La Moda en El Siglo XIX

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La Moda en el Siglo XIX

Por Laura Buitrago

El vestido es un elemento que ha estado presente a lo largo de la historia de la humanidad. Si bien


ha sido utilizado como una “estrategia de defensa y adaptación al entorno”[1] también refleja
dinámicas de tipo social, económico, político y cultural a través de las cuales es posible entender
procesos propios de determinadas sociedades.

Bajo esta perspectiva, es posible analizar el traje como un “símbolo cultural”[2], en tanto que su
utilización facilita la construcción de discursos que evidencian diferencias étnicas, jerárquicas,
sexuales, entre otras, que expresan la mentalidad de una época. Así mismo, destaca tendencias y
establece patrones de uso que al ser desatendidos pueden generar sanciones al individuo
portador.

Entre los significados que desentraña el vestido esta el del rol social, entendido como las funciones
y comportamientos sociales esperados por individuos o colectivos. En este sentido, el género
juega un papel importante en tanto que a través de la indumentaria se puede establecer la
construcción de modelos ideales de hombres y mujeres que refrendan los modelos de lo femenino
y masculino.

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A través de los diferentes periodos de tiempo, se van estableciendo características propias que
identifican y diferencian unas épocas de las otras. Las características y las transformaciones, en
términos de vestimenta, de la sociedad colombiana del siglo XIX se vieron reflejadas
principalmente en aquellos hombres y mujeres pertenecientes a un estrato socioeconómico alto
que eran quienes podían acceder a los nuevos modelos de vestimenta no solamente por tener el
poder económico sino por el estatus que conservaban. Las diferencias de vestimenta entre
hombres y mujeres son radicales: mientras los primeros cambiaban su vestuario a tono con la
moda del momento, las segundas continuaron usando la vestimenta colonial. No es sino hasta
mediados de siglo con la llegada de la moda francesa y londinense al territorio nacional que ocurre
la transformación de la indumentaria femenina. Los vestidos masculinos y femeninos impusieron
modelos sobrios, elegantes y lujosos que además de establecer patrones diferenciadores sociales,
transformaron el cuerpo y la conducta de hombres y mujeres.

¿Qué se ha escrito sobre el vestido en Colombia?


Los estudios históricos sobre el traje en Colombia son escasos. Sin embargo, autores como Aída
Martínez Carreño, Augusto Montenegro y Mario Jurish Durán, han intentado acercarse al tema
desde diferentes perspectivas.

Martínez Carreño ha sido quizás la más prolífica escritora de la historia del vestido en el país.
Entres sus artículos más destacados están “Sastres y modistas: notas alrededor del traje en
Colombia”[3] y “La moda del siglo XVI en la Nueva Granada”[4]. No obstante, es su libro La
prisión del vestido[5] la obra más completa sobre el tema. Allí traza una historia del vestido en
Colombia desde la época prehispánica hasta el siglo XIX en donde analiza una serie de fuentes
primarias (Leyes de Indias, Estados generales, El diario de señoritas, El Neo-Granadino[6],
Costumbres Neogranadinas[7]) y secundarias que le permiten reconstruir la indumentaria que ha
utilizado la población establecida en el territorio nacional. Esta información conduce a la autora a
identificar la permanencia de elementos indígenas en el vestuario así como la influencia de las
culturas españolas, francesas e inglesas en el mismo. Paralelamente, señala la función enunciativa
del vestido, en tanto que su uso establece diferencias sociales, políticas, económicas y culturales.
Es necesario señalar, que si bien se indica en el título del libro que se hablará sobre “el aspecto
social del traje en América” la delimitación espacial se enmarca principalmente en el actual
territorio colombiano. Las referencias al continente serán exclusivas de los primeros capítulos, en
los cuales se trata el tema indígena.

Por otro lado, Augusto Montenegro realiza un trabajo gráfico a través del cual relata la historia del
traje en Colombia desde “la instalación de la Real Audiencia en 1550, al 9 de abril de 1948”. Un
siglo más extenso que la investigación de Martínez Carreño, el texto proporciona una guía
histórica y visual del vestido que señala detalladamente la indumentaria de hombres y mujeres de
diferente clase social. Sin embargo, el trabajo presenta algunos inconvenientes que ponen en
duda su rigurosidad, pues pese a la información que otorgan las imágenes allí plasmadas, el autor
no señala con exactitud las fuentes de las cuales se nutre para realizar su trabajo. Afirma que leyó
“para la investigación sobre el siglo XVI 1237 cartas del Archivo de Sevilla fechadas entre 1550 y
1590 (…) los dibujos de Huaman Poma de Ayala; las pinturas de Gregorio Vásquez de Arce y
Ceballos” para caracterizar el siglo XVII, “toda una galería de virreyes, nobles y notables pintada
por Joaquín Gutiérrez” para el siglo XVIII, “dibujantes y pintores costumbristas como José María
Espinosa” para el siglo XIX y por último, la Revista Cromos para dar testimonio del siglo XX.

En el libro de Mario Jurish Durán, el tema se aborda de manera diferente. Aunque en un principio
el autor (junto con otros autores) realiza una breve contextualización histórica del vestido desde la
colonia hasta el siglo XX y menciona algunos aspectos de la indumentaria de las distintas épocas,
se centra en el tema de la moda femenina en Colombia durante el siglo XX, es decir, su
investigación gira en torno a las tendencias mundiales del vestir que se han adoptado en Colombia
y no el análisis de la indumentaria textil. Luego, se expone una lista de diseñadores nacionales
(Lina Cantillo, Amelia Toro, Betina Spitz, Carlos Nieto, entre otros) a quienes se busca reconocer y
destacar por su estilo innovador y sus trayectorias profesionales.

Más allá de lo evidente

La transformación del vestido no solamente implico cambios en la indumentaria, también


contribuyo a la instauración de modelos femeninos y masculinos asimilados y aceptados por las
sociedades de determinadas épocas. Se constituyeron entonces hombres y mujeres a quienes el
vestido les otorgo características “propias” de su género.

A principio del siglo XIX, el interés por el traje masculino aumentó notablemente. Los nuevos
ciudadanos con altas capacidades adquisitivas debían vestir con lujosa indumentaria de tal manera
que el poder se reflejara no solo en sus decisiones sino también en sus trajes. Ejemplo de la
majestuosidad en el vestido son los uniformes estudiantiles de la época. Martínez Carreño cita a
Cordovez Moure quien se refiere al traje de los estudiantes del colegio fundado por D. Lorenzo M.
Lleras: “frac y pantalón de paño azul oscuro y chaleco de pique blanco, todo con botones de metal
dorado, guantes blancos de cabritilla, sombrero de copa; en cada solapa el frac llevaba una
paloma bordada de plata”[8]. El traje femenino en cambio, se caracterizó por su sencillez,
imitando el carácter “propio” de las neogranadinas y favoreciendo al ocultamiento de un cuerpo
considerado naturalmente “pecaminoso”. Martínez Carreño transcribe a José Caicedo Rojas, quien
señala en el Papel Periódico Ilustrado que el vestido de las señoras de clase alta “consistía en una
mantilla azul o negra, de paño con un ancho sobrepuesto que cubría la cabeza, sujetándose quién
sabe cómo con el peineton del cual engarzaban también un sombrero negro de forma redonda y
de ala muy ancha. La mantilla caía sobre los hombros, dejando libres los globos de las mangas y
cubriendo la espalda como una corina cuyas puntas venían al pecho. De la cintura abajo las cubría
una enagua de género de lana negra que llamaban alepín, y que adoraban abajo con canutillos.”[9]

El cambio de vestuario registrado a mitad de siglo llevo la moda femenina a otro nivel. Si bien
seguía siendo importante la majestuosidad, tanto el vestuario masculino como el femenino
buscaron ahora resaltar las figuras corporales a través del traje ceñido como símbolo de elegancia:
Casaca para los hombres y corsé para las mujeres.
Los nuevos materiales y accesorios le otorgaron a la mujer una nueva identidad caracterizada por
la elegancia, la picardía y el pudor. El corsé destaco las formas del cuerpo y resignificó la feminidad
puesto que su uso generó un culto por la silueta corporal delgada símbolo de delicadeza y
fragilidad, síntoma provocado por una el uso de una prenda que les impedía respirar. A esto se
suma la utilización de pañuelos, sombrillas y sombreros adornados con plumas y flores que
resaltaban el carácter delicado de las mujeres y desviaban la atención del espectador hacia la
riqueza de los materiales y la abundancia de los adornos. Las nuevas tendencias reprimieron
significativamente la figura femenina. La manga corta tipo globo fue reemplazada por la manga
larga y se añadió además un cuello alto al blusón, mimetizado por un encaje.

Fue así como la moda y el vestido expusieron modelos de comportamiento guiados por la
moralidad y la clase que tal como rin rin renacuajo permanecen incluso hoy en día muy tiesos y
muy majos.

Bibliografía

Del Valle Mejías, María Elena (2008) “Aproximación a la indumentaria como símbolo cultural: un
recorrido histórico” en Revista de la SEECI. Nº 16. Julio. Año XI. Pp. 74- 97.

Jurish Durán, Mario. La moda en Colombia. Ediciones Alfred Wild. Santafé de Bogotá, 1996.

Martínez Carreño, Aída. La prisión del vestido. Aspectos sociales del traje en América Latina.
Editorial Planeta, Santafé de Bogotá, 1995.

Martínez Carreño, Aída. Un siglo de moda en Colombia. 1830-1930. Fondo Cultural Cafetero,
Agosto 1981.

Montenegro Martínez, Augusto. Así vistió Colombia entre 1550 y 1950. Santafé de Bogotá, 1993.

[1] Martínez Carreño, Aída. La prisión del vestido. Aspectos sociales del traje en América. Editorial
Planeta, Santafé de Bogotá, 1995.p.17.

[2] Del Valle Mejías, María Elena (2008) “Aproximación a la indumentaria como símbolo cultural:
un recorrido histórico” en Revista de la SEECI. Nº 16. Julio. Año XI. Pp. 77.

[3] En Boletín Cultural y Bibliográfico (Bogotá) Vol.28, No.28, 1991. Pp.61-76.


[4] En Revista Lámpara (Bogotá) Vol. 21, No.118, 1992. Pp. 54-58.

[5]Martínez Carreño, Aída. La prisión del vestido. Aspectos sociales del traje en América. Editorial
Planeta, Santafé de Bogotá, 1995.

[6] Periódico. 1849.

[7] Representaciones pictóricas de las costumbres del país. Ramón Torres Méndez (1809-1895).

[8] Martínez Carreño Aída. Un siglo de moda en Colombia. 1830-1930. Fondo Cultural Cafetero,
Agosto 1981. Pp. 8.

[9] Martínez Carreño Aida. La prisión del vestido… Op. Cit. Pág.140.

La construcción del Teatro Municipal (1887-1891)

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Por: jstorres

Publicado el: Marzo 2020

El gusto de los bogotanos por el teatro a finales del siglo XIX iba cada vez más en aumento. A pesar de que muchas de las
producciones más aclamadas eran extranjeras y de que los teatros existentes fueron privados hasta 1890, la
preocupación por cómo fortalecer el arte dramática fue latente. En este contexto empieza a materializarse la idea de un
teatro propio de la ciudad.
Hubo que esperar hasta la última década del siglo XIX para que Bogotá tuviera su propio teatro. A
pesar desde que desde años atrás existían espacios para este arte, el Teatro Municipal será el
primero que no pertenezca enteramente a privados. Con intenciones de promover en la ciudad las
artes escénicas, presenciamos en 1887 la unión de varios personajes que protagonizaron este
proyecto: el Concejo Municipal, el Alcalde Higinio Cualla (mandatario de la ciudad entre 1884 y
1900) y un artista italiano que visitaba la ciudad llamado Francisco Zenardo.

Después de algunas conversaciones del Concejo con Zenardo, el 22 de junio de 1887 se le delega a
este último la tarea de edificar el teatro y se elabora un contrato entre el mencionado con el
personero Fernando Cortés en el cual se fijan los términos para la realización de “un edificio que
sirva para teatro lírico o dramático, para picadero y para ejercicios gimnásticos y de
prestidigitación”.

Como se acostumbra con los contratos realizados por el Concejo Municipal, su validez fue
garantizada una vez que se oficializó mediante un acuerdo. En el acuerdo 27 de 1887 que tiene
fecha del 30 de septiembre, se hace oficial.

Es de destacar que el proyecto tenía ya un avance notorio respecto a su planeación, pues al


momento de firmar el contrato, eran ricos los detalles sobre lo que la obra debía ser. El plano,
entregado por Zenardo al firmar el contrato detalla particularidades tales como: un escenario de
12x11 metros, un patio con piso movible de madera que servirá de picadero, una galería superior,
sesenta palcos de 1,50x1,40m, el alumbrado de al menos 160 lámparas de gas y el uso de finas
maderas. Además, se había definido ya el espacio que se utilizaría. El teatro tendría lugar en el
barrio La Catedral, sobre la carrera octava de la ciudad a la altura de la novena cuadra. Allí, la
ciudad era propietaria de un edificio en el que durante décadas funcionó la Escuela Santa Clara. Si
bien, la posición parecía perfecta por ubicar el teatro en un lugar en el que se concentraba la vida
pública de la ciudad, hubo al menos dos percances.

El más inmediato era respecto al tamaño del lote, pues acorde a los planos que aportaba Zenardo
y las ideas que el Concejo tenía para el teatro, se requería una parcela de más. El Concejo ofreció
tratar de negociar para conseguir un solar que era vecino a la Escuela y al Observatorio
Astronómico de la ciudad.

teatro Municipal 2.jpg


Desde que se proyecta este teatro se ve la necesidad de un espacio un poco más amplio. El distrito
se compromete a intentar conseguir los espacios vecinos para una ampliación del terreno
presupuestado, especialmente un solar del vecino Observatorio Astronómico. Aquí es cuando
aparecen las señoras Paula Fajardo de Cheyene e Isabel Cheyene de Vargas, ambas herederas del
finado Cheyene que era esposo de la primera y hermano de la segunda.

El lote que poseían desde el 27 de octubre de 1875, en la carrera 7.ª, a la altura de la cuadra 10 y
asignado con el número 187, sería la solución al problema de espacio del teatro. Ellas llegan a un
acuerdo con el Concejo a través del Regidor Manuel Ponce de León y venden una parte del solar
de 11,4 x 20,98 metros por $8.000. Este contrato se firma el 4 de diciembre de 1887 con la
condición de que el Concejo edificaría el muro que dividiría el lote adquirido de la parte que ellas
conservarían, apenas cinco días después se hace oficial el contrato por medio del acuerdo 42 del
año en curso.

Como consta en las actas del Concejo, el dinero se habría tardado, pues fue hasta el 17 febrero de
1888 que se confirma el pago por medio de un cheque que expide el tesorero del distrito al Banco
de Colombia.

Desde que el Concejo había comenzado a buscar este predio, le había advertido al contratista
italiano Zenardo que tendría que adaptar la construcción consiguiesen o no el terreno. Zenardo ya
había entregado, desde la firma del contrato, unos planos sobre los cuales el Concejo se pronunció
así:

“El concejo resuelve que sean nombrados por la Presidencia, de dentro ó fuera del seno del
Concejo, los dos arquitectos que han de examinar los nuevos planos presentados por el señor
Zenardo”.

El delegado principal para esta labor fue el arquitecto nacional Pedro Cantini y una comisión
liderada por el Regidor Lombana propuso en el Concejo que el proyecto entrara a debate de nuevo
para agregar algo con lo que Zenardo estaba de acuerdo:
” El Concejo Municipal se reserva el derecho de nombrar un comisionado especial de su seno para
que concurra siempre que lo creyere conveniente, al lugar de os trabajos del teatro para que
inspeccione estos, informe periódicamente al Concejo acerca del cuidado, orden (…) que se
observe en ellos; y también respecto de la manera estricta como se esté levantando el edificio de
acuerdo con los planos”. Los planos serían aprobados sin más necesidad de revisiones y se daría
continuidad al proyecto, entregando el solar. Tras algún debate, se aprueba la entrega del mismo a
Zenardo el 24 de marzo de 1888 con la siguiente proposición:

“El señor Personero Municipal procederá á entregar al señor Francisco Zenardo, empresario del
Teatro Municipal, el solar de que trata el acuerdo N. 42 de 1887. Para verificar esa entrega, el
señor Personero celebrará con dicho señor Zenardo un contrato adicional, en el cual consten con
toda exactitud los linderos del solar en referencia, la capacidad de éste, y los linderos que en
definitiva encierra toda el área que ha de ocupar el Teatro Municipal lo mismo

que la capacidad de dicha área. A este efecto el Personero Municipal hará levantar un nuevo plano
de toda el área que se da al empresario con sus correspondientes linderos”.

En octubre de este mismo año, mediante el acuerdo número 23 se ordena que una parte del solar
comprado a las señoras Paula Fajardo de Cheyene e Isabel Cheyene de Vargas se destine para
ampliar el jardín del Observatorio de Bogotá. Por el tamaño del solar y la proximidad con el
Observatorio astronómico se acuerda que una parte del solar comprado de destine al ensanche
del jardín del mismo, la que queda por fuera del perímetro del Teatro.

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El segundo inconveniente tenía que ver con el uso anterior del edificio. Al haber funcionado allí la
Escuela Santa Clara desde 1843, generó ciertos descontentos su cierre. En 1889 el Inspector
General de Instrucción Pública hace un reclamo al consejo y pide una indemnización. Se nombra
una comisión de investigación en el Concejo y se discute esta posibilidad.

Estos inconvenientes retardan un poco la obra. Inicialmente el contrato estipulaba un plazo de 16


meses para la finalización de la obra, es decir, aproximadamente para febrero de 1889. Pero
pronto vendría un problema mayor que tendría que ver con la financiación. El acuerdo era el
siguiente: El teatro debía ser del Distrito, pero como Zenardo jugaría un papel más que crucial, él
podría hacer usufructo del edificio por 15 años a condición de entregarlo en perfecto estado en
una ceremonia en la que el Alcalde, dos concejales y el Personero lo recibieran. Zenardo entregó la
suma de

$10.000 como garantía. Sin embargo, pese a las voluntades puestas, el dinero resultó limitado.

La formación de una comisión

Para superar el problema de presupuesto, se establece una alianza con el Banco Internacional
quien ayudaría con préstamos libres de interés. Se decide además que el proyecto requiere de
varias manos trabajando juntas y por eso se crea la Compañía constructora y explotadora del
teatro. Modificando el acuerdo inicial por el que únicamente Zenardo tendría derecho a la
explotación del teatro, esta compañía emite acciones puestas a la venta para recaudar el dinero
suficiente y recibe el usufructo de la obra durante varios años. Sin embargo, la legalización de la
compañía constructora del Teatro llegaría en septiembre por parte de Presidente de la República
Carlos Holguín (1888-1892) quien da personería a la compañía y la reconoce oficialmente. Gracias
a este empujón, se consigue una prórroga de dos años al plazo inicial por medio del acuerdo
número 29 de 1888.

La repartición de acciones, cuyo costo individual era $50, fue la siguiente:

Accionista

Acciones

Valor
Francisco Zenardo, valor de los trabajos ejecutados hasta

el 20 de Abril de 1889

800 acciones

$40.000

Al Departamento de Cundinamarca

40 acciones

$2.000

Al Municipio de Bogotá

60 acciones

$3.000

Al señor Luis G Ribas, Gerente del Banco Internacional

100 acciones

$5.000
A los particulares

600 acciones

$30.000

Total

1600 acciones

$80.000

Tal parece que en los ciudadanos particulares las acciones fueron muy bien recibidas, pues en
menos de 15 días se recaudaron 16.470.

Esta compañía estaba conformada por Jaime Córdoba, Higinio Cualla, Luis G. Ribas (Gerente del
Banco Internacional), Jorge W. Price y Francisco Zenardo en la parte directiva. En la primera
definición de roles del 30 de abril de 1889, el señor Ribas fue nombrado como Gerente, el señor
Price como segundo gerente, Antonio María Londoño secretario y Zenardo como administrador
del Teatro. Sus figuras tenían un papel importante de control en la obra, pues a la fecha había aún
más inconvenientes como el que manifestó Zenardo sobre la ausencia del ingeniero encardado de
apellido Santamaría, quien durante cinco meses no se había presentado a la obra. Nombrados
estos cargos, la junta acuerda:

“Autorízase el Gerente de la Compañía para que, en asocio de los miembros señores Price y
Zenardo, celebre los contratos que sean necesarios y convenientes, á efecto de que los trabajos
del Teatro Municipal continúen activamente y con la mayor prontitud”
La junta empezó a funcionar con aparente eficiencia y se realizaron varios contratos importantes.
En mayo 8 de 1889 se lleva a cabo el proceso de licitación para la construcción de la cubierta del
Teatro Municipal. Se había difundido en la ciudad, mediante carteles, una invitación a presentar
propuestas a sobre sellado. Para la fecha límite se presentaron cuatro propuestas resumidas en la
siguiente tabla:

Proponente

Detalles

Costo

Eleázar Urdaneta y Feliz V. Madero

Requerían transportar material en carros sin resorte, sobre los cuales el Concejo tenía reparos.
Pedía que el dinero estuviera disponible a la presentación de las facturas de pago de obreros y de
materiales. Usaría teja metálica y entregaría el proyecto en 6 meses.

El valor sería de $15.000 fijos así el costo real llegará a excederlos.

Mario Lambardy

Usaría teja del país o de hierro galvanizado, que en el enmaderado los temples estarán separados
máximo a 3 metros y los términos de pago en el contrato se
definirán. Entregaría el proyecto en ocho meses.

$ 15.800: $2.000 al

principio, $1.500 cada mes y el resto al concluir

Justo Cabrera

Uso de teja metálica de 90x 60 cm, requiriendo que la compañía construya el andamio acorde a su
exigencia. Entregaría en 8 meses y ofrece fiador.

Sobre esta no se aceptó la condición del andamio

por 18.000 pesos pagados

5.000 a firmar y 1200 cada que acabe el mes

Pedro P. Calvo

Detallando con minuciosidad las vigas y materiales proponiendo teja de arcilla y


adornos, el uso de planchas de hierro. Entregaría el proyecto en

seis meses. Propone fiador

$16.000 pesos : $5.000 para iniciar y el resto en pagos mensuales.


Para el 31 de agosto de 1889 se reportan por parte de la compañía avances como la edificación de
711 metros cúbicos de muro usando 355.500 ladrillos, la erección de las columnas del arco
armónico, los entresuelos de los corredores y se declaran listos los materiales para la cubierta que
tiene ya una armadura sólida. Todo parecía marchar, en especial parece que jugo un importante
papel la atención de Higinio Cualla quien todos los días visitaba la obra para resolver problemas
menores. Por medio de Price se habían pedido colgaduras, adornos y un cielo a Hamburgo.

Con estos avances, se considera ya desde septiembre que es posible la apertura del teatro para el
principio de 1890. Zenardo tomará la batuta respecto a su preocupación por cuál compañía
debutará en este nuevo espacio de la ciudad.

Todo listo para el estreno

Viendo tan cercano el día en que el teatro abriera sus puertas, la Compañía empieza a preguntarse
por qué se hará con el mismo ¿A quiénes se arrendará? ¿Cuál es el tipo de espectáculo que se
quiere para el estreno? ¿Debe ser de un grupo local o debe traerse un grupo extranjero? ¿Habría
que empezar con opera? Los accionistas no tardan de ceder a la administración estas decisiones,
dándoles potestad para aprobar lo que acuerden. Cuando se supo que la fecha de finalización de la
obra sería el 1 de enero de 1890, Francisco Zenardo apostó por la visita de un grupo extranjero,
pero a sabiendas del costo que implica, ofrece al Banco Nacional las acciones que posee del teatro
en hipoteca por $15.000 pesos, incluyendo sus rendimientos hasta que las mismas sean pagadas
de nuevo. El banco niega esta propuesta, pero al compartirla Zenardo en la Junta, recibe un
ofrecimiento de Ribas para que el Banco Internacional del cual era gerente, aceptara su solicitud.

El teatro empieza a ser aclamado por el público y su inminente estreno se hace conocer mediante
el periódico La Nación al que se le pagaron $130 por sus difusiones. Todo estuvo listo y el 15 de
febrero tuvo lugar el gran estreno. Para este se trajo a un grupo de ópera italiano “Opera
Compañía Rosa”. Entre 1890 y 1891 las compañías que visitaron el teatro serían las siguientes:

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