. Todas las que estamos aquí sabemos que lo es. No se trata
de ser felices, sino de sobrevivir.
—¿Son ustedes las dos chicas a las que secuestraron cerca de San
Sebastián, cierto?
—Somos nosotras —dice Violeta.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Sara.
—Salieron sus fotografías en el periódico la mañana en que me
secuestraron.
—Así que tú también —dice Sara lanzando un suspiro.
—Sí, y les diré algo —respiro profundo y trago saliva—: vamos a salir de
aquí. Les prometo que no nos acostumbraremos a esto. No vamos a pasar
mucho tiempo aquí. Saldremos vivas. Todo va a estar bien.
—Todas dijimos eso alguna vez —dice una mujer al lado de Carol.
—No han sabido mantener la esperanza —replico.
—Tú ni siquiera sabes a qué te estás metiendo.
—Cállate —ordena Carol—, todas hemos tenido esperanza, y cada quien la
ha ido perdiendo porque ha querido —se levanta del suelo—. Pero quizás la
esperanza que tú tienes —dice refiriéndose a mí—, será como nuestra
costumbre, lo único que te mantenga con vida. Vamos, no podemos perder más
tiempo.
Sara y Violeta se levantan del suelo, limpian su rostro y, cabizbajas,
caminan detrás de las demás. Me quedo de último, preguntándome cómo es
posible que alguien se resigne a morir en vida. Porque si de algo estoy segura,
en medio de este desastre, es que esto no es vida.

Atravesamos los tres pasillos de la casa hasta llegar a la entrada del salón
donde se encuentran las cajas apiladas. Carol saca unas llaves del medio de
sus pechos y abre la puerta. Las quince entramos y nos quedamos al lado de la
pared observando las cajas. Por un costado, la figura de un hombre aparece, es
Víctor, el de barba. Por el otro, aparece Edwin, el del tatuaje.
—¿Dónde está Billy? —pregunto a Carol en un susurro.
—Shhh... ya aparecerá.

Y entonces, aparece.
Un hombre alto, musculoso y rubio sale detrás de Edwin. Tiene una
apariencia más joven que la de sus hermanos. Camina despacio hacia nosotras
con las manos en los bolsillos y una mirada fulminante que siento que va
dirigida hacia mí. Tiemblo, mi cabeza da vueltas y cierro los ojos con fuerza.
Un pellizco hace que los abra de nuevo, Carol alza la mirada como
diciéndome «no hagas eso». Volteo a ver a las demás, todas tienen la mirada
fija al frente.
Los tres hombres visten de negro, tienen guantes y lentes de sol. Víctor se
quita los lentes y avanza hacia Carol, a ella se le acelera la respiración, ese
hombre la intimida. A un pie de distancia, él respira profundo. Carol traga
saliva, se muerde el labio sensualmente y lo besa. Pasmada los veo de reojo,
tengo miedo de voltear. Él se separa de ella, se aleja y comienza a reír.
—Sonrían, chicas, ni que fuera un funeral —dice mientras continúa riendo.
Su risa me produce náusea. Es escandalosa y burlona, pero intimidante.
—Hermano, ya era hora de que te unieras a la familia. —Le dice Edwin a
Billy acercándose a nosotras.
Billy se arremanga la camisa hasta los codos. Parece incómodo, se nota en
su mirada.
—¿Te comieron la lengua los ratones, eh? ¿Qué te ocurre? —Le pregunta
Víctor mientras toma de la cintura a Carol y ella se arrima a él.
—Anímate, te trajimos un perfecto regalo de cumpleaños.
Edwin se acerca a mí y me jala de la cintura pero es tan brusco el
movimiento, que no puedo sostenerme sobre mis tacones y caigo de rodillas al
suelo.
—¡Ja! ¡Hasta resultó sumisa! —dice Víctor y se echa a reír.
Edwin ríe. Todas ríen. Parece que el hecho de que ellos hagan algo,
significa una orden para que ellas los sigan.
Me quedo paralizada, el mundo se detiene. No existe nada ni nadie más.
Solo yo, tumbada en el suelo abandonando mi dignidad. De pronto, siento
pasos fuertes acercándose a mí.
—Levántate. —Me ordena Billy, tendiendo su mano para ayudarme.
Sigo la orden. Las risas de todos se detienen. Todo se detiene, ahora solo
existimos Billy y yo.
Me levanta con dulzura y yo me envuelvo en sus brazos sin detenerme a
pensar en lo que estoy haciendo. ¿Qué me ocurre? ¿Por qué lo abrazo?
«¡Reacciona, Melissa!» Pero nada, no entro en razón. Me aferro a él, como si
lo conociera de toda la vida. Siento que me devuelve el abrazo, un abrazo que,
ilógicamente, sabe a cariño. El brazo de Víctor empuja a Billy, nos separa y
salgo lanzada hacia un lado.
—¿Qué te pasa, imbécil? —grita Víctor, mientras Billy se recompone de la
sacudida que su hermano acaba de darle.
—¿Qué te pasa a ti, Víctor? ¿Qué carajos es todo esto? —grita Billy
molesto, como si en realidad estuviera sorprendido de todo el teatro que está
presenciando.
—No te hemos traído aquí para que armes un cuento de hadas, idiota. —Le
dice Edwin.
—¿Qué carajos están haciendo, imbéciles? Tienen a todas estas mujeres
vestidas como prostitutas y me han dicho que es mi regalo de cumpleaños,
¡¿qué es esto?! —grita indignado.
He vuelto al lado de las demás, que miran asustadas el espectáculo que
montan los tres.
—Ella es tu regalo, mal agradecido —dice mirándome.
Carol me empuja hacia ellos.
—¡¿Mi regalo?! —pregunta mientras se acerca a mí.
Sus ojos se funden con los míos. Comienzo a temblar.
—Feliz cumpleaños —digo en un susurro.
—No puedo creer esto, están haciendo lo mismo que... —Se detiene.
—Eso, cállate. Y no te hagas el santo, que aquí los tres sabemos que dentro
de ti, yace la misma basura que hay en nosotros. —Le dice Víctor mientras
alza la mirada hacia el techo y frunce el ceño.
—Escucha, Billy, esta es nuestra vida —dice Edwin—, y también es la tuya.
Toma a la chica, hazla tuya, demuéstrale quien manda.
—Y deja de jodernos la vida —termina por decir Víctor.
—Eres una basura —dice Billy. Luego, le escupe en el zapato a Víctor.
Él cierra los ojos por un momento. Respira profundo y, cuando los abre de
nuevo, sus ojos arden de furia. Intenta golpearlo, pero Carol corre a su lado y
lo detiene tomándole el brazo y acariciando su cuello.
—Pues desde ahora eres parte de esta basura también. Y cuidado y corres,
pues no me costaría nada meterte una bala en la cabeza.
—Eres un desagradecido, te hemos conseguido esta belleza y tú no haces
más que insultarnos —dice Edwin.
—No puedo creer que tú también estés metido en esto.
—Ya, es suficiente. Escucha Billy, si quieres cógetela. Si no, yo me puedo
encargar muy bien de ella. Lo único, es que de aquí ya no sales hasta que
cambies de actitud. Eres uno de nosotros, eres esto que ves —dice alzando los
brazos—. Acéptalo.
Victor camina hacia el interior con Carol.
—Pueden hacer lo que quieran, chicas. Se ven hermosas.
Todas regresan apresuradas. Edwin agarra a Sara del brazo, ella me lanza
una mirada que grita «auxilio» y se me parte el corazón.
—Vamos —dice Billy.
—¿A dónde? —pregunto, sabiendo lo estúpida que es mi pregunta.
—A la habitación a que te coja —dice mientras sonríe, pero no con malicia,
sino con burla.
No puedo evitar preguntarme qué carajos pasa aquí.

Entramos a una de las habitaciones del primer pasillo, la última, en la


esquina izquierda al lado de la entrada. Billy me lleva del brazo, pero no me
trata con dureza. Por primera vez en días siento que me tratan con amabilidad.
Claro, Billy no es como sus hermanos. Quiero creer que él es diferente.
—Quítate la ropa.
Me quedo helada delante de una gran cama con sábanas rojas y almohadas
blancas.
—Vamos, no tengo tanto tiempo, terminemos con esta estupidez.
Sus ojos se ven acuosos, su mirada inspira miedo y su voz es casi un
susurro.
—Tú no quieres esto, tú no eres como ellos —digo esperanzada de no haber
cometido un error.
—Te dije que te quitaras la ropa, no me hagas arrancarte ese vestido de
puta.
Sus ojos azules me parecen haberse tornado de un color más oscuro. Sus
pupilas se dilatan.
—Escucha, sé que no soy quien para hablar pero...
—Exacto, no eres quien para decir nada —dice mientras se saca los
zapatos, se baja el pantalón y arranca de un jalón su camisa, quedándose solo
en un bóxer negro.
—Escucha, no hagas algo de lo que puedas arrepentirte —trago saliva y mi
respiración se agita.
—Cállate —dice mientras se lanza sobre mí y de golpe rompe mi vestido,
dejándome solo con la lencería que Carol me dio.
—Espera... —Le pido entre sollozos. Mi cuerpo casi desnudo tiembla.
—¡¿Qué?! —grita.
Sus ojos enfurecidos me aterran, pero distingo algo más, parece no querer
hacerlo.
—No soy virgen. Puedes hacerme lo que quieras, puedes usarme como lo
que aparentemente soy: una prostituta, pero veo en tus ojos que no quieres
hacerlo, no pareces una mala persona.
Él suspira. Cierra los ojos y cuenta en voz baja hasta tres. Cuando los abre,
me mira fijamente. Sigo tumbada debajo de él y veo su fragilidad.
—Tienes miedo —digo.
—Vístete —dice levantándose.
Me suelta, puedo salir de la habitación. Pero no lo hago. En cambio, me
quedo inmóvil en la cama, mientras lo observo caminar de un lado a otro.
Ajeno a mí, se sienta en la orilla de la cama. Inclina su cabeza y oculta el
rostro entre sus manos, tan grandes y delicadas a la vez, me recuerdan a las de
Ian.
—¿Qué pasa? —pregunto.
No tiemblo más, mi respiración se normaliza y mi corazón ha vuelto a su
ritmo habitual. Por un momento dejo de sentir miedo.
—¿Quién te crees tú, eh? —pregunta con displicencia.
—No te tengo miedo —digo y saco el aire que llevaba contenido durante
diez segundos.
—Deberías, soy un monstruo. O me convertiré en uno.
—No eres igual a tus hermanos, lo has demostrado allá afuera hace un
momento —digo mientras me acerco lentamente a él.
—No te acerques —dice interrumpiendo mi movimiento—. No sabes quién
soy, en cualquier momento puedo hacerte daño. Así que vete y si te preguntan,
diles que te he cogido hasta que te he hecho sangrar. Sal de aquí llorando,
diles a todos que te sientes mal y vete a tu habitación. No te quiero ver ahí por
los pasillos, ¿está claro?
Sin decir nada, tomo mi vestido roto y salgo de la habitación.

Y sin necesidad de fingir, lloro como una niña. Sin necesidad de mentir,
digo que me siento mal. Me acurruco en mi cama y duermo profundamente.

—¿Ian, eres tú?


—Sí nena, soy yo. Aquí estoy. —Me dice el amor de mi vida, mientras entra
por la puerta.
—Ian, ¡por Dios, estás aquí! —digo mientras me acerco a él.
—Todo está bien. Superaremos esto, ellos no te harán daño.
—¿Dónde están? —pregunto mientras lo abrazo fuertemente.
—Lejos, donde no pueden hacerte daño. Ven, eres libre —dice y me besa
con dulzura.
—¿Cómo me encontraste?
—Te encontraría así estuvieras en el último rincón del mundo, Mel. Jamás
te dejaré sola.
—Promételo. —Le pido.
—Te lo prometo, nena.

Despierto sobresaltada al verme sola. Lloro en silencio recordando mi


sueño, se sintió tan real. Ian, el hombre al que amo me ha prometido en sueños
que me buscará y llegará hasta mí. Lloro con fuerza. Quiero creer en sus
palabras, pero no puedo. Sé que Ian no entrará como Superman a rescatarme.
Me pregunto qué estará haciendo en este momento. La última vez que hablé
con él le dije lo que había pasado, pero ni siquiera sé si me escuchó. Y si lo
hubiera hecho, ¿qué podría hacer por mí? Nada. Es probable que me llore y se
lamente por haberme perdido durante un par de semanas. Pero con el tiempo
perderá la esperanza de que vuelva a su lado y me olvidará.

¿Y mis padres? ¡Oh Dios! ¡Estarán muriendo de preocupación! Puedo


imaginarlos esperando la llamada de la policía para informarles que mis
restos fueron encontrados debajo de un puente. Eso jamás pasará. Morirán
junto al teléfono esperando, mientras yo estoy aquí, viva, sin poder decirles
que aún tienen una hija que los recuerda. A decir verdad, no sé qué sea peor, si
morir o vivir bajo esta maldita incertidumbre de no saber qué pasará conmigo.

Entonces viene a mí una idea: huir. ¿Qué tan difícil puede ser? O más bien,
¿qué pierdo con intentarlo? Nada puede ser peor que esto. Miro hacia la
puerta, que me incita a salir, pero recuerdo lo que Billy dijo y me detengo.
Luego me reprendo, «¿quién es él para ordenarte algo? No tiene derecho
alguno sobre ti». Con determinación me levanto de la cama, me acerco al
ropero al lado de la puerta que está lleno de ropa y busco algo que ponerme
que no parezca ropa de prostituta. Encuentro unos jeans y una playera ajustada,
no encuentro zapatos que no hagan ruido, así que salgo descalza.

Los largos pasillos, se ven más tenebrosos en la oscuridad sosegada de la


noche. Las ventanas que casi tocan el techo, dejan ver la luna llena, que se
encuentra amarilla y más grande que otras noches. Imagino lo hermoso que
sería estar afuera, ver la luna y sentir el aire fresco en mi cara. Camino de
puntillas pasando frente a las habitaciones de las demás, que probablemente ya
estén dormidas. Giro hacia la izquierda y me encuentro en el siguiente pasillo,
el que conduce al pasillo principal. Despacio, paso frente a la habitación de
Víctor y Edwin. Seguido, estoy frente a la habitación de las cajas.
Pero, qué estúpida soy, ¿cómo pienso abrirla? No tengo las llaves.
Me decepciono, pero una luz amarilla al fondo del pasillo llama mi
atención. Me acerco lentamente, temerosa y con sigilo. Paso frente a la
habitación de Billy rezando porque no salga de pronto y me vea. La puerta de
la habitación de donde proviene la luz está abierta, me asomo un poco para
observar el interior.

Es la cocina. Billy se encuentra sentado en un desayunador blanco con un


pedazo del pastel que Víctor y Edwin me llevaron hoy en la mañana. Agito mi
cabeza al recordar ese momento y ese lugar, pero la pregunta de en qué
momento regresaron por el pastel, se cuela en mi cabeza.
—¿Quién está ahí? —pregunta Billy interrumpiendo mis pensamientos.
Me quedo helada pero aun así, en un acto casi suicida, decido hablarle.
—Soy Melissa —digo entrando a la cocina.
—¿Qué carajos haces aquí? Fui muy claro al decirte que...
—También es mi cumpleaños. —Le digo bajando la mirada.
—¿Qué dices? —Me mira triste, su mirada ha cambiado.
Sus ojos azules me ven y siento como su color se hace cada vez más claro.
—Cumplo dieciocho, igual que tú.
Lanza un suspiro.
—Acércate —dice y jala un banco alto igual al de él.
Me acerco y me siento a su lado.
—Feliz cumpleaños —dice irónico.
—Lo mismo digo —respondo.
—Sabes, lamento lo que has tenido que pasar.
—¿Perdona? —Le digo como despertando de un sueño.
—Yo no sabía nada de lo que mis hermanos habían estado haciendo… —me
dice y deja de comer—. Come —dice pasándome en un plato, la mitad del
trozo de pastel que estaba comiendo.
—¿Entonces cómo sabes cómo funciona todo esto? —Le pregunto mientras
le doy una bocanada al pastel.
—Lo sé porque mi... —Se detiene.
—Dime, quiero saber. —Le suplico.
—No —me dice secamente—, y más te vale dejar de preguntar.
—¿Qué me harás si no dejo de preguntar? —Le pregunto y me atraganto de
pastel luego de recapacitar en lo que acabo de decir.
Él se levanta.
—Ser como ellos.
—Basta con que te mires en este momento, para que te des cuenta de que ya
lo eres —digo asustada.
Se dirige hacia la refrigeradora que brilla como un espejo, inclina en ella su
cabeza y regresa su mirada a mí.
—Lo siento —dice y sale de la cocina.
Me quedo frente al plato y el banco vacíos, que me hacen pensar en lo sola
que me siento. Con un pesar que me cansa, me levanto del banco y apago la luz
de la cocina. Resignada, entre la oscuridad y el silencio, recorro los pasillos
hasta llegar a mi habitación.

Amanece. A lo lejos escucho ruido en la cocina; platos siendo colocados,


pasos y bullicio de las chicas. Me estiro, qué bien se siente. Me levanto,
haciendo mía esta rutina que me parece ya tan normal, entro a la ducha y en
menos de cinco minutos ya estoy destilando agua por la alfombra.
Huelo a jazmín y vainilla, una fragancia que nunca antes había sentido, pero
que me agrada. Es la que a Billy le gusta, según Carol. Me visto con una blusa
tipo corsé, unos jeans que marcan exageradamente mis caderas y unos tacones
tan altos que siento que me iré de bruces al dar el paso. Doy vueltas en mi
habitación, tratando de acostumbrarme a los zapatos. Bien, puedo caminar. Me
dejo el cabello así, sin peinar, no me importa. En realidad, ¿por qué me estoy
arreglando? ¿Para que Billy esté feliz? ¡Qué estupidez! Pero recordando las
palabras de Carol, decido seguir las reglas. Hoy no tengo ganas de morir.

Salgo de la habitación y camino por el pasillo como si fuera mi casa.


Aunque parezca tonto, no hallo la diferencia, quizás aún estoy dormida. O
peor, me estoy acostumbrando. La idea me hace retorcer el estómago, aunque
puede que sea el hambre. Al acercarme a las habitaciones de Víctor y Edwin,
me pregunto por qué he salido. Fue un impulso y sentí que debía responder a
él. En el pasillo principal, para mi suerte, que últimamente no ha sido muy
buena, me encuentro con Billy. Está saliendo de su habitación y al verme se
exalta.
—¿Qué haces aquí? Ayer te dije que no te quería vagando por los pasillos.
Creí haber sido claro.
Su voz es desafiante. Pero no le temo, su mirada perdió fuerza, se ve
cansado.
—El ruido me despertó. Y tengo hambre —digo vacilante y dirigiendo mi
mirada hacia la cocina.
—Lo sé, yo también. Vamos a comer, pero después de te irás a tu
habitación.
—Como quieras, no es que me importe realmente estar aquí o allá. El
infierno es esta maldita casa.
Hago ademán de seguir caminando, pero Billy me jala de la cintura y me
entra a su habitación. Cierra la puerta detrás de él y yo lo veo asustada. Con
fuerza me lanza hacia la cama y se para delante de mí con autoridad.
—Escucha —dice respirando profundamente para calmarse—, no puedes
tener esa actitud, ¿dónde crees que estás? Esto no es un juego. Tu papel aquí es
el de una chica sumisa, indefensa. Si no, no sirves para estar aquí.
—¡Pues bien! Si no sirvo, déjame libre. —Le digo desafiante.
—¿Crees que no quiero? En este momento, soy tan prisionero como tú.
—No entiendo —digo levantándome de la cama.
—No tienes que entender, solo obedecerme —abre la puerta de la
habitación—. Cuando salgas, no hables con nadie, ve por tu comida, come y
vete a tu habitación. Yo llegaré más tarde.
—¿A «cogerme» como ayer? —pregunto alzando una ceja.
—A cogerte de verdad, si no callas esa boca —dice molesto y me obliga a
salir.
Salgo y hago lo que me dijo: tomo mi comida, como lo más rápido que
puedo y voy directo a mi habitación. Y como idiota, quizás por no tener nada
mejor que hacer, lo espero.

Escucho un ruido fuera de mi habitación y me incorporo en la cama. Pienso


que es Billy pero, cuando la puerta se abre, entra Carol, quien me mira
sonriente.
—¿Podemos terminar nuestra conversación de ayer? —pregunta sentándose
en la cama.
—¿Terminar? —pregunto confusa, no recuerdo haber dejado pendiente nada
con ella.
—En realidad, solo buscaba una excusa para hablar contigo. ¿Estás bien?
—Ni bien ni mal, respirando.
—Ayer me quedé preocupada. Regresaste de la habitación de Billy hecha un
mar de lágrimas, ¿qué ocurrió? Luego del show que le montó a sus hermanos,
creí que no te tocaría.
—Pues ya ves —digo suspirando—, es igual que ellos —miento sin
entender el porqué.
—No es cierto, puedo ver que Billy es diferente. Vi lo de hoy en la mañana.
—¿Qué viste? —pregunto asustada.
—Cuando te dirigías hacia la cocina y él te introdujo a su habitación.
—Ah, eso —digo sorprendida, no sabía que alguien había visto la pequeña
escena que habíamos tenido.
—Sí, eso. Y solo con eso, puedo darme cuenta de la diferencia que existe
entre él y los otros.
—¿Por qué? No tienes idea de lo que pasó ahí dentro.
—No importa lo que pasó, importa que quiso privacidad. Pudo haberte
gritado o golpeado sin importarle dónde estaban o quién los viera. Víctor me
hubiera abofeteado frente a todos.
—Para mí es igual. Me tiene prisionera, eso lo convierte en uno de ellos.
—¿Qué estás ocultando? —dice con tono desafiante.
—Nada, solo sigo tus consejos —respondo igual que ella.
—¿Qué consejos? Traté de demostrarte que podías contar conmigo.
—No. Me dejaste claro que debía obedecer a Billy. Si no, podía morir. ¿Me
equivoco?
—No, no te equivocas.
—Eso hice. Ahora lo obedezco sin importar nada —digo con el corazón en
la mano.
Quiero confesarle que él no es igual, que no me ha hecho daño, pero no me
atrevo. Billy fue claro al pedirme que lo haga parecer igual a sus hermanos,
por algo será.
—Entonces él es igual a Edwin y a Víctor, ¿no?
—Aquí todos son la misma porquería, Carol, incluyéndonos a nosotras —
digo con un nudo en la garganta y ganas de aferrarme a alguien.
Estúpidamente, a Billy.
—Como digas, Melissa. Te dejo, creo que está de más que hable contigo.
Hasta el almuerzo.

Bien, se ha ido. Puedo tranquilamente echarme a llorar. ¿Qué he hecho?


Después de esto va a odiarme. Me pregunto por qué me importa, entonces el
recuerdo de la pelea de Víctor y Billy viene a mi mente. Unas caricias de
Carol hicieron calmar a Víctor. Sin que se de cuenta, tiene poder sobre él.
Debo tenerla de mi lado.
El día ha pasado sin darme cuenta. No almorcé, decidí obedecer a Billy y
quedarme en la habitación. Lo he esperado durante toda la tarde, pero nada.
Quizás me mintió, no vendrá. Caigo en cuenta de que he estado observando la
puerta durante horas y me reprendo: «¿qué pasa contigo, Melissa? Es mejor
que no se aparezca por aquí, no puedes estar esperando ansiosa a quien te ha
secuestrado, ¡reacciona!»
Un par de golpes en la puerta me estremecen.
—¡Hey! Abre —dice la inconfundible voz áspera pero delicada de Billy.
Pego un brinco y me levanto de la cama.
—Entra —abro la puerta y rápidamente se sienta en la cama—. Pensé que
no vendrías —mi voz suena temerosa.
—Si no vengo, vendrán ellos —responde sacando un paquete de galletas de
su bolsillo.
Las veo con asombro.
—¿Has salido? —pregunto indignada.
—Las he sacado de la oficina de Víctor. Noté que no saliste a comer, bien
hecho.
—¿Y me felicitas dándome galletitas? —pongo los ojos en blanco—. No
soy un perro.
Él sonríe y me tiende la galleta.
—Por favor, come algo.
Tomo, resignada, la galleta.
—¡Gracias, amo! —digo sarcástica.
—Necesito que sepas algo —dice recostándose—, no soy como ellos...
—Lo sé —lo interrumpo.
—Déjame terminar. No soy como ellos, pero debo hacerles creer que sí lo
soy.
—Para irte de aquí, ¿no es así? —pregunto con cierta rabia en mi voz.
—Para irme y dejarlas libres —arquea una ceja.
—¿Esa es tu idea? —Mi sorpresa es evidente.
—No puedes abrir la boca, nadie debe saber esto, ¿está claro?
—Sabes que si las liberas, irán directo a la policía, ¿verdad?
—Es probable —dice con indiferencia.
—Víctor y Edwin irán a prisión.
—Es una opción.
—¿No te importa?
—Claro que me importa. Es por eso que no dirán nada y, si lo hacen, jamás
los encontrarán. —Se estira en la cama.
—¿Cómo harás eso?
—¡Deja de hacer tantas preguntas! —exclama en un intento de parecer
molesto—. Lo único que necesito de ti es que sigas como hasta ahora, hazles
creer que soy un monstruo.
—¿Por qué no eres uno?
—¿Quieres que lo sea? —alza las cejas sorprendido.
—¡Claro que no!
—Entonces no me provoques. No soy como ellos, pero no me costaría
serlo. Lo hago por ti.
—¿Por mí?
—Eres tan dulce, tan delicada, no puedo ser cruel contigo. Pero a la vez
eres tan fuerte y retadora —dice acercándose a mí poco a poco.
Yo me paralizo.
—¿Fuerte? Estoy hecha pedazos.
Y sin darme cuenta ya estoy en sus brazos.
—Lo sé, pero… —Se detiene.
Maldita costumbre que tiene. Siempre que está por decir algo, quizás
importante, se detiene. Además me aparta, dejándome sola en la cama, sin sus
brazos a los que me aferraba. No entiendo por qué, pero me gustan, me hacen
recordar a Ian.
—¿Te vas? —pregunto displicente.
No quiero que note que su rechazo me duele. Él me mira sombrío, abre la
puerta y se vuelve hacia mí.
—Jamás vuelvas a abrazarme.

La noche transcurre fría, tácita, y más lúgubre de lo habitual. Abrazo mis


piernas para sentir calor, pero no funciona, el frío atraviesa las sábanas y me
hace temblar. De pronto, escucho una de las puertas de las otras habitaciones
abriéndose, se oyen pasos y luego se pierden en el silencio. Minutos después,
escucho jadeos y gritos de ¿placer? ¿Dolor? No lo sé. Lo que sí sé, es que
Víctor o Edwin fueron a quitarse el frío con una de las chicas. No puedo evitar
sentir tristeza por ellas y, a la vez, sentirme afortunada. En este tiempo ninguno
de estos tipos asquerosos me ha puesto un dedo encima. Solo espero que nunca
ocurra. Ciegamente, confío en Billy, y me enojo conmigo por ello.

No puedo dormir, creo que ya es de madrugada y esto está acabando


conmigo. No quiero estar despierta, tampoco quiero dormir. Estar despierta
significa pensar y estar dormida significa soñar. No quiero amanecer de nuevo
gritando, porque veo en mis sueños todo lo que no pasará. Nadie entrará a
decirme que todo estará bien y me sacará de aquí. Estoy sola, y siento que me
quedaré así el resto de mi vida.

No siento cuando amanece, hasta que la puerta se abre lentamente. Es Billy


trayendo mi desayuno.
—Hablabas en serio cuando dijiste que no saliera de la habitación —digo
bostezando, estoy despertando.
—Siempre hablo en serio, Melissa —dice.
Su mirada es fría, entra y deja una bandeja con comida sobre la cama.
—¿Comerás conmigo? —pregunto.
Él no responde, solo se sienta en silencio y come.
Comemos en el silencio de un momento absurdo entre secuestrador y
secuestrada. La idea parece estúpida, pero es cierta. Pero aunque la compañía
me sienta bien, necesito hablar con alguien. Ya estoy cansada de solo escuchar
voces en mi cabeza. Quiero que hable. Necesito saber algo de él, quiero saber
sobre su vida, su infancia. Necesito entender.
—¿En qué tanto piensas? —pregunta.
Aislada en mis pensamientos, he dejado de comer y noto que eso le molesta.
—En nada.
—Sí, claro —dice sarcástico—. Dime, ¿en qué pensabas?
—En que extraño conversar con alguien.
—¿Acaso estoy pintado?
—Tú vienes, te sientas y comes en silencio. Sí, pareciera que eres un puto
adorno.
—¿En serio quieres hablar conmigo? ¿Te estás escuchando?
—Sé que parece ridículo, pero lo necesito. No sirves de nada si te sientas
en silencio y ni siquiera me miras. ¿Acaso tienes idea de lo que siento?
No encuentro la forma de hacer que me entienda. Temo que se enoje y
pierda los estribos por lo que he dicho, así que callo y bajo la mirada. Espero
a que diga o haga algo, exhala fastidiado y luego habla:
—No puedo darte lo que pides. ¿De qué podríamos hablar?
—Sobre cómo inició toda esta mierda —digo y me arrepiento al instante.
Su mandíbula se tensa. Espero un regaño, pero solo se levanta de la cama,
toma la bandeja con los platos y sale sin decir nada.

Creo que lo he jodido todo. Terminó el día y no volví a verlo. Siento que
pierdo la esperanza, cada vez veo más lejana la posibilidad de escapar. Creía
que Billy era distinto, que me dejaría acercarme a él, entenderlo. Pero no, sigo
sin descifrarlo porque, al primer intento, se fue y no regresó. Quizás no vuelva
y yo me quedaré aquí por el resto de mi vida. Que, a veces, siento que durará
poco tiempo. Me asusto ante la idea.

Cambiando mis emociones, decido molestarme con Billy, quizás de esa


forma su rechazo me duela menos. Salgo en busca de Carol, con ella puede
que encuentre lo que Billy me negó. «Sí, Billy, saldré de mi habitación,
¿quieres hablar de eso?».

Decidida salgo por el pasillo. Está oscureciendo. Me detengo frente a la


habitación de Carol y me pregunto si hago bien en buscarla. La última vez que
hablamos, no terminó nada bien. Pero sin importarme, toco la puerta. No abre.
Toco de nuevo, tal vez esté dormida. Me acerco a la puerta para escuchar
algún sonido dentro, pero solo hay silencio. Me desilusiono, supongo que
estará con Víctor.

Un portazo cerca de mí me sorprende.


Miro a Edwin salir de la habitación de una chica y escucho sollozos
provenientes del interior. Siento asco. Él ríe.
—¿Qué haces aquí? —pregunta acercándose.
—Yo... nada, estaba buscando a Carol —digo mientras mi corazón se
acelera y mis piernas comienzan a temblar.
—Está cogiendo con Billy.
—Dirás con Víctor —corrijo.
—No, cariño, con Billy. Víctor no está y Billy ha aprovechado la
oportunidad para estar con ella.
—No es cierto —digo con una lágrima traicionera cayendo por mi mejilla.
—¿Acaso creías que él era solo para ti?
—¡Él es diferente! —grito y me echo a llorar.
—¿No te ha tocado, cierto? ¡Es un marica!
—Él no es como ustedes.
—Él es la misma mierda que nosotros, cariño. ¡Imbécil! Te tuvo para él
solo y prefirió cogerse a otra —ríe—, bueno, sería una lástima desperdiciarte.
—Se acerca cada vez más a mí mientras yo me alejo lentamente.
De golpe, jala mi brazo con brusquedad. ¡Mierda! Las marcas en mis
muñecas aún duelen.
—No me toques, por favor, no me toques.
—Si el idiota de Billy no te ha dado lo que necesitas, no te preocupes, yo lo
haré —dice besándome el cuello.
Comienzo a gritar.
—¡Suéltame! ¡Ayuda! ¡No!
Una de las chicas sale de su habitación y mira la escena.
—¡Entra a tu habitación! —le grita y ella obedece—. Ahora tú vienes
conmigo, amor —dice manoseándome toda.
Intento soltarme de él, pero no lo consigo.

Entramos a mi habitación, me tiene agarrada del cabello, sujetando mis


brazos. Me lanza hacia la cama, luego de colocar el cerrojo. Escucho que se
baja el pantalón. Estoy sobre la cama llorando boca abajo, siento que se sube
a ella y acaricia mis piernas. Giro y lo pateo desesperada.
—¡Maldita puta!
Toma mis piernas, las coloca entre las suyas y me aprieta con fuerza,
evitando que pueda moverme. Comienza a quitarme el vestido que tengo
puesto. Trato de forcejear con él, pero su fuerza me gana. Grito como loca, no
sé qué más hacer. No se preocupa por tapar mi boca, sabe bien que nadie
vendrá por mí.
—¡Ya, por favor! ¡Suéltame, maldito! —trato de patearlo pero sigue
teniendo aprisionadas mis piernas.
Goza con mi sufrimiento, puedo notarlo. Bajo la mirada en un acto de
inercia y veo su miembro. Cierro los ojos con fuerza, mi estómago se retuerce
y mi corazón se encoge. Tengo ganas de vomitar.
Va a violarme y no puedo evitarlo. Grito, pero es en vano, nadie viene en mi
auxilio. Se burla de mí, sujeta y alza mis manos, deteniendo los golpes que le
he estado dando en el pecho. Saca el vestido por mi cabeza. Quedo solo en un
traje de encaje color rojo, que me quita de un tirón. Luego recorre mi cuerpo
con su boca, siento asco y repugnancia. Si tuviera un arma en este momento, no
dudaría en matarlo.
Me da vuelta, yo quedo boca abajo de nuevo. Grito fuertemente. Baja de la
cama, toma mis piernas y me arrastra hacia él hasta que mis piernas quedan
fuera. Solo mi torso queda tendido, me aferro con fuerza a las sábanas y lloro
sin control. En esta posición, no puedo hacer nada. Volteo mi cabeza hacia la
derecha, veo la puerta y cierro los ojos. Me resigno.

Siento sus grandes manos en contacto con mis glúteos, son ásperas. Me
atraganto con mi saliva, mis lágrimas caen en la sabana oscureciendo su color,
mientras siento que su miembro roza mi vagina. Se acerca más. Lento, sabe
que tiene tiempo, no hay prisa.
En un último intento por soltarme, trato de voltearme, pero oprime con sus
manos mi espalda.
—¡No te muevas! —grita.
Me cuesta respirar. La fuerza que ejerce sobre mí me produce dolor. Dejo
de luchar. Es demasiado. Me aprieta con fuerza. Siento cómo me penetra sin
refreno, dejando que el peso de su cuerpo me empuje. Duele. No puedo
evitarlo, esto está pasando. Lo siento salir de mi y con violencia vuelve a
penetrarme.

Escucho gritos desde afuera de la habitación. Un fuerte ruido, seguido por


un golpe. La puerta de mi habitación se abre y entonces lo veo: Billy está ahí,
sudado y con la mirada llena de furia, tiene las manos empuñadas y mira con
odio a su hermano. Edwin sale de mí rápidamente, pero aún me sostiene.
—¡Quita tus asquerosas manos de ella, maldito animal! —Le grita
fuertemente.
—Mejor vete, Billy, no nos interrumpas —responde Edwin como si su
presencia no le importara.
Billy corre hacia él y lo toma por la espalda, lanzándolo a la pared. Sigo
tendida en la cama, no sé qué hacer, solo lloro frenética.
—¡Sal de aquí! —Me grita.
Me levanto a tropezones, siento dolor. Me detengo en la salida, lo miro por
unos segundos y salgo de ahí.

Carol me espera frente a su puerta, me hace entrar y me acobija. Caigo al


suelo, ella se arrodilla a mi lado y me abraza. Me consuela, pero ninguna
habla, no es necesario. Nos quedamos ahí, esperando a que los gritos y la
pelea cesen. Carol no puede con la angustia, se levanta y sale de la habitación,
yo la sigo.
Los dos siguen en el suelo, Billy amenaza con matarlo y Edwin saca de su
pantalón, que se encuentra en el suelo, una navaja.
—¡No! —grito.
Carol se agita, camina en dirección a ellos, pero Víctor entra y la hace a un
lado.
—¡¿Qué carajos pasa aquí?! —grita a sus hermanos y nos ve, exigiéndonos
una respuesta.
—Edwin trató de violar a Melissa —responde Carol temblorosa.
Cierro los ojos al escucharlo. Víctor ríe burlón.
—¡Malditos imbéciles!
Entra a mi habitación y cierra la puerta.
Han pasado más de diez minutos. Carol y yo nos encontramos en su
habitación, ambas nerviosas por lo que estará pasando en la mía, donde los
tres hermanos siguen juntos. No sabemos qué sucede, no logramos escuchar
nada.
—Una de nosotras debería intervenir. —Le digo a Carol.
Me mira y hace una mueca que dice: «no seas estúpida», entonces decido
callarme.
De pronto la puerta retumba al abrirse y cerrarse de golpe. Ambas pegamos
un brinco y yo me aferro a ella abrazándola.
—¡Suéltame! —dice y me lanza hacia su cama que es, por mucho, más
cómoda que la mía—. ¡No te muevas!
Me quedo helada. De pronto Víctor entra sudoroso e histérico. Me mira
expectante. Abro los ojos con más fuerza ante su imponente figura y su rostro
me hace creer que es el mismísimo demonio. Una gota de sudor cae de su
frente hacia su nariz y resbala lentamente. Lo miro temerosa y trago saliva, mis
manos tiemblan y no puedo evitar morderme el labio. Estoy asustada.
—¡Sal de aquí! ¡Vete a tu habitación! Y si llego a verte por los pasillos
créeme, perrita, que el que te cogerá esta vez, seré yo. Tan duro que no podrás
moverte en un mes, ¡¿me escuchaste?!

Dejo de respirar. El miedo se apodera de todo mi cuerpo, no puedo


moverme. Carol intenta decirme con su mirada que haga algo; que responda,
que me levante, ¡que me mueva! Pero el pánico me ataca y no logro hacer un
solo movimiento, ni siquiera con mis labios para pronunciar una palabra.
—¡¿Acaso no me escuchaste?! —Me grita acercándose a la cama, me jala
de la cintura y me levanta.
Solo consigo balbucear.
—¡Lárgate! —grita de nuevo lanzándome fuera de la habitación.
Caigo al suelo.
Espero a que Carol me defienda o diga algo, pero cierra la puerta y se
queda con él.

No puedo creerlo, de alguna extraña manera, ella lo ama. Ama a ese


monstruo. Me levanto dejando a un lado mi indignación y camino de puntillas
hacia la habitación, tengo miedo de hacer ruido.
Al entrar aún veo gotas de sangre regadas en la alfombra, que se
desvanecen lentamente en su oscuro color. Observo a Billy tirado en el suelo
como si fuera un objeto insignificante. No puedo evitar sentir lástima por él.
—Billy —susurro.
Rápidamente se incorpora y se sienta en el suelo, donde yo estoy sentada
sobre mis tobillos.
—Melissa, perdóname —dice y una lágrima brota de sus ojos.
—¿Por qué debería perdonarte? Me salvaste.
—Dime que no te hizo nada, por favor dime que no...
—No lo hizo —miento—, llegaste en el momento indicado.
Mis palabras me duelen. No entiendo por qué, pero prefiero no decirle la
verdad. Prefiero mentirme incluso a mí misma. No pasó nada, no lo hizo. Billy
llegó a tiempo e impidió… eso, sí, aquí no ha pasado nada.
Él levanta su rostro y me mira, suspiro y mi corazón se agita. Toma mi
rostro con sus manos y me acaricia mientras yo cierro los ojos. Imagino a Ian,
me pregunto si podría mentirle. Si supiera, si hubiera visto lo que Billy vio…
no, no quiero ni imaginarlo. Comienzo a llorar.
—Escúchame —dice—, no sé cómo ni cuándo, pero prometo sacarte de
aquí.
—Sabes que no puedes, eres tan prisionero como yo.
Baja la mirada, me jala hacia él y me abraza con fuerza. Nos quedamos así,
en silencio, sentados a un costado de la cama, como dos niños que se esconden
de su madre luego de haber hecho una travesura.
Minutos después, el silencio se torna agobiante. Había esperado escuchar
los cuchicheos de todas a raíz de lo sucedido pero, al parecer, la pelea las
dejó mudas. Lentamente me levanto dejando a Billy en el suelo. Él me mira
intentando abrir ambos ojos, aunque el golpe en su ojo derecho se lo impide.
—¿Qué sucede? —pregunta.
—Nada, solo estoy cansada.
—¿Cansada? —alza una ceja.
Su expresión dice: «no eres tú la que se ha dado a golpes con su hermano».
Río.
—No físicamente.
Agradezco no estarlo. Si lo que pasó hubiera durado más, si Billy no
hubiera entrado por esa puerta…
—Mentalmente. —Le digo.
—Creo que es normal —dice condescendiente.
Intenta levantarse y veo sus gestos de dolor.
—¿Te duele mucho? —pregunto preocupada.
—No es nada, solo necesito descansar.
Cuando se logra poner en pie, camina hacia la puerta.
—No, espera —susurro.
—¿Qué? —pregunta alzando la voz y girándose bruscamente.
¡Mierda! Su tono me asusta.
—No te vayas.
—¿Quieres que me quede? —pregunta sorprendido.
—Pueden hacerte daño —levanto mis hombros para justificar mi estúpido
argumento.
«Pueden hacerme daño» quiero decirle, pero me abstengo.
—¿Crees que les tengo miedo? Son mi hermanos, Melissa. Un par de
imbéciles, pero mis hermanos al fin y al cabo.
—A veces olvido que son familia.
—Digamos que soy la misma basura que ellos, pero en proceso —arquea
una ceja y sonríe de lado.
—Si lo fueras, no me habrías defendido.
—Debo defender lo que es mío. —Me guiña un ojo y sale de la habitación.

Pasa la noche y no consigo dormir. Cada vez que cierro los ojos, lo veo. Mi
mente se llena de imágenes, a veces borrosas y otras tan claras que vuelvo al
momento exacto. Su mirada, su risa, su piel sobre la mía, su lengua lamiendo
mi cuerpo, su fuerza para penetrarme… ¡No! «Deja de pensar, Mel, no pasó
nada. Billy te salvó». ¿O no? Doy vueltas en la cama, sacudiendo mis
pensamientos, tratando de recordar los detalles, ya no sé qué es real y qué no.
Todo fue tan rápido, pero mis ideas están tan fragmentadas, que siento que fue
eterno. Todavía siento sus manos sobre mis piernas, tengo marcas de las que
no puedo contar historia. Por momentos siento que, de las sombras, saldrá y
todo volverá a suceder. Tiemblo de solo imaginarlo y, acurrucada sobre la
almohada, trato de dormir.

Abro los ojos de golpe. No puedo dormir. El miedo se cuela por todas
partes, no me deja en paz. «¿Qué pasa contigo, Melissa? Tú no eres así. Eres
fuerte, valiente… lo eras, Melissa. Lo eras antes de que todo se fuera al carajo
y tu vida se volviera una mierda. Ahora eres una sombra, debajo de un hombre
que no deja de aplastarte». Quiero vomitar. Quiero salir de este infierno, morir
en un intento de escapar, ¡quiero hacer algo! Sentir que soy yo de nuevo.
Quiero sentirme libre.

La oscuridad se ha ido. No dormí nada y sé que tendré un aspecto fatal.


Desganada me levanto de la cama y voy a ducharme. Enciendo la regadera y
dejo que el agua acaricie mi piel. Delicadas gotas caen sobre mi espalda y se
siente bien. Froto suavemente cada parte de mi cuerpo, eliminando todo rastro
de las manos que ayer me tocaron. El recuerdo me hace presionar las yemas de
mis dedos contra las marcas que tengo y que ya no duelen más, porque el dolor
lo llevo dentro. Lavo mi cabello, limpio las asperezas de mi piel y me quedo
ahí, intentando que mi mente abandone los recuerdos por un instante.
Entonces, comienzo a escuchar una vieja canción.

Mi papá y yo cenábamos en un restaurante italiano en un punto de la ciudad


que se diferenciaba de todo lo demás, lleno de vida y personas que
intercambiaban sonrisas con otras, caminaban relajadas y tomaban vino a la
orilla de la calle. Comíamos pizza mientras hablábamos de su juventud —yo
era una niña en aquel momento—, y entonces comenzó a sonar una canción que
se le hizo conocida. La tarareó sin lograr recordar la letra hasta el final y,
cuando acabó, pidió al mesero que la repitiera. La repitieron tantas veces que
terminó por aprenderse la letra y al cabo de unos días fuimos a comprar el
disco que contenía la canción «Zombie» de The Cranberries, la recuerdo bien.

Mi papá, ese hombre que siempre me demostró su admiración y amor por


mí. Siempre me dijo que era fuerte, «te fallé, papá». Unas lágrimas brotan de
mis ojos y se mezclan con el agua que sigue cayendo sobre mí. Me pregunto
cómo se siente, ¿habrá perdido la esperanza de encontrarme? Una serie de
imágenes, como si viera una película, aparece en mi mente.

Mis padres esperándome aquella noche; mi mamá llamando como loca a mi


celular, mi papá molesto por imaginarme en algún motel con Ian. «¡Dios! Mis
padres lo saben, Ian debió decirles sobre el secuestro». Ian horrorizado
camino a casa de mis padres. Llama a la puerta, mis padres abren dispuestos a
matarnos, pero lo ven solo. Ian entrando sin saber cómo decirles lo que
ocurrió. Mi madre cayendo al sillón y aferrándose a mi padre, él tratando de
mantenerse en pie. Diego bajando las escaleras esperando verme. Mi padre
abrazándolo y contándole lo ocurrido. Diego perdiendo los estribos,
golpeando a Ian sin razón para luego abrazarlo con fuerza.

La escena rompe mi corazón y cuando me abandona, me dejo caer en una


desolación y desesperación que sobrepasa mi cordura. Cierro la regadera y
noto que la canción no ha dejado de sonar, no es mi imaginación. Corro
desnuda y mojada hacia la habitación y entonces veo a Billy sentado en la
cama con el desayuno en una bandeja y un reproductor de música.
—¡¿Qué ocurre?! ¿Estás bien? —pregunta exaltado.
Se levanta, toma una sábana y me abriga con ella. No puedo responder a su
pregunta, me lanzo a sus brazos y lloro sin control. Él me abraza por un
segundo.
—No, no, espera, ¿qué pasa? ¿Te han hecho algo? —pregunta colérico y me
suelta.
—Nada, es mi familia —consigo decir y eso lo tranquiliza.
No sabe qué decir, lo sé porque se aferra a mí y no dice nada.
—Extraño mi vida —digo mientras nos sentamos en la cama.
Él me entrega mi desayuno: avena con miel y una taza de té barato.
—No sé qué decirte —responde intensificando su mirada.
—¿No extrañas tu vida?
—Siempre ha sido una mierda.
—¿Hay algo peor que ser prisionero de tus propios hermanos en una casa
de putas? —pregunto alejándome temiendo su reacción.
—No soy como ustedes. Puedo irme cuando quiera. Te lo repito, esperando
que sea la última vez que necesite hacerlo: soy uno de ellos.
Su respiración se agita y me lanza una mirada intensa. Comienzo a creer que
lo que dice puede ser cierto.
—¿Entonces por qué conmigo eres diferente?
—¡Maldición, Melissa! ¿Qué carajos quieres? ¿Que abuse de ti como ellos
con el resto? ¡¿Eso quieres?! —grita levantándose haciendo un desastre de
avena en la cama.
—No, cálmate —suplico indefensa apartándome de él.
—¡No me digas qué hacer! ¡Mierda! —grita de nuevo.
¿Qué le ocurre? He despertado al monstruo.
—¿Por qué has traído música? —pregunto al darme cuenta de que sigue
sonando la misma canción.
Se calma, mi pregunta lo ha desubicado. Voltea hacia el reproductor y lo
apaga.
—Me gusta esa canción —digo acercándome de nuevo.
Él me mira con esa sonrisa característica suya, por un lado, sin demostrar
genuina felicidad pero revelando su fragilidad. De algo estoy segura: lleva
encima el peso de una lucha con la que no puede solo.
—Creí que sería agradable escuchar algo.
—¿Por qué eres tan volátil?
—¿Por qué no dejas de hacer preguntas todo el tiempo? Eres agobiante.
—No es cierto —replico—, no te gustan mis preguntas porque sabes que
con cada una, te desvisto un poco más y no quieres estar al descubierto.
—No oculto nada. En cambio tú —mira hacia mis pechos, cubiertos solo
por la fina seda de la sábana—, ¿qué escondes?
—Nada —respondo sonrojada y abrazando más fuerte la sábana contra mi
pecho—. Pero no me cambies el tema.
Él comienza a limpiar la avena de la cama y recoge los platos. Está listo
para irse de nuevo.
—Anda, dime ya. ¿Por qué empezaron todo esto?
—¿Por qué aseguras que fuimos los tres? —dice sorprendido.
—Son familia. Alguna mierda les tuvo que haber pasado.
Palidece. Sus pupilas se dilatan. Truena sus dedos en señal de frustración y
me mira fijamente.
—Será mejor que no abras la boca delante de ellos. Ese par no soportará
escuchar ¡ni la mitad de cosas que dices —dice y se va.

Paso el resto del día encerrada en mi habitación. ¡Maldición! Esto me está


hartando. ¿Cuánto tiempo más pasaré así? ¡Esto es una tortura!
Escucho la perilla de la puerta dar vuelta. Sé que no es Billy. Me tiro al
suelo y me escondo debajo de la cama. Cuando la puerta se abre
completamente, veo unos tacones excesivamente altos color «rojo puta». Sé de
quién son, así que me levanto.
—¿Qué haces tirada en el suelo? —ríe Carol.
—Pensé que era Víctor o Edwin —hago una pausa—. O Billy —agrego.
—Los tres se han ido —dice casual.
—¡¿Cómo?! —Me sorprendo.
—Sigo sin entender por qué Billy los acompañó después de lo de ayer, pero
en fin. Estamos solas, supongo que hasta mañana.
—¡¿Es en serio?! ¡Salgamos de aquí! —grito conmocionada.
Carol ríe a carcajadas.
—No seas idiota, Mel —dice.
Nunca antes me había llamado así. Me hace recordar a mi familia. Es un
trato tan íntimo, «¿por qué me dice así?»
—Estar solas no significar ser libres —continúa.
—¡No puede ser! Tiene que existir una forma de salir de aquí —digo
enloquecida.
La idea de no poder escapar, de ser prisionera para siempre, me hace
perder los estribos.
—Mejor cálmate —dice—, la última chica que trató escapar de aquí, hoy
está tres metros bajo tierra.
—¡¿Qué?!
—Lo que escuchaste. Si quieres terminar como ella, ¡bien! Sabes dónde está
la puerta.
—Si no venías a proponerme escapar, ¿a qué venías?
Ella sonríe.
Me encuentro en la habitación de Carol junto a las demás. Es la primera vez
que comparto con ellas. El ambiente es extraño; bromean sobre cosas que no
entiendo, ríen y parecen divertirse. Yo guardo silencio. Veo a mi alrededor, el
recuerdo de haber estado aquí ayer después de lo que pasó me aturde, pero
decido no prestarle atención y me enfoco en lo que tengo frente a mí.
Todas juegan póker. La imagen parece la de una pijamada de adolescentes.
Es raro, no son amigas, pero pareciera que lo fueran. Creo que no las culpo,
durante el tiempo que están aquí, momentos como este han de ser lo único que
las aísle de su tristeza. A pesar de todo, son ellas contra ellos. Río, «como si
sirviera de algo».
Me siento a un costado de la cama y las veo jugar. No me gusta este juego,
siempre he sido pésima. Mi papá intentó enseñarme, en aquellas reuniones
entre el desagradable olor a cigarro y conversaciones aburridas, pero jamás
me interesó. Sin embargo, las demás son buenas. Carol juega contra otra chica,
Samantha.

Samantha fue la segunda en venir aquí. Fue la primera mujer de Edwin, lo


que la ha mantenido viva hasta ahora. Esto creó una especie de rivalidad entre
Carol y ella. «¿Es en serio?» Me parece estúpido. La que me contó sobre ella,
fue Joyce.
Joyce es diferente. Lleva aquí poco tiempo, quizás un año, pero sabe un
poco de todas, su necesidad de afecto la hizo acercarse a ellas. No me parece
ilógico, si Billy fuera un poco como sus hermanos, probablemente haría lo
mismo. Creo que de no ser así, cualquiera podría terminar como Carol o
Samantha, mujeres acostumbradas y conformadas con esta vida de mierda.
—Póker de ases —dice Samantha.
—Perra —responde Carol, mostrando una pareja de jotas.
Todas ríen y me uno a ellas. Después de todo, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Luego de unos minutos, Celeste propone jugar verdad o reto.
—Vamos, será divertido —dice animándonos.
—¿Y qué? ¿Nos besamos entre todas? —pregunta Penélope con ironía.
Penélope parece ser callada, se ha mantenido al margen, pero su expresión
es la de una maldita perra. Claro, aquí tiene que ser diferente.
—¡No seas tonta! —exclama Celeste.
—Solo es divertido jugarlo cuando hay hombres guapos que besar —dice
Laura, una chica de ojos avellanados y tristes.
—Solía jugar eso con mis amigas en el instituto.
Las palabras de Cloe nos dejan a todas en silencio, preguntándonos qué
pasó con nuestras vidas. La melancolía en la habitación es palpable.
—¡Hey, basta! —interviene Carol—. Yo iré por una botella.

Carol sale de la habitación y nos deja perdidas en nuestros pensamientos.


Me pregunto qué estará pensando, o recordando, cada una. Yo llevo una
semana aquí, pero ¿y ellas? Algunas llevan meses, ¡otras años! Años viviendo
este maldito infierno. Darme cuenta de su situación me hace sentir culpable.
Pienso en las veces que mientras comía con Billy, ellas estaban siendo
abusadas por alguno de los otros dos. Hay infiernos diferentes.

—¡La encontré! —Carol entra alzando una botella de vino vacía.


—Genial, ahora formemos un círculo las quince —dice Samantha.
Quince. El número me deja pasmada. ¡Somos tantas! Quince mujeres
secuestradas, quince grupos de amigos dejados atrás, quince familias
desesperadas.
Quince.
Carol es la primera en girar la botella. La botella gira, gira y gira hasta que
pasan cinco segundos, volví a contar el tiempo, veo que esos detalles
insignificantes son los que ahora le dan un poco de sentido a la vida. La
botella se detiene y apunta hacia Laura.
—¿Verdad o reto? —pregunta Carol.
Laura piensa poco su decisión.
—Verdad.
Carol piensa su pregunta, quizás demasiado.
—Si tuvieras todo el dinero del mundo, ¿qué harías? —pregunta Carol con
una sonrisa.
Al escucharla, imagino que eso no es lo que cualquier otra hubiera
preguntado.
—Salir a conocer el mundo —suspira.
Gira la botella y ahora apunta a Elisa, quien también escoge verdad.
Laura piensa su pregunta.
—¿Cuál es tu mayor miedo?
Todas volteamos a ver a Elisa. Sus ojos se abren y frota sus manos
sudorosas. Siento su ansiedad.
—No lo sé, supongo que… eh, yo, es... —comienza a tartamudear—. Creo
que ser olvidada —dice al fin.
Sus ojos brillan y se humedecen. Pero no derrama ni una lágrima, es fuerte.
—¡Es tu turno, Joyce! —dice luego de girar la botella—. ¿Verdad o reto? —
pregunta.
Otra que prefiere verdad. Quizás escoger reto les parezca demasiado
arriesgado, ¿qué clase de reto podrían proponer?
—¿Cuál es tu sueño más grande?
Ahora las preguntas son un poco más profundas. Veo de reojo a Carol, pone
los ojos en blanco mientras las demás prestan atención a la respuesta de Joyce.
—Siempre quise ser escritora —responde—, pero bajo esta situación, creo
que mi sueño es salir de aquí.
—Sería genial que escribieras nuestra historia —dice Sara.
Todas nos sorprendemos, aunque no sé si es por el hecho de que haya
hablado o por la idea en sí. Joyce le sonríe incrédula, como diciendo: «no va a
pasar».
La siguiente pregunta me deja boquiabierta:
—¿Eras virgen antes de entrar aquí?
—Era prostituta —dice Penélope sin importancia—. Víctor era uno de mis
clientes.
Alzo las cejas. Un «no» era suficiente.

Con cada pregunta, el ambiente se torna más tenso. Otras tres chicas han
respondido. «¿Tenías novio antes de que te trajeran aquí?» Fue la pregunta que
respondió Cloe; sí, tenía novio, y lo último que supo de él fue que andaba con
una pelirroja con pechos operados o, al menos, fue lo que vio en una fotografía
que Víctor le mostró.
A Verónica le tocó responder: «¿cómo era tu forma de ser?». Por sus
palabras, me pareció que era una mujer antipática, de esas que consigue todo
lo que quiere fácilmente. No cabe duda de que ya no es la misma.
Pero la pregunta que me dejó pensando realmente, fue la que Kelly tuvo que
responder: «¿Qué quisieras tener en este momento?» Un cuchillo, fue su
respuesta. No dijo por qué, pero todas lo entendimos. Para matarlos, matarse o
matarnos a todas. Me estremezco.
—¡Vaya, vaya, Melissa!
Kelly hace que deje mis pensamientos a un lado. Pregunta verdad o reto, es
mi turno.
¡Mierda! ¿Qué decido? No sé qué hacer, no quiero revelar mi vida,
exponerme frente a ellas… me estoy tardando demasiado en decidir.
Decido, después de todo, ¿qué puede ser lo peor que puede pasar?

Una hora después me encuentro nerviosa y arrepentida en mi habitación.


¿Cómo carajos voy a cumplir ese maldito reto?
Carol trató de disuadirlas, diciendo que el riesgo no valía la pena, pero
ellas no desistieron. «¿Acaso no eres capaz?», eso fue suficiente para
prometerles que lo cumpliría. ¡Malditas!, como no es su vida la que corre
peligro, ¡jodamos a la nueva con el reto!
Cada día entiendo menos toda esta mierda. Todas compiten entre ellas, no
son amigas, pero quieren aparentar que lo son. ¿Por qué? No lo comprendo y
realmente dudo que algún día logre hacerlo.
Espero impasible a que ellos regresen. Mis manos tiemblan, tengo miedo.
Aún sigo pensando cómo lo haré, parece imposible, ¿cómo carajos voy a
entrar a la habitación de Víctor para robarle un reloj? Según ellas, debo
hacerlo cuando él duerma. Eso significa que en plena madrugada, para no
despertarlo, debo entrar con sigilo y robarle el estúpido reloj. ¿Qué pasaría si
despierta? ¡Mierda! Podría descubrirme y me mataría. Sí, así de sencillo: mi
vida acabaría por robar un puto reloj.

El solo pensarlo me hace estremecer hasta los huesos, sudo frío. Es una
estupidez lo que me pidieron, ¿un reloj? ¿No sería mejor arriesgarlo todo por
el todo? Si me hubiera imaginado entrando a la habitación de Víctor, habría
sido para robar las llaves que me dejaran salir de aquí. Pero no, robaré lo que
ellas quieren solo para agudizar su agonía y comprobar que me atreví a entrar.

El silencio que invadía la casa hace apenas unas horas, se ha ido. Ahora
reina el cuchicheo de las chicas que, posiblemente, hablan sobre lo estúpida
que fue la nueva al escoger reto.
—¿Puedo entrar? —pregunta Carol al mismo tiempo que toca la puerta.
Antes de que le conteste, ya está dentro.
—Claro, pasa. Sin cuidado —digo irónica.
—No empieces —me advierte—. Vengo a decirte que fuiste una estúpida no
solo al escoger reto, sino al aceptarlo.
«Ya lo sé, Carol, ¿puedes irte ya?»
—¿A esto has venido? —pregunto.
—Vengo a decirte cómo puedes cumplir el maldito reto y salir con vida.
Sus palabras me dejan sin aliento. Viene a ayudarme.

Termina de explicarme lo que debo hacer y yo me quedo anonadada.


Conoce su habitación a la perfección y lo conoce a él. Pero lo que es peor: no
le teme.
—¿Me has entendido? —pregunta en tono severo.
—¿Cómo es que lo conoces tan bien?
—Antes, cuando no éramos tantas, me citaba en su habitación. Todo era más
íntimo —dice ajena a lo que eso significa.
—¿Tuviste acceso a todas sus pertenencias? ¡¿Cómo es que nunca sacaste
sus llaves para salir?! ¡O su celular, para pedir ayuda! —grito indignada.
—¡Eres insoportable, por Dios!
—¡No, tú eres una idiota! ¿Tienes idea de lo que pudo haber significado eso
para todas las que estaban en aquel entonces y para las que estamos hoy?
No puedo creerlo. Siento rabia.
—¡No lo soportaré más! —grita tomándome de los brazos y apretándome
con sus largas uñas—. Escucha, Melissa, no tienes idea de lo que ha sido mi
vida entre estas paredes, ¡¿me escuchaste?! —grita de nuevo—. Así que no
toleraré que me digas lo que pude o no haber hecho y lo que pudo o no haber
significado. No me conoces.
Está realmente molesta y me intimida.
—Pero…
—Así que haremos lo que te dije para mantenerte con vida —me interrumpe
—. Si no te interesa, dímelo de una vez.
Asiento con la cabeza, viéndola firmemente pero asustada.
Me suelta. Camina hacia la puerta y veo las marcas que han dejado sus uñas
sobre mis brazos. Cuando llega a la puerta, da media vuelta y me mira
cabizbaja.
—Y solo para que lo sepas, una vez tomé las llaves de la casa pero todo
salió mal —hace a un lado su cabello y me muestra su cuello.
Veo una cicatriz, probablemente hecha con una navaja. Un nudo se forma en
mi garganta y ella sale sin decir más.

Poco tiempo después de que Carol se va, escucho un ruido estremecedor. Sé


que la puerta principal se ha abierto, los hermanos Guzmán han regresado.
El miedo se apodera de mí. Estoy pasmada, no sé qué hacer. Es claro que no
dormiré hoy aunque, si lo pienso, así son todas mis noches.

Debo esperar hasta la madrugada, cuando no se escuche absolutamente


nada. En el fondo, espero a Billy. Necesito verlo, saber que no se ha
convertido en uno de ellos. Temo que al entrar por esa puerta, el Billy con
quien he estado estos días ya no exista, que lo hayan destruido por completo.
Espero ansiosa mirando hacia la puerta. «¿Dónde estás Billy? ¿A dónde te
han llevado? ¿Qué hiciste?». Mi mente está llena de dudas, de preocupación,
no tolero esta sensación. ¿Realmente estoy preocupada por él? ¿En qué
momento dejé de preocuparme por mí?

Abro los ojos de golpe. No consigo descifrar qué hora es, pero creo que es
el momento de actuar. Carol no ha venido a buscarme, Billy tampoco, ¿y si ya
no está? Un escalofrío me recorre completa, ¿y si le han hecho algo? No es
posible… «¡Vamos! Ya deja de pensar, Melissa». No le harían algo así a su
propio hermano. Río para mis adentros, en el fondo sé que a ese par no les
importa nada más que ellos mismos.

Me levanto de la cama y salgo decidida, quizás demasiado, para


encaminarme a lo que podría ser la última estupidez que haga.
Los pasillos están oscuros, el silencio es ensordecedor y no hay rastro de la
luna. Camino intentando guardar silencio y me detengo frente a la habitación
de Carol. Doy un par de golpes y espero a que abra. No hay respuesta. Insisto,
ahora un poco más fuerte. Escucho pasos desde el interior y una mujer
despeinada y sin rastro de maquillaje sale a mi encuentro.
—Perdona, me quedé dormida —dice Carol aún adormitada.
Entro a la habitación, ella se pone un vestido y comienza a maquillarse.
—Es de madrugada, ¿por qué te arreglas tanto? —pregunto incrédula.
—Si Víctor despierta y me ve desarreglada, no quiero ni imaginar cómo se
pondrá.
—¿Siempre tienes que estar arreglada para él?
—¿Acaso Billy no te ha impuesto reglas? —pregunta.
«¡Ay, Carol! Si tú supieras...»
—Claro que sí, pero supongo que no ha sido tan exigente —digo divagando
un poco.
Hace como si no me escuchara y se aplica labial mientras yo me siento en la
cama a esperar.

Minutos después, Carol parece la misma prostituta de siempre. Caminamos


hacia el pasillo en silencio, dando pasos lentos. Cuando avanzamos por el
segundo pasillo, se acerca a mi oído y susurra:
—Recuerdas todo lo que te dije, ¿cierto?
Yo asiento.
Seguimos caminando y frente a la habitación de Edwin, nos detenemos. Me
mira asustada e imagino que mi mirada expresa el mismo miedo. Ella se queda
ahí, mientras yo camino hacia la habitación de Víctor, que se encuentra al lado.
Intento escuchar algún sonido proveniente de adentro, pero solo hay silencio.
Carol se aleja en dirección a la cocina y yo decido entrar.

«Espero que esté dormido». Escucho entonces la señal de Carol: ruido de


platos desde la cocina. Es momento de abrir la puerta. Toco la perilla y el frío
traspasa mis manos, el tacto con el objeto es lúgubre, siento que estoy
abriendo la puerta hacia mi muerte. Respiro profundo y me preparo para abrir.
Con cuidado, giro la perilla dorada, vieja y oxidada. El tiempo transcurre
mientras giro por completo la perilla, de modo que ya solo tengo que empujar
un poco la puerta. Lo hago con más lentitud, mi corazón se acelera y mi
respiración se agita. La oscuridad me envuelve, el miedo me hace una mala
jugada y entro en pánico. Debo calmarme, me detengo en seco y suelto.
¡Mierda, soy una tonta! «No puedo entrar así. Si no me controlo, cometeré un
error y me costará la vida». Me recuesto sobre la pared al lado de la puerta y
vuelvo a respirar profundo.
¡Maldición, esto tiene que acabar!

Hago un segundo intento, esta vez con menos cautela. Giro la perilla sin
hacer ruido durante unos segundos y cuando la puerta está lista para abrirse, la
empujo con los dedos y se abre unos centímetros. Veo por el rabillo del ojo el
interior de la habitación, Víctor no está. No contaba con eso, podría llegar en
cualquier momento, no sé qué hacer. Pienso que es mejor cerrar la puerta,
volver con Carol hasta la cocina y preguntarle qué debo hacer, pero me gana la
adrenalina que siento y sin pensarlo más, me introduzco en la habitación.
No hago caso a las instrucciones de Carol. La habitación es grande, huele a
Víctor y a sexo. Busco el mueble que ella me indicó. Al verlo, me dirijo hacia
él y tomo el reloj, que está justo donde Carol dijo. Eso es todo, no ha sido
difícil. Me dirijo hacia la puerta de nuevo, pero la voz de Víctor acompañada
de los sollozos de una chica me detienen.
«No, no, no puede ser, ¿por qué ahora?»
Me oculto detrás de unas cortinas negras y me quedo inmóvil. Mi corazón
late a mil por hora, mi espacio se reduce cada vez más, siento que
desaparezco.
Víctor entra y cierra dando un portazo que me hace estremecer. Asomo la
cabeza para ver a quién ha traído y veo a Violeta. Me destroza el alma. Viste
un juego de lencería azul con flores rosadas, trae el cabello recogido con una
coleta alta y su maquillaje está casi perfecto. Casi, porque sus lágrimas hacen
que se le corra el rímel.
—¿Me extrañaste? —Le pregunta Víctor.
Escucho que se quita el cinturón y lo lanza al suelo.
«Dios, no, por favor, ella también. No puedo soportarlo». Escucho la
respiración agitada de ella. Aunque no la veo, voy creando la escena en mis
pensamientos. Está a punto de ser violada. ¡No es justo! ¡No pueden hacernos
esto! Mi repulsión es obsesiva. Siento asco, debo aguantar mis náuseas…
«No creo que pueda tolerarlo».
—¡No, espera! —grita cuando escucho que se abalanza sobre ella.
La cama cruje. El suelo tiembla.
—¿Qué? ¡Maldición!
—Por favor, solo... —Violeta trata de calmarse—. No seas tan violento
como la última vez.
Lo que pide me desarma. Lloro en silencio, mi corazón se estruja ante lo
que escucho. No suplica que no lo haga, solo que no la lastime demasiado.
Empuño mis manos. Ahora entiendo la respuesta de Kelly en verdad o reto. Yo
también quiero un cuchillo ahora mismo.
«¡Quiero matar a este infeliz! Apuñalarlo una y otra, ¡y otra vez! Hasta que
no quede nada de él. Ni su maldito recuerdo».

Jadeos, gemidos, gritos e insultos llenan la habitación. Sin notarlo me he ido


arrodillando detrás de la cortina, a la que me aferro en mi dolor. Mi mente ha
intentado hacerme otra mala jugada, pienso en salir y detener esta tortura. Pero
sé que no servirá de nada. Puede que la ayude hoy, que detenga este
momento… pero vendrán más.
Mis oídos se desconectan del resto de mi cuerpo. No escucho nada más que
me estremezca. Cierro los ojos con fuerza, podría abandonarme a la muerte.

De pronto, se oyen gritos. Son casi imperceptibles, pero cada vez se hacen
más claros. Presto atención, vienen de afuera. Es Billy, está buscándome. Me
levanto de golpe. Caigo en cuenta de dónde estoy y me detengo. Billy golpea
la puerta con desesperación. Grita cosas que no entiendo, ¿qué está pasando?
—¡Joder! ¿Qué carajos ocurre? —gruñe Víctor.
Violeta lanza un grito. Imagino que salió de ella bruscamente.
Escucho pasos. Él toma su pantalón, puedo escuchar el cierre mientras lo
sube. Luego abre la puerta con rudeza.
—¿Qué carajos te pasa ahora? ¡Creí que todo estaba claro! —grita.
—¡Melissa no está! —exclama Billy.
«Mierda».
—¡¿Qué dices?! —grita.
Está preocupado. Piensa que escapé. «Idiota».
—¡No la encuentro! Carol dice que no la ha visto desde la tarde.
Sus palabras me desconciertan.
—¡Esa perra! —grita—. ¡Mierda! ¡Vamos a buscarla!
Sale de la habitación, «gracias a Dios», dejando la puerta abierta.
Suspiro de alivio. Mi corazón sigue a mil por hora. Cierro los ojos hasta
que unas manos con uñas perfectas me jalan hacia afuera.
—¡Sal de aquí! Corre hacia tu habitación y entra a la ducha —dice Carol
apresurada.
Yo veo a Violeta, está pasmada. Carol voltea y al verla exclama:
—¡Por Dios, Violeta! ¡Tú también vete! —de nuevo me mira— ¡¿Qué
esperas, Melissa?! ¡Corre!
La obedezco. Me levanto y salgo corriendo. Escucho el alboroto de Víctor y
Billy afuera, han salido a buscarme. Corro con el maldito reloj en la mano,
jamás lo solté. Al llegar al pasillo de las habitaciones, veo a Samantha salir
de su habitación. Me mira sorprendida, me detengo frente a ella y lanzo el
reloj a sus pies. Ella lo ve incrédula. «Sí, perra. Entré a su habitación y sigo
con vida». Sigo corriendo, paso frente a las otras seis puertas y, al entrar a mi
habitación, me quito a tropezones la ropa y me dirijo a la ducha.

Lanzo un grito. El agua está tan fría que me hace temblar. Mi respiración
sigue malditamente agitada, «¡Contrólate, Melissa!». Aún no comprendo qué
ocurrió, ¿por qué Billy acudió a Víctor para buscarme? ¿Por qué Carol le dijo
que no me vio en el resto de la tarde? La confusión hace que mi cabeza de
vueltas. Ya no sé en quién confiar.
No puedo más. Esto es demasiado. Mi corazón sigue latiendo con rapidez,
escucho los latidos, mi respiración me asfixia. Estoy muriendo, todo puede
acabarse en cuestión de segundos. Todo da vueltas, veo borroso. Un sonido
agudo bloquea mis oídos y caigo.
Me despierto aturdida, desnuda y mojada. Me duele la cabeza. A mi
alrededor tengo a Billy, Carol y a Víctor. «¿Qué ha pasado?» Ah, sí, comienzo
a recordar. ¡Mierda! Me desmayé mientras fingía tomar una ducha.
Balbuceo. Toco mi cabeza y el dolor se intensifica. Me di un buen golpe.
—¿Te sientes bien? —pregunta Carol.
Se ve preocupada, aunque intenta ocultarlo viéndome con mirada acusadora.
—Sí, eso creo. No sé qué ocurrió —digo intentando parecer más aturdida
de lo que estoy.
—¿Dónde estabas? —pregunta Víctor.
Está furioso.
—Aquí en mi habitación —respondo indefensa.
Billy y Carol se miran con complicidad. Cada vez entiendo menos.
—Billy te vino a buscar y no te encontró. Carol dijo que no te vio durante
horas. —Su tono es más severo cada vez.
—Solo entré a ducharme. No sé qué pasó, de pronto ya estaba aquí con
ustedes.
Por alguna razón, no siento miedo. Me siento protegida, aunque no sé si esté
cometiendo un error.
—¿Puede estar diciendo la verdad, Carol? —pregunta alzando la voz.
—Víctor, yo, lo lamento. No se me ocurrió buscarla en el baño.
Víctor alza la mano, parece que va a golpearla. Ella baja la cabeza y él se
detiene.
—Entonces supongo que esto ha sido un estúpido malentendido —dice y se
gira hacia Billy—. ¿Tú qué opinas?
Él tensa la mandíbula.
—Puedes irte, Víctor. Ella recibirá su castigo por desaparecer.
—No desaparecí. —Lo interrumpo asustada.
—De mi vista —termina.
—¡Ese es mi hermano! —dice y le da dos palmadas en la espalda.
Jala a Carol de la cintura y camina hacia la salida.

Solos en la habitación, Billy respira profundo. Sigue parado frente a mí y


me fulmina con la mirada sin decir nada. Su respiración es pausada, veo que
sigue pensando lo que está por decirme. El miedo se apodera de mí, pero trato
que no lo note. Si ahora es un monstruo no lo alimentaré con mi miedo.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunta.
Camina hacia el ropero y saca de él un vestido de seda azul que no había
visto.
—¿Qué hice? —pregunto embobada por el intenso color del vestido.
—Poner tu vida en juego de esa manera, Melissa —dice acercándose a mí.
Se sienta en la cama. Sigo desnuda, así que me levanto y tomo una sábana,
con la que me tapo hasta el cuello.
—No sé de qué hablas.
—Carol me lo contó todo. Se preocupó cuando Víctor entró a la habitación.
Estoy sorprendida.
—¿Ella te buscó?
—Vine a buscarte y como no te encontré, supuse que estarías en la cocina.
Ahí me topé con ella agitada y nerviosa. Digamos que la obligué a confesar lo
que ocurría.
—Ya veo.
No puedo decir más. Estoy atónita.
—¿Ya ves? ¡¿Eso es todo lo que dirás?! ¡Podrías haber muerto! —grita
enfurecido.
Mi tranquilidad, que no es más que un disfraz, lo saca de quicio.
—Cálmate, por favor —digo arrodillándome ante él.
—¡No te arrodilles! —me regaña—. Mejor vístete —dice entregándome el
vestido azul.
—¿De dónde sacaste esto? —pregunto mientras entro en el largo vestido.
—Lo compré para ti.
Sus palabras me dejan sin aliento.
—¿Fuiste de compras con ellos? —pregunto irónica.
Lo veo con reproche. Él alza los hombros y no dice nada.
—¡¿Cómo pudiste?! ¡Saliste y no hiciste nada!
Mi decepción es evidente.
—¿Y qué esperabas? —pregunta molesto.
—Que fueras a la policía, quizás. ¿No te das cuenta que eres el único que
puede detener esto? —suplico con la mirada.
—Al parecer, eres tú la que no entiende. Son mis hermanos.
—Hace unas horas sentías repudio por ellos, ¡se dieron de golpes! Y
ahora...
—Nada cambió. No estoy de acuerdo con ellos ¡maldita sea! ¿No ves lo que
trato de hacer? —dice interrumpiéndome.
Se rinde ante mí. Me mira fijamente y yo dejo de respirar.
—Quiero entender, pero...
—Pretendo sacarte de aquí. Pero no puedo hacerlo como tú quieres. No soy
Superman, Melissa.
—Sinceramente, no te imagino con calzoncillos rojos por fuera.
Él ríe.
—¿Cómo logras hacerlo? —pregunta con una sonrisa que me llena el
corazón.
—¿Hacer qué? —sonrío.
—Sacarme una sonrisa en medio de esta basura.
Imitándolo, alzo los hombros. Él sonríe.
—Mira, es fácil —dice retomando el tema—. Tengo que parecer uno de
ellos. Pero para eso, debes temerme y que ellos lo noten.
—¿Cómo harás para sacarnos a todas?
—¿A todas? —alza los ojos.
—No pensarás dejar a las demás aquí, ¿cierto?
—Si no lo hago, alguna hablará.
—¿Por qué estás tan seguro de que yo no lo haré? —digo desafiante.
—Si lo haces, me hundes con ellos.
Aunque duela, le digo la verdad:
—No me costará hacerlo —respondo—. Por que si no sueltas a las demás,
serás la misma mierda que ellos. Y la mierda como ustedes, merece hundirse
hasta el fondo —digo con el rostro lleno de lágrimas y mi corazón saliendo de
su lugar.
Su rostro palidece, su mirada se torna fría. El dolor es palpable entre
nosotros. No dice nada, solo camina hacia la puerta y se detiene antes de salir.
Me ve y baja la mirada. Espero que diga algo, pero no lo hace, sale por la
puerta y me deja sola con mi dolor y mis lágrimas. Sé que lo que he dicho, me
ha cerrado la única salida que tenía, he rechazado la única esperanza de
volver a ver el mundo. Me he sentenciado.

Han pasado dos días, ahora lo puedo decir con exactitud porque las chicas
no dejan de darse la hora. Ya pasó una semana desde que vine aquí.
Desde que discutimos, Billy no ha aparecido por mi habitación y yo no he
querido salir. Llevo dos días sin comer, no tengo hambre. Creo que estoy
decidida a morir.

El hambre me gana. Ha pasado otro día. He dormido sin parar los últimos
tres días, luego de una semana de insomnio. Me detengo a pensar y caigo en
cuenta del motivo: antes tenía esperanza, dormir significaba perder tiempo.
Tiempo valioso que podría usar para pensar en cómo salir de aquí. ¿Y ahora?
No importa. No saldré sola, no dejaré que las demás chicas sigan viviendo
esta tortura mientras yo regreso a mi vida.

Mi vida. El recuerdo de ella me parece tan lejano; mi familia, mi novio, mis


amigas, mi trabajo, todo es difuso. En tan poco tiempo he ido olvidando los
detalles que antes me causaban tanta emoción. Es triste.

Salgo de mi habitación directo a la cocina. Las chicas están desayunando.


Paso frente a la habitación de Billy, me detengo y pienso en llamar a la puerta,
recapacito y sigo mi camino. Al entrar a la cocina veo que todas comen cereal.
Se ven animadas, se sonríen las unas a las otras y hablan sobre lo bien que se
ven. Siento curiosidad y les pregunto qué las tiene tan felices.
—Nada del otro mundo —responde Samantha.
Ella a pesar de estar sonriendo, no parece estar como las demás. Ignoro su
comentario y busco otra respuesta.
—¡Están en busca de otra chica! —exclama Joyce demasiado sonriente.
—¡¿Qué?! ¡¿Es en serio?! —Mi rostro palidece— ¿Por qué se alegran por
eso?
—Porque cuando buscan a otra, ni nos prestan atención. Están demasiado
ocupados en la nueva víctima —responde Carol, mientras sostiene una vieja
revista de moda.
—Pero si hace poco que me trajeron.
—Pues como que no has servido de mucho, querida. Billy apenas si te ha
buscado últimamente, ¿no? —dice Samantha.
Quiero abofetearla.
—¿Y qué? Ese es su problema, no el mío. A diferencia de ti, Samantha, no
soy una maldita puta —respondo.
Molesta, trato de salir de la cocina, pero jala mi cabello y me detiene.
—¡Oh, dime que no dijiste eso, estúpida! —grita Samantha mientras me jala
con más fuerza.
—¡Suéltame! —Le grito.
Logro tomar su cabello agarrado en una coleta.
Las demás gritan acercándose a nosotras, unas para intentar separarnos y
otras solo para hacer estorbo.
—¡Ya! ¡Basta las dos! ¡¿Qué les ocurre?! —grita Carol tomando de la
cintura a Samantha, quien casi me tiene en el suelo.
De pronto, veo unos zapatos negros, a los que les hace falta lustrar, aparecer
a mi lado. Su voz inconfundible habla:
—¿Se puede saber qué les ocurre a ustedes dos? —pregunta con calma.
—Billy —dice Samantha en un susurro.
Suelta mi cabello y caigo al suelo.
—¡Idiota! —grito mientras intento levantarme.
Busco una mano que me ayude, pero solo obtengo las miradas indiferentes
de la chicas y de Billy.
—¡Tú, a mi habitación! ¡Ahora! —Me ordena delante de todas.

Veo cómo la escena las congela. «Sí, chicas, él también es un monstruo».

Salgo cabizbaja y entro a su habitación. Me siento en la cama a esperarlo.


Entra, su mirada me recuerda a la de mi padre cuando estaba a punto de darme
un buen regaño.
—Si te pagaran por causar problemas, ¡Dios! Serías millonaria —dice
sonriendo.
«Vaya, eso no lo esperaba».
—¿No vas a regañarme? —pregunto con asombro.
—No. Te extrañaba, tonta —dice acercándose.
—Esas dos palabras no combinan —digo con una tímida sonrisa.
¡Maldición! También lo extrañaba.
—Nosotros no combinamos —dice y me abraza.
¿Qué está haciendo? Me desconcierta cada vez más. Por un momento no le
correspondo, pero unos segundos después, lo abrazo con fuerza.

Parece un momento romántico, pero no lo es. Es un momento irónico y


estúpido entre una chica necesitada de afecto y un tipo que no sabe ni quién es.
Somos solo dos almas perdidas que buscan encontrarse a sí mismas. A veces,
es más fácil encontrarnos al lado de alguien más en búsqueda de lo mismo.
Eso hacemos, por más tonto que parezca.
Nos fundimos en el abrazo, pero yo abro los ojos y algo capta mi atención.
Me separo lentamente y camino hacia una fotografía mía, que está sobre una
esquinera junto a una rosa.
—¿De dónde salió esto? —pregunto al tomar la fotografía.
—Víctor la tenía en su habitación y la robé —dice divagando—. La rosa,
bueno, era para ti.
Me sonrojo. Veo detenidamente la fotografía, no recuerdo el momento en
que fue tomada, pero sí el lugar: estoy frente a mi casa, sonriendo y con el
cabello despeinado por el viento.
—Te ves muy linda —dice tomando la fotografía de mis manos—. Te ves
feliz.
—Oh, créeme, era feliz —digo evocando recuerdos no tan difusos.
Él me mira con lástima y compasión, pero no me importa.

Le cuento sobre mi vida. Sobre lo que era antes de llegar aquí. Solo me
observa, no dice nada. Lo prefiero así, no necesito que diga algo, solo que me
escuche. Le cuento acerca de mis padres, sobre mi relación con ellos, cómo
todo cambió cuando Diego nació; algunas travesuras que hice con él y otras a
él, mientras Billy ríe.
También le cuento sobre mis años de instituto; de la primera y única vez que
me enamoré; sobre Ian —aunque no le doy detalles—; mis pasiones, mis
anhelos y sueños. Él me mira fascinado.
—Bien, ya sabes un poco de mí —digo—. Ahora es tu turno. —Mis ojos
suplican.
—No soy tan interesante como tú —dice y acaricia mi mejilla con su pulgar.
—Esa es tu excusa favorita —digo levantándome—. ¿No confías en mí?
Dime, ¿qué tienes que perder? —pregunto frente a él.
—No me gusta hablar de mi pasado.
—No lo hagas. Háblame de ti.
—Eres imposible —dice.
Se recuesta sobre la cama.
—De niño quería ser astronauta —continúa—. Recuerdo que usaba cajas de
cartón para hacer mi nave espacial y papel aluminio para mi traje —ríe de su
recuerdo.
Yo sonrío. Imagino a un niño rubio y de grandes ojos azules jugando con
cajas quizás más grandes que él y diciendo frases como: «¡Yo llegaré a la
luna!». Mi corazón da un brinco.
—¿Algún miedo que tuvieras? —pregunto y sus pupilas se dilatan.
—Tenía muchos miedos—responde pensativo—, le temía a la oscuridad, a
las escaleras, a los sótanos —divaga— y al fuego.
Noto que sus manos comienzan a temblar.
—¿Al fuego? —pregunto sorprendida.
—Sí, es uno de mis más grandes temores. ¡Ja! Te aseguro que en un
incendio, moriría de pánico antes que quemado.
—Mis padres no dejaron que le temiera al fuego —digo sonriendo en un
intento por calmarlo.
—Ya veo, bueno, tengo mis razones —dice tenso.
—¿Tuviste un accidente con fuego?
No responde. Está perdido en sus pensamientos. Parece como si hubiera
desaparecido de su mundo. Lo dejo por un momento. «¿En qué tanto piensas,
Billy?».
—Billy —digo llamando su atención—. Escúchame. —Lo tomo del hombro
y hasta entonces reacciona.
—Eh, ah, sí —balbucea—. Lo lamento —dice volviendo en sí.
—Te pregunté si habías tenido algún accidente con fuego —repito deseando
que no vuelva a perderse en sí mismo.
—No, nunca —dice en tono seco. No me cuesta adivinar qué dirá ahora—.
Creo que es momento de que te vayas a tu habitación.
«Lo sabía».
—Está bien.
—¿Así de fácil? —pregunta atónito.
—¿Así de fácil qué? —respondo bruscamente.
—¿No hay discusión? ¿Reproches? ¡¿Ni un solo berrinche?!
Quiero sonreír, pero me abstengo.
—Quieres que me vaya y yo obedezco —abro la puerta de la habitación.
—¡No! ¡Espera, Mel!
Me quedo atónita. «No, ¡Dios!, todo menos esas tres letras».
—¡¿Qué?!
Intento parecer fastidiada, incluso molesta, pero las lágrimas llenan mis
ojos.
—No te vayas, perdóname, es solo que mi pasado…
Trata de acercarse a mí. Empuja un poco la puerta para cerrarla, pero no lo
permito. Necesito salir de aquí.
—Ya lo sé, tu pasado habrá sido difícil. Lo siento, en verdad, pero ¿sabes
qué? ¡Mi presente es una mierda! —grito con el corazón desbocado—.
Déjame salir, ahora soy yo la que no quiere hablar contigo.
Me toma del brazo con tanta dulzura, que me libero de él con facilidad y
corro hacia mi habitación.

Entro, doy un portazo y me lanzo a la cama a llorar. Lloro sin entender la


razón. ¿Fue por escuchar «Mel» de sus labios? ¿Por confundir por un momento
su voz con la de Ian? ¡Maldición! Tres letras bastaron para romperme. Por mi
mente pasaron escenas de Ian llamándome así; al contestar una llamada, luego
de un te amo, luego de hacer el amor. Es tan íntimo, que otro hombre no puede
pronunciarlo. Porque no es él, no es el hombre al que amo, no puedo besarlo y
olvidar todo mientras me abraza. «No, Mel. Ese hombre que te compró un
vestido, una rosa y que guarda en su habitación una fotografía tuya, no es Ian».

Lloro hasta que no me quedan lágrimas, solo alaridos y dolor de cabeza.


De niña, solía hacer berrinches por todo. Lloraba hasta el cansancio. Mi
papá me consolaba siempre. Me cargaba mientras cantaba una canción y
bailaba conmigo en sus brazos. Yo me recostaba en sus hombros, adormitada
de tanto llorar, y él acariciaba mi cabello. A lo lejos escuchaba los regaños de
mamá: «Ya deja de consentirla tanto», decía. «Un día querré mimarla y no
podré» replicaba él.
«Hoy no puedes, papá. Pero creo que jamás lo imaginaste así».

Escucho unos toquidos suaves que hacen que deje mis pensamientos a un
lado.
—¿Carol? —pregunto acercándome a la puerta.
—No, Mel, soy yo.
Es Billy. ¿Desde cuándo toca la puerta? ¿Qué puede pasar si le digo que no
quiero verlo? La curiosidad me carcome, pero decido abrir.
—Hola —dice.
Trae con él la rosa que dejé en su habitación.
—Por favor, no me digas Mel.
—¿Por eso estás así? —pregunta.
No respondo, no puedo. Regreso a la cama y él se sienta a mi lado.
—Lo lamento, no volveré a decirte así.
Se nota afligido.
—Quiero salir de aquí —digo sollozando y abrazando mi almohada.
—No, por favor. Mel, digo, Melissa —corrige—, no llores.
Se acerca a mí y yo pierdo la cabeza.

«Ian al lado de mi cama abrazándome; haciéndome cosquillas, besándome,


ambos haciendo el amor. Ian consolándome, con las palabras correctas,
siempre sabiendo qué decir». ¡Maldición! Lo necesito. Pero no está.

Entonces lo veo: Billy me observa preocupado, con una mirada tierna,


dulce. Se muerde el labio inferior, tiene las manos empuñadas, tal como Ian lo
hacía cuando perdía el control. Mi corazón se agita, tiemblo. Cierro los ojos,
saco a Ian de mis pensamientos, «deja de pensar, Mel, hazlo». Maldita voz en
mi cabeza.
Decidida me siento en la cama y, totalmente fuera de control, sin pensarlo
un minuto más, lo beso.
Él se deja besar. Cierro los ojos al sentir el contacto de sus labios con los
míos. Me dejo llevar. Una parte de mí trata de decirme que me detenga, que
esto no está bien, pero decido no escuchar. Desconecto mi cerebro que trata de
hacerme reaccionar, ¡no quiero reaccionar! Quiero sentir algo.
Dejo que mis emociones se revuelquen. Mi mente lanza imágenes de Ian,
trato por un segundo de mantenerlas, pero se esfuman. Abro mis ojos y al ver a
Billy, con los ojos cerrados, sonrío. Me atrae hacia él, con fuerza, con deseo.
Abandono la cordura; la pasión de este instante es lo único que tengo y hace
que, de un momento a otro, esté a horcajadas de él besándolo con fervor.

Su beso es cálido, sabe a menta. Me recuerda a «no, no te engañes. No te


recuerda a nada». Es algo diferente, nuevo. No es el beso, es él, la
experiencia, sus manos tocando mi cuerpo. Muerde mi labio inferior y lo
chupa. «Dios, lo hace tan bien». Me abraza por la cintura y yo me cuelgo de su
cuello. Me acerco más, con lentitud, con sensualidad. Muevo mi trasero por
encima de su creciente erección. «No, esto es demasiado».

Con Billy todo es tan diferente. Si Ian fuera el que está debajo de mí en este
momento, ya estuviéramos desnudos. Pero con Billy no, con él no hay prisa.
Nos envolvemos en un beso apasionado, el deseo y la excitación aumentan. Su
lengua invade mi boca, nuestras lenguas se entrelazan. Sus manos recorren mis
piernas y me acarician con firmeza, suben lentamente, me rodean extendidas
hasta envolverme y sujetan mi trasero. Yo gimo, es inevitable.

Sus manos, tan grandes y suaves, me embriagan. Debería repudiar sus


manos sobre mi cuerpo, ¿qué me ocurre? Siento que amo la manera en la que
me acaricia. Recorre mi espalda de una forma en que es difícil distinguir entre
caricia y firmeza. Siento un escalofrío recorrerme completa. Sostiene mi
cuello y entrelaza sus dedos entre mi cabello. Lo agarra, apretando sus manos
suavemente, dándole un tirón.

Sosteniéndome, voltea sobre mí y hace que, de un instante a otro, sea yo la


que yace debajo de él. Siento su peso sobre mí, mi respiración y la suya se
sincronizan, siento su corazón latiendo con fuerza, se confunden sus latidos
con los míos. Separa sus labios de mi boca y recorre mi rostro, dejando un
rastro de besos por mi mejilla hasta que se acerca a mi cuello. «¡No! No sabes
lo que haces… ah, sí. Por favor, sigue...».

Sigue. Siento su respiración y un par de gotas de sudor cayendo por mi


cuello. Me besa lentamente desde el hombro hasta mi oreja, donde se detiene.
Siento cómo me mojo hasta que la humedad recorre mi entrepierna. Tengo
puesto un vestido rojo tan corto, ¡Dios!, puede ocurrir ahora, tan fácilmente…
la idea hace que me mueva con desenfreno debajo de él. Sus labios abrazan el
lóbulo de mi oreja, puedo sentir su respiración, me erizo, él introduce su
lengua en mi oído, ¡se siente tan bien! Lo beso, muerdo su labio inferior y,
perdiendo el control, levanto su camisa para desnudarlo. Lo deseo.

Entonces se detiene.

—Espera, Melissa, no puedo —dice agitando su cabeza.


—Shhh... por favor —suplico y en un movimiento me despojo del vestido.
Quedo en una lencería blanca. Él me mira y sonríe.
—Eres un ángel , no puedo tocarte.
Intenta alejarse de mí, pero lo aprisiono con mis piernas sobre su espalda.
—Sí puedes —insisto.
—No debo. Si lo hago, seré como ellos—dice y cierra los ojos.
Puedo ver el dolor en su expresión.
—Tú no eres como ellos, ni lo serás. Mírame —susurro, pero sigue con los
ojos cerrados—. Por favor Billy, ¡mírame! —digo de nuevo.
Beso sus labios con dulzura y solo entonces abre los ojos. Puedo notar
cómo su color azul se torna más intenso.
—En verdad, Melissa, es mejor que me vaya.
—Dime Mel. ¡Por favor, bésame! ¡Lo necesito! —Mi mirada penetra la
suya.
—Tú lo que quieres es estar con ese tal Ian, Melissa. Quieres sentirte
amada, deseada, sentir que nada de esto ha pasado. Pero no es así y lo sabes.
Esto durará menos de lo que esperas y el efecto acabará en cuanto salga de
aquí.
Sus palabras penetran aún más fuerte en mí de lo que a él mi mirada, me
desarman.
—Quizás tengas razón —digo mientras elevo mis caderas tratando de
mantener el contacto con él y evitar que su erección desaparezca—, pero ¿qué
importa ahora lo que yo quiera?
Sus pupilas se dilatan de golpe.
—Importa, Melissa. No haré algo de lo que luego podamos arrepentirnos —
intenta escapar de entre mis piernas, pero no lo consigue.
—Escucha, Billy, estoy harta, ¡exhausta! Hasta respirar es un peso que cada
día me cuesta más llevar. Y si en verdad este es mi destino final, créeme que
quiero que acabe pronto —suspiro y me rindo.
Dejo caer mis piernas a un lado de su cuerpo.
—No tiene que ser tu final, Mel —dice tratando de levantar mi rostro, pero
me niego.
—No tenemos que tener sexo si no quieres —suelto cansada—. Solo
bésame, por favor.
—Ven aquí.
Se acuesta a mi lado, me jala y apoyo mi cabeza en su pecho. Y
desconsolada por un corazón que no late ni un poco por mí, me echo a llorar
sobre él desvaneciendo cualquier rastro de deseo dentro de mí. Mientras la
temperatura desciende de mi cuerpo, siento un escalofrío, él toma la sábana y
me tapa con ella. Nos fundimos en un abrazo.
—Te sacaré de aquí, Mel —dice.
No respondo, pero decido creerle.

Cuando despierto, como era de esperarse, me encuentro sola. Tengo la


extraña sensación de haber dormido por horas, pero estoy segura de que no
han sido más de veinte minutos, los cuales bastaron para que Billy se fugara.
Me siento en la cama y veo absorta el vacío de lo que fue un momento de
locura y pasión que culminó en nada.
Veo la rosa a mi lado con un papel que estoy segura que no había visto.
Tomo la rosa y el papel, no es más que un pedazo mal cortado con dos
palabras escritas en una perfecta caligrafía.
Las dos palabras podrían no ser gran cosa, podrían ser solo dos palabras
escogidas al azar. Pero para mí ahora significan todo: «lo prometo».

La esperanza comienza a apoderarse de mí. Me llena de vida y mientras más


dejo que fluya, más en paz me siento. Todo lo que he vivido estos días se
transforma en una pesadilla de la que creo que puedo despertar. Pienso que
podré volver a mi vida, al lado de mi familia y todo lo que me hacía feliz. Por
primera vez en días siento que lograré salir de aquí. Esa posibilidad es una
llama que se encendió dentro de mí y que ya no existe forma de apagar.

Me levanto con una sonrisa, abrazo el trozo de papel junto a mi pecho y lo


beso. Mis labios, con restos de labial rojo, quedan marcados en el papel y
decido guardarlo. Abro el ropero y dentro de un vestido color ciruela, guardo
mi esperanza.

Salgo de la habitación. Todo está en silencio, pero no estoy sola. Al fondo


del pasillo, se encuentra Samantha. La veo y me lleno de cólera, quisiera
arrastrarla por el maldito pasillo. «Contrólate. Debes mantenerte al margen».
Avanzo hacia ella respirando profundo. No nota que estoy aquí, tiene puestos
un par de auriculares conectados a un viejo reproductor de MP3. Se tambalea
lentamente con los ojos cerrados, se ve triste. Me acerco más y cuando estoy a
escasos centímetros, abre los ojos y grita:
—¡Idiota, me asustaste!
Rápidamente esconde algo que estaba a punto de sacar de sus bolsillos.
—Lo siento, es solo que te vi tan...
—¿Tan ajena a ti? —pregunta interrumpiéndome.
—A todo.
Mientras más hablo con ella, más me doy cuenta de la diferencia que existe
entre nosotras. Es tan fría y vacía, mientras yo sigo llena de tristeza y un poco
de esperanza. Somos como una anciana cansada de la vida y una niña pequeña
que comienza a descubrir de qué se trata todo esto.
—¿Qué me puede importar a mí lo que tú o las demás hagan? —pregunta
displicente y saca lo que había guardado: un encendedor azul y un cigarrillo
—. ¡Que no te entren las moscas! —dice al ver mi expresión de asombro.
Enciende el cigarrillo y vuelve a guardar el encendedor.
—¿De dónde sacaste eso? —pregunto.
—Edwin —responde y alza los hombros.
—¡¿Cómo puede ser tan imbécil?! —pregunto exaltada.
—¡Cállate, estúpida! —grita y hace ademán de darme una bofetada. Pero se
detiene.
—¡Con ese encendedor podrías hacer que todas saliéramos de aquí!
—¿Salir de aquí? ¡Por favor, no puedes ser tan idiota!
—¡¿Por qué?! —pregunto ofendida.
—Cariño, si yo incendio este lugar, todas moriríamos.
—También ellos —alzo una ceja.
Exhala cansada y me llena la cara de humo.
—No es mío —dice sacando el encendedor—. Edwin me lo presta por un
momento y me regala un cigarrillo cada quince días —hace una pausa. Suspira
—. Aquí nada es gratis ni duradero.
—Nada es gratis —repito—, ¿cómo le pagas?
—Veinte minutos mamándoselo —dice inexpresiva.
Me desmorono al escucharlo.
—Tiene que ser una broma.
—Hey, Sam —dice Edwin, que ha salido de la habitación de ella. Me
sobresalto—. Van once minutos, no creo que quieras pagar extras —dice y, sin
verme, regresa por donde vino.
—Adiós, Melissa —se despide Samantha mientras se pierde con él dentro
de la habitación.

La conversación con Samantha me deja helada, así que mejor regreso a mi


habitación. Cierro la puerta y me derrumbo en la cama. Por más que intento, no
consigo sacar de mi cabeza la imagen que mi mente creó de Samantha
haciéndole una mamada a Edwin. «¿Cómo es capaz?» Me revuelco en la cama.
Recuerdo lo que me hizo y comienzo a temblar. Intento dejar de pensar en eso,
no puedo seguirlo recordando. No dejaré que un pequeño incidente en mi vida,
me arruine el resto de ella.

Siento las horas pasar. No puedo dormir, no soporto el aburrimiento. Nada


puede calmar la sensación de desasosiego que siento. Me he dado cuenta que
dormir, hace que todo pese más. Al despertar, no siento tranquilidad, me siento
más cansada. Me niego a dormir, espero a que el sueño me venza. «Basta de
dormir porque la desesperación me hace perder la razón, o porque las
lágrimas se apoderan de mí y no encuentro nada mejor que hacer».

Harta de un insomnio que me está haciendo pensar tonterías, me levanto de


la cama y camino hacia la puerta. La abro decidida, como si tuviera una razón
importante para salir y me encuentro con Billy, que estaba a punto de tocar en
ese momento.
—¿Puedo saber a dónde vas con ínfulas de grandeza? —pregunta alzando
una ceja.
—A buscarte, creo —digo con torpeza.
—¡¿Cuándo vas a aprender?! —exclama. Entra a la habitación y me jala—.
Tú no me buscas, yo te busco a ti.
—Suenas como uno de ellos —digo retrocediendo.
—Jamás digas eso —dice agitado y me besa.
—Espera, ¡¿qué haces?! —Me aparto y lo miro de manera acusatoria.
—Perdona, Mel. Lo siento, no pensé.
Su mirada es sincera, tan sincera, que temo perderme en ella.
—¿Qué te ocurre?
—Nada, solo quería verte.
Sé que miente. Sus ojos azules están abatidos y sus manos sudorosas.
—No me mientas, ¿qué pasó? Dime la verdad.
—Un mes —dice y sigo sin entender.
—¿Un mes para qué? No comprendo.
—Tenemos un mes, Mel.
—¡Habla claro, maldición! —grito.
—En un mes secuestran a otra—dice y se desploma. Se rinde ante mí.
Recostado sobre la puerta, me ve de nuevo.
—Acabo de verla, saben todo sobre ella. Quieren que yo lo haga —dice
angustiado.
Yo me quedo perpleja.
—La oficina de Víctor está llena de sus fotografías. Es tan parecida a ti —
solloza como un niño inocente.
Mi corazón se rompe.
—¿Cuándo te lo dijeron? —pregunto con un hilo de voz.
—Hoy. Víctor me llevó a su oficina y me explicó todo.
—¡Espera! No puedes.
—No lo haré.
Su respiración está agitada. Todo él tiembla, me ve asustado.
—¿Entonces qué harás?
—El día que ocurra te sacaré de aquí. Aún no sé cómo, pero será la única
oportunidad que tendremos y debemos aprovecharla. Si no la secuestro, me
matarán, ¿lo entiendes? Y si lo hago, seré uno de ellos y preferiré suicidarme
que vivir con eso.
—¡No digas tonterías, Billy!
—Tengo que salvarte, lo que pase conmigo después no importa —dice sin
escucharme—. Será difícil, Mel —cierro los ojos y me sacude—.
¡Escúchame! —grita.
—¿Qué puede ser más difícil que esto? —pregunto con las lágrimas a punto
de desbordarse.
—Estarás sola. Ya no eres mi prioridad, es ella. Saldré de aquí, seré como
ellos.
Siento que me desvaneceré en cualquier momento, esto es demasiado.
—Pero regresaré —continúa— y el día que te indique, estarás lista y
seguirás el plan al pie de la letra. ¿Me has entendido?
—¡No! No entiendo, ¿en verdad piensas seguir a esa chica?
Asiente.
—¿La secuestrarás? —pregunto indignada.
—¡Maldita sea, Melissa, no! No sé cómo pero haré que crean que la tengo y
luego, tú y yo saldremos de aquí.
—Todas.
—¿Qué dices?
—Nos liberas a todas o no hay trato.
—¡Esto no es un juego! —grita.
—La vida de ninguna de ellas tampoco.
—No lo entiendes, ¿verdad? Sacarte, llevarte lejos, puede no ser tan
complicado, ¡pero sacarlas a todas! Las matarán, no hay forma de que esto no
acabe en sangre.
—Búscala.
—¿A qué te refieres?
—Nuestras vidas están en tus manos, Billy. Tienes el poder de decidir qué
hacer con nosotras. Si no haces nada, nos sentenciarás. Y a ti también.
—Yo no importo.
—Me sentenciarás a mí.
Mis palabras me sorprenden incluso más que a él. El coraje con el que le
hablo parece el de alguien que, definitivamente, no soy yo. Me mira sin poder
creerlo, me cree valiente. «Estoy temblando por dentro, Billy». Baja la cabeza
de nuevo, luego me mira exasperado.
—Ya veré cómo soluciono esta mierda —dice y se levanta.
Abre la puerta y lo detengo antes de que salga.
—Billy —susurro—. Si me sacas de aquí, ¿qué esperas en realidad?
—Aún no lo sé —dice soltándose y sale.

Las palabras de Samantha regresan a mí: «aquí nada es gratis...».


¡Mierda!
¿Qué puede costarme que Billy me libere?
Ya pasó una semana. Una semana y Billy no ha aparecido por mi habitación,
ni siquiera lo he visto por los pasillos las pocas veces que me he atrevido a
salir. Sé que ha pasado una semana porque Carol me lo dijo. Hace siete días
que Billy, bajo la supervisión de Edwin, se fue. Desde la última vez que Billy
estuvo conmigo, para mí, el tiempo se detuvo.

La noción que tenía del tiempo se ha ido. Ya no sé definir si es de día o de


noche, incluso dejé de asomarme por los pasillos a observar la luna por las
ventanas. He dormido lo que he querido y al despertarme, no tengo idea del
tiempo que pasó. Ya no me importa, solo dejo que los minutos pasen. Ahora
tengo un tiempo definido: un mes. Cada vez que lo pienso, mi mente evoca a
Billy diciendo: «tenemos un mes, Mel». Un mes para… Detengo mis
pensamientos, pensar en lo que está haciendo esta semana fuera, me hiere. Está
acechando a una mujer como Víctor y Edwin lo hicieron conmigo.

Lo imagino. Está detrás de un arbusto observándola con atención. Es


idéntica a mí, pero con el cabello un poco más arreglado y los ojos más
grandes. Está por cumplir diecinueve —mi mente también le aumenta un año
—. Es segura de sí misma. Se sube a un auto que, probablemente, sus padres le
regalaron por su graduación. Es alta, un tanto más delgada que yo y de piel
bronceada. Su sonrisa es perfecta y lo sabe, sonríe ampliamente al caminar. Es
hermosa. Al salir de su casa, su cabello revolotea con el viento —tal y como
el mío lo hacía en la motocicleta de Ian—. Ella no tiene novio, no le interesa.
Su enfoque es estudiar, está iniciando la universidad. Estudia arquitectura —lo
sé porque en mi mente así la veo—, siempre lleva un gran tablero y unos tubos
que cuelga en su hombro, donde lleva sus planos. Desde el auto mira hacia su
casa, es grande. Es una chica adinerada, no es como yo o las demás —al
menos que yo sepa, pues nunca les he preguntado sobre su estatus social antes
de venir aquí.
Sus padres están en la puerta. Son simpáticos. Parece un matrimonio feliz,
se despiden de ella con la mano y al ver que el auto avanza, se besan con
pasión. Siempre están en casa, al menos siempre que ella regresa de la
universidad. Es hija única.

No puedo dejar de pensar en la tristeza que sentirán sus padres al perderla.


Al menos mis padres tienen a Diego. ¡Oh, mi pequeño! No imagino cuán difícil
es para él todo esto. ¡Y para mis padres! Los imagino protegiéndolo a toda
costa, llorando por las noches y, a veces, yendo a mi habitación a preguntarse
«¿Por qué a ella?».

No sé su nombre —sus padres nunca lo mencionan en mi imaginación—.


Sus amigas le dicen «nena», es la más pequeña de un grupo de cinco: Mandy,
Clarisa, Susan, Carla y Natasha; tan distintas la una de la otra, que no encajan
con el perfil que buscan los hermanos Guzmán.

La he visto, hasta ahora, en más de cinco lugares diferentes que visita


constantemente. En un pequeño parque a unas calles de su casa, donde se
sienta en una banca a leer un libro de portada roja —no sé cuál es, jamás
consigo ver el título—. En la facultad de arquitectura y en la cafetería de
afuera donde compra siempre un café y un croissant. En una biblioteca donde
pasa horas y sale siempre sin nada, decepcionada porque ningún libro es
suficientemente interesante. En un restaurante costoso —del que no recuerdo el
nombre—, al que va siempre con sus amigas a tomar margaritas de sabores
exóticos. En la casa de su abuela, que es incluso más grande que la suya con
un jardín rodeado de rosales. La he visto salir en las noches, a un antro que
lanza luces moradas y verdes, la vi sola una vez y otra con un par de amigas.
Es una chica interesante.

Luego pienso en Billy. Lo veo por momentos tan inocente, inofensivo; por
momentos tan peligroso, malvado, como sus hermanos. La observa desde las
afueras de su casa, anota detalles en una libreta, su número de casa, las calles
y las avenidas. Toma fotografías de ella, de su familia y hasta de sus amigas.
La mira mientras lee, bromea con Edwin sobre el libro y sigue
fotografiándola. Ella ríe, hace pucheros y se asombra mientras va cambiando
de página; la cámara de Billy se llena de esas escenas.
En la universidad, camina como si fuera un estudiante más. Ella entra a su
facultad, Edwin la sigue mientras Billy se queda esperando a que salgan.
Cuando lo hacen, ella sonríe a un compañero y Billy capta su perfecta sonrisa
en una fotografía.
Horas después, entran detrás de ella al restaurante —me pregunto si alguna
vez Víctor y Edwin estuvieron tan cerca de mí—. Ella no percibe su
presencia, ni la cámara que captura sus movimientos. Su perfil en las
fotografías es digno de una revista, parece una modelo. Su nariz es pequeña y
respingada, sus labios gruesos están pintados con un suave labial rosa. Se ve
feliz, sonríe todo el tiempo. Toca su cabello, muerde sus labios, mira por
encima de su hombro, es coqueta y lo confirmo al verla dentro del antro.
Billy está solo, se pierde entre la gente y noto lo asustado que está. Sin
Edwin supervisándolo, es el hombre que conozco, ese que me quiere de una
manera incomprensible y que prometió sacarme de aquí. Palidece bajo las
luces del lugar, quiere escapar, pero la mira: baila sola y se adueña de la pista
en un vestido negro ajustado con lentejuelas. No puede dejar de verla, sube
unas escaleras y desde un segundo piso, la fotografía.
Ella con los brazos alzados, moviendo sus caderas, riendo a carcajadas con
las luces en su rostro, su cabello alborotado y un mechón sobre su frente
pegado por el sudor.
Ella, la chica nueva.

—¡Melissa! ¡Abre la puerta!


Los gritos de alguien me hacen volver a la realidad.
—¿Quién es? —pregunto acercándome a la puerta.
—Soy yo —dice Carol—. ¡Abre! ¡Es urgente!
—¿Qué ocurre? —pregunto al abrir.
Al verla siento angustia. Su rostro está pálido y sus pupilas dilatadas, sus
ojos brillan como si estuviera a punto de llorar.
—Es Billy, ¡van a matarlo! —Se aferra a mis hombros.
Me quedo inmóvil. Trato de asimilar lo que acabo de escuchar, pero no
puedo.
—¿Qué carajos dices? ¡Él ni siquiera está aquí!
—Edwin lo ha traído casi a rastras. Cometió un error, un grave error. Un
policía lo detuvo y comenzó a seguirlo, Edwin le disparó, ¡pero ahora todo
puede irse a la mierda! ¡Víctor quiere matarlo!
Me mira y yo no sé qué decir. ¿Qué espera que haga? Siento que mi mundo
se cae a pedazos, pero no puedo demostrarlo.
—¿A qué viniste? No puedo hacer nada —respondo indiferente.
—Por él quizás no, pero por ti sí. Prepárate, cariño —dice—, porque si lo
matan, la siguiente eres tú.
Su frialdad me paraliza.
—¡¿Ah?! —trago saliva.
—A ellos no les sirves, no después de todo lo que has hecho. Estás aquí por
Billy, pero sin él… —sus manos tiemblan. Su actitud es una mierda, pero en
sus ojos hay dolor—. Lo siento, Melissa.
—No es la primera vez que haces esto, ¿cierto?
El corazón me late con fuerza.
—¿Anunciar una muerte?
Yo asiento y ella niega con la cabeza.
—Déjame sola —pido.
Ella insiste, pero la empujo hacia afuera y cierro la puerta de golpe. Luego
me derrumbo.

Cerca de la muerte, soy consciente de todo lo que sucede a mi alrededor.


Escucho a lo lejos la pelea de los tres hermanos y, a pesar de que todo quiere
desvanecerse, le digo a mi corazón que no me abandone. «Esto no es el final».
Tengo que hacer algo, aunque parezca imposible.
Con las pocas fuerzas que me quedan, me levanto. Mis piernas tiemblan,
pero salgo de mi habitación. Camino en dirección a la oficina de Víctor, de
donde provienen los gritos. Es más tarde de lo que había imaginado, creo que
es de madrugada. El pasillo de las habitaciones está vacío, imagino a las
chicas haciéndose un ovillo en la cama, tratando de ignorar lo que está
sucediendo. Me siento valiente. Cada vez el ruido se escucha más cerca y por
fin logro distinguir lo que dicen:
—¡Maldito imbécil! ¡Eres un idiota! —grita Víctor.
—Por milésima vez: ¡No fue mi culpa!
Es Billy. Suspiro de alivio. Sigue vivo.
—¡Hijo de puta! ¡Estaba planeado, maldición! ¡No te atrevas a mentirme!
—¡¿Cómo se te puede ocurrir algo así?! ¡Mierda, Víctor! ¿Qué ganaría con
eso?
—Eso dímelo tú. —Víctor baja el tono.
—Nada, ¡maldita sea! El puto policía me vio fotografiando a Lucy. Me
paralicé, ¡lo siento! No podía permitir que me arrestaran, Víctor, ¡nos
encontrarían!
«Lucy. Ese es su nombre».
—¡Y lo más sensato que se te ocurrió fue manejar hasta aquí con la puta
camioneta! —vuelve a gritar—. ¿Y tú? ¡Mierda! ¿Por qué no lo detuviste?
—El imbécil tomó el volante y venía hecho un demonio. Agradéceme,
ingrato, ¡maté al policía! —grita Edwin.
—¡Estoy rodeado de un par de idiotas! Crees que ese…
¡Mierda! No escucho nada. Me acerco más a la puerta.
—¡Era lo único que podía hacer!
—¡Los voy a matar, joder!
Escucho pasos y me congelo.
—¡Mátanos, Víctor! ¡Sé como papá! —dice Billy y los pasos cesan.
—Billy, no hablamos de ese tema.
—¿Por qué no, Víctor? ¿Por qué no recordamos un poco el inicio de esta
mierda? ¡Porque sabes que si lo recuerdas, te aterras!
—¡Cállate o te disparo en la cabeza ahora mismo, imbécil!
—¿Como el que él le disparó a nuestras madres?
Las palabras de Billy resuenan en mis oídos. ¡Maldición!
—¡Dije que te callaras! —grita Víctor enloquecido.
—Este lugar es igual a donde vivimos, ¡prostitutas de un burdel! Mujeres
caminando desnudas por los pasillos, ¡tu madre era una de ellas!
—Ya basta, Billy, tú no sabes de lo que hablas —dice Edwin.
Me acerco más, como si quisiera atravesar la puerta.
—¡Ustedes me lo dijeron cuando era un niño! Lo sé porque cuando papá
mató a la puta de mi madre, viví la misma mierda que ustedes, ¡ustedes ya eran
adultos!
—¡Esto no es un maldito burdel, Billy! —grita Víctor cansado y enfadado.
—Es peor que eso, es peor que el maldito burdel de papá. Sus mujeres eran
prostitutas, en cambio ustedes les arrebatan la vida y los sueños a mujeres que
no lo son, ¡como lo hizo él con tu madre!
—¿Qué dices? —El tono de Víctor es desafiante.
—Lo que al parecer olvidaste, Víctor. Tu madre era una mujer común, con
una vida llena de limitaciones, a la que el imbécil de papá sedujo para hacerla
parte de su mierda y matarla cuando quiso escapar. ¿No lo recuerdan?
—Billy, ¡es suficiente! —grita Edwin.
—Entonces quizás sí recuerdan lo que pasó después —continúa—: Cuando
trajo a la prostituta de mi madre. La secuestró, la obligó a tenerme y luego la
mató en un desvarío de alcohol. ¡A todas, carajo! ¡Las mató a todas! Y no pudo
con toda su mierda, ¿y qué hizo? ¡Se quitó la vida como un cobarde delante de
los tres! ¿Olvidaron eso, pedazos de mierda?
Sus palabras me revuelcan el estómago.
—¿Qué quieres hacer, Billy? ¿Revolver el cajón de los recuerdos? No seas
infantil, ¡sé un hombre por una puta vez en tu vida!
—Éramos tres niños llorando juntos al recordar esa mierda, ¡y ahora hacen
lo mismo!
—¡Joder, contigo! Ya te lo dije, Billy, créeme cuando te digo que esta es la
última vez que lo repetiré —el tono de Víctor es más grave—. No puedes
eliminar esta mierda, esto somos. No eres diferente, ¡lo llevamos en la sangre!
No hay cura ni lucha que puedas hacer contra ello.
—Acéptalo, Billy —dice Edwin.

Trato de asimilar lo que acabo de escuchar. Pobre niños, la imagen de los


tres llorando por haber perdido a sus madres a mano armada de su propio
padre me destroza. ¿Cómo un ser humano puede llegar hasta ese punto? El
maldito creó este mundo de mierda y los hizo parte de él. Ahora el secreto de
Víctor ya no es un misterio, pero no sé qué hacer con ello. No me sirve de
nada saber esto, jamás lo entenderé. ¿Cómo pudo Víctor recrear todo lo que le
hizo tanto daño? ¡Qué enfermo! Se convirtió en su padre y obligó a sus
hermanos a vivir de nuevo toda esta basura.
Intento seguir escuchando lo que hablan, pero mis voces interiores no me
dejan. Todo dentro de mí es caos. De pronto, siento un jalón de cabello que me
hace gritar.

Carol me lleva rápidamente, sin soltarme, hacia su habitación. Cuando


cierra la puerta, me suelta.
—¡Estúpida! —la insulto mientras froto mi cabeza.
—Vas a decirme ahora mismo qué traes con Billy. Dime la verdad.
—No ocurre nada entre ese tipo y yo —miento.
—Ya no mientas, Melissa. Corriste a ver qué le ocurría en vez de
preocuparte por ti aun cuando te dije que te matarían. Puedo ver que te
importa, así que eso que has dicho de que piensas que es un monstruo como
los otros, no te lo creo.
Sus palabras me ofuscan.
—Ahora, por última vez, ¿qué ocurre entre ustedes? ¡Responde! —grita.
No sé qué decir, ¿puedo acaso confiar en ella?
—No es como ellos. Es lo único que diré.
—¡¿Estás enamorada de él?! —Me reprueba con la mirada, lo que me
parece estúpido viniendo de ella.
—No —digo sin pensarlo y sorprendiéndome a mí misma—. Por supuesto
que no.
—No te creo —dice alzando una ceja.
—No tengo por qué convencerte.
Hago ademán de salir, pero me detiene.
—Pretende sacarte de aquí, ¿no es cierto? No me mientas más, yo lo sé.
Suspiro aliviada.
—Sacarnos, a todas —digo esperando no estar cometiendo un error.
—¿A todas? Eso es una tontería, no hay probabilidad alguna de que lo
logre.
—Existe, Carol. Imagínalo, salir de aquí, ser libre.
Está confundida. Se pierde en sus pensamientos y luego nos sentencia:
—No lo lograrán.
—Te juro por mi vida, Carol, que saldremos de aquí —tomo su mano, pero
ella se suelta de golpe.
Un miedo se apodera de mí: ¿Puede que le sea más fiel a Víctor que a sí
misma?
—Ten cuidado —dice aturdida—, y mantenme enterada. Si puedo ayudarte,
lo haré.
Toma mi mano mano y me saca de su habitación.

Respiro profundamente ante el silencio que cubre los pasillos. Los gritos
cesaron, el cielo empieza a aclararse; no sé si hice mal los cálculos o si desde
que comenzó la pelea, han pasado más de dos horas. Estoy cerca de la oficina
de Víctor, he regresado, pero escucho el cerrojo y luego la perilla girar para
abrir la puerta. ¡Mierda! Me asusto tanto y no consigo regresar a mi
habitación, por lo que corro hacia la de Billy, que está más cerca.
«Por favor, Dios, que no tenga cerrojo». Abro.
Entro y me escondo detrás de la puerta. Segundos después se abre de nuevo
y se cierra con brusquedad. Billy entra y enciende la luz tenue y amarilla. Me
mira inexpresivo.
—Agradece que fui el único que salió de esa oficina —dice—, has de haber
sido pésima en educación física —bromea, pero no sonríe.
—¿Estás bien? —pregunto inocente.
No consigo decir nada más. No puedo verlo sin imaginar a un niño pequeño
llorando al lado de su madre asesinada. O al mismo niño de ojos azules
viviendo entre mujeres desnudas con olor a sexo. Mi estómago se retuerce y
hago una mueca.
—Has escuchado todo, ¿cierto? —baja su rostro.
—Billy, yo... lo siento tanto —tomo su mano y lo dirijo hacia la cama.
Se sienta, pero sigue sin mirarme.
—No me tengas lástima.
—No te tengo…
Alza un ceja. Sus ojos azules me intimidan.
—Tú ganas. Perdona, pero es inevitable —digo al fin.
—Son una mierda, Mel. No tienes idea de lo que he sentido esta maldita
semana. ¡Carajo! Esa chica es tan hermosa, con tantos sueños, tanta vida, ¡y
ellos quieren arrebatársela!
Una lágrima corre por su rostro y no sé qué hacer.
«¿Qué le dices a una persona irremediablemente rota para calmar su
dolor?».
—¿Por qué nosotras?
—Se parecen a nuestras madres —levanta la mirada y el brillo en sus ojos
se ha ido.
—¿A ambas?
—Recuerdo haber visto una foto de la madre de ellos y decir: «oh, es igual
a mi mami».
Esas palabras me rompen. Sin pensar si es buena idea, me lanzo hacia él y
lo abrazo con fuerza. Acaricio su cabello y él se derrumba frente a mí.

Llora como un niño. Llora sin consuelo, me desarma, se está revelando. Su


dolor se vuelve el mío, su pena se convierte en mi agonía. Un hombre que ha
vivido sus dieciocho años con una infancia terrible que lo persigue, por fin se
desploma. Lo hace conmigo, con la chica que tiene secuestrada. Irónico o no,
es nuestra realidad.
—Ellos me odiaban —dice entre lágrimas—, siempre me trataban como un
bicho porque él sí me quería. Al menos eso creía de niño —alza los hombros
—. Hasta que aquella noche la mató. No recuerdo nada más que la sangre
regada por los pasillos cubiertos por una alfombra negra —divaga en sus
pensamientos—, ¡iguales a los de esta casa, maldita sea!
—Por favor, Billy, cálmate.
—Y luego el incendio —dice—. Ellos me sacaron, vendaron mis ojos para
que no viera cómo se quemaba la casa. Me cuidaron, no me dejaron solo —
llora desconsolado—. Éramos los tres mosqueteros —sonríe débilmente—,
parecían ser buenos, fingieron tan bien. Jamás sospeché esto, Mel. Eran fríos,
distantes, extraños, sí. Pero esto...
—Deja de torturarte, Billy, por favor. Tú eres diferente, es lo único que
importa. Billy, mírame.
No lo hace. Sigue cabizbajo sobre mi pecho.
—¡Mírame, por favor! —tomo su rostro entre mis manos y lo obligo a
verme.
—No, Mel.
—Sí, Billy, sí. Mírame y escúchame: alguien tiene que parar esto y eres el
único que puede hacerlo. Estás a tiempo, aún no estás contaminado.
—No sé cómo hacerlo, Melissa. Víctor me dio una semana para secuestrar a
Lucy.

Sus palabras hacen que todo se mueva.

Una semana.
La historia que mi mente creó esta semana, regresa a mí. Lucy. La chica
hermosa que según mi imaginación estudia arquitectura, es adinerada y tiene
cinco amigas, ahora tiene un nombre. Billy la conoce de cerca y piensa
arrebatarle su vida en una semana. El dolor en mi pecho es indescriptible.
Ambos nos miramos, queremos decir tanto, pero ninguno es capaz de hablar.
No existen palabras suficientes que puedan describir lo que sentimos.

Mi mirada pide auxilio ante sus ojos azules y sus pupilas dilatadas en las
que puedo perderme. Siento repugnancia, dolor por lo que está haciendo y
miedo. Él está asustado, sus ojos lo revelan. Ambos estamos anhelantes de que
alguien nos libere de este martirio, pero somos los únicos aquí que pueden
hacer algo. Tenemos en nuestras manos toda esta mierda y si no acabamos con
ella, terminará por consumirnos.

Trato de ordenar mis ideas y pensamientos, todo se mueve, me siento ajena


a mi alrededor. No escucho nada claro, más que mis pensamientos y mi
corazón latiendo con fuerza. Mi respiración se agita. Sé que necesito mantener
la calma, así que veo a Billy, quien tiene la misma lucha interior en este
momento. Nos miramos por un instante y luego cierra los ojos, aprieta sus
puños y me mira de nuevo. Yo respiro y exhalo cansada. Lentamente abro mi
boca reseca y hablo.
—Lo vamos a lograr —digo con una leve sonrisa.
—¿Vamos? —pregunta con un poco de entusiasmo.
Sonrío. En este momento somos tan iguales.
—No te dejaré solo.
—¿Por qué aquí, Mel? —pregunta frotándose la frente.
Hago una mueca en señal de no haber entendido.
—Si te hubiera conocido antes —dice—, en otro lugar…
Divaga en sus pensamientos. Fantasea, sueña. Yo imagino lo que,
probablemente, él no puede decir. «Ay, Billy, si nos hubiéramos conocido
antes...».
—Todo sería diferente —digo al fin.
—No estaríamos aquí. O bueno, ¡quién sabe! Pero podría amarte.
Sus palabras me dejan pasmada. Abro los ojos sorprendida. «¿Amarme?».
Me muevo incómoda, pero su mano sobre la mía me calma.
—Eres tan bella, tan dulce, tan —suspira— perfecta.
«Perfecta», esa palabra se clava en mi pecho y no sé si ha calado tan fuerte
como para que me enamore de él, pero algo salta en mi interior. Él sonríe y
acaricia mi mejilla ruborizada.
—¿Sabes? Estos son los momentos en los que recobro algo de vida —digo
sonriente—. Sin ti, habría muerto al primer día.
—Oh, Mel, no digas eso. Si no fuera por mí no estarías aquí —dice triste,
culpable.
Pongo los ojos en blanco,
—Debías decir algo lindo. No acabar con la cursilería de golpe —lo
repruebo con la mirada y él ríe.
—Esto es estúpidamente perfecto —toma mi rostro y me acaricia la barbilla
con su pulgar.
Aún no lo entiendo, pero sus caricias me sientan bien.
—No quiero volver a imaginar que mueres —pienso en voz alta.
—¿Que muero? —Su asombro es evidente.
—Carol me contó lo que ocurrió, por eso fui a la oficina de Víctor. Tuve
miedo de perderte, dijo que te matarían.
—Por favor, Mel, dime que no le dijiste nada —dice apartándome.
Antes de que pueda responder, se levanta de la cama y me grita:
—¡Maldición, Melissa!
—No tuve opción —digo sabiendo que no es verdad.
—¡Joder, Melissa! ¡¿Qué has hecho?! —sacude sus manos y mira frustrado
hacia arriba.
Lo contemplo asustada. «Mierda, ¡es tan atractivo! Y cuando se enfurece, es
como que obtuviera un poder divino». Sus ojos azules arden intensamente, me
rendiría ante él cuantas veces fueran necesarias para contemplar esos ojos.
—No lo entiendes, ¿verdad? —pregunta sacudiendo mis hombros y
sacándome de mi fantasía.
—Vamos, Billy. Ella solo es una chica más.
—¡No! ¡No tienes idea! Ella es la mano derecha de Víctor, ¡maldición!
Sus manos, que hace poco me acariciaban con gentileza, de pronto se
empuñan. Me hago un ovillo en la cama, me aterra pensar que va a golpearme.
Parpadea, sus manos se relajan y los puños desaparecen.
—Dijo que nos ayudaría —digo temblorosa.
—No tenemos tiempo para enmendar errores, Mel, ¿entiendes eso?
—¡Por supuesto que lo entiendo! Pero no pretendías dejarla fuera del plan,
¿o sí?
—No pretendo nada, Mel. Lo único que tengo en mi cabeza es que quiero
que estés bien. Quiero sacarte de aquí, ¡quiero dejarte libre, maldición!
Decir que me dejará libre le duele, lo noto en sus ojos. Sabe que al
liberarme, me deja ir de su vida también.
—Gracias —digo con timidez.
—Todavía no me agradezcas.
Se recuesta en la cama y me jala para acostarme a su lado. Me pide que me
quede con él, cierra los ojos y me abraza.
—¿Qué pasará mañana? —pregunto acurrucada en su pecho.
—Lo de siempre —responde burlón.
—¿Nada? —pregunto indiferente.
—Todo —responde y cierra los ojos.
No pregunto más, pues sé que el silencio será mi única respuesta.

El silencio a su lado se vuelve reconfortante. La oscuridad se torna


agradable, ya no me atemoriza. No consigo, aunque me siento cansada, cerrar
los ojos ni para imaginar algo que me ayude a dormir. En cambio, evoco
pequeños instantes de mi vida que me hacen sonreír mientras Billy duerme
abrazado a mi espalda.
Siento su respiración cerca de mi cuello, me provoca cosquillas, pero no
soy capaz de interrumpir su sueño. Duerme tan placenteramente, como un niño
del que me siento responsable. ¿Qué habría pasado si no hubiera sido yo?
Retengo esta pregunta en mi cabeza, obligándome a responderla. Imagino a una
chica como Violeta o Sara e imagino a Billy convirtiéndose sin piedad en un
monstruo.
Creo en el destino, y comienzo a pensar que soy la única que puede
salvarlo, por eso estoy aquí. No soy solo «su chica», soy su salvación. Esa
idea me consuela, me da un soplo más de vida.
Entreabro los ojos, ha amanecido. Los abro de golpe: estoy en mi
habitación. Giro rápidamente y, claro, estoy sola. Billy me trajo dormida a mi
habitación.

Me recuerda a cuando de pequeña creía que tenía súper poderes cuando mis
padres me llevaban a la cama luego de que me quedara dormida en su
habitación o en el sillón de la sala.

Aunque el recuerdo me hace sonreír, me levanto molesta de la cama y voy


decidida hacia la puerta. «Estúpido, Billy. Primero me pides que duerma a tu
lado y luego me dejas sola, ¡vete a la mierda!». Giro la perilla con la intención
de salir de ahí pero ¡maldita sea! «¡Vete a la mierda mil veces, Billy!» ¡Me
dejó encerrada el cabrón! Frenéticamente intento abrir la puerta, pero es en
vano. ¿Qué carajos piensa que voy a comer? ¡¿Cómo puede hacerme esto?!
Más colérica que antes, decido ducharme, a ver si así logro calmarme un
poco. Lo último que quiero es que mis golpes inútiles a la puerta llamen la
atención de Víctor o Edwin.

Entro al baño y frente a mí, en el sanitario, encuentro una nota.


Día uno:

No imaginas lo dulce que te ves mientras duermes, y si lo haces


prométeme que cuando seas libre, sabrás escoger al afortunado que velará
tu sueño cada noche. Es uno de los mayores placeres que he tenido en mi
vida. Sí, dormiste más de lo que crees.

Sé que estarás furiosa en estos momentos, pero tenía que hacerlo.


Necesito mantenerte a salvo, estar seguro de que cuando regrese, estarás
aquí. Volveré en la noche, por lo que más quieras, Mel, no hagas
estupideces. Debajo de tu cama dejé un par de galletas, cómelas y duerme.

Trata de no angustiarte. Ló único que tienes que pensar es cómo


organizar a todas sin que arruinen el plan. Todo estará bien, lo prometo.
Hoy empieza nuestra cuenta regresiva: día uno de siete.

P.D. QUEMA ESTA CARTA.


Termino de leer. Bajo la mirada y vuelvo a ver al sanitario, veo un cerillo;
un único cerillo con el que podría iniciar un incendio que acabara con todo…
agito mi cabeza y sacudo mis pensamientos. «No seas idiota, Melissa». Siete
días, solo siete días más. Leo la carta, malditas mayúsculas, puedo escuchar a
Billy gritándome. Enciendo el cerillo. Lista para obedecer a las mayúsculas de
Billy, me detengo. Observo atentamente el cerillo y como se mueve su llama,
es tan pequeña y tan poderosa. Me hipnotiza y, sin darme cuenta, de pronto
estoy dando vueltas con el cerillo en mi mano. Veo cómo su llama comienza a
consumir toda la madera, siento el calor demasiado cerca de mis dedos.
Reacciono. Abro las llaves del lavamanos y lanzo, junto al trance y mi locura,
el pedazo de cerillo que quedó.

Veo la carta. Me pregunto si tendré, al final de la semana, siete cartas. Esas


cartas serían lo que me recuerden a Billy por el resto de mi vida cuando me
vaya de aquí. Porque me iré con ellas. Quiero conservarlas porque sé que,
algún día, en los brazos de otro hombre por la madrugada, lo recordaré.
Recordaré esos ojos azules y lo imaginaré contemplándome mientras duermo.
Lo único que tendré para aferrarme a su recuerdo serán sus cartas.
Con la certeza de que esto no saldrá de mi cabeza, salgo del baño y abro el
ropero. Guardo la carta dentro del mismo vestido donde conservo el trozo de
papel que me dejó con la rosa. «Sí, aquí nadie las encontrará y yo podré
verlas cuando necesite sentirme cerca de Billy».

El día pasa a ratos lento y a ratos tan rápido que apenas soy consciente del
tiempo. Las galletas de avena que Billy dejó debajo de la cama las devoré en
cuestión de minutos, quedándome sin provisiones hasta que regrese. Nadie ha
venido a buscarme, lo que hace que me sienta cada segundo más sola. El
ambiente se vuelve denso, con el paso de las horas la oscuridad llena la
habitación y prefiero dormir. Duermo por ratos cortos, de menos de cuarenta
minutos. No recuerdo si he tenido pesadillas, pero despierto sudada y
temblorosa. Quizás sea el temor de que alguien más entre por la puerta, la cual
veo cada poco tiempo para comprobar que sigue con cerrojo.

En completa oscuridad, mis nervios se intensifican. He pasado todo el día


entre dormida y despierta, con unas galletas de avena en el estómago y
horribles sueños que no recuerdo pero que estoy casi segura de qué tratan.
Esos ojos, tan parecidos a los de Billy, esas manos, ese tatuaje. Son pequeñas
imágenes que logro recordar y que son suficientes para saber por qué prefiero
estar despierta. Verlo de nuevo me aterra.
—Maldito, te has cagado en mí —digo en voz alta.
Melancólica, triste, sola, me pregunto si algún día volveré a dormir sin ver
sus ojos en mis pesadillas.
Mientras avanzan las horas me lamento por haber dormido tanto. Billy
podría venir en cualquier momento, con noticias, planes… Planes, «lo que tú
debiste haber hecho, Melissa, planear cómo les dirás a todas lo que está
pasando» me reprendo.

—¿En serio, Melissa? ¿No pensaste en nada? —Me reprende Billy.


—Perdóname, ¿sí? No quise pensar. Sentirme tan cerca del final me
atormenta, solo quería olvidar y la única forma de hacerlo era dormir —digo
ingenua.
—Porque estamos cerca del final, es que debiste haber pensado, Melissa.
Todo el maldito día estuve pensando en cómo podrías estar, te vi ideando
planes estúpidos, ¡pero planes, al fin y al cabo! ¿Y tú? Durmiendo. Claro, así
sacaremos a todas de aquí —dice sarcástico.
—¡Deja de regañarme! No soy una niña. A ver, dime tu grandioso plan,
Billy —digo alzando la voz.
—¿Qué te hace pensar que tengo un plan? —alza una ceja.
Maldición, debo controlarme para no sonreír con ese gesto odioso y
endemoniadamente sexy.
—Quizás te empiezo a conocer un poco.
—No me conoces, Mel —dice con semblante serio—. Pero sí, tengo un plan
—sonríe.
Había llegado hacía menos de veinte minutos. Al entrar a la habitación,
suspiró aliviado al encontrarme recostada en la cama. Me contó sobre Lucy y
lo que hizo hoy; la tristeza y la furia se apoderaron de su rostro en pocos
minutos y su corazón se aceleró. Pero pronto volvió a calmarse. «¿Qué
pensaste sobre lo que te pedí en la carta?» preguntó y todo se jodió entonces.
Sonrojada le respondí «nada» y alcé los hombros. Una molestia sarcástica y
burlona lo dominó, pero ahora sonreía abiertamente. No lo entiendo, jamás lo
haré.

Como una tartaleta de manzana y bebo un chocolate que imagino que,


cuando lo compró, estaba caliente. No mucho tiempo después, dice que debo
dormir y finjo obedecerlo dándome la vuelta en la cama.
—¿Ya te vas o velarás mi sueño de nuevo?
—Solo duerme.
Sus palabras me llevan a las noches en las que le pedía a mi padre que
durmiera a mi lado. Me abrazaba un momento y me pedía que durmiera, tenía
cosas que hacer. Con nostalgia, saco una escena del cajón de los recuerdos y
me volteo. Me mira perplejo y yo, aunque parezca patética, le pido:
—Cuéntame algo —sonrío con dulzura y él ríe.
—Supongo que eras una niña encantadora —dice acomodando mi cabeza en
su hombro—. No sé hacer esto —confiesa.
—Solo cuéntame un cuento, así podré dormir —digo risueña.
—El único cuento que sé es el de tres hermanos jodidos. Una historia de
secuestradores, sexo y dolor. No apto para niñitas —bromea, perverso, pero
bromea.
—No te quiero imaginar como papá de una niña pequeña —digo alzando las
cejas.
—¡Já! Ni te preocupes, eso no pasará nunca.
Intenta levantarse pero tomo su mano y lo detengo.
—¿No quieres tener hijos?
—No creo que alguien sea capaz de amarme, Mel.
Suelta mi mano y camina despacio hacia la puerta.
Espera que lo detenga, lo sé. Se detiene y espera a que diga algo, pero no lo
hago. Guardo silencio y me volteo de nuevo para no verlo salir. Escucho su
respiración y luego el golpe de la puerta al cerrarse.
Se ha ido.

Me abandono en mis pensamientos. ¿Cómo puede decir que nadie podría


amarlo? ¡Yo podría amarlo! Y no, ¡no es síndrome de Estocolmo! Sé que
podría hacerlo y no estaría mal, ¡no estaría loca! Porque él no es uno más, no
es como sus hermanos. Es un buen hombre, herido, con cicatrices que aún
sangran, pero con buen corazón. Dejo que mi mente divague y veo mi vida
entera a su lado.

Nos veo en la misma cama, durmiendo después de hacer el amor.


Amaneciendo con un sol que nos da los buenos días; levantándonos para
desayunar, nos duchamos y reímos de alguna tontería sobre nuestra intimidad;
salimos a dar un paseo al parque con nuestro perro, tomados de la mano, como
una pareja cualquiera. La gente a nuestro alrededor nos mira y sonríe, dicen
con su mirada: «¡Qué linda pareja!». No imaginan nada de lo que pasamos
antes de estar ahí. Nos veo adultos, en un apartamento más grande, quizás una
casa con un enorme jardín, un niño de ojos azules corre detrás de nuestro
perro y nosotros lo vemos sonrientes. Dentro de la casa hay cajas de cartón,
Billy juega con nuestro hijo a que es un astronauta como él lo hacía de
pequeño. Yo los veo complacida mientras hago la cena. Cenamos juntos,
somos una familia feliz. Reímos, al acostarnos vemos una película y hacemos
el amor a la mitad de ella. Así, nuestra rutina. Sin pasado, sin miedos, sin
fantasmas que nos atormenten.

Despierto de mi fantasía. «¡Ay, Billy! No podré ser yo quien te haga feliz».


No nos ataré al recuerdo de esta mierda que sé que no nos dejará en paz si
estamos juntos. Tendremos que retomar nuestros caminos por separado y
aprender a vivir con el recuerdo y las marcas que el uno dejó en el otro.
Además, ¡mierda! Ian, yo tengo a Ian. ¿Hace cuánto no lo recordaba?
Sintiéndome sucia, infiel y traidora, me acurruco y obligo a mis pensamientos
a soñar con él.

Despierto. No he soñado con Ian. Me quedo observando el techo, todo está


tan oscuro y en silencio que siento miedo. Entonces recuerdo que no apagué la
luz antes de dormirme. Sé que Billy ha entrado y sé perfectamente por qué. Me
levanto deprisa, enciendo el interruptor y camino hacia el baño.

Ahí está. La carta número dos.


Día dos:

Me calma saber que duermes tan profundamente, que ni mi entrada ni un


beso en la frente logren despertarte. No veo la hora de que esto acabe. Bien,
este es el plan. Lucy va todos los viernes a un gimnasio en las afueras de la
ciudad, tomando una ruta desolada. Ahí es donde empieza todo.

Calma, respira, no pretendo hacerle daño. Hablaré con ella y fingiremos


su secuestro (si no colabora, no debes saber qué haré). Esa tarde Víctor y
Edwin estarán en la bodega a donde te llevaron primero, mi misión es
llevarla hasta ahí. No llegaré. Me desviaré y necesito que estés preparada.
He estado pensando sobre lo que me pediste y está bien, las sacaremos a
todas. Pero recuerda: no puedes salvar a quien no quiere ser salvado. Así
que mantén a Carol fuera de esto. Habla con las demás, pero por lo que más
quieras, sé inteligente, ten cuidado.

Lo demás, parece sencillo. Conseguiré una copia de las llaves y te


sacaré de aquí. Luego nos iremos, Mel, muy lejos. No volverás a casa hasta
que estemos seguros de que ellos no te seguirán, mantenernos a salvo no
será fácil. Pero lo lograremos.

P.D. Vuelvo tarde. Si tienes dudas, luego me las dices. Ya sabes qué hacer
con el cerillo.
Leo más de cinco veces la carta. Termino tirada en el suelo del baño sin
saber qué hacer o qué pensar. Ya no sé qué me atemoriza más; que algo salga
mal durante el secuestro de Lucy, durante mi escape o lo que vendrá después:
«no volverás a casa hasta que estemos seguros de que ellos no te seguirán,
mantenernos a salvo no será fácil». Esas palabras se tornan borrosas, no lo
esperaba, definitivamente.

Había recreado en mi mente imágenes sobre cómo sería regresar a casa y


ver a mi familia. Envolviéndome en un abrazo con mis padres, quienes lloran y
agradecen a Dios por regresarme con vida, para luego hablar durante horas.
Ellos preguntando más de lo que quiero contestar, mi madre llenándome de
comida, mi padre besando mi frente cada cinco minutos… y Diego, sonriendo
todo el tiempo, pero sin decir nada, no hace falta. Dormir acurrucada con él,
mientras susurra «te extrañé». Yo alborotando su cabello como siempre, él
disfrutando el gesto por primera vez en su vida.

Había imaginado decenas de escenas, pero jamás me imaginé alejándome


más de mi familia tratando de ocultarme de Víctor y Edwin.
¿Puede ser eso libertad?
Comienza a salir el sol. Me abandono en un desasosiego que me cala hasta
los huesos, el plan de Billy solo muestra lo equivocada que estaba. «Jamás
seré libre de nuevo». Me imagino en el borde de la cama de un cuartucho de
hotel con él al lado, ¿dónde más podríamos escondernos? Y luego, ¿qué
haremos? Nos abrazaremos y fingiremos que somos dos conocidos que
pasarán un par de noches alejados del mundo exterior en una habitación de
hotel barato, ¡quién sabe en dónde! Hablaremos sobre este tiempo, nos
contaremos íntimos secretos, como si fuéramos los mejores amigos y
planearemos qué hacer a partir de ese momento. ¡Es absurdo! Seré libre, no
soportaré pasar quién sabe cuánto tiempo con él esperando. ¡¿Esperando qué?!
Con Víctor y Edwin sueltos por ahí, jamás llegará el día que estemos a salvo.
«¿Y qué hará con las demás chicas?» la pregunta me asalta de pronto. Ellas
no querrán ir con él, de ninguna manera aceptarán estar atadas a otro de los
hermanos Guzmán. No importa lo que les diga, para ellas es uno más de ellos.
Huirán. Saldrán en busca de sus familias, de lo que anhelan… no las culparía,
yo quisiera hacer lo mismo. «¿Por qué no lo haces?» La pregunta me deja
pasmada. Froto mis manos contra mi rostro, tanto pensar me está matando.
Quizás sea mejor dormir y esperar a que amanezca.
Me levanto y veo el cerillo. Río al recordar lo de ayer. Lo tomo y lo guardo
junto con las cartas. Apago las luces y camino hacia la cama que ya perdió
calor. Me envuelvo en las sábanas, tengo frío, pero quiero dormir. Es muy
temprano para pensar.

Luego de despertar, me pongo lo primero que veo en el ropero y salgo de la


habitación. Esta vez Billy no dejó con cerrojo la puerta, así que iré a comer
con las chicas. Al entrar a la cocina, las veo comiendo cereal. Les dedico una
pequeña sonrisa y las saludo.
—Te hacíamos muerta —bromea sarcástica Samantha.
—¿Dónde te habías metido? —pregunta Penélope mientras come una
cucharada de cereal.
—En mi habitación, ¿dónde más? Solo quería estar sola.
Carol posa sus ojos en mí.
—De modo que no comiste en todo el día —alza una ceja.
—No. Muero de hambre —miento.
—Ya veo —dice y sigue comiendo—. Sírvete.
Me acerco a ellas, tomo un plato, sirvo el cereal y, harta del silencio, trato
de entablar una conversación.
—¿Por qué tan calladas?
Todas me miran y me siento tonta por haber preguntado.
—No creo que tengamos mucho de qué hablar —dice Cloe y todas esbozan
una sonrisa.
—A menos que quieras contarnos sobre el incidente de Billy —dice
Alejandra.
Alejandra lleva poco menos de un año aquí. Es bellísima y no habla
demasiado, por lo que me sorprende su pregunta.
—¿Qué puedo saber yo de eso? —respondo indiferente mientras sirvo la
leche.
Mejor como en silencio, esto se está tornando demasiado incómodo.
—¡Oh, vamos! Sabemos que Billy te cuenta cosas, anda, pasa el chisme —
dice Samantha.
—Mejor que nos cuente lo que escuchó esa noche detrás de la puerta —dice
amenazante Penélope.
Me quedo helada. ¿Cómo carajos sabe eso? Es suficiente, creo que voy a
perder la cabeza en cualquier momento.
—¡Eso! Haz que nuestro patético desayuno tenga algo de emoción —dice
Samantha.
«Maldita. La odio».
—Pues lamento decepcionarte —le digo—, no tengo nada que decir. Sé lo
que todas ya saben: Billy está tras otra chica y en una de las noches que la
espiaba cometió un error. Trajo al policía hasta aquí, Edwin lo mató y ahora
corremos peligro. ¿Ven? Nada que ustedes no sepan.
Apenas termino de hablar y me arrepiento de cada palabra. Todas me
fulminan con la mirada llena de terror. Carol no les ha dicho nada y ahora
quiere matarme por abrir la boca.
—¿Eso es cierto, Carol? —pregunta Joyce asustada.
—¡Joder! —exclama Carol y nos ve una por una—. No pasa nada, chicas —
dice y sigue desayunando ajena a las emociones de las demás.
—¿En verdad mataron al policía? —Me pregunta Laura de pronto y yo me
ahogo con una cucharada de cereal.
—¡Qué imbécil! —exclama Penélope y se echa a reír.
—¿De qué te ríes? —pregunta molesta Samantha.
—Matar a un policía es como picar el hormiguero. En cuestión de días
estarán rondando la zona buscándolos. —Penélope alza la ceja y sonríe
abiertamente.
—¿O sea que podrían encontrarnos?
La pregunta de Sara nos deja boquiabiertas. Ni siquiera yo había pensado
que, luego de lo que ocurrió, la policía estaría buscándolos. Cada vez pueden
estar más cerca de ellos… y de nosotras.
—Los atraparán y los joderán —sus ojos brillan.
—Antes de que eso pase te mato, cariño —interrumpe una voz grave en la
cocina.
El rostro de Sara palidece de inmediato y el brillo de sus ojos se
desvanece.
—Víctor —dice Carol levantándose y yendo hacia él—, no es nada, no le
hagas caso…
Él la aparta y camina hacia Sara. Los rostros de todas palidecen y el miedo
en el lugar es palpable.
—¿Qué estabas diciendo, bombón? —pregunta con ese tono desagradable
que me pone la piel de gallina.
—Eam, nada, yo… —tartamudea—. No estaba diciendo nada, Vi… Víctor.
La inocencia y el pánico de Sara hacen que se me estruje el estómago. La
veo temblar, su frente comienza a sudar.
—¿Desde cuándo la cocina se volvió el lugar de los chismes? —dice
alzando la voz.
—¡Cómo crees, cariño! —Carol intenta acercarse de nuevo.
—¡Aléjate, Carol! —grita empujándola—. Ahora es ella la que me interesa.
Sara abre los ojos sorprendida y todas nos quedamos sin aliento.
—Por favor, no —logra decir Sara—. ¿Qué quieres conmigo? —tiembla
con más fuerza y él la detiene posando la mano sobre su hombro.
—Nada, linda. Nada que vayas a recordar después —dice acercándose más
a ella, luego nos mira—. ¡Estoy harto! —Nos grita.
En un segundo, todas nos volvemos una. Nos arrimamos en una esquina
asustadas y lo vemos convertirse en un animal con su presa.
—Vamos, Víctor, no hagas nada de lo que puedas arrepentirte. —Le dice
Carol con la voz entrecortada.
—¿Arrepentirme de eliminar un problema? —dice y ríe a carcajadas—. ¡Ya
extrañaba esta adrenalina! —grita.
Nos mira de nuevo. Nosotras palidecemos del miedo, abrazándonos una a la
otra. Él ríe como un psicópata, le gusta el poder que tiene sobre nosotras.
—¿Qué vas a hacer con ella? —pregunta Violeta. Temerosa, da un paso al
frente.
—Voy a darle una lección que ninguna olvidará. ¡Todas, a sus habitaciones!
Y no salgan, si no quieren ser la siguiente —dice y jala a Sara.
Ella intenta resistirse, pero es en vano. La lleva detrás de él a rastras.
—¡No! Víctor, por favor, ¡basta! —grita Carol e intenta detenerlo.
Veo a todas a mi lado con los ojos cerrados. Lloran.
—Llévalas a tu habitación. —Le ordena Víctor a Carol desde afuera de la
cocina.
Sara no deja de gritar. Carol regresa con el rostro lleno de lágrimas y roja
de la furia. Comprendo lo que está a punto de pasar y grito:
—¡No puede hacerlo!
Todas se desmoronan con mis palabras. Sí puede y lo hará.
—Vamos, chicas —nos dice con un hilo de voz—, debemos encerrarnos.
¡Todas a mi habitación!
Su orden es inapelable. Nadie discute ni reniega. No decimos nada, solo la
seguimos.

Al salir de la cocina, vemos a Víctor salir de su habitación sosteniendo una


pistola y arrastrando a Sara. Ella grita y llora descontroladamente.
—¡No, por favor, Víctor, no! Lo lamento, ¡te lo suplico! No lo hagas…
Su súplica nos rompe a todas. Nos quedamos ahí, sin avanzar un centímetro
más. Lloramos y nos tomamos de las manos queriéndonos dar apoyo. ¿Qué
más podemos hacer?
—¡Carol! —grita Víctor mientras jala con fuerza a Sara.
Carol nos apresura para salir del pasillo.
—¡No! —grita Violeta y regresa—. ¡No voy a dejarla sola!
Apenas si puede mantenerse en pie, cae al suelo y todas nos acercamos a
ella. Su dolor es inexplicable.
—¡Si haces algo, te matará también! —Carol la detiene.
—¡Que lo haga! No me importa, es, es… mi amiga —flexiona su estómago,
se queda sin habla y llora con furia—. Por favor, detenlo —pide en un susurro.
Carol ahoga su llanto. Traga saliva, la abraza y la levanta.
—Vamos, Violeta, por favor, debemos irnos. No hay nada más que hacer.

Dentro de su habitación, todas nos abandonamos al dolor de una muerte


injusta. El llanto de Violeta no cesa, reina el silencio y me comienza a doler la
cabeza. Estamos sentadas en el suelo, casi una sobre la otra. Yo lloro en el
hombro de Joyce, quien apoya su mejilla contra mi cabeza mientras llora.
Apenas si puedo respirar, me hiperventilo. Mi estómago duele, es el miedo
que se manifiesta físicamente.

Entonces se escucha.

Un disparo. Un único disparo.

Silencio.

Violeta se desvanece en los brazos de Carol, que cierra los ojos con fuerza
y sus labios se tensan. Todas lanzan un grito y se echan a llorar. Lloramos con
intensidad, la tristeza y el dolor se contagian, como en un funeral. No lloramos
por ella, ni por los pocos momentos que nos unieron, lo hacemos porque
tenemos frente a nuestros ojos, lo que puede ser nuestro destino.
Con el corazón a punto de salirse de mi pecho, decido contarles todo el
plan. A punto de levantarme para decirles que esto no tiene por qué acabar así,
que existe una salida a este infierno, habla Samantha.
—Bueno, una menos —dice y seca sus lágrimas.
Se levanta del suelo mientras cada una de nosotras posa su mirada sobre
ella. Espero que se arrepienta, que una pizca de culpa nazca en ese corazón
frío y trate de enmendar lo que ha dicho, pero no sucede nada.
—¿Cómo puedes decir eso? —Violeta, embadurnada de lágrimas, dice cada
palabra acompañada de un movimiento para levantarse hasta estar a su altura.
—Esa chica sufría cada día más. Ahora está en un lugar mejor.
Su frialdad y su hipocresía me dejan helada.
—Estás igual de podrida que ellos —dice Violeta mientras sus manos se
empuñan y sus ojos arden en rabia—. Eres la misma mierda. Pero ya verás que
un día ellos pagarán por todo —escupe cada palabra con dolor—, y tú,
maldita infeliz, te hundirás con ellos —está a punto de caer de nuevo pero
logra mantenerse en pie.
—Esto jamás acabará, Violeta. ¿Ya podemos irnos a nuestras habitaciones?
—pregunta.
Carol se levanta con dolor y asiente.

Todas se levantan con lentitud. Salen cada una con un semblante diferente
que no logro descifrar. Nunca había deseado, tanto como hoy, entender qué
piensan o sienten. Unas se van con una triste sonrisa, otras siguen sollozando
en silencio y algunas apenas si expresan algo. Tal vez se están preguntando si
lo que dijo Samantha, que es la primera en salir, sea cierto. «Esto jamás
acabará», yo no estaría tan segura.

Solo quedamos Violeta y yo. Carol sale a la cocina por un té para calmar a
Violeta. Cuando regresa, se lo toma rápidamente a pesar de lo caliente que
está y sale sin decir una palabra. Me levanto del suelo e intento salir, pero
Carol me detiene.
—¿Qué ha ocurrido? —Me pregunta.
La veo sorprendida. Se limpió el rostro y, a pesar de no tener maquillaje,
parece no haber derramado una sola lágrima.
—Mataron a una chica inocente por una estupidez —digo alzando el rostro
hacia ella.
—No seas idiota, no me refiero a eso. ¿Qué ha pasado con Billy? ¿Han
planeado algo?
La frialdad con la que muestra interés en el plan luego del asesinato de
Sara, hace que me pregunte si es buena idea confiar en ella. Guardo silencio
por unos segundos y decido mentir:
—Nada, no creo que podamos lograrlo.
—Deja de mentirme, ¡maldición! —dice exasperada.
—No te miento, ¡por favor! Es claro que no existe forma de salir de aquí.
—Dijiste que encontrarías la manera —alza la ceja y yo hago lo mismo.
Nos retamos.
—Pues si la hay, no la hemos encontrado —espero a que diga algo que me
haga confiar en ella, pero se queda en silencio—. Supongo que si eso era todo,
puedo retirarme.
Ella asiente.
—Es lo mejor —dice—, digo, dejar las cosas así.
Salgo de la habitación y, tras cerrar la puerta, suspiro.

El paso de las horas se volvió pesado y lento desde que entré a mi


habitación y me dejé caer en la cama. Mi mente no deja de dar vueltas, pienso
en todo lo que ocurrió y el llanto de Violeta no me deja tranquila, la escucho
incansablemente. Quizás ahora mismo esté dormida, pero su dolor me persigue
de una manera perversa. He dado vueltas y vueltas en la cama, he estado a
punto de caer en más de diez ocasiones y no hallo la manera de sentirme
cómoda. Me siento culpable. Si no hubiera salido… si no hubiera hablado con
ellas… Sara jamás hubiera hablado y seguiría con vida. Vuelve a mí el
momento en que Víctor se acercaba a ella para luego llevársela a rastras y
debo cerrar los ojos para dejar el recuerdo atrás. El sonido del disparo
resuena en mis oídos, mi mente necia sigue tratando de imaginar cómo vivió
ella sus últimos minutos… ¡Oh, Dios! Era tan dulce, tan inocente...
¡Basta!
Me levanto de la cama y entro a la ducha, quizás el agua ahuyente los
recuerdos. El agua cae fría, tan fría que mi piel se eriza al instante. La dejo
caer sobre mi cuerpo, acaricio mi piel suavemente y agradezco poder hacerlo.
Me abrazo y con delicadeza froto mis brazos, subo mis manos hacia mi tenso
cuello y lo masajeo con suavidad, ejerciendo un poco de presión con la yema
de mis dedos, se siente bien. Cierro los ojos y me dejo llevar por mis propias
caricias. Bajo un poco mis manos, paso por mis pechos y suspiro. Jalo el
jabón, que está en una hendidura de la pared y siento cómo mis manos hacen
espuma con él. Subo una a una mis piernas y las recorro con mis manos
enjabonadas, desde las pantorrillas subiendo hacia los muslos, paso el jabón
por mi vientre y subo hacia mi cintura para luego recorrer el dorso y mis
pechos, que se erizan con el contacto de mis dedos en los pezones. Subo a mi
rostro, limpio el poco maquillaje que me queda y cuando se ha esfumado la
espuma, abro los ojos.
Me aferro a la pared cuando mis ojos presencian lo más atroz que he visto
en mi vida.
El agua que caía sobre mi cuerpo se torna rosada al caer al suelo. Cerca del
drenaje, mezclada con la espuma que estuvo sobre mí, el agua es de color
rojo. Roja como la sangre… ¡Oh, Dios! «Es la sangre de...» me quedo sin
aliento. Veo detenidamente mis pies, sumergidos en ese líquido espumoso…
Se va por el drenaje. En un abrir y cerrar de ojos el color rojo ha
desaparecido, no queda rastro de lo que acaba de ocurrir.
Salgo rápidamente, húmeda, porque apenas si me paso la toalla por el
cuerpo, me visto con lo primero que encuentro y salgo en busca de Violeta a su
habitación.

Toco repetidamente la puerta. Finalmente, Violeta abre. Luce fatal, sus ojos
delatan el torrente de lágrimas que ha dejado salir y su rostro está tan pálido
que pareciera que no ha comido en días.
Le pregunto si puedo pasar y ella abre lentamente la puerta. Su habitación
está hecha un desastre. La ropa de Sara, supongo, está tirada por toda la
habitación y ambas camas están deshechas. Casi puedo ver a Violeta
perdiendo el control, desquiciada por su pérdida, destruyendo todo a su paso.
—Éramos mejores amigas —dice en un susurro, aunque parece hablar más
consigo misma que conmigo—. Nos conocimos en los básicos, desde ahí nos
volvimos inseparables. Hubieron peleas, las típicas absurdas discusiones,
pero nunca nada que durara más de un par de días. Seguimos la misma carrera
en bachillerato para seguir estudiando juntas, sus padres decían que
parecíamos lesbianas —ríe melancólica.
Se me estruja el corazón. Yo jamás tuve una amiga tan cercana, no puedo
imaginar su dolor, no lo siento, no puedo… solo sé que quisiera poder evitar
el dolor que siente.
—Era la hermana que nunca tuve —dice y llora abrazándose a sí misma.
Intento acercarme, pero me detiene—. ¡No, por favor, no! No me toques.
¿Tienes idea de cuántas veces lloré a su lado? No importaba la hora, si la
llamaba, salía en su motocicleta a buscarme y me consolaba. No hablaba
mucho, lo sé, ¡era pésima consejera! Pero sabía escuchar. Sus abrazos eran los
más reconfortantes que he sentido alguna vez. Ella no merecía morir —dice y
llora hasta caer al suelo.
Caigo a su lado y la abrazo, ella deja de forcejear conmigo y se deja
abrazar. Busco las palabras adecuadas, no quiero cometer un error. Necesito
decirle lo que necesita escuchar, lo que la haga mantenerse en pie.
—Ella no querría que te rindieras —digo y ella me ve atenta.
—¿Cómo puedes pedirme de esa forma que no me rinda?
—No vengo a pedirte que no te rindas, Violeta. Vengo a decirte que tengo un
plan para salir de aquí.
Mis palabras resuenan en sus oídos, lo sé porque, de pronto, esboza una
leve sonrisa y sus ojos brillan con esperanza.

Le cuento el plan y ella se queda boquiabierta. «Y eso que no sabes que no


podrás regresar a casa, al menos, hasta que Billy lo decida», esa es
información que prefiero omitir en este momento. Además, debo hablar
todavía con Billy sobre ello. Me hace algunas preguntas, como cuándo nos
iremos, la hora y si tengo miedo.
El viernes. No lo sé. Estoy aterrada.
Al final del día, puesto que sin que me diera cuenta pasaron las horas, ella
está agotada.
—Debes descansar —digo y la hago acostarse.
Frota su rostro, tal y como yo lo hice en la madrugada, con desesperación.
—¿Sabes? Por un momento, a diferencia de las demás, me sentí dichosa. No
estaba sola, estaba con ella —suspira, cierra los ojos con fuerza y los abre de
nuevo—. Hablábamos casi toda la noche, bueno, cuando no estábamos con
alguno de ellos. Me daba paz, esperanza.
—Pronto se acabará este martirio —digo sin saber cómo hacerla sentir
mejor.
Ella asiente, sabe que no sé qué más hacer y prefiere rendirse ante el sueño.
Minutos más tarde, me encuentro velando su sueño. En completo silencio
intento levantarme, pero abre somnolienta los ojos y me detiene.
—No te vayas, por favor. No creo poder dormir sola.
No hace falta que diga más para que me recueste a su lado. No tengo idea, y
prefiero no preguntar, sobre cómo dormía con Sara. Quizás cada una en su
cama, quizás abrazadas, aferrándose la una a la otra. Decido acurrucarme a su
lado, ella me abraza y se duerme profundamente.

Unas cuantas horas después, siento que mis párpados se cierran y todo
comienza a ordenarse en mi mente. Mis pensamientos me abandonan por
completo, mi mente da por terminado el tormentoso día. Mi respiración cada
vez es más lenta. El corazón deja de atormentarme con sus rápidos latidos, mis
músculos se relajan y soy consciente de que estoy a punto de quedarme
dormida. En este último tiempo, esta vez es la primera que me doy cuenta de
cosas tan básicas como estas. Afirmo entonces que, después de todo lo que ha
pasado, mis sentidos comienzan a cobrar vida de nuevo.
Despierto sobresaltada y maldigo por ser tan tonta.
¡Billy!
Pudo haber llegado por la noche a buscarme y yo no estaba en mi
habitación. Me levanto de la cama de Violeta a tropezones y la dejo a ella ahí,
dormida y en calma. Es probable que duerma por un par de horas más. Antes
de salir, la contemplo. Al menos dormida, se ve feliz. Salgo de la habitación y,
casi en puntillas, camino hacia la mía. Abro con cautela la puerta por si Billy
se encuentra ahí, pero al abrirla completa veo que la habitación está tal y
como la dejé.

En mi afán por saber de él, busco la carta número tres en el baño, como las
anteriores, pero no encuentro nada. Un presentimiento que recorre mi cuerpo
me dice que vaya a buscarlo a su habitación pero, tras lo de ayer, no me atrevo
a andar por los pasillos así como así. Por lo que me quedo en la habitación
imaginando que no tendré carta número tres. Después de todo, no he escuchado
el sonido de ninguna puerta, nadie ha salido a desayunar, tampoco he
escuchado pasos, regaderas o algún indicio de que alguna se levantó. Quizás
todas estén como yo, acurrucadas en su cama dejándose llevar por la
desolación que nos dejó la muerte de Sara.
«Muerte». Es una palabra curiosa. Decimos que Sara murió, como si no
importara cómo sucedió. Ella no murió, fue asesinada. Corrijo mentalmente
mis palabras: «todas nos dejamos llevar por la desolación que el asesinato de
Sara nos dejó». Sí, el asesinato de una chica de ojos claros y sonrisa triste que
tenía toda una vida por delante y que le fue truncada sin razón.

—¡Sara! —despierto gritando.


Sobresaltada y sudada por el intenso calor que ha adquirido la habitación,
me siento en la cama. Trato de calmarme, de que mi respiración vuelva a su
ritmo habitual… «Calma, Melissa, fue solo un maldito sueño». Las imágenes
de mi pesadilla vuelven a mí y comienzo a temblar.

La vi. ¡Oh, Dios! La vi.

Sara siendo arrastrada hacia el exterior de la casa. Su bello rostro cubierto


de lágrimas, delineador de ojos corrido y un par de arañazos que se hizo en
señal de frustración. Su cabello castaño con destellos rubios hecho una
maraña y pegado a sus mejillas por el sudor hacía que tuviera un aspecto
fantasmagórico. Víctor la jalaba del brazo izquierdo dejándole marcas de su
mano, ella gritaba pidiendo ayuda, ¡una ayuda que en lugar de acercarse, se
alejaba en dirección a la habitación de Carol! Siguió arrastrándola hacia el
cuarto lleno de cajas, a las que ella intentaba aferrarse en vano. Sus ojos veían
sin parar la pistola que Víctor tenía en su mano. Su llanto era desgarrador y, a
medida de que se acercaba a la salida, el dolor en su pecho aumentaba
haciendo que perdiera la consciencia poco a poco, hasta que el sonido de la
puerta al abrirse y el golpe al cerrarse, hicieron que cobrara de nuevo los
sentidos. Fuera de la casa, se encontraba en un bosque que se extendía a lo
lejos. Era imposible divisar algo más de lo que tenía frente a sus ojos.
Víctor la soltó y ella se quedó inmóvil entre yerba y tierra enlodada.
Lloraba sin control, incapaz de decir o hacer algo para intentar salvarse.
—¿No piensas correr? —Le preguntó Víctor jugando con el arma en sus
manos.
No pudo responder. Su corazón latía cada vez más rápido y con más fuerza,
sentía que la abandonaría en cualquier momento. Tenía un nudo en la garganta
lleno de insultos y súplicas que no lograron salir de su boca. Solo esperaba
que ocurriera, que acabara con su dolor.
—Hazlo —pidió en un susurro con la mirada clavada en el suelo.
Cuando levantó el rostro, él ya tenía empuñada la pistola.
Un disparo.
Justo en la sien.
El sonido estremeció mis oídos haciendo que me despertara tiritando de
miedo. La última imagen que vi, fue la del rostro de Sara cubierto de sangre y
con los ojos abiertos. Su mirada pidiendo ayuda, ¡esa que nunca llegó!
Grito de dolor y me echo a llorar. La expresión de Sara no se borra de mi
mente. Puede que su asesinato haya sido diferente, pero jamás lo sabré. Lo que
sí sé, es que soy la culpable de que sucediera.

La leve sacudida de Billy en mi hombro hace que me despierte de nuevo. Se


encuentra sentado a mi lado y me abraza cuando abro los ojos y lo veo
sorprendida.
—Has vuelto —susurro y sonrío.
—Siento mucho lo que ocurrió —dice cabizbajo.
Trato de recordar mi sueño, pero no lo consigo. Las imágenes se borraron
de mi memoria.
—¿Víctor te lo dijo? —pregunto sentándome de golpe en la cama.
El movimiento brusco hace que mi estómago cruja por el hambre.
—Por eso no vine a buscarte anoche —dice y yo cierro los ojos con fuerza.
Trago saliva y pregunto:
—¿Qué hiciste anoche?
—Me deshice del cuerpo —dice lanzando un suspiro. Sus ojos se tornan
tristes y sus pupilas se dilatan—. Fue horrible, Mel.
Su expresión de terror me deja sin palabras. Pero me obligo a saber más.
—¿A dónde lo llevaste? —El dolor en mi voz es palpable.
Frota su frente, está sudando.
—No muy lejos de aquí, a la orilla del río.
Mi rostro se llena de horror y lo fulmino con la mirada.
—¡¿Cómo pudiste?! Verla y simplemente arrojarla…
No consigo terminar, las palabras se desvanecen entre el dolor y el odio que
siento.
—No tuve elección.
—¡Ella era inocente! —sollozo, él trata de abrazarme pero me alejo.
—Todas lo son, Mel. Por esa misma razón, todas serán libres.
Abro los ojos y lo veo admirada.
—¿El plan sigue en pie? —pregunto sorprendida.
—Ahora más que nunca.
Día cuatro:

Luego de lo que hablamos, no creo que necesite explicarte por qué no


hubo carta número tres. Aunque no creo haber podido escribir algo que te
hiciera sentir mejor, mis palabras hubieran sido inútiles.

La muerte de Sara me hizo reafirmar lo que ya sabía: tengo que sacarte


de aquí lo más pronto posible. Pero también me hizo ver que tienes razón, no
podemos dejar aquí a las demás. Todas son tan inocentes como tú y merecen
ser libres. Pero no podemos correr el riesgo de cometer errores.

Víctor está como loco, la policía me busca y esto está cada vez más en la
cuerda floja. Así que necesito que no le digas a nadie lo que haremos. Sé que
no lo has hecho, confío en ti.

El viernes cuando llegue, nos iremos todos de aquí. Aún no sé qué


haremos luego, ya se me ocurrirá. Pero cuando sea prudente serán libres.
Eso es lo que importa.

P.D. No salgas. Nos vemos en la noche.


Después de leer la carta hasta memorizarla, me deshago del cerillo y como
las otras cartas, guardo esta. Cada palabra se queda grabada en mi mente y se
repite intentando asimilarlas una por una. La duda incesante de qué haremos
mientras Billy considera que estamos a salvo, no me deja tranquila. Pienso que
no puede tener a quince… «¡Mierda! Ahora somos catorce». No puede tener a
catorce mujeres en un lugar hasta que él piense que es «prudente» dejarnos ir.
Despejo ese pensamiento y otro peor aparece. La policía lo persigue ¡por algo
que no hizo! Él no mató a nadie, fue Edwin. Pero claro, fue a él al que vieron,
probablemente, fotografiando a Lucy desde lejos. Me asalta de pronto la
imagen de Billy siendo arrestado. ¡Oh, no! Si eso llegara a pasar, todo el plan
se iría a la mierda. ¿Qué pasaría con nosotras? ¿Qué pasaría con él? Me
pregunto si delataría a sus hermanos y al mismo tiempo borro el pensamiento
de mi cabeza. Es claro que no lo haría. Eso me entristece y hace que, por un
momento, dude de sus buenas intenciones. ¿Qué puede pasar si salimos de aquí
y ellos quedan libres? Siento que mi cabeza puede estallar en cualquier
momento.

Un ruido estremecedor me hace dejar mis pensamientos. Viene de afuera.


Parecen ser golpes a la puerta, me pregunto si Víctor está buscando a Carol,
pero el sonido es más lejano. Guiada por la curiosidad, salgo para averiguar
de dónde proviene. Me sorprendo al ver a las chicas formando un tumulto
cerca de la habitación de Violeta. Al acercarme veo lo que ocurre: Edwin está
quitando la placa que dice «Sara». La mayoría regresa con expresiones tristes
a sus habitaciones. Edwin voltea y me mira sonriente.
—Es una lástima, era una buena chica —dice ladeando la cabeza con su
patética sonrisa aún en el rostro.
—Algún día acabará esto —digo muriendo por dentro, pero mirándolo con
firmeza.
—Deberías callar, cariño. Mira que no me atrae la idea de regresar al
bosque a deshacerme de cadáveres.
Se aleja meneando la placa en sus manos con un aire de victoria por no
escuchar nada más de mí.
—Deberías seguir su consejo —dice Carol detrás mía.
Al verla, no puedo evitar mi asombro. Las bolsas debajo de sus ojos
delatan que no ha dormido y lo inflamados que están revelan que ha pasado
horas llorando.
—¿Estás bien? —pregunto con sincera preocupación.
—¿Tú qué crees, Melissa?
No sé que responder. ¿Que qué creo? «Creo que no puedes sentir nada por
el asesinato que pudiste detener, pero ni siquiera lo intentaste. Creo que estás
demasiado rota como para sentir algo, creo que no existe más que porquería en
tu corazón» pienso.
—Todo se viene abajo. Víctor está volviéndose loco, volvió a matar luego
de años de no sacar la maldita pistola —hace una pausa y sigue hablando—:
hubiera querido evitarlo, ¿sabes? Sé que no me crees, pero hubiera deseado
tener el poder de detenerlo. Pero no lo tengo, Mel. Soy menos de lo que todas
ustedes creen —su voz se apaga con las últimas palabras.
—¿Sabes cuál es tu verdadero problema? —Le digo al ver que está por
irse. Se gira hacia mí de nuevo—. Que dejaste de preocuparte por ti y, en lugar
de ello, te preocupas por alguien que no tiene remedio.
Sonríe irónica y triste.
—Dime algo que no sepa, Mel —responde sarcástica y desaparece dentro
de su habitación.
Frente a la habitación de Violeta, me pregunto si será buena idea entrar a
buscarla. Mientras todas observábamos cómo Edwin eliminaba el último
rastro de Sara en la casa, ella probablemente lloraba bajo la almohada. Me
acerco a la puerta, pero al final decido alejarme. ¿Qué puedo hacer por ella?
¿Qué tengo para decirle? Estoy tan rota como ella, su pérdida es la culpa que
llevo en la espalda, no tengo palabras que la hagan sentirse mejor. Al menos
ninguna que pueda decirle, porque Billy me prohibió decir algo del plan. Así
que me voy a mi habitación, que si esto nunca termina probablemente luego
tenga otro nombre en su puerta, y tomo la ducha más larga de mi vida.

Más tarde, por la noche, entra Billy a la habitación y me saluda. Viene con
una bolsa plástica en la mano que contiene unos roles de canela y un yogurt
bebible.
—Gracias. —Le digo al tomar el primer sorbo de yogurt.
—Ven conmigo. Quiero que veas algo, pero lo dejé en mi habitación —toma
mi mano y me guía a la salida.
Caminamos con sigilo por los pasillos y me detengo a observar la luna por
una de las ventanas. Está grande, amarilla y el cielo está completamente
despejado y lleno de estrellas.
—Todo comienza a volver a la vida —susurro y sigo caminando.
Entramos a su habitación y siento el frío de un cuarto vacío por varios días.
Enciende la luz y busca algo en su armario mientras me siento en la cama. Se
sienta a mi lado con unas hojas de papel que tienen rayones que intentaron ser
planos.
—Dime por favor que nunca quisiste ser arquitecto o algo parecido —
bromeo mientras paseo mi vista por las hojas de papel con trazos que no
entiendo.
—¡Qué chistosa! —dice y aprieta una de mis mejillas—. Mira esto —
extiende las hojas en la cama y yo las observo—. Aquí es donde estamos
ahora —dice y entonces tiene toda mi atención.

Me explica todo y mi estómago, más de una vez, ha dado un vuelco. Ahora


sé dónde estoy. A varios kilómetros de la ciudad, en un área boscosa que
definitivamente no conozco y nadie encuentra por casualidad. Sus
instrucciones han sido sencillas y el plano fue cobrando forma mientras me
hablaba: la casa está a unos quince metros de un barranco, donde nace un río y,
quizás, a unos doscientos metros de una vieja carretera que no lleva a ningún
lugar y que quedó en desuso hace años. Pero si sigo esa carretera, por unos
veinte kilómetros, me llevará a otra carretera que llega a la ciudad.
Bien. El plan sigue en pie. Luego de enseñarme los planos, me mira de
nuevo.
—Espero que no necesites recordar esto, pero es importante que lo sepas
por si algo llega a salir mal. Has puesto atención, ¿verdad? —asiento, aunque
algo adormitada—. Es importante que si te pido que corras, no vayas hacia el
bosque. No debes adentrarte más, podrías perderte. Debes salir, es fácil, la
carretera no está demasiado lejos.
—¿Por qué algo podría salir mal? —pregunto—. Dices que ellos estarán en
el otro lugar esperándote.
—Así es. Pero debemos estar preparados para cualquier cosa, ¿entiendes?
Asiento de nuevo y me recuesto en la suave almohada de Billy decidida a
dormir. Es demasiada información por hoy.
Me despierto por el sonido de los pasos y las risas de las chicas, que luego
escucho en la cocina. Entonces me doy cuenta de que aún estoy en la
habitación de Billy. Busco alrededor de la habitación pero, claro, se ha ido.
Sin embargo, a mi lado ha dejado la carta número cinco. La leo recostada,
aferrándome a las sábanas que siguen teniendo su olor.
Día cinco:

Se me está acabando la inspiración. Creo que los días me están jugando


una broma, no puedo creer que estemos a solo dos días, Mel. Espero que
hayas guardado en tu memoria los planos que te mostré anoche, ya me
deshice de ellos.

No tengo demasiado que escribir, ya lo dije todo. Mantente en pie ante


cualquier cosa, Mel. Víctor y Edwin pueden hacer cualquier cosa, están
perdiendo la cabeza con la supuesta llegada de Lucy, así que por favor,
mantén la calma, solo faltan dos días.

Espero que hayas dormido tan bien como lo creí al verte. No fui capaz de
llevarte a tu habitación, temía despertarte.

P.D. Ten cuidado cuando salgas.


Me muevo entre las sábanas buscando el cerillo que siempre acompaña a la
carta. Lo encuentro a punto de caer al suelo, supongo que lo moví mientras
dormía. Enrollo la carta e introduzco dentro de ella el cerillo. Me levanto y,
vestida como la noche anterior, salgo de la habitación caminando en puntillas.
Al cerrar con cuidado la puerta, escucho el sonido de los platos y la charla de
las chicas, pero no me detengo. Sigo mi camino hacia el pasillo de las
habitaciones, pero al ver a Carol frente a la mía paro en seco.
—¿Me estabas buscando? —pregunto alzando una ceja.
Ella voltea a verme y tiene algo en su rostro que me intriga.
—Hola —dice sonrojada—, sí, tocaba la puerta, pero ya me iba. ¿Dónde
estabas? —pregunta.
La veo perpleja. Carol ha vuelto. Sí, es la misma de antes: perfectamente
maquillada y sarcástica. No queda rastro de la tristeza que ayer abordaba su
rostro.
—Eam, yo, estaba… —tartamudeo.
—No debes decirme. Imagino que Billy, con todo lo que está haciendo
ahora, necesita un revolcón por las noches —sonríe, pero su sonrisa
desaparece de inmediato.
—Ya sabes cómo son las cosas aquí —digo rápidamente y cambio de tema
—. ¿Ya desayunaste?
—No. Ahora que lo mencionas tengo hambre, ¿me acompañas? —pregunta
animada—. No te has de sentir muy bien luego de acostarte con él.
Pongo los ojos en blanco.
—Creo que me estoy acostumbrando —digo con sarcasmo—. Te acompaño
a desayunar, solo dame un minuto —digo tocando mi bolsillo, donde guardo la
carta.
Ella asiente y yo entro a la habitación.
Lo más rápido que puedo, guardo la carta con el cerillo dentro del bolsillo
de un pantalón. Pienso que es demasiado arriesgado guardarlo dentro del
mismo vestido ciruela ahora que Carol se encuentra tan cerca. Salgo de nuevo
y ella sonríe levemente.
—Ahora que lo recuerdo —dice—, ya no me dijiste nada sobre el plan.
Trago saliva. Tengo que mentirle.
—No hay nada que decir, solo aceptamos que es demasiado riesgoso.
Digamos que el plan se canceló. Billy ha estado irreconocible estos días.
—¡Oh! Lamento oír eso —dice mientras camina, luego voltea y me mira
fijamente—. No estás mintiéndome, ¿verdad?
—¿Puedo confiar en ti?
Ella sonríe.
—Creo que no tienes opción, ¿o sí?
—Eso creí. Pues ya te lo he dicho, no haremos nada. Tenías razón, salir de
aquí es imposible. Un puto caso perdido.
—Un puto caso perdido —repite y ríe.
Ambas entramos a la cocina y desayunamos con las chicas. Violeta es el
tema de conversación, todas están sorprendidas de que siga sin salir de su
habitación desde lo ocurrido con Sara. «Está exagerando, ¡vamos! No nació
pegada a ella» dijo Samantha, «Querrá morir de inanición» dijo Miriam. Yo
guardé silencio y escuché los comentarios. «Lo único que me falta es que
Víctor entre y yo haga algún comentario triunfal» pienso con ironía.
Al cabo de media hora, todas caminamos hacia nuestras habitaciones, pero
me detengo a medio camino hacia la mía, frente a la puerta de Violeta. Toco
con insistencia. ¡Maldición, esta mujer nunca abre la puerta! Tras tocar varias
veces sin obtener respuesta, me asusto. Imagino a Violeta haciendo cualquier
tontería con tal de acabar con esto… «No, por favor, no». Abro la puerta sin
su autorización.
Está dormida.
Suspiro aliviada. Me acerco a la cama de Sara, donde duerme, y la
despierto susurrando su nombre y moviéndola con suavidad. Ella abre un ojo,
luego el otro y se queja. Rio y sigo intentando despertarla.
—¿Qué quieres? —pregunta somnolienta.
—Quiero que dejes de dormir, cariño. Levántate, tienes que comer algo.
—No quiero comer, ¡déjame dormir! —dice envolviéndose entre las
sábanas.
—¡No puedes dejarte morir así! —La regaño—. ¿En verdad piensas
rendirte ahora? Estando tan cerca del final…
Saca su cabeza de entre las sábanas y me mira. Tengo su atención.
—Lo único que te diferencia de las demás —continúo— es que has
mantenido la esperanza, ¿y ahora? ¡Te vuelves una más! No seas idiota,
Violeta, ¡reacciona! Estamos a solo dos días de salir de aquí, ¿no te das
cuenta?
—Ellos tienen el control, Melissa —dice desperezándose.
—No tienen el control de todo. Tenemos una oportunidad, Violeta. Por
favor, no te rindas.
—No puedo hacerlo sin ella, Mel.
—Tú mereces vivir. Con o sin ella —digo aunque suene ruda—. Lo
lamento, pero ella ya no está aquí, tú sí. ¿Y sabes qué? No vengo a preguntarte
si quieres vivir o no, te lo ordeno —quito las sábanas que la cubren y ella se
sienta de golpe.
—Dos días —dice estirándose.
Asiento.
«Dos días» repito en mi mente.

En la madrugada, me despierto justo cuando Billy entra a dejar la carta


número seis. Finjo estar dormida y él sale por la puerta a paso lento. Corro
deprisa hacia el baño y tomo la carta, pero me detengo. Salgo de la habitación
y veo que aún está demasiado oscuro. Camino a tientas intentando encontrarme
con Billy, pero solo consigo verlo a lo lejos cuando abre la puerta de la
habitación de las cajas.

Lo imagino por un momento entrando a la camioneta y luchando contra la


yerba para guiarla de nuevo a la carretera que, luego de varios kilómetros, lo
hará llegar a otra que lo lleve a la ciudad. O, específicamente, a la casa de
Lucy.

Vuelvo a mi habitación y me siento a leer la carta.


Día seis:

Cuando regresé, ya estabas dormida. No pude despedirme pero supongo


que para eso son estas cartas. No me verás hasta mañana por la tarde, así
que la carta número siete la encontrarás en mi habitación. Ve a buscarla
mañana debajo de mi cama.

¡Mierda! Mañana. Tengo los nervios de punta, disculpa si mi letra está


del asco, pero no dejo de temblar. Mel, esto casi es el final. Todo estará
bien, es un plan a prueba de tontos. Mantén la calma, pronto todo será
mejor.

P.D. No imaginas las ganas que tengo de estar contigo. Esto cada vez me
desarma más.

Te necesito.
La posdata me deja sin aire. «Te necesito». Mi corazón da un brinco y mi
estómago se retuerce. «No, Billy, no puedes necesitarme, ni yo puedo hacerlo.
Tú y yo no podemos darnos ese lujo».
Me levanto del suelo del baño. Saco la carta número cinco del pantalón
donde la guardé ayer y la guardo junto con esta en el mismo vestido donde
están las otras. Suspiro al comprobar que están todas. Cinco cartas.
Entro a la ducha y, por primera vez en días que me han parecido años,
canto. Canto a todo pulmón canciones viejas, de las que logro apenas recordar
los coros. Me pongo de buen humor, hoy estoy feliz. Sin importar el miedo, los
nervios y la sensación de peligro que mi cuerpo advierte, me siento feliz. Cada
minuto que pasa es uno más cerca del mañana y mañana significa libertad.

Luego de almorzar con las chicas, voy de regreso a mi habitación. Veo a


Carol salir de la oficina de Víctor. Está tensa y solo le dedico una mirada, no
tengo ganas de hablar con ella.
—¿Terminaron de comer? ¿Tan rápido? —pregunta haciendo que me
detenga.
—Eam, sí. Comimos un sándwich, ¿tú no comerás nada?
—No tengo tiempo. Esto de la nueva chica me tiene de arriba a abajo.
Mañana será un día largo.
Debo resistirme para no reír. No respondo y ella entiende mi silencio.
Avanza hacia la cocina y yo sigo mi camino.
Sin avanzar demasiado, escucho pasos fuertes detrás de mí y me quedo
helada. Su presencia me tensa hasta los huesos, mi respiración se agita, el
corazón comienza a latirme con fuerza y al sentir su mano sobre mi hombro
dejo de respirar.
—¡Vean quién anda por aquí sola! —exclama Víctor.
Un escalofrío recorre mi espalda.
—Ho… hola, Víctor —digo tratando de soltarme, pero su mano se ha
apoderado de mi hombro.
—Imagino que has de estar extrañando a Billy —dice y ríe con esa risa
asquerosa y repulsiva—. Ven, quiero que veas algo.
Me guía hacia el pasillo de las habitaciones, sin soltarme, y nos detenemos
frente a una puerta sin placa.
—Mira esto —dice y me muestra lo que lleva en la mano.
Una placa con tipografía idéntica a las otras con el nombre «Lucy» grabado.
Suelta mi hombro y, con sus dos manos, pone frente a la puerta la placa.
—¿Acaso no es precioso? —pregunta admirándola—. Un par de martillazos
y estará lista para mañana.
No respondo. A pesar de saber que Lucy jamás usará esa habitación, ver la
placa con su nombre me llena de rabia. Camino alejándome de él, pero me
detiene con sus palabras:
—¿Sabes qué fue lo que me gustó de ti, Melissa?
Me giro hacia él y lo veo buscando anhelante la respuesta.
—Tu rebeldía. Sabía que no ibas a adaptarte con facilidad. No olvido la
primera vez que te vi, ¿tienes alguna idea de por qué te escogimos?
Trago saliva. La pregunta que llenó las horas mientras estaba en la bodega
llena de cajas está a punto de ser resuelta.
—¿Por qué yo? —pregunto en un susurro y él ríe.
—Todas se preguntan lo mismo, pero tú, Melissa, tú serás quien tenga la
respuesta. ¿En verdad quieres saberla? —Hipnotizada, asiento y él se acerca a
mi oído—. ¡Solo estabas caminando ahí, tan jodidamente segura de ti misma,
por la 6ta avenida! ¡Caminabas como si la calle fuera tuya, maldición! —ríe
—. Supe desde ese momento en el que me detuve para no arrollarte con la
camioneta, que tenías que ser mía.
Abro los ojos sorprendida.
—De Billy —corrijo.
—Ibas a ser mía, Melissa. Pero Edwin me recordó que ya era momento de
que Billy fuera parte de esto.
Mis piernas tiemblan, siento que todo me da vueltas. «Ibas a ser mía»,
¡Dios! No imagino qué hubiera sido de mí…
—¿Por qué me dices todo esto? —pregunto cortando mis pensamientos.
—Debí ser más inteligente —dice sin prestar atención a mi pregunta—.
Debiste ser mía, así sabrías quién manda y dejarías de caminar aquí como si
fuera la jodida 6ta avenida. —Sus pupilas se dilatan. Está punto de estallar—.
¡Pero fui un imbécil y te entregué al idiota de mi hermano!
Su grito me hace temblar.
—Pero tienes a Carol…
—Carol —dice sonriendo—. ¿Le debo tanto, sabes? —Se apoya sobre mi
hombro y luego se yergue de nuevo—. Le debo más que a mis malditos
hermanos —dice y ríe escandalosamente.
Estoy espantada. Quiero huir.
—Creo que debes descansar —digo y él asiente.
—Todos necesitamos descansar. Mañana es un gran día, Melissa, ¿no es
así?
Su pregunta me toma por sorpresa.
—Para ti lo es.
—Para todos, Mel —dice y camina dejándome sola en el pasillo.

Un par de horas después, al asomarme por el pasillo, la puerta ya tiene


puesta la placa con el nombre «Lucy».
Día siete:

¡Maldición, Mel! Es el día.

Estoy temblando y ni siquiera es viernes cuando escribo esto. De todos


modos, no importa, la tensión la siento desde ahora. Hoy, que lees esto, se
llevará a cabo nuestro plan. Es el día que estaré afuera de un gimnasio
esperando a Lucy. Regresaré contigo mientras mis hermanos me esperan en
la bodega y saldremos.

Nosotros y las demás, a quienes les dirás el plan cuando sea el momento
de salir. NO ANTES, Mel. Esto es un plan a prueba de errores, pero no dejo
de temblar cada vez que lo imagino. Tú solo manténte al margen de la
situación hasta que sea el momento. Víctor y Edwin saldrán desde temprano,
así que si las chicas quieren hacer algo, ve con ellas. Haz que ninguna
sospeche nada.

P.D. Muero por verte.


El corazón está a punto de estallarme, mi cabeza da vueltas y debo
esforzarme para mantenerme en pie. Hoy es el día, ¡maldición! ¿En qué
momento pasó esta semana? Leo la última frase, «yo también quiero verte,
Billy. Lo necesito. Necesito saber que estarás bien, que todo saldrá como lo
planeaste. Quiero comprobar que es un plan para tontos». Tiemblo. Ahora,
sentada en la cama de Billy, observo el cerillo y sonrío. Lo guardo entre mis
pechos y hago lo mismo con la carta. Salgo de la habitación y, lentamente,
camino de regreso a la mía.

Guardo la carta con las demás y suspiro al verlas juntas. ¡Dios! Esto está a
punto de acabar. Sin poderlo evitar, me echo a llorar mientras observo mi
alrededor. Lloro por lo que fui, por lo que pasé estas semanas entre estas
cuatro paredes. Lloro preguntándome qué será de mí luego de salir.
El recuerdo de mi primer día en esta casa es lejano, cuando Carol hizo que
me vistiera como una prostituta para recibir a Billy. Exactamente veinticuatro
días han pasado desde que me secuestraron. Todo ha pasado tan rápido, si
pienso que llevo más de tres semanas lejos de casa. Aun así, ha sido un
tormento estar aquí.
Me detengo a pensar en mi familia, en Ian, las cuatro personas que amo y a
las que me he aferrado estas semanas para mantener la esperanza, a pesar de
que últimamente casi no los he recordado. Me pregunto si pensarán en mí, o si
con el paso de los días se han acostumbrando a mi ausencia hasta convencerse
de que no me verán nunca más. Me aterra imaginar que llegaré a casa y
encontraré todo cambiado. Temo que sus vidas, como en las películas en las
que alguien se va, mejoren sin mí. Pienso en Ian. Imagino que una mujerzuela
se habrá acercado a él con la excusa barata de: «te ayudaré a superar tu
pérdida». Y él me habrá olvidado.
Lloro con intensidad. Imaginar que la vida de quienes extraño sigue sin mí
como si nada, es demasiado. A pocas horas de que todo esto acabe, comienzo
a perder el control de mí y lo que me rodea. «Nunca has tenido el control de
nada, Melissa». La ansiedad me desarma, estas horas serán un martirio. Tengo
miedo. Miedo de que algo salga mal, de que alguna sospeche… será mejor que
hoy no salga de mi habitación.

Alguien toca la puerta. Me limpio el rostro de pronto y Carol abre sin


esperar a que yo diga algo. Se ve hermosa, tiene puesto un vestido negro
ceñido al cuerpo y unos tacones de aguja tan altos que me sorprenden.
—¿Qué te ocurre? —pregunta al verme.
Sorbo la nariz tratando de mantener la calma.
—Estaba recordando —digo secando mi rostro con la muñeca.
—Tienes que arreglarte, Melissa. Hoy vendrán los tres juntos.
Me quedo atónita.
—Luego de dejar a Lucy en la bodega, vendrán a celebrar que todo salió
conforme al plan. Tenemos que estar presentables —dice alzando las cejas.
Está feliz, o eso aparenta con su sonrisa. Pero tiene algo en los ojos que me
confunde, una mezcla entre melancolía y algo que no logro identificar.
—Y bien… ¿qué te pondrás? —pregunta acercándose al ropero.
«No, no te acerques ahí. Para la suerte que tengo, escogerá el vestido
ciruela». Me levanto deprisa y corro hacia ella.
—Ya veré —digo al pararme frente a ella—. Mientras tanto, por favor vete.
Quiero estar sola.
—Ya deja de llorar, Mel, no pueden verte así cuando regresen —dice y seca
con sus manos las pocas lágrimas que quedan en mi rostro—. Respira
profundo, báñate y ponte guapa. Vendré a verte en un par de horas.
Sale y yo respiro aliviada. Sonrío para mis adentros, ella no sabe lo irónico
de que este último momento, sea tan similar al primero que tuvimos.

Siguiendo su consejo, me desnudo y entro a darme un baño. La cabeza está a


punto de estallarme y me duelen los ojos de tanto llorar, pero dejo que el agua
alivie el dolor. Salgo desnuda y mojada para buscar algún vestido que pueda
complacer a Carol. Me visto con un vestido negro corto y unos tacones de
plataforma del mismo color. Me maquillo un poco exagerado para ocultar las
ojeras y estoy lista. Al verme frente al espejo, Melissa Valverde ha
desaparecido y la puta de Billy está de regreso. Una lágrima recorre mi
mejilla justo cuando Carol entra a la habitación para verme. Asiente y sonríe.

Horas más tarde, sola de nuevo, estoy recostada en la cama abrazándome.


Mantengo la calma, lo intento, pero mi corazón sigue latiendo con fuerza, casi
puedo escucharlo. He guardado las cartas y los cerillos que conservé entre mis
pechos, el único lugar con este vestido donde puedo ocultarlas.

Las horas parecen pasar cada vez más lento, como si el tiempo quisiera
jugar conmigo. Intento dormir para no sentir el día, pero no lo consigo.
Resignada, imagino lo que les diré a mis padres cuando los vea. Evito pensar
cuándo será eso, no quiero pensar en el tiempo que pasaré con Billy en algún
lugar más lejos de aquí. Pienso que no podré contarles toda la verdad, no
podré hablarles, ni a Ian, sobre Billy y lo que vivimos juntos. No puedo
decirles que, al borde de la locura, comienzo a sentirme atraída
irrefrenablemente hacia él. Tampoco sobre los besos, las caricias, las cartas…
¡no podré hablar sobre su existencia!

Creo que tendré que contar otra versión de la historia. Les hablaré de Víctor
y Edwin y su retorcida vida. Omitiré lo que ocurrió con Edwin, nadie tiene
porqué saberlo, no lo soportarían. Inventaré la historia sobre cómo sola logré
escapar con las demás. ¿Por qué mencionar a Billy? Es innecesario en la
historia para ellos. Nadie entenderá ni prestará atención cuando intente
decirles que él era diferente. Nadie me creerá. Me llamarán loca si les digo
que no es un monstruo, que me quiere y que yo lo quiero a él… «¡Maldita sea,
Melissa! ¡Basta!» me regaño.
Es suficiente. Salgo de la habitación.

Al salir, veo por la ventana los últimos rayos del sol de la tarde. Empieza a
oscurecer y la adrenalina sube por mi cuerpo, pero me obligo a controlarme.
Aún debo esperar. Camino hacia la habitación de Violeta y entro sin tocar.
Está frente al espejo vestida con un corto vestido color mandarina y unos
grandes tacones blancos de plataforma. Sonrío y ella voltea a verme.
—¿Todo está listo? —pregunta nerviosa.
—Shh… nadie puede escuchar, solo tú sabes lo que pasará hoy. Solo vine a
asegurarme de que estuvieras lista.
Ella me abraza y luego salgo de la habitación.
Paseo por el pasillo y escucho el cuchicheo de todas las chicas. Incluso
ríen, tan ajenas a lo que puede pasar en cualquier momento. Camino de un lado
al otro, viendo el cielo oscurecerse, preguntándome en qué momento entrará
Billy y me dirá que ya es hora. El corazón vuelve a latirme con rapidez y mi
respiración se agita.

El cielo se oscurece por completo y veo estrellas por la ventana. Me


muerdo las uñas y tiemblo por el frío que se cuela por alguna parte de la casa.
De pronto, el cerrojo de la puerta principal se escucha y, seguido de eso,
pasos acelerados. El corazón me da un vuelco. Mi respiración se agita.
¡Mierda! Puedo desmayarme en cualquier segundo. Lo veo, es Billy. Avanza
por el pasillo y me sonríe.
«¡Ah! Todo ha salido bien».
Corro deprisa a su encuentro.
—¿Y ahora qué hacemos? —pregunto con la voz entrecortada.
—¡Corre, Mel! No hay tiempo, tenemos menos de veinte minutos para estar
lejos de aquí, ¡vamos! —grita y entonces todo se convierte en un caos.
Apresurada y con torpeza, toco con insistencia la puerta de cada una de las
chicas. Todas salen extrañadas y yo les grito que corran a la salida.
—¡Todas, salgan de aquí! —grito—. ¡Somos libres!
Ninguna se mueve. Todas se quedan pasmadas ante mis palabras. Sus
rostros palidecen y aumentan casi diez años en cuestión de segundos.
—¡Vamos, chicas! ¿Qué les ocurre? ¡Muévanse! —grito.
Violeta, Laura y Joyce, con miradas confusas, se acercan a mí.
Carol aparece de pronto y me mira sin sorprenderse.
—Ninguna se mueve de aquí —dice con voz temblorosa.
—¿Qué te ocurre, Carol? ¡Vámonos! —Le grito.
Billy se acerca a mí. Intenta imponer autoridad a la situación.
—¡Melissa ha dicho que se muevan! —grita—. Es ahora o nunca,
¡larguémonos de aquí!
Todas se miran entre sí preguntándose qué ocurre.
—Será nunca —dice Carol.
Todas la ven atónitas.
—¿Cómo sabemos en quién podemos confiar? —pregunta Cloe a Billy.
—¡Las voy a sacar de aquí, maldita sea! —grita—, pero tenemos el tiempo
contado. Por lo que más quieran, ¡corran!
Pierdo la noción de cuántas chicas nos siguen, deja de interesarme al
momento en que Billy toma mi mano y siento que tiembla. Tengo el
presentimiento de que algo ha salido mal, pero no me dice nada. Caminamos
hacia la salida y cuando entramos a la habitación llena de cajas siento ganas
de vomitar. En verdad está pasando.
A tropezones, trotamos en fila por el lado derecho de las cajas. Billy
sostiene mi mano y me jala para que me apresure. Su mano suda frío y al ver
su rostro, cuando voltea para asegurarse de que voy tras él, lo veo más viejo
de lo que es.
El tamaño de la habitación parece haber aumentado. A pesar de alejarnos
cada vez más de la puerta, veo la salida demasiado lejos.
Entonces sucede.

Una mujer grita a lo lejos y, segundos después, la puerta de la casa se abre.


Víctor sostiene un arma y nos apunta a Billy y a mí. Edwin trae consigo a Lucy
atada de manos. Es una mujer guapa y no tan diferente a lo que había
imaginado. Viste ropa deportiva y tiene el cabello recogido en una coleta alta.
—¡Billy, ayúdame! —grita al mismo tiempo que Billy me pone detrás de él
—. ¡Dijiste que esto no pasaría! —llora.
Las chicas se hacen a un costado, pegándose a la pared.
—¿En serio creías que tu plan iba a funcionar, maldito idiota? —dice Víctor
ardiendo en furia.
Me quedo helada. Siento que me desvanezco. «¿Cómo carajos supieron?»
Entonces todo tiene sentido.
Carol.
Billy suelta mi mano y se acerca a él.
—¡Esto se acabó, Víctor! —grita.
—¡Un paso más y te vuelo los sesos, maldito bastardo! —Le grita Víctor y
Billy se detiene.
—¡Eres un idiota! —dice Edwin—. ¡Malagradecido! Estuviste a punto de
traicionarnos, ¡a nosotros! —grita sacudiendo a Lucy.
Ella no deja de llorar, pero no se atreve a decir una palabra más.
—¡Esto no se trata de ustedes! —grita Billy—. ¡Esto tiene que acabar,
maldición!
—Esto se acaba hasta que yo lo diga, ¡imbécil!, ¿todavía no has aprendido
nada?
—¡Cállate! Es suficiente, ¡hazte a un lado, Víctor! —grita Billy y da un
paso.
Entonces Víctor gira hacia Edwin y, sin pensarlo, le dispara a Lucy en el
hombro. El sonido retumba en toda la habitación y luego se escucha su grito
desgarrador. La sangre mancha el rostro de Edwin y la escena hace que todas
gritemos y nos aferremos aún más a la pared, intentando sentirnos a salvo.
—¡Basta, maldito infeliz! —grita Billy con dolor en su voz—. ¡Déjala en
paz!
—¡Agh! —gruñe Edwin—. ¡Maldita sea, Víctor, que puto asco! —Se pasa
la mano por el rostro y la sacude con fuerza.
Víctor los mira y ríe.
—¿Ahora me dirás que te encariñaste con ella también? ¡Si serás imbécil!
—grita.
—¡No le hagas daño, maldito enfermo! ¡Déjanos ir!
—¿Para qué, Billy? —pregunta Víctor apuntándonos de nuevo con el arma
—. ¿Para que corran a la policía? No soy idiota.
—¡Ellas no dirán nada! Solo acaba con esto, Víctor, no seas como papá. —
Su voz se rompe.
Víctor lo mira y sonríe.
—Así que de eso se trata —dice lentamente—. Quieres salvarlas, ¡así como
lo hiciste con tu mami! —dice en forma de burla—. Quieres hacer algo. —Las
últimas palabras las dice con la voz de un niño.
Imagino de pronto a mi astronauta diciendo: «quiero hacer algo por mi
mami». Me contraigo del dolor que la escena me provoca. Víctor ríe
escandalosamente mientras Edwin sostiene a Lucy agonizando del dolor.
—¡Esta vez sí lo haré! —grita Billy sacando un arma de su chaqueta.
Le apunta a Víctor, quien no se inmuta ante él.
—¿Ah sí? ¿Vas a matarme, Billy? Dime cómo lo harás, ¿así, tal vez?
Entonces se gira y dispara tres veces a la cabeza de Lucy.
Su sangre explota y yo cierro los ojos. Los gritos de todas invaden la
habitación. Billy está a punto de caer, pero se sostiene de la pared.
—¡Imbécil! ¡Qué asco, maldita sea! —grita Edwin embarrado de la sangre
de Lucy.
Le lanza el cuerpo a Víctor, como si fuera una bolsa de basura.
Mi estómago se encoge. Mi corazón puede salirse de mi pecho en cualquier
momento.
—¡Alejandra! ¡Noo! —grita una de las chicas detrás de mí.
Alejandra trata de salir por la puerta, que todo este tiempo ha estado
abierta, aprovechando que Víctor se distrae al ver a Lucy bajo sus pies. Pero
entonces dos disparos de Víctor acaban con el escape y su vida.
Su cuerpo queda tendido en el suelo bajo un gran charco de sangre que
proviene de su cabeza. Las chicas gritan, lloran, se abrazan. Siento el vómito
pasar por mi garganta, pero lo detengo. Escucho mi respiración y la de Billy,
tenemos miedo. No somos capaces ni siquiera de gritar. Cualquier
movimiento, por pequeño que sea, en este momento puede significar nuestra
muerte.
—¡Estoy rodeado de personas estúpidas, joder! —grita Víctor y patea el
cuerpo a sus pies a la esquina de la habitación. ¡Todos adentro! ¡Ahora!
—¡He dicho que no! —Billy sigue apuntándole—. Te crees grande por
matar a personas inocentes, pero no tienes el control de todo. La policía los
tiene en la mira, no demorarán en encontrarlos. Pueden seguir con su mierda,
pero dentro de poco los atraparán.
—¡Ya estoy harto! —grita Edwin mientras se acerca a Billy—.
Aunque le apunta, él camina con paso seguro. Sabe que Billy no apretará el
gatillo.
—¿Conque te crees muy machito, eh? ¡A ver cómo sales de esta, imbécil! —
saca del bolsillo de su pantalón, un encendedor, el mismo que le prestaba a
Samantha. Se acerca a las cajas y las prende—. ¡Veamos si logras hacer algo
con estas llamitas! —grita y ríe.
—¡Idiota! —grita Víctor de inmediato—. ¡Lo que contienen las cajas es
altamente inflamable, imbécil! ¡Todo se incendiará en minutos, maldito idiota!
—Víctor lo jala y está a punto de golpearlo, pero Edwin lo detiene.
—¡Billy tiene razón, Víctor! La policía nos tiene en su radar desde el
incidente de la última vez. Lo mejor es irnos de aquí, ¡que se queme esta
maldita casa!
Los ojos de Edwin se encienden, parecen adquirir el color del fuego que,
rápidamente, se apodera de las cajas. Víctor lo observa por un momento,
piensa y le ordena:
—¡Ve por Carol! ¡Salgamos de aquí!
Edwin pasa empujándonos a todos y desaparece por la puerta que da al
pasillo principal. Asustada observo a Víctor, que no deja de ver a su hermano
menor. Billy está inmóvil, apenas si puede respirar. «¡Mierda! El fuego». El
duelo de miradas persiste hasta que Carol entra al cuarto.
—¡Víctor! —grita— ¡Esto no era parte del plan! —tose y su rostro
demuestra horror—. ¡Maldición! ¡¿Qué demonios?! ¡Vámonos de aquí, chicas!
—grita y corre hacia la salida.
—¡Lleva a todas a la camioneta! —Le ordena Víctor.
—¡Mierda, Víctor! —grita Edwin desde adentro—. ¡La combinación de la
caja fuerte!
—¡Maldita sea! —gruñe Víctor y corre deprisa al pasillo.
Las chicas se acercan a mí y yo me paro frente a Billy. Mira asombrado las
llamas que comienzan a apoderarse de todo, cierra los ojos con fuerza y se
desploma. «No, Billy, por favor, ahora no».
Trato de levantarlo, pero es en vano. El humo llena el lugar y solo escucho a
todas toser mientras esperan a Carol.
—¡Maldita sea con ustedes! ¡Salgan! —grito llorando.
Ellas no se mueven. Están espantadas. Guío a Billy hacia la esquina del
cuarto, lo más lejos del fuego que puedo. Las llamas avanzan por la alfombra,
subiendo por las cortinas y las paredes, llegando al pasillo principal. Edwin
sale corriendo y le grita a Víctor que se apresure. Pero cuando Víctor se
asoma, la viga de la puerta que conecta la habitación con el pasillo, cae
delante de sus ojos, obstruyendo el paso con llamas tan altas que casi lo tapan
por completo.
—¡Maldición! ¡Ayúdame, cabrón! —Le grita desesperado a Edwin.
Él se acerca cauteloso, pero retrocede al ver que todo comienza a
derrumbarse.
—¡Oh, cariño! Es nuestra oportunidad. —Le digo a Billy, pero él, hecho un
ovillo en el suelo, parece no escucharme.
—¡Eres un idiota, Billy! ¡Un maldito idiota! —grita Víctor sin poder
atravesar las llamas—. Creíste que podrías salvar a alguien aquí, pero no eres
más que el mismo engendro de hace años que no fue capaz de salvar a su
propia madre. ¡Míralo, Billy! Es la misma porquería, ¡y sigues siendo parte de
ella! ¡No puedes hacer nada para que acabe diferente!
Sus palabras me duelen. Destrozan mi corazón y me hunden en el abismo.
Pero a Billy lo rescatan de él.
—¡No esta vez! —grita Billy levantándose—. ¡Melissa, corre! —Me grita.
«Ha reaccionado. ¡Gracias, Dios! ¡Billy ha reaccionado!»
Me paro a su lado y veo la salida. No puedo irme sola, no pienso dejarlo
aquí. Me acerco a su espalda y me quedo ahí, detrás de él. De pronto, Carol
entra tosiendo para llevar a las chicas a la camioneta.
—¡Vámonos! —Les grita, pero entonces mira hacia la puerta.
Corre tan deprisa como puede y al verlo a él, noto que su mundo se
desmorona.
—¡Víctor, sal! ¡Edwin, por favor, haz algo! —grita desquiciada.
—¡Vete, joder! —Le grita Víctor.
Ella voltea y ve que las chicas intentan escapar. Víctor grita y,
descontrolado, dispara sin parar. Veo a Violeta a punto de salir de la casa,
pero un disparo detiene su camino. «¡Mi Dios, no! ¡Violeta!». Después de ella,
otras tres caen al suelo.
—¡Deja de hacer estupideces, Víctor! —grita Carol—. ¡Pierdes tiempo! El
fuego se propaga segundo a segundo, si llega a la tubería de gas, ¡esto volará
en pedazos! —grita e intenta traerlo con ella, pero es imposible.
—¡Melissa, corre! —Me grita Billy.
—¡No te dejaré aquí, vamos! —grito jalando su camisa.
Él ve a su hermano tratando de salir con la ayuda de Carol y Edwin.
—¡Melissa, vete! ¡Sigue el plan de emergencia! ¡Los planos, Mel!
¡Recuérdalos! —grita.
Mi mente evoca el recuerdo de los planos sobre su cama. Los veo, los tengo
grabados. No me perderé. Veo el fuego consumirlo todo, apenas si puedo ver a
los tres que están al fondo del cuarto. Decido salir, pero antes corro hacia
Carol.
—¡Ven conmigo, Carol! —Le pido tendiéndole la mano.
Me mira y su expresión lo dice todo: ella lo ama y no puede dejarlo.
Prefiere morir con él, que seguir con una vida en la que solo evoque su
recuerdo. Corro de vuelta a donde está Billy, no deja de gritarme que salga.
Mi corazón me abandona con cada latido, apenas si puedo respirar por el
humo…
Un grito desgarrador que proviene del interior de la casa me hace salir
corriendo, Billy me sonríe a lo lejos. «Sal, por favor, Billy, no puedes
quedarte aquí...».

Salgo y el frío me cala hasta los huesos. Temblando busco a las demás
chicas, pero no veo a ninguna. Lo único que veo es un bosque frondoso y
tenebroso que se extiende ante mí. Me alejo de la casa. Corro lo más rápido
que puedo y, a menos de veinte metros, escucho una gran explosión.

—¡Billy! —grito y caigo al suelo.


Me encojo por el dolor, lloro hasta que me fundo con la yerba húmeda y
fría, me quedo tendida observando cómo la explosión acaba con todo. Espero
ver a Billy salir de entre el humo, pero nadie se aproxima. Estoy sola. Todo es
silencio, exceptuando por el crujir de la madera quemándose.
Me aferro a mí misma, desconsolada por cómo acabó todo, cuando de
pronto, escucho pasos detrás de mí.
EL DIARIO DEL CENTRO | Guatemala 30 de julio, 2016

DESCUBREN PARADERO DE ADOLESCENTES SECUESTRADAS

Ayer por la noche, la Policía Nacional e Ian Corleto, estudiante


universitario de último año de Criminalística, hallaron el lugar en el que se
encontraban secuestradas varias mujeres de entre 18 y 21 años.

Corleto inició una investigación privada hace 24 días, luego de que su


novia, Melissa Valverde Carvajal, le informara vía telefónica que había sido
secuestrada. La policía identificó a uno de los sospechosos mientras
fotografiaba a una posible víctima. El agente siguió al sospechoso, según
indican testigos. Más tarde, fue encontrado muerto por un disparo en un
camino poco transitado.

Los sospechosos fueron identificados como Víctor, Edwin y Billy Guzmán.


Luego de una ardua investigación se dio con la ubicación de la residencia en
donde la tuvieron secuestrada, a orillas de un barranco en las afueras de la
ciudad. La casa fue encontrada completamente destruida por el fuego, a causa
de un incendio provocado por uno de los criminales, dijo una de las
sobrevivientes.

En el lugar fueron encontrados los cuerpos de dos de los secuestradores


responsables de las desapariciones de más de quince mujeres en los últimos
seis años, así como los restos de nueve mujeres, víctimas del hecho. Los
médicos forenses aún no han dado resultados de la investigación, aunque se
sabe que algunas de las mujeres fueron asesinadas utilizando un arma Beretta
semi automática de 9mm encontrada en el lugar.

Melissa Valverde Carvajal, Elisa Villegas Hurtado, Cloe Noemí Salazar


Ibarra, Joyce Morales de León, Samantha Lineros García y Penélope Grijalbo
López, son las seis mujeres que sobrevivieron al incendio, algunas de las
cuales estuvieron secuestradas por más de cuatro años. Las sobrevivientes se
encuentran en recuperación y evaluación en un centro asistencial de la ciudad.
Ninguna de las sobrevivientes ha dado declaraciones oficiales a los medios.
La Policía sigue en busca del tercero de los secuestradores, de quien no se
encontró rastro en el lugar del incendio y sus alrededores.

Al terminar de leer la noticia, que figura en primera plana del periódico, me


recuesto de nuevo en la cama del hospital y cierro los ojos. Al abrirlos, veo
las miradas preocupadas de mis padres y la mirada reprobatoria de Ian.
—¿Ya saben quiénes son los hombres? —pregunto con un hilo de voz.
—¿Eso es lo único que te importa, Melissa? —pregunta Ian—. Tanto te
interesa, ¿cómo se llama? ¡Ah! Billy —dice y veo sus ojos arder.
—Deja de acusarla, Ian —lo reprende mi padre—. Por lo que sabemos,
gracias a él nuestra niña está con vida.
—¡Yo iba a salvarla! —exclama Ian.
Abro aún más los ojos. «Oh, cariño...».
—¿Qué importa quién la salvó? ¡Por Dios! ¡Melissa está a salvo, Ian! Eso
es lo único que importa.
Mi madre se acerca a la cama y me abraza con fervor. «¿Qué pasa, Melissa?
¡Fúndete en su abrazo!». Contrario a lo que había imaginado, su abrazo no me
reconforta. Me siento incómoda. Quiero estar sola.
De pronto entra un oficial de La Policía a la habitación. Tiene ojos grandes
y una barba perfectamente delineada. Me mira fijamente y luego dirige su
mirada hacia Ian, a quien le habla.
—He hablado con las otras cinco chicas, pero solo tres colaboraron. Las
otras dos se niegan a hablar.
—Necesito que salgan un momento, por favor —dice Ian a mis padres.
Ellos obedecen, pero antes me besan en la mejilla y susurran que debo
colaborar. «Di todo lo que recuerdes, mi amor» dijo mamá. Solos en la
habitación, me habla el policía:
—Hola, señorita Valverde. Me presento, soy el oficial Martín Vega del
Departamento de Investigaciones de La Policía Nacional. Necesito una
declaración suya. En lo poco que coincidieron las declaraciones de las demás
jóvenes, ha sido en que usted es la que puede brindarme mayor información.
—Como comprenderá, no quiero hablar ahora —digo displicente.
La mirada de Ian me fulmina.
—Escuche, señorita, su declaración podría darnos la clave para...
—¿Para qué? ¡Todos están muertos! —lo interrumpo—. Lo que diga no
servirá para nada más que calmar su morboso interés.
—Basta, Melissa —me regaña Ian—. Debes cooperar, uno de esos
desgraciados sigue suelto y debemos encontrarlo.
—Averigüen quién es y entonces hablaré —digo y volteo hacia una de las
blancas paredes de la habitación.
—Déjame con ella un momento. —Le dice Ian al oficial.
Escucho la puerta abrirse y cerrarse con delicadeza. Suspiro. No más
golpes a las puertas, no más violencia. Ian se sienta a mi lado. Posa su mano
sobre la mía y la besa con cariño. Veo su rostro, en él no hay más que dolor.
—No me enamoré de él —susurro tratando de disculparme.
Él esboza una sonrisa hiriente.
—Pero él sí de ti, eso es evidente —dice y saca las cartas del bolsillo de su
pantalón.
Suspiro. ¿Qué puedo decirle?
—Él no es como los otros dos —digo cabizbaja.
—Durante este tiempo no hice más que buscarte —dice—. Pensé que era la
única persona que podría salvarte.
Sus palabras me llenan el corazón. Comienzo a llorar.
—Durante los primeros días me aferré a ti, a tu recuerdo, a la fantasía de
que tú me buscarías y me encontrarías —tomo un respiro y continúo—: Pero
despertaba cada noche y me encontraba sola. Así que me aferré a él, a su alma
que aún tenía algo rescatable. Me salvó de la angustia y la desesperación. No
tienes idea, Ian, de lo que pasé ahí.
Me ahogo en lágrimas y él me abraza con fuerza.
—Cariño, perdóname —dice y llora conmigo—. Perdóname, perdóname.
Es solo que la idea de que entre tú y él haya pasado algo, me consume, no
puedo...
Lo interrumpo con un beso. Un beso que me sabe a dolor y melancolía, pero
luego a recuerdos y al conocido sabor de sus labios.
—El forense ha identificado los cuerpos —irrumpe el oficial Vega.

Lucy. Alejandra. Miriam. Violeta. Kelly. Laura. Celeste. Verónica. Carol.


Ellas fueron las mujeres que no lograron escapar. Excepto por Verónica y
Carol, a todas las hallaron con balas en distintas partes del cuerpo. La
melancolía me invade. Nueve mujeres hermosas que tenían una vida por
delante, pero que les fue truncada. Divago en mis pensamientos, dejando de
escuchar a los dos hombres dentro de la habitación y me lamento por ellas
como si hubiéramos sido íntimas amigas.
Pienso en Alejandra y su timidez; en Miriam y su vibrante cabello castaño;
si cierro los ojos casi puedo verlas de nuevo. Veo a Violeta y, aunque el
corazón se me rompe, sonrío, ahora está con Sara. Kelly, ahí está, con un
cuchillo en sus manos. Las lágrimas se apoderan de mí, quizás no pudo matar a
nadie, pero quizás ella solo quería morir.
Sollozo.
Laura jamás podrá viajar a todos los lugares que anhelaba conocer…
¡Celeste no verá a sus amigas nunca más! El recuerdo de su propuesta a jugar
con la botella me hace sonreír entre lágrimas. «Si no hubiera sido por ti,
Celeste, no sabría nada de lo que hoy sé sobre todas ustedes». Trato de
recordar algo de Verónica, más que su sarcasmo, su ironía y su mirada triste.
La imagino como otra persona, la que era antes. Ahora puede serlo, lejos del
mal que la convirtió en esa mujer que, dentro de ella, odiaba.
Carol. ¡Maldita sea, Carol! Su recuerdo es el que más duele. Su muerte la
llevaré conmigo hasta que olvide toda esta mierda. Tenía todo por delante…
Recuerdo mi mano tendida hacia ella para ayudarla a escapar. Su rostro
empañado de lágrimas. El dolor en su mirada mientras renunciaba a su
libertad. Lo suyo no fue una muerte como la de las demás, fue un suicidio.

—Billy Guzmán es el tipo que aparentemente logró escapar —escucho que


dice el oficial Vega.
—¿Está seguro? —pregunto imprudente.
Ian asiente. Yo trago saliva.
«Lo lograste, Billy».
La noticia de mi secuestro hizo que toda la ciudad enloqueciera. No por mí,
sino por todas las demás mujeres que estaban dentro de esa maldita casa.
Todos los periódicos querían tener la primicia, mandaron a periodistas a
entrevistar a las seis sobrevivientes para contarles sobre nuestra «experiencia
traumática», como la llamó un reportero. Ninguna, hasta donde sé, dio
declaraciones.

A la mañana siguiente, al salir del hospital, me encuentro con las demás


chicas. La mayoría están a punto de ser trasladadas a la Policía para
encontrarse con sus familias. Samantha es la única que se acerca a mí y me
habla.
—Lo lograste —dice y esboza una sonrisa.
—Lo logramos. —La corrijo y suspiro.
—Escuché que Billy escapó —dice y alza una ceja.
—No tengo idea de dónde está, si eso es lo que piensas —digo y ella
sonríe.
—¿Sabes algo, Mel? Amaba a Edwin, lo amaba como quizás no vuelva a
amar a nadie. O al menos, eso espero —ríe—. Mi amor era tan tóxico, que
estuve a punto de hacer lo mismo que Carol, cuando vi desde la salida que él
no salía. Pero él también me amaba y se estaría retorciendo en el infierno si yo
hubiera muerto con él. No éramos Romeo y Julieta, ¿me entiendes?
—Él no te amaba —digo tratando de hacerla reaccionar.
—Lo mismo te dirán todos de Billy. Pero solo tú sabes lo que vivieron
juntos, ¿no? —alza una ceja y sonríe de lado—. Edwin era alguien especial.
Demasiado roto como para hacer lo que Billy hizo por ti, pero no era tan malo.
Ninguno lo era. Un par de veces me fijé en cómo veía Víctor a Carol, dentro
del frío de sus ojos, existía algo bueno, algo más humano. Parece estúpido, ¿no
lo crees?
—¿Por qué me dices todo esto, Samantha? —Le pregunto.
—No lo sé —dice alzando los hombros—. Muchos estarán interesados en
esta historia. Pero no seré yo quien la cuente. Tal vez debas ser tú la que hable
por Carol y por mí.
—Nadie querrá escuchar sobre el Síndrome de Estocolmo que tenían dos de
las mujeres secuestradas —digo con ironía.
—¡Ja! Síndrome de Estocolmo —dice y ladea la cabeza mientras sonríe—.
Hacía años que no escuchaba eso. Edwin me lo dijo una vez —ríe—. Como
sea, solo recuerda esto, Mel: nadie es totalmente malo ni culpable de sus
acciones. ¿Por qué Víctor y Edwin lo serían?
Me deja helada y con una respuesta inexistente en el aire. La veo irse
acompañada de un oficial de la policía. Le susurro «suerte», pero no lo
escucha. Y si lo hace, decide ignorarme.
—Es hora de ir a casa. —Mi padre me toca el hombro y mi madre me
abraza con dulzura.

Al entrar a casa, siento un aire familiar que me resulta extraño.


Alzo la mirada y veo a Diego en la escalera. Ambos nos miramos sin poder
creer que de nuevo estamos frente a frente. No ha pasado ni un mes, pero
parece que ha crecido varios centímetros y su cabello está más largo. Sus ojos
se llenan de lágrimas, pero sigue sin moverse. Doy un par de pasos y abro los
brazos, entonces corre con locura y se lanza hacia mí. Mis ojos se inundan de
lágrimas y nos enfrascamos en el mejor abrazo que nos hemos dado en toda
nuestra vida.
—Por favor no te vayas de nuevo, Mel. Prometo no pelear nunca más
contigo —dice aferrándose a mi cintura.
—Créeme que es lo que menos quiero, pequeño —respondo mientras
disfruto de sus brazos rodeándome.

Durante la cena, todos escuchamos que llaman con desesperación a la


puerta. Mi padre se encamina hacia ella y al abrir, saluda a Ian. Él corre hacia
mí e interrumpe mi bocado de estofado con verduras que cocinó mamá.
—¿Qué ocurre? —pregunta asustada mi madre.
—En las cartas, Billy menciona la muerte de una chica llamada Sara —dice
Ian y a mí se me eriza la piel—. Pero ella no…
—Está a la orilla del río —digo y trago saliva—. Víctor la mató, pero Billy
se deshizo del cuerpo.
Mi madre solloza débilmente y mi padre la abraza.
—¡Maldito infeliz! —dice Ian entre dientes—. Bien, gracias, cariño —dice,
me besa y camina hacia la salida.
—¡Espera! —grito levantándome.
—¿Qué? —pregunta con un destello en los ojos.
Ha de esperar que le revele algo más importante, pero voy a decepcionarlo.
—Quiero ir contigo, si es que irás ahí.
Uno… dos…
—¡De ninguna manera! —grita mi madre.
Tal y como lo esperaba.
—¡No seas tonta, Melissa! ¿Para qué quieres ir ahí? —pregunta mi padre.
—¡No, Mel, no vayas por favor! —ruega Diego.
—Necesito ver el lugar, por favor —digo sin entender ni yo misma el
porqué—. Tranquilos, no pasará nada. Ya todo acabó, ¿no? Víctor y Edwin
están muertos.
—Pero el otro anda suelto por ahí —replica mi madre.
—Billy me salvó. ¿Cómo creen que sea capaz de hacerme algo ahora? —
pregunto ofendida.
—En serio, Mel. Es mejor que te quedes aquí. Al menos hasta que
encontremos a ese tal Billy —dice tomándome el hombro.
—¡¿Y ahora tú quién eres?! ¿Uno más de La Policía? —pregunto exaltada.
—Yo llevo este caso, Mel. Fui quien inició a buscarte como loco desde que
supe lo que pasó —dice y yo sonrío idiota.
«Él estuvo buscándote todo este tiempo. Jamás se rindió y logró encontrarte.
Como en tus sueños».
—En ese caso, dirás que soy la única que sabe exactamente dónde está el
cadáver. Eso te obligará a llevarme.
Suspira harto. Frota su rostro con las manos.
—Tú ganas. Vamos.

Una hora después, me encuentro dentro de una patrulla de la policía, viendo


la lluvia caer y dejando gotas que se deslizan de un extremo a otro de la
ventana. Es la primera lluvia del mes o al menos, la que yo veo. Es
reconfortante, como si me limpiara el alma. Música instrumental llena el auto
y me dejo llevar por mis pensamientos. Me pregunto por qué quiero regresar,
¿por qué voy de vuelta al infierno? Creo que es necesario despedirme de los
fantasmas que se vinieron conmigo y dejarlos ahí, donde nacieron. Es
necesario volver a donde todo inició, decir adiós y comenzar de nuevo. Eso
quiero. Lo necesito.

Veo el reloj dentro del auto. Han pasado cuarenta y cinco minutos. Salimos
de la carretera principal y nos introducimos en otra abandonada, mal cuidada y
rodeada de árboles. Los planos y la explicación de Billy vienen a mi mente. El
camino va en bajada, cuando me traían en el asiento trasero de la camioneta no
lo noté. Al detenernos frente a lo que ahora solo son los escombros de una
casa, todo comienza a darme vueltas. Ian se baja del auto y me abre la puerta.
—¿Estás lista? —pregunta tendiendo su mano para ayudarme a bajar.
La patrulla es demasiado alta. Bajo y asiento.
—Esto puede ser más difícil de lo que piensas —dice viéndome con
firmeza.
—Ian, estoy lista. —Le respondo.
Entonces alcanzamos a un par de oficiales y al forense, que caminan cerca
de los escombros.
Caminamos en silencio guiados por unas lámparas que crean una línea de
luz que alumbra a más de diez metros de distancia. Ian me tiene tomada la
mano, mientras observo fascinada todo lo que está a mi alrededor. El bosque
luce tenebroso y aunque la lluvia se calmó, no ha dejado de caer. Lo mojado
hace que la tierra desprenda un olor que me hace sentir aún más libre, como si
fuera parte de la naturaleza. Rodeamos la casa, estoy asombrada. Todos esos
lujos, el tapiz rojo y las cortinas ahora son solo cenizas y madera quemada.
Cuando llegamos a la orilla del barranco, Ian advierte que tengamos cuidado
al bajar.

Al descender, las piernas me tiemblan. Siento como si el espíritu de Sara


me guiara y les digo por dónde puede estar su cadáver. Realmente no lo sé,
Billy jamás me lo dijo con exactitud, pero tengo que fingir, para eso me
trajeron aquí. El sonido del agua fluir combinado con las gotas de lluvia caer
por encima de todo, me relaja. A la orilla del río, veo hacia arriba y me
sorprendo al ver todo el camino que bajamos.
Poco menos de ocho metros a la orilla, vemos dos hileras de piedras
formando una cruz.
—¡Maldición, esto no estaba aquí hoy! —dice uno de los oficiales.
—¿Estás seguro? —pregunta Ian sorprendido y voltea a verme.
—Seguro. Revisamos la zona completa y esta maldita cruz no estaba —dice
con la mirada fija en la cruz.
—¿Qué más da si estaba o no? —pregunto sabiendo la respuesta.
—Billy ha estado aquí —gruñe Ian.
Escuchar esas palabras me causa escalofríos.
—Pues entonces no perdamos tiempo y veamos qué hay aquí —dice el otro
oficial y comienza a excavar.

Probablamente porque ya he visto demasiada sangre y cadáveres de


personas inocentes, el cuerpo sin vida de Sara no me revuelca el estómago
tanto como lo había imaginado. Aunque el olor a cadáver pudriéndose es
abrumador. El forense se acerca al cuerpo y, tras un par de minutos, nos dice
que murió instantáneamente de un disparo en la sien.
—Al parecer no gozaban del placer de matar —dijo el forense mientras
subíamos de nuevo con el cadáver en una funda blanca de polietileno.
Al llegar a la planicie de nuevo, lanzo un suspiro. Estoy exhausta. Nos
dirigimos de vuelta a la patrulla, pero el forense y los oficiales nos dejan
atrás. Ian me mira sonriente.
—Eres valiente, pequeña —dice y me besa en los labios de una forma tan
dulce, que me sorprende.
—Basta, Ian, deja de sentir lástima por mí. —Le pido apartándome.
—Calma, Mel. No siento lástima, ¿qué te hace creer eso? —dice mientras
escucho que los oficiales abren las puertas del vehículo.
—No lo sé. Solo siento que no me ves como antes.
—¡Vamos, no seas ridícula! —dice y me levanta el mentón con su dedo
índice—. Eres la Mel de siempre, la que amo y con quien, por cierto, planeo
irme a vivir dentro de poco tiempo.
Sus palabras me marean. ¡Mierda! Nuestros planes. La casa, todo lo que
dejé… «y todo lo que debes recuperar» me digo a mí misma. Dejo la
melancolía a un lado y, de golpe, lo beso. Luego sigo caminando.
—¿Qué fue eso? —Me pregunta divertido.
—Fue un sí. Sí me voy a vivir contigo, amor. Quiero que todo sea como
antes —digo y me abraza.
Y así, abrazados, caminamos hacia la patrulla, donde los oficiales nos
esperan para irnos.
De pronto, a lo lejos, escucho el crujir de una rama. Volteo asustada y lo
veo.
Una figura masculina se esconde detrás de los árboles y me quedo
anonadada.
Es Billy. Ahogo un grito.
—¿Qué ocurre? ¿Viste algo? —pregunta Ian.
—No, no es nada —miento—. Vámonos.
—¡No, espera Mel! —me detiene—. ¿Qué viste?
—Creí ver algo, pero era solo un pájaro. La paranoia me ataca, Ian. Por
favor, vámonos de aquí. —Mi rostro refleja miedo y él vuelve a abrazarme.
Sí, tengo miedo. Miedo de que Ian vea a Billy y lo mate sin pensarlo.
Dentro del auto, avanzamos de retroceso hacia la carretera.
Entonces lo veo de nuevo. Es él, quien parece ser parte de un tronco y no
me quita la mirada de encima.
Han pasado más de dos meses desde que todo acabó.
Las primeras semanas no fueron nada fáciles, pero debo admitir que todo
volvió a la normalidad en un tiempo récord. Regresé a trabajar en In-pressive
hace una semana. Mi jefa, que encontró de nuevo el amor durante mi ausencia,
estaba extrañamente feliz de que volviera. Cuando llegué con ella para
solicitar de nuevo el empleo, me contó que estaba saliendo con un policía que
la había interrogado luego de mi desaparición. «Creo que todo fue gracias a
ti» me dijo y yo le sonreí.
«Al menos algo bueno salió de mi secuestro» pensé.
Mis padres comienzan a dejar de consentirme y estar pendientes de lo que
hago. Los abrazos cada cinco minutos de mi hermano cesaron y hace unos días
tuvimos una pelea por mi desorden en el baño.
Ian trabaja en La Policía ahora en un nuevo caso, aunque el caso «Guzmán»
sigue abierto en espera de obtener pistas sobre el paradero de Billy.
A veces, recuerdo por la noche el bosque y su mirada aparece de pronto.
Comencé a tener pesadillas a los pocos días de estar en casa; algunas sobre
esa noche en que lo vi, otras sobre lo que ocurrió en aquella casa. Así que
decidí acudir a un psiquiatra. Me recetó unas pastillas para dormir y me
aconsejó que, al menos un par de veces a la semana, me encierre en la
habitación y grite. «Te servirá de catarsis para sacar la rabia y la culpa que
sientes» dijo durante una sesión. Las pastillas las tomo cada noche sin falta a
las diez. Jamás he gritado en mi habitación.
De las chicas he sabido algunas cosas.
Elisa superó su miedo a ser olvidada. Ahora sale con un chico de su
vecindario y su familia no la deja ni un momento sola. Salimos un par de veces
al cine, como dos amigas cualquieras, y me dijo que es feliz.
Supe que Cloe encontró al que era su novio felizmente casado con la mujer
pelirroja que Víctor le contó. Lloró por más de una semana, pero ahora está
feliz tomando cursos de pintura. Mi cuadro favorito es uno abstracto que
muestra elementos de una cocina y las siluetas de varias mujeres riendo.
De Samantha no supe demasiado luego de la última vez en el hospital, pero
Penélope me contó que se fue de viaje con su familia a Europa. Penélope, por
su parte, dejó de ser la mujer sarcástica que era dentro de la casa, pero no
volvió a su antigua profesión. Es con la que más relación he tenido desde que
escapamos. Ahora se dedica a estudiar Diseño de interiores. «Verás que un día
decoraré una casa alfombrada de rojo» bromeó un día y yo reí por
compromiso. Tiene un extraño sentido del humor.
Pero la que más sorprendida me tiene, es Joyce.
¡Cumplió su sueño!
Durante las primeras semanas, que estuvieron llenas de periodistas, ella no
desaprovechó el tiempo. Llamó a una editorial y habló sobre querer contar la
historia desde nuestra perspectiva. No faltó decir más, en menos de una
semana ya había firmado un contrato con ellos para escribir un libro. Habló
con algunas de nosotras, a quienes contactó por medio de Ian, para escuchar
nuestra versión de la historia.
El personaje principal de su libro soy yo. Terminé siendo la única que sabía
los secretos más íntimos de los hermanos Guzmán, así que no era de
sorprenderse. Le conté casi todo. Le hablé sobre la historia que escuché desde
la puerta de la oficina de Víctor, los temores de Billy y cómo planeamos el
escape. Le mostré las cartas y le conté sobre alguno que otro de mis
encuentros con Billy. También le dije cómo encontramos el cadáver de Sara
con la policía.
Lo que nunca le dije a nadie fue lo que ocurrió con Edwin. Tampoco hablé
sobre la noche que vi a Billy escondido detrás de un árbol en el bosque. Son
detalles de esta historia que prefiero guardar para mí.

Ahora estoy a punto de salir para la presentación del libro «Secuestradas»


de Joyce. La editorial no quiso que se perdiera la atención sobre el caso, que
aún da de qué hablar en los medios, y apresuró a Joyce a terminar el libro en
un mes.
—¡Melissa! ¡¿Ya estás lista?! —grita mi madre desde las escaleras.
—¡Bajo en un minuto! —respondo y me giro hacia el espejo para darme un
último vistazo.
Visto un pantalón negro ceñido a mis piernas y unas botas que Ian me regaló
especialmente para hoy. Con una blusa roja y una chaqueta de cuero negra, me
veo como salida de una película, de esas en las que una mujer guapa y sensual
aparece diciendo: «Hola, vengo a matarte». Río ante mi idea, me aplico brillo
en los labios y salgo de la habitación.

Al bajar las escaleras, veo a mi familia esperándome. Se ven felices. Verlos


juntos me conmueve. Desde lo que pasó, aprendí a disfrutar de esos breves
instantes en los que sonríen sin razón aparente. Claro, ahora sé que su sonrisa
tan amplia se debe a que estoy aquí con ellos después de haber imaginado que
jamás me verían de nuevo.
La bocina del nuevo Audi A4 de Ian se escucha de pronto. Unos minutos
después, ya está frente a la puerta. Viste con su uniforme y yo me derrito. ¡Es
un encanto!
Ahora mi familia lo adora. Luego de que salvara a su pequeña, mis padres
no tuvieron más opción que aceptarlo como miembro de la familia.

Poco tiempo después, llegamos al auditorio donde Joyce presentará el libro.


Soy una de las invitadas de honor.
—Nos vemos cuando acabe —dice mi padre al tomar asiento en primera
fila junto a los familiares de las otras chicas.
Yo asiento y voy a buscar a Joyce, que estoy segura que estará muriendo de
los nervios. Entro detrás del escenario, donde están Joyce, Cloe y Penélope.
—¡Hola, cariño! —dice Joyce entusiasmada al verme entrar.
—Afuera hay un mundo de periodistas y gente importante —digo sonriente.
—Lo sé, estoy tan nerviosa —confiesa.
Cloe se acerca para abrazarla. Desde que todo terminó nos volvimos
cercanas, cariñosas, amables. Nos volvimos amigas.
—Lo harás bien. Es tu momento, ¡disfrútalo! —Le digo.
—¡Joyce, es hora de salir! —Le avisa la jefa de la editorial.
Joyce va tras ella y, antes de salir, se persigna.
Salgo a verla. Agradece a todos su asistencia y comienza a hablar sobre lo
que vivió para poder escribir el libro. Todos se quedan atónitos al escucharla.
—No fue nada fácil —dice y toma un poco de agua. Continúa—: A veces
me encuentro sin creer lo que pasó, que salí con vida de ahí. Aún conservo
recuerdos en mi memoria que me atormentan por las noches, así como las
sensaciones en mi piel de todo lo que viví en ese año. No encuentro cómo
explicar el dolor que siento al pensar en esos muros tapizados de rojo. Hace
poco entré a un restaurante que tenía paredes del mismo color y no pude evitar
vomitar.
Solloza levemente.
—Lo siento, me juré que no lloraría. Imaginen cómo quedó mi computadora
luego de escribir este libro. ¡Tuve que comprar una nueva! —bromea y se
escuchan unas cuantas risas entre el público—. No es solo un libro, ¿saben?
Es la historia real de quince mujeres que sufrieron, algunas durante años, el
abuso de tres hombres sin un ápice de humanidad. Pero, y esto es importante,
que fueron salvadas por una mujer que desde que llegó supo que nos sacaría
de ahí.
Mi corazón se detiene. «¿Qué demonios haces, Joyce?».
—Un aplauso por favor para Melissa Valverde, de quien trata,
principalmente, este libro.
Me congelo delante de los aplausos y las miradas de decenas de personas.
No estoy preparada para esto. Imaginé que hablaría, pero jamás sobre cómo
logré escapar. Comienzo a hiperventilarme. Todo se hace pequeño, debo salir
de aquí. Pero de pronto Joyce me jala del brazo y me encuentro a su lado en el
escenario.
El público, entre el que se encuentran mis padres, me ve con atención. Sus
miradas me revelan lo que quieren escuchar. Quieren que confiese. Quieren
saber lo que durante este tiempo me he negado a contar. Quieren saber sobre
Billy.
—¡Vaya! Me han cambiado el guion —río y al fondo del salón se escucha el
eco de mi risa—. Bueno, debo admitir lo que ya saben o imaginan: no solo fui
yo la responsable del plan que nos ayudó a escapar —trago saliva—. Existe
alguien. Un hombre que no solo me ayudó a escapar, sino que me hizo…
Veo la mirada de Ian perder brillo. Entonces corrijo:
—Que hizo que tanto abuso acabara —tomo un poco de agua del mismo
vaso del que tomó Joyce.
Pienso en qué decir y entonces Samantha viene a mi cabeza.
—Por ello, debo decir que creo en las palabras que alguien me dijo un día:
nadie es, en su totalidad, malo ni culpable de sus acciones. ¿Pueden ser los
hermanos Guzmán la excepción? Juzguen ustedes mismos luego de leer este
maravilloso libro.
La confusión invade el auditorio, pero desde atrás alguien aplaude y todos
hacen lo mismo.

Entonces lo veo.

Billy está al fondo del salón pasando desapercibido entre la multitud.


Cuando termino de hablar, camina hacia la salida.
Enloquecida bajo del escenario mientras Cloe sube. Salgo presurosa hacia
el final del salón atrayendo miradas que no entienden lo que ocurre. ¡Pero qué
importa! «¡Maldición! ¡Por favor, Billy, no te vayas!». Llego a la salida y, al
sentir el sol en mi rostro, grito su nombre. Veo hacia los lados, buscándolo con
desesperación, pero no lo encuentro.
Entonces, al final de la calle, lo veo. Está recostado en un poste de luz.
¡Mierda! Es él, no cabe la menor duda. Camino a su encuentro esperando que
haga lo mismo, pero está inmóvil. Cada metro más cerca de él, hace a mi
corazón latir más rápido. Es él y no está huyendo de mí. Vino a buscarme, lo
sé.
Frente a él, a escasamente un metro, me quedo sin respiración. Está fumando
y da una larga calada al cigarrillo. Luego me mira fijamente con esos ojos
azules tan profundos que hacen que me pierda en ellos. Penetran en los míos,
como si el tiempo no hubiera pasado. Su cabello creció y se le alborota con el
viento. «¡Mierda! Se ve tan atractivo...».
—Hola —dice al colocar el cigarrillo entre sus dedos y sacar el humo de su
boca.
—Hola —digo con voz entrecortada—. Billy, ¿qué haces aquí?
—Creí que podría verte sin llamar tu atención —dice y da otra calada al
cigarrillo.
—Vaya fracaso, tienes suerte de que nadie más te haya visto —digo
volteando hacia el auditorio para comprobar que nadie nos ve.
—¿Por qué? ¿Temes que puedan reconocerme por el maldito retrato robot
que hiciste? —Me reclama.
—Billy, yo…
Me quedo sin habla. No tengo excusa. Fui obligada por la policía e Ian a
realizar ese puto retrato. Al inicio creí que sería fácil engañarlos, pero a
medida que Billy cobraba vida en la pantalla no pude detenerme.
—Creí que pensabas que no era un criminal —lanza el cigarrillo al suelo y
lo aplasta.
—¿Acaso no escuchaste lo que dije en el auditorio?
—Hablaste de mí. Esperaba que fuera para ti un recuerdo.
—Billy, no podía no decir nada. La policía encontró las cartas y…
Me tapo la boca. «Soy una estúpida».
—¡¿Las cartas?! —grita enfurecido.
—Billy, perdóname...
—¡No quemaste las malditas cartas! —grita de nuevo—. ¡Por eso Víctor
supo el plan! ¿No es así? —Sus ojos arden.
Pareciera querer matarme. «Billy, no, por favor».
—Escúchame, por favor, ¡cálmate!
—¡No me digas que me calme, maldita mentirosa! —grita—. Todo este
tiempo repasé cada día en la maldita casa preguntándome qué carajos hice
mal. Pero fuiste tú, ¡tú con tus malditas mentiras!
—¡Yo nunca te mentí! —trago saliva.
—¡¿Que no me mentiste?! —pregunta eufórico acercándose a mí.
Volteo la cabeza. No puedo verlo. No puedo mentirle mirándolo a los ojos.
—¿Tienes idea de por qué ellos murieron y yo no?
Niego con la cabeza.
—¡Edwin me dijo lo que te hizo! —grita sacudiéndome de los brazos—.
¡Me volví loco, Melissa! ¡Creí que te había salvado de él!
—¡Pero me salvaste, Billy! —grito con lágrimas en el rostro.
—¡Lo maté, Melissa! —confiesa y me suelta—. ¡Lo lancé a las llamas
porque no soporté saber la verdad! ¡Lo hice por ti! —grita y saca de su
chaqueta un arma.
Me apunta y yo me quedo helada. Retrocedo asustada y topo contra la
pared.
—Billy, por favor…
—¡Cállate! La única razón por la que creí que matarlo valdría la pena, era
saber que estarías bien, a salvo…
—¡Lo estoy! —grito desesperada.
—¡En los brazos de otro hombre! —grita y agita la pistola.
—¡¿Qué esperabas, Billy?! ¡Entre nosotros no podría existir un «felices
para siempre»!
—¡Yo te amaba! —grita.
Veo el dolor que esas palabras le provocan. Baja el arma y me acerco con
cautela hacia él.
—Por favor, dame el arma —le ruego—, no hagas algo de lo que puedas
arrepentirte.
Me empuja hacia la pared de nuevo y vuelve a apuntarme con odio.
—¿Arrepentirme? ¡¿Como lo hice al dejarte libre y matar a mis hermanos?!
¡Oh, Mel! —exclama sarcástico—. Créeme que podría vivir con eso.
Tiemblo completa. Me aferro con las manos a la pared detrás de mí. Cierro
los ojos, lloro… esto es el final.
—¡Melissa! —Ian grita desde lejos.

Volteo bruscamente y lo veo correr hacia nosotros. Le apunta a Billy. Pero


él se adelanta a lo que pueda hacer y dispara.
Dos disparos resuenan en mis oídos al mismo tiempo.
Veo a Ian caer al suelo por un disparo directo al corazón y lanzo un grito
desgarrador. Sin importarme lo que Billy pueda hacer corro hacia él y, con las
manos llenas de sangre, tomo el arma de Ian.
Me vuelvo hacia Billy y lo veo en el suelo. Su pierna izquierda está
cubierta de sangre.
Detrás de mí escucho que la gente comienza a salir del auditorio.
—Melissa —susurra Billy agonizando de dolor.
Me levanto del suelo con dificultad y antes de que alguien se acerque a mí
para detenerme, me paro frente a él.
Caigo de bruces, como el día en que lo conocí, y bajo el rostro.
Mi corazón está hecho pedazos. ¡Duele, maldita sea! Veo de nuevo el
cuerpo de Ian sin vida y grito. En un segundo todo lo que viví con él pasa por
mi cabeza, ¡no lo soporto! ¡No puedo vivir con esto!
Veo el arma de Billy en el suelo y la pateo alejándola de él lo suficiente
como para que no la alcance.
Me veo en sus perfectos ojos azules que ahora lloran y muestran temor.
—¿Sabes, Billy? Yo también te amé —digo entre dientes llena de dolor.

Y entonces…

Disparo.

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