Me Lo Contaron Las Grullas

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Me lo contaron

las grullas
Eloy Barba
ÍNDICE

LA NOTICIA
LA VASIJA DE LOS DESEOS

EL PRIMER INCIDENTE

EL MÉDICO DE LA MONTAÑA

EL TREN DE IRÁS Y NO VOLVERÁS

DECLARANDO ANTE LA JUEZA

LA ÚLTIMA ABEJA

LA PISTA

LOS MIMOS

LA INSIGNIA

LA SOÑADORA Y EL NÁUFRAGO

UN NUEVO TRABAJO
La noticia

En la frutería, en el autobús, en el quiosco donde


compraba cada semana mis revistas de pasatiempos, en todas
partes comencé a escuchar la misma cantinela: «Me lo
contaron las grullas en el parque.»
Era la frase de moda, así que la curiosidad me llevó a
prestar más atención a las conversaciones en las que se
mencionaba el asunto. Al parecer, según pude enterarme una
mañana gracias a dos mujeres que charlaban en la cola del
banco, una bandada de grullas se había establecido
temporalmente en el estanque del parque del barrio. Al
principio dudé de la veracidad de aquel comentario, pues las
rutas de migración de dichas aves quedan muy lejos de
nuestra ciudad. Además, en el periódico donde trabajaba
como recopilador de cuentos no había leído ninguna noticia
al respecto. Así se lo hice saber a las dos mujeres que me
precedían en la fila, pero entonces una de ellas se sacó del
bolso un folleto publicitario, entregándomelo con la
satisfacción de quien le demuestra a un sabihondo que está
completamente equivocado.
—Las grullas no están emigrando a ningún lado, joven. Han
venido a nuestra ciudad porque el ayuntamiento las ha
contratado para dar un concierto coral. Aquí lo pone bien
claro. Y todos los periódicos lo han publicado, puede estar
seguro de ello. Apuesto que incluso el suyo lo ha reseñado en
sus páginas. Lo que pasa es que usted debe ser una persona
muy despistada.
En eso tenía razón la buena señora. Y, en efecto, el folleto
era el anuncio de un concierto de grullas trompeteras que iba
a celebrarse dentro de catorce días en el auditorio
municipal. Las entradas podían adquirirse con antelación en
varios puntos de venta repartidos por toda la ciudad.
—Tendrá que darse prisa si quiere asistir, señor —me
advirtió la otra mujer como si estuviese leyendo mis
pensamientos—. Las entradas se están vendiendo como
churros. Yo ya he comprado boletos para toda mi familia;
dicen que será un espectáculo digno de verse.
—No lo dudo —dije sinceramente—. Pero díganme, ¿qué es
eso de «me lo contaron las grullas»? No dejo de escucharlo
por todas partes.
—¿Usted vive en la Luna o qué? —me preguntó la primera
mujer mientras avanzaba un puesto en la cola. Yo ya estoy
acostumbrado a que me hagan esa pregunta impertinente de
vez en cuando, así que automáticamente respondo siempre lo
mismo:
—Viví allí durante un tiempo, pero volví porque echaba de
menos el viento en la cara. ¿Por qué me lo pregunta?
La mujer tardó en reaccionar. ¿Por qué nadie parece
creerse que viví durante un tiempo en la Luna? En fin, cuando
bajó de las nubes (por cierto, también viví unos meses entre
las nubes, que lo sepáis), atinó a responderme:
—Se lo digo porque todo el mundo ha ido a ver ya a las
grullas. Son grandes conversadoras. Han viajado tanto que se
saben montones de historias procedentes de los lugares más
exóticos que uno pueda imaginarse.
—Y cuentos, se saben muchos cuentos —apuntó su
compañera de fila—. A los niños les encantan.
—¿¡Cuentos! ¡Historias! ¡Relatos!? ¡Pero si eso es lo mío!
¿¡Por qué no me lo dijeron antes!? Tengo que irme ahora
mismo, señoras. Gracias por la información.
Cedí mi puesto en la fila al hombre que esperaba detrás
de mí y salí del banco sin importarme el tiempo que había
desperdiciado ni el trámite bancario que dejaba sin
solucionar. Para mí no hay nada más importante que los
cuentos; ese es mi trabajo, a eso me dedico. Quiero decir
que me pagan por encontrar nuevos cuentos, recopilarlos,
catalogarlos y registrarlos para la posteridad. Mi jefe, un tipo
de lo más interesante, siempre me dice que un cuento
perdido es más triste que un amor no correspondido. Si se
enterase que he desperdiciado la ocasión de recoger nuevos
cuentos en mi propia ciudad me despediría sin
contemplaciones. ¿Entendéis ahora por qué he vivido en la
Luna y en las nubes? Allí es donde viven los mejores
cuentistas.
Tardé diez minutos en llegar al parque, pero ya desde
lejos comencé a escuchar los agudos cantos de las grullas
imponiéndose al ruido del tráfico. El parque municipal es un
lugar encantado y encantador. Entre los arbustos de jazmines
y las enredaderas de campanillas púrpuras y blancas viven
gnomos de jardín, criaturas escurridizas que se convierten en
gnomos de piedra si algún humano las descubre, aunque es
harto improbable que algo así suceda. Son fumadores
empedernidos, de manera que si veis una diminuta columna
de humo ascendiendo desde las flores del parque, pensad que
no siempre tiene que proceder de una colilla tirada
incívicamente por una persona.
En la fuente del parque también vive una hermosa náyade,
cuyo nombre todavía no he podido averiguar debido a su
extrema timidez; cada vez que intento presentarme y
conseguir que me cuente su historia y la de su familia se
sumerge en la fuente y desaparece durante un buen rato.
Pero en ese momento no se hallaba en la fuente; supuse que
habría ido a visitar a alguna de sus numerosas hermanas que
custodian el río que atraviesa nuestra ciudad. Rodeé la
fuente y caminé hacia el estanque, situado junto a las dos
altas puertas de rejas de hierro por las que se accedía al
parque desde la Glorieta del Teleférico. Sin embargo, no fue
necesario que llegase hasta el estanque, porque las grullas
estaban ensayando sus cantos en el templete de música que
se interponía entre aquel y los toboganes para niños. Me
mezclé con el grupo de personas que rodeaban el templete
escuchando con entusiasmo los agudos cantos de las aves y
abrí la aplicación de la grabadora de voz de mi teléfono
móvil, dispuesto a registrar aquel acontecimiento sin igual.
Eran seis las grullas que entonaban una hermosa y
melódica canción, formando un círculo imaginario alrededor
de un atril que sostenía un libreto de partituras musicales.
Eran altas, estilizadas y elegantes. Sus coronillas rojas
relucían incluso por encima de sus brillantes plumas blancas,
despertando la envidia de algunas encopetadas damas con
sombreros caros que había repartidas entre el público
asistente. Concluido el ensayo, se les acercaron varias
personas que querían conocerlas, pedirles autógrafos y
rogarles que contasen historias o cuentos, a los cuales se
suponía que eran tan aficionadas.
Una de ellas logró desembarazarse del asedio de sus fans y
voló hacia el estanque desplegando sus alas como delicados y
frágiles paraguas. La seguí hasta allí sintiéndome torpe e
insignificante. Seguramente era lo que pensaban todos los
que estaban observándola en aquel momento. La grulla
percibió mi llegada y me saludó agachando el pico casi hasta
el suelo. Era solo un poco más baja que yo, y sus ojos negros
y nítidos reflejaban una cálida sinceridad. Al instante supe
que aquella grulla y yo forjaríamos una amistad duradera a
poco que nos conociéramos mejor.
Correspondí al saludo y me presenté:
—Buenos días. Encantado de conocerte; mi nombre es
Ramiro Calabazas. Verás, yo me dedico a recopilar cuentos
de aquí y de allá para mi periódico; por eso me gustaría
mucho hablar contigo.
—¿Recopilador de cuentos? Qué bonita profesión tiene
usted, señor Calabazas. Le diría mi nombre verdadero, pero
el idioma de las grullas es demasiado complicado para
ustedes y no tiene equivalente en ninguno de los idiomas
humanos. Por esa razón, mis hermanas y yo hemos adoptado
nombres más familiares para vuestros oídos. Así que puede
llamarme Margarita; mis hermanas se llaman Azucena,
Camelia, Jazmín, Lila y Orquídea.
—Son todos nombres preciosos —dije, y no mentía al
afirmarlo.
—Es usted muy amable, Ramiro. Me cae bien. Dígame,
¿quiere escuchar una historia ahora?
—Sería un verdadero placer. ¿Me concederías permiso para
grabarla con mi teléfono móvil, y tu autorización para
publicarla en mi periódico? Así podré concentrarme en el
relato, y cuando vuelva a mi periódico lo pasaré a texto en el
ordenador. Es un sistema de trabajo que suelo seguir, pero si
no es de tu agrado no tienes más que decírmelo.
Margarita se acercó a mí sin sacar sus delgadas patas del
estanque. Algunas hojas de loto se enredaron en ellas, como
collares vegetales arrastrados por la corriente de agua.
—Puede grabar la historia si así lo desea y publicarla sin
ningún problema. Avíseme cuando esté listo para empezar. Lo
que voy a contarle sucedió en Japón hace más de doscientos
años. En aquel país se conoce con el título de «La vasija de
los deseos».
—Interesante. Dame un segundo, Margarita —le rogué
mientras buscaba la aplicación en mi móvil. Un hombre que
llevaba a su hijo pequeño de la mano se acercó a nosotros
disimuladamente. Había escuchado que la grulla se disponía a
contarme un cuento y quería que su hijo lo escuchase. A
Margarita no pareció importarle, así que yo tampoco puse
objeción alguna—. Ya estoy listo, Margarita. Puedes comenzar
cuando quieras.
La vasija de los deseos

Katashi era un humilde campesino que vivía en la


prefectura de Ibaraki cultivando melones en una pequeña
huerta. También tenía a su cuidado un fértil peral, pimientos
y cañas de azúcar que crecían junto al río. En verano acudía
cada mañana al mercado de la ciudad más próxima para
vender sus productos. Poseía solo lo justo para subsistir, pero
era feliz viviendo en el campo donde nacieron sus
antepasados y pescando en el lago de vez en cuando.
Un día, mientras araba en su huerta, Katashi golpeó con la
azada un objeto duro que estaba enterrado entre las plantas
de pimientos. Al desenterrarlo descubrió que se trataba de
una vasija de cerámica. Era ancha, pesada, y tenía una tapa
esmaltada que la azada había desconchado ligeramente.
Estaba vacía, y el campesino no tenía idea de cuánto tiempo
podía llevar enterrada allí. Como era hermosa y estaba bien
conservada, pensó que podía venderla por unas cuantas
monedas en el mercado. Con el dinero que sacara podría
completar lo que le faltaba para comprarse el carro nuevo
que necesitaba desde hacía tiempo, y que no podía
permitirse con sus ingresos habituales.
A la semana siguiente se la llevó a la ciudad dentro de una
bolsa de tela y la colocó en su puesto del mercado, tras las
frutas y verduras que había recolectado aquella misma
mañana. Estaba pensando cuánto dinero podía pedir por ella,
cuando llegó el primer cliente del día, el cual, señalando la
vasija le preguntó:
— ¿Tiene sal en este recipiente? Se lo pregunto porque
estoy buscando sal gruesa y no encuentro quien me la venda
en este mercado.
—Es un mercado de frutas y verduras. Tendrá que
comprarla en otro sitio —respondió el campesino
encogiéndose de hombros, a la vez que se sorprendía al
comprobar que su vasija llamaba la atención tan pronto.
—Bien. Y entonces, ¿qué contiene la vasija? A lo mejor me
interesa, también necesito azafrán —insistió el hombre.
—No hay nada dentro —respondió Katashi destapando la
vasija para que el hombre pudiera verlo con sus propios ojos
—. Pero puedo venderle la vasija si le gusta, ¿cuánto estaría
dispuesto a darme por ella?
El hombre echó un vistazo al interior del recipiente y
luego miró al campesino con cara de desconcierto.
—¿Está tratando de gastarme una broma? Eso de ahí
parece sal gruesa de la mejor calidad. ¿A cuánto la vende? Me
la llevo toda.
El campesino pensó que aquel hombre estaba mal de la
cabeza, pero cuando fue a ponerle la tapa a la vasija y vio
que estaba llena hasta arriba de sal, creyó que él mismo era
quien se había vuelto loco de repente. Tuvo que tomar un
puñado de sal y dejar que se le escurriera entre los dedos
para convencerse de que no se trataba de una alucinación.
Cuando al fin salió de su asombro, acordó con el cliente un
precio razonable y pesó la sal. Había justo la cantidad que
necesitaba el hombre.
El cliente se retiró satisfecho por la compra realizada, y
un instante después se acercó una anciana interesada en
comprar un par de pimientos y un melón. El campesino se los
dio a elegir y le preguntó si quería algo más.
—¿Tendría por casualidad pasta de soja?
—No sé. Deje que mire si me queda algo —dijo el
campesino destapando otra vez la vasija, pues sintió
curiosidad por comprobar si el extraño suceso se repetiría. Y,
en efecto, el recipiente contenía inexplicablemente el
producto deseado por la anciana, pasta de soja de
primerísima calidad y en la cantidad justa requerida.
Aquel día Katashi obtuvo abundantes beneficios vendiendo
todo género de especias, cereales, hierbas aromáticas y
legumbres que le solicitaban los clientes, quienes se
acercaron a su puesto en mayor número que en otras
ocasiones. Se corrió la voz en la ciudad de que en aquel
mercado había un vendedor que tenía prácticamente de
todo, a buen precio y de una calidad insuperable.
Y así, de la noche a la mañana, gracias a aquella vasija
mágica, el humilde campesino se convirtió en un rico
comerciante. Ya no tenía tiempo para atender debidamente
las necesidades de su huerta, de manera que se fue a vivir a
la ciudad, a una opulenta casa más acorde con su nueva
posición social. Contrató criados para que se ocuparan de la
casa y de sustituirle cuando él se cansaba de destapar la
vasija y servir a los clientes, que nunca cesaban de acudir en
busca de productos.
Katashi sabía que la vasija mágica que daba inagotables
alimentos había despertado también la codicia en los
corazones avariciosos y mezquinos. Para que no se la
robasen, la guardaba todas las noches en un arcón bajo llave,
el cual encerraba a su vez en una habitación del último piso
de la casa, cuyas llaves escondía debajo de su almohada
hasta que despertaba a la mañana siguiente.
Transcurrieron así varios años colmados de prosperidad y
felicidad, durante los cuales Katashi contrajo matrimonio con
la hija de un acaudalado comerciante de telas. Fruto del
matrimonio nació Hajime, un chico tímido y sensible al que
sus padres adoraban. Le hubieran concedido cualquier
capricho, pero Hajime no fue nunca un niño caprichoso. Por
las noches su padre le contaba antes de ir a dormirse cómo
era su huerta, lo que hacía en ella antes de encontrar la
vasija y hacerse rico; le hablaba de cómo conseguir los
pimientos más sabrosos y de cómo evitar que los pulgones
arruinaran la cosecha. Y todo esto lo escuchaba Hajime como
si fuese una gran aventura.
A medida que Hajime crecía se iba convirtiendo en un
joven cada vez más retraído y solitario; no le interesaba nada
de lo que podían ofrecerle sus padres con el dinero fácil y
abundante que generaba la vasija mágica. Ni estudios, ni
viajes, ni bailes conseguían hacerle feliz.
Cuando llegó el tiempo en el que los jóvenes sienten la
necesidad de enamorarse y formar una familia, Hajime
conoció a Fumiko, una joven despierta y ambiciosa junto a la
cual se le veía más contento que nunca.
Ambas familias habían acordado la fecha de la boda
cuando sucedió algo desagradable. El padre de Hajime se
encontraba ya durmiendo cuando sintió que había alguien en
su alcoba; al despertarse sorprendió a Fumiko tratando de
robarle la llave del arcón y la llave de la habitación donde
guardaba la vasija que tan celosamente protegía. En la casa
se formó un gran alboroto cuando se conocieron las
intenciones ocultas de Fumiko: pretendía fugarse con la
vasija junto a un soldado del emperador con el que mantenía
relaciones en secreto desde hacía mucho tiempo.
La traición de Fumiko heló el corazón sensible de Hajime.
Cayó en una profunda depresión y se encerró en su
habitación, de la que no salía casi nunca y en la que no
dejaba entrar a nadie. Desesperados, sus padres no sabían
qué hacer para sacar a su hijo de aquel estado. Ni los
médicos más sabios lograban curarlo; ni siquiera mitigar un
poco su sufrimiento.
Un día se presentó ante Katashi un viajero que también
era comerciante y que había llegado a la ciudad con la
intención de hacer negocios con él. Habiéndose enterado por
los criados del mal incurable que padecía su hijo Hajime, le
comentó lo siguiente:
—Cerca del lago Kasumigaura vive un hombre que tiene
una vasija semejante a la tuya. La sacó del fondo del lago
con una red de pesca. Pero en lugar de alimentos y especias,
su vasija otorga al que la abre cualquier medicamento que
uno precise. A diario acuden enfermos de muchos lugares
para comprarle ungüentos, pomadas y compuestos que curen
sus males.
—¿Crees que esa vasija podría proporcionarme la medicina
que libre a mi hijo de su melancolía? —preguntó Katashi
esperanzado.
—Dicen que la vasija es infalible —aseguró el viajero—. Ni
siquiera hay que saber qué medicina pedirle. Basta con
comentar cerca de ella los síntomas de la enfermedad que se
padece y después mirar en su interior. Misteriosamente, la
medicina apropiada aparece siempre al destaparla.
Esperanzado, Katashi le rogó al comerciante viajero que le
acompañase y le mostrase dónde vivía el afortunado
poseedor de aquella vasija milagrosa. Siempre había estado
muy orgulloso de tener la suya, pero en aquel instante sentía
envidia del hombre que poseía aquella que producía
medicinas de la nada.
Katashi aguardó pacientemente en la fila de enfermos
durante casi un día entero. Cuando le llegó su turno, le
hicieron pasar a una suntuosa estancia en la que el dueño de
la vasija milagrosa atendía a sus huéspedes. Katashi le contó
que poseía una vasija similar a la suya; después, le confió con
todo detalle la dolencia que padecía su hijo, mientras miraba
continuamente de reojo la vasija que el hombre tenía sobre
una mesita que había encargado fabricar expresamente para
dicho propósito.
—Bien —dijo el dueño de la casa tras oír a su huésped—;
ahora abre la vasija y recoge la medicina que halles en su
interior. Encontrarás la dosis justa que necesita tomar el
enfermo. Al salir de la casa, puedes pagar a mis sirvientes.
Ellos te dirán la cantidad estipulada para estos casos.
Pero Katashi se llevó una inmensa decepción al quitar la
tapa y mirar dentro de la vasija. Estaba vacía.
—Ahora sé que mi hijo no tiene cura —declaró con el
corazón roto por el dolor y la pena.
El propietario de la vasija, que veía pasar a diario por su
casa a muchas personas desesperadas y angustiadas, sintió
lástima por Katashi y por el hijo de este.
—Que la vasija esté vacía después de escuchar tu petición
no significa necesariamente que tu hijo padezca una
enfermedad incurable. Lo único que significa es que su
dolencia no se puede sanar con medicinas. Quizá su espíritu
necesita algo que no puede medirse, pesarse o administrarse
como cualquier medicamento.
—Lo mismo me da —replicó Katashi—. Si no sé lo que mi
hijo necesita, acabará muriendo de tristeza y angustia.
—No desesperes aún, amigo —le dijo su anfitrión con
amabilidad—. Hay algo que puedes hacer, pues te diré que tú
y yo no somos los únicos con vasijas mágicas. En manos de un
ermitaño que vive aislado en las montañas hay una tercera
vasija que estimo más poderosa y valiosa que las nuestras. La
suya no te otorgará el alimento que le pidas ni la medicina
que cure tus males. Pero te dirá exactamente lo que
necesitas para ser feliz. ¿No es eso mejor que cualquier
objeto material, mejor que cualquier otra riqueza?
—No lo sabré hasta que esté delante de esa vasija —repuso
Katashi con escepticismo—. Dime dónde puedo encontrar a
ese ermitaño y no descansaré hasta obtener la respuesta que
necesito.
Convencido de que Katashi era un hombre justo y bueno,
su anfitrión consideró que era una buena decisión confiarle
aquel secreto. Hacía tiempo que estudiaba las propiedades
de las vasijas mágicas, y aunque no había podido descifrar su
origen, quién ni para qué las había construido, sí que intuía
algo importante: eran las vasijas quienes encontraban a las
personas dignas de obtener la magia que encerraban y no al
revés.
Diez días tardó Katashi en dar con el paradero del
ermitaño. Vivía este en una choza más pobre que cualquiera
de las guaridas que habitaban las bestias de la montaña. Muy
pocas personas llegaban a aquel recóndito lugar para
reclamar el uso de la vasija mágica, pero el ermitaño no
pareció extrañarse demasiado por la llegada de Katashi. Le
hizo pasar dentro de la choza y le ofreció una infusión de
hierbas recogidas por él mismo en la montaña; después, le
puso por delante la vasija advirtiéndole con seriedad en su
rostro:
—Levanta la tapa y coge el papel que halles en su interior.
En dicho papel encontrarás la respuesta que necesitas.
Cuando la leas, podrás elegir entre ignorar lo que la vasija te
ha dicho o seguir sus indicaciones.
Katashi obedeció sin rechistar las instrucciones del
ermitaño. Tras leer el papel que encontró dentro de la vasija
abandonó la choza pensativo y en silencio. Ya sabía lo que
debía hacer para curar la melancolía de Hajime, y aunque
era algo difícil y doloroso para él, no dudó ni por un instante
que lo haría, pues el amor hacia su hijo estaba por encima de
cualquier otra consideración. Cuando llegó a su casa se puso
manos a la obra sin perder tiempo: comunicó a su mujer la
decisión que había tomado, y luego dispuso todo lo necesario
para poner a la venta sus bienes y propiedades, incluida la
casa señorial donde vivía. Lo que más le costó, sin embargo,
fue desprenderse de la vasija que le había convertido en un
comerciante rico y respetado. Cuando su mujer le preguntó
por qué hacía todo aquello, Katashi le respondió con
sinceridad:
—La vasija del ermitaño me abrió los ojos. ¿Sabes lo que
decía el papel? Solo esto: «Las riquezas no dan la felicidad.»
Entonces comprendí que tenía que prescindir de todo el
dinero que había ganado sin ningún esfuerzo durante estos
años y recuperar mi vieja huerta. Solo allí nuestro hijo
recuperará la sonrisa.
Katashi repartió el dinero sobrante entre los pobres y se
mudó a la huerta junto a su mujer y su hijo. Hajime no
comprendía bien la decisión que había tomado su padre, pero
paulatinamente comenzó a interesarse por las cosas sencillas
de aquel pedazo de tierra cultivable, frágil y hermosa; cosas
como cuál era la época del año en la que debían podarse los
árboles frutales, o el mejor modo de hacer injertos
productivos. Y sin darse cuenta, Hajime fue olvidando su
tristeza y su melancolía hasta convertirse en el mejor
hortelano de toda la prefectura. El olor de la tierra húmeda y
la satisfacción de ver recompensado el duro trabajo de arar y
sembrar el campo le devolvieron la felicidad perdida y el
amor por la vida que había desaparecido de su alma. Y así
fue como Katashi curó a su hijo y pudo vivir en paz hasta el
fin de sus días. Dicen que una vez, siendo ya muy anciano,
encontró otra vasija enterrada en su huerta, y que cavó un
hoyo más profundo para volverla a enterrar sin siquiera
comprobar si se trataba de una vasija mágica. Pero eso no es
más que una antigua leyenda...
—¡Hermoso cuento! —aseveré con entusiasmo—. Gracias
por haberlo compartido conmigo, Margarita.
Detuve la grabadora de voz del teléfono móvil y entonces
me di cuenta de que el niño que había estado escuchando el
cuento de la grulla aún seguía mirando a esta con la boca
abierta. También a él parecía haberle encantado la historia.
Padre e hijo se marcharon y yo me quedé un rato más
charlando con Margarita. Me despedí de ella preguntándole si
podía volver al día siguiente para que me contase otra
historia.
—Si no es demasiada molestia, naturalmente —añadí
educadamente.
—No es ninguna molestia, vuelva mañana cuando quiera.
Le estaré esperando. Ojalá pueda presentarle al resto de mis
hermanas, ellas se saben multitud de historias mejores que
las mías —respondió la grulla humildemente.
Desgraciadamente, no iba a ver a Margarita al día
siguiente.
El primer incidente

Seguramente la última frase os haya dejado intrigados y


bastante preocupados. No es mi intención manteneros más
tiempo en vilo, de manera que os contaré lo que sucedió al
día siguiente. Al acudir a mi cita con Margarita me encontré
el parque sumido en un gran alboroto. Varios agentes de
policía estaban ocupados interrogando a un grupo de
testigos, mientras que un detective tomaba declaración a las
grullas junto al templete de música. Inmediatamente me di
cuenta de que Margarita no estaba con sus hermanas. ¿Qué
estaba pasando? Me dirigí hacia el estanque con un mal
presentimiento creciendo en mi corazón, que vi confirmado
cuando comprobé que la policía había acordonado el
estanque con una cinta amarilla y no dejaba pasar a nadie.
La grulla Margarita no estaba allí.
Otro agente de paisano conversaba con el hombre que
había estado el día anterior escuchando junto a su hijo la
historia de las vasijas mágicas. Al reconocerme me señaló con
el dedo y el policía giró la cabeza para observarme. Luego se
acercó a mí rascándose la oreja con el bolígrafo que llevaba
en una mano; en la otra sostenía un bloc de notas
emborronado con una letra rápida y descuidada.
—Buenos días, señor… —me saludó tratando de parecer
inteligente y profesional a partes iguales.
—Calabazas, Ramiro Calabazas —respondí con cierta
desazón.
—Señor Calabazas, soy inspector de policía. Ese caballero
de ahí afirma que usted estuvo conversando con la grulla
Margarita poco antes de su desaparición. ¿Es eso cierto?
—¿¡Su desaparición!? ¿De qué me está hablando?
—¿Cómo? ¿No se ha enterado? Nadie sabe dónde está la
grulla Margarita desde ayer. Después de hablar con usted,
estuvo un rato con sus hermanas antes de desaparecer. Ellas
están consternadas, como puede imaginarse, así que le ruego
que colabore con nuestra investigación. ¿Quiere decirme de
qué hablaron durante su encuentro? ¿Le dijo si pensaba volar
a alguna parte?
—No, no me dijo que fuese a volar a algún sitio —acerté a
responder sin reponerme aún del mazazo que había supuesto
para mí la noticia que acababa de conocer—. Ella me contó
un hermoso cuento; después estuvimos hablando un rato
sobre sus viajes, y me recomendó con insistencia visitar los
hermosos lagos de Cachemira; eso fue todo. Ah, antes de
despedirnos quedé de acuerdo con ella en que hoy vendría a
escuchar otro de sus cuentos. Por eso estoy aquí.
El inspector anotó todo con exactitud en su cuaderno.
Recabó mis datos personales y una dirección donde
localizarme en caso de que fuese necesario hablar conmigo
en otro momento; luego, fue a dar cumplida cuenta de sus
averiguaciones a sus superiores. Yo me quedé allí de pie,
aturdido y afligido sin saber qué hacer. No había pasado
siquiera un día entero desde que me presentase ante la grulla
Margarita, pero desde el primer momento me había caído
muy bien y me sentía mal por su desaparición. Aunque sabía
que era algo irrazonable, pensaba que yo era de algún modo
responsable de aquella situación. Pero no tenía idea de qué
podía hacer para remediarla, y eso me frustraba más todavía.
En aquel momento unas plumas me rozaron la espalda con
delicadeza. Sobresaltado, me di la vuelta y me encontré
frente a frente con el esbelto y brillante pico de una grulla.
Quise creer que se trataba de Margarita, pero sabía que no
era ella. No eran sus ojos, sus inconfundibles ojos negros que
se habían grabado en mi memoria el día anterior. La grulla se
presentó a sí misma antes de que yo tuviese ocasión de
preguntarle cuál de sus cinco hermanas era.
—Buenos días, señor Ramiro. Me llamo Azucena; me he
acercado al verlo tan apesadumbrado. Sé quién es usted,
aquí en el parque las noticias vuelan. De hecho, fue
Margarita quien me habló de usted.
—Entiendo, Azucena. Lamento la desaparición de tu
hermana; me gustaría poder ayudar en algo, aunque no sé
cómo.
—¿Por eso tiene aspecto de estar tan afligido? Es usted una
buena persona. Le animará saber que no solo la policía está
buscando a mi hermana; también los gnomos del parque, los
gorriones y las ninfas están prestando su colaboración.
Además, un ejército invisible de hadas espía cualquier
movimiento sospechoso en esta ciudad, ocultas detrás de
cada flor y de cada árbol. Mis hermanas y yo confiamos en
que pronto se sabrá quién o quiénes se llevaron a mi hermana
del parque.
—¿Tan seguras estáis de que no ha sido una desaparición
voluntaria? —le pregunté asustado—. No sé, tal vez haya
tenido que salir volando por alguna circunstancia urgente que
le impidiera avisaros antes.
—Mi hermana jamás haría algo así —me aclaró Azucena con
rotundidad—. Nunca nos hemos separado, ni un solo día
desde que nacimos. Las seis viajamos juntas a todas partes;
estamos muy unidas, como si fuésemos eslabones de una
cadena irrompible. No, ella no se marcharía sin decirnos
nada. La han secuestrado, estamos convencidas de ello.
Además, debe tener en cuenta lo que le he dicho antes: en el
parque las noticias vuelan, todo se sabe. ¿Cómo es posible
entonces que haya desaparecido después de estar con
nosotras sin que nadie viese u oyese nada? Para mí, eso
constituye una prueba de que se han ocultado pistas y huellas
intencionadamente.
¿Cómo podía estar tan tranquila en ese caso? Yo, en
cambio, era un manojo de nervios. Si lo que afirmaba la
grulla Azucena era cierto, había un criminal peligroso, tal vez
más, libre en la ciudad.
—Extraño mucho su voz —suspiró Azucena dejándose llevar
por la melancolía—. A esta hora suele empezar a contarles
cuentos a los niños. A mí me encanta escucharla.
Eso me hizo recordar que había grabado la voz de
Margarita en mi teléfono móvil. Azucena me agradeció que le
pusiese la grabación con la historia que me había contado
sobre Katashi y su hijo Hajime.
—Es un cuento precioso —dijo la grulla Azucena—. Nunca
me canso de escucharlo. ¿No le contó mi hermana el cuento
del médico de la montaña? Es también uno de sus favoritos.
—No. Tal vez iba a contármelo hoy —aventuré.
—¿Quiere que se lo cuente? Creo que un cuento nos
vendría bien a ambos en estos momentos. Puede grabarlo
también si lo desea, seguro que a mi hermana no le
importaría.
Su propuesta me animó bastante. Acepté su invitación y
puse la grabadora de voz de mi teléfono en marcha. Me senté
en un banco y dejé el móvil a mi lado. Azucena dio una
elegante zancada hasta situarse frente a mí. De inmediato se
congregaron varias personas a nuestro alrededor. A mi
espalda se agitaron las hojas de un arbusto de rosal; intuí que
algunos gnomos también se estaban colocando en posición
para escuchar el cuento de la grulla. Esta, consciente de la
atención que había suscitado, elevó su tono de voz para que
todos pudieran entenderla y comenzó así su historia.
El médico de la montaña

El río que bajaba de la montaña, limpio y transparente, se


volvió de la noche a la mañana oscuro y fangoso; el prado
verde cerca de la cumbre, en el que pastaban las vacas del
pueblo al llegar la primavera, se secó como si un fuego
exterminador hubiese quemado toda brizna de hierba. Las
cabras que jugaban en los riscos desaparecieron sin que
ningún pastor supiese explicar adónde habían ido, y el
interior de la montaña comenzó a rugir de un modo
misterioso y tenebroso, como un bramido quejumbroso que
se abriese paso desde las mismas entrañas de la tierra.
Los hombres y mujeres del pueblo que vivían al pie de la
montaña estaban temerosos y preocupados. Para ellos la
montaña era como un padre gigantesco que los protegía, un
amigo fiel que siempre había estado junto a ellos y que
jamás los abandonaría. Fue por esa razón que convocaron un
Consejo en el que los representantes del pueblo debían
discutir el problema y tomar una decisión. Los más sabios y
ancianos estuvieron de acuerdo en que la montaña estaba
enferma, y que, por tanto, lo más oportuno era llamar a un
médico de montañas para que la curase. Algunos jóvenes se
rieron al oír semejante propuesta, tachándola de ridícula y
disparatada. Era normal, pues hacía siglos que la montaña no
enfermaba y solo los ancianos conocían las tradiciones y las
antiguas leyendas. Solo ellos respetaban ya la labor que
ejercían los médicos de montañas.
En realidad, no había más que dos o tres médicos de
montañas en todo el mundo, así que no fue tarea fácil
encontrar a uno de ellos. Fue necesario recurrir al correo de
las águilas para localizar al más cercano y hacerle saber la
crítica situación que se vivía en el pueblo. Pero el médico se
hallaba en una isla lejana, curando a una montaña que había
sido duramente golpeada por un huracán. En consecuencia,
tardó más de seis meses en acudir a la llamada. Cuando llegó
al pueblo, el estado de la montaña había empeorado
considerablemente. Se habían producido varios corrimientos
de tierra y los desprendimientos de rocas amenazaban
continuamente a las casas más cercanas a la ladera; los
arroyos se habían secado y el bramido de la montaña hacía
que el suelo temblase continuamente.
—Nunca había visto una montaña comportarse de este
modo —comentó con preocupación el médico cuando los
ancianos le preguntaron su parecer—. Debe sentirse
realmente mal, aunque no me imagino qué está provocando
unos síntomas tan graves. Organizaré una expedición de
reconocimiento para escalarla mañana mismo, lo cual no será
una tarea fácil en estas condiciones.
El primer obstáculo que se encontró el médico de
montañas fue el temor de los hombres a escalar la montaña.
Solo un muchacho paliducho y escuálido se ofreció voluntario
para acompañarle en la ascensión. A pesar de esos defectos,
parecía ágil y valiente, de modo que el médico no dudó en
pertrecharlo para la escalada y tomarlo a su servicio. Los dos
solos comenzaron a subir lenta y fatigosamente la montaña.
Avanzaron protegiéndose de los rayos y granizos que
castigaban a la montaña, arrastrándose a duras penas sobre
roca desnuda. El terreno se agrietaba a su paso; piedras de
gran tamaño volaban sobre sus cabezas y afilados precipicios
cortaban las cuerdas al menor descuido.
—¡La montaña se muere! ¡Debemos darnos prisa,
muchacho! —gritó el médico, al tiempo que se introducía a
través de una oquedad por la que apenas habría cabido un
animal pequeño.
Sin embargo, el hueco se abría en el interior de la
montaña formando una hermosa cueva con formidables
estalactitas y estalagmitas. Consciente del peligro que
corrían allí, el médico obligó al muchacho a correr a través
de un estrecho pasadizo que se adentraba en la montaña. No
era una huida a ciegas; el médico buscaba el corazón mismo
de la montaña.
—Al igual que nosotros, las montañas tienen su propio
corazón —trató de explicar el médico a su joven ayudante,
que le escuchaba atentamente—. Así es, las montañas
también sufren y padecen. ¿Por qué si no íbamos a existir
nosotros, los médicos de montañas? Debo encontrar su
corazón y examinar su aspecto. Intuyo que allí hallaremos la
raíz de su mal.
Pero entonces el pasadizo se estrechó hasta el punto de
impedir cualquier avance al viejo médico. Solo el chico podía
pasar. Era un contratiempo grave que hacía peligrar la
misión. Al médico solo le quedaba una opción.
—Te describiré exactamente cómo es el corazón de una
montaña, muchacho. Tú pasarás y lo encontrarás por mí,
¿entendido?
El chico asintió, abrumado y encantado al mismo tiempo
con la responsabilidad que le confiaba aquel hombre sabio.
Después de describirle con precisión cómo era un corazón
de montaña, el médico aleccionó al muchacho.
—Cuando lo encuentres tendrás que fijarte bien en su
aspecto para poder contármelo después. Y me traerás una
muestra de la roca madre, ¿de acuerdo? Toma, te daré las
herramientas apropiadas para extraer un pedazo de ella.
Hazlo con cuidado, por favor. El corazón es el elemento más
sensible y delicado de la montaña.
El muchacho comprendió por sus palabras cuánto amaba el
hombre a sus pacientes, las montañas enfermas. También él
empezaba a comprender y querer a aquella montaña. Estaba
dispuesto a hacer todo lo posible por curarla y que volviese a
ser la montaña tranquila y orgullosa que siempre había sido.
Repitiéndose una y otra vez la descripción que el médico le
había hecho del corazón de la montaña, el muchacho se
internó en el negro pasadizo sintiendo los fuertes latidos de
su propio corazón. Se perdió varias veces en un laberinto de
grutas y estuvo a punto de ahogarse en una laguna
subterránea; lleno de arrojo y osadía, sin embargo, consiguió
acceder a una caverna en forma de columna en la que hacía
mucho calor y donde los temblores se sentían de un modo
más intenso. En el centro de la caverna se alzaba una roca
rojiza, pulida como un diamante colosal incrustado en una
profunda cavidad de pedernal traslúcido. Era el corazón de la
montaña, tal como se lo había descrito el médico.
El muchacho aproximó su linterna de aceite y examinó la
roca rojiza. Debía hallar un punto idóneo para labrarla a
golpe de martillo y cincel. Fue entonces cuando descubrió
que un líquido negro y viscoso goteaba desde el techo de la
caverna, cayendo directamente sobre el corazón. Sobre el
punto de la roca donde caía directamente aquel extraño
líquido se había formado una costra blanda y pestilente. El
muchacho ignoraba completamente qué podía ser aquello,
pero su intuición le decía que no podía ser bueno para el
corazón. Extrajo una muestra suficientemente grande y la
guardó, con cuidado de no tocarla con sus manos, en una
bolsa de tela gruesa que le había entregado el médico.
Además, recogió del suelo una piedra roja que parecía
haberse desprendido del corazón por sí sola. Al muchacho le
pareció que aquel líquido estaba disgregando la roca
rápidamente.
Antes de salir de la caverna, y sin poder explicarse a sí
mismo por qué lo hacía, posó sus manos desnudas sobre la
parte «sana» del corazón de la montaña y le dedicó unas
palabras de aliento:
—Ahora tengo que marcharme, montaña. Pero te prometo
que haremos todo lo posible por curarte. No estás sola. El
médico de montañas sabrá lo que hay que hacer, ya lo verás.
El muchacho recordaba con precisión el camino de vuelta,
aunque eso no hizo que el trayecto fuese menos penoso y
difícil, pues a cada momento tuvo que sortear pedruscos
desprendidos del techo o grietas abismales que se abrían de
repente a sus pies.
Cuando el médico le vio salir por el mismo estrecho
pasadizo por el que se había marchado horas antes, no pudo
reprimirse y le abrazó con todas sus fuerzas.
—¡Eres un ayudante extraordinario, lo has conseguido. Has
conseguido volver sano y salvo!
El muchacho también estaba contento de reencontrarse
con el médico. Después de explicarle todo lo que había hecho
y visto desde su partida, le entregó la muestra viscosa que
había recogido del corazón de la montaña. El médico la
examinó con gran atención. Durante un buen rato no dijo
nada; consultó un par de libros que llevaba entre sus
pertenencias y luego suspiró profundamente. Su rostro, a la
escasa luz que proporcionaba la linterna en aquella
oscuridad, se tornó grave y preocupado. Finalmente, miró al
muchacho y le comunicó su diagnóstico:
—Están envenenando a la montaña.
—¿Envenenándola? ¿Está seguro?
—No hay duda. Tú mismo me has traído una prueba
irrefutable. Están tratando de matar esta montaña.
—¿Pero quiénes querrían hacer algo tan monstruoso? —
preguntó el muchacho sin poder creerse que existiese alguien
tan perverso en el mundo.
—Te diré quiénes: los Aplanadores. Son una estirpe antigua
de conquistadores cuya mayor ambición consiste en aplanar
el mundo entero, eliminando cualquier colina, cerro o
montaña que ose alzarse sobre el nivel del mar.
—¿Aplanadores? Nunca he oído hablar de ellos.
—Hace mucho tiempo que nadie ha oído hablar de ellos —
explicó el médico—. Los Aplanadores odian la grandiosidad de
las montañas porque no soportan su propia mediocridad;
pero, sobre todo, las odian porque las personas libres se
sienten inspiradas por ellas. Un espíritu noble y bondadoso
anhela escalar las montañas, y experimentar la increíble
sensación de libertad que se experimenta al alcanzar sus
cumbres. Las montañas nos hacen mejores personas, aunque
eso es algo que normalmente pasa desapercibido. Eliminando
a las montañas, los Aplanadores pretenden acabar con la
libertad del ser humano. Ni más ni menos, hasta ese extremo
llega su crueldad y su locura.
—Es algo espantoso. ¿Qué podemos hacer para detenerlos?
—preguntó el muchacho, sintiendo de golpe un gran
desprecio hacia aquellos Aplanadores.
El médico no respondió de inmediato, pero sabía que
debía actuar con rapidez. La montaña no aguantaría mucho
más, su corazón no aguantaría mucho más.
—¡Alúmbrame con la linterna, muchacho! —le ordenó
entonces como si sus vidas dependiesen de ello. Después,
sacó un cuaderno de notas que llevaba en uno de sus bolsillos
y un pedazo de carbón afilado que usaba para escribir. Sin
dar explicaciones, comenzó a dibujar. El muchacho
comprendió enseguida lo que estaba haciendo: trazar un
plano de la montaña, de todas las cuevas por las que ellos
habían pasado, y de las que habían visto mientras la
escalaban.
—Hubiese sido genial contar con ese plano desde el
principio, maestro —dijo el muchacho, y luego le ayudó a
dibujarlo con los conocimientos que había adquirido al
recorrer la montaña en busca de su corazón.
El médico sonrió levemente; era la primera vez que le
llamaba maestro. No dijo nada, pero le agradó.
—Escucha atentamente. Si este plano es correcto, y
debemos confiar en que lo sea, los Aplanadores están
filtrando el veneno desde alguna galería justo encima de la
cámara donde se halla el corazón de la montaña.
Afortunadamente, ellos no pueden acceder a la cámara del
corazón y destruirlo con sus armas porque son seres
demasiado grandes para estos pasadizos. Por eso usan el
veneno. Según mis cálculos, la galería donde se hallan debe
estar a medio camino de la cima. Esto es lo que haré: saldré
a la superficie y buscaré la cueva que lleva hasta esa galería.
Cuando la encuentre, lograré que los Aplanadores salgan de
allí llenándola de humo. Se llevarán una sorpresa muy
desagradable, eso te lo aseguro.
—¿Por qué dice que lo hará usted, maestro? Yo iré con
usted —protestó el muchacho temiendo que no le incluyese
en el plan.
—Tú tienes que hacer algo más importante, muchacho.
Debes bajar al pueblo; convence a los tuyos para que suban
armados a la montaña y luchen contra los Aplanadores
cuando yo consiga que salgan a la superficie. Hay que
aprovechar el factor sorpresa y derrotarles antes de que
recuperen la iniciativa. Tú y yo solos no podremos hacerlo:
los Aplanadores siempre actúan en gran número. Debe haber
muchos de ellos encima de nosotros mientras hablamos.
Al muchacho no le hizo gracia aquel plan. Quería
quedarse con su maestro y enfrentarse también a los
Aplanadores. Mientras bajaba de la montaña pensaba que el
médico solo había pretendido librarse de él encomendándole
una tarea sencilla. Pero, a medida que se acercaba al pueblo,
comprendió que su misión también era muy difícil. Nadie,
excepto quizá los ancianos que aún creían en los médicos de
montañas, iba a tomarle en serio cuando contase que las
montañas tenían corazón; nadie iba a seguirle cuando tratase
de convencerles de que había que pelear contra unos seres
que estaban envenenando a la montaña, unos seres de los
que nunca habían oído hablar hasta ese momento.
Llegó al pueblo jadeando, a tiempo de descubrir que la
mayor parte de los lugareños estaban preparándose para
marcharse. Temían que la montaña fuese a sepultarles en
cualquier momento. Sus padres también se hallaban junto a
los demás, cargando burros y mulos con las ropas y enseres
que habían elegido para comenzar una nueva vida lejos de
allí. El muchacho se abrazó a ellos llorando, y cuando se
hubo calmado un poco empezó a descargar los bultos de los
lomos de los animales.
—¿Qué haces, hijo? —le preguntó su padre sin entender
nada.
—No podemos abandonarla —contestó el muchacho
sollozando.
—¿De quién hablas? ¿A quién vamos a abandonar? —quiso
saber su madre desconcertada.
—A la montaña. Ella siempre ha estado aquí con nosotros,
dándonos su protección. Y ahora nos necesita; si nos vamos
quedará a merced de sus enemigos. Los Aplanadores están
envenenando su corazón.
Las palabras del muchacho estaban siendo escuchadas por
otros vecinos del pueblo allí congregados. Uno de ellos
comentó a los demás:
—El chico está chiflado. Quiere hacernos creer que la
montaña está viva.
—Y no solo eso, sino que tiene un corazón como nosotros —
añadió otra mujer ansiosa por abandonar el pueblo.
El muchacho no sabía qué decir para convencer a sus
padres ni a sus vecinos. Solo su hermana pequeña, que lo
adoraba, salió en su defensa.
—Yo te creo, hermanito —le consoló al tiempo que se
abrazaba a sus piernas. Al hacerlo, sus mejillas tocaron algo
duro que su hermano llevaba en el bolsillo de su chaqueta. Y
como siempre que bajaba al valle le traía algún regalo de
otros pueblos, le metió la mano en el bolsillo y agarró el
objeto pensando que sería una sorpresa para ella.
Era la piedra rojiza que su hermano había recogido del
suelo en la caverna que alojaba el corazón de la montaña. En
su interés por enseñarle a su maestro el veneno negro de los
Aplanadores, se había olvidado por completo del trozo de
corazón que había recogido del suelo.
La pequeña sostuvo unos instantes en su mano la piedra, y
luego llevó la otra mano a su pecho. Su carita se iluminó, y su
cuerpo se estremeció ligeramente, como si estuviese
sintiendo un cosquilleo.
—Esta piedra que me has traído late igual que mi corazón,
hermanito —dijo la niña inocentemente.
El muchacho tomó entonces la piedra y cerró el puño. Su
hermana tenía razón. Al instante comprendió que de aquella
piedra dependía la salvación de la montaña. Corrió hasta su
padre y le obligó a cogerla con sus manos.
—¿Lo sientes? ¿Sientes el latido de la montaña? Se está
apagando poco a poco, pero aun así es un latido fuerte y
poderoso.
El hombre miró a los ojos de su hijo con un sentimiento de
culpabilidad. Acababa de percibir claramente los latidos que
salían del interior de la piedra. Se arrepintió de no haber
creído a su hijo desde el primer momento, pero se prometió
a sí mismo que eso jamás volvería a suceder. A continuación,
fue pasando la piedra de mano en mano, para que todos
pudieran comprobar que no era una piedra corriente, sino la
prueba de que la montaña albergaba un corazón palpitante.
Y así, los habitantes del pueblo se convencieron de que el
muchacho decía la verdad y que era necesario acudir en
auxilio del médico de montañas. Los más fuertes y decididos
formaron con rapidez un grupo armado dispuesto para la
lucha. El padre del muchacho los lideraba; la montaña
parecía que les facilitaba el camino, pues cesaron los
temblores y dejaron de rodar rocas por la ladera. El terreno
parecía menos empinado que antaño y algunas águilas
indicaban a los hombres el camino que debían seguir.
A medio camino de la cima, en la cara oeste de la
montaña, había una estrecha llanura bordeada por riscos que
semejaban almenas de un castillo derruido. Allí encontraron
los hombres al médico, defendiéndose a duras penas del
ataque furibundo de más de veinte Aplanadores. Usaba una
rama de abeto como antorcha encendida para mantenerlos a
raya, y les tiraba piedras a sus mugrientas e inexpresivas
caras. Al grito de «¡Por la montaña!», los hombres del pueblo
se abalanzaron sobre aquellos seres despreciables que
pretendían hacer del mundo un lugar sin montañas.
Los Aplanadores eran soldados disciplinados y no tenían
escrúpulos a la hora de utilizar todo tipo de sucias artimañas
en la pelea. Sin embargo, el aire puro de la montaña siempre
había fortalecido los músculos de los hombres que vivían con
ella; todos eran hombres sanos y resistentes, capaces de
soportar con entereza los embates de una dura tormenta y
estaban preparados para cualquier ventisca inoportuna. Eran
hombres solidarios que protegían a los animales débiles del
ataque de las bestias salvajes. Sin ser conscientes de ello, la
montaña los había preparado durante años para aquel
combate. Aguantaron golpes y heridas, pero al final del día la
victoria era suya. Los Aplanadores supervivientes huyeron sin
preocuparse por los compañeros muertos que dejaban atrás.
El médico no podía unirse aún al jolgorio de la
celebración. Debía contrarrestar el efecto del veneno y curar
el corazón de la montaña. Nadie pudo verle durante varias
semanas, aunque todos sabían dónde estaba. Tampoco vieron
al muchacho, que se unió a su maestro en las entrañas de la
tierra para ayudarle a eliminar por completo el daño que
habían causado los Aplanadores.
Los habitantes del pueblo regresaron a sus hogares y un
buen día los temblores cesaron, la montaña se recuperó de
sus males y todo volvió a la normalidad. El médico de la
montaña se marchó cargado de suculentos quesos, vinos
exquisitos y una nueva pelliza para el invierno.
Quien más lloró su partida fue el muchacho. De pie sobre
una gran roca, junto al camino por el que iba el médico
montado sobre un burro blanco, se despidió de él haciéndole
una promesa que el eco de la montaña devolvió agigantada y
solemne:
—Cuando sea mayor seré como tú, viejo. Un médico que
cura montañas y se asegure de que nadie se atreva a hacerles
daño.
El médico sonrió. Estaba contento y satisfecho. Saludó al
muchacho con la mano y luego continuó su camino. Detrás de
él, la montaña se encogió para permitir que el sol se elevara
sobre su cima y calentase la espalda del hombre que la había
curado. También ella estaba contenta.

El cuento de la grulla me había emocionado. Jamás


volvería a mirar a una montaña del mismo modo que antes.
Siguiendo un impulso, me acerqué el micrófono del teléfono
móvil a los labios y exclamé:
—¡Ojalá que estas grullas nunca se fueran de la ciudad!
Entonces no tenía idea de las complicaciones que iban a
traerme esas palabras, dichas con intenciones
completamente inocentes. Miré la hora y vi que se había
hecho tarde. Antes de irme a casa a almorzar debía pasarme
por el periódico y preguntar quién se encargaba de cubrir la
noticia de la desaparición de Margarita. Necesitaba saber si
se había producido alguna novedad. Volví a dejar el móvil
sobre el banco y me levanté para despedirme de Azucena. Le
dije que la historia sobre el médico de la montaña era
magnífica y que muy pronto saldría publicada en el periódico
para el que trabajaba. Luego, traté de infundirle esperanzas
sobre el regreso de su querida hermana.
—Espero que tenga razón, señor Calabazas. No sé qué
haríamos sin ella.
Su voz se quebró y yo no supe qué más decirle para
consolarla. Acaricié su largo cuello con cariño y luego me
marché. Al salir del parque me pareció que la ciudad se había
vuelto un lugar hostil y peligroso. Ensimismado en mis
pensamientos, no me di cuenta que me dejaba olvidado el
teléfono sobre el banco del parque.
Principal sospechoso

Solo fui consciente de mi despiste al día siguiente, cuando


uno de mis gatos me despertó dándome lengüetazos en la
cara. Era la hora de su tazón de leche, y la alarma que tenía
configurada en mi teléfono móvil para despertarme con
antelación no había sonado a la hora programada. Después de
buscarlo durante un rato, recordé de repente dónde lo había
dejado. Pensé que, con un poco de fortuna, alguien lo habría
visto en el banco y lo habría llevado a la oficina de objetos
perdidos. Desayuné y me vestí rápidamente, deseando
averiguar lo antes posible si la suerte se había aliado
conmigo. Pero cuando abrí la puerta me encontré frente a
frente con el inspector de policía que me había interrogado
el día anterior; iba acompañado por dos agentes de uniforme.
—Señor Ramiro Calabazas, queda usted detenido como
principal sospechoso de haber cometido el secuestro de las
grullas Margarita y Azucena —me dijo sin preámbulos—.
Tendrá que acompañarnos a comisaría para prestar
declaración. Y traigo una orden de registro que me autoriza a
inspeccionar su domicilio. Dígame, ¿Dónde tiene encerradas a
esas pobres aves?
La buena suerte acababa de abandonarme escapando por
la puerta de mi casa.
—¿Azucena también ha desaparecido? —pregunté como si
estuviese sumergido en una pesadilla—. ¿Cómo? ¿Cuándo?
—Usted sabrá, señor Calabazas —me respondió el inspector
con un tono de voz ligeramente impertinente—. Todos los
testigos a los que hemos interrogado le vieron hablando con
Azucena antes de su desaparición. Lo mismo que sucedió,
gran casualidad, con la grulla Margarita. ¿A usted no le
resultaría eso un poco sospechoso?
—No lo suficiente como para detenerme —me defendí con
vehemencia—. No lo consideraría ni siquiera una evidencia.
—Quizá por sí sola no lo sea. ¿Pero qué me dice de esto?
Entonces el inspector me enseñó un teléfono móvil que
llevaba en un bolsillo interior de su chaqueta. La funda
protectora con figuras de gatitos lo hacía inconfundible: era
el mío.
—Ah, lo han encontrado en el banco donde estuve
escuchando la historia que me contó ayer Azucena, supongo.
—Así es, y también hemos escuchado la grabación que
usted hizo.
—La historia del médico de montañas es muy entretenida
—intervino uno de los agentes que acompañaban al inspector.
—Déjeme hablar a mí, agente Ortiz —le reprendió este.
Luego volvió a dirigirse a mí—. La historia no es lo importante
ahora, sino lo que dijo usted al final. ¿Lo recuerda?
La verdad es que no lo recordaba. Por eso suelo grabar
anotaciones de voz con el teléfono, para poder recuperarlas
cuando las necesito.
—Se lo pondré para refrescarle la memoria —prosiguió el
inspector—. Y por cierto, gracias por no ponerle contraseña a
su móvil. Nos ha facilitado bastante el trabajo.
Bueno, siempre digo a mis amigos que no tengo nada que
esconder. Todo cuanto almaceno en el móvil son cuentos y
fotos de gatitos. ¿Para qué voy a ponerle ninguna contraseña
si además olvido siempre las que se me ocurren?
«¡Ojalá estas grullas no se fueran nunca de la ciudad!», se
me oyó decir con claridad en la grabación.
—Ah sí, ahora lo recuerdo. Es lo que dije, y lo sigo
pensando.
—¿Sabe lo que pienso yo? Creo que desea tanto que las
grullas se queden aquí que pasó de los pensamientos a los
hechos. Creo que las está secuestrando una a una con el fin
de obtener un sinfín de cuentos para publicarlos en su
periódico. Ese, en mi opinión, ha sido el motivo principal que
le ha impulsado a cometer el indigno rapto.
—Con esas grullas tendría historias aseguradas hasta el día
de su jubilación —volvió a intervenir el agente bocazas.
—Le he dicho que no me interrumpa, agente Ortiz. Entre y
registre la vivienda palmo a palmo. Encuentre a las grullas. Y
usted, agente García, no se quede ahí pasmado y ayude a su
compañero a encontrar pruebas.
Me gustaría decir que no encontraron pruebas que me
incriminasen, pero no fue así. El agente Ortiz halló una
pluma de grulla en la caseta donde guardo la máquina
cortacésped y las herramientas de podar. Aquello me dejó tan
aturdido y confundido que solo cuando me encontré a solas
en una celda de la comisaría a la que me condujeron fui
capaz de reaccionar y caer en la cuenta de que alguien me
había estado tendiendo una trampa desde el primer
momento. Esa terrible conclusión demostraba que las dos
hermanas grullas no habían desaparecido por voluntad
propia, sino que habían sido secuestradas por una o varias
personas sin escrúpulos ni conciencia. ¿Pero quién o quiénes
harían algo así?
La policía me había permitido realizar una llamada a mi
abogada, mi competente y buena amiga Casandra Buganvilla.
Ella se indignó con mi detención y me dijo que acudiría de
inmediato a la comisaría para hacerse cargo de mi defensa.
Mientras esperaba su visita tuve tiempo de reflexionar a
solas. Al poco rato una duda empezó a martillear mi cabeza y
no podía dejar de pensar en ella: ¿había sido elegido al azar
en aquel plan siniestro o trataban de inculparme
deliberadamente, precisamente por ser yo quien era? ¿Me
odiaba alguien lo suficiente como para hacer daño a unas
indefensas grullas solo con el fin de verme entre rejas? Me
resultaba difícil de creer, porque soy un tipo muy afable,
simpático y querido por todos cuantos me rodean. Nunca me
meto en problemas y puedo jactarme de no haber recibido
una sola multa de tráfico en mi vida. Para que me entendáis,
soy el típico tío que siempre cede su asiento en el metro a
mujeres embarazadas o ancianos, y que jamás cruza la calle
por un sitio que no sea el paso de peatones. ¿Qué enemigos
puede tener alguien así?
A pesar de todos sus esfuerzos y protestas, Casandra no
consiguió que me pusieran en libertad. La policía creía
firmemente que estaba implicado en el caso; se me informó
de que pasaría aquella noche en mi celda, y que al día
siguiente sería puesto a disposición judicial para que un juez
confirmase mi prisión preventiva o me dejase en libertad.
Casandra me dio instrucciones sobre lo que debía decir y
cómo debía comportarme cuando estuviese delante del juez,
y luego se marchó para prepararse el caso en la tranquilidad
de su bufete. Su presencia me había reconfortado
anímicamente, pero cuando volví a quedarme solo el
pesimismo volvió a nublar mi mente con negros
pensamientos. El sol empezaba a ponerse; la luz que entraba
por el único ventanuco de la celda menguó lentamente y el
patinillo interior que se veía a través de él arrojaba sombras
cada vez más alargadas. Me senté en el catre apoyando las
manos en mi barbilla, preguntándome qué sería de mi vida y,
sobre todo, obsesionándome con la idea de que las dos
grullas desaparecidas estaban en serio peligro.
Un arrullo familiar me sacó de mis pensamientos. Levanté
la mirada y vi la cabeza de una grulla entre los barrotes de la
reja del ventanuco.
—¿Quién eres? —le pregunté, incorporándome y
acercándome a ella—. ¿Has venido a verme?
—Soy Jazmín y sí, he venido a ver cómo estaba, Ramiro. Y
también a decirle una cosa.
Yo era el principal sospechoso de la desaparición de dos de
sus hermanas, de manera que supuse que Jazmín había
venido a suplicarme que le revelase el lugar donde las tenía
retenidas. Me sentí avergonzado al pensar que las grullas
podían haberse hecho un juicio negativo y equivocado sobre
mi persona.
—Yo estoy bien, Jazmín —le mentí—. Por favor, créeme, yo
no tengo nada que ver con el secuestro de Margarita y
Azucena. Me han tendido una trampa.
—Lo sé, tranquilo —dijo la grulla—. Margarita nos dijo a
todas que era usted una magnífica persona. Y nosotras no nos
equivocamos nunca juzgando a las personas. Eso es lo que he
venido a decirle.
Era la mejor noticia que había recibido en todo el día. La
única buena, en realidad. Me sentí al instante liberado de
una enorme presión.
—Como tenemos la certeza de que es inocente —prosiguió
Jazmín—, mis hermanas y yo nos imaginamos que iba a serle
muy difícil conciliar el sueño esta noche. Pensamos que sería
una buena idea venir a contarle un cuento que le ayude a
dormir mejor. Yo me ofrecí encantada para visitarle en estos
momentos tan duros.
—¡Un cuento! La verdad es que me vendría muy bien en
estos momentos escuchar una buena historia; más que una
taza de chocolate caliente. ¿Pero estás cómoda ahí afuera,
no hace frío ya en el patinillo? ¿No te cansarás demasiado?
—No se preocupe, estaré bien. ¿Quiere que empiece ya?
—Ardo en deseos —respondí con sinceridad.
—Bien, entonces prepárese para escuchar la historia del
tren de irás y no volverás.
—Sugerente título —dije antes de callarme y prestar
atención. Ya me había olvidado de que iba a pasar la noche
entre rejas.

El tren de irás y no volverás

Rut se había enojado con su madre porque no la dejaba ir


al baile que su prima Sonia iba a organizar por su
cumpleaños.
—La prima Sonia vive muy lejos y es mayor que tú. Ella ya
ha cumplido los quince y puede asistir a esos bailes si quiere;
pero hasta que tú no tengas catorce no te daré permiso para
ir a bailes propios de mayores.
Rut protestó, lloró y pataleó, pero no le sirvió de nada. La
decisión de su madre era razonable y justificada; además, se
mantuvo firme en su postura porque no quería que su hija se
comportase como una niña caprichosa y malcriada.
Sin embargo, Rut era muy obstinada y tenía muchas ganas
de asistir al baile de su prima. Estaba dispuesta a
desobedecer a su madre, hasta el punto de elaborar un plan
para salirse con la suya. El día del cumpleaños de su prima
cogería un tren para ir hasta la casa de sus tíos en la ciudad,
a los cuales llamaría previamente y en secreto para decirles
que su madre le había dado permiso y pedirles que fueran a
recogerla a la estación. También le mentiría a su madre
diciéndole que iba a pasar toda la tarde en casa de su
vecinita Andrea y que se quedaría a dormir con ella, como
había hecho ya en otras ocasiones. Al día siguiente del baile
se montaría en el primer tren de la mañana, a tiempo de
volver a casa como si nada hubiera pasado.
Era un plan con tantos agujeros que no engañaría ni a la
madre más despistada de todas, pero la terquedad de Rut le
impedía ver la estupidez que cometía y continuó empeñada
en llevarlo a cabo. La fiesta de cumpleaños caía en sábado;
ese día echó en una mochila su pijama, un vestido para el
baile, algo de comida para el viaje y sus deberes de la
escuela. Salió de casa después del almuerzo y se dirigió a la
de Andrea consciente de que su madre la estaba mirando
desde la ventana de la cocina; pero cuando estuvo fuera del
alcance de su visión, se alejó corriendo en dirección a la
estación de trenes. Llovía mucho y, a pesar de que se había
puesto el impermeable, llegó empapada a la estación. Su
tren no partiría hasta dos horas después, pero Rut también
tenía planeado esperar en el andén haciendo las tareas del
colegio.
Sin embargo, estaba tan nerviosa que no pudo
concentrarse en los ejercicios que le había puesto su
profesora de matemáticas, ni en los de ninguna otra
asignatura. Empezaba a sentir remordimientos de conciencia
por haber desobedecido a su madre, y un poco de miedo
porque nunca antes había estado sola tan lejos de su casa.
Justo entonces se oyó nítidamente el silbato de un tren
aproximándose a la estación. No podía ser el suyo, pues aún
faltaba más de una hora para su llegada según el horario
previsto. Rut fue a consultar en el panel de información que
había junto a la taquilla y comprobó perpleja que no había
ninguna llegada anunciada para esa hora. El silbato volvió a
sonar mucho más cerca, como si estuviese obstinado en
rebatir la información del panel. Rut se acercó al andén para
verlo pasar; era un tren antiguo muy bonito, con una
locomotora que arrastraba siete vagones con techos de
madera y ventanas con cortinillas. A Rut le dieron ganas de
subirse a él aunque no supiese cuál era su destino, y tal vez
por ese motivo, o tal vez por apreciar más de cerca la
elegancia de los vagones, dio un paso adelante esperando
que se detuviese en el andén. Quería saber qué tipo de
pasajeros llevaba, y sentía curiosidad por ver si alguien se
subía o bajaba en aquella estación. Miró a su izquierda y
luego a su derecha, pero no vio a nadie más interesado en el
tren, lo cual no le pareció extraño en aquel momento.
Lo que sí le resultó extraño fue que la locomotora que
tiraba de los vagones no disminuyese su velocidad al entrar
en la estación. ¿Acaso no iba a detenerse para recoger a
nadie? ¿Ningún pasajero iba a apearse? Aquel tren era cada
vez más misterioso, pensó la niña.
Sucedió entonces algo realmente extraordinario, a la par
que inesperado. Un canguro con uniforme de revisor abrió la
portezuela del primer vagón y repasó de arriba abajo el
andén con sus enormes e inteligentes ojos negros. Su mirada
se cruzó con la mirada de sorpresa de Rut, la única persona
que había en el andén. Al pasar por su lado, el canguro
extendió su poderosa cola y abrazó con ella a la niña por su
cintura, tal como hubiese hecho un jinete de rodeo al atrapar
a un toro con su lazo.
En un abrir y cerrar de ojos, Rut vio cómo sus pies perdían
el contacto con la tierra y era izada por una fuerza
irresistible. Al instante siguiente estaba a salvo dentro del
tren; el canguro revisor aflojó entonces su cola, permitiendo
que la niña recobrase su libertad de movimientos.
—Bienvenida al tren de irás y no volverás, señorita —dijo
el canguro, aumentando la sensación de irrealidad en la que
estaba sumergida la pequeña Rut.
Pasaron varios segundos antes de que la niña pudiese
reaccionar.
—¿Bienvenida? —habló al fin— Me has hecho subir a la
fuerza. Yo no quería subir a este tren. ¿Y por qué me has
atrapado con tu cola? ¿No podía detenerse este tren como
cualquier tren normal? ¿Y qué hace un canguro ejerciendo de
revisor? Nunca antes había visto a un canguro que hablase, y
mucho menos que trabajase en el ferrocarril.
El canguro no parecía estar impresionado por el aluvión de
preguntas; ni siquiera mostraba señales de estar molesto.
—Los canguros somos revisores del tren de irás y no
volverás desde mil novecientos veintitrés, año de su
fundación. Y has de saber, señorita, que he usado el
procedimiento habitual para subir pasajeros a bordo. Si no
querías subirte al tren de irás y no volverás, ¿qué hacías tan
pegada a las vías? Y contestando a tu penúltima pregunta, el
tren de irás y no volverás no se detiene nunca, ni siquiera
aminora su marcha. Si no lo conocías, pronto sabrás que se
trata de un tren muy especial.
—No tendré tiempo de eso —replicó la niña enfadada—.
Quiero bajarme en la próxima estación. ¿Cuál es el
procedimiento para apearse del tren? ¿También usarás tu cola
para dejarme en el andén?
—Por supuesto que no —respondió el canguro sin torcer el
gesto—. Sería muy peligroso, y en este tren nos tomamos muy
en serio la seguridad de los pasajeros. De hecho, nadie se
baja del tren de irás y no volverás por esa razón. Deberías
ocupar ya tu asiento, señorita. Los nuevos pasajeros pueden
elegir el asiento y el camarote que deseen. Encontrarás que
tus compañeros de viaje son todos muy peculiares, especiales
por así decirlo. El vagón restaurante es el último; si tienes
cualquier otra pregunta que formularme toca la campanilla
que encontrarás en tu camarote. Yo mismo o cualquiera de
mis compañeros acudiremos enseguida para servirte. Ahora,
si me lo permites, debo ir a atender a los otros pasajeros.
Disfruta del viaje y, de nuevo, bienvenida a bordo.
El canguro se alejó dando saltitos cortos con sus
gigantescos pies. Rut estaba cada vez más arrepentida de
haber salido de casa. Empezaba a extrañar a su madre, pues
estaba convencida de que ella sabría cómo sacarla del
atolladero en el que estaba metida.
Pero Rut estaba sola y debía averiguar el modo de salir de
aquel embrollo por sus propios medios. Como no sabía por
dónde empezar, decidió seguir el consejo del canguro y abrió
la puerta del primer camarote. Dentro había un sapo tan
grande como un oso, con la piel verrugosa y más seca que un
papel de estraza. Llevaba puesto un elegante frac y leía
apasionadamente un periódico de tamaño exagerado. El sapo
ocupaba el asiento junto a la ventanilla.
—¡Las servilletas de tela, las sábanas y artículos del mismo
género alcanzarán próximamente un precio desorbitado!
¿¡Adónde vamos a parar!? —exclamó.
El sapo apartó la mirada del diario y habló a Rut con una
voz ronca y pastosa:
—¿Has oído, pequeña? Invierte en servilletas de tela y
sábanas si quieres ganar un montón de dinero. Las «Noticias
del Futuro» nunca mienten; yo me he hecho rico leyendo
este periódico todos los días.
Rut ya era suficientemente mayorcita y sabía muy bien
que los diarios publicaban previsiones económicas para que la
gente invirtiera su dinero en la Bolsa y cosas así, pero llamar
a eso noticias del futuro le parecía lisa y llanamente una
tomadura de pelo.
—Ese periódico miente, señor sapo. Nadie sabe lo que
pasará en el futuro. Todo el mundo sería rico en ese caso.
—Lo que tú digas, niña. Yo, por si acaso, voy a conseguir
todas las servilletas de tela y las sábanas que estén
disponibles en el tren. Aquí dice que el precio subirá mucho
en un breve lapso de tiempo. Y bien, niña, ¿quieres sentarte
conmigo? Este sitio está libre.
—No, gracias —respondió Rut, a quien no le había caído
especialmente bien aquel sapo ricachón y engreído.
Salió del camarote y cerró la puerta tras de sí con
desánimo. Si todos los pasajeros del tren eran como aquel
sapo lo tendría verdaderamente difícil para escapar de allí.
Pero a Rut no se le ocurría qué otra cosa podía hacer, así que
decidió probar suerte en otro vagón. Eligió un camarote al
azar y entró esperando tener mejor fortuna que en el
anterior. Dentro había un hombre de mediana edad, con
pecas en el rostro y profundas entradas en su frente. De
todos modos, Rut no se fijó en nada de eso, sino en la caña
de pescar que sostenía en sus manos. Daba la impresión de
que estaba a punto de lanzar el sedal por la ventanilla
abierta del camarote.
—Hola, cielo —sonrió el hombre, a pesar de que su cara
reflejaba una tristeza muy evidente—. Llegas justo a tiempo.
¿Me sostienes la caña mientras me aseguro de que el anzuelo
está sujeto correctamente?
A esas alturas, ya poco podía sorprender a Rut, de manera
que se limitó a coger la caña y preguntar con naturalidad:
—¿Qué piensa usted pescar desde un tren, señor?
—Buena pregunta, cielo. ¿Cómo te llamas?
—Rut, señor. Acabo de subirme al tren.
—¿De veras? Yo llevo ya tres años. Me llamo Javier.
—¿Y bien?
—¿Y bien qué? —preguntó el pescador.
—¿Qué piensa pescar con esta caña? —resopló Rut
impaciente.
—Ah, claro. Perdona, qué despistado soy. Tengo que pescar
una carta.
—¿Una carta?
—Sí. Una carta dentro de un sobre. Me la ha enviado un
amigo; espero que lo haya hecho, en realidad. Yo le había
mandado otra carta previamente, pidiéndole que colocase su
respuesta en un tramo concreto de nuestro itinerario. Dentro
de poco pasaremos por ese punto y solo tendré una
oportunidad de pescar la carta, así que debo estar listo.
—Pienso que es casi imposible lo que quieres hacer, Javier
—opinó la niña con sinceridad—. ¿No hay otro modo de
recoger la carta?
—Ojalá lo hubiese. Este tren no se detiene en ninguna
estación, como ya sabrás. Pero me considero un excelente
pescador y he tenido muchísimo tiempo para practicar aquí
adentro. Y ahora, si me lo permites, me prepararé para el
lanzamiento.
Rut sentía gran curiosidad por la carta y se moría por
hacerle más preguntas a Javier. Sin embargo, pensó que era
mejor no distraerle en aquel momento tan crucial. Se apartó
a un lado, observando cómo el pescador sacaba medio cuerpo
por la ventanilla y echaba hacia atrás la caña dispuesto a
lanzar el anzuelo en el momento preciso. El pescador se
mantuvo alerta en esa posición durante un par de minutos,
como un león agazapado esperando la ocasión propicia para
lanzarse sobre su presa.
—¡Ahí está, ahí está! — exclamó de repente.
Su amigo había dejado la carta sobre una roca, junto a la
cual había clavado una estaca con un cartel gigantesco en el
que había escrito con letras grandes: «¡Buena pesca, Javier!»
El tren marchaba a una velocidad considerable y el viento
le golpeaba con fuerza en la cara, pero Javier consiguió
enganchar la carta con su anzuelo realizando un lanzamiento
maestro que dejó boquiabierta a Rut.
—¡La tengo! —gritó recogiendo el sedal en el carrete,
mientras trataba de evitar que la carta se enganchara en los
postes de teléfono que bordeaban las vías. Cuando tuvo en
sus manos el sobre, cerró de un plumazo la ventanilla y luego
se derrengó exhausto en el asiento. Si hubiese pescado un
tiburón blanco en el océano no habría quedado más agotado.
Rut liberó la carta del anzuelo y se la entregó a Javier.
Estaba impresionada con el alarde de maestría del pescador.
Javier recuperó primero el aliento y después abrió el
sobre.
—Seguro que te mueres por saber qué me ha escrito mi
amigo, ¿verdad? A tu edad yo también era muy curioso.
—Preferiría saber antes cómo te las arreglaste para
mandarle una carta a tu amigo —dijo Rut sentándose frente a
Javier.
—Ajá. Eres muy lista, Rut. Tus padres deben estar muy
orgullosos de ti. Está bien, te contaré la historia completa y
entonces comprenderás por qué es tan importante esta carta
para mí. Lo primero que debes saber es que yo no viajo solo.
Hace tres años, mi novia y yo nos subimos a este misterioso
tren; bueno, como tú ya sabes, los canguros revisores con sus
colas fueron los encargados de subirnos a los dos, con
nuestros equipajes incluidos. Desde entonces Vero, mi
adorada novia, está enfadada conmigo y apenas me saluda.
Me dijo que no me perdonaría hasta que hallase un modo de
escapar de este viaje inacabable y regresar a nuestras casas.
Ella ocupa el camarote que está al final de este vagón.
—¿Pero por qué te culpa de eso? Debería culpar a este tren
ridículo y espantoso. ¡Es como una cárcel!
—En parte tienes razón, cielo. Pero Vero siempre ha
detestado viajar en tren; a mí me encantan los trenes, sobre
todo los antiguos, así que le insistí y le insistí para que me
acompañase, hasta salirme con la mía. Teníamos pasajes para
otro tren, pero cuando vi entrar el tren de irás y no volverás
en la estación lo encontré tan bonito que quise verlo más de
cerca. Cogí de la mano a Vero y tiré de ella hacia las vías. El
resto ya puedes suponerlo, nos acercamos tanto que nos
pusimos al alcance de las colas de esos fastidiosos canguros.
Desde entonces, todos mis pensamientos van encaminados a
buscar la manera de apearnos del tren y obtener así el
perdón de mi querida Vero.
—¿Y la carta tiene algo que ver con eso? —quiso saber Rut.
— Ya l o v a s e n t e n d i e n d o . Ve r á s , h a c e u n a ñ o
aproximadamente empecé a fijarme detenidamente en las
estaciones por las que pasábamos sin detenernos, pues el
tren volaba sobre las vías cual si fuese una flecha que nunca
cayera al suelo. Así me di cuenta que en cada estación había
un buzón de correos. Entonces tuve una idea; para empezar,
le pedí a uno de los canguros que me proporcionara un
horario con el itinerario que seguía el tren de irás y no
volverás. Luego lo metí en un sobre junto con una carta
dirigida a un buen amigo mío, del que puedo asegurarte que
tiene la mente más preclara y brillante que haya conocido.
En ella le explicaba nuestra triste situación, rogándole que
me hiciera llegar por medio de otra carta un plan de fuga
viable para Vero y para mí. Remarqué en el horario de trenes
la fecha de hoy, indicándole que debía dejarme su respuesta
en algún punto del itinerario que recorremos en estos
momentos. Lo más difícil era introducir la carta en algún
buzón; realicé complicados cálculos de balística, metí varias
monedas en el sobre para aumentar su peso y estuve
practicando puntería durante dos meses. Aun así, perdí varias
cartas antes de que lograra meter una en el buzón de una de
las estaciones por las que pasamos. Ten en cuenta que debía
lanzarla desde la ventanilla a una distancia considerable y a
una velocidad bastante alta. Solo lo conseguí al sexto
intento.
—Toda una hazaña —opinó Rut—. Mucho más difícil que
pescar con caña una carta desde un tren.
—Estoy de acuerdo. Ahora confío en que mi amigo haya
cumplido su parte del plan; en cuanto abra esta carta lo
sabré. Pero antes de que lo haga, ¿tienes alguna duda que
preguntarme sobre lo que te acabo de contar?
—Solo una. ¿De dónde sacaste esta caña de pescar?
—Bah, esos canguros revisores llevan de todo en sus
marsupios o como se llamen. Tú solo tienes que pedirle lo
que necesites, y ellos te lo proporcionarán. Son fastidiosos,
pero muy serviciales.
—Vale. Abre la carta, Javier. Quiero saber lo que dice tu
amigo —dijo Rut, ansiosa también por averiguar si había una
manera de salir del tren de irás y no volverás de la que ella
pudiera aprovecharse.
Javier abrió la carta, carraspeó un poco y empezó a leer
en voz alta:
«Estimado Javier: imagina mi sorpresa al recibir tu carta.
¡Eres único para meterte en líos, amigo! Pobre Vero… En fin,
iré al grano. He estudiado detenidamente el horario de
trenes que me enviaste (por cierto, qué locura de tren debe
ser ese, ¿no?) y lo he comparado con un mapa de redes
ferroviarias para conocer con exactitud la ruta por la que
viajará tu tren en los próximos meses. Gracias a ello se me
ha ocurrido una idea que tal vez os sirva. El jueves quince de
mayo, sobre las quince horas y treinta minutos, el tren de
irás y no volverás cruzará el puente sobre un desfiladero en
las Montañas Dobladas. El desfiladero es un abismo de casi un
kilómetro de profundidad en cuyo fondo serpentea un río de
aguas tranquilas. Es un lugar ideal para hacer puenting o,
incluso, tirarse en paracaídas. Yo creo que es el mejor, por no
decir el único momento propicio para abandonar el tren. Sí,
has leído bien, eso es lo que os propongo, que saltéis en
sendos paracaídas que deberéis construir con los medios que
tengáis a vuestro alcance. En otra hoja os mando las
instrucciones para confeccionar un paracaídas rudimentario
pero eficaz, además de un curso básico de aprendizaje que
encontrareis de gran utilidad. Sé que Vero es una buena
costurera, seguro que no tendrá problemas para unir algunas
sábanas y coser los hilos mediante los cuales manejareis los
paracaídas. Sé también que será arriesgado tirarse al vacío
desde el tren en marcha pero, chico, en una situación tan
desesperada como la vuestra tendréis que armaros de valor y
no pensarlo demasiado.
»Yo os estaré esperando el día y a la hora señalada en el
fondo del desfiladero. Marcaré con una cruz el lugar para que
lo veáis desde el cielo. Mucha suerte y un abrazo para los
dos. Os extraño. Firmado: vuestro amigo Ramón.»
Después de escuchar la lectura de la carta atentamente,
Rut tenía la impresión de que el amigo de Javier no tenía una
mente tan brillante ni preclara como se le suponía; eso sí,
contaba con una fértil imaginación y se había tomado la
molestia de ayudarlos. Eso contaba a su favor, no había duda.
—El quince de mayo será dentro de tres semanas. Ojalá
pueda convencer a Vero para que haga los paracaídas y salte
conmigo. No me iré sin ella; prefiero pasarme toda la vida
encerrado en este tren viajando a ninguna parte que vivir un
solo día sin tener a Vero cerca de mí.
De improviso, la puerta del camarote se abrió y, como una
exhalación, entró corriendo una mujer muy bonita que corrió
a abrazarse con Javier.
—¡No tienes que convencerme de nada, amor mío! —
exclamó con los ojos llenos de lágrimas —. Yo tampoco podría
quedarme en el tren si no estás tú. Da por seguro que haré
esos paracaídas y que saltaremos juntos desde ese puente.
—¿Pero cómo…? ¿Has escuchado todo lo que he dicho? —
acertó a preguntar Javier, aún desconcertado por la irrupción
de su impulsiva novia en el camarote.
—Perdóname por eso, amor mío. No pude evitarlo —se
disculpó Vero—. Estaba en el pasillo cuando vi a esta niña
entrar en tu camarote. Me intrigó tanto que arrimé el oído a
la puerta para saber quién era y para qué había venido a
verte. No me arrepiento de haber sido una fisgona por
escuchar detrás de la puerta, pues gracias a ello he abierto al
fin los ojos y he comprendido cuánto me amas. Me he
comportado como una idiota testaruda al estar enfadada
contigo tanto tiempo. Perdóname, por favor.
Javier la besó. Estaba feliz por haber recuperado a su
novia tan inesperadamente.
—Claro que te perdono, amor mío. Perdóname tú a mí por
todo el daño que te he hecho.
Rut empezaba a cansarse de tantas palabras empalagosas.
Y también, por qué no decirlo, sentía un poco de celos de
aquella pareja de enamorados. Ella también sentía ganas de
abrazar a su madre en aquellos momentos, pedirle perdón
por su fuga y decirle cuánto la había echado de menos.
—Será mejor que me ponga manos a la obra
inmediatamente —dijo entonces Vero—. Cogeré las sábanas
de tu litera y las de mi camarote para confeccionar esos
paracaídas con las instrucciones que te ha mandado Ramón.
Al oír la palabra sábana, Rut tuvo una intuición
inquietante. Estaba preguntándose por la razón de tal
sensación, cuando Javier exclamó:
—¡Qué raro! Aquí no están mis sábanas. Esta mañana
vinieron las zarigüeyas encargadas del servicio de limpieza a
vestirme la cama de limpio, pero, no sé cómo, alguien se ha
llevado hasta la funda de la almohada. ¡Solo queda el
colchón!
—Puede que las zarigüeyas se hayan confundido de
camarote y las hayan recogido para lavarlas de nuevo —
especuló Vero sin demasiado convencimiento.
—No he salido del camarote desde que vinieron a
arreglarlo esta mañana —objetó Javier—. Puedo asegurarte
que nadie, excepto Rut y ahora tú, ha entrado aquí desde
entonces. No, algún ladrón invisible me las ha robado en mis
propias narices.
—Y yo sé a quién se las ha vendido —aseguró entonces Rut,
recordando las palabras del sapo, a las que no había
concedido importancia alguna cuando las escuchó.
Rut explicó entonces a la pareja de enamorados la extraña
conversación que había mantenido con el sapo minutos antes.
—Ese sapo y yo no nos llevamos muy bien que digamos —
desveló Javier—. Es demasiado estirado para mi gusto. Sé
positivamente que a mí no me querrá dar el material que
necesitamos, si es que obra en su poder.
—Yo negociaré con él —se ofreció Rut—. Ya veréis cómo
consigo las sábanas que hacen falta.
Vero y Javier le agradecieron con efusivas muestras de
cariño su ofrecimiento para intermediar con el sapo.
—Voy a hacer un paracaídas para ti también —dijo Vero—.
Saltarás con nosotros y te llevaremos a tu casa.
A Rut no le hacía ninguna gracia tener que saltar a un
precipicio desde un tren en marcha y con el único sostén de
un trozo de tela. Pero no sabía si se le presentaría una
oportunidad mejor para abandonar el tren, así que tendría
que hacer de tripas corazón y aprender a saltar en
paracaídas.
La niña fue a ver al sapo de inmediato. Lo encontró de
nuevo leyendo el diario Las Noticias del Futuro.
—El tiempo está muy revuelto, jovencita. Mejor será que
tengas a mano un paraguas si pretendes subir al techo del
tren.
—¿A cuento de qué iba a querer yo subir al techo del tren?
—replicó Rut.
—De vez en cuando hay que salir de estos vagones,
jovencita. Mira, aquí dice que solo lucirá el sol un día de esta
semana: el viernes que viene. Deberías aprovecharlo.
—Señor sapo, no he venido a verle para hablar del tiempo
con usted. Sé que está acaparando todas las piezas de tela,
sábanas incluidas, que hay en este tren. ¡Incluso ha recurrido
al robo, no lo niegue!
—Yo solo me dedico a los negocios, jovencita. Dime qué
necesitas y te lo conseguiré con mucho gusto.
Le daba mucha rabia, pero Rut sabía que estaba a merced
de aquel ladino muchimillonario.
—Está bien, usted gana. Esas noticias del futuro tenían
razón. ¿Puede hacer el favor de venderme tres juegos
completos de sábanas?
—Claro que sí. A ver, eso serían… déjame que calcule…tres
millones de euros. Y te hago un buen descuento, créeme.
—¿Se ha vuelto loco? Ni siendo de oro costarían tanto.
—Es el precio actual de mercado, jovencita. Lo tomas o lo
dejas. Yo en tu lugar lo tomaría, el precio va a seguir
subiendo hasta cifras astronómicas.
El rostro del sapo era la viva imagen de la avaricia. Su piel
reseca tenía un aspecto repugnante, reflejando
externamente la negra fealdad de su interior. Rut supo que
solo obtendría lo que quería siendo tan astuta y retorcida
como aquel sapo de negocios.
—No tengo ese dinero, no podría reunirlo ni en un millón
de años. Pero tal vez haya algo que pueda ofrecerle a cambio
de las sábanas, algo que no sea dinero y que usted desee
fervientemente.
El sapo miró a Rut desdeñosamente con sus ojos saltones y
enrojecidos.
—Dudo que tú tengas algo que pudiera interesarme. El
dinero lo consigue todo, y tengo muchísimo dinero, créeme.
Monedas, billetes, pagarés…
—Ya, ya, ¿y cómo es que tiene la piel tan seca y agrietada?
Un sapo millonario como usted debería lucir siempre una piel
hidratada y brillante.
Los labios del sapo comenzaron a temblar como un flan.
Rut había acertado de pleno, descubriendo un punto débil del
batracio.
—En eso tienes razón, jovencita —reconoció con desagrado
el sapo—. Hace demasiado tiempo que no me hidrato
adecuadamente, pero es que en este tren es imposible darse
un baño como es debido. Los lavabos son minúsculos y el
depósito de agua de las duchas se agota enseguida.
—¿No hay ningún camarote con bañera? —inquirió Rut
intuyendo que iba por buen camino.
—Oh, sí que lo hay. En el cuarto vagón hay un camarote
con una bañera estupenda. Pero está ocupado por un
cocodrilo con muy malas pulgas que jamás sale de allí.
Recibe con mordiscos a cualquiera que se atreva a entrar en
su camarote.
—Entiendo. Con él no sirven sus billetes, ¿verdad? —dijo
con tono burlón la niña.
—Ese lagarto es demasiado bruto para apreciar la utilidad
del dinero, me temo —repuso el sapo sin disimular la
impotencia que le producía aquella circunstancia.
—¿Y si yo consigo que pueda bañarse en su camarote
durante al menos dos horas? ¿Me daría a cambio las sábanas
que necesito?
—Si encuentras el modo de que ese cocodrilo salga de su
camarote y yo pueda meterme en su bañera, te
recompensaré por ello. Pero mejor que sean tres horas, una
por cada juego de sábanas.
—Tenemos un trato entonces—dijo Rut alargando su brazo
para sellar el pacto con un apretón de manos. El sapo estiró
una de sus ancas y estrechó con solemnidad la mano que le
ofrecía la niña.
Rut salió del camarote preguntándose por qué se había
metido en semejante lío. Sin ser consciente de ello, el tren
de irás y no volverás estaba sacando a relucir sus mejores
cualidades y orientando su personalidad en la buena
dirección.
En nada de eso pensaba cuando se encaminaba al cuarto
vagón. Se preguntaba cómo conseguiría que el cocodrilo
abandonase su camarote durante tres horas. El sentido
común le advertía que sería muy peligroso entrar en su
camarote sin tener antes un plan convincente. Cuando llegó a
la puerta, en lugar de llamar, se sentó en el suelo del pasillo
para pensar con tranquilidad. Su mente empezó a divagar,
recordando todo lo que había vivido desde que subió al tren.
Le entristeció pensar que a cada instante se alejaba sin
remedio de su hogar, sin saber cuándo podría volver a abrazar
a sus padres. De repente, empezó a pensar en las noticias del
futuro que leía el sapo. Se lamentó de no haber creído en
ellas la primera vez y no haber acaparado a tiempo algunas
sábanas. Entonces cayó en la cuenta de que aquella noticia
se refería directamente a la vida de los pasajeros del tren de
irás y no volverás. En ese caso, ¿la previsión meteorológica
que acababa de leer el sapo afectaría también a su futuro de
una manera concreta?
A ver, el diario decía que llovería toda la semana excepto
el viernes. Y el sapo le había recomendado que tomase el sol
ese día en el techo del tren. ¿Qué ganaría ella si siguiera su
consejo? En ese instante lo comprendió, claro como el cielo
azul después de la lluvia. A los lagartos les encanta tomar el
sol, del mismo modo que a los sapos zambullirse en el agua.
Debía jugar bien esa carta. Se levantó de un salto y llamó con
decisión a la puerta del camarote. Le contestó una voz que
era más bien un trueno.
—¡Pasa de una vez, canguro inútil! ¡Espero que traigas el
lenguado crudo con zanahorias que te pedí hace un siglo!
Aquel cocodrilo tenía un genio muy fuerte, pensó Rut
mientras tragaba saliva y abría la puerta del camarote. Un
gigantesco reptil ocupaba casi todo el habitáculo, con el
cuerpo metido dentro de una bañera blanca de porcelana con
patas doradas. Había desparramado su cola por el suelo
mojado y lleno de pompas de jabón. El cocodrilo dejó de
cepillarse las duras escamas de su cuerpo al ver a Rut parada
en la entrada.
—¿Qué haces aquí? ¿Quién eres tú?
—Me llamo Rut, señor cocodrilo. He subido al tren
recientemente; de hecho, todavía no he tenido tiempo de
instalarme en ningún camarote.
—¿Y qué me importa a mí eso? Te advierto que tengo
mucha hambre y poca paciencia; te comeré de un bocado si
no dejas de molestarme.
«Eso será si me coges», pensó Rut al ver que aquel reptil
era demasiado pesado para atraparla si le daba por
perseguirla. Todo cuanto tendría que hacer llegado el caso
sería mantenerse fuera del alcance de sus fauces. Eso le dio
más confianza.
—No le molestaré mucho, señor cocodrilo. Sucede que un
amigo mío me habló de usted, contándome que pasaba casi
todo su tiempo metido en su bañera.
—Los pasajeros de este tren tienden a meter las narices o
sus hocicos donde no les llaman —refunfuñó el cocodrilo
volviendo a su tarea de frotarse y enjabonarse.
—No es mi intención entrometerme en sus asuntos, señor.
Es solo que me pregunto si sabía que este viernes va a lucir
un sol esplendoroso; se lo digo porque un cocodrilo debe
tomar mucho sol para no morir de frío. No es bueno para su
salud estar metido siempre en el agua.
El cocodrilo dejó de restregarse la piel. Rut había logrado
atraer su atención.
—No te falta razón, niña. Mi madre me obligaba a tomar el
sol del mediodía cada mañana en la orilla del río donde nací.
¡Qué buenos tiempos aquellos! Sí, confieso que estoy
abandonando las buenas costumbres de todo cocodrilo. ¿Pero
dónde se puede tomar aquí el sol? Estas ventanillas no dejan
pasar mucha luz, que digamos.
—Podría reptar hasta el techo. Allí le dará el sol de pleno.
—Eres más lista de lo que pareces, niña. Aunque tendría
que decirle a esos canguros perezosos que me suban al techo
una hamaca que sea cómoda y soporte mi peso. No pienso
tumbarme sobre un techo como si fuera un vulgar vagabundo.
Y también tendrían que colocar una rampa para que pudiese
llegar al techo sin dificultades; no soy una escuálida lagartija
capaz de reptar por las paredes.
—Oh, no se preocupe —dijo Rut—. Yo me encargaré de
decirles a los canguros que lo tengan todo preparado para el
viernes. Incluso les diré que suban al techo un buen aperitivo
para que usted no tenga que bajar en toda la mañana. ¿Qué
le parece?
—Me parece una idea excelente. Ojalá todos los pasajeros
fueran tan amables como tú, niña.
—Entonces vendré el viernes a recordarle lo que hemos
hablado.
—Eso si es que sale el sol —comentó el cocodrilo
dubitativo.
—Estoy segura de que saldrá, ya lo verá —dijo Rut
plenamente convencida de lo que decía.
Y no se equivocaba. El periódico con las noticias del futuro
volvió a acertar en sus vaticinios. Tras varios días de intensas
lluvias, el viernes amaneció con un cielo completamente
despejado; el sol calentó desde bien temprano, como si
quisiera recuperarse del tiempo perdido. Rut apremió a los
canguros revisores para que cumpliesen con diligencia lo que
les había solicitado. Lo primero que hicieron fue instalar una
rampa que iba desde el suelo del vagón en el que viajaba el
cocodrilo hasta el techo del vagón posterior. Allí colocaron la
hamaca más grande y resistente que habían podido encontrar
y, finalmente, subieron una barbacoa para entretener al
cocodrilo con un suculento plato de chuletas.
Cuando todo estuvo listo, la propia Rut se encargó de
conducir al reptil hasta la rampa y asegurarse de que se
tumbaba a pleno sol panza arriba.
—Gracias, niña. Es una delicia sentir las caricias de los
rayos de sol. Realmente paso mucho tiempo metido en esa
bañera —reflexionó el cocodrilo al tiempo que se ajustaba
unas gafas de sol con sus torpes y cortas manos.
Rut esperó de pie sobre el techo del vagón hasta estar
segura de que el cocodrilo se relajaba, y después bajó de él
para poner en marcha la segunda parte de su plan. Llamó a la
puerta del camarote del sapo avisándole de que tenía el
camino despejado. El sapo salió con una toalla sobre el
hombro, chanclas floreadas en las ancas y un gorro de ducha
encasquetado en su cabeza rechoncha. No podía estar más
ridículo en opinión de Rut, pero se abstuvo de hacerle ningún
comentario al respecto.
—Espero que el agua tenga la temperatura adecuada,
jovencita. No quisiera escaldar mi delicada piel —comentó el
sapo mientras se encaminaba hacia el camarote del
cocodrilo.
—Encontrará que todo está a su gusto, señor sapo. Ya lo
verá —dijo Rut—. Pero dese prisa, por favor; recuerde que las
tres horas empiezan a contar desde ahora.
El sapo se coló en el camarote del cocodrilo y comenzó así
a disfrutar de un reconfortante baño, que su arrugada y
reseca piel agradeció instantáneamente. Mientras tanto, el
reptil disfrutaba por encima de sus cabezas de un baño de sol
también muy necesario para su escamosa piel.
Todo parecía transcurrir con normalidad. Rut preguntaba
constantemente la hora a los canguros revisores, aguardando
con impaciencia que transcurriesen las tres horas pactadas
con el sapo. Por dos veces tuvo que entrar en el camarote
para pedirle a este que no hiciera tanto ruido zambulléndose
y chapoteando en la bañera, pues temía que el cocodrilo
descubriese la argucia y todo terminase de mala manera.
Al cumplirse la segunda hora, el tren de irás y no volverás
se cruzó con una vieja locomotora de vapor que discurría por
raíles paralelos. Rut asistía en aquel instante a las lecciones
intensivas que Javier le estaba dando para que aprendiese a
saltar en paracaídas. Poco después del paso del tren a vapor,
profesor y alumna percibieron que algo muy pesado estaba
arrastrándose por el techo de uno de los vagones.
—¡Es el cocodrilo! —exclamó Rut asustada de repente— ¡Va
a bajar antes de tiempo y descubrirá al sapo en su camarote!
¡Y cuando lo haga se lo tragará de un bocado, y luego vendrá
a por mí, de eso estoy segura!
—Tranquilízate, Rut —le dijo Javier tratando de mantener
la calma—. Tú saca al sapo de la bañera y llévalo de vuelta a
su camarote. Yo, mientras tanto, saldré al encuentro del
cocodrilo y le entretendré el mayor tiempo posible.
Continuaremos la lección más tarde. Vamos, no perdamos el
tiempo.
El cocodrilo bajaba por la rampa de acceso al vagón
refunfuñando y con el cuerpo cubierto de un hollín negro y
espeso.
—¿Quién me mandaría a mí salir de mi cómoda bañera
para tomar el sol?
Javier se interpuso en su camino como quien no quiere la
cosa y fingió preocuparse por su estado.
—¿Qué le ha pasado, señor cocodrilo? ¿A qué vienen esas
quejas?
—¡Míreme! ¿No es obvio lo que me ha pasado? ¡Esa infernal
locomotora me ha puesto perdido con el humo que sale de su
caldera! ¡Tendré que frotarme con un cepillo de hierro para
quitarme todo este hollín y perfumarme muy bien para
desprenderme de este desagradable olor a carbón!
—Es una verdadera lástima. Usted, que huele siempre tan
bien —dijo Javier con ironía—. En realidad es algo que me
llama la atención. ¿Qué perfumes suele aplicarse usted
después del baño?
Y mientras Javier entretenía al cocodrilo con esta y otras
preguntas intrascendentes, Rut sacó al sapo millonario de la
bañera y lo empujó furtivamente hasta su camarote envuelto
en una toalla.
—¡Solo he podido disfrutar de dos horas dentro de la
bañera! —estalló el batracio cuando terminó de secarse y
vestirse detrás de un biombo— Me has sacado del agua justo
cuando estaba más a gusto. Lo considero un claro
incumplimiento de las condiciones de nuestro acuerdo.
—No ha sido por mi culpa —protestó débilmente Rut—.
¿Cómo podía saber que nos cruzaríamos con una locomotora
tan inoportuna?
—A lo mejor si hubieras leído las noticias del futuro te
habrías enterado, jovencita. En los negocios hay que tener
previstas todas las contingencias; yo, desde luego, no voy a
ser quien pague las consecuencias de tu incompetencia. Solo
te pagaré dos juegos de sábanas, es lo justo.
Con dos juegos de sábanas solo habría tela suficiente para
dos paracaídas, y Rut lo sabía. Pero por más que discutió,
razonó, protestó, e incluso suplicó, no hubo manera de que
el sapo diese marcha atrás en su decisión. La niña salió del
camarote con solo dos juegos de sábanas en sus brazos,
compungida y decepcionada.
Javier y Vero también se sintieron desolados con la
noticia. Durante los días siguientes, trataron de conseguir
tela para un tercer paracaídas, pero todos sus intentos
resultaron infructuosos. Los canguros revisores, tan diligentes
a la hora de suministrar cualquier producto o servicio a los
pasajeros, se disculparon diciendo que estaban atados de
pies y manos. Todas las piezas de tela que había a bordo del
tren eran de propiedad exclusiva del egoísta sapo, y este no
estaba dispuesto a cederles ni un simple retal.
Se acercaba el día en el que el tren de irás y no volverás
cruzaría el puente sobre el desfiladero, y Vero ya tenía listos
los dos paracaídas. Tanto ella como Rut y su novio dominaban
la teoría del salto en paracaídas, aunque ninguno de los tres
afrontaba aquel momento con ánimos suficientes.
Fue Javier quien dio un primer paso, valiente y generoso.
—Yo me quedaré en el tren, Vero. Salta tú con Rut y
llévala a su casa. Su madre estará desesperada.
—Eres tan bueno, amor mío —dijo Vero—. Pero creo que lo
mejor sería que saltarais vosotros dos. Yo no he entendido
muy bien las instrucciones para manejar el paracaídas y temo
que me estrellaré contra las paredes del desfiladero si salto.
Rut también quiso dar su opinión.
—No, no. Javier y tú no podéis separaros de ninguna
manera. Yo llegué la última y no quiero ser tratada con
ningún privilegio.
Javier y Vero se asombraron de la madurez de la niña y de
su buen corazón, pero la cuestión sobre el fondo del asunto
quedó sin resolver. Cuando llegó el trascendental día aún no
se habían puesto de acuerdo. Los tres seguían en el mismo
camarote dándose argumentos y razones los unos a los otros.
Faltaban pocos kilómetros para que el tren llegase al puente
cuando Javier dijo:
—Digáis lo que me digáis, jamás saltaré sin ustedes dos.
—Pues yo tampoco —dijo su novia cruzándose de brazos
como si quisiera reafirmarse en su decisión.
—Yo no saltaré sola, eso lo tengo muy claro —intervino
Rut.
Entonces los tres comenzaron a lanzarse miradas
intimidatorias y desafiantes hasta que ninguno pudo
contenerse por más tiempo la risa. Después de eso se
abrazaron y lloraron emocionados. Al fin habían llegado a la
única conclusión con la que todos podían estar de acuerdo; y
esa conclusión era que ninguno saltaría con paracaídas
dejando a un compañero atrás.
Así pues, dejaron pasar la oportunidad que tanto
anhelaban de abandonar el tren de irás pero no volverás, el
tren eterno que no se detiene en estación alguna. No se
arrepintieron de la decisión que habían tomado, pero la
melancolía y el desánimo se adueñaron de sus corazones una
vez que el último vagón del tren traspasó las vías del puente.
Rut se lamentaba continuamente de haber mentido a su
madre. No deseaba otra cosa que poder abrazarla con todas
sus fuerzas, pedirle perdón y decirle cuánta razón tenía con
lo de la fiesta de la prima Sonia. Después del fiasco de los
paracaídas, eligió un camarote donde instalarse y se resignó
a pasar una larga temporada entre las paredes del coche
cama. Cuando se sintió menos abatida, se dedicó a lo que se
le daba mejor: hacer todo tipo de favores a los demás
pasajeros. Así creció pronto su reputación y fama en el
interior de aquel pequeño universo de animales parlanchines
y gente variopinta que conformaban el extraño pasaje del
tren de irás y no volverás. Incluso ayudó a los canguros en su
trabajo como revisores, rescatando a uno de ellos que había
introducido por accidente sus enormes pies en un hueco
entre dos vagones.
Sin saberlo ni pretenderlo, ese acto iba a ser su último
gesto altruista en el tren. Días después aquel canguro fue a
verla a su camarote. Todavía llevaba los pies vendados y
usaba muletas. El revisor cerró la puerta y susurró:
—Quería darte las gracias de nuevo por acudir en mi
auxilio, pequeña Rut. —Así se referían a Rut todos los
canguros que trabajaban en el tren.
—Oh, no tiene importancia. Cualquiera hubiese hecho lo
mismo.
—Bueno, quizá. Pero algún que otro sapo que viaja en este
tren lo hubiese hecho a cambio de mucho dinero, puedes
darlo por seguro. Lo que quiero decir es que me siento en
deuda contigo y creo que sé un modo de saldarla.
—No tienes que pagarme nada, lo hice encantada —
respondió Rut con sinceridad.
—Tú escúchame —dijo el canguro—. El accidente que sufrí
ha originado una posibilidad de que abandones este tren y
regreses a tu hogar.
Rut se quedó momentáneamente muda de asombro.
—El caso es —prosiguió el canguro—, que a causa del
accidente estaré de baja médica un par de meses por lo
menos. Por ese motivo me trasladarán hoy mismo al tren de
solo volverás. El tren de solo volverás es genial, porque
recorre las mismas estaciones por las que ha pasado
previamente el tren de irás y no volverás; pero lo mejor es
que recupera el tiempo perdido, ya que va viajando hacia el
pasado a medida que recorre las vías. Cualquier reloj dentro
de ese tren avanza en sentido inverso al de un reloj
corriente.
—Es increíble, maravilloso. Entonces, ¿pararemos hoy en
una estación?
—Sí, pero solo yo podré descender del tren enseñando mi
permiso especial. Sin ese salvoconducto es imposible hacerlo.
Rut hizo una mueca de disgusto.
—Ya sé lo que piensas, pero podría llevarte conmigo oculta
en mi equipaje. Cuando pasásemos por tu estación, ya me las
arreglaría de algún modo para que los mozos descargasen la
maleta en la que viajases escondida. Soy muy bueno
inventando excusas, créeme.
—No me importaría meterme en una maleta, pero no
pienso irme de aquí sin mis amigos —objetó Rut—. Si no
puedes sacar también a Vero y a Javier, me quedaré en el
tren hasta que surja otra ocasión mejor de abandonarlo.
—No hay problema. Los canguros llevamos siempre mucho
equipaje. Se nos permite transportar hasta cinco maletas
grandes; ten en cuenta que Australia queda tan lejos…
Si no hubiese estado lesionado y no llevase muletas, Rut se
hubiera arrojado sin pensárselo a los cortos brazos del
canguro. Tuvo que conformarse con estrecharle la mano y
agradecerle de corazón su ofrecimiento.

A la hora exacta establecida, el tren de irás y no volverás


se detuvo en una estación sin nombre que no figuraba en
ningún mapa. Solo el canguro lesionado se bajó del tren con
un carrito en el que transportaba cinco maletas muy pesadas.
Antes de introducirse en una de ellas, Rut había amarrado en
su asa una etiqueta en la que había escrito el nombre de la
estación donde había subido al tren de irás y no volverás.
Vero y Javier habían hecho lo propio con sus respectivas
maletas, tras lo cual se habían despedido de Rut
prometiéndose que se reencontrarían tan pronto como
pudiesen para recordar aquella extraña y maravillosa
aventura que habían vivido juntos.
Dentro de la maleta del canguro, Rut sintió que la
elevaban y la arrojaban sin muchos miramientos sobre otras
maletas. Luego notó que el tren se ponía en marcha con una
fuerte sacudida. Llamó a Vero y a Javier pero estos no le
contestaron. Poco a poco la invadió un sopor invencible,
hasta que se quedó profundamente dormida. Nunca supo
cuánto tiempo durmió, ni quién la sacó de la maleta en la
que viajaba, porque al despertar se halló sentada en la
misma estación de la que había partido días atrás. El jefe de
estación se extrañó cuando la niña le preguntó qué día era.
El canguro tenía razón: viajar en el tren de solo volverás era
como viajar marcha atrás en el tiempo.
Rut no podía estar más feliz. Disponía de una oportunidad
para corregir sus errores y enmendar las decisiones
incorrectas que había tomado. De camino a su casa, bajo la
misma lluvia que caía cuando se marchó de ella, se sintió
como si algo hubiese cambiado en su interior; se suponía que
el tiempo no había pasado, pero ella sabía que no había sido
así. Pensó en el sapo multimillonario y en sus noticias del
futuro; se sonrió al recordar al cocodrilo dentro de su bañera
y se estremeció al pensar que había estado a punto de tirarse
en paracaídas desde un tren. Definitivamente, había sido un
viaje que recordaría toda su vida.

Declarando ante la jueza

El relato de Jazmín me pareció muy entretenido. Durante


un rato había conseguido que me olvidase de mis problemas.
—Se ha hecho tarde —dijo la grulla percibiendo la
oscuridad a su alrededor—. Será mejor que me vaya o mis
hermanas Camelia, Lila y Orquídea se preocuparán sin
motivo.
—Ten mucho cuidado, Jazmín —le advertí casi en tono de
súplica—. Ya sabes lo que supone para vosotras hablar
conmigo: Margarita y Azucena desaparecieron después de
contarme una de sus historias.
—Lo tendré. Pero supongo que estamos a salvo; la policía
ha dispuesto una vigilancia especial en el parque para que no
nos pase nada. Es el lugar más protegido de la ciudad ahora
mismo.
—Me alegra oír eso. Entonces vete ya, no quiero
entretenerte más.
—Cuídese mucho, Ramiro. Que tenga dulces sueños y
mucha suerte mañana ante el juez. Ojalá decrete su libertad.
—Confío en que se haga justicia. Si el juez me deja libre
iré a veros mañana mismo.
La grulla se alejó volando, dejándome a solas con mis
pensamientos. Me tumbé en el estrecho catre de mi celda,
con la mirada perdida en el techo. No se lo había dicho a
Jazmín, pero yo estaba convencido de que aquella noche no
desaparecería ninguna grulla; y no sería gracias a la vigilancia
policial. Estaba cada vez más seguro de que había alguien
cuya voluntad era incriminarme, haciéndome parecer
culpable de los secuestros. Esa mente criminal, todavía en
las sombras, vigilaba mis movimientos y falseaba las pruebas,
allanando mi casa sin ningún remordimiento. Era lógico
pensar, por tanto, que también se habría enterado de mi
detención. Hasta ahora el secuestrador, con o sin ayuda,
había demostrado ser alguien muy astuto, y conmigo entre
rejas no cometería el error de raptar a otra grulla, pues en
ese caso la policía no podría dudar de mi inocencia y se vería
obligada a abrir otras líneas de investigación que tal vez
condujeran a su detención. No, aquella noche yo podía
dormir relativamente tranquilo; las cuatro grullas que
quedaban en libertad no tenían que temer por su seguridad.
Al día siguiente comprobé que no me había equivocado.
Los agentes de policía que me condujeron a los Juzgados me
confirmaron que no se había presentado denuncia alguna por
secuestro o desaparición de grullas, ni de ningún otro animal,
en las últimas horas. Respiré aliviado, aun cuando eso
confirmaba mi sospecha de que existía una conspiración en
marcha contra mi persona.
Casandra me aguardaba en la sala del tribunal donde iba a
tener lugar la vista. El juez que me había tocado en suerte
resultó ser jueza, y una jueza de costumbres muy extrañas,
por cierto. En lugar del tradicional mazo para imponer orden
en la sala, utilizaba una baqueta para aporrear un enorme
timbal colocado a un lado del estrado. Al parecer, la jueza
era componente de una orquesta sinfónica y aprovechaba las
sesiones del tribunal para ensayar con su instrumento. No
solo eso; mientras escuchaba a los letrados tejía lana con sus
agujas de punto. Casandra me explicó que había sido abuela
recientemente y estaba haciéndole a su nieto un gorrito de
lana. Todavía más: el dibujante que se encargaba de hacer
los bocetos del juicio para la prensa se había puesto enfermo
y la jueza se había ofrecido al periódico local para cubrir su
puesto. En resumen, se trataba de una jueza polifacética.
Una genio, vamos.
—Solo espero que tantas ocupaciones no la distraigan
demasiado de su verdadera obligación—le susurré a Casandra,
temiendo que se tomase más en serio el gorrito de lana de su
nieto que las alegaciones de mi abogada.
—No te preocupes, Ramiro. Es una jueza estupenda,
imparcial y objetiva. Aunque es cierto que a veces sus
métodos para fallar sobre el caso que le ocupa son poco
convencionales.
—¿Poco convencionales? ¿Qué quieres decir con eso?
Pero mi pregunta quedó sin responder porque en ese
instante la jueza golpeó con fuerza su timbal pidiendo
silencio en la sala.
—Se abre la sesión ante este tribunal. A ver qué tenemos
hoy, ah sí, el caso de las grullas. La fiscalía pretende que se
mantenga la prisión provisional del acusado. ¿No es así, señor
fiscal?
El fiscal se levantó de su asiento ostentosamente. Era un
individuo espigado y de mirada desdeñosa, cuyo atuendo ya
estaba fuera de moda hacía más de veinte años.
—Señora jueza, permítame decirle antes de empezar que
toca usted el timbal maravillosamente bien. Y ahora,
volviendo al caso que nos ocupa, demostraré que las pruebas
en contra del acusado son abrumadoras. No solo fue el último
humano a quien se le vio en compañía de las grullas
Margarita y Azucena, sino que grabó en el móvil su propia
confesión.
—¡Protesto! —interrumpió Casandra airadamente el
discurso del fiscal—. Mi defendido no ha confesado
absolutamente nada.
El timbal volvió a resonar como un trueno en la sala.
—Se acepta la protesta —dictaminó la jueza—. Señor
fiscal, aténgase solo a los hechos, yo seré quien valore las
pruebas que se presenten. Y, ya de paso, póngase un poco de
perfil; le estoy dibujando mientras habla y creo que saldría
más favorecido desde ese ángulo. Prosiga, por favor.
El fiscal estaba claramente irritado por la decisión en su
contra, pero trató de disimularlo con una sonrisa falsa. Se
puso de perfil y continuó con sus argumentos.
—La fiscalía considera imprescindible que el acusado
continúe en prisión mientras la policía averigua dónde
mantiene retenidas a las dos pobres grullas. El señor
Calabazas está obstruyendo la investigación al resistirse a
colaborar con la justicia, negándose a confesar el paradero
de las víctimas.
Cuando el fiscal termino de hablar, la jueza soltó las
agujas de punto para conceder el turno de palabra a mi
abogada defensora.
—Con la venia, señoría —comenzó Casandra—. Mi cliente y
amigo ha sido toda su vida un ciudadano ejemplar, honrado a
carta cabal. No tiene antecedentes penales, es un profesional
respetado y muy querido por sus compañeros, amigos,
vecinos y lectores, lo cual sería fácilmente comprobable. Las
pruebas en su contra son tan débiles como un martillo de
papel. Él no se está negando a decir dónde están las grullas,
¡sencillamente, no lo sabe! En consecuencia, solicito su
inmediata puesta en libertad sin cargos.
He ahí mi brillante defensora. No puede contenerme y
aplaudí a rabiar. Pero Casandra todavía no había terminado;
aún guardaba un as en su manga.
—La defensa quisiera llamar a una testigo al estrado.
—¿Qué testigo es esa? —preguntó la jueza.
—La grulla Orquídea, hermana de las desaparecidas.
—¡Protesto, señoría! —exclamó el almibarado fiscal con
voz ampulosa— El testimonio de la grulla está fuera de lugar
en esta vista. Su juicio probablemente está alterado por la
pérdida de sus hermanas; la suya no sería una opinión
objetiva.
—Eso lo decidiré yo, se lo repito —repuso la jueza—. Que
pase la grulla Orquídea.
La presencia de la grulla me cogió por sorpresa. ¿Qué
podía decir ella en mi favor si no me conocía en persona? El
bedel abrió la puerta de la sala, y Orquídea entró
pavoneándose con exuberantes saltos. Físicamente era
clavadita a sus hermanas, aunque se distinguía por llevar un
arcoíris pintado alrededor de los dos ojos. Dando unos suaves
aleteos se posó con elegancia sobre el sillón de los testigos.
Por la expresión dulce de la jueza, me dio la impresión que
había permitido su testimonio solo por el placer de poder
contemplarla y dibujarla. Realmente las grullas eran muy
hermosas.
—Puede interrogar a la testigo, señorita abogada —dijo la
jueza.
Casandra se levantó y preguntó directamente a la grulla si
sospechaba de mí como autor material o intelectual del rapto
de sus hermanas.
—No. Creo que se le está acusando sin motivo —respondió
Orquídea calmada pero contundentemente.
—¿Y por qué lo cree así? —inquirió Casandra.
—Bueno, nosotras las grullas percibimos con claridad si una
persona con la que entablamos una conversación es sincera o
no; si dicha persona es recta y honrada o si, por el contrario,
se trata de alguien maleducado, grosero o deshonesto. Mis
hermanas y yo nunca contaríamos nuestras historias a un
desconocido en quien no confiásemos, y tengo entendido que
tanto Margarita como Azucena no pusieron ningún reparo en
compartir sus relatos con el señor Ramiro.
Me sentí halagado. Era básicamente lo mismo que me
había dicho su hermana Jazmín la noche anterior. No
obstante, en mi interior albergaba dudas de que aquel
argumento tan subjetivo fuese suficiente para convencer a la
jueza.
—¿Puede explicar sus palabras con más detalle? —solicitó
esta.
—Por supuesto. Lo haré con dos ejemplos concretos. El
mismo día que desapareció Margarita se acercó a nosotras un
hombre que llevaba un ramo de flores recién cortadas. Nos
pidió que cantásemos su canción favorita, pero Margarita se
negó en redondo. En su lugar, regañó al hombre diciéndole
que conocía las flores que llevaba en las manos porque eran
flores del parque, y que al cortarlas había ignorado
conscientemente los numerosos carteles presentes en el
recinto que prohibían cortar flores y pisar el césped. El
hombre se retiró avergonzado y pidiendo perdón. También
recuerdo otra ocasión en la que otra persona nos pidió un
cuento para distraerse; estaba paseando a su perro, el cual
jadeaba con la lengua fuera y parecía estar agotado. Una de
nosotras, creo que fue Lila, le dijo a esa persona que mejor
sería que fuese a darle de beber a su perro antes que pensar
en distracciones. Lo que quiero decir con todo esto, señoría,
es que Margarita y Azucena confiaban en la honradez del
señor Ramiro; y si ellas confiaban, yo también confío
ciegamente en su inocencia.
La señora jueza entrelazó los dedos de sus manos en un
claro gesto de concentración. Parecía estar evaluando todas
las circunstancias del caso.
—Ahora que la acusación y la defensa han expuesto sus
argumentos, y después de escuchar el testimonio de la
testigo, debo decir que ambas partes cuentan con razones de
peso para inclinar la balanza de la justicia a su favor. Me es
por tanto muy complicado adoptar una resolución. En
consecuencia, mi fallo es el siguiente: que la grulla Orquídea
aquí presente nos cuente ahora mismo una historia que sea
de su agrado. Si dicha historia resultare a mi juicio
entretenida y digna de elogio, decretaré la inmediata puesta
en libertad del acusado. En caso contrario, continuaría en
prisión preventiva. ¿Está usted dispuesta a aceptar semejante
responsabilidad, señorita Orquídea?
—Lo estoy —respondió la grulla sin alterarse—. Deme solo
un par de minutos para refrescar mi garganta con agua y
escoger un relato adecuado a la ocasión. Mis preferidos son
los de ciencia ficción.
«Estoy salvado», pensé. No concebía que el relato de
Orquídea fuera a ser malo o aburrido, así que ya me veía en
la calle. Lo mismo parecía estar pensando el fiscal, que se
removía molesto en su asiento. Bien sabía que tenía el caso
perdido. Casandra, en tono irónico, le susurró a través de la
sala:
—Relájate y disfruta del cuento, colega.

La última abeja

En el mundo de los robots todo estaba perfectamente


organizado y planificado. Era un mundo brillante, perfecto y
matemático. Millones de robots habían sido construidos y
programados para mantener el planeta funcionando como un
reloj de precisión; todos ellos trabajaban eficazmente y
todos sabían exactamente lo que tenían que hacer.
Ciertamente, a veces salían de las fábricas robots
defectuosos; otros se quedaban anticuados después de años
funcionando a la perfección, y otros acababan desempeñando
actividades inservibles, porque el mundo de los robots
avanzaba a un ritmo sin igual; pero también es cierto que
existía un plan previsto para arrinconarlos y desmantelarlos
sin que molestasen a los robots útiles.
Uno de los robots de mayor rendimiento y eficacia se
llamaba Sigma Pi Uno Dos, aunque este no era más que un
nombre abreviado, porque entre sí los robots se reconocían
por un código de cifras y letras encriptadas tan largo que,
una vez traducido, ocuparía varias líneas escritas. Sigma era
un robot investigador que tenía asignado un trabajo muy
importante: diseñaba y fabricaba animales robóticos, los
cuales ayudaban en sus tareas a los robots obreros cargando y
transportando pesos o cumpliendo cientos de funciones
dispares. En su memoria informática almacenaba los diseños
de águilas de metal, que tenían en sus ojos cámaras para
cartografiar con precisión el planeta desde varios kilómetros
de altura. Sigma construía también ejércitos de cangrejos
que sabían enterrar con destreza cables de
telecomunicaciones en el fondo de los océanos, así como
cucarachas artificiales que se encargaban de reparar circuitos
electrónicos dañados. Sigma era consciente de que aquellos
diseños imitaban a los de seres vivos que habían existido en
una época muy antigua, cuando también existían los seres
humanos que habían creado a los primeros robots. Su
microprocesador siempre estaba ocupado en diseñar nuevos
animales robóticos que pudieran desempeñar funciones
prácticas y útiles para la comunidad robótica.
Un día Sigma recibió la visita de otro robot, un excavador
que trabajaba en las minas de hierro al sur del planeta. El
propósito de su visita era entregarle un misterioso objeto que
había encontrado al excavar en las profundidades de la mina.
El robot se había conectado a la red y había averiguado que
Sigma era el más adecuado para quedarse con aquel objeto.
Se trataba de un artefacto minúsculo y transparente, que
contenía uno de esos animales que se habían extinguido hacía
mucho tiempo. El diminuto animal tenía una forma muy
extraña y parecía hallarse en perfecto estado de
conservación. Sigma escaneó y analizó tanto el dispositivo
como el animal que llevaba en su interior. Así llegó a la
conclusión de que ambos tenían más de trescientos años de
antigüedad; y consultando sus bases de datos averiguó que
los humanos llamaban abeja a aquel animal.
El fabricante de animales descubrió también que el
artefacto había mantenido a la abeja sana y salva en estado
de hibernación. Y al manipularlo realizó otro hallazgo crucial:
junto a la abeja había un compartimento secreto con varias
semillas en su interior. No le llevó más de un segundo
averiguar que se trataba de semillas de flores, cuyos granos
de polen y jugos de néctar podrían proporcionar el alimento
necesario para la abeja. Sin duda, quienes habían diseñado el
aparato para proteger al pequeño insecto habían pensado en
todo.
Llevado por el deseo de mejorar su mundo, el robot
investigador estudió la vida de las abejas primitivas y
aprendió que muchas de ellas eran seres sociales que vivían
en colmenas. Las colmenas llamaron especialmente la
atención de Sigma, porque eran estructuras muy interesantes
que podrían ser aprovechadas por los robots como viviendas y
lugares de trabajo. Se le ocurrió que podría fabricar millones
de abejas robóticas que ayudasen a construir colmenas
gigantescas mejores que las que podrían construir los robots
obreros existentes. Cuanto más pensaba en ello, más
convencido estaba Sigma de que los robots del futuro podrían
vivir en comunidades parecidas a las de las abejas, viviendo y
trabajando en perfectas colmenas.
Así pues, Sigma abandonó sus otros proyectos y se
concentró en recabar toda la información que se conservaba
sobre la vida de las antiguas abejas. Tras múltiples estudios y
análisis llegó a la conclusión de que la opción más práctica
sería revivir a la abeja encerrada en aquel artefacto y
programar a sus abejas artificiales para que aprendiesen de
ella cómo construir una colmena con la técnica más eficiente
y perfeccionada posible, es decir, aquella que el instinto y la
naturaleza habían otorgado a las abejas verdaderas a lo largo
de millones de años de evolución.
Había llegado el momento de poner en marcha su osado
plan. Sigma realizó un diseño muy avanzado de las abejas
artificiales, dotándolas de glándulas para que pudiesen
producir una sustancia química semejante a la cera y, a
continuación, imprimió tridimensionalmente miles de copias
de su diseño. Finalmente, instaló en ellas un programa
informático para que siguiesen las instrucciones de la abeja
primitiva y aprendiesen todo cuanto esta supiese.
Sigma era consciente de que su plan dependía de que las
semillas encerradas en el artefacto germinasen y se
convirtiesen en flores verdaderas. Sin su alimento, la abeja
original no estaría en condiciones de enseñar a las abejas
robots. Aquello suponía un verdadero reto para Sigma por
varias razones, y la principal era que producir o fabricar
objetos inservibles estaba prohibido por las leyes robóticas.
¿Y para qué se necesitaban flores en el mundo de los robots?
Además, Sigma no estaba programado ni capacitado para
cultivar flores. ¿Quién lo estaba en un mundo construido
básicamente de metal? Podía haberse rendido llegado a ese
punto, pero como los robots no conocían el significado de la
palabra rendición y, además, Sigma Pi seguía convencido de
que su proyecto podía ser beneficioso para la comunidad de
los robots, continuó adelante con sus planes.
Era imprescindible, por tanto, encontrar a alguien que
supiese sembrar y cuidar bien de las flores.
Inesperadamente, y tras una investigación más propia de un
detective que de un científico, consiguió averiguar que
todavía existía en el planeta un androide programado para
realizar trabajos de jardinería. Se llamaba Radón Cuatro Alfa,
y llevaba cientos de años desconectado y arrinconado en un
museo donde se exponían modelos de robots obsoletos.
Pertenecía por tanto a las primeras generaciones de robots, y
en los registros históricos constaba que había trabajado
arreglando jardines para los últimos humanos que habitaron
el planeta. Sigma tuvo que solicitar muchos permisos y dar
muchas explicaciones, porque ninguno de los robots
burócratas que se encargaban de aquellos asuntos entendía
para qué necesitaba a Radón, el robot jardinero. Con el
propósito de convencerlos, Sigma organizó una presentación
en la que les mostró las abejas artificiales que había creado,
exponiéndoles su convencimiento de que algún día aquellos
insectos podrían fabricar colmenas gigantescas donde vivirían
en perfecta armonía miles de robots.
Finalmente accedieron a su petición, aunque le
impusieron dos condiciones.
—Cuando tus abejas electrónicas hayan aprendido la
manera más eficiente de construir esas colmenas, las flores
serán destruidas y deberás devolver el robot jardinero al
museo de donde salió— le dijeron.
Sigma aceptó las condiciones sin poner ninguna objeción,
y luego condujo a Radón a su laboratorio, donde le instaló
algunas actualizaciones para que su procesador operase con
mayor rapidez.
—Debo darte las gracias por sacarme del museo —dijo el
jardinero a Sigma una vez que estuvo operativo—. Me
agradará ser útil nuevamente. Estoy listo para comenzar
cualquier trabajo que me asignes.
—De acuerdo— contestó Sigma protocolariamente. Él
siempre trabajaba a solas en su laboratorio; no estaba
acostumbrado a conversar con otros robots y no le gustaba
especialmente hacerlo—. Te daré unas semillas y quiero que
las transformes en flores. ¿Podrás hacerlo?
—Estoy un poco oxidado, si me permites la broma, pero yo
tenía un porcentaje muy alto de efectividad cuando
sembraba semillas. Claro que eso fue hace mucho tiempo,
antes de que se extinguiesen las plantas.
Radón se puso manos a la obra. Buscó tierra de la mejor
calidad más allá de las fronteras robóticas, y encargó que le
sintetizasen un efectivo fertilizante en una planta química
cercana. Después plantó las semillas a la profundidad más
adecuada, regándolas y abonándolas en la proporción exacta.
Mientras aguardaba a que germinasen, le hablaba y hablaba a
Sigma sobre su antigua vida conviviendo con los humanos:
—Sé que muchas de sus acciones eran incomprensibles
para nosotros, y que los robots nos desesperábamos con su
lentitud de pensamiento, pero vivir con ellos no era tan malo
como pudiera parecer. Algunas de las emociones humanas
que no hemos conseguido desarrollar los robots resultaban
bastante interesantes y estimulantes para nuestra
inteligencia cibernética. ¿Sabes lo que es la nostalgia, Sigma?
—No —contestó este lacónicamente mientras ultimaba los
preparativos para despertar a la abeja.
—Es un sentimiento de tristeza que experimentaban los
humanos al recordar algo que habían perdido. A veces he
pensado que me gustaría poder sentir nostalgia de los
humanos.
—¿Y qué es tristeza? —le preguntó Sigma.
—Es difícil de explicar. Eso es lo que sucede al hablar de
las emociones humanas —se explicó Radón—. Un robot se
hace preguntas sobre ellas que conducen a más preguntas,
hasta que acaba en un bucle infinito.
—Entonces será mejor no caer en ese bucle, tenemos
trabajo que hacer —dijo Sigma.
Y así los dos robots se olvidaron de los humanos y se
sumergieron de nuevo en su proyecto.
Radón cumplió su misión a la perfección. El laboratorio de
Sigma se llenó de flores de varias especies, hermosas y
coloridas. Desprendían un olor intenso y agradable, y Radón
era capaz de identificar por su nombre científico a todas y
cada una de ellas, aunque nada de eso le importaba a Sigma.
Él solo veía a las flores como elementos imprescindibles para
alcanzar su objetivo, y nada más.
A la hora exacta que Sigma había programado, activó el
mecanismo del dispositivo para despertar a la abeja de su
prolongado sueño. El insecto revivió lentamente y después
echó a volar por el laboratorio como si fuese un avión de
reconocimiento inspeccionando el territorio a su alcance.
Atraída por la fragancia de las flores, se posó sobre una y libó
su jugo. Saciada su hambre, buscó su panal, el hogar donde
había nacido y donde debían estar esperándola sus
compañeras obreras y su reina. Pero por más que buscó, no
halló panal alguno al que regresar ni hermanas con las que
compartir la información de que había flores en abundancia
por todas partes.
Era el momento que Sigma estaba esperando para liberar a
su ejército de abejas robots y dejar que ejecutasen las
instrucciones que había instalado en sus memorias
artificiales. Al verlas por primera vez, la abeja se asustó
porque no las reconoció como hermanas. Ni siquiera olían
como ella recordaba. Pero pasó el tiempo y se acostumbró a
su presencia, a que la siguieran a todas partes e imitasen sus
bailes. Poco a poco comenzó a comunicarse con sus nuevas
compañeras y, sin darse cuenta, se convirtió en su reina de
una forma natural y casi mágica; ella, que había nacido como
una humilde obrera, se convirtió sin pretenderlo en líder y
maestra de aquel ejército de insectos robóticos. En su vida
anterior nunca habría sentido el impulso de construir un
nuevo hogar, pero ahora era imprescindible para su
supervivencia y la de sus nuevas hermanas. El plan de Sigma
se había convertido en realidad. Sus criaturas colaboraron
con la nueva reina en la construcción de una colmena en el
techo del laboratorio, a la vez que registraban en sus
memorias la complejísima y misteriosa técnica que habían
empleado sus antepasadas.
Radón estaba fascinado con sus flores y satisfecho de
haber hecho posible aquel fantástico experimento. Gracias a
la polinización de las abejas había logrado producir más
semillas, que en un futuro podría aprovechar si sus servicios
como jardinero eran requeridos por otros robots
investigadores.
A Sigma, por su parte, le costaba cada vez más
concentrarse en su trabajo. Solo le faltaba hacer unos ajustes
en sus abejas para que estas adaptasen los conocimientos
adquiridos a la escala del mundo de los robots; pero casi todo
el tiempo estaba pensando en su compañero jardinero. No le
había hablado de las condiciones que le habían impuesto para
trabajar con él, y a medida que se acercaba la hora de
destruir las flores y enviar al jardinero de vuelta al museo de
robots, sus circuitos fallaban en cálculos que antes realizaba
a la perfección. Era lo más parecido a un sentimiento de
remordimiento que un robot había experimentado nunca.
Un día antes de ejecutar las instrucciones recibidas, el
cerebro cibernético de Sigma se bloqueó durante más de una
hora. Nunca antes le había pasado. Radón estaba a su lado, y
fue él quien presionó su botón de reinicio para que se
recuperase. Cuando Sigma volvió a su estado de
funcionamiento normal, cogió uno de los recipientes con
flores y se lo entregó a Radón diciéndole:
—Mi código de instrucciones me impide incumplir las leyes
robóticas, Radón. Pero ahora sé que las flores son útiles para
los robots y sería injusto destruirlas. Tampoco es justo que un
robot viejo y desfasado como tú sea arrinconado en un
museo. Coge estas flores y márchate. Escóndete donde nadie
te encuentre jamás y cuida de tus flores como has hecho
desde que te crearon. No te conectes a ninguna red; así les
será más difícil localizarte.
Sigma ya no era el mismo después de su reinicio. Ante la
tesitura de seguir el mandato de unas órdenes ilógicas, su
cerebro se había decantado por la opción más comprometida
y menos convencional. Eso era algo totalmente opuesto a su
comportamiento habitual.
Radón no sabía qué contestar. Cogió cuantas flores podía
llevarse y se guardó las semillas que todavía no había
sembrado; luego, dio media vuelta y se marchó sin decir
nada.
Años después, mientras descansaba en la celdilla de una
de las megacolmenas que le habían hecho célebre, Sigma
encendió su pantalla de plasma y escuchó que la
presentadora de las noticias estaba hablando de flores. Subió
el volumen del televisor y se concentró en lo que decía.
—Las autoridades han confirmado que, cada vez con mayor
frecuencia, se producen detenciones de robots que poseen en
sus celdas flores prohibidas. Muchos de los detenidos han
confesado que la contemplación de dichos seres vivos
primitivos estimula su imaginación y creatividad, cualidades
hasta ahora poco apreciadas por nuestra sociedad robotizada.
Algunos de estos robots también tenían en sus celdas cuadros
pintados por ellos mismos y poemas escritos, objetos también
prohibidos por su escasa utilidad práctica. Interrogados por el
origen y la procedencia de las flores, los detenidos solo han
mencionado el nombre de Radón, un robot especializado en
la extinguida actividad de la jardinería que se fugó de un
museo de modelos antiguos. Su paradero actual es
desconocido…
Sigma apagó la pantalla. Ya había escuchado suficiente.
Abrió el cajón del armario metálico de su celda y sacó el
artefacto que guardaba allí desde hacía tiempo. Contempló
durante un rato la abeja y luego volvió a guardarla en el
mismo sitio. La había devuelto a su estado de hibernación
para que no muriese, pero de vez en cuando pensaba en
revivirla de nuevo y dejar que volase libremente el resto de
sus días. Quizá lo hiciera pronto. Sigma liberó su memoria y
pensó en Radón. Si alguna vez tuviese la oportunidad de
hablar con él, le diría que al fin había comprendido el
significado de la palabra nostalgia.
La pista

El relato futurista de la grulla Orquídea, como era de


esperar, inclinó la balanza de la justicia a mi favor.
Entusiasmada, la jueza soltó el lápiz con el que había estado
dibujando una panorámica de la sala del tribunal y cogió por
última vez la baqueta para golpear con ímpetu el timbal.
Después, emitió el fallo por el que dictaminó mi inmediata
puesta en libertad, aunque con la condición de estar
localizable y a disposición del juzgado las veinticuatro horas
del día.
Nos pusimos en pie cuando la jueza abandonó la sala. El
fiscal salió con el rostro hinchado y enrojecido a causa de la
furia reprimida. Tuve la tentación de hacerle un gesto de
burla pero, afortunadamente, logré guardar la compostura.
Casandra y yo nos fundimos en un abrazo de felicidad.
—Eres una abogada estupenda, Casandra. La mejor.
—Puede ser, pero de no ser por Orquídea quizá la jueza se
habría pronunciado en tu contra.
—De todos modos, estoy en deuda contigo.
Me acerqué a darle también las gracias a Orquídea. La
grulla estaba muy contenta con la decisión adoptada por la
jueza.
—Es la primera vez que declaro como testigo ante un
tribunal —confesó.
—Lo has hecho muy bien, Orquídea. Cuando todo este
asunto haya pasado, les contaré a tus hermanas que brillaste
como una estrella en una noche oscura.
—Hablando de mis hermanas, todavía hay dos de ellas que
no le conocen en persona: Camelia y Lila. La primera me dio
esta mañana un papel con una historia para que se la
entregara personalmente. Dice que, si lo desea, puede
publicarla en su periódico. Tanto ella como Lila están
igualmente convencidas de su inocencia.
Doblando grácilmente una de sus finas y alargadas patas,
Orquídea cogió un papel meticulosamente doblado que
llevaba guardado entre sus plumas y luego me lo entregó con
parsimonia.
—Dile a Camelia que le agradezco mucho su regalo. Dile
también que leeré su historia en cuanto pueda y que puede
contar con que será publicada en breve por mi periódico.
Me guardé el papel doblado en mi billetera y me despedí
cortésmente de Orquídea, deseándole una vez más que
aparecieran sus hermanas secuestradas.
Tras un breve paso por mi casa para dar de comer a mis
gatos, ducharme y cambiarme de ropa, fui al periódico para
saludar a mis compañeros. Quería saber qué se estaba
«cociendo» en la redacción y leer los correos electrónicos
que, inevitablemente, se habían ido acumulando en mi
bandeja de entrada. Naturalmente, no se hablaba de otra
cosa que del secuestro de las grullas —ya nadie albergaba
dudas de que se trataba de un rapto—. Un compañero me
entrevistó en calidad de protagonista principal de la noticia.
Fue una sensación rara. Cuando terminó de hacerme
preguntas me senté y repasé el papeleo acumulado en mi
escritorio. Contesté a la invitación para asistir a un concurso
de cuentos en calidad de jurado y avancé un poco en el
artículo que estaba escribiendo sobre un libro de elfos y
magos que estaba arrasando en las librerías desde el mes
pasado.
Después de hora y media hice un alto en el trabajo. Pensé
que sería una buena idea relajarme leyendo la historia de
Camelia. Me saqué la billetera del bolsillo y busqué el papel
que me había dado Orquídea. Creí que lo había encontrado,
pero en su lugar saqué otro papel doblado de similares
características. No recordaba cuándo lo había guardado allí
ni por qué motivo. Lo desdoblé para salir de dudas y vi que
estaba escrito con mi puño y letra. En la cabecera del papel
había anotado un número de cuenta bancaria y una cantidad,
trescientos euros. Debajo de la cantidad había escrito un
nombre: Beltrán Camomila Pérez.
Había tenido unas vivencias tan intensas en los últimos
días que no recordé en un primer momento quién era aquel
tal Beltrán, ni por qué motivo llevaba aquel papel en mi
billetera. Tuve que estrujarme el cerebro unos segundos para
caer en la cuenta de su significado. Yo había ido al banco días
atrás para ordenar una transferencia de trecientos euros en
la cuenta del tal Beltrán Camomila. Era un favor que me
había pedido Isabel, la contable del periódico. Aquel hombre
había resultado ganador del concurso trimestral de novela
juvenil organizado por nuestra editorial, el cual estaba
premiado con la cantidad correspondiente a la transferencia.
Recordé que no me sentí cómodo cuando Isabel me pidió
que fuera al banco. Pero ella es un ángel y no podía negarme
a su petición. No, mis reticencias no tenían que ver con
Isabel ni por tener que desperdiciar mi tiempo yendo al
banco en una mañana tan hermosa, sino por lo que había
pasado en el concurso. Yo formaba parte del jurado y no
estuve de acuerdo con la concesión del premio. La novela
presentada por el señor Camomila era de innegable calidad,
no lo negaba; el problema era que yo albergaba serias dudas
sobre su originalidad y autoría. Estaba convencido de haber
leído hacía tiempo una obra casi idéntica escrita por otro
autor. Pero como no pude demostrar que era un plagio, me
plegué a la decisión de mis compañeros del jurado. Después
de la entrega del premio se celebró un ágape en honor de los
galardonados, durante el cual tuve la oportunidad de conocer
en persona al señor Camomila. Me bastaron unos cuantos
minutos de conversación para darme cuenta de que aquel
individuo era incapaz de construir una sola frase sin incurrir
en graves errores gramaticales y usar expresiones carentes de
sentido. Era imposible que fuese el autor de una novela
excelente y llena de matices. Me dio tanta rabia que no pude
reprimirme y decirle directamente a la cara:
—Voy a investigarle a fondo, señor Camomila, y averiguaré
de quién ha plagiado usted la novela que dice suya. Obtendré
las pruebas tarde o temprano, y entonces perderá el premio
que ha obtenido fraudulentamente.
En sus ojos percibí una mirada llena de miedo y también
de odio, lo cual me confirmó que no estaba errado en mis
suposiciones.
A partir de aquel día, cada vez que disponía de tiempo
libre me dedicaba a rebuscar entre los manuscritos inéditos
que habían pasado por mis manos, con la esperanza de
toparme con la obra que había copiado tan descaradamente
aquel escritor farsante, pero aún no había tenido suerte en
mis pesquisas. Fue en ese contexto en el que Isabel, saturada
de trabajo, me pidió aquel favor.
¡Y yo no lo había cumplido! Mientras aguardaba en la cola
del banco para hacer la transferencia me enteré de la llegada
a la ciudad de las grullas trompeteras y salí pitando hacia el
parque, olvidándome de todo lo demás.
Llamé a Isabel por la línea interna y le pregunte:
—Isabel, ¿por casualidad no habrá llamado el señor
Camomila para reclamar el importe de su premio? A mí se me
olvidó hacer la transferencia que me pediste; discúlpame.
—No te preocupes, Ramiro. Con lo que has pasado es
normal que te olvidases. El señor Camomila llamó ayer hecho
un basilisco; saqué un poco de tiempo para hacerle una
transferencia electrónica y quitármelo de encima. Entre tú y
yo, ese hombre es un pesado y un maleducado.
—Coincido contigo, Isabel. Gracias y disculpas otra vez.
Hasta luego.
—Hasta luego, Ramiro.
La conversación con Isabel me dio qué pensar. Aquel
individuo era realmente desagradable, seguramente una mala
persona. Ojalá pudiese desenmascararle algún día y sacar a
la luz pública sus trampas, aunque eso supusiera un
descrédito para nuestro concurso literario. A mi mente vino
de repente la mirada de odio que me había dirigido la única
vez en la que habíamos hablado. Y yo que me jactaba la
noche anterior en mi celda de que no tenía enemigos ni nada
que se le pareciera. Una pregunta inquietante se formó
entonces en mi mente, como un pastel que estuviese
horneándose y justo en aquel instante sonase el timbre del
horno avisándome que estaba en su punto para ser sacado: ¿y
si Beltrán Camomila fuese el secuestrador de las grullas?
Comencé a darle vueltas a esa incipiente idea, tratando
de encajar las piezas del puzle. Si Beltrán era un plagiador
profesional como yo sospechaba, podría haber trazado un
plan para raptar a las grullas y obligarlas a que le contasen
todas las historias que conocían. Así tendría material para
escribir durante mucho tiempo sin esforzarse. Ese mismo
razonamiento era el que había llevado a la policía a
sospechar de mí, recordé. En mi opinión, no tenía mucho
sentido secuestrarlas por ese motivo, ya que las grullas
compartían generosamente sus cuentos con todo el mundo,
aunque quizá el secuestrador pretendía precisamente que
dejasen de compartirlos, apropiarse en exclusiva de sus
historias y sacar pingües beneficios de ellas. Y había que
tener en cuenta que las grullas no hablaban con nadie que
tuviese intenciones poco nobles, como había dejado bien
claro Orquídea durante la vista en el tribunal.
Además, estaba el hecho de la animadversión de Beltrán
hacia mi persona. No sería descabellado pensar que quisiera
vengarse de mí hasta el punto de no importarle en absoluto
que diera con mis huesos en la cárcel. Así, de paso, desviaría
la atención de la policía, allanando el camino de su actividad
criminal.
No obstante, había un punto débil en mi teoría. Si yo
mismo no sabía aquel día que iba a conocer a las grullas,
¿cómo podía Beltrán haber tenido tiempo de elaborar un plan
para usarme como cebo ante la policía?
Tal vez había llevado mi imaginación demasiado lejos.
Pero entonces pensé que Beltrán podía haberme incluido en
su plan únicamente a última hora. Quizá estaba vigilando a
Margarita en el parque cuando yo estuve conversando con
ella. Puede que fuese el hombre que cortó las flores del
parque, quién sabe. Me reconoció desde dondequiera que
estuviese escondido y pensó que podía matar dos pájaros de
un tiro, aunque la expresión no fuese afortunada en este
caso. Al día siguiente pudo haberse llevado a cualquiera de
las otras hermanas, pero esperó hasta ver si yo me
presentaba en el parque y me ponía a charlar con alguna.
Secuestrando a Azucena, sabría con certeza que la policía
acabaría apuntando en mi dirección. El olvido de mi móvil en
el banco del parque fue una circunstancia fortuita que jugó a
favor de su conspiración. Tampoco creo que le resultara
difícil averiguar dónde vivía yo, colarse en mi casa y colocar
la pluma de grulla que terminó por incriminarme a ojos de la
policía.
Había muchas preguntas en mi cabeza que necesitaban
respuestas, y solo había un modo de obtenerlas. Descolgué el
teléfono y volví a llamar a Isabel.
—Perdona que vuelva a molestarte, Isabel. ¿Sabes si en el
periódico guardamos la dirección del señor Camomila?
—Es posible. Déjame que la busque. Te llamo en unos
minutos.
Estaba decidido a ir hasta el domicilio de aquel hombre y
husmear un poco en sus asuntos. Si mis temores eran ciertos,
era muy posible que las grullas estuvieran encerradas en
algún lugar dentro de su casa. Si no lo eran, al menos
acabaría con las dudas que me atenazaban en aquel instante.
No dejaba de mirar el teléfono, esperando que sonase con
la llamada de Isabel. Para mitigar mi impaciencia, saqué de
la billetera el papel que me había dado Orquídea. Lo
desdoblé y empecé a leer la historia que había escrito
Camelia con una letra diminuta y, sin embargo, legible y
hermosa.
Los mimos

Miguel Ángel era un hombre a quien la vida trataba bien.


Tenía un excelente trabajo, una casa bonita y muchos
amigos, o eso pensaba él. Se sentía fuerte, seguro y
confiado, porque los hombres se sienten invencibles cuando
creen que la suerte está de su lado. Gastaba mucho dinero en
restaurantes caros, se vestía únicamente con ropa de diseño
y viajaba con frecuencia al extranjero en primera clase.
Todos decían de él que era la viva imagen del éxito.
Otra cosa que hay que decir de Miguel Ángel es que le
desagradaban los indigentes. Cuando caminaba por la calle
esquivaba a las personas que se le acercaban para pedirle
limosna; tampoco soportaba a los que trataban de ganarse
unas monedas aparcando coches o limpiando parabrisas en
los semáforos. De los artistas callejeros, músicos, mimos, y
de aquellas personas que simulan ser estatuas vivientes al
aire libre, opinaba que no aportaban nada útil a la sociedad.
Pero su destino empezó a torcerse justo cuando pensaba
que había llegado a lo más alto. La empresa en la que
ocupaba un importante cargo directivo se declaró en quiebra;
de la noche a la mañana sus valiosas acciones se convirtieron
en papel mojado. Él y otros directivos fueron condenados a
pagar cuantiosas indemnizaciones por manipular los libros de
contabilidad y ocultar deudas a los accionistas. Sin ingresos,
y con numerosos gastos que afrontar, sus posesiones
materiales se esfumaron como humo en el aire. Los que antes
se decían amigos le dieron rápidamente la espalda y no
contestaron nunca sus llamadas desesperadas.
Un día, al llegar a su casa, se encontró con la inevitable
orden de desahucio en el buzón. Empezó a dormir en
albergues para indigentes y, a veces, en la calle. Deambulaba
sin rumbo por la ciudad, y cuando el estómago empezó a
reclamarle más alimentos, se sentó en un portal y pidió
limosna por primera vez en su vida. Aquella noche lloró sin
consuelo porque se había convertido en uno de esos a quien
tanto despreciaba.
Meses después de acostumbrarse a su nueva vida, apareció
un mimo en la plaza a la que Miguel Ángel acudía todos los
días para mendigar. Seguían sin gustarle los artistas
callejeros, aunque ahora era por otros motivos. La gente
prefería darles monedas a ellos antes que a un sucio
harapiento sentado en el suelo con un cartel quejándose de
su mala suerte. Pero aquel mimo cruzó la plaza al final de la
mañana y llenó de monedas el sombrero del mendigo,
compartiendo así las ganancias obtenidas con su actuación.
Luego, dibujó una sonrisa en su rostro pintado de blanco y se
marchó. Miguel Ángel se sintió avergonzado; toda su vida
había estado equivocado.
A partir de aquel día trató de manera diferente a los
artistas callejeros con los que se cruzaba, sonriendo y
saludando a los mismos que antes ignoraba. Intentó hablar
con el mimo, que nunca se iba de la plaza sin darle algunas
de las monedas que había ganado, pero no lo consiguió. El
mimo no articulaba palabra alguna; siempre se expresaba con
su particular lenguaje corporal. Tampoco enseñaba su
verdadero rostro, pues siempre llegaba con la cara pintada y
se iba de la plaza sin desmaquillarse. Miguel Ángel pensó que
era una persona demasiado tímida o que, sencillamente, era
mudo; incluso llegó a imaginarse que tenía cicatrices en el
rostro que no quería mostrar en público. Pero había
aprendido a juzgar a la gente por sus acciones y no por su
apariencia, de modo que terminó aceptando al mimo tal cual
era.
En la plaza había una sala de cine, de cuya fachada
siempre había colgados gigantescos carteles publicitarios de
películas. El último de ellos representaba la imagen de un
dragón que corría por una gran avenida con las fauces
abiertas, destruyendo edificios y reduciendo a cenizas toda
clase de vehículos a su paso. A Miguel Ángel no le impactó el
cartel; ya no le interesaban las cosas grandiosas y
espectaculares. Pero sí que se fijó el día en el que una joven
menuda y con el pelo castaño recogido bajo una boina negra
se colocó justo debajo del cartel. Era una fría mañana de
diciembre. La chica llevaba puesta una camiseta a rayas
blancas y negras, y pantalones negros con tirantes de color
rojo. También llevaba el maquillaje blanco característico de
los mimos, con los labios pintados de un rojo brillante y las
cejas perfiladas con lápiz de un negro intenso.
De inmediato, la joven se puso a simular que estaba
atrapada por la cintura y que no podía escaparse de algo que
le impedía caminar. Intentaba zafarse de una descomunal
fuerza invisible que la atenazaba. Manoteando y pataleando,
chillaba sin hacer ruido, al parecer reclamando ayuda. La
verdad es que lo hacía bastante bien; sus movimientos
corporales eran muy reales y creíbles, pensó Miguel Ángel. El
mendigo dirigió entonces su mirada al otro lado de la plaza
para ver cuál era la reacción de su amigo el mimo, y vio que
este también parecía participar de la actuación que tenía
lugar frente a las puertas del cine. Se tapaba la cara como si
estuviera asustado; luego, se echaba las manos a la cabeza
como si estuviese viendo un espectáculo aterrador, abriendo
mucho la boca en un grito silencioso de espanto. Miguel
Ángel nunca lo había visto así. ¿Se trataba de un número
original para el cual se había puesto de acuerdo con la chica
nueva? Miguel Ángel dedujo que ella representaba el papel de
víctima y prisionera de algún malvado o de un monstruo
imaginario, mientras que su colega intentaba reflejar la
impotencia y la desesperación por no poder ayudarla. El
mendigo reconoció que era una interpretación muy lograda;
eran dos actores magníficos, aunque el número en sí no
atraía demasiado la atención de los viandantes ni de los
clientes de las cafeterías cercanas.
Y eso se debía a que el cielo gris de la mañana se había
ido ennegreciendo paulatinamente; poco después comenzó a
llover copiosamente. La plaza quedó desierta en un instante.
Un transeúnte la atravesó corriendo, protegiéndose de la
lluvia con ayuda de su chaqueta; pero ni siquiera él miró a
los mimos, que continuaban gesticulando y actuando como si
el agua que les golpeaba con dureza no formase parte de su
mundo. Miguel Ángel se refugió bajo el toldo de una
zapatería; desde allí contempló con estupor la escena
interpretada por los mimos. ¿Por qué seguían representando
sus absurdos papeles? Nadie se iba a acercar a darles
monedas y, lo que era peor, iban a coger una pulmonía si no
se resguardaban pronto de la lluvia.
El mendigo no pudo permanecer ni un segundo más
impasible ante tamaña imprudencia. Cubriéndose la cabeza
con papeles de periódico, caminó apresuradamente hasta
situarse cara a cara con su amigo.
—¿Es que te has vuelto loco hoy? Déjalo ya, ¿quieres? Me
estás poniendo nervioso. Y tu amiga también. ¿Puede saberse
qué os pasa a los dos?
Pero el mimo estaba fuera de sí y no atendía a razones.
Mediante signos desesperados, indicó al mendigo que mirase
hacia la entrada del cine.
—Sí, sí, ya la he visto —dijo Miguel Ángel con impaciencia
—. Dile a tu amiga que pare ya. Vayamos a tomarnos algo
caliente los tres; lo único que vais a sacar hoy de aquí es un
resfriado imponente.
Entonces el mimo se agachó y sacó de su mochila un
maletín de maquillaje, insistiendo a Miguel Ángel para que lo
cogiese. El mendigo estaba cada vez más confundido con el
comportamiento del mimo.
—¿Qué quieres que haga con esto? ¿Por qué me das este
maletín?
Sin mediar palabra, el mimo le señaló a la cara e hizo
como si le maquillara.
—¿Quieres que me pinte la cara como tú? ¿Qué es esto,
tratas de gastarme una broma? Te advierto que no estoy de
humor para esto —dijo Miguel Ángel tratando de darse la
vuelta y marcharse.
Sin embargo, el mimo le agarró de los hombros y le suplicó
con la mirada que le hiciera caso.
Así pues, el hombre que unos años atrás era un ejecutivo
serio y formal, la persona a la que solo se le veía sonreír
cuando cerraba un negocio ventajoso, cedió a la presión del
mimo y agarró el maletín de maquillaje. Guarecido bajo el
toldo de la zapatería, se maquilló el rostro de blanco, se
delineó los ojos de negro y se pintó los labios de rojo como
mejor supo. Solo entonces, cuando apartó la vista del
espejito con el que se había ayudado a maquillarse,
comprendió el propósito que perseguía el mimo al rogarle
que se convirtiese en otro mimo. Porque el maquillaje, solo
cabía esa explicación, había transformado el mundo
alrededor de Miguel Ángel.
De repente la plaza se llenó de paredes, escaleras y
obstáculos que un minuto antes no existían. Ya no llovía, y se
oía un ruido ensordecedor. Miguel Ángel, sorprendido por la
nueva realidad que se desplegaba ante sus ojos, miró a un
lado y descubrió aterrorizado la fuente de aquel ruido. El
cartel con el dibujo del dragón había cobrado vida; un
monstruoso animal rugía hasta hacer temblar los cimientos
de la plaza. Con sus extremidades superiores, dos garras de
dedos afilados como puñales, mantenía aprisionada a la joven
que poco antes solo estaba fingiendo a los ojos de Miguel
Ángel. Ahora corría un peligro verdadero, un peligro
inimaginable.
El mendigo no sabía qué hacer. Corrió de nuevo hacia el
otro lado de la plaza, pero esta vez tuvo que bajar y subir
escaleras irreales, esquivar muros, abrir cerraduras invisibles
en el mundo real y palpar con las manos para encontrar el
hueco de ventanas imaginadas.
—¡Ahora lo veo todo como tú, amigo mío! —le confesó al
mimo, con el entusiasmo de un niño que acabase de abrir su
regalo de cumpleaños—. ¡Tenemos que rescatar a tu
compañera! ¿Qué hacemos para que ese monstruo la deje
libre?
El mimo se encogió de hombros. Estaba claro que su
intención era dejar que Miguel Ángel tomase la iniciativa y
usase su imaginación recién despertada. Pero Miguel Ángel
aún no estaba preparado para abandonar su vieja vida y tuvo
un momento de debilidad.
—Espera un momento —dijo—. Si nos quitamos el
maquillaje todo volverá a la normalidad. Esto no es más que
una alucinación, ¿verdad?
El mimo volvió a encogerse de hombros. Le ofreció su
mejilla al mendigo, y este trató de quitarle la pintura blanca
de la cara. Miguel Ángel pensó que el maquillaje saldría
fácilmente con el agua de la lluvia, pero no fue así. La
pintura formaba parte de la piel del artista, era parte de su
ser.
Miguel Ángel lo había comprendido al fin. Los mimos no
fingen las cosas que hacen; no, ellos las ven de verdad, ven
las puertas que abren, las ventanas que tocan, las escaleras
que bajan. Y el dragón que tenía atrapada a la chica era tan
real como lo era el cartel de cine antes de ponerse el
maquillaje. Miguel Ángel había asumido al fin su nueva
realidad y le gustaba; era emocionante y le hacía sentirse
vivo como nunca antes lo había estado.
De repente, supo cómo derrotar al dragón. A solo unos
pasos a su derecha había un caballo blanco con una gualdrapa
roja y negra sobre su grupa. Si Miguel Ángel no se hubiese
transformado en mimo, habría podido ver que tan solo era la
bicicleta en la que su amigo llegaba todas las mañanas a la
plaza, cubierta con una funda impermeable. Tampoco habría
confundido al hombre que salió de un portal y se acercaba
para darle un paraguas con un fiel escudero que le entregaba
su lanza lista para el combate. Se trataba de un vecino que,
asomado a la ventana de su casa, se había compadecido al
ver a los mimos soportando el aguacero que les estaba
cayendo encima.
Eso ya no importaba. Miguel Ángel creía que estaba
espoleando a su caballo con la lanza en ristre cuando se
dirigió en línea recta hacia las puertas del cine, pedaleando
encima de la bicicleta y enarbolando el paraguas cerrado. La
chica se tapó los ojos al ver la punta del paraguas rozando su
cabeza. Por suerte, Miguel Ángel tenía el pulso firme; acertó
a clavar su lanza en una de las patas del dragón, causándole
tanto dolor que el animal profirió un terrible alarido y soltó a
la chica para dar media vuelta y huir con la cola entre las
piernas.
Los tres mimos se reunieron entonces en el centro de la
plaza para celebrar el rescate, abrazarse y felicitarse con
regocijo por la derrota del cruel dragón. Desde aquel día se
convirtieron en amigos y compañeros inseparables; Miguel
Ángel ya no pudo quitarse el maquillaje de mimo, aunque en
realidad ni siquiera lo intentó. Dejó atrás su desdichada vida
anterior y se sumergió para siempre en la mágica visión de la
realidad que solo los mimos pueden comprender.
Y en el cine… en el cine siempre se preguntaron quién
tuvo la peregrina idea de clavarle un paraguas al dragón de la
cartelera.
La insignia

Había estado tan concentrado leyendo el conmovedor


relato de Camila que no me di cuenta que el teléfono llevaba
un rato sonando. Cuando descolgué el auricular, escuché la
voz alterada de Isabel al otro lado de la línea.
—Ya era hora. ¿Dónde estabas metido? Creí que tenías
mucha prisa por conocer el domicilio de ese individuo.
—Perdóname, Isabel. Estaba distraído. ¿Tienes la
información?
—Apúntala. Incluso he averiguado qué línea de autobús
debes coger para llegar allí sin tener que hacer transbordo.
Después de anotar la dirección de Beltrán Camomila le di
las gracias a Isabel.
—Eres una verdadera joya. Este periódico dejaría de
funcionar diez minutos después de que tú lo dejaras.
—Ja, ja. Eres un payaso adorable, Ramiro. Te dejo, tengo
mil cosas que hacer.
No tardé ni cinco minutos en salir por la puerta del
periódico. Sentía la necesidad de comprobar cuanto antes si
mis sospechas eran ciertas. Sin embargo, olvidé que existe
una ley no escrita según la cual cuanta más prisa lleva uno al
salir a la calle, mayor probabilidad existe de que te
encuentres con algún conocido que te entretenga contándote
cómo le va su vida o preguntándote qué es de la tuya; o,
simplemente, que alguien te pare tratando de venderte algo
o de convencerte para que firmes tal o cual iniciativa
solidaria. Esto último fue lo que me pasó. Nada más poner el
pie en la calle, me cortó el paso un hombre grandote que
llevaba una hucha en una mano y un manojo de insignias en
la otra. En ellas era fácilmente reconocible la figura del
planeta Saturno con sus famosos anillos.
—¿Desea colaborar con la campaña para salvar los anillos
de Saturno? —me preguntó el hombre, poniéndome
prácticamente la hucha en la cara.
—No sabía que Saturno estuviese en peligro. Entre en mi
periódico y cuénteselo a mi compañero Parejo; él lleva la
sección de ciencia y astronomía—respondí tratando de
echarme a un lado y continuar mi camino, pero el hombre se
movió bloqueándome el paso.
—El planeta no está en peligro, señor, solo sus anillos. ¿No
ha oído hablar de lo que quiere hacer un excéntrico
millonario?
—Parece que últimamente no me entero de nada de lo que
pasa, pero apuesto a que usted me lo va a decir, ¿verdad? —
dije, resignado ya a tener que escuchar la historia para poder
seguir mi camino en paz.
—Pues sí. Sepa que ese ricachón pretende financiar una
misión espacial destinada a pintar los anillos de Saturno con
los colores del emblema de su empresa, una famosa fábrica
de bebidas gaseosas. ¿Puede creerse semejante barbaridad?
—Reconozco que es difícil de creer. ¿Qué será lo próximo?
¿Anuncios de neón que se vean desde la Luna? Pero yo no me
preocuparía mucho, creo que ese millonario ha hecho
cálculos demasiado optimistas sobre la cantidad de pintura
que va a necesitar. Se quedará sin dinero antes de lo que él
piensa.
—En todo caso, estamos recaudando fondos para
impedírselo. Queremos sufragar una campaña publicitaria a
nivel mundial para remover las conciencias de los ciudadanos
—dijo el voluntario obviando mi humorístico comentario
sobre el asunto.
—Lo siento, no llevo dinero encima en este momento, solo
la tarjeta de transporte —le dije, abriendo mi cartera
delante de sus ojos para que me creyera.
—También lleva su tarjeta bancaria, por lo que veo.
Aceptamos tarjetas de crédito y débito, tengo aquí mismo el
datafono para cobrarle.
Realmente, las postulaciones callejeras se estaban
perfeccionando hasta un alto grado de sofisticación. Aquel
hombre se había propuesto ponerme aquella insignia a toda
costa; no tuve otra opción que claudicar pagándole con mi
tarjeta la cantidad mínima aceptada por su organización. El
voluntario me dio el recibo expulsado por el datafono, me
colocó la insignia de Saturno en la solapa de la chaqueta y
solo entonces me permitió recuperar la libertad de
movimientos. Llegué a la parada del autobús un minuto
después que hubiese partido el último, así que tuve que
esperar más de veinte minutos hasta que llegó el siguiente.
Lo único bueno fue que tuve tiempo de sobra para pensar en
una coartada convincente con la que presentarme en el
domicilio de Beltrán.
El chófer del autobús era un tipo bastante apañado que no
tuvo inconveniente en detenerse y abrirme la puerta antes de
llegar a la parada, justo frente al número de la calle que me
había dado Isabel. La casa donde vivía el literato premiado
por mi diario era una construcción cochambrosa y de un
estilo indefinible. Destacaba negativamente entre las demás
viviendas de la calle, que eran sencillas y austeras, con
fachadas pintadas en colores alegres y ventanas adornadas
con macetas de geranios. La de Beltrán no tenía nada de eso,
la pintura de la fachada se caía a pedazos y la verja de la
entrada estaba peligrosamente oxidada. Aunque sabía que
era una percepción muy subjetiva, el aspecto de la casa no
hizo sino que aumentasen mis suspicacias sobre la persona
que la habitaba. Al cruzar de acera y acercarme a la verja, vi
que el antejardín presentaba un aspecto igualmente
descuidado. Un césped seco y ralo se prolongaba hasta la
parte trasera de la casa; un camino de losas resquebrajadas
llevaba a un cobertizo de madera que tenía una ventana
cubierta con una malla fina de alambre. A diferencia del
resto de la casa y del sucio cobertizo, la malla de alambre
era nueva y brillante. Era evidente que había sido colocada
recientemente. Para mí, resultaba muy chocante que el
dueño de la casa se hubiese preocupado de arreglar una
ventana del cobertizo antes que reparar elementos del
edificio principal mucho más deteriorados. No podía
descartar que Beltrán se dedicase a cuidar gallinas en aquel
cobertizo, pero mi corazón me decía que había colocado la
malla para impedir que Azucena y Margarita, encerradas allí
cruelmente, pudieran huir volando. ¿Pero de ser así, por qué
no habían pedido ayuda con sus cantos? Todo me resultaba
extremadamente raro y contradictorio. Aun así, decidí dar un
paso más en mis pesquisas.
Las piernas me temblaban un poco cuando llamé al timbre
con los dedos cruzados, deseando fervientemente que
Beltrán estuviese dentro en aquel instante. Sirvió, porque
estaba a punto de llamar al timbre por tercera vez cuando
abrió la puerta con cara de asombro. Llevaba puesto un
chándal verde chillón, iba despeinado y en su mano derecha
sostenía un cigarrillo que desprendía un olor nauseabundo.
Parecía no importarle que las cenizas ensuciasen el suelo.
Total, ya estaba lleno de polvo y pelusas.
—Señor Calabazas, ¿qué hace aquí? —dijo a modo de
saludo. Su aliento desprendía un inconfundible olor a vino
b a r a t o — ¿ Vi e n e a i n s u l t a r m e d e n u e v o c o n m á s
«impusaciones»?
¿Entendéis ahora lo que os digo? Aquel tipo se expresaba
de un modo horrible.
—Al contrario, he venido a disculparme. Si me permite
pasar, se lo explicaré todo.
El anzuelo surtió efecto. Mi declaración había despertado
su curiosidad. Con modales bruscos, me hizo pasar a una sala
de estar que utilizaba como lugar de trabajo. En ella había
un ordenador portátil encendido sobre una mesa de estudio
apolillada; junto al ratón del ordenador, un cenicero lleno de
colillas y una botella de vino casi vacía indicaban que Beltrán
llevaba sentado allí mucho tiempo. De reojo, vi en el monitor
que estaba escribiendo algo. Él se dio cuenta de lo que yo
estaba mirando.
—Estoy escribiendo mi «prózima» novela. Es una
recopilación de relatos cortos, por si le interesa. Sí, señor
Calabazas, a pesar de sus mezquinas «impusaciones», yo no
necesito más que mi propia respiración para escribir novelas.
—Ahora sé que lo que le dije era algo totalmente
infundado—le mentí con un tono condescendiente—. No he
encontrado ninguna prueba que justifique mis graves
acusaciones. Me arrepiento de haberlas hecho; por eso he
venido a pedirle perdón en persona. He pensado que podría
reparar en parte el daño que haya podido causarle
haciéndole una entrevista para mi periódico en la que
ensalzaría ampliamente sus méritos literarios. Sería una
propaganda excelente para su libro. ¿Qué me dice?
¿Accedería a concederme una entrevista?
En los ojos de Beltrán vislumbré un brillo, producto de la
satisfacción de ver a su enemigo humillado y del orgullo por
la esperanza de verse elogiado en las páginas de un diario
prestigioso.
—Lo cierto es que no me vendría nada mal un poco de
publicidad gratuita. ¿Saldría publicada alguna foto mía en el
artículo? Lo digo porque si tiene intención de sacarme
alguna, no estoy presenciable en estos momentos. Podría
venir mañana…
—Sería conveniente hacerla hoy mismo. Se la sacaré con
mi móvil, si no le importa —atajé sus excusas—. Ya he
reservado una página en la edición de mañana. Si quiere,
puedo esperarle aquí mientras se ducha y se arregla para la
foto.
Beltrán titubeó unos instantes, pero yo sabía que su
vanidad se impondría a cualquier otra consideración.
—De acuerdo. Espéreme aquí —aceptó finalmente—, no
tardaré mucho.
En cuanto salió de la sala de estar, me senté ante el
ordenador portátil para leer lo que estaba escribiendo. Me
bastaron unas pocas líneas para deducir que aquel relato
ameno y fluido estaba en la onda de los que me habían
contado las grullas. Supuse que el estafador estaba usando el
corrector ortográfico del procesador de textos para corregir
las innumerables faltas que cometía al escribir. ¿Pero de
dónde estaba copiando aquel relato? Al lado del portátil no
había ningún cuaderno de notas.
Minimicé la ventana del procesador de textos y examiné
las carpetas del escritorio. Abrí una que contenía archivos de
audio de reciente creación. Antes de reproducir uno al azar,
agudicé el oído y pude escuchar el ruido del agua de la ducha
procedente del cuarto de baño. Sintiéndome a salvo, procedí
a abrir el archivo. Era la voz de Margarita contando una de
sus bellas historias con voz temblorosa y angustiosa. Detuve
la reproducción del audio y me levanté indignado; caminé
hasta la ventana y miré al cobertizo del jardín. Ya no
albergaba ninguna duda; Beltrán mantenía prisioneras allí a
las dos grullas, obligándolas a contarle historias y cuentos. Su
próxima novela no iba a ser otra cosa que eso.
Me precipité hacia la puerta que daba al jardín y corrí
hacia el cobertizo. Me asomé por la ventana protegida por la
malla metálica y atisbé en la oscuridad del interior.
—¿Margarita? ¿Azucena? ¿Estáis ahí?
Escuché un leve aleteo. Las dos grullas pegaron su pico a
la malla para saber quién las llamaba. Parecían tristes y muy
asustadas.
—¿Ramiro? ¿Es usted? ¿Cómo ha dado con nosotras? —
preguntó Azucena.
—Ya habrá tiempo para contároslo. ¿Por qué no habéis
gritado pidiendo ayuda? Alguna hada de las que hay
revoloteando por todas partes os hubiera oído.
—Ese hombre amenazó con hacer daño a nuestras
hermanas si hacíamos cualquier ruido. Bajo esa misma
amenaza nos obliga también a contarle un cuento cada vez
que se le antoja. Es un malvado sin escrúpulos —respondió
Margarita.
—Ya no os hará más daño, lo prometo. Nos iremos de aquí
y acudiremos a la policía para que se hagan cargo de él.
La puerta del cobertizo estaba cerrada con un simple
pestillo. Solo tenía que deslizarlo hacia la derecha y las
grullas quedarían libres. Me disponía a hacerlo cuando sentí
unos pasos a mi espalda; me volví y vi a Beltrán apuntándome
con una pistola. Llevaba todavía el chándal puesto y no tenía
aspecto de haberse duchado. Sin duda, había abierto la llave
de la ducha solo para que yo me confiase.
—Hice bien en no fiarme de usted, señor Calabazas. Dejé
abierto el portátil para tentarle y comprobar si su
arrepentimiento era verdadero.
—¿Y ahora qué? ¿Piensa llevar su locura hasta el final? —le
reproché— ¿Va a asesinarnos a los tres ?
—Oh, no. No puedo matar a las grullas, ellas son un pozo
de imaginación del que no puedo «presindir». En sus
cabecitas hay cientos, miles de historias que me irán
contando poco a poco. Entonces mis libros se venderán como
rosquillas y yo me convertiré en un autor «cerebrado» y
respetado.
—Ni usted se cree eso —me atreví a contradecirle—.
Además, las grullas nunca se han negado a compartir sus
historias con nadie. ¿Por qué no se lo pidió amablemente en
lugar de secuestrarlas? No le hubieran puesto ninguna
objeción si hubiese tenido un comportamiento decente.
—Entonces tendría que haber compartido el mérito con
ellas y publicar los libros reconociendo que soy un simple
escribiente sin talento ni imaginación. No estoy dispuesto a
ser considerado un segundón, quiero toda la fama para mí.
—Es usted un canalla —le dije sin temor a lo que pudiera
pasarme.
—¿Qué va a hacerle a Ramiro? —preguntó Margarita a
través de la malla de la ventana. Las dos grullas observaban
la escena que se desarrollaba junto al cobertizo con
creciente preocupación.
—El señor Calabazas y yo haremos un viaje a la costa esta
misma tarde. Allí, me temo, sufrirá un lamentable accidente
resbalándose por alguno de los acantilados. Nadie podrá
«relancionarme» con los hechos y tendré el camino libre de
nuevo para seguir con mi astuto plan.
—No se saldrá con la suya —le dije conteniendo la rabia
que sentía. Podía haberle dicho que mi compañera Isabel sí
estaba en disposición de atar cabos e informar a la policía
sobre mis pasos en caso de que desapareciera, pero me
abstuve de hacerlo porque eso podría haberlo puesto más
nervioso, y entonces sería impredecible lo que habría hecho
con una pistola en la mano.
La situación era desesperada. Por mi cabeza pasaban como
relámpagos multitud de ideas y sensaciones. Había cometido
un error mayúsculo yendo allí solo. Iba a pagarlo con mi vida
a menos que sucediera un milagro...
…Y el milagro sucedió. Fue un milagro con forma de
pequeña insignia, porque el pequeño Saturno que yo llevaba
en la solapa de mi chaqueta era en realidad un micrófono
camuflado que también llevaba incorporado un chip
localizador. El insistente voluntario que me había
interceptado a las puertas del periódico no era tal, sino un
agente de policía camuflado. Los investigadores no habían
descartado aún mi participación en los hechos y habían
decidido seguir mis pasos y escuchar mis conversaciones con
el fin de obtener pruebas en mi contra.
Así pues, la policía me había estado siguiendo y oyendo
desde el mismo momento en que aquel agente prendió la
insignia en mi chaqueta. Cuando escucharon a Beltrán
inculparse del secuestro de las grullas y proferir la amenaza
de muerte contra mi persona, decidieron intervenir sin
dilación. Dos agentes sorprendieron al dueño de la casa
derribándole por la espalda y colocándole las esposas antes
de que tuviera tiempo a presentar resistencia.
Yo tardé en reaccionar; todavía estaba en estado de shock
por lo sucedido. Solo cuando los agentes abrieron la puerta
del cobertizo y liberaron a las dos grullas conseguí recuperar
la calma.
Los días posteriores fueron una auténtica locura. No
dejaba de conceder entrevistas a compañeros periodistas que
deseaban conocer de primera mano los pormenores del caso;
desde la comisaría de policía me llamaban a menudo para
pedirme disculpas por haberme tratado como a un criminal,
al tiempo que me felicitaban por haber resuelto el caso
gracias a mi intuición sobre Beltrán Camomila. Y en el centro
de la polémica, las seis hermanas grullas habían recuperado
su habitual alegría por la vida. Sus plumas brillaban más que
nunca y sus armoniosos cantos invadían los alrededores del
parque deleitando los oídos de paseantes y vecinos.
El concierto resultó un clamoroso éxito del que se hicieron
eco numerosos medios de comunicación nacionales e
internacionales. Después de la actuación, recibí una
invitación de las grullas para que fuese a cenar con ellas. Los
gnomos del parque habían organizado un banquete al que
estaban invitadas todas las criaturas mágicas que vivían en el
recinto: hadas, geniecillos, animales fantásticos… Incluso la
ninfa de la fuente estuvo presente. No obstante, los gnomos
desaparecieron en cuanto llegué al parque; ninguno quería
que una mirada mía los transformase en estatuas de jardín.
Yo me senté entre Margarita y Lila, la cual se mostraba
extrañamente callada y reservada conmigo. Me dio la
impresión que estaba un poco molesta conmigo por alguna
razón desconocida para mí, y así se lo hice saber a su
hermana.
—Lila es la única de nosotras que aún no ha tenido la
oportunidad de referirte alguna historia. Yo la conozco bien,
si quieres ganarte su amistad, pídele que te la cuente ahora
mismo; así se le pasará el enfado, ya lo verás.
Siguiendo su consejo, me giré hacia el otro lado y, como
quien no quiere la cosa, le pregunté a Lila si conocía alguna
historia que me entretuviese, ya que estaba empezando a
aburrirme un poco.
—Ya pensaba que nunca me lo ibas a pedir, Ramiro —dijo
cambiando el tono de indiferencia con el que me había
tratado durante la cena—. Naturalmente que puedo contarte
no una sino muchas historias interesantes. ¿Has oído hablar
alguna vez de Marina, la mujer que viajaba soñando?
—Nunca, háblame de ella.
La soñadora y el náufrago

Marina sabía desde muy pequeña que su familia era


propensa a padecer enfermedades singulares. Por ejemplo,
su bisabuelo Rodrigo sufría de pies helados casi todo el año.
Literalmente, sus pies eran dos témpanos de hielo que no se
descongelaban ni con agua caliente. Solo se derretían en
verano, nadie sabía porqué; entonces el bisabuelo salía a
caminar, correr y saltar, disfrutando de todo lo que no podía
hacer durante el resto del año.
Otro ejemplo era el de la abuela Rosario, que lloraba
piedras preciosas en lugar de lágrimas. El llanto le provocaba
un dolor insufrible, pero desde entonces la fortuna de la
familia creció considerablemente; y aún hubiese sido mayor
si la abuela hubiese sido una mujer más sensible. Y el tío
Evaristo no podía dejar de hablar ni un segundo, porque si
callaba se asfixiaba como si le faltara el aire en los
pulmones. Cuando no sabía qué decir, leía cualquier cosa en
voz alta; por eso llevaba siempre un libro bajo el brazo.
Los padres de Marina siempre temieron que su hija
heredase alguna de estas enfermedades estrambóticas.
Durante su infancia y su adolescencia, sin embargo, Marina
fue completamente normal. Se puso enferma, claro que sí,
pero fueron males comunes que afectan a todo el mundo. Sus
padres se pusieron contentos cuando se contagió con el virus
de la varicela, y cada vez que se resfriaba lo celebraban por
todo lo alto, lo cual ponía de los nervios a su médico de
cabecera.
Pero el día de su decimoctavo cumpleaños todo eso
cambió. Después de celebrar una fiesta con sus parientes y
sus mejores amigos, Marina se acostó tarde y se quedó
dormida profundamente, pues estaba muy cansada. Cuando
despertó al día siguiente seguía acostada en su cama, pero
esta no estaba en su habitación. Sin saber cómo, la cama se
había desplazado hasta el salón, justo al lado de la
chimenea. Marina explicó a sus padres que había sentido frío
durante la noche; pero como no quería levantarse para coger
una manta del armario, se acurrucó aún más y continuó
durmiendo. Entonces soñó con una buena chimenea que le
calentaba las manos y los pies.
—A lo mejor es sonámbula —dijo su madre, queriendo
creer que no pasaba nada extraordinario.
—¿Y cómo explicas lo de la cama? —preguntó el padre
temiéndose lo peor.
—No sé. A lo mejor ha sido un episodio de una sola noche
que no se volverá a repetir —contestó la madre.
Pero sí que volvió a ocurrir. A partir de ese momento, la
cama de Marina amaneció en diversos lugares, según el sueño
que hubiese tenido la noche anterior. La joven despertó en
medio de una cancha de baloncesto, sobre el escenario de un
teatro y en el aula de la universidad donde había comenzado
a estudiar ese mismo año.
Preocupados por el cariz que estaban tomando los
acontecimientos, los padres de Marina la llevaron a un
médico de confianza, un doctor acostumbrado a tratar con
las enfermedades peculiares de la familia. Su diagnóstico
concluyó que se trataba de una enfermedad incurable.
—Hay veces que la mente de las personas confunde los
sueños con la realidad. El sueño de Marina, en algún
momento de la noche, se mezcla tanto con la realidad que
acaba transformándose en un sueño verdadero. Es una
enfermedad rarísima que se conoce con el nombre de mal de
los sueños cumplidos.
—¿Y dice que no hay un tratamiento contra ella? —
preguntó angustiada Marina.
—De momento no se ha encontrado ninguno. Que yo sepa,
solo hay cinco casos documentados en el mundo. En
principio, no se trata de una enfermedad mortal, pero sí que
debes de tomar una serie de medidas para que tu vida no
corra peligro.
—¿Tan grave es, doctor? —intervino la madre.
—Piense en esto —respondió el médico—, imagine que su
hija sueña una noche que está volando. Todos hemos tenido
ese sueño en alguna ocasión. Su hija podría despertarse entre
las nubes, y entonces ella y su cama se precipitarían desde el
cielo como un avión que cayese en picado. No sería muy
agradable, ¿verdad? O podría soñar que camina sobre la
superficie de la Luna y morir a cientos de miles de kilómetros
de aquí. Y ustedes nunca lo sabrían.
—Es horroroso —comentó el padre, asustado ante las
perspectivas que presentaba el doctor.
—Yo quiero viajar a la India —dijo Marina—. A lo mejor
sueño con eso cualquiera de estos días.
—Si lo haces —repuso el médico—, verás tu sueño hecho
realidad. El problema vendrá cuando quieras regresar de un
país lejano al que has viajado sin pasaporte, sin dinero y sin
billetes de avión. Entonces el sueño se convertirá en una
pesadilla.
—¡Ya lo tengo! —exclamó de repente Marina— ¿Y si fijamos
la cama al suelo de mi habitación con clavos o tornillos? Así
no me moveré de allí por muy profundo que sea mi sueño.
—Esa solución ya se ha intentado antes con los pacientes
que han sufrido el mal de los sueños cumplidos antes que tú.
Lo único que conseguirás será que el despertar te sea más
incómodo y duro; puede que despiertes con tu cuerpo
dolorido sobre el suelo, sin colchón ni almohada que protejan
tus huesos. Nadie sabe por qué la cama «viaja» también con
el paciente, pero no es un síntoma imprescindible y
determinante de la enfermedad; más bien se trata de un
elemento que alivia considerablemente la gravedad de sus
efectos.
—Entonces, ¿qué propone usted, doctor? —preguntó el
padre de Marina.
—Yo le aconsejaría a su hija que se preparase todas las
noches para enfrentarse a cualquier adversidad. Debería
dejar de dormir con pijama o camisón y, en su lugar, dormir
dentro de un traje espacial que tuviese un buen sistema de
comunicaciones con la Tierra. El traje debería ser también
apto para sobrevivir en las profundidades del océano.
Asimismo, sería buena idea que llevase puesto un paracaídas
para evitar las consecuencias de despertarse sin los pies en el
suelo. Ah, y yo me aseguraría de que tuviese siempre a mano,
digamos por ejemplo debajo de la almohada, su pasaporte y
una tarjeta de crédito por lo que pudiera pasar. En este tipo
de enfermedades, toda prevención es poca.
Marina y sus padres salieron abatidos y descorazonados de
la consulta. La maldición de la familia se había manifestado
en forma de una enfermedad aparentemente inocua, pero de
consecuencias imprevisibles y tal vez devastadoras.
Con el paso del tiempo, sin embargo, las personas
terminan por acostumbrarse a todo. Marina siguió al pie de la
letra las indicaciones de su médico, lo cual le ayudó a
sobrevivir a decenas de sueños potencialmente peligrosos. La
experiencia le enseñó qué cosas debía tener siempre a mano
para salir airosa de dificultades repentinas. Para su alivio,
descubrió que si tenía pesadillas nocturnas en las que salían
arañas gigantes o monstruos imaginarios, estos se evaporaban
por la mañana, ya que la realidad se encargaba de
eliminarlos.
Transcurrieron así cinco años de continuos vaivenes y
aventuras. Una noche, Marina bebió mucha agua antes de
acostarse y tuvo un sueño en el que se halló rodeada de agua
por todas partes. En otra ocasión había tenido un sueño
parecido del que despertó flotando en su cama en mitad del
río de su ciudad. Pero esta vez había mucha más agua y
acabó despertando en medio del océano. Afortunadamente,
había cambiado tiempo atrás su antigua cama por una de
madera hueca que flotaba como un barco en previsión de
semejantes vicisitudes. Pero su teléfono no tenía cobertura y
el sistema de comunicaciones de su traje espacial sufría
constantes interferencias, así que Marina se encontró perdida
de repente, sola y a merced de la corriente.
Navegó a la deriva durante varias horas, hasta que el
cabecero de su cama encalló en la playa de una isla solitaria
y llena de idílicas palmeras, que servía de hogar a una
colonia de leones marinos. En circunstancias distintas, Marina
hubiese disfrutado muchísimo con aquel paisaje paradisíaco,
pero estaba preocupada porque no podría regresar a casa. Al
llegar la noche se dormiría, soñaría y despertaría en otro
lugar que, si tenía mejor suerte, sería un lugar más civilizado
desde donde podría llamar a sus padres, coger un avión o
alquilar un coche que la llevase de vuelta a su hogar. Hasta
entonces, lo mejor que podía hacer era no exponerse
demasiado al sol y procurar que no le cayera ningún coco en
la cabeza. Arrastró la cama para que no se la llevasen las
olas, se comió unas cuantas galletas de emergencia que
siempre llevaba escondidas debajo del colchón, y luego se
echó a descansar un rato.
A mediodía dio un largo paseo por la playa. Llegó hasta
una cala de aguas claras; el fondo de rocas y corales servía
de refugio a multitud de peces, pulpos y cangrejos. Y allí,
encima de una roca cerca de la orilla, Marina vio a un
hombre vestido con andrajos que acechaba a los cangrejos
con un arpón. Corrió hacia él agitando los brazos y
vociferando para llamar su atención. El hombre caminó
descalzo sobre las rocas y saltó a la arena de la orilla con
facilidad. Era alto y atlético, aunque no parecía estar bien
alimentado. Tenía ojos claros y Marina se enamoró desde el
primer instante de su mirada penetrante y sincera.
—¿Quién eres tú? ¿Puedes ayudarme a salir de esta isla? —
le preguntó sin poder dejar de mirarle a los ojos.
El hombre la miró como si no hubiese visto a nadie en
muchísimo tiempo.
—Yo soy Kupe. ¿Y tú quién eres, de dónde has salido?
¿Dónde está tu embarcación?
—Me llamo Marina, Kupe. Y no he llegado a bordo de
ninguna embarcación —respondió Marina—. Ha sido mi cama
la que me ha traído a la isla.
Kupe pensó que aquella mujer se había dado un golpe muy
fuerte en la cabeza.
—Eso suena un poco raro Marina. Pero respondiendo a tu
pregunta, te diré que no puedo ayudarte a salir de la isla.
Soy un náufrago, llevo aquí más de dos años. Todo este
tiempo he vivido aquí solo, sin ver un solo barco en el
horizonte al que hacer señales. Tú eres la primera persona
que veo desde que se hundió el pesquero en el que navegaba.
—Eso es muy triste, Kupe. ¿Tienes hambre? Todavía me
quedan algunas galletas.
—¿Galletas? ¡Hace un siglo que no las pruebo! ¿De verdad
has traído gallegas a esta isla?
Marina sonrió. Kupe era bastante agradable; el náufrago
tenía algo que le hacía sentirse bien a su lado. Era como si le
hubiera conocido desde siempre. Le dio todas las galletas que
le quedaban y un poco de zumo de naranja que aún
conservaba de la noche anterior. Luego, le habló de su
fantástica enfermedad y del historial de rarezas de su
familia; estuvo horas contándole todas las aventuras que ella
había vivido desde que le diagnosticaron el mal de los sueños
cumplidos. Kupe encontró fascinantes los relatos de Marina,
olvidando de un soplo la cruel soledad que entristecía su
corazón desde hacía mucho tiempo.
Marina alargó el día cuanto pudo, pues no quería quedarse
dormida y despertar lejos de Kupe.
—Te prometo que volveré por ti, Kupe —le dijo Marina
tratando de mantener los ojos abiertos dentro de su traje
espacial—. Regresaré a la isla en barco y entonces nos
marcharemos juntos.
—Pero no sabes cómo se llama esta isla ni en qué punto
del océano nos hallamos —dudó el náufrago—. Hay miles de
islas como esta, temo que no podrás encontrarme de nuevo.
—Lo haré —volvió a prometerle Marina—. Ya se me ocurrirá
alguna idea.
Marina soñó aquella noche que era otra vez una niña
pequeña. Evocó en sus sueños un recuerdo de la niñez,
cuando jugaba con sus primas en la casa que sus tíos tenían
en el campo. Amaneció en la misma habitación que solía
ocupar cuando iba allí de vacaciones en verano. La casa
estaba vacía, pero su tío y su padre fueron a recogerla en
cuanto ella los llamó para decirles dónde estaba. Entre los
dos desarmaron la cama de Marina y la cargaron en la
furgoneta; durante el camino de vuelta, les contó dónde
había pasado el día anterior. También les contó que había
conocido a un náufrago que necesitaba su ayuda
urgentemente.
—Entonces, ¿no sabes en qué isla se encuentra ese amigo
tuyo? —le preguntó su tío después de escuchar todos los
detalles de la historia.
—No —dijo Marina—. Kupe recuerda la ruta que llevaba su
barco cuando naufragó, pero dice que estuvo varias semanas
a la deriva antes de arribar a la isla y que perdió totalmente
el sentido de la orientación. ¡Hay tantas islas en esa parte
del océano que encontrar la suya sería como hallar una aguja
en un pajar! Ayudadme, ¿qué puedo hacer?
Ni su padre ni su tío supieron qué contestar en un
principio, pero acordaron celebrar una reunión familiar para
tratar aquel importante asunto. La reunión se celebró aquella
misma tarde, y a ella asistieron muchos de los parientes de
Marina, los cuales acudieron expectantes a la cita, pues la
noticia de la existencia del náufrago había corrido como la
pólvora en el seno de la familia, y todos querían volcarse en
ayudar. Algunos acudieron también, aunque sea vergonzoso
decirlo, con la esperanza de que la madre de Marina hubiese
preparado sus deliciosos emparedados de jamón y queso.
Estos no faltaron a la mesa, aunque desaparecieron en un
abrir y cerrar de ojos.
Marina inauguró la reunión narrando delante de su familia
las peripecias que había vivido el día anterior a miles de
kilómetros del hogar. Les agradeció su interés, y después les
pidió que expusieran alguna idea, si la tenían, que le sirviera
para localizar la isla de Kupe y traerlo a él de vuelta a la
civilización. La primera en intervenir fue la tía Clotilde, que
había sido maestra de escuela y había viajado mucho durante
su juventud.
—El cielo, niña, mira al cielo —le aconsejó—. Aprende
primero a orientarte con las estrellas del cielo, estudia
astronomía. Luego, sueña con estar en esa isla otra vez y
aplica allí los conocimientos que adquieras para determinar
su posición geográfica. Cuando regreses traerás contigo esos
datos en tu memoria y podremos ir a rescatar a Kupe sin
ningún problema.
—Hay que ver qué anticuada eres, hermanita —dijo el tío
Alfonso acaparando la atención de la familia—. Aprender
astronomía le ocupará a Marina un tiempo precioso del que
no dispone el pobre náufrago. Es mucho más fácil que tu
sobrina se acueste llevando consigo un navegador GPS. Así,
cuando despierte en la isla, podrá utilizarlo para saber dónde
se encuentra con una precisión de unos pocos metros. Al
regresar, recuperaremos los datos registrados por el aparato
y sabremos en qué isla se halla Kupe. ¿Hay algo más fácil que
eso?
Nadie pudo llevarle la contraria al tío Alfonso. En
consecuencia, se realizó una colecta para poder adquirir al
día siguiente un navegador GPS fiable y fácil de manejar. La
reunión estaba llegando a su fin, pero uno de los niños
presentes, el primito Ismael, que estaba en la edad de
preguntarlo todo, planteó una cuestión en la que nadie se
había parado a pensar con detenimiento.
—¿Y qué pasa si la prima Marina no vuelve a soñar con la
isla? —dijo subiéndose a la silla donde había estado sentado
hasta entonces—. Yo nunca sueño con lo que quiero. Por más
que me propongo soñar con jugar de portero en la final de la
copa del mundo, nunca lo consigo. Y eso es porque mi mamá
dice que los sueños son libres, nadie los puede controlar.
Siempre me duermo sin saber qué sueños voy a tener.
Los adultos se quedaron boquiabiertos con la lección de
sabiduría que acababa de darles el pequeño Ismael. Y la
primera en reconocer que lo que había dicho era muy cierto
fue la propia Marina.
—Mi adorable primito tiene razón. Había dado por
supuesto que soñaría esta misma noche con Kupe y con la
isla, pero solo me estaba dejando llevar por mis deseos. Y los
sueños, como bien afirma Ismael, son libres. ¿Qué sucedería
si transcurren semanas, meses, o incluso años sin que sueñe
una sola vez con estar en aquella isla? Kupe creerá que le
mentí, me odiará y luego me olvidará. Y yo no podré
soportarlo.
Marina se echó a llorar desconsoladamente. Su madre se
dio cuenta inmediatamente de que tras aquella reacción se
escondían sentimientos más profundos que los de una simple
amistad. Se aproximó a ella y la abrazó, haciéndole
comprender que la apoyaría pasase lo que pasase.
Mientras tanto, la familia debatió posibles soluciones al
inconveniente que había planteado el pequeño Ismael. Lo
bueno de una familia como la de Marina, fuertemente unida
por la adversidad que suponía padecer un montón de
enfermedades únicas, era que no se dejaba a ninguno de los
suyos en la estacada.
El abuelo Víctor, presente también en la reunión, padecía
la enfermedad denominada síndrome del hombre automóvil.
Su sistema digestivo era como un motor de combustión
interna que se alimentaba solo de gasolina; si sufría un
pinchazo en los pies, se desinflaba como un globo y su piel se
arrugaba alarmantemente. Recientemente había recibido
tratamientos de hipnosis para curarle de su adicción a
quedarse dormido en plazas de garaje, preferentemente
entre dos coches, porque se sentía mejor si dormía
acompañado por vehículos de motor.
Animado por los buenos resultados que había obtenido
sometiéndose a las sesiones de hipnosis, le comunicó a su
nieta que llamaría a su psicólogo para concertar una cita.
—Si hay alguien que puede sumirte en el sueño que él
quiera, ese es el doctor Barrigudo. Yo te conseguiré un cita
con él mañana mismo. No te arrepentirás de haber ido, ya lo
verás.
La seguridad con la que hablaba su abuelo y la confianza
que desprendían sus palabras sobre aquel doctor,
convencieron a Marina de que el hipnotismo era su mejor
opción en aquellos momentos.
Marina estaba tan ansiosa y nerviosa aquella noche que no
consiguió dormir más que un par de horas y a saltos. Por la
mañana ni siquiera recordaba haber tenido ningún sueño.
Acostumbrada a despertarse en un lugar diferente cada día,
se sentía como una leona enjaulada. Salió a comprar el
dispositivo GPS y volvió a su casa casi a la hora del almuerzo.
Deambuló toda la tarde por su habitación pendiente del
teléfono, hasta que su abuelo la llamó para decirle que había
concertado una cita con el doctor Anselmo Brócoli a las
nueve de la noche.
—¿Crees que debería llevar mi cama, abuelo?
—No. El doctor me ha dicho que te hipnotizará en su
diván. Y no te olvides de traer el GPS. ¿No te habrás olvidado
de comprarlo, verdad?
—¡Abuelo, no soy tan tonta como para olvidarme de algo
tan importante!
Marina se mostró así de nerviosa y quisquillosa hasta que
consiguió relajarse tumbándose en el diván de la consulta. En
su pecho llevaba abrazado el navegador. Sugestionada por las
palabras expertas del doctor Brócoli, cayó en un estado de
profunda hipnosis casi de inmediato. Al poco rato, el cuerpo
de Marina se evaporó por completo de la habitación ante la
atónita mirada del doctor y del abuelo Víctor, que no había
querido perderse la hipnosis de su nieta.
—¿Cree que estará soñando con la isla, doctor? —preguntó
temeroso el abuelo.
—Si lo he hecho bien —respondió el psicólogo con cierto
tonillo pretencioso—, ahora mismo estará rodeada de
palmeras y escuchando el rumor de las olas.
Pretencioso o no, el doctor había hecho bien su trabajo.
La hipnosis había trasladado a Marina a la isla de Kupe. El
náufrago estaba pescando en las mismas rocas donde ella lo
había visto por primera vez. Marina corrió hasta él
mostrándole el sistema de navegación que había llevado
consigo aquella vez, como si fuera un tesoro valioso que
hubiese encontrado enterrado en la playa. Casi sin aliento, le
explicó la reunión que había tenido con su familia y el plan
que había surgido de la misma.
El resto del día lo pasó junto a Kupe paseando por la
playa, hablándole de más miembros de su familia y de las
enfermedades únicas que padecían.
—Tu familia parece muy interesante. Y han sido todos muy
amables preocupándose por mi situación.
—¡Hablando de situación! Tenemos que establecer la
ubicación de esta isla en el mapa para que pueda volver por
ti.
La isla resultó estar bastante alejada de cualquier ruta
marítima, razón por la cual Kupe no había avistado ningún
barco durante su prolongado naufragio. Fijada la posición de
la isla con ayuda del navegador, muy al sur en el Océano
Pacífico, Marina y Kupe se sentaron para contemplar la
hermosa puesta de sol, esperando que el sueño les venciese.
Marina despertó horas más tarde en la consulta del doctor
Brócoli. Le dio un gran beso a su abuelo y dio las gracias al
doctor por su valiosa ayuda. Sin perder un segundo, comenzó
a hacer planes para viajar a la isla de Kupe y reencontrarse
con él lo antes posible.
Un año después del rescate de Kupe, Marina y él se
casaron. La extensa familia de Marina acudió por completo al
evento, que se celebró en medio de un gran regocijo y
felicidad. La historia de cómo se conocieron los novios
constituyó el principal motivo de conversación en la familia
hasta mucho después de la boda. Pero luego nació el primer
hijo de ambos; entonces, todos se dedicaron a comentar y a
hacer apuestas sobre qué tipo de enfermedad familiar habría
heredado el vástago. ¿Sería como el primo Humberto, que
solo podía caminar de lado como los cangrejos? ¿O sería como
la tía Nadia, la que tenía dientes tan brillantes que podía
usarlos como una linterna por las noches? Solo el tiempo lo
diría.
Un nuevo trabajo

El relato de Lila fue un bello colofón a una velada


maravillosa. Pocos días después, las seis grullas se marcharon
de la ciudad para continuar con su gira de conciertos, que
había de llevarlas por medio mundo. Con ellas se llevaron el
cariño y la admiración de toda la ciudad.
Su ida me dejó deprimido. Para alejar de mí la tristeza,
me enfrasqué en la escritura de este libro, en el que he
querido recopilar los maravillosos relatos que me contaron
cada una de las grullas, publicados también en mi periódico,
y reflejar con fidelidad los acontecimientos vividos durante
su estancia con nosotros. Al contrario de lo que pretendía
hacer Beltrán Camomila, quien continúa en prisión a la
espera de juicio, yo no me he apropiado de las historias de
las grullas. Antes al contrario, reconozco que todo el mérito
de este libro pertenece a Margarita, Azucena, Orquídea, Lila,
Camelia y Jazmín.
Había comenzado a escribir el último capítulo cuando el
director de mi periódico me pidió que fuera a verlo a su
despacho. Tenía una proposición que hacerme.
—El público reclama información diaria y exhaustiva de lo
que acontece en los conciertos de tus amigas las grullas. Esas
aves se han hecho muy populares desde que estuvieron aquí.
La gente quiere saberlo todo de ellas, lo que hacen, lo que
cuentan… ¡Es una locura! ¿Me harías el favor de irte como
corresponsal del periódico a seguirlas en su gira y mandarnos
diariamente una crónica de al menos quinientas palabras?
—Cuente conmigo, jefe. Ahora mismo me voy a hacer las
maletas; dígale a Isabel que haga el favor de reservarme un
vuelo para Tokio. Allí será el próximo concierto de mis
queridas amigas.
¿Hacerle un favor? El jefe estaba bromeando, sin duda. El
favor me lo estaba haciendo el periódico a mí, dándome la
oportunidad de volver a ver a las grullas y de empaparme con
sus estupendas y entretenidísimas historias. Espero tener la
ocasión de contároslas algún día. Hasta entonces, deseadme
buen viaje y buena suerte; y si veis alguna grulla, saludadla
en mi nombre. Decidle que soy Ramiro Calabazas, el
reportero de las grullas. ¿Quién sabe? Tal vez haya oído
hablar de mí. Todo es posible en esta vida, ¿no os parece?

FIN
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