Dejame Libre Isabel Velasquez
Dejame Libre Isabel Velasquez
Dejame Libre Isabel Velasquez
Actualmente es
estudiante de Periodismo. Su primer encuentro con la escritura fue a los
doce años, cuando escribió su primer poema, luego de la muerte de su
abuela. Pero fue con los años que descubrió que su verdadera pasión era
escribir novelas. Sus historias siempre tienen relación con vivencias y
personas conocidas, aunque no todo es real y no todo es ficción. Sus
primeras novelas fueron románticas, pero fueron los géneros de suspenso
y policíaco los que la hicieron retarse a escribir Déjame libre, su primera
novela publicada.
Copyright © 2019 Isabel Velásquez
ISBN: 9781790196265
Independently published
A mi mamá,
que sabía que esto era posible.
Tres, dos, uno…
¡RIIIIIING! ¡RIIIIIING!
Genial, tengo que levantarme. Cuento con menos de cinco minutos para que
mi madre comience a gritar como loca para despertarme. Lo que no sabe es
que hoy, para burlar a la rutina, he despertado antes de que comiencen sus
gritos, incluso, antes de que suene el despertador.
Desperté sin ganas de ir a trabajar, me siento cansada. No es el trabajo, es
ella, mi jefa. Melissa haz esto, Melissa haz lo otro… sé que trabajo para ella,
¡pero se pasa! He perdido la cuenta de las veces que he deseado renunciar a
ese patético empleo, pero no tengo alternativa, debo seguir. De una u otra
manera, tengo que conseguir el dinero que nos hace falta.
—¡Melissa! ¡Levántate! —Y los gritos de mi madre comienzan.
Bien, es hora de levantarme, de comenzar mi «impresionante» rutina diaria.
Desganada consigo levantarme, pero no puedo evitar volver a lanzarme a la
cama. No entiendo qué ocurre, pero algo dentro de mí grita que no salga de mi
cama. Es extraño, no abusé del desvelo anoche, ni recuerdo haber leído nada
de pereza exagerada en mi horóscopo, ¡ja! ¡Qué ni me escuche mi madre!
Volvería con su típico discurso de que no debo creer en los horóscopos, dice
que son cosas del demonio. Para mí no son más que predicciones de una
persona que cree tener el control de la vida de los demás. ¿Por qué los leo
entonces? Es divertido e increíblemente, en ocasiones, aciertan un poco.
Veo el reloj de nuevo. Han pasado quince minutos desde que desperté,
apenas si me dará tiempo para arreglarme.
Entro a la ducha y enciendo la regadera. ¡Oh sí! Agua caliente, ¡qué digo
caliente! Hirviendo, como me gusta. Con esta temperatura, siempre recuerdo la
primera vez que me duché con Ian. El pobre se quejó hasta el cansancio de lo
caliente que yo tenía el agua, hasta que terminamos, cansados por una infantil
discusión, bañándonos uno por uno, como estábamos acostumbrados. Él con su
temperatura más fría que el hielo y yo con el agua tan caliente que hace
empañar los espejos. Me gusta, siempre escribo algo en ellos.
Salgo de la ducha y dispongo a cambiarme. Abro el armario, bien, ¿qué me
pondré hoy? Está lleno de ropa, pero nada me complace. Muy viejo, muy
formal, lo usé ayer, lo usé hace dos días, muy casual, muy aburrido, muy...
¡Perfecto! Me decido por unos jeans ajustados color melón, una blusa
abotonada blanca con encaje en la espalda y unos tacones altos del mismo
color, que Ian me regaló hace casi un año por mi cumpleaños.
Pienso en secarme el cabello con la secadora y alisarlo, pero no queda
tiempo. Desenvuelvo la toalla de mi cabello y lo dejó así, algo despeinado
pero natural, como a Ian le gusta. O al menos, eso dice siempre. Me maquillo
un poco, sin exagerar; algo de delineador, rímel, un poco de labial rosa y eso
es todo.
—¡Melissa!, ¡baja en este instante! —Ahora es mi padre quien me llama.
Eso quiere decir, que debo bajar. A mi padre sí le obedezco, al final, es él
quien impone el orden en casa. Bajo corriendo las escaleras con mi enorme
bolso Carolina Herrera, lo compré hace una semana y me encanta.
Al bajar, mi padre me mira nervioso, mi madre tiene los ojos acuosos y mi
hermano pequeño come cereal, totalmente ajeno al estado de mis padres. Trato
de recordar si he hecho algo malo, pero no lo he hecho, o al menos, ellos no
tienen manera de saberlo.
—¿Ocurre algo? —pregunto mientras tomo asiento en la mesa del comedor.
—Estábamos leyendo las noticias —dice mi padre preocupado.
—¿Murió alguien conocido?
Pienso en Ian. No… Ian no puede… Me detengo, no quiero pensar.
—No, cariño —dice mi madre seriamente, sabe que he pensado en Ian—.
Ha habido un secuestro muy cerca de esta zona. Dos chicas desaparecieron y
tememos por ti. —Mi madre comienza a sollozar y me acerco a ella.
—Oh, mamá, estoy bien y no me pasará nada.
—Nunca sabes lo que puede pasar de un momento a otro, Melissa. —Me
reprende mi padre.
—Papá, sabes que a mi hermana nadie la secuestraría, ¡por favor! A los dos
minutos, ya tendría hartos a los secuestradores y la soltarían. —Mi hermano
ríe con su broma, mientras mis padres y yo lo vemos con una mirada
fulminante que hace que se calle y siga comiendo su cereal.
—Esto es serio, Diego. —Lo regaña mi madre.
—Mamá, pero si Ian siempre pasa por mí.
—Sí, en esa estúpida motocicleta, como si fuese aún un niño. Mientras, en
realidad, tiene veinticuatro años.
—No hay edad para las motocicletas y ¡joder, mamá! No comiences con el
tema de la edad.
—¿Qué son esas palabras? —Mi padre me mira molesto.
—Lo siento, pero creo que se les olvida, que en dos días cumplo dieciocho
años y que ese mismo día me iré a vivir con él.
—¡Ah no, si no se nos olvida! Lo que ocurre es que la simple idea nos
produce un sentimiento de cólera.
Mi madre comienza a levantar los platos de lo molesta que la conversación
la ha puesto, aunque mi hermano y mi padre no han terminado de comer.
—Cariño, disculpa, pero no he terminado... —Mi padre la mira con
intención de que le devuelva su plato.
—¡Cállate, José Alberto!
Uh, mi madre está más que molesta, está encabronada. Mejor me voy.
—Permiso, iré a llamar a Ian. Ya es tarde.
Sin decir más, salgo del comedor y me dirijo a mi habitación, sabiendo que
mi madre se ha quedado discutiendo con mi padre sobre por qué me ha
permitido llegar tan lejos con Ian, por qué no me han impuesto límites, por qué
me he vuelto tan rebelde… pero, «¡hola, mamá! Tengo casi dieciocho años,
soy ya una mujer, tengo derecho a hacer mi vida...» pero sé que jamás lo
entenderá.
Tomo el celular y busco su número. Ahí está, con esa sensual foto en mis
contactos. Ian, mi novio desde hace tres años. Me sigue pareciendo increíble
cómo ha pasado el tiempo. Recuerdo la primera vez que lo vi.
Mi instituto nos llevó a realizar una prueba de aptitudes, a pesar de que aún
faltaban tres años para graduarme. Yo iba sola, mis mejores amigas no habían
asistido a clases y mientras vagaba por la universidad, perdí al grupo.
Comencé como loca a buscarlo, pero nada, ni rastro de mis compañeras ni de
mis profesores. Estaba a punto de entrar en pánico, tenía apenas quince años,
era una niña. Una niña boba a la que la había dejado el grupo.
De un momento a otro, empecé a correr. Fue divertido, pero me sentí como
uno de esos niños que pierden a su mamá en el supermercado y la buscan
desesperadamente.
De pronto, choqué con algo, o más bien, con alguien y caí al suelo. Al
reponerme vi que era un hombre, un hombre realmente atractivo y que no
pasaba de los veintitantos. Era alto, de una tez blanca que hacía relucir su
negra cabellera y sus ojos avellanados.
Se levantó, recogió nuestras pertenencias y me tendió la mano. No olvido
sus palabras:
—¿Acaso no miras tu camino?
Lo primero que pensé fue «¡Qué romántico! ¡Qué galán! ¡Denle un premio
por caballero!» Me paré y le fruncí el ceño.
—Tú tampoco miras muy bien tu camino que digamos, si lo hubieras visto,
por más despistada que estuviera, habrías evitado que chocáramos. —Él me
sonrió.
—Bueno, chica despistada, ¿qué haces aquí tan sola? Supongo que venías
con un gran grupo de un instituto. ¿Cierto? —preguntó mientras me daba mis
cosas.
—Sí, ¿los has visto? Me he quedado divagando y los perdí. Y no es que esta
universidad sea demasiado grande pero no logro encontrarlos. —Y sin
sentirlo, me sonrojé.
—Qué linda te ves sonrojada. Ven, acabo de verlos hace un momento, te
llevo —tomó mi mano y comenzó a guiarme.
—Me llamo Melissa, por cierto.
—Ian —dijo de manera cortante soltando mi mano—. Ahí está tu grupo.
—Gracias, me has salvado de pasar la vergüenza de preguntarle a media
universidad si había visto a un grupo de estudiantes.
Y tras decir esto, le di un beso en la mejilla que sabía a despedida y él me
correspondió.
—Hasta luego, chica despistada —dijo y no pude responderle.
Un testigo, reportó haber visto una van negra estacionada por varias horas
el día de la desaparición e hizo mención de que, alrededor de las 14 horas,
escuchó gritos pidiendo auxilio, mismos que coincidieron con la huída del
vehículo.
Salgo de casa feliz y sonriente, complacida de que Ian esté ahí; a punto de
llevarme al trabajo como todos los días, es parte ya de mi costumbre, pero no
deja de encantarme. Al subirme a la motocicleta, lo abrazo por la cintura y él
arranca. Sonrío, me gusta ir detrás de él. Su manera de conducir me gusta,
cómo se mueve por las calles y avenidas, introduciéndose en callejones que yo
a veces ni conozco, mirándome de reojo por el retrovisor cada vez que el
semáforo está en rojo y luego enfocándose en el frente. Yo me aferro a él,
como si fuera el único lugar en el mundo en donde quiero estar, y es que así es.
Se ha convertido en mi lugar favorito, en el que puedo perderme sin
preocuparme por hallar una salida, no necesito salir, apartarme de su lado…
Ian me mira, hemos llegado. Hago pucheros, no quiero bajarme. Él me ve
desde el retrovisor, voltea un poco su cabeza y entonces sonríe, tampoco
quiere que me baje.
—Vengo para que almorcemos juntos, ¿te parece? —dice y yo lo miro
encantada.
—Claro que sí.
—Bien, nos vemos a las 12:00. Te amo.
Me da un dulce beso al que yo le agrego pasión, luego nos separamos.
Ambos hacemos pucheros, enciende su motocicleta y se va. Lo veo alejarse
lentamente, mientras voltea un par de veces para ver si aún lo estoy
observando, solo sonrío.
Las primeras horas de la mañana suelen ser aburridas y sin demasiado que
hacer. Quiero buscar una novela o algo para leer, quizás así pueda aprovechar
las horas en las que la tienda se mantiene vacía, pero siempre olvido pasar a
una librería. Así que en mis horas libres, solo pienso. Veo la enorme tienda y
me pregunto qué hago aquí, ahora mismo podría estar estudiando en la
universidad, por ejemplo. En cambio, trabajo en una tienda de ropa en la que,
aunque el horario no es malo, la paga no lo vale. Pero en fin, no tengo opción,
si no, ¿cómo podría ayudar a Ian a pagar el enganche de la casa?
En dos días cumplo dieciocho, lo que ambos hemos esperado tanto. A pesar
de que nuestra relación comenzó pocos meses después de conocernos, cuando
aún tenía quince, sabíamos que era complicado por la diferencia de edad.
Bueno, son apenas seis años, pero el simple hecho de que él fuera mayor de
edad mientras yo no, era demasiado para mis padres. No quise esconderles mi
relación, pensé que lo tomarían bien, pero no fue así. Río de tan solo
recordarlo:
—Disculpe, ¿tiene esta blusa en talla 16? —Una mujer alta, delgada y de
ojos verdes me habla.
—Claro que sí, sígame.
El trabajo comienza.
Las clientas de ahora ya no respetan. Hacen que les baje diez blusas, diez
pantalones, diez vestidos… y terminan por no llevarse nada. Es un desperdicio
de tiempo, su tiempo y el mío, me he tragado más de cien veces un «¡compra
algo o lárgate!». Claro, no puedo hacerlo, debo fingir que tengo su tiempo, que
no tengo nada mejor que hacer que soportar su indecisión y contestar con un
«¿Algo más en lo que te pueda ayudar?». De esto se trata este trabajo:
paciencia. El problema, la mayoría del tiempo, es que no suelo ser paciente
con las personas. En realidad, no entiendo cómo he logrado mantener este
trabajo durante tanto tiempo, llevo poco más del año, aunque el año anterior
estuve solo por las tardes para poder estudiar y trabajar. Deseaba sentirme
más libre e independiente, después de todo, salía con alguien mayor que yo,
era lo que correspondía. Al graduarme, quizás hubiera podido conseguir un
mejor empleo, pero no me interesó seguir buscando, eso de ir dejando por ahí
tu hoja de vida, se me hace desgastante. Al final, me pasó lo que supongo que
le ocurre a la mayoría de personas con sus primeros empleos, se acomodan, se
conforman. Sí, me he conformado.
Salgo de la oficina aún si poder creer lo que ha pasado ahí. Mi jefa, esa
mujer que pensaba que me odiaba, me ha dado el aumento que le pedí apenas
ayer. Además, ha reído, llorado y hasta me ha contado parte de esa historia
que tanto le duele. Creo que he salido admirándola, yo no podría seguir
adelante luego de perder a la persona que amo. No, ni siquiera puedo
imaginarlo. Verme sin Ian es inconcebible, preferiría morir con él antes de
vivir con esa tristeza consumiendo mi corazón. No me considero lo
suficientemente fuerte como para saber afrontar algo tan duro, en realidad, no
creo ser una mujer fuerte.
Como si nada, el reloj marca las 12:30. La mitad de mis compañeras se han
ido, mientras yo sigo esperando a Ian para almorzar. Veo la aguja del reloj de
la tienda y con cada minuto que pasa, mi estómago hace un ruido, tengo
hambre. No recuerdo haber desayunado, no, de hecho, no desayuné. Esta
mañana fue extraña.
Salgo de la tienda y veo a Ian aproximarse en su motocicleta. Se acerca, tan
guapo como siempre, pero sin casco. ¿Cuántas veces debo decirle que se
ponga el casco? Lo sé, le encanta lucir su perfecto cabello negro y dejarlo
llevar contra el viento, pero su seguridad es más importante. Recuerdo de
pronto el sermón de mi madre sobre cuidarme, pero se esfuma en cuanto Ian se
encuentra frente a mí.
—¿En qué tanto piensas, eh? —pregunta sonriente—. Vamos, comeremos
pizza.
Nos adentramos en unas cuantas calles, no muy lejos de mi trabajo y
llegamos a Amore Mio, nuestra pizzería favorita, en donde tuvimos nuestra
primera cita. Todavía tenía quince años, me había maquillado en exceso y
llevaba unos tacones que le robé a mi mamá con los que apenas podía caminar.
Recuerdo su mirada que decía «no necesitas hacer esto para impresionarme»,
pero lo hice, quizás no como lo había pensado, pero lo impresioné.
—A que jamás olvidas nuestra primera cita —digo pensando en voz alta
mientras caminamos a la entrada de la pizzería.
—¿Aquella en la que parecías payaso con tanto maquillaje y casi te caes al
subir el escalón para entrar al restaurante? —dice mientras ríe y yo también lo
hago.
Se siente maravilloso poder reírme de mis tonterías después de tanto
tiempo.
—Sí, esa cita —digo mientras me paro frente a él, bloqueando su paso.
—Fue una cita memorable, cariño. De esas con las que ríes al solo
recordarlas.
—No creo que esté bien reírte de tus citas.
—Te equivocas —dice mientras me mira seriamente, o al menos, lo intenta
—, reírte de tus citas significa que te la pasaste fenomenal. Si no, no las
recuerdas, fueron aburridas y nada gratificantes. Ríes de las cosas buenas,
cariño —me guiña un ojo.
—Espero que riamos de todas las que tengamos.
—Contigo no reír es imposible, así que tenlo por seguro —dice mientras me
besa con pasión y yo me dejo guiar. Sus labios junto a los míos se sienten tan
bien, encajan a la perfección...
—Permiso.
El reclamo de una mujer de mediana edad interrumpe nuestro beso y caemos
en cuenta de que estamos obstruyendo la entrada al restaurante. Nos miramos,
reímos y damos paso a la mujer que no solo nos mira, nos juzga. Estoy
acostumbrada, la diferencia de edad es pequeña, pero algo notoria. Aun así,
me enojo tanto del poco disimulo de la mujer, que le grito:
—¡Sí, nos llevamos seis años! ¡¿Y?! —Ella se espanta e Ian pone los ojos
en blanco.
—Nunca sabes cuándo callar —dice y me lanza una sonrisa.
—Sabes bien que eso te enamoró de mí.
—Es un hecho.
Pizza hawaiana —mi favorita—, y Coca-Cola —mi delirio—. Mi almuerzo
no podría ser más perfecto. Pero, ¿a dónde fue Ian? No lo vi entrar al
sanitario. Lo veo caminar hacia mí con algo en las manos, ya regresa.
—Roles de canela —dice con una gran sonrisa en su rostro.
—Un almuerzo perfecto —digo mientras me acerco a su boca y nos
besamos, un beso lento y suave, de esos besos que no quieres que acaben
nunca.
Son las 4:00 y mi jefa nos dice que ya podemos cerrar la tienda. No queda
ninguna clienta, así que podemos irnos. Tomo mi bolso y me decido a salir,
antes de que...
—¡Melissa! —Mi jefa me llama y me mira sonriente. Justo lo que no quería
que pasara.
—¿Diga? —respondo cansada con una sonrisa.
—Hoy tú cerrarás la tienda. Encárgate de que todo quede en orden, cierra
las puertas, revisa las cerraduras y puedes irte.
Y antes de que pueda decir algo, ella ya se ha ido.
Todas se han ido y me he quedado sola.
Saco mi celular y veo la hora: 4:30, ¡es tardísimo! Ian me llamará pronto,
aunque espero que suceda algo que lo retrase. ¡Me voy! Saco de mi bolso los
auriculares, los conecto a mi celular y pongo reproducción aleatoria a mi
música. Cierro las puertas de la tienda, chequeo las cerraduras y salgo
deprisa.
Comienzo a caminar entre la gente que se amontona por la avenida para ver
a personas bailar, cantar, incluso a mimos y payasos hacer sus respectivos
actos. Jamás me detengo a verlos, no me divierten. Pero hoy, justo el día que
voy tarde a casa, uno de los payasos me jala del brazo y me guía hasta el
centro del círculo formado por personas que aprecian su acto. Me quito los
auriculares para escuchar bien lo que dice y detengo la música, para colmo,
justo cuando estaba por sonar una de mis canciones favoritas.
—¡Y ahora, esta hermosa joven, me ayudará con mi acto! —dice el payaso
de casi dos metros de altura, con grandes zapatos rojos, enorme nariz del
mismo color y una extravagante peluca que parece un arcoíris.
—Me encantaría participar, pero...
—¡Está encantada de hacerlo! —dice el infeliz interrumpiendo mis
palabras.
Finalmente decido quedarme sin hacer escándalo, después de todo, ¿cuánto
puede durar el acto de un payaso?
Es curioso porque no tengo miedo a ir sola por las calles. Sin embargo, le
prometí a Ian y a mis padres que llegaría temprano, así que intento cumplirlo.
Pero no es culpa mía que mi jefa me haya retenido para cerrar la tienda, que
alguna de las chicas dejara ese gran desorden en el vestidor y, mucho menos,
que un payaso me haya detenido para participar en su acto que hizo reír a todo
el público, menos a mí.
Se veía adorable, vestía un elegante traje azul marino, combinado con una
pequeña corbata en forma de moño que mi papá le obligó a ponerse. Recuerdo
cómo refunfuñó todo el tiempo mientras se lo colocaba, y más aún, cuando
comencé a tomarle fotografías. «Son para el recuerdo» le dije, «¿Para qué
quiero recordarme así? ¡Me veo ridículo!» reclamó y todos reímos. Era un
niño tierno, regordete y malhumorado, pero no puedo olvidarlo, al finalizar la
tarde me abrazaba mientras recorríamos la iglesia admirando las imágenes.
Tomé centenares de fotografías, aún las guardo, aunque jamás las imprimí.
Cuando llegue a casa las buscaré y haré que las vea conmigo. Detengo la
música y me quito los auriculares.
Entro a la iglesia, es hermosa. Falta poco menos de media hora para la misa
de las 6:00 y hay alrededor de cuarenta personas esperando, no seré una de
ellas. Solo vengo a rezar un poco, pero antes de hincarme, decido observar las
imágenes a lo largo de la iglesia. Me detengo frente a una imagen, es la Virgen
de la Soledad, siempre me ha impactado, pero hoy me ha hecho sentir un
escalofrío. Creo que es su mirada, el dolor que transmite, esa mirada de madre
con una lágrima corriendo por su mejilla. Sus manos entrelazadas y ese puñal
en el corazón… mi mamá, ¡Dios, me ha recordado tanto su expresión de la
mañana al decirme que me cuidara! De pronto el corazón me late con más
fuerza y debo salir corriendo, es tarde, ¡tardísimo! Y mis padres estarán
preocupados.
Camino con rapidez hacia el altar, me inclino levemente frente a él, una
costumbre que me inculcó mi madre, y corro por el pasillo central hacia la
salida.
Creo que llevo dos horas. Dos malditas horas así, y no percibo ni un poco
de luz. Todo está oscuro, no veo más que lo que imagino, que no es agradable.
En mi mente permanecen esos ojos y esas manos que acabaron metiéndome
aquí.
Sigo pensando en mi celular. Ni siquiera sé si todavía tiene batería. Dejé de
intentar sacarlo hace quizás una hora, me conformé con la situación. Me cansé
de intentar.
¿Qué carajos estoy diciendo? Sacudo mi cabeza indignada de lo que estoy
pensando, froto mis manos contra el suelo, no me importa cómo, pero debo
soltarme. Debo salir de aquí.
Puede que dos horas más tarde, encuentro algunas posibles respuestas:
Me vieron y pensaron que era presa fácil, recorro siempre los mismos
lugares, así que podía ser fácil secuestrarme.
Quieren violarme, matarme y luego tirarme debajo de un puente. —Esa
idea casi me hace vomitar del miedo.
Pretenden sacarme del país para una red de tráfico de mujeres.
Quizás me obligarán a trabajar en un prostíbulo.
Todas las anteriores, quién sabe en qué orden.
A todo esto, me surgen nuevas preguntas, quizás menos personales. ¿Por qué
un hombre secuestra a una mujer? ¿Qué clase de satisfacción genera retener a
una persona en contra de su voluntad? No tengo respuestas. A pesar de mi
resultado en la prueba de la universidad, creo que no entiendo ni un poco el
comportamiento humano. Somos seres demasiado incomprensibles,
enigmáticos y oscuros. Somos profundos, aunque demostremos ser
superficiales.
Han pasado aproximadamente tres horas desde que desperté, volví a contar
los minutos que pasan. Escucho mi estómago crujir, exige comida; tranquilo,
acostúmbrate, aquí no hay comida. Cruje con más fuerza y me duele cada vez
más. Sigo contando el tiempo con el afán de distraerme, pero es inevitable
pensar en hasta cuándo volveré a probar comida.
De nuevo me sumerjo en los intentos vanos de soltarme de estas malditas
sogas. La incomodidad me ha hecho comenzar a sudar, a pesar de tener frío.
Doy media vuelta, ya he estado boca arriba un largo rato. Sigo incómoda. Río
irónica, de ninguna manera estaré cómoda.
Mi respiración se agita, quisiera poder jalar mi cabello, hacer algo con mis
manos… ¡Dios, estoy entrando en pánico! Lo que llevo evitando todas estas
horas, está pasando.
Vaya, y pensar que desde ese momento, me volví más susceptible a las
cosas. Desde ese entonces, he pasado por muchos momentos así, que me
desestabilizaban. Pero nada, absolutamente nada, se compara a lo que estoy
viviendo. No soporto estas sogas, el hambre, el frío; el piso está helado, no
soporto la soledad, el silencio, la necesidad de salir de aquí.
Ahora doy vueltas. Giro, giro y sigo girando. Me gusta creer que así me
soltaré. ¡Ja! Sé que no será así.
De pronto, escucho un ruido extraño. El ruido procede de las cajas que hay
al fondo de la habitación, si es que así se le puede llamar a este lugar. Es casi
imperceptible lo que ocurre ahí, no veo nada, ¿qué es eso? No recuerdo haber
escuchado nada desde que estoy aquí además de mis gritos. El ruido se
intensifica, resuena en mis oídos. De pronto veo que algo intenta salir de las
cajas. Me arrastro con sigilo hacia ellas, pero no logro identificar nada. El
ruido cesa, por un momento, todo es silencio. Veo las cajas con atención, han
dejado de moverse. Pero de pronto siento que algo camina sobre mí. Giro mi
mirada hacia mi pierna y veo…
—¡Ahh!
Una enorme cucaracha, la más grande que alguna vez haya visto, se
encuentra sobre mí. Es repugnante, la veo caminar lentamente por mi pierna,
subiendo hacia mi cadera… me muevo irracionalmente, gritando hasta que mi
garganta arde y consigo que caiga el suelo. Adiós, cucaracha. Respiro
aliviada.
Entonces escucho de nuevo el ruido proveniente de las cajas. Me muevo
instintivamente para alejarme, entonces, comienzan a salir de ellas, decenas de
enormes cucarachas. Grito arrebatadamente mientras se me suben por todas
partes, me cubren completamente con sus delgadas patas, como si fuera un ser
insignificante debajo de ellas. Trato de botarlas como lo hice con la primera,
pero se aferran a mí, las siento dominarme, no puedo con ellas, tienen el
control...
—¡Nooo! —grito.
He despertado.
Siento como si mi corazón fuera a salirse de su lugar. Sudo, estoy helada.
Todo fue una pesadilla, nada es real. «Calma, Mel, todo fue un sueño». Pero
no puedo calmarme, por un momento pensé que moriría poseída por esos
insectos asquerosos. Mi cuerpo se estremece al recordarlo.
Veo el espacio entre la puerta y el suelo, sí, aún hay luz. No he dormido
demasiado, quizá solo un par de horas. Veo las cajas, ellas no fueron solo
parte del sueño, están ahí, apiladas ocupando casi la mitad de este pequeño
lugar. ¿Qué contendrán? Pienso en mi sueño. «Relájate, Mel, supera tu
pesadilla, concéntrate. Vamos, aquí no hay otra cucaracha más que tú, en este
asqueroso lugar».
Trato de esquivar mi curiosidad, pero me consume, necesito saber qué hay
dentro de ellas. No lo pienso más, así que me acerco como puedo y me
detengo delante de la primera fila de cajas, tal y como en mi sueño. Cierro mis
ojos con fuerza, convenciéndome de que cuando los abra, no habrá nada que
temer. Los abro temerosa, bien, no veo ninguna cucaracha.
Pero ahora, ¿cómo abro las malditas cajas? La fila llega hasta el techo.
Pienso un momento y decido hacer algo, quizás un poco peligroso. Frente a la
fila de cajas, coloco mis pies en ellas y comienzo a empujarlas. Mis piernas
atadas por fin sirven de algo. Cuento: uno, dos, ¡tres! Entonces empujo con
fuerza exactamente la primera caja que, poco a poco, hace que las demás
comiencen a tambalearse. Sí, lo estoy logrando. Sigo. Las cajas siguen
tambaleándose una encima de otra. La última caja está a punto de caerse,
parece que su contenido no es muy pesado. Doy unos cuantos empujones más
y, de pronto, la caja cae al suelo.
Me acerco a ella con rapidez y me desanimo. ¡Mierda! Está asegurada con
sellador transparente y, dado que tengo mis manos atadas, no será sencillo
abrirla. Pero no me rindo y decido romper la caja con mis dientes. Me siento
lo más erguida que puedo y comienzo a morder. Duele, el sabor es asqueroso y
la sensación que queda en mis dientes es de las peores que he sentido en mi
boca. Pero tengo hambre y la sensación de morder algo engaña a mi estómago
por unos segundos, que me resultan suficientes para seguir con esto.
Varios minutos después, ya hice un pequeño agujero en la caja. Mis dientes
son fuertes. Sigo mordiendo. Muerdo, jalo y escupo el cartón que me queda en
la boca. Sabe horrible. No sé cuánto tiempo llevo mordiendo, pero el agujero
crece a tal punto que casi puedo ver el contenido de la caja. Me tranquilizo,
ningún bicho me ha saltado encima. Me acerco, trato de ver dentro de ella,
pero no lo consigo. Muerdo de nuevo, jalo con más fuerza atragantándome
entre el cartón y mi saliva y escupo hacia donde se encuentran los restos del
cartón. Unos minutos más tarde, por fin el agujero es lo suficientemente grande
como para esparcir el contenido, con mi barbilla empujo la caja hacia un lado
y lo que hay dentro cae al suelo.
Fotografías. Fotografías de varias mujeres se encuentran regadas y yo las
veo estupefacta. ¿Una caja llena de fotografías? ¿Es eso todo lo que hay? Me
siento decepcionada. Recapacito, ¿quiénes son esas mujeres?, asustada
pienso: ¿habrán fotografías mías? El miedo comienza a recorrer todo mi
cuerpo, siento mis manos sudorosas y las froto una con la otra. Busco entre
todas las fotografías, empujando cada una con mis pies, caderas y hasta con mi
cabeza, hasta que encuentro lo que buscaba: mis fotografías.
Luego de unas horas desde que abrí las cajas, me dispongo a ver las
fotografías que invaden el poco espacio que tengo. Veo una por una, sin poder
tomarlas para prestarle atención a los detalles. ¿Todas ellas habrán sido
secuestradas? Son realmente hermosas. Son felices, bueno, al menos se ven así
en las fotografías. En una esquina, un poco apartada de las demás, veo
detenidamente las mías y veo lo mismo, felicidad ajena a todo lo que ocurría a
unos cuantos metros de mí. Observo todo el panorama fotográfico y me
sorprendo al sentir similitud entre nuestras fotografías, más no encuentro el
detalle que las hace parecerse. Veo a cada una de las mujeres detenidamente,
sollozando por no poder creer lo que mis ojos ven. Noto que físicamente
tenemos un parecido peculiar. Altas, con la piel bronceada y bonita figura,
cabello castaño oscuro y ojos claros, así somos todas. Todo mi cuerpo se
estremece, ¿por qué nos han elegido a nosotras?
Encerrada entre tan pocos metros, las horas parecen no avanzar, por lo que
preferí dormir y no pensar más.
Lo logré, ya ha amanecido. Genial, otro día más aquí. Cierro los ojos y rezo
por no amanecer otro día más, por morir en las horas que pasen de este día y
luego los abro esperanzada, aunque sé que quizás no sirva de nada. Me
percato de una cosa: es mi cumpleaños.
—¡Feliz cumpleaños a mí! —comienzo a cantarme la canción de feliz
cumpleaños a mí misma.
A lo lejos, escucho un coro. Pienso que es mi cabeza que ya está
comenzando a alucinar, que en el afán de escuchar algo más que mi propia voz,
recrea las de alguien más. Pero las voces se acercan.
—¡Feliz Cumpleaños, Melissa, feliz cumpleaños a ti!
La puerta se abre y los veo. Los recuerdo, son los mismos hombres que vi
afuera de la iglesia, mis secuestradores. Son los dos miserables que me han
tenido atada y encerrada durante dos días y que hoy vienen cantando con un
pastel.
Aquí voy, camino a quién sabe dónde, a quién sabe qué con ese hermano de
ellos. Y sin poder hacer nada, ni escapar, ni gritar o cualquier otra cosa; sigo
atada de pies y manos y con la boca tapada por el mismo paño sucio. Miro por
el retrovisor cómo nos alejamos; veo los árboles, alguna que otra montaña y el
lugar donde me tenían, que poco a poco desaparece de mi vista. Miro hacia
adelante y veo que ambos actúan como si yo no estuviera detrás de ellos.
—Está viendo demasiado —dice el de barba. El otro voltea a verme
bruscamente.
—¿Y qué pretendes que haga?
—Véndale los ojos.
Al escuchar esas palabras mis pupilas se dilatan, mis manos comienzan a
sudar, mi piel se eriza por completo e intento dar una patada. Grave error. Le
lanzo una mirada temerosa, en señal de redención, pero en menos de dos
segundos los tengo vendados.
—Umm... —Es lo único que logro balbucear. Abro mis ojos, pero no veo
nada.
—Bien, ahora sí a nuestro destino —dice el hombre de barba, de quien ya
reconozco la voz.
—Apresúrate —dice el otro—, no vaya a ser que Billy llegue antes de lo
planeado y la encuentre así.
—¡Ja, si da miedo! —exclama.
¡Qué grosería! Lo que me faltaba, doy miedo.
—¿Y quién pretendes que la arregle?
—No me interesa quién lo haga, con que la dejen más presentable, es todo
—dice mientras ríe.
—Sigo preguntándome si le agradará a Billy.
—Lo hará, es joven igual que él.
Bueno, un dato más; ese tal Billy, tiene probablemente mi edad, pero sigo
sin saber quién rayos es. Se callan por completo y el único ruido que escucho,
es el de la camioneta mientras atraviesa la carretera.
Uno, dos, tres, cuatro... ¡ay! Cinco malditos túmulos, ¿qué tipo de carretera
es esta? Me frustra no poder ver mi camino, estoy acostada en el asiento
trasero de la camioneta y solo espero llegar pronto, a donde sea que me estén
llevando. Ninguno ha vuelto a hablar, supongo que no quieren que me entere de
sus planes. Eso me asusta, no saber qué va a pasar es algo que me inquieta.
Seriamente, me pregunto quién es Billy; lo han mencionado ya tantas veces,
que he llegado a la posible conclusión, de que sea su jefe. Pero recuerdo que
dijeron que era joven igual que yo, y no creo que un tipo de veintitantos pueda
ser jefe de estos tipos que, supongo, rondan entre los treinta y cinco y cuarenta
años. Me rindo, no tendré una idea de quién pueda ser hasta que lo vea. Esto
de tener la información tan limitada me sigue molestando. ¡Ay! Otro maldito
túmulo, es el sexto. Insisto, qué carretera más destrozada, qué lugar más
alejado. Ese pensamiento me desalienta. Lo único que me ha mantenido con
algo de esperanza, pierde fuerza. No creo que alguien logre encontrarme.
Luego de varios minutos, que he sentido eternos, la camioneta se detiene.
—Llegamos —dice el de barba mientras escucho cómo baja de la
camioneta y cierra de golpe la puerta. La otra puerta se abre y se cierra con
menos fuerza pero con la misma determinación. Se abren ambas puertas a mis
lados y siento que me jalan de los brazos y piernas. Uno desde cada lado.
—¡Idiota! —grita uno.
—¡Suéltala! —grita el otro.
—¡Suéltala tú! —dice mientras ambos me siguen jalando y yo ahogo gritos
de dolor.
—¡Agh! —gruñe el de barba—. Bien, hazlo tú —dice soltándome.
El otro me saca del auto jalando de mis brazos y me pone sobre su hombro,
de nuevo, como un costal de papas.
Mientras me carga y camina, la venda de mis ojos se baja y logro ver un
poco. No veo hacia dónde vamos, solo lo que dejamos atrás; veo la camioneta,
es negra y está polarizada. No sé mucho de autos y lamento que Ian no esté
aquí, él sabría reconocer el modelo con un simple vistazo. A lo lejos solo hay
árboles y una vacía carretera.
Seguimos avanzando y escucho un portón que se abre. Al voltear mi rostro
veo una casa. Una enorme casa pintada de corinto y un portón negro que, al
cruzarlo, se cierra de golpe. Yo guardo silencio, tengo miedo de hacer el más
mínimo ruido. Solo observo.
El pasillo es totalmente distinto a todo lo que había visto. Las paredes están
tapizadas con una tela corinta y el suelo cubierto con una alfombra de un tono
un poco más oscuro, casi negro. Hay silencio, creo que somos los únicos aquí.
De pronto, me sorprendo al escuchar el murmullo de unas voces femeninas, sin
embargo, no veo a nadie. Caminamos hacia la izquierda del pasillo y veo tres
puertas grandes al fondo. Frente a ellas se extiende otro pasillo vacío, con
unas ventanas casi al borde del techo. Seguimos hacia el fondo del pasillo y
veo otro que se extiende de forma idéntica al primero que atravesamos, pero
este tiene varias puertas sobre la derecha. A partir de la tercera puerta, todas
tienen placas con un nombre, a excepción de la primera que tiene dos: Sara y
Violeta. Las otras dicen: Elisa, Alejandra, Celeste, Cloe, Miriam, Samantha,
Joyce, Kelly, Laura, Penélope, Verónica, Carol; su puerta es un poco más
grande.
Al final, en la última puerta, la más grande de todas, leo mi nombre:
«Melissa». Un escalofrío recorre todo mi cuerpo.
Trago saliva. Todo lo que Carol me dijo es demasiado para digerirlo en tan
poco tiempo.
De cada puerta sale una chica y se une a nosotras. Salimos del pasillo
mientras Carol se asegura de que estén todas. Se detiene en seco.
—¡Faltan las dos chicas nuevas! —exclama.
—Deben estar en su habitación.
—¡Joder, vamos! No podemos ir sin ellas.
—¿Ir a dónde? —pregunto.
—Al cuarto con las cajas —dice Carol mientras se dirige al pasillo de las
habitaciones de nuevo.
Todas la seguimos y nos detenemos frente a la habitación de Sara y Violeta.
Al entrar, veo a dos mujeres que se me hacen conocidas.
—Chicas, por favor. Debemos ir —dice Carol.
Están abrazadas en el suelo llorando. Si alguna vez tuvieron maquillaje en
sus rostros, no queda nada.
—No queremos verlos.
Carol suspira.
—Sé que lo que pasó ayer fue difícil, Violeta, pero…
—¿Difícil? —la interrumpe—, los dos abusaron de nosotras como
quisieron.
—Escuchen las dos —dice con calma—, sé que no deseaban esto. Ninguna
de nosotras lo hizo. Pero es lo que tenemos, la vida no fue justa con nosotras,
pero tenemos que seguir adelante.
—No es posible—responde Sara, la chica que no había hablado.
—Sí es posible. Todas las que estamos aquí sabemos que lo es. No se trata
de ser felices, sino de sobrevivir.
—¿Son ustedes las dos chicas a las que secuestraron cerca de San
Sebastián, cierto?
—Somos nosotras —dice Violeta.
—¿Cómo lo sabes? —pregunta Sara.
—Salieron sus fotografías en el periódico la mañana en que me
secuestraron.
—Así que tú también —dice Sara lanzando un suspiro.
—Sí, y les diré algo —respiro profundo y trago saliva—: vamos a salir de
aquí. Les prometo que no nos acostumbraremos a esto. No vamos a pasar
mucho tiempo aquí. Saldremos vivas. Todo va a estar bien.
—Todas dijimos eso alguna vez —dice una mujer al lado de Carol.
—No han sabido mantener la esperanza —replico.
—Tú ni siquiera sabes a qué te estás metiendo.
—Cállate —ordena Carol—, todas hemos tenido esperanza, y cada quien la
ha ido perdiendo porque ha querido —se levanta del suelo—. Pero quizás la
esperanza que tú tienes —dice refiriéndose a mí—, será como nuestra
costumbre, lo único que te mantenga con vida. Vamos, no podemos perder más
tiempo.
Sara y Violeta se levantan del suelo, limpian su rostro y, cabizbajas,
caminan detrás de las demás. Me quedo de último, preguntándome cómo es
posible que alguien se resigne a morir en vida. Porque si de algo estoy segura,
en medio de este desastre, es que esto no es vida.
Atravesamos los tres pasillos de la casa hasta llegar a la entrada del salón
donde se encuentran las cajas apiladas. Carol saca unas llaves del medio de
sus pechos y abre la puerta. Las quince entramos y nos quedamos al lado de la
pared observando las cajas. Por un costado, la figura de un hombre aparece, es
Víctor, el de barba. Por el otro, aparece Edwin, el del tatuaje.
—¿Dónde está Billy? —pregunto a Carol en un susurro.
—Shhh... ya aparecerá.
Y entonces, aparece.
Un hombre alto, musculoso y rubio sale detrás de Edwin. Tiene una
apariencia más joven que la de sus hermanos. Camina despacio hacia nosotras
con las manos en los bolsillos y una mirada fulminante que siento que va
dirigida hacia mí. Tiemblo, mi cabeza da vueltas y cierro los ojos con fuerza.
Un pellizco hace que los abra de nuevo, Carol alza la mirada como
diciéndome «no hagas eso». Volteo a ver a las demás, todas tienen la mirada
fija al frente.
Los tres hombres visten de negro, tienen guantes y lentes de sol. Víctor se
quita los lentes y avanza hacia Carol, a ella se le acelera la respiración, ese
hombre la intimida. A un pie de distancia, él respira profundo. Carol traga
saliva, se muerde el labio sensualmente y lo besa. Pasmada los veo de reojo,
tengo miedo de voltear. Él se separa de ella, se aleja y comienza a reír.
—Sonrían, chicas, ni que fuera un funeral —dice mientras continúa riendo.
Su risa me produce náusea. Es escandalosa y burlona, pero intimidante.
—Hermano, ya era hora de que te unieras a la familia. —Le dice Edwin a
Billy acercándose a nosotras.
Billy se arremanga la camisa hasta los codos. Parece incómodo, se nota en
su mirada.
—¿Te comieron la lengua los ratones, eh? ¿Qué te ocurre? —Le pregunta
Víctor mientras toma de la cintura a Carol y ella se arrima a él.
—Anímate, te trajimos un perfecto regalo de cumpleaños.
Edwin se acerca a mí y me jala de la cintura pero es tan brusco el
movimiento, que no puedo sostenerme sobre mis tacones y caigo de rodillas al
suelo.
—¡Ja! ¡Hasta resultó sumisa! —dice Víctor y se echa a reír.
Edwin ríe. Todas ríen. Parece que el hecho de que ellos hagan algo,
significa una orden para que ellas los sigan.
Me quedo paralizada, el mundo se detiene. No existe nada ni nadie más.
Solo yo, tumbada en el suelo abandonando mi dignidad. De pronto, siento
pasos fuertes acercándose a mí.
—Levántate. —Me ordena Billy, tendiendo su mano para ayudarme.
Sigo la orden. Las risas de todos se detienen. Todo se detiene, ahora solo
existimos Billy y yo.
Me levanta con dulzura y yo me envuelvo en sus brazos sin detenerme a
pensar en lo que estoy haciendo. ¿Qué me ocurre? ¿Por qué lo abrazo?
«¡Reacciona, Melissa!» Pero nada, no entro en razón. Me aferro a él, como si
lo conociera de toda la vida. Siento que me devuelve el abrazo, un abrazo que,
ilógicamente, sabe a cariño. El brazo de Víctor empuja a Billy, nos separa y
salgo lanzada hacia un lado.
—¿Qué te pasa, imbécil? —grita Víctor, mientras Billy se recompone de la
sacudida que su hermano acaba de darle.
—¿Qué te pasa a ti, Víctor? ¿Qué carajos es todo esto? —grita Billy
molesto, como si en realidad estuviera sorprendido de todo el teatro que está
presenciando.
—No te hemos traído aquí para que armes un cuento de hadas, idiota. —Le
dice Edwin.
—¿Qué carajos están haciendo, imbéciles? Tienen a todas estas mujeres
vestidas como prostitutas y me han dicho que es mi regalo de cumpleaños,
¡¿qué es esto?! —grita indignado.
He vuelto al lado de las demás, que miran asustadas el espectáculo que
montan los tres.
—Ella es tu regalo, mal agradecido —dice mirándome.
Carol me empuja hacia ellos.
—¡¿Mi regalo?! —pregunta mientras se acerca a mí.
Sus ojos se funden con los míos. Comienzo a temblar.
—Feliz cumpleaños —digo en un susurro.
—No puedo creer esto, están haciendo lo mismo que... —Se detiene.
—Eso, cállate. Y no te hagas el santo, que aquí los tres sabemos que dentro
de ti, yace la misma basura que hay en nosotros. —Le dice Víctor mientras
alza la mirada hacia el techo y frunce el ceño.
—Escucha, Billy, esta es nuestra vida —dice Edwin—, y también es la tuya.
Toma a la chica, hazla tuya, demuéstrale quien manda.
—Y deja de jodernos la vida —termina por decir Víctor.
—Eres una basura —dice Billy. Luego, le escupe en el zapato a Víctor.
Él cierra los ojos por un momento. Respira profundo y, cuando los abre de
nuevo, sus ojos arden de furia. Intenta golpearlo, pero Carol corre a su lado y
lo detiene tomándole el brazo y acariciando su cuello.
—Pues desde ahora eres parte de esta basura también. Y cuidado y corres,
pues no me costaría nada meterte una bala en la cabeza.
—Eres un desagradecido, te hemos conseguido esta belleza y tú no haces
más que insultarnos —dice Edwin.
—No puedo creer que tú también estés metido en esto.
—Ya, es suficiente. Escucha Billy, si quieres cógetela. Si no, yo me puedo
encargar muy bien de ella. Lo único, es que de aquí ya no sales hasta que
cambies de actitud. Eres uno de nosotros, eres esto que ves —dice alzando los
brazos—. Acéptalo.
Victor camina hacia el interior con Carol.
—Pueden hacer lo que quieran, chicas. Se ven hermosas.
Todas regresan apresuradas. Edwin agarra a Sara del brazo, ella me lanza
una mirada que grita «auxilio» y se me parte el corazón.
—Vamos —dice Billy.
—¿A dónde? —pregunto, sabiendo lo estúpida que es mi pregunta.
—A la habitación a que te coja —dice mientras sonríe, pero no con malicia,
sino con burla.
No puedo evitar preguntarme qué carajos pasa aquí.
Y sin necesidad de fingir, lloro como una niña. Sin necesidad de mentir,
digo que me siento mal. Me acurruco en mi cama y duermo profundamente.
Entonces viene a mí una idea: huir. ¿Qué tan difícil puede ser? O más bien,
¿qué pierdo con intentarlo? Nada puede ser peor que esto. Miro hacia la
puerta, que me incita a salir, pero recuerdo lo que Billy dijo y me detengo.
Luego me reprendo, «¿quién es él para ordenarte algo? No tiene derecho
alguno sobre ti». Con determinación me levanto de la cama, me acerco al
ropero al lado de la puerta que está lleno de ropa y busco algo que ponerme
que no parezca ropa de prostituta. Encuentro unos jeans y una playera ajustada,
no encuentro zapatos que no hagan ruido, así que salgo descalza.
Creo que lo he jodido todo. Terminó el día y no volví a verlo. Siento que
pierdo la esperanza, cada vez veo más lejana la posibilidad de escapar. Creía
que Billy era distinto, que me dejaría acercarme a él, entenderlo. Pero no, sigo
sin descifrarlo porque, al primer intento, se fue y no regresó. Quizás no vuelva
y yo me quedaré aquí por el resto de mi vida. Que, a veces, siento que durará
poco tiempo. Me asusto ante la idea.
Siento sus grandes manos en contacto con mis glúteos, son ásperas. Me
atraganto con mi saliva, mis lágrimas caen en la sabana oscureciendo su color,
mientras siento que su miembro roza mi vagina. Se acerca más. Lento, sabe
que tiene tiempo, no hay prisa.
En un último intento por soltarme, trato de voltearme, pero oprime con sus
manos mi espalda.
—¡No te muevas! —grita.
Me cuesta respirar. La fuerza que ejerce sobre mí me produce dolor. Dejo
de luchar. Es demasiado. Me aprieta con fuerza. Siento cómo me penetra sin
refreno, dejando que el peso de su cuerpo me empuje. Duele. No puedo
evitarlo, esto está pasando. Lo siento salir de mi y con violencia vuelve a
penetrarme.
Pasa la noche y no consigo dormir. Cada vez que cierro los ojos, lo veo. Mi
mente se llena de imágenes, a veces borrosas y otras tan claras que vuelvo al
momento exacto. Su mirada, su risa, su piel sobre la mía, su lengua lamiendo
mi cuerpo, su fuerza para penetrarme… ¡No! «Deja de pensar, Mel, no pasó
nada. Billy te salvó». ¿O no? Doy vueltas en la cama, sacudiendo mis
pensamientos, tratando de recordar los detalles, ya no sé qué es real y qué no.
Todo fue tan rápido, pero mis ideas están tan fragmentadas, que siento que fue
eterno. Todavía siento sus manos sobre mis piernas, tengo marcas de las que
no puedo contar historia. Por momentos siento que, de las sombras, saldrá y
todo volverá a suceder. Tiemblo de solo imaginarlo y, acurrucada sobre la
almohada, trato de dormir.
Abro los ojos de golpe. No puedo dormir. El miedo se cuela por todas
partes, no me deja en paz. «¿Qué pasa contigo, Melissa? Tú no eres así. Eres
fuerte, valiente… lo eras, Melissa. Lo eras antes de que todo se fuera al carajo
y tu vida se volviera una mierda. Ahora eres una sombra, debajo de un hombre
que no deja de aplastarte». Quiero vomitar. Quiero salir de este infierno, morir
en un intento de escapar, ¡quiero hacer algo! Sentir que soy yo de nuevo.
Quiero sentirme libre.
Con cada pregunta, el ambiente se torna más tenso. Otras tres chicas han
respondido. «¿Tenías novio antes de que te trajeran aquí?» Fue la pregunta que
respondió Cloe; sí, tenía novio, y lo último que supo de él fue que andaba con
una pelirroja con pechos operados o, al menos, fue lo que vio en una fotografía
que Víctor le mostró.
A Verónica le tocó responder: «¿cómo era tu forma de ser?». Por sus
palabras, me pareció que era una mujer antipática, de esas que consigue todo
lo que quiere fácilmente. No cabe duda de que ya no es la misma.
Pero la pregunta que me dejó pensando realmente, fue la que Kelly tuvo que
responder: «¿Qué quisieras tener en este momento?» Un cuchillo, fue su
respuesta. No dijo por qué, pero todas lo entendimos. Para matarlos, matarse o
matarnos a todas. Me estremezco.
—¡Vaya, vaya, Melissa!
Kelly hace que deje mis pensamientos a un lado. Pregunta verdad o reto, es
mi turno.
¡Mierda! ¿Qué decido? No sé qué hacer, no quiero revelar mi vida,
exponerme frente a ellas… me estoy tardando demasiado en decidir.
Decido, después de todo, ¿qué puede ser lo peor que puede pasar?
El solo pensarlo me hace estremecer hasta los huesos, sudo frío. Es una
estupidez lo que me pidieron, ¿un reloj? ¿No sería mejor arriesgarlo todo por
el todo? Si me hubiera imaginado entrando a la habitación de Víctor, habría
sido para robar las llaves que me dejaran salir de aquí. Pero no, robaré lo que
ellas quieren solo para agudizar su agonía y comprobar que me atreví a entrar.
El silencio que invadía la casa hace apenas unas horas, se ha ido. Ahora
reina el cuchicheo de las chicas que, posiblemente, hablan sobre lo estúpida
que fue la nueva al escoger reto.
—¿Puedo entrar? —pregunta Carol al mismo tiempo que toca la puerta.
Antes de que le conteste, ya está dentro.
—Claro, pasa. Sin cuidado —digo irónica.
—No empieces —me advierte—. Vengo a decirte que fuiste una estúpida no
solo al escoger reto, sino al aceptarlo.
«Ya lo sé, Carol, ¿puedes irte ya?»
—¿A esto has venido? —pregunto.
—Vengo a decirte cómo puedes cumplir el maldito reto y salir con vida.
Sus palabras me dejan sin aliento. Viene a ayudarme.
Abro los ojos de golpe. No consigo descifrar qué hora es, pero creo que es
el momento de actuar. Carol no ha venido a buscarme, Billy tampoco, ¿y si ya
no está? Un escalofrío me recorre completa, ¿y si le han hecho algo? No es
posible… «¡Vamos! Ya deja de pensar, Melissa». No le harían algo así a su
propio hermano. Río para mis adentros, en el fondo sé que a ese par no les
importa nada más que ellos mismos.
Hago un segundo intento, esta vez con menos cautela. Giro la perilla sin
hacer ruido durante unos segundos y cuando la puerta está lista para abrirse, la
empujo con los dedos y se abre unos centímetros. Veo por el rabillo del ojo el
interior de la habitación, Víctor no está. No contaba con eso, podría llegar en
cualquier momento, no sé qué hacer. Pienso que es mejor cerrar la puerta,
volver con Carol hasta la cocina y preguntarle qué debo hacer, pero me gana la
adrenalina que siento y sin pensarlo más, me introduzco en la habitación.
No hago caso a las instrucciones de Carol. La habitación es grande, huele a
Víctor y a sexo. Busco el mueble que ella me indicó. Al verlo, me dirijo hacia
él y tomo el reloj, que está justo donde Carol dijo. Eso es todo, no ha sido
difícil. Me dirijo hacia la puerta de nuevo, pero la voz de Víctor acompañada
de los sollozos de una chica me detienen.
«No, no, no puede ser, ¿por qué ahora?»
Me oculto detrás de unas cortinas negras y me quedo inmóvil. Mi corazón
late a mil por hora, mi espacio se reduce cada vez más, siento que
desaparezco.
Víctor entra y cierra dando un portazo que me hace estremecer. Asomo la
cabeza para ver a quién ha traído y veo a Violeta. Me destroza el alma. Viste
un juego de lencería azul con flores rosadas, trae el cabello recogido con una
coleta alta y su maquillaje está casi perfecto. Casi, porque sus lágrimas hacen
que se le corra el rímel.
—¿Me extrañaste? —Le pregunta Víctor.
Escucho que se quita el cinturón y lo lanza al suelo.
«Dios, no, por favor, ella también. No puedo soportarlo». Escucho la
respiración agitada de ella. Aunque no la veo, voy creando la escena en mis
pensamientos. Está a punto de ser violada. ¡No es justo! ¡No pueden hacernos
esto! Mi repulsión es obsesiva. Siento asco, debo aguantar mis náuseas…
«No creo que pueda tolerarlo».
—¡No, espera! —grita cuando escucho que se abalanza sobre ella.
La cama cruje. El suelo tiembla.
—¿Qué? ¡Maldición!
—Por favor, solo... —Violeta trata de calmarse—. No seas tan violento
como la última vez.
Lo que pide me desarma. Lloro en silencio, mi corazón se estruja ante lo
que escucho. No suplica que no lo haga, solo que no la lastime demasiado.
Empuño mis manos. Ahora entiendo la respuesta de Kelly en verdad o reto. Yo
también quiero un cuchillo ahora mismo.
«¡Quiero matar a este infeliz! Apuñalarlo una y otra, ¡y otra vez! Hasta que
no quede nada de él. Ni su maldito recuerdo».
De pronto, se oyen gritos. Son casi imperceptibles, pero cada vez se hacen
más claros. Presto atención, vienen de afuera. Es Billy, está buscándome. Me
levanto de golpe. Caigo en cuenta de dónde estoy y me detengo. Billy golpea
la puerta con desesperación. Grita cosas que no entiendo, ¿qué está pasando?
—¡Joder! ¿Qué carajos ocurre? —gruñe Víctor.
Violeta lanza un grito. Imagino que salió de ella bruscamente.
Escucho pasos. Él toma su pantalón, puedo escuchar el cierre mientras lo
sube. Luego abre la puerta con rudeza.
—¿Qué carajos te pasa ahora? ¡Creí que todo estaba claro! —grita.
—¡Melissa no está! —exclama Billy.
«Mierda».
—¡¿Qué dices?! —grita.
Está preocupado. Piensa que escapé. «Idiota».
—¡No la encuentro! Carol dice que no la ha visto desde la tarde.
Sus palabras me desconciertan.
—¡Esa perra! —grita—. ¡Mierda! ¡Vamos a buscarla!
Sale de la habitación, «gracias a Dios», dejando la puerta abierta.
Suspiro de alivio. Mi corazón sigue a mil por hora. Cierro los ojos hasta
que unas manos con uñas perfectas me jalan hacia afuera.
—¡Sal de aquí! Corre hacia tu habitación y entra a la ducha —dice Carol
apresurada.
Yo veo a Violeta, está pasmada. Carol voltea y al verla exclama:
—¡Por Dios, Violeta! ¡Tú también vete! —de nuevo me mira— ¡¿Qué
esperas, Melissa?! ¡Corre!
La obedezco. Me levanto y salgo corriendo. Escucho el alboroto de Víctor y
Billy afuera, han salido a buscarme. Corro con el maldito reloj en la mano,
jamás lo solté. Al llegar al pasillo de las habitaciones, veo a Samantha salir
de su habitación. Me mira sorprendida, me detengo frente a ella y lanzo el
reloj a sus pies. Ella lo ve incrédula. «Sí, perra. Entré a su habitación y sigo
con vida». Sigo corriendo, paso frente a las otras seis puertas y, al entrar a mi
habitación, me quito a tropezones la ropa y me dirijo a la ducha.
Lanzo un grito. El agua está tan fría que me hace temblar. Mi respiración
sigue malditamente agitada, «¡Contrólate, Melissa!». Aún no comprendo qué
ocurrió, ¿por qué Billy acudió a Víctor para buscarme? ¿Por qué Carol le dijo
que no me vio en el resto de la tarde? La confusión hace que mi cabeza de
vueltas. Ya no sé en quién confiar.
No puedo más. Esto es demasiado. Mi corazón sigue latiendo con rapidez,
escucho los latidos, mi respiración me asfixia. Estoy muriendo, todo puede
acabarse en cuestión de segundos. Todo da vueltas, veo borroso. Un sonido
agudo bloquea mis oídos y caigo.
Me despierto aturdida, desnuda y mojada. Me duele la cabeza. A mi
alrededor tengo a Billy, Carol y a Víctor. «¿Qué ha pasado?» Ah, sí, comienzo
a recordar. ¡Mierda! Me desmayé mientras fingía tomar una ducha.
Balbuceo. Toco mi cabeza y el dolor se intensifica. Me di un buen golpe.
—¿Te sientes bien? —pregunta Carol.
Se ve preocupada, aunque intenta ocultarlo viéndome con mirada acusadora.
—Sí, eso creo. No sé qué ocurrió —digo intentando parecer más aturdida
de lo que estoy.
—¿Dónde estabas? —pregunta Víctor.
Está furioso.
—Aquí en mi habitación —respondo indefensa.
Billy y Carol se miran con complicidad. Cada vez entiendo menos.
—Billy te vino a buscar y no te encontró. Carol dijo que no te vio durante
horas. —Su tono es más severo cada vez.
—Solo entré a ducharme. No sé qué pasó, de pronto ya estaba aquí con
ustedes.
Por alguna razón, no siento miedo. Me siento protegida, aunque no sé si esté
cometiendo un error.
—¿Puede estar diciendo la verdad, Carol? —pregunta alzando la voz.
—Víctor, yo, lo lamento. No se me ocurrió buscarla en el baño.
Víctor alza la mano, parece que va a golpearla. Ella baja la cabeza y él se
detiene.
—Entonces supongo que esto ha sido un estúpido malentendido —dice y se
gira hacia Billy—. ¿Tú qué opinas?
Él tensa la mandíbula.
—Puedes irte, Víctor. Ella recibirá su castigo por desaparecer.
—No desaparecí. —Lo interrumpo asustada.
—De mi vista —termina.
—¡Ese es mi hermano! —dice y le da dos palmadas en la espalda.
Jala a Carol de la cintura y camina hacia la salida.
Han pasado dos días, ahora lo puedo decir con exactitud porque las chicas
no dejan de darse la hora. Ya pasó una semana desde que vine aquí.
Desde que discutimos, Billy no ha aparecido por mi habitación y yo no he
querido salir. Llevo dos días sin comer, no tengo hambre. Creo que estoy
decidida a morir.
El hambre me gana. Ha pasado otro día. He dormido sin parar los últimos
tres días, luego de una semana de insomnio. Me detengo a pensar y caigo en
cuenta del motivo: antes tenía esperanza, dormir significaba perder tiempo.
Tiempo valioso que podría usar para pensar en cómo salir de aquí. ¿Y ahora?
No importa. No saldré sola, no dejaré que las demás chicas sigan viviendo
esta tortura mientras yo regreso a mi vida.
Le cuento sobre mi vida. Sobre lo que era antes de llegar aquí. Solo me
observa, no dice nada. Lo prefiero así, no necesito que diga algo, solo que me
escuche. Le cuento acerca de mis padres, sobre mi relación con ellos, cómo
todo cambió cuando Diego nació; algunas travesuras que hice con él y otras a
él, mientras Billy ríe.
También le cuento sobre mis años de instituto; de la primera y única vez que
me enamoré; sobre Ian —aunque no le doy detalles—; mis pasiones, mis
anhelos y sueños. Él me mira fascinado.
—Bien, ya sabes un poco de mí —digo—. Ahora es tu turno. —Mis ojos
suplican.
—No soy tan interesante como tú —dice y acaricia mi mejilla con su pulgar.
—Esa es tu excusa favorita —digo levantándome—. ¿No confías en mí?
Dime, ¿qué tienes que perder? —pregunto frente a él.
—No me gusta hablar de mi pasado.
—No lo hagas. Háblame de ti.
—Eres imposible —dice.
Se recuesta sobre la cama.
—De niño quería ser astronauta —continúa—. Recuerdo que usaba cajas de
cartón para hacer mi nave espacial y papel aluminio para mi traje —ríe de su
recuerdo.
Yo sonrío. Imagino a un niño rubio y de grandes ojos azules jugando con
cajas quizás más grandes que él y diciendo frases como: «¡Yo llegaré a la
luna!». Mi corazón da un brinco.
—¿Algún miedo que tuvieras? —pregunto y sus pupilas se dilatan.
—Tenía muchos miedos—responde pensativo—, le temía a la oscuridad, a
las escaleras, a los sótanos —divaga— y al fuego.
Noto que sus manos comienzan a temblar.
—¿Al fuego? —pregunto sorprendida.
—Sí, es uno de mis más grandes temores. ¡Ja! Te aseguro que en un
incendio, moriría de pánico antes que quemado.
—Mis padres no dejaron que le temiera al fuego —digo sonriendo en un
intento por calmarlo.
—Ya veo, bueno, tengo mis razones —dice tenso.
—¿Tuviste un accidente con fuego?
No responde. Está perdido en sus pensamientos. Parece como si hubiera
desaparecido de su mundo. Lo dejo por un momento. «¿En qué tanto piensas,
Billy?».
—Billy —digo llamando su atención—. Escúchame. —Lo tomo del hombro
y hasta entonces reacciona.
—Eh, ah, sí —balbucea—. Lo lamento —dice volviendo en sí.
—Te pregunté si habías tenido algún accidente con fuego —repito deseando
que no vuelva a perderse en sí mismo.
—No, nunca —dice en tono seco. No me cuesta adivinar qué dirá ahora—.
Creo que es momento de que te vayas a tu habitación.
«Lo sabía».
—Está bien.
—¿Así de fácil? —pregunta atónito.
—¿Así de fácil qué? —respondo bruscamente.
—¿No hay discusión? ¿Reproches? ¡¿Ni un solo berrinche?!
Quiero sonreír, pero me abstengo.
—Quieres que me vaya y yo obedezco —abro la puerta de la habitación.
—¡No! ¡Espera, Mel!
Me quedo atónita. «No, ¡Dios!, todo menos esas tres letras».
—¡¿Qué?!
Intento parecer fastidiada, incluso molesta, pero las lágrimas llenan mis
ojos.
—No te vayas, perdóname, es solo que mi pasado…
Trata de acercarse a mí. Empuja un poco la puerta para cerrarla, pero no lo
permito. Necesito salir de aquí.
—Ya lo sé, tu pasado habrá sido difícil. Lo siento, en verdad, pero ¿sabes
qué? ¡Mi presente es una mierda! —grito con el corazón desbocado—.
Déjame salir, ahora soy yo la que no quiere hablar contigo.
Me toma del brazo con tanta dulzura, que me libero de él con facilidad y
corro hacia mi habitación.
Escucho unos toquidos suaves que hacen que deje mis pensamientos a un
lado.
—¿Carol? —pregunto acercándome a la puerta.
—No, Mel, soy yo.
Es Billy. ¿Desde cuándo toca la puerta? ¿Qué puede pasar si le digo que no
quiero verlo? La curiosidad me carcome, pero decido abrir.
—Hola —dice.
Trae con él la rosa que dejé en su habitación.
—Por favor, no me digas Mel.
—¿Por eso estás así? —pregunta.
No respondo, no puedo. Regreso a la cama y él se sienta a mi lado.
—Lo lamento, no volveré a decirte así.
Se nota afligido.
—Quiero salir de aquí —digo sollozando y abrazando mi almohada.
—No, por favor. Mel, digo, Melissa —corrige—, no llores.
Se acerca a mí y yo pierdo la cabeza.
Con Billy todo es tan diferente. Si Ian fuera el que está debajo de mí en este
momento, ya estuviéramos desnudos. Pero con Billy no, con él no hay prisa.
Nos envolvemos en un beso apasionado, el deseo y la excitación aumentan. Su
lengua invade mi boca, nuestras lenguas se entrelazan. Sus manos recorren mis
piernas y me acarician con firmeza, suben lentamente, me rodean extendidas
hasta envolverme y sujetan mi trasero. Yo gimo, es inevitable.
Entonces se detiene.
Luego pienso en Billy. Lo veo por momentos tan inocente, inofensivo; por
momentos tan peligroso, malvado, como sus hermanos. La observa desde las
afueras de su casa, anota detalles en una libreta, su número de casa, las calles
y las avenidas. Toma fotografías de ella, de su familia y hasta de sus amigas.
La mira mientras lee, bromea con Edwin sobre el libro y sigue
fotografiándola. Ella ríe, hace pucheros y se asombra mientras va cambiando
de página; la cámara de Billy se llena de esas escenas.
En la universidad, camina como si fuera un estudiante más. Ella entra a su
facultad, Edwin la sigue mientras Billy se queda esperando a que salgan.
Cuando lo hacen, ella sonríe a un compañero y Billy capta su perfecta sonrisa
en una fotografía.
Horas después, entran detrás de ella al restaurante —me pregunto si alguna
vez Víctor y Edwin estuvieron tan cerca de mí—. Ella no percibe su
presencia, ni la cámara que captura sus movimientos. Su perfil en las
fotografías es digno de una revista, parece una modelo. Su nariz es pequeña y
respingada, sus labios gruesos están pintados con un suave labial rosa. Se ve
feliz, sonríe todo el tiempo. Toca su cabello, muerde sus labios, mira por
encima de su hombro, es coqueta y lo confirmo al verla dentro del antro.
Billy está solo, se pierde entre la gente y noto lo asustado que está. Sin
Edwin supervisándolo, es el hombre que conozco, ese que me quiere de una
manera incomprensible y que prometió sacarme de aquí. Palidece bajo las
luces del lugar, quiere escapar, pero la mira: baila sola y se adueña de la pista
en un vestido negro ajustado con lentejuelas. No puede dejar de verla, sube
unas escaleras y desde un segundo piso, la fotografía.
Ella con los brazos alzados, moviendo sus caderas, riendo a carcajadas con
las luces en su rostro, su cabello alborotado y un mechón sobre su frente
pegado por el sudor.
Ella, la chica nueva.
Respiro profundamente ante el silencio que cubre los pasillos. Los gritos
cesaron, el cielo empieza a aclararse; no sé si hice mal los cálculos o si desde
que comenzó la pelea, han pasado más de dos horas. Estoy cerca de la oficina
de Víctor, he regresado, pero escucho el cerrojo y luego la perilla girar para
abrir la puerta. ¡Mierda! Me asusto tanto y no consigo regresar a mi
habitación, por lo que corro hacia la de Billy, que está más cerca.
«Por favor, Dios, que no tenga cerrojo». Abro.
Entro y me escondo detrás de la puerta. Segundos después se abre de nuevo
y se cierra con brusquedad. Billy entra y enciende la luz tenue y amarilla. Me
mira inexpresivo.
—Agradece que fui el único que salió de esa oficina —dice—, has de haber
sido pésima en educación física —bromea, pero no sonríe.
—¿Estás bien? —pregunto inocente.
No consigo decir nada más. No puedo verlo sin imaginar a un niño pequeño
llorando al lado de su madre asesinada. O al mismo niño de ojos azules
viviendo entre mujeres desnudas con olor a sexo. Mi estómago se retuerce y
hago una mueca.
—Has escuchado todo, ¿cierto? —baja su rostro.
—Billy, yo... lo siento tanto —tomo su mano y lo dirijo hacia la cama.
Se sienta, pero sigue sin mirarme.
—No me tengas lástima.
—No te tengo…
Alza un ceja. Sus ojos azules me intimidan.
—Tú ganas. Perdona, pero es inevitable —digo al fin.
—Son una mierda, Mel. No tienes idea de lo que he sentido esta maldita
semana. ¡Carajo! Esa chica es tan hermosa, con tantos sueños, tanta vida, ¡y
ellos quieren arrebatársela!
Una lágrima corre por su rostro y no sé qué hacer.
«¿Qué le dices a una persona irremediablemente rota para calmar su
dolor?».
—¿Por qué nosotras?
—Se parecen a nuestras madres —levanta la mirada y el brillo en sus ojos
se ha ido.
—¿A ambas?
—Recuerdo haber visto una foto de la madre de ellos y decir: «oh, es igual
a mi mami».
Esas palabras me rompen. Sin pensar si es buena idea, me lanzo hacia él y
lo abrazo con fuerza. Acaricio su cabello y él se derrumba frente a mí.
Una semana.
La historia que mi mente creó esta semana, regresa a mí. Lucy. La chica
hermosa que según mi imaginación estudia arquitectura, es adinerada y tiene
cinco amigas, ahora tiene un nombre. Billy la conoce de cerca y piensa
arrebatarle su vida en una semana. El dolor en mi pecho es indescriptible.
Ambos nos miramos, queremos decir tanto, pero ninguno es capaz de hablar.
No existen palabras suficientes que puedan describir lo que sentimos.
Mi mirada pide auxilio ante sus ojos azules y sus pupilas dilatadas en las
que puedo perderme. Siento repugnancia, dolor por lo que está haciendo y
miedo. Él está asustado, sus ojos lo revelan. Ambos estamos anhelantes de que
alguien nos libere de este martirio, pero somos los únicos aquí que pueden
hacer algo. Tenemos en nuestras manos toda esta mierda y si no acabamos con
ella, terminará por consumirnos.
Me recuerda a cuando de pequeña creía que tenía súper poderes cuando mis
padres me llevaban a la cama luego de que me quedara dormida en su
habitación o en el sillón de la sala.
El día pasa a ratos lento y a ratos tan rápido que apenas soy consciente del
tiempo. Las galletas de avena que Billy dejó debajo de la cama las devoré en
cuestión de minutos, quedándome sin provisiones hasta que regrese. Nadie ha
venido a buscarme, lo que hace que me sienta cada segundo más sola. El
ambiente se vuelve denso, con el paso de las horas la oscuridad llena la
habitación y prefiero dormir. Duermo por ratos cortos, de menos de cuarenta
minutos. No recuerdo si he tenido pesadillas, pero despierto sudada y
temblorosa. Quizás sea el temor de que alguien más entre por la puerta, la cual
veo cada poco tiempo para comprobar que sigue con cerrojo.
P.D. Vuelvo tarde. Si tienes dudas, luego me las dices. Ya sabes qué hacer
con el cerillo.
Leo más de cinco veces la carta. Termino tirada en el suelo del baño sin
saber qué hacer o qué pensar. Ya no sé qué me atemoriza más; que algo salga
mal durante el secuestro de Lucy, durante mi escape o lo que vendrá después:
«no volverás a casa hasta que estemos seguros de que ellos no te seguirán,
mantenernos a salvo no será fácil». Esas palabras se tornan borrosas, no lo
esperaba, definitivamente.
Entonces se escucha.
Silencio.
Violeta se desvanece en los brazos de Carol, que cierra los ojos con fuerza
y sus labios se tensan. Todas lanzan un grito y se echan a llorar. Lloramos con
intensidad, la tristeza y el dolor se contagian, como en un funeral. No lloramos
por ella, ni por los pocos momentos que nos unieron, lo hacemos porque
tenemos frente a nuestros ojos, lo que puede ser nuestro destino.
Con el corazón a punto de salirse de mi pecho, decido contarles todo el
plan. A punto de levantarme para decirles que esto no tiene por qué acabar así,
que existe una salida a este infierno, habla Samantha.
—Bueno, una menos —dice y seca sus lágrimas.
Se levanta del suelo mientras cada una de nosotras posa su mirada sobre
ella. Espero que se arrepienta, que una pizca de culpa nazca en ese corazón
frío y trate de enmendar lo que ha dicho, pero no sucede nada.
—¿Cómo puedes decir eso? —Violeta, embadurnada de lágrimas, dice cada
palabra acompañada de un movimiento para levantarse hasta estar a su altura.
—Esa chica sufría cada día más. Ahora está en un lugar mejor.
Su frialdad y su hipocresía me dejan helada.
—Estás igual de podrida que ellos —dice Violeta mientras sus manos se
empuñan y sus ojos arden en rabia—. Eres la misma mierda. Pero ya verás que
un día ellos pagarán por todo —escupe cada palabra con dolor—, y tú,
maldita infeliz, te hundirás con ellos —está a punto de caer de nuevo pero
logra mantenerse en pie.
—Esto jamás acabará, Violeta. ¿Ya podemos irnos a nuestras habitaciones?
—pregunta.
Carol se levanta con dolor y asiente.
Todas se levantan con lentitud. Salen cada una con un semblante diferente
que no logro descifrar. Nunca había deseado, tanto como hoy, entender qué
piensan o sienten. Unas se van con una triste sonrisa, otras siguen sollozando
en silencio y algunas apenas si expresan algo. Tal vez se están preguntando si
lo que dijo Samantha, que es la primera en salir, sea cierto. «Esto jamás
acabará», yo no estaría tan segura.
Solo quedamos Violeta y yo. Carol sale a la cocina por un té para calmar a
Violeta. Cuando regresa, se lo toma rápidamente a pesar de lo caliente que
está y sale sin decir una palabra. Me levanto del suelo e intento salir, pero
Carol me detiene.
—¿Qué ha ocurrido? —Me pregunta.
La veo sorprendida. Se limpió el rostro y, a pesar de no tener maquillaje,
parece no haber derramado una sola lágrima.
—Mataron a una chica inocente por una estupidez —digo alzando el rostro
hacia ella.
—No seas idiota, no me refiero a eso. ¿Qué ha pasado con Billy? ¿Han
planeado algo?
La frialdad con la que muestra interés en el plan luego del asesinato de
Sara, hace que me pregunte si es buena idea confiar en ella. Guardo silencio
por unos segundos y decido mentir:
—Nada, no creo que podamos lograrlo.
—Deja de mentirme, ¡maldición! —dice exasperada.
—No te miento, ¡por favor! Es claro que no existe forma de salir de aquí.
—Dijiste que encontrarías la manera —alza la ceja y yo hago lo mismo.
Nos retamos.
—Pues si la hay, no la hemos encontrado —espero a que diga algo que me
haga confiar en ella, pero se queda en silencio—. Supongo que si eso era todo,
puedo retirarme.
Ella asiente.
—Es lo mejor —dice—, digo, dejar las cosas así.
Salgo de la habitación y, tras cerrar la puerta, suspiro.
Toco repetidamente la puerta. Finalmente, Violeta abre. Luce fatal, sus ojos
delatan el torrente de lágrimas que ha dejado salir y su rostro está tan pálido
que pareciera que no ha comido en días.
Le pregunto si puedo pasar y ella abre lentamente la puerta. Su habitación
está hecha un desastre. La ropa de Sara, supongo, está tirada por toda la
habitación y ambas camas están deshechas. Casi puedo ver a Violeta
perdiendo el control, desquiciada por su pérdida, destruyendo todo a su paso.
—Éramos mejores amigas —dice en un susurro, aunque parece hablar más
consigo misma que conmigo—. Nos conocimos en los básicos, desde ahí nos
volvimos inseparables. Hubieron peleas, las típicas absurdas discusiones,
pero nunca nada que durara más de un par de días. Seguimos la misma carrera
en bachillerato para seguir estudiando juntas, sus padres decían que
parecíamos lesbianas —ríe melancólica.
Se me estruja el corazón. Yo jamás tuve una amiga tan cercana, no puedo
imaginar su dolor, no lo siento, no puedo… solo sé que quisiera poder evitar
el dolor que siente.
—Era la hermana que nunca tuve —dice y llora abrazándose a sí misma.
Intento acercarme, pero me detiene—. ¡No, por favor, no! No me toques.
¿Tienes idea de cuántas veces lloré a su lado? No importaba la hora, si la
llamaba, salía en su motocicleta a buscarme y me consolaba. No hablaba
mucho, lo sé, ¡era pésima consejera! Pero sabía escuchar. Sus abrazos eran los
más reconfortantes que he sentido alguna vez. Ella no merecía morir —dice y
llora hasta caer al suelo.
Caigo a su lado y la abrazo, ella deja de forcejear conmigo y se deja
abrazar. Busco las palabras adecuadas, no quiero cometer un error. Necesito
decirle lo que necesita escuchar, lo que la haga mantenerse en pie.
—Ella no querría que te rindieras —digo y ella me ve atenta.
—¿Cómo puedes pedirme de esa forma que no me rinda?
—No vengo a pedirte que no te rindas, Violeta. Vengo a decirte que tengo un
plan para salir de aquí.
Mis palabras resuenan en sus oídos, lo sé porque, de pronto, esboza una
leve sonrisa y sus ojos brillan con esperanza.
Unas cuantas horas después, siento que mis párpados se cierran y todo
comienza a ordenarse en mi mente. Mis pensamientos me abandonan por
completo, mi mente da por terminado el tormentoso día. Mi respiración cada
vez es más lenta. El corazón deja de atormentarme con sus rápidos latidos, mis
músculos se relajan y soy consciente de que estoy a punto de quedarme
dormida. En este último tiempo, esta vez es la primera que me doy cuenta de
cosas tan básicas como estas. Afirmo entonces que, después de todo lo que ha
pasado, mis sentidos comienzan a cobrar vida de nuevo.
Despierto sobresaltada y maldigo por ser tan tonta.
¡Billy!
Pudo haber llegado por la noche a buscarme y yo no estaba en mi
habitación. Me levanto de la cama de Violeta a tropezones y la dejo a ella ahí,
dormida y en calma. Es probable que duerma por un par de horas más. Antes
de salir, la contemplo. Al menos dormida, se ve feliz. Salgo de la habitación y,
casi en puntillas, camino hacia la mía. Abro con cautela la puerta por si Billy
se encuentra ahí, pero al abrirla completa veo que la habitación está tal y
como la dejé.
En mi afán por saber de él, busco la carta número tres en el baño, como las
anteriores, pero no encuentro nada. Un presentimiento que recorre mi cuerpo
me dice que vaya a buscarlo a su habitación pero, tras lo de ayer, no me atrevo
a andar por los pasillos así como así. Por lo que me quedo en la habitación
imaginando que no tendré carta número tres. Después de todo, no he escuchado
el sonido de ninguna puerta, nadie ha salido a desayunar, tampoco he
escuchado pasos, regaderas o algún indicio de que alguna se levantó. Quizás
todas estén como yo, acurrucadas en su cama dejándose llevar por la
desolación que nos dejó la muerte de Sara.
«Muerte». Es una palabra curiosa. Decimos que Sara murió, como si no
importara cómo sucedió. Ella no murió, fue asesinada. Corrijo mentalmente
mis palabras: «todas nos dejamos llevar por la desolación que el asesinato de
Sara nos dejó». Sí, el asesinato de una chica de ojos claros y sonrisa triste que
tenía toda una vida por delante y que le fue truncada sin razón.
Víctor está como loco, la policía me busca y esto está cada vez más en la
cuerda floja. Así que necesito que no le digas a nadie lo que haremos. Sé que
no lo has hecho, confío en ti.
Más tarde, por la noche, entra Billy a la habitación y me saluda. Viene con
una bolsa plástica en la mano que contiene unos roles de canela y un yogurt
bebible.
—Gracias. —Le digo al tomar el primer sorbo de yogurt.
—Ven conmigo. Quiero que veas algo, pero lo dejé en mi habitación —toma
mi mano y me guía a la salida.
Caminamos con sigilo por los pasillos y me detengo a observar la luna por
una de las ventanas. Está grande, amarilla y el cielo está completamente
despejado y lleno de estrellas.
—Todo comienza a volver a la vida —susurro y sigo caminando.
Entramos a su habitación y siento el frío de un cuarto vacío por varios días.
Enciende la luz y busca algo en su armario mientras me siento en la cama. Se
sienta a mi lado con unas hojas de papel que tienen rayones que intentaron ser
planos.
—Dime por favor que nunca quisiste ser arquitecto o algo parecido —
bromeo mientras paseo mi vista por las hojas de papel con trazos que no
entiendo.
—¡Qué chistosa! —dice y aprieta una de mis mejillas—. Mira esto —
extiende las hojas en la cama y yo las observo—. Aquí es donde estamos
ahora —dice y entonces tiene toda mi atención.
Espero que hayas dormido tan bien como lo creí al verte. No fui capaz de
llevarte a tu habitación, temía despertarte.
P.D. No imaginas las ganas que tengo de estar contigo. Esto cada vez me
desarma más.
Te necesito.
La posdata me deja sin aire. «Te necesito». Mi corazón da un brinco y mi
estómago se retuerce. «No, Billy, no puedes necesitarme, ni yo puedo hacerlo.
Tú y yo no podemos darnos ese lujo».
Me levanto del suelo del baño. Saco la carta número cinco del pantalón
donde la guardé ayer y la guardo junto con esta en el mismo vestido donde
están las otras. Suspiro al comprobar que están todas. Cinco cartas.
Entro a la ducha y, por primera vez en días que me han parecido años,
canto. Canto a todo pulmón canciones viejas, de las que logro apenas recordar
los coros. Me pongo de buen humor, hoy estoy feliz. Sin importar el miedo, los
nervios y la sensación de peligro que mi cuerpo advierte, me siento feliz. Cada
minuto que pasa es uno más cerca del mañana y mañana significa libertad.
Nosotros y las demás, a quienes les dirás el plan cuando sea el momento
de salir. NO ANTES, Mel. Esto es un plan a prueba de errores, pero no dejo
de temblar cada vez que lo imagino. Tú solo manténte al margen de la
situación hasta que sea el momento. Víctor y Edwin saldrán desde temprano,
así que si las chicas quieren hacer algo, ve con ellas. Haz que ninguna
sospeche nada.
Guardo la carta con las demás y suspiro al verlas juntas. ¡Dios! Esto está a
punto de acabar. Sin poderlo evitar, me echo a llorar mientras observo mi
alrededor. Lloro por lo que fui, por lo que pasé estas semanas entre estas
cuatro paredes. Lloro preguntándome qué será de mí luego de salir.
El recuerdo de mi primer día en esta casa es lejano, cuando Carol hizo que
me vistiera como una prostituta para recibir a Billy. Exactamente veinticuatro
días han pasado desde que me secuestraron. Todo ha pasado tan rápido, si
pienso que llevo más de tres semanas lejos de casa. Aun así, ha sido un
tormento estar aquí.
Me detengo a pensar en mi familia, en Ian, las cuatro personas que amo y a
las que me he aferrado estas semanas para mantener la esperanza, a pesar de
que últimamente casi no los he recordado. Me pregunto si pensarán en mí, o si
con el paso de los días se han acostumbrando a mi ausencia hasta convencerse
de que no me verán nunca más. Me aterra imaginar que llegaré a casa y
encontraré todo cambiado. Temo que sus vidas, como en las películas en las
que alguien se va, mejoren sin mí. Pienso en Ian. Imagino que una mujerzuela
se habrá acercado a él con la excusa barata de: «te ayudaré a superar tu
pérdida». Y él me habrá olvidado.
Lloro con intensidad. Imaginar que la vida de quienes extraño sigue sin mí
como si nada, es demasiado. A pocas horas de que todo esto acabe, comienzo
a perder el control de mí y lo que me rodea. «Nunca has tenido el control de
nada, Melissa». La ansiedad me desarma, estas horas serán un martirio. Tengo
miedo. Miedo de que algo salga mal, de que alguna sospeche… será mejor que
hoy no salga de mi habitación.
Las horas parecen pasar cada vez más lento, como si el tiempo quisiera
jugar conmigo. Intento dormir para no sentir el día, pero no lo consigo.
Resignada, imagino lo que les diré a mis padres cuando los vea. Evito pensar
cuándo será eso, no quiero pensar en el tiempo que pasaré con Billy en algún
lugar más lejos de aquí. Pienso que no podré contarles toda la verdad, no
podré hablarles, ni a Ian, sobre Billy y lo que vivimos juntos. No puedo
decirles que, al borde de la locura, comienzo a sentirme atraída
irrefrenablemente hacia él. Tampoco sobre los besos, las caricias, las cartas…
¡no podré hablar sobre su existencia!
Creo que tendré que contar otra versión de la historia. Les hablaré de Víctor
y Edwin y su retorcida vida. Omitiré lo que ocurrió con Edwin, nadie tiene
porqué saberlo, no lo soportarían. Inventaré la historia sobre cómo sola logré
escapar con las demás. ¿Por qué mencionar a Billy? Es innecesario en la
historia para ellos. Nadie entenderá ni prestará atención cuando intente
decirles que él era diferente. Nadie me creerá. Me llamarán loca si les digo
que no es un monstruo, que me quiere y que yo lo quiero a él… «¡Maldita sea,
Melissa! ¡Basta!» me regaño.
Es suficiente. Salgo de la habitación.
Al salir, veo por la ventana los últimos rayos del sol de la tarde. Empieza a
oscurecer y la adrenalina sube por mi cuerpo, pero me obligo a controlarme.
Aún debo esperar. Camino hacia la habitación de Violeta y entro sin tocar.
Está frente al espejo vestida con un corto vestido color mandarina y unos
grandes tacones blancos de plataforma. Sonrío y ella voltea a verme.
—¿Todo está listo? —pregunta nerviosa.
—Shh… nadie puede escuchar, solo tú sabes lo que pasará hoy. Solo vine a
asegurarme de que estuvieras lista.
Ella me abraza y luego salgo de la habitación.
Paseo por el pasillo y escucho el cuchicheo de todas las chicas. Incluso
ríen, tan ajenas a lo que puede pasar en cualquier momento. Camino de un lado
al otro, viendo el cielo oscurecerse, preguntándome en qué momento entrará
Billy y me dirá que ya es hora. El corazón vuelve a latirme con rapidez y mi
respiración se agita.
Salgo y el frío me cala hasta los huesos. Temblando busco a las demás
chicas, pero no veo a ninguna. Lo único que veo es un bosque frondoso y
tenebroso que se extiende ante mí. Me alejo de la casa. Corro lo más rápido
que puedo y, a menos de veinte metros, escucho una gran explosión.
Veo el reloj dentro del auto. Han pasado cuarenta y cinco minutos. Salimos
de la carretera principal y nos introducimos en otra abandonada, mal cuidada y
rodeada de árboles. Los planos y la explicación de Billy vienen a mi mente. El
camino va en bajada, cuando me traían en el asiento trasero de la camioneta no
lo noté. Al detenernos frente a lo que ahora solo son los escombros de una
casa, todo comienza a darme vueltas. Ian se baja del auto y me abre la puerta.
—¿Estás lista? —pregunta tendiendo su mano para ayudarme a bajar.
La patrulla es demasiado alta. Bajo y asiento.
—Esto puede ser más difícil de lo que piensas —dice viéndome con
firmeza.
—Ian, estoy lista. —Le respondo.
Entonces alcanzamos a un par de oficiales y al forense, que caminan cerca
de los escombros.
Caminamos en silencio guiados por unas lámparas que crean una línea de
luz que alumbra a más de diez metros de distancia. Ian me tiene tomada la
mano, mientras observo fascinada todo lo que está a mi alrededor. El bosque
luce tenebroso y aunque la lluvia se calmó, no ha dejado de caer. Lo mojado
hace que la tierra desprenda un olor que me hace sentir aún más libre, como si
fuera parte de la naturaleza. Rodeamos la casa, estoy asombrada. Todos esos
lujos, el tapiz rojo y las cortinas ahora son solo cenizas y madera quemada.
Cuando llegamos a la orilla del barranco, Ian advierte que tengamos cuidado
al bajar.
Entonces lo veo.
Y entonces…
Disparo.